ESE MIEDO QUE IMPIDE DORMIR
Publicado en
agosto 28, 2011
Correspondiente a la edición de Febrero de 1997
La fórmula ideal para escribir un relato de terror la dio un periodista en 1798:
"Tómese un viejo castillo medio en ruinas; un largo corredor lleno de puertas, varias de las cuales tienen que ser secretas; tres cadáveres sangrando aún; tres esqueletos bien empaquetados; una vieja ahorcada con varias puñaladas en el pecho; ladrones y bandidos a discreción; una dosis suficiente de susurros, gemidos ahogados y horrísonos estruendos. Mézclese, agítese y escríbase. El cuento está listo".
Tres años antes de dicha fórmula, Matthew G. Lewis, escritor inglés de veinte años conocido como anarquista y homosexual, publicaba su novela El monje, una escalofriante mezcolanza de bóvedas y osarios, pureza y lujuria necrofílicas, cadáveres en descomposición y amantes que persistían más allá de la vida. Entonces el romanticismo estallaba entre oleadas de asombro por la obra de una dama inglesa, Ana Radcliffe, quien adquiría mediante su obra fama de mujer siniestra. La última novela de la Radcliffe, Gastón de Blondeville fue rechazada por su carácter pecaminoso, el cual consistía en el hecho de que su autora por fin había cedido a su temperamento maligno, y los espectros que vagaban por su obra, lejos de explicarse por razones naturales, eran fantasmas de verdad.
Eran los tiempos de la novela gótica o negra, llamada así por la arquitectura de su escenario o por su trama tenebrosa. De esa producción trascenderían el cuento El lam-piro (1816) de John W. Polidori, primera aparición en la literatura de ese personaje, y Frankensteín (1817) de Mary Shelley.
Con el paso de los siglos, el relato de terror fue transformándose hasta ponerse a la altura de un público exigente que gustaba de experimentar emociones fuertes. Cuando irrumpe en el cine continúa el horror de millones de personas con feroces y apocalípticos relatos visuales, donde el enfrentamiento del bien y el mal ocurre en un mundo diezmado por virus y catástrofes, crímenes seriales y genocidios.
Stephen King, autor de más de treinta best-sellers que ha aterrado a millones de lectores en las tres últimas décadas, confiesa: "a veces me asusto de mí mismo cuando escribo, y hay escenas de mis películas que consiguen ponerme los pelos de punta". Entre las aproximadamente veinte filmes basados en sus libros, él destaca The stand, adaptada de su novela homónima publicada en 1978. Esta obra narra el fin del mundo y la actitud tranquila de las personas que se niegan a abandonar los lugares donde viven. Buena parte de la violencia es silenciosa. La gente simplemente cae muerta y en ocasiones vomita mientras su cuerpo se vuelve putrefacto. Al respecto dice King que una de esas escenas es particularmente horrible para él, de especial terror. Y cuando se le pregunta en algunas entrevistas por qué elige temas fuera de lo normal para escribir, el autor de Cujo y El resplandor responde de forma invariable: "Soy una persona rara, retorcida, y tengo cierta sensación de poder cuando puedo imaginar historias que afectarán los nervios de mis lectores, que los obligarán a cerrar la puerta con candado y les impedirán dormir".
Si bien es cierto que el relato de terror implica, en general, la actuación de una criatura o engendro que se manifiesta como amenaza de destrucción de lo existente, la coartada clave de dichas historias está en elaborar asuntos imposibles de ser explicados según los términos de la razón. Es como traer a la luz actual elementos poderosos presentes en la génesis de esos relatos. Es como repetir la simbología macabra utilizada por Matthew Lewis, Ana Radcliffe, Mary Shelley, Machen, Le Fanu, Henry James, H.P. Lovecraft y Edgar A. Poe. La simbología de lugares malditos como un hotel, un laboratorio, un cementerio, una cárcel, un convento o un castillo gótico. Lo esencial para que se dé la caída del lector o del espectador en el abismo de los miedos, es que el lugar esté cerrado a modo de trampa o abandonado en los confines del mundo.
La emoción más intensa y remota de la humanidad es el miedo. El más profundo de los miedos es el miedo a lo innombrable, a lo desconocido. Lo que no cabe duda es que los grandes personajes terroríficos del cine son en su mayoría de extracción literaria y constituyen malas caricaturas del original. Desde 1931 se industrializó en Estados Unidos el terror en la cinematografía con dos filmes que desencadenaron hasta hoy, una saga interminable: Drácula de Browning y Frankensteín de Whale.
Desde entonces Drácula ha sido en sus imitaciones, ilusionista de lujo y nocturno con ciertas aberraciones sexuales, y Frankensteín ha pasado de monstruo filosófico a patético engendro de la naturaleza. Esto se debe a que en el cine ellos carecen de los mil rostros con que los dota la literatura en un proceso que concluye el lector con su imaginación.