¡NO PAGUES EL RESCATE PAPÁ!
Publicado en
agosto 28, 2011
Por Christopher Matthews
Secuestrada y encerrada en una jaula, Berica Marchiorello luchaba por no perder la razón. No tenía muchas esperanzas de sobrevivir, y sin embargo, insistía:
Temprano por la noche, el lunes 20 de diciembre de 1982, Berica Marchiorello estaba hablando por teléfono en su casa, muy emocionada porque unas 12 horas después tomaría el avión a Río de Janeiro, para pasar allá 15 días de vacaciones. "¿No es fantástico?", preguntaba. "¡Pronto estaré tostándome al sol!"
La rubia de 27 años consultó el reloj de pared: marcaba las 7:30. En eso vio algo que la dejó sin habla: a la entrada de la habitación estaban dos hombres encapuchados, empuñando relucientes pistolas negras. Uno de ellos se llevó el arma a la boca para indicarle que guardara silencio. Luego, tomó el auricular de la mano de Berica y colgó. El otro fue por la madre de Berica, Angela del Corno. A punta de pistola, aquellos individuos condujeron a las dos mujeres escaleras abajo, hasta la cocina.
Ahí estaban otros tres intrusos enmascarados. Habían entrado por una puerta trasera a la lujosa villa del siglo XVII, ubicada en la población de Rosa, en Vicenza, Italia. Dos de ellos subieron luego por la escalera a la planta alta. En la cocina, además de Berica y su madre estaban otras tres mujeres, asustadísimas, sentadas alrededor de la mesa: Alessandra, joven inválida de 23 años, hermana de Berica; la enfermera de Alessandra, Letizia Crestani, de 20, y Erminia Pegoraro, de 73, aya queridísima de Berica y ama de llaves de los Marchiorello.
Al pie de la escalera vieron un charco de sangre. Ahí yacía Jerry, uno de los dos perros Doberman de la familia, degollado.
―¿Quién de ustedes es Berica Marchiorello? Tú, ¿verdad? —preguntó uno de los maleantes, señalando a la muchacha.
―¡No! —mintió Berica, con la voz asombrosamente tranquila—. Soy amiga de Letizia. Estoy aquí de visita.
Muchacha esbelta, de mirada firme y facciones cinceladas, Berica había heredado la mente aguda y la férrea voluntad que ayudaron a Dino, su padre, a convertirse en uno de los hombres de negocios más prósperos de Venecia.
Pero cuando los intrusos pidieron a todas sus documentos de identificación, Berica comprendió que era inútil mentir, y dijo: "¡Está bien! Yo soy Berica Marchiorello".
Cuando iban a ponerle un abrigo sobre los hombros, Berica y su madre intercambiaron una mirada mucho más elocuente que cualquier despedida. Ambas sabían que quizá no volverían a verse.
Los secuestradores condujeron a Berica hasta un auto que aguardaba afuera, y ya en el interior la obligaron a tenderse sobre las piernas de tres de ellos, en el asiento trasero. Aproximadamente a la media hora se detuvieron a cambiar de auto, y cinco minutos después llegaron a su destino. Dos hombres la sujetaron por los brazos, la llevaron por un zaguán y a lo largo de un pasillo. La joven oyó rechinar una puerta metálica que se abría.
Su celda medía 2.5 por 1.5 metros; casi todo el espacio lo ocupaba una angosta cama. Había un cubo de plástico para sus necesidades corporales y un calentador eléctrico. Al fondo había un enrejado de ventilación, por el cual se veían varios fardos de heno. La puerta cerrada con llave tenía una pequeña abertura abajo, y por ahí recibía Berica lo que le daban de comer. Aquella mazmorra había sido una incubadora de aves de corral.
Los secuestradores se valían de medias para cubrirse la cabeza y deformarse las facciones. "¡Quítate las joyas!", le ordenó uno de ellos. Las revisaron y luego registraron detenidamente a Berica, en busca de algún radiotrasmisor oculto.
La interrogaron para averiguar de cuánto dinero en efectivo disponía su padre y qué propiedades podría vender. "Se han equivocado de persona", siguió mintiendo Berica. "No tenemos dinero". Ellos pretendían recibir 6000 millones de liras.
La primera noche, Berica estuvo encadenada por la muñeca a la pared. No pudo dormir; cada vez que se movía, la cadena le recordaba con su tintineo la situación en que se encontraba. Había probado la amarga resignación del animal salvaje que ha caído en una trampa. Sus secuestradores podrían hacer con ella lo que quisieran, pues no tenía ninguna posibilidad de defenderse.
La mañana del martes, la mano del carcelero, cubierta con un guante negro, empujó la bandeja del desayuno por la abertura de la puerta. Obviamente, era un subordinado. Los jefes eran los dos hombres que la habían registrado. Tres o cuatro horas después, le llevaron un libro, varias revistas, el ejemplar de un periódico matutino, papel y pluma. Berica les pidió que le quitaran la cadena; no servía de nada, pues era imposible que escapara.
Le tomaron una fotografía con el diario en la mano y la fecha a la vista, como prueba de que estaba viva. Y la obligaron a escribir un mensaje: "Paga y no le digas nada a nadie, o se desquitarán conmigo. Paga lo que te pidan". Pero agregó algo por iniciativa propia: "¡Por favor, compréndeme!"
Luego, se quedó sola. En su celda no se oía sino su respiración, y nada se movía aparte de su cuerpo.
Lo primero que hizo fue iniciar un calendario. Luego estableció un programa de actividades diarias. Después de cepillarse los dientes, se sentó en la cama con las piernas cruzadas e hizo ejercicios de respiración profunda; luego continuó con sentadillas y lagartijas. Tenía que conservarse fuerte.
El material de lectura consistía en un ejemplar de la revista semanal Panorama, una almibarada novela de bolsillo y una revista de historietas. Según el reloj biológico de Berica, fueron unas cuatro horas el tiempo que dedicó a leer, hasta que ya no pudo concentrarse. Entonces se bañó con el agua de un cubo. Como muda, le habían dado unas prendas rojas para hacer ejercicio. Después del baño, no le quedaba nada que hacer, excepto esperar.
¡Por fin! Pasos en el concreto. Un ruido en la puerta: la bandeja del desayuno fue remplazada por otra, con la comida. "¡Espere!", gritó la joven. "No se vaya. Déjeme tocar su mano, por favor". La mano se detuvo en la abertura. Ella la tomó entre las suyas y le acercó la cara para que la tocara. La mano se retiró. Berica volvió a quedar sola.
Se tendió en la cama y se estiró. ¡Oh, Dios mío!, pensó. ¿Cuánto tiempo más podré resistir, si cada segundo dura una eternidad? Le asomaron lágrimas a los ojos; al principio lloró silenciosamente, pero luego se desahogó con sonoros sollozos.
El mensaje y la fotografía llegaron el miércoles a manos de Dino Marchiorello. Al leer la nota, el hombre palideció, pero se hizo cargo inmediatamente de lo que Berica quería decirle en realidad. La palabra "compréndeme" significaba "¡No pagues!" Padre e hija se habían puesto de acuerdo muchas veces sobre lo que harían si algún miembro de la familia llegaba a ser víctima de un secuestro. En 1982, estos crímenes ocurrían en Italia una vez por semana, en promedio. Algunas de las víctimas, como el industrial Livio Bernardi, nunca regresaron. Se pagaron rescates que ascendían a miles de millones de liras. Por eso, Dino Marchiorello y su hija acordaron que jamás pagarían, pasara lo que pasara. Mientras se pagaran los rescates, los secuestros continuarían... y aumentarían.
Una oleada de ternura y orgullo ante la fortaleza, inteligencia y valor de su hija embargó a Dino. Los dos eran iguales. Los secuestradores no sólo se quedarían sin una lira... ¡Él y Berica los verían en la cárcel!
El hombre sabía lo que tenía que hacer: negociar, prometer, demorar, ganar tiempo. Con cada hora que trascurriera, aumentarían las probabilidades de que los criminales dieran un paso en falso.
Un ruido en la puerta: ¡el desayuno! Berica se esforzó por volver a dormirse. El sueño era lo más precioso que tenía; era la libertad.
Al cabo, ya no pudo aislarse de la realidad, y se sentó en la cama. Supuso que debía de ser más de mediodía. Encendió la luz: una bombilla sin pantalla, colgada del techo. Lentamente, estiró las manos para recoger la bandeja. Se llevó la taza de café a los labios con cuidado, con movimientos lentos. Cada uno de sus actos tenía que tardar lo más posible. El tiempo era el archienemigo al que debía combatir todos los días con renovado brío. También con movimientos lentos, encendió un cigarrillo y contempló el humo, que ascendía en volutas.
Dedicaba dos horas del día a pensar y soñar despierta. Varias veces sintió que estaba en contacto telepático con su padre. Ten calma. Sé valiente. Sé fuerte, le decía él. ¡Pronto te sacaremos de esto!
¡No cedas!, respondía Berica. No pagues. Si me matan, estas serán mis últimas palabras: ¡No pagues!
El día de Navidad, el carcelero le llevó pastel y chocolates. En la bandeja había una ramita de calicanto. El día de Año Nuevo hubo otro regalo: un rompecabezas en el que aparecía una pastorcita jugando con un cordero. Lo armó y desarmó tantas veces que perdió la cuenta.
Pasaron los días. Pasó un mes. Trascurrieron seis semanas. No se había vuelto loca... todavía. Pero, un día, oleadas de pánico empezaron a recorrerle la espina dorsal. Más te vale conservar la calma, se repetía, ansiosa. Le vinieron a la mente unas palabras que había leído: "La gente se pasa la vida caminando sobre una corteza delgadísima, que oculta un abismo terrorífico". Yo caí por un agujero de esa corteza, pensó. ¡Estoy en el abismo!
Pero por fin se dijo que era afortunada. Que debía de haber caído en una saliente, o algo así, porque ya había pasado la crisis. Sentada en la cama, empezó a cepillarse los dientes.
La segunda semana de febrero, los dos hombres de la media en la cabeza fueron a verla otra vez. Querían saber algo que sólo ella podía conocer: el apodo de su aya, para usarlo ante la familia como prueba de que aún vivía y de que ellos eran los verdaderos secuestradores.
―¿Cuánto tiempo van a tenerme aquí? —gritó Berica—. ¡Ya no puedo resistirlo más!
Ellos rieron:
―Te quedarás aquí para siempre... si tu padre no nos paga.
Después de que se marcharon, Berica volvió a caer presa del pánico. Ríos de sudor le corrían por la espalda. No podía controlar la respiración. Se arrastró hasta la rejilla de ventilación. ¡Los fardos de heno, afuera! Encendió un fósforo ... ¡Le pondré fin a todo! He llegado al limite. Ya no lo soporto.
Pero dejó caer el fósforo en el piso de su celda. Suicidarse equivaldría a ceder; algo que no podía permitirse. ¡Ella era la hija de Dino Marchiorello!
La espera estaba causando estragos también en la familia. La madre de Berica se hallaba tan nerviosa, que saltaba cada vez que sonaba el teléfono. A menudo lloraba sin motivo, y le temblaban las manos. Por la noche, ella y Dino se revolvían durante horas en la cama. Generalmente amanecía antes de que concillaran el sueño.
Entretanto, el cerco tendido pacientemente por los carabinieri y la policía estaba cerrándose en torno de los secuestradores de Berica. A mediados de febrero, la policía ya habla averiguado que se encontraban en el área de Padua, Treviso y Belluno, donde usaban teléfonos públicos para hacer sus peticiones de rescate. La policía intervino los teléfonos de 1500 casetas públicas en un radio de 200 kilómetros, y las mantuvo vigiladas.
Cierta noche, Berica soñó que su madre llegaba a liberarla. Oyó gritar a Angela: "¡Berica, Berica!" Al despertar, estaba convencida de que aquel sería el día en que la liberarían. Se vistió y se sentó en la cama a esperar que se abriera la puerta. Así trascurrió todo el día.
Berica no sabía a ciencia cierta en qué clase de Dios creía, pero, de todas maneras, procuraba rezar: ¡Por favor, si es posible, no me olvides! Tiempo después, recordó las antiguas palabras: Padre nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu nombre...
Un día, no le llevaron la comida. Tal vez algo había salido mal. Quizá la habían dejado ahí. No hubo ninguna explicación por parte de su carcelero, cuando se presentó al día siguiente. A raíz de eso, Berica empezó a reservar parte de sus raciones, todos los días, para tener algo con qué sobrevivir, si realmente llegaban a abandonarla.
A menudo intercambiaba unas cuantas palabras con el celador, cuando le llevaba la bandeja. Incluso le escribió algunas cartas, en las que le describía sus pensamientos y emociones.
―Ya no aguanto esto —le confió él, cierto día.
―No se preocupe. Pronto terminará todo—le respondió ella. ¡Qué ironía! ¡La prisionera consolando al guardián!
El 7 de marzo, un agente vestido de civil, en las afueras de Castelfranco Veneto, se fijó en dos hombres que estaban en una caseta telefónica. Como los vio encorvados al usar el aparato, sospechó algo turbio. Se metió por la fuerza en la caseta y arrestó al ex convicto Luigi Niero, de 47 años, y a su hermano, Lino, de 38. Los malhechores habían cubierto con papel el auricular para distorsionar sus voces. Después, en la jefatura de policía de Bassano del Grappa, tras un interrogatorio de varias horas, confesaron. Acababa de amanecer.
A las 2 de la tarde del 8 de marzo, 15 carabinieri rodearon una granja ubicada en Montebelluna. Entraron a la casa y arrestaron a Inés Casagrande; después capturaron a su esposo, Alessandro Adami, de 58 años, el carcelero de la mano enguantada.
Junto a la casa había un granero lleno de paja. Pronto, la policía encontró el pasillo que conducía a la celda de Berica.
Berica abrió los ojos. Ya era hora de que empezara su día de cautiverio número 78. ¡Por Dios, cómo extrañaba el Sol, su luz y su calor! Si alguna vez salía de ahí, esas bendiciones no volverían a pasar inadvertidas para ella.
"¡Berica, Berica!" Sin duda, tenía alucinaciones. Pero la voz seguía llamándola: "¡Berica, Berica!"
Quedó paralizada de terror. ¡La habían vendido a otra banda! ¡A una gavilla de hombres crueles y perversos que la torturarían y la matarían! Se encogió en la cama.
Había alguien al otro lado de la rejilla: un joven uniformado de oficial de carabinieri. Berica no podía dar crédito a sus ojos.
Los carabinieri derribaron la puerta. Fuertes brazos la estrecharon. Berica sintió las piernas como de gelatina cuando aquellos hombres la ayudaron a salir de su prisión a la luz del sol, que le dio de lleno en la cara. Aquella luz refulgía también en su interior, y la hacía reír, llorar y balbucir palabras incoherentes. Sabía que, a partir de aquel momento maravilloso, consideraría cada día algo precioso. Pero el momento de dicha suprema llegó cuando entró su padre en la oficina del inspector en jefe de la pequeña estación de policía de Castelfranco Veneto. Berica se dejó caer en los fuertes brazos, mientras él le decía lo que esperaba oír: "¡Te quiero mucho, mi cielo, y estoy muy orgulloso de ti!"
Más tarde, ya reunida con su madre en casa, las lágrimas de júbilo hicieron innecesarias las palabras. Toda la población acudió a saludarla. Hubo flores, risas y sonrisas. Berica se sentía en el paraíso, pero tan sólo había regresado a casa.
El 23 de noviembre de 1984, el Tribunal de Bassano del Grappa sentenció a Gianfranco Dalla Santa Casa, el "cerebro" del secuestro, a 21 años de prisión, por ese y por otro delito; a Alessandro Adami, a 17 años con tres meses; a Inés Casagrande, a 16 años con ocho meses; y a los dos hermanos Niero, a seis años cada uno. (Los hermanos Niero se beneficiaron con una ley que reduce las penas de criminales que colaboran con la policía.) El 24 de octubre de 1985, el Tribunal de Apelaciones de Venecia redujo ligeramente todas las condenas, menos la de Inés Casagrande. Una vez modificadas las condenas, el Tribunal de Casación declaró definitiva cada una de estas sentencias.