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agosto 12, 2012
El piquero enmascarado no quiso revelar su identidad.Texto: Rodrigo Villacís Molina
Fotos: Dolores Ochoa"Para mí el mundo se divide en dos -me dice en su difícil español el viejo francés que vuela a mi lado desde Guayaquil con destino a Puerto Baquerizo en la isla San Cristóbal-, de un lado las Galápagos y de otro, todo lo demás". Añade que "en contacto con esa caprichosa naturaleza que parece intocada, como debe de haber sido en la infancia de la Tierra, puedo olvidar un momento que la especie humana está acabando con el planeta".
En el aeropuerto nos recibe el guía del Darwin Explorer para conducirnos al muelle, donde tenemos la primera visión del mar de las islas: tranquilo, de un verde turquesa, espejeante bajo el sol del mediodía. Una panga, cáscara de nuez con motor fuera de borda, nos lleva al yate, fondeado a cierta distancia y cabeceando ligeramente junto a otras naves. A bordo nos da la bienvenida el Capitán, quien distribuye los camarotes o cabinas. Somos once, aunque la nave tiene capacidad para dieciséis amén de los ocho tripulantes: una pareja de ingleses, una de franceses, incluido mi amigo del avión, tres chicas alemanas, un matrimonio ecuatoriano, Dolores Ochoa con sus cámaras y yo. Después de un breve descanso, una campana nos llama al comedor para el almuerzo y en la mesa comenzamos a conocernos. Con esa ensalada de lenguas, gracias a la cual se comunican entre sí los turistas de diversas procedencias, nos entendemos un poco, salvo con una de las alemanas, que nos ignora a todos, inclusive a las otras dos muchachas de su misma nacionalidad. Me dicen que se llama Heike y que es una aristócrata.Después de almorzar, el guía nos explica que durante los ocho días del crucero tocaremos: San Cristóbal, Española, Floreana, Santa Cruz, Seymour, Baltra, Bartolomé, Genovesa, Plaza y Santa Fe. O sea que vamos a recorrer la zona este de nuestra provincia insular, cuya área total es de ocho mil kilÁómetros cuadrados. Generalmente navegaremos por las noches para cubrir durante el sueño de los pasajeros las grandes distancias que hay entre isla e isla, en las cuales debemos desembarcar muy temprano a fin de disponer del tiempo necesario. El Darwin Explorer se mueve lentamente y rodea la isla donde estamos, para dejarnos frente a una playa con muchos lobos marinos. El contacto del agua y de la arena húmeda con los pies descalzos, así como la proximidad tan inmediata de esos hermosos animales de piel reluciente, que apenas se dignan mirarnos mientras descansan de sus correrías nocturnas, sumerge de pronto, a cada uno de nosotros, en el ambiente real del archipiélago. Heike no está, se ha quedado en el yate.
Rezago de la infancia del planeta, esta iguana marina no es consciente de su anacronismo.Penetramos un poco en la isla, con el sol dándonos en la cara, y mientras el guía se refiere a las particularidades de la fauna y de la vegetación, Dolores fotografía sin parar, deslumbrada por todo lo que ve. Un piquero patas azules se pone frente a su cámara, muy cerca, y hace como si estuviera posando para ella. Dolores abre el obturador varias veces y el ave, entonces, se aleja y levanta el vuelo hasta perderse de vista. En este mundo singular, el hombre es un ser extraño que viene a perturbar una paz de millones de años. Pero las aves y animales endémicos de las islas se han acostumbrado y no se perturban con nuestra presencia, como si no existiéramos, como si fuéramos solamente sombras. A lo lejos, una enorme roca simula un "león dormido" en medio del océano.
Bien entrada la tarde regresamos al Darwin Explorer, surto en la bahía. Nos espera la cena, excelente, con pescado del día y una larga sobremesa durante la cual cada uno de nosotros quiere saber algo de su vecino. Luego, acodados algunos sobre las bandas del barco, disfrutamos del ocaso en el mar. Cerca está anclado un velero con los trapos recogidos y las jarcias colgando sobre cubierta; en lo alto del palo mayor ondea una bandera, que afortunadamente no es la de la calavera y las tibias cruzadas.Un estrecha escalera que desciende desde una escotilla despierta mi curiosidad y me lleva al cuarto de máquinas; ahí encuentro a Montoya, el viejo mecánico que se ha encariñado con los grandes motores a su cuidado. Es el más antiguo de todos los miembros de la tripulación, y me cuenta que en este yate, cuyo nombre original era Isabel I, ha visto a muchas personas importantes, inclusive príncipes y presidentes.
En el lenguaje de estas aves marinas, cuando la fragata macho infla el buche, quiere decirle a la hembra: "iTe amo!"Los días siguientes vivimos una suerte de aventura fascinante, en una secuencia, digamos, técnicamente preparada por gente muy conocedora del turismo. De isla en isla, cada una con sus peculiaridades, recorremos lo que es, sin duda, el último paraíso: playas de conchas marinas pulverizadas a lo largo de los siglos por el mar, como la de la bahía Garner; lugares de buceo de aguas profundas e increíblemente transparentes, como el cráter sumergido de la Corona del Diablo; rocas basálticas asomadas al océano y en cuyas caprichosas paredes que caen a pico sobre el agua, antiguos marineros han pintado el nombre de sus barcos, cumpliendo un rito pagano y mágico; senderos trazados sobre acumulaciones de lava volcánica y entre formas de vida animal desconocidas en cualquier otra parte del planeta, nos conducen a lugares de los cuales la especie humana había perdido la memoria desde su expulsión del edén: la laguna de los flamingos rosados de Punta Cormorand, por ejemplo, o el asombroso panorama que se contempla desde la cima del pico más alto de Bartolomé, en cuya amplia ensenada anidan los pingüinos y merodean unos mansos tiburones.
La víspera del arribo a la isla Floreana sueño con esa misteriosa mujer alemana, la Baronesa Eloise Wagner de Bousquet, que vivió allí hace sesenta años una aventura de extraños amores y de muerte. En el desayuno, ya fondeados frente a Post Office Bay, donde se dejan mensajes para todo el mundo, pregunto por Heike, a quien no veo en su puesto acostumbrado, y me dice el Capitán que ella pidió desembarcar muy temprano, apenas llegó el yate a la isla. Juan, el marinero de la panga la llevó sola, con su mochila al hombro. Reviso entonces, obedeciendo a un misterioso pálpito, el registro de pasajeros que me facilita el contramaestre, y leo, asombrado, el apellido de Heike: ¡Wagner de Bousquet! Cuando averiguo más sobre ella, el contramaestre me cuenta que durante el viaje dormía en la cubierta, y que una noche le pareció verla pasear desnuda.Dejo de pensar en Heike al desembarcar, pero vuelve ella a mi mente cuando en la isla me entero que vive aún ahí, ya muy anciana desde luego, la señora Margaret Wittmer, quien conoció mucho y odió más a la Baronesa. Después de una caminata de toda la mañana, con una dura ascensión que nos permite ver como viven los petreles y también cómo mueren en las garras de sus enemigos naturales, los buhos, levamos anclas y enfilamos al norte, hacia Puerto Ayora, en la isla Santa Cruz. Mientras tanto, los ingleses van al comedor, a las cinco en punto, en busca de té; los franceses leen bajo un toldo en la cubierta superior; los ecuatorianos conversan con el Capitán en el puente de mando y las dos alemanas toman sol en breves bikinis, al mismo tiempo que se untan aceites, mientras Dolores se dobla cerca del bauprés para fotografiar los delfines que nos acompañan jugueteando junto a la proa. Viendo cómo la quilla rompe las olas y deja un rastro de espuma, me vienen a la memoria las palabras del poeta John Masefield: "Debo cruzar el mar de nuevo, el mar solitario y la costa; pues el llamado de la marea es primitivo e irresistible...".
En equilibrio sobre sus altos zancos, el flamingo rosado cavila.En la Santa Cruz caminamos directamente a la estación científica Charles Darwin, en cuya área encontramos algunas grandes tortugas, sobrevivientes, quizás, de las matanzas de piratas y balleneros; pero también las recién nacidas en el criadero, que después irán a otros lugares del archipiélago, según la subespecie a la que pertenezcan. En la estación nos enteramos del incendio de la Isabela, que nos preocupa profundamente a todos, y desde entonces estamos pendientes de las noticias.
El domingo, último día del crucero, visitamos la isla Plaza y la Santa Fe: nuevas visiones, nuevas sensaciones y un paisaje siempre cambiante, lo mismo que el color del mar, que ensaya todas las variaciones imaginables del verde, en una gama cuyas mutaciones obedecen no sólo al tiempo sino también al lugar y, diríase, sobre todo al humor de las dioses de las profundidades. En las rocas se mimetizan, inmóviles, las iguanas y aterrizan las aves marinas; un ave fragata exhibe ostentosamente su enorme buche rojo, y Dolores agota su provisión de película en un albatroz que, ingrávido, planea como vigilando el paso de la pequeña caravana.El lunes nos hallamos de vuelta en la San Cristóbal para regresar al continente. Mientras esperamos el avión en Puerto Baquerizo percibo que nadie echa de menos a Heike, y me pregunto si realmente existió...
El Darwin Explorer de crucero en el último paraíso, buen viento y buena mar.