MI PADRE, ESE DESCONOCIDO
Publicado en
agosto 26, 2012

Al leer la carta, por fin comprepdió por qué fue humillado de niño.
Por Mike Harden (Columnista del Dispatch de Columbus, Ohio, y sus artículos se publican en 350 diarios.)RETROCEDO en mis recuerdos hasta 1955. Tengo nueve años y me encuentro en el callejón contiguo a mi casa, en Ohio, ensalivando mi nuevo guante de beisbol. A unos 20 metros de distancia está mi padre, acuclillado sobre la grava con las manos desnudas.
—¡Lánzame una buena, Mike, pero con fuerza! ¡Anda, no me harás daño! —me reta a gritos.Pero yo, temeroso de hacer precisamente eso, le lanzo a propósito una bola lenta.—¡Dije con fuerza! ¡Vamos! —me ordena otra vez, profiriendo el calificativo que sabe que ma hará enrojecer de ira y lanzar como él quiere— ¡Marica!Con los nudillos blancos de tanto apretar la pelota, estudio mi objetivo con irrefrenada malevolencia. Luego tomo impulso y la arrojo con más furia que fuerza, con más vergüenza que precición; dirigiéndola al entrecejo de mi padre. La bola vuela 15 centímetros por encima de su cabeza, pero él la intercepta con facilidad. Luego me la devuelve, con aire casi indiferente, y me dice:—Así está mejor. Ahora trata de bajarla un poco.Para complacer a mi padre aprendí a jugar al beisbol, y lo hice con verdadera pasión. Me entregué con toda el alma a este deporte y tuve que romperme cinco huesos para darme cuenta, a la edad de 36 años, de que todavía estaba yo en aquel callejón de mi infancia, tratando de impresionar a papá.Pocos hijos entienden realmente a su padre. Nos pasamos la vida tratando de estar a la altura de sus expectativas, agobiados por la poca confianza que tenemos en nosotros mismos y sedientos de elogio. De pequeños, en nuestra fantasía nos vengamos del dolor de la crítica, de la falta de aprobación. Forjamos en nuestra mente un progenitor más comprensivo, y soñamos despiertos con realizar actos heroicos, como si obligar a nuestro padre a postrarse admirado y contrito ante nosotros fuese la única manera de hacer que nos acepte y respete.Pero los padres no pretenden ser tan indescifrables como les parecen a sus vástagos. El mío, hijo de un minero, creció con la misma incertidumbre que yo respecto de lo que su padre opinaba de él, y no pudo evitar transmitirme ese legado. Trató de templar el carácter de mis hermanos y el mío con humillaciones, y castigó nuestras deficiencias; estaba convencido de que, con el tiempo, le demostraríamos que estábamos madurando, rebelándonos contra su autoridad.A mí me llegó el turno al cumplir 16 años. Estaba yo sentado a la mesa del comedor cuando algún comentario insolente que hice provocó que mi padre se incorporara y me golpeara; luego me retó a concluir el asunto afuera. Volvió a llamarme marica para provocarme, pero esta vez no lo miré con rabia sino con lástima. Mi padre podía tolerar la ira, mas no la conmiseración.Después de ese altercado, papá reconoció a regañadientes que ya no estaba tratando con un niño. Pero incluso cuando, al cabo de dos años, terminé la enseñanza media superior y me dispuse a ingresar en la Marina de Estados Unidos, tanto a él como a mí nos resultaba muy difícil perdonamos los agravios, ya fueran reales o imaginarios.Nunca olvidaré cierta tarde del otoño de 1968 cuando salimos a cazar juntos e intentamos hacer las paces. Si hubiésemos tenido verdadera intención de cobrar piezas de caza, la tarde habría sido una pérdida de tiempo, pero en realidad era una despedida: yo estaba a punto de partir a Vietnam, y aunque a mi padre decir algo cariñoso le era tan difícil como leer en chino, en esa ocasión trató de hablar conmigo.Estábamos sentados en un claro del bosque, viendo cómo el ocaso borraba del cielo de octubre los últimos rayos del sol. La tensión era muy grande, y cuando se hizo insoportable, subimos al coche y nos dirigimos a casa. No hablamos nada por un rato, pero luego, asiendo con fuerza el volante y con la vista clavada en el vehículo que iba enfrente, mi padre se animó a decir:—Quiero que sepas que estoy orgulloso de ti, y que siempre lo he estado. Si tuviera la posibilidad de ponerme en tu lugar, lo haría. Voy a echarte de menos.No fue sino varios años después, a raíz de que un amigo mío recordó un incidente ocurrido en una taberna durante mi ausencia, cuando comprendí cuánto me había extrañado mi padre.—Tu viejo estaba jugando al billar —me contó mi amigo— cuando un bocón se puso a hablar de Vietnam. De pronto ese tipo, que tenía un hijo de tu edad en la universidad, dijo en tono de superioridad: "Ya lo ven, los inteligentes tienen que quedarse, pues son los que después gobernarán el país". No tuvo tiempo de decir una palabra más. Tu papá se le echó encima sin darme oportunidad de reaccionar. Era mucho más bajo que ese grandullón, pero logró inmovilizarlo empujándole el taco contra el cuello como si quisiera asfixiarlo. Tuvimos que intervenir cuatro hombres para que lo soltara."El año en que te fuiste —añadió—, tu padre sentía que se moría cada vez que veía pasar por la calle un auto del ejército".Mi padre me ocultó no sólo su temor de no verme regresar, sino también la desilusión que sintió cuando dejé la Armada al concluir mi servicio, en vez de hacer carrera en la milicia. No hace mucho comprendí por qué se henchía de orgullo al verme de uniforme.Hace unos meses, una prima me dio una carta que mi padre le escribió al suyo hace más de 50 años, poco después de enrolarse en la Armada. En la misiva, de dos cuartillas, revelaba sus esperanzas de hacerse piloto."Los pilotos nos dejan volar con ellos siempre que lo deseamos", decía con orgullo mi padre en la carta. "Nadamos hasta los hidroaviones que aguardan en la bahía y les colocamos unas ruedas; luego los sujetamos con cuerdas a un tractor en tierra que los remolca a la pista y allí los lavamos para quitarles el agua salada. También les cambiamos el aceite y arreglamos los motores". En el párrafo siguiente describía las metas que se proponía alcanzar en su carrera militar.Tenía 19 años y era soltero. La necesidad había obligado a su padre a abandonar los estudios y trabajar en las minas de carbón desde los 13 años. En la Armada, mi padre vislumbraba un futuro mejor que el de mi abuelo.Sin embargo, poco después de escribir esa carta fue rechazado para el entrenamiento de vuelo. Entonces solicitó recibir entrenamiento como submarinista y fue aceptado, pero un riguroso examen médico reveló que sufría un soplo cardiaco, así que tuvo que volver a casa.La carta me hizo entender muchas cosas. Cuando mi padre se marchó de Ohio para alistarse en la Armada, no tenía intención de regresar. Su mayor ilusión no era ciertamente pasarse 30 años reparando camiones de basura para mantener a seis hijos, como finalmente se lo dictó el destino. La frustración lo llenó de amargura, así que con el equivocado afán de preparar a sus retoños para los reveses de la vida, trató de templarnos con críticas y humillación. De modo que por eso me llamaba marica, pensé, doblando la carta.ME ENCONTRABA YO de viaje cuando mi padre falleció. Un vecino suyo me telefoneó para decirme que papá había sufrido un ataque cardiaco y que mi madre requería mi presencia. Recuerdo que me quedé con el auricular en el regazo mucho tiempo después de que el hombre colgó.
De camino a Ohio, a la mañana siguiente, me vino a la memoria aquella tarde —hacía 23 años— en que habíamos estado jugando en el callejón. Cuánto había yo deseado entonces lastimar a mi padre en la cabeza como él me había herido en el corazón con sus burlas. ¿Por qué extraña razón dos personas que se querían tanto se habían empeñado en ocultar sus sentimientos de una manera tan tortuosa y pueril? Me pregunto si papá murió sabiendo cuánto lo quería yo.Marica, dije para mis adentros, esbozando una sonrisa y apretando el volante del auto que me llevaba, una vez más, a mi padre.CONDENSADO DEL "DISPATCH" DE COLUMBUS (13-VI-1986; 23-1-1995). ©1986, 1995 POR THE COLUMBUS DISPATCH, DE COLUMBUS, OHIO.
ILUSTRACIÓN: KAREN BARNES.