EL CEMENTERIO MÁS COSMOPOLITA
Publicado en
noviembre 05, 2009
El Pere-Lachaise, aledaño a un bullicioso barrio parisiense, es un animado rincón de la ciudad, además de ser...
Por Richard Murphy.
UNOS VAN A ADMIRAR las estatuas, otros a recoger caracoles. El gran novelista Honoré de Balzac lo visitaba porque le interesaban los muertos ilustres, y permanecía allí porque le parecía uno de los parajes más animados de la ciudad. Incluso las escenas que observaba en él le inspiraron varias novelas. Lo que el autor de La comedia humana descubrió en los años de 1820 a 1829, los parisienses lo han avalado desde entonces: el cementerio del Pére-Lachaise es un lugar tanto para los vivos como para los muertos.
Los turistas acuden al Pére-Lachaise porque es el cementerio más grande y famoso de París, y el que tiene la más célebre población permanente. Pero lo que me impresionó al entrar en aquel enclave de verdor de 43 hectáreas es hasta qué punto la vida de las calles se prolonga rejas adentro. Vi un obrero, que empuñaba una caja de herramientas, atravesar en diagonal y a paso vivo el cementerio para acortar su camino hacia el trabajo. Delante de mí dos enamorados paseaban como en sueños, tomados de la mano; una mujer empujaba un cochecito de niño y tres oficinistas compartían su almuerzo de emparedados. Nada de esto debe interpretarse como falta de respeto por los difuntos. Lo que pasa es que el Pére-Lachaise está situado al norte del populoso distrito comercial de Belleville, y funciona como parque, lugar de citas de enamorados, galería de escultura al aire libre y paraíso de los obsesionados por la higiene, puesto que allí van a respirar el aire quizá más puro de París. Los amantes de la naturaleza saben que es un refugio intocable de las aves, y no es raro ver allí gourmets en busca de setas o de caracoles tras haber caído un aguacero.
Menos monumental que el Cimitero Monumentale de Milán, menos extenso que el gran Zentralfriedhof de Viena, menos exclusivista de lo que fue el cementerio de Highgate, de Londres, el Pére-Lachaise es más internacional que cualquiera de ellos. Quien quiera puede ser enterrado en su recinto, aunque, para quienes deseen reposar entre sus correligionarios, hay secciones musulmanas y judías. En este, el más cosmopolita de los cementerios, el visitante encontrará las tumbas de mariscales napoleónicos, corredores de autos, almirantes, banqueros y revolucionarios. También hallará una enciclopedia de nombres ilustres: Gertrude Stein, Marcel Proust, Sarah Bernhardt, Honoré de Balzac, Eugéne Delacroix y muchos más.
La mística que rodea a tales nombres aún ejerce gran poder. En 1973 un popular actor francés que quiso conservar el anonimato dirigió al director Jean Lenair una curiosa petición: deseaba pagar la restauración de la tumba del famoso pintor italiano Amedeo Modigliani, la cual, según había visto, estaba inclinada hacia un lado y hundiéndose en la tierra porosa. El solicitante añadió que, aunque no era pariente del pintor, admiraba su obra y le conmovían las tristes circunstancias de su muerte. En efecto: sumido en la miseria y convencido de haber fracasado, Modigliani murió de tuberculosis en París, en 1920; el día de su funeral, su joven amante, enloquecida de dolor, se arrojó desde una ventana y ambos fueron enterrados juntos.
La oferta del actor apareció en los diarios e inmediatamente empezaron a llover donativos en cantidad más que suficiente para hacer las reparaciones.
Semejante devoción para una tumba no es inusitada. Muchos llevan flores al sepulcro de Edith Piaf, la cantante cuya muerte en 1963 fue tan llorada que 40.000 admiradores siguieron su féretro por las calles de París hasta su tumba. Otros buscan el monumento funerario de la novelista Colette, quien al fallecer en 1954 fue objeto de exequias nacionales a expensas del Estado, el más alto honor póstumo que se confiere a un ciudadano francés y el único jamás otorgado a una escritora en Francia.
"Ser sepultado en el Pére-Lachaise", opinó Víctor Hugo, "es como tener muebles de caoba". Esto era verdad en la época del poeta, a mediados del siglo XIX, pero no cuando se abrió al público en 1804. La colina donde se instaló había pertenecido a los jesuitas, que la utilizaban como retiro campestre. El cementerio tomó su nombre del confesor jesuita del rey Luis XIV, el Pére (padre) Francois de la Chaise, renombrado erudito, político y mujeriego, de quien se decía que organizaba alegres fiestas en ese lugar. Tras la expulsión de los jesuitas de Francia, en 1763, la propiedad fue vendida para pagar deudas. Cuando Napoleón ordenó construir el cementerio, el arquitecto que hizo los planos lo convirtió en el más bello de la ciudad al conservar los tilos y los castaños, los senderos elípticos y los sinuosos macizos de flores que habían pertenecido a los magníficos jardines de los jesuitas.
Durante varios años enterraron allí casi exclusivamente a los pobres, en fosas comunes. Para darle publicidad el director extrajo de varias tumbas los restos (auténticos o supuestos) de Eloísa y Abelardo, Moliere y La Fontaine, y les dio sepultura con gran bombo. A partir de entonces el Pére-Lachaise se convirtió rápidamente en el cementerio de la crema de la sociedad, de los potentados y los famosos.
Como está situado en una colina, a tiro de cañón de la orilla derecha del Sena, el Pére-Lachaise fue un importante punto estratégico. En 1814 hubo a sus puertas un encuentro sangriento entre una compañía de cadetes y las tropas rusas invasoras, una semana antes de la caída de Napoleón. Pero la batalla más memorable que se riñó en el cementerio (la que le dio su carácter actual) fue la última y epopéyica lucha de la Comuna revolucionaria de París contra las fuerzas atacantes del gobierno, en la primavera de 1871. Hubo encarnizados combates durante varias horas entre las sepulturas, mientras los defensores se retiraban y oponían la última resistencia parapetados en el muro oriental del cementerio. Unos 700 defensores, entre hombres y mujeres, fueron muertos a tiros y arrojados en una fosa común. Al día siguiente las fuerzas gubernamentales pasaron por las armas a otros 147 hombres y mujeres ante el mismo paredón ensangrentado.
El muro oriental, llamado Le Mur des Fédérés, se ha convertido hoy en un santuario seglar. Cada primavera los comunistas franceses celebran ante él una ceremonia luctuosa en honor de los comuneros caídos. Después de la segunda guerra mundial compraron tierra adyacente y sepultaron allí a muchos héroes de la Resistencia francesa, así como a su más famoso líder de los tiempos modernos, Maurice Thorez.
El Pére-Lachaise dejó de ser un lugar reservado para los ricos burgueses. Ya tenían cabida en él figuras como Marguerite Saqui, la acróbata que andaba sobre un alambre tendido entre las torres de NotreDame, pero que murió plácidamente de vejez en la cama; o el extravagante poeta simbolista Gérard de Nerval, quien al salir una noche de su café favorito se colgó de un farol sin quitarse el sombrero de copa. También guarda los restos de la bailarina norteamericana del velo Loie Fuller, favorita de París en el decenio de 1890 a 1899, así como los despojos de la hija y el yerno de Carlos Marx.
Casi un millón de personas han sido sepultadas en el Pére-Lachaise desde que se inauguró, y el rescate de tumbas abandonadas permite revender unos 400 lotes cada año. En la actualidad hay unas 69.000 tumbas, muchas con los despojos de varias generaciones de una sola familia, además de 25.000 urnas cinerarias, algunas todavía vacías, en el columbario protegido por una columnata, levantada alrededor del horno crematorio.
Al recorrer el Pére-Lachaise, lo primero que me impresionó fue su variedad. La sección de los románticos es una zona de bajas colinas arboladas y lomas y cañadas que se extienden en todas direcciones. Las tumbas (algunas modestas, otras imponentes mausoleos que parecen réplicas de Versalles a escala) en su mayoría están construidas con una blanda piedra gris que anteriormente se extraía de las canteras próximas. Como la piedra se desgasta fácilmente con la lluvia, el Pére-Lachaise da la impresión de gran antigüedad, con sus monumentos erosionados y agrietados, a la sombra de tilos y acacias, y con raíces de enormes castaños que sobresalen entre las tumbas.
El paisaje de la parte posterior del cementerio, añadida en 1850, es menos variado, pero la arquitectura funeraria es igualmente heterogénea: pirámides, obeliscos, templos asirios, menhires, basílicas y construcciones híbridas de toda índole. Entre las esculturas más populares destacan la impresionante estatua ecuestre del general Gobert en el momento de cargar contra el enemigo, ejecutada por David d'Angers, la musa sobre la tumba de Chopin, obra de Jean-Baptiste Clesinger, y la exquisita esfinge alada en la tumba de Oscar Wilde, creación de Jacob Epstein.
Este reino de piedra está a cargo de un director, un gerente, doce oficinistas, 23 sepultureros y 38 guardias. Los guardias han sido testigos de extraños acontecimientos. Poco después del alba, hace unos cuantos veranos, uno de ellos encontró en un sendero un ataúd vacío, de tipo antiguo y rica manufactura. Poco más adelante, con la enmohecida reja violada, estaba la tumba de donde había salido. El ataúd era el de una joven duquesa española muerta en 1823, a los 20 años de edad. En una capilla cercana el atónito guardia encontró el cuerpo de la dama perfectamente conservado después de 150 años.
¿Ladrones de tumbas? Probablemente, declaró la policía, aunque tales casos son raros. El misterio parece indescifrable, y para algunos parisienses simplemente confirma que en su legendario cementerio ocurren fenómenos insólitos.
Pero más que un escenario de leyendas, el Pére-Lachaise es un cementerio impresionante, espejo de la historia. Es digna de mención, por ejemplo, la sencilla ceremonia celebrada en el Pére-Lachaise un domingo inclemente y nublado de hace 19 primaveras. Cinco mil franceses sobrevivientes de Buchenwald se congregaron, acompañados por sus familias, para inaugurar un monumento a las víctimas de aquel campo de concentración nazi. El discurso corrió por cuenta de un sacerdote que había sido prisionero allí, pero él se dirigió no tanto a los deportados como a sus familiares, especialmente a sus hijos, la nueva generación. Hacer hincapié en el presente, sin revolver en el pasado, cuadró perfectamente al Pére-Lachaise, silencioso testigo de la historia que celebra a los vivos igual que a los muertos ilustres.