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abril 22, 2011
Lazos irrompibles. Carlos y su hijo Agustín hoy están más unidos que nunca.CONDENSADO DE MIAMI HERALD'S TROPIC (2I-VI-1998). © 1998 POR MIAMI HERALD, DE MIAMI, FLORIDA¿Podrían padre e hijo hacer realidad un sueño inalcanzable?
Por Meg LaughlinMientras conducía de regreso a casa, en Miami, Florida, Delia Carricaburu iba dando vistazos al informe del pediatra. Decía que su hijo Agustín, de un mes de nacido, tenía una anomalía cromosómica: trisomía del par 21, o sea, síndrome de Down.
Trataba de concentrarse en el camino para no pensar en lo que el pediatra le había dicho: que el niño probablemente no podría hablar bien ni aprendería a leer y escribir. Y aunque quizá podría comer y vestirse solo, no iba a ser capaz de trabajar ni de valerse.¿Cómo le daría la noticia a Carlos, su esposo? Era el segundo matrimonio de ambos, y Agustín, que nació el 22 de junio de 1988, el primer fruto de esa unión.Esa noche escribió en un papel: "Capullo precioso, guardián de mi secreto, tú y yo vamos a demostrarle al mundo que un simple cromosoma no nos vencerá".Jamás entendió del todo por qué decidió ocultarle a su esposo, criado en Argentina, la enfermedad de Agustín. De hecho, su necesidad de negar la realidad era tan fuerte, que se convenció de que el síndrome iba a desaparecer.Carlos intuyó que algo andaba mal cuando el niño cumplió 20 meses y aún no hablaba. Al recordar que en una ocasión Delia había hablado del pediatra y de los resultados de una prueba, le preguntó qué pasaba con su hijo y ella confesó que tenía síndrome de Down.—¡No me digas que es mongólico! —exclamó él.La actitud que adoptó fue también de negación. Evitaba hablar de la enfermedad de Agustín, pero era evidente que no pensaba en otra cosa. Una noche en que Delia estaba leyendo en voz alta, él la interrumpió y dijo:—De niño, yo también tuve un desarrollo lento.Su mayor temor era que las limitaciones de Agustín le impidieran entenderse con él y prodigarle su amor de padre.SIN BARRERAS
Faltaba poco para que Agustín cumpliera tres años y aún no pronunciaba más que unas cuantas palabras. Un día, durante una serie de pruebas en el Centro Mailman para el Desarrollo Infantil de la Universidad de Miami, le pidieron que recogiera unas monedas de una mesa a fin de evaluar sus habilidades motoras finas. Como no pudo cogerlas con sus deditos torpes y regordetes, las empujó hasta el borde de la mesa, las dejó caer en la otra mano y luego, con una sonrisa triunfal, las sostuvo en alto.
El examinador le mostró después el dibujo de un florero y, mientras señalaba una página con varias ilustraciones, le dijo:—Encuentra el otro florero.El niño caminó hasta otra mesa, tomó un florero que había en ella y lo puso junto al dibujo.Carlos, que lo observaba con creciente asombro, estaba eufórico.—¡Nuestro hijo es capaz de razonar! —le dijo a Delia.Otro evaluador le dijo a Carlos que la inteligencia de Agustín era superior a la de otros niños enfermos de síndrome de Down y que la dedicación de sus padres y maestros sería decisiva para su desarrollo.Ya no había barreras entre padre e hijo. Carlos podría forjar vínculos con Agustín y sabía cómo hacerlo.UN GRAN RETO
El padre de Carlos fue un hombre muy habilidoso. Cuando éste tenía diez años, entre los dos hicieron un carrito con madera y trozos de metal. Después construyeron un motor de lancha con piezas que fueron consiguiendo. Carlos heredó la pasión y destreza de su padre. En su adolescencia fabricó un coche, y más tarde llegó a ser mecánico. Se ganaba la vida decorosamente con las manos, tal como lo había hecho su padre y como, juraba, lo haría su hijo.
Para volver más hábil al niño con las manos y con la mente, se propuso ponerle retos cada vez más difíciles. Con el tiempo quizá construirían un motor de lancha o algo más grandioso. En efecto, antes de que el chico aprendiera a hilar dos palabras, ya sabía clavar tablas, quitar los pedales de la bicicleta de Delia con una llave inglesa y reparar los patines de su hermana.A los cinco años hablaba en inglés y en español. Según una prueba, su cociente intelectual era de poco más de 70 puntos, lo cual indicaba un retraso leve. No obstante, a los seis años ya sabía leer y escribir.Cuando cumplió siete, sus padres lo inscribieron en la clase para deficientes mentales educables de una escuela pública, y entonces notaron en él un retroceso. Agustín no conciliaba el sueño; pasaba grandes apuros en la clase de educación física; aseguraba que no distinguía el pizarrón, y se negaba a hacer la tarea. Un examen reveló que no tenía problemas de visión.—Está bien, sí veo —admitió—, pero me aburre copiar del pizarrón.Así las cosas, Carlos decidió apresurar sus enseñanzas. Como al niño le encantaban las enormes grúas que aparecían en los libros, al salir de la escuela recorrían la ciudad para ver y dibujar grúas. Después construyeron una utilizando tapas de frascos, ruedas de coches de juguete y piezas de armazones de metal.—Servirá para recoger mis juguetes —dijo Agustín.Posteriormente el niño vio en un libro una foto de un tractor de vapor de 1906. Era rojo, verde y amarillo, con pernos plateados, tubería de cobre y adornos de bronce. Lo que más le llamó la atención fue el sonriente granjero que lo conducía. Lleno de entusiasmo dijo:—Yo quiero ser el conductor. Carlos estaba consciente de que su hijo quizá nunca podría conducir, saber lo que es maniobrar una gran máquina. Sin embargo, pensó que la autoestima de Agustín se fortalecería si pudiera tener esa experiencia, aunque lograr eso sería una tarea costosa y casi irrealizable. Entonces le dijo a Delia que iba a trabajar menos horas para dedicarse a hacer un tractor junto con el niño.Al principio Delia reaccionó con reservas, ya que esto implicaría más trabajo para ella y menos dinero para la familia, pero cambió de opinión luego de leer un poema de Hannah Kahn, cuya hija también padece el síndrome de Down:Monta un caballo salvaje hacia el cielo, sujétate con fuerza de sus alas./Antes de morir, no importa lo que dejes de hacer, monta al menos una vez un caballo salvaje bajo el sol.HOMBRO CON HOMBRO
Padre e hijo empezaron a fabricar el tractor en noviembre de 1997. Carlos llevaba semanas tratando de resolver cómo adaptar el embrague, el volante y la transmisión. No iba a ser un tractor de vapor, ya que esto sería muy peligroso, sino que tendría un motor de cinco caballos de fuerza. Y lo harían a escala para que el niño pudiera conducirlo. Por lo demás, sería idéntico al original.
Todos los días se levantaban muy de mañana, tomaban sus cajas de herramientas y se iban al taller de Carlos, donde se afanaban con entusiasmo hasta que oscurecía.El mayor propósito de Carlos era que Agustín adquiriera el hábito de imaginar en qué podría convertir los objetos que veía. De un rodillo de prensa hicieron el cigüeñal; del rotor de una amasadora, los cubos de las ruedas, y de los colectores de grasa de una parrilla para asar, las cubiertas del motor y los guardafangos. Para hacer los ejes de las ruedas recortaron los de un coche destartalado. Usaron unas zapatas de freno viejas para el embrague, y varios tableros de mesa para el piso.Agustín apretaba tornillos, engrasaba, pintaba y buscaba piezas. Si hallaba un objeto entre la chatarra, le explicaba a Carlos cómo podrían convertirlo en algo útil. En dos ocasiones Delia lo encontró debajo de su auto, linterna en mano, atareado en determinar cómo estaba ensamblado el chasis.
Artífíces- Padre e hijo posan con orgullo junto al producto de varios meses de arduo trabajo.BAJO EL SOL
En mayo de 1998, tras seis meses de trabajo, los Carricaburu se dirigieron al taller de Carlos para estrenar el tractor. Agustín iba a ser el primero en conducirlo.
Carlos lo llevó del garaje al estacionamiento. Delia se quedó boquiabierta. Era casi del tamaño real y más bonito aún que el del libro.Los chicos del vecindario se acercaron cuando aquél encendió el motor. Agustín subió al tractor. Apoyó una mano en el volante y la otra en la ventanilla, tal como lo hacía su padre cuando conducía; luego movió una palanca y el vehículo avanzó traqueteando con la fuerza y la tenacidad de sus creadores.—¡Qué lindo! —exclamó Delia.—¡Lo logramos! —gritó Carlos.Agustín no lo oyó. Iba absorto en lo que muy pocas personas que sufren el síndrome de Down consiguen: tener el control de las cosas.—¡Escucha el silbato! —le dijo a su madre, rebosante de alegría.Entonces tiró de una cadena y se oyó un pitido, como el de un tren que se aleja luego de anunciar un viaje lleno de promesas.