Publicado en
agosto 12, 2012
Mi abuelo decia que los norteamericanos son mas sanos, mas robustos y que viven mas que la otra gente porque la pasan trotando, comiendo corn flakes y tomando leche y yogur; pero la realidad es que la diferencia entre ellos y nosotros radica, unicamente, en esa maxima latinoamericana de que "lo comido y lo bailado no me lo quita nadie". Esa frase, ellos no la conocen.
Por Elizabeth Subercaseaux
Frente a casi todas las catedrales españolas suele haber un autobús de turismo estacionado. Y de ese autobús suelen bajarse decenas de parejas norteamericanas: setenta y cinco años él, setenta años ella; caritas rosadas, sonrientes; él en shorts, ella también; una chupalla o un gorro de béisbol en la cabeza y una cámara fotográfica colgando del cuello. Y van sacando fotos y más fotos, para mostrarles a los hijos, para llevarles a los nietos...
Pero no sólo frente a las catedrales españolas se encuentra una con ese espectáculo. También se ve en las afueras de algún castillo del Loira, en Francia; a dos cuadras del Big Ben, en Londres; mirando el Pan de Azúcar en Rio de Janeiro... o ante el bello panorama del Cañón del Colorado. Por todos los caminos del mundo se ven estas parejas de americanos jubilados realizando el sueño de su vida.
Mi abuelo decía que los norteamericanos viven más que la otra gente, "porque la pasan trotando, comiendo corn flakes, tomando leche y yogur". Eran mucho más altos, más sanos y más robustos que los demás. Tenían mejor salud, no sabían lo que era enfermarse... Y aclaraba: "Por eso es que pueden viajar hasta los ochenta años, vagar por el mundo tomando fotos para los nietos. Además, son millonarios de nacimiento. Hacen así con el dedo y aparece un dólar, hacen así con la mano y aparecen mil". Por eso es que, según él, podían darse el lujo de comprar pasajes para ir a las islas griegas en barco o pasar diez días al año en las Canarias o ir a los casinos de Atlantic City.
Mi abuela escuchaba estas explicaciones con la cara iluminada y, al día siguiente, compraba avena molida y otros dos litros de leche y le preparaba a mi abuelo un desayuno a la americana. "A ver si te pones como ellos y me llevas a Turquía", le decía. Pero a mi abuelo tendrían que haberlo matado, antes de darle avena con leche como desayuno. Tiraba la avena a la basura, se preparaba un buen sándwich de lomo de cerdo con palta molida (aguacate) y mayonesa, su buena taza de café negro y un trago de coñac. Luego partía al club con el puro en la boca y el bolsillo lleno de billetes para jugar al dominó. Desde la puerta de la casa le gritaba a mi abuela: "Lo comido y lo bailado no me lo quita nadie". Y desde luego, demás está decir que mi abuela nunca fue a Turquía.
Con el correr de los años me tocó trasladarme a los Estados Unidos, conocer a los norteamericanos en vivo y en directo, ver cómo viven, cómo son sus costumbres, qué piensan de la vida y de la muerte. Y grande fue mi sorpresa cuando vi que mi abuelo estaba equivocado. Era cierto que los norteamericanos viajaban mucho más que nosotros, era cierto también que a los setenta y cinco años podían comprar pasajes en barco para ir a Grecia y a Turquía, y era cierto que comían más avena y tomaban más leche que nosotros. Pero no era cierto que fueran más sanos ni que vivieran más años y, por supuesto, no era cierto que hubiesen nacido millonarios. ¿Dónde estaba entonces la diferencia? En la frase de mi abuelo; esa maravillosa máxima latinoamericana: "Lo comido y lo bailado no me lo quita nadie". Esa frase, aquí no existe. Nosotros somos infinitamente menos precavidos que el pueblo norteamericano. Andamos por la vida casi sin pensar en el futuro, la vejez es algo que está por allá lejos, y la muerte es algo que no existe. Vivimos gastando lo que tenemos y lo que no tenemos también. En los países latinoamericanos cuesta un mundo encontrar personas amigas de ahorrar dinero. ¿Quién vive preocupado de la jubilación? Nadie. Además, de cuál jubilación habría que preocuparse si en nuestros países no se jubila nadie. Será porque somos más desordenados o más tropicales, pero lo cierto es que lo comido y lo bailado no nos lo quita nadie... y de lo otro, Dios se encargará.
Mi abuelo casi se muere de la risa cuando el doctor le dijo, que si no cuidaba su colesterol iba a morir de un infarto. Estuvo una semana recordando a su tío Eustaquio, diciendo que el tío Eustaquio se había comido todos los chorizos de Chile, se había fumado centenares de puros cubanos, se había tomado cerca de mil tinajas de vino, había bailado todas las sambas, tangos, cuecas y corridos que escuchó en su vida, y murió a los 90 años diciendo: "Lo comido y lo bailado no me lo quita nadie". Y del colesterol no se enteró, porque en esos tiempos no se conocía.
En Estados Unidos, en cambio, la cosa es diferente; la concepción de la vida es otra. El pasado es algo que muy pocos recuerdan y el presente es algo que ya va a pasar, porque el futuro es lo que cuenta. Y todo va sucediendo rápido, muy rápido, porque "time is money" (el tiempo es dinero) y "money" (dinero) es todo lo demás. Aquí las cosas se hacen para mañana. La gente trabaja la mitad de la vida, "para viajar mañana". Los chiquillos tienen que aprender las cosas en el colegio, "para el futuro". Mi amiga Joyce me contó que lo primero que hizo cuando nacieron sus hijos fue abrirles una cuenta de ahorro, "para cuando sean grandes".
La jubilación es una meta que está en la mente de casi todos los norteamericanos. Existen revistas donde se habla de los lugares que tienen mejor clima, donde se pagan menos impuestos, donde hay menos humo, donde la vida será más placentera. Existen fondos mutuos para la vejez, sistemas de ahorro para la vejez, cuentas donde se puede ir depositando el dinero, pero con prohibición de moverlo antes de los sesenta y dos años. ¿Quiere viajar por el mundo? Mañana. ¿Quiere vivir en un lugar con aire puro? Mañana. ¿Quiere levantarse a las nueve en vez de a las seis, tomar el desayuno en cama, leer el diario tranquilo? Mañana. ¿Quiere gozar de una vida sin estrés, cuidar su jardín en paz, comer de vez en cuando en un restaurante? Mañana. ¿Quiere mirar a su esposa, decirle que la quiere, que quiere convidarla a un crucero? Mañana... Y así llega mañana, pero la vida ya se fue, la esposa ya está cansada, el marido apenas escucha, le cuesta leer porque ya casi no ve, ya no tienen fuerzas para arreglar el jardín... ¿Y los hijos? Están en otro estado, haciendo su propia vida, lejos de ellos y de todo, comenzando un negocio con la plata que su papá les ahorró, comenzando la carrera de ahorrar ellos también para sus propios hijos, para asegurar sus vidas. Para mañana.
No tiene nada de malo pensar en el futuro, y es estupendo ahorrar plata para entonces. El problema reside en que la vida es algo que se escurre entre las manos, como el agua. El tiempo existe sólo un instante, y al instante siguiente ya no está, ya pasó. Pero el miedo a la vejez pobre es tan latente en los Estados Unidos, que pareciera que todo gira en torno a eso. Y el miedo a la muerte es mucho más acentuado. Desde que los científicos descubrieron que la grasa mata, los americanos han entrado en una carrera que puede convertir a los Estados Unidos en un país de gente que se alimenta de pasto. Mi abuelo y sus chunchules, sus salpicones de patas de cerdo con huevo duro, su puro siempre colgando del labio y su vida desordenada, siempre sin un peso (salvo los billetes para el dominó), sería un personaje aberrante dentro de la sociedad norteamericana.
Debo confesar que soy una enamorada de los Estados Unidos, de este pueblo, de la honestidad de su gente. Pero si pudiera cambiarles algo a los norteamericanos, cambiaría su nostalgia del futuro, sólo por aquello que mi abuelo apuntaba como la cosa más bella de la vida: la nostalgia del presente.
ILUSTRACION: MARCY GROSSO
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, DICIEMBRE DE 1993