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enero 10, 2017
Lo primero que supe del asunto Dickson fue cuando llegó una delegación del pueblo de Membury a preguntarnos si podíamos investigar los supuestos extraños hechos que allí sucedían.
Pero quizá sea mejor que antes explique quienes somos nosotros.
Resulta que tengo el cargo de Inspector en la S.S.M.T.A., o sea, la Sociedad para la Supresión de los Malos Tratos a los Animales, en el distrito que incluye a Membury. Ahora, les ruego que no crean que soy un chiflado por los animalitos. Necesitaba un empleo. Un amigo mío que tiene influencias dentro de la Sociedad me lo consiguió; y llevo a cabo mi trabajo conscientemente. En cuanto a los animales, bueno, me pasa como a los humanos: algunos me gustan. En esto, difiero del otro Inspector, Alfred Weston; le gustan… ¿o le gustaban?, todos; por principio, e indiscriminadamente.
Podía ser que, dados los salarios que paga, la S.S.M.T.A. tuviera dudas acerca de su personal… aunque quizá solo sea que, cuando se va a presentar una demanda judicial, es aconsejable tener dos testigos presentes; pero, sea cual sea la razón, lo usual es contar con una pareja de inspectores por distrito; y uno de los resultados de esta política fue mi estrecha y diaria asociación con Alfred.
Bueno, uno podría describir a Alfred como el amante de los animales por excelencia. Entre él y todos los animales había una afinidad completa… al menos, eso era cierto por parte de Alfred. No era culpa suya el que los animales no lo vieran así; él hacía lo que podía. La sola consideración de que un ser tenía cuatro patas o plumas parecía calarle muy hondo. Los quería a todos y a cada uno, y acostumbraba a hablar de ellos y a hablar con ellos, como si fueran sus amigos más íntimos que, temporalmente, tuvieran que afrontar la desgracia de contar con un cociente de inteligencia disminuido.
Alfred era un hombre de buen aspecto, aunque no demasiado alto, que contemplaba el mundo a través de unas gafas de gruesas monturas con una intensidad que muy pocas veces disminuía. La diferencia entre nosotros era que, mientras yo llevaba a cabo un trabajo, él seguía una vocación, de todo corazón, y con una poderosa imaginación que lo movía.
Esto hacía que no fuera un compañero calmoso. Bajo la potente lupa de la imaginación de Alfred, lo común se convertía en inusitado. Ante la habitual queja de que alguien maltrataba a un caballo, frases tales como salvajes, bárbaros y bestias con forma humana pasaban por su mente con tal viveza, que se sentía amargamente desengañado cuando descubría, como sucedía inevitablemente, que a), la cosa había sido exagerada sobremanera o b), que el perpetrador había bebido mucho o bien perdido momentáneamente su control.
Así que sucedió que estábamos juntos en la oficina aquella mañana cuando llegó la delegación de Membury. Eran un grupo mucho más numeroso de lo que habitualmente recibíamos, y a medida que iban entrando pude ver como los ojos de Alfred comenzaban a dilatarse ante la expectación de algo realmente bueno… u horrible, según como se mire. Hasta yo mismo comencé a pensar que esto sería algo distinto de las habituales latas atadas a las colas de los gatos y demás cosas así.
Nuestras premoniciones resultaron ser ciertas. Había una cierta confusión en el relato, pero cuando hubimos logrado hacerlo coherente pareció ser más o menos esto:
A primera hora de la mañana anterior, un tal Tim Darrell, mientras llevaba a cabo su habitual tarea de transportar la leche a la estación, se había encontrado con un fenómeno en la calle del poblado. La visión lo había sorprendido tanto que, mientras pisaba el freno, había lanzado un grito que hizo que todo el mundo saliera a ventanas y balcones. Los hombres se habían quedado con la boca abierta y la mayor parte de las mujeres habían comenzado a lanzar alaridos al ver el par de seres que se alzaban en el centro de su calle.
La mejor imagen que se podía dar de aquellos seres era la sugerida por nuestros visitantes de que a lo que más se parecían era a tortugas… aunque una especie bastante rara de tortugas que caminasen erectas sobre sus patas traseras.
La altura de aquellas apariciones parecía ser de un metro sesenta y cinco. Sus cuerpos estaban cubiertos por caparazones ovalados, no solo por detrás, sino también por delante. Las cabezas tenían más o menos el tamaño de cabezas humanas normales, pero sin cabello, y con una superficie que parecía córnea. Sus grandes ojos, muy negros, estaban situados sobre una proyección dura y brillante, que podía ser tanto una nariz como un pico.
Pero esta descripción, aunque ya era bastante rara, no cubría las características más perturbadoras: y sobre todo una en la que todos estaban de acuerdo, a pesar de sus diversos puntos de vista. Y era que de los bordes de los costados, allá donde se unían los caparazones anteriores y posteriores, surgían, a unos dos tercios de la altura total, un par de brazos y manos humanos.
Bueno, fue más o menos en este punto cuando yo sugerí lo que cualquier otro hubiera pensado: que era un broma, un par de tipos disfrazados para dar un buen susto a alguien.
La delegación se mostró indignada. Por una parte, dijo convincentemente, nadie iba a mantener una tal broma frente a una ración de disparos, que es lo que el viejo Halliday, el guarnicionero, les propinó. Les había disparado una docena de veces con su escopeta de caza; y no les había molestado en lo más mínimo, y las postas habían rebotado en ellos.
Pero cuando la gente había empezado a salir cautamente de sus puertas para echarles una mirada más de cerca, habían parecido sobresaltarse. Se habían graznado secamente el uno al otro, y luego corrido calle abajo de una forma extraña. Medio poblado, sintiéndose ahora más valiente, les había seguido. Los seres no habían parecido tener ni idea de hacia dónde iban, y se habían metido en el pantano de Baker. Pronto habían caído en uno de los puntos de arenas movedizas, y finalmente se habían hundido en él, con muchos forcejeos y graznidos.
La gente del poblado, tras hablar de todo ello, había decidido venir a vernos a nosotros en lugar de a la policía. Sin duda habían obrado de buena fe, pero tuve que decirles:
—Realmente, no sé qué esperan de nosotros, si esos seres han desaparecido sin dejar rastro.
—Además —intervino Alfred, que nunca se mostraba muy diplomático—, me parece que deberíamos informar que los habitantes de Membury acosaron a esas criaturas, fueran lo que fuesen, hasta causarles la muerte, no haciendo ningún intento por salvarlas.
Parecieron algo ofendidos ante aquello, pero resultó que aún no habían acabado. Habían seguido las huellas de las criaturas tan hacia su origen como les fue posible, y el consenso era de que únicamente podían haber salido de la granja Membury.
—¿Quién vive ahí? —pregunté.
—Un tal doctor Dickson —me dijeron. Llevaba allí tres o cuatro años.
Y esto nos condujo a la declaración de Bill Parsons. Al principio, se mostró un tanto dubitativo sobre si debía hacerla.
—Todo esto, ¿será confidencial? —preguntó.
Todo el mundo, en muchos kilómetros a la redonda, sabe que lo que más le interesa a Bill es husmear en los asuntos ajenos. Le di mi palabra.
—Bueno, esto es lo que pasó —dijo—. Hace más o menos unos tres meses…
Eliminando los detalles circunstanciales, se puede decir que la historia de Bill era en resumen: que, hallándose, por así decirlo, en los terrenos de la granja una noche, le había venido la idea de investigar la naturaleza de la nueva ala del edificio que el doctor Dickson había ordenado construir poco después de llegar. Se habían producido numerosos comentarios locales acerca de ella y, viendo una rendija de luz entre las cortinas de la misma, Bill había aprovechado su oportunidad.
—Les digo que allí hay cosas que no están bien —explicó—. Lo primero que vi, en la pared opuesta, fue una hilera de jaulas, con gruesos barrotes… Por la forma en que colgaba la luz, no podía ver lo que había dentro, pero ¿para qué iba nadie a quererlas tener en su casa?
»Y, cuando me subí más alto para ver mejor, allí, en el centro de la habitación, vi algo horrible… ¡Desde luego era horrible! —hizo una pausa para conseguir un efecto dramático.
—Bien, ¿qué era? —le pregunté pacientemente.
—Era… bueno, es difícil explicarlo. Estaba sobre una mesa. A lo más que se parecía era a un gran almohadón blanco… solo que se movía un poco. Parecía reptar, como estremeciéndose… espero que me comprendan.
Yo, desde luego, no. Le dije:
—¿Eso es todo?
—No, no es todo —me dijo Bill, aproximándose con delectación al climax—. La mayor parte de aquello no tenía una forma definida, pero había algo que sí la tenía: un par de manos, manos humanas, que le salían de los costados…
Al final me libré de aquella delegación asegurándoles que tomaría cartas en el asunto. Cuando regresé de acompañarlos hasta la puerta, me di cuenta de que algo no iba bien con Alfred. Sus ojos brillaban desorbitados tras sus gafas, y estaba temblando.
—Siéntate —le aconsejé—. De lo contrario, se te van a ir cayendo a pedazos.
Podía ver que se aproximaba una perorata: probablemente algo más disparatado que lo que acabábamos de oír. Pero, cosa rara, aquella vez quiso saber antes cual era mi opinión, mientras heroicamente lograba contener la suya durante un tiempo. Lo complací:
—Resultará ser algo más simple de lo que parece —le dije—. O bien alguien estaba bromeando con la gente del pueblo… o bien fueron algunos animales raros que ellos aún han hecho más raros con sus exageraciones.
—Se mostraron unánimes acerca de los caparazones y de los brazos… dos características realmente incompatibles —dijo Alfred.
Tuve que aceptar eso. Y unos brazos, o al menos manos, habían sido el único rasgo descriptible del objeto parecido a un almohadón que Bill había visto en la granja…
Alfred me dio varias otras razones según las cuales estaba equivocado, y luego hizo una pausa.
—Yo también he oído rumores acerca de la granja Membury —me dijo al fin.
—¿Qué rumores? —le pregunté.
—Nada muy definido —admitió—. Pero cuando uno los va juntando… Después de todo, por el humo se sabe…
—De acuerdo, veamos esos rumores —le animé.
—Pienso —dijo, con impresionante convicción—, pienso que estamos tras la pista de algo realmente grande. Probablemente algo que al fin hará recapacitar a la gente acerca de las iniquidades que se practican bajo el nombre de investigación científica. ¿Sabes lo que creo que está sucediendo muy cerca de nosotros?
—No, pero tú me lo vas a decir —le contesté pacientemente.
—¡Creo que tendremos que vérnosla con un superviviseccionador! —dijo, agitando dramáticamente un dedo frente a mí.
Fruncí el ceño.
—No comprendo eso —le dije—. Uno es vivi o no lo es. Pero supervivi no significa…
—¡Cha! —dijo Alfred. O al menos, el sonido se oyó así—. Lo que quiero decir es que estamos enfrentados con un hombre que está ultrajando a la naturaleza, abusando de las criaturillas de Dios, distorsionando salvajemente las formas de los animales hasta que ya no son reconocibles, o lo son solo en parte, hasta que ya no se parecen a lo que eran antes de que empezasen a distorsionarlas —anunció, muy emocionado.
En este punto, comencé a captar la teoría Alfrediana que estaba en boga en aquel momento. Su imaginación se había pasado en esta ocasión. Y, aunque los acontecimientos posteriores iban a demostrar que no había llegado ni a imaginarse la verdad, me reí:
—Ya veo —dije—. Yo también he leído La Isla del doctor Moreau. Esperas ir a la granja y ser recibido por un caballo caminando sobre sus patas traseras y hablando del tiempo; ¿o quizá crees que te abrirá la puerta un superperro que te pregunte tu nombre?
»Es una idea emocionante, Alfred, pero ¿sabes?, esto es la vida real. Dado que ha habido una queja, debemos tratar de investigarla, pero me temo, mi viejo, que te vas a quedar muy desilusionado, si es que esperas ir a una casa repleta con los mareantes vapores del éter y estremecida por los alaridos de animales torturados. Desciende, Alfred. Baja al suelo.
Pero Alfred no iba a ser desanimado tan fácilmente. Sus fantasías eran una parte importante en su vida y, aunque se sintió un tanto irritado por el que yo hubiera acertado con la fuente de su inspiración, no se sintió derrotado. En lugar de ello, prosiguió dándole vueltas al asunto en su cabeza, y añadiendo algún toque extra aquí y allí.
—¿Por qué tortugas? —le oí murmurar—. El escoger reptiles solo parece hacer las cosas más complicadas.
Siguió pensando durante algunos momentos, y luego añadió:
—Brazos. ¡Brazos y manos! ¿Dónde infiernos habrá podido conseguir un par de brazos?
Sus ojos se desorbitaron aún más, parecieron más excitados al pensar en ello.
—¡Vamos, vamos! ¡No te vayas tan lejos! —le aconsejé.
De todas maneras, era una pregunta difícil de contestar y un tanto inquietante…
A la siguiente tarde, Alfred y yo nos presentamos en la casita del guarda de la granja Membury y le dimos nuestros nombres al hombre de aspecto suspicaz que vigilaba la entrada. Agitó la cabeza como para indicar que no había ni posibilidad de que lográsemos nuestro objetivo, pero tomó el teléfono.
Yo tenía la esperanza bastante inconfesable de que su descorazonadora actitud fuera confirmada por los acontecimientos. Naturalmente, tendríamos que haber seguido con el asunto, aunque solo fuera para calmar a los habitantes del pueblo, pero me hubiera gustado que Alfred hubiera tenido más tiempo para serenarse. En aquel momento, su agitación y expectación estaban, si ello era posible, en aumento. Las fantasías de Poe y Zola no son nada comparadas con los productos de la imaginación de Alfred, cuando dispone de un combustible adecuado. Según parecía, durante toda la noche las pesadillas más horribles habían galopado por sus sueños, y ahora estaba en un momento en que frases tales como «el despiadado torturar de nuestros amigos irracionales» por las «malévolas manos armadas con bisturíes» y «los estremecidos gritos de un millón de víctimas temblorosas que claman a los cielos» surgían automáticamente de su boca. Era molesto. Si no hubiera aceptado acompañarle, desde luego hubiera ido solo, en cuyo caso posiblemente se hubiera metido en un buen lío a causa de las acusaciones generalizadas de matanza, mutilación y sadismo con que indudablemente hubiera iniciado la conversación.
Al fin, le persuadí de que su papel debía ser el de mantener los ojos muy abiertos en busca de nuevas pruebas, mientras yo realizaba la entrevista. Luego, si no estaba satisfecho, siempre podría hablar él.
A mí solo me cabía esperar que lograse enfrentarse con su presión interna.
El guarda regresó del teléfono con expresión sorprendida.
—¡Dice que los recibirá! —nos explicó, aunque no parecía estar muy seguro de haber oído bien—. Lo encontrarán en el ala nueva del edificio… esa parte de ladrillo rojo de allí.
El ala nueva, que era la que el entrometido de Bill había espiado, resultó ser mucho mayor de lo que yo me había imaginado. Cubría un área casi tan grande como la de la casa original, pero solo tenía un piso de altura. Mientras nos acercábamos, se abrió una puerta en su extremo y una alta silueta, vestida con ropas holgadas, que llevaba una barba desaliñada, apareció en ella, esperándonos.
—¡Buen Dios! —dije mientras nos aproximábamos—. ¡Así que es por eso por lo que entramos tan fácilmente! No tenía ni idea de que tú fueras ese Dickson.
¿Quién lo iba a pensar?
—Si hablamos de esas cosas —me retrucó—, pareces estar ocupándote de una profesión bien rara para un hombre de tu inteligencia.
Recordé a mi compañero.
—Alfred —dije—, me gustaría presentarte al doctor Dickson… En una ocasión, un pobre ayudante de cátedra que intentó enseñarme algo acerca de biología, pero que luego, según se dice, se convirtió en el heredero de muchos millones.
Alfred parecía suspicaz. Obviamente, aquello estaba mal: un intento de fraternización con el enemigo desde el mismo principio. Hizo un gesto desabrido, y no extendió la mano.
—¡Entrad! —invitó Dickson.
Nos hizo pasar a un confortable estudio oficina que parecía confirmar los rumores de su herencia. Me senté en un magnífico sillón.
—Posiblemente te habrás enterado por tu guarda de que estamos aquí por asuntos oficiales —le dije—. Así que quizá sería mejor hablar de negocios antes de celebrar nuestra reunión. Sería realmente amable el aliviar la tensión de mi amigo Alfred.
El doctor Dickson asintió y lanzó una mirada especulativa a Alfred, que no tenía ninguna intención de comprometerse sentándose.
—Te daré la información que se nos comunicó —le dije, y pasé a hacerlo. Cuando llegué a la descripción de los seres parecidos a tortugas, pareció algo tranquilizado.
—Oh, así que es eso lo que les sucedió.
—¡Ah! —gritó Alfred, con su voz hecha un graznido por la excitación—. ¡Así que lo admite! ¡Admite que es usted responsable de esas dos infelices criaturas!
Dickson lo miró, asombrado.
—Yo era responsable de ellas… pero nunca supe que fueran infelices. ¿Cómo lo ha sabido usted?
Alfred no contestó a esta pregunta.
—Eso es lo que queríamos —graznó—. Admite que…
—Alfred —le dije fríamente—, cállate y deja de dar saltos. Déjame que siga yo.
Logré decir unas cuantas frases más, pero Alfred tenía ya demasiada presión interna para poderlo soportar. Me interrumpió de nuevo:
—¿Dónde… dónde consiguió los brazos? Dígame: ¿de dónde salieron? —preguntó, con una intención ominosa.
—Tu amigo parece un poco sobre… bueno, un tanto dramático —señaló el doctor Dickson.
—Mira, Alfred —le dije severamente—, déjame que acabe, ¿quieres hacerme el favor? Luego podrás hablarnos de tus robos de cadáveres.
Cuando terminé, lo hice con una excusa que me parecía necesaria. Le dije a Dickson:
—Lamento tener que venir a molestarte con todo esto, pero ya ves con lo que nos hallamos. Cuando se nos presenta una queja, no nos queda otra solución que investigar. Obviamente, esto es algo fuera de lo habitual, pero estoy seguro de que podrás explicárnoslo satisfactoriamente. Y ahora, Alfred —añadí, volviéndome hacia él—, creo que tienes que hacer una o dos preguntas, pero trata de recordar que el nombre de nuestro anfitrión es Dickson, y no Moreau.
Alfred saltó, como si le hubiesen soltado la correa.
—Lo que quiero saber es el significado, la razón y el método de esos ultrajes contra la naturaleza. Pido que se me explique con qué derecho este hombre se considera justificado a convertir seres normales en burlas antinaturales de las formas naturales.
El doctor Dickson asintió suavemente.
—Una indagación muy comprehensiva… aunque expresada muy poco comprehensivamente —dijo—. Deploro el repetido y no muy adecuado uso de la palabra «naturaleza», y desearía señalar que la palabra «antinatural» es un vulgarismo que ni siquiera tiene sentido. Obviamente, si se ha hecho una cosa, es porque alguien creía que era natural hacerla, y estaba en la naturaleza del material aceptar lo que le fue hecho. Uno actúa únicamente dentro de los límites de la naturaleza propia: esto es un axioma…
—Toda esa palabrería no va a servirle para… —comenzó a decir Alfred, pero Dickson continuó suavemente:
—Sin embargo, creo que he podido entender que usted quería decir que mi naturaleza me ha llevado a usar cierto material en una forma que sus prejuicios no aprueban. ¿Es eso cierto?
—Quizá haya montones de formas en qué decirlo, pero yo lo llamo vivisección… ¡vivisección! —dijo Alfred, disfrutando de la palabra como si fuera una buena palabrota—. Quizá obtenga usted una autorización, pero aquí se han estado produciendo cosas que tendrá que explicarnos muy bien para convencernos de que no llevemos este asunto a la policía.
El doctor Dickson asintió.
—Me pareció que esta era su idea, y preferiría que no lo hiciese. Dentro de poco voy a anunciarlo todo yo mismo, y pasará al dominio público. Mientras tanto, deseo al menos dos, y posiblemente tres meses, para ordenar mis descubrimientos antes de publicarlos. Cuando me haya explicado, creo que podrán comprender mejor mi postura.
Hizo una pausa, mirando pensativo a Alfred, que no parecía ser un hombre que fuera a comprender nada. Prosiguió:
—El meollo del asunto es que no he, como usted sospecha, ni trasplantado ni modificado, ni en ninguna manera distorsionado, las formas vivas. Lo que he hecho ha sido construir algunas.
Durante un momento, ninguno de nosotros captó el significado de aquello… aunque Alfred pensó haberlo entendido.
—¡Ah!, puede usted decir lo que quiera —exclamó—. Pero tiene que haber tenido una base. Debe haber partido de algún tipo de animal vivo… al que habrá mutilado malévolamente para producir esos horrores.
Pero Dickson negó con la cabeza.
—No. Es tal como les he dicho. He construido, y luego he dado una especie de vida a lo que he construido.
Nos quedamos boquiabiertos. Yo dije, incierto:
—¿Estás diciendo en realidad que puedes crear un ser vivo?
—¡Puah! —exclamó—. Claro que puedo. Y tú también. Hasta el señor Alfred podría hacerlo, con la ayuda de una hembra de nuestra especie. Lo que os estoy diciendo es que puedo animar la materia inerte porque he hallado una forma en que inducir la fuerza vital, o al menos algún tipo de fuerza vital.
La larga pausa que siguió fue rota finalmente por Alfred.
—No lo creo —dijo en voz alta—. No es posible que usted, aquí en este poblacho perdido, haya resuelto el misterio de la vida. Solo está tratando de engañarnos porque tiene miedo de lo que podamos hacer.
Dickson sonrió con calma.
—He dicho que he hallado una fuerza vital. Quizá haya docenas de otros tipos. Comprendo que les resulte difícil creerlo; pero, después de todo, ¿por qué no? Alguien tenía que hallarlo, más pronto o más tarde. Lo que a mí me sorprende es que esta no fuera descubierta antes.
Pero Alfred no quedaba convencido tan fácilmente.
—No me lo creo —repitió—. Ni nadie lo creerá, a menos que muestre pruebas… si le es posible.
—Naturalmente —aceptó Dickson—. ¿Quién se iba a fiar simplemente de mi palabra? Aunque me temo que cuando examinen mis actuales especímenes crean que su construcción es un tanto burda. Su amiga la naturaleza lleva a cabo unos trabajos innecesarios, que pueden ser simplificados.
»Por supuesto, en el asunto de los brazos, que parece preocuparle tanto, si pudiera haber obtenido verdaderos brazos inmediatamente después de la muerte de sus propietarios, quizá los hubiera usado. Pero no sé si esto me hubiera representado más problemas. Sin embargo, esas cosas no se encuentran habitualmente. Y la construcción de piezas simplificadas no es demasiado difícil: solo se necesita una mezcla de ingeniería, química y sentido común. En realidad, ha sido posible desde hace un cierto tiempo, pero, sin los medios con que animarlos, no valía la pena hacerlos. Algún día se podrán hacer con la precisión necesaria para reemplazar algún miembro perdido pero, antes de que esto sea posible, se deberá desarrollar una técnica muy complicada.
»En cuanto a sus sospechas de que mis especímenes sufren, señor Weston, le aseguro que los trato bien. Me han costado una buena cantidad de dinero y trabajo. Y, en cualquier caso, le iba a ser realmente difícil el enjuiciarme por crueldad hacia un animal hasta ahora desconocido, cuyas costumbres no se saben.
—No estoy convencido —dijo Alfred tercamente.
Creo que el pobre tipo estaba demasiado preocupado por la amenaza a su teoría para que la verdadera magnitud de la afirmación de Dickson llegase a calarle.
—Entonces, quizá una demostración —sugirió Dickson—. Me harán el favor de seguirme…
La curiosidad de Bill nos había preparado para la visión de las jaulas con barrotes de acero en el laboratorio, pero no para muchas de las otras cosas que hallamos allí… una de ellas fue el hedor.
El doctor Dickson se excusó mientras nos atragantábamos y carraspeábamos.
—Me olvidé de advertirles acerca de los líquidos preservativos.
—Es confortador saber que solo se trata de eso —dije, entre toses.
La habitación debía tener unos treinta metros de largo por diez de alto. Bill había visto bien poco a través de la rendija de las cortinas, y yo miré asombrado la cantidad de instrumental que había allí reunido. Más o menos había una cierta división por secciones: química en un rincón, mesa y herramientas en otro, aparatos eléctricos agrupados en un extremo, etcétera. En uno de varios estrados se hallaba una mesa de operaciones, con mesillas repletas de instrumental quirúrgico. Los ojos de Alfred se agrandaron al verla, y una expresión de triunfo comenzó a iluminar su rostro. En otro estrado había algo que parecía más un estudio de escultor, con moldes y matrices yaciendo sobre mesas. Más allá había grandes prensas, y hornos eléctricos de buen tamaño, pero la mayor parte de los aparatos, excepto los más simples, me decían bien poco.
—No hay ni ciclotrón ni microscopio electrónico. Aparte esto, hay un poco de todo —comenté.
—Te equivocas. Ahí está el microscopio… ¡Hey, tu amigo se va!
Alfred se había ido en línea recta hacia la mesa de operaciones. Estaba mirando fijamente a su alrededor y por debajo de ella, presumiblemente esperando hallar manchas de sangre. Fuimos tras de él.
—Aquí está uno de los principales acicates de esa febril imaginación suya —dijo Dickson. Abrió un cajón, sacó un brazo y lo dejó sobre la mesa de operaciones—. Échenle una mirada a esto.
La cosa era de un amarillo cerúleo, sin ninguna otra coloración. Su forma era bastante aproximada a la de un brazo humano, pero cuando miré de cerca la mano, vi que era suave y no estaba marcada por líneas ni arrugas, ni tampoco tenía uñas.
—No valía la pena preocuparse de esto, en este estadio —dijo Dickson, contemplándome.
Ni tampoco era un brazo completo: se acababa en seco a medio antebrazo.
—¿Qué es eso? —inquirió Alfred, señalando un espigón de acero que surgía.
—Acero inoxidable —le dijo Dickson—. Mucho más rápido y menos caro que el preparar matrices para fabricar huesos. Cuando estandarice el equipo, probablemente pasaré a huesos de plástico; así podré evitar algo de peso.
Alfred parecía muy preocupado y desalentado; aquel brazo era convincentemente no viviseccional.
—Pero ¿por qué un brazo? ¿Por qué todo esto? —preguntó, con un gesto que incluía a toda la sala.
—Le contestaré por orden: un brazo… o mejor, una mano, porque es la herramienta más útil jamás producida. Y ciertamente, a mí no se me ocurrió nada mejor. Y «todo esto» porque, una vez descubrí el secreto básico, me vino el deseo de construir como prueba una criatura perfecta… o lo más perfecta que se le podía ocurrir a la mente finita de uno.
»Los seres similares a tortugas fueron un paso primitivo. Tenían el bastante cerebro como para vivir y tener reflejos, pero no lo bastante para un pensamiento constructivo. Y era necesario.
—¿Quieres decir que tu… criatura perfecta, puede pensar constructivamente? —le pregunté.
—Tiene un cerebro tan bueno como el nuestro, y algo mayor —dijo—. No obstante, lo que le falta es experiencia… educación. De todas maneras, como su cerebro está totalmente desarrollado, aprende mucho más rápido de lo que lo hace un niño.
—¿Podemos verla? —pregunté.
Suspiró con pesar.
—Todo el mundo quiere siempre pasar directamente al producto terminado. De acuerdo. Pero primero os haré una pequeña demostración… me temo que tu amigo sigue sin estar convencido.
Se dirigió hacia las mesillas de instrumentos quirúrgicos y abrió una caja de preservación. De su interior sacó una masa blanca e informe que dejó sobre la mesa de operaciones. Luego, llevó la mesa hacia un aparato eléctrico situado algo más hacia allá en la sala. Bajo el pálido y estremecido objeto vi que surgía una mano.
—¡Santo cielo! —exclamé—. ¡El «almohadón con manos» de Bill!
—Sí… no se equivocaba del todo, aunque según me habéis contado exageró un tanto. Este muchachito es en realidad mi principal asistente. Tiene todas las partes esenciales: digestiva, vascular, nerviosa, respiratoria. De hecho, puede vivir. Pero la suya no es una existencia demasiado excitante… es una especie de motor de pruebas sobre el que comprobar los apéndices recién construidos.
Mientras se atareaba con algunas conexiones eléctricas, añadió:
—Si quisiera usted, señor Weston, tomarse la molestia de examinar el espécimen en cualquier forma que se le ocurra mientras no lo dañe, para convencerse de que no está vivo en este momento, se lo agradecería.
Alfred se aproximó a la masa blanca. La observó de cerca a través de sus gafas, con un cierto disgusto. La hurgó con un índice tanteante.
—¿Así que la base es eléctrica? —le dije a Dickson.
Tomó una botella de algún líquido gris y echó una cierta cantidad en una probeta.
—Quizá, Por otra parte, tal vez sea química. No creerás que te voy a contar todos mis secretos, ¿no?
Cuando hubo terminado con sus preparativos, dijo:
—¿Satisfecho, señor Weston? No me gustaría que luego me acusase de haberle hecho un truco de prestidigitador.
—No parece estar con vida —admitió Alfred, cautamente.
Contemplamos como Dickson le colocaba varios electrodos. Luego, eligió cuidadosamente tres puntos de la superficie e inyectó en cada uno de ellos el contenido de una jeringa llena de un líquido azul pálido. Después, roció por dos veces toda la masa con diferentes nebulizadores. Finalmente, cerró cuatro o cinco clavijas eléctricas en rápida sucesión.
—Ahora —dijo con una suave sonrisa— esperaremos durante cinco minutos… que pueden pasar, si lo desean, tratando de decidir cuales, o cuantas de mis acciones han sido realmente decisivas.
Al cabo de tres minutos, la fláccida masa comenzó a pulsar débilmente. Poco a poco, el movimiento se incrementó, hasta que suaves y rítmicas ondulaciones estuvieron recorriéndola. Entonces, rodó hacia un lado o se dio media vuelta, mostrando la mano que había estado oculta bajo ello. Vi como los dedos de esa mano se tensaban y trataban de aferrarse a la lisa superficie de la mesa.
Creo que grité. Hasta que sucedió en realidad, no me había sido posible creer que fuera a pasar. Ahora, parte del significado de todo aquello me inundó. Aferré a Dickson por el brazo.
—¡Muchacho! —le dije—. Si hicieras eso con un cadáver…
Pero él negó con la cabeza.
—No. No funciona. Lo he intentado. Uno tiene una cierta justificación para llamar a esto vida… creo. Pero de alguna manera es una vida de un tipo distinto. No logro comprender por qué…
Distinta o no, sabía que estaba mirando a la semilla de una revolución, con potencialidades que sobrepasaban lo imaginable.
Y durante todo ese tiempo, Alfred hurgaba en la cosa, como si fuera un fenómeno de circo, tratando de asegurarse que nadie iba a engañarle con espejos, o estaba moviéndola con cables.
Se tuvo merecido el par de centenares de voltios que le pasaron por los dedos.
—Y ahora —dijo Alfred, cuando estuvo satisfecho de que cabía eliminar al menos las formas más burdas de engaño—, ahora, nos gustaría ver esa «criatura perfecta» de la que nos ha hablado.
Parecía tan poco dispuesto como siempre a aceptar la maravilla que había contemplado. Estaba convencido de que se había cometido algún tipo de delito, y estaba dispuesto a hallar una evidencia, que pudiera permitirle clasificarlo en su adecuada categoría.
—Muy bien —aceptó Dickson—. Por cierto, la llamo Una. Ningún otro nombre en el que pudiera pensar parecía adecuado, pero como se trata de la primera de su especie, creo que le va bien el nombre de Una.
Nos llevó a lo largo de la habitación hasta la última y mayor de las jaulas de la hilera. Apartándose un poco de las barras, llamó a su ocupante.
No sé lo que yo esperaba ver… ni tampoco lo que esperaba ver Alfred. Pero ninguno de nosotros tuvo aliento para comentar lo que vimos cuando se aproximó hacia nosotros.
La «criatura perfecta» de Dickson era una burla grotesca mucho más horrible de lo que jamás me hubiera imaginado despierto o en sueños.
Imagínense, si pueden, un caparazón oscuro y cónico de un material algo brillante. El vértice redondeado del cono se alzaba a un metro ochenta del suelo: la base era de un metro treinta o más de diámetro, y todo ello estaba soportado por tres patas cortas y cilíndricas. Tenía cuatro brazos, parodias de brazos humanos, que se proyectaban de junturas situadas a una distancia media de su altura total. Unos ojos, situados a unos quince centímetros por debajo del vértice, nos miraban fijamente bajo párpados de tejido córneo. Por un instante estuve a punto de caer en la histeria.
Dickson contempló la cosa con orgullo.
—Tienes visita, Una —dijo.
Los ojos se volvieron hacia mí, y luego a Alfred. Uno de ellos hizo un guiño, con un clic de su párpado al cerrarse. Una voz profunda y reverberante surgió no se sabía de dónde.
—¡Al fin! Ya me estaba cansando de pedírtelo —dijo.
—¡Buen Dios! —dijo Alfred—. ¿Esa cosa horrenda puede hablar?
La fija mirada se clavó en él.
—Este me servirá. Me gustan sus ojos de cristal —retumbó la voz.
—Tranquila, Una. No es lo que te supones —se interpuso Dickson—. Debo pedirles —nos dijo a ambos, pero mirando a Alfred— que tengan cuidado con sus comentarios. Naturalmente, a Una le falta la experiencia ordinaria, pero se da cuenta de que es distinta… y de sus diversas superioridades físicas. Tiene un temperamento bastante irritable, y no vamos a obtener nada ofendiéndola. Es natural que, en principio, les parezca algo sorprendente su apariencia, pero eso se puede explicar.
Adoptó el tono de un conferenciante:
—Una vez hube descubierto mi método de animación, mi primera inclinación fue construir una forma aproximadamente antropoide para que sirviera de demostración convincente. No obstante, pensándolo mejor, decidí no realizar una simple imitación. Resolví proceder de una forma funcional y lógica, alterando ciertos aspectos que me parecían mal diseñados o poco eficaces en el hombre y otros seres vivos. Igualmente, más tarde me resultó necesario efectuar algunas modificaciones debido a motivos técnicos y de construcción. Sin embargo, en general, Una es el resultado de mi decisión —hizo una pausa, mirando cariñosamente a la monstruosidad.
—Esto… ¿dijiste lógicamente? —inquirí.
Alfred hizo una pausa antes de comentar. Siguió mirando a la criatura, que mantenía sus ojos fijos en él. Uno casi podía verle haciendo que lo que él llama su naturaleza buena sobrepasase el simple prejuicio. Ahora, se alzó noblemente sobre su anterior comentario que había demostrado poca simpatía.
—No considero adecuado el confinar a un animal tan grande en un recinto tan pequeño —anunció.
Uno de los párpados córneos cliqueteó de nuevo al hacer un guiño.
—Me gusta. Tiene buenos sentimientos. Servirá —resonó la gran voz.
Alfred se encorvó un poco. Tras una larga experiencia en mostrarse paternal hacia los animales desprovistos de inteligencia, encontraba desconcertante el hallarse frente a una criatura que no solo hablaba sino que se mostraba paternalista hacia él. Le devolvió la mirada inquieto.
Dickson, sin hacer caso de la interrupción, prosiguió:
—Probablemente la primera cosa que les llamará la atención es el que Una no tenga una cabeza definida. Esa fue una de mis primeras modificaciones; la cabeza normal está demasiado expuesta y es demasiado vulnerable. Naturalmente, los ojos tienen que estar colocados en lo alto, pero no hay ninguna necesidad de una cabeza casi seccionada.
»Pero, al eliminar la cabeza, tenía que tener presente el problema de la visión. Por consiguiente, le di tres ojos, dos de los cuales pueden vernos ahora, y otro que tiene en la espalda, aunque, hablando con corrección, no se puede decir que tenga espalda. De esta manera, puede mirar y enfocar fácilmente en cualquier dirección sin la complicación de una cabeza semirotativa.
»Su forma general también logra que cualquier objeto que caiga o le sea lanzado resbale sobre el caparazón de plástico reforzado, pero me pareció adecuado, para aislar al cerebro lo más posible de todo golpe, el situarlo allá donde uno esperaría que se hallase el estómago. De esta manera, pude colocar el estómago más alto, y permitir una disposición más conveniente de los intestinos.
—¿Cómo come? —intervine.
—Tiene la boca en el otro lado —dijo secamente—. Bueno, debo admitir que, a primera vista, el que tenga cuatro brazos puede dar una impresión de frivolidad. Sin embargo, como he dicho antes, la mano es la herramienta perfecta… si tiene el tamaño adecuado. Así que podrán ver que el par superior de Una son delicadas y finamente moldeadas, mientras que las más bajas son poderosamente musculosas.
»También puede interesarles su respiración. He usado un principio de flujo, inhala por aquí, exhala por allí. Deben admitir que es una mejora sobre nuestro propio sistema, bastante repugnante.
»En lo que respecta al diseño general, desafortunadamente resultó ser considerablemente más pesada de lo que yo había esperado… de hecho, sobrepasa algo la tonelada, y, para soportar este peso, tuve que modificar algo mis planes originales. Rediseñé las patas y pies pensando en las de un elefante, para así distribuir el peso, pero me temo que el resultado no es totalmente satisfactorio; tendría que hacerse algo con los modelos más avanzados para reducir el peso total.
»El principio de las tres patas fue adoptado porque resulta obvio que el bípedo debe emplear una gran cantidad de energía muscular simplemente en mantener su equilibrio, y un trípode es no solo eficiente, sino más fácilmente adaptable a las superficies irregulares que un sistema de cuatro patas.
»En lo referente al sistema reproductivo…
—Perdóname si te interrumpo —le dije—, pero con un caparazón de plástico y mucho acero inoxidable no… esto… logro ver…
—Es un asunto de equilibrio glandular: regulación de la personalidad. Algo tenía que hacerse al respecto, aunque admito que no estoy muy satisfecho con lo que he logrado. Sospecho que una solución siguiendo la línea partenogenética hubiera sido… De todas maneras, ahí está. Y le he prometido un compañero. Debo admitir que creo que es fascinante especular…
—Él servirá —interrumpió la voz retumbante, mientras el ser continuaba mirando fijamente a Alfred.
—Naturalmente —prosiguió diciéndonos Dickson, algo apresuradamente—. Una nunca se ha visto a sí misma, así que no sabe qué aspecto tiene. Probablemente cree…
—Sé lo que quiero —dijo la voz profunda, con firmeza y en tono muy alto—. Quiero…
—Sí, sí —se interpuso Dickson, también con voz muy alta—. Ya te explicaré luego.
—Pero quiero… —repitió la voz.
—¡Querrás callarte! —gritó fieramente Dickson.
El ser emitió un débil sonido de protesta, pero desistió.
Alfred se irguió con el aire de alguien que, tras estar reprimiendo severamente sus impulsos, se ve obligado a hablar.
—No puedo aprobar esto —anunció—. Concedo que quizá esta criatura sea creación suya… No obstante, una vez creada, se convierte, en mi opinión, en merecedora de las mismas protecciones que cualquier otro animalillo… es decir, que cualquier otro ser vivo.
»No diré nada acerca de la aplicación que ha dado a su descubrimiento… excepto que me parece que se ha comportado usted como un niño irresponsable al que hayan dejado suelto sin vigilancia entre un montón de arcilla de modelar, y que usted ha producido un lío verdaderamente blasfemo, y uso la palabra blasfemo perfectamente consciente de lo que significa; un monstruo, una perversión. Sin embargo, no diré nada al respecto.
»Lo que digo es que, según la ley, esta criatura puede ser considerada simplemente como una especie de animal desconocido. Pienso informar que, según mi opinión profesional, está siendo confinada en una jaula demasiado pequeña, y claramente sin la adecuada oportunidad para hacer ejercicio. No soy capaz de juzgar si está siendo alimentada adecuadamente o no, pero es fácil darse cuenta de que tiene necesidades que no están siendo satisfechas. En dos ocasiones ya ha intentado expresárnoslas, y usted lo ha impedido, intimidándola.
—Alfred —intervine—, ¿no crees que quizá…? —Pero fui interrumpido por el ser, trompeteando como un trombón:
—¡Creo que es maravilloso! ¡Esa forma en que destellan sus ojos! ¡Lo quiero! —suspiró, con una especie de profunda vibración que hizo estremecerse el suelo. Evidentemente, aquel sonido era tremendamente melancólico, y a la mente monomaníaca de Alfred solo sirvió para ofrecerle una evidencia adicional.
—Si esa no es la queja de un ser desdichado —dijo, acercándose más a la jaula—, entonces es que nunca he…
—¡Cuidado! —gritó Dickson, saltando hacia adelante.
Una de las manos del ser salió como un relámpago por entre los barrotes. Simultáneamente, Dickson aferró a Alfred por los hombros y tiró de él hacia atrás. Se oyó un desgarrar de ropa, y tres botones cayeron sobre el linóleo.
—¡Fiu! —Hizo Dickson.
Por primera vez, Alfred pareció algo alarmado.
—¿Qué…? —comenzó a decir.
Un profundo y amenazador sonido surgido de la jaula apagó el resto de la frase:
—¡Dádmelo! ¡Lo quiero! —rugió la voz, irritada.
Las cuatro manos se aferraron a los barrotes. Dos de ellas hicieron traquetear violentamente la puerta. Los dos ojos visibles estaban clavados fijamente en Alfred. Este comenzó a mostrar signos de empezar a comprender la situación. Sus propios ojos se abrieron algo más tras sus gafas.
—Esto… ¿No… no querrá decir…? —comenzó, incrédulo.
—¡Dádmelo! —aulló Una, saltando alternativamente sobre sus patas y haciendo estremecerse al edificio.
Dickson estaba contemplando con cierta preocupación su obra.
—Me pregunto… me pregunto, ¿acaso me habré pasado de rosca en lo de las hormonas? —Especuló, pensativo.
Alfred había comenzado a formarse una idea. Se apartó algo más de la jaula. Este movimiento no le causó buen efecto a Una.
—¡Dádmelo! —gritó, como una especie de sepulcral sistema de altavoces—. ¡Dádmelo! ¡Dádmelo!
Era un sonido que intimidaba.
—¿No sería mejor que…? —insinué.
—Quizá, dadas las circunstancias… —Estuvo de acuerdo Dickson.
—¡Sí! —dijo Alfred, decididamente.
El timbre de voz con el que operaba Una hacía difícil el estar muy seguro de lo más intrincado de sus sentimientos; el sonido que se oía tras de nosotros y que hacía estremecerse las ventanas mientras nos alejábamos, podría haber expresado ira, angustia o ambas cosas. Incrementamos algo la velocidad de nuestros pasos.
—¡Alfred! —gritaba una voz similar a la de una sirena antiaérea desconsolada—. ¡Quiero a Alfred!
Alfred lanzó una mirada hacia atrás, y caminó algo más aprisa.
Se oyó un estruendo que hizo resonar los barrotes y estremecerse al edificio.
Miré hacia atrás, para ver a Una en el acto de retirarse hacia atrás en su jaula con la evidente intención de abalanzarse de nuevo contra la puerta. Corrimos a escape hacia la salida. Alfred fue el primero en atravesarla.
Un sonido estruendoso estalló al otro extremo de la habitación. Mientras Dickson cerraba la puerta tras nosotros, pude dar una ojeada a Una, que se llevaba por delante barrotes y mobiliario, como si fuera un autobús que hubiera perdido la dirección.
—Creo que necesitaremos alguna ayuda para enfrentarnos a ella —dijo a Dickson.
Pequeñas gotitas de sudor estaban formándose en la frente de Alfred.
—¿No… no cree que sería mejor que…? —comenzó a decir.
—No —dijo Dickson—. Lo vería a través de las ventanas.
—Oh —dijo desconsolado Alfred.
Dickson abrió camino hacia un gran cuarto de estar, y fue hacia el teléfono. Lanzó mensajes urgentes a la policía y los bomberos.
—Creo que ya no queda nada más que hacer, hasta que lleguen aquí —dijo, mientras colgaba el receptor—. Probablemente se quedará en el laboratorio, a menos que se la excite más.
—¡Excitarla! Me gustaría… —comenzó a protestar Alfred, pero Dickson prosiguió:
—Por suerte, estando donde estaba, no podía ver la puerta, así que existen muchas posibilidades de que no sepa para qué sirven las puertas. Lo que me preocupa más son los daños que debe estar causando ahí dentro. ¡Escuchen!
Escuchamos durante algunos momentos los apagados sonidos de aplastamiento, roturas y rasgaduras. Entre ellos se escuchaba ocasionalmente un quejumbroso retumbar bisilábico que podría haber sido, o quizá no, la palabra «Alfred».
La expresión de Dickson se fue haciendo más angustiada mientras continuaban irrefrenables los sonidos.
—¡Todos mis archivos! ¡Todo el trabajo de muchos años está ahí dentro! —dijo amargamente—. Su Sociedad va a tener que pagarme mucho por esto, se lo advierto… Pero esto no me devolverá mis archivos. Se mostró perfectamente dócil hasta que usted la excitó. Nunca tuve ningún problema con ella.
Alfred comenzó a protestar de nuevo, pero fue interrumpido por el sonido de algo muy pesado que era derribado con un tremendo ruido, seguido por un sonido que parecía una catarata de cristales rotos.
—¡Dadme a Alfred! ¡Quiero a Alfred! —clamaba la estentórea voz.
Alfred se medio alzó, y luego se sentó agitadamente al borde de su silla. Sus ojos corrían nerviosos de aquí para allá. Mostró una tendencia a morderse las uñas.
—¡Ah! —dijo Dickson, tan de repente que nos asustó a ambos—. ¡Ah, eso debe ser! Debo haber calculado la necesidad de hormonas basándome en el peso total… incluyendo el caparazón. ¡Naturalmente! ¡Qué ridículo error! ¡Vaya, vaya! Hubiera sido mejor si hubiese seguido con la idea original de la partenogénesis. ¡Santo cielo!
El estruendo que causó esta exclamación nos hizo ponernos a todos en pie y correr hacia la puerta.
Una había descubierto la forma de salir del laboratorio, simplemente utilizando el método de las terraplenadoras. La puerta, el marco de la misma, y parte de los ladrillos, habían salido con ella. En aquel momento estaba tambaleándose entre el montón de cascotes resultante.
Dickson no lo dudó.
—¡Rápido! Arriba… eso no lo podrá hacer —dijo.
En el mismo instante, Una nos descubrió. Lanzó un rugido. Corrimos a lo largo del pasillo hacia la escalera. Teníamos la ventaja de nuestra movilidad inicial, pues un peso como el de Una tarda un cierto tiempo en ponerse en marcha. Corrí escaleras arriba, con Dickson delante mío y, me imaginé, Alfred detrás. No obstante, eso no era totalmente cierto. No sé si Alfred se había quedado momentáneamente helado, o había fallado en su carrera inicial, pero cuando me encontré en lo alto de las escaleras, miré hacia atrás y lo vi a solamente unos escalones del piso bajo, con Una atronando en su persecución como una visión del Apocalipsis impulsada por cohetes.
Sin embargo, Alfred siguió subiendo. Pero Una no se quedó atrás. Quizá no se hallase familiarizada con las escaleras ni diseñada para utilizarlas, pero tampoco lo necesitó, pues lo agarró como si fuera un jugador de rugby. Hasta logró subir cinco o seis de los escalones antes de que se hundieran bajo su peso. Alfred, que para entonces se hallaba a mitad de la escalera, notó como se hundía bajo sus pies. Dio un grito al perder el equilibrio. Luego, arañando locamente el aire, cayó hacia atrás.
Una lo agarró con una presa a cuatro brazos tan limpia como pudiera imaginarse.
—¡Qué coordinación! —murmuró admirado Dickson tras de mí.
—¡Socorro! —Trompeteó Alfred—. ¡Socorro! ¡Socorro!
—¡Ah! —retumbó Una, en una especie de profundo diapasón de alegría. Se echó un poco hacia atrás, con un chirriar de madera.
—¡Mantenga la calma! —le aconsejó Dickson a Alfred—. No haga nada que pueda asustarla.
Alfred, abrazado por tres brazos y afectuosamente palmeado por el cuarto, no dio ninguna réplica inmediata.
Hubo una pausa para reconsiderar la situación.
—Bueno —dije—, deberíamos hacer algo. ¿No podríamos distraerla de alguna manera?
—Es difícil saber qué es lo que puede distraer a una hembra triunfadora en el momento de su éxito —observó Dickson.
Una emitió una especie de… de… bueno, si pueden ustedes imaginarse a un elefante arrullando contento…
—¡Socorro! —Trompeteó de nuevo Alfred—. Va a… ¡Ay!
—¡Calma, calma! —dijo Dickson—. Probablemente no haya ningún peligro. Después de todo es un mamífero… en su mayor parte. En cambio, si fuera otro tipo de animal, digamos una araña hembra…
—No creo que sea un buen momento para explicarle a Una las costumbres de las arañas hembras —sugerí—. ¿No hay una comida favorita, o algo así, con lo que podamos tentarla?
Una estaba meciendo a Alfred con tres brazos, y tanteándolo inquisitivamente con un dedo del cuarto. Alfred se debatía.
—Maldita sea, ¿no pueden hacer algo? —preguntó.
—¡Oh, Alfred! ¡Alfred! —le regañó ella, en una especie de cariñoso estruendo.
—Bueno —dijo dubitativamente Dickson—, quizá si tuviéramos algo de helado…
Se oyó un sonido de frenos y de vehículos que se detenían fuera. Dickson corrió rápidamente por el descansillo, y lo escuché tratando de explicar la situación, por la ventana, a los hombres que había en el exterior. Luego regresó, acompañado de un bombero y del jefe de bomberos. Cuando miraron abajo, al pasillo, sus ojos se desorbitaron.
—Lo que tenemos que hacer es rodearla sin asustarla —estaba explicándole Dickson.
—¿Rodear eso? —dijo dubitativo el jefe—. ¿Y qué infiernos es?
—No se preocupe por eso en este momento —le dijo impaciente Dickson—. Si podemos lanzarle unas cuerdas desde distintas direcciones…
—¡Socorro! —gritó de nuevo Alfred. Se debatió violentamente. Una lo apretó con más fuerza contra su caparazón y se rió amorosa. Pensé que era un sonido especialmente aterrador; también hizo estremecerse a los bomberos.
—¡Por Cristo…! —exclamó uno de ellos.
—Apresúrense —les dijo Dickson—. Podemos echarle la primera cuerda desde aquí arriba.
Ambos regresaron a la ventana. El jefe comenzó a gritar instrucciones a los que estaban abajo; parecía tener dificultades para hacerse entender. Sin embargo, ambos regresaron al poco con una cuerda. Y aquel bombero era realmente experto; hizo girar suavemente el lazo, y lo dejó caer con una habilidad increíble. Cuando tiró de la cuerda, estaba rodeando el caparazón, por debajo de los brazos, de forma que no podía soltarse. Ató el otro extremo al soporte de la barandilla en la parte alta de la escalera.
Una seguía aún demasiado interesada en Alfred como para fijarse en lo que pasaba a su alrededor. Si un hipopótamo pudiera ronronear, con una especie de acompañamiento amoroso, supongo que ese sería el sonido que produciría.
La puerta frontal se abrió silenciosamente, y aparecieron los rostros de un cierto número de bomberos y policías, todos ellos con las bocas muy abiertas y los ojos desorbitados. Un momento más tarde se vio a otro grupo que miraba asombrado al pasillo desde la puerta de la sala de estar. Un bombero se adelantó nervioso, y comenzó a hacer girar su lazo. Desafortunadamente, al lanzarlo tocó a una lámpara, y cayó corto.
En aquel momento, Una se dio cuenta repentinamente de lo que estaba sucediendo.
—¡No! —atronó—. ¡Es mío! ¡Lo quiero!
El aterrorizado bombero se abalanzó a través de la puerta, cayendo sobre sus compañeros y cerrándola tras de sí. Sin darse la vuelta, Una comenzó a correr en la misma dirección. Nuestra cuerda se tenso, y saltamos hacia atrás. El soporte fue arrancado como si fuera un palillo, y se lo llevó colgando de la cuerda. Se oyó un grito desamparado de Alfred, que aún seguía firmemente aferrado, aunque, por fortuna para él, se hallase en el lado opuesto a la línea de avance. Una derribó la puerta delantera como si fuera un tanque. Se oyó un estruendo ensordecedor, saltó una lluvia de madera y yeso, y luego se vio una nube de polvo por entre la cual surgieron sonidos de consternación, superados por una voz que rugía:
—¡Es mío! ¡No os lo llevaréis! ¡Es mío!
Para cuando logramos alcanzar las ventanas delanteras, Una ya había rebasado toda obstrucción. Tuvimos una excelente visión de su galope camino abajo, a unos quince kilómetro por hora, arrastrando, sin molestias aparentes, a media docena o más de policías y bomberos que se agarraban tercamente a la cuerda que colgaba de ella.
En la cerca, el guarda tuvo la presencia de ánimo de cerrar las puertas. Se zambulló en busca de refugio entre los matorrales cuando Una todavía se hallaba a algunos metros de distancia. Pero, no obstante, las puertas no significaban nada para ella: siguió adelante. Es cierto que se estremeció un tanto al impacto, pero cayeron desplomadas ante ella. Alfred agitaba los brazos y pataleaba locamente; hasta nosotros llegaba un lejano gemido pidiendo ayuda. El grupo de policías y bomberos fue arrastrado hasta los retorcidos hierros de la verja, y se quedó detenido allí. Cuando hubo desaparecido de nuestra vista, en la curva del camino, solo quedaban dos figuras agarradas heroicamente a la cuerda que colgaba de ella.
Se oyó un sonido de motores que arrancaban abajo. Y Dickson gritó que esperaran. Descendimos por las escaleras de atrás, y logramos subir al coche de bomberos cuando este arrancaba.
Hubo una pausa para apartar la verja que nos obstruía el paso en el camino, y luego salimos en persecución de la fugitiva.
Al cabo de algo más de medio kilómetro, el camino llevaba hacia un sendero muy inclinado y aún más estrecho. Tuvimos que abandonar el coche de bomberos y seguir a pie.
Al fondo, hay… había… un viejo puente para caballerías, que cruzaba el río. Supongo que debió servir durante muchos siglos para las caballerías, pero en los cálculos de sus constructores nunca debió entrar nada como Una a todo galope. Cuando llegamos a él, faltaba el trozo central, y un bombero estaba ayudando a un empapado policía a llevar la inerte figura de Alfred a la orilla.
—¿Dónde está? —inquirió ansioso Dickson.
El bombero lo miró, y luego señaló silenciosamente al centro del río.
—Una grúa. ¡Envíen inmediatamente a por una grúa! —pidió Dickson. Pero todo el mundo estaba más interesado en sacar el agua del interior de Alfred y revivirlo.
Me temo que esta experiencia ha alterado permanentemente ese aire de compañerismo que existía entre Alfred y todos los animalillos. En la próxima avalancha de demandas, contrademandas, contracontrademandas y acusaciones de actos malvados y criminales de todo tipo, yo intervendré solamente como testigo. Pero Alfred, que naturalmente aparecerá por diversos motivos, dice que cuando las acusaciones de seducción de menores, intento de secuestro… bueno, y todo lo demás, cuando todo ello haya sido solucionado, piensa cambiar de profesión, pues le resulta ahora difícil mirar a una vaca o a cualquier animal hembra, sin una cierta prevención que tiende a no dejar que su juicio sea imparcial.
Fin