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agosto 12, 2012
Foto: George V. Cabig / Eastgate PublishingEra difícil imaginar que aquel ruinoso instrumento habría de reavivar el espíritu de la comunidad y devolverle la esperanza.
Por Alan RoblesUNA CALUROSA tarde de abril de 1969, un automóvil se detuvo frente a la iglesia de San José en Las Piñas, una mísera localidad de menos de 50,000 habitantes enclavada en la bahía de Manila, Filipinas. Del vehículo descendió un joven misionero belga de cabellos rubios, el padre Mark Lesage, que ansiaba conocer su nuevo lugar de residencia.
Pero al recorrer el recinto de piedra, su entusiasmo se convirtió en tristeza. Parece una bodega, se dijo. Está en muy mal estado.Una pátina pardusca recubría los blancos muros de adobe. Se había derrumbado un pilar del campanario, y en su lugar se erguía una burda estructura de hormigón. El atrio servía como cancha de baloncesto, y en la pila bautismal crecían hierbajos. En el interior, las paredes estaban agrietadas y con manchas de humedad.En una estrecha galería al fondo, el misionero se topó con un órgano antiguo, de 5.5 metros de alto y 4.2 de ancho, cuyos cientos de cañas de bambú hacían que el teclado pareciera aun más pequeño. Lesage no había visto nunca un órgano de iglesia como ese, que también mostraba los estragos del tiempo: habían anidado pájaros en las cañas más grandes; varias estaban sujetas con alambre oxidado, y faltaban muchas otras. Cuando Lesage oprimió las teclas, se oyó un quejumbroso resoplido. Parece una anciana desdentada, pensó, moviendo la cabeza.El estado físico del templo era fiel reflejo de la condición espiritual de la comunidad.—Bienvenido a Las Piñas, padre Mark —le dijo un parroquiano—. Mis más sinceras condolencias.Los feligreses, que en su mayoría eran pescadores o trabajaban en los campos, las fábricas o las salinas, resentían las turbamultas de desempleados provenientes de Manila que habían llenado de casuchas las playas del poblado. Lesage nunca había visto tanta pobreza. Hay mucho por hacer aquí, se dijo.Esperaba recibir ayuda del consejo parroquial, integrado por representantes de diversas organizaciones religiosas. Pero en vez de llegar a acuerdos, los consejeros se enfrascaban en interminables discusiones acerca de estatutos internos y asuntos por el estilo.La primera Navidad que pasó en Las Piñas, Lesage decidió hacer a un lado a los grupos que en otras ocasiones habían organizado los festejos y solicitar la colaboración del pueblo. Fue un gran acierto: hubo un coro de muchachos, los chiquillos se divirtieron ataviados con disfraces y una banda de músicos alegró la fiesta. La gente comentó el acontecimiento varias semanas.Lesage estaba seguro de que allí había un pródigo manantial de espíritu comunitario; sólo debía hallar la manera de darle cauce. Emprendió un viaje por el país en busca de una comunidad que sirviera de modelo para Las Piñas, y pronto se enteró de una en Moalboal, en la isla de Cebú. Allí, el padre Francisco Silva, hombre alto y sociable que frisaba los 40 años de edad, disfrutaba de una estrecha relación con su feligresía.Por invitación de Lesage, el padre Silva visitó Las Piñas, pero encontró muy poco entusiasmo entre los parroquianos. A su parecer, necesitaban algo de lo que todos pudieran sentirse orgullosos. "La música es importante para mantener unida a mi congregación, y usted tiene aquí algo excepcional: el órgano de bambú. ¿Por qué no echa mano de él para hacer lo mismo con esta gente?", aconsejó al joven belga.En el año que llevaba en la iglesia de San José, Lesage apenas si se había ocupado del órgano. Sabía que, junto con el templo, fue construido por el sacerdote español Diego Cera a principios del siglo XIX, y aunque se sintió obligado a protegerlo, tuvo que atender otras necesidades más apremiantes. Pero en ese momento comprendió que podría salvar el valioso artefacto y motivar a la gente para que sirviera a Dios y a la comunidad.Durante mucho tiempo, Hans Gerd Klais, dueño de la empresa alemana Klais Orgelbau, había deseado reparar el instrumento. En 1966 viajó a Las Piñas por primera vez para ver esta maravilla, pero la encontró hecha una ruina.Klais calculó que las reparaciones serían muy costosas. Como sabía que los parroquianos no podrían sufragar los gastos, Lesage se dio a la tarea de recaudar fondos. Tenía bien presente un principio que su padre, ex propietario de una procesadora de lino en Courtrai, Bélgica, le había inculcado: Comprométete siempre con lo que hagas.En los dos años siguientes, el padre Mark pidió donativos y persuadió a periodistas para que escribieran acerca del órgano. El momento afortunado se presentó cuando dos famosos cantantes manilenses dieron un concierto en la iglesia para reunir más fondos. El entusiasmo invadió entonces a la gente del pueblo: se organizaron más funciones de beneficio y el dinero empezó a llegar a raudales.A mediados de 1973, el órgano fue desmantelado y enviado por barco a Alemania. Allí fue colocado en una cámara con control de temperatura para evitar que el clima seco agrietara el bambú. Al examinar el artefacto, los restauradores quedaron maravillados de la pericia de Diego Cera. El sacerdote curó el bambú enterrándolo en arena de mar, y una vez que la sal reemplazó a la savia azucarada de la planta, empezó a cortar las durísimas cañas para formar los 902 tubos del órgano, algunos tan delgados como un lápiz y otros hasta de 15 centímetros de diámetro. Las piezas estaban ensambladas con tal perfección, que un tubo desafinaba si sus partes provenían de cañas de plantas distintas. Luego de remover la pintura de la atezada caja de madera del órgano, los restauradores comenzaron su labor.Mientras tanto, en la iglesia de San José había vuelto la vida, y Lesage determinó que era el momento de dar el siguiente paso.NECESITAMOS darle al órgano un mejor hogar —anunció el misionero a sus feligreses.
A pesar de la colecta de fondos, no contaban aún con dinero suficiente para remozar la iglesia, pero Lesage oyó hablar de un arquitecto que podría ayudarlos.Al padre Mark le agradó mucho el entusiasmo y la contagiosa sonrisa de Francisco Mañosa, uno de los más renombrados arquitectos de Filipinas, que quedó encantado con el proyecto.—Será un honor ayudar —le dijo a Lesage—. Y no cobraré nada por mis servicios.Lejos de desanimarse por el ruinoso estado de la iglesia, el arquitecto tomó la labor como un reto. Trazó planos para que los examinaran los feligreses y les hizo saber que todo el recinto requería reparación.—Esta iglesia pertenece a ustedes —les recordó Lesage a los parroquianos—. Y de ustedes debe provenir la mano de obra.Unos pocos al principio, y luego por docenas, los feligreses acudieron a trabajar. Más de 100 voluntarios entusiastas se pusieron a raspar paredes, acarrear cascajo y realizar muchas otras tareas. Hasta los niños aportaron su grano de arena. Epifanio Casuncad, de 12 años, estudiante de la escuela parroquial y miembro del coro, les llevaba agua a los sedientos laborantes, feliz de participar en la noble empresa.Varios artistas del lugar crearon vitrales con kapis entintado, una delgada concha marina cuya traslucidez produce un efecto tan cautivador como el del vidrio de colores. Algunos comerciantes donaron candelabros de bambú; el afamado escultor filipino Ed Castrillo forjó un cuenco de bronce para sustituir la pila bautismal, y otros voluntarios devolvieron al campanario su forma original y remozaron la mampostería que se había cuarteado o venido abajo.Un día, un carpintero veterano resbaló de un andamio y cayó más de cuatro metros al atrio de piedra de la iglesia. Temiendo que estuviera malherido, los trabajadores se apresuraron a llevarlo a un hospital para que lo examinaran. Más tarde el anciano explicó a Lesage que no había sufrido ningún daño grave "porque estaba trabajando en la iglesia". Unas horas después, ya estaba de nuevo subido en el andamio.EN ALEMANIA, la reparación del órgano se estaba tardando más de lo previsto, y los costos iban a rebasar por mucho el monto original calculado. Cuando los contadores de Klais lo pusieron al tanto de la situación, él dio instrucciones para que el trabajo fuese terminado al precio convenido. Finalmente, luego de 15 meses de ardua labor, el órgano fue devuelto a la iglesia de San José, cuya restauración ya había concluido también.
En las siguientes semanas, mientras Klais dirigía el rensamble del órgano, la parroquia organizó un festival. Todos deseaban participar: se formaron comités para encargarse de los boletos, el estacionamiento y los refrigerios. Una vez más, llovieron los donativos.Por fin, en mayo, llegó la noche de la magna función. Unos 500 invitados, entre ellos los ciudadanos más prominentes de la localidad, asistieron al concierto. Un expectante silencio cundió en cuanto Wolfgang Dehms, organista de la catedral de Tréveris, Alemania, de 43 años, tomó asiento frente al teclado. Al pulsar las teclas, el aire penetró en las cañas de bambú y comenzó a fluir un dulce y melodioso sonido, de tonos transparentes, como si cada tubo del órgano estuviese siendo tocado por un intérprete distinto. El público escuchaba mudo de fascinación.DESDE AQUEL DÍA, el Festival del Órgano de Bambú se convirtió en ún espectáculo anual. A través de los años, han acudido concertistas de fama mundial procedentes de Alemania, Japón y Estados Unidos. Pero lo mejor de todo es que ha aflorado un nuevo espíritu comunitario. Concluida la renovación de la iglesia, los parroquianos formaron grupos de trabajo para llevar a cabo otros proyectos. Concentraron su atención en los desplazados de Manila, cuyo número ascendía ya a por lo menos 10,000, y pusieron en marcha programas de asistencia médica, cooperativas de abasto, enseñanza nocturna y una asociación mutualista de crédito.
En 1986, con ayuda del cardenal de Manila, Jaime Sin, la feligresía logró que el gobierno de la presidenta Corazón Aquino comprara tierras y las revendiera a los desposeídos, que poco a poco se han integrado a la comunidad. Otro proyecto parroquial ya iniciado es la organización no lucrativa Paunlad, que capacita a 60 personas de escasos recursos en oficios varios, como construcción de muebles y colocación de entarimados de bambú. Epifanio Casuncad, el niño que les llevaba agua a los voluntarios de la iglesia, es el actual coordinador de Paunlad.El arquitecto Mañosa habla en nombre de todos los parroquianos cuando afirma que el órgano de bambú inspiró a la comunidad como por encanto. Sin embargo, no se conforma con lo logrado: "Nosotros iniciamos el acto de magia, pero aún resta mucho por hacer".LUEGO DE 25 AÑOS de servicio en la iglesia de San José, el padre Mark Lesage, que actualmente tiene el cabello cano, considera que ha llegado el momento de dejar que otros tomen las riendas. Hace poco dijo a sus feligreses:
—Al principio yo iba delante de ustedes. Ahora marcho a su lado, y pronto caminaré detrás.Sin embargo, la gente de Las Piñas guarda una enorme gratitud al misionero. Durante el festejo de un cumpleaños de Lesage, varios jóvenes se acercaron a felicitarlo:—Padre Mark, no traemos ningún regalo, pero queremos decirle lo que usted significa para nosotros.Entonces una chica se adelantó y le dijo:—Gracias por enseñarnos a soñar.