SOBRE LOS PELIGROS DE LA POESIA AMATORIA
Publicado en
septiembre 26, 2010
A propósito de su último libro de poemas, El amor desenterrado, editado recientemente, el autor nos conduce por los peligrosos caminos que tiene la poesía amatoria de todos los tiempos, cuando las emociones no se acompañan del correspondiente talento.
Por Jorge Enrique AdoumAl poeta adolescente -tomando la historia de la humanidad como una ampliación de su propia biografía- le cuesta creer que la primera palpitación de la poesía, en la adolescencia de la especie humana, haya sido la epopeya. Deberá navegar mucho, o sea haber amado mucho o muchas veces -que viene a ser lo mismo, porque una de esas será la deveras-, para entender que, sin escritura o sin imprenta, los juglares y trovadores narraban el hecho colectivo, cantando ante todo al hombre y a las armas, como en el primer verso de "La Eneida", que hicieron posible eso que hasta hoy, sin que sepamos bien de qué se trata, seguimos llamando libertad. El poeta principiante -y todo gran poeta fue principiante un día- siente la necesidad de decir su amor a gritos, más que cualquier otro canto, como si fuera asunto de Estado, cuestión que interesa a los demás, sin darse cuenta todavía de qué se trata, salvo los casos de exhibicionismo en que suele caer el aficionado, de una conspiración secreta, generalmente entre dos personas.
Sucede que la poesía de amor, por ser la más fácil y espontánea, es precisamente la más difícil. Como una carta, tiene un destinatario conocido que, también enamorado y aunque exigente en otras cosas, se conforma con cualquier palabra del remitente (y en eso se parece también a la poesía política), incluso con la cursilería que uno escucha en el cine, detrás suyo, tartamudear entre dos besos. Pero la carta, a diferencia del arrumaco verbal, supone, forzosamente, la separación y la distancia: porque si bien sólo a un escritor se le ocurre, en lugar de salir al gozo de una mañana llena de sol, con muchachas y chiquillos, encerrarse en un cuarto oscuro a describir cómo es de esplendorosa esa mañana, el que deja a una mujer, particularmente si está dispuesta, y se aleja para escribir sobre ella no es poeta sino tonto. De modo que la poesía amorosa es siempre una lamentación: trata del amor olvidado, contrariado, ido, efímero o imposible por culpa de la ingrata o del destino que entonces son la misma cosa; o porque ella se ha ido para siempre, olvidando que el amor, como siempre, iba a ser para siempre. (De ahí que en nuestro país abunden, aunque mucho menos que en Chile, por ejemplo, los folletos cubiertos con una palabrería escrita, tras un primer desengaño amoroso, en renglones desiguales por autores que nada habían publicado antes ni volvieron a publicar después, lo que hace pensar, decía yo (Diners, abril de 1990), que al segundo desengaño nos ahorramos la lectura de una nueva producción cuando el abatido enamorado tiene la lucidez necesaria para comprender que la poesía, al igual que la amante, le ha sido también, inasible o esquiva).Por la separación y la distancia la poesía amorosa es elegíaca: rara vez canta, por lo menos en lengua española, la plenitud, el gozo, la totalidad del amor (Aragón decía "No hay amor feliz", tal vez para significar que no es duraderamente feliz) y canta, menos aún, la consumación del amor en la pareja, peor cuando se la supone definitiva: la excepción serían los Cien sonetos de amor de Neruda, aunque no son sonetos. El Cantar de los Cantares, en que cada uno de los amantes hace el elogio del otro, es la invitación y búsqueda recíproca, por calles y plazas, antes de la entrega. La Canción del esposo soldado, de Miguel Hernández, es una carta escrita desde el frente de guerra, por el poeta descuartizado entre su mujer y la muerte que lo espera, como una amante acostada en la trinchera. El Tú, de Gonzalo Escudero, es la celebración de un cuerpo que puede llevar en sí el amor -y aquí cabe, más que nunca, apropiarse de la imagen de Güiraldes-, "como la custodia lleva la hostia": por lo general, se ha cantado más al deseo que al amor, que rara vez son lo mismo.Puede haber, quizás, otra razón. El canto del amor realizado, que supone el triunfo de la seducción o de la conquista, entonado por el amante victorioso, parecería presunción y arrogancia o la detestable aplicación a la poesía del principio mercantilista de la propaganda. Y así volvemos a encontrarnos con el tono lastimero, con olor a fracaso, de la elegía.Por todo ello se me ocurre que la poesía de amor debería ser escrita como una carta pensando en que va a ser leída por alguien más que el destinatario: así el remitente no tendría por qué avergonzarse. Cabría, incluso, para evitar la arriesgada desmesura del sentimiento, escribirla cuando no se está enamorado y destinarla, como un objeto poético objetivo, a quien tampoco lo está en ese preciso instante o, mejor aún, a alguien que no recuerda cómo era amar o que no haya amado jamás: al fin y al cabo, todos hemos escrito sobre la muerte sin conocer el sótano donde fabrica sus gusanos el olvido.
Claro que en experimentos de este tipo, peligrosos como los que en su laboratorio realizan los científicos en la literatura gótica, yo exageré. Me fui a buscar los amores más imposibles que alguien pueda imaginar: una mujer del paleolítico y una heroína de la Independencia, amante del Libertador, por añadidura. Y sólo pude sentir ternura por esas pobres habitantes de un trópico triste como el páramo, abandonadas, mentidas, que van, como Juana la Loca, atadas al cadáver de lo que pareció, sin ser, amor y sin esperar otro naciente, y siguen vivas sólo por su "pereza de morirse" (después de publicados reparé en que esos textos debieron llamarse más bien "Antipostales del trópico con mujeres"). Y puse nada más que ternura en esa visión fugaz de la joven que creí que iba a matarse un domingo por la tarde. De todas ellas me separaba la edad: tenían ocho mil o ciento cincuenta años, o la edad y el espacio, como en el caso de la muchacha de la bicicleta, que se había ido de mí antes de que sus pies llegaran a los pedales, y en el de aquella del balcón al otro extremo de un patio y de la semiología* . Porque "siempre es demasiado tarde".De la paleoindia de la península no me atreví siquiera a tocar su hueso puro, por temor a que se deshiciera; de la quiteña vertiginosa sólo pude acariciar la almohada y la sábana en la cama de mi rival victorioso e invencible, olvidando voluntariamente que los museos y sitios históricos se conservan con lavandería, remodelaciones, cambios de ropas y embaucamiento. No es que las hubiera compartido: simplemente, no fui yo el afortunado y no me quedó otro recurso, en el colmo del desistimiento, que ser generoso a la fuerza: mirar de lejos su amor y escribir unos textos que exaltaran esa aventura siempre repetida y esperanzada y a las que se atrevieron "a cruzar las fronteras del amante".La idea, evidentemente, era hacer que cada uno sintiera el mismo amor, por ellas o por las que son como ellas: anónimas o envueltas en una neblina de heroísmo, desganadas en el desamor o apenas entrando en el laberinto del deseo. Y me busqué adentro, donde duelen, las palabras que no fueran alcahuetas sino hermanas, solidarias encargadas de la tarea de hacerlas sentir amadas. Aunque también para ellas sea demasiado tarde.* El autor alude a los textos de su último libro "El amor desenterrado y otros poemas" (Quito, Ed. El Conejo, 1993.) N. del E.