Publicado en
febrero 25, 2010
El recuerdo de mis años mozos me viene a las mientes de vez en cuando, alegrando mi espíritu como el susurro de la brisa primaveral soplando por los valles de mi tierra. En aquellos días yo era tan sólo un pobre muchacho huérfano y desamparado, al que un familiar había acogido bajo su tutela. Pronto comencé a aprender su oficio, el de amanuense, y en un principio lo detesté con toda mi alma. Veía a los otros muchachos jugar ociosos en las calles, mientras yo pasaba las horas frente al atril, practicando la tediosa caligrafía, limpiando las escribanías y llenando los tinteros de los oficiales de la tienda.
Un día, harto de la tinta y las plumas de ganso con las que practicaba, me escapé de la tienda y vagué por las calles dando barzones, ansioso de nuevas experiencias.
Porque, hasta donde alcanza mi desgastada memoria, lo que yo siempre había querido era convertirme en soldado. Mi abuelo, Nythosg guarde su alma, me había contado cómo mi difunto padre había sido capitán de infantería y que hasta su muerte en una batalla había acumulado muchos honores a lo largo de su carrera militar. Él mismo me contó gestas y hazañas épicas, puesto que también había sido soldado; así que no ha de extrañar que encaminara mis pasos hacia los arrabales de la ciudad, donde siempre se veían muchos soldados gastando su oro en las tabernas, bebiendo, jugando y peleando entre sí.
Llegué a una bodega destartalada y sucia cerca de unas caballerizas, repleta de soldadesca y bullicio. Temeroso, entré sin saber bien lo que hacía, fascinado con las escenas que ante mí se desarrollaban.
En la bodega habría al menos una treintena de personas, bebiendo alrededor de las ajadas mesas. La mayoría eran soldados, trasegando jarras de vino y jugando ruidosamente a las cartas y los dados, besando y manoseando a las cantineras que se sentaban sobre sus rodillas.
Nadie parecía reparar en mi presencia, y como empezaba a asustarme, decidí dejar el local, cuando mis ojos se posaron en un viejo soldado, el cual cantaba obscenas canciones y antiguos himnos de guerra mientras apuraba un abollado pichel. Su aspecto me causó una fuerte impresión, pues estaba demacrado, con el rostro reseco y lleno de cicatrices; vestía un miserable jubón de cuero demasiadas veces remendado, cubriéndose los hombros con una capa gris y polvorienta. Pero lo que más me impresionó fue su pierna izquierda, o más bien su ausencia, pues a la altura del muslo veíase un muñón cubierto por un trapo grasiento y roído. Al lado, recostada contra la silla, tenía la muleta con la que suplía su pierna al andar.
El hombre se dio cuenta de que le estaba observando y me hincó su penetrante mirada, hablándome luego con su vieja y cascada voz.
-¿Qué haces aquí, muchacho? Este no es lugar para ti... ¿A quién buscas? -pese a lo rudo de su acento, noté que intentaba ser amable conmigo. Le miré a la cara y respondí tímidamente:
-Me he escapado de casa... -dudé unos instantes, pero luego recobré el ánimo y exclamé lleno de orgullo.- ¡Quiero ser soldado, como mi padre, y honrar su nombre!
El viejo me sopesó detenidamente y luego profirió una carcajada, abriendo una boca en la que quedaban ya pocos dientes en pie. Indignado y lleno de vergüenza, me aparté de su mesa, cuando me detuvo agarrándome por el hombro, bruscamente al principio, luego con más suavidad.
-Espera, muchacho. No me burlaba de ti... ni menos aún de tu padre. Siéntate, anda -reluctante, le obedecí, viendo un extraño brillo en sus ojos. Parecía que al verme le había recordado a alguien, quizás a él mismo, muchos años atrás.
-Dime, ¿cómo se llamaba tu padre? -el viejo tomó el pichel que tenía frente a sí, apurándolo hasta las heces y dejándolo de nuevo en la mesa, paladeando la bebida con un gruñido de satisfacción.
-Amryl, señor -contesté-. Fue capitán de infantería, murió hace unos quince años, antes de que yo naciera -añadí, sin atreverme a mirarle a los ojos. El hombre sonrió esta vez, mirándome divertido.
-Así que quieres seguir los pasos de tu padre... ¿Y tu madre, que opina acerca de eso de ser soldado?
-Mi madre murió en el parto, señor. De mí se ocupó mi abuelo hasta que murió, hace poco más de un año. Desde entonces, he estado como aprendiz de amanuense en el gremio de mi tío... pero no deseo volver. Estoy harto de mancharme los dedos de tinta, afilar las plumas, leer polvorientos pergaminos y de practicar horas enteras mi caligrafía. ¡Todo éso no sirve para nada! Quiero ser soldado como mi padre y abuelo y aprender el arte de la guerra.
El hombre volvió a reír, pero esta vez parecía complacerle mi determinación. Después de rebuscar entre sus ropas buscando alguna moneda y volver sus dedos con un zuraví de plata, me lo dio, añadiendo pensativo:
-Hazme un favor, pídeme una jarra de vino y una hogaza de pan. Si así lo haces, te con-taré cómo puedes llegar a ser soldado, pues yo mismo lo fui en otro tiempo. Aunque creo que cuando escuches mi historia, volverás al gremio, a practicar de nuevo tu caligrafía -tomando la moneda de plata, corrí hasta la barra y le pedí al tabernero lo que me había encargado. El tabernero me miró con suspicacia, pero al ver que podía pagarle me despachó una jarra de barro llena de vino peleón, junto a una hogaza de pan negro y duro.
Volví a la mesa, le tendí la jarra y la hogaza y me acomodé a su lado, viendo expectante como escanciaba el vino y mojaba en él el pan para ablandarlo, pues era muy duro para los pocos dientes que le quedaban. Tras beber un largo trago y exhalar un hondo suspiro, comenzó como me prometiera a contarme cómo podía convertirme en soldado.
-Muchacho, ah, muchacho... ¿de verdad que quieres ser soldado? Mejor harías tirándote de cabeza a un pozo, pues te ahorrarías muchos sufrimientos. ¿Así que tu odiada caligrafía no sirve para nada? Si hubiera sabido escribir con tus años, no estaría así ahora, arrastrándome penosamente con esta muleta de un lado para otro, sin al menos un sitio donde caer muerto -contrariado, me atreví a interrumpirle, pues sus palabras robaban las ilusiones y sueños que mi excitable imaginación había forjado.
-Mi abuelo me dijo que la vida del soldado era gloriosa. Kryll el rojo mira con agrado a los valientes y les infunde fuerza y coraje en la batalla. Así me lo contó mi abuelo, y así quiero creerlo.
El viejo soldado hizo una mueca de desdén, sacudió la cabeza desaprobando mis palabras y bebió de su pichel, mediándolo de un par de tragos.
-Gloria, honor, renombre... basura, muchacho, eso es lo que son. Mírame ahora, y dime que ves. Hace años era joven y vigoroso, pero mírame ahora, te digo. Estoy viejo, solo y nada me queda después de toda la sangre y el sudor que vertí por mis señores... mi juventud se fue mientras marchaba al son de los himnos de guerra y mi pierna se quedó en Slonna, la última campaña donde participé. ¿Quieres que te cuente como fue mi vida como soldado? Acomódate, porque mucho he de contarte y quiero que vuelvas pronto a casa. Tu tío te estará buscando y no debes preocuparle. Escucha, pues.
Yo, al igual que tú, deseaba ser soldado, pues mi futuro como granjero era desesperanzador. Nací en Podrov, un pueblecito apacible de Vlaria, junto al río Yrish. Harto como tú de mi aburrida existencia, decidí alistarme. Cuando tuve la oportunidad, me presenté en la milicia del pueblo, mentí sobre mi edad y comencé mi carrera militar.
Con el tiempo participé en varias campañas militares como soldado de infantería pesada y aprendí bien el oficio. Era fuerte y diestro con el hacha; mi vida era dura, pero tenia una soldada decente, amigos y suficiente vino, y por aquel entonces las mujeres no me rehuían como hacen ahora. Poco después, comenzó el sitio de Slonna.
De los motivos de la guerra poco te diré... los mismos de siempre en estas tierras malditas por sus dioses y maltratadas impunemente por sus señores, que guerrean entre sí continuamente por el poder, arruinando sus arcas y llevando a la miseria a los que viven en sus dominios.
Vyrnal Anther, señor de Slonna, era vasallo del tirano de Tymyradn, Servad III, al que había de ofrecerle como tributo muchas cabezas de ganado y sacos de cereal. Vyrnal odiaba profundamente a Servad, pues cada año encarecía más el tributo.
Slonna era una ciudad enclavada en una rocosa meseta, con excelentes canteras de piedra y rodeada de buenos bosques y tierras de labranza. Servad codiciaba tales tierras, y asimismo, que la casa noble de Vyrnal Anther las dominara le irritaba enormemente, al ver en ellos una amenaza para su poder y un ejemplo de rebeldía ante su autoridad.
El año en que tuvo lugar la batalla, los impuestos fueron excesivos para Vyrnal. Rehusó entregar el tributo, porque de hacerlo condenaba al hambre y la miseria a su gente, con el invierno próximo como estaba. Aunque, al oponerse al viejo tirano, les causó mayores padecimientos aquel invierno.
Servad, airado, no queriendo rebajar el tributo y exasperado por la rebeldía de Vyrnal, organizó el ataque en pocas semanas. Disponía de efectivos suficientes, aparte de contar con el apoyo de sus casas nobles aliadas, a las que había sojuzgado y hecho adictas a su causa.
Por mi parte, la casa noble de mi señor en aquellos días entró en la contienda por otras razones. Malthorn Vassd, mi señor, había prometido a su hija Dialyn con el sobrino de Servad III, Heremor. Con esta alianza reforzaba su posición frente a su rival, István II, con quien pugnaba por la tiranía de Vlaria. István II, antaño tirano de esa provincia, prometió a su vez ayudar a Vyrnal Anther enviándole refuerzos.
La facción Vlaria que apoyaba a Servad III, encabezada por el primogénito de mi señor, Vertan Vassd, se acompañaba de otras cuatro casas nobles de menor rango; los Slann, los Annil, los Banry y los Jarm. Entre todos reunieron un pequeño ejército, que partiría hacia Slonna para unirse al de Servad III. En nuestro cuartel, antes de la partida, circulaban muchos rumores sobre el curso de la guerra, ya que el sitio de Slonna comenzó unos cuatro días antes de que partiéramos. Contaban de “El Viejo” -como apodaban a Servad III- que era un brujo muy poderoso y un oponente formidable, cruel y despiadado en la guerra como pocos señores de la comarca había habido.
Tras ultimar los preparativos, marchamos una mañana gris, lluviosa y fría; Vertan Vassd iba al mando como capitán general de la tropa, formada por infantería ligera y pesada, piqueros, arqueros y ballesteros, todos bien armados y pertrechados, bajo los pendones de las cinco casas nobles.
Seguimos el camino provincial que unía Vlaria con Tymyradn, dejando a nuestras espaldas las heladas cumbres de los montes Narisor, avanzando por los agrestes parajes de Vlaria envueltos por la niebla. Tardamos tres días en salir de la provincia, por el peligroso desfiladero del Agravio, donde años ha comenzara otra de las muchas guerras que han ensangrentado la comarca. Teníamos poco que temer a una celada, ya que Vertan dispuso excelentes batidores marchando por delante y detrás de nosotros.
Tres días más tarde con sus largas noches, en las que vivaqueábamos en tiendas de lona con las duras rocas del suelo como colchón y nuestras mantas húmedas por abrigo, llegamos finalmente al sitio de Slonna, cansados y sedientos por la larga caminata. Nuestro capitán ordenó el alto, hasta que regresara el emisario que había mandado al campamento donde estaban acantonadas las tropas de Servad III.
Desde nuestra posición, en la cima de una colina que dominaba toda la meseta slonnesa, podíamos ver el campamento, instalado en la suave falda de la colina, con sus tiendas de tela, los fuegos de campaña y el bullir de las tropas. Más allá relucía Slonna, con la blanca piedra de sus altivas murallas mostrando ya las cicatrices del asedio. El Castillo Blanco, la fortaleza del insurrecto Vyrnal Anther, descollaba distante con sus oriflamas tremolando en la leve brisa del mediodía.
Poco después regresó nuestro emisario. Servad III y su sobrino Heremor nos daban la bienvenida, junto al resto de sus casas aliadas. Los cuernos de guerra resoplaron en nuestro honor, y a paso ligero bajamos el trecho que nos separaba del campamento.
Nunca en mi vida había visto tal cantidad de tiendas, muchacho... recuerdo como si los viera ahora mismo a los lanceros, jinetes y arqueros de la Casa Kenre, bajo el estandarte del guantelete estrellado; a los piqueros y rodeleros de los Anban, vistiendo sobre sus armaduras el corcel negro de su blasón; a los infantes y alabarderos de los Narsiad, con el alce como emblema; a los ballesteros y hacheros de los Dakoras, con el águila nival de su sobrevesta, y por último, el batallón de los Konsrad, todos con el dragón negro en el escudo o el arnés: infantería pesada, arqueros, ballesteros y milicianos de las aldeas de la provincia.
En medio del campamento destacaba la majestuosa tienda de campaña del tirano de Servad III, instalado suntuosamente junto a su sobrino, atendido por numerosos criados y bien protegido por su guardia personal.
Vertan Vassd, el futuro cuñado de Heremor, fue recibido por éste como general de las tropas de su tío. Era alto, corpulento y de pelo rojizo, con los ojos azules como el hierro y las facciones duras y bien afeitadas. Su poderosa figura imponía sobre su corcel pardo bardado, con su espléndida coraza de acero y la capa larga de seda azul, y su voz firme y sonora denotaba un carácter pasional, encendido; tenía fama de excelente guerrero, y aún a pesar de ser demasiado impulsivo, de buen estratega. Servad III había perdido a su único hijo treinta años atrás, en el curso de una desafortunada cacería, y con el tiempo, Heremor se había ganado el afecto de su tío, ocupando el lugar de su difunto hijo hasta incluso convertirse en su heredero.
Después de que intercambiaran afectuosos abrazos, Heremor dio órdenes a sus lugartenientes de que nos alojaran como convenía en el campamento. A cada escuadra le tocó una tienda, y tras dejar mis pertrechos en ella, decidí dar una vuelta por el cantón.
En él había mucho trajín de atareados sirvientes, caballerizos, mozos y cocineros de aquí para allá, y por supuesto, numerosos soldados. Deambulé por un rato, hasta que un grupo de arqueros de los Kenre, con sus gambesones oscuros, sus largos arcos y las espadas cortas ceñidas al tahalí me ofrecieron unirme a ellos y compartir su vino. No pude menos que aceptar, y entre chanzas y tragos de su bota pude hacerme una idea de como había transcurrido el asedio hasta ese día. Según me contaron, llevaban dos semanas acantonados al pie de la colina; desde entonces, el peso de su número se había impuesto cada vez más, pese a lo inaccesible de Slonna y su fácil defensa. Una de las razones del éxito de los sitiadores era la magnífica artillería de los Konsrad; Servad había desplegado un gran número de máquinas de asalto y contaba con expertos artilleros para manejarlas.
A lo largo de las dos semanas se habían destruido a golpe de catapulta cuatro de las torres de la ciudad y dañado muchas de las cortinas de la muralla. Los manageles habían lanzado estopa ardiendo y barriles de aceite, provocando incendios tras los muros que habían arrasado buena parte de los barrios bajos de la ciudad, muriendo abrasados muchos civiles.
En las pocas contiendas a campo abierto que hubo, Vyrnal había fracasado en sus intentos de rechazar a los sitiadores, perdiendo cada vez más efectivos; tan sólo los poderosos muros de su ciudad prolongaban el asedio. Se sabía que los slonneses contaban con reservas de víveres y agua suficientes, mas las bajas que habían sufrido hacían cada vez más difícil la defensa de las murallas.
La única esperanza que les quedaba, los refuerzos prometidos por István II, se desvaneció como escarcha bajo el sol... los espías de István II le habían informado del número de sitiadores y había cambiado pronto de parecer.
El décimo día, Vyrnal decidió capitular, pero Servad se burló de sus peticiones. Obstinado en afirmar su poderío, quería dar ejemplo con la insurrección de Slonna, para desalentar a sus posibles rivales. Hasta su muerte, fue el tirano con el poder más firme e indiscutible de toda la comarca de Sairevia.
Para mayor ignominia de los slonneses, El Viejo había mandado decapitar a los enemigos caídos o heridos en la batalla, disponiendo sus cabezas empaladas en hileras alrededor de la ciudad, lejos de los arcos pero no de los horrorizados ojos de sus menguados habitantes. Los cuerpos se habían apilado en horribles montones e incinerado para evitar pestes, aunque algunas hogueras se habían apagado demasiado pronto, para festín de cuervos y alimañas.
La moral de las tropas de Vyrnal no podía ser más baja. Sólo les quedaba resignarse a su suerte y morir empuñando sus armas frente al enemigo.
El día siguiente a nuestra llegada fue el decisivo para la toma de Slonna. Aquel día murieron gran parte de las tropas que la defendían y con ellos numerosos civiles... mujeres, ancianos y niños, asesinados brutalmente en el saqueo de la ciudad. El presagio del aciago destino de Slonna impregnaba el aire aquella víspera y todos intuíamos que al día siguiente la guerra daría a su fin.
En un postrer y patético intento por rendir las armas, un jinete llegó al campamento pocas horas antes del ocaso. Transido por el agotamiento, cubierto de vendajes carmesíes y con cercos oscuros en sus febriles ojos, el emisario desmontó alzando una mano en son de paz. Su lóriga surcada de tajos lucía poco ya del blasón de los Anther, un cáliz de oro enjoyado.
Con voz temblorosa pidió ser recibido en nombre de su señor por el patriarca de los Konsrad, esperando aplacar su ira. Ya espoleaba a su montura de vuelta a la ciudad, pues no esperaba respuesta alguna a su petición, cuando un sirviente le detuvo. El propio Servad III escucharía su mensaje en persona, lo cual confundió mucho tanto al emisario como a los soldados del batallón, puesto que era algo excepcional que el tirano se dignara a ello. Una gran muchedumbre se congregó frente a su lujosa tienda cuando condujeron al emisario ante ella, y tras unos tensos momentos de expectación, el patriarca de los Konsrad salió por fin, atendido por sus criados y custodiado por su guardia personal.
Era de altura media, con la espalda encorvada por el peso de su añosa vida, enjuto, pálido y demacrado, aunque no transmitía en absoluto sensación de debilidad o parecía senil su aspecto. El pelo, inusualmente largo en un noble, le caía fino y cano sobre los pliegues de su túnica, seda roja entretejida de oro. Caminaba apoyado en un báculo de nudosa madera, lentamente; miró con displicencia al emisario, que se estremeció al sentir el gélido toque de su mirada.
El emisario se rehizo y habló en nombre de Vyrnal, repitiendo el mensaje del que tantas otras veces se había burlado Servad. Al poco de terminar su discurso, el tirano sacudió la cabeza, apretando con su descarnada diestra el báculo.
-¿No cesará tu señor en su ridículo empeño? -le contestó con voz desabrida e imperiosa, propia de los que están acostumbrados a mandar-. Dile que mañana su sangre y la de sus hombres empapará la tierra que tanto se obstinó en reclamar para sí, y que su cabeza cortada me saludará desde una pica. Ve, y dale este mensaje -el hombre bajó la cabeza, abatido, y tomó a su montura para alejarse al galope. No llevaría mucho trecho recorrido cuando Servad dio una orden seca, apuntándole con su flaco índice.
-Asaetadle -ordenó; su orden fue obedecida al instante, y uno de los ballesteros le acertó en su primer disparo entre los hombros, derribándole de la silla. El caballo siguió al galope, arrastrando el cuerpo espetado de su jinete, hasta llegar a la ciudad... tal fue la respuesta del viejo tirano a Vyrnal y así se selló la suerte de Slonna
El viejo refrescó su gaznate de un trago, llenándose el pichel y masticando el pan empapado en vino, perdido en sus recuerdos. Cerró los ojos, para proseguir así:
El atardecer tintó roja la quebrada llanura del campo de batalla y alargó lentamente nuestras sombras. Los preparativos para la batalla se habían ultimado: las máquinas de asalto, bajo lonas de cuero impermeable, se habían ajustado y reparado; nuestras armas estaban bien afiladas, las monturas pacían bien atendidas por los caballerizos y toda la tropa disfrutaba de la cena, pues esa noche habían dado una pequeña ración extra de pan, carne y queso, alegrando aún más el frugal rancho con un cuarto de vino para cada hombre.
Antes de que el sol se hundiera en las lejanas montañas del noroeste y su luz agonizara, se anunció que El Viejo arengaría a la tropa, acompañado de Heremor. Los capitanes de los regimientos de todas las casas nobles agruparon a sus compañías y las hicieron formar, y el ronco estruendo de los cuernos de guerra acabó por imponer el silencio que precedió a la arenga.
-Mañana -comenzó- Kryll separará a los valientes de los cobardes en la liza y la sangre de los muertos empapará Slonna. Algunos de vosotros, quizá muchos, moriréis, pero el resto vivirá para saquear la ciudad y saborear la victoria. Mañana -repitió, enfatizando con un gesto impaciente su frase, señalando hacia Slonna- demostrad vuestra valía, derramad la sangre de los insurrectos y esparcid sus entrañas, y, para mayor gloria de mi estirpe, ganad la ciudad -los hombres, ante la promesa del pillaje, hipnotizados casi con el tono fanático de sus palabras, alzaron al unísono sus voces en único y clamoroso vítor.
La noche de la víspera de la batalla me pareció larga, casi interminable; la pasé en una nerviosa duermevela, agitándome en la yacija bajo las gruesas mantas. Me desperté tenso y sudoroso antes del amanecer, justo cuando más oscura y fría es la noche. Viendo que no podría ya conciliar el sueño, me vestí para la contienda. Me puse sobre el gambesón oscuro el plaquín de hierro, la sobrevesta roja de mi compañía y el tahalí con la daga, calcé las altas botas de cuero, preparé el hacha y me ajusté el casco, colocando cerca de mí la tarja de hierro y madera. Esperé con impaciencia el alba, dando paseos frente a la tienda, hasta que el cielo clareó por fin y el campamento despertó. Al poco embrazaba la tarja y empuñaba el hacha, formando en la escuadra junto a mis compañeros y aguardando las órdenes de nuestro sargento. Poco después, la batalla daba comienzo.
Formamos al escuchar los cuernos de guerra, uniéndonos a nuestro regimiento. Nunca antes había visto un ejército tan numeroso, tantos estandartes nobles flameando al viento, tantas cotas, escudos, lanzas, picas, espadas y hachas... como un abigarrado tapiz extendido sobre la planicie slonnesa, al que el amanecer arrancaba metálicos destellos.
Al frente iban los arqueros y ballesteros junto a los paveseros, seguidos por la formación de piqueros, erizada de picas tan lar-gas como tres hombres; detrás, venían los rodeleros y la infantería ligera; y cerrando la tropa, la infantería pesada (donde estaba mi propia escuadra). Las máquinas de asalto, escalas y arietes se llevaban tiradas por mulas, al cuidado de los artilleros.
Heremor y Vertan dirigían el ejército, montados sobre corceles con bardas de malla y seguidos de cerca por sus heraldos y escuderos. Ocultaban sus rostros bajo los pesados yelmos, y allí donde no les cubrían las ricas sobrevestas refulgían sus bruñidos arneses. Dieron la orden de avanzar, y poco después, cerca ya de los muros de la ciudad pero todavía fuera del alcance de flecha o saeta, nos detuvimos.
Las murallas de Slonna nos contemplaban desde su altura, resquebrajadas donde los proyectiles de catapulta habían golpeado y ennegrecidas muchas de sus cortinas y revellines donde el fuego había ardido. Ya veíamos el reflejo del sol sobre los cascos del enemigo, allá arriba en los adarves, parapetados tras los merlones y con los arcos prestos.
Las catapultas, balistas, armadijos y manageles fueron tomando posiciones frente a las murallas. El caballo de Heremor piafó nervioso, golpeando con fuerza sus cascos el suelo rocoso y escarchado, y éste, tras intercambiar parecer con Vertan y asentir, alzó una mano, imponiendo el silencio. Bajándola hacia la ciudad, su fuerte voz dio la orden del ataque.
Los primeros en avanzar fueron los arqueros y ballesteros, que se apostaron protegidos por los paveses en largas hileras, aprovechando los restos de un tenallón derruido. Abrieron fuego, y mientras el agudo silbido de sus dardos llenaba el aire, la primera avanzada de infantería cargó, llevando consigo las escalas y el ariete. De éste último se ocupaba una escuadra de infantería, protegida tras gruesos tablones de madera en los que pronto hincaron sus puntas muchas flechas. Entretanto, el fuego de las catapultas castigaba la roca de las torres y cortinas, y las flechas y saetas oscurecían el cielo como bandadas de negras aves.
Mientras avanzábamos, las andanadas de dardos caían cada vez más cerca, hasta que tuvimos que alzar los escudos. Las flechas se clavaban o rompían contra ellos, a veces encontrando la malla de las cotas y la carne bajo ellas. Seis de mi escuadra cayeron atravesados, pero seguimos sin aminorar el paso.
Pese a los arcos slonneses, la primera avanzada logró apostar varias escalas y el ariete batía con gran estruendo las puertas de Slonna. Desde los muros caían grandes piedras tiradas por los defensores y desde las aspilleras volaban sus flechas. A punto estuvieron de flaquear los del ariete, cuando un afortunado impacto de catapulta reventó una de las torres de la barbacana, ofreciéndoles un respiro que les bastó para derribar el portón, que cedió con un fuerte crujido. Un vítor escapó de nuestras gargantas y pronto los cuernos de guerra dieron la orden de continuar.
Cubiertos por el fuego de nuestros arqueros y ballesteros, corrimos hacia el rastrillo, franqueando la entrada a la ciudad, donde Vyrnal colocó rápidamente a sus piqueros en formación de ataque.
Nuestros piqueros cargaron a su vez, trabándose las picas de atacantes y defensores, muriendo muchos ensartados. Los rodeleros, bajo las picas, acometieron con sus espadas cortas y diezmaron a los piqueros enemigos, ya que estos no podían casi defenderse al tenerlos a corta distancia. Con sus estocadas pronto abrieron un hueco en la primera línea de defensa de Slonna, el cual aprovechó nuestra infantería para atacar. Los infantes de ambos ejércitos trabaron liza y mi escuadra pudo por fin llegar hasta el enemigo.
Era imposible no dejarse embargar por el frenesí de la batalla y el terrible fragor que ensordecía nuestros oídos: los aceros entrechocando, los ayes de los heridos y los gritos confusos de los que morían y daban muerte. La sangre derramada hacía resbaladizo el terreno, cubierto de cadáveres de sitiadores y sitiados, inundando con su acre olor nuestras fosas nasales.
Mi primer oponente fue un infante armado de escudo y maza, vestido con una cota de cuero. Debía ser un veterano, pues le plateaban las sienes bajo el casco. De un hachazo le destrocé el escudo y le hice tambalear, aunque me devolvió un mazazo que apenas detuve con mi tarja; con el brazo dolorido por el golpe, retrocedí para afianzar bien los pies. Su perdición fue confiarse; me recuperé antes de lo que había pensado, agachándome bajo su maza y descargándole un tajo al costado izquierdo. Mi hacha le dio en la cadera, cortando el cuero de su cinturón y rompiéndole el hueso; arranqué el filo del hacha de su cuerpo cuando estaba en el suelo, gimiendo y apretándose inútilmente la enorme herida que sangraba a rojos borbotones.
El siguiente, el cual cerró contra mí con espada y broquel, era un mozalbete que sería apenas cuatro o cinco años mayor que tú, y que aún así ya era bastante diestro luchando. Evitó ágilmente el revés que le lancé, tirándome un tajo a la cabeza del que apenas pude apartarme. ¿Ves esta cicatriz aquí, cruzándome la mejilla? Fue él quien me la hizo, cuando el filo de su espada dio en mi casco y dobló el nasal, cuyo hierro me cortó la carne de la mejilla al torcerse.
Aturdido por el fuerte golpe, con la sangre corriéndome por el rostro, retrocedí protegiéndome con la tarja, retirándome el casco torcido y parando torpemente sus golpes; la mayoría resbalaron sobre la malla de mi plaquín, aunque algunos me abrieron heridas en el torso. Tuve que hincar la rodilla ante su ímpetu, mientras él desdeñaba el broquel y asía la espada a dos manos, listo para darme el golpe definitivo. Aprovechando la breve tregua que ofreció, me levanté, enardecido por el dolor de mis heridas; puse mi escudo sesgadamente para desviar su mandoble, que arrancó chispas y esquirlas de hierro y madera, lanzándole luego un rápido hendiente con el hacha a la vez que rugía iracundo, dándole en pleno rostro. El pesado filo de mi arma le destrozó la mandíbula y abrió su garganta; cayó de lado, agarrándose el cuello con ambas manos, muriendo poco después, tras debatirse entre agónicos espasmos. Le pateé hasta ponerle boca arriba, deleitándome con el apagado brillo de sus ojos sin vida, riendo a carcajadas, lleno de júbilo por haberle derrotado. Aún ahora, la remembranza de su rostro desfigurado y tinto en sangre me viene a veces en sueños, acusándome sin decir palabra y obligándome a despertar sudoroso y angustiado en mitad de la noche. Siempre me digo que no he de sentirme culpable, puesto que era él, o yo, mas nunca consigo convencerme de ello
El viejo hizo otra pausa, probando otro bocado de pan y un trago del vino, cerrando los ojos mientras masticaba, como luchando con los fantasmas del pasado. Le miré en silencio, pues sus palabras, o lo poco que entonces entendí de ellas (y que luego cobraron significado para mí) me habían sobrecogido, casi tanto como el fúnebre tono con que las enunciaba y el brillo fanático de sus profundos ojos. Poco después, prosiguió con su relato.
Bien, después de restañarme como buenamente pude la sangre de la cara y detener la efusión de ella, seguí adelante buscando a mis compañeros de escuadra, a los que había perdido de vista en el caos de la refriega. Vi a uno de ellos -Bren, creo, era su nombre- y fui a su encuentro, sin que nadie me saliera al paso. Bren, alto y delgado, cetrino de rostro y con el pelo muy rubio, estaba trabado con un slonnés vestido con un ligero jubón de cuero, sin escudo y que empuñaba un recio garrote. Bren se zafó de su oponente enseguida, hendiéndole el cráneo de una certera estocada; fue entonces cuando cargó hacia él un alabardero enemigo por un flanco, inopinadamente, el cual le tomó por sorpresa cuando se volvía, hincándole la alabarda bajo la camisa de malla y abriéndole el vientre. Sin poder evitarlo, vi como caía conteniendo en vano sus tripas, que se desparramaban por su rajado abdomen. Grité lleno de rabia, impotente; Bren siempre había resultado un buen compañero de juergas, y aunque habíamos tenido alguna que otra riña, sobre todo por mujeres, era mi amigo. Cargué sin pensármelo contra su verdugo; éste me vio a tiempo, girando su alabarda para encararme y lanzarme un tajo con su moharra a las piernas.
Por suerte no fue muy certero y sólo me cortó levemente en una pantorrilla, rasgando la piel de mis polainas hasta encontrar la carne y morderla con su frío y agudo filo. Sin achantarme por la herida cerré contra él, amputándole tres dedos de la diestra de un hachazo y obligándole a soltar la alabarda; se aferró la derecha con su mano sana, balbuciendo una súplica y reculando fuera de mi alcance. Le asesté un tajo al hombro, partiéndole la clavícula; y pese a saberle moribundo seguí asestándole hachazos, ensañándome con él hasta que sólo quedó un amasijo sanguinolento e irreconocible frente a mí, tal fue la vesánica rabia que poseyó mi alma.
Cuando tomé conciencia de lo que ocurría a mi alrededor, vi que la batalla en las puertas de Slonna finalizaba, pues los slonneses se replegaron dejando más de la mitad de sus efectivos muertos o heridos frente a ellas. Al menos pudieron llegar hasta el castillo de Vyrnal, gracias a que la ciudad tenía calles intrincadas, por las que fue segura la retirada.
Aunque mucho menores que en el bando de los sitiados, las bajas de nuestro ejército también habían sido numerosas, pues los slonneses, sabiéndose perdidos, pelearon con desesperado ahínco como fieras acorraladas. De nuevo sonaron los cuernos de guerra para reorganizar el ejército, y mientras tanto di con el sargento de mi escuadra, arrodillado en el rojizo fango, con el cuero cabelludo desgarrado del cráneo pero todavía consciente. Estuve con él hasta que llegaron los quirurgos desde el campamento para atender a los heridos, los cuales se lo llevaron en angarillas para coserle la cabeza.
En mi caso no había recibido ninguna herida seria, aunque sangraba por muchas de poca importancia y me sentía terriblemente fatigado, con la sobrevesta rasgada, llena de fango y cuajarones de sangre, mía y de los tres slonneses a los que había dado muerte.
Empero, decidí acercarme al campamento improvisado rápidamente en la explanada de las puertas de Slonna, donde se cuidaban a los heridos. El quirurgo examinó mis heridas, comprobó que no eran graves y me cosió el sesgo desgarrado de la mejilla; yo mismo tuve que vendarme el resto de ellas con jirones de la camisa.
Las tropas de Servad III se reagruparon frente a la explanada del castillo y aguardaron órdenes de sus señores, que mandaron reanudar el asedio y asaltar el castillo aquella misma tarde, ya que contaban con bastantes efectivos y tropas de refresco para relevar a los heridos.
El Castillo Blanco lo llamaban... aún puedo verlo aquella tarde de otoño, recortándose contra el cielo ceniciento; su muralla externa tendría unos doce pasos de alto, quizás más, y estaba hecha de una piedra muy blanca, con los bloques cortados en bisel para desviar los ataques. El alto pináculo de la torre del homenaje se alzaba majestuoso, con el blasón de los Anther coronando su cima. Parecía inexpugnable, altivo y desdeñoso con sus atacantes y ajeno a la tragedia de sus moradores.
Busqué entre los caídos un casco que me sirviera y recuperé fuerzas hasta el asedio del castillo. Me presenté ante mi capitán, el cual me asignó a otra escuadra de infantería, esta vez de las que irían en la avanzada. Podría haberme rezagado para no participar en el asalto al castillo, pero estaba ebrio y excitado por el combate y deseaba obtener un buen botín... mejor estaría ahora si me hubiera quedado con los heridos y dejado que otros lucharan por mí.
Frente al castillo se dispusieron las máquinas de guerra, transportadas penosamente desde el campo de batalla por las avenidas principales de la ciudad, aunque hubo de prescindirse de las más pesadas. El fuego de la artillería comenzó a castigar el castillo, mermando aún más sus defensas.
Los defensores contraatacaban desde los adarves con arco y ballesta, aunque poco podían hacer. Recibimos la orden de avance y cargamos contra la puerta principal, protegiéndonos con manteletes de las flechas y piedras. Cuando llegamos, los del ariete habían conseguido casi quebrar la puerta, y con un lastimoso crujido, se doblegó ante nuestra furiosa acometida.
Entramos en tromba al patio, lanzándonos contra el enemigo. Vyrnal agrupó los pocos hombres que le restaban frente a la torre central del castillo, cerca de una falsabraga que la ceñía por entero. Los arqueros, desde las murallas, siguieron disparándonos, pero acabaron siendo masacrados por el fuego de nuestros propios arqueros y catapultas.
Nos lanzamos contra la torre central, donde Vyrnal, con los pocos hombres que le quedaban -infantes casi todos, y algunos piqueros- trataba de ofrecer la última resistencia de la ciudad. Vyrnal destacaba de entre sus hombres, con la coraza de negro acero abollada y la capa roja hecha jirones, empuñando un gran montante y exhortándoles con voz firme; recuerdo muy bien la expresión de su rostro, el reflejo de la amargura en sus cansados ojos y la fría altivez con la que se resignó a su fatal destino. Sus hombres, muchos de ellos heridos y con las cotas desgarradas, apretaban sus armas con impaciencia, contemplando en silencio nuestro embate.
Las tropas de Servad III se dispersaron, rodeando la falsabraga y lanzándose contra ella poco después. Vyrnal resistió fieramente, según se contó, tajando a sus enemigos con terribles mandobles pese a las muchas heridas recibidas, hasta que en uno de los lances un alabardero de los Narsiad le atravesó el gorjal con su arma, hiriéndole gravemente en el cuello. Y aún desangrándose, dio muerte al que lo hiriera decapitándole, abalanzándose luego bramando como una bestia sobre un grupo de cuatro infantes que le hicieron frente. Acabó con la vida del primero de ellos, pero los demás le acorralaron; uno le cortó el brazo derecho de un brutal hachazo, otro le atravesó con su espada por las junturas del arnés y el último le aplastó el cráneo con su mayal.
Cuando Vyrnal cayó destrozado, sus capitanes trataron de rendir en vano las armas y acabaron muriendo al pie de la torre, siguiéndoles poco después un buen número de los que estaban bajo su mando.
Tras la victoria, Servad III mandó decapitar o empalar vivos a la mayoría de supervivientes al combate, reservando a los mejor librados para las atroces torturas en las que se complacía.
La cabeza de Vyrnal se enastó sobre un pila de ellas en la plaza mayor de la ciudad, entretanto la sangre corría por las calles de Slonna como ríos nacidos del infierno. Para aleccionar a la población civil, que se había encerrado en sus casas al caer la puerta principal, Servad dejó a sus soldados durante toda la noche cometer toda clase de desmanes como recompensa, sucediéndose las matanzas indiscriminadas, los incendios, el pillaje y las violaciones.
El nombre de Servad fue maldecido por las viudas y huérfanos de Slonna muchos años después de la batalla, y se dice que, aún ahora, los ayes de los moribundos resuenan en sus calles, si prestas atención y esperas al atardecer. Por lo que sé, cuatro años más tarde la reconstruyeron, mas nunca recuperó su antigua belleza, empañada quizás por la trágica memoria de los que allí perecieron.
Por mi parte, allí acabé mis días de soldado. Cuando pasamos de la berma al interior del castillo, una avanzada de infantería cargó contra nosotros, tratando de cortarnos el paso.
Uno de ellos me tiró un rápido lanzazo al vientre, que deslizó por muy poco sobre la malla del plaquín. Cerré contra él, asestándole golpes con el hacha hasta que con uno de ellos logré alcanzarle en la cabeza, hendiéndole la sien con su filo. Continué hasta la falsabraga, sorteándola sin mucho embarazo, cuando un slonnés, fiero y barbado, se enfrentó a mí enarbolando su gran espada, acometiéndome con poderosos mandobles. Interpuse la tarja, retrocediendo ante sus furiosos ataques, sin poder al menos contraatacar. Con el brazo del escudo envarado, casi a punto de desfallecer, me recosté contra la falsabraga respirando fatigosamente, dejando un lado los restos de la tarja y asiendo a dos manos el hacha.
Sin dejarme mucho tiempo más para rehacerme, cargó de nuevo con su larga espada; traté de evitarle echándome a un lado a la vez que le atacaba, dándole en una rodilla con el hacha y destrozándosela; a su vez, él me alcanzó en el hombro, abriéndome una profunda brecha por la que comencé a sangrar profusamente. Hincó su pierna lisiada, gritando de dolor y rabia, tratando de levantarse a la vez que me miraba apretando los dientes. Sonreí maliciosamente, adelantándome y tomando el hacha con la diestra, pues no sentía el otro brazo.
Y entonces fue cuando me hirió de gravedad la pierna. Confiado como estaba, no pude ver como extraía de su bota una daga, y al acercarme a él para rematarle, me la hundió en el muslo de la pierna que tenía adelantada, con tal suerte que el hierro se quebró al partir el hueso. Aullé de dolor, me tambaleé y caí de rodillas, con la pierna izquierda inutilizada. Nos miramos, durante un instante, con infinito odio; él, inerme, me observaba en silencio, jadeando. Reuní fuerzas, arrastrándome hacia él para golpearle con el hacha en la cara, bajo el pómulo; el hueso cedió con un crujido y su sangre salpicó mi rostro. Se derrumbó sin vida frente a mí, sin emitir sonido alguno; solté el hacha y me recosté en el suelo, gimiendo de angustia y tratando de parar la hemorragia. Boca arriba, rodeado de cadáveres y con el corazón a punto de reventarme en el pecho, creyéndome ya en los abismos del infierno, sentí como me fallaban las fuerzas y me desvanecí.
Recobré el conocimiento en el cantón sobre una camilla, empapado de sudor y cubierto de sangre reseca. Según me dijeron, me encontraron casualmente, cuando me debatía entre espasmos, exangüe y ardiendo de fiebre. Aunque me cauterizaron la mojada del muslo para cerrar la herida, esta se infectó, y tras dos días con fuertes fiebres, casi al borde de la muerte, tuvieron que amputarme la pierna. El tajo del hombro, al parecer, interesó un tendón; nunca más he movido el brazo izquierdo con soltura.
Desde entonces, la vida de soldado se acabó para mí, mutilado como estaba. Fui licenciado, recibí la parte que me correspondía del botín y algo más para compensarme por la pierna... y esta muleta. Malviví un tiempo con los lises de mi licencia, probé suerte con parte de ellos en las mesas de juego y acabé siendo lo que soy ahora: un viejo soldado, sin pierna ni futuro, vagando de un lado a otro para contarle mis historias al primero que quiera darme comida por ellas, mendigando, a veces robando, dando sablazos a viejos conocidos, durmiendo al raso como los perros cuando nadie quiere acogerme... ¿Es ese el futuro al que aspiras, muchacho?
Le miré desconcertado, temeroso, mientras me recorría un escalofrío. El viejo soldado acabó la jarra de vino, mirando su fondo vacío con amargura y tosiendo entre estertores. Cuando se recuperó, se limpió la roja saliva que había expectorado con su andrajosa manga y clavó de nuevo sus fascinadores ojos en mí.
-¿Y bien muchacho? ¿Qué me dices? Espera, no hables, sé lo que piensas. Crees que no tiene por que ser así, que tú no resultarás herido ni mutilado. Bien, puede ser, pero escucha: si te hieren o mutilan, acabarás como yo... Mírame -dijo con voz áspera, obligándome a mirarle - ¿Te gustaría acabar así?
Bajé la cabeza, sin poder contestarle, mientras el viejo reía con amargura. De nuevo, me volvió a hablar con tono cariñoso, como si viera en mí su hijo:
-Vuelve a casa, chaval. Sigue practicando tu caligrafía y aprende bien el oficio de amanuense. Tu maestro morirá algún día y acabará dejándote su negocio. Tendrás asegurado tu porvenir, podrás casarte y tener hijos... yo nunca pude tenerlos. Malgasté mi vida desfilando, sirviendo a mi señor y matando por él... para que así me lo agradeciera. Vete, muchacho, es tarde y te estarán buscando -me dio una palmada cariñosa en el hombro, y en ese momento tomé conciencia de que Anair, mi maestro y tío carnal, estaría muy preocupado buscándome por toda la ciudad. Salí de la bodega a toda prisa, y corrí en las calles oscuras sin saber bien como volver al gremio. Anair me encontró poco después, ya que había salido con un hachote y dos oficiales a buscarme. Hubiera merecido una buena paliza, pero como Anair era bondadoso y me quería, me abrazó mientras lloraba y nos fuimos a casa. No sé si fue exactamente por esa causa, pero resulta que desde aquel día me trató como al hijo que nunca tuvo. De él aprendí el oficio, y como el decrépito soldado de la fonda predijera heredé su negocio. Muchos años han pasado desde mi niñez, y ahora, en las postrimerías de mi larga vida, pese a las palabras de aquel pobre hombre, muchas veces me pregunto si hubiera merecido la pena ser soldado. Nunca lo he sabido, ni lo sabré, pues habré de arrastrar esa incertidumbre hasta que llegue el día de mi muerte.
FIN