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    T 15 (20 min)


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    T 17 (45 min)

    ---------------------

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    Fade In Down


    Fade In Up


    Fade In Left


    Fade In Right


    Flash


    Flip


    Flip In X


    Flip In Y


    Heart Beat


    Jack In The box


    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


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    ÍNDICE
  • FAVORITOS
  • Instrumental
  • 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • Bolereando - Quincas Moreira - 3:04
  • Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • España - Mantovani - 3:22
  • Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • Nostalgia - Del - 3:26
  • One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • Osaka Rain - Albis - 1:48
  • Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • Travel The World - Del - 3:56
  • Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • Afternoon Stream - 30:12
  • Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • Evening Thunder - 30:01
  • Exotische Reise - 30:30
  • Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • Morning Rain - 30:11
  • Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • Showers (Thundestorm) - 3:00
  • Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • Vertraumter Bach - 30:29
  • Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • Concerning Hobbits - 2:55
  • Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • Acecho - 4:34
  • Alone With The Darkness - 5:06
  • Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • Awoke - 0:54
  • Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • Cinematic Horror Climax - 0:59
  • Creepy Halloween Night - 1:54
  • Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • Dark Mountain Haze - 1:44
  • Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • Darkest Hour - 4:00
  • Dead Home - 0:36
  • Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:28
  • Everything You Know Is Wrong - 0:46
  • Geisterstimmen - 1:39
  • Halloween Background Music - 1:01
  • Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • Halloween Spooky Trap - 1:05
  • Halloween Time - 0:57
  • Horrible - 1:36
  • Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • Intense Horror Music - Pixabay - 1:37
  • Long Thriller Theme - 8:00
  • Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:42
  • Mix Halloween-1 - 33:58
  • Mix Halloween-2 - 33:34
  • Mix Halloween-3 - 58:53
  • Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • Movie Theme - Insidious - 3:31
  • Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • Movie Theme - Sinister - 6:56
  • Movie Theme - The Omen - 2:35
  • Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • Música - 8 Bit Halloween Story - 2:03
  • Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - 3:08
  • Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - Amanda Flores Todas Las Voces - 3:09
  • Música - For Halloween Witches Brew - 1:07
  • Música - Halloween Surfing With Spooks - 1:16
  • Música - Spooky Halloween Sounds - 1:23
  • Música - This Is Halloween - 2:14
  • Música - This Is Halloween - Animatic Creepypasta Remake - 3:16
  • Música - This Is Halloween Cover By Oliver Palotai Simone Simons - 3:10
  • Música - This Is Halloween - From Tim Burton's The Nightmare Before Christmas - 3:13
  • Música - This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • Música - Trick Or Treat - 1:08
  • Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • Mysterios Horror Intro - 0:39
  • Mysterious Celesta - 1:04
  • Nightmare - 2:32
  • Old Cosmic Entity - 2:15
  • One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • Pandoras Music Box - 3:07
  • Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:58
  • Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • Scary Forest - 2:37
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    Fecha
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    Hora, Minutos y Segundos
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    VELOCIDAD-TIEMPO

    Tiempo Movimiento

    Tiempo entre Movimiento

    Rotar
    ROTAR-VELOCIDAD

      45     90  

      135     180  
    ROTAR-VELOCIDAD

    ▪ Parar

    ▪ Normal

    ▪ Restaurar Todo
    VARIOS
    Alarma 1
    ALARMA 1

    ACTIVADA
    SINCRONIZAR

    ▪ Si
    ▪ No


    Seleccionar Minutos

      1     2     3  

      4     5     6  

      7     8     9  

      0     X  




    REPETIR-APAGAR

    ▪ Repetir

    ▪ Apagar Sonido

    ▪ No Alarma


    REPETIR SONIDO
    1 vez

    ▪ 1 vez (s)

    ▪ 2 veces

    ▪ 3 veces

    ▪ 4 veces

    ▪ 5 veces

    ▪ Indefinido


    SONIDO

    Actual:
    1

    ▪ Ventana de Música

    ▪ 1-Alarma-01
    - 1

    ▪ 2-Alarma-02
    - 18

    ▪ 3-Alarma-03
    - 10

    ▪ 4-Alarma-04
    - 8

    ▪ 5-Alarma-05
    - 13

    ▪ 6-Alarma-06
    - 16

    ▪ 7-Alarma-08
    - 29

    ▪ 8-Alarma-Carro
    - 11

    ▪ 9-Alarma-Fuego-01
    - 15

    ▪ 10-Alarma-Fuego-02
    - 5

    ▪ 11-Alarma-Fuerte
    - 6

    ▪ 12-Alarma-Incansable
    - 30

    ▪ 13-Alarma-Mini Airplane
    - 36

    ▪ 14-Digital-01
    - 34

    ▪ 15-Digital-02
    - 4

    ▪ 16-Digital-03
    - 4

    ▪ 17-Digital-04
    - 1

    ▪ 18-Digital-05
    - 31

    ▪ 19-Digital-06
    - 1

    ▪ 20-Digital-07
    - 3

    ▪ 21-Gallo
    - 2

    ▪ 22-Melodia-01
    - 30

    ▪ 23-Melodia-02
    - 28

    ▪ 24-Melodia-Alerta
    - 14

    ▪ 25-Melodia-Bongo
    - 17

    ▪ 26-Melodia-Campanas Suaves
    - 20

    ▪ 27-Melodia-Elisa
    - 28

    ▪ 28-Melodia-Samsung-01
    - 10

    ▪ 29-Melodia-Samsung-02
    - 29

    ▪ 30-Melodia-Samsung-03
    - 5

    ▪ 31-Melodia-Sd_Alert_3
    - 4

    ▪ 32-Melodia-Vintage
    - 60

    ▪ 33-Melodia-Whistle
    - 15

    ▪ 34-Melodia-Xiaomi
    - 12

    ▪ 35-Voz Femenina
    - 4

    Alarma 2
    ALARMA 2

    ACTIVADA
    Avatar - Elegir
    AVATAR - ELEGIR

    Desactivado SM
    ▪ Abrir para Selección Múltiple

    ▪ Cerrar Selección Múltiple
    AVATAR 1-2-3

    Avatar 1

    Avatar 2

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    AVATAR 1-2-3

    Avatar1

    Avatar 2

    Avatar 3
    AVATAR 4-5-6-7

    Avatar 4

    Avatar 5

    Avatar 6

    Avatar 7
    TAMAÑO

    Avatar 1(
    10%
    )


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    10%
    )


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    )


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    10%
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    10%
    )


    Avatar 7(
    10%
    )

      20     40  

      60     80  

    100
    Más - Menos

    10-Normal
    ▪ Quitar
    Colores - Posición Paleta
    Elegir Color o Colores
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    Sepia
    (1 - 100)
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    Fondo - Opacidad
    Generalizar
    GENERALIZAR

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    DESACTIVAR

    ▪ Animar Reloj
    ▪ Avatares y Cambio Automático
    ▪ Bordes Color, Cambio automático y Sombra
    ▪ Filtros
    ▪ Filtros, Cambio automático
    ▪ Fonco 1 - Color y Cambio automático
    ▪ Fondo 2 - Color y Cambio automático
    ▪ Fondos Texto Color y Cambio automático
    ▪ Imágenes para Efectos y Cambio automático
    ▪ Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    ▪ Ocultar Reloj
    ▪ Ocultar Reloj - 2
    ▪ Reloj y Avatares 1-2-3 Movimiento Automático
    ▪ Rotar-Voltear-Rotación Automático
    ▪ Tamaño
    ▪ Texto - Color y Cambio automático
    ▪ Tiempo entre efectos
    ▪ Tipo de Letra y Cambio automático
    Imágenes para efectos
    Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    M-V-A-R IMAGEN DEL SLIDE

    VOLTEAR-ESPEJO

    ▪ Voltear

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    SUPERIOR-INFERIOR

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    ▪ Centrar

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    Abajo - Arriba
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    Normal
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    PROGRAMACIÓN

    Programar Reloj
    PROGRAMAR RELOJ

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

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    ▪ Guardar
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
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    Programar Estilo
    PROGRAMAR ESTILO

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    ▪ Activar

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    H= M= E=
    -------
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    Programar RELOJES
    PROGRAMAR RELOJES


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    Relojes a cambiar

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    19 20

    T X


    Programar ESTILOS
    PROGRAMAR ESTILOS


    DESACTIVADO
    ▪ Activar

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    Cambiar cada

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    ESTILOS #

    A B C D

    E F G H

    I J K L

    M N O P

    Q R S T

    U TODO X


    Programar lo Programado
    PROGRAMAR LO PROGRAMADO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar
    Programación 1

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
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    Programación 2

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

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    Programación 3

    Reloj:
    h m

    Estilo:
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    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

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    ▪6
    Borrar Programación
    HORAS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

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    MINUTOS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X


    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
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    EL OJO DEL GOLEM (Jonathan Stroud)

    Publicado en agosto 01, 2010
    Saga de Bartimeo, 2
    2004, Golem's Eye
    Traducción: Laura Martín de Dios


    Prólogo
    Praga, 1868
    Al anochecer comenzaron a encenderse las hogueras del enemigo, una tras otra, en mayor número que cualquier noche anterior. A lo lejos, en la penumbra de la planicie, las luces lanzaban destellos como si se tratase de relucientes piedras preciosas, tan numerosas que daba la impresión de que una ciudad encantada había brotado de la tierra. Por el contrario, dentro de las murallas las casas tenían los postigos cerrados y las luces apagadas. Se había producido un extraño cambio de papeles: Praga estaba a oscuras y en silencio, mientras que los alrededores eran un hervidero de vida.
    Poco después, el viento del oeste comenzó a amainar. Había estado aullando con fuerza durante horas, trayendo noticias del avance del enemigo: el traqueteo de las máquinas de asedio, el llamamiento a las tropas y a los animales, los suspiros de los espíritus cautivos, las fragancias de los conjuros... En aquellos momentos, a una velocidad sobrenatural, el mundo había enmudecido y el aire se había sumido en el silencio.
    Yo flotaba muy por encima del monasterio de Strahov, dentro de los magníficos muros ­que había construido trescientos años atrás­de la ciudad. Mis alas de piel curtida se batían con movimientos enérgicos y lentos. Oteé el horizonte repasando los siete planos y lo que vi no contribuyó a alegrarme la vista. [Los siete planos: los siete planos accesibles se superponen unos a otros y cada uno revela determinados aspectos de la realidad. El primero incluye las cosas materiales ordinarias (árboles, edificios, humanos, animales, etc.) visibles para todos, mientras que en los otros seis espíritus de diferentes tipos se ocupan tranquilamente de sus cosas. Los seres superiores (como yo) utilizan su visión interna para contemplar los siete planos a la vez, pero las criaturas más simples han de contentarse con muchos menos. Los humanos son unas criaturas increíblemente simples. Los hechiceros utilizan lentillas para ver el segundo y el tercer plano, pero la mayoría de la gente sólo ve el primero, de modo que no perciben ningún tipo de actividad mágica. Por ejemplo, probablemente haya algo invisible y con numerosos tentáculos suspendido en el aire a tus espaldas AHORA MISMO].
    El grueso del ejército británico se envolvía en conjuros y las emanaciones enérgicas ya batían contra la base de la Colina del Castillo. Las auras de un vasto contingente de espíritus despuntaban ligeramente en la penumbra. Un número cada vez mayor de fugaces temblores en los planos indicaba la llegada de nuevos batallones sin cesar. Varias milicias de soldados humanos avanzaban por el oscuro terreno con un claro objetivo. En medio se levantaba un conjunto de enormes tiendas blancas, abombadas como huevos de rocho, envueltas y protegidas por una tupida telaraña de escudos y conjuros varios [Sin duda era allí donde se escondían los hechiceros británicos, a una distancia prudencial de la acción. Mis amos checos eran iguales. En tiempos de guerra, los hechiceros siempre optan por reservarse los trabajos más peligrosos, tareas como defender sin temor ingentes cantidades de comida y bebida unos cuantos kilómetros más atrás de la línea de fuego].
    Alcé la vista hacia el cielo encapotado. Por el oeste se avecinaba una tormentosa y oscura amalgama de nubes salpicadas de hebras amarillentas. A gran altura y apenas visibles bajo la luz mortecina, divisé seis puntos tenues dando vueltas a bastante distancia del alcance de una detonación. Avanzaban con paso seguro para inspeccionar por última vez las murallas y comprobar la resistencia de nuestras defensas.
    Por cierto... yo debía estar haciendo lo mismo.
    En la Puerta de Strahov, el puesto de avanzada más alejado y vulnerable de las murallas, se había levantado y reforzado la torre. Las viejas puertas estaban selladas con maleficios triples y profusión de mecanismos con resorte, y las amenazadoras almenas en la cima de la torre estaban atestadas de centinelas vigilantes.
    Al menos aquélla era la idea.
    Volé hacia la torre con mi cabeza de halcón y mis alas de piel curtida, oculto tras un manto de humo. En silencio, posé las garras desnudas en un saliente de piedra y esperé a que me dieran el «¡Alto!» seco y rápido que demostrara categóricamente el estricto estado de alerta.
    No ocurrió nada. Renuncié a mi camuflaje y esperé a que me presentaran alguna prueba tardía y aceptable de vigilancia. Tosí aparatosamente. Nada, no hubo suerte.
    Un escudo brillante protegía parte de las almenas tras las que se agazapaban cinco centinelas. [Todos los centinelas eran genios menores, apenas superiores a un trasgo normal y corriente. Corrían tiempos muy malos en Praga; los hechiceros andaban escasos de esclavos y el control de calidad no era todo lo bueno que cabría esperar. La apariencia que habían elegido mis centinelas lo demostraba. En vez de tener un aspecto aterrador y belicoso, se plantaron ante mí dos murciélagos furtivos, una comadreja, un lagarto de ojos saltones y una ranita de aspecto lamentable]. El escudo era muy estrecho, pensado para un soldado humano o para tres genios a lo sumo, así que se apreciaba cierta tensión en el ambiente.
    ­­¿Vas a dejar de empujar?
    ­­¡Ay! ¡Cuidado con esas garras, imbécil!
    ­­Tira un poco más para allá. Mi trasero está al descubierto y podrían verlo.
    ­­Pues mira, igual eso nos ayudaría a ganar la batalla.
    ­­¿Quieres controlar esa ala? Casi me sacas un ojo.
    ­­Entonces hazte más pequeño. ¿Qué te parece un gusano nematodo?
    ­­Si vuelves a darme un codazo...
    ­­No es culpa mía, es ese Bartimeo el que nos ha metido en esto. Es tan pedan...
    En resumen, una penosa demostración de indisciplina e incompetencia de la que me niego a dejar constancia. El guerrero con cabeza de halcón plegó las alas, dio un paso al frente y llamó la atención de los centinelas haciendo entrechocar sus cabezas con fuerza. [Cinco cabezas entrechocando en rápida sucesión, como uno de esos extraños juguetes para ejecutivos]
    ­­¿Se puede saber qué tipo de guardia es ésta? ­les espeté. No estaba de humor para andarme con tonterías; seis meses de servicio continuado habían dejado mi esencia hecha unos zorros­. Escondiéndose detrás de un escudo, discutiendo como verduleras... Os ordené que montarais guardia.
    En medio del patético balbuceo, arrastrar de pies y miradas bajas que siguieron a continuación, la rana levantó la mano.
    ­­Con permiso, señor Bartimeo, señor ­dijo­, ¿de qué sirve estar vigilando? Los ingleses nos rodean por todas partes, por cielo y tierra. Además, hemos oído que ahí abajo cuentan con una cohorte de efrits. ¿Es eso cierto?
    Apunté con mi pico hacia el horizonte, con los ojos entornados.
    ­­Tal vez.
    La rana dejó escapar un lamento.
    ­­Pero nosotros no tenemos ni uno, ¿verdad? Al menos desde que Febo se dejó sobornar. Además, según hemos oído, allá abajo también hay marids, y más de uno. Y encima el líder tiene ese bastón... que es tan poderoso... Dicen que arrasó París y Colonia de camino hacia aquí. ¿Es eso cierto?
    La brisa removió suavemente las plumas de mi penacho.
    ­­Tal vez.
    La rana soltó un grito.
    ­­¡Pero eso es espantoso...! Ya no nos queda ninguna esperanza. No han dejado de realizar invocaciones durante toda la tarde y eso sólo puede significar una cosa: ¡que van a atacar esta noche! Mañana estaremos todos muertos.
    En fin, aquel tipo de monsergas [o sea, ajustadas a los hechos] no iban a hacerle ningún bien a nuestra moral, así que posé una mano sobre su hombro verrugoso.
    ­­Escucha, hijo... ¿Cómo te llamas?
    ­­Nubbin, señor.
    ­­Nubbin. Bien, no creas todo lo que te cuentan, Nubbin. El ejército británico es poderoso, cierto. De hecho, pocas veces he visto uno igual. Pongamos que lo es. Pongamos que cuenta con marids, con legiones enteras de efrits y con horlas a granel. Pongamos que cargan contra nosotros esta noche, justamente por aquí, por la Puerta de Strahov. Bien, pues que vengan. Sabemos trucos para mandarlos a freír espárragos.
    ­­¿Como cuáles, señor?
    ­­Trucos que borrarán del mapa a esos efrits y a esos marids. Trucos que todos hemos aprendido en el fragor de incontables batallas. Trucos que responden a una dulce palabra: «supervivencia».
    Los bulbosos ojos de la rana parpadearon atónitos.
    ­­Es mi primera batalla, señor.
    Hice un gesto de impaciencia.
    ­­Si eso falla, los genios del emperador dicen que sus hechiceros están trabajando en no sé qué, en una última línea de defensa. Seguro que se trata de un plan descabellado. ­Le di unos golpecitos en el hombro, de hombre a hombre­. ¿Te sientes mejor ahora, hijo?
    ­­No, señor. Me siento peor.
    En fin, las charlas para infundir ánimo nunca han sido mi fuerte.
    ­­Está bien ­gruñí­. Yo que tú huiría y desertaría cuanto antes. Con suerte, tus amos caerán muertos antes que tú. Personalmente, cuento con ello.
    Espero que estas palabras de ánimo les sirvieran de algo, porque justo entonces comenzó el ataque. A lo lejos se apreció una reverberación en los siete planos que todos sentimos, una sola nota que se transformó en una orden imperiosa. Me di media vuelta para escudriñar la oscuridad y, una tras otra, las cabezas de los cinco centinelas asomaron por encima de las almenas.
    En la planicie, el imponente ejército se puso en marcha.
    A la cabeza, dejándose llevar por las corrientes ascendentes de un repentino vendaval, iban los genios, con armadura roja y blanca, armados con ligeras picas con puntas de plata. Sus alas zumbaban y sus gritos hicieron tambalear la torre. Por tierra, a pie, avanzaba una muchedumbre fantasmagórica. Los horlas, con sus tridentes tallados en hueso, asaltaron las chozas y las casas extramuros en busca de sus presas [No encontraron a nadie, tal como momentos después reveló su aullido contrariado, ya que los barrios de las afueras estaban desiertos. Casi al mismo tiempo que el ejército británico cruzaba el Canal de la Mancha, las autoridades checas habían comenzado a prepararse para el inevitable ataque contra Praga. La primera medida de precaución fue trasladar a la población de la ciudad al interior de las murallas, que, dicho sea de paso, eran las más formidables de Europa en aquellos tiempos, un prodigio de la ingeniería. ¿He mencionado ya que tuve parte en la construcción?]. A su lado revoloteaban unas sombras vagas: ghuls y los espectros de sus dobles, fantasmas gélidos y desgraciados, insustanciales en cualquier plano. En ese momento, acompañados de un ensordecedor rumor y entrechocar de mandíbulas, un millar de diablillos y trasgos se alzaron de la tierra como una tormenta de arena o un monstruoso enjambre de abejas. Todos ellos, junto a otros muchos, avanzaban a la carrera hacia la Puerta de Strahov.
    La rana me dio unos golpecitos en el codo.
    ­­Menos mal que ha venido a hablar con nosotros, señor ­dijo­. Gracias a usted, ahora me siento mucho más tranquila.
    Apenas la escuché. Trataba de divisar más allá de las temibles huestes una pequeña elevación próxima a las tiendas blancas protegidas bajo la cúpula, en la que había un hombre con una vara o un bastón. Estaba demasiado lejos para poder apreciarlo en detalle, aunque, de todas formas, percibía su poder. Su aura iluminaba la colina que se extendía a sus pies. De repente, varios rayos atravesaron la vorágine de nubes y se concentraron en la empuñadura del bastón alzado. La colina, las tiendas y los soldados expectantes quedaron momentáneamente iluminados, como si fuera de día. La luz desapareció: el bastón había absorbido su energía. Los truenos retumbaron sobre la ciudad sitiada.
    ­­Así que ése es el famoso Gladstone ­murmuré.
    Los genios se acercaban a las murallas después de haber superado el páramo y las ruinas de los edificios que acababan de arrasar. Justo en ese momento se accionó un maleficio enterrado: unas llamas de un verde azulado brotaron del suelo e incineraron a los cabecillas en el aire. Sin embargo, el fuego se extinguió y los demás venían detrás.
    Aquélla fue la señal para que los defensores entraran en acción: un centenar de diablillos y trasgos se alzaron de las murallas profiriendo pequeños gritos y lanzando detonaciones a la horda voladora. Los invasores respondieron con la misma moneda. Avernos y efusiones se encontraron y entremezclaron en la penumbra. Las sombras serpentearon y se enroscaron recortadas contra las llamaradas. Más allá, los alrededores de Praga estaban en llamas. Los primeros horlas cargaron en tropel a nuestros pies tratando de romper los resistentes conjuros de encadenamiento que había utilizado para asegurar los cimientos de las murallas.
    Desplegué las alas, preparado para entrar en la refriega. A mi lado, la rana hinchó su gállete y croó desafiante. En ese momento, a lo lejos, en la colina, una ensortijada descarga de energía salió disparada del bastón del hechicero; dibujó un arco en el cielo e impactó contra la torre de la Puerta de Strahov, justo al pie de las almenas. Nuestro escudo se desgarró como si fuera de papel de tisú. El mortero y la piedra quedaron hechos añicos y el tejado de la torre cedió. Salí despedido dando volteretas en el aire... y casi me golpeé contra el suelo. Colisioné con fuerza contra un carro cargado de balas de paja que había sido arrastrado al interior antes de que comenzara el sitio. Sobre mi cabeza ardía la estructura de madera de la torre. No vi a los centinelas. Diablillos y genios se apelotonaban en lo alto, intercambiando descargas mágicas. Los cuerpos que caían del cielo incendiaban los tejados, y las mujeres y los niños salían despavoridos de las casas. La Puerta de Strahov se estremecía bajo los mandobles de los tridentes de los horlas. No aguantaría mucho tiempo.
    Los defensores necesitaban mi ayuda, de modo que me desatranqué del carro de paja con mi premura habitual.
    ­­Bartimeo ­dijo una voz­, cuando acabes de sacarte la última pajita del taparrabos, te esperan en el castillo.
    El guerrero de cabeza de halcón levantó la vista.
    ­­Vaya... Hola, Queezle.
    Una elegante leoparda descansaba en medio de la calle y me contemplaba con ojos de color verde lima. Se levantó con despreocupación, dio unos pasos a un lado y volvió a sentarse. Un goterón de brea incandescente se estrelló contra los adoquines sobre los que había estado sentada y dejó un cráter humeante.
    ­­Os veo ocupadillos ­comentó la leoparda.
    ­­Sí, por aquí ya estamos listos.
    Bajé del carro de un salto.
    ­­Parece que se están rompiendo los conjuros de encadenamiento de las murallas ­observó la leoparda, echando un vistazo a la puerta sacudida­. Ahí tienes una chapuza digna de un ser humano. Me pregunto qué genio será el responsable.
    ­­Ni idea ­contesté­. Esto, bueno... ¿Llama el amo?
    La leoparda asintió con la cabeza.
    ­­Será mejor que te des prisa o nos aplicará los punzones. Vamos a pie, el cielo está demasiado concurrido.
    ­­Tú primera.
    Cambié de apariencia y me transformé en una pantera, negra como el tizón. Subimos los estrechos callejones a la carrera hacia la plaza Hradcany. Las calles que tomamos estaban desiertas, evitamos los lugares en que la gente se aglomeraba como ganado, presa del pánico.
    Cada vez más edificios eran pasto de las llamas; las tejas caían y los tabiques se desmoronaban mientras pequeños diablillos danzaban por los tejados agitando brasas en las manos.
    En el castillo, los servidores imperiales se amontonaban en la plaza cargando en los carros los muebles que podían a la luz de linternas parpadeantes. A su lado, los mozos de cuadra hacían todo lo posible para amarrar los caballos a los puntales. Ráfagas de luces de colores surcaban el cielo sobre la ciudad, y de más allá, de Strahov y del monasterio, llegaba el sordo retumbar de las explosiones. Nos deslizamos a través de la entrada principal sin encontrar oposición alguna.
    ­­El emperador se larga, ¿verdad? ­pregunté entre jadeos.
    Nos cruzamos con unos diablillos frenéticos que trataban de mantener en equilibrio sobre la cabeza unos fardos de tela.
    ­­Le preocupan más sus amados pájaros ­contestó Queezle­. Quiere que nuestros efrits los pongan a salvo por vía aérea.
    Me lanzó una rápida mirada de ojos verdes, en parte risueña y en parte compungida.
    ­­Pero si todos los efrits han muerto...
    ­­Exacto. Bueno, ya casi estamos.
    Habíamos llegado al ala norte del castillo, al cuartel general de los hechiceros. Las piedras rezumaban magia por los cuatro costados. La leoparda y la pantera recorrieron un largo tramo de escaleras, siguieron por una galería que daba al Foso del Ciervo y atravesaron el arco que conducía al Taller inferior. Se trataba de una sala amplia y circular que ocupaba casi toda la planta de la Torre Blanca. Al cabo de los siglos, me habían invocado en aquel lugar en multitud de ocasiones; sin embargo, la parafernalia mágica habitual ­los libros, los incensarios, los candelabros­había sido apartada a un lado para hacer sitio a una hilera de diez sillas y mesas. En cada una de las mesas había una bola de cristal titilante y en cada silla, un hechicero encorvado que observaba con detenimiento su bola. En la sala reinaba un silencio absoluto.
    Nuestro amo estaba junto a la ventana, escudriñando el oscuro firmamento a través de un telescopio [El telescopio contenía a un diablillo cuya mirada permitía a los humanos ver de noche. Estos cacharros son útiles, aunque a veces los diablillos caprichosos distorsionan la visión o añaden elementos de su propia cosecha: raudales de polvo dorado, visiones extrañas e irreales o imágenes fantasmagóricas del pasado del usuario]. Se percató de nuestra presencia, y nos hizo un gesto para que, en silencio, pasáramos a una sala anexa. El cabello gris se le había tornado blanco debido a la tensión de las últimas semanas, la nariz aguileña se perfilaba visiblemente y le daba un aspecto enfermizo, y tenía los ojos tan rojos como los de un diablillo. Se rascó la nuca. [Los amos son como las espinillas: unos son peores que otros, pero ni los mejores te hacen gracia. Éste
    era el duodécimo hechicero checo al que servía. No era demasiado cruel, pero sí un poco agrio, como si por sus venas corriera zumo de limón. También tenía labios finos, era pedante y estaba obsesionado con su deber hacia el imperio]
    ­­No hace falta que digáis nada ­avisó­, ya lo sé. ¿Cuánto tiempo nos queda?
    La pantera dio un coletazo.
    ­­Yo diría que a lo sumo una hora.
    Queezle echó un vistazo a la sala principal, en la que los silenciosos hechiceros trabajaban sin descanso.
    ­­Veo que estáis sacando a los golems ­observó.
    El hechicero asintió con un seco cabeceo.
    ­­Causarán grandes bajas entre el enemigo.
    ­­No será suficiente ­objeté­. Ni siquiera con diez de ellos. ¿Ha visto el tamaño del ejército de ahí fuera?
    ­­Bartimeo, tu opinión es poco meditada, como siempre, y además no te la he pedido. Se trata únicamente de una distracción estratégica. Tenemos planeado sacar a Su Alteza de aquí por la escalera oriental hasta el río, donde espera una barca. Los golems rodearán el castillo y cubrirán nuestra retirada.
    Queezle no apartaba la mirada de los hechiceros encorvados sobre las bolas de cristal, dando instrucciones continuas en voz baja. Las imágenes parpadeantes del interior de las bolas les mostraban lo que veía cada uno de sus golems.
    ­­Los británicos no perderán el tiempo con los monstruos ­le advirtió Queezle­. Buscarán a estos operarios y los matarán.
    Mi amo esbozó una amplia sonrisa.
    ­­Para entonces el emperador ya no estará aquí y, por cierto, éste es mi nuevo cometido para vosotros: custodiar a Su Alteza durante la retirada. ¿Comprendido?
    Alcé una garra y el hechicero dejó escapar un hondo suspiro.
    ­­¿Sí, Bartimeo?
    ­­Bueno, señor ­dije­, si se me permite hacer una sugerencia... Praga está sitiada. Si tratamos de escapar de la ciudad con el emperador, todos moriremos de la manera más espeluznante, de modo que ¿por qué no nos olvidamos del viejo chocho y huimos? En la calle Karlova hay una pequeña tasca de cerveza con un pozo seco no demasiado profundo. La entrada es un poco pequeña, pero...
    Frunció el ceño.
    ­­¿Esperas que me esconda ahí?
    ­­Bueno, estaremos un poco apretados, pero creo que podríamos embucharlo. Puede que su panza nos dé algunos problemas, pero no hay nada que un buen empujón no pueda arreglar... ¡Ay!
    Mi pelo chisporroteó y me detuve en seco en medio de la frase. Como de costumbre, los punzones al rojo vivo me hicieron perder el hilo.
    ­­¡A diferencia de ti ­me espetó el hechicero­, yo sí sé lo que quiere decir la lealtad! No hace falta que me obliguen a actuar de modo honroso con mi amo. Repito: respondéis de su vida con la vuestra. ¿Comprendido?
    Asentimos de mala gana y, en ese momento, el suelo se estremeció a causa de una explosión cercana.
    ­­Entonces, seguidme, rápido ­ordenó­. No nos queda mucho tiempo.
    Volvimos a subir la escalera y atravesamos los pasillos resonantes del castillo. Los fogonazos iluminaban las ventanas. El eco devolvía gritos aterradores de todas partes. Mi amo corría ayudado de sus larguiruchas piernas, resollando a cada paso, mientras Queezle y yo trotábamos a su lado.
    Por fin salimos a la terraza en la que el emperador había cuidado de su pajarera durante años. Era un enorme trasto de bronce de formas delicadas y enrevesadas, con cúpulas, minaretes, comederos y puertas para que el emperador pudiera pasear entre ellos. El interior estaba lleno de árboles y arbustos en macetas, y una considerable variedad de loros cuyos ancestros habían sido llevados a Praga desde parajes remotos. El emperador estaba loco por aquellos pájaros. En los últimos tiempos, mientras el poder de Londres aumentaba y el imperio se le escapaba de las manos, se había aficionado a sentarse largo tiempo dentro de la pajarera para comunicarse con sus amigos. En esos momentos, con el firmamento nocturno desgarrado por la confrontación mágica, el pánico se había adueñado de las aves, que revoloteaban histéricas por la pajarera y graznaban hasta desgañitarse. El estado del emperador, un caballero bajito y rechoncho, ataviado con bombachos de satén y una camisa blanca hecha un guiñapo, no era mucho mejor. Discutía con los cuidadores de los pájaros y hacía caso omiso de los consejeros que se apiñaban a su alrededor.
    El jefe de gobierno, Meyrink, demacrado y con mirada entristecida, le tiraba de la manga.
    ­­Su Alteza, por favor, los británicos están tomando la Colina del Castillo. Tenemos que ponerlo a salvo...
    ­­¡No voy a dejar mi pajarera! ¿Dónde están mis hechiceros? ¡Convócalos de inmediato!
    ­­Señor, están concentrados en la batalla...
    ­­¿Y mis efrits, entonces? Mi leal Febo...
    ­­Señor, como ya le he informado en varias ocasiones...
    Mi amo se abrió paso a codazos.
    ­­Señor, le presento a Queezle y a Bartimeo, que primero nos asistirán en nuestra partida y luego pondrán a salvo sus maravillosos
    pájaros.
    ­­¿Dos felinos, hombre de Dios? ¿Dos felinos?
    El emperador frunció los labios hasta que se le pusieron blancos [Un gesto bastante felino en sí mismo, no sé si me entendéis]. Queezle y yo entornamos los ojos. Ella se transformó en una chica de belleza sin par y yo adopté la forma de Ptolomeo.
    ­­Y ahora, Su Alteza ­dijo mi amo­, vayamos hacia la escalera oriental...
    La ciudad estaba sumida en una gran confusión y la mitad de los barrios extramuros eran pasto de las llamas. Un pequeño diablillo con la cola ardiendo apareció por encima del parapeto al final de la terraza, como si lo hubieran lanzado, frenó derrapando y se detuvo a nuestro lado.
    ­­Permiso para informar, señor. Un puñado de efrits salvajes están abriéndose camino hacia el castillo incendiándolo todo a su paso. El ataque está dirigido por Honorio y Patterknife, los siervos personales de Gladstone. Son temibles, señor. Nuestras tropas han sucumbido ante ellos. ­Se detuvo unos instantes y echó un vistazo a su cola chamuscada­. Permiso para refrescarme, señor.
    ­­¿Y los golems? ­preguntó Meyrink.
    El diablillo se encogió de hombros.
    ­­Sí, señor. Acaban de arremeter contra el enemigo. Me mantuve bastante alejado del tumulto, por descontado, pero creo que los efrits británicos se han replegado sin orden ni concierto. En cuanto a lo de refrescarme...
    El emperador lanzó un gritito emocionado.
    ­­¡Bien, bien! ¡La victoria es nuestra!
    ­­¡La ventaja es sólo temporal! ­advirtió Meyrink­. Vamos, señor, tenemos que irnos.
    A pesar de sus protestas, el emperador fue llevado a empujones hasta el portillo de la jaula. Meyrink y mi amo iban a la cabeza del grupo, y el emperador, cuya figura menuda quedaba oculta entre los cortesanos, les seguía. Queezle y yo cerrábamos la retaguardia.
    De repente vimos un fogonazo de luz y a nuestras espaldas dos figuras negras salvaron el parapeto de un salto. Unas capas hechas jirones les azotaban los costados y unos ojos amarillentos ardían en las profundidades de las capuchas. Avanzaron por la terraza a grandes saltos, sin apenas tocar el suelo. En la pajarera, las aves enmudecieron repentinamente.
    Miré a Queezle.
    ­­¿Tuyos o míos?
    La hermosa muchacha me sonrió y dejó a la vista unos dientes afilados.
    ­­Míos.
    Se replegó para detener el avance de los ghuls y yo seguí corriendo tras la comitiva del emperador.
    Al otro lado de la puerta, un estrecho camino atravesaba el foso hacia el norte, bajo las murallas del castillo. Abajo, la Ciudad Vieja ardía. Las tropas británicas asaltaban las calles y los praguenses huían, peleaban y sucumbían. Todo parecía muy lejano; lo único que llegaba hasta nosotros era un susurro distante. Bandadas de diablillos iban de un lado a otro, como pájaros.
    Las quejas del emperador cesaron. El grupo avanzó apretando el paso y en silencio, adentrándose en la noche. Hasta aquí, ningún problema. Ya estábamos en la Torre Negra, en lo alto de la escalera oriental, y el camino estaba despejado.
    Oí un batir de alas y acto seguido Queezle aterrizó a mi lado, pálida. La habían herido en un costado.
    ­­¿Problemas? ­pregunté.
    ­­Con los ghuls, no. Con un efrit, pero apareció un golem y acabó con él. Estoy bien.
    Bajamos la escalera de la ladera de la colina. La luz que se derramaba del castillo en llamas se reflejaba en las aguas del Moldava revistiéndolas de una belleza melancólica. No encontramos a nadie, no nos perseguían y pronto dejamos atrás lo peor de la contienda.
    Al aproximarnos al río, Queezle y yo intercambiamos miradas esperanzadas. La ciudad estaba perdida, igual que el imperio, pero escapar de allí nos permitiría recuperar algo de amor propio. A pesar de que detestábamos la servidumbre, también odiábamos perder, y parecía que íbamos a salvarnos.
    Caímos en la emboscada cuando estábamos casi al pie de la colina.
    Tras una corta carrera, seis genios y una banda de diablillos aparecieron en los primeros peldaños de un salto. El emperador y sus cortesanos se pusieron a gritar y retrocedieron sin orden ni concierto mientras Queezle y yo tensábamos los músculos, preparados para atacar.
    Oímos una tosecita a nuestras espaldas y nos volvimos al mismo tiempo.
    Un joven esbelto esperaba cinco peldaños más arriba. Tenía unos rizos prietos y rubios, grandes ojos azules, y llevaba unas sandalias y una toga al estilo del Bajo Imperio romano. Su rostro rezumaba sensiblería y timidez, como si fuera incapaz de matar una mosca; sin embargo, a modo de accesorio que ni aun queriendo se me podría haber pasado por alto, también blandía una guadaña monstruosa de hoja plateada.
    Revisé los otros planos con la vana esperanza de que se tratara de un humano excéntrico de camino a una extraña fiesta de disfraces. No
    hubo suerte. Era un efrit muy poderoso. Tragué saliva: aquello tenía muy mala pinta. [Es conveniente evitar hasta al más miserable de los efrits, y éste era de los temibles. En los últimos planos presentaba múltiples y aterradoras formas, por tanto imagino que si en el primero aparecía con aquel aspecto tan enclenque, sólo podía responder a su retorcido sentido del humor, aunque no puede decirse que me hiciera gracia precisamente]
    ­­Emperador, saludos de parte del señor Gladstone, quien solicita el placer de su compañía ­dijo el joven­. La chusma restante ya puede esfumarse.
    Parecía razonable. Miré a mi amo, suplicante, pero él me hizo un gesto airado para que avanzara. Suspiré y, de mala gana, di un paso hacia el efrit.
    El joven chascó la lengua, fastidiado.
    ­­Vamos, largo de aquí, piltrafa. Contigo no tengo ni para empezar.
    Su desdén avivó mi ira. Me enderecé.
    ­­Cuidado ­le advertí con frialdad­. Yo que tú no me subestimaría.
    El efrit parpadeó con patente tranquilidad.
    ­­¿No me digas? ¿Tienes nombre?
    ­­¿Que si tengo nombre? ­grité­. ¡Tengo muchos nombres! ¡Soy Bartimeo! ¡Soy Sakhr al­Yinni! ¡Soy N'gorso el Poderoso y la Serpiente de las Plumas de Plata!
    Hice una pausa teatral. El joven parecía perplejo.
    ­­Pues no, nunca he oído hablar de ti. Ahora, si no te importa...
    ­­He hablado con Salomón...
    ­­¡Venga, por favor! ­interrumpió el efrit, quitándole importancia con un ademán­. ¿Acaso no lo hemos hecho todos? Seamos sinceros, era un alma cándida.
    ­­He reconstruido las murallas de Uruk, Karnak y Praga...
    El joven sonrió.
    ­­¿Praga? ¿Cuáles, estas de aquí? ¿Las que Gladstone sólo ha tardado cinco minutos en tirar abajo? Tú no trabajarías también en Jericó, ¿verdad?
    ­­Sí, sí que lo hizo ­intervino Queezle­. Fue uno de sus primeros trabajos. Se lo calla, pero...
    ­­Mira, Queezle...
    El efrit tamborileó los dedos sobre la guadaña.
    ­­Última oportunidad, genio ­avisó­. Lárgate, esta vez no tienes nada que hacer.
    Me encogí de hombros con resignación.
    ­­Ya lo veremos.
    Triste es decirlo, pero eso fue exactamente lo que hicimos... y en un santiamén. La guadaña que el efrit blandía haciendo un molinete rechazó mis primeras cuatro detonaciones. La quinta, que me había salido de maravilla, rebotó directamente en mi dirección, me arrojó fuera del camino y me lanzó ladera abajo mientras una lluvia de esencia me caía encima. Traté de ponerme en pie, pero me desplomé hacia atrás transido de dolor. La herida era demasiado aparatosa y no conseguí recuperarme a tiempo.
    Arriba, en el camino, los diablillos se abalanzaron sobre los cortesanos. Queezle y un genio corpulento pasaron rodando por mi lado, agarrados del cuello.
    El efrit bajó la ladera en mi dirección sin ninguna prisa, con una parsimonia insultante. Me guiñó un ojo y alzó la guadaña plateada.
    En ese momento, mi amo entró en acción. No había sido especialmente bueno, todo sea dicho ­para empezar, era demasiado aficionado a los punzones al rojo vivo­, pero desde mi punto de vista su última acción fue lo mejor que hizo en toda su vida.
    Los diablillos lo rodeaban, saltaban por encima de su cabeza, se escabullían entre sus piernas para tratar de llegar al emperador. Lanzó un grito furibundo y de un bolsillo de la chaqueta extrajo una vara de detonaciones, una de las que acababan de forjar los alquimistas del callejón del Oro en respuesta a la amenaza británica. Se trataba de una chapuza de tres al cuarto fabricada en serie que o explotaba antes de tiempo o, como era habitual, ni siquiera explotaba. En cualquier caso, cuando se usaban, era mejor lanzarlas a toda prisa en dirección al enemigo y sin apuntar. Sin embargo, mi amo era un hechicero de la vieja escuela y no estaba acostumbrado a la lucha cuerpo a cuerpo. Consiguió farfullar la orden sin equivocarse, pero a continuación vaciló mientras sostenía la vara sobre su cabeza apuntando a uno y a otro diablillo, como si no supiera por cuál decidirse.
    Titubeó una fracción de segundo más de la cuenta.
    La explosión hizo desaparecer la mitad de la escalera. Diablillos, emperador y cortesanos volaron por los aires como si fueran semillas de diente de león. Incluso mi amo desapareció sin dejar rastro, como si nunca hubiera existido. Con su muerte se rompieron las cadenas que me ataban a él.
    El efrit asestó un fuerte golpe de guadaña en el lugar donde momentos antes había reposado mi cabeza. La hoja se clavó inútilmente en la tierra.
    De este modo, tras varios siglos y una docena de amos, se rompieron los lazos que me unían a Praga. No obstante, al tiempo que mi graciosa esencia se esparcía en todas direcciones y bajaba la vista hacia la ciudad en llamas y las tropas de asalto, hacia los niños llorosos y los diablillos vociferantes, hacia la agonía de un imperio y el bautismo sangriento del siguiente, debo decir que no me sentí particularmente victorioso.
    Tuve el presentimiento de que todo iba a empeorar.



    PRIMERA PARTE

    ______ 1 ______ NATHANIEL

    Londres: una capital grande y prospera con dos mil años de antigüedad, que en manos de los hechiceros aspiraba a convertirse en el centro del mundo. Al menos en tamaño lo había conseguido. Se había convertido en un monstruo inmenso y desgarbado gracias a los espléndidos banquetes imperiales que prodigaba.
    La ciudad se extendía varios kilómetros a ambas orillas del río Támesis, una costra de viviendas envuelta en polución y salpicada de palacios, torres, iglesias y bazares. Era un hervidero de vida a cualquier hora y en cualquier lugar. Las calles estaban abarrotadas de turistas, trabajadores y demás tráfico humano, mientras que el aire zumbaba de modo imperceptible con el trajín de diablillos atareados en cumplir los cometidos que les habían encargado sus amos.
    En los concurridos muelles que se extendían hacia las grises aguas del Támesis, batallones de soldados y burócratas esperaban para zarpar y emprender viajes alrededor del mundo. A la sombra de sus buques acorazados, coloridos barcos mercantes de todo tipo y condición trataban de abrirse camino a través del atestado río. Bulliciosos galeones europeos, dhows árabes de velas afiladas cargados de especias, juncos chinos de proa respingona, clípers estadounidenses de gráciles y elegantes mástiles... todos estaban rodeados por los diminutos y molestos botes de los barqueros del Támesis, que competían a voz en grito por los derechos arancelarios que se embolsaban al guiar los barcos hasta el muelle.
    Dos corazones impulsaban la metrópoli. Al este se encontraba el distrito financiero, donde comerciantes de tierras lejanas se reunían para intercambiar sus mercancías; al oeste, abrazando una curva pronunciada del río, descansaba el hito político de Westminster, donde los hechiceros trabajaban sin descanso para ampliar y proteger sus territorios en el extranjero.
    El chico había estado en el centro de Londres por negocios y ahora volvía a Westminster a pie. Caminaba a un ritmo tranquilo, pues, aunque todavía era muy temprano, ya hacía calor y sentía el perlado dulzón del sudor bajo el cuello de la camisa. Una brisa ligera se enredó en los faldones de su abrigo negro y los agitó a sus espaldas. Era muy consciente del efecto, un efecto que le satisfacía: imponente y, al mismo tiempo, envuelto en misterio. Sabía que la gente volvía la cabeza al pasar a su lado, aunque sospechaba que no producía la misma estilizada impresión en días de ventolera, cuando el abrigo se le levantaba hasta la cintura.
    Atajó por Regent Street y y se metió entre los regios edificios encalados hasta Haymarket, donde los barrenderos estaban ocupados escoba y cepillo en mano frente a la fachada del teatro y los jóvenes fruteros ya habían comenzado a montar sus puestos. Una mujer sostenía una bandeja donde se apilaban espléndidas y maduras naranjas coloniales, fruta que había escaseado en Londres en los últimos tiempos, desde que habían comenzado las guerras del sur de Europa. El chico se aproximó. Al pasar a su lado, lanzó con destreza una moneda al pequeño vasito de peltre que la mujer llevaba colgado del cuello y, aprovechando el mismo movimiento, escogió una naranja de lo alto de la bandeja. Siguió su camino haciendo caso omiso de los agradecimientos de la mujer, sin perder el paso. El abrigo ondeaba a su espalda de forma imponente.
    Hacía poco que en Trafalgar Square se había erigido una serie de enormes postes listados con bandas espirales de diversos colores. En esos momentos, varias cuadrillas de trabajadores estaban uniéndolos mediante cuerdas que colocaban con un torno y de las que pendían, muy juntas, banderas de vistosos colores rojo, azul y blanco. El chico se detuvo para pelar la naranja y contemplar la faena.
    Luego llamó a un peón que pasaba por allí, sudando bajo el peso de
    un enorme amasijo de banderines. ­­Eh, tú, amigo. ¿De qué va todo esto? El hombre miró a uno y otro lado, reparó en el abrigo negro del
    chico y de inmediato trató de forzar un torpe saludo. La mitad de los banderines le resbalaron de las manos hasta el suelo.
    ­­Es por lo de mañana, señor ­contestó­, por el día del Fundador. Es fiesta nacional, señor.
    ­­Ah, sí, claro, el cumpleaños de Gladstone. Lo había olvidado.
    El chico arrojó una monda a la alcantarilla y se marchó dejando al trabajador componiéndoselas con los banderines y mascullando entre dientes.
    Siguió su camino hacia Whitehall, una zona de edificios imponentes y grises que desprendían olor a poder de rancio abolengo. En ese lugar, la arquitectura se bastaba ella sola para intimidar a cualquier paseante e inspirarle subordinación: formidables columnas de mármol, soberbias puertas de bronce, cientos y cientos de ventanales con luces encendidas a todas horas, estatuas de granito de Gladstone y otros personajes distinguidos cuyos rostros huraños y arrugados prometían la aplicación de una justicia implacable a todos los enemigos del Estado... No obstante, el chico los dejó atrás con paso airoso mientras seguía pelando la naranja con la despreocupación de alguien muy acostumbrado a todo aquello. Saludó a un policía con un ademán de cabeza, pasó como una exhalación junto a un guardia y cruzó una puerta lateral que daba al patio del Ministerio de Asuntos Internos, resguardado a la sombra de un enorme nogal. Sólo entonces se detuvo, engulló lo que quedaba de la fruta, se limpió las manos con el pañuelo y se arregló el cuello, los puños y la corbata. Volvió a pasarse la mano por el cabello una última vez. Bien. Ahora ya estaba listo. Ya era hora de ponerse a trabajar.
    Habían transcurrido más de dos años desde el incidente de la conspiración de Lovelace y de la repentina entrada de Nathaniel en la élite. Había cumplido catorce años y le sacaba una cabeza al niño que había devuelto el amuleto de Samarkanda a la custodia de un gobierno agradecido. También era algo más corpulento, pero seguía conservando su natural delgadez, y llevaba el oscuro pelo largo y enmarañado alrededor de la cara, a la moda. Su rostro demacrado revelaba las largas horas de estudio, pero sus ojos brillaban como alimentados por un fuego. Todos sus movimientos se caracterizaban por una energía apenas contenida.
    Puesto que era un observador nato, no había tardado mucho en comprender que la apariencia era un factor importante para conservar el estatus entre los hechiceros en activo. Una indumentaria deslucida estaba mal vista; de hecho, era una señal inequívoca de escaso talento y él no estaba dispuesto a dar esa impresión. Con la paga que recibía del ministerio se había comprado un traje negro muy ajustado y un abrigo italiano que consideraba arriesgadamente modernos. Calzaba zapatos elegantes y ligeramente de punta, y lucía unos llamativos pañuelos que producían un estallido de color en el pecho. Ataviado con aquella cuidada indumentaria, recorría los claustros de Whitehall con un paso desgarbado y decidido que recordaba al de un ave zancuda, abrazado a fajos de papeles.
    Ocultaba con celo su nombre de nacimiento. Entre sus colegas y compañeros se le conocía por su nombre de adulto: John Mandrake.
    Dos hechiceros antes que él habían llevado aquel nombre, aunque ninguno de los dos había adquirido demasiada notoriedad. El primero, un alquimista de los tiempos de la reina Isabel, había convertido el plomo en oro en un afamado experimento ante la corte. Después se descubrió que lo había conseguido mediante el procedimiento de revestir pepitas de oro con una fina capa de plomo, que desaparecía progresivamente cuando se le aplicaba calor. Aplaudieron su ingenio, pero de todos modos fue decapitado. El segundo John Mandrake, hijo de un ebanista, había dedicado toda su vida a la investigación de las variadas especies de parásitos demoníacos. Había reunido una lista de
    1.703 subtipos irrelevante, hasta que uno de ellos, un ala de avispón menor de collar verde, le picó en una parte desprotegida. Se hinchó hasta alcanzar el tamaño de un diván y murió.
    Las carreras deshonrosas de sus predecesores no eran algo que preocupara a Nathaniel. De hecho, le producían una secreta satisfacción, pues tenía la intención de hacer famoso el nombre por méritos propios.
    La maestra de Nathaniel era la señorita Jessica Whitwell, una hechicera de edad incierta, cabello blanco muy corto y figura esbelta, casi esquelética. Era considerada uno de los cuatro hechiceros más poderosos del gobierno y ejercía gran influencia. Supo ver el talento de su aprendiz y se puso manos a la obra para sacarle el máximo provecho.
    Nathaniel llevaba una existencia ordenada y muy organizada en una espaciosa estancia de la casa adosada de su tutora, junto al río. La casa era moderna y estaba amueblada con sobriedad. Las alfombras eran de un color gris lince y las paredes de un blanco impoluto. Los muebles eran de cristal, metal plateado y madera clara procedente de los bosques nórdicos. El lugar producía una sensación de frialdad, seriedad, casi asepsia, que Nathaniel llegó a admirar profundamente, ya que aquello demostraba control, claridad y eficiencia, rasgos distintivos del hechicero contemporáneo.
    El estilo de la señorita Whitwell se imponía incluso en la biblioteca. En la mayoría de los hogares mágicos, las bibliotecas eran lugares oscuros e inquietantes, llenos de libros encuadernados en piel de animales exóticos cuyos lomos estaban adornados con estrellas de cinco puntas o runas maléficas. Sin embargo, Nathaniel descubrió que esa imagen era ya del siglo pasado. La señorita Whitwell había pedido a Jaroslav's, los impresores y encuadernadores, que le proporcionaran cubiertas uniformes de piel blanca para todos sus ejemplares, que luego serían catalogados y estampados con números de identificación en tinta negra.
    En el centro de esta sala de paredes blancas y libros de un blanco impoluto, había una mesa rectangular de cristal, a la cual Nathaniel se sentaba dos días a la semana para trabajar en los misterios superiores.
    Los primeros meses de su aprendizaje con la señorita Whitwell constituyeron un período de estudio intensivo y, para sorpresa y aprobación de su maestra, superó con solvencia cursos sucesivos de invocación en un tiempo récord. Había pasado de los demonios inferiores (parásitos, mohosos y duendes traviesos) a los intermedios (toda la gama de trasgos), y de éstos a los avanzados (genios de varias castas) en cuestión de días.
    La señorita Whitwell, tras ser testigo de cómo Nathaniel hacía partir a un genio musculoso improvisando un ligero azote en su trasero azul, expresó su admiración.
    ­­Tienes un talento innato, John ­le dijo­, innato. Demostraste valentía y buena memoria en Heddleham Hall cuando hiciste partir al demonio, pero no supe ver lo diestro que serías en las invocaciones generales. Trabaja duro y llegarás muy lejos.
    Nathaniel se lo agradeció con modestia. No le dijo que la mayoría de las invocaciones no eran algo nuevo para él, que ya había invocado a un genio de grado intermedio con doce años. Mantenía su relación con Bartimeo en estricto secreto.
    La señorita Whitwell había premiado su precocidad con nuevos secretos y enseñanzas, exactamente lo que Nathaniel deseaba desde hacía mucho tiempo. Bajo la tutela de la hechicera, aprendió las artes de imponer a los demonios tareas múltiples o semipermanentes sin recurrir a medios engorrosos como el pentáculo de Adelbrand. Descubrió cómo protegerse de los espías enemigos tejiendo redes sensoriales alrededor de sí mismo y a rechazar ataques por sorpresa invocando efusiones veloces que absorbían la magia del agresor y la hacían desaparecer. En muy poco tiempo, Nathaniel había adquirido tantos conocimientos como muchos de sus colegas hechiceros cinco o seis años mayores que él. Ya estaba preparado para su primera misión.
    Era costumbre premiar a todos los hechiceros prometedores con puestos ministeriales modestos, a fin de instruirlos en el uso del poder. La edad a que se lograba dependía del talento del aprendiz y de la influencia de su maestro. En el caso de Nathaniel, también entraba en juego otro factor, pues por las cafeterías de Whitehall de todos era sabido que el primer ministro seguía su carrera con vivo interés y que lo miraba con buenos ojos, lo que garantizó que desde el principio fuera objeto de mucha atención.
    Su maestra ya le había prevenido contra esto.
    ­­Guárdate para ti tus secretos ­le avisó­, en especial tu nombre de nacimiento, si es que lo sabes. Mantén la boca cerrada; si no, te lo arrancarán.
    ­­¿Quiénes? ­le preguntó.
    ­­Los enemigos que todavía no te has creado. Les gusta planear de antemano.
    El nombre de nacimiento de un hechicero era, sin duda alguna, fuente de gran debilidad si era descubierto por alguien, por lo que Nathaniel ocultaba el suyo con mucho cuidado. Sin embargo, al principio lo consideraron un pobre pardillo, y en las fiestas se le acercaban hermosas hechiceras con la intención de engatusarlo con cumplidos antes de lanzarse de lleno a indagar en sus orígenes. Nathaniel superó esos burdos señuelos con bastante facilidad, pero les siguieron métodos más peligrosos. En una ocasión, un diablillo lo visitó mientras dormía, le susurró dulces palabras al oído y le preguntó su nombre. Es probable que el fuerte tañido del Big Ben al otro lado del río fuera lo único que impidió que se lo revelara en un momento de descuido. Cuando el reloj dio la hora, Nathaniel se removió, se despertó y vio al diablillo en cuclillas sobre la cabecera de la cama. En un abrir y cerrar de ojos, invocó a un trasgo manso que atrapó al diablillo y lo comprimió hasta reducirlo al tamaño de un guijarro.
    En su nueva condición, el diablillo fue tristemente incapaz de revelar nada sobre el hechicero que lo había enviado con esa misión. Tras este episodio, Nathaniel empleó al trasgo para que vigilara su habitación a conciencia todas las noches.
    Pronto se hizo evidente que la identidad de John Mandrake no iba a verse fácilmente comprometida, y no volvieron a intentarlo. Poco después, con apenas catorce años, se produjo el esperado nombramiento y el joven hechicero se incorporó al Ministerio de Asuntos Internos.


    ______ 2 ______

    En su oficina, la mirada fulminante del secretario y una pila tambaleante de expedientes nuevos en la bandeja de entrada dieron la
    bienvenida a Nathaniel.

    El secretario, un joven elegante y repeinado, pelirrojo y engominado, se detuvo antes de abandonar la estancia.
    ­­Llega tarde, Mandrake ­dijo subiéndose las gafas con un gesto rápido y nervioso­. ¿Qué excusa alega esta vez? Usted también tiene responsabilidades, ¿sabe? Las mismas que nosotros, los que nos pasamos aquí todo el día.
    Se quedó junto a la puerta y frunció el ceño y la naricilla.
    El hechicero se recostó en la silla. Se sintió tentado de descansar los pies sobre el escritorio, pero desechó la idea al considerarla demasiado arrogante, así que se limitó a esbozar una sonrisa desganada.
    ­­He estado en la escena de un crimen con el señor Tallow ­contestó­. He estado trabajando allí desde las seis. Pregúntele si quiere cuando llegue, igual le comenta algunos detalles... Si no es demasiado secreto, claro. ¿Qué es lo que ha estado haciendo usted, Jenkins? Dándole duro a la fotocopiadora, espero.
    El secretario dejó escapar un sonido agudo entre dientes y se subió las gafas.
    ­­Siga así, Mandrake ­le reprendió­, siga así. Puede que ahora sea el ojito derecho del primer ministro, pero ¿cuánto más va a durar esa situación si no cumple? ¿Un nuevo crimen? ¿El segundo esta semana? Pronto volverá a fregar tazas de té y luego... ya veremos. ­Dio media vuelta, hizo un aspaviento y se marchó.
    El chico hizo un gesto burlón a la puerta que se cerraba y, durante unos momentos, se quedó sentado con la mirada perdida. Se frotó los ojos con aire cansado y echó un vistazo al reloj. Sólo eran las diez menos cuarto y ya había sido un día muy largo.
    Una pila de papeles tambaleantes sobre el escritorio reclamaba su atención. Suspiró profundamente, se arregló los puños y alargó la mano para coger el expediente de arriba.
    Por razones particulares, hacía tiempo que Nathaniel estaba interesado en Asuntos Internos, un subdepartamento del extenso aparato de Seguridad dirigido por Jessica Whitwell. Asuntos Internos llevaba a cabo investigaciones sobre diversos tipos de actividad criminal, en particular sublevaciones en el extranjero y terrorismo interno dirigido contra el Estado. Cuando se incorporó al ministerio, Nathaniel sólo realizaba funciones tales como archivar, fotocopiar y preparar té. No obstante, no estuvo mucho tiempo haciendo este tipo de tareas.
    Su rápida promoción no fue (tal como rumoreaban sus enemigos) únicamente producto del nepotismo. Cierto es que se benefició de la buena disposición del primer ministro y de las poderosas influencias de su tutora, la señorita Whitwell, a quien ninguno de los hechiceros de Asuntos Internos deseaba contrariar. Sin embargo, todo esto no le habría servido de nada si hubiera sido un incompetente o no hubiese despuntado en su oficio. Pero Nathaniel tenía un don y, más importante aún, trabajaba con ahínco, por lo que su ascenso fue rápido. En cuestión de meses se había abierto camino a través de una sucesión de rutinarios trabajos de oficina hasta convertirse ­sin haber cumplido los quince años­en ayudante del mismísimo ministro de Asuntos Internos, el señor Julius Tallow.
    Hombre bajito y corpulento, de físico y talante intimidatorios, el señor Tallow era brusco y desagradable en el mejor de los casos, y era propenso a sufrir repentinos estallidos de rabia que provocaban la huida en estampida de sus subalternos para ponerse a cubierto. Aparte de su mal genio, también se distinguía por una tez amarillenta poco habitual, de un tono tan intenso como los narcisos al mediodía. El personal desconocía la causa de dicha dolencia, aunque algunos aseguraban que era hereditario, que era el resultado de un cruce entre un hechicero y un súcubo. Otros rechazaban esta hipótesis por motivos biológicos y sospechaban que el señor Tallow era víctima de magia diabólica. Nathaniel se decantaba por esto último. Fuera cual fuese la causa, el señor Tallow ocultaba su problema como podía. Siempre llevaba cuellos altos y el pelo largo, lucía sombreros de ala ancha en cualquier estación del año y aguzaba el oído para comprobar si entre su personal se trataba el tema con frivolidad.
    Dieciocho personas trabajaban en la oficina con Nathaniel y el señor Tallow; entre ellos había desde dos plebeyos que desempeñaban tareas administrativas que no incidían en temas mágicos, hasta el señor Ffoukes, un hechicero del cuarto nivel. Nathaniel adoptaba una política de cortesía elemental con todo el mundo, con la única excepción de Clive Jenkins, el secretario. El resentimiento de Jenkins por su juventud y su posición se evidenciaron desde el principio. Por su parte, Nathaniel lo trataba con descaro desenfadado. No debía temer posibles repercusiones: Jenkins carecía de contactos y aptitudes.
    El señor Tallow no había tardado en percatarse del alcance del talento de su ayudante y le había encomendado una tarea complicada e importante: la persecución del misterioso grupo conocido como la Resistencia.
    Los motivos de esos fanáticos eran transparentes, por no decir estrafalarios. Se oponían al gobierno benevolente de los hechiceros y parecían ansiosos por recuperar la anarquía del régimen de los plebeyos. A lo largo de los años, sus actividades se habían vuelto cada vez más irritantes. Robaban artilugios mágicos de todo tipo a hechiceros descuidados o desafortunados, y luego los utilizaban en agresiones aleatorias contra personalidades y propiedades del gobierno. Varios edificios habían resultado seriamente dañados y había habido bajas. En el ataque más atrevido de todos, la Resistencia incluso había tratado de asesinar al primer ministro. La respuesta del gobierno había sido contundente: muchos plebeyos fueron arrestados como sospechosos del atentado, unos cuantos fueron ejecutados y otros deportados en galeras a las colonias. Sin embargo, a pesar de estas sensatas medidas disuasorias, los incidentes continuaron y el señor Tallow estaba comenzando a percibir el descontento de sus superiores.
    Nathaniel aceptó el reto con gran entusiasmo. Años atrás la Resistencia se había cruzado en su camino y el chico había llegado a creer que comprendía parte de su razón de ser. Una noche oscura se había topado con tres niños plebeyos que dirigían un mercado negro de objetos mágicos, una experiencia que prefería no recordar. Los tres le habían robado su preciado espejo mágico antes de que se diera cuenta y luego casi lo habían matado. Ahora estaba en disposición de llevar a cabo su venganza.
    Con todo, la tarea no estaba resultando cosa fácil.
    Aparte de los nombres, no sabía nada más de los tres plebeyos: Fred, Stanley y Kitty. Fred y Stanley vendían periódicos, y la primera medida de Nathaniel había sido enviar diminutas órbitas de rastreo tras los pasos de todos los vendedores de periódicos de la ciudad. No obstante, este tipo de vigilancia no había aportado nuevas pistas. Era evidente que el dúo había cambiado de ocupación.
    A continuación, Nathaniel convenció a su jefe para que enviara unos cuantos agentes adultos de incógnito, seleccionados con sumo cuidado, que durante varios meses se sumergieron en los bajos fondos de la capital. En cuanto fueron aceptados por el resto de los plebeyos, se les ordenó que ofrecieran «artilugios robados» a cualquiera que pareciera estar interesado en ellos. Nathaniel albergaba la esperanza de que este ardid animara a los agentes de la Resistencia a salir al descubierto.
    Vana esperanza. La mayoría de los infiltrados no consiguieron despertar ningún interés por sus baratijas mágicas, y el único hombre que lo logró desapareció sin haber enviado su informe. Para mayor frustración de Nathaniel, poco después encontraron su cuerpo flotando en el Támesis.
    La última estrategia de Nathaniel, en la que al principio había depositado grandes esperanzas, fue la de ordenar a dos trasgos que adoptaran la apariencia de niños huérfanos y enviarlos a vagar por la ciudad durante el día. Nathaniel tenía la firme sospecha de que la Resistencia estaba formada en gran parte por bandas callejeras de niños y estaba convencido de que, tarde o temprano, tratarían de reclutar a los recién llegados. Sin embargo, hasta el momento no habían picado el anzuelo.
    Aquella mañana hacía calor en la oficina y se respiraba un aire somnoliento. Las moscas zumbaban contra los cristales de las ventanas. Nathaniel se atrevió incluso a quitarse el abrigo y a remangarse. Tratando de reprimir los bostezos, se abrió camino a través de una pila de expedientes, en su mayoría relacionados con el último atentado de la Resistencia: el ataque a una tienda de una calle lateral de Whitehall. Ese mismo día, al alba, habían arrojado a través de la claraboya un artefacto explosivo, probablemente una pequeña esfera, que había herido de gravedad al gerente. La tienda suministraba tabaco e incienso a los hechiceros y se suponía que ésta era la razón por la que había sido señalada como objetivo.
    No hubo testigos y las esferas de vigilancia no se encontraban en aquella zona. Nathaniel maldijo entre dientes. No había manera, no tenía ninguna pista. Arrojó los papeles a un lado y cogió otro informe. Habían vuelto a pintarrajear en paredes solitarias por toda la ciudad consignas contra el primer ministro. Suspiró y firmó un documento en el que ordenaba una operación de limpieza inmediata, sabiendo muy bien que las pintadas reaparecerían con la misma rapidez con la que trabajaran los encaladores.
    Por fin llegó la hora de comer. Nathaniel acudió a una fiesta en el jardín de la embajada bizantina organizada para celebrar el próximo día del Fundador. Deambulaba de un lado a otro entre los invitados con cierta sensación de desgana y malestar. El problema de la Resistencia ocupaba su mente.
    Mientras se servía un vaso de ponche de fruta bastante cargado de una fuente de plata en un rincón del jardín, reparó en una joven que se encontraba cerca. Tras observarla con mirada recelosa unos breves instantes, Nathaniel hizo lo que esperaba que fuese un gesto elegante.
    ­­Tengo entendido que últimamente ha cosechado cierto éxito, señorita Farrar. Mis felicitaciones.
    Jane Farrar murmuró un agradecimiento.
    ­­Sólo se trataba de una insignificante guarida de espías che­­eos. Creemos que han llegado por barca desde los Países Bajos, unos aficionados chapuceros fáciles de reconocer. Unos plebeyos leales dieron la alarma.
    Nathaniel sonrió.
    ­­Es usted demasiado modesta. He oído que esos espías llevaron de cabeza a la policía por media Inglaterra y que murieron varios hechiceros en la operación.
    ­­Se produjeron ciertos incidentes sin importancia.
    ­­Aun así, sigue siendo una victoria incuestionable.
    Nathaniel tomó un pequeño sorbo de ponche, satisfecho por el ambiguo cumplido que le había hecho. El maestro de la señorita Farrar era el jefe de policía, el señor Henry Duvall, un gran rival de Jessica Whitwell. En reuniones sociales como aquélla, la joven y Nathaniel solían entablar conversaciones felinas plagadas de cumplidos ronroneantes y garras cuidadosamente retraídas que ponían a prueba la entereza del contrincante.
    ­­¿Y qué me dice de usted, John Mandrake? ­preguntó Jane Farrar con dulzura­. ¿Es cierto que se le ha encomendado la tarea de desenmascarar a esa Resistencia tan fastidiosa? ¡Eso tampoco es peccata minuta!
    ­­Tan sólo estoy reuniendo información. Tenemos a una red de informadores bastante ocupados. Nada del otro mundo.
    Jane Farrar se acercó a la fuente de plata y removió el ponche con delicadeza.
    ­­Tal vez, pero no deja de ser insólito para alguien con tan poca experiencia como usted. Buen trabajo. ¿Le apetece otra copita?
    ­­No, gracias. ­Algo irritado, Nathaniel sintió que se sonrojaba. Cierto, era joven y no tenía experiencia, y todo el mundo estaba pendiente de su fracaso. Trató de reprimir el deseo irrefrenable de fruncir el ceño­. Creo que veremos desarticulada la Resistencia en un plazo de seis meses ­añadió Nathaniel, casi arrastrando las palabras.
    Jane Farrar se sirvió ponche en un vaso y enarcó una ceja con una expresión que podría ser divertida.
    ­­Me impresiona ­admitió­. Llevan tres años detrás de ella sin que se haya hecho ningún adelanto, ¡y usted la desarticulará en cuestión de seis meses! ¿Sabe qué? Yo creo que usted puede hacerlo, John. Ya es todo un hombrecito.
    ¡De nuevo rojo como un tomate! Nathaniel trató de controlar sus emociones. Jane Farrar era tres o cuatro años mayor que él, y de su misma estatura, tal vez más alta. El pelo castaño y liso le llegaba a los hombros. Sus ojos, de un verde desconcertante, estaban avivados por una inteligencia irónica. No pudo evitar sentirse torpe y poco elegante a su lado, a pesar del esplendor de su ahuecado pañuelo rojo. Se descubrió tratando de justificarse cuando debería haberse quedado callado.
    ­­Sabemos que el grupo está compuesto en su mayoría por jóvenes ­dijo­. Es un hecho denunciado de forma reiterada por las víctimas, y los pocos (un par a lo sumo) individuos que hemos conseguido abatir nunca han sido mayores que nosotros ­pronunció esta última palabra con un ligero énfasis­. Así que la solución está clara. Enviamos a nuestros agentes para que se introduzcan en la organización. Una vez que se hayan ganado la confianza de los traidores y consigan llegar hasta el cabecilla... bueno, el problema se resolverá sin mayor dilación.
    Volvió a ver aquella sonrisilla divertida en el rostro de la chica.
    ­­¿Está seguro de que será así de sencillo?
    Nathaniel se encogió de hombros.
    ­­Yo mismo casi llegué hasta el cabecilla hace unos años. Puede hacerse.
    ­­¿De verdad? ­Jane abrió los ojos como platos, unos ojos que delataban un interés genuino­. Cuénteme, cuénteme.
    Sin embargo, Nathaniel había recuperado el control de sí mismo. «Escudado, enigmático y eficaz.» Cuanta menos información divulgara, mejor. Recorrió el jardín con la mirada.
    ­­Veo que la señorita Whitwell no viene acompañada ­comentó­. Como leal aprendiz suyo, debería ofrecerle mi compañía. Si me disculpa, señorita Farrar.
    Nathaniel abandonó la fiesta temprano y regresó a la oficina furioso. Se retiró de inmediato a una cámara de invocaciones privada y soltó el conjuro. Los dos trasgos, todavía con sus disfraces de huérfanos, se materializaron. Tenían un aspecto desconsolado y furtivo.
    ­­¿Y bien? ­les espetó.
    ­­No hay manera, amo ­contestó el huérfano rubio­. Los niños de la calle nos ignoran.
    ­­Eso en el mejor de los casos ­añadió el huérfano despeinado­. Los que no, se dedican a arrojarnos cosas.
    ­­¿Qué? ­Nathaniel estaba fuera de sí.
    ­­Bueno... latas, botellas, piedras, cosas así.
    ­­¡No me refiero a eso! ¿Es que ya no existe ni una pizca de humanidad? ¡A esos niños tendrían que deportarlos encadenados! ¿Qué les ocurre? Los dos sois encantadores, los dos estáis flacos, los dos dais auténtica pena... Deberían acogeros bajo su protección.
    Los dos huérfanos sacudieron sus lindas cabecitas.
    ­­Pues no. Nos tratan como si les diéramos asco. Es como si pudieran ver lo que somos en realidad.
    ­­Imposible. No tienen lentillas, ¿verdad? Tenéis que estar haciéndolo mal. ¿Estáis seguros de que no estáis descubriendo el pastel de alguna manera? No empezaréis a flotar, ni os crecerán cuernos, ni haréis cualquier otra cosa estúpida cuando los veis, ¿verdad?
    ­­No, señor, de veras que no.
    ­­No, señor. Aunque a Cío vis se le olvidó esconder la cola una vez.
    ­­¡Serás chivato! Señor... Es mentira.
    Nathaniel se dio una palmada en la cabeza, cansado.
    ­­¡No importa! No importa, pero si no obtenéis resultados pronto, os aplicaré los punzones a los dos. Probad con edades diferentes, o yendo por separado, intentadlo con algún tipo de discapacidad para despertar su compasión... Enfermedades infecciosas no, ya os lo dije. Por ahora, ya os podéis ir. Fuera de mi vista.
    De vuelta en su escritorio, Nathaniel evaluó la situación con aire preocupado. Estaba claro que los trasgos tenían muy pocas probabilidades de éxito. Estaban en un escalafón demoníaco muy bajo... Tal vez ése fuera el problema, que no eran lo bastante listos para hacerse pasar completamente por humanos. Eso sí, la idea de que los niños pudieran ver a través de su apariencia era tan absurda que la rechazó de plano.
    Pero si fallaban, ¿qué más podía hacer? Los crímenes de la Resistencia se repetían una semana tras otra. Entraban a robar en las casas de los hechiceros, sustraían coches, atacaban tiendas y oficinas... El patrón era bastante evidente: crímenes oportunistas llevados a cabo por unidades pequeñas y de gran movilidad, que de alguna manera conseguían burlar las patrullas de esferas de vigilancia y otros demonios. Todo eso estaba muy bien, pero seguían estancados.
    Nathaniel sabía que al señor Tallow se le estaba agotando la paciencia. Pequeños comentarios burlones, como los de Clive Jenkins y Jane Farrar, evidenciaban que los demás también lo sabían. Tamborileó el lápiz sobre la libreta mientras sus pensamientos se dirigían hacia los tres miembros de la Resistencia que había visto. Fred y Stanley... Al recordarlos hizo rechinar los dientes y golpeó la libreta con más fuerza. Un día los atraparía, de eso no había duda... Y también estaba la chica. Kitty. Morena, indómita, apenas un rostro vislumbrado en la penumbra... La líder del trío. ¿Seguirían en Londres o habrían huido a algún lugar lejano para ponerse fuera del alcance de la ley? Lo único que necesitaba era una pista, una única y mísera pista, y entonces caería sobre ellos en un abrir y cerrar de ojos. Sin embargo, no sabía por dónde empezar.
    ­­¿Quién eres? ­se preguntó­. ¿Dónde te escondes?
    El lápiz se partió en su mano.


    _____ 3 _____ KITTY

    Era una noche que invitaba a la magia. Una gran luna llena resplandeciente, tintada de albaricoque y trigo y envuelta en un halo palpitante, proclamaba su soberanía en el cielo del desierto. Unos jirones de nubes acariciaron su rostro majestuoso y desnudaron un firmamento que arrojaba destellos de un azul profundamente oscuro, como el vientre de una ballena cósmica. En la lejanía, la luz de la luna lamía las dunas; en lo profundo del valle secreto, la bruma dorada penetraba la silueta de los precipicios para bañar el suelo de arenisca.
    Sin embargo, el cauce del wadi era profundo y angosto, y en una de las orillas un afloramiento rocoso sumía en una oscuridad impenetrable una pequeña franja de tierra. En aquel lugar resguardado ardía un pequeño fuego. Las llamas, rojizas y anémicas, apenas proyectaban luz. Una débil columna de humo se elevaba de la hoguera y se perdía en el frío aire de la noche.
    Al borde del claro de luna, una figura estaba sentada ante el fuego con las piernas cruzadas. Un hombre musculoso y calvo, de piel reluciente y aceitada. Un pesado aro de oro pendía de su oreja; su rostro no reflejaba ninguna emoción, permanecía impasible. Se movió y sacó una botella con tapón de metal de un saquito que llevaba atado a la cintura. Con una serie de movimientos lánguidos que, sin embargo, revelaban la fuerza salvaje de un león del desierto, destapó la botella y dio un trago, tras lo cual la arrojó a un lado y miró las llamas fijamente.
    Al cabo de unos instantes, una extraña fragancia inundó el valle acompañada de la melodía distante de una cítara. El hombre bajó la cabeza repentinamente. Sólo se veía el blanco de sus ojos: se había quedado dormido sentado. El volumen de la música aumentó, como si procediera de las entrañas de la tierra.
    Alguien emergió de la oscuridad, pasó junto al fuego y al durmiente y se dirigió hacia la arena iluminada en el corazón del valle. La música fue in crescendo, e incluso dio la impresión de que el claro de luna se avivaba para rendir homenaje a la belleza de la esclava, una hermosa joven demasiado pobre para permitirse ropajes apropiados. Su cabello caía en largos y oscuros tirabuzones que saltaban con cada ligero paso. Su rostro era tan pálido y suave como la porcelana y sus enormes ojos estaban anegados en lágrimas. Al principio con vacilación, y luego dejándose llevar por una emoción repentina, comenzó a bailar. Su cuerpo se doblaba y giraba, y las ligeras vestiduras trataban de seguir el ritmo en vano. Los brazos torneados tejían hechizos en el aire mientras que de su boca manaba un extraño canto empañado de soledad y deseo.
    La chica concluyó la danza. Dejó caer la cabeza hacia atrás en un gesto de digna desesperación y alzó la vista hacia la oscuridad, hacia la luna. La música se extinguió. Silencio.
    A continuación se oyó una voz distante, como traída por el viento:
    ­­Amarilis...
    La chica dio un respingo y miró a ambos lados, pero no vio nada. Sólo las rocas, el firmamento y la luna ambarina. Dejó escapar un hondo suspiro.
    ­­Mi Amarilis...
    ­­¿Sir Bercilak? ¿Eres tú? ­repuso Amarilis con voz trémula y ronca.
    ­­Soy yo.
    ­­¿Dónde estás? ¿Por qué te burlas de mí de esta manera?
    ­­Me oculto tras la luna, Amarilis mía. Temo que tu belleza pueda calcinar mi esencia. Protege tu rostro con la gasa que ahora reposa inútilmente sobre tu pecho y así podré acercarme a ti.
    ­­¡Oh, Bercilak! ¡Con toda mi alma!
    La chica obedeció. De la oscuridad llegaron murmullos de aprobación. Alguien tosió.
    ­­¡Querida Amarilis! ¡Apártate! Desciendo a la tierra.
    Dejando escapar un grito ahogado, la chica apoyó la espalda contra el contorno de una roca cercana. Volvió la cabeza con imperiosa expectación. Se oyó el retumbar de un trueno capaz de perturbar el sueño de los muertos. Boquiabierta, la chica alzó la mirada al tiempo que una figura descendía de los cielos con majestuosa cadencia. El joven lucía sobre el torso desnudo un chaleco plateado, una capa larga y suelta, unos pantalones bombachos y un par de elegantes babuchas de punta curvada. Llevaba una imponente cimitarra ceñida al cinturón engastado con joyas. Descendía con la cabeza echada hacia atrás, los ojos oscuros brillantes y la prominente barbilla adelantada con orgullo bajo una nariz aguileña. Un par de cuernos blancos y curvos asomaban a ambos lados de la cabeza.
    Se posó con delicadeza cerca de la chica recostada sobre la roca y, con un ademán elegante y natural, le dirigió una sonrisa resplandeciente. En el ambiente se oyeron lánguidos suspiros femeninos.
    ­­¿Qué ocurre, Amarilis, te has quedado sin habla? ¿Olvidas con tanta facilidad el rostro de tu amado genio?
    ­­¡No, Bercilak! Aunque hubieran sido setenta años en vez de siete, jamás podría olvidar ni un solo cabello engominado de tu cabeza. ¡Pero mi lengua titubea y mi corazón está temeroso de que el hechicero se despierte y nos encuentre! ¡Si eso ocurriera, volvería a condenar mis torneadas piernas blancas a las cadenas y a ti te encerraría en la botella!
    Al oír aquello, el genio soltó una risa estentórea.
    ­­El hechicero duerme. Mi magia es más poderosa que la suya y siempre lo será, pero la noche avanza y al amanecer habré de partir con mis hermanos los efrits para cabalgar sobre los vientos. Ven a mis brazos, amor mío. En estas cortas horas, mientras conserve aún forma humana, deja que la luna sea testigo de nuestro amor, un amor que desafiará el odio de nuestros pueblos hasta el día del fin del mundo.
    ­­¡Oh, Bercilak!
    ­­¡Oh, Amarilis, mi cisne de Arabia!
    El genio se acercó a grandes zancadas y estrechó a la esclava en un musculoso abrazo. En ese momento, a Kitty le dolía tanto el trasero que no podía más. Se removió en el asiento.
    El genio y la muchacha iniciaron una intrincada danza que entrañaba más remolinos de ropa y flexiones de miembros. Se oyeron varios aplausos entre el público y la orquesta retomó la sinfonía con entusiasmo renovado. Kitty bostezó como un gato, se arrellanó aún más en la butaca y se frotó un ojo con la palma de la mano. Buscó a tientas la bolsa de papel, vació en la mano los últimos cacahuetes salados, se los llevó a la boca y los masticó cansinamente.
    Se sentía invadida por la expectación que precedía siempre a un trabajo, como si un cuchillo se le clavara en un costado. Era normal, ya lo esperaba. Sin embargo, antes debía sufrir el aburrimiento de soportar toda la función. No cabía duda de que, tal como había dicho Anne, le proporcionaría una coartada perfecta, pero a Kitty le habría gustado más acabar con aquella tensión en las calles, yendo de un lado para otro esquivando a las patrullas, en vez de estar allí, viendo aquella patochada insufrible.
    En el escenario, Amarilis, la joven misionera de Chiswick convertida en esclava, entonaba una canción en que (de nuevo) expresaba su pasión desbordante por su amante, el genio que tenía entre los brazos. Llegó con tanto poderío a las notas altas que a Bercilak se le onduló el pelo y sus pendientes dieron vueltas. Kitty hizo una mueca de dolor y echó un vistazo a las siluetas que se recortaban ante ella en la oscuridad, hasta que dio con las de Fred y Stanley. Ambos parecían muy atentos, no apartaban la mirada del escenario. Kitty torció el gesto. Era de suponer que estaban comiéndose a Amarilis con los ojos.
    Con tal de que permanecieran alerta...
    La mirada de Kitty vagó por el patio de butacas en penumbra. A sus pies se encontraba el bolso de piel. Al verlo, el estómago le dio un vuelco. Cerró los ojos y de manera instintiva le dio unas palmaditas a su abrigo para sentir la solidez tranquilizadora de la navaja. Tranquila... Todo saldría bien.
    ¿Es que no iba a llegar nunca el intermedio? Levantó la cabeza y pasó revista a la oscura parte delantera del auditorio, en la que, a cada lado del escenario, pendían los palcos de los hechiceros, recargados de relieves dorados y gruesas cortinas rojas para proteger a los ocupantes de las miradas de los plebeyos. Sin embargo, los hechiceros de la ciudad ya habían visto aquella obra años atrás, mucho antes de que se hubiera permitido el acceso a las masas ávidas de sensaciones. Ese día los cortinajes estaban corridos y los palcos, desiertos.
    Kitty echó un vistazo a su muñeca, pero estaba demasiado oscuro para poder ver la hora. Seguro que todavía iba a tener que soportar muchas despedidas tristes, crueles raptos y reencuentros dichosos antes del intermedio, y que el público estaría encantado. Se apiñaban allí noche tras noche, año tras año, como borregos. Seguro que todo Londres ya había visto Cisnes de Arabia, y muchos, más de una vez. Los autocares seguían llegando, traqueteantes, de las provincias con nuevos espectadores que se quedaban embobados ante aquel rancio glamour.
    ­­¡Amada! ¡Silencio!
    Kitty asintió con la cabeza en señal de aprobación. «Ahí has estado bien, Bercilak.» La había cortado en medio de su aria.
    ­­¿Qué ocurre? ¿Qué percibes que yo no logro percibir?
    ­­¡Chsss! No hables. Corremos peligro...
    Bercilak volvió su noble perfil. Miró a lo alto, luego al suelo. Dio la impresión de olisquear el aire. Todo estaba en calma. El fuego se había extinguido; el hechicero dormía profundamente; la luna se había ocultado tras una nube, y las gélidas estrellas brillaban en el firmamento. El público aguardaba en completo silencio. Para su gran contrariedad, Kitty se descubrió conteniendo la respiración.
    De súbito, con un grandilocuente juramento y el rumor áspero del hierro, el genio desenvainó la cimitarra y estrujó a la temblorosa chica contra su pecho.
    ­­¡Amarilis! ¡Ya vienen! Puedo verlos gracias a mis poderes.
    ­­¿Qué, Bercilak? ¿Qué es lo que ves?
    ­­¡Siete diablillos despiadados, mi amor, enviados por la reina de los efrits para capturarme! Nuestros devaneos la contrarían; nos apresarán y nos arrastrarán desnudos ante su trono a esperar su decisión. ¡Debes huir! ¡No, no hay tiempo para afectos, pese a que tu límpida mirada los suplica! ¡Ve!
    Con una serie de ademanes trágicos, la chica se soltó de sus brazos y se alejó cautelosamente hacia la izquierda del escenario. El genio arrojó a un lado su capa y el chaleco para hacerles frente a pecho descubierto.
    Del foso de la orquesta se alzó una disonancia dramática. Siete diablillos aterradores salieron de detrás de las rocas de un salto. Cada uno de ellos estaba interpretado por un enano con taparrabos de piel y vestiduras de un verde llamativo ajustadas al cuerpo. Desenvainaron sus estiletes y cayeron sobre el genio entre chillidos y muecas espantosas. A continuación se libró una gran batalla acompañada de un frenesí de violines chirriantes.
    «Diablillos perversos... Un hechicero malvado... Qué sutileza la de aquel Cisnes de Arabia ­pensó Kitty­. La propaganda ideal que refleja con delicadeza las angustias populares en vez de erradicarlas de una vez por todas. Dejadnos atisbar lo que tememos, tan sólo no mostréis sus garras. Añadidle música, escenas de lucha y amor imposible a raudales, haced que los demonios nos aterroricen y luego dejadnos ver cómo mueren. Lo tenemos todo bajo control. Al final de la función, todo acabará bien. Los hechiceros buenos terminarán con el malvado brujo. Los efrits perversos también caerán. Y en cuanto a Bercilak, el genio de facciones duras, seguro que acabará descubriéndose que era un hombre, un principito oriental transformado en un monstruo por algún cruel conjuro. Y Amarilis y él vivirán felices y comerán perdices gracias al sabio consejo de hechiceros benévolos...»
    De repente, a Kitty se le revolvió el estómago. Esta vez no se trataba de la tensión del trabajo; procedía de un lugar más hondo, del pozo de ira que bullía perpetuamente en su interior. Nacía de saber que todo lo que hacían era desesperado e inútil. Nada iba a cambiar, se lo decía la reacción del público. ¡Mira!, han capturado a Amarilis, un diablillo se la lleva bajo el brazo, mientras ella patalea y solloza desesperada. ¡Escucha cómo la gente lanza un grito ahogado! ¡Pero mira! ¡Bercilak, el heroico genio, ha arrojado a un diablillo al fuego humeante por encima del hombro! Ahora persigue al raptor y ¡zas, zas!, lo despacha con su cimitarra. ¡Viva! ¡Mira cómo lo aclama el público!
    Al final no importaba lo que hicieran, no importaba lo que robaran ni los ataques temerarios que llevaran a cabo. Nada iba a cambiar. Al día siguiente, las colas seguirían formándose a las puertas del Metropolitan, las esferas seguirían vigilándolos desde lo alto y los hechiceros estarían a saber dónde disfrutando de su poder.
    Así había sido siempre. Desde el principio, todo lo que había hecho no había servido de nada.


    ______ 4 ______


    El griterío sobre el escenario pasó a un segundo plano, y en su lugar Kitty oyó el trino de los pájaros y el zumbido del tráfico distante. En su mente, una luz procedente de su memoria sustituyó a la oscuridad del recinto.
    Tres años atrás. El parque, la bola, sus risas... La tragedia esperaba al acecho para caer sobre ellos como un rayo.
    Jakob ríe mientras corre hacia ella. El peso del bate, el tacto seco y leñoso en su mano...
    ¡Strike! ¡La sensación de triunfo! El baile de alegría.
    Un estrépito distante.
    La carrera con el corazón desbocado. Y luego... la criatura en el puente...
    Se llevó los dedos a los ojos para frotárselos. ¿De verdad había comenzado todo aquel fatídico día? Durante sus primeros trece años de vida, Kitty no había sido consciente de la verdadera naturaleza del gobierno de los hechiceros. O tal vez no se había percatado de manera consciente, pues, echando la vista atrás, se dio cuenta de que las dudas y las intuiciones ya habían conseguido abrirse camino en su mente mucho antes.
    Los hechiceros llevaban mucho tiempo en el poder y nadie recordaba que no hubiera sido siempre así. La mayoría de ellos no se interesaban por la vida cotidiana del plebeyo normal y corriente, y no se aventuraban más allá del centro de la ciudad y de las zonas residenciales, donde amplios, frondosos y tranquilos bulevares discurrían entre villas inaccesibles. Lo que quedaba en medio se dejaba a los demás: calles atiborradas de tiendas pequeñas, terrenos abandonados, talleres, fábricas de ladrillos... De vez en cuando, los hechiceros atravesaban esas áreas en sus cochazos negros, pero por lo demás su presencia se apreciaba principalmente por las esferas de vigilancia suspendidas al azar sobre las calles.
    ­­Las esferas nos mantienen a salvo ­le dijo su padre una noche, después de que una enorme esfera roja la hubiera seguido en silencio desde el colegio hasta casa­. No les tengas miedo. Si te portas bien, no te harán ningún daño. Los únicos que tienen que preocuparse son los hombres malos, los ladrones y los espías.
    Sin embargo, Kitty sí que había sentido miedo. Después de aquello, esferas furibundas y brillantes solían perseguirla en sus sueños.
    Sus padres jamás se vieron asaltados por esos temores. Ninguno de los dos hacía gala de una gran imaginación, pero eran muy conscientes de la inmensidad de Londres y del pequeño lugar que ocupaban en la ciudad. Nunca cuestionaron la superioridad de los hechiceros y aceptaban sin más el carácter inmutable de su gobierno. De hecho, les hacía sentirse más tranquilos.
    ­­Daría mi vida por el primer ministro ­solía decir su padre­. Es un gran hombre.
    ­­Mantiene a los checos en su sitio ­decía su madre­. Sin él, tendríamos a los húsares marchando sobre Clapham High Road, y eso es algo que no te gustaría, ¿verdad, cariño?
    Kitty suponía que no.
    Los tres vivían en una casa adosada en el barrio de Balham, al sur de Londres. Era una casa pequeña, con una salita y una cocina en la planta baja, y un baño diminuto en el exterior, en la parte de atrás. Arriba había un pequeño descansillo y dos dormitorios, el de los padres de Kitty y el suyo. Habían colocado un espejo alto y fino en el descansillo, ante el que toda la familia hacía cola por las mañanas para cepillarse el pelo y arreglarse la ropa. Su padre en particular se retocaba la corbata constantemente. Kitty nunca comprendió por qué se la anudaba y desanudaba sin cesar: doblaba la tira de tela hacia dentro, hacia arriba, le daba una vuelta y la sacaba, aunque las diferencias entre cada intento eran prácticamente microscópicas.
    ­­La apariencia es muy importante, Kitty ­le decía mientras examinaba el enésimo nudo con el ceño fruncido­. En mi trabajo solo tienes una oportunidad para causar buena impresión.
    El padre de Kitty era un hombre alto, enjuto y nervudo, estrecho de miras y sin pelos en la lengua. Era el encargado de un taller en unos grandes almacenes del centro de Londres y estaba muy orgulloso de su trabajo. Era el encargado de la sección de artículos de piel: un recinto amplio, de techo bajo, apenas iluminado por unas luces anaranjadas y repleto de bolsos y maletines caros hechos con pieles curadas de animales. Los artículos de piel eran un auténtico lujo, por lo cual la mayoría de la clientela estaba formada por hechiceros.
    Kitty había visitado el taller un par de veces, y el asfixiante y penetrante olor de la piel curtida siempre la mareaba.
    ­­No te cruces en el camino de los hechiceros ­le advertía su padre­. Son gente muy importante y no les gusta que nadie mariposee a su alrededor, ni siquiera niñas tan bonitas como tú.
    ­­¿Cómo voy a saber si es un hechicero? ­preguntaba Kitty. Entonces tenía siete años y no estaba segura.
    ­­Siempre van bien vestidos, parecen muy serios e inteligentes y a veces llevan bastones de los buenos. Usan perfumes caros, pero de vez en cuando todavía se puede detectar algún rastro de magia: extraños inciensos, productos químicos inusuales... Aunque, si los hueles, ¡es probable que estés demasiado cerca de alguno! Apártate de su camino.
    Kitty se lo había prometido de todo corazón. Siempre que entraba algún cliente en la sección de piel, se alejaba a la carrera hacia un rincón apartado desde donde los observaba con ojos muy abiertos llenos de curiosidad. Los consejos de su padre no le fueron de gran ayuda, pues todos los que visitaban el taller solían ir bien vestidos, muchos llevaban bastón y el fuerte olor enmascaraba cualquier fragancia extraña. Sin embargo, pronto comenzó a reconocerlos por otro tipo de pistas: la fría mirada del visitante, el aire serio y autoritario y, sobre todo, la repentina rigidez en las maneras de su padre. Siempre parecía incómodo cuando hablaba con ellos. El traje se le arrugaba a causa de la ansiedad y la corbata se le ladeaba por el nerviosismo. Cuando ellos hablaban, no dejaba de hacer pequeñas reverencias para demostrar su conformidad. Aquellas señales eran muy sutiles, pero suficientes para Kitty, quien se sentía desconcertada e incluso angustiada ante ellos, aunque no sabía porqué.
    La madre de Kitty trabajaba de recepcionista en la Pluma de Palmer, una compañía muy antigua oculta entre los múltiples encuadernadores y fabricantes de pergamino del sur de Londres. El negocio suministraba las plumas especiales que los hechiceros utilizaban en sus invocaciones. Las plumas eran engorrosas, lentas y difíciles de utilizar, y cada vez eran menos los hechiceros que se molestaban en escribir con ellas. Incluso el personal de la Palmer utilizaba bolígrafos.
    De vez en cuando, su trabajo le permitía ver a los hechiceros de forma fugaz, cuando ocasionalmente alguno visitaba el negocio para inspeccionar una nueva remesa de plumas. La proximidad le resultaba emocionante.
    ­­Tenía tanto estilo... ­decía­. Iba vestida con un tafetán de color latón cobrizo de mucha calidad, ¡estoy segura de que se lo traen directamente de Bizancio! Además, ¡qué porte tan imperioso...! Cuando chascó los dedos, todo el mundo brincó como saltamontes para servirla.
    ­­Por lo que dices, parecía bastante maleducada ­replicaba Kitty.
    ­­Todavía eres muy pequeña para entenderlo, corazón ­respondía su madre­. No, era una gran mujer.
    Un día, cuando Kitty tenía diez años, llegó a casa del colegio y se encontró a su madre en la cocina hecha un mar de lágrimas.
    ­­¡Mamá! ¿Qué ocurre?
    ­­No pasa nada. Bueno, ¿qué digo? Estoy un poquito dolida, Kitty. Me temo que... Me temo que me han despedido por reducción de plantilla. Ay, cariño, ¿qué vamos a decirle a tu padre?
    Kitty obligó a su madre a sentarse, le preparó una taza de té y le llevó una galleta. Mientras la mujer no dejaba de sorber por la nariz, tragar y suspirar, la verdad salió a la luz. El viejo señor Palmer se había jubilado y la empresa había sido adquirida por un trío de hechiceros a quienes no les gustaba tener plebeyos normales y corrientes en plantilla. Habían traído con ellos nuevo personal y habían despedido a la mitad de los empleados de toda la vida, incluida la madre de Kitty.
    ­­Pero no pueden hacer eso ­había protestado Kitty.
    ­­Claro que pueden, están en su derecho. Ellos protegen el país y nos convierten en la nación más grande del mundo; por tanto, disfrutan de muchos privilegios. ­Su madre se secó los ojos con unos toquecitos suaves y tomó un nuevo sorbo de té­. Aun así, es un poco humillante, después de tantos años...
    Humillante o no, aquél fue el último día que la madre de Kitty trabajó en Palmer. Unas semanas después, su amiga, la señora Hyrnek, a quien también habían despedido, le encontró un trabajo de encargada de la limpieza en una imprenta, y la vida retomó su organizado rumbo.
    Sin embargo, Kitty no lo olvidó.
    Los padres de Kitty eran ávidos lectores de The Times, periódico que traía noticias diarias sobre las últimas victorias del ejército. Parece ser que las guerras habían ido bien durante años, los territorios del imperio se expandían continuamente y riquezas de todo el mundo entraban a raudales en la capital. No obstante, aquel éxito exigía un precio y el periódico advertía una y otra vez a todos sus lectores que estuvieran atentos a los espías y a los saboteadores de los países enemigos que podían estar viviendo en un barrio normal y corriente mientras no dejaban de trabajar día y noche, a escondidas, en perversos complots para desestabilizar la nación.
    ­­Mantén los ojos abiertos, Kitty ­le advertía su madre­. Nadie le presta atención a una chica como tú. Nunca se sabe, podrías ver algo.
    ­­Especialmente por aquí ­añadía su padre con acritud­, por Balham.
    La zona en que vivía Kitty era famosa por su comunidad checa, establecida en aquel lugar desde hacía mucho tiempo. La calle principal contaba con varias cafeterías que servían comida eslava y que se caracterizaban por sus gruesos visillos y sus tiestos de flores multicolores en el alféizar. Ancianos caballeros de tez morena y largos bigotes blancos jugaban al ajedrez o a los bolos en las calles de los bares, y muchas de las empresas del lugar eran propiedad de los nietos de los refugiados políticos que habían llegado a Gran Bretaña en los tiempos de Gladstone.
    Por muy floreciente que fuera la zona (en la que había varias imprentas, incluida la célebre Hyrnek e Hijos), su manifiesta identidad europea atraía la atención constante de la Policía Nocturna. A lo largo de los años, Kitty se fue acostumbrando a ser testigo de incursiones a plena luz del día en las que patrullas de agentes uniformados de gris derribaban puertas y arrojaban las pertenencias a la calle. Unas veces se llevaban a hombres jóvenes en las furgonetas; otras se marchaban y dejaban en paz a las familias para que pudieran reconstruir lo que había quedado de sus hogares. Estas escenas siempre afectaban a Kitty, a pesar de las palabras tranquilizadoras de su padre.
    ­­La policía tiene que hacerse ver y sentir en el barrio ­insistía su padre­. Debe lograr que los alborotadores no bajen la guardia. Créeme, Kitty, no actuarían si no dispusieran de información fiable.
    ­­Pero, papá, eran amigos del señor Hyrnek.
    ­­Entonces debería escoger a sus amigos con mayor cuidado, ¿no? ­gruñía su padre por respuesta.
    De hecho, el padre de Kitty siempre se mostraba amable con el señor Hyrnek, cuya esposa, después de todo, le había conseguido un trabajo a la suya. Los Hyrnek eran una de las familias importantes del lugar y muchos hechiceros solían frecuentar su negocio. La imprenta ocupaba una gran parcela cerca de la casa de Kitty y daba empleo a mucha gente del barrio. A pesar de ello, no parecía que los Hyrnek nadaran en la abundancia. Vivían en una casa grande y algo destartalada que se elevaba, un tanto alejada de la carretera, al final de un jardín descuidado de hierbas altas y laureles. Con el tiempo Kitty llegaría a conocerla muy bien, gracias a su amistad con Jakob, el hijo pequeño de los Hyrnek.
    Kitty era alta para su edad ­y todavía no había terminado de crecer­, y se la veía delgada bajo su amplio jersey escolar y sus pantalones de pernera ancha, aunque era más fuerte de lo que parecía. Más de un chico se había arrepentido de haberle soltado algún comentario burlón a la cara, ya que Kitty no malgastaba saliva cuando bastaba con un buen puñetazo. Tenía el pelo castaño oscuro, casi negro, y liso salvo en las puntas, que tendían a rizarse con cierta rebeldía. Lo llevaba más corto que las demás chicas, hasta medio cuello.
    Kitty tenía los ojos oscuros y las cejas negras y gruesas. Su rostro era el vivo reflejo de sus opiniones, y, como éstas se sucedían con rapidez, las cejas y la boca estaban en constante movimiento.
    ­­Nunca tienes la misma cara ­le había dicho Jakob­. Esto... ¡Es un cumplido! ­había añadido rápidamente al ver la mirada hostil de Kitty.
    Durante muchos años fueron juntos a la misma clase, en la que aprendieron lo que pudieron del batiburrillo de asignaturas que se impartían a los niños plebeyos. Los oficios estaban bien vistos, puesto que su futuro se encontraba en las fábricas y los talleres de la ciudad. Les enseñaban alfarería, ebanistería, metalistería y matemáticas básicas. También recibían clases de dibujo técnico, costura y cocina, y para quienes como a Kitty les gustaban las palabras también se impartía lectura y escritura, con la condición de que estos conocimientos se emplearan algún día debidamente, tal vez en una carrera administrativa.
    Historia era otra de las asignaturas importantes. Se les instruía a diario sobre el glorioso avance de la nación británica. Kitty disfrutaba con aquellas clases, en las que les contaban muchas historias sobre magia y sobre parajes remotos, aunque no podía evitar percibir algunas lagunas en lo que les enseñaban. Con frecuencia levantaba la mano.
    ­­Sí, Kitty, ¿qué ocurre ahora?
    El tono de sus profesores revelaba a menudo un ligero cansancio que procuraban disimular lo mejor que podían.
    ­­Por favor, señor, cuéntenos más sobre el gobierno que el señor Gladstone derrocó. Usted ha dicho que ya contaban con un Parlamento y ahora nosotros tenemos otro. ¿Por qué el anterior era tan malvado?
    ­­Bueno, Kitty, si hubieras estado atenta como debías me habrías escuchado decir que el antiguo Parlamento estaba «malhadado», no que fuera malvado. Estaba dirigido por gente normal y corriente, como tú y como yo, sin poderes mágicos. ¡Imaginaos! Como era de esperar, otros países más fuertes lo hostigaban continuamente sin que se pudiera hacer nada por evitarlo. A ver, ¿cuál era la nación extranjera más peligrosa en aquellos días? Veamos... ¿Jakob?
    ­­No lo sé, señor.
    ­­¡En voz alta, hombre, no hables en murmullos! Bueno, me sorprende oírte decir eso, Jakob, sobre todo a ti. Era el Sacro Imperio Romano Germánico, ¿cuál si no? ¡Tus antepasados! El emperador checo gobernaba la mayor parte de Europa desde su castillo de Praga. Estaba tan gordo que tenía que sentarse en un trono de acero y oro sobre ruedas, del que tiraba por los pasillos un único buey blanco. Cuando quería salir del castillo, había que bajarlo con una polea reforzada. Tenía una pajarera con periquitos y todas las noches mataba a tiros a uno de un color diferente para que se lo sirvieran en la cena. Sí, ya podéis sentiros asqueados, ya... Ése era el tipo de hombre que gobernaba Europa en aquellos tiempos, y nuestro antiguo Parlamento no podía hacer nada contra él. Dirigía un temible consejo de hechiceros malvados y corruptos, de cuyo líder, Hans Meyrink, se dice que fue un vampiro. Sus soldados arrasaron... Sí, Kitty, ¿y ahora qué?
    ­­Bueno, señor, si el antiguo Parlamento era tan incompetente, ¿cómo es que el gordo emperador nunca invadió Gran Bretaña? Porque no lo hizo, ¿verdad, señor? ¿Y por qué...?
    ­­Sólo puedo contestar a las preguntas de una en una, Kitty, ¡no soy un hechicero! Gran Bretaña tuvo suerte y punto. Praga siempre fue lenta de reflejos y el emperador se pasaba casi todo el tiempo bebiendo cerveza y refocilándose en una vida disipada. Sin embargo, en cualquier momento podría haber dirigido su malvada mirada hacia Londres, creedme. Por fortuna para nosotros, en aquellos días había en nuestra capital unos cuantos hechiceros a quienes los pobres e impotentes ministros acudían de vez en cuando en busca de consejo. Uno de ellos era el señor Gladstone, quien se percató de la peligrosa situación en la que nos encontrábamos y decidió llevar a cabo un ataque preventivo. ¿Recordáis lo que hizo, niños? Sí... ¿Sylvester?
    ­­Convenció a los ministros para que le entregaran el control, señor. Fue a verles una noche y habló con tanta sensatez que lo eligieron primer ministro en el acto.
    ­­Correcto, buen chico, Sylvester, un punto positivo para ti. Sí, fue la Noche del Largo Consejo. Tras un largo debate en el Parlamento, la elocuencia de Gladstone acabó por imponerse y los ministros dimitieron de forma unánime en su favor. Gladstone organizó un ataque preventivo contra Praga al año siguiente y derrocó al emperador. ¿Sí, Abigail?
    ­­¿Liberó a los periquitos, señor?
    ­­Estoy seguro de que así fue. Gladstone era un hombre benévolo. Era sobrio y moderado en sus gustos y llevaba la misma camisa almidonada todos los días menos los domingos, día en que su madre se la lavaba. Después de aquello, el poder de Londres aumentó, al tiempo que disminuyó el de Praga. Como Jakob podría comprender, si no estuviera repantigado de forma tan grosera en su asiento, fue entonces cuando muchos ciudadanos checos, como su familia, emigraron a Gran Bretaña. La mayoría de los mejores hechiceros de Praga también vinieron y nos ayudaron a crear el Estado moderno. Ahora, tal vez...
    ­­Pero creía que había dicho que todos los hechiceros checos eran malvados y corruptos, señor.
    ­­Bueno, espero que todos los malvados fueran aniquilados, ¿tú no, Kitty? Los otros se dieron cuenta de que estaban equivocados y reconocieron el error de sus actos. ¡Vaya, el timbre! ¡Hora del almuerzo! Y no, Kitty, no voy a contestar a más preguntas ahora. Todo el mundo en pie, colocad bien las sillas y, por favor, ¡salid en silencio!
    Después de este tipo de debates en el colegio, Jakob solía mostrarse taciturno, aunque el mal humor rara vez le duraba demasiado. Era un muchacho alegre y rebosante de vida, menudo y de piel morena y con expresión sincera e insolente. Le gustaban los deportes y desde temprana edad se pasaba las horas muertas jugando con Kitty entre las altas hierbas del jardín de sus padres. Jugaban a pelota, practicaban tiro con arco, improvisaban partidos de criquet y, por regla general, se mantenían apartados de la enorme y bulliciosa familia de Jakob.
    En teoría, el señor Hyrnek era el cabeza de familia, pero en la práctica él, como todos los demás, estaba dominado por su mujer, la señora Hyrnek, una dínamo de energía materna de anchos hombros y pecho generoso que navegaba por la casa como un galeón empujado por una brisa errática y que estallaba en estentóreas carcajadas a la mínima de cambio o lanzaba maldiciones en checo a sus cuatro indisciplinados hijos. Los hermanos de Jakob ­Karel, Robert y Alfred­, mayores que él, habían heredado el imponente físico de su madre. Por eso, su envergadura, su fuerza y sus vozarrones potentes y graves siempre intimidaban a Kitty, quien se sumía en el silencio cuando ellos estaban cerca. El señor Hyrnek era como Jakob, menudo y delgado, pero tenía la piel tan áspera que a Kitty le recordaba la de una manzana apergaminada. El padre de Jakob fumaba una pipa muy curvada de madera de serbal, de la que salían espirales de humo dulzón que permanecían suspendidas alrededor de la casa y el jardín.
    Jakob estaba muy orgulloso de su padre.
    ­­Es brillante ­le dijo a Kitty mientras descansaban bajo un árbol después de jugar al frontón en la pared lateral de la casa­. Nadie sabe hacer con el pergamino y la piel lo que él hace. Deberías ver los folletos de conjuros en miniatura en los que está trabajando últimamente. ¡Están grabados con filigranas de oro al estilo de la vieja Praga, pero reducidos a la escala más diminuta posible! Primero trabaja los perfiles de los animales y las flores, con todo detalle, y luego incrusta piezas diminutas de marfil y piedras preciosas. Sólo mi padre sabe hacer cosas como ésas.
    ­­Deben de costar una fortuna cuando están terminadas ­comentó

    Kitty.
    Jakob escupió la brizna de hierba que estaba mascando.
    ­­Estás de broma, claro ­contestó de manera inexpresiva­. Los hechiceros no le pagan lo que deberían, nunca lo hacen, y a él apenas le llega para mantener la fábrica abierta. Mira todo esto... ­Hizo un gesto con la cabeza para señalar la casa con sus tejas torcidas en el tejado, los postigos tambaleantes con suciedad incrustada y la pintura que se descamaba en la puerta de la galería­. ¿Crees que deberíamos estar viviendo en un sitio como éste? ¡Venga ya!
    ­­Es mucho más grande que mi casa ­repuso Kitty.
    ­­Hyrnek's es la segunda imprenta más importante de Londres ­insistió Jakob­. Sólo la supera Jaroslav's, y ellos se limitan a sacar productos como si fueran salchichas: cubiertas de piel normales y corrientes, almanaques e índices anuales... Nada del otro mundo. Somos nosotros los que nos dedicamos al trabajo delicado, a la verdadera artesanía, y por eso muchos hechiceros acuden a nuestra imprenta cuando quieren encuadernar y personalizar sus mejores libros, les encanta ese toque único y lujoso. La semana pasada mi padre terminó una encuadernación, En la portada tenía una estrella de cinco puntas hecha con diamantes diminutos. Ridículo, pero es lo que hay; es lo que quería esa mujer.
    ­­¿Y por qué los hechiceros no le pagan a tu padre como es debido? Supongo que empezarían a preocuparse si tu padre dejara de hacer las cosas bien, si las hiciera de peor calidad.
    ­­Mi padre es demasiado orgulloso para eso. Sin embargo, el caso es que lo tienen entre la espada y la pared. O se porta bien o le cierran la fábrica y traspasan el negocio. Somos checos, no lo olvides, gente sospechosa. No se puede confiar en nosotros, aunque los Hyrnek llevamos viviendo en Londres más de ciento cincuenta años.
    ­­¿Qué? ­se indignó Kitty­. ¡Eso es ridículo! Claro que confían en vosotros, si no ya os hubieran echado del país.
    ­­Nos toleran porque dependen de nuestro arte, pero, a causa de todos los problemas que hay en el continente, nos vigilan a todas horas por si nos aliamos con espías. Por ejemplo, en la fábrica de mi padre hay una esfera de rastreo todo el día y a Karel y a Robert los siguen a todas partes. Hemos sufrido cuatro incursiones policiales en los últimos dos años y la última vez dejaron la casa patas arriba. La abuela se estaba bañando y la dejaron en medio de la calle dentro de su vieja bañera de hojalata.
    ­­¡Pobrecilla!
    Kitty lanzó la bola de criquet hacia arriba y la recogió con la mano abierta y extendida.
    ­­Bueno, pues ésos son tus hechiceros. Los odiamos, pero ¿qué podemos hacer? ¿En qué piensas? Te estás mordiendo el labio, eso significa que algo te preocupa.
    Kitty dejó de mordérselo al instante.
    ­­Estaba pensando en que tú odias a los hechiceros, pero que tu familia, tu padre y tus hermanos, los apoya con su trabajo en el taller. De un modo u otro, todo lo que hacéis les beneficia y aun así os tratan mal. No me parece justo. ¿Por qué tu familia no hace algo?
    Jakob sonrió con tristeza.
    ­­Mi padre tiene un dicho: «No sé nada más seguro que detrás del tiburón». Nosotros hacemos cosas hermosas para los hechiceros y eso les hace felices, así que más o menos nos dejan en paz. Si no lo hiciéramos, ¿qué ocurriría? Que los tendríamos encima en menos que canta un gallo. Ya has vuelto a enfurruñarte.
    Kitty no estaba segura de aprobar aquello.
    ­­Pero si no os gustan los hechiceros no deberíais cooperar con ellos ­insistió­. Moralmente no está bien.
    ­­¿Qué? ­Jakob le dio una patada, indignado de verdad­. ¡No me vengas con ésas! Tus padres cooperan con ellos, todo el mundo lo hace. No hay otra alternativa. Si no lo haces, la policía, o algo peor, te visita por la noche y te hace desaparecer como por arte de magia. No hay alternativa a la cooperación... ¿La hay? ¿La hay?
    ­­Supongo que no.
    ­­No, no la hay, al menos que quieras acabar muerto.


    ______ 5 ______

    La tragedia había alcanzado a Kitty a los trece años.
    Estaban en pleno verano y no había colegio. El sol brillaba sobre los tejados de las casas, los pájaros trinaban y la luz se filtraba a través de las ventanas. Su padre canturreaba delante del espejo mientras se arreglaba la corbata. Su madre le había dejado en la nevera un bollo glaseado para el desayuno.
    Jakob la había llamado muy temprano. Al abrir la puerta, se lo encontró blandiendo su bate.
    ­­Criquet ­dijo Jakob­. Es perfecto, podemos ir al parque de los pijos. Todo el mundo estará en el trabajo, así que ¿quién nos va a echar de allí?
    ­­Está bien ­aceptó Kitty­, pero bateo yo. Espera a que me ponga los zapatos.
    El parque se extendía hacia el oeste de Balham, alejándose de las fábricas y los comercios. Comenzaba en un terreno algo accidentado, un descampado lleno de ladrillos, cardos y restos oxidados de alambre de púas. Jakob y Kitty, y muchos otros niños, jugaban allí habitualmente. Sin embargo, si continuabas por el descampado hacia el oeste y te encaramabas al viejo puente metálico que cruzaba por encima las vías del tren, el parque iba ganando en belleza, con sus hayas frondosas, sus paseos sombreados, sus lagos donde nadaban patos silvestres y con un enorme manto de mullida hierba verde que se esparcía por todas partes. Más allá había una carretera ancha, junto a la cual una hilera de casas enormes, ocultas tras altos muros, indicaba la presencia de hechiceros.
    No se animaba a los plebeyos a frecuentar aquella parte del parque. Circulaban historias sobre niños que habían ido hasta allí por una apuesta y que nunca habían regresado. Kitty no creía en aquellos chismes, y tanto ella como Jakob habían cruzado una o dos veces el puente metálico, aunque no se habían aventurado más allá de los lagos. En una ocasión, un caballero de porte elegante con una larga barba negra les había gritado desde el otro lado del lago y Jakob le había respondido con un ademán elocuente. El caballero no había contestado, pero su acompañante, en quien no habían reparado hasta el momento ­una persona muy bajita y anodina­, se había lanzado a correr por la orilla del lago hacia ellos a una velocidad sorprendente. Kitty y Jakob escaparon por los pelos.
    Sin embargo, cuando miraban al otro lado de las vías del tren, la parte prohibida del parque casi siempre estaba desierta. Era una lástima desperdiciar la oportunidad, especialmente en un día tan maravilloso como aquél, en el que todos los hechiceros estarían trabajando. Kitty y Jakob se encaminaron hacia el parque a toda velocidad. Sus pasos repicaban sobre la superficie asfaltada del puente metálico.
    ­­No hay nadie a la vista ­confirmó Jakob­. Te lo dije.
    ­­¿No hay alguien ahí? ­Kitty hizo pantalla sobre los ojos y oteó un círculo de hayas en parte borrosas por el sol radiante­. ¿Junto a ese árbol? No lo veo muy bien.
    ­­¿Dónde? No... Sólo son sombras. Si tienes miedo nos ponemos junto a ese muro, que nos ocultará de las casas del otro lado de la carretera.
    Jakob cruzó el camino y se dirigió hacia el espeso césped golpeando la bola con gran destreza sobre la superficie plana del bate. Kitty lo siguió con mayor precaución. Un alto muro de ladrillos delimitaba el otro extremo del parque; al otro lado estaba la ancha avenida, flanqueada por las mansiones de los hechiceros. Era cierto que la parte central del césped quedaba expuesta de manera inquietante a las ventanas oscuras de los pisos superiores de las casas que daban al parque, pero también era verdad que, si se pegaban al muro, éste los protegería de sus miradas. Claro que eso significaba atravesar todo el parque y alejarse del puente metálico, algo que Kitty consideraba poco prudente. Pero hacía un día precioso y no se veía a nadie por los alrededores, así que se dejó llevar y corrió detrás de Jakob sintiendo la brisa contra sus brazos y sus piernas y disfrutando del ancho cielo azul.
    Jakob se detuvo a unos metros del muro, junto a una fuente plateada. Lanzó la pelota al aire, la golpeó y la envió a una altura considerable.
    ­­Aquí está bien ­dijo mientras esperaba la caída de la pelota­. Esto son los palos. Yo bateo.
    ­­¡Me lo prometiste!
    ­­¿De quién es el bate? ¿De quién es la bola?
    A pesar de las protestas de Kitty, imperó la razón y Jakob ocupó su puesto ante la fuente. Kitty se alejó un poco, frotando la pelota contra los pantalones cortos como hacían los lanzadores. Se volvió hacia Jakob con los ojos entornados, evaluando la situación. Jakob golpeó ligeramente el bate contra el suelo, sonrió bobaliconamente y meneó el trasero para provocarla.
    Kitty tomó carrerilla. Comenzó a correr despacio y luego fue ganando velocidad con la pelota en la mano. Jakob dio unos golpecitos en el suelo.
    Kitty lanzó el brazo hacia delante y la bola salió disparada a una velocidad endemoniada. La pelota rebotó sobre el asfalto del camino y salió como un proyectil hacia la fuente.
    Jakob balanceó el bate y le asestó un golpe perfecto. La pelota desapareció por encima de la cabeza de Kitty, hacia el cielo, hasta que se convirtió en un insignificante punto contra el firmamento... y finalmente cayó al suelo, casi en el centro del parque.
    Jakob celebró el bateo con un bailecito triunfal mientras Kitty lo fulminaba con la mirada. Con un suspiro hondo y sentido, comenzó la larga caminata para recuperar la bola.
    Diez minutos después, Kitty había lanzado cinco pelotas y había hecho cinco excursiones al otro lado del parque. Caía un sol de justicia, tenía calor, sudaba y estaba furiosa. Cuando por fin regresó, arrastrando los pies, tiró a propósito la pelota a los pies y se dejó caer sobre la hierba.
    ­­¿Qué, hecha polvo? ­le preguntó Jakob con cierta deferencia­. Casi has atrapado la última.
    Recibió un gruñido por única respuesta. Jakob le brindó el bate.
    ­­Te toca.
    ­­Un segundo.
    Estuvieron sentados en silencio durante un rato, contemplando cómo se mecían las hojas de los árboles y escuchando ocasionalmente el motor de algún que otro coche al otro lado del muro. Una enorme bandada de cuervos estridentes cruzó el parque y se posó en un roble lejano.
    ­­Menos mal que mi abuela no está por aquí ­comentó Jakob­. No le haría ninguna gracia.
    ­­¿El qué?
    ­­Esos cuervos.
    ­­¿Por qué?
    La abuela de Jakob siempre le había dado un poco de miedo a Kitty. Era una criatura diminuta y apergaminada con unos ojillos negros en un rostro increíblemente arrugado. Nunca abandonaba la silla junto al fuego de la cocina y desprendía un fuerte olor a paprika y a chucrut. Jakob aseguraba que tenía ciento dos años.
    El chico apartó de un manotazo un escarabajo encaramado a un tallo de hierba y lo lanzó por los aires.
    ­­Porque diría que son espíritus, siervos de los hechiceros. Según ella, es una de sus formas preferidas. Todo eso se lo enseñó su madre, que era de Praga. Por mucho calor que haga, no hay manera de que deje las ventanas abiertas por la noche ­pronunció con una voz ajada y temblorosa­: «¡Ciérrala, muchacho! No vayan a entrar los demonios». No dice más que tonterías por el estilo.
    Kitty frunció el ceño.
    ­­Entonces, ¿tú no crees en los demonios?
    ­­¡Claro que sí! ¿De dónde crees si no que sacan su poder los hechiceros? Todo se encuentra en los libros de conjuros que envían para encuadernar o imprimir. Ahí está toda la magia. Los hechiceros venden sus almas y los demonios a cambio les ayudan... Si no se equivocan con los conjuros. Si la pifian, los demonios los matan bien muertos. ¿Quién quiere ser hechicero? Yo no, ni por todo el oro del mundo.
    Durante unos minutos, Kitty se quedó en silencio boca arriba, contemplando las nubes. Una idea le vino a la cabeza.
    ­­Entonces, a ver si lo entiendo... ­comenzó­. Si tu padre, y su padre antes que él, han trabajado siempre en los libros de conjuros para los hechiceros, tienen que haber leído muchos de esos conjuros, ¿no? Eso significa...
    ­­Ya veo adonde quieres ir a parar. Sí, deben de haber visto algo, lo suficiente para mantenerse al margen. Aunque muchas cosas están escritas en lenguas extrañas y se necesita algo más que las palabras. Creo que si quieres dominar a un demonio hay que hacer dibujos y aprender todo tipo de pociones y cosas de ésas. Las personas honradas no quieren tener nada que ver con eso. Mi padre va a lo suyo y hace los libros. ­Suspiró­. ¿Sabes? La gente siempre ha creído que mi familia está en el ajo. Después de que los hechiceros perdieran el poder en Praga, una muchedumbre persiguió a uno de los tíos de mi abuelo y lo arrojó por una ventana. Cayó sobre un tejado y murió. Mi abuelo vino a Inglaterra poco después y retomó el negocio porque aquí estaba más seguro. De todos modos ­se sentó y se estiró­, dudo mucho que esos cuervos sean demonios. ¿Qué estarían haciendo posados en un árbol? ­Le tendió el bate­. Venga, te toca. ¿Qué te apuestas a que te elimino a la primera?
    Para la inmensa frustración de Kitty, aquello fue exactamente lo que hizo. Y a la siguiente. Y a la otra. El parque resonaba con el golpe metálico de la pelota de criquet contra la fuente. Los gritos de Jakob retumbaban alto y fuerte. Finalmente Kitty tiró el bate al suelo.
    ­­¡Esto no es justo! ­gritó­. Seguro que le has puesto más peso a la pelota o algo así.
    ­­Se llama puntería. Me toca.
    ­­Una vez más.
    ­­Está bien.
    Jakob lanzó la pelota con un tiro teatralmente suave, sin levantar el brazo. Kitty balanceó el bate con feroz desesperación y, para su gran sorpresa, hizo contacto con tanta fuerza que hasta el codo se resintió del impacto.
    ­­¡Sí! ¡Le he dado! ¡Atrápala si puedes!
    Kitty celebró su victoria con un bailecito esperando ver a Jakob salir disparado por el césped, pero su amigo se quedó como petrificado en una postura vacilante, con la vista fija en el cielo por encima de la cabeza de Kitty.
    Kitty se volvió. La pelota que había conseguido golpear por encima del hombro caía en picado y con calma al otro lado del muro, fuera del parque, hacia la carretera.
    A continuación hubo un espantoso estrépito de cristales rotos, un chirrido de neumáticos y un topetazo sonoro y metálico.
    Silencio. Después oyeron un silbido apagado al otro lado del muro, como de vapor saliendo de un motor estropeado.
    Kitty y Jakob intercambiaron una mirada y echaron a correr por el césped a toda velocidad en dirección al lejano puente. Corrían uno al lado del otro con las cabezas gachas y los puños apretados, sin mirar atrás. Kitty todavía llevaba el bate en la mano, pero le pesaba mucho, así que, dejando escapar un grito ahogado, se deshizo de él. Al ver aquello, Jakob lanzó otro grito y derrapó hasta detenerse.
    ­­¡Idiota! Lleva mi nombre...
    Jakob retrocedió como una flecha. Kitty aminoró la velocidad, se volvió para ver cómo lo recogía y, al hacerlo, también vio a cierta distancia una puerta abierta en el muro que daba a la calle. Una figura de negro apareció en medio de la puerta, mirando hacia el parque.
    Jakob había recuperado el bate y corría en su dirección.
    ­­¡Date prisa! ­jadeó Kitty cuando llegó a su altura­. Hay alguien... ­No terminó la frase, le faltaba el aliento para continuar.
    ­­Ya casi estamos.
    Jakob iba delante bordeando la orilla del lago donde grupos de aves silvestres asustadas graznaban y alzaban el vuelo en desbandada. Cruzaron el lago, atravesaron las sombras del hayedo y subieron una pequeña cuesta que conducía al puente metálico.
    ­­Estaremos a salvo... cuando lleguemos allí... Escóndete en los cráteres... Ya queda poco...
    Kitty se moría por volver la vista atrás. En su imaginación vio la figura de negro corriendo tras ellos por el parque y la imagen le produjo un escalofrío que le recorrió la espalda. Sin embargo, iban demasiado deprisa para que pudiera darles alcance. Todo iba a salir bien, se librarían.
    Jakob subió al puente a la carrera con Kitty a la zaga. Sus pasos resonaban como martillos neumáticos, con un repiqueteo y el zumbido sordo del metal al vibrar. Llegaron a lo alto y comenzaron a bajar por el otro lado...
    En el otro extremo del puente, algo salió de la nada y les cortó el paso.
    Jakob y Kitty lanzaron un grito, detuvieron en seco su precipitada carrera y chocaron entre ellos al intentar no colisionar contra aquella cosa.
    Era tan alta como un hombre y, de hecho, se desenvolvía como si lo fuera. Se erguía sobre dos patas largas, tenía los brazos extendidos y hacía entrechocar los dedos, pero no era un hombre. En todo caso, recordaba a una espantosa especie de mono deforme y descomunal. Tenía el cuerpo cubierto de un pelaje verde claro, salvo alrededor de la cabeza y el morro, donde el pelo se oscurecía y adoptaba un tono casi negro. Sus crueles ojos eran amarillos. Ladeó la cabeza y les sonrió, haciendo crujir las manos afiladas. Una fina cola estriada restalló a su espalda como un látigo, silbando en el aire.
    Por unos instantes, ni Jakob ni Kitty pudieron abrir la boca ni moverse. Y entonces...
    ­­¡Atrás, atrás, atrás! ­gritó Kitty.
    Jakob estaba paralizado por el asombro, como si hubiese echado raíces. Kitty lo cogió del cuello de la camisa y tiró de él, dándose media vuelta al mismo tiempo.
    Con las manos en los bolsillos y la corbata remetida con elegancia bajo un chaleco de una mezcla de lana y fieltro, un caballero de traje negro les cortaba el paso al otro lado del puente. No parecía precisamente agotado.
    La mano de Kitty siguió aferrando el cuello de Jakob, no podía soltarse. Kitty miró a un lado y Jakob al otro. Sintió que Jakob alargaba la mano, buscando desesperadamente la tela de su camiseta, y cerraba el puño con fuerza. Lo único que se oía era la respiración agitada de los chicos y el silbido de la cola del monstruo cortando el aire. Un cuervo los sobrevoló graznando con estruendo. Kitty sintió que el corazón le martilleaba en los oídos.
    El caballero no parecía tener prisa por hablar. Era bastante bajo, pero de constitución robusta y fornida. En medio de su cara redonda despuntaba una nariz extraordinariamente alargada y afilada. Incluso en esos momentos de profundo terror, a Kitty se le antojó que parecía un reloj de sol. El hombre permanecía inexpresivo.
    Jakob temblaba a su lado. Kitty sabía que no diría ni una palabra.
    ­­Por favor, señor ­se atrevió a decir ella con voz ronca­. ¿Qué... qué es lo que quiere?
    Se hizo un largo silencio, como si el caballero se resistiera a dirigirse a ella. Pero, cuando lo hizo, fue con una tranquilidad aterradora.
    ­­Compré mi Rolls­Royce hace unos años en una subasta ­dijo­. Necesitaba muchas reparaciones, pero aun así me costó una suma considerable. Desde entonces, he gastado una fortuna en él: carrocería nueva, neumáticos, motor y, por encima de todo, un parabrisas original de vidrio tintado para convertir mi coche en, posiblemente, el mejor modelo de todo Londres. Llamadlo pasatiempo; me distrae del trabajo. Ayer mismo, tras muchos meses de búsqueda, localicé una matrícula original de porcelana y la atornillé al capó. Por fin mi vehículo estaba completo. Hoy lo cojo para ir a dar una vuelta, ¿y qué ocurre? Que me atacan dos mocosos plebeyos salidos de ninguna parte. Me rompéis el parabrisas, me hacéis perder el control, me estampo contra una farola y la carrocería, los neumáticos y el motor quedan destrozados y la matrícula hecha añicos. Mi coche está para el desguace y nunca volverá a funcionar... ­Hizo una pausa para tomar aire. Una lengua rosada y gruesa asomó entre los labios­. ¿Que qué quiero? Bueno, primero siento curiosidad por saber qué tenéis que decir al respecto.
    Kitty miró a ambos lados en busca de inspiración.
    ­­Estooo... ¿«Lo sentimos» estaría bien para empezar?
    ­­¿«Lo sentimos»?
    ­­Sí, señor. Verá, ha sido un accidente, no queríamos...
    ­­¿Después de lo que habéis hecho? ¿Después del daño que habéis causado? Pequeños plebeyos inmundos...
    Las lágrimas afloraron a los ojos de Kitty.
    ­­¡Eso no es así! ­protestó, desesperada­. No queríamos darle a su coche. ¡Sólo estábamos jugando! ¡Ni siquiera veíamos la carretera!
    ­­¿Jugando? ¿En este parque privado?
    ­­No es privado. Bueno, si lo es ¡no debería serlo! ­A su pesar, Kitty se descubrió al borde de la histeria­. Pero si aquí no hay nadie... No estábamos haciendo ningún daño. ¿Por qué no deberíamos venir aquí?
    ­­Kitty ­la avisó Jakob con voz ronca­, cállate.
    ­­Nemaides ­se dirigió el hechicero a aquella cosa con aspecto de mono en el extremo opuesto del puente­, acércate un par de pasos, por favor. Hay un trabajito del que me gustaría que te encargases.
    Kitty oyó el suave repiqueteo de las garras sobre el metal y sintió que Jakob se encogía de miedo a su lado.
    ­­Señor, sentimos mucho lo de su coche ­insistió la niña con voz apagada­, de verdad.
    ­­Entonces, ¿por qué salisteis corriendo y no os quedasteis para afrontar vuestras responsabilidades? ­preguntó el hechicero.
    ­­Por favor, señor... Teníamos miedo ­contestó con un hilo de voz.
    ­­Y hacíais bien en tenerlo. Nemaides... Creo que un volteador negro estaría bien, ¿tú qué crees?
    Kitty oyó crujir unos nudillos gigantescos, y a continuación una voz seria y profunda.
    ­­¿De qué velocidad? No llegan al tamaño medio.
    ­­Creo que bastante alta, ¿no? Era un coche caro. Ocúpate de ello.
    El hechicero pareció considerar que su papel en el asunto había concluido. Se volvió sin sacar las manos de los bolsillos y comenzó a alejarse, renqueante, hacia la lejana puerta.
    Tal vez si echaran a correr... Kitty tiró del cuello de Jakob.
    ­­¡Vamos!
    Jakob estaba pálido como un muerto.
    ­­No vale la pena. No podemos...
    Kitty apenas consiguió entenderle. Se había soltado de ella y las manos le colgaban sin fuerza a los costados.
    Oyeron el repiqueteo de las garras sobre metal.
    ­­Vuélvete hacia mí, pequeño.
    Por un instante, Kitty se planteó dejar allí a Jakob, salir corriendo, alejarse del puente y adentrarse en el parque. Sin embargo, desdeñó la idea, y a sí misma por haberla pensado, y se volvió con resolución para enfrentarse a aquella cosa.
    ­­Eso está mejor, con el volteador es preferible un impacto frontal directo.
    El rostro simiesco no parecía particularmente perverso; en todo caso, tenía una expresión un tanto aburrida.
    Dominando su miedo, Kitty alzó una pequeña mano a modo de súplica.
    ­­Por favor... ¡No nos hagas daño!
    Los ojos amarillos se abrieron como platos y los labios negros dibujaron una mueca compungida.
    ­­Lo siento, pero me temo que eso es imposible. Me han dado una orden, concretamente la de aplicaros un volteador negro, y no puedo desobedecerla sin correr un gran riesgo. No querréis que me convierta en víctima del fuego abrasador, ¿verdad?
    ­­Para ser sincera, lo preferiría.
    La cola del demonio restalló adelante y atrás como la de un gato irritado. Flexionó una pierna y se rascó la corva de la otra rodilla con una garra articulada.
    ­­No lo dudo. Bueno, la situación es incómoda. Sugiero que le pongamos fin lo antes posible.
    El demonio alzó una mano.
    Kitty pasó un brazo por la cintura de Jakob y sintió las palpitaciones del chico a través de la piel y de la ropa.
    Un remolino de humo gris salió disparado de un punto a escasa distancia de los dedos extendidos del demonio en dirección a los chicos. Kitty oyó gritar a Jakob. Llegó a ver unas llamas rojizas y anaranjadas que parpadeaban en el interior de la espiral de humo, antes de que ésta impactara contra su cara con un estallido de calor y todo se volviera negro.


    ______ 6 ______

    ­­Kitty... ¡Kitty!
    ­­¿Mmm...?
    ­­Despierta. Es la hora.
    Levantó la cabeza, parpadeó y se desperezó rápidamente en medio del bullicio del intermedio de la obra. Habían encendido las luces del auditorio y habían bajado el pesado telón púrpura sobre el escenario. El público se había desmigajado en cientos de individuos de rostros sonrojados que desfilaban lentamente por la platea. Kitty se ahogaba en un torrente de sonidos que le golpeaba las sienes como si se tratara de una marea. Sacudió la cabeza para aclararse la mente y miró a Stanley, que estaba apoyado en una de las butacas de enfrente con expresión sarcástica y burlona.
    ­­Ah, sí... ­contestó Kitty, confundida­. Sí, estoy lista.
    ­­El bolso, no te lo olvides.
    ­­Eso es poco probable, ¿no crees?
    ­­También era poco probable que te durmieras.
    Soltando un bufido y apartándose un mechón de los ojos, Kitty agarró el bolso y se levantó para dejar pasar a un hombre. Acto seguido, se volvió para seguirlo y salir al pasillo. Al hacerlo, vio fugazmente a Fred. Como siempre, su mirada apagada era difícil de descifrar, pero Kitty creyó atisbar un destello de desdén y burla. Apretó los labios y avanzó con dificultad hasta el pasillo.
    Sin dejar ni un palmo de espacio libre, la gente se apiñaba entre los patios de butacas, ya fuera de camino a los bares, a los lavabos o a la chica de los helados que estaba apoyada contra la pared bajo un foco de luz. Resultaba difícil moverse en cualquier dirección; aquello le recordaba un mercado de ganado en el que las bestias eran conducidas lentamente por un laberinto de cemento y vallas metálicas. Respiró hondo y, tras una sucesión de disculpas masculladas y una serie de codazos debidamente aplicados, se unió al rebaño y se abrió paso entre varias espaldas y barrigas hacia unas puertas de doble hoja.
    A medio camino sintió una palmadita en el hombro; al volverse, se encontró con la cara sonriente de Stanley.
    ­­Creo que la función no te gusta mucho, ¿verdad?
    ­­Claro que no, es malísima.
    ­­Creía que tendría algo bueno.
    ­­Ya.
    Chasqueó la lengua fingiendo sorpresa.
    ­­Al menos yo no dormía en horas de trabajo.
    ­­El trabajo empieza ahora ­le espetó Kitty.
    Con expresión resuelta y el pelo alborotado, Kitty atravesó las puertas que daban al pasillo lateral que rodeaba el auditorio. Estaba enfadada consigo misma, enfadada por haberse adormilado y por haber permitido que Stanley la sacara de quicio con tanta facilidad. Él siempre estaba atento a cualquier indicio de debilidad, intentando sacarle provecho ante los demás; aquello sólo serviría para proporcionarle más munición. Sacudió la cabeza con impaciencia. «Olvídalo, no es el momento.»
    Se abrió camino hasta el vestíbulo del teatro, que gran parte del público atravesaba con sus bebidas para refrescarse en la calle y disfrutar de la noche veraniega. Kitty los siguió. El cielo se teñía de un azul intenso, al tiempo que la luz se apagaba lentamente. Banderines y pancartas de colores colgaban de las casas de enfrente, engalanadas para la fiesta. La gente reía y entrechocaba sus vasos. Con cautela extrema y en silencio, los tres avanzaron entre el alegre gentío.
    En la esquina del edificio, Kitty consultó la hora.
    ­­Tenemos quince minutos.
    ­­Esta noche han salido algunos hechiceros ­comentó Stanley­. ¿Ves a esa anciana que le está dando a la ginebra? ¿La de verde? Pues lleva algo en el bolso con un aura poderosa. Se lo podríamos birlar.
    ­­No, no nos desviemos del plan. Vamos, Fred.
    Fred asintió con la cabeza. Del bolsillo de su chaqueta de piel extrajo un cigarrillo y un encendedor. Con paso relajado, buscó un lugar que le ofreciera una buena visión de la calle lateral y, mientras se encendía el cigarrillo, echó un vistazo. Lo que vio pareció satisfacerle, pues dobló la esquina sin volver la vista atrás. Kitty y Stanley le siguieron. La calle, por la que paseaba bastante gente tomando el aire, estaba flanqueada por tiendas, bares y restaurantes. Por lo visto, el cigarrillo de Fred se apagó en la siguiente esquina, así que se detuvo para volver a encenderlo y escudriñó de nuevo la calle en todas direcciones. Esta vez entornó los ojos y volvió sobre sus pasos a grandes zancadas. Kitty y Stanley se habían detenido a contemplar un escaparate fingiendo ser una pareja feliz cogida de la mano. Fred pasó junto a ellos.
    ­­Viene un demonio ­musitó­. Esconde el bolso.
    Transcurrió un minuto. Kitty y Stanley disimulaban embobados delante de las alfombras persas del escaparate. Fred examinaba el surtido de flores de la tienda contigua. Con el rabillo del ojo, Kitty vigilaba la esquina, por la que apareció un ancianito de porte elegante y cabello blanco, tarareando una tonada militar. Cruzó la calle y lo perdieron de vista. Kitty intercambió una mirada con Fred, quien, de manera casi imperceptible, sacudió la cabeza. Kitty y Stanley no se movieron. Una mujer de mediana edad tocada con un enorme sombrero floreado apareció al doblar la esquina con paso lento, como si meditara sobre los males del mundo. Lanzó un hondo suspiro y se dirigió hacia ellos. Al pasar junto a Kitty, ésta olió su perfume, una fragancia penetrante y bastante vulgar. Sus pisadas se perdieron en la distancia.
    ­­Muy bien ­dijo Fred.
    Regresó a la esquina, echó un pequeño vistazo y enfiló la calle. Kitty y Stanley se apartaron del escaparate y le siguieron, soltándose de las manos como si tuvieran la peste. El bolso de piel, que Kitty llevaba bajo el abrigo, reapareció en su mano.
    La siguiente calle era más estrecha y no había transeúntes. A la izquierda se encontraba el patio de descarga de la tienda de alfombras, desierto y a oscuras, detrás de una verja negra contra la que estaba repantigado Fred vigilando ambos lados de la calle.
    ­­Acaba de pasar una esfera de rastreo al final de la calle ­les informó­, pero el camino está libre. Te toca, Stan.
    La puerta que daba al patio estaba cerrada con candado. Stanley se acercó, lo estudió con detenimiento y rebuscó en su chaqueta, de la que sacó unas tenazas de acero. Un apretón, una vuelta, y la cadena se abrió con un chasquido. Entraron en el patio detrás de Stanley, que no despegaba la mirada del suelo.
    ­­¿Hay algo? ­preguntó Kitty.
    ­­Aquí no, pero la puerta de atrás está cubierta por una especie de pelusilla. Debe de ser un conjuro, así que deberíamos evitarla, pero esa ventana es segura.
    La señaló.
    ­­De acuerdo.
    Kitty se acercó a la ventana con sigilo y echó un vistazo al interior. Por lo poco que consiguió ver, la habitación del otro lado era un almacén donde se apilaban alfombras enrolladas y bien envueltas en lino. Miró a
    los otros dos.

    ­­¿Y bien? ­preguntó Kitty entre dientes­. ¿Veis algo?
    ­­Claro que sí ­contestó Stanley con indulgencia­, por eso no tiene sentido que tú estés al mando. Sin nosotros, estás indefensa, ciega. No, no hay trampas.
    ­­Ni demonios ­añadió Fred.
    ­­De acuerdo.
    Kitty se había enfundado unos guantes negros. Con el puño golpeó el último vidrio de la parte inferior. Se oyó cómo se resquebrajaba y, a continuación, el fugaz tintineo de unos cristales cayendo sobre el alféizar. Kitty metió la mano, descorrió el pestillo y, tras subir la ventana, la salvó de un salto, aterrizó en la estancia en silencio y miró a ambos lados. Se abrió camino entre las pirámides de lino sin esperar a los demás, aspirando el penetrante olor a cerrado que desprendían las alfombras envueltas, y alcanzó con rapidez una puerta entornada. Sacó una linterna del bolso y el haz de luz iluminó una enorme oficina decorada lujosamente, con escritorios, sillas y cuadros en las paredes. En un rincón, casi a ras de suelo y a oscuras, había una caja de seguridad.
    ­­Espera. ­Stanley cogió a Kitty por el brazo­. Hay un hilillo brillante a la altura del pie, entre los escritorios. Es un conjuro zancadilla. Sáltalo.
    Enojada, se deshizo de la mano de Stanley.
    ­­No, si te parece lo piso. No soy imbécil.
    Stanley se encogió de hombros.
    ­­Ya, ya.
    Después de levantar los pies bien alto para salvar el hilo invisible, Kitty se acercó a la caja de seguridad, abrió el bolso, extrajo una pequeña esfera blanca y la dejó en el suelo. Se apartó con cuidado y, al llegar junto a la puerta, pronunció una palabra. Con un suave susurro y una ráfaga de aire la esfera implosionó y desapareció en la nada. La succión hizo saltar los cuadros cercanos de la pared, levantó la alfombra del suelo y desencajó de sus goznes la puerta de la caja fuerte. Con calma, y después de levantar los pies bien alto para sortear el hilo invisible, Kitty volvió a acercarse y se arrodilló junto a la caja fuerte. Sus manos no vacilaron al introducir los objetos en el bolso.
    Stanley daba saltitos de impaciencia.
    ­­¿Qué tenemos?
    ­­Espejos de mohoso, un par de esferas de elementos... Documentos... Y dinero. Montañas de dinero.
    ­­Bien, date prisa. Tenemos cinco minutos.
    ­­Ya lo sé.
    Kitty cerró el bolso y abandonó la oficina sin perder más tiempo. Fred y Stanley ya habían salido por la ventana y la esperaban nerviosos fuera. Kitty atravesó la habitación, salió al patio de un salto y se dirigió hacia la puerta como un rayo. Un segundo después, impulsada por una extraña intuición, volvió la vista atrás... a tiempo para ver cómo Fred arrojaba algo al almacén. Se detuvo en seco.
    ­­¿Qué narices era eso?
    ­­No hay tiempo para charlas, Kitty. ­Fred y Stanley pasaron junto a ella a toda velocidad­. La función va a empezar.
    ­­¿Qué acabas de hacer?
    Stanley le guiñó un ojo mientras salían al trote a la carretera.
    ­­Una astilla avernal. Un regalito.
    A su lado, Fred trataba de ahogar la risa.
    ­­¡Ése no era el plan! ¡Esto era sólo una incursión!
    Comenzó a oler el humo que el aire arrastraba. Doblaron la esquina y pasaron frente al escaparate de la tienda.
    ­­No nos podemos llevar las alfombras, ¿no? Así que, ¿para qué íbamos a dejarlas? ¿Para que se las vendieran a los hechiceros? No podemos tener compasión con los colaboradores, Kitty. Se lo merecen.
    ­­¿Y si nos cogen?
    ­­No lo harán, relájate. Además, los robos pequeños e insignificantes no aparecen en primera plana, ¿no? Pero un robo y un incendio, sí.
    Blanca de ira y con los dedos aferrados a las asas del bolso, Kitty caminó a su lado. Aquello no tenía nada que ver con la publicidad: aquello era el modo que tenía Stanley de desafiar su autoridad, de ponerla en entredicho con más determinación que nunca. Kitty había ideado el plan, la estrategia, y él lo había desbaratado todo a propósito. No le quedaba más remedio que tomar medidas, o tarde o temprano Stanley haría que los mataran a todos.
    Un timbre intermitente sonaba en la entrada del Metropolitan y los espectadores que aún quedaban fuera iban entrando. Kitty, Stanley y Fred se unieron a ellos sin interrumpir su paso y, momentos después, volvían a dejarse caer en sus butacas. La orquesta estaba afinando y ya habían subido el telón.
    Aún temblando a causa de la ira, Kitty colocó el bolso entre los pies. Al mismo tiempo, Stanley volvió la cabeza y sonrió.
    ­­Confía en mí ­musitó­, apareceremos en las portadas de los periódicos. Mañana por la mañana no se hablará de otra cosa.


    _____ 7 _____ SIMPKIN

    A unos ochocientos metros al norte de las oscuras aguas del
    Támesis, comerciantes de todo el mundo se reunían a diario en el distrito de la City para llevar a cabo intercambios, compras y ventas. Los tenderetes del mercado se perdían más allá de donde alcanzaba la vista, apiñados bajo los aleros de casas vetustas como polluelos bajo las alas de su madre. La diversidad de las mercancías expuestas no tenía fin: oro del sur de África, pepitas de plata de los Urales, perlas de la Polinesia, esquirlas de ámbar del Báltico, piedras preciosas de todos los colores, sedas iridiscentes de Asia y otras miles de maravillas. Sin embargo, lo más valioso eran los artefactos mágicos saqueados en imperios antiguos y llevados a Londres para ponerlos a la venta.
    En el corazón de la City, en el cruce de Cornhill y Poultry Street, los reclamos lanzados a voz en grito por los comerciantes agredían los oídos con aspereza. Los únicos que tenían permitido el acceso a aquella zona eran los hechiceros, por lo que unos policías uniformados de gris vigilaban las entradas de la feria.
    Todos los puestos estaban abarrotados de objetos que se presentaban como extraordinarios. Con un simple vistazo se podían descubrir flautas y liras encantadas de Grecia; vasijas llenas de polvo funerario de los cementerios reales de Ur y Nimrod; delicados artefactos de oro de Tashkent, Samarkanda y otros pueblos de la ruta de la seda; tótems tribales de las llanuras de Norteamérica; máscaras y efigies de Polinesia; cráneos curiosos con cristales incrustados en la boca; dagas de piedra, con la mácula del sacrificio, rescatadas de las ruinas de los templos de Tenochtitlán...
    Una vez por semana, los lunes ya entrada la tarde, el eminente hechicero Sholto Pinn se paseaba por este lugar con andar majestuoso para vigilar a la competencia, pues de eso se trataba, y para comprar cualquier insignificancia que atrajera su atención.
    El sol de mediados de junio se escondía ya detrás de las tejas. Aunque el mercado, encajado entre edificios, estaba envuelto en una penumbra azulada, la calle todavía desprendía suficiente calor para ofrecer un paseo agradable al señor Pinn, quien lucía un traje de lino blanco y un sombrero de ala ancha. Balanceaba con ligereza un bastón de marfil en una mano mientras que, con la otra, se daba de vez en cuando toquecitos en la nuca con un enorme pañuelo amarillo.
    El elegante atuendo del señor Pinn también incluía sus lustrosos zapatos, a pesar de la suciedad imperante en las calles, abarrotadas de desperdicios de un centenar de comidas apresuradas: mondaduras de frutas, envoltorios de falafel, cascaras de frutos secos, conchas de ostras y restos de grasa y cartílago. Aunque aquello no preocupaba al señor Pinn, ya que una mano invisible barría los desperdicios a su paso.
    A medida que avanzaba, inspeccionaba los tenderetes a uno y otro lado a través de su monóculo de culo de botella. En su rostro se dibujaba su distraída y aburrida expresión habitual, un mecanismo de defensa contra el acoso de los comerciantes, quienes lo conocían muy bien.
    ­­¡Signore Pinn! ¡Tengo aquí una mano embalsamada de procedencia misteriosa! Se encontró en el Sahara y sospecho que se trata de la reliquia de un santo. Me he negado a vendérsela a los demás clientes esperando a que llegara usted...
    ­­Monsieur, por favor, deténgase un momento. Mire lo que tengo en este extraño estuche de obsidiana...
    ­­Observe este pedazo de pergamino, estos símbolos rúnicos...
    ­­¡Señor Pinn, señor, no escuche a esos maleantes! Su exquisito gusto le dirá...
    ­­... esta estatua voluptuosa...
    ­­... estos dientes de dragón...
    ­­... esta calabaza...
    El señor Pinn sonreía con indulgencia, echaba un vistazo a los objetos, hacía caso omiso de los gritos de los comerciantes y seguía su camino tranquilamente. Nunca compraba demasiadas cosas, pues casi todas sus mercancías se las enviaban directamente los agentes que tenía trabajando por todo el imperio. Sin embargo, nunca se sabía. Valía la pena echar un vistazo por la feria.
    Al final de las hileras de puestos había un tenderete donde las vajillas de cristal y de barro se apilaban hasta el techo. En su mayoría eran falsificaciones bastante evidentes y recientes, pero una diminuta vasija azul verdosa con un tapón sellado llamó la atención del señor Pinn, quien se dirigió a la vendedora de manera informal.
    ­­Eso de ahí. ¿Qué es?
    La dueña del puesto era una joven con un vistoso pañuelo en la cabeza.
    ­­¡Señor! Es una vasija de cerámica vidriada de Ombos, del Antiguo Egipto. Se encontró en una tumba muy profunda, bajo una roca muy pesada, junto a los huesos de un hombre alto y alado.
    El señor Pinn enarcó una ceja.
    ­­¿No me diga? ¿Y tiene usted ese asombroso esqueleto?
    ­­Ay, pues no. Una muchedumbre exaltada desperdigó los huesos.
    ­­Muy oportuno. ¿Y la vasija? ¿Ha sido abierta alguna vez?
    ­­No, señor. Creo que contiene un genio, o posiblemente una pestilencia. ¡Cómprela, ábrala y compruébelo usted mismo!
    El señor Pinn cogió la vasija y la examinó entre sus rechonchos dedos blancos.
    ­­Mmm ­murmuró­. Parece que pesa demasiado para su tamaño. Tal vez se trate de un conjuro comprimido... Sí, este objeto es de cierto interés. ¿Qué precio tiene?
    ­­Por ser para usted, señor... Cien libras.
    El señor Pinn lanzó una estentórea carcajada.
    ­­Es cierto que soy acaudalado, querida mía, pero también soy una persona con la que no se debe jugar.
    Chasqueó los dedos y se oyó el tintineo de cerámica entrechocando entre sí y un rumor de ropa, mientras un personaje invisible trepaba con rapidez a uno de los postes que sujetaba el puesto, se dejaba resbalar por el toldo y caía con ligereza sobre la espalda de la mujer. La vendedora lanzó un chillido, pero el señor Pinn no apartó la vista de la vasija que tenía en la mano.
    ­­Regatear está muy bien, querida mía, pero uno siempre debe comenzar por un precio sensato. Veamos, ¿por qué no sugiere una nueva cifra? Mi ayudante, el señor Simpkin, le confirmará de inmediato si vale la pena considerar el precio.
    Minutos después, la mujer, con el rostro lívido y medio asfixiada a causa de la fuerza que ejercían unos dedos invisibles alrededor de su cuello, musitó finalmente un precio simbólico. El señor Pinn arrojó unas cuantas monedas sobre el mostrador y se marchó de buen humor llevándose el premio en el bolsillo, a buen recaudo. Se alejó de la feria y fue paseando hasta Poultry Street, donde le esperaba el coche. Quienquiera que se interpusiera en su camino era empujado a un lado por la mano invisible.
    El señor Pinn introdujo su corpachón en el coche y le hizo una señal al chófer para que arrancara. A continuación, arrellanándose en el asiento, dijo al aire:
    ­­Simpkin.
    ­­¿Sí, amo?
    ­­Hoy no trabajaré hasta tarde. Mañana es el día de Gladstone y el señor Duvall ofrece un banquete en honor a nuestro Fundador. Por desgracia, no me queda más remedio que soportar esa soporífera celebración.
    ­­Muy bien, amo. Han llegado varios cajones de Persépolis poco después de comer. ¿Desea que comience a abrirlos?
    ­­Sí. Clasifica y etiqueta todo lo que sea de menor importancia, pero no abras ningún paquete que lleve estampada una llama roja. Esa marca es señal de que encierra un tesoro de gran valor. También encontrarás un cajón lleno de tablas de sándalo. Ten cuidado, contiene una caja oculta con una momia infantil de los tiempos de Sargón. Las aduanas persas están cada día más alerta y mi agente tiene que ingeniárselas cada vez más para pasar objetos de contrabando. ¿Está todo claro?
    ­­Lo está, amo. Sus deseos son órdenes.
    El coche frenó frente a los pilares dorados y los escaparates relucientes de Suministros Pinn. Una portezuela trasera se abrió y se cerró, pero el señor Pinn permaneció en el interior del vehículo. El coche prosiguió la marcha hasta incorporarse al tráfico de Piccadilly. Poco después se oyó el ruido de una llave en la cerradura de la puerta de la tienda, que se abrió y se cerró con suavidad.
    Tras unos minutos, un amplio sistema de seguridad compuesto por una red de nódulos azules envolvió el edificio en el cuarto y quinto plano y se enroscó en lo alto del inmueble, que quedó sellado herméticamente. Suministros Pinn quedaba protegido para la noche.
    Comenzaba a anochecer. El tráfico se aligeró en Piccadilly y unos cuantos viandantes pasaron por delante de la tienda. El trasgo, Simpkin, agarró con la cola un palo con un gancho en un extremo y bajó las persianas de madera sobre los escaparates. Una de ellas chirrió un poco al descender sobre sus bisagras. Simpkin chascó la lengua, irritado, y se deshizo de su disfraz de invisibilidad. De la nada apareció una pequeña criatura de color verde lima, con las patas arqueadas y expresión nerviosa, que cogió una lata de detrás del mostrador y proyectó su cola hacia lo alto para engrasar la bisagra. A continuación, barrió el suelo, vació las papeleras, recompuso los maniquíes y, cuando decidió que todo estaba en orden y a su gusto, entró a rastras varios cajones enormes de la trastienda.
    Antes de ponerse manos a la obra, Simpkin volvió a comprobar el sistema de alarma mágico con sumo cuidado. Dos años atrás, un genio malvado había conseguido entrar estando él de guardia y varios artículos muy preciados habían resultado dañados. Qué suerte había tenido de que su amo le perdonara, mucha más de la que se merecía. Aun así, su esencia todavía se estremecía al recordar el castigo, de modo que no podía permitirse que volviera a suceder.
    Los nódulos estaban intactos y vibraban a modo de aviso cuando se acercaba a las paredes. Todo en orden.
    Simpkin consiguió abrir el primer cajón y comenzó a sacar el embalaje de lana y serrín. El primer objeto con el que se topó era pequeño y estaba envuelto en gasa embreada. Con dedos expertos, retiró la gasa y examinó el objeto con recelo. Se trataba de una especie de muñeca hecha de hueso, paja y conchas. Simpkin garabateó una cifra en la contabilidad con una larga pluma de ganso: «Cuenco mediterráneo, 4.000 años de antigüedad aprox. Valor sólo como rareza. Sin importancia». La colocó sobre el mostrador y continuó hurgando.
    Pasó el tiempo. Simpkin había llegado al penúltimo cajón, el que estaba lleno de madera de sándalo, y estaba escudriñando cuidadosamente en el interior en busca de la momia de contramando cuando le pareció oír por vez primera unos ruidos sordos. ¿Qué era aquello? ¿El tráfico? No, paraban y comenzaban de nuevo de forma demasiado abrupta. ¿Tal vez el retumbar de un trueno distante?
    El ruido fue haciéndose más audible e inquietante. Simpkin dejó a

    un lado la pluma y se detuvo a escuchar con la cabeza ligeramente ladeada. Oyó varios estrépitos, extraños e independientes, salpicados de golpes sordos y contundentes. ¿De dónde provenían? De alguna parte que no era la tienda, eso era obvio, pero ¿de qué dirección?
    Se puso en pie de un salto y, acercándose con cautela al escaparate más próximo, alzó las persianas un segundo. Al otro lado de los nódulos de seguridad azules, Piccadilly estaba desierto y oscuro. Había unas cuantas luces encendidas en las casas al otro lado de la calle y muy poco tráfico, pero no vio nada que explicara el ruido.
    Volvió a aguzar el oído... Ahora era más fuerte; de hecho, parecía que procediera de algún lugar a sus espaldas, de las entrañas del edificio. Simpkin bajó la persiana y agitó la cola con nerviosismo. Retrocedió unos pasos, se estiró para alcanzar algo de detrás del mostrador y se hizo con un enorme y nudoso garrote, con el que se acercó al almacén sigilosamente para echar un vistazo.
    La habitación estaba como siempre, llena de pilas de cajones y cajas de cartón y de estanterías repletas de artilugios preparados para su exposición o venta. El fluorescente del techo zumbaba suavemente. Simpkin regresó a la tienda con el ceño fruncido a causa del desconcierto. El ruido ya era ensordecedor... Estaba claro que, en algún lugar, algo estaba siendo machacado. ¿Y si avisaba al amo? No, no era aconsejable. Al señor Pinn no le gustaba que le fastidiaran con tonterías. Lo mejor era no molestarle.
    Oyó un nuevo estrépito y un estallido de vidrios. Por primera vez, la pared de Pinn que quedaba a mano derecha, y que daba directamente a una tienda de vinos y delicatessen, atrajo la atención de Simpkin. Qué extraño... Mientras se encaminaba hacia allí para investigar, ocurrieron tres cosas:
    La mitad de la pared reventó hacia el interior.
    Algo grande entró en el local.
    Se fue la luz.
    Paralizado en medio de la tienda, Simpkin no veía nada, ni en el primer plano ni en ninguno de los otros cuatro a los que tenía acceso. Un manto de gélida oscuridad había engullido la tienda y en sus entrañas se movía algo. Oyó un paso, y luego un espantoso estrépito procedente del lugar donde se encontraba la porcelana antigua del señor Pinn. Escuchó un nuevo paso y, acto seguido, varios desgarrones que sólo podían proceder de las hileras de trajes que con tanto primor había colgado Simpkin aquella misma mañana.
    La tensión profesional superó al miedo. Dejó escapar un gruñido furibundo y, al blandir el garrote, raspó el mostrador sin querer.
    Los pasos se detuvieron. Simpkin sintió que algo miraba fijamente en su dirección y se quedó inmóvil. La oscuridad lo envolvía.
    Miró a ambos lados con nerviosismo. Sabía que sólo se encontraba a unos cuantos metros del escaparate más próximo, así que, si retrocedía unos pasos, tal vez podría alcanzarlo antes de...
    Algo cruzaba la habitación en dirección a él y se acercaba con paso firme. Simpkin retrocedió de puntillas.
    De súbito, algo se hizo astillas a mitad de camino, en medio de la estancia. Simpkin se detuvo e hizo una mueca de desesperación. ¡La vitrina de caoba a la que el señor Pinn le tenía tanto aprecio! ¡Estilo Regencia, con tiradores de marfil e incrustaciones de lapislázuli! ¡Qué desastre!
    Se obligó a concentrarse, sólo quedaban un par de metros hasta el escaparate. Adelante... Ya casi había llegado. Las firmes pisadas le perseguían; cada paso traía consigo una sonora sacudida del suelo.
    De repente oyó un estrépito seguido de un chirrido producido por algo metálico al rasgarse. Ay... ¡Aquello pasaba de castaño oscuro! ¡Le había llevado un siglo ordenar los expositores de collares de plata protectora!
    Ciego de ira, se había vuelto a detener a pesar de que oía las pisadas cada vez más cerca. Sin perder tiempo, Simpkin avanzó con paso tambaleante y sus dedos buscaron las persianas metálicas hasta que sintió la vibración de los nódulos de alarma al otro lado. Lo único que tenía que hacer era atravesarlos.
    Sin embargo, el señor Pinn le había ordenado que permaneciera dentro de la tienda en todo momento, que la protegiera con su vida. Lo cierto es que no era una orden oficial pronunciada dentro de un pentáculo; hacía años que no le habían dado una orden de ese tipo. Así que, si quería, podía desobedecer... Pero ¿qué diría el señor Pinn si abandonaba el puesto? Mejor ni pensarlo.
    Alguien arrastró los pies a su lado y Simpkin percibió un gélido efluvio de tierra, lombrices y fango.
    Si Simpkin hubiera obedecido a sus instintos, habría dado media vuelta y se habría echado a correr, tal vez podría haberse salvado. Podría haber atravesado las persianas, haber traspasado los nódulos de alarma y haber salido a la calle. Sin embargo, los años de voluntaria esclavitud al señor Pinn le habían desprovisto de iniciativa. Había olvidado cómo se hacían las cosas por voluntad propia, de modo que se limitó a quedarse quieto, tembloroso, y a lanzar ásperos chillidos que iban aumentando en intensidad a medida que la temperatura del aire que lo rodeaba caía en picado y una presencia invisible se cernía sobre él.
    Presa de pánico, se arrimó a la pared.
    Unos cristales se hicieron añicos justo encima de su cabeza y los sintió caer al suelo en cascada.
    ¡Los tarros de incienso fenicio del señor Pinn! ¡De valor incalculable!
    Lanzó un grito de rabia y, en el último momento, recordó que
    llevaba el garrote en la mano. A ciegas, lo balanceó y blandió con todas
    sus fuerzas ante la oscuridad que se abalanzaba sobre él para engullirlo.



    _____ 8 _____ NATHANIEL

    Hacía horas que los investigadores del Ministerio de Asuntos Internos trabajaban en Piccadilly cuando despuntó el alba del día del Fundador. Haciendo caso omiso de los convencionalismos de la fiesta, que prescribían un atuendo informal para todos los ciudadanos, los agentes iban vestidos con trajes de color gris oscuro. Vistos de lejos parecían afanosas hormigas trabajando sin descanso montículo arriba y abajo, trepando sin cesar por los escombros de las tiendas. Por todas partes había hombres y mujeres atareados, se agachaban hasta el suelo, se enderezaban, colocaban con pinzas fragmentos de cascotes en bolsas de plástico o inspeccionaban manchas diminutas en las paredes. Escribían en libretas y garabateaban gráficos en tiras de pergamino. Algo un poco más extraño, o al menos eso le parecía a la gente que se apiñaba al otro lado de los banderines amarillos de advertencia, era que dictaban órdenes al aire con ademanes tajantes. Aquellas instrucciones solían ir acompañadas de unas fugaces y repentinas corrientes de aire o de débiles susurros que sugerían un movimiento veloz, percepciones que resultaban incómodas a la imaginación de los curiosos, hasta que de pronto recordaban otros compromisos y se alejaban.
    Desde lo alto de la pila de escombros que se extendía desde Suministros Pinn, Nathaniel observaba cómo se alejaban los plebeyos. No les culpaba por su curiosidad.
    Piccadilly era un caos. Desde la tienda de Grebe hasta la de Pinn, todas habían sido destruidas y su contenido había sido arrojado a través de puertas y ventanas destrozadas y desperdigado por la calle. Comestibles, libros, trajes y artilugios descansaban miserable y calamitosamente en medio de cristales, astillas y cascotes desmenuzados. El interior de los edificios ofrecía un espectáculo mucho peor. Todas las tiendas contaban con una rancia y noble historia, y todas habían sido arrasadas de forma casi irreparable. Había estantes y mostradores, expositores, cortinajes y tapicerías destrozados por todas partes, mientras que los valiosos productos habían sido machacados, desmenuzados y triturados hasta quedar reducidos a polvo.
    La escena era sobrecogedora, pero también muy extraña. Era como si algo se hubiera abierto camino a través de los tabiques divisorios de las tiendas siguiendo una línea más o menos recta. Desde el interior de la tienda de uno de los extremos de la zona arrasada era posible ver los escombros de la última tienda del otro lado de la manzana, y a los trabajadores que se movían a través de las estructuras de los cinco comercios que la conformaban. Además, sólo había sufrido daños la planta baja de los edificios. Las superiores habían quedado intactas.
    Nathaniel se dio unos golpecitos en los dientes con su pluma. Qué extraño... No se parecía a ninguno de los ataques que la Resistencia había llevado a cabo hasta el momento. Para empezar, era muchísimo más devastador y el objetivo exacto no estaba claro.
    Una joven apareció en medio de las ruinas de un escaparate próximo.
    ­­¡Eh, Mandrake!
    ­­¿Sí, Fennel?
    ­­Tallow quiere hablar con usted. Está dentro.
    El chico frunció el ceño ligeramente, pero se volvió y, procurando colocar los pies con cuidado para evitar que los zapatos de charol se le mancharan con el polvo de los cascotes, bajó de la pila de escombros y se adentró en la oscuridad del edificio en ruinas. Una figura corpulenta y de poca estatura, con traje oscuro y sombrero de ala ancha, le esperaba en lo que en algún momento fue el centro de la tienda. Nathaniel se acercó.
    ­­¿Me buscaba, señor Tallow?
    El ministro hizo un brusco ademán señalando a su alrededor.
    ­­Quiero saber su opinión. ¿Qué diría que ha ocurrido aquí?
    ­­Ni idea, señor ­contestó Nathaniel con jovial franqueza­, pero es muy interesante.
    ­­No me importa si le parece interesante o no ­le espetó el ministro­. No le pago para interesarse por cosas. Lo que quiero es una solución. ¿Qué cree que significa?
    ­­Todavía no sabría decirle, señor.
    ­­¿Y eso de qué me sirve? ¡Con eso no vamos a ninguna parte! La gente nos exigirá respuestas pronto, Mandrake, y nosotros tendremos que dárselas.
    ­­Sí, señor. Tal vez si pudiera seguir inspeccionando, señor, quizá...
    ­­Contésteme a una cosa ­le interrumpió Tallow­. ¿Quién cree que ha hecho esto?
    Nathaniel suspiró. No se le había escapado la nota de desesperación en la voz del ministro. Tallow comenzaba a sentir la presión; un atentado tan flagrante en el día de Gladstone no iba a gustarles nada a sus superiores.
    ­­Un demonio, señor ­contestó­. Un efrit podría causar estos destrozos. O un marid.
    El señor Tallow se pasó una mano amarillenta por la cara.
    ­­Ninguno de esos entes está implicado en esto. Nuestros chicos enviaron esferas al bloque mientras el enemigo estaba dentro. Poco antes de desaparecer, no enviaron señales de actividad demoníaca.
    ­­Discúlpeme, señor Tallow, pero es imposible. No hay agente humano que pueda hacer esto.
    El ministro soltó una palabrota.
    ­­Eso lo dice usted, Mandrake, pero, francamente, ¿qué avances ha hecho hasta ahora con relación al modus operandi de la Resistencia? La respuesta es: no muchos. ­Su voz tenía un tono desagradable.
    ­­¿Qué le hace pensar que esto es obra de la Resistencia, señor? ­Nathaniel mantuvo la calma. Ya veía por dónde iban los tiros: Tallow iba a hacer todo lo que estuviera en su mano para endilgarles las culpas a sus ayudantes­. Es muy distinto de los atentados que han llevado a cabo hasta el momento ­continuó Nathaniel­. Éste es un ataque a gran escala.
    ­­Mandrake, hasta que las pruebas demuestren lo contrario, ellos son los principales sospechosos. Ellos son los que se dedican a llevar a cabo ataques aleatorios como éste.
    ­­Sí, pero se trata de espejos de mohoso, cosas de poca monta. No pueden tirar abajo un bloque entero y mucho menos sin la ayuda de magia demoníaca.
    ­­Tal vez cuenten con otros métodos, Mandrake. Ahora, póngame al día sobre lo sucedido ayer por la noche.
    ­­Sí, señor, será un placer. ­Y una completa pérdida de tiempo. Echando humo para sus adentros, Nathaniel consultó un momento la libreta de vitela­. Bien, señor, alrededor de la medianoche, varios testigos que viven en los pisos de enfrente, en Piccadilly, llamaron a la Policía Nocturna y les dijeron que habían oído unos ruidos alarmantes procedentes de Artículos de Lujo Grebe, al final de la manzana. Cuando llegó la policía se encontró con un enorme agujero practicado en el muro exterior de la tienda y el mejor caviar y champán de Grebe esparcido por toda la acera. Un terrible desperdicio, si me permite decirlo, señor. En esos momentos, oyeron un estrépito espantoso procedente del Emporio de la Seda Dashell, dos puertas más allá. Los agentes echaron un vistazo al interior a través de las ventanas, pero no había luz dentro por razones que no están del todo claras. Valdría la pena mencionar, señor ­añadió el chico levantando la vista de la libreta­, que hoy funcionan todas las luces del edificio.
    El ministro hizo un gesto colérico y le dio una patada a lo que quedaba de una muñequita hecha de hueso y conchas medio enterrada entre los escombros.
    ­­Porque...
    ­­Porque lo que fuera que estuvo aquí dentro tenía el poder de bloquear toda la luz. Es otra de esas cosas extrañas, señor. Sea como sea, el agente de la Policía Nocturna al mando envió seis hombres al interior. Seis, señor. Hombres duros y muy bien entrenados. Entraron a través de una ventana de Delicatessen Coot, cerca del lugar de donde procedía el estruendo. A continuación, todo se sumió en el silencio y acto seguido se vieron seis pequeños fogonazos azulados procedentes del interior de la tienda, uno tras otro. No se oyó nada y todo volvió a quedar a oscuras. El agente al mando esperó, pero sus hombres no salieron. Poco después volvió a oír el mismo estruendo un poco más adelante, cerca de la tienda de Pinn. Para entonces, alrededor de la una veinticinco de la madrugada, los hechiceros de Seguridad habían llegado y habían acordonado todo el bloque con una red. Enviaron esferas de rastreo al interior, tal como mencionó usted, señor, que se evaporaron en un abrir y cerrar de ojos. No mucho después, a la una cuarenta y cinco, algo se abrió camino a través de la red en la parte de atrás del edificio. No sabemos el qué, porque los demonios allí apostados también han desaparecido. ­El chico cerró la libreta­. Y eso es todo lo que sabemos, señor. Seis bajas en la policía, más ocho demonios de Seguridad esfumados... Ah, y el ayudante del señor Pinn. ­Echó un vistazo a la pared del extremo del edificio, donde una pequeña pila de carbón humeaba ligeramente­. El coste económico es mucho mayor, por supuesto.
    No le quedó claro si el señor Tallow, que gruñó irritado y dio media vuelta, había sacado algo de provecho de aquel informe. Un hechicero con traje negro y rostro demacrado y amarillento se abrió paso a través de los escombros llevando con él una pequeña jaula dorada, en cuyo interior había un diablillo sentado. De vez en cuando, el diablillo agitaba furioso los barrotes con sus garras.
    Al pasar junto a ellos, el señor Tallow se dirigió al hombre.
    ­­Ffoukes, ¿hay alguna noticia de la señorita Whitwell?
    ­­Sí, señor. Quiere resultados ya. Literalmente, señor.
    ­­Ya veo. ¿El estado del diablillo indica que queda alguna pestilencia
    o veneno en la tienda? ­­No, señor. Está ágil como un hurón, aunque es el doble de
    taimado. No hay peligro.
    ­­Muy bien. Gracias, Ffoukes.
    Al marcharse, Ffoukes miró de soslayo a Nathaniel y le dijo:
    ­­Mandrake, vas a tener que hacer horas extras con este caso. Por lo que tengo entendido, el primer ministro no está nada contento.
    Sonrió y siguió su camino. El tintineo de la jaula del diablillo se apagó lentamente en la distancia.
    Con expresión pétrea, Nathaniel se remetió el pelo tras una oreja y se volvió para seguir a Tallow, que trataba de abrirse camino con cuidado a través de los escombros de la habitación.
    ­­Mandrake, inspeccionaremos lo que queda de los agentes de policía. ¿Ha desayunado ya?
    ­­No, señor.
    ­­Mejor. Tenemos que ir a la puerta de al lado, a la Delicatessen de Coot. ­Suspiró­. Aquí solía comprar caviar del bueno.
    Llegaron hasta el tabique que conducía al siguiente establecimiento, que presentaba un boquete abierto limpiamente. El ministro se detuvo.
    ­­Veamos, Mandrake ­le dijo­. Use ese cerebro suyo del que tanto hemos oído hablar y dígame qué deduce de este agujero.
    Aun a su pesar, a Nathaniel le encantaban aquel tipo de pruebas. Se arregló los puños y frunció los labios en actitud pensativa.
    ­­Nos da una idea sobre el tamaño y la forma del autor del crimen ­comenzó­. En esta parte el techo tiene unos cuatro metros de alto, pero el agujero sólo es de tres, de modo que es poco probable que, quien haya sido, mida más. Anchura del agujero: un metro y medio, así que, a juzgar por las dimensiones relativas a la altura y la anchura, diría que tiene forma humana, aunque obviamente es mucho mayor. Sin embargo, resulta incluso más interesante el modo en que se practicó el agujero... ­Se interrumpió y se puso a frotarse la barbilla con lo que esperaba que pareciera un aire de perspicacia y reflexión.
    ­­Hasta el momento, todo muy obvio. Continúe.
    Nathaniel dudaba de que el señor Tallow ya hubiera llevado a cabo aquellos cálculos.
    ­­Bien, señor, si el enemigo hubiera utilizado una detonación o algún otro tipo de magia similar, los ladrillos se habrían vaporizado o se habrían hecho añicos. Sin embargo, ahí están. Es cierto que tienen los bordes fracturados y resquebrajados, pero muchos siguen estando unidos por el mortero en bloques sólidos. Diría que, fuera lo que fuese lo que irrumpió en esta estancia, se limitó a abrirse camino mediante la fuerza bruta, señor, atravesó la pared como si ésta no existiera.
    Esperó, pero el ministro se limitó a asentir con la cabeza, como si no se sostuviera en pie del aburrimiento.
    ­­Así que...
    ­­Así que, señor... ­El chico hizo rechinar los dientes. Sabía que se le estaba obligando a pensar por su jefe y eso lo exasperaba­. Así que eso descarta a un marid o a un efrit como probables sospechosos. Ellos habrían hecho volar la pared por los aires. No tratamos con un demonio convencional.
    Se acabó, Tallow no iba a sacarle ni una palabra más. Sin embargo, el ministro pareció satisfecho por el momento.
    ­­Lo mismo que pensaba yo, Mandrake, lo mismo que pensaba yo. Bien, bien, cuántos interrogantes... Y aquí tenemos otro.
    Traspasó el agujero abierto en la pared y entró en la siguiente tienda. El chico le siguió con el ceño fruncido. Julius Tallow era un necio. Parecía complacido y despreocupado, pero, como un mal nadador que no toca fondo, agitaba las piernas bajo la superficie con frenesí tratando de mantenerse a flote. Ocurriera lo que ocurriese, Nathaniel no tenía intención de hundirse con él.
    El aire de Delicatessen Coot estaba cargado de un fuerte y desagradable olor. Nathaniel se llevó la mano al bolsillo del pecho en busca del vistoso y abultado pañuelo y, tras llevárselo a la nariz, entró con cautela al interior sumido en la penumbra. Varios barriles de aceitunas y anchoas habían sido perforados y el contenido se había desparramado de manera que su olor se mezclaba de modo desagradable con algo más denso, más ácido, un olor como a quemado. A Nathaniel le picaron un poco los ojos y tosió en el pañuelo.
    ­­Ahí los tenemos: los mejores hombres de Duvall. ­La voz de Tallow estaba impregnada de un acentuado sarcasmo.
    Seis pilas cónicas de ceniza y huesos negros salpicaban aquí y allá el suelo de la tienda. En la que tenían más cerca se distinguían con toda claridad un par de colmillos afilados, y también el extremo de un hueso largo y fino, tal vez la tibia del policía. La mayor parte del cuerpo se había consumido por completo. El chico se mordió el labio y tragó saliva.
    ­­Tiene que acostumbrarse a este tipo de cosas en Asuntos Internos ­le recomendó el hechicero efusivamente­. No se preocupe, puede salir si cree que va a desmayarse, John.
    Nathaniel echó chispas por los ojos.
    ­­No, gracias. Me encuentro bien. Esto es muy...
    ­­¿Interesante? ¿Verdad que sí? Reducidos a puro carbón... O casi, para el caso; sólo se libró ese diente raro. Aun así, todos los montículos nos dicen algo. Por ejemplo, mire ese que hay cerca de la puerta; está más diseminado que los demás, lo que sugiere que se movía rápido, tal vez estaba saltando para ponerse a salvo. Aunque creo que no fue lo bastante rápido.
    Nathaniel no dijo nada. La insensibilidad del ministro le resultó más difícil de digerir que los restos que, al fin y al cabo, estaban muy bien apiladitos.
    ­­Vamos a ver, Mandrake ­dijo Tallow­. ¿Alguna idea?
    El chico respiró hondo e hizo un rápido repaso mental a su bien almacenada memoria.
    ­­No ha sido una detonación ­comenzó­, ni un miasma, ni una pestilencia... eso lo deja todo hecho un asco. Podría haberse tratado de un averno...
    ­­¿Eso cree, Mandrake? ¿Por qué?
    ­­Iba a decir, señor, que podría haberse tratado de un averno si no fuera porque no se aprecian más restos quemados alrededor. Ellos fueron lo único que se consumió, nada más.
    ­­Ah, ¿entonces...?
    El chico lo miró.
    ­­No tengo ni la menor idea, señor. ¿Qué cree usted?
    El chico dudó de si el señor Tallow habría sido capaz de elaborar una respuesta; sin embargo, el ministro se libró de hacerlo gracias a un apagado tintineo de una campanilla invisible y a un fogonazo de luz en el aire, a su lado. Aquellas señales anunciaban la llegada de un siervo. El señor Tallow pronunció una orden y el demonio se materializó al completo. Por razones desconocidas, había adoptado la apariencia de un pequeño mono verde sentado con las piernas cruzadas sobre una nube resplandeciente. El señor Tallow se lo quedó mirando.
    ­­¿El informe?
    ­­Tal como ordenó, hemos inspeccionado hasta el último milímetro de escombros y todas las plantas del edificio en todos los planos ­informó el mono­. No hemos encontrado pruebas de actividad mágica, salvo lo que me dispongo a enumerar a continuación. Uno: débiles destellos de la red que el equipo de Seguridad dispuso alrededor del perímetro. Dos: rastros residuales de los tres semiefrits que fueron enviados al interior de la red. Parece ser que sus esencias fueron destruidas en el establecimiento del señor Pinn. Tres: numerosas auras de los artículos de Suministros Pinn. La mayoría siguen desparramados por la calle, aunque su ayudante, el señor Ffoukes, se ha apropiado de unos cuantos objetos de valor mientras usted no miraba. Ésta es la suma total de nuestras pesquisas. ­El mono enroscó la cola con aire relajado­. ¿Requiere alguna otra información acerca de este escenario, amo?
    El hechicero agitó una mano.
    ­­Eso es todo, Nemaides. Puedes retirarte.
    El mono inclinó la cabeza, levantó la cola hacia el cielo, se agarró a ella con las cuatro patas como si se tratara de una cuerda y, trepando por ella a toda velocidad, desapareció de la vista.
    El ministro y su ayudante guardaron silencio durante unos instantes. Al final, el señor Tallow lo rompió.
    ­­¿Lo ve, Mandrake? ­dijo­. Es un misterio. No es obra de hechiceros, cualquier demonio de mayor rango habría dejado evidencias de su paso. Por ejemplo, las auras de los efrits pueden detectarse durante días y, sin embargo, no hay ninguna pista, ¡ninguna! Hasta que no encontremos una prueba que demuestre lo contrario, hemos de asumir que los traidores de la Resistencia han dado con métodos ofensivos no mágicos. ¡Bien, tenemos que aplicarnos antes de que vuelvan a atacar!
    ­­Sí, señor.
    ­­Sí... Bien, creo que por hoy ya ha visto bastante. Vaya a investigar, dele vueltas al asunto. ­El señor Tallow lo miró de reojo, y con un tono que revelaba una insinuación apenas velada añadió­: Después de todo, oficialmente es usted el responsable de este caso, dado que se trata de un asunto de la Resistencia.
    El chico asintió fríamente con la cabeza.
    ­­Sí, señor.
    El ministro agitó una mano.
    ­­Tiene permiso para retirarse. Ah, de paso, ¿te importaría pedirle

    al señor Ffoukes que entre un momento? Nathaniel esbozó una fugaz y débil sonrisa. ­­Por supuesto, señor. Será un placer.


    ______ 9 ______

    Esa noche, Nathaniel se encaminó hacia casa de un humor de perros. El día no había ido bien. El aluvión de mensajes recibidos a lo largo de la tarde revelaba la preocupación de los ministros. ¿Qué era lo último que se sabía sobre el atentado de Piccadilly? ¿Se había arrestado a algún sospechoso? ¿Se iba a imponer algún tipo de toque de queda hoy, día de regocijo nacional? Exactamente, ¿quién estaba a cargo de la investigación? ¿Cuándo se iban a otorgar más competencias a la policía para combatir a los traidores que había entre nosotros?
    Mientras trabajaba sin descanso, Nathaniel había percibido las miradas de reojo de sus colegas y la risita de Jenkins a sus espaldas. No confiaba en ninguno de ellos; todos estaban impacientes por verle caer. Aislado, sin aliados, ni siquiera contaba con un siervo en el que confiar. Los dos trasgos habían resultado inútiles y aquella tarde los había despedido definitivamente. Tan desanimado se sentía que ni siquiera los había punzado como se merecían.
    «Lo que necesito ­pensó al tiempo que dejaba la oficina sin volver la vista atrás­es un siervo apropiado. Algo con poder, algo que sepa que va a obedecerme, algo como el Nemaides de Tallow o el Shubit de mi maestra.»
    Sin embargo, del dicho al hecho había un gran trecho.
    Todos los hechiceros necesitaban uno o dos entes demoníacos a modo de esclavos personales, y la naturaleza de dichos esclavos era un indicador infalible de estatus. Los grandes hechiceros como Jessica Whitwell contaban con los servicios de genios poderosos a los que invocaban en un abrir y cerrar de ojos. El mismo primer ministro disponía de los servicios de nada más y nada menos que un efrit azul verdoso, aunque las palabras necesarias para esclavizarlo habían sido pronunciadas por varios de sus ayudantes. Para los asuntos cotidianos, la mayoría de los hechiceros hacían uso de trasgos o diablillos de mayor
    o menor poder, que, por lo general, asistían a sus amos en el segundo
    plano.

    Hacía mucho tiempo que Nathaniel tenía ganas de emplear a un siervo para él solo. Al principio había invocado a un duendecillo que apareció envuelto en un olorcillo a azufre. Consiguió someterlo a su servicio, pero Nathaniel no tardó en descubrir que sus tics y sus muecas le resultaban insoportables y lo hizo desaparecer.
    A continuación probó con un trasgo. A pesar de tener una apariencia discreta, era un mentiroso compulsivo y trataba de tergiversar todas y cada una de las órdenes de Nathaniel en su provecho. El joven se había visto obligado a formularlas, incluso las más sencillas, en un complejo lenguaje legal el cual la criatura no pudiera fingir que malinterpretaba. A Nathaniel se le agotó la paciencia cuando descubrió que necesitaba quince minutos para ordenarle a su siervo que le llenara la bañera. Acribilló al trasgo con unas palpitaciones calientes y lo desterró para siempre jamás.
    Seguidamente hubo varios intentos en los que Nathaniel invocaba, de modo temerario, a demonios infinitamente más poderosos en busca del esclavo ideal. Contaba con la energía y los conocimientos necesarios, pero carecía de la experiencia para juzgar el carácter de sus elecciones antes de que fuera demasiado tarde. En uno de los libros encuadernados en blanco de su maestra, había localizado a un genio llamado Castor, al que habían invocado por última vez durante el Renacimiento italiano. Apareció como era de esperar, se condujo con educación y eficiencia y (como Nathaniel pudo apreciar con satisfacción) era mucho más elegante y tenía mayor donaire que los desgarbados diablillos de sus colegas de oficina. Sin embargo, Castor tenía un orgullo desmedido.
    Un día se celebró un importante acto social en el consulado persa. Se trataba de una oportunidad para todo aquel que deseara hacer alarde de sus siervos y, por ende, de las aptitudes de éstos. Al principio todo fue bien. Castor acompañaba a Nathaniel sentado en su hombro con la apariencia de un querubín regordete de cara sonrosada. Incluso se atrevió a lucir una tela que conjuntaba con la corbata de su amo. Sin embargo, su aspecto coqueto suscitó el desagrado de los demás diablillos, que le susurraron insultos a su paso y, claro está, Castor no iba a ignorar aquellas provocaciones. En menos que canta un gallo, saltó del hombro de Nathaniel, se hizo con una brocheta de shish kebab de una fuente y, sin detenerse siquiera a retirar las verduras del pincho, se lo clavó en el pecho como si fuera una jabalina al peor de sus ofensores. En el caos que le siguió, unos cuantos diablillos se unieron a la refriega y el segundo plano se llenó de miembros haciendo molinetes que blandían el servicio de plata, rostros contorsionados y ojos hinchados. Los hechiceros tardaron varios minutos en restituir la calma.
    Afortunadamente, Nathaniel despidió a Castor al instante y, pese a la investigación, nunca se resolvió de modo satisfactorio qué demonio había comenzado la pelea. Nathaniel habría deseado fervientemente castigar a Castor por sus acciones, pero invocarlo de nuevo resultaría demasiado arriesgado. Volvió a los esclavos menos ambiciosos.
    No obstante, por más que probaba, nada de lo que Nathaniel invocaba tenía la combinación de iniciativa, poder y obediencia que necesitaba. De hecho, en más de una ocasión se sorprendió al descubrirse pensando casi con añoranza en su primer siervo...
    Sin embargo, había tomado la determinación de no volver a invocar a Bartimeo.
    Whitehall estaba abarrotado por una multitud de plebeyos nerviosos que sembraban el camino hasta el río de forma desordenada en espera del desfile naval de la noche y de la exhibición de fuegos artificiales. Nathaniel hizo una mueca de descontento. Durante toda la tarde, mientras se afanaba pensativo en su escritorio, el bullicio ocasionado por el desfile de las bandas de música y por el animado gentío se había colado por la ventana abierta, y le había impedido concentrarse. No obstante, se trataba de una molestia autorizada oficialmente y él no podía hacer nada al respecto. Se animaba a la gente normal a que celebrara el día del Fundador, pero los hechiceros, de los que no se esperaba que se unieran al artificio propagandístico con tanto entusiasmo, seguían trabajando como de costumbre.
    Estaba rodeado de caras sonrojadas y radiantes, sonrientes de felicidad. Los plebeyos habían disfrutado de comida y bebida gratuitas despachadas en tenderetes especiales dispuestos por toda la capital y se habían deleitado con los espectáculos organizados por el Ministerio de Entretenimiento. Todos los parques del centro de Londres prometían maravillas: zancudos, traga­fuegos venidos del Punjab, hileras de jaulas, unas con bestias exóticas y otras con hoscos rebeldes capturados en las campañas de Norteamérica, montones de tesoros recogidos por todo el imperio, desfiles militares, ferias y tiovivos.
    Algunos agentes de la Policía Nocturna se dejaban ver por las calles, e incluso trataban de unirse a la algarabía general. Nathaniel vio a unos cuantos con nubes de algodón de un llamativo color rosa y a otro que sonreía de un modo poco convincente mientras posaba con una anciana para que su marido les sacara una fotografía de recuerdo. La gente parecía relajada, lo que era todo un alivio: eso quería decir que los sucesos de Piccadilly no les habían inquietado demasiado.
    El sol radiante seguía luciendo sobre las aguas rutilantes del Támesis cuando Nathaniel cruzó el puente de Westminster. Entrecerró los ojos y alzó la vista. Gracias a las lentillas vio a los demonios que se cernían sobre ellos, entre las gaviotas que volaban en círculos, vigilando a las masas en prevención de un posible ataque. Se mordió el labio y dio una patada a los restos de un falafel. Ése era exactamente el tipo de día que la Resistencia escogería para una de sus pequeñas proezas: máxima publicidad, máximo bochorno para el gobierno... ¿Era posible que el incidente de Piccadilly hubiera sido obra suya?
    No, no podía aceptarlo. Se alejaba mucho de su modus operandi, había sido mucho más destructivo y salvaje. Y no era obra de humanos, dijera lo que dijese el necio de Tallow.
    Llegó a la orilla sur y dobló hacia la izquierda, alejándose del gentío en dirección a una zona residencial restringida. Bajo el muelle, los yates de recreo de los hechiceros se balanceaban desatendidos. El Tormenta de fuego de la señorita Whitwell era el más grande y aerodinámico de todos.
    Cuando se aproximaba al bloque de pisos, un bocinazo le hizo dar un respingo. La limusina de la señorita Whitwell estaba aparcada en la calle con el motor en marcha. Un chófer imperturbable miraba al frente en el asiento delantero. La cabeza angulosa de su maestra asomó por una de las ventanillas traseras y le hizo un gesto para que se acercara.
    ­­Por fin. Envié a un diablillo, pero ya te habías ido. Entra, vamos a Richmond.
    ­­¿El primer ministro...?
    ­­Quiere vernos cuanto antes. Date prisa.
    Nathaniel trotó rápidamente hasta el coche. El corazón le latía con fuerza en el pecho; una petición de audiencia tan repentina como aquélla no auguraba nada bueno.
    Antes de que cerrara la puerta de un golpe, la señorita Whitwell le hizo una señal al chófer. El coche arrancó con brusquedad, lo que lanzó a Nathaniel contra su asiento, y avanzó junto al Embankment del Támesis. El chico se serenó como pudo, consciente de que su maestra lo estaba mirando.
    ­­Supongo que sabes a qué se debe todo esto ­le preguntó con sequedad.
    ­­Sí, señora. ¿Al incidente de esta mañana en Piccadilly?
    ­­Exacto. El señor Devereaux quiere saber qué estamos haciendo al respecto. Fíjate en que digo «estamos haciendo», John. Como ministra de Seguridad, soy responsable de Asuntos Internos y me van a apretar las clavijas por esto. Seguro que mis enemigos están al acecho para sacar provecho del asunto a mi costa. ¿Qué le digo sobre este desastre? ¿Has llevado a cabo algún arresto?
    Nathaniel se aclaró la garganta.
    ­­No, señora.
    ­­¿Quién es el culpable?
    ­­No... No estamos del todo seguros, señora.
    ­­No me digas. Esta tarde he hablado con el señor Tallow y él no vaciló en culpar a la Resistencia.
    ­­Ah. ¿El... el señor Tallow también estará en Richmond, señora?

    ­­No. Te llevo a ti porque el señor Devereaux te tiene aprecio y eso podría jugar a nuestro favor. El señor Tallow me parece menos presentable, es un engreído y un incompetente. ¡Ja!, ni siquiera se puede uno fiar de que lleve a cabo un conjuro como es debido, tal como demuestra el color de su piel. ­Soltó un resoplido por su blanquecina y afilada nariz­. Eres un chico brillante, John ­continuó­. Como comprenderás, si el primer ministro pierde la paciencia conmigo, yo la perderé con mis subordinados; por eso mismo el señor Tallow es un hombre atribulado, que tiembla cuando se mete en la cama porque sabe que durante el sueño pueden visitarlo cosas peores que las pesadillas. Por el momento, él te libra de mi enojo, pero no te duermas en los laureles. Al ser tan joven, te pueden cargar con las culpas de cualquier cosa sin ningún problema. Además, el objetivo del señor Tallow es ése, que las responsabilidades recaigan sobre ti y no sobre él.
    Nathaniel no dijo nada. La señorita Whitwell lo observó en silencio y luego volvió la vista hacia el río, donde una flotilla de pequeñas embarcaciones había comenzado a dirigirse hacia el mar con mucha fanfarria. Había acorazados de cascos de madera revestidos con planchas de acero, construidos para viajar a las lejanas colonias, y patrulleros más pequeños adecuados para la navegación en aguas europeas, pero todos tenían las velas desplegadas y las banderolas ondeaban al viento. En las orillas, la gente los vitoreaba lanzándoles serpentinas que caían al río como si se tratara de lluvia.
    El señor Rupert Devereaux llevaba casi veinte años en el cargo de primer ministro. A pesar de ser un hechicero de aptitudes limitadas, era un político consumado que había logrado permanecer en el poder gracias a su capacidad para enfrentar a sus colegas en beneficio propio. Se habían llevado a cabo algunas tentativas para derrocarlo, pero en casi todos los casos su eficiente red de espionaje había conseguido atrapar a los conspiradores antes de que éstos pudieran actuar.
    Desde el primer momento supo que, en cierto grado, su gobierno dependía de mantener un distanciamiento altivo respecto a los ministros de menor rango de Londres, por lo que el señor Devereaux había establecido su corte en Richmond, a unos dieciséis kilómetros del centro de la capital. Mientras que a los ministros importantes se les invitaba a pasar consulta con él todas las semanas, el intercambio constante de órdenes e informes se realizaba a través de mensajeros sobrenaturales. De este modo, además de mantenerse continuamente informado, podía disfrutar de su afición a la buena vida, una costumbre para la que era muy apropiado el entorno aislado de la zona de Richmond. Entre otros pasatiempos, el señor Devereaux se había convertido en un gran aficionado al teatro. Durante años, había cultivado una amistad con el dramaturgo del momento, Quentin Makepeace, un caballero de entusiasmo ilimitado que visitaba Richmond con regularidad para ofrecer al primer ministro funciones privadas.
    A medida que fue haciéndose mayor y lo abandonaban las energías, el señor Devereaux apenas se aventuraba más allá de Richmond. En las escasas ocasiones en que esto ocurría ­ya fuera para pasar revista a las tropas que partían hacia el continente o para acudir al estreno de una obra­, iba acompañado en todo momento por una escolta de hechiceros del noveno nivel y por un batallón de horlas en el segundo plano. Tales medidas de precaución se habían hecho más estrictas desde la conspiración de Lovelace, en la que el señor Devereaux había estado a punto de morir. Su paranoia había crecido como la hierba abonada con buen estiércol, retorciéndose y enroscándose con fuerza alrededor de todos aquellos que le servían. No había ministro que pudiera sentirse completamente seguro ni de su empleo ni de su vida.
    El camino de grava que llegaba hasta Richmond ­una agrupación de hermosas y elegantes casitas dispuestas alrededor de una amplia plaza con césped salpicada de robles y castaños­atravesaba una sucesión de poblaciones que habían prosperado gracias a la generosidad del señor Devereaux. En un lado de la plaza se alzaba un alto muro de ladrillo, interrumpido por una puerta de hierro forjado que había sido reforzada con las habituales medidas mágicas de seguridad. Al otro lado, un corto camino avanzaba entre hileras de tejos hasta el patio de ladrillo rojo de Richmond House.
    El zumbido del motor de la limusina se detuvo delante de los escalones de la entrada, y cuatro sirvientes con chaquetones de color rojo escarlata salieron presurosos a atenderles. Aunque todavía había luz diurna, potentes farolas iluminaban el porche y algunas luces brillaban alegremente en varios ventanales. En algún lugar, un cuarteto de cuerda tocaba con melancólica elegancia.
    La señorita Whitwell se demoró unos segundos antes de hacer un gesto para que le abrieran la puerta del coche.
    ­­Se trata de un consejo en toda regla ­le advirtió­, así que no hace falta que te diga cómo has de comportarte. Estoy segura de que el señor Duvall se mostrará muy agresivo, ya que cree que lo ocurrido anoche es una gran oportunidad para obtener una ventaja decisiva. Ambos hemos de mantener la debida compostura.
    ­­Sí, señora.
    ­­John, no me decepciones.
    La señorita Whitwell dio unos golpecitos en la ventanilla. Un sirviente dio un salto al frente y abrió la puerta del coche. Subieron juntos los cortos peldaños de arenisca y entraron al vestíbulo de la casa.
    Allí la música se oía con mayor claridad, se mecía lánguida entre los pesados cortinajes y los muebles orientales, subiendo de pronto para apagarse a continuación. El sonido parecía proceder de algún lugar cercano, pero no se veía a los músicos por ninguna parte. Nathaniel tampoco se hacía ilusiones de verlos, ya que en las ocasiones en que había visitado Richmond siempre había sonado una música similar que lo perseguía a uno allí adonde fuera, un telón de fondo permanente para la belleza de la casa y los jardines.
    Un criado los condujo a través de una serie de lujosos salones, hasta pasar bajo un enorme arco blanco que daba a una habitación alargada, espaciosa y soleada, un invernadero añadido a la casa. A ambos lados se extendían parterres de color rojizo, cuidados, despejados y modestos, tachonados de rosales ornamentales. Por todas partes, había personas invisibles rastrillando.
    Un único y lento ventilador que colgaba del techo removía el aire cálido dentro del invernadero. Debajo, en un semicírculo de sofás bajos y divanes, estaba reclinado el primer ministro y su séquito tomando café en unas tacitas blancas bizantinas y escuchando las quejas de un hombre inmenso vestido de blanco. A Nathaniel se le hizo un nudo en el estómago al verlo allí. Se trataba de Sholto Pinn, dueño de uno de los negocios que había quedado en ruinas.
    ­­Considero que es un agravio de lo más despreciable ­decía el señor Pinn­, una gran afrenta. He sufrido tantas pérdidas...
    La señorita Whitwell se sentó en el sofá desocupado, el más cercano a la puerta, y Nathaniel, tras unos instantes de vacilación, la imitó. A continuación, aprovechó para echar un rápido vistazo a los ocupantes de la sala.
    Primero, Pinn. Por lo general, el comerciante le inspiraba desconfianza y rechazo puesto que había sido amigo íntimo del traidor Lovelace. Sin embargo, nunca se había demostrado nada y estaba claro que, en el asunto que ocupaba a Nathaniel, Pinn era la parte perjudicada. El hombre seguía con su sarta de lamentos.
    ­­... que temo no volver a recuperarme. Mi colección de reliquias irreemplazables ha desaparecido. ¡Lo único que me queda es una vasija de cerámica vidriada que contiene un engrudo seco e inútil! Apenas puedo...
    Rupert Devereaux estaba repantigado en un sofá de respaldo alto. Era un hombre de estatura y constitución mediana, atractivo en su momento, pero ahora, gracias a sus muchos y variados vicios, tanto los carrillos como la barriga habían ganado algo de grasa. Una expresión de aburrimiento y fastidio revoloteaba por su rostro mientras atendía al señor Pinn.
    El señor Henry Duvall, el jefe de policía, estaba sentado cerca, con los brazos cruzados y la gorra gris en el regazo. Vestía el uniforme característico de los Lomos Grises, el cuerpo de élite de la Policía Nocturna del que era el jefe: camisa blanca con volantes; chaqueta de color gris oscuro, de líneas rectas, planchada con esmero y decorada con botones rojos y brillantes, y pantalones grises remetidos en largas botas negras. Unas charreteras de latón brillantes que parecían garras le apresaban los hombros. Con aquel atuendo, su corpachón parecía aún más grande de lo que era. Sentado, en silencio, su presencia dominaba la estancia.
    También se encontraban presentes otros tres ministros. Uno era un hombre anodino de mediana edad y cabello rubio y lacio que se estaba estudiando las uñas: Carl Mortensen, ministro del Interior. A su lado, bostezando ostentosamente, se sentaba Helen Malbindi, la meliflua ministra de Información. El ministro de Asuntos Exteriores, Marmaduke Fry, un hombre de buen apetito, ni siquiera fingía escuchar al señor Pinn: estaba ocupado encargando algo más de almuerzo a un sirviente deferente.
    ­­... seis croquetas de patata, judías verdes cortadas en juliana...
    ­­... a lo largo de treinta y cinco años he ido acumulando mis valiosas mercancías. Todos vosotros os habéis beneficiado de mi experiencia...
    ­­...y otra tortilla de huevas de bacalao condimentada con pimienta negra en su punto justo.
    En el mismo sofá que el señor Devereaux, separado de él por una pila tambaleante de cojines persas, se sentaba un caballero bajito y pelirrojo que lucía un abrigo de color verde esmeralda, unos pantalones negros ajustados bordados con lentejuelas y una sonrisa de oreja a oreja, y que daba la impresión de estar disfrutando enormemente del debate. Los ojos de Nathaniel se detuvieron unos instantes en ese personaje. Quentin Makepeace era el autor de más de una veintena de obras de gran éxito y la última, Cisnes de Arabia, había batido récords de taquilla en todo el imperio. Su presencia allí era algo incongruente, pero no del todo inesperada. De sobra era sabido que se trataba del confidente más próximo del primer ministro, razón por la cual los demás ministros lo toleraban y lo trataban con precavida cortesía.
    El señor Devereaux se percató de la llegada de la señorita Whitwell y alzó una mano para hacerle saber que la había visto. Tosió con discreción y la retahila de quejas del señor Pinn cesó al instante.
    ­­Gracias, Sholto ­dijo el primer ministro­, te has expresado con gran elocuencia y a todos nos afecta mucho el apuro en que te encuentras. Tal vez ahora obtengamos algunas respuestas. Acaba de llegar Jessica Whitwell, junto con el joven Mandrake, a quien estoy seguro de que todos recordaréis.
    El señor Duvall dejó escapar un gruñido.
    ­­¿Quién no conoce al gran John Mandrake? ­preguntó con una voz cargada de ironía­. Seguimos su carrera con interés, en particular sus tentativas para acabar con la problemática Resistencia. Espero que nos traiga noticias acerca de un gran avance en este caso.
    Todas las miradas se posaron en Nathaniel, quien hizo una breve y rígida reverencia tal como dictaba la buena educación.
    ­­Buenas noches, damas, caballeros. Estooo... Todavía no dispongo de noticias concluyentes. Hemos estado investigando a fondo la escena del crimen y...
    ­­¡Lo sabía! ­Las medallas del pecho del jefe de policía tintinearon al estremecerse con el ímpetu de su interrupción­. ¿Oyes eso, Sholto? «No dispongo de noticias concluyentes.» Qué desastre.
    El señor Pinn observó a Nathaniel a través del monóculo.
    ­­Y que lo digas, realmente decepcionante.
    ­­Ya viene siendo hora de que Asuntos Internos traspase el caso ­continuó Duvall­. Nosotros, en la policía, podemos hacer un trabajo mejor. Ya es hora de aplastar a esa Resistencia.
    ­­Bien dicho. ­El señor Fry alzó la vista unos instantes y acto seguido se volvió hacia el sirviente­. Y de postre, una roulade de fresas...
    ­­Sí, ya va siendo hora ­convino Helen Malbindi con seriedad­. Yo misma he sufrido algunas pérdidas. Hace poco me fue sustraída una valiosa colección de máscaras africanas.
    ­­A algunos de mis socios ­añadió Cari Mortensen­también los han desvalijado. Y anoche prendieron fuego al almacén de mi suministrador de alfombras persas.
    Desde su rincón, el señor Makepeace sonreía con serenidad.
    ­­Lo cierto es que la mayoría de estos crímenes son de poquísima monta, ¿no? No nos afectan demasiado. La Resistencia es una panda de bobos que está perdiendo el apoyo de los plebeyos con tantas explosiones. La gente les tiene miedo.
    ­­¿De poca monta? ¿Cómo puedes decir eso ­gritó el señor Duvall­cuando una de las calles más prestigiosas de Londres ha quedado arrasada? Nuestros enemigos extranjeros seguro que están corriendo a casa para comunicar las buenas noticias: el Imperio británico es incapaz de prevenir los ataques en la puerta de su propia casa. Eso gustará mucho en Estados Unidos, te lo digo yo. Y encima, en el día de Gladstone.
    ­­Un despilfarro ridículo, dicho sea de paso ­intervino Mortensen­. Un derroche de recursos muy valiosos. No sé por qué le dedicamos un día a ese viejo loco.
    El señor Makepeace se rió entre dientes.
    ­­Eso no se lo habrías dicho a la cara, Mortensen.
    ­­Caballeros, caballeros... ­El primer ministro se enderezó­. No
    deberíamos discutir. Por un lado, Cari tiene razón, el día del Fundador es

    un asunto serio y tiene que hacerse bien. Deslumbramos a la población con banalidades vulgares, del Tesoro público salen millones para financiar la comida y los juegos gratuitos, e incluso la Cuarta Flota ha demorado su partida rumbo a Estados Unidos para ofrecer algo de espectáculo extra. Hay que tomar medidas urgentes para evitar cualquier cosa que eche todo eso a perder y, además, para solucionar los problemas que afectan al señor Pinn. En la actualidad, el trabajo de investigación de los crímenes de esta naturaleza corresponde a Asuntos Internos. Así que, Jessica, si no te importa informarnos...
    La señorita Whitwell le hizo un gesto a Nathaniel.
    ­­El señor Mandrake lleva el caso con el señor Tallow. Todavía no ha tenido tiempo de informarme, así que sugiero que le escuchemos a él.
    El primer ministro sonrió a Nathaniel con benevolencia.
    ­­Adelante, John.
    Nathaniel tragó saliva. Su maestra lo había abandonado para que se las arreglara solo. Pues muy bien.
    ­­Es demasiado pronto para saber qué causó el contratiempo de esta madrugada ­comenzó­. Tal vez...
    El monóculo de Sholto Pinn salió despedido de su ojo.
    ­­¿Contratiempo? ­aulló­. ¡Es una catástrofe! ¿Cómo te atreves, niñato?
    Nathaniel prosiguió como si nada.
    ­­Es demasiado pronto, señor ­dijo­, para saber si la acción puede ser atribuida a la Resistencia. Podría no ser así. Podría tratarse de agentes de un poder extranjero o de un renegado resentido contra el país. En este caso se dan varios aspectos poco habituales...
    El señor Duvall agitó una mano airada.
    ­­¡Ridículo! No cabe duda de que se trata de un ataque de la Resistencia. Lleva el sello característico de sus crímenes.
    ­­No, señor. ­Nathaniel se obligó a aguantar la mirada del jefe de policía. No pensaba retroceder ni un paso­. Los de la Resistencia son ataques de escasa entidad en los que, por lo general, se utilizan artilugios mágicos de poca monta: espejos de mohoso y esferas de elementos. Se trata de ataques relámpago que siempre van dirigidos contra objetivos políticos, es decir, contra los hechiceros o contra los negocios en los que nos abastecemos, y apestan a oportunismo. El incidente de Piccadilly fue diferente. Fue un asalto de una violencia nunca vista, que se prolongó varios minutos. Destrozaron los edificios de dentro hacia fuera, dejando en gran parte intactas las paredes exteriores. En resumen: creo que el ataque se llevó a cabo ejerciendo un control mágico de alto nivel.
    La señorita Whitwell tomó la palabra.
    ­­Pero no había indicios de diablillos ni genios.
    ­­No, señora. Registramos la zona metódicamente, buscamos pistas y no encontramos nada. No había rastros mágicos convencionales, lo que parece descartar la presencia de demonios, pero tampoco hallamos indicios de participación humana. Los que presenciaron el ataque murieron a causa de algún tipo de magia poderosa, pero hemos sido incapaces de identificar el origen. Si se me permite hablar con franqueza, el señor Tallow es meticulosamente riguroso, pero sus métodos no han arrojado resultados. En el caso de que nuestro enemigo volviera a atacar, creo que seguiríamos dando palos de ciego a menos que cambiemos nuestros métodos.
    ­­Los Lomos Grises necesitamos más competencias ­sentenció el señor Duvall.
    ­­Con todos mis respetos ­objetó Nathaniel­, anoche seis de sus lobos no fueron suficientes.
    Se hizo un breve silencio. Los ojillos oscuros del señor Duvall examinaron a Nathaniel de arriba abajo. Tenía una pequeña nariz inusitadamente chata, y un mentón azulado a causa de la barba incipiente y prominente como un quitanieves. No dijo nada, pero el odio reflejado en sus ojos lo decía todo.
    ­­Bueno, eso es hablar sin rodeos ­admitió el señor Devereaux finalmente­. Veamos, ¿qué sugieres, John?
    Aquélla era su oportunidad y tenía que aprovecharla. Todos estaban esperando que fracasara.
    ­­Creo que existen razones de peso para creer que el agresor de la pasada noche volverá a actuar ­dijo­. Acaba de atacar en Piccadilly, uno de los destinos turísticos más populares de Londres. Tal vez su objetivo sea humillarnos, sembrar incertidumbre entre los visitantes extranjeros y debilitar nuestra posición internacional. Sea cual sea la razón, necesitamos genios de alto nivel patrullando la ciudad. Yo los apostaría cerca de otras zonas comerciales importantes y de lugares turísticos como museos y galerías. De este modo, si ocurriera algo, podríamos actuar con rapidez.
    Se oyeron resoplidos de desaprobación entre los ministros reunidos y una protesta generalizada. La sugerencia era ridícula, las esferas de vigilancia y la policía ya estaban patrullando y los genios de alto nivel implicaban un gran gasto de energía. El único que permaneció callado fue el primer ministro... y también Makepeace, quien se arrellanó en su asiento con expresión triunfal.
    El señor Devereaux pidió silencio.
    ­­Creo que las pruebas no son concluyentes. ¿Es este atentado obra de la Resistencia? Tal vez sí, tal vez no. ¿Sería de ayuda una mayor vigilancia? ¿Quién sabe? Bien, he de tomar una decisión. Mandrake, en el pasado demostraste ser más que competente, así que vuelve a hacerlo ahora. Organiza la vigilancia y encuentra al criminal, pero no dejes de perseguir a la Resistencia. Quiero resultados. Si Asuntos Internos fracasa ­miró a Nathaniel y a la señorita Whitwell de manera significativa­, no quedará otro remedio que dejar que otros ministerios se hagan cargo de este asunto. Te sugiero que te pongas manos a la obra ahora mismo y que escojas a tus demonios con sumo cuidado. En cuanto a los demás... hoy es el día del Fundador y deberíamos estar celebrándolo. ¡Vamos a comer!
    La señorita Whitwell no dijo ni una palabra hasta que el coche, cuyo motor emitía un suave ronroneo, hubo dejado la población de Richmond bastante atrás.
    ­­Te has buscado un enemigo al meterte con Duvall ­comentó al fin­, y creo que a los demás tampoco les gustas demasiado. Sin embargo, ésa es ahora la menor de tus preocupaciones. ­Volvió la vista hacia los árboles en penumbra, hacia el campo que pasaba ante sus ojos como una exhalación al anochecer­. Tengo fe en ti, John ­continuó­. La idea que has tenido podría dar algunos frutos. Habla con Tallow, pon tu departamento en marcha y envía a tus demonios. ­Se pasó una larga y delgada mano por los cabellos­. Yo no puedo dedicarme a este problema, ya tengo bastante que hacer con la preparación de las campañas estadounidenses. Sin embargo, si consigues descubrir a nuestro enemigo, si devuelves algo de honor a Asuntos Internos, serás bien recompensado...
    La declaración también implicaba lo contrario. Pero lo dejó en el aire: no hacía falta que dijera el resto.
    Nathaniel se sintió obligado a responder.
    ­­Sí, señora ­contestó con voz ronca­. Gracias.
    La señorita Whitwell asintió lentamente con la cabeza. Miró a Nathaniel y, a pesar de la admiración y el respeto que el chico sentía por su maestra, a pesar de los años que llevaba viviendo en su casa, de pronto sintió que lo estaba mirando sin emoción, como si se hallara a una gran distancia. Se trataba del tipo de mirada que un halcón en pleno vuelo le dedicaría a un conejo esquelético, considerando si valía la pena lanzarse en picado sobre él. De repente, Nathaniel fue consciente de su juventud y su fragilidad, de su patética vulnerabilidad frente al poder de su maestra.
    ­­No tenemos mucho tiempo ­le advirtió la señorita Whitwell­. Por tu bien, espero que tengas a mano un demonio competente.


    _____ 10 _____


    BARTIMEO
    Como siempre, por supuesto, traté de resistirme.
    Empleé todas mis fuerzas para contrarrestar la tracción, pero las palabras que tiraban de mí eran demasiado poderosas. Cada una de las sílabas era un arpón que atravesaba mi sustancia, la reunía y la arrastraba lejos de allí. Durante unos tres segundos fugaces, la suave gravedad del Otro Lado ayudó a retenerme, pero luego, de repente, perdí su apoyo y me vi arrancado de allí como un niño del pecho de su madre.
    Con una brusquedad extrema, mi esencia se compactó, se extendió hasta alcanzar una longitud infinita y, segundos después, se vio arrojada al mundo y a la prisión familiar y odiada de un pentáculo en el que, siguiendo leyes inmemoriales, me materialicé al instante.
    A ver, a ver...
    ¿Qué apariencia escogía?
    La invocación era de las poderosas, así que el hechicero desconocido tenía bastante experiencia y, por tanto, era poco probable que un escandaloso fantasma de la isla de Man o un espectro de ojos nublados lo intimidara. Así pues, me decidí por un disfraz delicado y exquisito para dejar bien claro a mi captor mi extraordinaria complejidad.
    Modestia aparte, acabó siendo un trabajo muy sofisticado: ­una burbuja enorme e iridiscente que daba vueltas en el aire y desprendía una luz trémula de reflejos nacarados. El aire se inundaba de suaves fragancias de maderas aromáticas ­débilmente, como si procedieran de una gran distancia­y de la música etérea de arpas y violines. Dentro de la burbuja estaba sentada una bella doncella, en cuya hermosa nariz reposaban unos pequeños anteojos [Para el rostro me había inspirado en el de una virgen vestal que había conocido en Roma, una mujer de un carácter admirablemente independiente. Por las noches, Julia solía saltarse lo del fuego sagrado para apostar en las carreras de cuadrigas del Circo Máximo. En realidad no llevaba anteojos, claro, eso lo añadí yo para darle al rostro una pizca de seriedad. Llamadlo licencia artística]. Miró hacia el exterior con toda tranquilidad... y dejó escapar un grito de furia estupefacta.
    ­­¡Tú!
    ­­Espera, espera, Bartimeo...
    ­­¡Tú!
    La música etérea se detuvo con un chirrido desagradable y las suaves fragancias aromáticas se volvieron apestosas y acres. El bello rostro de la doncella se tornó violáceo, los ojos se le salieron de las órbitas como un par de huevos escalfados y el vidrio de los anteojos se resquebrajó. Los labios de color carmín se abrieron para dejar a la vista unos dientes afilados y amarillentos que entrechocaban con rabia. Unas llamas comenzaron a danzar dentro de la burbuja, cuya superficie comenzó a hincharse peligrosamente, como si estuviera a punto de estallar. Giraba tan deprisa que comenzó a zumbar en el aire.
    ­­Escucha un momento...
    ­­¡Habíamos hecho un trato! ¡Los dos hicimos una promesa!
    ­­Bueno, en sentido estricto, no es del todo cierto...
    ­­¿No? Qué pronto olvidas tú. Porque es pronto, ¿verdad? Perdí la cuenta en el Otro Lado, pero apenas has cambiado desde la otra vez. ¡Sigues siendo un crío!
    Nathaniel se enderezó.
    ­­Soy un miembro importante del gobierno...
    ­­Pero si ni siquiera te afeitas. ¿Qué han pasado? ¿Dos años, tal vez tres?
    ­­Dos años y ocho meses.
    ­­Así que ahora tienes catorce años. Y ya has vuelto a invocarme.
    ­­Sí, pero espera un momento, yo nunca hice una promesa. Sólo te dejé ir. Nunca dije...
    ­­¿... que no volverías a llamarme? Estaba implícito. Yo olvidaría tu verdadero nombre y tú te olvidarías del mío. Trato hecho. Y ahora...
    En el interior de la burbuja giratoria, el rostro de la bella doncella estaba experimentando un veloz retroceso en la escala evolutiva: había aparecido una frente prominente y peluda, una nariz irregular, unos ojos rojos y encendidos... Las pequeñas gafas redondas parecían un poco fuera de lugar. Una garra surgió dentro de la burbuja, cogió las gafas y las metió en la boca de la criatura, donde unos dientes afilados las mascaron hasta reducirlas a polvo.
    El chico alzó una mano.
    ­­Deja de hacer el tonto y escúchame un momento.
    ­­¿Que te escuche? ¿Por qué debería hacerlo cuando todavía me duele todo de la última vez? Te aseguro que contaba con bastante más de dos años...
    ­­Dos años y ocho meses.
    ­­... dos míseros años humanos para superar el trauma de haberte conocido. Claro que sabía que un idiota de sombrero puntiagudo volvería a llamarme, pero ¡quién iba a imaginar que sería el mismo idiota de la última vez!
    Frunció los labios.
    ­­Yo no tengo un sombrero puntiagudo.
    ­­¡A ti lo que te pasa es que eres tonto! Sé tu nombre de nacimiento y coges y me traes de vuelta a este mundo contra mi voluntad. Bueno, está bien porque ¡voy a anunciarlo a los cuatro vientos, aunque sea lo último que haga!
    ­­No... Lo prometiste...
    ­­Mi promesa ha sido rota, invalidada, anulada, revocada, se ha devuelto al remitente sin abrir. Los dos podemos jugar a tu juego, chaval.
    El rostro de la doncella había desaparecido y en su lugar una figura salvaje, toda dientes y pelo erizado, daba dentelladas a la superficie de la burbuja como si quisiera escapar.
    ­­¡Si me dieras un minuto para explicarme...! ¡Te estoy haciendo un favor!
    ­­¿Un favor? ¡Anda que no, esto sí que es bueno! Esto tengo que oírlo.
    ­­En ese caso, calla un instante y déjame hablar.
    ­­¡Muy bien! ¡De acuerdo! Me callaré.
    ­­Bien.
    ­­Seré una tumba. La tuya, dicho sea de paso.
    ­­En ese caso...
    ­­Y ya veremos si encuentras, aunque sea remotamente, una excusa que valga la pena escuchar, porque dudo...
    ­­¡¿Te quieres callar?!
    El hechicero alzó una mano con brusquedad y sentí la presión correspondiente en el exterior de la burbuja. Dejé de echar pestes en menos que canta un gallo.
    Hizo una honda inspiración, se pasó la mano por el pelo y se arregló los puños innecesariamente.
    ­­Tienes razón ­comenzó­, tal como has supuesto correctamente, soy dos años mayor, pero también soy dos años más listo, por lo que debería advertirte que, si no te portas como es debido, no voy a utilizar el torniquete sistemático, no. ¿Has experimentado alguna vez la piel invertida? ¿O el potro de tortura de esencias? Apuesto a que sí, con ese carácter, seguro que sí. Así que no pongas a prueba mi paciencia.
    [Por desgracia, tenía razón. En mis tiempos, había sufrido los dos. La piel invertida es un conjuro especialmente engorroso, pues entorpece la movilidad y dificulta la conversación. Por no hablar de las partes blandas...]
    ­­Ya hemos pasado antes por todo esto ­repuse­. ¿Lo recuerdas? Tú sabes mi nombre, yo sé el tuyo. Tú me infliges un castigo, yo te lo devuelvo. Nadie gana y los dos salimos escaldados.
    El chico suspiró y asintió con la cabeza.
    ­­Tienes razón. Tal vez deberíamos tranquilizarnos los dos.
    Se cruzó de brazos y se entregó unos instantes a una reflexiva contemplación de mi burbuja [ Que ahora flotaba estática a más o menos un metro del suelo. La superficie era opaca, y el monstruo del interior había desaparecido enfurruñado ]. A mi vez, le dirigí una mirada sombría. Su rostro todavía conservaba la antigua palidez y el aspecto ansioso o, como mínimo, lo poco que vi lo conservaba, ya que la mitad se ocultaba detrás de una espesa mata de pelo. Habría jurado que no se había acercado a unas tijeras desde la última vez que le había visto, porque los mechones le caían en cascada alrededor del cuello como un Niágara negro y grasiento.
    En cuanto a lo demás, estaba menos escuchimizado que antes, eso es cierto, pero no había ganado tanta corpulencia como altura y desgarbo. Era como si un gigante lo hubiera agarrado por la cabeza y por los pies, hubiese tirado una vez y luego, asqueado, lo hubiera dejado: estaba como un fideo, tenía unas piernas y unos brazos largos y desproporcionados, y las manos y los pies recordaban vagamente a los de un simio.
    La elección de su atuendo acentuaba el efecto desgarbado: lucía un traje de postín tan ajustado que parecía como si se lo hubieran pintado encima, un abrigo negro muy largo y ridículo, unos zapatos puntiagudos como puñales y un pañuelo extravagante del tamaño de una pequeña tienda de campaña que le colgaba del bolsillo del pecho.
    Aquella pinta estrafalaria daba juego para unos cuantos insultos irrebatibles, pero aguardé el momento oportuno. Eché un rápido vistazo a la estancia. Parecía una cámara de invocación formal, seguramente de un edificio público. El suelo estaba revestido con una especie de madera artificial totalmente lisa, sin nudos ni defectos, perfecta para la construcción de estrellas de cinco puntas. Una vitrina en uno de los rincones contenía un surtido de tizas, reglas, compases y papeles. La de al lado estaba llena de tarros y botes con una gran variedad de inciensos. Aparte de eso, la cámara estaba totalmente vacía. Tenía las paredes pintadas de blanco. El oscuro cielo nocturno se colaba por una ventana cuadrada en lo alto de una pared, y un racimo de bombillas desnudas que colgaba del techo iluminaba la estancia. La única puerta era de hierro y tenía echado el cerrojo por dentro.
    El chico concluyó sus reflexiones, volvió a arreglarse los puños, frunció el ceño y adoptó una expresión ligeramente afligida. Una de dos:
    o estaba tratando de parecer solemne o sufría una indigestión, vete a saber.
    ­­Bartimeo, escúchame bien ­dijo lentamente y con énfasis­. Créeme, lamento profundamente haber vuelto a invocarte, pero no me quedaba más remedio. Por aquí las cosas han cambiado y ambos saldremos beneficiados de retomar nuestra relación. ­Hizo una pausa, como si pensara que yo pudiera querer hacer algún tipo de comentario constructivo. Ni en broma. La ­burbuja siguió opaca e inmóvil­. En esencia, la situación es sencilla ­continuó­: el gobierno, del cual ahora formo parte [Dicho esto, volvió a pasarse la mano por el pelo. Este numerito de acicalamiento pomposo me recordó vagamente a alguien, pero no conseguí recordar exactamente a quién], está planeando una gran ofensiva terrestre en las colonias norteamericanas para este invierno. Es probable que el enfrentamiento resulte costoso para ambos bandos; sin embargo, dado que las colonias se niegan a someterse a los deseos de Londres, parece que, por desgracia, no existe más opción que aprobar un derramamiento de sangre. Los rebeldes están bien organizados y cuentan con hechiceros entre sus filas, algunos poderosos. Para derrotarlos, estamos enviando un ingente ejército de hechiceros guerreros con sus genios y demonios menores a remolque.
    Me estremecí al oír aquello. En uno de los lados de la burbuja se abrió una boca.
    ­­Perderéis la guerra. ¿Has estado en Estados Unidos? Viví allí doscientos años, aunque no de manera regular. Todo el continente en sí es una selva que no parece tener fin. Los rebeldes retrocederán, os arrastrarán a una interminable guerra de guerrillas y os desangrarán.
    ­­No perderemos, pero tienes razón en que será difícil. Muchos hombres y genios morirán.
    ­­Los hombres seguro.
    ­­Los genios caen igual de deprisa. ¿No ha sido siempre así? En tus tiempos participaste en muchas batallas, así que ya sabes de qué va el asunto. Por eso es por lo que te estoy haciendo un favor. El archivero mayor ha estado consultando los registros y ha confeccionado una lista con los demonios que podrían ser útiles en la campaña de Estados Unidos. Tu nombre está entre ellos.
    ¿Una gran campaña? ¿Lista de demonios? Me sonó muy poco creíble. Sin embargo, me anduve con pies de plomo para sacarle algo más. La burbuja dio una sacudida, una acción que bien podría confundirse con un temblor.
    ­­Bien, Estados Unidos me gustó ­dije­. Mejor eso que esta pocilga de Londres que tú llamas hogar. Allí no conocen este caos urbano hediondo, sólo las grandes extensiones de cielo y de praderas, con sus montañas de cimas nevadas que se alzan hasta el infinito...
    Para hacer hincapié en mi satisfacción, hice aparecer una alegre cara de búfalo dentro de la burbuja.
    El chico esbozó esa vieja y familiar sonrisa de labios finos que había conocido y aborrecido con toda el alma dos años atrás.
    ­­Ya, hace tiempo que no has estado en Estados Unidos, ¿verdad?
    El búfalo lo miró con recelo.
    ­­¿Porqué?
    ­­En la actualidad, allí también hay ciudades que se extienden a lo largo de la Costa Este. Hay un par que incluso se aproximan a Londres en tamaño. Ahí es donde radica el problema. Más allá de la franja cultivada se extiende la selva de la que hablas, pero no estamos interesados en ella. Lucharéis en las ciudades.
    El búfalo se estudió una pezuña con fingida indiferencia.
    ­­No me interesa.
    ­­¿Ah, no? ¿Preferirías trabajar aquí para mí? Puedo sacarte de la lista. Sería durante un plazo determinado, sólo unas semanas. Un servicio de vigilancia, mucho menos peligroso que una guerra abierta.
    ­­¿Vigilancia? ­pregunté con sequedad­. Pídeselo a un diablillo.
    ­­Los estadounidenses cuentan con efrits, ¿sabes?
    Aquello había ido demasiado lejos.
    ­­Venga ya, por favor ­contesté­. Sé cuidarme yo sólito. Conseguí salir airoso de la batalla de Al­Arish y del sitio de Praga, y tú no estabas allí cogiéndome de la mano. Seamos sinceros, tienes que encontrarte en un buen lío o jamás me habrías traído de vuelta. Especialmente sabiendo lo que sé, ¿eh, Nat?
    Por un instante, tuve la impresión de que el chico iba a ponerse hecho una furia, pero recobró la compostura a tiempo. Dio un resoplido de cansancio.
    ­­Está bien, lo admito. No te he invocado únicamente para hacerte un favor.
    El búfalo entornó los ojos.
    ­­Vaya... qué sorpresa.
    ­­Me están presionando aquí, en casa ­continuó el chico­. Necesito resultados y pronto, si no... ­apretó los dientes con fuerza­, podrían deshacerse de mí. Créeme, me habría encantado invocar un dem... un genio de mejores modales que los tuyos, pero no tengo tiempo para buscar uno como es debido.
    ­­Ahooora, ahora te escucho ­repuse­. Esa historia sobre Estados Unidos no son más que pamplinas, ¿no? Estabas tratando de ganarte mi gratitud de antemano. Pues mira, mala suerte, no me lo trago. Sé tu nombre de nacimiento y tengo intención de usarlo. Y si aún te quedara media neurona, me despacharías en un santiamén. Se acabó lo que se daba.
    El búfalo alzó el morro hacia el cielo y, para reforzar sus palabras, se dio media vuelta con altanería dentro de la burbuja.
    El chico daba brincos de impaciencia.
    ­­Oh, venga, Bartimeo...
    ­­¡No! Ya puedes suplicar todo lo que quieras, que a este búfalo le entra por un oído y le sale por el otro.
    ­­¡No voy a suplicarte nada en la vida! ­rugió encolerizado. Chico, qué arranque de mal genio­. Escúchame bien ­gruñó­: sin ayuda, no sobreviviré. Puede que eso no signifique nada para ti...
    El búfalo volvió la vista con ojos desorbitados.
    ­­¡Qué poderes...! ¡Me has leído la mente!
    ­­... pero esto tal vez sí: la campaña estadounidense existe. No hay ninguna lista, lo admito, pero, si no me ayudas y pierdo la vida, antes de irme me aseguraré de que tu nombre esté entre los candidatos para ser llamado a filas. Entonces ya podrás gritar mi nombre de nacimiento a los cuatro vientos, para lo que te va a servir... Yo no estaré aquí para sufrir. Esto es lo que hay ­concluyó cruzándose de brazos una vez más­:
    o una simple vigilancia o estar expuesto a entrar en batalla. Tú decides. ­­¿De veras? ­pregunté. El pelo le cayó sobre la cara y resopló. ­­Sí, si me traicionas es por tu cuenta y riesgo. El búfalo se volvió y lo miró larga y detenidamente. Lo cierto era
    que una mera labor de vigilancia era cien mil veces preferible a participar en una guerra, porque las batallas tienen la mala costumbre de descontrolarse. Además, por muy furioso que estuviera con el jovenzuelo, siempre lo había considerado un amo ligeramente más comprensivo que la mayoría, aunque todavía no estaba claro si eso seguía siendo así. De todos modos, había transcurrido poco tiempo y era posible que aún no lo hubieran corrompido del todo. Bajé la cremallera de la burbuja y me asomé con la barbilla apoyada en la pezuña.
    ­­Bueno, parece que has vuelto a ganar ­dije con total tranquilidad­. Por lo que veo, no tengo elección.
    Se encogió de hombros.
    ­­No, no mucha.
    ­­En ese caso ­continué­, lo menos que puedes hacer es ponerme un poco al día. Ya veo que has ascendido. ¿Dónde estás ahora?
    ­­Trabajo para Asuntos Internos.
    ­­¿Asuntos Internos? ¿Ése no era el ministerio de Underwood? ­El búfalo enarcó una ceja­. Aja... Conque seguimos los pasos de nuestro viejo maestro...
    El chico se mordió el labio.
    ­­¡No tiene nada que ver con eso!
    ­­Tal vez seguimos sintiéndonos un poquitín culpables por su
    muerte... [Dos años atrás, debido a una compleja serie de hurtos y engaños, Nathaniel había provocado (más o menos) sin querer la muerte de su maestro. Por entonces aquello le remordía la conciencia y me tenía intrigado saber si todavía seguiría siendo así]
    El chico se sonrojó.
    ­­¡Tonterías! Es pura coincidencia. Mi nueva maestra me sugirió que aceptara el cargo.
    ­­Ah, sí, claro, la dulce señorita Whitwell, una criatura encantadora
    [Esto es lo que se llama ironía. De hecho, Whitwell era un espécimen de lo más desagradable. Alta y esquelética, sus extremidades eran como palitroques secos. No entendía cómo no se prendía fuego cuando cruzaba las piernas]. ­Lo repasé de arriba abajo. Estaba empezando a cogerle el gustillo a la tarea­. ¿También te aconseja ella sobre cómo debes vestir? Vamos a ver, ¿qué me dices de esos ridículos pantalones tan ceñidos? Pero si se puede leer la etiqueta de tus calzoncillos. Y en cuanto a esos puños...
    Se ofendió.
    ­­Esta camisa es muy cara, es de seda milanesa, y los puños grandes son la última moda.
    ­­Parecen desatascadores de váter con encajes. No sé cómo no sales volando cuando sopla el viento. ¿Por qué no te los cortas y te haces con ellos otro traje? No sería peor que el que llevas ahora mismo. También servirían de cinta para el pelo.
    Se podía percibir que estas mofas sobre su ropa parecían fastidiarle más que la de Underwood. No cabía duda de que sus prioridades habían cambiado durante estos años. Hizo un gran esfuerzo por controlar su rabia. Se ajustó los puños y se pasó una y otra vez la mano por el pelo.
    ­­Míralo ­dije­, pero si tiene nuevas costumbres... Seguro que se las has copiado a alguno de tus idolatrados hechiceros.
    Apartó la mano del pelo como un rayo.
    ­­No, no es cierto.
    ­­Seguro que te hurgas la nariz igual que la señorita Whitwell, tan desesperado estás por ser como ella. ­Por desagradable que fuera estar de vuelta, valía la pena verlo retorcerse de rabia una vez más. Dejé que siguiera dando saltitos dentro de su pentáculo un poco más­. Seguro que no lo habías olvidado ­dije alegremente­: tú me invocas, y yo me pongo insolente sin más. Viene en el paquete.
    Gimió tapándose la boca con las manos y dijo:
    ­­Seguro que una muerte repentina sería algo más soportable.
    Ahora ya me sentía un poco mejor. Al menos habíamos restablecido las reglas básicas.
    ­­Bueno, háblame de ese trabajillo de vigilancia ­le pedí­. ¿Dices que es sencillo?
    Recobró la compostura.
    ­­Sí.
    ­­Y aun así tu trabajo, incluso tu vida, pende de ese hilo.
    ­­Correcto.
    ­­¿Y ni remotamente tiene nada de complejo o peligroso?
    ­­No. Bueno... ­Vaciló unos instantes­. No demasiado.
    El búfalo tamborileó la pezuña con seriedad.
    ­­Tú dirás.
    El chico lanzó un suspiro.
    ­­Algo sumamente devastador anda suelto por Londres. No se trata ni de un marid, ni de un efrit, ni de un genio, porque no deja rastro mágico. Anoche arrasó Piccadilly y causó grandes estragos. De hecho, Suministros Pinn quedó destruido.
    ­­¿De verdad? ¿Qué le pasó a Simpkin?
    ­­¿El trasgo? Ah, murió.
    ­­Vaya. Qué lástima. [Lo dije de todo corazón. Ahora ya no podría vengarme]
    El chico se encogió de hombros.
    ­­En parte soy responsable de la seguridad de la capital y me han cargado con las culpas. El primer ministro está furioso y mi maestra se niega a cubrirme las espaldas.
    ­­¿Te sorprende? Ya te avisé sobre Whitwell.
    Adoptó una expresión huraña.
    ­­Llegará el día en que se arrepentirá de su deslealtad, Bartimeo. Da igual, estamos perdiendo el tiempo. Necesito que montes vigilancia y que le sigas la pista al criminal. Estoy organizando a otros hechiceros para que también envíen a sus genios. ¿Qué dices?
    ­­Acabemos con esto de una vez ­contesté­, ¿Cuál es la orden y cuáles son tus condiciones?
    Me miró con el ceño fruncido a través de sus cautivadores mechones.
    ­­Te propongo un trato similar al de la última vez. Tú aceptas servirme sin revelar mi nombre de nacimiento. Si te entregas a este trabajo en cuerpo y alma y consigues reducir al mínimo los comentarios groseros, la duración de tu servicio será relativamente corta.
    ­­Quiero un plazo concreto, nada de divagaciones.
    ­­Está bien: seis semanas. A ti eso se te pasa en un soplo.
    ­­¿Y cuáles son mis obligaciones exactamente?
    ­­Protección general y multiuso para tu amo, o sea, yo. Vigilancia de ciertos rincones de Londres. Seguimiento e identificación de un enemigo desconocido de poder considerable. ¿Qué te parece?
    ­­Lo de la vigilancia, de acuerdo. La cláusula de la protección es una lata. ¿Por qué no la dejamos fuera?
    ­­Porque entonces no podré confiar en que me protejas. Ningún hechicero se arriesgaría a eso [En eso se equivocaba. Un hechicero había prescindido de la cláusula de protección y había depositado su confianza en mí. Ptolomeo, claro, pero es que él era único. Aquello no volvería a ocurrir]. Me clavarías un puñal por la espalda a la mínima oportunidad. Así que... ¿aceptas?
    ­­Acepto.
    ­­Entonces, ¡prepárate para recibir tu orden!
    Alzó los brazos y adelantó el mentón, una pose que no resultó tan imponente como pretendía porque el pelo no dejaba de caerle delante de los ojos. Aparentaba exactamente los catorce años que tenía.
    ­­Espera, déjame ayudarte. Es tarde y ya deberías estar en la cama. ­El búfalo se había colocado los anteojos de la doncella en el morro­. ¿Qué te parece esto? ­Adopté una voz monótona y oficiosa­: «Volveré a servirte durante seis semanas completas. Por mucho que me pese, prometo no revelar tu nombre durante ese tiempo...».
    ­­Mi nombre de nacimiento.
    ­­Ah, de acuerdo: «... tu nombre de nacimiento durante ese tiempo a ninguno de los humanos con los que me cruce». ¿Qué te parece?
    ­­No es suficiente, Bartimeo. No es una cuestión de confianza, sino de no dejar cabos sueltos. Yo sugiero: «... durante ese tiempo a ningún humano, diablillo, genio o cualquier otro espíritu sensible, tanto en este mundo como en otro, ni en ningún plano; prometo no dejar escapar las sílabas del nombre de modo que puedan sugerirlo; prometo no susurrarlo en una botella, cavidad o cualquier otro lugar donde pueda detectarse un rastro mediante métodos mágicos; prometo no escribirlo
    o inscribirlo por cualquier otro medio en ninguna lengua conocida de modo que su significado pudiera ser adivinado».
    Bueno, está bien. Repetí las palabras con gravedad. Seis largas semanas. Al menos se le había escapado una implicación de la formulación que yo había escogido: una vez transcurridas esas semanas, sería libre de hablar cuanto quisiera, y, en el caso de que se me presentara la mínima oportunidad, vaya si hablaría.
    ­­Muy bien ­convine­, ya está. Cuéntame más cosas sobre ese desconocido enemigo tuyo.


    SEGUNDA PARTE

    _____ 11 _____ KITTY

    La mañana siguiente al día del Fundador, el tiempo empezó a empeorar. Unos nubarrones grises se cernieron sobre Londres y comenzó a caer una fina lluvia. Las calles quedaron pronto desiertas, sólo circulaba el tráfico imprescindible, y los miembros de la Resistencia, que en circunstancias normales habrían salido en busca de nuevos blancos, se reunieron en su base.
    El punto de encuentro era una tienda pequeña, pero bien abastecida, en el centro de Southwark, donde se vendían pinturas, pinceles y artículos por el estilo. El lugar era bastante conocido entre los plebeyos con inclinaciones artísticas. A unos cientos de metros al norte, tras una hilera de almacenes destartalados, fluía el Támesis, y al otro lado se encontraba el centro de Londres, abarrotado de hechiceros. Sin embargo, Southwark era relativamente pobre. Estaba atestado de comercios e industrias de poca monta, y los hechiceros rara vez se aventuraban por allí.
    Algo que les convenía a los congregados en la tienda de material artístico.
    Kitty se encontraba detrás del mostrador de cristal, ordenando hojas y más hojas de papel según el peso y el tamaño. Sobre el mostrador, a un lado, había una pila de rollos de pergamino atados con un cordel, un pequeño expositor con escalpelos y seis grandes botes de cristal llenos de pinceles de cerdas de caballo. Al otro lado, demasiado cerca para sentirse cómoda, se encontraba el trasero de Stanley. Estaba sentado sobre el mostrador con las piernas cruzadas y la cabeza enterrada en el periódico de la mañana.
    ­­Nos echan la culpa a nosotros, ¿sabes? ­comentó.
    ­­¿De qué? ­preguntó Kitty, aunque lo sabía de sobra.
    ­­Del asunto ese del centro. ­Stanley dobló el periódico por la mitad y lo plegó con sumo cuidado sobre la rodilla­. Cito: «En cuanto al atentado de Piccadilly, el portavoz de Asuntos Internos, el señor John Mandrake, ha pedido a todos los ciudadanos leales que estén alerta, ya que los traidores responsables de la carnicería andan sueltos por Londres. Las sospechas han recaído sobre el mismo grupo que llevó a cabo una serie de ataques anteriores en Westminster, Chelsea y Shaftesbury Avenue». Shaftesbury Avenue... ¡Eh, Fred, ésos somos nosotros!
    Fred se limitó a lanzar un gruñido. Estaba sentado en una silla de mimbre que había entre dos caballetes y que apoyaba contra la pared, sobre dos patas, mientras se balanceaba. Llevaba casi una hora en la misma postura, mirando al vacío.
    ­­«Se cree que la así llamada Resistencia ­prosiguió Stanley­está compuesta por jóvenes desafectos sumamente peligrosos, fanáticos y adictos a la violencia.» Caray, Fred, ¿tu madre ha escrito esto? Porque parece que te conocen muy bien. «No se acerquen a ellos. Por favor, informen a la Policía Nocturna», bla, bla, bla, «El señor Mandrake organizará nuevas patrullas nocturnas... Toque de queda después de las nueve de la noche por seguridad pública...» Lo de siempre. ­Arrojó el periódico sobre el mostrador­. Da asco, eso es lo que creo yo. Casi ni mencionan nuestro último trabajo. Lo de Piccadilly nos ha robado totalmente el protagonismo y eso no me gusta nada, tenemos que tomar medidas. ­Miró a Kitty, ocupada en contar hojas de papel­. ¿Tú qué crees, jefa? Deberíamos equiparnos con algunas de esas cositas del sótano y hacer una visita a Covent Garden o a cualquier otro sitio para
    causar un buen revuelo.
    Kitty levantó la vista y lo fulminó con la mirada.
    ­­No hace falta, ¿no crees? Alguien ya lo ha hecho por nosotros.
    ­­Alguien, sí... ¿Quién puede haber sido? ­Levantó la parte de atrás de su gorra y se rascó pensativamente­. Yo creo que han sido los checos.
    La miró con el rabillo del ojo. Estaba volviendo a pincharla, a cuestionar su autoridad en busca de un punto débil. Kitty bostezó. Stanley tendría que atacar un poco más duro si quería conseguir algo.
    ­­Tal vez ­contestó ella al fin­. O los magiares o los estadounidenses... o vete tú a saber, por aspirantes no será. Fuera quien fuese, atacaron un lugar público y ése no es nuestro estilo, como muy bien sabes.
    Stanley soltó un gruñido.
    ­­No seguirás molesta por lo del incendio de las alfombras, ¿verdad? Qué pesada... Si no hubiera sido por eso, ni siquiera nos mencionarían.
    ­­Hubo heridos, Stanley. Plebeyos.
    ­­Colaboradores, diría yo, que entraron a la carrera para salvar las alfombras de sus amos.
    ­­¿Por qué no te...? ­Lo dejó correr; se había abierto la puerta. Una mujer de mediana edad, con el cabello oscuro y el rostro lleno de arrugas, entró en la tienda sacudiendo el paraguas­. Hola, Anne ­la saludó Kitty.
    ­­Hola a todos. ­La recién llegada echó un vistazo a su alrededor al percibir la tensión­. ¿El mal tiempo está surtiendo efecto? El ambiente está un poco cargadito aquí dentro. ¿Qué ocurre?
    ­­Nada, no pasa nada. ­Kitty trató de fingir una sonrisa despreocupada. Continuar con la discusión no les iba a llevar a ninguna parte­. ¿Qué tal te fue ayer?
    ­­Ah... grandes ganancias ­contestó Anne.
    Colgó el paraguas en un caballete y se acercó tranquilamente al mostrador, despeinando a Fred por el camino. No era muy agraciada y al andar se bamboleaba un poco, pero tenía unos ojos vivos y brillantes como los de un pájaro.
    ­­Todos los hechiceros estaban anoche junto al río contemplando el desfile naval. Y eran muy pocos los que vigilaban sus bolsillos. ­Levantó una mano y simuló un movimiento veloz, como si afanara algo con los dedos­. Me hice con un par de joyas de auras poderosas, que interesarán al jefe. Podrá mostrárselas al señor Hopkins.
    Stanley se agitó un poco.
    ­­¿Las tienes aquí? ­preguntó.
    Anne hizo una mueca.
    ­­Me paré en la callejuela de camino hacia aquí y las dejé en el sótano. ¿Crees que iba a traerlas conmigo? Anda y prepárame una taza de té, tonto del bote. De todos modos, puede que sea lo último que conseguiremos durante un tiempo ­continuó Anne mientras Stanley bajaba del mostrador de un salto y desaparecía en la trastienda­. Lo de Piccadilly fue sensacional, lo hiciera quien lo hiciese. Como lanzar una piedra a un avispero. ¿Os fijasteis anoche en el cielo? Era un hervidero de demonios.
    Desde su silla, Fred soltó un gruñido a modo de confirmación.
    ­­Un hervidero ­repitió.
    ­­Es otra vez ese Mandrake ­comentó Kitty­. Eso dice el periódico.
    Anne asintió con seriedad.
    ­­Otra cosa no será, pero persistente... Esos falsos niños...
    ­­Cuidado.
    Kitty señaló hacia la puerta con un cabeceo. Un hombre delgado y con barba entró, dejando la lluvia atrás. Estuvo rebuscando unos instantes entre los lápices y las libretas mientras Kitty y Anne iban ordenando cosas por la tienda; incluso Fred hizo un gran esfuerzo y se ocupó en alguna nimiedad. Al fin, el hombre hizo sus compras y se marchó.
    Kitty miró a Anne, quien negó con la cabeza.
    ­­Estaba limpio.
    ­­¿Cuándo vuelve el jefe? ­preguntó Fred, soltando la caja que sostenía.
    ­­Pronto, espero ­contestó Anne­. Hopkins y él están preparando algo grande.
    ­­Bien, porque aquí estamos todos en ascuas.
    Stanley regresó con una bandeja cargada de tazas de té. Le acompañaba un joven corpulento de cabello color pajizo tirando a blanco, que llevaba un brazo en cabestrillo. Le sonrió a Anne, le dio unos golpecitos en la espalda a Kitty y cogió una taza de la bandeja. Anne frunció el ceño al ver el cabestrillo.
    ­­¿Cómo fue? ­se limitó a preguntar.
    ­­Me enzarcé en una pelea. ­Tomó un sorbo­. Anoche, en el lugar de reuniones de detrás del bar Black Dog. Grupo de acción plebeya, lo llaman. Trataba de hacer que se interesaran por una acción constructiva de verdad. Pero se asustaron y se negaron en redondo. Me enfadé un poco y les dije lo que pensaba de ellos. Una pequeña bronca. ­Hizo una mueca­. No es nada.
    ­­Qué estúpido eres, Nick ­dijo Kitty­. Así difícilmente reclutarás a alguien.
    Nick puso cara de pocos amigos.
    ­­Deberías haberlos oído. Están aterrorizados.
    ­­Cobardes ­dijo Stanley, y sorbió aparatosamente su té.
    ­­¿De qué tienen miedo? ­preguntó Aune.
    ­­De todo: los demonios, los hechiceros, los espías, las esferas, la magia de todo tipo, la policía, las represalias... No hay nada que hacer.
    ­­Bueno, no me extraña ­comentó Kitty­. Ellos no cuentan con nuestros poderes, ¿no?
    Nick sacudió la cabeza.
    ­­¿Quién sabe? Ni siquiera se arriesgarían a probarlo. Dejé caer algo de lo que habíamos hecho. Por ejemplo, mencioné lo de la tienda de alfombras de la otra noche, pero se quedaron callados, le dieron un trago a sus cervezas y se negaron a contestar. ¿Dónde está el compromiso?
    Depositó la taza de té sobre el mostrador.
    ­­Necesitamos que vuelva el jefe ­comentó Fred­. Él nos dirá qué tenemos que hacer.
    La indignación de Kitty afloró una vez más.
    ­­Nadie quiere verse involucrado en cosas como el trabajito de las alfombras. Es turbio y peligroso, y encima afecta a los plebeyos más que a los hechiceros. Ése es el quid de la cuestión, Nick: tenemos que demostrarles que hacemos algo más que volar cosas por los aires. Tenemos que demostrarles que les estamos conduciendo hacia algún sitio...
    ­­¿Tú la oyes? ­cacareó Stanley­. Kitty se está volviendo una blanda.
    ­­Mira, lameculos...
    Anne repicó dos veces el borde de su taza contra el cristal del mostrador, con tanta fuerza que éste se resquebrajó. Estaba mirando hacia la puerta de la tienda. Lentamente, sin seguir su mirada, todo el mundo se dispersó por el local. Kitty regresó detrás del mostrador, Nick a la trastienda y Fred cogió de nuevo la caja.
    La puerta de la tienda se abrió y un hombre joven y delgado con un impermeable abotonado se deslizó en el interior. Se echó hacia atrás la capucha y una mata de pelo negro quedó a la vista. Con una sonrisa ligeramente tímida, se acercó al mostrador, donde Kitty estaba repasando los recibos de la caja registradora.
    ­­Buenos días ­lo saludó­. ¿Qué desea?
    ­­Buenos días, señorita. ­El hombre se rascó la nariz­. Trabajo para el Ministerio de Seguridad. Me preguntaba si podría hacerle un par de preguntas.
    Kitty dejó los recibos sobre el mostrador y le dedicó toda su atención.
    ­­Adelante.
    La sonrisa se ensanchó.
    ­­Gracias. Puede que recientemente haya leído en el periódico algo acerca de unos desgraciados incidentes: explosiones y otras acciones terroristas ocurridas no muy lejos de aquí.
    El periódico descansaba al lado de Kitty, sobre el mostrador.
    ­­Sí ­asintió Kitty­, lo he leído.
    ­­Esas acciones infames han causado grandes bajas entre la gente normal y han dañado las propiedades de nuestros nobles líderes ­continuó el hombre­. Es de vital importancia encontrar a los malhechores antes de que vuelvan a actuar.
    Kitty asintió con la cabeza.
    ­­Por supuesto.
    ­­Estamos pidiendo a los ciudadanos honrados que estén atentos a cualquier indicio que consideren sospechoso: extranjeros en su zona, actividades extrañas, ese tipo de cosas. ¿Ha notado algo fuera de lo común, señorita?
    Kitty se quedó pensativa.
    ­­Es difícil de decir. Esto siempre está lleno de extranjeros. Claro, al estar tan cerca de los muelles... Marineros, comerciantes... es difícil seguirles la pista.
    ­­¿No recuerda haber visto algo en concreto?
    Kitty fingió que meditaba.
    ­­Lo siento, creo que no.
    La sonrisa del hombre se volvió compungida.
    ­­Bueno, acuda a nosotros si ve algo. Hay grandes recompensas para los informadores.
    ­­No dude de que así lo haré.
    El hombre la examinó con la mirada y, acto seguido, dio media vuelta. Instantes después había salido por la puerta y cruzaba la calle en dirección a la siguiente tienda. Kitty se percató de que el joven había olvidado ponerse la capucha a pesar de que llovía a cántaros.
    Uno tras otro, los demás emergieron de pasillos y recovecos. Kitty dirigió a Anne y a Fred una mirada inquisitiva. Ambos estaban blancos como el papel y sudaban.
    ­­Deduzco que no se trataba de un hombre ­dijo Kitty con sequedad.
    Fred sacudió la cabeza.
    ­­Era una cosa con cabeza de cucaracha, toda negra, y con mandíbulas rojas ­dijo Anne­. Tenía las antenas extendidas y casi te tocaba con ellas. ¡Puaj! ¿Cómo no has podido darte cuenta?
    ­­No tengo ese don ­contestó Kitty con brusquedad.
    ­­Se están acercando ­murmuró Nick. Tenía los ojos abiertos como platos y parecía como si hablara para sí mismo­. Tenemos que hacer algo decisivo pronto, o nos cogerán. Un solo error y caeremos en sus manos...
    ­­Hopkins tiene un plan, creo. ­Anne intentó que sus palabras sonaran tranquilizadoras­. Él nos ayudará a dar el paso definitivo, ya lo veréis.
    ­­Eso espero ­dijo Stanley, y lanzó una palabrota­. Ojalá pudiera ver a esas cosas como tú, Anne.
    Anne apretó los labios.
    ­­No es un don agradable. Bueno, con o sin demonio, quiero catalogar lo que birlé. ¿Quién quiere venir al sótano? Sé que es un lugar húmedo, pero sólo está a un par de calles.
    Miró a su alrededor.
    ­­Antenas rojas... ­Fred se estremeció­. Tendríais que haberlas visto. Estaban cubiertas de pelillos marrones...
    ­­Nos ha ido de poco ­comentó Stanley­. Si nos ha oído hablar...
    ­­Un solo error y caeremos en sus manos. Sólo uno y estaremos...
    ­­¡Por favor, Nick, cállate!
    Kitty abrió la trampilla del mostrador, la dejó caer con fuerza y cruzó la tienda con pasos contundentes. Sabía que en aquellos momentos sentía lo mismo que los demás: la claustrofobia de la presa acosada. En un día como aquél, con la lluvia repicando sin cesar, se veían obligados a permanecer vagando inactivos dentro de sus casas o locales, un estado que exacerbaba su permanente sensación de miedo y aislamiento. Estaban separados del resto de la populosa ciudad, mientras que fuerzas inteligentes y malvadas los buscaban.
    Aquella sensación no era nueva para Kitty. Nunca, ni una sola vez, se había podido desprender de ella en los últimos tres largos años. Nunca, desde la agresión en el parque, tras la que su vida cambió para siempre.


    ______ 12 ______

    Tal vez había transcurrido una hora cuando un caballero que paseaba a su perro encontró los cuerpos en el puente y avisó a las autoridades. Poco después llegó una ambulancia, y Kitty y Jakob quedaron a resguardo de miradas indiscretas.
    Kitty se había despertado en la ambulancia. Un pequeño resquicio de luz apareció a lo lejos, y estuvo observando cómo se aproximaba siguiendo una larga y sinuosa curva a través de la oscuridad. Unas formas pequeñas se movían dentro de la luz, pero no consiguió adivinar de qué se trataba. Era como si tuviera corcho en los oídos. La luz fue aumentando gradualmente en intensidad hasta que un destello repentino la golpeó y abrió los ojos. El sonido regresó a sus oídos con un reventón doloroso.
    El rostro de una mujer la contemplaba desde arriba.
    ­­Intenta no moverte. Te pondrás bien.
    ­­¿Qué... qué...?
    ­­Será mejor que no hables.
    Los recuerdos volvieron a ella con un ataque de pánico repentino.
    ­­¡Ese monstruo...! ¡Ese mono...!
    Forcejeó y descubrió que tenía los brazos atados a la camilla.
    ­­Por favor, cariño, no te muevas. Te pondrás bien.
    Se tumbó y sintió la tensión que le atenazaba los músculos.
    ­­Jakob...
    ­­¿Tu amigo? También está aquí.
    ­­¿Está bien?
    ­­Tú procura descansar.
    Ya fuera por el movimiento de la ambulancia o por la fatiga que se apoderó de ella, cayó rendida y volvió a despertarse en el hospital en el momento en que las enfermeras le estaban cortando la ropa. La parte frontal de la camiseta y los pantalones cortos estaban chamuscados y crujían, y se desmenuzaban en el aire como trocitos de periódico quemado. Una vez vestida con una bata blanca muy ligera, fue el centro de atención por unos instantes. Los médicos pulularon a su alrededor como avispas en torno a la mermelada comprobando el pulso, la respiración y la temperatura. De repente se retiraron y dejaron a Kitty sola en una sala desierta.
    Al cabo de un buen rato, una enfermera pasó por allí.
    ­­Hemos avisado a tus padres ­le informó­. Vienen de camino para llevarte a casa. ­Kitty la miró desconcertada. La mujer se detuvo­. Estás bastante bien ­le aclaró­. El volteador negro no debió de alcanzarte de pleno, sólo la onda expansiva. Eres una chica muy afortunada.
    Kitty necesitó unos instantes para asimilar la noticia.
    ­­Entonces, ¿Jakob también está bien?
    ­­Me temo que él no tuvo tanta suerte.
    El terror la invadió.
    ­­¿Qué quiere decir? ¿Dónde está?
    ­­Aquí cerca. Están atendiéndolo.
    Kitty comenzó a llorar.
    ­­Pero si estaba a mi lado... Tiene que estar bien.
    ­­Voy a traerte algo de comer, cariño. Eso te hará sentirte mejor. ¿Por qué no lees algo para distraerte? Hay revistas en la mesa.
    Kitty no leyó las revistas. Cuando la enfermera se marchó, bajó de la cama y se quedó de pie, tambaleante, sobre el frío suelo de madera. A continuación, paso a paso, pero con una creciente confianza en sus fuerzas, avanzó por la silenciosa sala atravesando refulgentes tramos de luz bajo los ventanales arqueados hasta llegar al pasillo.
    Justo enfrente había una puerta cerrada. Alguien había corrido una cortinilla por detrás de la ventanilla de la puerta. Tras echar un rápido vistazo a ambos lados, Kitty se acercó de puntillas, como un fantasma, hasta que posó los dedos sobre el picaporte. Acercó la oreja a la puerta, pero la habitación estaba en silencio. Kitty giró el picaporte y entró.
    Era una habitación pequeña pero espaciosa, con una sola cama y un gran ventanal que daba a los tejados del sur de Londres. Los rayos del sol trazaban una diagonal flamígera y amarillenta sobre la cama y la dividían limpiamente en dos. La parte superior quedaba entre las sombras, así como la de la figura durmiente que descansaba en ella.
    El aire de la habitación estaba impregnado de los olores típicos de un hospital ­medicinas, yodo, antisépticos­, pero había otro que subyacía con persistencia, el olor a quemado.
    Kitty cerró la puerta, cruzó la habitación de puntillas y se inclinó sobre la cama. Al ver a Jakob, los ojos se le anegaron en lágrimas.
    Su primera reacción fue sentirse furiosa con los médicos por haberle afeitado la cabeza. ¿Por qué lo habían dejado calvo? El pelo tardaría en crecerle una eternidad y la señora Hyrnek adoraba aquellos largos rizos negros. Estaba muy raro, sobre todo por las extrañas sombras que cubrían su rostro... Hasta que comprendió lo que eran aquellas sombras.
    Allí donde el pelo la había protegido, la piel de Jakob conservaba el tono moreno de siempre. El resto, desde la base del cuello hasta la línea del nacimiento del cabello, estaba surcado por quemaduras o manchas más o menos verticales y onduladas, de un color negro y gris similar a la ceniza y la madera quemada. No quedaba ni un centímetro de piel que conservara el color original, excepto en las cejas. También se las habían afeitado y ahora formaban dos medias lunas de un color marrón rosáceo. Pero los labios, los párpados y los lóbulos de las orejas estaban descoloridos. Parecía una máscara tribal, un monigote confeccionado para un desfile de carnaval, en vez del rostro de un ser vivo.
    Bajo las sábanas, el pecho subía y bajaba de manera irregular, y a través de sus labios se escapaba un pequeño silbido.
    Kitty alargó una mano y tocó la que descansaba sobre la sábana. Las palmas, que Jakob había alzado para protegerse del humo, tenían el mismo color veteado que la cara.
    El contacto provocó una respuesta: Jakob movió la cabeza a uno y otro lado. Por un momento, pudo verse en su rostro lívido un atisbo de dolor. Separó los labios grises y los movió como si quisiera hablar. Kitty retiró la mano, pero se inclinó un poco más.
    ­­¿Jakob?
    Abrió los ojos tan repentinamente que Kitty dio un bote hacia atrás a causa de la sorpresa y se dio un doloroso golpe contra una esquina de la mesita que había junto a la cama. Volvió a inclinarse hacia delante, aunque sabía que Jakob no estaba consciente. Los ojos miraban al frente, abiertos de par en par, sin vida. En contraste con la piel grisácea, parecían pálidos y claros como dos ópalos blancos. Se preguntó si se habría quedado ciego.
    Cuando llegaron los médicos seguidos del señor y la señora Hyrnek, y la madre de Kitty gritando a sus espaldas, la encontraron arrodillada junto a la cama con la mano de Jakob entre las suyas y la cabeza descansando en la sábana. Sólo tras muchos esfuerzos consiguieron arrancarla de su lado.
    En casa, a pesar del angustiado interrogatorio de sus padres, tampoco consiguieron sacarle nada. Kitty subió la escalera hasta el descansillo de la pequeña casa y se detuvo unos minutos delante del espejo, mirándose, contemplando su rostro de aspecto normal y sin manchas. Se fijó en la piel tersa, en el cabello oscuro y grueso, en los labios y las cejas, en las pecas de las manos, en el lunar a un lado de la nariz... Estaba exactamente igual que siempre, como no tenía derecho a estar.
    La maquinaria de la ley, la única que había, se puso en funcionamiento laboriosamente. Jakob seguía inconsciente en la cama del hospital cuando la policía visitó a la familia para tomarle declaración a Kitty, algo que angustió bastante a sus padres. Kitty contó brevemente lo que sabía, sin entrar en demasiados detalles, a una joven agente de policía que iba tomando notas.
    ­­Espero que no haya ningún problema, agente ­dijo el padre de Kitty cuando terminaron.
    ­­No nos gustaría nada ­añadió la madre­, de verdad que no.
    ­­Se abrirá una investigación ­contestó la policía sin dejar de garabatear en la libreta.
    ­­¿Cómo van a encontrarlo? ­preguntó Kitty­. No sé su nombre y he olvidado el de... la cosa.
    ­­Podemos seguirle la pista a través del coche. Si tal como has dicho sufrió un accidente, tiene que haber llevado el vehículo a un taller para que lo reparen. De ese modo averiguaremos qué hay de verdad en este asunto.
    ­­Ya tienen la verdad ­contestó Kitty de manera inexpresiva.
    ­­No queremos problemas ­insistió el padre.
    ­­Seguiremos en contacto ­replicó la policía, y cerró la libreta con firmeza.
    El coche, un Rolls­Royce Atropellador Plateado, fue localizado sin dificultad y, a continuación, se averiguó la identidad de su dueño. Se trataba de un tal señor Julius Tallow, un hechicero, un subordinado del señor Underwood que trabajaba en el Ministerio de Asuntos Internos. Aunque no ocupaba un alto escalafón, estaba bien relacionado y era un personaje conocido en la ciudad. Admitió alegremente que había sido él quien había lanzado un volteador negro a los niños en Wandsworth Park; de hecho, quiso que se supiera que estaba orgulloso de lo que había hecho. Conducía tranquilamente cuando lo asaltaron los susodichos individuos y le destrozaron el parabrisas con un proyectil, lo cual le hizo perder el control del vehículo. Después, se le acercaron en actitud agresiva blandiendo dos largos maderos con la clara intención de robarle. Actuó al momento en defensa propia, los fulminó antes de darles la oportunidad de atacar. Dadas las circunstancias, consideraba que su respuesta había sido comedida.
    ­­Bueno, está claro que miente ­dijo Kitty­. Para empezar, ni siquiera estábamos cerca de la carretera, y si nos hallábamos allí cuando dice que actuó en defensa propia, ¿cómo se explica que nos encontraran en el puente? ¿Lo arrestó?
    La agente pareció sorprendida.
    ­­Es un hechicero, no es tan sencillo. Él niega tus acusaciones. El caso se verá en el Tribunal de Justicia el mes que viene. Si deseas seguir adelante con el asunto, tendrás que comparecer y declarar en contra del señor Tallow.
    ­­Bien ­contestó Kitty­, estoy impaciente.
    ­­No comparecerá ­sentenció su padre­. Mi hija ya ha hecho bastante daño.
    Kitty resopló, pero no respondió. A sus padres les aterrorizaba la idea de enfrentarse a los hechiceros y desaprobaban que Kitty hubiera entrado en el parque sin autorización. A su regreso del hospital, una vez recuperada, casi se habían mostrado más enfadados con ella que con el señor Tallow, una situación que había despertado un profundo resentimiento en Kitty.
    ­­Bueno, tú decides ­dijo la policía­. De todos modos, enviaré la documentación.
    Hacía una semana o más que apenas se oía hablar del estado de Jakob, quien seguía en el hospital, porque las visitas estaban prohibidas. En un intento de obtener información, Kitty consiguió reunir el coraje necesario para arrastrar los pies hasta la casa de los Hyrnek por primera vez desde el incidente. Cruzó vacilante el familiar camino que conducía a la casa sin estar segura del recibimiento que la esperaba. No podía apartar la idea de culpabilidad de su mente.
    Sin embargo, la señora Hyrnek se mostró muy amable. De hecho, atrajo a Kitty hacia su generoso pecho y la abrazó con fuerza antes de conducirla al interior. La llevó hasta la cocina en la que, como siempre, flotaba en el aire un fuerte y penetrante olor a comida. Unos cuencos de verduras a medio cortar descansaban en el centro de la mesa de caballete. A lo largo de la pared se extendía la enorme alacena de roble repleta de platos decorados con motivos llamativos. Extraños utensilios de todo tipo colgaban de las paredes oscuras. La abuela de Jakob estaba sentada en la silla de respaldo alto junto a la gran cocina ennegrecida, removiendo una cacerola de sopa con un cucharón de mango muy largo. Todo estaba como siempre, hasta la última grieta del techo.
    Salvo que Jakob no estaba allí.
    Kitty se sentó a la mesa y aceptó una taza de té de fuerte aroma. La señora Hyrnek se sentó frente a ella con un hondo suspiro y la silla crujió bajo su peso. Transcurrieron varios minutos sin que la madre de Jakob dijera una palabra, algo realmente inaudito. Por su parte, Kitty no se sentía con fuerzas para iniciar una conversación. La abuela de Jakob continuaba removiendo la sopa humeante junto a los fogones.
    Al final, la señora Hyrnek dio un sorbo a su té, tragó, y de repente habló:
    ­­Hoy se ha despertado ­anunció.
    ­­¡Vaya! ¿Está...?
    ­­Está todo lo bien que cabría esperar. Lo que no quiere decir que esté bien.
    ­­Ya, pero es bueno que se haya despertado, ¿no? ¿Se pondrá bien?
    El rostro de la señora Hyrnek lo dijo todo.
    ­­¡Aja! Estamos hablando de un volteador negro. No se podrá hacer nada con su rostro.
    Kitty sintió que los ojos se le empezaban a llenar de lágrimas.
    ­­¿Ni siquiera un poco?
    ­­Las quemaduras son demasiado profundas. Deberías saberlo, tú las viste.
    ­­Pero ¿por qué...? ­Kitty frunció el ceño­. Quiero decir que... Yo estoy bien y también me alcanzó. A los dos...
    ­­¿A los dos? ¡A ti no te dio!
    La señora Hyrnek tamborileó los dedos sobre su mejilla y fulminó a Kitty con una mirada tan feroz que la chica pareció encogerse contra la pared de la cocina y no se atrevió a continuar. La señora Hyrnek la miró detenidamente un buen rato hecha un basilisco, y a continuación volvió a beber de su taza de té.
    ­­Lo... lo siento mucho, señora Hyrnek ­musitó Kitty con un hilo de voz.
    ­­No lo sientas. Tú no le hiciste daño a mi hijo.
    ­­Pero ¿no hay manera de que se recupere? ­insistió Kitty­. Es
    decir, si los médicos no saben de ningún tratamiento, ¿los hechiceros no

    podrían hacer alguna cosa?
    La señora Hyrnek negó con la cabeza.
    ­­Los efectos son permanentes. Y aunque no lo fueran, no querrían ayudarnos.
    Kitty frunció el ceño.
    ­­¡Tienen que hacerlo! ¿Cómo van a negarse? Lo nuestro fue un accidente. Lo suyo fue un crimen premeditado. ­Comenzó a hervirle la sangre­. ¡Quiso matarnos, señora Hyrnek! El tribunal lo entenderá. Jakob y yo se lo diremos el mes que viene en la vista, porque... para entonces ya estará mejor, ¿verdad? Desmontaremos la versión de Tallow y se lo llevarán a la Torre. Luego se encargarán de encontrar los medios necesarios para que el rostro de Jakob vuelva a ser como antes, señora Hyrnek, ya lo verá.
    Incluso en medio de su apasionado discurso, Kitty era consciente de lo vacías que sonaban sus palabras. Sin embargo, no por ello las de la señora Hyrnek dejaron de sorprenderle.
    ­­Jakob no asistirá a la vista, cariño, y tú tampoco deberías ir. Tus padres no quieren que lo hagas y tienen toda la razón del mundo. Es una imprudencia.
    ­­Pero tenemos que hacerlo, tenemos que decirles que...
    La señora Hyrnek alargó su enorme mano sonrosada y la posó sobre la de Kitty.
    ­­¿Qué crees que le ocurrirá a Hyrnek e Hijos si Jakob se enzarza en un pleito contra un hechicero? ¿Y bien? El señor Hyrnek lo perdería todo en cuestión de veinticuatro horas. Nos cerrarían el negocio o se lo traspasarían a Jaroslav's o a cualquier otro de nuestros competidores. ­Sonrió con tristeza­. Además, ¿para qué molestarse? No tendríamos ni la mínima oportunidad de ganar.
    Kitty estaba tan sorprendida que fue incapaz de responder de inmediato.
    ­­Pero si me han pedido que comparezca ­repuso­, y a Jakob también.
    La señora Hyrnek se encogió de hombros.
    ­­Ese tipo de invitaciones pueden declinarse con facilidad. Las autoridades prefieren no ser molestadas con un asunto tan trivial. ¿Dos niños plebeyos? Es una pérdida de su valioso tiempo. Hazme caso, cariño: no acudas a los tribunales. De ahí no puede salir nada bueno.
    Kitty bajó la mirada hasta el nudoso tablero de la mesa.
    ­­Pero eso significa dejar que... el señor Tallow... se salga con la suya, impune ­repuso con un hilo de voz­. No puedo... No estaría bien.
    La señora Hyrnek se levantó de repente y la silla rechinó contra las baldosas del suelo.
    ­­No se trata de si está «bien», hija ­insistió­. De lo que se trata es de tener sentido común. ­Cogió un bol de col troceada con una mano y se acercó a los fogones­. Además, no es del todo cierto que el señor Tallow vaya a salirse con la suya con tanta facilidad como te piensas.
    Giró las muñecas y vació el bol de col en una olla con agua hirviendo que siseó y borbotó al recibir la verdura. Al lado de los fogones, la abuela de Jakob asintió con la cabeza y sonrió a través del vapor, como un duendecillo, sin dejar de remover la sopa una y otra vez con sus nudosas y huesudas manos.


    ______ 13 ______


    Transcurrieron tres semanas en las que, gracias a una mezcla de terquedad y orgullo, Kitty hizo frente a todos los intentos que se llevaron a cabo para disuadirla de seguir el camino que había escogido. Cuanto más ahínco ponían sus padres en sus amenazas o en sus zalamerías, más se atrincheraba ella en su posición. Estaba decidida a comparecer ante los tribunales el día señalado para asegurarse de que se hacía justicia.
    Las noticias sobre el estado de Jakob no hicieron más que reforzar su resolución. Seguía en el hospital, consciente y lúcido, pero continuaba sin ver. Su familia tenía fe en que con el tiempo recuperaría la vista. Kitty se estremecía de dolor y rabia cuando pensaba en que pudiera ocurrir lo contrario.
    Si hubiera estado en sus manos, sus padres habrían rehusado la citación cuando llegó. Sin embargo, Kitty era la demandante y se necesitaba su firma para sobreseer el caso, y ella no estaba dispuesta a firmar. El proceso judicial siguió su curso y la mañana correspondiente Kitty llegó a las puertas del tribunal a las ocho y media en punto vestida con su chaqueta más elegante y sus mejores pantalones de ante. Sus padres no la acompañaban, se habían negado a asistir al juicio.
    Estaba rodeada de una muchedumbre variopinta que no dejaba de propinarle empujones y codazos a la espera de que abrieran las puertas. En el extremo inferior del espectro, unos golfillos se abrían paso a empellones de un lado a otro vendiendo pastelitos y tartitas calientes que acarreaban en enormes bandejas de madera. Kitty agarraba con fuerza el bolso que llevaba al hombro cada vez que pasaban cerca. También se fijó en varios comerciantes, gente normal y corriente como ella, enfundados en sus mejores trajes, pálidos y atacados de los nervios. El grupo más nutrido estaba formado por hechiceros de semblante preocupado y porte deslumbrante con sus trajes comprados en Piccadilly y sus capas y togas. Kitty repasó con la vista aquellos rostros en busca del señor Tallow, pero no lo vio por ningún lado. Unos corpulentos agentes de la Policía Nocturna vigilaban a la muchedumbre a unos pasos de ella.
    Se abrieron las puertas, sonó un silbato y la gente comenzó a entrar.
    A todos los visitantes se les hacía pasar junto a un oficial uniformado de rojo y dorado. Kitty le dio su nombre y el hombre consultó una lista.
    ­­Sala veintisiete ­le informó­. Por las escaleras de la izquierda, arriba de todo. Cuarta puerta. Rapidito.
    La empujó hacia delante. Kitty lo dejó atrás, atravesó un arco de piedra y se encontró en las frías salas de mármol de los tribunales. Bustos de piedra de hombres y mujeres ilustres la miraban sin apasionamiento desde sus altos nichos en las paredes. La gente iba de aquí para allá en un frenesí continuo y mudo. El aire olía a seriedad, a silencio y al inconfundible desinfectante. Kitty subió la escalera y avanzó por un concurrido pasillo hasta llegar a la puerta de la sala 27. Fuera había un banco de madera y sobre éste una indicación en la que se pedía a los solicitantes que se sentaran y esperaran a ser llamados.
    Kitty se sentó y esperó.
    Al cabo de quince minutos, un grupito de personas meditabundas se había ido congregando poco a poco en el exterior de la sala. Se quedaban de pie o se sentaban en silencio, ensimismados. La mayoría eran hechiceros absortos en documentos legales escritos en papel encabezado por estrellas y signos complejos, que hacían todo lo que podían por evitar las miradas de los demás.
    La puerta de la sala 27 se abrió. Un joven de expresión impaciente tocado con una elegante gorra verde asomó la cabeza.
    ­­¡Kathleen Jones! ­llamó­. ¿Está aquí? Es la siguiente.
    ­­Soy yo.
    A Kitty se le encogió el corazón y sintió un cosquilleo en las muñecas a causa del miedo.
    ­­Perfecto. Julius Tallow. ¿Está aquí? También le necesitamos a él. ­Silencio en el pasillo. El señor Tallow no había llegado. El joven hizo una mueca de contrariedad­. Bueno, no podemos esperar. Si no está, no está. Señorita Jones, si es tan amable... ­Le hizo un gesto para que entrara y cerró la puerta con suavidad detrás de ellos­. Ese de allí es su asiento, señorita Jones. El tribunal está preparado para empezar.
    La sala intimidaba por su tamaño. Era cuadrada y estaba inundada de una luz tornasolada y melancólica que se colaba a través de dos gigantescas ventanas abovedadas con vidrieras cuyos motivos representaban a heroicos caballeros hechiceros. Uno de ellos, vestido con armadura, estaba a punto de atravesar con una espada el vientre de una enorme bestia demoníaca que era toda garras y dientes afilados. El otro, con un yelmo y lo que parecía una túnica blanca y larga, estaba exorcizando a un duendecillo espantoso que caía por un agujero cuadrado abierto en el suelo. Las demás paredes de la habitación estaban revestidas de paneles de madera oscura. El techo también era de madera. Estaba labrado para conseguir el efecto de las bóvedas de piedra de una iglesia. La sala impresionaba por su atmósfera de rancia tradición. Tal vez fuera ésa la intención, y Kitty se sintió intimidada y totalmente fuera de lugar.
    Una tarima alta, sobre la que descansaba un enorme trono de madera detrás de una mesa larga, se extendía de un extremo al otro de una de las paredes. A un lado de ésta había un pequeño escritorio donde se sentaban tres actuarios con trajes negros, muy ocupados tecleando en los ordenadores y hojeando pilas de papeles. Kitty pasó frente a la plataforma, siguiendo la dirección del brazo extendido del joven, hasta llegar a una silla solitaria de respaldo alto cuya silueta se recortaba contra los ventanales. Tomó asiento. En la pared de enfrente había otra silla similar.
    Delante de la plataforma, una barandilla de latón separaba un par de bancos para los asistentes al juicio. Para sorpresa de Kitty, unos cuantos espectadores ya estaban sentados en ellos.
    El joven consultó la hora, dio un hondo suspiro y acto seguido alzó la voz de tal manera que Kitty dio un respingo.
    ­­¡Todos en pie! ­bramó­. ¡Preside la sala su señoría la jueza Fitzwilliam, hechicera de cuarto nivel y jueza de este tribunal! ¡Todos en pie!
    Chirrido de sillas; ruido de arrastrar los pies. Kitty, secretarios y espectadores, todos se levantaron. En ese momento se abrió la puerta de uno de los paneles de detrás del trono y entró una mujer con una toga negra y capucha. Tomó asiento, y al retirar la capucha hacia atrás quedó a la vista un rostro joven enmarcado por una media melena castaña y con exceso de pintalabios.
    ­­¡Gracias, damas y caballeros, gracias! ¡Siéntense, por favor!
    El joven hizo un saludo respetuoso en dirección al trono y fue a tomar asiento en un discreto rincón.
    La jueza dirigió una débil y glacial sonrisa a los allí presentes.
    ­­Buenos días a todo el mundo. Empezamos, creo, con el caso de Julius Tallow, hechicero de tercer nivel, y Kathleen Jones, plebeya de Balham. La señorita Jones ha decidido comparecer, por lo que veo. ¿Dónde está el señor Tallow?
    El joven se puso en pie de un salto, como el muñeco de una caja de sorpresas.
    ­­¡No está en la sala, señoría! ­Volvió a inclinarse con elegancia y tomó asiento.
    ­­Eso ya lo veo. ¿Dónde está?
    El joven volvió a ponerse en pie de un salto.
    ­­¡No tengo ni la más remota idea, señoría!
    ­­Bueno, peor para él. Secretarios, anoten que el señor Tallow ha cometido desacato al tribunal, por el momento. Empecemos... ­La jueza se puso unas gafas y estudió los documentos unos instantes. Kitty se enderezó en la silla, rígida por los nervios. La magistrada se quitó las gafas y volvió la vista hacia ella­. ¿Kathleen Jones?
    Kitty se puso en pie de un salto.
    ­­Sí, señoría.
    ­­Siéntese, siéntese. Preferimos que sea lo menos formal posible. Vamos a ver, al ser tan joven... ¿Qué edad tiene, señorita Jones?
    ­­Trece años, señoría.
    ­­Ya veo. Al ser tan joven y de indudable ascendencia plebeya, aquí veo que su padre es «vendedor» y su madre «encargada de la limpieza» ­pronunció estas palabras con cierto desdén­, bien podría ser que se sintiera intimidada por este solemne entorno. ­La jueza hizo un gesto que abarcaba la sala­. Sin embargo, debo decirle que no tiene nada que temer. Se encuentra en el seno de la justicia, donde son bien recibidos incluso aquellos de entre nosotros que son menos iguales, siempre que digan la verdad. ¿Comprendido?
    Kitty tenía un nudo en la garganta y apenas consiguió responder con claridad.
    ­­Sí, señoría.
    ­­Muy bien. Entonces, oigamos su versión. Proceda, por favor.
    Durante los siguientes cinco minutos, con voz bastante ronca, Kitty explicó resumidamente su versión de los hechos. Comenzó con poca fluidez, pero fue sintiéndose cada vez más cómoda hasta que acabó relatándola con toda suerte de detalles. El tribunal la escuchó en silencio, incluida la jueza, quien la miraba inexpresiva por encima de las gafas. Los secretarios no dejaban de teclear.
    Concluyó con una conmovedora descripción del estado de Jakob después del hechizo del volteador negro. Cuando terminó, la sala se sumió en un silencio incómodo. Alguien tosió. Durante la declaración, había comenzado a llover en el exterior y ahora las gotas de lluvia repicaban con suavidad contra las ventanas. La luz se había vuelto tenue y borrosa.
    La jueza apoyó la espalda contra el respaldo de su asiento.
    ­­Actuarios del tribunal, ¿lo han anotado todo?
    Uno de los tres hombres vestidos de negro levantó la cabeza.
    ­­Lo hemos anotado, señoría.
    ­­Muy bien. ­La jueza frunció el ceño, como mostrando descontento­. En ausencia del señor Tallow, y muy a mi pesar, debo aceptar esta versión de los hechos. El veredicto del tribunal...
    Se oyó un repentino y estruendoso golpeteo en la puerta de la sala. El corazón, que había empezado a darle brincos en el pecho al oír las palabras de la jueza, se le encogió por la aprensión. El joven de la gorra verde se lanzó a la carrera para abrir la puerta y a punto estuvo de salir despedido por los aires ante la impetuosa entrada de Julius Tallow, quien, luciendo un traje gris de raya diplomática de color rosa y con la barbilla hacia delante, avanzó a grandes zancadas hasta la silla vacía, donde se sentó con decisión.
    Kitty lo fulminó con una mirada cargada de odio. Él se la devolvió con una sonrisita disimulada y volvió el rostro hacia la jueza.
    ­­El señor Tallow, supongo ­conjeturó la señora Fitzwilliam.
    ­­El mismo, señoría. ­No la miró directamente a los ojos­. Presento...
    ­­Llega tarde, señor Tallow.
    ­­Sí, señoría. Presento mis más humildes disculpas al tribunal. Me han entretenido en el Ministerio de Asuntos Internos, señoría. Una situación de emergencia, aunque afortunadamente de poca importancia: tres trasgos sueltos por Wapping. Un posible atentado terrorista, vaya. He estado ayudando a la Policía Nocturna, les he dado unas breves instrucciones sobre cómo tratar con ellos, señoría. ­Adoptó una actitud comunicativa y guiñó un ojo a los asistentes­. Una pila de fruta regada con miel, ése es el truco. Lo dulce les atrae, ¿saben? Luego...
    La jueza golpeó el mazo sobre la mesa.
    ­­¡Si no le importa, señor Tallow, eso no viene al caso! La puntualidad es básica para el buen funcionamiento de la justicia. Le declaro culpable de desacato al tribunal y, por ende, le impongo una multa de quinientas libras.
    El señor Tallow bajó la cabeza. Era la viva imagen del arrepentimiento.
    ­­Sí, señoría.
    ­­De todos modos ­dio la impresión de que el tono de la jueza perdía algo de dureza­, ha llegado justo a tiempo para exponer su versión de los hechos. Ya hemos oído la declaración de la señorita Jones. Ya conoce los cargos. ¿Cómo se declara?
    ­­¡Inocente, señoría! ­Se irguió de repente, desbordante de enérgica seguridad. Las rayas de la parte superior de la americana se abrieron como si alguien punteara las cuerdas de un arpa­. Señoría, siento decir que he de informar de un acto de vandalismo casi inaudito, en el que dos matones, entre los que se incluye, siento decirlo, esa joven y modosa señorita ahí sentada, abordaron mi coche con la intención de robarme y agredirme. Por pura casualidad, gracias al poder que por fortuna ejerzo, conseguí rechazar su ataque y logré huir.
    Durante casi veinte minutos siguió tejiendo su mentira, un relato desgarrador sobre las escalofriantes amenazas proferidas por los dos asaltantes. A menudo se perdía en pequeñas anécdotas que recordaban al tribunal el importante papel que desempeñaba en el gobierno. Kitty permaneció sentada blanca de ira durante toda la declaración, clavándose las uñas en la palma de la mano. En una o dos ocasiones vio que la jueza sacudía la cabeza ante algún detalle desagradable, a dos de los secretarios se les escapó un grito ahogado, escandalizados, cuando el señor Tallow describió cómo la pelota de criquet había impactado contra su parabrisas, y los espectadores exclamaban embelesados con creciente frecuencia. No hacía falta ser un genio para saber hacia qué lado iba a inclinarse la balanza de la justicia.
    Por fin, cuando el señor Tallow describió con exasperante modestia que había ordenado disparar un volteador negro sólo al cabecilla, a Jakob, pues deseaba causar el menor número de bajas posible, Kitty no logró contenerse.
    ­­¡Eso es otra mentira! ­gritó­. ¡También iba dirigido contra mí!
    La jueza dio varios golpes con el mazo sobre la mesa.
    ­­¡Orden en la sala!
    ­­¡Pero es que es tan obvio que miente! ­protestó Kitty­. Estábamos los dos juntos y esa cosa con forma de mono nos disparó a ambos, tal como Tallow le había ordenado. Me dejó inconsciente y la ambulancia me llevó al hospital.
    ­­¡Silencio, señorita Jones!
    Kitty se calmó.
    ­­Lo... lo siento, señoría.
    ­­Señor Tallow, ¿sería tan amable de continuar?
    El hechicero concluyó poco después, mientras los asistentes murmuraban animadamente entre ellos. La señora Fitzwilliam reflexionó unos instantes en su trono, agachándose de vez en cuando para intercambiar impresiones entre susurros con los secretarios del tribunal. Por fin dio unos golpecitos sobre la mesa y se hizo el silencio en la sala.
    ­­Nos encontramos ante un caso complicado y desagradable ­comenzó la jueza­, dificultado por la falta de testigos. Únicamente contamos con la palabra de una persona contra la de otra. Sí, señorita Jones, ¿qué ocurre?
    Kitty había levantado la mano con educación.
    ­­Hay otro testigo, señoría. Jakob.
    ­­Si es así, ¿por qué no está aquí?
    ­­No se encuentra en condiciones, señoría.
    ­­Sus familiares podrían haber presentado un alegato en su nombre, pero han optado por no hacerlo. Tal vez piensen que sus argumentos no se sostienen.
    ­­No, señoría ­repuso Kitty­. Tienen miedo.
    ­­¿Miedo? ­La jueza enarcó las cejas­. ¡Ridículo! ¿De qué?
    Kitty vaciló, pero ya no había marcha atrás.
    ­­De las represalias si declaran en contra de un hechicero en los tribunales, señoría.
    Al escuchar aquello, se levantó un gran revuelo entre los asistentes, cuyos comentarios inundaron la sala. Los tres actuarios dejaron de teclear sorprendidos. El joven de la gorra verde se había quedado boquiabierto en su rincón. La señora Fitzwilliam abrió los ojos de par en par. Tuvo que golpear con el mazo contra la mesa repetidas veces para conseguir que el silencio volviera a reinar en la sala.
    ­­¡Señorita Jones, si vuelve a decir más tonterías como ésa yo misma presentaré cargos contra usted! ­le advirtió­. No vuelva a hacer comentarios fuera de lugar. ­Kitty vio que Julius Tallow sonreía abiertamente y trató de reprimir las lágrimas. La jueza la miró con severidad­. Lo único que consigue con sus disparatadas acusaciones es agravar las pruebas que han ido acumulándose en su contra. ¡No diga nada más! ­Kitty estaba tan sorprendida que había vuelto a abrir la boca de forma automática­. Cada vez que dice algo empeora su caso ­prosiguió la jueza­. Es evidente que si su amigo estuviera seguro de su versión, habría comparecido en persona ante este tribunal. Igual de evidente es que usted no fue alcanzada por el volteador negro, tal como mantiene; de haber sido así, hoy no tendría, ¿cómo decirlo?, tan buena cara. ­La jueza hizo una pausa para beber un poco de agua­. Admiro su audacia al presentar esta demanda ante los tribunales ­continuó­, así como su temeridad al desafiar a un ciudadano tan destacado como el señor Tallow. ­Hizo un gesto en dirección al hechicero, quien tenía en el rostro la expresión complaciente de un gato que está siendo acariciado­. Sin embargo, esos factores no son los que otorgan la victoria en un tribunal de justicia. Los argumentos del señor Tallow se apoyan en su buena reputación y en la costosa factura del taller que ha de pagar por los daños que le causaron. En cambio, sus argumentos sólo se apoyan en acusaciones descabelladas, que considero inventadas. ­Se oyeron algunos gritos ahogados entre la concurrencia­. ¿Por qué? Sencillamente porque si miente sobre lo del volteador, del que dijo que le alcanzó cuando es evidente que no fue así, no hay razón para que el tribunal acepte el resto de su historia. Además, no puede aportar testigos, ni siquiera su amigo, la otra «parte perjudicada». Tal como han demostrado sus arrebatos, tiene usted un carácter pasional y vehemente propenso a estallar a la mínima oportunidad. Tomando estos argumentos en consideración, todo me conduce a un hecho evidente que he tratado de pasar por alto y que es el siguiente: a fin de cuentas, usted no es más que una menor y una plebeya cuya palabra difícilmente puede contraponerse a la de un fiel servidor del Estado.
    La jueza respiró hondo. Entre los bancos del público se oyó un apagado: «Eso, eso». Uno de los actuarios levantó la vista y murmuró: «Bien dicho, señoría», y volvió a enterrar la nariz en el ordenador. Kitty se desplomó en la silla, embargada por una triste desesperación. No podía mirar a la jueza, ni a los actuarios, ni mucho menos al odioso señor Tallow. En su lugar dirigió la mirada hacia las sombras de las gotas de lluvia que se escurrían por el suelo. Lo único que deseaba en aquellos momentos era huir de allí.
    ­­En conclusión ­la jueza adoptó una expresión de suma dignidad­, el tribunal falla en su contra, señorita Jones, y se desestima su demanda. Si fuera usted mayor le aseguro que no se libraría de una pena de prisión. Dado que no es así, y puesto que el señor Tallow ya ha dado un merecido castigo a su panda de agresores, me limitaré a multarla por haber hecho perder el tiempo a este tribunal.
    Kitty tragó saliva. «Por favor, que no sea mucho, por favor, que no sea...»
    ­­Por tanto, se le impone una multa de cien libras.
    No era para tanto, podía hacer frente a esa cifra. Tenía casi setenta y cinco libras en su cuenta corriente.
    ­­Además, es costumbre que la parte condenada corra con todos los gastos de la parte vencedora. El señor Tallow debe una multa de quinientas libras por haber llegado tarde, de la que usted también tendrá que hacerse cargo. Por consiguiente, la deuda total con este tribunal asciende a seiscientas libras.
    Kitty se tambaleó a causa de la sorpresa y sintió que los ojos se le anegaban en lágrimas. Con rabia, trató de retenerlas. No iba a llorar, no iba a hacerlo, allí no.
    Consiguió convertir el primer sollozo en una tos estruendosa. En ese momento, la jueza golpeó dos veces con el mazo contra la mesa.
    ­­Se levanta la sesión.
    Kitty salió corriendo de la sala.


    ______ 14 ______

    Kitty lloró a sus anchas en una de las callecitas empedradas que partían del Strand. A continuación se limpió la cara, se compró un bollíto para recuperar fuerzas en una cafetería persa que había en la esquina de enfrente de los tribunales y trató de decidir qué iba a hacer. No tenía con qué pagar la multa y suponía que sus padres tampoco, lo que quería decir que disponía de un mes para encontrar seiscientas libras o ella ­y tal vez sus padres también­iría derechita a la prisión de los deudores. Lo sabía porque, antes de abandonar las retumbantes salas de los tribunales, había aparecido uno de los secretarios vestidos de negro, le había dado un tironcito respetuoso en el codo y le había endilgado una orden de pago, con la tinta todavía fresca, que Kitty había cogido con dedos temblorosos y que explicaba en detalle cuáles eran las penas.
    Sólo de pensar que tenía que informar a sus padres, sentía pinchazos en el pecho. No se veía con fuerzas de volver a casa; primero daría un paseo por la orilla del río.
    La calle empedrada se extendía desde el Strand hasta el Embankment, un agradable paseo convertido en zona peatonal que recorría la orilla del Támesis. La lluvia había cesado, pero los adoquines seguían estando oscuros y perlados de humedad. La calle estaba flanqueada por los negocios habituales: establecimientos de comida rápida de Oriente Próximo, boutiques i para turistas abarrotadas de objetos kitsch sin interés alguno y herboristerías cuyas cestas a mitad de precio con cornejo y romero asomaban a la calle.
    Kitty casi había alcanzado el Embankment cuando unos pasos apresurados a sus espaldas le anunciaron la repentina aparición de un bastón, seguido de un anciano que bajaba medio tambaleante, medio renqueante, casi fuera de control por la pendiente empedrada. Kitty dio un salto con el fin de apartarse de su camino. Para su sorpresa, en vez de continuar precipitadamente hasta acabar en el río, el hombre se detuvo justo a su lado con profusión de aspavientos y la respiración entrecortada.
    ­­¿Señorita Jones? ­resopló entre resuello y resuello.
    ­­Sí ­respondió Kitty con firmeza.
    Otro administrativo con una nueva demanda.
    ­­Bien, bien. Deje... deje que recupere el habla.
    Necesitó varios segundos para aquello, durante los cuales Kitty lo estudió con detenimiento. Se trataba de un caballero esquelético de avanzada edad, calvo por arriba y con un semicírculo de cabello blanco y sucio que le hacía las veces de gorguera para el cogote. Tenía un rostro tan chupado que daba pena, pero los ojos le brillaban. Lucía un traje muy pulcro y un par de guantes de piel verde. Las manos le temblaron al apoyarse en el bastón.
    ­­Discúlpeme. Pensaba que ya la había perdido. Primero he ido por el Strand. He dado media vuelta. Intuición ­dijo por fin.
    ­­¿Qué quiere? ­Kitty no tenía tiempo para ancianos intuitivos.
    ­­Sí. Al grano. Bien. Bueno. Estaba en el juicio. Sala veintisiete.
    La miró fijamente.
    ­­¿Y...?
    ­­Quería hacerle... una pregunta. Sencilla. Si no le importa.
    ­­No quiero hablar del tema, gracias.
    Kitty hizo ademán de alejarse, pero el bastón salió disparado con sorprendente velocidad y le cortó el paso con suavidad. Kitty estaba que echaba chispas por dentro, así que, en aquel estado, patear a un anciano en plena calle no le pareció algo demasiado descabellado.
    ­­Discúlpeme ­se excusó­, no tengo nada que decir.
    ­­Lo entiendo. De verdad. Pero podría serle de ayuda. Escuche y luego decida. El volteador negro. Estaba sentado al fondo. Y estoy un poco sordo. Creí oírle decir que el volteador la alcanzó.
    ­­Sí. Lo hizo.
    ­­Aja. Dijo que la dejó inconsciente.
    ­­Sí.
    ­­Llamas y fuego a su alrededor. ¿Calor abrasador?
    ­­Sí. Mire, tengo...
    ­­Pero el tribunal no lo creyó.
    ­­No. Mire, tengo que irme, de verdad.
    Kitty rodeó el bastón extendido y recorrió apresuradamente los últimos metros hasta el Embankment. Para su sorpresa y contrariedad, el anciano no se despegó de su lado, y no dejó de balancear el bastón, de modo que se enredaba continuamente entre sus piernas y hacía que tropezara y la obligaba a dar grandes zancadas para esquivarlo. Al final ya no pudo soportarlo más; Kitty agarró el bastón por el extremo, tiró con fuerza de él y el anciano salió lanzado hacia delante, perdió el equilibrio y acabó estampándose contra el dique. Acto seguido, Kitty reanudó su camino a paso ligero; sin embargo, una vez más volvió a oír el repiqueteo frenético a sus espaldas.
    Se volvió en redondo.
    ­­Vamos a ver...
    El anciano le pisaba los talones, pálido y sin resuello.
    ­­Señorita Jones, por favor. Comprendo que esté furiosa. De verdad. Pero estoy de su parte. ¿Y si le dijera...? ¿Y si le dijera que puedo pagarle la multa... que el tribunal le ha impuesto? Las seiscientas libras. ¿Eso la ayudaría? ­Kitty lo miró fijamente­. Ah, parece que le interesa. Nos vamos entendiendo.
    ­­¿De qué habla? Está tratando de tenderme una trampa, de que me arresten por conspiración o... o algo así.
    El corazón le latía con fuerza a causa del desconcierto y el enfado. El anciano sonrió y la piel del rostro se estiró hacia atrás, pegándose al cráneo.
    ­­Señorita Jones. Nada más lejos de mi intención. Tampoco quiero que tome una decisión precipitada. Escuche. Me llamo Pennyfeather. Aquí tiene mi tarjeta. ­Rebuscó en el bolsillo del abrigo y, con una fioritura, le tendió una pequeña tarjeta de visita. Sobre las palabras T.
    E. PENNYFEATHER, MATERIAL ARTÍSTICO se cruzaban dos pinceles a modo de adorno. En una de las esquinas estaba impreso un número de teléfono. Vacilante, Kitty la aceptó­. Bien. Ahora tengo que irme. La dejo que siga con su paseo. Hace un buen día para pasear. Va a salir el sol. Llame si le interesa. Esta semana.
    Por primera vez, Kitty se esforzó en ser educada sin saber bien por qué. ­­Pero, señor Pennyfeather ­repuso­, ¿por qué iba usted a ayudarme? No tiene sentido.
    ­­No, pero lo tendrá. ¡Ay! ¿Qué...?
    El grito había sido provocado por dos jóvenes ­evidentemente hechiceros, a juzgar por los trajes caros que vestían­que, caminando con paso enérgico, riendo a carcajadas y zampándose una sopa de lentejas adquirida en la cafetería persa, le habían dado un empellón al pasar y casi lo habían arrojado a la cuneta. Siguieron su camino alegremente, sin mirar atrás. Kitty alargó una mano para ayudar al anciano, pero la retiró al descubrir un brillo furibundo en su mirada. El señor Pennyfeather se enderezó lentamente apoyándose en el bastón y mascullando entre dientes.
    ­­Perdóneme ­se disculpó­. Ah, ésos... Se creen que son los amos del mundo. Y... y tal vez lo sean. Por ahora.
    Dirigió la vista hacia el Embankment. En la azulada lejanía se veía a la gente deambular, parándose en los puestos o pasando de largo para perderse en las abarrotadas calles laterales. En el río, cuatro barcazas cargadas de carbón amarradas entre sí se movían arrastradas por la corriente, mientras los barqueros fumaban apoyados sobre la cubierta.
    El anciano sonrió con amargura.
    ­­Muy pocos de esos tontos sospechan lo que vuela por el aire que hay sobre sus cabezas ­dijo­. Ni siquiera sospechan lo que les persigue dando saltos por las calles. Y, aunque lo supieran, no se atreverían a hacerles frente. Permiten que los hechiceros se pavoneen delante de ellos, les dejan construir sus palacios a costa del sudor y el trabajo de la gente, consienten que pisoteen la justicia y la arrastren por el fango. Pero usted y yo... sabemos lo que hacen los hechiceros. Y con qué lo hacen. Tal vez nosotros no seamos tan sumisos como nuestros compatriotas, ¿eh? ­Se alisó la chaqueta y sonrió de repente­. Tiene que pensar por sí misma. Ya me callo. Sólo diré una cosa más: me creo su historia. De cabo a rabo, por supuesto, pero sobre todo por lo del volteador negro. Después de todo, ¿quién sería tan tonto como para inventarse una cosa así sin haber sufrido herida alguna? Por eso es tan interesante. Espero su llamada, señorita Jones.
    Una vez dicho esto, el anciano dio media vuelta y se alejó a paso ligero por la calle con su bastón repiqueteando contra los adoquines e ignorando los insistentes ruegos de un herborista junto a la puerta de su tienda. Kitty lo siguió con la mirada hasta que lo vio doblar hacia el Strand y lo perdió de vista.
    Mientras esperaba en la oscuridad del sótano, los pensamientos de Kitty vagaron hasta lo ocurrido mucho tiempo atrás. Qué lejano parecía todo, qué ingenua había sido al comparecer ante el tribunal en busca de justicia. La ira le encendió el rostro: el recuerdo seguía resultándole doloroso incluso después de tanto tiempo. ¿Justicia por parte de los hechiceros? Sólo de pensarlo daban ganas de echarse a reír. Estaba claro que el enfrentamiento directo era la única alternativa posible. Al menos estaban haciendo algo, estaban plantando cara.
    Consultó la hora en su reloj de pulsera. Anne llevaba ya un rato en la cámara secreta. En total habían robado once artefactos mágicos durante el día del Fundador: nueve armas de poca monta y dos joyas de uso desconocido. En ese momento, Anne las estaba guardando. Fuera, la lluvia había arreciado. Durante el corto trayecto desde la tienda de material artístico hasta el patio desierto, se habían calado hasta los huesos. Ni siquiera en el sótano estaban a resguardo de la lluvia: un reguero continuo de gotitas caía a través de una profunda grieta que había en el techo de yeso. Justo debajo habían puesto un cubo negro muy deslucido, que estaba casi lleno.
    ­­Stanley, vacíalo, por favor ­dijo Kitty.
    Stanley estaba sentado en la carbonera con los hombros caídos y la cabeza apoyada en las rodillas. Vaciló algo más de lo necesario, y finalmente bajó de un salto, cogió el balde y lo llevó con cierta dificultad hasta una rejilla junto a la pared, donde lo vació.
    ­­No sé por qué no manda arreglar esa cañería ­masculló devolviendo el cubo a su sitio.
    La maniobra sólo le había llevado unos segundos, pero ya se había formado un pequeño charco entre los ladrillos gastados del suelo del sótano.
    ­­Porque queremos que el sótano parezca abandonado ­contestó Kitty­. Es obvio.
    Stanley gruñó.
    ­­Ese material está desaprovechado ahí dentro. No es su lugar.
    Desde su posición, cerca del arco de la entrada, Fred asintió con la cabeza. Estaba jugueteando con una navaja automática abierta.
    ­­Debería dejarnos entrar ­opinó.
    En el otro extremo de la pequeña estancia, mal iluminada por una sola bombilla, había amontonada toscamente una pila de leños. La pared de detrás parecía sólida aunque un poco deteriorada, pero todos sabían cómo funcionaba el mecanismo: se presionaba una palanca metálica que había en el suelo y, al mismo tiempo, con sólo tocarlo, se abría el panel de ladrillos que había detrás de los leños. Conocían el chirrido amortiguado y el frío olor a producto químico que emanaba del interior. Sin embargo, no sabían con exactitud qué contenía el escondite secreto, pues sólo Anne, la intendente del grupo, tenía permiso para entrar en la cámara del líder. Los demás siempre se quedaban fuera, vigilando.
    Kitty separó la espalda de la pared donde se apoyaba.
    ­­Todavía no hay razón para utilizarlo ­contestó­. Tenemos que reunir todo lo que podamos y esperar a tener más colaboradores.
    ­­Como si eso fuera a ocurrir. ­Stanley no había regresado a la carbonera, sino que se paseaba arriba y abajo por el sótano­. Nick tiene razón: los plebeyos son como borregos. Nunca harán nada.
    ­­Con todas esas armas de ahí dentro... ­añadió Fred pensativo­. Deberíamos hacer algo con ellas, como hizo Mart.
    ­­Pues no le fue muy bien que digamos ­observó Kitty­. El primer ministro sigue vivo, ¿no? ¿Y dónde está Mart? Sirviendo de alimento para los peces.
    Lo había dicho con intención de molestarles, y lo había conseguido. Stanley había sido amigo íntimo de Martin.
    ­­Tuvo mala suerte ­replicó con voz áspera y resentida­. La esfera no era lo bastante potente, nada más. Podríamos haber tumbado a Devereaux y a la mitad del gabinete ministerial. ¿Dónde está Anne? A ver si se da prisa.
    ­­Te estás engañando ­insistió Kitty con acritud­. Sus defensas eran demasiado poderosas. Mari no lo hubiera conseguido en la vida. ¿Con cuántos hechiceros hemos acabado en todos estos años? ¿Cuatro? ¿Cinco? Y no nos ha servido de nada. Hazme caso: con o sin armas, necesitamos una estrategia mejor.
    ­­Le diré lo que has dicho ­la amenazó Stanley­. En cuanto vuelva.
    ­­No lo dudo, soplón ­respondió Kitty en tono mordaz.
    Aun así, se estremeció sólo de pensarlo.
    ­­Tengo hambre ­intervino Fred.
    Apretó el botón de la navaja y la hoja volvió a aparecer. Kitty te miró.
    ­­Pero si te has puesto las botas, que te he visto.
    ­­Pues vuelvo a tener hambre.
    ­­Mala suerte.
    ­­No puedo luchar con el estómago vacío.
    De repente, Fred se inclinó hacia delante e hizo un gesto veloz con los dedos, que se desdibujaron. Un zumbido cortó el aire y la navaja automática se clavó en el cemento que unía dos ladrillos, a escasos centímetros por encima de la cabeza de Stanley, quien estiró el cuello lentamente y contempló el mango cimbreante. Su cara tenía un tono verdoso.
    ­­¿Lo ves? ­insistió Fred­. Un lanzamiento de mierda. ­Cruzó los brazos­. Eso es porque tengo hambre.
    ­­Pues a mí me ha parecido muy bueno ­repuso Kitty.
    ­­¿Bueno? No le he dado.
    ­­Devuélvele la navaja, Stanley.
    De repente, Kitty se sentía muy cansada.
    Stanley estaba concentrado tratando de extraer la navaja de la pared cuando la puerta oculta tras la pila de leños se abrió y Anne asomó la cabeza. Ya no llevaba la bolsita con la que había entrado.
    ­­¿Ya estamos otra vez peleando? ­preguntó con aspereza­. Vamos, niños.
    La caminata hasta la tienda los dejó tan calados hasta los huesos como en el viaje de ida. El ánimo del grupo estaba por los suelos cuando entraron acompañados de una ráfaga de lluvia y vapor. Nick se les acercó corriendo con la cara iluminada por el entusiasmo.
    ­­¿Qué pasa? ­preguntó Kitty­. ¿Qué ha ocurrido?
    ­­Hay noticias ­anunció casi sin aliento­. De Hopkins. Regresan esta semana. Van a anunciarnos algo muy importante sobre un nuevo golpe. El más importante de los que hayamos dado hasta ahora.
    ­­¿Más importante que el de Westminster Hall? ­preguntó Stanley con escepticismo.
    Nick sonrió de oreja a oreja.
    ­­Con perdón a la memoria de Mart, aún más importante. La carta de Hopkins no dice de qué se trata, pero sí que va a dar un giro de ciento ochenta grados a la situación. Es lo que siempre hemos querido. Vamos a hacer algo que cambiará nuestra suerte de una vez por todas. Es peligroso, pero dice que si lo hacemos bien les bajará los humos a los hechiceros. Londres no volverá a ser lo mismo.
    ­­Ya era hora ­comentó Anne­. Stanley, ve a poner la tetera al fuego.


    _____ 15 _____ BARTIMEO

    Imaginaos la escena. Londres bajo la lluvia. El cielo descargaba cortinas grises de agua que se estrellaban contra el suelo con un estruendo mayor que el de un cañonazo. La ventisca azotaba la lluvia de un lado a otro y la espoleaba bajo porches, aleros, cornisas y tejadillos. Las ráfagas heladas inundaban cualquier resguardo posible. Había agua por todas partes: repicando contra el pavimento, vaciándose por las tuberías, concentrándose en los rincones de los sótanos, sobre los sumideros... Las cisternas de la ciudad se desbordaban. Corría con el ímpetu de un torrente por los canalones; se precipitaba sesgada por los tejados y a plomo por las paredes, ensuciando los ladrillos como si se tratara de oleadas de sangre. Se filtraba entre las vigas y por las grietas de los techos. Se suspendía en el aire en forma de bruma blanca y gélida, y más arriba, en los oscuros confines del firmamento, donde se hacía invisible. Calaba la estructura de los edificios y los huesos de sus habitantes, encogidos de miedo.
    Bajo tierra, en la oscuridad, las ratas se acurrucaban en sus guaridas atentas a los ecos del tamborileo sobre sus cabezas. En las moradas humildes, hombres y mujeres normales y corrientes cerraban las contraventanas, encendían las luces y se apiñaban alrededor del fuego con humeantes tazas de té. Incluso los hechiceros se ponían a resguardo de la lluvia torrencial en sus solitarias mansiones. Se guarecían en sus talleres, corrían el cerrojo de las puertas de hierro e, invocando nubes de incienso para entrar en calor, se entregaban a ensueños en tierras lejanas.
    Ratas, plebeyos, hechiceros... Todos a resguardo, como era lógico. Las calles estaban desiertas, todo Londres se había encerrado en casa. Era cerca de la medianoche y la tormenta arreciaba. Nadie en su sano juicio saldría en una noche así.
    Ejem.
    En algún sitio en medio de la lluvia torrencial había un lugar donde confluían siete calles. En el centro del cruce se alzaba un pedestal de granito sobre el que se erigía una estatua de un hombre enorme a caballo. El hombre blandía una espada y en su cara se leía una expresión congelada en un grito heroico. El caballo hacía una corveta: tenía las patas traseras separadas y las delanteras levantadas. No sé si simulaba un desafío teatral o si se estaba preparando para lanzarse a la batalla. Igual sólo trataba de tirar al tío gordo que llevaba a lomos. Nunca lo sabremos. Pero mirad: bajo el vientre del caballo, sentado justo en medio del pedestal, con la cola remetida elegantemente entre las zarpas, había un enorme gato gris.
    El gato fingía no darse cuenta del viento cortante que le rizaba el pelo empapado. Los preciosos ojos amarillentos escudriñaban inmutables la oscuridad, como si penetraran la lluvia. Sólo la ligera inclinación de sus peludas orejas permitía adivinar el descontento por la situación en que se encontraba. Sacudía una de las orejas de vez en cuando, pero, por lo demás, el gato podría haber estado esculpido en piedra.
    La noche se volvió aún más oscura. La lluvia arreció. Recogí la cola de mal humor y seguí vigilando las calles.
    El tiempo transcurría con cuentagotas.
    Si cuatro noches no es un período demasiado largo ni siquiera para los humanos, no digamos ya para nosotros, seres superiores del Otro Lado [Donde el tiempo, propiamente dicho, no existe. O si existe, es de una forma tortuosa y no lineal... En fin, es un concepto complejo y me encantaría debatirlo con vosotros, pero tal vez no sea el mejor momento. Recordádmelo más tarde].
    Sin embargo, las últimas cuatro noches se me habían hecho eternas. Me había pasado todas y cada una de ellas patrullando el centro de Londres a la caza del maleante desconocido. He de admitir que no había estado solo; contaba con la compañía de unos cuantos genios desafortunados y un hatajo de trasgos. Éstos en particular habían causado multitud de problemas, ya que trataban de escurrir el bulto cada dos por tres escondiéndose debajo de puentes o deslizándose por chimeneas, o se cagaban de miedo [Lamento decir que literalmente. Algo bastante repugnante e inoportuno] cada vez que tronaba o tropezaban con la sombra de otro. Poco se podía hacer para mantenerlos a raya. Y no había dejado de llover ni un solo momento, y con tanta fuerza como para que a uno se le ulcerase la esencia.
    Nathaniel, no hace falta decirlo, no se había mostrado demasiado comprensivo. Decía que le estaban apretando las tuercas y que necesitaba resultados cuanto antes. A su vez, él también se topó con algún que otro contratiempo para conseguir que un pequeño grupo de hechiceros de su departamento aportara los genios para las demás patrullas. Leyendo entre líneas, se amotinaron en bloque totalmente contrarios a que les diera órdenes un jovenzuelo presuntuoso y, seamos realistas, con toda la razón del mundo. Aun así, noche tras noche, genios y trasgos por igual nos reuníamos desanimados en los tejados de pizarra gris de Whitehall, desde donde nos enviaban a patrullar.
    Nuestro objetivo consistía en proteger importantes lugares turísticos de la ciudad que Nathaniel y su superior inmediato, un tal señor Tallow, consideraban bajo amenaza. Nos facilitaron una lista de posibles objetivos: museos, galerías, restaurantes de postín, el aeródromo, galerías comerciales, estatuas, arcos y otros puntos de interés... Resumiendo: casi todo Londres. Eso significaba que estábamos obligados a mantener abiertos los circuitos de localización toda la noche para tenernos controlados en todo momento.
    Además, no sólo resultaba tedioso y agotador (y muy húmedo), sino también inquietante, ya que la naturaleza de nuestro oponente era tan misteriosa como maligna. Algunos de los trasgos más nerviosos no tardaron en lanzar una campaña de rumores: que si nuestro enemigo era un efrit solitario; aún peor, que era un marid; que si en todo momento se envolvía en un manto de oscuridad de modo que sus víctimas no veían la muerte que se cernía sobre ellas; que si destruía edificios con su aliento [He conocido a hechiceros con poderes similares, en especial a primera hora de la mañana]; que si arrastraba tras él el olor a sepultura que paralizaba a humanos y espíritus por igual... Con ánimo de subir la moral, traté de hacer correr el contrarrumor de que se trataba únicamente de un pequeño diablillo respondón, pero, por desgracia, no cuajó. Los trasgos (y un par de genios) salían de noche con los ojos bien abiertos y batiendo nerviosamente las alas.
    La aparición de nada más y nada menos que mi vieja colega de los tiempos de Praga, Queezle, entre los genios, fue una pequeña gratificación para mí. Estaba al inhumano servicio de uno de los hechiceros del departamento de Nathaniel, un tipo avinagrado y seco llamado Ffoukes. Sin embargo, a pesar del estricto régimen al que se veía sometida, Queezle conservaba su antigua energía. Nos las arreglábamos para patrullar juntos siempre que era posible. [Queezle me gustaba. Era descarada y juvenil (apenas tenía mil quinientos años de los vuestros) y había tenido suerte con sus amos. La primera vez que la invocaron, lo hizo un ermitaño que vivía en los desiertos de Jordania y se alimentaba únicamente de miel y tubérculos secos, y que la trató con sobria cortesía. Cuando murió, Queezle se libró de más servicios hasta que una hechicera francesa (hacia el 1400) desempolvó su nombre. Esta ama también fue inusualmente clemente con ella, ni siquiera llegó a punzarla con la aguja estimulante. Por eso, cuando Queezle llegó a Praga, tenía un carácter menos rencoroso que el de viejos veteranos antediluvianos como yo. Liberada del servicio a la muerte de nuestro amo, desde entonces había servido a hechiceros en China y Ceilán sin grandes incidentes]
    Las dos primeras noches de patrulla no ocurrió nada, salvo que dos trasgos acabaron arrastrados por la corriente cuando se ocultaban bajo el puente de Londres. Pero a la tercera, poco antes de la medianoche, se oyó un estruendo atronador que procedía del ala oeste de la National Gallery. Un genio llamado Zenón fue el primero en llegar a la escena del crimen, conmigo a la zaga. Al mismo tiempo, varios hechiceros, incluido mi amo, llegaron en convoy. Envolvieron el museo con una densa red y nos ordenaron entrar en batalla.
    Zenón demostró una valentía admirable. Sin titubeos, se dirigió derecho hacia el origen del altercado y jamás se le volvió a ver. Yo le pisaba los talones, pero, debido a las molestias que tenía en una pierna y a la compleja disposición de los pasillos de la galería, me quedé rezagado, me perdí y no conseguí dar con el ala oeste hasta bastante después. Para entonces, tras haber causado estragos considerables, el intruso había desaparecido.
    Mis excusas dejaron frío a mi amo, quien me habría impuesto un castigo ingenioso si yo no hubiera contado con la protección que suponía conocer su nombre. De todos modos, me prometió que me encerraría en un cubo de hierro si volvía a eludir el enfrentamiento con el enemigo la próxima vez que este apareciera. Le respondí con palabras tranquilizadoras, pues me percaté de que estaba al borde de un ataque de nervios: llevaba el pelo enmarañado, los puños le colgaban flácidos y parecía que los pantalones de pitillo le vinieran grandes, como si hubiera perdido peso. Le avisé de esto último en tono cordial.
    ­­Come más ­le recomendé­, estás muy flaco. De hecho, lo único que te crece ahora es el pelo. Si no lo controlas, pronto te pesará más que el cuerpo y te darás de morros.
    Se frotó los ojos enrojecidos por el sueño.
    ­­¿Quieres dejar de meterte con mi pelo? Comer es lo que hace la gente que no tiene nada más que hacer, Bartimeo. Tengo los días contados... igual que tú. Si puedes destruir al enemigo, perfecto; si no puedes, al menos consigue algo de información sobre su naturaleza. En caso contrario, es posible que la Policía Nocturna tome el mando.
    ­­¿Y...? ¿A mí qué me importa?
    ­­Que significará mi caída ­respondió con total seriedad.
    ­­¿Y...? ¿A mí qué me importa?
    ­­Mucho, si te confino en un cubo de hierro antes de irme. De hecho, que sea uno de plata, aún más doloroso. Yeso ocurrirá a menos que obtenga resultados pronto.
    Dejé de discutir, no valía la pena. El chico había cambiado desde la última vez que lo había visto, y no para mejor. Su maestra y su carrera habían producido una desagradable transformación en él: era más duro, más seco y estaba más crispado. Incluso tenía menos sentido del humor que antes, lo que ya en sí era todo un logro. De una u otra manera, estaba deseando que aquellas seis semanas llegaran a su término.
    No obstante, hasta ese momento, vigilancia, peligro y lluvia. Desde mi posición bajo la estatua veía tres de las siete calles. Todas estaban flanqueadas por escaparates de tiendas de postín, a oscuras y misteriosas, protegidas por persianas metálicas. Unos pequeños focos arrojaban una débil luz desde sus nichos, por encima de las puertas, pero la lluvia era más intensa que la luz y el resplandor no alcanzaba demasiado lejos. El agua se escurría por las calles.
    El gato volvió la cabeza hacia la calle de la izquierda, donde había percibido un movimiento repentino. Algo se había posado en el alféizar de la ventana del primer piso, donde se detuvo unos instantes, una figura borrosa sumida en la oscuridad... Y entonces, con un solo y enérgico movimiento, saltó del alféizar y se lanzó a la carrera pared abajo, dibujando un zigzag a través de los surcos que había entre los ladrillos como si se tratara de un fino hilo de melaza caliente. Se dejó caer al suelo al llegar al pie de la pared, volvió a convertirse en una pequeña figura desdibujada y oscura, le crecieron patas y se encaminó en mi dirección chapoteando y salpicando a su paso.
    Me limité a observar. No me moví ni un milímetro.
    La figura desdibujada llegó hasta el cruce, vadeó los charcos, que cada vez eran más grandes, y subió al pedestal de un salto. Fue en ese momento cuando se reveló como una elegante spaniel de ojazos castaños. Se detuvo delante del gato, hizo una pausa y se sacudió el agua con energía.
    Expulsó una cortina de agua que salpicó al felino en plena cara.
    ­­Gracias, Queezle ­dije­. Debes de haber notado que todavía no estaba lo bastante empapado.
    La spaniel parpadeó, ladeó la cabeza con timidez y soltó un ladrido de disculpa.
    ­­Y ya puedes dejar ese viejo numerito ­insistí­. No soy uno de esos humanos zoquetes que se encandilan ante unos ojos claros y una bola de pelo mojado. Olvidas que puedo verte con toda claridad en el séptimo plano, tubos dorsales incluidos.
    ­­No puedo evitarlo, Bartimeo. ­La spaniel levantó una pata y se rascó despreocupadamente detrás de una oreja­. Es este trabajo de incógnito, que hace que ya me salga hasta con naturalidad. Deberías dar gracias por no tener que estar esperando debajo de una farola.
    No merecía ni que le respondiera.
    ­­Bueno, ¿dónde has estado? ­pregunté­. Llegas con dos horas de retraso sobre lo acordado.
    La spaniel asintió con la cabeza, incómoda.
    ­­Falsa alarma en los almacenes de seda. Un par de trasgos creyeron haber visto algo, así que tuve que rastrear el lugar antes de dar luz verde. Estúpidos novatos... Les eché una reprimenda, claro.
    ­­Les mordisqueaste los tobillos, ¿verdad?
    Por un momento, el morro de la spaniel se ladeó en una pequeña sonrisa.
    ­­Algo parecido.
    Cambié de posición para dejar a Queezle un poco de sitio en el centro del pedestal. No es que ese lugar fuera menos húmedo que el resto, pero me pareció un gesto de camaradería por mi parte. Se acercó arrastrando las patas y se acurrucó a mi lado.
    ­­En realidad es comprensible ­comenté­, están nerviosos. Es esta maldita lluvia. Y lo que le pasó a Zenón. Además, que te invoquen noche tras noche tampoco ayuda. Al cabo de un tiempo, a uno se le agota la esencia.
    Queezle me lanzó una mirada de soslayo con aquellos ojazos castaños de cachorro.
    ­­¿La tuya también, Bartimeo?
    ­­Hablaba en general. Yo estoy bien. ­Para demostrarlo, arqueé la espalda en un exuberante estiramiento gatuno, de esos que van desde la punta de los bigotes hasta el último mechón de la cola­. Aaah... mucho mejor. Pues eso, tanto tú como yo hemos toreado en peores plazas. Seguro que se trata de un diablillo al que se le han subido los humos y que acecha entre las sombras. Seguro que podremos manejarlo en cuanto lo encontremos.
    ­­Eso es lo que decía Zenón, si no recuerdo mal.
    ­­No recuerdo lo que decía Zenón. ¿Dónde está tu amo esta noche? ¿A salvo y a cubierto?
    La spaniel lanzó un pequeño gruñido.
    ­­Dice que está dentro del radio de comunicación, se supone que en la oficina de Whitehall. En realidad, lo más probable es que esté escondido en algún bar de hechiceros con una botella en una mano y una chica en la otra.
    Solté un bufido.
    ­­¿Es de ésos?
    ­­Sí. ¿Cómo es el tuyo?
    ­­Oh, igual. Peor, si cabe. Él tendría la botella y la chica en la misma mano [Evidentemente falso. A pesar de sus camisas con chorreras y su melena larga y ondulante (o tal vez por eso mismo), todavía no había hallado ninguna prueba de que Nathaniel supiera ni siquiera lo que era una chica. Si alguna vez se hubiera encontrado con alguna, lo más probable es que los dos habrían salido corriendo y chillando en direcciones opuestas. Aunque, al igual que la mayoría de los genios, por lo general prefería exagerar los puntos débiles de mi amo en las conversaciones]. ­La spaniel lanzó un gimoteo comprensivo. Me enderecé lentamente­. Bueno, será mejor que intercambiemos nuestras rutas ­dije­. Yo empezaré patrullando hasta el Soho y volveré. Tú puedes ir por las tiendas pijas de Gibbet Street hasta el distrito del museo.
    ­­Tendría que descansar un poco ­repuso Queezle­. Estoy agotada.
    ­­De acuerdo. Muy bien, buena suerte.
    ­­Buena suerte.
    La spaniel acurrucó la cabeza lánguidamente sobre las patas. Me dirigí al trote hacia la lluvia torrencial, hasta el borde del pedestal, y flexioné las patas preparado para saltar. Una vocecita sonó detrás de mí.
    ­­Bartimeo.
    ­­¿Sí, Queezle?
    ­­Eh... nada.
    ­­¿Qué?
    ­­Es que... Bueno, no son sólo los trasgos. Yo también estoy nerviosa.
    El gato trotó de vuelta, se sentó a su lado unos instantes y le enroscó la cola por encima, con afecto.
    ­­No tienes de qué preocuparte ­aseguré­. Ya es más de medianoche y ninguno de los dos ha visto nada. Siempre que esa cosa ha atacado, lo ha hecho a la medianoche. Lo único que deberías temer es que esto se convierta en una larga, tediosa y aburrida noche de vigilia.
    ­­Supongo que tienes razón.
    La lluvia repicaba a nuestro alrededor como si fuera sólida, arropándonos en su interior.
    ­­Entre nosotros ­dijo Queezle con un hilo de voz­, ¿de qué crees que se trata?
    Empecé a sentir un cosquilleo en la cola.
    ­­No lo sé y preferiría no saberlo. Hasta el momento ha acabado con todo lo que se le ha puesto delante. Hazme caso: mantente alerta y, si ves que se acerca algo fuera de lo normal, da media vuelta y sal corriendo.
    ­­Pero tenemos que destruirlo. Ésas son las órdenes.
    ­­Bueno, destrúyelo escapando de él.
    ­­¿Cómo?
    ­­Mmm... ¿Qué te parece haciendo que te persiga y atrayéndolo hacia el tráfico...? Algo así, yo qué sé. Eso sí, ni se te ocurra hacer lo que Zenón: atacarlo de frente.
    La spaniel dejó escapar un suspiro.
    ­­Me gustaba Zenón.
    ­­Un pelín ansioso, ése era su problema.
    Se hizo un profundo silencio durante el que Queezle no dijo nada. La lluvia torrencial no dejaba de caer.
    ­­Bueno, nos vemos ­me despedí por fin.
    ­­Eso.
    Bajé del pedestal de un salto y, con la cola extendida, me abrí paso hacia la carrera a través de la lluvia por la calle inundada. Me encaramé de un brinco a un muro bajo que había junto a una cafetería desierta. Acto seguido, tras una serie de saltos y piruetas ­de la pared al porche, del porche al alféizar, del alféizar a las tejas­, avancé con paso ágil y felino hasta encaramarme a los canalones del tejado más bajo y próximo.
    Eché un rápido vistazo atrás, hacia la plaza. La spaniel era un puntito triste y solitario agazapado entre las sombras bajo el vientre del caballo. Una ráfaga de lluvia se interpuso en mi visión, así que di media vuelta y proseguí mi camino por los caballetes de los tejados.
    En aquella parte de la ciudad, las casas antiguas se apiñaban y los tejados se inclinaban hacia delante de tal modo que casi se tocaban por encima de la calle, como si se tratara de espaldas encorvadas y cuchicheantes. Por esa razón, y a pesar de la lluvia, a un gato ágil no le resultaba nada difícil dirigirse a donde le apeteciera con rapidez. Y eso hice. El afortunado que estuviera escudriñando a través de los postigos de las ventanas habría vislumbrado una centella gris (sólo eso) brincando de chimenea en veleta y hendiendo el aire sobre los tejados de pizarra y paja, sin poner las zarpas en el suelo.
    Me detuve para recuperar el aliento en el valle formado entre dos tejados de pendiente muy pronunciada, y miré el cielo con nostalgia. Volando habría llegado antes al Soho, pero tenía órdenes de permanecer cerca del suelo, atento a cualquier altercado que pudiera producirse. Nadie sabía con exactitud cómo llegaba o partía el enemigo, pero mi amo tenía la corazonada de que era por tierra y de que no se trataba de un genio.
    El gato se restregó la cara con una pata para sacudirse la humedad y se preparó para un nuevo salto, esta vez uno de los grandes, de la anchura de una calle. En ese momento, todo quedó iluminado por un repentino estallido de luz anaranjada. Vi las tejas y las chimeneas cercanas, el cielo encapotado en lo alto e incluso las cortinas de lluvia que caían por doquier. Acto seguido, la noche volvió a cerrarse.
    La bengala naranja era la señal de alerta convenida y procedía de algún lugar cercano a mis espaldas.
    Queezle.
    Había encontrado algo. O algo la había encontrado a ella.
    A la porra con las normas. Di media vuelta y, al mismo tiempo, me transformé en un águila de penacho negro con las puntas de las alas doradas y alcé el vuelo como un rayo.
    Sólo me había alejado dos manzanas del lugar en que el corpulento jinete vigilaba las siete calles. Aunque Queezle se hubiera movido, no podía estar muy lejos y yo no tardaría más de diez segundos en regresar. Así que, ningún problema, llegaría a tiempo.
    Tres segundos después, oí sus gritos.


    ______ 16 ______

    El águila atravesó la noche como una centella salida de la oscuridad, dando dolorosos bandazos con el viento en contra. Sobrevolé los tejados hasta el cruce desierto, me lancé en picado hacia la estatua y me posé en el borde del pedestal sobre el que la lluvia rebotaba con violencia. Todo estaba exactamente como hacía un par de minutos. Sin embargo, la spaniel había desaparecido.
    ­­¿Queezle?
    Ninguna respuesta. Sólo el aullido del viento.
    Instantes después, apostado sobre el sombrero del jinete, oteé las siete calles en cada uno de los siete planos. No se veía a la spaniel por ningún lado; ni a genios, diablillos, maleficios o cualquier otro tipo de efusión mágica. Las calles estaban desiertas y yo, más solo que la una.
    Vacilante, regresé al pedestal, al que sometí a una rigurosa inspección. Creí encontrar una débil marca negra sobre la piedra, más o menos donde habíamos estado sentados, pero era imposible saber si eso había estado allí antes o no.
    De repente, me sentí desprotegido. Me volviera hacia donde me volviese sobre el pedestal, mi espalda quedaba expuesta al ataque de algo que saliera de la lluvia arrastrándose sigilosamente. Levanté el vuelo de inmediato y gané altura dibujando espirales alrededor de la estatua, mientras el golpeteo de la lluvia repicaba en mis oídos. Me elevé por encima de los tejados, fuera del alcance de lo que pudiera estar acechando en la calle.
    Fue entonces cuando oí el estruendo. No se trataba de un ruido familiar o agradable... como el de una botella estrellándose contra una calvorota, por decir algo. Sonó más bien como si hubieran arrancado de raíz un roble gigantesco y lo hubiesen arrojado a un lado sin esfuerzo, o como si algo muy grande hubiera apartado un edificio de su camino con un manotazo impaciente. Resumiendo: un ruido poco halagüeño.
    No obstante, lo peor de todo es que era fácil adivinar de dónde procedía. Si la lluvia hubiera sido una pizca más ensordecedora o el estruendo un poco más débil, podría haber calculado mal las distancias y haber dirigido mis audaces pesquisas en la dirección equivocada. Pero no hubo suerte.
    De todos modos, siempre quedaba la remota posibilidad de que Queezle siguiera viva así que hice dos cosas: primero, lancé una bengala sin apenas esperanzas de que la viera otro vigilante de nuestro grupo. Si la memoria no me fallaba, el más cercano era un trasgo apostado en algún lugar cerca de Charing Cross. Era un tipo escuchimizado que carecía de valor e iniciativa, pero dadas las circunstancias cualquier refuerzo sería bienvenido, aunque sólo fuera como carne de cañón.
    A continuación, avancé hacia el norte a la altura de las chimeneas de la calle en que se había originado el estruendo. Me dirigía al barrio del museo. Volé tan lentamente como puede hacerlo un águila sin caer del cielo [Si es posible batir las alas con parsimonia, eso es exactamente lo que hice]. Mientras tanto, iba escudriñando los edificios de abajo. Se trataba de una zona de pequeñas tiendas lujosas, oscuras y sobrias. Los letreros antiguos y pintados a mano que había sobre las puertas daban una pista de las exquisiteces que allí se vendían: collares, rollos de seda, relojes de bolsillo engastados en joyas... El oro era el amo y señor de aquel barrio, así como los diamantes. A ese tipo de establecimientos acudían los hechiceros para comprar esos pequeños complementos que hacían resaltar su posición. Los turistas adinerados también frecuentaban estos lugares.
    El estruendo ensordecedor no había vuelto a oírse. Todos los escaparates parecían intactos, con sus luces decorativas encendidas y sus carteles de madera gimiendo al viento.
    La lluvia me envolvía. En algunos lugares, los adoquines habían desaparecido bajo la lámina de agua sobre la que repicaban las gotas. No había señal de bicho viviente, ni mortal ni de otro tipo. Era como sobrevolar una ciudad fantasma.
    La calle se ensanchó para abrazar una pequeña rotonda cubierta de césped y hermosas flores. Parecía algo incongruente en una calle tan estrecha, tal vez un poco fuera de lugar. Sin embargo, al reparar en el viejo puntal que se alzaba en medio de la rotonda y en las losas ocultas entre las flores, caí en la cuenta de cuál había sido la finalidad original de aquella plaza [Podría decirse que el nombre de la calle, Gibbet Street (Calle de la Horca), también me ayudó a descubrir el pastel. A las autoridades londinenses siempre se les había dado bien lo de dar ejemplo a los plebeyos, aunque en los últimos tiempos los cuerpos de los delincuentes sólo se colgaban en el barrio de la prisión, alrededor de la Torre. Creían que hacerlo en otro lugar espantaría el turismo]. Esa noche todo parecía inundado por el agua y azotado por el viento, pero lo que atrajo mi atención, y lo que me hizo dar media vuelta y posarme en el puntal, fueron las marcas del césped.
    Se trataba de pisadas... o algo así. Enormes, con una ligera forma de espátula y la huella bien visible de un dedo separado en el extremo más ancho. Cruzaban la rotonda de un lado a otro y todas se hundían profundamente en la tierra.
    Me sacudí el agua del penacho y tamborileé las garras sobre el puntal. Perfecto, realmente perfecto. Mi enemigo no sólo era misterioso y fuerte, sino también grande y pesado. La noche iba mejorando por momentos.
    Seguí la dirección de las pisadas con mi vista de águila. Los primeros pasos tras abandonar la rotonda todavía se apreciaban parcialmente gracias a un rastro discontinuo de barro. Desaparecían un poco más allá, pero estaba claro que aquella cosa no tenía ningún interés por las tiendas que flanqueaban los lados de la vía. Era evidente que mi presa se dirigía a otro lugar. Alcé el vuelo y avancé por la calle.
    Gibbet Street daba a un ancho bulevar que serpenteaba de izquierda a derecha y se perdía en Ja oscuridad. Justo enfrente se levantaba una verja metálica, alta e imponente, de barras de hierro macizo de seis metros de alto y cinco centímetros de grosor. Las grandes puertas de la verja se balanceaban abiertas de par en par. De hecho, para ser precisos, se balanceaban arrancadas de sus goznes bajo la luz de una farola cercana, junto con buena parte de la verja. En el lugar que habían ocupado, se abría un enorme agujero de bordes retorcidos. Algo se había abierto camino a su través y la había partido en dos en sus prisas por entrar. A eso le llamo yo impaciencia. Por el contrario, yo me acerqué con una reticencia extrema, avanzando lentamente por el aire.
    Me posé en una punta metálica retorcida. Al otro lado de la puerta destrozada se abría un ancho camino, que conducía hacia un amplio tramo de escalera sobre el que se alzaba un pórtico gigantesco, con ocho imponentes columnas adosadas a un edificio inmenso, alto como un castillo y anodino como un banco. Lo reconocí de tiempos anteriores:
    el famoso Museo Británico. Se extendía en todas direcciones, ala tras ala, hasta más allá de donde alcanzaba mi vista. Ocupaba el mismo espacio que una manzana de edificios. [El Museo Británico albergaba casi un millón de antigüedades, de las que varias docenas habían sido conseguidas de manera legítima. Doscientos años antes de que los hechiceros subieran al poder, los gobernantes londinenses habían adoptado la costumbre de rapiñar cualquier objeto de interés de los países donde operaban sus comerciantes. Era una especie de deporte nacional basado en la curiosidad y la avaricia. Las damas y los caballeros que realizaban el Grand Tour por Europa mantenían los ojos bien abiertos en busca de pequeños tesoros que pudieran embutirse en sus bolsos sin que nadie se diera cuenta; los soldados en campaña se llenaban las pecheras de gemas y relicarios saqueados, y todo comerciante que regresaba a la capital transportaba en la bodega del barco un cajón adicional lleno de objetos de valor. La mayoría de estos artículos acababan finalmente en las colecciones siempre en expansión del Museo Británico, donde se exhibían acompañadas de rótulos explicativos en varios idiomas para que los turistas extranjeros pudieran contemplar con las mínimas molestias posibles los objetos de valor que les habían birlado. A su debido tiempo, los hechiceros saquearon el museo y se llevaron los objetos mágicos, pero el edificio continuó siendo un imponente osario cultural]
    ¿Era sensación mía, o todo allí resultaba gigantesco? El águila ahuecó las alas con vigor, pero no consiguió deshacerse de la sensación de pequeñez. Evalué la situación. A ver si adivináis para qué se había dirigido hasta allí el desconocido enemigo de pies grandes y fuerza más que evidente. En el museo había suficiente material que destruir como para tenerlo entretenido toda una semana. Quienquiera que fuese el que deseaba poner en un aprieto al gobierno británico había escogido bien, y se podía decir sin temor a equivocarse que la maltrecha carrera de mi amo iba a ser más que corta si el maleante consumaba una noche de trabajo ininterrumpido.
    Ello, claro está, significaba que tendría que seguirle hasta el interior.[Aunque en aquellos momentos también me movía otro motivo: la venganza. No tenía muchas esperanzas de volver a ver a Queezle con vida]
    El águila avanzó por el camino planeando a baja altura y alzó el vuelo en los escalones para posarse entre las columnas del pórtico. Delante se encontraban las gigantescas puertas de bronce del museo. Para variar, mi presa había decidido ignorarlas y abrirse camino a través de la pared de pura piedra. Una acción con muy poco estilo, pero con una impresionante capacidad para hacerle a uno un nudo en el estómago, lo cual me llevó a perder un par de minutos más enfrascado en flagrantes tácticas dilatorias tales como examinar con mucho detenimiento los cascotes del pórtico por si había algún peligro.
    El oscuro boquete abierto en el edificio era monumental. Escudriñé el interior, una especie de vestíbulo, desde una distancia prudencial. Todo estaba en silencio y no había actividad en ningún plano. Un revoltijo de maderas y mampostería hecha pedazos y un cartel astillado que anunciaba alegremente BIENVENIDOS AL MUSE, daban fe del paso decidido con que avanzaba aquella cosa. En el aire flotaba una densa nube de polvo. Algo había atravesado la pared de la izquierda. Agucé el oído y a lo lejos, por encima del aporreo de la lluvia, creí escuchar el estruendo inconfundible que producen las antigüedades valiosas al ser machacadas.
    Volví a lanzar otra bengala por si a aquel trasgo zángano se le ocurría mirar en mi dirección. A continuación me transformé y entré en el edificio.
    El furioso minotauro [Garantizado, no hay nada mejor que un minotauro cabezón para infundir miedo a un enemigo humano, si lo que se pretende es provocarle un poco de la conmoción y el terror de toda la vida. Tras siglos de cuidadoso perfeccionamiento, mi disfraz de minotauro era espectacular. Los cuernos tenían la curvatura justa y necesaria y los dientes estaban muy afilados, como si me los hubiera limado. La piel era como el ébano, negra con tonos azulados. Había conservado el torso humano, pero me había decantado por las patas de un macho cabrio y por unas pezuñas hendidas, algo ligeramente más aterrador que unas rodillas con forúnculos y unas sandalias] echó un vistazo imperioso al vestíbulo en ruinas resoplando por las ventanas de la nariz, flexionando las manos como garras y escarbando con las pezuñas entre los escombros. ¿Quién se atrevía a desafiarle? ¡Nadie! Mejor, porque, tal como esperaba, no había nada en la sala. Vale, de acuerdo. Eso significaba que tendría que probar en la siguiente. Ningún problema. Respirando hondo, el minotauro avanzó de puntillas y a tientas entre los escombros hasta el muro totalmente destrozado. Asomó la cabeza con infinita precaución para echar un vistazo.
    Oscuridad, la lluvia repicando contra las ventanas, ánforas y jarros fenicios desperdigados por todas partes... y en algún sitio, a lo lejos, el ruido de unos cristales rotos. El enemigo seguía llevándole varias salas de ventaja. Bien. El minotauro pasó por el boquete con valentía.
    Durante los siguientes minutos tuvo lugar un juego más bien lento del gato y el ratón, cuyo esquema se repitió varias veces. Siguiente sala: nada; ruido más adelante. El maleante persistía alegremente en su camino de destrucción mientras yo le pisaba los talones con paso vacilante, menos entusiasta de lo que estrictamente tendría que haberme mostrado para darle alcance. Admito que ése no era talante decidido de Bartimeo al que os tengo acostumbrados. Llamadme tiquismiquis, pero todavía tenía demasiado presente el fin de Zenón y trataba de pensar en un plan infalible para evitar que me mataran.
    El grado de destrucción que encontraba a mi paso me inducía a pensar que no estaba tratando con un agente humano, pero, entonces, ¿con qué? ¿Con un efrit? Podría ser, pero no era su estilo. De un efrit cabría esperar que utilizara descargas mágicas a mansalva ­detonaciones y avernos de categoría, por ejemplo­, y las únicas señales que había allí eran de fuerza bruta. ¿Un marid? Más de lo mismo, y estaba seguro de que habría percibido su presencia mágica mucho antes
    [Los marids desprenden tanto poder que es posible rastrear sus últimos movimientos siguiendo una estela mágica residual que dejan suspendida en el aire, como la baba de un caracol. Evidentemente, no es aconsejable utilizar esta analogía delante de un marid]. Sin embargo, no captaba nada que me resultara familiar. El silencio reinaba en todas las salas y hacía frío. Todo coincidía con lo que me había dicho el chico sobre los ataques previos: no parecía que hubiera espíritus involucrados.
    Para acabar de asegurarme, envié una avanzadilla, un pequeño pulso mágico flotante, que atravesó el siguiente boquete de contorno asimétrico a través del cual llegaban unos sonidos estridentes. Esperé a que regresara el pulso, o bien más débil (si no había magia allí delante)
    o bien más fuerte (si se trataba de algo poderoso). Para mi consternación, no regresó. El minotauro se rascó el morro en actitud pensativa. Raro y
    vagamente familiar. Estaba seguro de que ya lo había visto antes en alguna otra parte.
    Agucé el oído junto al boquete y, una vez más, lo único que capté fueron ruidos distantes. El minotauro se coló a hurtadillas... y entró en una galena imponente, cuya altura duplicaba la de las demás salas. La lluvia se estrellaba contra los altos ventanales rectangulares que había a ambos lados de la estancia. De algún lugar perdido en la noche, tal vez de una torre lejana, una luz débil y blanquecina se proyectaba sobre los objetos expuestos en la sala. La estancia estaba llena de estatuas antiguas de tamaño colosal sumidas en penumbras: dos genios guardianes asirios (unos leones alados con cabeza de hombre que antaño se alzaban ante las puertas de Nimrod)[No eran más que meras representaciones en piedra. En los tiempos gloriosos de Asiría, los genios eran reales y, de un modo similar a la Esfinge, planteaban acertijos a los extranjeros, a quienes devoraban si erraban la respuesta, si su construcción gramatical era incorrecta o si, sencillamente, la pronunciaban con acento pueblerino. Eran unas bestias muy puntillosas]; un conjunto variopinto de dioses y espíritus egipcios esculpidos en distintos tipos de piedras coloreadas y con cabeza de cocodrilo, gato, ibis y chacal [Este último, el viejo Anubis, me pone nervioso con sólo verlo por el rabillo del ojo; aunque, poco a poco, estoy aprendiendo a relajarme. Hace mucho que Jabor no está entre nosotros]; enormes esculturas del escarabajo sagrado; sarcófagos de sacerdotes largo tiempo olvidados y, sobre todo, fragmentos de las estatuas monolíticas de los grandes faraones: caras, brazos, torsos, manos y pies hechos añicos, que fueron desenterrados y transportados en barcos de vela y vapor hasta las tierras grises del norte.
    En otra situación podría haber hecho un recorrido nostálgico en busca de imágenes de amigos y amos lejanos, pero no era el momento. Alguien había abierto un claro pasillo en medio de la sala. Varios faraones de menor tamaño habían sido arrojados a un lado y descansaban en los márgenes apiñados en pilas nada decorosas, como si fueran bolos, mientras que un par de dioses habían acabado más cerca el uno del otro de lo que les hubiera gustado en vida. No obstante, aunque éstos hubieran dado pocos problemas, algunas estatuas de mayor tamaño parecían estar oponiendo mayor resistencia. En el centro de la sala, justo en medio de la trayectoria que seguía el enemigo, se alzaba la gigantesca figura sedente de Ramsés el Grande, de más de nueve metros de altura y esculpida en bloque de granito. La punta de su tocado se estremecía ligeramente y unos débiles zarpazos que procedían de la base envuelta en sombras sugerían que algo estaba tratando de apartar a Ramsés de su camino. [Ramsés no se habría sorprendido de que su estatua resultara tan problemática. El tipo tenía más ego que cualquier otro humano al que haya tenido la desgracia de servir. Eso a pesar de ser bajito, patizambo y tener la cara más picada que el trasero de un rinoceronte. Sin embargo, sus hechiceros eran poderosos e inflexibles; durante cuarenta años trabajé incansablemente en grandiosos proyectos arquitectónicos para el faraón, junto con un millar de otros espíritus ignorantes]
    Incluso un utukku habría concluido al cabo de unos minutos que era mejor rodear algo tan grande y continuar adelante. Sin embargo, mi enemigo seguía dale que te pego a la estatua, como un perrito tratando de levantar el colmillo de un elefante entre los dientes. Así que, tal vez (había que ser positivo), mi adversario era muy cortito. O quizá (ya menos positivo), simplemente era ambicioso y estaba decidido a causar el mayor daño posible.
    Daba igual, por el momento estaba felizmente atareado y eso me ofrecía la oportunidad de echar un vistazo más de cerca a lo que me enfrentaba. Sin hacer ruido, el minotauro avanzó de puntillas por la sala sumida en la oscuridad hasta un sarcófago enorme que permanecía intacto hasta el momento. Asomó la cabeza por el otro lado para escudriñar la base de la estatua de Ramsés y frunció el ceño, perplejo.
    La mayoría de los genios poseen una visión nocturna envidiable, y ésta es una de las innumerables razones por las que somos superiores a los humanos. La oscuridad no nos supone ningún problema, ni siquiera en el primer plano, en ese en que vosotros también veis. Sin embargo, aunque repasé los demás planos rápidamente, descubrí que no podía atravesar el denso manto de oscuridad que envolvía la base de la estatua. Se hinchaba y se encogía, pero era igual de impenetrable en el séptimo plano que en el primero. Fuera lo que fuese lo que producía el tambaleo de Ramsés se encontraba sumido en la oscuridad, pero yo no podía verlo.
    Sin embargo, sí que podía calcular más o menos su ubicación y, dado que se estaba portando lo bastante bien como para no moverse del sitio, consideré que había llegado el momento de un ataque sorpresa. Busqué a mi alrededor el proyectil adecuado. En una urna de cristal cercana había una extraña piedra negra de contorno irregular lo bastante ligera para alzarla, pero lo bastante grande para romperle la crisma a un efrit. Tenía un montón de garabatos en la parte plana que no tuve tiempo de leer. Seguramente se trataba de una lista de normas para los visitantes del museo, pues parecía estar escrita en dos o tres idiomas. A lo que iba, era justo lo que me hacía falta.
    El minotauro levantó la urna de cristal con cuidado y sigilo, la elevó por encima de la piedra, la volvió a dejar en el suelo sin hacer ruido y miró a su alrededor. La oscuridad no dejaba de arremolinarse contra la base de la estatua, pero Ramsés seguía en pie. Bien.
    El minotauro se agachó y levantó la piedra en sus brazos morenos, luego retrocedió por la galería en busca de una posición estratégica adecuada. Un faraón algo paticorto me devolvió la mirada. No lo reconocí, no debió de ser uno de los más memorables; incluso su estatua tenía una ligera expresión de disculpa. No obstante, estaba sentado muy rígido en un trono esculpido sobre una tarima, y su regazo parecía lo bastante grande como para que pudiera subirse un minotauro.
    Primero me encaramé a la tarima de un brinco, luego al trono y a continuación al regazo del faraón, sin soltar el pedrusco. Miré atrás. Perfecto, estaba a tiro de piedra de la oscuridad palpitante, a suficiente altura para trazar la trayectoria correcta. Tensé los músculos de las patas de macho cabrío, calenté los bíceps, solté un resoplido para darme suerte y arrojé la piedra por encima del hombro, muy alto, como si hubiera sido lanzada por una catapulta.
    Durante un segundo, tal vez dos, la superficie pétrea grabada emitió un destello bajo la luz que se colaba por las ventanas, cayó en picado delante de la cara de Ramsés y se precipitó directamente al centro de la bruma impenetrable.
    ¡Tocado! Un impacto de piedra contra piedra, roca contra roca. Pequeñas esquirlas salieron disparadas de la neblina en todas direcciones, se estrellaron contra las paredes y resquebrajaron los cristales.
    Bueno, le había dado a algo, y era duro.
    La nube negra borbotó como si se hinchara rabiosa y se retiró unos segundos, suficientes para atisbar algo muy grande y macizo en el mismo centro, que agitaba un brazo gigantesco cegado por la ira. A continuación, la nube volvió a cerrarse en sí y, al expandirse, fue palpando las estatuas más cercanas, como si buscara a tientas al culpable de aquella acción.
    Sin embargo, el heroico minotauro se había esfumado. Estaba acuclillado todo lo que podía en el regazo del faraón y espiaba a través de una grieta del mármol. Incluso había bajado un poco los cuernos para que no quedaran expuestos. La oscuridad empezó a moverse cuando lo que llevaba en su interior comenzó la búsqueda. Se alejó de los pies de Ramsés e iba hinchándose y deshinchándose contra las estatuas cercanas. Oí unos golpes contundentes: el sonido de las pisadas invisibles.
    Aunque podría afirmarse que no había abrigado grandes esperanzas sobre el resultado de mi primer ataque, dado que el adversario era capaz de abrirse paso a manotazos a través de la roca maciza, me sentí algo decepcionado al comprobar que la piedra apenas había hecho mella en él. Sin embargo, había conseguido vislumbrar fugazmente a la criatura del interior y, como uno de mis cometidos era obtener información sobre el malhechor si no podía destruirlo, valía la pena seguir. Una piedrecita había abierto una pequeña brecha en la oscuridad... ¿Qué haría entonces una roca gigantesca?
    El tifón nebuloso se alejaba para examinar un grupo sospechoso de estatuas al otro lado de la sala. Con un sigilo nunca visto, el minotauro descendió del regazo del faraón y avanzó por la galería, escondiéndose aquí y allá con movimientos furtivos, hasta llegar al enorme torso de arenisca de un faraón que estaba apoyado contra una pared. [La cartela sobre el pecho proclamaba que se trataba de Amosis, rey de la decimoctava dinastía, «el que se une en la gloria». Dado que en aquel momento carecía de cabeza, piernas y brazos, aquello sonaba un poco a fanfarronada]
    El torso era imponente, de unos cuatro metros de alto. Me deslicé hacia las sombras a su espalda, no sin antes sustraer un pequeño vaso canope de un expositor cercano. Una vez que estuve bien escondido, asomé un brazo peludo y arrojé el vaso a unos tres metros de mí. El recipiente se estrelló contra el suelo con un nítido y satisfactorio estallido.
    Al instante, como si hubiera estado esperando un sonido así, la nube impenetrable dio media vuelta y se deslizó veloz hacia el lugar de donde procedía el ruido. Se oyeron unos pasos impacientes y unos tentáculos negros salieron disparados buscando a su alrededor, fustigando las estatuas que encontraban a su paso. El torbellino oscuro se acercó al vaso hecho añicos y se detuvo delante de él, arremolinándose indeciso.
    Estaba a tiro. El minotauro había trepado hasta la mitad del torso de arenisca, había apuntalado la espalda contra la pared de detrás y estaba empujando la estatua con toda la fuerza de sus pezuñas. El torso empezó a moverse y a balancearse adelante y atrás, produciendo al mismo tiempo un suave chirrido [Mi adversario debería haber tenido en cuenta el principio de la palanca cuando trató de mover a Ramsés. Tal como le dije a Arquímedes en una ocasión: «Dame un punto de apoyo y moveré el mundo». En este caso, lo del mundo era un poco ambicioso, pero un torso decapitado de seis toneladas también me servía]. Las tinieblas captaron el ruido y se lanzaron en mi dirección.
    Aunque no lo bastante rápido. Con un último empujón, el torso acabó perdiendo el equilibrio y cayó a plomo sobre la nube, cortando el aire con un silbido.
    La violencia del impacto despedazó la nube en miles de jirones que salieron disparados en todas direcciones.
    Me aparté de un salto, aterricé ágilmente a un lado y me volví ilusionado para contemplar la escena. El torso no tocaba el suelo. Se había resquebrajado por la mitad y una de las dos partes flotaba a un metro de altura, como si descansara sobre algo enorme.
    Me acerqué con cautela. Desde donde estaba no alcanzaba a ver qué yacía debajo en estado comatoso. De todos modos, parecía que había salido bien. En cuestión de segundos me largaría de allí, avisaría al chico y me prepararía para recibir la orden de partida.
    Me acerqué un poco más y me agaché para echar un vistazo debajo de la estatua.
    Una mano gigantesca salió disparada como un rayo y atrapó mi pata peluda. Era de un color gris azulado, tenía tres dedos y un pulgar pétreos y estaba fría como un témpano. Las venas que la recorrían parecían vetas marmóreas, pero latían con vida propia. La presión de los dedos me estranguló la esencia como si se tratara de un torniquete. El minotauro lanzó un alarido de dolor. Tenía que transformarme, tenía que liberar mi esencia del puño, pero la cabeza me daba vueltas y no conseguía concentrarme lo suficiente para llevar a cabo el cambio. Un frío glacial comenzó a envolverme como si se tratara de una manta. Sentí que me iba apagando, que la energía me abandonaba como la sangre manando de una herida. El minotauro se bamboleó desmadejado como una marioneta a la que le hubieran cortado los hilos y me vi envuelto en la gélida soledad de la muerte.
    Inesperadamente, la muñeca pétrea relajó los músculos, aflojó la presión y lanzó el cuerpo del minotauro por los aires, donde dibujó una especie de parábola hasta estrellarse contra una pared cercana. Estuve a punto de perder la conciencia. Resbalé por la pared y me estampé de cuernos contra el suelo, donde me quedé tumbado unos instantes, aturdido y desorientado. Oí una especie de chirrido, como si estuvieran moviendo un torso de arenisca, y no hice nada. Sentí que el suelo se estremecía, como si apartaran ese torso a un lado sin mayor miramiento, y no hice nada. Percibí una primera y firme sacudida y, a continuación, una segunda, como si se plantaran dos enormes pies de piedra en el suelo, y seguí sin hacer nada. No obstante, el frío punzante que había sentido al entrar en contacto con la mano gigantesca estaba remitiendo y ya comenzaba a recuperar mi energía. Cuando los enormes pies de piedra se dirigieron hacia mí con paso firme y sentí que algo me clavaba su mirada con fría determinación, recuperé suficiente energía para ponerme en marcha.
    Abrí los ojos y vi que una sombra se cernía sobre mí.
    El minotauro volvió a convertirse en gato, haciendo un esfuerzo sobrehumano. El felino dio un salto en el aire para apartarse del camino del pie que descendía y que se hundió profundamente en el suelo. El gato aterrizó a escasa distancia, con el pelo del lomo erizado y la cola encrespada como una escobilla de váter. Lanzó un maullido al tiempo que daba otro brinco y volvía la cabeza para, en pleno salto, poder observar a su adversario.
    Las volutas negras volvían a reagruparse a su alrededor y se incorporaban como gotas de mercurio al manto que servía a la criatura de escondite permanente. Sin embargo, aún quedaba suficiente al descubierto y, al volver bruscamente la cabeza en pleno salto, pude ver su perfil expuesto a la luz de la luna.
    A primera vista, tuve la impresión de que una de las estatuas de la sala había cobrado vida. Se trataba de una figura colosal que recordaba vagamente a la de un humano, medía unos tres metros de altura, tenía dos brazos y dos piernas, un torso descomunal y estaba coronada por una cabeza relativamente pequeña y lisa. Sólo aparecía en el primer plano; en los demás, la oscuridad era total.
    El gato aterrizó en la cabeza escamosa de Sobek, el rey cocodrilo, desde donde emitió un siseo desafiante. Todo lo que envolvía a la criatura emanaba una otredad extraña que me absorbía la energía con sólo mirarla.
    Se dirigió hacia mí a una velocidad sorprendente. Su rostro, si se lo podía llamar así, quedó fugazmente iluminado por el resplandor que se filtraba por la ventana, momento en que acabaron las comparaciones con las estatuas antiguas, pues todas sin excepción estaban esculpidas con un gusto exquisito (en esto sí que eran buenos los egipcios, en esto y en la organización de la religión y la ingeniería civil) y, aparte del tamaño, lo más destacable de la criatura era la tosquedad y la artificiosidad. La superficie estaba cubierta de irregularidades ­bultos, grietas y zonas aplastadas­; parecía que le hubieran dado forma a base de golpes. No tenía ni orejas ni pelo, y donde cabría esperar los ojos sólo había dos orificios, como si se hubieran limitado a pinchar la superficie con el extremo romo de un pincel gigantesco. Tampoco tenía nariz. La boca era un desgarrón y la mandíbula le colgaba ligera y estúpidamente abierta, como la de un tiburón hambriento. En medio de la frente vi algo de forma ovalada que ya había visto antes, y no hacía mucho.
    Aquel diminuto óvalo estaba hecho del mismo material gris azulado y oscuro que el resto de la figura, pero tenía dibujos tan intrincados como burdos eran la cara y el cuerpo. Se trataba de un ojo abierto, sin párpados ni pestañas, pero con el iris estriado y la pupila redonda bien definidos. En el centro de esta última, justo antes de que el manto de oscuridad lo envolviera en tinieblas, atisbé una chispa de misteriosa inteligencia, observándome.
    La negrura embistió y el gato dio un bote. Oí cómo Sobek se hacía añicos detrás de mí. Aterricé en el suelo y salí disparado hacia la puerta más cercana. Había llegado el momento de poner patas en polvorosa. Había averiguado lo que quería y consideré que ya no tenía nada más que hacer allí.
    Una especie de proyectil pasó por encima de mi cabeza como una bala, se estrelló contra la puerta y la echó abajo. El gato la salvó de un bote. Unos pasos discordantes le pisaban las pezuñas.
    La puerta daba a una sala oscura y diminuta, cuyas paredes estaban adornadas con telas étnicas y tapices. Al fondo, un ventanal me ofrecía una escapatoria. El gato corrió hacia él con los bigotes echados hacia atrás, las orejas pegadas a la cabeza y las garras repicando contra el suelo. Dio un salto y, en el último segundo, hizo una cabriola en el aire y lanzó una maldición poco propia de un felino, pues había visto los relucientes filamentos blancos de una red de gran potencia al otro lado de la ventana. Los hechiceros ya estaban allí y habían sellado las salidas.
    El gato dio media vuelta en busca de otro lugar por donde huir, pero no encontró ninguno.
    Malditos hechiceros...
    La nube que regurgitaba oscuridad bloqueó la entrada. El gato se agachó a la defensiva. A sus espaldas, la lluvia tamborileaba contra los cristales de las ventanas.
    El gato y la oscuridad se quedaron inmóviles unos instantes. De repente, algo diminuto y blanco salió disparado de la nube y cruzó la habitación a toda velocidad: la cabeza de cocodrilo de Sobek, que la criatura le había arrancado de los hombros. El gato se apartó de un brinco, y la cabeza de cocodrilo se estrelló contra la ventana y produjo un ruido sibilante al encontrarse con la red. Una lluvia cálida, que se vaporizaba al entrar en contacto con la barrera, comenzó a colarse por el agujero, acompañada de una repentina ráfaga de viento que agitó los tapices y las telas de las paredes.
    Unos pasos. La oscuridad estaba cada vez más cerca y se hinchaba para inundar la habitación.
    El gato se escabulló y se refugió en una esquina, donde se encogió todo lo que pudo. Ese ojo iba a verme de un momento a otro...
    Una nueva ráfaga de lluvia sacudió el borde de los tapices y una idea tomó forma en mi cabeza. Las había mejores, pero, dadas las circunstancias, tampoco podía pedirse más.
    De un salto, el gato se colgó de la tela más cercana, una obra exquisita, posiblemente americana, que representaba con trazos esquemáticos a unos humanos en medio de un estilizado maizal. Trepó por la tela con la ayuda de sus zarpas hasta encaramarse a los cordones que mantenían cuidadosamente sujeto el tapiz a la pared. Un zarpazo cortó el aire y la tela se soltó. El viento la atrapó al instante y la arrastró hasta el centro de la habitación, donde se atascó en algo que había en medio de la nube negra.
    El gato saltó al siguiente tapiz, que también descolgó de un zarpazo. Y el siguiente. En un abrir y cerrar de ojos, media docena de tapices se habían visto arrastrados al centro de la habitación, donde danzaban como fantasmas en medio del azote del viento y la lluvia torrencial.
    En cuanto la criatura de la nube apartaba un tapiz de un manotazo, ya tenía uno nuevo encima. Las telas caían sobre la criatura desde todas partes y se arremolinaban a su alrededor, confundiéndola y entorpeciendo su visión. Sentí que agitaba los gigantescos brazos y que sus colosales piernas andaban dando tumbos de un lado a otro de la sala.
    Aprovechando que estaba tan entretenido, decidí escabullirme con sigilo. Aunque del dicho al hecho hay un gran trecho, porque en esos momentos era como si la nube negra inundara la habitación y no me apetecía toparme con la criatura mortífera de su interior. De modo que avancé con mucho cuidado, bien arrimadito a la pared.
    Había recorrido la mitad del camino hasta la puerta cuando la criatura, vencida por la frustración, perdió el sentido de la orientación. De repente, estampó los pies contra el suelo y la pared de la izquierda recibió un golpe tremendo. Cayó yeso del techo y una nube de polvo y escombros inundó la habitación para unirse al caos general producido por el viento, la lluvia y las telas antiguas.
    Al segundo trompazo, la pared se derrumbó y con ella todo el techo.
    Durante una milésima de segundo, el gato permaneció inmóvil y con los ojos abiertos como platos. Acto seguido, se hizo un ovillo para protegerse.
    Instantes después, toneladas de piedra, ladrillo, cemento, acero y mampostería se desplomaron directamente sobre mí y sepultaron la galería.


    _____ 17 _____
    NATHANIEL


    El hombrecillo esbozó una sonrisa de disculpa.

    ­­Hemos retirado casi todos los escombros, señora, y hasta el momento no hemos encontrado nada.
    La voz de Jessica Whitwell sonó fría y calmada.
    ­­¿Nada, Shubit? ¿Te das cuenta de que lo que me estás diciendo es imposible? Me parece que hay demasiados gandules por ahí.
    ­­En mi humilde opinión, señora, creo que eso no es así.
    En ese momento parecía la viva imagen de la humildad: piernas ligeramente arqueadas y flexionadas, cabeza gacha y gorra estrujada entre las manos. Tan sólo el hecho de que se encontrara en medio de una estrella de cinco puntas revelaba su naturaleza demoníaca. Eso y el pie izquierdo ­una peluda garra de oso que asomaba por el bajo del pantalón­, que, por descuido o por capricho, se había olvidado de transformar.
    Nathaniel miraba al genio con hostilidad y tamborileaba unos dedos contra otros en lo que esperaba que fuera una pose amenazadora y burlona. Estaba sentado en un sillón de respaldo alto de piel verde tachonada, uno de los muchos dispuestos alrededor de la estrella de cinco puntas formando un elegante círculo. Había adoptado la misma postura que la señorita Whitwell ­espalda recta, piernas cruzadas, codos apoyados en los brazos del sillón­, tratando de imitar su aire de firme resolución. Aun así, tenía la incómoda sensación de que no ocultaba su terror ni mucho menos. Intentó que su voz pareciera serena.
    ­­Debes examinar hasta el último resquicio ­le dijo­. Mi demonio tiene que estar ahí.
    El hombrecillo le dirigió una mirada con sus ojillos verdes, pero por lo demás lo ignoró.
    ­­Podría ser que hubieran destruido a tu demonio, John ­apuntó Jessica Whitwell.
    ­­Creo que lo habría percibido, señora ­contestó con educación.
    ­­O que hubiera roto sus cadenas. ­La estruendosa voz de Henry Duvall se alzó desde el sillón negro que había delante del de Nathaniel. El jefe de policía lo ocupaba por completo y no paraba de tamborilear los dedos sobre los brazos. Los ojos negros lanzaron un destello­. Se tiene noticia de que estas cosas ya han pasado antes con aprendices demasiado ambiciosos.
    Nathaniel sabía muy bien que no debía picar el anzuelo, así que guardó silencio.
    La señorita Whitwell se dirigió hacia su siervo una vez más.
    ­­Mi aprendiz tiene razón, Shubit ­dijo­. Tienes que volver a rastrear los escombros. Hazlo, y rapidito.
    ­­Así lo haré, señora.
    La saludó con una inclinación de cabeza y desapareció.
    La sala se sumió en un breve silencio. Nathaniel mantenía una expresión serena, pero su interior estaba azotado por un torbellino de emociones: su carrera, y tal vez su vida, estaban en la cuerda floja, y Bartimeo no aparecía por ningún lado. Había apostado todo a la baza de su siervo y, a juzgar por los semblantes de los allí reunidos, estaba claro que pensaban que iba a perder. Miró a su alrededor y se percató de la ávida satisfacción que desprendía la mirada de Duvall, de la dura decepción que transmitía la de su maestra y, procedente de las profundidades de un sillón de piel, de la esperanza furtiva que relucía en la del señor Tallow. El jefe de Asuntos Internos se había pasado casi toda la noche desentendiéndose de la vigilancia y dejando que todas las críticas recayeran sobre Nathaniel. A decir verdad, el chico lo comprendía. Primero lo de Pinn, luego la National Gallery y ahora (para colmo de males) el Museo Británico. Asuntos Internos se encontraba en grandes apuros y el ambicioso jefe de policía se estaba preparando para efectuar su próximo movimiento. Apenas se había acabado de informar del alcance de los daños sufridos en el museo, cuando el señor Duvall insistió en estar presente durante la operación de desescombro. Lo había supervisado todo con una satisfacción mal disimulada.
    ­­Bien... ­El señor Duvall se dio una palmadita en las rodillas y se dispuso a ponerse en pie­. Creo que ya hemos perdido mucho tiempo, Jessica. Resumiendo, gracias a las medidas adoptadas por Asuntos Internos, tenemos: un ala del Museo Británico en ruinas y cientos de objetos destruidos bajo los escombros. Han dejado un rastro de destrucción en la planta baja, han destrozado varias estatuas de valor incalculable y la piedra de Rosetta está hecha añicos. No tenemos al autor del crimen ni esperanzas de encontrarlo. La Resistencia es libre como un pájaro y el señor Mandrake ha perdido a su demonio. El balance no es muy halagüeño que digamos, pero, sintiéndolo mucho, debo dar parte al primer ministro.
    ­­Henry, por favor, no te levantes. ­El tono de la señorita Whitwell estaba tan cargado de veneno que a Nathaniel se le pusieron los pelos de punta. Incluso dio la impresión de que el jefe de policía se quedaba paralizado. Tras unos instantes de vacilación, se relajó y volvió a tomar asiento­. El rastreo todavía no ha terminado ­continuó ella­. Esperaremos unos minutos más.
    El señor Duvall chascó los dedos. Un sirviente humano salió de entre las sombras de la cámara con una bandeja de plata en la que llevaba vino. El señor Duvall cogió un vaso y se sirvió con aire distraído. Se hizo un largo silencio.
    ­­Qué lástima que mi demonio no se encontrara en la escena del crimen ­se aventuró a opinar Julius Tallow por debajo de su sombrero de ala ancha­. Nemaides es una criatura competente y se las habría arreglado para comunicarme lo que fuera antes de morir. Es evidente que ese Bartimeo era muchísimo más inepto.
    Nathaniel lo fulminó con la mirada, pero no dijo nada.
    ­­Ese demonio tuyo... ­dijo Duvall, volviendo repentinamente la vista hacia Nathaniel­. ¿De qué nivel es?
    ­­Un genio del cuarto nivel, señor.
    ­­De los escurridizos. ­Dio un trago. El vino danzó bajo la luz de neón del techo­. Astutos y difíciles de controlar. Pocos de tu edad saben manejarlos.
    La insinuación estaba clara, pero Nathaniel hizo caso omiso.
    ­­Hago lo que puedo, señor.
    ­­Se debe llevar a cabo una invocación compleja. Además, una mala pronunciación conlleva la muerte del hechicero o da rienda suelta a los desmanes del demonio. Puede tener efectos devastadores... Incluso pueden verse afectados edificios enteros...
    Le brillaban los ojillos negros.
    ­­No es mi caso ­contestó Nathaniel sin alterarse. Se cogió una mano con la otra para detener el temblor.
    ­­Está claro que el cargo que desempeña este joven sobrepasa sus capacidades reales ­comentó el señor Tallow con desdén.
    ­­Ya lo creo ­convino Duvall­. La primera cosa sensata que ha dicho, Tallow. Tal vez la señorita Whitwell, que fue quien lo puso en ese puesto, tenga algo que decir al respecto. ­Sonrió de oreja a oreja.
    Jessica Whitwell premió a Tallow con una mirada cargada de crueldad.
    ­­Tengo entendido que eres todo un experto en invocaciones mal pronunciadas, Julius ­replicó­. ¿No ése el motivo de que tu piel adquiriera ese color tan encantador?
    El señor Tallow inclinó un poco más el ala del sombrero sobre su rostro amarillento.
    ­­No fue culpa mía ­contestó con resentimiento­. Mi libro tenía una errata.
    Duvall sonrió y se llevó el vaso a los labios.
    ­­Director de Asuntos Internos y no entiende ni su propio libro... Lo que hay que oír. ¿Así qué se puede esperar? Bueno, ya veremos si mi departamento puede arrojar alguna luz sobre la Resistencia cuando nos concedan más competencias. ­Apuró el vaso de vino de un solo trago­. Lo primero que haré será sugerir...
    Sin ruidos, olores ni ningún otro tipo de recurso teatral, el pentáculo volvía a estar ocupado. El hombrecillo contrito había regresado, esta vez con dos garras de oso en vez de pies y con algo que sujetaba entre las manos con delicadeza: un gato casi exangüe, comatoso y con el pelo enmarañado.
    El hombrecillo abrió la boca para decir algo, pero entonces, al recordar su pose de humildad, dejó caer el gato, que quedó colgando de su mano por la cola. Utilizó la otra para sacarse la gorra y adoptó la actitud servil debida.
    ­­Señora, hemos encontrado este espécimen entre dos vigas rotas ­informó­. Estaba en un pequeño hueco, señora, arrebujado en su interior. La primera vez se nos pasó por alto.
    La señorita Whitwell frunció el ceño en señal de desaprobación.
    ­­Esa cosa... ¿merece nuestra atención?
    Las lentillas de Nathaniel, como las de su maestra, no arrojaban más luz. Para él, se trataba de un gato en los tres planos; sin embargo, creyó adivinar qué tenía delante, y parecía muerto. Se mordió el labio.
    El hombrecillo hizo una mueca y balanceó el gato de un lado a otro sin soltarlo de la cola.
    ­­Depende de qué crea que merece atención, señora. Es un genio de dudosa reputación, de eso no cabe duda. Feo, desaliñado, y desprende un tufo muy desagradable en el sexto plano. Además...
    ­­Supongo ­lo interrumpió la señorita Whitwell­que sigue vivo.
    ­­Sí, señora. Sólo necesita el estímulo necesario para despertar.
    ­­Adelante. Luego, puedes retirarte.
    ­­Con mucho gusto.
    El hombrecillo le dio la vuelta al gato sin mayor ceremonia, lo señaló con un dedo y pronunció una palabra. Un arco voltaico y chisporroteante de luz verde salió disparado del dedo, alcanzó al gato en plena cara y lo elevó en el aire, donde el felino se sacudió y zarandeó con el pelo erizado. El hombrecillo dio una palmada y desapareció hundiéndose en el suelo. Transcurrieron varios segundos hasta que la descarga verdosa se disipó. El gato se desplomó en el centro de la estrella de cinco puntas en la que, desafiando todas las leyes, aterrizó de espaldas y permaneció tumbado unos instantes. Las cuatro patas que asomaban de aquella bola de pelo cargada de electricidad estática apuntaban en direcciones distintas.
    Nathaniel se puso en pie.
    ­­¡Bartimeo!
    El gato abrió los ojos y le devolvió una mirada cargada de indignación.
    ­­No hace falta que grites. ­Se quedó mudo unos instantes y parpadeó­. ¿Qué te pasa?
    ­­Nada. Estás boca arriba.
    ­­Ah.
    Con un movimiento brusco, el gato se enderezó y, al echar un vistazo a su alrededor, se percató de la presencia de Duvall, Whitwell y Tallow sentados impasibles en sus sillones. Se rascó despreocupadamente con una pata trasera.
    ­­Veo que tienes compañía.
    Nathaniel asintió con un cabeceo. Tenía los dedos cruzados debajo del abrigo negro y rezaba para que a Bartimeo no le diera por decir nada inapropiado, como su nombre.
    ­­Cuidado con lo que dices ­le advirtió­. Nos encontramos ante los grandes ­añadió, tratando de que el aviso sonara lo más pomposo posible ante sus superiores.
    En silencio, el gato miró un momento a los hechiceros. Alzó una pata y se inclinó hacia delante con aire de complicidad.
    ­­Que quede entre tú y yo: los he visto más grandes.
    ­­Supongo que ellos también. Pareces un pompón con patas.
    El gato no se había dado cuenta hasta ese momento de su aspecto afelpado. Soltó un bufido irritado y se transformó de inmediato. Una pantera negra de pelo suave y brillante apareció en el pentáculo. El felino enroscó la cola alrededor de las patas.
    ­­Bueno, entonces, ¿te gustaría escuchar el informe?
    Nathaniel alzó una mano. Todo dependía de lo que el genio dijera, de modo que si no disponía de información relevante sobre la identidad de su adversario se encontraría en una situación muy delicada. El grado de destrucción en el Museo Británico era comparable al de Piccadilly de la semana anterior, y sabía que un diablillo mensajero había visitado a la señorita Whitwell para transmitirle el enojo del primer ministro. Aquello pintaba mal para Nathaniel.
    ­­Bartimeo ­dijo­, esto es lo que sabemos: anoche fue vista la señal de tu bengala en el exterior del museo. Yo llegué poco después, junto con otros colegas de mi departamento. Oímos un gran estruendo y acordonamos el museo.
    La pantera sacó las uñas y las tamborileó sobre el suelo de manera significativa.
    ­­Sí, ya me di cuenta.
    ­­Sobre la una cuarenta y cuatro de la madrugada se desmoronó una de las paredes del interior del ala este. Poco después, algo desconocido se abrió paso a través del cordón de seguridad y aniquiló a varios diablillos de las inmediaciones. Hemos estado inspeccionando la zona desde entonces, pero no hemos encontrado nada salvo a ti... inconsciente.
    La pantera se encogió de hombros.
    ­­Bueno, ¿qué esperas que haga cuando se me cae un edificio encima? ¿Que me ponga a bailar una mazurca entre las ruinas?
    Nathaniel carraspeó ostentosamente y se enderezó.
    ­­Sea como sea ­continuó el chico con seriedad­, en ausencia de otras pruebas, la culpa recaerá sobre ti. Se te acusará de ser el causante de todos los destrozos, a menos que puedas ofrecernos información que apunte en otra dirección.
    ­­¡¿Qué?! ­La pantera abrió los ojos como platos­. ¿Me estás echando la culpa a mí? ¿Después de lo que he tenido que aguantar? ¡Que sepas que mi esencia está hecha un cardenal! ¡Tengo moretones donde no debería haberlos!
    ­­Pues entonces ­repuso Nathaniel­, ¿quién lo hizo?
    ­­¿Quién hizo que el edificio se derrumbara?
    ­­Sí.
    ­­¿Quieres saber quién es el responsable del siniestro de anoche y el que aun así desapareció delante de vuestras narices?
    ­­Exacto.
    ­­¿De modo que me estás preguntando la identidad de la criatura que aparece como de la nada, se marcha sin que nadie la vea y que mientras hace y deshace se envuelve en un manto de oscuridad para protegerse de las miradas de espíritus, humanos o animales en este o en cualquier plano? ¿En serio es eso lo que me estás preguntando?
    A Nathaniel se le había caído el alma a los pies.
    ­­...Sí.
    ­­Muy fácil: un golem.
    La señorita Whitwell dejó escapar un grito ahogado y Tallow y Duvall soltaron un resoplido. Nathaniel tomó asiento en estado de shock.
    ­­¿Un... golem?
    La pantera se lamió una pata y echó hacia atrás el pelo que le caía sobre un ojo.
    ­­Lo que yo te diga, tío.
    ­­¿Estás seguro?
    ­­¿Un tipo gigante de arcilla animada, dura como el granito, invulnerable a los ataques, con fuerza suficiente para arrancar paredes, que se envuelve en un manto de oscuridad, que deja un rastro de olor a tierra tras de sí, que con sólo tocar a seres de aire y fuego como yo los fulmina y que en cuestión de segundos te reduce la esencia a cenizas churruscadas...? Sí, diría que estoy bastante seguro.
    La señorita Whitwell hizo un gesto desdeñoso.
    ­­Puede que estés equivocado, demonio.
    La pantera volvió sus ojos amarillentos hacia ella. Por un angustioso momento, Nathaniel creyó que el felino iba a soltarle una fresca; sin embargo, si ésa había sido su intención, pareció recapacitar y se limitó a hacer una inclinación con la cabeza.
    ­­Puede que sí, señora, pero ya he visto golems en otras ocasiones. Cuando estuve en Praga.
    ­­¡Exacto, en Praga! Hace siglos ­intervino el señor Duvall. Parecía irritado por el inesperado giro de los acontecimientos­. Desaparecieron con el Sacro Imperio Romano Germánico, y la última vez de la que se tiene constancia que se utilizaron contra nuestras fuerzas fue en los tiempos de Gladstone. Arrastraron a uno de nuestros batallones hasta el Moldava, bajo las murallas del castillo, pero los hechiceros que los controlaban fueron localizados y aniquilados, y los golems se desintegraron en el Puente de Piedra. Está todo en los anales del día.
    La pantera volvió a inclinar la cabeza.
    ­­Tal vez sea cierto, señor.
    El señor Duvall golpeó el brazo de su silla con el puño.
    ­­¡Es cierto! No se tiene constancia de ningún golem desde el desmoronamiento del imperio checo. Los hechiceros desertores no revelaron el secreto de su creación y los que se quedaron en Praga no eran más que sombras de sus predecesores, meros aficionados a la magia, de ahí que todos esos conocimientos se hayan perdido.
    ­­Pues parece que alguien los ha encontrado. ­El genio meneó la cola adelante y atrás­. Alguien controlaba los movimientos del golem. Él
    o ella veía a través de un ojo espía que el golem llevaba en la frente, porque vi un atisbo de inteligencia cuando se retiraron las nubes negras. ­­¡Bah! ­El señor Duvall seguía mostrándose escéptico­. ¡Cuánta
    imaginación! ¡El demonio miente!
    Nathaniel miró a su maestra, quien tenía el ceño fruncido.
    ­­Bartimeo ­dijo el chico­, te ordeno que digas la verdad. ¿Puede haber alguna duda sobre lo que viste?
    Los ojos amarillos parpadearon lentamente.
    ­­Ninguna. Hace cuatrocientos años fui testigo de las acciones del primer golem, que creó el gran hechicero Loew en lo más profundo del gueto de Praga. Lo hizo salir de su desván secreto y lleno de telarañas para infundir terror a los enemigos de su pueblo. Aun siendo una criatura mágica, actúa en contra de la magia de los genios. Blande con gran fuerza la esencia de la tierra, por lo que nuestros conjuros no funcionan en su presencia, nos ciega y nos debilita. Nos fulmina. La criatura contra la que luché anoche era del mismo tipo y mató a una de mis colegas. No miento.
    Duvall resopló.
    ­­Si he vivido tanto tiempo como lo he hecho no ha sido porque acostumbre a tragarme los cuentos de los demonios. Es una invención descarada para proteger a su amo. ­Arrojó el vaso a un lado y, levantándose, miró a su alrededor­. Con o sin golem, eso no cambia mucho las cosas. Está claro que a Asuntos Internos se le ha escapado la situación de las manos. Ya veremos si mi departamento puede hacerlo mejor. Voy a solicitar una entrevista con el primer ministro de inmediato. Que tengan un buen día.
    Muy erguido, se dirigió hacia la puerta a grandes zancadas. Sus botas altas de piel crujían. Nadie dijo una palabra.
    La puerta se cerró. La señorita Whitwell no se movió. Los fluorescentes del techo arrojaban sobre ella una luz dura que daba a su rostro un aspecto más cadavérico que de costumbre. Al acariciarse la barbilla puntiaguda en actitud pensativa, las largas uñas arañaron la piel ligeramente.
    ­­Tenemos que evaluar la situación con sumo cuidado ­dijo al fin­.

    Si el demonio dice la verdad, ésta nos ayudará a comprender mejor este asunto. Sin embargo, Duvall hace bien en mostrarse escéptico, a pesar de que es el deseo de quitar importancia a nuestros avances el que habla por él. Crear un golem no es tarea fácil; de hecho, se considera algo casi imposible. ¿Qué sabe sobre el tema, Tallow?
    El ministro hizo una mueca de desagrado.
    ­­Afortunadamente, muy poco, señora. Se trata de un tipo de magia muy primitiva que no se ha practicado nunca en nuestra sociedad de progreso. Nunca me he molestado en investigarlo.
    ­­¿Y tú, Mandrake?
    Nathaniel se aclaró la garganta: las preguntas de cultura general le entusiasmaban.
    ­­El hechicero en cuestión necesita dos artilugios poderosos, señora ­respondió alegremente­, y ambos cumplen una función diferente. Primero, él o ella precisa de un pergamino donde esté inscrito el conjuro para crear al golem. Una vez se ha dado forma al cuerpo con arcilla del río, el pergamino se introduce en la boca del golem para darle vida.
    Su maestra asintió con la cabeza.
    ­­Exacto, el conjuro que nadie conoce. Los maestros checos jamás dejaron constancia escrita del secreto.
    ­­El segundo artilugio ­continuó Nathaniel­es un trozo especial de arcilla creado por separado mediante conjuros. Se coloca en la frente del monstruo y ayuda a dirigir sus acciones. Como ha dicho Bartimeo, actúa como una especie de ojo espía para el hechicero. A partir de entonces, él o ella puede controlar a la criatura a través de una bola de cristal corriente.
    ­­Correcto. Así que, si tu demonio dice la verdad, buscamos a alguien que no sólo ha conseguido crear un golem, sino que también se ha hecho con el pergamino reanimador. ¿Quién podría ser?
    ­­Nadie. ­Tallow entrelazó los dedos y, flexionándolos, hizo crujir los huesos como si fuera una ráfaga de disparos­. Es absurdo, esas cosas ya no existen. Deberíamos arrojar a la criatura de Mandrake al fuego abrasador. En cuanto a Mandrake, señora, él es el único responsable de todo este desastre.
    ­­Parece muy seguro de lo que dice ­apuntó la pantera, bostezando sonoramente y dejando a la vista una dentadura impresionante­. Es cierto que los pergaminos se desintegran cuando se extraen de la boca del golem y que, según los términos del conjuro, el monstruo tiene que regresar junto a su amo y hundirse en el fango, de modo que el cuerpo tampoco sobrevive. Sin embargo, el ojo del golem no se destruye, y puede utilizarse en varias ocasiones; así que podría haber uno por aquí, en el Londres actual. ¿Por qué está usted tan amarillo?
    Tallow abrió la boca indignado.
    ­­Mandrake, mantén a esa cosa bajo control o sufrirás las consecuencias.
    Nathaniel hizo desaparecer su sonrisita de inmediato.
    ­­Sí, señor Tallow. ¡Silencio, esclavo!
    ­­Oooh, perdóneme, sí, estoy seguro.
    Jessica Whitwell levantó una mano.
    ­­A pesar de su insolencia, el demonio tiene razón en una de las cuestiones como mínimo: los ojos de golem existen. Yo misma vi uno hace dos años.
    Julius Tallow enarcó una ceja.
    ­­¿De veras, señora? ¿Dónde?
    ­­En la colección de alguien que todos recordamos por razones de sobra conocidas: Simón Lovelace.
    Nathaniel dio un respingo y un escalofrío le recorrió la espalda. El nombre seguía estremeciéndole. Tallow se encogió de hombros.
    ­­Hace tiempo que Lovelace está muerto.
    ­­Lo sé...
    La señorita Whitwell parecía preocupada. Se reclinó en el sillón y lo hizo girar hasta que quedó frente a otra estrella de cinco puntas, similar al dibujo sobre el que estaba tumbada la pantera. Había muchos otros pentáculos repartidos por toda la habitación, aunque guardaban sutiles diferencias entre sí. Chascó los dedos y apareció su genio, esta vez con el disfraz de oso al completo.
    ­­Shubit, haz una visita a las cámaras de los artilugios que hay en los sótanos de Seguridad ­le ordenó­. Localiza la colección de Lovelace y redacta una lista detallada. Entre los objetos encontrarás un ojo tallado en arcilla endurecida. Tráemelo, y rapidito.
    El oso flexionó las patas y desapareció de un salto.
    Julius Tallow dirigió una sonrisa afectada a Nathaniel.
    ­­Ése es el tipo de siervo que te vendría bien, Mandrake ­le sugirió­. Contenido, calladito, y que obedece sin rechistar. Yo en tu lugar me desharía de esa víbora lenguaraz.
    La pantera sacudió la cola.
    ­­Eh... Todos tenemos problemas, amigo. Unos somos demasiado parlanchines y otros parecen un campo de girasoles con traje.
    ­­El traidor de Lovelace poseía una colección interesante ­reflexionó la señorita Whitwell, haciendo caso omiso de los gritos enfurecidos de Tallow­. El ojo del golem era uno de los muchos objetos dignos de mención que confiscamos. Será interesante echarle un vistazo.
    Se oyó un chasquido de articulaciones peludas y el oso apareció de vuelta, esta vez aterrizando con suavidad en el centro de su círculo. No llevaba nada en las garras, sólo la gorra, que sujetaba en actitud totalmente humilde.
    ­­Sí, ése es el tipo de siervo que necesitas ­comentó la pantera­. Calladito, obediente... y totalmente inútil. Espera, seguro que se le ha olvidado la orden.
    La señorita Whitwell le hizo una señal con impaciencia.
    ­­Shubit, ¿has estado en la colección Lovelace?
    ­­Sí, señora.
    ­­¿Hay un ojo de arcilla entre los objetos?
    ­­No, señora, no lo hay.
    ­­¿Se encontraba entre los bienes catalogados en el inventario?
    ­­En efecto, el número treinta y cuatro, señora: «Ojo de arcilla de nueve centímetros de ancho, decorado con símbolos cabalísticos. Utilidad: ojo espía de golem. Procedencia: Praga».
    ­­Puedes retirarte. ­La señorita Whitwell hizo girar el butacón hacia los demás­. Bien, existir, existía, pero ha desaparecido ­comentó.
    Nathaniel se sonrojó por la excitación.
    ­­No puede tratarse de una coincidencia, señora. Alguien lo ha robado y lo está utilizando.
    ­­Vamos a ver, ¿en la colección de Lovelace había un pergamino reanimador? ­preguntó Tallow en tono irritado­. ¡Claro que no! Así que ¿de dónde habrá salido?
    ­­Eso es lo que tenemos que averiguar ­sentenció Jessica Whitwell. Se frotó las elegantes y blancas manos­. Caballeros, nos encontramos ante una nueva situación. Tras el desastre de esta noche, Duvall presionará al primer ministro para que le conceda más competencias a mi costa, así que debo ir a Richmond y prepararme para rebatir sus argumentos. Tallow, desearía que en mi ausencia se encargara de continuar organizando la vigilancia. No me cabe duda de que el golem, si eso es a lo que nos enfrentamos, volverá a actuar, de modo que le confío a usted todo este asunto.
    El señor Tallow asintió con la cabeza con aire de suficiencia, mientras Nathaniel se aclaraba la garganta.
    ­­¿Ya... esto... ya no desea que tome parte, señora?
    ­­No, estás caminando por la cuerda floja, John. Te confié una tarea de gran responsabilidad y... ¿qué ha ocurrido?: la National Gallery y el Museo Británico han sido arrasados. Sin embargo, gracias a tu demonio tenemos una pista sobre la naturaleza de nuestro enemigo y hemos de averiguar la identidad de quienquiera que lo controle. ¿Se trata de un poder extranjero? ¿De un renegado local? El robo del ojo del golem sugiere que alguien ha descubierto el modo de recomponer el conjuro de reanimación. Tendrás que empezar por ahí. Busca el conocimiento perdido, y hazlo deprisa.
    ­­Muy bien, señora. Lo que usted diga.
    Nathaniel tenía la mirada perdida a causa del desconcierto. No tenía ni la más mínima idea de por dónde empezar.
    ­­Atacaremos al golem a través de su amo ­continuó diciendo la señorita Whitwell­. Cuando sepamos de dónde se ha extraído ese conocimiento, tendremos la identidad de nuestro enemigo y entonces
    actuaremos con contundencia ­sentenció en tono áspero.
    ­­Sí, señora.
    ­­Ese genio tuyo parece útil...
    Estudió a la pantera, que se estaba limpiando las garras dándoles la espalda, haciendo caso omiso de la conversación con total premeditación.
    Nathaniel lo miró con gesto desaprobador.
    ­­Supongo que no está mal.
    ­­Sobrevivió al golem, y eso ya es algo más de lo que hicieron los demás. Llévatelo.
    Nathaniel vaciló unos instantes.
    ­­Lo siento, señora, me temo que no la entiendo. ¿Adonde quiere que me lo lleve?
    Jessica Whitwell se puso en pie con intención de retirarse.
    ­­¿Adonde crees tú? A la cuna histórica de todos los golems, al lugar de entre todos los lugares en que debe de haberse conservado el saber. Quiero que vayas a Praga.


    _____ 18 _____ KITTY

    Rara era la ocasión en que Kitty permitía que la afectara cualquier cosa que no tuviera que ver con el grupo; sin embargo, fue a ver a sus padres un día después de que cesaran las lluvias.
    Esa tarde, en la reunión de emergencia, la Resistencia conocería la nueva y gran esperanza del grupo, el trabajo más importante que jamás iban a llevar a cabo. Seguían sin conocer los detalles, pero en la tienda se respiraba una expectación casi dolorosa, un nerviosismo y una incertidumbre que no la dejaban vivir. Agobiada por la inquietud, salió temprano, compró un pequeño ramo de flores en un quiosco y se subió al abarrotado autobús que llevaba a Balham.
    La calle seguía teniendo un aspecto tan tranquilo como siempre y la casita estaba bien cuidada. Llamó a la puerta con decisión mientras rebuscaba las llaves en la mochila y sujetaba las flores como podía entre el hombro y la barbilla. Antes de conseguir encontrarlas, una sombra se perfiló detrás del cristal. Su madre abrió la puerta un palmo y echó un vistazo a través del resquicio. En ese momento se le iluminó la mirada.
    ­­¡Kathleen! ¡Qué alegría! Entra, cariño.
    ­­Hola, mamá. Son para ti.
    A continuación se produjo un incómodo ritual de besos y abrazos, mezclado con la revisión de las flores y el intento de Kitty de escurrirse hasta el recibidor. Al fin, con cierta dificultad, cerraron la puerta y Kitty siguió a su madre hasta la pequeña y familiar cocina, donde unas patatas hervían en los fogones. Su padre estaba sentado a la mesa lustrando los zapatos. Sin soltar el cepillo ni el zapato, se levantó, le presentó la mejilla y luego le hizo un gesto con la cabeza para que tomara asiento.
    ­­Tengo un estofado en el fuego, corazón ­dijo la madre de Kitty­. En cinco minutos la comida estará lista.
    ­­Ah, genial. Gracias.
    ­­Bueno... ­Después de reflexionar unos instantes, su padre dejó el cepillo sobre la mesa y junto a éste el zapato con la suela hacia abajo. Le dedicó una sonrisa radiante­. ¿Cómo pinta la vida entre pinceles y pinturas?
    ­­Bien. No es nada del otro mundo, pero voy aprendiendo.
    ­­¿Y el señor Pennyfeather?
    ­­Últimamente está un poco delicado de salud. Ya no puede caminar tan bien como antes.
    ­­Vaya, vaya. ¿Y el negocio? O, lo que es más importante, ¿contáis con hechiceros entre la clientela? ¿Pintan?
    ­­No mucho.
    ­­Ahí es donde debes volcar tus energías, hija. El dinero está ahí.
    ­­Sí, papá. Ya volcamos nuestras energías en los hechiceros. ¿Cómo va el trabajo?
    ­­Bueno, ya sabes. En Pascua hice una buena venta.
    ­­Pascua fue hace meses, papá.
    ­­Al negocio le cuesta arrancar. ¿Y si tomamos una taza de té, Iris?
    ­­Antes de comer, ni hablar. ­Su madre iba de un lado a otro, ajetreada, colocando un cubierto de más y disponiendo el sitio de Kitty con un esmero reverencial­. ¿Sabes, Kitty? No entiendo por qué no vives aquí con nosotros. Al fin y al cabo no está tan lejos, y te ahorrarías un dinero.
    ­­El alquiler no es muy alto, mamá.
    ­­Ya, pero ¿la comida y todo lo demás? Seguro que te gastas un dineral cuando podrías comer aquí. Eso es tirar el dinero.
    ­­Mmm... ­Kitty cogió el tenedor, con el que empezó a dar golpecitos sobre la mesa con aire distraído­. ¿Cómo está la señora Hyrnek? ­preguntó­. Y Jakob... ¿Lo habéis visto últimamente?
    Su madre se había puesto un par de manoplas y estaba arrodillada delante del horno, de cuya puerta emanó una ráfaga de aire caliente impregnado del aroma de carnes especiadas. La voz de su madre resonó cavernosa mientras hurgaba en el interior.
    ­­Jarmilla está bastante bien ­contestó­y Jakob trabaja para su padre, como ya sabes. No lo he visto, no sale. Alfred, ¿puedes coger el salvamanteles de madera? Esto ya está bien caliente. Eso es. Ahora cuela las patatas. Deberías ir a verlo, cariño. Al pobre chico le hará bien un poco de compañía, y en especial si es la tuya. Es una pena que ya no os veáis.
    Kitty frunció el ceño.
    ­­Eso no es lo que solías decir, mamá.
    ­­Todo eso ocurrió hace mucho tiempo... Ahora estás mucho más centrada. Ah, y Jarmilla me ha dicho que la abuela murió.
    ­­¿Qué? ¿Cuándo?
    ­­El mes pasado. No me mires así... Si vinieras a vernos más a menudo te habrías enterado antes, ¿no? De todos modos, tampoco creo que sea tu problema. Oh, Alfred, sirve ya; si no, se va a enfriar.
    Las patatas se habían cocido demasiado, pero el estofado estaba exquisito. Kitty tenía un hambre canina y, para regocijo de su madre, dio cuenta de un segundo plato antes de que sus padres acabaran con el primero. Luego, mientras su madre la ponía al día de gente que Kitty no conocía o no recordaba, se recostó en la silla sin decir palabra, mientras jugueteaba con un pequeño objeto suave y pesado que llevaba en el bolsillo del pantalón, ensimismada en sus pensamientos.
    La noche del juicio había sido sumamente desagradable para Kitty, ya que primero su madre y luego su padre habían expresado su enojo por las consecuencias. De nada sirvió que Kitty les recordara que era inocente y que Julius Tallow era un ser perverso; de nada sirvió que les prometiera que encontraría como fuera las seiscientas libras necesarias para aplacar la ira de los tribunales: sus palabras no los conmovieron. El razonamiento de sus padres se reducía a unos pocos, aunque elocuentes, puntos: 1) no tenían dinero; 2) tendrían que vender la casa; 3) sólo a una cria tonta y arrogante se le habría ocurrido enfrentarse a un hechicero; 4a) ¿qué le había dicho todo el mundo?; 4b) ¿qué le habían dicho ellos?; 5) que no lo hiciera; 6) pero era demasiado estúpida para escucharles, y 7) ¿qué iban a hacer ahora?
    El encuentro había acabado de forma predecible: la madre llorando, el padre furioso y Kitty subiendo indignada a su habitación. Sólo entonces, sentada en la cama con los ojos enrojecidos y clavados en la pared de enfrente, recordó al anciano, al señor Pennyfeather, y su extraña oferta. Lo había olvidado completamente durante la discusión y ahora, sumida en la confusión y la angustia, le parecía del todo irreal. Lo apartó de su mente.
    Cuando horas más tarde su madre fue a llevarle una taza de té conciliatoria, se encontró la puerta firmemente trabada por dentro con una silla. La llamó a través del fino contrachapado.
    ­­He olvidado decirte algo, Kathleen. Jakob, tu amigo, ha salido del

    hospital. Ha vuelto esta mañana.
    ­­¡¿Qué?! ¿Por qué no me lo has dicho? ­Apartó la silla febrilmente y una cara sonrojada asomó por entre una melena despeinada­. Voy a verlo.
    ­­Creo que no va a ser posible. Los médicos...
    Sin embargo, Kitty ya se había ido.
    Jakob estaba incorporado en la cama y vestía un pijama azul recién comprado que todavía conservaba los pliegues en las mangas. Tenía las manos jaspeadas cruzadas sobre el regazo y un cuenco de cristal con uvas que no había tocado descansaba sobre el cubrecama. Le habían colocado dos brillantes círculos blancos de gasas limpias sobre los ojos, sujetos con una venda. Un fino manto de pelo crespo le cubría el cuero cabelludo. Su cara seguía estando como la recordaba: listada de gris y negro.
    Cuando Kitty entró, Jakob esbozó una débil sonrisa de medio lado.
    ­­¡Kitty! ¡Qué rapidez...!
    Temblorosa, se acercó a la cama y le tomó la mano.
    ­­¿Cómo... cómo has sabido que era yo?
    ­­Nadie sube las escaleras como un elefante de la forma en que tú lo haces. ¿Te encuentras bien?
    Se miró las manos sonrosadas e inmaculadas.
    ­­Sí. Estoy bien.
    ­­Ya me enteré. ­Trató de conservar la sonrisa, pero apenas lo consiguió­. Tuviste suerte... Me alegro.
    ­­Ya. ¿Qué tal estás?
    ­­Ah, hecho polvo. Mareado. Como un trozo de beicon ahumado. La piel me tira y me duele cuando me muevo. Y me pica. Dicen que se me pasará y que los ojos se me están curando.
    Kitty sintió un gran alivio.
    ­­¡Genial! ¿Cuándo...?
    ­­Algún día, no lo sé... ­De súbito, dio la impresión de estar cansado e irritado­. Eso no importa. Cuéntame cómo ha ido por aquí. He oído que has estado en los tribunales.
    Le relató toda la historia menos el encuentro con el señor Pennyfeather. Jakob se incorporó muy rígido en la cama con una expresión triste en su rostro ahumado. Cuando Kitty terminó, él suspiró.
    ­­Mira que eres tonta, Kitty ­dijo.
    ­­Hombre, gracias.
    Kitty arrancó unas cuantas uvas del racimo y se las metió en la boca sin miramientos.
    ­­Mi madre te dijo que no lo hicieras. Dijo...
    ­­Ella y todos los demás. Por lo visto, ellos tienen toda la razón del mundo y yo estoy equivocada.
    Escupió las pepitas de uva en la palma y las tiró a la papelera que había junto a la cama.
    ­­Créeme, te agradezco mucho lo que has tratado de hacer y siento que estés sufriendo por mi culpa.
    ­­No es para tanto. Ya encontraremos el dinero.
    ­­Todo el mundo sabe que los juicios están amañados. Lo que cuenta no es lo que hayas hecho, sino quién eres y a quién conoces.
    ­­¡Está bien! Ahora no empieces tú también.
    Kitty no estaba de humor para sermones.
    ­­Vale... ­Logró sonreír algo mejor que antes­. Imagino que debes de estar frunciendo el ceño.
    Permanecieron en silencio unos instantes.
    ­­De todos modos ­dijo Jakob al fin­, no creas que Tallow se va a librar tan fácilmente.
    Se frotó una mejilla.
    ­­No te rasques. ¿Qué quieres decir?
    ­­¡Es que pica mucho! Me refiero a que hay otras vías, aparte de los tribunales.
    ­­¿Como por ejemplo...?
    ­­¡Ay! No sirve de nada, voy a tener que sentarme encima de las manos. Bueno, acércate, algo podría estar escuchándonos. Bien. Tallow creerá que está a salvo por ser hechicero, así que no va a perder el tiempo conmigo, si es que lo ha perdido alguna vez, y de lo que no hay duda es de que no va a relacionarme con Hyrnek's.
    ­­¿Con la empresa de tu padre?
    ­­¿De quién si no? Pues claro que con la empresa de mi padre, y eso va a costarle caro a Tallow. Al igual que otros muchos hechiceros, compra los libros de magia encuadernados en Hyrnek's. Me lo dijo Karel, que ha comprobado las cuentas. Tallow nos hace un pedido cada dos años. Le gusta la encuadernción en piel de cocodrilo granate, así que a sus otros crímenes podríamos añadirle el del mal gusto. Bueno, nos podemos permitir el lujo de esperar, porque tarde o temprano nos enviará un libro para que lo encuadernemos o nos encargará algo... ¡Au...! ¡No lo soporto! ¡Tengo que rascarme!
    ­­No lo hagas, Jakob. Anda, coge una uva. No pienses en ello.
    ­­No servirá de nada. Por las noches me despierto rascándome la cara y mi madre tiene que vendarme las manos, pero es que ahora es superior a mí. Dile a mi madre que me traiga un poco de crema.
    ­­Será mejor que me vaya.
    ­­Un momento, lo que te estaba diciendo es que no será la encuadernación del libro de Tallow lo único que cambie la próxima vez.
    Kitty arrugó la frente.
    ­­¿El qué? ¿Los conjuros?
    Jakob sonrió de oreja a oreja.
    ­­Se pueden sustituir páginas, modificar frases o alterar los dibujos, si sabes de qué va el asunto. De hecho, es más que posible, es descaradamente fácil para la gente que mi padre conoce. Sabotearemos algunos de los conjuros más frecuentes y luego... ya veremos.
    ­­¿No se dará cuenta?
    ­­Se limitará a leer el conjuro, a dibujar el pentáculo, o lo que sea que haga, y luego... ¿Quién sabe? A los hechiceros les ocurren cosas espantosas cuando los conjuros no salen bien. Mi padre dice que es un arte para el que se requiere cierto rigor. ­Jakob se recostó sobre las almohadas­. Puede que pasen años antes de que Tallow caiga en la trampa, pero ¿y qué? No tengo ninguna prisa, seguiré teniendo la cara hecha un cisco durante cuatro o cinco años más. Puedo esperar. ­De repente, volvió la cabeza­. Será mejor que vayas a buscar a mi madre. Y no le cuentes a nadie lo que acabo de decirte.
    Kitty localizó a la señora Hyrnek en la cocina, colando en un frasco de medicina una extraña loción blanca y untuosa que desprendía un fuerte olor a hierbas aromáticas. Con la mirada apagada por el cansancio, asintió con la cabeza cuando Kitty le informó de que Jakob la llamaba.
    ­­He terminado la loción justo a tiempo ­dijo tapando el frasco rápidamente y cogiendo un trapo del aparador­. Ya sabes por dónde se sale, ¿verdad?
    Dicho esto, salió de la cocina sin perder tiempo.
    Kitty no había dado más de dos pasos hacia el vestíbulo cuando un silbidito la hizo detenerse en seco. Se volvió y vio que la arrugada abuela de Jakob estaba sentada en la silla de siempre, junto a la cocina, con un enorme cuenco de vainas de guisantes apretado contra su esquelético regazo. Los ojillos negros relucieron al mirar a Kitty y las innumerables arrugas de su rostro se movieron al sonreír. Kitty le devolvió la sonrisa algo desconcertada. La anciana alzó una mano agarrotada y un dedo apergaminado se curvó y le hizo una señal para que se acercara, dos veces. Kitty fue hacia ella con el corazón desbocado. A pesar de las innumerables visitas, nunca había cruzado una palabra con la abuela de Jakob, ni siquiera la había oído hablar. Un pánico absurdo se apoderó de ella. ¿Qué tenía que decirle? Ella no hablaba checo. ¿Qué querría la anciana? De súbito, Kitty se sintió parte de un cuento de hadas, una niña perdida y atrapada en la cocina de una bruja caníbal. Ella...
    ­­Esto es para ti ­dijo la abuela de Jakob con un claro y nítido acento del sur de Londres. Hundió la mano en los bolsillos de su voluminosa falda sin apartar la mirada de Kitty­. Llévalo siempre cerca de ti... Ay, ¿dónde está la dichosa pieza? Aja... Sí. Aquí.
    Cuando alzó el puño en dirección a Kitty lo tenía cerrado con fuerza, por lo que la chica sintió el peso del objeto y su frialdad al entrar en contacto con la mano antes de ver de qué se trataba: un pequeño colgante metálico en forma de lágrima, con una pequeña arandela en la parte superior, por donde se podía pasar una cadena. Kitty no supo qué decir.
    ­­Gracias ­dijo finalmente­. Es... muy bonito.
    ­­Aja. Para ser exactos, es de plata, jovencita ­musitó la abuela de Jakob.
    ­­Debe... debe de ser muy valioso. Creo... creo que no debería...
    ­­Quédatelo. Y póntelo. ­Dos manos apergaminadas envolvieron las de Kitty y le hicieron doblar los dedos sobre el colgante­. Nunca se sabe. Y ahora tengo aquí un centenar de vainas por pelar. Tal vez ciento dos, una por cada año, ¿eh? Eso es. Tengo que concentrarme. ¡Andando!
    Las deliberaciones entre Kitty y sus padres se repitieron durante varios días, pero el resultado final siempre era el mismo: reuniendo todos los ahorros seguían faltándoles varios cientos de libras para pagar la multa de los tribunales. Vender la casa, con toda la incertidumbre ante el futuro que eso conllevaba, parecía la única solución posible.
    Sin contar con el señor Pennyfeather, claro.
    «Llame si le interesa. Esta semana.» Kitty no les había hablado de él; de hecho, no se lo había contado a nadie, pero tenía sus palabras grabadas en la mente a todas horas. Le había prometido ayudarla y, en principio, a ella le parecía bien. La pregunta era: ¿por qué? Dudaba de que fuera por puro altruismo. Sin embargo, sus padres iban a perder la casa si ella no hacía algo.
    Era cierto que T. E. Pennyfeather aparecía en la guía de teléfonos, en el apartado de «Suministro de material artístico», en Southwark, junto al mismo número de teléfono que Kitty tenía en la tarjeta de visita. Hasta ahí su historia parecía ser cierta. Pero ¿qué querría? Una parte de Kitty tenía la profunda convicción de que debía olvidarse de él, pero otra creía que no tenía nada que perder. Si no saldaba la deuda pronto, no tardarían mucho en arrestarla, y la oferta del señor Pennyfeather era la única tabla de salvación a la que podía agarrarse.
    Por fin tomó una decisión.
    A dos calles de donde vivía había un teléfono público. Una mañana, se apretujó en el interior de su estrecha y bochornosa cabina y marcó el número.
    ­­Suministro de material artístico ­respondió una voz seca y entrecortada­. Dígame.
    ­­¿El señor Pennyfeather?
    ­­¡Señorita Jones! Qué alegría. Ya temía que no llamara.
    ­­Aquí me tiene. Escuche, estoy... estoy interesada en su oferta, pero he de saber qué es lo que quiere de mí antes de seguir adelante.
    ­­Por supuesto, por supuesto, se lo explicaré. ¿Me permite proponerle que nos veamos?
    ­­No, dígamelo ahora, por teléfono.
    ­­Eso no sería prudente.
    ­­Para mí, sí. No voy a arriesgarme, no le conozco...
    ­­Muy cierto. Le propondré algo y, si no está de acuerdo, no hay problema, pondremos fin a la conversación. Si acepta, continuaremos adelante. La propuesta es que nos encontraremos en la cafetería del Druida, en Seven Dials. ¿La conoce? Es un establecimiento bastante popular, siempre está lleno. Allí podrá comentarme todo lo que la inquiete sin peligro alguno. Si sigue dudando, le propongo otra cosa: meta mi tarjeta en un sobre junto con la información acerca del lugar donde vamos a vernos. Déjelo en su habitación o envíeselo por correo a usted misma, lo que prefiera. Si le sucediera cualquier cosa, la policía sabría dónde encontrarme. Puede que eso la tranquilice. Otra cosa: sea cual sea el resultado de nuestro encuentro, lo daré por finalizado haciéndole entrega del dinero. Su deuda quedará saldada al terminar el día.
    El señor Pennyfeather parecía extenuado a causa de su extenso parlamento. Mientras resollaba suavemente, Kitty meditó la oferta. No le llevó mucho tiempo decidirse. Era demasiado buena para resistirse.
    ­­De acuerdo ­contestó­. Acepto. ¿A qué hora en el Druida?
    Kitty lo preparó todo con sumo cuidado. Escribió una nota para sus padres y, junto con la tarjeta de visita, la metió en un sobre que dejó encima de la cama, apoyado contra la almohada. Sus padres no volverían hasta las siete y la reunión estaba programada para las tres. Si todo iba bien, tendría tiempo de sobra para volver y retirar la nota antes de que la encontraran.
    Bajó en la parada de metro de Leicester Square y se encaminó hacia Seven Dials. Un par de hechiceros pasaron por su lado como una exhalación dentro de limusinas conducidas por chóferes, mientras el resto de la humanidad trataba de abrirse camino entre la multitud de turistas que abarrotaban las calles protegiéndose los bolsillos de los carteristas. Avanzó con lentitud.
    Para acelerar el paso, giró por una esquina donde había una tienda de disfraces y decidió atajar por un callejón que atravesaba en diagonal toda una manzana hasta desembocar en una calle cercana a Seven Dials. Era frío, húmedo y angosto, pero no había ni músicos callejeros ni turistas a la vista, detalle que lo convertía en una amplia autopista para Kitty. Tomó el desvío y comenzó a caminar a buen paso mientras echaba un vistazo a su reloj. Las tres menos diez. Perfecto.
    A medio callejón se llevó un susto de muerte. Justo delante de su cara, un gato mosqueado lanzó un maullido parecido al alarido de una banshee y saltó de un alféizar resguardado a una rejilla que había en la pared de enfrente, por la cual desapareció. Acto seguido, del interior llegó el ruido de unas botellas volcadas y luego todo regresó a la calma.
    Kitty respiró hondo y siguió adelante.
    Segundos después, oyó detrás de ella unas pisadas sigilosas que la seguían y se le erizaron los pelillos de la nuca. Apretó el paso. Tranquilidad, seguro que se trataba de otra persona que también había tomado aquel atajo. De todos modos, ya no quedaba mucho para el final del callejón, pues veía a gente paseando por la calle principal en la que desembocaba.
    Tuvo la impresión de que las pisadas también aceleraban el ritmo. Con los ojos desorbitados y el corazón desbocado, Kitty echó a correr. De repente, algo le salió al paso de entre las sombras de un portal. Iba vestido de negro y llevaba el rostro oculto tras una careta lisa con dos ranuras estrechas para los ojos.
    Kitty lanzó un grito y dio media vuelta.
    A sus espaldas se encontró con dos figuras enmascaradas que la seguían de puntillas.
    Abrió la boca para chillar, pero ya no le fue posible. Uno de sus perseguidores hizo un movimiento fugaz y algo salió disparado de su mano: una pequeña esfera oscura que se estrelló contra el suelo, a sus pies, y que estalló en mil pedazos. Un humo negro se alzó del lugar del impacto, enroscándose sobre sí mismo y condensándose cada vez más.
    Kitty estaba paralizada por el terror. Se quedó inmóvil contemplando cómo el humo iba tomando la forma de una pequeña criatura alada de color negro azulado, con cuernos finos y alargados y unos grandes ojos rojos. Aquella cosa se elevó en el aire por unos instantes y dio varias volteretas, como si no supiera qué hacer.
    La figura que había arrojado la esfera señaló a Kitty y gritó una orden.
    La cosa dejó de girar y una sonrisa de cruel regocijo partió su rostro en dos.
    Después, agachó la cornamenta, batió las alas con frenesí y, con un estridente grito de placer, se lanzó contra la cabeza de Kitty.


    ______ 19 ______


    La criatura se abalanzó sobre Kitty embistiendo con los cuernos afilados que reflejaban la luz y la boca serrada abierta de par en par. Las alas de color negro azulado le azotaban la cara y las manitas callosas trataban de arañarle los ojos. Kitty sintió su fétido aliento en la piel y el grito ululante la ensordeció. Comenzó a golpearlo frenética con los puños, gritando, chillando...
    Y, de repente, con un sonido contundente y húmedo, la cosa estalló en una lluvia de gotitas negras y frías que dejó en el aire un olor acre y persistente.
    Kitty se derrumbó junto a la pared más cercana, sin resuello, y miró a su alrededor con ojos desorbitados. No había duda: aquella cosa había desaparecido, y con ella los tres personajes enmascarados. A uno y otro lado, el callejón estaba desierto, en calma.
    Echó a correr tan deprisa como pudo, salió a la carrera a la calle abarrotada y se abrió paso entre la gente intentando esquivarla, serpenteando entre los transeúntes, hasta la suave pendiente que llevaba a Seven Dials.
    Siete calles desembocaban en una rotonda empedrada, rodeada completamente por edificios medievales variados e irregulares de madera negra y yeso de colores. En el centro de la rotonda se alzaba una estatua de un general a caballo, bajo la que descansaban varias personas, disfrutando del sol de la tarde. Enfrente había otra estatua, la de Gladstone con pose de legislador. Llevaba puesta una túnica, sostenía un pergamino desenrollado y tenía un brazo en alto como si declamara para las multitudes. Un borracho o alguien con inclinaciones anarquistas se había encaramado a la figura del gran hombre y había colocado un cono naranja sobre su majestuosa cabeza, lo que le daba un aire cómico de mago de libro de cuentos. La policía aún no se había percatado.
    Justo detrás de Gladstone se encontraba la cafetería del Druida, lugar de encuentro de jóvenes y sedientos. Las paredes frontales de la planta baja habían sido sustituidas por unas toscas columnas de piedra decoradas con parras ensortijadas. Varias mesas cubiertas con manteles blancos estaban diseminadas alrededor de las columnas y asomaban a la calle adoquinada al estilo continental. Todas estaban ocupadas. Los camareros, vestidos con túnicas azules, se afanaban de acá para allá.
    Kitty se detuvo junto a la estatua del general para recuperar el aliento y echar un vistazo a las mesas. Las tres en punto. ¿Estaba...? ¡Allí! Casi ocultas detrás de una columna, atisbó la media luna de cabello blanco y la calva reluciente.
    El señor Pennyfeather estaba degustando un café con leche cuando se le acercó. Tenía el bastón sobre la mesa. Al verla, le sonrió ampliamente y le señaló una silla.
    ­­¡Señorita Jones! Qué puntual... Tome asiento, por favor. ¿Qué le apetece? ¿Un café? ¿Un té? ¿Un bollito de canela? Están muy buenos.
    Kitty se pasó una mano temblorosa por el pelo.
    ­­Mmm... Un té. Y chocolate, necesito chocolate.
    El señor Pennyfeather chascó los dedos y se acercó un camarero.
    ­­Una taza de té y un bollito de nata cubierto de chocolate, de los grandes. Muy bien, señorita Jones, parece un poco sofocada. Ha llegado corriendo, ¿me equivoco?
    Le brillaron los ojos y su sonrisa se ensanchó. Kitty, indignada, se inclinó hacia delante.
    ­­No tiene ninguna gracia ­musitó, mirando hacia las mesas colindantes­, ¡acaban de atacarme! Ahora, cuando venía a verle ­añadió para dejarlo bien claro.
    El regocijo del señor Pennyfeather no disminuyó.
    ­­¿No me diga? ¿No me diga? ¡Es un asunto muy serio! Tiene que contarme... ¡Aja! Aquí tiene su té. ¡Qué rapidez...! ¡Y un bollito de proporciones considerables! Bien. Dele un mordisco y después cuéntemelo todo.
    ­­Tres personas me tendieron una trampa en el callejón. Me
    lanzaron algo, creo que un recipiente, y apareció un demonio que me saltó encima y trató de matarme y... Señor Pennyfeather, o se toma esto en serio o me levanto y me voy ahora mismo.
    El eterno buen humor del anciano estaba comenzando a irritar a Kitty. No obstante, al decir aquello, la sonrisa desapareció.
    ­­Discúlpeme, señorita Jones. Es un tema muy serio. Sin embargo, consiguió escapar. ¿Cómo lo hizo?
    ­­No lo sé. Me defendí... Golpeé a esa cosa cuando trataba de arañarme la cara, pero en realidad yo no hice nada. Estalló como si fuera un globo y los hombres desaparecieron.
    Tomó un gran sorbo de té. El señor Pennyfeather la miraba tranquilo y en silencio. Mantenía una expresión seria, pero sus ojos desprendían alegría, rebosantes de vida.
    ­­Es ese hechicero... ¡Tallow! ­prosiguió Kitty­. Sé que es obra suya. Está tratando de quitarme de en medio después de lo que dije en el juicio y, como ha fallado, seguro que envía a otro demonio. No sé qué hacer...
    ­­Darle un mordisco a ese bollito ­propuso el señor Pennyfeather­, ésa es mi primera sugerencia. Y luego, cuando se haya calmado, le contaré algo.
    Kitty se zampó el pastelito en cuatro bocados, lo ayudó a bajar con un poco de té y se sintió algo más tranquila. Miró a su alrededor y comprobó que, desde donde estaba sentada, podía controlar perfectamente a casi todos los clientes de la cafetería. Algunos eran turistas ensimismados en mapas y guías multicolores. Los demás eran jóvenes ­probablemente estudiantes­y familias que habían salido a pasar el día. No parecía probable que se produjera un ataque inminente.
    ­­Está bien, señor Pennyfeather ­dijo­, dispare.
    ­­Muy bien. ­Se limpió la comisura de los labios con una servilleta cuidadosamente doblada­. Retomaremos ese... incidente dentro de unos momentos, pero primero tengo algo que decirle. Se preguntará por qué debería preocuparme por sus problemas. Bien, de hecho no son tanto sus problemas como usted lo que me interesa. Por cierto, las seiscientas libras están aquí, a buen recaudo. ­Se dio unos golpecitos en el bolsillo del pecho­. Se las daré al final de nuestra charla. Veamos. Me encontraba en la galería del tribunal y escuché su declaración acerca del volteador negro. Nadie la creyó, la jueza por su arrogancia y los demás por su ignorancia; sin embargo, yo agucé el oído. ¿Qué ganaba usted mintiendo?, me pregunté. No había motivo. Por tanto, tenía que ser cierto.
    ­­Era cierto ­afirmó Kitty.
    ­­No obstante, nadie que haya sido alcanzado por un volteador negro, o por la onda expansiva, se libra de las consecuencias. Eso sí que lo sé.
    ­­¿Cómo? ­preguntó Kitty con sequedad­. ¿Es usted un hechicero?
    El anciano se estremeció.
    ­­Por favor, puede insultarme como prefiera; diga que soy calvo, feo, un viejo loco que huele a repollo, lo que le venga en gana, pero eso no. Me ofende profundamente. Le aseguro que no soy un hechicero; sin embargo, ellos no son los únicos que tienen estudios, señorita Jones. Muchos de nosotros también leemos sin estar imbuidos por la maldad, como ellos. ¿Usted lee, señorita Jones?
    Kitty se encogió de hombros.
    ­­Claro, en el colegio.
    ­­No, no, a eso no puede llamarse lectura. Los hechiceros escriben los libros que usted lee en el colegio. No puede fiarse de ellos. Discúlpeme, estoy divagando. Créame, el volteador negro daña todo lo que toca. Usted dice que la tocó, pero no veo que haya sufrido daños. Es una paradoja.
    Kitty pensó en la cara veteada de Jakob y se sintió un poco culpable.
    ­­No sé qué decirle.
    ­­Descríbame al demonio que acaba de atacarla.
    ­­Alas negruzcas, boca enorme y roja, dos cuernos rectos y afilados...
    ­­¿Con una gran barriga, cubierto de pelo y sin cola?
    ­­Eso es.
    El anciano asintió con la cabeza.
    ­­Un mohoso, un demonio menor sin demasiado poder. Aun así, lo cierto es que tendría que haberla dejado inconsciente sólo con su peste.
    Kitty arrugó la nariz.
    ­­Olía mal, eso seguro, pero no era para tanto.
    ­­Además, los mohosos no suelen explotar. Se te agarran al pelo con las manos y se quedan enganchados hasta que su amo les hace partir.
    ­­Pues éste estalló.
    ­­Mi querida señorita Jones, perdone que vuelva a alegrarme. Verá, lo que me cuenta es extraordinario. Significa, a grandes rasgos, que posee algo especial: invulnerabilidad a la magia.
    El anciano se recostó en la silla, llamó a un camarero y, sonriente, le pidió una nueva tanda de bebidas y pastelitos, haciendo caso omiso de la mirada desconcertada de Kitty. Hasta que llegó lo que había pedido, el señor Pennyfeather se limitó a sonreírle de oreja a oreja y a reír para sí mismo de vez en cuando. Kitty hizo un gran esfuerzo para no perder las formas. El dinero seguía estando fuera de su alcance, en el bolsillo del abrigo.
    ­­Señor Pennyfeather ­dijo al fin­. Lo siento, pero no le comprendo.
    ­­Es obvio, ¿no cree? La magia menor, ya que aún no podemos asegurar que suceda con conjuros más poderosos, surte muy poco o ningún efecto sobre usted.
    Kitty sacudió la cabeza.
    ­­Tonterías. El volteador negro me dejó inconsciente.
    ­­He dicho «muy poco» o ningún efecto. No es totalmente invulnerable. En realidad, yo tampoco, pero he resistido el ataque de tres trasgos a la vez, y creo que eso es algo bastante inusual.
    Kitty no entendía lo que le estaba diciendo y se lo quedó mirando con una expresión de desconcierto. El señor Pennyfeather hizo un gesto de impaciencia.
    ­­Lo que le estoy diciendo es que usted y yo, y muchos otros, porque no estamos solos, somos invulnerables a algunos conjuros de los hechiceros. No somos como ellos, pero tampoco carecemos de poder como el resto de los plebeyos ­escupió esta palabra con un disgusto mal disimulado­de este pobre país de mala muerte.
    A Kitty le daba vueltas la cabeza, pero no abandonó su escepticismo; seguía sin creerle.
    ­­No entiendo nada ­repuso­. Nunca había oído hablar de esa «invulnerabilidad». Lo único que me interesa es librarme de la cárcel.
    ­­¿De verdad? ­El señor Pennyfeather se llevó la mano al interior de la chaqueta­. En ese caso, puede coger el dinero ahora mismo y seguir su camino. Ningún problema, pero creo que usted quiere algo más, lo veo en su rostro. Desea muchas cosas: desea vengarse por lo de su amigo Jakob, desea cambiar el modo en que se hacen las cosas, desea un país en que los hombres como Julius Tallow no prosperen ni vayan con la cabeza alta. No todos los países son como éste, ¡en algunos ni siquiera hay hechiceros! ¡Ni uno! Piense en eso la próxima vez que visite a su amigo en el hospital. Hágame caso ­prosiguió, esta vez en voz baja­, si me presta atención, usted puede cambiar las cosas.
    Kitty miró los posos del fondo de la taza y vio reflejado en ellos el rostro maltrecho de Jakob. Suspiró.
    ­­No sé...
    ­­Tenga una cosa por seguro: yo puedo ayudarla a vengarse.
    Levantó la vista hacia el señor Pennyfeather, quien la miraba sonriente, aunque sus ojos desprendían el mismo brillo fiero e intenso que había visto cuando lo empujaron por la calle.
    ­­Los hechiceros le han hecho daño ­dijo con voz suave­, pero juntos podemos blandir la espada vengadora, aunque sólo si primero me ayuda usted a mí. Usted me ayuda a mí y yo la ayudo a usted. Es un trato justo.
    Por unos instantes, Kitty volvió a ver a Tallow sonriendo a la sala del tribunal, sintiéndose seguro de sí mismo y ufano a sabiendas de que contaba con la protección de sus colegas, y se estremeció de asco.
    ­­Primero dígame en qué podría ayudarle ­exigió.
    Una persona sentada dos mesas más allá tosió aparatosamente y, como si de repente se hubiera levantado un pesado telón dentro de su mente, Kitty se dio cuenta del grave peligro que corría. Allí estaba, sentada entre extraños, charlando abiertamente acerca de cometer traición.
    ­­¡Estamos locos! ­le susurró Kitty, furiosa­. ¡Cualquiera podría oírnos! Llamarán a la Policía Nocturna y nos arrestarán.
    Al oír aquello, el anciano estalló en carcajadas.
    ­­Nadie va a oírnos ­le aseguró­. No tema, señorita Jones. Todo está bajo control.
    Kitty apenas le escuchaba, pues le había llamado la atención una mujer joven y rubia que se sentaba a la mesa que quedaba detrás del hombro izquierdo del señor Pennyfeather. Aunque tenía el vaso vacío, seguía sentada, absorta en su libro. Tenía la cabeza agachada, la mirada clavada en el libro y una mano jugueteaba con la esquina de una página. De repente, a Kitty le asaltó la certeza de que la mujer fingía. Recordaba vagamente que se había fijado en la mujer al sentarse y se dio cuenta de que seguía sentada en una postura similar. Además, aunque Kitty la había tenido delante durante todo aquel tiempo, no recordaba haberla visto pasar la página ni una sola vez.
    Segundos después se confirmaron sus temores. Como si la hubiera rozado con la mirada, la mujer alzó la vista, sus ojos se encontraron y le dedicó una fría sonrisita antes de retomar la lectura del libro. No había duda: ¡lo había escuchado todo!
    ­­¿Se encuentra bien? ­La voz del señor Pennyfeather le llegó desde el espacio exterior.
    Kitty apenas podía hablar.
    ­­Detrás de usted... ­susurró­. Hay una mujer... una espía, una confidente. Lo ha escuchado todo.
    El señor Pennyfeather no se volvió.
    ­­¿La mujer rubia? ¿La que está leyendo un libro amarillo de tapa blanda? Ésa debe de ser Gladys. No se preocupe. Es de los nuestros.
    ­­¿De los...?
    La mujer volvió a alzar la vista y le guiñó un ojo.
    ­­A la izquierda de Gladys está Anne, y a mi derecha, al otro lado de esta columna, se sienta Eva. El de mi izquierda es Frederick, detrás de usted se encuentran Nicholas y Timothy, y Stanley y Martin no han podido conseguir una mesa, así que están en el pub de enfrente.
    Confundida, Kitty miró a su alrededor. Una mujer morena de mediana edad le sonrió por encima del hombro derecho del señor Pennyfeather. A la derecha de Kitty, un joven de rostro picado y serio apartó la vista de un ejemplar sobado y con las esquinas dobladas de la revista Motorbike Trader. De la mujer que quedaba oculta detrás de la columna sólo asomaba una chaqueta negra colgada en la silla. Arriesgándose a que le entrara tortícolis, Kitty miró a sus espaldas y atisbó dos caras más, jóvenes y serias, que la miraban desde otras mesas.
    ­­Como verá, no tiene de qué preocuparse ­la tranquilizó el señor Pennyfeather­. Se encuentra entre amigos. Nadie puede oírnos aparte de ellos y, si hubiera demonios a la vista, lo sabríamos.
    ­­¿Cómo?
    ­­Ya habrá tiempo para las preguntas. Primero le debo una disculpa. Me temo que ya ha conocido a Frederick, Martin y Timothy. ­Kitty volvió a mirarlo con expresión de desconcierto. Se estaba convirtiendo en una costumbre­. En el callejón ­le aclaró el señor Pennyfeather.
    ­­¿En el callejón? Un momento...
    ­­Fueron ellos los que azuzaron al mohoso contra usted. ¡No tan deprisa...! ¡No se vaya! Siento que la hayamos asustado, pero, verá, debíamos asegurarnos de que era tan invulnerable como nosotros. Teníamos el espejo del mohoso a mano, se trataba de algo sencillo...
    Kitty recuperó la voz.
    ­­¡Es usted un cerdo! ¡Igual que Tallow! Podrían haberme matado.
    ­­No, ya se lo dije; como mucho, un mohoso puede dejarla inconsciente. La peste...
    ­­¿Y eso no es ya suficiente? ­Kitty se puso en pie hecha un basilisco.
    ­­Si ha de irse, no se olvide esto. ­El anciano extrajo un grueso sobre blanco de la chaqueta y lo arrojó con desdén sobre el mantel, entre las tazas­. Ahí encontrará las seiscientas libras en billetes usados.
    Yo cumplo mi palabra.
    ­­¡No las quiero! ­Kitty estaba hecha una furia, tenía ganas de darle patadas a algo.
    ­­¡No sea tonta! ­El anciano echaba fuego por los ojos­. ¿Quiere pudrirse en la prisión de Marshalsea? Ahí es adonde se llevan a los morosos, ya sabe. Este paquete pone fin a la primera parte de nuestro trato. Considérelo una disculpa por lo del mohoso, aunque podría ser sólo el principio...
    Kitty casi hizo salir volando las tazas cuando recogió el sobre con brusquedad.
    ­­Están todos locos... Usted y sus amigos. De acuerdo, lo acepto. De todos modos, he venido sólo por el dinero.
    Todavía de pie, empujó la silla hacia atrás.
    ­­¿Me permite que le explique cómo lo descubrí yo? ­El señor Pennyfeather estaba inclinado hacia delante con los dedos nudosos aferrados al mantel, arrugándolo. Hablaba en voz baja, con tono apremiante. Luchaba contra la falta de aire para poder hablar­. Al principio yo era como usted, los hechiceros me eran totalmente indiferentes. Era joven, estaba felizmente casado, ¿qué me importaba? Pero luego mi amada esposa, que en paz descanse, atrajo la atención de un hechicero. No se diferenciaba mucho de su señor Tallow, un presumido cruel y petulante. La deseaba para él solo y trató de seducirla con joyas y magníficas telas orientales. Sin embargo, mi esposa, pobre mujer, rechazó sus insinuaciones, se le rió en la cara. Fue un acto de valentía, pero insensato. En estos momentos desearía..., llevo deseándolo más de treinta años, que se hubiera marchado con él.
    »Vivíamos en el piso que teníamos encima de mi tienda, señorita Jones. Día tras día, yo trabajaba hasta altas horas de la noche ordenando las existencias y cerrando las cuentas mientras mi esposa se retiraba al piso de arriba para preparar la cena. Una noche, como de costumbre, estaba sentado al escritorio garabateando unos papeles con mi pluma y disfrutando del fuego que ardía en la chimenea, cuando de pronto los perros de la calle comenzaron a aullar. Segundos después las llamas se agitaron, el fuego se extinguió y los rescoldos calientes sisearon. Me puse en pie. Temí que... Bueno, no sabía lo que era. Y entonces oí gritar a mi mujer. Sólo una vez, un chillido interrumpido. Nunca he corrido tan rápido. Me dirigí escalera arriba, tropecé, crucé la puerta y entré en la pequeña cocina...
    El señor Pennyfeather tenía la mirada perdida. De forma mecánica, apenas consciente de lo que hacía, Kitty volvió a tomar asiento.
    ­­El autor ­dijo al fin el señor Pennyfeather­acababa de irse. Olí su presencia en el aire. Cuando me arrodillé junto a mi esposa en el viejo suelo de linóleo, las hornillas de gas de la cocina volvieron a la vida con un ligero estallido y lo que se cocía en la olla se puso a hervir de nuevo.
    Los perros volvieron a aullar y varias ventanas traquetearon por toda la calle a causa de una brisa repentina... Luego, silencio. ­Pasó un dedo por encima de las migas de uno de los pastelitos de un plato, las reunió y se las llevó a la boca­. Era buena cocinera, señorita Jones ­comentó­. Todavía lo recuerdo a pesar de que ya han pasado treinta largos años.
    En el extremo opuesto de la cafetería un camarero derramó una bebida sobre un cliente, y dio la impresión de que la trifulca que se inició había hecho regresar de sus recuerdos al señor Pennyfeather, quien parpadeó y volvió la vista hacia Kitty.
    ­­Bueno, señorita Jones, resumiendo: sólo le diré que localicé al hechicero. Lo seguí sigilosamente durante varias semanas, memoricé sus movimientos sin ceder a los desvaríos del dolor ni a los impulsos de la impaciencia. En su debido momento se presentó mi oportunidad: lo abordé en un lugar solitario y le di muerte. Su cadáver se unió a la porquería flotante del Támesis. Sin embargo, antes de morir invocó a tres demonios. Uno tras otro, resistí todos sus ataques. Fue así como descubrí mi invulnerabilidad, en cierto modo para mi sorpresa, pues estaba decidido a morir en la consumación de la venganza. No pretendo comprenderlo, pero es una realidad. Soy invulnerable, mis amigos lo son, usted lo es. Sólo a cada uno de nosotros le corresponde decidir si quiere o no aprovechar ese don.
    Dejó de hablar. De repente parecía extenuado, más arrugado y viejo que nunca.
    Kitty vaciló unos segundos antes de responder.
    ­­De acuerdo ­contestó, por consideración a Jakob, al señor Pennyfeather y a su difunta esposa­. Me quedaré un poco más. Me gustaría que me contara más cosas.


    ______ 20 ______


    Durante varias semanas, Kitty se vio de forma regular con el señor Pennyfeather y sus amigos en Seven Dials, en otras cafeterías desperdigadas por el centro de Londres y en el piso del señor Pennyfeather, encima de la tienda de material de bellas artes ubicada en una concurrida calle al sur del río. En cada encuentro, Kitty aprendía algo más sobre el grupo y sus objetivos; en cada encuentro, descubría nuevos rasgos en común con todos ellos.
    Al parecer el señor Pennyfeather había reunido su grupo al azar, basándose en habladurías que corrían de boca en boca y en lo que encontraba en los artículos de los periódicos hasta dar con gente con dones inusuales. Frecuentó los juzgados durante varios meses en busca de alguien como Kitty, pero por lo general se limitaba a prestar atención a las charlas informales de los bares, de las que sacaba los rumores interesantes acerca de gente que había sobrevivido a percances mágicos. Su tienda de material artístico iba tirando. Normalmente la dejaba en manos de sus ayudantes y se dedicaba a recorrer las calles de Londres en sus misiones furtivas.
    Hacía mucho tiempo que captaba seguidores. Había conocido a Anne, una enérgica cuarentona, casi quince años atrás. Habían librado juntos muchas batallas. Gladys, la rubia de la cafetería, estaba en la veintena. Había sobrevivido a la onda expansiva de un duelo entre hechiceros diez años atrás, cuando todavía era una niña. Ella y Nicholas, un joven bajo y fornido de aspecto amenazador, trabajaban para el señor Pennyfeather desde que eran niños. Los demás integrantes del grupo eran más jóvenes, ninguno superaba la mayoría de edad. Kitty y Stanley, los dos con trece años, eran los más pequeños. El anciano los dominaba a todos con su presencia inspiradora a la vez que autocrática. Tenía una voluntad de hierro y una actividad mental febril, pero los continuos achaques le provocaban arrebatos de cólera incontrolable. Al principio se trataba de episodios muy esporádicos, y Kitty escuchaba atenta sus relatos apasionados sobre la gran lucha en la que se habían embarcado.
    Según sostenía el señor Pennyfeather, por lo general era imposible oponerse a los hechiceros o a su gobierno. Hacían lo que les venía en gana, como todos los integrantes del grupo habían descubierto y sufrido en sus propias carnes. Controlaban todo lo que fuera relevante: el gobierno, el funcionariado, las empresas líderes y los periódicos. Incluso las obras de teatro tenían que ser aprobadas oficialmente, no fuera que contuviesen mensajes subversivos. Mientras los hechiceros disfrutaban de los lujos que les concedía su gobierno, los demás ­la gran mayoría­iban tirando suministrando los servicios básicos que los hechiceros necesitaban. Trabajaban en las fábricas, regentaban los restaurantes, luchaban en el ejército... Si algo requería verdadero esfuerzo y trabajo, los plebeyos lo hacían y, siempre que lo hicieran sin armar demasiado ruido, los hechiceros les dejaban en paz. Sin embargo, si se detectaba aunque fuera el mínimo atisbo de insatisfacción, los hechiceros actuaban con contundencia. Tenían espías por todas partes. Una palabra inapropiada y te detenían para interrogarte en la Torre. Muchos alborotadores desaparecían para siempre.
    El poder de los hechiceros imposibilitaba una rebelión, ya que controlaban las fuerzas misteriosas que pocos habían vislumbrado pero que todos temían. Sin embargo, el señor Pennyfeather y compañía, este pequeño grupo de personas unidas y espoleadas por un odio implacable, eran más afortunados que la mayoría, y su suerte se traducía de formas diferentes.
    En cierta manera, todos los amigos del señor Pennyfeather compartían su invulnerabilidad a la magia, aunque era imposible saber en qué grado. Debido a su pasado, nadie dudaba de que el señor Pennyfeather podía hacer frente a un ataque de alta intensidad, mientras que casi todos los demás, Kitty entre ellos, sólo habían superado hasta la fecha una sencilla prueba.
    Algunos ­Anne, Eva, Martin y el hosco Fred picado de viruela­poseían otro don. Desde muy pequeños veían circular pequeños demonios que iban de aquí para allá por las calles de Londres. Unos volaban mientras que otros caminaban entre la muchedumbre. Nadie más se percataba de su presencia y, a raíz de diversas investigaciones, descubrieron que para la mayoría eran invisibles o eran vistos con el disfraz que adoptaban. Según Martin ­que trabajaba en una fábrica de pinturas y era el más decidido y apasionado después del señor Pennyfeather­, buena parte de los gatos y las palomas no eran lo que parecían. Eva (pelo castaño y rizado, quince años, todavía en el colegio) aseguraba que en una ocasión había visto a un demonio con espinas entrar en una tienda de comestibles y comprar una ristra de ajos. Su madre, que estaba con ella, sólo había visto una anciana encorvada haciendo la compra.
    El don para distinguir este tipo de artificios era una capacidad que el señor Pennyfeather encontraba muy útil. Otra de las habilidades que tenía en mayor estima era la de Stanley, un chico alegre y bastante creído que, pese a tener la misma edad que Kitty, ya había dejado el colegio. Trabajaba vendiendo periódicos. Stanley no distinguía a los demonios, pero podía percibir hasta el más débil y fluctuante resplandor que emitiera cualquier objeto con energía mágica. De pequeño le gustaban tanto esas auras que le había tomado el gusto a robar dichos artículos. Cuando el señor Pennyfeather dio con él (en los tribunales), ya se había convertido en un consumado carterista. Anne y Gladys poseían una habilidad similar, pero ni mucho menos se acercaba a la de Stanley, quien podía percibir los objetos mágicos a través de la ropa e incluso detrás de finos paneles de madera. Por esa razón, Stanley era uno de los puntales fundamentales del grupo del señor Pennyfeather.
    El dulce y callado Timothy no veía la actividad mágica, sino que la oía. No sabía cómo describirlo, pero según él percibía una especie de zumbido en el aire. «Como si sonara un timbre ­decía cuando lo presionaban­. O como el ruido que hace un vaso vacío cuando le das un golpecito con el dedo.» Si se concentraba y no había mucho ruido por los alrededores, al final lograba seguir el rastro del zumbido hasta su origen: un demonio o un objeto mágico.
    El señor Pennyfeather decía que cuando se unían todas esas capacidades formaban un ejército pequeño, pero efectivo, con que hacer frente al poder de los hechiceros. No podían mostrarlo abiertamente, claro está, pero serviría para debilitar al enemigo. Podían localizar objetos mágicos, podían esquivar peligros ocultos y, sobre todo, podían atacar a los hechiceros y a sus crueles siervos.
    Estas revelaciones cautivaron a Kitty desde el principio. En los días de prácticas, observaba cómo Stanley escogía el cuchillo mágico de entre otros seis normales ocultos por separado en sendas cajas de cartón. Seguía a Timothy cuando deambulaba por la tienda del señor Pennyfeather en busca de la resonancia de un collar de piedras preciosas oculto en un bote de pinceles.
    Los artilugios mágicos eran el objetivo estratégico del grupo. De vez en cuando, Kitty observaba cómo los miembros del grupo llegaban a la tienda con pequeños paquetes o bolsas que contenían objetos robados, y se los entregaban a Anne, la número dos del señor Pennyfeather, para que los guardara en otro lugar.
    ­­Kitty ­la llamó una tarde el señor Pennyfeather­, llevo treinta años estudiando a los miserables de nuestros líderes y creo que he descubierto su gran debilidad. Lo ambicionan todo, el dinero, el poder, el estatus, lo que sea, y se pelean por ellos sin cesar. Sin embargo, nada enciende más su pasión que las fruslerías mágicas.
    Kitty asintió con la cabeza.
    ­­¿Se refiere a los brazaletes y a los anillos mágicos?
    ­­No tienen por qué ser joyas ­intervino Anne. Ésta y Eva estaban con ellos en la trastienda, sentadas junto a unos rollos de papel apilados­. Puede ser cualquier cosa: bastones, cuencos, lámparas, artículos de madera... Aquel espejo de mohoso que te lanzamos puede ser uno de ellos, ¿no es así, jefe?
    ­­Así es. Por eso lo robamos, y por eso sustraemos todos esos artilugios siempre que podemos.
    ­­Creo que ese espejo salió de la casa de Chelsea, ¿no? ­preguntó Anne­. Esa en la que Eva y Stanley treparon hasta la ventana del piso superior por las cañerías, mientras se estaba celebrando una fiesta en la parte delantera de la casa.
    Kitty se quedó boquiabierta.
    ­­¿No es muy peligroso? ¿Las casas de los hechiceros no están protegidas por... por todo tipo de cosas?
    El señor Pennyfeather asintió con un cabeceo.
    ­­Sí, aunque depende del poder del hechicero en cuestión. Éste tenía un par de cables trampa mágicos dispuestos por las habitaciones, aunque Stanley los esquivó con facilidad, claro. Ese día nos hicimos con una buena provisión de objetos.
    ­­¿Y qué hacéis con ellos? ­preguntó Kitty­. Aparte de lanzarlos contra mí.
    El señor Pennyfeather sonrió.
    ­­Los artilugios son una fuente de poder importante para los hechiceros. Los funcionarios de menor rango, como el subsecretario de Agricultura, de quien creo que era el espejo de mohoso, sólo nos aportan objetos de poco poder, mientras que los grandes hombres y mujeres ambicionan piezas raras de poder incalculable. No se libra ninguno, todos son iguales: decadentes y gandules. Es mucho más sencillo utilizar un anillo mágico para derribar a un enemigo que invocar a un demonio del abismo para que lo haga.
    ­­Y también más seguro ­apuntó Eva.
    ­­Bastante más. Así que, ya lo ves, Kitty: cuantos más objetos logremos almacenar, mejor. Eso debilita a los hechiceros de manera considerable.
    ­­Y los podemos utilizar nosotros ­añadió Kitty como un rayo.
    El señor Pennyfeather no respondió enseguida.
    ­­Las opiniones están un poco divididas al respecto. ­Hizo una pequeña mueca que dejó sus dientes a la vista­. Eva cree que es moralmente peligroso seguir demasiado de cerca los pasos de los hechiceros. Cree que deberíamos destruir los objetos. En cambio yo, y éste es mi grupo, ¿no?, de modo que mi palabra es la que cuenta, creo que debemos utilizar todas las armas de que dispongamos contra los enemigos, y eso incluye pagarles con la misma moneda.
    Eva se removió en su asiento.
    ­­Kitty, tengo la impresión de que al usar esas cosas no nos diferenciamos demasiado de los hechiceros ­le aclaró Eva­. Es mucho mejor permanecer alejados de la tentación de esas cosas diabólicas.
    ­­¡Ja! ­El anciano soltó un resoplido desdeñoso­. ¿Qué otra cosa va a debilitar a nuestros gobernantes? Tenemos que llevar a cabo ataques directos para desestabilizar el gobierno. Tarde o temprano, la gente se alzará para apoyarnos.
    ­­Muy bien, ¿cuándo? ­insistió Eva­. No ha habido...
    ­­Nosotros no estudiamos la magia como los hechiceros ­la interrumpió el señor Pennyfeather­. Nuestra moral no corre peligro. No obstante, haciendo pequeñas investigaciones, leyendo un poco en libros robados, por ejemplo, podemos aprender a utilizar armas básicas. Kitty, tu espejo de mohoso sólo requería una pequeña orden en latín. Con eso basta para... mostrarles nuestro descontento. Podemos almacenar a buen recaudo los artilugios más complejos, lejos de las manos de los hechiceros.
    ­­Creo que lo estamos enfocando desde una perspectiva equivocada ­insistió Eva con tranquilidad­. Unas cuantas explosiones no van a cambiar nada. Ellos siempre serán más fuertes. Nosotros...
    El señor Pennyfeather estampó el bastón contra el mostrador, y Eva y Kitty dieron un respingo.
    ­­Entonces, ¿prefieres que no hagamos nada? ­bramó­. ¡Muy bien! ¡Volved con el rebaño de borregos, agachad la cabeza y malgastad vuestras vidas!
    ­­No quería decir eso. Lo único que digo es que...
    ­­¡Voy a cerrar la tienda! Es tarde. Seguro que la esperan en casa, señorita Jones.
    Los padres de Kitty se habían quitado un gran peso de encima al ver con cuánta prontitud la joven había pagado la multa del tribunal. Fieles a su acostumbrada indiferencia, no se habían molestado en indagar sobre la procedencia del dinero y habían aceptado sin más la historia de Kitty sobre un benefactor generoso y una fundación para las resoluciones judiciales injustas. Algo sorprendidos, fueron testigos del alejamiento gradual de Kitty de sus viejas costumbres durante las vacaciones de verano, a la vez que pasaba más tiempo con sus nuevos amigos de Southwark. Su padre en especial no ocultaba su satisfacción.
    ­­Haces bien en mantenerte apartada de ese chico de los Hyrnek ­le dijo­. Sólo conseguiría meterte en más problemas.
    Aunque Kitty continuaba viendo a Jakob, las visitas solían ser breves y deprimentes. Jakob iba recuperando las fuerzas muy poco a poco. Su madre montaba una férrea vigilancia junto a su cabecera y despedía a Kitty sin contemplaciones en cuanto detectaba que el cansancio hacía mella en su hijo. Kitty no podía hablarle del señor Pennyfeather, y Jakob, por su parte, estaba preocupado por su cara veteada y por los picores. Se iba encerrando en sí mismo, y Kitty creía que tal vez estaba algo resentido con ella por su salud y su energía. Poco a poco, sus visitas a casa de los Hyrnek fueron espaciándose y, al cabo de unos meses, cesaron por completo.
    Dos razones animaban a Kitty a implicarse en el grupo. La primera, la gratitud por el pago de la multa. Se sentía en deuda con el señor Pennyfeather. A pesar de que el anciano jamás sacaba el tema a colación, era probable que supiera lo que ella sentía al respecto. De todos modos, si ése era el caso, el señor Pennyfeather nunca hacía nada para aliviarla de ese peso.
    La segunda razón era la más importante en muchos sentidos. Kitty quería saber más acerca de la «invulnerabilidad» que el señor Pennyfeather había descubierto en ella, y qué podía hacer con ese don. Creyó que unirse al grupo sería el único modo de conseguirlo. Además, también le prometía un rumbo, la sensación de tener un objetivo, aparte del atractivo que ofrecía una pequeña sociedad secreta oculta del resto del mundo. No tardó mucho en acompañar a los demás en sus incursiones.
    Al principio se limitaba a observar y actuar como centinela mientras Fred o Eva garabateaban pintadas contra el gobierno en las paredes o reventaban las cerraduras de los coches y las casas de los hechiceros en busca de artilugios. Kitty les esperaba entre las sombras jugueteando con el colgante de plata que llevaba en el bolsillo, a punto para silbar ante cualquier señal de peligro. Más adelante acompañaba a Gladys o a Stanley cuando seguían hasta su casa a un hechicero, tras el rastro del aura de los objetos que llevaba. Kitty anotaba las direcciones para incursiones posteriores.
    Alguna que otra noche veía salir de la tienda a Fred o a Martin, con misiones de diverso carácter. Vestían ropas oscuras, llevaban la cara pintada con hollín y unas bolsas pequeñas y pesadas bajo el brazo. Nadie se refería abiertamente a sus objetivos, pero cuando al día siguiente aparecían artículos en los periódicos sobre ataques misteriosos contra propiedades del gobierno, Kitty sacaba sus propias conclusiones.
    Con el tiempo, Kitty comenzó a desempeñar un papel de mayor importancia gracias a su inteligencia y a su decisión. El señor Pennyfeather acostumbraba a enviar a sus amigos en pequeños grupos en los que cada uno cumplía una función diferente. Al cabo de unos meses, permitió que Kitty liderara uno de estos grupos, integrado por Fred, Stanley y Eva. La agresividad y la tozudez de Fred chocaban de frente con la franqueza de Eva, pero Kitty consiguió que ambas personalidades trabajaran juntas con tal eficacia que regresaron de una incursión en los almacenes de los hechiceros con varios trofeos, entre los que se incluía un par de enormes esferas azules. El señor Pennyfeather dijo que posiblemente fueran esferas de elementos, muy raras y valiosas.
    El tiempo que pasaba alejada del grupo se le empezó a hacer tedioso, y poco a poco comenzó a despreciar la estrechez de miras de sus padres y la propaganda que le hacían tragar en el colegio. Por el contrario, la emoción que comportaban las operaciones nocturnas del grupo la divertía, a pesar del peligro que corrían en todas ellas. Una noche, un hechicero descubrió a Kitty y a Stanley saliendo por la ventana de su estudio con una caja mágica en la mano, invocó a una pequeña criatura con la forma de un armiño que salió en su persecución, al tiempo que arrojaba bolas de fuego por la boca. Eva, que los esperaba abajo en la calle, lanzó un espejo de mohoso al demonio, que se detuvo unos segundos distraído por la aparición de la criatura, el tiempo suficiente para facilitarles la huida. En otra ocasión, en el jardín de un hechicero, Timothy fue atacado por un demonio centinela que se arrastró sigilosamente hasta él y lo envolvió con sus finos dedos azules. Si Nick no hubiera conseguido rebanarle la cabeza a la criatura con una espada antigua que había robado segundos antes, las cosas se habrían puesto muy feas para él. Tim sobrevivió gracias a su invulnerabilidad, pero a partir de entonces se quejó de un olor casi imperceptible que nunca lo abandonaba.
    Aparte de los demonios, la policía era un problema continuo y fue ella la que finalmente les trajo la desgracia. En cuanto los objetivos de la banda de ladrones se hicieron más ambiciosos, aparecieron en las calles mayores efectivos de la Policía Nocturna. Una noche de otoño en Trafalgar Square, Martin y Stanley descubrieron un demonio disfrazado, con un amuleto que irradiaba un pulso mágico vibrante. La criatura iba a pie, y a su paso emitía una resonancia tan fuerte que a Tim no le costó seguirla. No tardaron en arrinconarlo en un callejón tranquilo, donde el grupo resistió los ataques más violentos del demonio. Por desgracia, las explosiones mágicas atrajeron la atención de la Policía Nocturna. Kitty y sus compañeros se dispersaron perseguidos por algo que parecía una jauría de perros. Al día siguiente, todos regresaron a la base para informar a Pennyfeather, menos uno: era Tim, a quien no volvieron a ver jamás.
    La pérdida de Tim fue un golpe tan duro para el grupo que acarreó una segunda baja casi inmediata. Algunos miembros de la banda, Martin y Stanley en particular, exigieron con vehemencia acciones más osadas contra los hechiceros.
    ­­Podríamos acecharlos cerca de Whitehall ­propuso Martin­, y caer sobre ellos cuando entren con sus coches al Parlamento. O podríamos atacar a Devereaux a la salida de la residencia de Richmond. La caída del primer ministro causaría gran conmoción. Necesitamos algo sísmico para comenzar el levantamiento.
    ­­Todavía no ­se opuso el señor Pennyfeather, irritado­. Todavía queda mucho por investigar. Venga, largaos y dejadme en paz.
    Martin era un chico delgado, de ojos oscuros y nariz recta, con un carácter vehemente como Kitty no había visto nunca antes. Se decía que había perdido a sus padres por culpa de los hechiceros, pero Kitty jamás supo en qué circunstancias. Martin nunca miraba directamente a los ojos de su interlocutor, siempre los tenía bajados y desviados hacia un lado. Cuando el señor Pennyfeather rechazaba sus peticiones de llevar a cabo acciones más contundentes, primero trataba de defender su postura con apasionamiento, pero luego, de repente, se encerraba en sí mismo y mostraba un semblante inexpresivo, como si no fuera capaz de comunicar la intensidad de sus sentimientos.
    Pocos días después de la muerte de Tim, Martin no apareció para unirse a la patrulla nocturna. Cuando el señor Pennyfeather entró en el sótano, descubrió que el almacén de las armas secretas había sido forzado y que faltaba una esfera de elementos. Horas después se cometió un atentado en el Parlamento: alguien había arrojado una esfera de elementos contra los parlamentarios y había causado varias bajas. El primer ministro se había salvado por los pelos. Al día siguiente, el cuerpo de un joven apareció en la orilla del Támesis, arrastrado por la corriente.
    Se podría decir que, de la noche a la mañana, el señor Pennyfeather se volvió más solitario e irritable. Apenas visitaba la tienda, salvo cuando se trataba de asuntos relacionados con la Resistencia. Anne les comentaba que estaba profundizando en la investigación que llevaba a cabo sobre los libros de magia robados.
    ­­Quiere aprender a utilizar mejores armas ­les informó­. Hasta ahora no hemos hecho sino rascar la superficie y tenemos que saber más si queremos vengarnos por lo de Tim y Martin.
    ­­¿Cómo se las va a arreglar? ­protestó Kitty. Sentía un gran afecto por Tim y la pérdida la había afligido profundamente­. Esos libros están escritos en cientos de lenguas. Jamás conseguirá descifrarlos.
    ­­Tiene un contacto ­repuso Anne­, alguien que puede ayudarnos.
    De hecho, fue por esas fechas cuando se unió al grupo un nuevo miembro, a cuyas opiniones el señor Pennyfeather concedía gran valor.
    ­­El señor Hopkins es un erudito ­dijo al presentarlo ante el grupo­, un hombre de grandes conocimientos. Él puede arrojar luz sobre el maldito modo de actuar de los hechiceros.
    ­­Bueno... Hago lo que puedo ­dijo el señor Hopkins con modestia.
    ­­Está empleado en la Biblioteca Británica ­prosiguió el señor Pennyfeather dándole un golpecito en el hombro­. Estaban a punto de pillarme cuando trataba de, bueno... de apropiarme de un libro de magia, pero el señor Hopkins me protegió de los guardias y me ayudó a escapar. Se lo agradecí y comenzamos a charlar. ¡Nunca había conocido a un plebeyo con tantos conocimientos! Ha aprendido infinidad de cosas él solo, leyendo los textos que tiene a su disposición. Por desgracia, hace años su hermano falleció a manos de un demonio y, como nosotros, quiere vengarse. Sabe... ¿cuántos idiomas, Clem?
    ­­Catorce ­respondió el señor Hopkins­. Y siete dialectos.
    ­­¡Ahí lo tenéis! ¿Qué os parece? Por desgracia, no posee nuestra invulnerabilidad, pero puede proporcionarnos apoyo en la retaguardia.
    ­­Haré todo lo que pueda ­aseguró el señor Hopkins.
    Cuando Kitty trataba de recordar al señor Hopkins, descubría que le resultaba extrañamente difícil. No se trataba de que tuviera algo que lo hiciera poco común; de hecho, todo lo contrarío: era demasiado normal y corriente. Creía recordar que tenía el pelo liso y pardusco y la cara suave y bien afeitada. No sabía decir si era joven o viejo. No tenía rasgos distintivos, ni peculiaridades, ni una forma de hablar característica. Mirándolo bien, aquel hombre tenía algo que hacía que uno lo olvidara al momento, incluso estando en su compañía. En algunas ocasiones, Kitty se había descubierto pensando en otra cosa mientras él hablaba. Oía lo que decía, pero no prestaba atención a quien hablaba. Sin duda, se trataba de algo muy curioso.
    Al principio, el grupo trató al señor Hopkins con cierto recelo, sobre todo porque, al carecer de invulnerabilidad, no salía a hacer incursiones en busca de artilugios. Su fuerte era la información y en ese terreno demostró pronto su valía para el grupo. El cargo que ocupaba en la biblioteca y, tal vez, su personalidad extrañamente anodina le permitían escuchar a escondidas a los hechiceros. Por ese motivo, a menudo conseguía prever sus movimientos, lo que permitía llevar a cabo incursiones en sus propiedades cuando estaban fuera. También escuchaba hablar de los artilugios que acababan de comprar en Pinn, lo que permitía al señor Pennyfeather organizar desvalijamientos más fructíferos. Sin embargo, lo más importante de todo es que el señor Hopkins descubrió una amplia gama de ensalmos, que les permitió utilizar armas nuevas en los ataques de la Resistencia.
    La precisión de sus filtraciones era tal que muy pronto todos acabaron confiando en él sin reservas. El señor Pennyfeather seguía siendo el líder del grupo, pero la inteligencia del señor Hopkins era la luz que les guiaba.
    Pasó el tiempo. Kitty dejó la escuela a los quince años, cuando acabó sus estudios. Había obtenido el escasamente útil título que el colegio otorgaba, pero no veía futuro en el triste trabajo de las fábricas
    o en los puestos de secretaria que ofrecían las autoridades. Se le presentó una alternativa satisfactoria: a sugerencia del señor Pennyfeather y para regocijo de sus padres, se convirtió en dependienta de la tienda de material artístico. Entre cientos de tareas diferentes, aprendió a llevar el libro de contabilidad, a cortar papel de acuarela y a clasificar los pinceles según los tipos de cerdas. El señor Pennyfeather no pagaba bien, pero Kitty estaba contenta.
    Al principio disfrutaba del riesgo que comportaban sus actividades con el grupo. Le gustaba el cálido y secreto estremecimiento que sentía cuando pasaba junto a un empleado del gobierno que se afanaba en tapar una consigna garabateada en una pared, o cuando veía un titular indignado en The Times quejándose de los últimos robos. Al cabo de unos meses, alquiló una pequeña habitación en una casa de vecinos destartalada que estaba a cinco minutos de la tienda, para escapar de la vigilancia de sus padres. Pasaba muchas horas trabajando en la tienda durante el día y reunida con el grupo por la noche. Su piel se volvió pálida y su mirada se endureció a causa de la amenaza perpetua de que la descubrieran y de las continuas bajas que se sucedían año tras año. Un demonio mató a Eva en una casa de Mayfair: su invulnerabilidad no fue suficiente para resistir el ataque. Gladys cayó en el incendio de unos almacenes, provocado por una esfera que habían arrojado.
    Al tiempo que el grupo se reducía, comenzaron a tener la sensación de que las autoridades estaban esforzándose por darles caza. Un nuevo hechicero llamado Mandrake había tomado las riendas y, a partir de entonces, vieron demonios disfrazados de niños haciendo preguntas sobre la Resistencia y tratando de vender objetos mágicos. En los pubs y en las cafeterías aparecieron confidentes humanos, que agitaban billetes delante de las narices a cambio de datos que fueran de utilidad. En las reuniones que se celebraban en la trastienda del señor Pennyfeather, se respiraba un ambiente tenso y sofocante. La salud del anciano se deterioraba; se mostraba irritado, y sus lugartenientes, inquietos. Kitty preveía una crisis.
    Fue entonces cuando llegó la profética reunión y el mayor desafío de todos.


    ______ 21 ______


    ­­Ya están aquí.
    Stanley había estado vigilando por la rejilla de la puerta de la trastienda. Llevaba ya un rato en aquella posición, tenso e inmóvil, cuando de repente se puso en marcha, descorrió el cerrojo y abrió la puerta. Dio un paso a un lado y se quitó la gorra.
    Kitty oyó acercarse el familiar repiqueteo del bastón. Se puso en pie y arqueó la espalda hacia atrás para desentumecerse y entrar un poco en calor. A su lado, los demás hicieron lo mismo. Fred se frotó la nuca y masculló algo entre dientes. De un tiempo a esta parte, el señor Pennyfeather había insistido en ese tipo de formalidades.
    La única luz que había en la trastienda procedía de una linterna colocada sobre la mesa. Era tarde y no querían atraer la atención de las esferas que hacían la ronda. El señor Hopkins entró primero, se detuvo junto a la puerta hasta acostumbrarse a la oscuridad y, a continuación, se hizo a un lado para guiar al señor Pennyfeather. En la penumbra, la figura encogida del líder parecía incluso más encorvada de lo habitual. El anciano entró arrastrando los pies como si fuera un esqueleto andante. El corpachón tranquilizador de Nick cerraba la retaguardia. Cuando todos acabaron de entrar, éste cerró la puerta tras él con suavidad.
    ­­Buenas noches, señor Pennyfeather, señor. ­El tono de Stanley sonó menos alegre que de costumbre y Kitty creyó detectar en él una repugnante falsa humildad.
    No hubo respuesta. El señor Pennyfeather se acercó lentamente a la silla de mimbre de Fred, como si cada paso que daba le resultara doloroso. Se sentó. Anne se acercó para colocar la linterna en un rincón, al lado del anciano, de modo que el rostro del señor Pennyfeather quedó envuelto por la oscuridad.
    El anciano apoyó el bastón contra la silla y empezó a quitarse los guantes poco a poco, un dedo tras otro. El señor Hopkins estaba de pie a su lado, pulcro, callado, anodino. Anne, Nick, Kitty, Stanley y Fred se quedaron de pie, como era habitual en los últimos tiempos.
    ­­Bien, bien, sentaos, sentaos. ­El señor Pennyfeather dejó los guantes sobre las rodillas­. Amigos míos ­comenzó­, juntos hemos recorrido un largo camino. No es necesario que haga hincapié en lo que hemos sacrificado o... ­La tos interrumpió sus palabras­. O por qué. Desde hace un tiempo soy de la opinión, reforzada por mi buen Hopkins aquí presente, de que carecemos de los medios necesarios para combatir al enemigo. No disponemos ni de armas, ni de dinero, ni de conocimientos suficientes, y creo que ha llegado el momento de enmendarlo.
    Se detuvo un segundo e hizo un gesto impaciente. Anne se adelantó con un vaso de agua que el señor Pennyfeather tragó ruidosamente.
    ­­Eso está mejor. Veamos. Hopkins y yo hemos estado ausentes estudiando ciertos documentos robados de la Biblioteca Británica. Se trata de documentos antiguos, del siglo diecinueve. Gracias a ellos hemos descubierto la existencia de un importante alijo de tesoros, la mayoría de un poder mágico considerable. Si pudiéramos hacernos con ellos, estaríamos ante algo que podría cambiar nuestra suerte radicalmente.
    ­­¿Qué hechicero los tiene en su poder? ­preguntó Anne.
    ­­De momento, esos tesoros se encuentran fuera del alcance de los hechiceros.
    Stanley dio un enérgico paso al frente.
    ­­Iremos a donde usted quiera, señor ­gritó­. A Francia, a Praga o... o al fin del mundo.
    Kitty entornó los ojos. El anciano se rió entre dientes.
    ­­No es necesario ir tan lejos. De hecho, sólo tenemos que cruzar el Támesis. ­Esperó a que se acallara el murmullo asombrado que arrancaron sus palabras­. Estos tesoros no se encuentran en un templo lejano, sino que están muy cerca de casa, en un sitio por el que hemos pasado miles de veces. Os lo diré. ­Alzó las manos para sofocar el creciente alboroto­. Por favor... os lo diré: se encuentran en el centro de la ciudad, en el centro del imperio de los hechiceros. Me refiero a la abadía de Westminster.
    Kitty oyó los gritos ahogados de los demás y sintió que un escalofrío de emoción le recorría la espalda. ¿La abadía? Pero si nadie se atrevería...
    ­­¿Se refiere a una tumba, señor? ­preguntó Nick.
    ­­Eso mismo, eso mismo... Señor Hopkins, ¿le importaría explicárselo usted?
    El funcionario se aclaró la garganta.
    ­­Gracias. La abadía es el sepulcro de la mayoría de los grandes hechiceros del pasado: Gladstone, Pryce, Churchill, Kitchener... por citar unos cuantos. Sus cuerpos descansan en las tumbas de las cámaras secretas que hay bajo el suelo de la abadía y junto a ellos se encuentran sus tesoros, objetos poderosos sobre los que los timoratos bufones de nuestros días sólo se atreven a conjeturar.
    Como siempre que hablaba el señor Hopkins, Kitty apenas reparó en su persona y se dedicó a acariciar sus palabras y todo lo que éstas implicaban.
    ­­Pero protegieron sus sepulcros con maldiciones ­repuso Anne­. Unos castigos espantosos aguardan a quienes las profanen.
    Desde las profundidades de la silla, el señor Pennyfeather dejó escapar una risa sibilante.
    ­­Nuestros actuales dirigentes, esos que apenas merecen llamarse hechiceros, evitan las tumbas como si se tratara de la peste. Son unos cobardes, no se libra ninguno. Tiemblan sólo de pensar en la venganza que podrían cobrarse sus antepasados si se atrevieran a perturbar su sueño.
    ­­Si lo planificamos con cuidado, podemos sortear las trampas ­añadió el señor Hopkins­. No compartimos el miedo casi supersticioso de los hechiceros. He estado ojeando los documentos y he descubierto una cripta que contiene maravillas que apenas imagináis. Escuchad. ­El funcionario extrajo de su chaqueta un papel doblado. Lo abrió en medio del silencio sepulcral, sacó unas gafas diminutas del bolsillo y se las colocó sobre la nariz. Leyó­: «Seis barras de oro, cuatro estatuillas engastadas con joyas, dos puñales con empuñadura de esmeraldas, un juego de globos terráqueos de ónice, un cáliz de peltre, un...». Ah, ésta es la parte interesante. «Un saquito encantado de satén negro con cincuenta soberanos de oro.» ­El señor Hopkins los miró por encima de los anteojos­. A primera vista el saquito no dice nada, pero atención a esto: no importa cuánto dinero se extraiga del saquito, nunca se vacía. Creo que sería una fuente inagotable de dinero para vuestro grupo.
    ­­Podríamos comprar armas ­murmuró Stanley­. Los checos nos suministrarían el material si tuviéramos con qué pagarles.
    ­­El dinero abre todas las puertas ­afirmó el señor Pennyfeather con una sonrisita­. Continúa, Clem, continúa. Eso no es todo, ni mucho menos.
    ­­Veamos... ­El señor Hopkins consultó de nuevo el papel­. El saquito... Ah, sí, y una bola de cristal en la que, y cito textualmente, «pueden distinguirse destellos de lo que va a ser el futuro y de los secretos de todo lo enterrado u oculto».
    ­­¡Imaginaos! ­gritó el señor Pennyfeather­. ¡Imaginaos el poder que eso nos daría! ¡Podríamos adelantarnos a los movimientos de los hechiceros! Podríamos localizar maravillas perdidas del pasado, joyas olvidadas...
    ­­Nada podría detenernos ­musitó Anne.
    ­­Seríamos ricos ­comentó Fred.
    ­­Si todo eso es verdad... ­repuso Kitty en voz baja.
    ­­También hay una bolsita ­continuó el señor Hopkins­con la que se pueden atrapar demonios. Eso podría resultarnos útil si conseguimos descubrir el conjuro. Y un montón más de objetos menores entre los que se incluyen, dejadme ver, una capa, un bastón de madera y diversos objetos personales. El saquito, la bola de cristal y la bolsa son lo mejor de todo.
    El señor Pennyfeather se inclinó hacia delante sin levantarse de la silla, sonriendo de oreja a oreja, como un duendecillo.
    ­­Así que, amigos míos ­dijo­, ¿qué opináis? ¿Vale la pena?
    Kitty creyó que era el momento de aportar un poco de sentido común.
    ­­Todo eso está muy bien, señor ­intervino­, pero ¿cómo es posible que nadie se haya llevado antes esos objetos? ¿Dónde está la trampa?
    Por lo visto, el comentario desinfló ligeramente el ambiente de euforia.
    ­­¿Cuál es el problema? ­le preguntó Stanley con el ceño fruncido­. ¿Este trabajo no es lo bastante importante para ti? Tú eres la que ha estado dando la lata con lo de mejorar la estrategia.
    Kitty sintió que el señor Pennyfeather la traspasaba con la mirada. Se estremeció y se encogió de hombros.
    ­­La observación de Kitty es acertada ­intervino el señor Hopkins­. Hay una trampa o, mejor dicho, una protección alrededor de la cripta. Según los documentos, se ha fijado una pestilencia a la dovela de la cámara, que se acciona al abrirse la puerta. En el caso de que alguien entrara en el sepulcro, la pestilencia del techo se hincharía como un globo y alcanzaría a todo lo que se encontrara en las inmediaciones... ­Consultó el papel­. «Para arrancarle la carne de los huesos.»
    ­­Encantador ­comentó Kitty jugueteando con el colgante en forma de lágrima que llevaba en el bolsillo.
    ­­Esto... ¿Qué propone para evitar la trampa? ­preguntó Anne al señor Pennyfeather educadamente.
    ­­Puede hacerse ­contestó el anciano­, pero en estos momentos está fuera de nuestro alcance porque no poseemos los conocimientos mágicos necesarios. Sin embargo, el señor Hopkins conoce a alguien que podría ayudarnos.
    Todo el mundo se volvió para mirar al funcionario, que adoptó una expresión de disculpa.
    ­­Es, o era, un hechicero ­comentó el señor Hopkins­. Por favor... ­Sus palabras habían levantado un murmullo de desaprobación­. Escuchadme. Está descontento con nuestro gobierno por razones que sólo a él le atañen, y desea que Devereaux y los demás caigan. Puede ayudarnos a librarnos de la pestilencia gracias a sus conocimientos... y artilugios. Además... ­El señor Hopkins esperó a que todo el mundo se callara­. Tiene la llave de la tumba que nos interesa.
    ­­¿Quién es? ­preguntó Nick.
    ­­Lo único que puedo decirte es que se trata de un miembro respetado de la sociedad, un estudioso y un entendido en arte. Algunas de las personas más importantes del planeta se encuentran entre sus amistades.
    ­­¿Cómo se llama? ­insistió Kitty­. Con eso no vamos a ninguna parte.
    ­­Lo siento, pero prefiere ocultar su identidad, como también deberíamos hacer nosotros, claro. A él tampoco le he contado nada de vosotros, pero si aceptáis su ayuda desea reunirse con alguien del grupo, y muy pronto, a quien le entregará la información que necesitamos.
    ­­Pero ¿cómo sabemos que podemos confiar en él? ­protestó Nick­. ¿Y si su objetivo es traicionarnos?
    El señor Hopkins se aclaró la garganta.
    ­­No lo creo. Ya os ha ayudado antes, y en muchas ocasiones. La mayoría de los soplos que os he dado me los había pasado este hombre. Hace mucho tiempo que quiere vernos triunfar.
    ­­Examiné los documentos de la biblioteca ­añadió el señor Pennyfeather­y parecen originales. Demasiado trabajo para que se trate de una falsificación. Además, hace años que nos conoce a través de Clem. ¿Por qué no nos traiciona, si realmente quisiera acabar con la Resistencia? No, creo en su palabra. ­Tambaleante, se puso en pie. El tono de su voz alterada se volvió duro­. Aparte de que se trata de mi organización, así que no estaría de más que confiaseis en mi palabra. Veamos, ¿alguna pregunta?
    ­­Sólo una ­apuntó Fred, abriendo la navaja automática­. ¿Cuándo empezamos?
    ­­Si todo va bien, asaltaríamos la abadía mañana por la noche. Lo único que queda...
    Un repentino ataque de tos interrumpió al anciano y le obligó a doblarse sobre sí mismo. La espalda encorvada proyectaba sombras extrañas en la pared. Anne se adelantó para ayudarle a sentarse. Pasaron unos instantes hasta que consiguió recuperar el aliento y retomar la palabra.
    ­­Disculpad, pero ya veis en qué estado me encuentro ­dijo al fin­.

    Se me acaban las fuerzas. De verdad, amigos míos, la abadía de Westminster es la mejor oportunidad que se me presenta... para conduciros a todos a... a algo mejor. Será un nuevo comienzo.
    «Y un final apropiado para ti ­pensó Kitty­. Es la última oportunidad que tienes para conseguir algo concreto antes de morir. Sólo espero que mantengas la cabeza en su sitio hasta ese momento.»
    Como si le hubiera leído el pensamiento, el señor Pennyfeather volvió repentinamente la cabeza en su dirección.
    ­­Lo único que queda ­dijo­es visitar a nuestro misterioso benefactor y discutir las condiciones. Kitty, puesto que hoy se te ve tan dispuesta, mañana te reunirás con él.
    Kitty le devolvió la mirada.
    ­­Muy bien ­respondió.
    ­­De acuerdo, veamos... ­El anciano se volvió para mirarlos a todos, uno a uno­. He de confesar que estoy un poco decepcionado. Ninguno de vosotros ha preguntado todavía por la identidad de la persona cuya tumba estamos a punto de profanar. ¿No sentís curiosidad? ­Soltó una risita sibilante.
    ­­Esto... ¿De quién es la tumba, señor? ­preguntó Stanley.
    ­­De alguien que os sonará de vuestros días de colegio. Creo que todavía tiene un papel destacado en casi todas las lecciones. Ni más ni menos que el Fundador de nuestro Estado, el mayor y más temible de nuestros líderes, el mismísimo héroe de Praga. ­Los ojos del señor Pennyfeather brillaron en la oscuridad­. Nuestro amado William Gladstone.


    TERCERA PARTE

    _____ 22 _____ NATHANIEL

    Estaba previsto que el vuelo de Nathaniel saliera del aeródromo de Box Hill a las seis y media en punto. El coche oficial llegaría al ministerio una hora antes, a las cinco treinta, lo que significaba que tenía aproximadamente medio día a fin de prepararse para la misión más importante de su breve carrera en el gobierno: el viaje a Praga.
    Lo primero que tenía que hacer era encargarse de su siervo, designado como compañero de viaje. De regreso a Whitehall encontró una cámara de invocación libre y volvió a llamar a Bartimeo con una palmada. Cuando el genio se materializó, se había deshecho del disfraz de pantera y había adoptado una de sus formas favoritas, la de un jovencito moreno. Nathaniel se fijó en que el chico ya no llevaba la habitual falda al estilo egipcio, sino que se había emperifollado aparatosamente con un anticuado traje de viaje de tweed con polainas, botines y un incongruente gorro de aviador de piel, gafas protectoras incluidas.
    Nathaniel frunció el ceño.
    ­­Para empezar, ya puedes estar quitándote eso. Tú no vas a volar.
    El chico pareció dolido.
    ­­¿Por qué no?
    ­­Porque viajo de incógnito y eso significa que no puede haber demonios danzando por las aduanas.
    ­­¿Qué? ¿Ahora nos ponen en cuarentena?
    ­­Los hechiceros checos escudriñan todos los vuelos de llegada en busca de magia y seguro que, tratándose de un avión británico, lo someten a una rigurosa inspección. No hay artilugio, libro de magia o demonio idiota que se les pase, así que tendré que ser un «plebeyo» durante todo el vuelo. En cuanto a ti, te invocaré en cuanto llegue.
    El chico alzó las gafas de aviador para que pudiera apreciar mejor su expresión escéptica.
    ­­Creía que el imperio británico dirigía el cotarro en Europa ­dijo­. Hace años que os apoderasteis de Praga. ¿Cómo es que ahora os dicen lo que tenéis que hacer?
    ­­Eso no es así. Seguimos controlando el equilibrio de poder en Europa, pero oficialmente hemos firmado una tregua con los checos. Por el momento, les garantizamos que no habrá incursiones mágicas en Praga y por eso este viaje tiene que hacerse con discreción.
    ­­Hablando de discreción... ­El chico le guiñó un ojo­. Lo de antes me salió bastante bien, ¿eh?
    Nathaniel frunció los labios.
    ­­¿Qué quieres decir?
    ­­Bueno, esta mañana me he comportado la mar de bien, ¿no te has fijado? Podría haberles soltado a tus maestros un rosario de
    insolencias, pero me contuve para echarte una mano.
    ­­¿No me digas? Pues yo te vi como el fanfarrón de siempre.
    ­­¿Estás de guasa? Estuve tan empalagoso que prácticamente no podía despegar los pies del suelo. Todavía tengo el regusto de la falsa modestia en la lengua, aunque es mejor que acabar metido en uno de esos orbes de desconsuelo de la querida Jessica. ­El chico se estremeció­. Claro que yo sólo le hice la pelota un rato. Debe de ser espantoso tener que agachar siempre la cabeza, como tú, sabiendo que podrías acabar con la pantomima cuando te diera la gana y seguir tu propio camino... Claro que para eso hacen falta agallas.
    ­­Alto ahí, no me interesa tu opinión. ­Nathaniel no iba a aguantarle nada. Los demonios solían soltar verdades a medias a los hechiceros para desorientarlos, así que lo mejor era hacer oídos sordos a sus patrañas­. Además, para empezar, Duvall no es mi maestro ­añadió­. Le desprecio.
    ­­Y Whitwell es diferente, ¿verdad? No vi que hubiera una gran conexión entre vosotros dos.
    ­­Ya basta. Tengo que hacer el equipaje y he de pasar por el Ministerio de Exteriores antes de irme. ­Nathaniel consultó la hora­. Volveré a necesitarte de aquí a... doce horas en mi hotel de Praga. Te envolveré en una red hasta que vuelva a invocarte. Permanecerás en silencio y serás invisible dentro del círculo y no te darás a conocer, ni a percibir, ante ningún ser sensible hasta que te haga llamar.
    El chico se encogió de hombros.
    ­­Si no hay más remedio...
    ­­No hay más remedio.
    La figura del interior del pentáculo parpadeó y se desvaneció lentamente como el recuerdo de un sueño. Una vez que hubo desaparecido por completo, Nathaniel conjuró un par de encantamientos de refuerzo para impedir que alguien dejara libre al genio utilizando la estrella de cinco puntas sin saberlo, y se marchó a toda prisa. Todavía le quedaban unas horas bastante ajetreadas por delante.
    Antes de ir a casa para preparar el equipaje, Nathaniel se pasó por el Ministerio de Exteriores, un edificio comparable al Museo Británico en tamaño, envergadura y majestuosidad sombría y amenazadora. Allí tenía lugar gran parte de la gestión diaria del imperio; desde allí los hechiceros impartían consejos e instrucciones por teléfono o mediante mensajeros a sus homólogos que trabajaban en pequeñas oficinas repartidas por todo el mundo. Mientras subía los escalones que conducían a la puerta giratoria, Nathaniel alzó la vista hacia el tejado. En los tres planos que las lentillas le permitían ver, el cielo que cubría el edificio estaba abarrotado de formas insustanciales que iban y venían, mensajeros raudos que llevaban órdenes en sobres codificados mágicamente seguidos de cerca por demonios mayores que les servían de escolta. Como de costumbre, la grandeza del imperio, que sólo podía apreciarse en espectáculos como aquél, lo impresionaba y acaparaba toda su atención, razón por la que tuvo un problemilla con la puerta giratoria. Por desgracia, al empujarla con fuerza en sentido contrario, una anciana de cabello gris salió disparada hacia atrás y quedó despatarrada en el vestíbulo mientras el montón de papeles que llevaba se desparramó por el suelo de mármol.
    Tras lograr franquear la entrada, Nathaniel se acercó a toda prisa a su víctima y la ayudó a levantarse, disculpándose aturullado, antes de ponerse a recoger los papeles. En ésas estaba, espoleado por la lluvia de protestas airadas de la anciana, cuando vio que una figura esbelta y familiar aparecía por una puerta al otro lado del vestíbulo y se acercaba a él: Jane Farrar, la aprendiza de Duvall, muy elegante y con el cabello oscuro tan reluciente como siempre.
    Nathaniel se puso rojo como un tomate. Se apresuró, pero había demasiados papeles y el vestíbulo no era muy grande. Mucho antes de que hubiera acabado de recogerlos, y mientras la anciana seguía haciéndole saber con vehemencia lo que pensaba de él, la señorita Farrar llegó a su lado. Nathaniel miró los zapatos de reojo y comprobó que se había detenido y que estaba observándolo. No le costó imaginarse su expresión de indiferente regocijo.
    Con un hondo suspiro, se enderezó y le devolvió los papeles a la señora de malos modos.
    ­­Tenga. Una vez más, le pido disculpas.
    ­­Más te vale. De todos los crios desconsiderados, arrogantes e impertinentes...
    ­­Sí, permítame que la ayude con esa puerta...
    Con mano firme, la hizo dar media vuelta y le dio un pequeño empujoncito entre los omóplatos que la puso rápidamente en camino. Se quitó el polvo, se volvió y parpadeó fingiendo sorpresa.
    ­­¡Señorita Farrar! Me alegro de verla.
    Jane esbozó una débil y enigmática sonrisa.
    ­­Señor Mandrake. Parece un poco sofocado.
    ­­¿De verdad? Bueno, tengo cosas urgentes que hacer esta tarde y encima a esa pobre mujer va y le fallan las piernas. Estaba ayudándola... ­Jane lo miró de arriba abajo con mirada impasible­. Bueno... Será mejor que vaya tirando...
    Dio un paso a un lado, pero Jane Farrar se acercó a él inesperadamente.
    ­­Sé que estás ocupado, John, pero me encantaría consultarte una cosa, si me permites el atrevimiento ­dijo mientras se ensortijaba despreocupadamente un largo mechón de cabello oscuro en un dedo­. Qué afortunada soy, me alegro muchísimo de que nos hayamos encontrado... Un pajarito me ha dicho que hace poco lograste invocar a un genio de cuarto nivel. ¿Es eso cierto? ­preguntó clavándole sus grandes ojos oscuros rebosantes de admiración.
    Nathaniel retrocedió ligeramente. Tal vez se sintiera un poco acalorado, halagado sin duda, pero no lo bastante dispuesto a comentar cuestiones tan privadas como la elección de su demonio. Qué lástima que el incidente del Museo Británico fuera de dominio público, pues ahora correrían toda clase de rumores acerca de su siervo. Sin embargo, no era prudente bajar la guardia. «Escudado, enigmático y eficaz.» Esbozó una sonrisa precavida.
    ­­Es cierto, la han informado bien. No es tan difícil, se lo aseguro. Bueno, si no le importa...
    Jane Farrar dejó escapar un débil suspiro y se llevó un mechón de pelo detrás de la oreja de forma encantadora.
    ­­Eres inteligente ­insistió­. ¿Sabes qué? He tratado de hacer exactamente lo mismo, eso de invocar a un demonio de cuarto nivel, pero debo de liarme en algún paso porque no me sale. No sé dónde puede estar el problema. ¿Podrías acompañarme un momento y echarle un vistazo a los conjuros? Tengo un círculo de invocaciones para mí sola, en mi piso, no muy lejos de aquí. Así podremos hablar en privado... Nadie nos molestará... ­Ladeó ligeramente la cabeza y sonrió. Tenía unos dientes blanquísimos.
    Nathaniel era consciente de que una gota de sudor le resbalaba por una sien de modo muy poco favorecedor. Se las arregló para retirarse el pelo hacia atrás y secarse la gota con naturalidad, o al menos eso esperaba. Se sentía muy raro: lánguido y al mismo tiempo acalorado y lleno de energía, todo a la vez. Después de todo, sería fácil ayudar a la señorita Farrar. Invocar a un genio era bastante sencillo cuando se ha hecho varias veces. No era para tanto... De repente, se dio cuenta de que deseaba la gratitud de la joven.
    Jane le tocó el brazo suavemente con sus finos dedos.
    ­­¿Qué me dices, John?
    ­­Mmm...
    Abrió y cerró la boca, frunciendo el ceño. Algo lo retenía, algo que tenía que ver con el tiempo o con la falta de éste. ¿Qué era? Había ido al ministerio para... ¿Para qué? Le costaba recordarlo.
    Jane hizo un ligero mohín.
    ­­¿Te preocupa tu maestra? No tiene por qué enterarse y yo no voy a contárselo al mío. Sé que se supone que no deberíamos...
    ­­No es eso ­la interrumpió­, es que...
    ­­Bien, ¿entonces...?
    ­­No, hoy tengo algo que hacer... Algo importante.
    Trató de apartar la mirada de sus ojos. No podía concentrarse, ése era el problema, y el corazón le latía con tanta fuerza que la memoria no lograba hacerse oír. Jane desprendía un perfume embriagador, no era la típica Loción de Serbal, sino un perfume mucho más exótico y floral. Era muy agradable, aunque un poco fuerte. Su fragante proximidad lo confundía.
    ­­¿De qué se trata? ­preguntó Jane­. Tal vez pueda ayudarte.
    ­­Mmm... Me voy a un lugar... A Praga...
    Jane se acercó un poco más.
    ­­¿De verdad? ¿Para qué?
    ­­Para investigar... Esto... ­Parpadeó y sacudió la cabeza. Algo iba mal.
    ­­Hagamos una cosa ­le propuso Jane­: vayamos a sentarnos a algún sitio y charlemos un rato, así podrás contarme todo lo que estás planeando.
    ­­Supongo...
    ­­Tengo un sofá enorme y muy cómodo.
    ­­¿De verdad?
    ­­Podemos intimar algo más mientras tomamos un sorbete helado. Así podrás contarme lo de ese demonio que invocaste, ese Bartimeo. Me tienes impresionada.
    Al oír el nombre, una señal de alarma se encendió en su cabeza y se abrió paso a través de su insólito aturdimiento. ¿De dónde había sacado el nombre de Bartimeo? Sólo se lo podía haber dado Duvall, su maestro, quien a su vez lo había oído esa misma mañana en la cámara de invocación. Y Duvall... Duvall no era un amigo. Estaba empeñado en obstaculizar las acciones de Nathaniel, incluso su viaje a Praga... Miró a Jane con creciente desconfianza. Poco a poco comenzó a comprender, y en ese momento se dio cuenta de que su red sensorial emitía un pulso apagado en su oído advirtiéndole de que algo trataba de encantarlo con sutileza. Tal vez se tratase de un hechizo, o quizá de un encanto... En ese momento creyó percibir que el brillo del cabello de Jane perdía intensidad y que el fulgor de su mirada titilaba y se extinguía.
    ­­Lo... lo siento, señorita Farrar ­contestó Nathaniel con voz ronca­. Le agradezco su invitación, pero debo declinarla. Dele recuerdos a su maestro.
    Jane lo miró en silencio. En un abrir y cerrar de ojos, un desprecio infinito sustituyó la mirada fascinada. Segundos después, Jane Farrar había recuperado su expresión fría y controlada de siempre. Sonrió.
    ­­De su parte.
    Nathaniel hizo una pequeña reverencia y se alejó. Cuando volvió la vista al otro extremo del vestíbulo, Jane ya había desaparecido.
    Cinco minutos después, tras salir del ascensor en la tercera planta del ministerio, cruzar un pasillo ancho y resonante y llegar a la puerta del subsecretario, seguía sintiéndose algo aturdido. Se arregló los puños, se tomó unos instantes para serenarse, llamó a la puerta y entró.
    Se encontró en una habitación de techo alto y paredes forradas de roble. La luz se colaba a través de unas elegantes ventanas apuntadas que daban al denso tráfico de Whitehall. La sala estaba presidida por tres enormes mesas de madera con trabajos de taracea en cuero verde. Encima había varios mapas desplegados de diferentes tamaños: unos eran de papel prístino, otros de papel vitela antiguo, pero todos estaban prendidos con alfileres en el cuero de la mesa. Un hombrecillo calvo, el subsecretario del Ministerio de Asuntos Exteriores, que estaba encorvado sobre uno de los mapas resiguiendo algo con el dedo, alzó la vista y asintió con la cabeza en un ademán afable.
    ­­Mandrake... Bien. Jessica dijo que vendría. Entre, ya le tengo preparados los mapas de Praga.
    Nathaniel avanzó hasta el subsecretario, que apenas le llegaba a la altura del hombro. La seca y cetrina tez del hombre tenía un color ocre amarillento, como el de un pergamino manchado por el sol. El subsecretario señaló algo en el mapa.
    ­­Bien, esto es Praga. Es un mapa bastante reciente, como puede ver... Aquí aparecen las trincheras que cavaron nuestras tropas en la Primera Guerra Mundial. Doy por sentado que está familiarizado con la ciudad.
    ­­Sí, señor. ­La enciente mente de Nathaniel accedió con facilidad a la información relevante­. El barrio del castillo se encuentra en la orilla occidental del Moldava, la Ciudad Vieja se encuentra en el este. El viejo barrio mágico estaba cerca del castillo, ¿verdad, señor?
    ­­Correcto. ­El dedo se movió­. Aquí, abrazando la colina. La mayoría de los hechiceros y alquimistas del emperador vivían en el callejón del Oro... hasta que entraron los muchachos, de Gladstone, claro. En la actualidad, los hechiceros que puedan tener los checos se hacinan lejos del centro de la ciudad, en los barrios periféricos, así que hay muy poca actividad cerca del castillo, por no decir ninguna. Creo que está medio en ruinas. ­Movió el dedo al otro lado del río­. El otro antiguo centro mágico es el gueto, aquí. Ahí fue donde Loew creó a los primeros golems, allá por los tiempos de Rodolfo. Otros hechiceros de la misma zona continuaron con esta práctica hasta el siglo pasado, de modo que si el saber popular que nos interesa se ha conservado en algún lugar, imagino que será aquí. ­Levantó la vista hacia Nathaniel­. Se da cuenta de que este viaje no sirve para nada, ¿verdad, Mandrake? Si durante todo este tiempo han podido crear golems, ¿por qué no los han utilizado? No será porque no hayan tenido oportunidad en las muchas batallas en que los hemos derrotado. No, no le veo el sentido.
    ­­Únicamente me guío por la información recibida, señor ­contestó Nathaniel con respeto­. Praga parece el lugar por donde se debe empezar.
    Su tono y su actitud neutros ocultaban el hecho de que estaba totalmente de acuerdo con todo lo que el subsecretario había dicho.
    ­­Mmm... Bueno, usted sabrá lo que se hace. ­El tono del subsecretario dejaba bien claro que pensaba que Nathaniel no lo sabía­. Bien... ¿Ve ese paquete? Dentro está el pasaporte falso. Viajará con el nombre de Derek Smithers, un joven aprendiz que trabaja para la Watt's Wine de Marylebone. En la bolsa encontrará documentos que lo corroboran, en el caso de que en la aduana checa se pongan quisquillosos.
    ­­¿Derek... Smithers, señor? ­Nathaniel no parecía demasiado entusiasmado.
    ­­Sí. El único nombre que hemos podido conseguir. El pobre murió de hidropesía el mes pasado y era más o menos de tu edad. Desde entonces destinamos su identidad a fines gubernamentales. Veamos, oficialmente visita Praga con el objeto de importar algunas de sus excelentes cervezas. Le he puesto una lista de cerveceros en la bolsa para que la memorice durante el vuelo.
    ­­Sí, señor.
    ­­De acuerdo. Ante todo, no olvide que ha de ser muy prudente en esta misión, Mandrake. No debe atraer la atención. Si tiene que utilizar la magia, hágalo con discreción y no se recree. He oído que puede que utilice un demonio. Si es así, manténgalo bajo control.
    ­­Por supuesto, señor.
    ­­Los checos no deben saber que es hechicero. Parte del tratado actual que tenemos con ellos establece que nosotros prometemos no llevar a cabo ningún tipo de acción mágica en su territorio, y viceversa.
    Nathaniel frunció el ceño.
    ­­Pero, señor, tengo entendido que hace poco se han detectado núcleos activos de checos infiltrados en Gran Bretaña. Ellos son los que están incumpliendo el tratado, ¿no?
    El subsecretario le lanzó una mirada irritada con el rabillo del ojo y tamborileó los dedos sobre el mapa.
    ­­Cierto, no son de fiar. ¿Quién sabe...? Incluso podrían estar detrás del incidente ese del «golem».
    ­­En ese caso...
    ­­Ya sé lo que va a decir, Mandrake. Claro que nada nos gustaría más que marchar con nuestro ejército sobre la plaza Wenceslao mañana mismo y demostrarles a los checos quién manda, pero en estos momentos no estamos en disposición de poder hacerlo.
    ­­¿Por qué no, señor?
    ­­Por culpa de los rebeldes estadounidenses. Por desgracia, no damos abasto, pero esta situación no durará mucho. Acabaremos con esos yanquis y luego pasaremos a estudiar la situación en Europa, pero
    justo en este momento no queremos follones. ¿Entendido?
    ­­Por descontado, señor.
    ­­Además, nosotros también estamos incumpliendo la tregua de múltiples formas. Es lo que se llama diplomacia. Lo cierto es que a los checos se les han subido mucho los humos en estos últimos diez años. Las campañas del señor Devereaux en Italia y Europa central no fueron concluyentes y el Consejo de Praga ha comenzado a sondear nuestro imperio en busca de puntos débiles. Nos incordian como una pulga a un perro. No importa, todo llegará... ­En la expresión del subsecretario se mezclaban por igual la dureza y la autosuficiencia. Devolvió su atención al mapa­. Vamos a ver, Mandrake ­dijo enérgicamente­, supongo que necesitará un contacto en Praga, alguien que le ayude a orientarse.
    Nathaniel asintió con la cabeza.
    ­­¿Tienen a alguien allí, señor?
    ­­Lo tenemos, uno de nuestros mejores agentes. Se llama Arlequín.
    ­­Arlequín...
    Nathaniel imaginó una figura esbelta y enmascarada deslizándose con paso danzarín entre las sombras, desprendiendo un aire carnavalesco y amenazador a su paso...
    ­­El mismo. Es el nombre que utiliza como agente. No le puedo decir el verdadero, porque posiblemente no lo sepa ni él. Si se está imaginando a un caballero esbelto y enmascarado con un disfraz de colores brillantes y de paso ligero, olvídelo. Nuestro Arlequín es un hombre ya mayor y fondón de natural macabro. Es más, suele vestir de negro. ­El subsecretario hizo una mueca de escrupulosa repugnancia­. Eso pasa por quedarse en Praga demasiado tiempo. Es una ciudad que invita a la melancolía. En todo este tiempo, algunos de nuestros espías se han visto empujados al suicidio. Por ahora parece que Arlequín sigue conservando el juicio, pero siente cierta inclinación hacia lo morboso.
    Nathaniel se apartó el pelo de los ojos.
    ­­Estoy seguro de que sabré manejar la situación, señor. ¿Cómo me encontraré con él?
    ­­Salga a medianoche del hotel y diríjase al cementerio del gueto; por cierto, está aquí, Mandrake... ¿Lo ve? Al lado de la plaza de la Ciudad Vieja. Usted deberá llevar una boina con una pluma rojo sangre y estará deambulando entre las tumbas. Arlequín le encontrará. Usted lo reconocerá por la vela especial que llevará.
    ­­Una vela especial.
    ­­Eso es.
    ­­¿Que... es muy larga, está torcida o qué?
    ­­No ha compartido conmigo esa información.
    Nathaniel hizo una mueca.
    ­­Discúlpeme, pero todo esto parece un poco... gótico...
    melodramático, ¿no, señor? Eso de los cementerios, las velas y las plumas rojo sangre. ¿No podría darme un telefonazo a la habitación del hotel cuando me haya duchado y encontrarse conmigo en la cafetería de abajo?
    El subsecretario esbozó una débil sonrisa, le tendió el paquete y se dirigió hacia la mesa más alejada. Tomó asiento en un lujoso sillón de piel que había detrás y, dejando escapar un pequeño suspiro, lo giró hasta quedar frente a una ventana, a través de la que se distinguían unos nubarrones que encapotaban el cielo de Londres. A lo lejos, hacia el oeste, llovía; unas líneas borrosas cortaban el cielo al bies y se perdían en los pliegues invisibles de la ciudad. El subsecretario disfrutó un rato de aquella vista, en silencio.
    ­­Contemple la ciudad moderna ­dijo al fin­, construida según los patrones urbanísticos más novedosos. Observe los orgullosos edificios de Whitehall, ¡ninguno tiene más de ciento cincuenta años! Claro que todavía existen zonas degradadas sin reformar, algo inevitable con tantos plebeyos por todas partes, pero el centro de Londres, donde trabajamos y vivimos, mira hacia delante. Londres es una ciudad del futuro, digna de un gran imperio. Mandrake, el apartamento de la señorita Whitwell, un edificio magnífico, ejemplifica la tendencia de la modernidad. Deberían haber muchos más como ése. El año que viene, el señor Devereaux tiene planeado tirar abajo gran parte de Covent Garden y reedificar todas esas casas con entramado de madera para convertirlas en espectáculos gloriosos de cemento y cristal...
    El sillón volvió a girar hacia la habitación y el subsecretario señaló los mapas.
    ­­Pero Praga... es diferente, Mandrake. Por lo que dicen todos, es un lugar especialmente sombrío que ansia con nostalgia las glorías de un pasado ya lejano, que tiene una especie de fijación macabra por todo lo muerto y desaparecido: hechiceros, alquimistas, el gran imperio checo... En fin, cualquier médico le diría que se trata de una actitud enfermiza. Si Praga fuera un humano, la internaríamos en un sanatorio. Me atrevería a decir que, si quisiéramos, podríamos zarandear a Praga para que despertara de sus ensoñaciones, Mandrake, pero no queremos, no. Es mucho mejor que tenga la mente confusa y absorta en sus misterios, en vez de despejada y clarividente como la de Londres. La gente como Arlequín, la gente que mantiene los ojos bien abiertos por nosotros, tiene que pensar en los mismos términos que los checos, o no nos servirían de nada, ¿no cree? Arlequín es uno de nuestros mejores espías, Mandrake, y de ahí sus estrambóticas instrucciones. Le sugiero que las siga al pie de la letra.
    ­­Sí, señor. Le aseguro que haré todo lo que esté en mi mano.


    _____ 23 _____ BARTIMEO

    Supe que estaba en Praga en cuanto me materialicé. La desvencijada ostentación de la lámpara de araña dorada que colgaba del techo de la habitación del hotel, las molduras recargadas y mugrientas en la parte superior de las paredes, los pliegues polvorientos de las colgaduras del pequeño dosel de la cama, el aire melancólico de la habitación... Todo apuntaba en una única dirección. Igualito que la expresión malhumorada de mi amo. Estaba mascullando las últimas silabas de la invocación y mirando a su alrededor como si esperara que la habitación fuera a levantarse para morderle.
    ­­¿Has tenido un buen viaje? ­le pregunté.
    Terminó de pronunciar unos cuantos lazos protectores y salió del círculo haciéndome una seña para que lo imitara.
    ­­¡Qué va! Todavía me quedaba encima algún vestigio de magia cuando crucé la aduana. Me abordaron y me llevaron a una habitación con mucha corriente, donde tuve que inventarme algo a toda prisa. Les dije que mi almacén de vino se encontraba justo al lado de un edificio gubernamental, y que de vez en cuando un conjuro descarriado impregnaba las paredes. ­Frunció el ceño­. ¡No lo entiendo! ¡Me cambié completamente de ropa antes de salir de casa para quitarme de encima cualquier rastro de magia!
    ­­¿Los calzoncillos también?
    No contestó enseguida.
    ­­Esto... Tenía prisa, lo olvidé.
    ­­Entonces sería eso. Te sorprenderías de lo que se acumula por ahí abajo.
    ­­Y mira esta habitación ­continuó el chico­. ¡Se supone que este es su mejor hotel! Apostaría lo que quieras a que no lo han redecorado en lo que llevamos de siglo. ¡Mira las telarañas de esas colgaduras! Espantoso. ¿Y puedes decirme de qué color se supone que es esa alfombra? Porque yo no. ­Le dio una patada a la cama, irritado, y se levantó una nube de polvo­. Además, ese dosel es absurdo. ¿Por qué no ponen un futón limpio y bonito, o algo así, como en casa?
    ­­¡Alegra esa cara! Al menos tienes un aseo para ti sólito.
    Empujé una imponente puerta lateral, que se abrió con un chirrido teatral y dejó a la vista un cuarto de baño de baldosas deslucidas iluminado por una solitaria bombilla. Una monstruosa bañera de tres patas acechaba en un rincón, una de esas en las que se ahoga a las novias o en las que se crían cocodrilos de compañía hasta que, alimentados con carnes poco corrientes, alcanzan un tamaño considerable [Es una de esas extrañas peculiaridades de Praga. Hay algo en el aire, tal vez a causa de cinco siglos de lúgubre brujería, que saca a relucir el potencial macabro de cualquier objeto por mundano que sea]. Justo enfrente había un retrete igual de intimidante, y del techo colgaba la cadena como si se tratara de la soga de una horca [¿Veis lo que os decía?]. Las telarañas y el moho luchaban con encono por el dominio de los lejanos confines del techo. Una compleja red de tuberías metálicas se enmarañaba por la pared, conectando la bañera y el retrete de tal forma que parecían los intestinos desparramados de un...
    Cerré la puerta.
    ­­Pensándolo mejor, no hace falta que eches ningún vistazo. Es un baño como otro cualquiera, nada del otro mundo. ¿Qué tal las vistas?
    Me fulminó con la mirada.
    ­­Compruébalo tú mismo.
    Aparté las pesadas cortinas de color escarlata y disfruté de la agradable vista de un enorme cementerio municipal. Ordenadas hileras de lápidas se perdían en la noche, acompañadas por columnas de fresnos y alerces sombríos. Cada pocos metros, unos faroles amarillentos colgados de los árboles despedían una luz mortecina. Unos cuantos individuos encorvados y solitarios deambulaban entre las lápidas por los caminos de gravilla. El viento arrastraba sus suspiros hasta la ventana.
    Cerré las cortinas de un tirón.
    ­­Sí... No es lo que llamaríamos una vista alegre, lo admito.
    ­­¿Alegre? ¡Nunca en la vida había estado en un lugar tan deprimente!
    ­­Bueno, ¿y qué esperabas? Eres británico. ¿Cómo no te iban a poner en la peor de las habitaciones con vistas a un cementerio?
    El chico estaba sentado ante un pesado escritorio revisando unos papeles que llevaba en un pequeño paquete marrón. Contestó con voz ausente.
    ­­Por eso mismo deberían haberme dado la mejor habitación.
    ­­¿Estás de guasa? ¿Después de lo que Gladstone le hizo a Praga? No lo han olvidado, ¿sabes?
    Al oír aquello, alzó la vista.
    ­­Estábamos en tiempo de guerra y ganamos nosotros con todas las de la ley, sin apenas causar bajas civiles.
    Ptolomeo, pues ése era yo en aquel momento, de pie junto a las cortinas y con los brazos cruzados, lo fulminó con la mirada.
    ­­¿Eso crees? ­pregunté con sorna­. Díselo a la gente de las barriadas de la periferia. Donde antes había casas que quemasteis hasta los cimientos, hoy sigue habiendo tierras baldías.
    ­­Vaya, tú lo sabes todo, ¿no?
    ­­¡Pues claro que lo sé! Estuve allí, ¿recuerdas? Luchando para los checos, debería añadir, mientras que lo único que tú sabes se lo inventó el Ministerio de Propaganda de Gladstone después de la guerra. No me des lecciones sobre esto, niñato.
    Por unos instantes pensé que le iba a dar una de sus habituales pataletas. Sin embargo, fue como si un interruptor se accionara en su interior, y de repente se convirtió en la frialdad y la indiferencia personificadas. Volvió a concentrarse en los papeles, inexpresivo, como si lo que yo había dicho no tuviera importancia y lo aburriera. En cierto modo, habría preferido que se hubiera puesto hecho un basilisco.
    ­­En Londres, los cementerios están fuera de la ciudad ­dijo como si hablara para sí mismo­. Es mucho más higiénico. Tenemos trenes funerarios especiales que se llevan los cuerpos. Es el método moderno. Este lugar continúa estancado en el pasado.
    No contesté. No se merecía el beneficio de mi sabiduría.
    El chico examinó los papeles durante cerca de una hora a la luz de una pequeña vela, haciendo algunas anotaciones en los márgenes. Él me ignoró a mí y yo lo ignoré a él, si no contamos la suave brisa que envié por la habitación para hacer que la vela parpadeara de manera irritante sobre su trabajo. A las diez y media llamó a recepción y, en un checo perfecto, pidió que le subieran a la habitación un plato de cordero a la brasa y una botella de vino. Luego soltó la pluma y se volvió hacia mí, echándose el pelo hacia atrás con una mano.
    ­­¡Ya lo tengo! ­exclamé desde las profundidades del dosel de la cama donde descansaba­. Ya sé a quién me recuerdas. Me estaba rondando desde que me invocaste la semana pasada. ¡A Lovelace! Estás todo el día con el pelo arriba y abajo igual que él. No puedes estarte quieto.
    ­­Quiero hablar de los golems de Praga ­dijo.
    ­­Es pura vanidad... Debe de ser eso. Toda esa gomina...
    ­­Tú has visto a los golems en acción. ¿Qué tipo de hechiceros los utilizan?
    ­­Creo que esa necesidad constante de acicalarse también demuestra inseguridad.
    ­­¿Los checos eran los únicos que creaban golems? ¿Un británico podría hacerlo?
    ­­Gladstone nunca se tocaba el pelo. Vamos, ni el pelo ni nada. Siempre estaba muy quietecito.
    El chico parpadeó y demostró interés por primera vez.
    ­­¿Conociste a Gladstone?
    ­­Conocerlo, conocerlo... tal vez sea decir mucho. Lo vi de lejos. Solía estar presente en los campos de batalla, observando apoyado en su bastón cómo sus tropas provocaban auténticas carnicerías, aquí en Praga o por toda Europa... Como te digo, permanecía muy quieto; lo observaba todo, pero no decía nada; y cuando de verdad hacía falta, sus movimientos eran tajantes y muy meditados. Nada que ver con los magos parlanchines de hoy en día.
    ­­¿De verdad? ­Saltaba a la vista que el chico estaba fascinado. No hacía falta ser un genio para adivinar a quién tomaba como modelo­. Así que tú, en cierto modo, lo admirabas, ¿no? A tu diabólica y maliciosa manera, se entiende ­dijo.
    ­­No, claro que no. Era uno de los peores. Las campanas de las iglesias de toda la Europa ocupada repicaron cuando murió. Hazme caso, Nathaniel, no te conviene ser como él. Además ­mullí una almohada polvorienta­, no tienes lo que hay que tener.
    Vaya si se picó.
    ­­¿Por qué?
    ­­No eres, ni por asomo, lo bastante cruel. Aquí está la cena.
    Una llamada a la puerta anunció la llegada de un sirviente vestido con chaqueta negra y una anciana camarera, que traían varias bandejas cubiertas y vino muy frío. El chico les habló con mucha educación, les hizo algunas preguntas sobre el trazado de las calles de los alrededores y les dio una propina por las molestias. Durante la visita fui un ratón enroscado con toda comodidad entre las almohadas, disfraz que conservé mientras mi amo se zampaba la cena. Al fin dejó caer el tenedor ruidosamente, dio un último trago de vino y se levantó.
    ­­Muy bien, no hay tiempo para charlas ­dijo­. Son las once y cuarto. Tenemos que irnos.
    El hotel estaba en Kremencova, una calleja que lindaba con la Ciudad Vieja de Praga, cerca del gran río. Salimos y fuimos dando un paseo hacia el norte por las calles iluminadas con farolas, acercándonos despacio al gueto, pero con paso firme.
    A pesar de los estragos de la guerra y de la disolución que sufrió la ciudad después de la muerte del emperador y de la transferencia del poder a Londres, Praga seguía conservando parte de su antiguo halo de misterio y esplendor. Incluso yo, Bartimeo, que sentía una total indiferencia hacia todos los reductos humanos de mala muerte en los que he estado aprisionado, tuve que rendirme ante su belleza: la de sus casas de colores pastel, con sus altos e inclinados tejados de terracota, que se agrupaban en torno a las agujas y los campanarios de innumerables iglesias, sinagogas y teatros; la del gran río serpenteante, cruzado por una docena de puentes construidos en estilos diferentes por cuadrillas de genios sudorosos [Allá por el año 1357 participé en la construcción del Puente de Piedra, el más majestuoso de todos. Tal como se nos había ordenado, nueve de nosotros llevamos a cabo la tarea en una sola noche, y
    aseguramos los cimientos con el sacrificio habitual: la sepultura de un genio. Al despuntar el alba, sacamos pajitas para decidir quién recibiría tal «honor». Se supone que el pobre Humphrey sigue allí, aburrido como una ostra, aunque le dimos una baraja de cartas para pasar el rato]; y, por encima de todo, la del castillo de los emperadores, asentado nostálgicamente sobre su colina.
    El chico no abrió la boca durante el camino. No era de sorprender; pocas veces había salido de Londres, de modo que asumí que estaría contemplándolo todo mudo de admiración.
    ­­Qué lugar tan espantoso... ­comentó­. No le vendrían nada mal las disposiciones para la demolición de tugurios de Devereaux.
    Me lo quedé mirando.
    ­­¿He de interpretar que la ciudad dorada no merece tu aprobación?
    ­­Bueno... Es que está muy descuidada, ¿no?
    Cierto, a medida que nos adentrábamos en la Ciudad Vieja, las calles, conectadas entre sí a través de un sistema capilar de pasajes y patios, cuyos aleros a dos aguas sobresalían tanto que la luz del día apenas conseguía llegar hasta los adoquines del suelo, se volvían más angostas y laberínticas. Es muy probable que los turistas encuentren que este caos tiene cierto encanto, pero para alguien como yo, con un punto de vista algo menos ingenuo, encarna a la perfección el caos incorregible de todos los empeños humanos. Para Nathaniel, el joven hechicero británico habituado a las amplias y descarnadas avenidas de Whitehall, estaba todo un poco descuidado, un poco fuera de control.
    ­­Aquí vivieron grandes hechiceros ­le recordé.
    ­­Eso era antes ­contestó con sequedad­. Esto es ahora.
    Cruzamos el Puente de Piedra con su vieja torre destartalada en el extremo oriental. Los murciélagos pululaban en torno a las vigas salientes y la luz de las velas parpadeaba en las ventanas superiores. Incluso a aquellas horas de la noche había bastante tráfico: uno o dos coches antiguos de capó alto y estrecho y techo replegable y voluminoso cruzaron el puente lentamente; varios hombres y mujeres iban a caballo, mientras que otros conducían bueyes o carretas de dos ruedas cargadas de hortalizas o barriles de cerveza. La mayoría de los hombres llevaban boinas negras al estilo francés. Era evidente que la moda había cambiado desde la última vez que estuve allí, hacía ya tantos años.
    El chico hizo una mueca despectiva.
    ­­Eso me recuerda algo. Será mejor que acabe cuanto antes con esta payasada.
    Rebuscó en la pequeña mochila de piel que llevaba y extrajo una enorme boina muy flexible. Hurgando un poco más, dio finalmente con una pluma curvada y bastante maltrecha. La levantó en alto para ponerla a la luz.
    ­­¿De qué color dirías que es? ­preguntó.
    La examiné.
    ­­No sé. Roja, supongo.
    ­­¿Qué tipo de rojo? Quiero una descripción.
    ­­Esto... ¿Rojo ladrillo? ¿Rojo vivo? ¿Rojo tomate? ¿Rojo gamba? Podría ser todos y ninguno.
    ­­¿Rojo sangre no? ­Soltó un taco­. Iba tan justo de tiempo que esto es lo único que pude encontrar. Bueno, tendrá que valer.
    Prendió la pluma a la tela de la boina y se la encasquetó en la cabeza.
    ­­¿A qué viene todo esto? ­pregunté­. Espero que tu intención no sea parecer elegante, porque pareces un idiota.
    ­­Se trata estrictamente de negocios, te lo aseguro. Y no ha sido idea mía. Vamos, ya casi es medianoche.
    Nos alejamos del río y nos encaminamos hacia el centro de la Ciudad Vieja, donde el gueto custodiaba los secretos más ocultos de Praga [En la época de Rodolfo, cuando el Sacro Imperio Romano Germánico estaba en su mayor esplendor y seis efrits patrullaban los recién levantados muros de Praga, la comunidad judía del lugar proporcionaba al emperador la mayoría del dinero y de la magia. Confinados a la fuerza en los populosos callejones del gueto y granjeándose al mismo tiempo la confianza y la suspicacia de la sociedad praguense, los hechiceros judíos fueron poderosos durante un tiempo. Dado que los pogromos y las calumnias contra su pueblo eran habituales, en gran parte su magia era defensiva, como lo demuestran las acciones del gran hechicero Loew, quien creó el primer golem para proteger a los judíos de los ataques tanto de humanos como de genios]. A cada paso, las casas parecían más pequeñas y deterioradas, se amontonaban unas contra otras de tal modo que algunas se tenían en pie gracias a la proximidad de las casas vecinas. A medida que nos adentrábamos en aquellos callejones, nuestro ánimo fue variando en direcciones opuestas. Mi esencia se sintió vigorizada gracias a la magia que se filtraba a través de las piedras antiguas y a los recuerdos de mis conquistas pasadas. Por el contrario, Nathaniel iba enfurruñándose cada vez más, murmurando y mascullando bajo el sombrero de talla gigante como un viejo cascarrabias.
    ­­¿Habría alguna posibilidad de que me explicaras qué estamos haciendo exactamente? ­pregunté.
    Nathaniel consultó la hora.
    ­­Las doce menos diez. Tengo que estar en el viejo cementerio cuando los relojes comiencen a dar las doce. ­Volvió a chasquear la lengua en señal de desaprobación­. ¡Otro cementerio! ¿Te lo puedes creer? ¿Cuántos habrá en este lugar? En fin, tengo que encontrarme con un espía que me reconocerá por la gorra y al que yo reconoceré por su, literalmente, «vela especial». ­Levantó una mano­. Ni una pregunta, no tengo ni la mínima idea. Tal vez pueda ponernos sobre la pista de alguien que sepa algo de golems.
    ­­¿Crees que es un hechicero checo el que está armándola en Londres? ­pregunté­. No tiene por qué ser así, ¿sabes?
    Nathaniel asintió, o al menos su cabeza hizo algo brusco bajo la descomunal gorra.
    ­­Lo sé muy bien. Cualquier infiltrado podría haber robado el ojo de arcilla de la colección de Lovelace, así que en algún lugar hay un traidor. Pero los conocimientos para utilizarlo tienen que haber salido de Praga, porque nunca antes se ha hecho en Londres. Tal vez nuestro espía pueda ayudarnos. ­Suspiró­. Aunque lo dudo, hay que estar mal de la chaveta para hacerse llamar «Arlequín».
    ­­No es mucho más iluso que vosotros con vuestros inútiles nombres falsos, señor Mandrake. ¿Y qué se supone que he de hacer mientras tú te reúnes con el caballero?
    ­­Ocultarte y vigilar. Estamos en territorio enemigo y no confío ni en Arlequín ni en nadie. Muy bien, éste debe de ser el cementerio. Será mejor que te transformes.
    Habíamos llegado a un patio empedrado completamente rodeado por edificios con diminutas ventanas negras. Ante nosotros había un tramo de escalera que conducía a una desvencijada verja, cuya puerta de hierro estaba abierta. Al otro lado se alzaba una masa tenebrosa y dentada: las lápidas que sobresalían del viejo cementerio de Praga.
    El camposanto medía poco más de cincuenta metros cuadrados, por lo que era con diferencia el más pequeño de la ciudad. Sin embargo, se había utilizado durante siglos, una y otra vez, lo que había contribuido a darle un aspecto muy singular. De hecho, en este espacio restringido habían seguido enterrándose cuerpos sobre las sepulturas de los anteriores, hasta que la superficie del cementerio se había alzado cerca de dos metros por encima del patio que lo rodeaba. Del mismo modo, las lápidas se superponían unas a otras. Las grandes se cernían sobre las pequeñas, mientras que las de abajo quedaban medio enterradas en el suelo. Con este desprecio flagrante por la claridad y el orden, el cementerio era el lugar idóneo para desestabilizar la metódica mente de Nathaniel. [De hecho, a mí también me hizo estremecer ligeramente, pero por razones distintas. La percepción de la tierra era muy intensa, y su poder se elevaba hasta el aire y disolvía mi energía. Los genios no eran bienvenidos en este lugar privado, que seguía los dictados de una magia diferente]
    ­­Bueno, venga ya. Estoy esperando ­me apremió.
    ­­Ah, ¿era eso lo que hacías? Es que es difícil de adivinar debajo de esa boina...
    ­­Conviértete en una serpiente repugnante, en una rata o en la alimaña nocturna que te venga en gana. Voy a entrar. Estate atento para protegerme si fuera necesario.
    ­­Nada me haría más feliz.
    Esta vez escogí un murciélago orejudo de alas membranosas y penacho. Me pareció un disfraz flexible: permite libertad de movimientos, es silencioso y combina muy bien con el tono de los cementerios a medianoche. Me alejé aleteando hacia la enmarañada espesura de lápidas. Di un repaso por los siete planos como precaución inicial: parecían bastante despejados, pero estaban tan impregnados de magia que cada uno vibraba suavemente por los recuerdos de tiempos pasados. No percibí ni trampas ni sensores, aunque varias redes defensivas colocadas en algunos edificios colindantes daban a entender que por allí seguía viviendo algún que otro hechicero [Unas defensas tan débiles que hasta un diablillo manco las podría haber atravesado. Como centro de la magia, Praga llevaba un siglo en profunda decadencia]. No había nadie por los alrededores. A aquellas horas de la noche, las veredas laberínticas del cementerio estaban desiertas y envueltas en negras sombras. Unas lámparas oxidadas sujetas a la verja proyectaban una luz mortecina. Encontré una lápida sobresaliente, me colgué de ella con elegancia y, envolviéndome en mis alas, me dispuse a vigilar el camino principal que conducía al camposanto.
    Nathaniel atravesó la puerta, se oyó el suave crujido de sus pasos sobre la grava del camino y, en ese momento, los relojes de las iglesias de Praga anunciaron el comienzo de la hora bruja [Por razones complejas relacionadas tal vez con la astronomía y el ángulo de la órbita de la Tierra, son los puntos gemelos de la medianoche y el mediodía los momentos en que los siete planos se unen y permiten a los humanos sensibles captar cierta actividad que, por lo general, les pasaría desapercibida. Por tanto, es en esos momentos cuando más se habla de fantasmas, espectros, perros negros, sosias malvados y aparecidos varios que suelen ser diablillos o trasgos haciendo encargos de diversa guisa. Dado que la noche en particular estimula la imaginación de los humanos (si es que tienen), la gente presta menos atención a las apariciones del mediodía, pero éstas siguen estando presentes: figuras parpadeantes vislumbradas en la calima, transeúntes que cuando te fijas carecen de sombra, rostros cadavéricos entre la multitud que desaparecen cuando los buscas expresamente...]. El chico dejó escapar un profundo suspiro, sacudió la cabeza con indignación y enfiló el camino a tientas con una mano extendida tratando de avanzar entre las lápidas. Una lechuza ululó muy cerca, tal vez presagiando una muerte violenta, o comentando las ridículas dimensiones de la boina de mi amo. La pluma rojo sangre se bamboleaba de un lado a otro detrás de su cabeza, lanzando débiles destellos bajo la escasa luz.
    Nathaniel apretó el paso. El murciélago colgaba inmóvil. El tiempo pasaba con la lentitud con que pasa cuando te has quedado colgado en un cementerio. Sólo en una ocasión percibí movimiento en la calle, al otro lado de la verja: una extraña criatura con cuatro patas, dos brazos y algo así como dos cabezas salió de entre las sombras arrastrando los pies. Mi amo la vio y se detuvo vacilante. Al pasar por debajo de un farol, la criatura resultó ser una pareja de tortolitos con las cabezas juntas y los brazos entrelazados. Se besaron con ardor, soltaron unas risitas y siguieron su camino. Mi amo los siguió con la mirada y una expresión extraña en el rostro. Creo que intentaba parecer despectivo.
    A partir de entonces, su paso, que tampoco es que hubiera sido muy ligero, se hizo claramente desganado. Iba arrastrando los pies, pateando piedras invisibles y ajustándose el largo y negro abrigo alrededor del cuerpo, medio encorvado e indolente. Me dio la impresión de que tenía la mente en otra parte, así que decidí que necesitaba unas palabras de ánimo. Revoloteé hasta su lado y me posé sobre una lápida.
    ­­Anima esa cara ­le dije­, que pareces un poco apagado. Si no vas con cuidado espantarás al tipo ese, Arlequín. Piensa que tienes una cita romántica con una hermosa y joven hechicera.
    No puedo asegurarlo, estaba muy oscuro y todo eso, pero diría que se sonrojó. Interesante... Tal vez hubiera ahí un filón que explotar en su momento.
    ­­Esto es inútil ­murmuró­. Ya casi son las doce y media. Si fuera a aparecer, ya habríamos visto algo. Creo... ¿Me estás escuchando?
    ­­No. ­El fino oído del murciélago había percibido un movimiento al otro lado del cementerio. Me elevé un poco más y escudriñé la oscuridad­. Podría ser él. Pluma en ristre, Romeo.
    Sorteando las lápidas al vuelo, tomé una ruta circular para evitar la colisión directa con lo que fuera que venía en nuestra dirección.
    Por su parte, el chico adoptó una pose más erguida. Con la boina ladeada con gracia y las manos en la espalda de forma natural, avanzó por el camino con gran parsimonia, como si estuviera absorto en pensamientos profundos. No pareció reparar en los susurros cada vez más persistentes ni en la extraña luz mortecina que se acercaba a él por entre las lápidas.


    _____ 24 _____ NATHANIEL

    Nathaniel vio de reojo que el murciélago se alejaba aleteando hacia un anciano tejo que había conseguido sobrevivir, en uno de los rincones del cementerio, a siglos de enterramientos. Una de las ramas, más marchita que las demás, ofrecía una buena perspectiva del camino. El murciélago tomó posición debajo de ella y se quedó colgando inmóvil.
    Nathaniel inspiró hondo, se ajustó la boina y siguió paseando con toda la tranquilidad que consiguió reunir, sin apartar los ojos de algo que se movía entre las sombras del cementerio. A pesar del profundo escepticismo que le suscitaba todo aquel embrollo, la humedad, la oscuridad y la soledad de aquel lugar lúgubre y solitario habían hecho mella en él. A su pesar, sintió que el corazón estaba a punto de salírsele del pecho.
    ¿Qué era aquello que tenía delante? Un débil fuego fatuo de un color verdusco lechoso fluctuaba en su dirección impregnando las lápidas junto a las que pasaba de un resplandor insalubre. Detrás venía una sombra en movimiento, encorvada y desgarbada, que avanzaba serpenteando entre las lápidas.
    Nathaniel entornó los ojos, pero en ninguno de los tres planos observables consiguió distinguir actividad demoníaca. Por lo visto, aquello era humano.
    Finalmente, el crujido de la gravilla reveló que la sombra había salido al camino. No se detuvo, sino que avanzó con suavidad arrastrando tras de sí un abrigo o una capa harapienta que se agitaba lúgubremente a sus espaldas. Cuando lo tuvo cerca, Nathaniel se fijó en un par de manos desagradablemente blancas que asomaban por delante de la capa y que sujetaban algo que emitía la luz mortecina y fantasmagórica. También trató de adivinar un rostro, pero se ocultaba en el interior de una pesada capucha negra que se curvaba hacia delante como la garra de un águila. Volvió su atención hacia lo único que quedaba a la vista: las manos pálidas y el objeto que emitía el resplandor extraño y lechoso. Se trataba de una vela firmemente encajada en...
    ­­¡Uuuf! ­exclamó en checo­. Es asqueroso.
    La figura se detuvo en seco. Una voz aflautada expresó su indignación desde el interior de la capucha.
    ­­Oye, ¿de qué vas? ­Se aclaró la garganta y una voz más grave, pausada... vamos, más fantasmagórica, la sustituyó de inmediato­: Es decir, ¿a qué os referís?
    Nathaniel se mordió el labio.
    ­­Esa cosa espantosa que lleva, es asqueroso.
    ­­¡Cuidado! Es un objeto poderoso.
    ­­Es antihigiénico, eso es lo que es. ¿De dónde lo ha sacado?
    ­­Se lo corté a un ahorcado yo mismo, a la luz de la luna en cuarto creciente.
    ­­Seguro que ni siquiera está embalsamado. ¿Lo ve? Mire, ¡pero si se está cayendo a trozos!
    ­­No, eso son gotas de cera.
    ­­Bueno, tal vez, pero no está bien llevarlo así de paseo. Le sugiero que lo tire ahí, detrás de esas lápidas, y que se lave las manos.
    ­­¿Se da cuenta de que se está refiriendo a un objeto con poder para aletargar a mis enemigos y detectar cualquier tipo de ente mágico que trate de espiarnos en cincuenta pasos a la redonda? ­preguntó el tipo, que en esos momentos tenía un puño apoyado en la cadera en actitud ofendida­. Es un objeto muy valioso y no voy a tirarlo.
    ­­Deberían encerrarle. Este tipo de comportamiento no se toleraría
    en Londres, se lo digo yo.

    El personaje dio un respingo.
    ­­¿Londres? ¿Y a mí qué?
    ­­Bueno, es usted Arlequín, ¿no? El espía.
    El tipo hizo una larga pausa antes de contestar.
    ­­Podría ser.
    ­­Claro que lo es. ¿Quién más iba a estar dando vueltas por un cementerio a estas horas de la noche? No me haré falta esa cosa repugnante para saber que se trata de usted. Además, habla checo con acento inglés. ¡Ya está bien! Necesito cierta información, y pronto.
    El tipo levantó la mano libre.
    ­­¡Un momento! Yo todavía no sé quién es usted.
    ­­Soy John Mandrake y estoy en misión oficial, como muy bien sabe.
    ­­No es suficiente. Necesito una prueba.
    Nathaniel entornó los ojos.
    ­­¿Ve esto? ­Señaló hacia lo alto­. Una pluma de color rojo sangre.
    El tipo la estudió.
    ­­A mí me parece rojo ladrillo.
    ­­Es rojo sangre. O lo será en cuestión de segundos si no se deja de tonterías y nos ponemos manos a la obra.
    ­­Bien... De acuerdo, entonces. Pero primero... ­El personaje adoptó una pose misteriosa­. He de comprobar que no hay espías entre nosotros. ¡Atrás!
    Alzó el objeto que llevaba en la mano y pronunció una palabra. Al instante, la débil flama llameó y se convirtió en un círculo luminoso que quedó suspendido entre los dos. El tipo pronunció una nueva orden y, de súbito, el círculo estalló en ondas expansivas que salieron disparadas en todas direcciones por el cementerio. Nathaniel vislumbró al murciélago cayendo a plomo de su rama justo antes de que la banda de luz pasara por su lado, pero no vio lo que le ocurrió a continuación. La onda expansiva siguió su camino hasta el otro lado del cementerio, donde se desvaneció con la misma rapidez.
    El personaje asintió con la cabeza.
    ­­No hay peligro, podemos hablar.
    Nathaniel señaló la vela, que había recuperado sus dimensiones originales.
    ­­Conozco ese truco. Es un anillo de luz disparado por un diablillo, pero no se necesitan las extremidades de un muerto para hacerlo funcionar. Estas monsergas góticas no son más que patrañas propias de plebeyos bobalicones. Conmigo no funcionan, Arlequín.
    ­­Puede... ­Una mano demacrada desapareció dentro de la capucha y rascó algo pensativamente­. Aun así, creo que está siendo demasiado puntilloso, Mandrake. Está pasando por alto la base fundamental de nuestra magia. No es tan clara y pura como usted la pinta. La sangre, los rituales, los sacrificios, la muerte... Todo eso se encuentra en la esencia de los conjuros que pronunciamos. A fin de cuentas, todos nos valemos de «monsergas góticas».
    ­­Tal vez aquí en Praga ­contestó Nathaniel.
    ­­No lo olvide nunca: la base del poder de Londres se construyó sobre la de Praga. Así que... ­De repente, Arlequín adoptó un tono formal­. El diablillo que se puso en contacto conmigo dijo que estaba aquí en una misión secreta. ¿De qué se trata, y qué información quiere de mí?
    Nathaniel habló rápido y con cierto alivio. Le explicó a grandes rasgos los principales sucesos de los últimos días. El hombre del interior de la capucha lo escuchó en silencio.
    ­­¿Un golem en Londres? ­preguntó cuando Nathaniel hizo una pausa­. Verlo para creerlo. Tanto si le gusta como si no, ahí tiene sus monsergas góticas volviéndose en su contra. Interesante...
    ­­¿Interesante y... con alguna lógica? ­preguntó Nathaniel esperanzado.
    ­­Pues no sé qué decirle. Pero puede que sepa algo que le sirva de ayuda... ¡Deprisa! ¡Agáchese!
    Se tiró al suelo con la velocidad de una serpiente y Nathaniel lo imitó sin vacilar.
    Se quedó tumbado con la cara pegada contra el suelo del cementerio y oyó unas botas resonando sobre los adoquines. El viento les trajo una ligera fragancia a humo de cigarrillo. Los pasos se perdieron en la distancia y, al cabo de un minuto más o menos, el espía se puso lentamente en pie.
    ­­Una patrulla ­le informó­. Por fortuna, esos pitillos que fuman les insensibilizan el olfato; por ahora, estamos a salvo.
    ­­Estaba diciendo que... ­le apuntó Nathaniel.
    ­­Sí. En primer lugar: el tema del ojo del golem. El gobierno checo cuenta con algunos depósitos mágicos donde se guardan objetos de ese tipo, pero el Consejo de Praga no permite que nadie acceda a ellos. Por lo que se, no se han utilizado para fines mágicos, pero tienen un gran valor simbólico, ya que los golems desempeñaron un papel decisivo en las bajas sufridas por el ejercito de Gladstone en su primera campaña europea. Unos años atrás, robaron una de esas piedras y jamás encontraron al ladrón. Supongo, e insisto que es sólo una suposición, que esa piedra desaparecida es la que más tarde pasó a formar parte de la colección de su amigo Simón Lovelace.
    ­­Discúlpeme ­le interrumpió Nathaniel con frialdad­, pero no era amigo mío.
    ­­Ya, ahora resulta que no era amigo de nadie, ¿no? Porque fracasó, que si le hubiera salido bien la jugada todos estarían pendientes de cada una de sus palabras e invitándole a cenar. ­El espía soltó un largo, triste y desdeñoso resoplido en algún lugar del interior de la
    capucha­. Aguánteme esto un momentito. Tengo que echar un trago.
    ­­¡Uf...! Está frío y húmedo. ¡Dése prisa!
    ­­Voy.
    Las manos de Arlequín hurgaron en el interior de la capa con complicados movimientos e instantes después aparecieron con una botella de color verde oscuro y tapón de corcho. La destapó y la inclinó hacia las profundidades de la capucha. A continuación, Nathaniel lo oyó tragar y un olorcillo a bebida fuerte llegó hasta su nariz.
    ­­Mucho mejor... ­Unos labios invisibles se relamieron, el corcho regresó a la botella y ésta al bolsillo­. Ya me lo puede devolver. No le habrá hecho nada, ¿verdad? Es que es un poco delicado. Veamos ­siguió Arlequín­, tal vez Lovelace tenía intención de utilizar el ojo. Si era así, su muerte abortó el plan. Otra persona, tal vez uno de sus socios, ¿quién sabe?, se lo robó a su vez a nuestro gobierno y parece ser que ha conseguido descifrar cómo funciona... Ahí es donde la cosa se complica.
    ­­Se necesita además el conjuro de formación ­apuntó Nathaniel­. Está escrito en un pergamino y se inserta en la boca del golem para que cobre vida. Esa es la parte que nadie conoce. Al menos en Londres.
    El espía asintió con la cabeza.
    ­­Puede que el secreto se haya perdido; de igual modo, tal vez todavía quede alguien en Praga que lo conozca, pero que no lo utilice. El Consejo no desea encolerizar a Londres en estos momentos; los británicos son demasiado tuertes. Prefieren enviar espías y pequeños grupos a la capital para que trabajen en la sombra y reunan información. Ese golem suyo... es una apuesta demasiado arriesgada para los checos. Lo único que lograrían sería una invasión inmediata. No, creo que lo que está buscando es un disidente, alguien que trabaja para sus propios fines.
    ­­Entonces, ¿dónde debo buscar? ­preguntó Nathaniel.
    No pudo evitar que se le escapara un bostezo al preguntar. No había dormido desde el incidente del Museo Británico de la noche anterior y había sido un día agotador.
    ­­Tengo que pensarlo... ­El agente se abstrajo en sus pensamientos durante unos segundos­. Necesito tiempo para hacer algunas averiguaciones. Mañana por la noche volveremos a encontrarnos y le daré los nombres. ­Se envolvió en su capa con un movimiento teatral­. Reúnase conmigo...
    Nathaniel lo interrumpió.
    ­­Espero que no vaya a decir «a la sombra de la horca», en «el Muelle de las Ejecuciones» o algo por el estilo.
    El tipo se irguió.
    ­­Ridículo. ¡Vaya idea!
    ­­Mejor.
    ­­Iba a sugerirle las viejas fosas de la calle Hybernska, donde enterraban a los apestados.
    ­­No.
    El agente secreto pareció ofenderse.
    ­­De acuerdo ­masculló entre dientes­. A las seis en punto en el puesto de perritos calientes de la plaza de la Ciudad Vieja. ¿Es lo bastante mundano para usted?
    ­­No está mal.
    ­­Así pues, hasta entonces...
    Al darse media vuelta, la capa hizo un remolino y crujieron sus rodillas ocultas. Se alejó por el camino del cementerio con su fuego fatuo parpadeando débilmente en la lejanía. La luz se desvaneció enseguida y, salvo por una sombra fugaz y un exabrupto que mascullo al golpearse contra una lápida, nada indicaba que hubiera estado allí alguna vez.
    Nathaniel se sentó en una lápida a la espera de que Bartimeo hiciera acto de presencia. La reunión había sido satisfactoria. aunque algo irritante, pero al menos disponía de tiempo de sobra para descansar antes del siguiente encuentro. Agotado, se quedó como ensimismado y el recuerdo de Jane Parrar regresó a su memoria. Qué agradable había sido tenerla tan cerca... Casi había ejercido el mismo efecto que una droga. Frunció el ceño. Claro que había sido como una droga... ¡lo había hechizado! Y, además, casi pica el anzuelo y no hace caso a la advertencia de sus sensores. Qué estúpido había sido...
    La chica pretendía entretenerlo o bien sacarle información de lo que él sabía, pero en cualquier caso trabajaba para su maestro, Duvall, quien evidentemente quería que Asuntos Internos no cosechara ningún éxito en ese asunto. Seguro que a su regreso tendría que hacer frente a obstáculos similares. Duvall, Tallow, Farrar... Sin resultados no podía confiar ni en su maestra, la señorita Whitwell.
    Nathaniel se frotó los ojos. De repente se sentía muy cansado.
    ­­Válgame Dios, pareces a punto de caer redondo. ­El genio estaba sentado en la lápida de enfrente con su familiar caracterización de chico. Tenía las piernas cruzadas igual que Nathaniel y bostezaba de forma exagerada­. Hace horas que tendrías que estar en la cama.
    ­­¿Lo has oído todo?
    ­­Casi todo. Me perdí una parte después de que accionara el anillo. Por poco me alcanza, así que tuve que adoptar una táctica evasiva. Menos mal que esas raíces han desenterrado varias lápidas y pude meterme en una de las cavidades que hay bajo tierra mientras la onda pasaba por encima. ­El chico egipcio hizo una pausa para sacudirse un poco de polvo gris del pelo­. No suelo recomendar las tumbas como escondite, uno nunca sabe lo que puede encontrarse, pero el ocupante de ésta en particular ha sido bastante hospitalario. Me ha dejado arrimarme a él un momentito. ­Guiñó un ojo.
    Nathaniel se estremeció.
    ­­Es verdaderamente asqueroso.
    ­­A propósito ­dijo el genio­, la vela esa que llevaba el tipo... ¿De verdad era...?
    ­­Sí, y estoy intentando olvidarlo. Arlequín está como una cabra. Seguro que eso le pasa por haber vivido tanto tiempo en Praga. ­Nathaniel se enderezó y se abotono el abrigo­. Pero puede sernos útil. Cree que podrá darnos los nombres de algunos contactos mañana por la noche.
    ­­Bien, entonces hay posibilidades de que la cosa se anime un poco ­dijo el chico, abotonándose el abrigo de modo similar­. Mi receta para los confidentes es asarlos lentamente sobre una llama o colgarlos por una pierna de una ventana. Eso suele soltarles la lengua a los checos.
    ­­No vamos a hacer nada de eso si podemos evitarlo. ­Nathaniel enfiló el camino que conducía fuera del cementerio­. Las autoridades no tienen que saber que estamos aquí, así que no podemos llamar la atención. Eso significa nada de violencia ni de magia demasiado evidente. ¿Entendido?
    ­­Por supuestísimo. ­El genio sonrió de oreja a oreja al tiempo que se acomodaba a su paso­. Ya me conoces.


    _____ 25 _____ KITTY

    A las nueve y veinticinco de la mañana del gran asalto, Kitty cruzaba una callejuela del West End londinense. Caminaba deprisa, a medio trote. El autobús se había retrasado por culpa de un atasco en el puente de Westminster y llegaba tarde. La pequeña mochila que llevaba a la espalda iba dando botes y el cabello le ondeaba al viento.
    A las nueve y media en punto, despeinada y sin aliento, Kitty llegó a la entrada de artistas del Coliseum, la empujó con suavidad y descubrió que no estaba cerrada. Echó un vistazo rápido a la sucia calle que quedaba a sus espaldas y, al no ver nada, se deslizó en el interior.
    Se encontró en un pasillo gris y descuidado, lleno de cubos y armazones de madera oscura que seguramente se utilizarían para montar los escenarios. Una luz débil se colaba por una ventana mugrienta y el aire viciado estaba impregnado de un fuerte olor a pintura.
    Más adelante había otra puerta. Obedeciendo a las instrucciones que había memorizado, Kitty la cruzó sin hacer ruido y se encontró en una segunda estancia, abarrotada de percheros para el vestuario. Allí el aire estaba aún más viciado. Esparcidos sobre una mesa descansaban olvidados restos de comida: trozos de sandwich, patatas fritas y tazas de caté medio vacías Kitty pasó a una tercera sala y enseguida notó el cambio: bajo sus pies había una alfombra mullida y las paredes estaban empapeladas. En el aire flotaba un ligero olor a humo y a ceta. Estaba cerca de la parte frontal del teatro, en los pasillos del público.
    Se detuvo y aguzó el oído. El edificio entero estaba sumido en un profundo silencio.
    Pero sabía que en algún lugar allá arriba alguien la estaba esperando.
    Había recibido las instrucciones aquella mañana, en medio de un ambiente febril a causa de los preparativos. El señor Pennyfeather ya había cerrado la tienda y se había retirado al sótano con el fin de empezar a escoger el equipo necesario para el asalto. Los demás también estaban ocupados reuniendo ropas oscuras, sacando brillo a sus herramientas y, en el caso de Fred, practicando el lanzamiento de navaja en la privacidad del sótano.
    El señor Hopkins le había indicado cómo llegar hasta el Coliseum. Según él, el misterioso benefactor había escogido el teatro abandonado porque era el lugar de reunión perfecto, en terreno neutral, donde el hechicero y la plebeya podían encontrarse de igual a igual. Allí se le proporcionaría la ayuda necesaria para entrar en el sepulcro de Gladstone.
    A pesar de sus dudas sobre aquel asunto, Kitty no consiguió evitar estremecerse de emoción al escuchar el nombre: «Gladstone». Eran incontables las historias que circulaban sobre su magnificencia. Amigo del pueblo, terror de sus enemigos... Profanar su tumba era algo tan inconcebible que a duras penas conseguía imaginarlo. Sin embargo, si lo lograban, si volvían a casa con los tesoros del Fundador, ¿qué otros milagros no podría obrar la Resistencia?
    Si fracasaban, Kitty era muy consciente de cuáles serían las consecuencias. El grupo se estaba viniendo abajo. Pennyfeather se hacía viejo y, a pesar de su pasión, a pesar de su furia, las fuerzas lo estaban abandonando. Sin su férrea dirección, el grupo se escindiría y todos volverían a sus vidas monótonas bajo el yugo de los hechiceros. No obstante, si lograban hacerse con la bola de cristal y el saquito mágico, entonces, ¿qué? Tal vez la fortuna les sonreiría y conseguirían reclutar savia nueva para luchar por su causa. El corazón comenzó a latirle con fuerza sólo de pensarlo.
    De todos modos, primero tenía que reunirse con el misterioso benefactor y obtener su ayuda.
    Kitty paso junto a varias puertas entornadas a lo largo del pasillo, a través de las que se adivinaban los misteriosos confines de la sala del teatro. Todo estaba en silencio. La pesada alfombra de color burdeos y el elegante papel afelpado de rayas de color rosa y terracota de las paredes amortiguaban cualquier sonido. Unos pósters desvaídos de funciones teatrales y unos candelabros de latón descascarillados eran los únicos elementos decorativos. Kitty apretó el paso hasta alcanzar la escalera.
    Ascendió por el largo y curvo tramo de peldaños desgastados y, a continuación, casi girando sobre sí misma, un segundo tramo. Recorrió un pasillo silencioso hasta llegar al lugar donde seis compartimentos con las cortinas echadas se abrían a lo largo de la pared de la izquierda: la entrada a los palcos que daban al escenario y que utilizaban los hechiceros.
    Cada uno de los compartimentos tenía un número inscrito en una placa de latón encima de la cortina. Sin detenerse, Kitty se dirigió hacia el último, el del número siete, el lugar donde el benefactor la estaría esperando.
    Como en los demás palcos, la cortina estaba echada. Kitty se detuvo delante y aguzó el oído, pero no escuchó nada. Le había caído un mechón sobre la cara, se lo retiró hacia atrás y tocó el colgante de plata que llevaba en el bolsillo para que le diera buena suerte. A continuación, asió la cortina con firmeza y entró.
    En el palco había únicamente dos pesados sillones dorados de cara al escenario. Alguien había corrido una cortina desde la izquierda, de modo que el palco quedaba protegido de las miradas del patio de butacas. Kitty frunció el ceño, perpleja y frustrada. ¿Se había equivocado de número o de hora? No. Seguramente al benefactor le había entrado miedo y no aparecería.
    En el brazo de un sillón había prendido un pequeño pedazo de papel. Kitty se acercó para cogerlo. Al hacerlo, percibió a sus espaldas un ligero movimiento de aire y apenas un susurro. De repente, sintió que le aplicaban una pequeña y punzante presión en la nuca y se quedó paralizada.
    ­­Le ruego que ni siquiera haga amago de volverse, querida ­la amenazó una voz suave y reflexiva­. El pinchazo que siente es la punta de un estilete forjado en Roma por los Borgia. No solo está muy afilado, sino que el último centímetro de la punta de la hoja está impregnado de veneno. Con una simple herida, la muerte le sobrevendría en trece segundos. Únicamente se lo menciono para que observemos las
    formalidades necesarias. Por favor, coja el sillón sin volverse y póngalo

    de cara a la pared... Bien. Ahora, siéntese.
    Kitty arrastró el sillón para que quedara encarado hacia la pared, lo rodeó lentamente y se sentó con mucha cautela sin dejar de sentir la pequeña punción en la nuca. Oyó un frufrú de ropa, el crujido de unos zapatos de piel y un ligero suspiro al tiempo que alguien se sentaba y se acomodaba. Kitty se quedó mirando la pared sin abrir la boca.
    El hombre volvió a hablar.
    ­­Bien, ahora que ya estamos listos espero que podamos negociar. Se hace cargo de que las precauciones que tomo no son más que medidas preventivas, ¿verdad? No le deseo ningún mal.
    ­­Nosotros a usted tampoco ­contestó Kitty en el mismo tono que el hombre, sin apartar la mirada de la pared­. Sin embargo, nosotros también hemos tomado nuestras precauciones.
    El hombre soltó un gruñido.
    ­­¿Como cuáles?
    ­­Una compañera me espera fuera del teatro. Lleva una pequeña bolsa de piel que contiene seis pequeños demonios atrapados en un gel explosivo. Creo que es un arma de guerra efectiva que puede arrasar un edificio entero. La robamos hace poco de un almacén del Ministerio de Defensa. Se lo menciono para causarle buena impresión y para que vea que somos capaces de acciones sorprendentes, pero también porque mi amiga activará a los diablillos y los arrojará dentro del teatro si no vuelvo dentro de quince minutos.
    Kitty se mantuvo inexpresiva: todo era completamente falso. Oyó una risita ahogada.
    ­­Muy bien dicho, querida. Bueno, pues entonces tendremos que darnos prisa. Como no me cabe duda de lo que le dijo el señor Hopkins, soy un caballero de vida disipada con contactos entre los hechiceros, incluso en alguna ocasión he flirteado con ese arte. Sin embargo, e igual que ustedes, ¡estoy harto de su gobierno! ­Una nota de rabia impregnó su voz­. ¡Debido a una pequeña discrepancia económica, el gobierno me ha desposeído de mis riquezas y de mis tierras! ¡Ahora soy un indigente, cuando antes dormía entre sábanas de seda! Es una situación intolerable. Nada me reportaría mayor satisfacción que ser testigo de la caída de los hechiceros, motivo por el que estoy dispuesto a contribuir a su causa.
    Había expresado sus comentarios con gran emoción, aunque cada vez que hacía énfasis en alguna palabra la punta del estilete se hundía un poco más en la nuca de Kitty. La chica se humedeció los labios.
    ­­El señor Hopkins dijo que tenía información que nos podía resultar valiosa.
    ­­Así es. Compréndame, no siento simpatía por los plebeyos a cuya causa sirve usted; sin embargo, sus acciones desestabilizan a los grandes del gobierno y eso me complace. Así que, a lo que íbamos. ¿Les ha explicado Hopkins el carácter de la proposición? ­Kitty asintió con un cauteloso movimiento de cabeza­. Bien, veamos... A través de mis contactos he tenido acceso a los documentos de Gladstone y he podido estudiarlos con cierto detenimiento. Tras descifrar determinados códigos, descubrí detalles acerca de la pestilencia que custodia sus restos.
    ­­Una defensa muy humilde para un hombre de su categoría ­comentó Kitty­, si se me permite decirlo.
    ­­Es usted una chica inteligente con ideas propias ­advirtió el hombre con aprobación­. Cuando Gladstone murió, era un decrépito saco de huesos, alto y delgaducho, que sólo podía llevar a cabo conjuros sencillos como ése. Aun así sigue funcionando, dado que nadie ha perturbado su sueño por miedo a ser fulminado por la pestilencia. Sin embargo, puede evitarse tomando las debidas precauciones y yo puedo ofrecerles dicha información.
    ­­¿Por qué deberíamos confiar en usted? ­preguntó Kitty­. No lo entiendo. ¿Qué se juega usted en todo esto?
    Al hombre no pareció molestarle la pregunta.
    ­­Si deseara destruir a su grupo ­contestó con toda calma­, la policía la habría detenido en cuanto hubiera asomado la cabeza por la cortina. Además, ya le he dicho que deseo ser testigo de la caída de los hechiceros. Aun así, tiene razón. Hay algo más. Cuando estuve registrando los archivos de Gladstone, descubrí una lista sobre los bienes que contiene su tumba, objetos de interés tanto para ustedes como para mí.
    Kitty se removió ligeramente en el amplio sillón dorado.
    ­­Necesitaré al menos dos minutos para salir del edificio ­contestó la chica­. Le aseguro que mi amiga es muy puntual.
    ­­Seré breve. El señor Hopkins les habrá hablado de las maravillas que contiene la cripta... Se las pueden quedar, las armas mágicas y todo lo demás. No las necesito: soy un hombre pacífico. Sin embargo, colecciono objetos raros y me gustaría tener la capa de Gladstone, que fue doblada y colocada sobre el sarcófago. No posee propiedades mágicas, así que a ustedes no les será de ninguna utilidad. Ah, y si su bastón de roble ha sobrevivido, también me gustaría tenerlo. Apenas tiene poderes mágicos, creo que le impuso un pequeño maleficio para espantar los insectos, pero me gustaría verlo en mi humilde colección.
    ­­Si los demás tesoros son para nosotros ­dijo Kitty­, con mucho gusto le entregaremos los que usted quiere.
    ­­Muy bien, trato hecho. Ambos saldremos beneficiados. Aquí tiene el equipo que necesitan. ­Con un ligero crujido, una pequeña bolsa negra fue empujada hasta quedar a la vista de Kitty­. No la toque todavía. La bolsa contiene un estuche y un martillo que les ayudarán a protegerse de la pestilencia. También hay instrucciones detalladas.
    Obedézcanlas y sobrevivirán. Escuche con atención ­continuó la voz­: esta noche, a las once y media, se marcharán los conservadores de la abadía. Diríjanse a la puerta del claustro. Yo lo dispondré todo para que quede abierta, Una segunda puerta impide el acceso a lo que sería propiamente la abadía. Por lo general está cerrada con dos candados medievales y un cerrojo. También la dejaré abierta. Diríjanse hacia el crucero que queda al norte y busquen la estatua de Gladstone. Detrás se encuentra la entrada al sepulcro, en una columna. Para entrar, sólo tienen que girar la llave.
    Kitty se removió.
    ­­¿La llave?
    Algo pequeño y reluciente surcó el aire y aterrizó junto a la bolsa.
    ­­Guárdenla bien ­le advirtió la voz­, y no olviden protegerse con mi magia antes de abrir la tumba, o todos estos molestos subterfugios no habrán servido de nada.
    ­­No lo olvidaremos ­aseguró Kitty.
    ­­Bien. Entonces, esto es todo. ­La chica oyó que alguien se levantaba del sillón. El hombre habló sobre su cabeza, muy cerca­. Les deseo suerte. No se vuelva.
    La afilada presión en la nuca disminuyó, pero tan despacio y con tanto sigilo que a Kitty le costó darse cuenta de que había desaparecido. Esperó un minuto, inmóvil, con los ojos bien abiertos, pero al final perdió la paciencia. Se volvió con un único y ágil movimiento y la navaja lista en la mano.
    El palco estaba vacío y, cuando asomó la cabeza por el silencioso pasillo con la llave y la bolsa en la mano, no vio ningún indicio de que alguien hubiera estado allí.


    ______ 26 ______


    En un pasado remoto, mucho antes de que los primeros hechiceros llegaran a Londres, la gran iglesia de la abadía de Westminster había ejercido una influencia y un poder considerables sobre la ciudad que la rodeaba. Construida a lo largo de varios siglos por una dinastía de reyes olvidados, la abadía y sus tierras ocupaban una extensa área. En ella vivía una congregación de monjes eruditos que atendía los servicios, estudiaba en su biblioteca y trabajaba los campos. La iglesia principal tenía más de treinta metros de altura y estaba custodiada por torres achatadas que se alzaban en el extremo occidental y en el centro del edificio, muy por encima del santuario. El conjunto arquitectónico se había construido con una piedra blanca y maciza, que iba ensuciándose gradualmente con las efusiones mágicas y el humo que emanaban de la ciudad en expansión.
    Con el transcurso de los años, los reyes perdieron poder y fueron sustituidos por una sucesión de parlamentos que se reunían en Westminster Hall, cerca de la abadía. La influencia de la iglesia disminuyó lentamente, así como las cinturas de los monjes supervivientes, quienes comenzaron a sufrir una época de vacas flacas. Gran parte de los edificios anexos a la abadía fueron deteriorándose y sólo los claustros ­cuatro amplias galerías alrededor de un cuadrilátero central de hierba­se conservaron en buen estado. Cuando un nuevo gobierno ­un grupo de hechiceros poderosos que no comulgaban demasiado con las tradiciones eclesiásticas­tomó el mando del Parlamento, todo el mundo pensó que la antigua abadía tenía los días contados.
    Sin embargo, fue precisamente una tradición lo que salvó el edificio. Desde tiempos inmemoriales, los grandes gobernantes del país, fueran reyes o ministros, habían sido enterrados en las criptas de la abadía, innumerables tumbas y monumentos con memorativos se apiñaban entre las columnas de la nave, mientras que bajo tierra se extendía un laberinto de criptas y sepulcros. Los hechiceros, que anhelaban el reconocimiento eterno tanto como cualquier otro rey anterior a ellos, decidieron continuar con aquella práctica, y ser enterrado dentro de la iglesia acabó convirtiéndose en un gran honor.
    Los monjes que quedaban fueron expulsados y en su lugar se instaló un pequeño clero para atender algún servicio ocasional. De este modo, la abadía había sobrevivido hasta la actualidad como poco más que una gigantesca tumba. Pocos plebeyos se acercaban por allí durante el día, y por la noche evitaban incluso los alrededores. No tenía lo que se dice una buena reputación y, por tanto, la vigilancia del edificio era relativamente escasa.
    Pocas eran las probabilidades de encontrarse con un guardia de segundad cuando el primer miembro del grupo llegó a las once y media en punto a la puerta del claustro exterior, que tenía el cerrojo descorrido, y, sin hacer ruido, se deslizó en su interior.
    A Kitty le habría gustado visitar la abadía durante el horario en que estaba abierta al público para llevar a cabo el reconocimiento del terreno y echar un vistazo al exterior de la tumba de Gladstone. Sin embargo, el señor Pennyfeather se lo había prohibido. «No debemos despertar sospechas», le había dicho. De hecho, Kitty no tendría por que haberse preocupado. El señor Hopkins había sido tan útil como de costumbre durante el transcurso de ese largo y tenso día, y les había proporcionado numerosos mapas de la abadía y sus alrededores. Les mostró el trazado del crucero, bajo el cual estaban ocultos la mayoría de los sepulcros; les enseñó los claustros cubiertos donde antaño los monjes se sentaban a leer o paseaban cuando hacía mal tiempo. También les mostró las carreteras circundantes, haciendo hincapié en los cuarteles de la Policía Nocturna y en las rutas que solían frecuentar las esferas de rastreo. Les señaló las puertas que estarían abiertas y les sugirió que se reunieran en la abadía uno a uno, por si aparecían patrullas inesperadas. El señor Hopkins lo tenía todo muy bien planeado.
    ­­Ojalá tuviera vuestra invulnerabilidad ­dijo con tristeza­. Así podría tomar parte en la misión.
    El señor Pennyfeather estaba supervisando el trabajo de Stanley, ocupado con una caja de armas que habían sacado del sótano.
    ­­Venga, venga, Clem. ¡Tú ya has hecho tu parte! ­lo consoló­. Déjanos lo demás a nosotros. Somos profesionales del hurto y del sigilo.
    ­­Discúlpeme, señor Pennyfeather ­intervino Kitty­. ¿Usted también viene?
    El rostro del anciano se congestionó a causa de la rabia.
    ­­¡Por supuesto! ¡Será el momento culminante de mi vida! ¿Cómo te atreves a sugerir lo contrario? ¿Crees que estoy demasiado débil?
    ­­No, no, señor, claro que no.
    Kitty volvió a inclinarse sobre los mapas de la abadía.
    La expectación y el nerviosismo habían hecho presa en el grupo durante todo el día. Todos, incluso la generalmente tranquila Anne, estaban irritables y muy tensos. Repartieron el equipo durante la mañana y cada uno preparó el suyo en silencio. Cuando Kitty regresó con lo que le había entregado el benefactor, el señor Pennyfeather y el señor Hopkins se retiraron a la trastienda para estudiar las instrucciones. Los demás se pasearon nerviosos entre las pinturas y los caballetes sin apenas mediar palabra, y Anne preparó unos sandwiches para el almuerzo.
    Esa tarde, Kitty, Fred, Stanley y Nick se dirigieron al sótano para entrenarse. Fred y Stanley se turnaron en el lanzamiento de discos contra un travesaño mellado, mientras que Nick se enzarzó con Kitty en una pelea con navajas de mentira. Cuando regresaron, descubrieron que el señor Hopkins y el señor Pennyfeather seguían encerrados. A las cinco y media, en un ambiente cargado de crispación, Anne sacó unas bandejas de té con galletas de almendras. Una hora después, el señor Pennyfeather salió de la trastienda y, con una calculada parsimonia, se sirvió una taza de té frío.
    ­­Hemos descifrado las instrucciones ­anunció­. Ahora sí que estamos preparados. ­Alzó la taza con solemnidad para hacer un brindis­. ¡Por lo que ocurra esta noche! La razón está de nuestro lado. No os amilanéis, no os dejéis vencer, amigos míos. ¡Si somos audaces y no vacilamos, nuestras vidas cambiarán para siempre jamás!
    Dio un sorbo y dejó la taza en el platillo con decisión.
    Comenzó la deliberación final.
    Kitty fue la segunda del grupo que entró en el edificio anexo de la abadía. Anne la había precedido menos de un minuto antes. Escudriñó la oscuridad, mientras oía la respiración de Anne muy cerca de ella.
    ­­¿Y si nos arriesgamos a encender una linterna? ­sugirió.
    ­­Una linternita ­dijo Anne­. La tengo.
    Un pequeño haz de luz iluminó la pared de enfrente y a continuación, por unos breves instantes, la cara de Kitty, quien pestañeó y levantó una mano.
    ­­Mantenla baja ­le advirtió­. No sabemos si hay ventanas.
    Agachadas en el suelo de losas de piedra, Anne movió la linternita de un lado a otro y proyectó una luz vacilante sobre pilas de botes de pintura, palas, rastrillos, una reluciente máquina cortacésped nueva y otros enseres. Kitty se quitó la mochila de la espalda, la dejó caer delante de ella y consultó la hora.
    ­­Le toca al siguiente ­dijo.
    En respuesta oyeron un débil murmullo en algún lugar del exterior, al otro lado de la puerta. Anne apagó la linternita y se agazaparon en la oscuridad.
    La puerta se abrió y se cerró acompañada de resuellos. Una ligera corriente de aire les trajo un olor penetrante a loción para después del afeitado. Kitty se relajó.
    ­­Hola, Fred ­lo saludó.
    El resto del grupo fue llegando a intervalos de cinco minutos. El último en aparecer fue el señor Pennyfeather, quien, cansado y sin aliento, dio una orden entrecortada:
    ­­¡Frederick, Stanley! ¡Linternas... encendidas! No hay... No hay... ventanas en esta sala. No hay nada que temer.
    Bajo el haz de dos potentes linternas, los seis quedaron visibles. Todos llevaban mochilas e iban de negro. Incluso el señor Pennyfeather había pintado el bastón de negro y había amortiguado la punta con un tapón hecho de tela. Se apoyó en él y los miró fijamente de uno en uno, con lentitud deliberada, mientras acababa de recomponerse.
    ­­Muy bien ­dijo al fin­. Anne... Por favor, las gorras.
    Anne sacó unos pasamontañas oscuros de lana y los distribuyó. Fred miró el suyo no demasiado convencido.
    ­­No me gustan estas cosas ­gruñó­. Pican.
    El señor Pennyfeather chascó la lengua con impaciencia.
    ­­Esta noche no basta con llevar la cara pintada de negro, Frederick. Es demasiado importante. Póntelo. Bien... Última comprobación y luego, a los claustros. A ver, Nicholas, ¿llevas el estuche del manto hermético?
    ­­Lo llevo.
    ­­¿Y el martillo para romperlo?
    ­­También.
    ­­Frederick, ¿llevas la palanqueta? Bien. ¿Y tu útil juego de navajas? Excelente. Stanley... cuerda y brújula; Kitty... ¿esparadrapo, vendas y pomada? Bien. Yo llevo la llave de la tumba. En cuanto a las armas... Todos deberíamos llevar como mínimo un espejo de mohoso y una esfera de elementos de algún tipo. Muy bien. ­Se detuvo un segundo para recuperar el aliento­. Un par de cosas antes de entrar ­añadió­, las armas han de utilizarse como último recurso, sólo si somos descubiertos. En cualquier caso, tenemos que ser sutiles. Invisibles. Si la puerta de la abadía está cerrada, nos retiramos. Cuando lleguemos al sepulcro, localizamos los tesoros y los reparto entre vosotros. Llenáis las mochilas y volvéis por donde habéis venido. Volveremos a encontrarnos en esta habitación. Si algo saliera mal, dirigios al sótano en cuanto podáis y no paséis por la tienda. Si por alguna razón yo cayera, el señor Hopkins os dirá lo que tenéis que hacer. Os esperará en la cafetería del Druida mañana por la tarde. ¿Alguna pregunta? ¿No? Nicholas...
    En el otro extremo del edificio anexo al que se encontraban, había una segunda puerta, a la que Nick se acercó en silencio. La empujo y se abrió. Al otro lado les esperaba la profunda oscuridad del cielo abierto.
    ­­Adelante ­dijo el señor Pennyfeather.
    Éste fue el orden en que entraron: Nick, seguido de Kitty; a continuación, Fred, Anne, Stanley y el señor Pennyfeather cerrando la marcha.
    Silenciosos como murciélagos, atravesaron los claustros como salpicaduras de un estuco en movimiento a través del muro de oscuridad. A su derecha, unos resquicios de un matiz más claro señalaban los ojos abovedados de la arcada, pero el patio interior de los claustros estaba sumido en la oscuridad. No había luna que les indicara el camino. Los pies calzados con zapatillas de goma rascaban las losas de piedra y levantaban un suave susurro de hojas muertas arrastradas por el viento. El repiqueteo del bastón del señor Pennyfeather, amortiguado por la punta acolchada, los seguía detrás. A la cabeza, la linterna protegida de Nick colgaba en silencio de su larga cadena. La luz zigzagueaba cerca del suelo como un fuego fatuo. La llevaba baja, por debajo de la altura de los alféizares, para evitar que alguien pudiera verla.
    Kitty contaba los arcos a medida que avanzaba. Tras la octava losa gris, la luz a la cabeza de la comitiva se dirigió hacia la derecha y dobló en una de las esquinas del claustro. Kitty hizo lo mismo, agachada, y siguió adelante sin perder el paso. Comenzó a contar los arcos de nuevo. Uno, dos... Notaba el peso de la mochila sobre la espalda y oía cómo se movía su contenido. Deseó con todas sus fuerzas que las esferas fueran bien protegidas en la tela que las envolvía. Cuatro, cinco... Hizo un repaso mental y automático del resto de sus armas: un cuchillo en el cinturón y un disco arrojadizo en la chaqueta que le proporcionaban mayor sensación de seguridad que cualquier otra arma mágica. Al menos no las había mancillado nada demoníaco.
    Seis, siete... Se encontraban al final del ala norte del claustro. La luz en cabeza dio una sacudida y aflojó el paso. Kitty casi chocó contra la espalda de Nick, pero se detuvo a tiempo. Detrás, siguió oyendo unos pasos susurrantes, que al fin cesaron.
    Kitty sintió que Nick volvía la cabeza. A continuación oyó su voz, apenas un murmullo:
    ­­Puerta de la nave. Ha llegado el momento.
    Levantó la linterna e iluminó unos instantes lo que tenía delante. Kitty distinguió la superficie negra de una puerta antigua muy mellada y tachonada de clavos gigantescos, cuyas sombras brincaban y volteaban cuando el haz de luz pasaba sobre ellos. Nick bajó la linterna. Oscuridad. Silencio. Alguien rebuscando algo. Kitty esperó mientras acariciaba con nerviosismo el colgante que llevaba en el bolsillo. Imaginó los dedos de Nick tanteando la madera negra y los clavos encajados en busca del gigantesco pasador metálico. Percibió un suave susurro, un forcejeo y, a continuación, la respiración entrecortada de Nick, unas cuantas palabrotas y el roce de su chaqueta. Era evidente que tenía problemas.
    ­­Vaaamos.
    Se oyó un tintineo apagado y una luz débil se desparramó sobre el suelo de piedra. Nick había dejado la linterna en el suelo y estaba peleando con el cerrojo con las dos manos. Detrás de ella, casi al oído, Kitty oyó a Fred mascullar un taco. Se dio cuenta de que tenía los dientes apretados con tanta fuerza a causa de la tensión que le dolía la mandíbula. ¿Se habría equivocado el benefactor? ¿Seguía cerrada la puerta? Si era así, estaban bien arreglados. Era el único camino de entrada, y no podían arriesgarse a derribar la puerta haciéndola explotar.
    Por el olor supo que se trataba de Fred lo que la rozó al pasar por su lado.
    ­­Déjame. Quita...
    Volvió a oír rumor de ropa cuando Nick se hizo a un lado y, a continuación, a alguien forcejeando con algo y a Fred lanzando un gruñido. Al instante se oyó un crujido y un golpe sordo y audible, junto con el chirrido de unas bisagras oxidadas.
    ­­Creía que había algún problema, pero ni siquiera estaba atascado.
    ­La voz de Fred revelaba una nota de satisfacción.

    Regresó a su posición en la fila. Sin más palabras, el grupo pasó al otro lado y cerró la puerta a sus espaldas. Ya se encontraban dentro de la nave de la abadía de Westminster.
    Nick giró la rosca de la linterna y la ajustó al más pequeño de los círculos luminosos. Esperaron unos segundos para acostumbrarse a la negrura; sin embargo, la iglesia no estaba completa mente a oscuras. Poco a poco, Kitty comenzó a adivinar las sombras fantasmales de las ventanas abovedadas que había delante de ellos y que recorrían toda la pared norte de la nave. Sus contornos fueron perfilándose con mayor claridad, iluminados desde el exterior por luces distantes como las de los faros de los coches. En los cristales había representadas unas figuras extrañas, pero faltaba luz para distinguirlas con claridad. No llegaba ningún sonido del exterior y Kitty se sintió como si estuviera encerrada en un capullo gigantesco.
    Muy cerca distinguió una columna de piedra cuyo capitel se perdía entre las sombras arqueadas. A lo largo de toda la nave se alzaban de manera intermitente otros pilares, cuyas bases se encontraban sumidas en descomunales retazos de oscuridad extrañamente proporcionados y muy numerosos. Al verlos Kitty sintió un escalofrío, ya que se trataba de monumentos funerarios y de sepulcros.
    Un repiqueteo amortiguado sugirió que el señor Pennyfeather se había puesto en marcha. Sus palabras despertaron un eco que recorrió toda la nave en un suspiro, a pesar de que apenas las susurró en el interior del pasamontañas.
    ­­Deprisa, seguidme.
    Atravesaron la nave y pasaron por debajo del tejado oculto, detrás de la luz. El señor Pennyfeather iba a la cabeza tan rápido como podía, mientras los demás le pisaban los talones. Stanley se desvió lentamente hacia la izquierda. Al pasar junto a una maraña informe de oscuridad, alzó la linterna con curiosidad... y soltó un grito de pánico. Dio un salto atrás y la oscilante linterna comenzó a proyectar sombras a su alrededor. La reverberación del grito brincó en los oídos de los demás.
    El señor Pennyfeather giró en redondo, Kitty echó mano al cuchillo y unos discos plateados aparecieron en las manos de Fred y de Nick.
    ­­¿Qué pasa? ­preguntó Kitty entre dientes, por encima del clamoroso latido de su corazón.
    ­­A nuestro lado... allí... un fantasma ­contestó una voz lastimera desde la oscuridad.
    ­­Los fantasmas no existen. Levanta la linterna.
    Stanley obedeció a regañadientes. Bajo el haz de luz apareció un plinto de piedra encajado en un hueco. En uno de los lados había un arco en el que había sido esculpido un esqueleto envuelto en un sudario y blandiendo una lanza, de tal forma que daba la impresión de que salía
    del arco en sí.
    ­­Ah... Es una estatua ­dijo Stanley con un hilo de voz.
    ­­Idiota ­susurró Kitty­. Es una tumba. ¿No podrías haber gritado un poco más alto?
    ­­Vamos. ­El señor Pennyfeather ya se había puesto en marcha­. Estamos perdiendo tiempo.
    Al dejar la nave y dar la vuelta a un ancho pilar para entrar en el crucero septentrional, aumentó el número de monumentos funerarios visibles que abarrotaban los pasillos. Nick y Stanley alzaron las linternas para iluminar los sepulcros, ya que por allí tenía que encontrarse el de Gladstone. Muchas de las estatuas eran representaciones a tamaño natural de los hechiceros muertos, sentados en sillones mientras examinaban pergaminos desenrollados, o de pie con porte heroico y vestidos con largas túnicas, mientras su rostro pálido y anguloso vigilaba el correteo del grupo con sus ojos ciegos. Una sostenía una jaula en la que había una rana triste; a aquella mujer en particular la habían representado riendo. A pesar de su resolución inquebrantable, Kitty estaba nerviosa. Cuanto antes abandonaran aquel lugar, mejor.
    ­­Aquí ­susurró el señor Pennyfeather señalando una modesta estatua de mármol blanco de un hombre sobre un pequeño pedestal circular.
    La figura fruncía el ceño y su rostro era la viva imagen de la preocupación. Lucía una toga larga y suelta, debajo de la cual llevaba un traje pasado de moda con un cuello muy almidonado. Tenía las manos entrelazadas ante sí y en el pedestal se leía una palabra grabada en el mármol:
    GLADSTONE
    Parte de la reputación que envolvía aquel nombre proyectó su poder sobre ellos. Se apartaron de la estatua y se apiñaron a una distancia prudencial. El señor Pennyfeather habló en voz baja.
    ­­La llave que conduce a la tumba está en mi bolsillo. La entrada está en aquella columna, es una pequeña puerta de bronce. Kitty, Anne, vosotras tenéis la vista mas aguda. Buscad la puerta y localizad el ojo de la cerradura. Según... ­Trató de reprimir un acceso de tos­. Según los documentos, debería estar a la izquierda.
    Kitty y Anne dieron una vuelta alrededor de la estatua y se acercaron a la columna, mientras la segunda iluminaba el camino entre las estatuas con la linternita. Con paso cauteloso, rodearon el pilar hasta que el apagado brillo del metal apareció bajo la luz. Se acercaron. El panel metálico era pequeño, de un metro y medio de alto, y estrecho. Salvo un ribete de tachones diminutos, no tenía ornamento alguno.
    ­­Lo he encontrado ­susurró Kitty, tocando un agujero minúsculo a media altura, en el margen izquierdo.
    Anne acercó la linternita. El agujero estaba cubierto de telarañas.
    El señor Pennyfeather ordenó a los demás que se acercaran, y todos se reunieron junto a la columna.
    ­­Nicholas, prepara el manto ­ordenó.
    Kitty esperó junto a los demás en la oscuridad durante un par de minutos, respirando acompasadamente a través de las fibras de lana del pasamontañas, a que Nick estuviera preparado. De vez en cuando, un zumbido amortiguado anunciaba el paso de una limusina cerca de Parlament Square. Aparte de eso, reinaba el silencio, sin contar los accesos de tos que el señor Pennyfeather trataba de ahogar con las manos enguantadas.
    Nick se aclaró la garganta.
    ­­Listo.
    En ese momento oyeron un aullido de sirenas, cada vez más cerca. Cruzaron el puente de Westminster de manera nada halagüeña y, poco a poco, fueron perdiéndose en la noche hasta desaparecer. Finalmente, el señor Pennyfeather asintió levemente con la cabeza.
    ­­Bien, manteneos unidos o el manto no os protegerá ­les advirtió.
    Kitty y los demás lo sabían de sobra. Cerraron filas formando un círculo desigual, dándose la espalda unos a otros, hombro con hombro. En el centro, Nick sostenía en una mano un sencillo estuche de marfil y en la otra blandía un pequeño martillo. El señor Pennyfeather asintió.
    ­­Aquí tengo la llave. En cuanto el manto nos cubra, la haré girar en la cerradura. Cuando eso ocurra, no os mováis, pase lo que pase.
    Nick levantó el martillo y lo descargó con brusquedad contra la tapa del cofre de marfil, que se partió en dos. El crujido rebotó contra las paredes como si se hubiera tratado de un disparo. Una columna de partículas amarillas se elevó del cofre, arremolinándose y centelleando con luz propia. La espiral luminosa se elevó sobre el grupo hasta una altura de unos cuatro metros. A continuación, se abrió hacia fuera y se arqueó hacia abajo, como el agua de una fuente, para estrellarse contra el suelo y desaparecer. Las partículas continuaron brotando de la caja, elevándose en volutas y derramándose de nuevo formando una delicada bóveda refulgente que los protegía en su interior, como si estuvieran dentro de una cúpula.
    El señor Pennyfeather sostenía la diminuta llave dorada. Sin perder tiempo, adelantó la mano procurando no salirse del límite de la cúpula refulgente e introdujo la llave en la cerradura. Le dio media vuelta y retiró la mano con la velocidad de una serpiente de cascabel.
    Esperaron. Nadie movió ni un músculo. Un sudor frío bañaba la cara de Kitty.
    La pequeña puerta de bronce se abrió hacia dentro sin hacer ruido. Al otro lado se abría una boca negra, en la que entrevieron una brillante bombilla verde que se acercaba flotando poco a poco. Al llegar a la salida aceleró de repente y, al expandirse, emitió un silbido muy desagradable. Segundos después, una brillante nube verde había estallado en el crucero y había iluminado todas las estatuas y los monumentos funerarios como si se tratara de una llama furibunda. El grupo se encogió de miedo dentro del manto protector mientras la pestilencia quemaba el aire a su alrededor y se expandía hasta la mitad de la pared del crucero. Siempre que no se aventuraran más allá de la cúpula, estaban a salvo. No obstante, hasta sus narices llegó un olor tan fétido y putrefacto que tuvieron que hacer grandes esfuerzos para no vomitar.
    ­­Espero que el manto dure más que la pestilencia ­observó el señor Pennyfeather con voz entrecortada, al tiempo que la nube verdosa se propagaba por todas partes­. Si no... Si no, me temo que los siguientes esqueletos que verás serán los nuestros, Stanley.
    Hacia mucho calor debajo del manto y Kitty empezó a sentir que la cabeza le daba vueltas. Se mordió el libio y trató de concentrarse, pues desmayarse en ese momento resultaría mortal.
    La pestilencia reventó con una brusquedad sorprendente. Fue como si la nube verdosa implosionara, como si a falta de víctimas se hubiera visto obligada a consumir su propia esencia. Segundos antes, el crucero estaba inundado de una luz enfermiza y, en un abrir y cerrar de ojos, esa luz se había engullido a sí misma y todo había vuelto a sumirse en la oscuridad.
    Transcurrió un minuto. A Kitty le resbalaba el sudor por la nariz, pero ninguno se atrevía ni a pestañear.
    Entonces el señor Pennyfeather prorrumpió en súbitas carcajadas. Era una risa tan estentórea, casi histérica, que a Kitty le dio dentera. Parecía fuera de sí de tanta satisfacción. La chica se apartó de él de una sacudida, instintivamente, y salió de debajo del manto. Al traspasar la cúpula amarilla, sintió un cosquilleo momentáneo. Echó un vistazo a su alrededor y respiró hondo.
    ­­Bueno, la tumba está abierta ­anunció.


    _____ 27 _____ BARTIMEO

    Empezaba a oscurecer y los dueños de las pequeñas cafeterías de las calles tranquilas de alrededor de la plaza se ponían en marcha: encendían las luces que colgaban de los travesaños de las puertas y apilaban las sillas de madera que habían estado desperdigadas por la acera durante el día. Un carillón de campanas centenarias repicó bajo
    las oscuras y ennegrecidas agujas de la vieja iglesia de Nuestra Señora de Tyn, en una de cuyas sepulturas yace mi buen amigo Tycho [Tycho Brahe (1546-1601), hechicero, astrónomo y duelista. Tal vez el amo menos ofensivo de los que he tenido. Bueno, la verdad el que quizá me habría resultado el más ofensivo si me hubiera tocado ser uno de sus contemporáneos, dado que Tycho era un tipo apasionado que siempre se metía en peleas e intentaba besar a las esposas de sus amigos. Por cierto, así perdió la nariz, se la cortaron de una estocada afortunada en un duelo por una mujer. Me gane su amistad moldeándole un magnifico repuesto de oro, junto con un delicado bastoncillo con plumero para que le sacara brillo a los agujeros. A partir de entonces casi siempre me invocaba cuando le apetecía tener una conversación elevada]. Las calles comenzaban a inundarse del murmullo de los praguenses volviendo a casa.
    El chico se había pasado casi todo el día repantigado ante una mesa con mantel blanco en el exterior de una taberna, leyendo una ristra de periódicos checos y panfletos baratos. Si levantaba la mirada, tenía una buena vista de la plaza de la Ciudad Vieja en la que desembocaba aquella calle, a unos cuantos metros; si la bajaba, tenía una visión aún mejor de un batiburrillo de tazas de café vacías y platos regados de trozos de salchichas y migas de galletas, los restos de lo que había consumido por la tarde.
    Yo estaba sentado a la misma mesa, con unas gafas enormes de cristales oscuros y un abrigo pijo similar al suyo. A modo de detalle, había colocado una galleta salada en mi plato y la había desmenuzado para que pareciera que la estaba picoteando, aunque, claro está, no comí ni bebí nada. [La comida mortal se atasca en nuestra esencia de mala manera. Si devoramos lo que sea -un humano, por decir algo-, normalmente tiene que estar casi vivo para que su esencia electrifique la nuestra. De hecho, eso es lo que compensa la pesadez de tener que ingerir los huesos y la carne, que son inservibles. Perdón... No os estaré quitando las ganas de tomaros el té, ¿verdad?]
    La plaza de la Ciudad Vieja era una de las zonas al aire libre más grandes al este de Praga, un espacio irregular de adoquines relucientes salpicados de peatones y puestos de flores. Bandadas de pájaros se mecían en el viento frente a las elegantes casas de cinco pisos, mientras el humo se elevaba de un millar de chimeneas... Una escena bucólica como la que más, pero seguía sintiéndome incómodo.
    ­­¿Quieres dejar de juguetear? ­El chico arrojó el panfleto sobre la mesa­. No puedo concentrarme.
    ­­No puedo evitarlo ­me disculpé­. Aquí estamos demasiado expuestos.
    ­­Relájate, no hay peligro.
    Eché una mirada furtiva a mi alrededor.
    ­­Eso lo dirás tú. Deberíamos habernos quedado en el hotel.
    El chico sacudió la cabeza.
    ­­Me habría vuelto loco si me hubiera quedado en ese antro de mala muerte un segundo más. No he podido dormir en esa cama a causa del polvo, y una plaga de chinches se ha estado dando un festín a mi costa toda la noche; hasta las oía alejarse a saltitos cada vez que estornudaba.
    ­­Si estabas lleno de polvo, deberías haberte dado un baño.
    Pareció un poco avergonzado.
    ­­Es que la bañera me daba mala espina. Era como si... tuviera hambre. De todos modos, en Praga no hay peligro, ya apenas queda magia. Desde que estamos aquí sentados no has visto nada, ni diablillos, ni genios, ni conjuros, ¡y estamos en el centro de la ciudad! No es probable que alguien vaya a ver lo que eres. Relájate.
    Me encogí de hombros.
    ­­Si tú lo dices. No voy a ser yo el que corra por las murallas delante de unos soldados que intentan atizarme con sus picas en el trasero.
    No me escuchaba. Había vuelto a coger el panfleto y lo estaba releyendo con el ceño fruncido. Yo volví a mi entretenimiento vespertino, es decir: comprobar y volver a comprobar los planos.
    Lo cierto es que el chico tenía toda la razón del mundo: no habíamos visto nada mágico en todo el día. Aunque eso no quería decir que las autoridades no estuvieran debidamente representadas. Varios soldados de uniforme azul oscuro, botas militares bruñidas y gorras relucientes se habían paseado repetidamente por la plaza [Por regla general, cuanto más chillón es el uniforme, menos poderoso es el ejercito. En su época dorada, los soldados de Praga llevaban uniformes sobrios con poco ornamento. Ahora, para mi indignación, andaban con dificultad, agobiados por el peso de pomposas galas: una charretera con plumas por aquí, un botón de latón de mas por allá... Desde el otro lado de la calle ya se oía el tintineo de las piececitas metálicas, como si fuera el cascabel del collar de un gato. Comparad eso con la Policía Nocturna de Londres; puede que sus uniformes sean del color del lodo del rio, pero a ésos sí hay que temerlos]. En una de las ocasiones se habían detenido junto a la mesa de mi amo y nos habían pedido los papeles. Mi amo les había tendido su documento de identidad falso mientras yo proyectaba un vidriado sobre ellos para que olvidaran por qué se habían parado allí y siguieran paseando tranquilamente. Sin embargo, no habíamos visto ninguna de las expediciones mágicas que eran el pan de cada día en Londres: esferas de rastreo, trasgos haciéndose pasar por palomas, etc. Todo parecía bastante inocente.
    Sin embargo, sentía una magia potente en las inmediaciones, no demasiado lejos de donde estábamos, que actuaba con contundencia en todos los planos. Todos vibraban, en especial el séptimo, el que por regla general traía los mayores problemas. No estaba dirigida contra nosotros, pero aun así me ponía nervioso, sobre todo porque el chico ­siendo como era humano, joven y arrogante­no percibía nada y seguía comportándose como un turista. No me gustaba estar al aire libre.
    ­­Tendríamos que haber acordado encontrarnos con él en un lugar solitario ­insistí­. Esto está demasiado concurrido.
    El chico resopló.
    ­­¿Y darle la oportunidad de volver a presentarse vestido de ghul? No señor. Que se ponga un traje y una corbata como cualquier hijo de vecino.
    Faltaba poco para las seis en punto. El chico pagó las consumiciones y metió los panfletos y los periódicos en la mochila a toda prisa.
    ­­Vamos, al puesto de los perritos calientes ­dijo­. Ya sabes, te quedas atrás y me proteges si ocurre algo.
    ­­Muy bien, jefe. Esta vez no llevas una pluma roja. ¿Qué te parecería una rosa o un lazo en el pelo?
    ­­No, gracias.
    ­­Por si acaso.
    Nos separamos al acercarnos al gentío. Yo me desvié y me arrimé a los edificios laterales, mientras el chico continuó hasta el centro de la plaza. Por lo que fuera, la mayoría de los transeúntes paseaba por los lados, lo que hacía que Nathaniel pareciera un poco solo. Lo observé. Una bandada de gorriones alzó el vuelo a sus pies y se alejó hacia los tejados. Los escudriñé con nerviosismo, pero no había espías ocultos entre ellos. Por el momento todo iba bien.
    Un caballero de bigotito ridículo y espíritu emprendedor había añadido un brasero con ruedas a una bicicleta y había pedaleado hasta un lugar estratégico en medio de la plaza. Había encendido las brasas y estaba atareado asando salchichas picantes para los praguenses hambrientos. Mi amo se sumó a la pequeña cola que se había formado, mientras lanzaba alguna que otra mirada rápida alrededor por si aparecía Arlequín.
    Me aposté con aire despreocupado junto a una de las paredes del perímetro para poder vigilar mejor la plaza. Aquello no me gustaba: demasiadas ventanas en las que se reflejaba la luz de la puesta de sol. Asiera imposible atisbar a quien pudiera estar mirando detrás de ellas.
    Las seis pasadas y Arlequín seguía sin aparecer.
    La cola de las salchichas iba menguando. Nathaniel, que era el último, avanzó un par de pasitos mientras rebuscaba en el bolsillo algo de calderilla.
    Estudié a todos los transeúntes, incluso los más alejados. Un corrillo charlaba junto al ayuntamiento, pero la mayoría de la gente iba de camino a casa, y aparecía y desaparecía por las calles que morían en la plaza.
    Si Arlequín estaba cerca, no daba ninguna señal de vida.
    La sensación de desasosiego aumentó. No había magia a la vista,
    pero continuaba percibiendo la vibración en todos los planos.

    De forma rutinaria, comprobé las vías de escape, siete en total. Al menos eso era bueno, teníamos un montón de calles por las que huir en caso de emergencia.
    Nathaniel ya era el segundo de la cola. La niña que iba delante de él pidió ketchup extra.
    Un hombre alto cruzó la plaza a grandes zancadas. Llevaba traje, sombrero y una cartera maltrecha. Lo estudié detenidamente. Parecía de la misma altura que Arlequín, aunque no estaba del todo seguro.
    Nathaniel todavía no se había fijado en él. Estaba mirando cómo la niña se alejaba tambaleante bajo el peso de su enorme perrito caliente.
    El hombre se acercó a Nathaniel a paso vivo. Demasiado vivo tal vez, como si tuviera un propósito oscuro...
    Me adelanté.
    El hombre pasó por detrás de Nathaniel, muy cerca, sin dirigirle ni una mirada, y se alejó rápidamente. Volví a relajarme. Tal vez el chico tuviera razón: estaba un poco nervioso.
    Ya le había llegado el turno a Nathaniel y daba la impresión de que estaba regateando con el vendedor sobre la cantidad de chucrut extra.
    ¿Dónde se habría metido Arlequín? El reloj de la torre del ayuntamiento de la Ciudad Vieja aseguraba que pasaban doce minutos de las seis, y eso era mucho retraso.
    Oí un tintineo distante que se alzaba entre los paseantes de las inmediaciones de la plaza; un tintineo débil, rítmico, como el de las campanillas de los trineos lapones que se oyen en la distancia en medio de la nieve. Parecía proceder de todas partes al mismo tiempo. Me sonaba familiar y a la vez diferente a cualquier cosa que hubiera oído antes... No conseguía ubicarlo.
    Entonces vi los retazos azulados meciéndose entre los transeúntes en las bocacalles de las siete vías, y caí en la cuenta. Las botas golpeaban los adoquines, los rayos del sol se reflejaban en los rifles, la parafernalia metálica tintineaba sobre los pechos de la mitad del ejército de Praga a medida que se iba abriendo paso hasta quedar a la vista. La gente retrocedió gritando alarmada. Los soldados se detuvieron de repente y formaron una sólida barrera que bloqueaba todas las calles.
    Yo ya me había lanzado a la carrera hacia la plaza.
    ­­¡Mandrake! ­grité­. Olvida a Arlequín, tenemos que irnos.
    El chico se volvió con el perrito caliente en la mano y, en ese momento, vio a los soldados.
    ­­Ah, qué incordio... ­murmuró.
    ­­Y que lo digas. Y tampoco podemos largarnos por los tejados, ahí también nos superan en número.
    Nathaniel levantó la vista y disfrutó de la maravillosa estampa que ofrecían varias docenas de trasgos que habían trepado a los tejados del extremo más alejado, y que ahora se agazapaban entre las tejas más altas y tras las chimeneas de todas las casas de la plaza lanzándonos miradas maliciosas y haciendo gestos obscenos con sus colas.
    Al ver el cordón de soldados, el vendedor de perritos calientes dio un alarido, se encaramó de un salto al sillín de la bicicleta y se alejó pedaleando a toda velocidad, esquivando a la gente por los pelos y dejando tras de sí un rastro de salchichas, chucrut y brasas silbantes al rojo vivo.
    ­­Sólo son humanos ­dijo Nathaniel­. Esto no es Londres, ¿no? Nos abriremos paso entre ellos.
    Dicho esto, emprendimos la carrera hacia la calle más cercana, Karlova.
    ­­Creía que no querías que utilizase la violencia o una magia demasiado evidente ­repuse.
    ­­Se acabaron las formalidades. Si nuestros amigos checos quieren guerra, nosotros... Oh.
    Todavía teníamos el ciclista a la vista cuando ocurrió. Indeciso y enloquecido por el miedo, había tratado de escapar por dos o tres sitios cruzando la plaza de cabo a rabo. De pronto, con la cabeza gacha y pedaleando como un poseso, cambio de dirección y cargo directamente contra las filas de soldados. Uno de ellos levantó el fusil y se oyó un disparo. El ciclista sufrió un espasmo, la cabeza se desplomó a su lado, los pies se le resbalaron de los pedales y comenzó a convulsionarse y a temblequear. Llevada por la inercia, la bicicleta continuó su camino a gran velocidad, con el brasero bamboleándose y traqueteando detrás, hasta que se estampó contra la primera fila de soldados. Al volcarse, el cuerpo, las salchichas, las brasas y la col fría salieron disparados sobre los primeros hombres.
    Mi amo se detuvo, resollando.
    ­­Necesito un escudo ­dijo­. Ahora.
    ­­Como desees.
    Levanté un dedo y nos envolví en un reluciente escudo sólo visible en el segundo plano, una órbita irregular parecida a una patata que cambiaba de forma cuando nos movíamos.
    ­­Y ahora una detonación ­añadió el chico sin vacilar­. Nos abriremos paso a cañonazos.
    Me lo quedé mirando.
    ­­¿Estás seguro? Esos hombres no son genios.
    ­­Bueno, pues quítalos de en medio como quieras. Les haces un par de cardenales, o lo que sea, pero tenemos que salir ilesos de aquí.
    Un soldado se zafó del caos de miembros despatarrados y nos apuntó con rapidez. Se oyó un disparo. Una bala cruzó con un silbido los treinta metros que nos separaban, atravesó limpiamente el escudo y le hizo la raya a Nathaniel en la coronilla.
    El chico me fulminó con la mirada.
    ­­¿Se puede saber a qué llamas tú escudo?
    Hice una mueca de disgusto.
    ­­Están utilizando balas de plata. El escudo no es seguro. Vamos. [La plata es sumamente perniciosa para nuestra esencia, capaz de atravesar muchas de nuestras defensas mágicas como si se tratara de un cuchillo i alien te cortando mantequilla. A pesar de los escasos vestigios mágicos que debían de quedar en Praga, parecía que no habían olvidado los viejos tunos. No es que antiguamente utilizaran balas de plata contra los genios; por lo general las emplea han contra un enemigo más peludo]
    Di media vuelta, lo cogí del cogote y me transformé aprovechando el mismo movimiento. La esbelta y elegante figura de Ptolomeo creció y se endureció, la piel se volvió pétrea y el cabello liquen verde. Los soldados de la plaza pudieron contemplar la bonita estampa de una gárgola oscura de piernas combadas huyendo en estampida, arrastrando a un adolescente colérico detrás de ella.
    ­­¿Adonde vas? ­protestó el chico­. ¡Estamos atrapados!
    La gárgola hizo rechinar el pico.
    ­­Silencio, estoy pensando.
    Algo bastante complicado en medio de aquel follón. Regresé al centro de la plaza a toda velocidad. Los soldados comenzaron a avanzar poco a poco desde todas las calles con los fusiles en ristre. El golpeteo sordo de las botas contra el suelo iba acompañado del tintineo de las insignias. Los trasgos, alborotados, comenzaron a deslizarse por las inclinadas pendientes de los tejados. Las garras repicaban contra las tejas y producían el clamor de un ejército de insectos. La gárgola aminoró el ritmo y se detuvo mientras las balas continuaban silbando a nuestro alrededor. Colgado de aquella manera, el chico era vulnerable, así que lo puse delante de mí de un tirón y unas alas de piedra descendieron a su alrededor para bloquear la línea de fuego. Además, tenían la ventaja extra de que amortiguaban sus quejas.
    Una bala plateada rebotó contra mi ala y me laceró la esencia con su pernicioso contacto.
    Estábamos rodeados por todas partes, plata a ras de suelo y trasgos por los aires, de modo que sólo quedaba una opción: por en medio.
    Retiré un ala por unos segundos y aupé al chico para que le echara un rápido vistazo a la plaza.
    ­­Echa una mirada ­dije­. ¿Qué casa crees que tiene las paredes más finas?
    Al principio no comprendía nada, pero al cabo de unos segundos abrió los ojos como platos.
    ­­¿No irás...?
    ­­¿Ésa? ¿La de los postigos rosados? Sí, puede que tengas razón. Bueno, comprobémoslo...
    Dicho esto, avanzamos y atravesamos una ráfaga de balas a toda velocidad. Yo con el pico adelantado y los ojos entornados él resollando y tratando de hacerse un ovillo y protegerse la cabeza con los brazos. A pie, las gárgolas podemos alcanzar una velocidad considerable siempre que nos demos impulso con las alas al correr, y me complace decir que a medida que avanzábamos dejábamos a nuestras espaldas un débil rastro chamuscado en los adoquines.
    Breve descripción de mi objetivo: pintoresco edificio de cuatro plantas, cuadrangular, ancho y con una arcada alta en la base que acogía una galería comercial, Por detrás asomaban las sombrías agujas de Nuestra Señora de Tyn [Era como si estuviera oyendo a Tycho animándome a seguir. Al tipo le gustaba el riesgo, vaya si le gustaba. En una ocasión se apostó conmigo mi libertad a que no podía en cruzar el Moldava de un solo salto en un día concreto. Si yo lo conseguía, podría hacer con el lo quisiera. Cómo no, el viejo zorro había calculado por adelantado la lecha de las crecidas primaverales. El día convenido, el rio se desbordó e inundó un área más amplia de lo normal y planté las pezuñas en el agua, para cruel regocijo de mi amo. Prorrumpió en tales carcajadas que le cayó la nariz]. El propietario adoraba su casa. Todas las ventanas tenían postigos que hacía poco que habían sido repintados de un precioso color rosa. En los alféizares descansaban unas jardineras bajas y alargadas abarrotadas de peonías rosas y blancas, y unos visillos con volantes adornaban las ventanas con recato. Todo era rematadamente cursi. Los postigos no tenían corazoncitos tallados en la madera, pero poco les faltaba.
    Los soldados avanzaron desde dos calles laterales y se agruparon para cortarnos el paso.
    Los trasgos se deslizaron por las cañerías y descendieron en suaves curvas con los paracaídas de piel de sus brazos extendidos.
    Una vez consideradas todas las opciones, decidí probar con la segunda planta, la que quedaba entre ambos enemigos.
    Corrí y di un salto; mis alas crujieron y se agitaron. Dos toneladas de gárgola levantaron un majestuoso vuelo. Dos balas vinieron a nuestro encuentro y un pequeño trasgo un poco más adelantado que sus compañeros se interpuso en nuestro camino. Las balas pasaron a nuestro lado y el trasgo se encontró con un puño pétreo, contra el que quedó aplastado en una forma redondeada, como una tarta lanzada con saña.
    Dos toneladas de gárgola impactaron contra una ventana del segundo piso.
    Mi escudo todavía aguantaba El chico y yo estábamos protegidos en buena parte de los vidrios, las astillas, los ladrillos y el yeso que llovían a nuestro alrededor, aunque eso no impidió que Nathaniel siguiera quejándose a gritos. Más o menos igual que la ancianita en silla de ruedas sobre la que pasamos volando en el punto más alto de nuestra parábola. Tuve tiempo de distinguir fugazmente un elegante dormitorio, en el que se daba una importancia excesiva a los encajes. A continuación salimos de su vida y desaparecimos como un rayo a través de la pared del fondo.
    Descendimos, nos hundimos en las frías sombras de una callejuela bajo una lluvia de ladrillos y atravesamos una maraña de ropa que algún descerebrado había tendido en una cuerda en el exterior de la ventana. Aterrizamos con contundencia. La gárgola absorbió la mayor parte del impacto a través de sus recias pantorrillas. El chico se deshizo de su abrazo y cayó rodando junto al reguero de las alcantarillas.
    Me puse en pie con cansancio y el chico me imitó. El jaleo a nuestras espaldas se oía lejos, pero los soldados y los trasgos no tardarían en aparecer. Sin mediar palabra, tomamos una de las callejas que conducían al centro de la Ciudad Vieja.
    Media hora después nos desplomamos a la sombra de la maleza de un jardín abandonado para recuperar el aliento, ya que hacía varios minutos que no oíamos a nuestros perseguidores. Por el camino había adoptado la forma de Ptolomeo, que pasaba más desapercibida.
    ­­Bien, en cuanto al tema ese de no atraer la atención, ¿tú cómo lo ves? ­pregunté, aunque el chico no respondió. Estaba mirando algo que aferraba con fuerza en una mano­. Propongo que nos olvidemos de Arlequín ­continué­. Si tiene dos dedos de frente, estará emigrando a las Bermudas después de todo este jaleo. No creo que vayas a averiguar su paradero.
    ­­No hace falta ­contestó mi amo­. Además, sería inútil. Está muerto.
    ­­¿Eh?
    Los acontecimientos habían puesto mi afamada elocuencia seriamente a prueba. Hasta entonces no me había lijado en que el chico seguía aferrando su perrito caliente, que tenía una pinta un tanto lamentable tras la aventura. Una amalgama de yeso, astillas de madera, esquirlas de cristal y pétalos de flores había sustituido el chucrut. El chico no le quitaba los ojos de encima.
    ­­Mira, sé que tienes hambre, pero eso es ser un poquito exagerado ­dije­. Anda, que te busco una hamburguesa o algo así.
    El chico sacudió la cabeza y abrió el bollo con unos dedos polvorientos.
    ­­Esto es lo que Arlequín nos prometió ­dijo lentamente­: el siguiente contacto en Praga.
    ­­¿Una salchicha?
    ­­No, idiota. Esto. ­De debajo del perrito caliente extrajo una tarjetita un poco arrugada y manchada de ketchup­. Arlequín era el vendedor de perritos calientes ­aclaró­. Ése era su disfraz, y ahora ha muerto por su país, de modo que vengarlo forma parte de nuestra misión. Sin embargo, primero tenemos que encontrar a este hechicero.
    Me tendió la tarjeta. Garabateado en ésta se leía lo siguiente:
    Kafka Callejón del Oro, 13


    ______ 28 ______


    Para mi gran alivio, tuve la impresión de que el chico había aprendido algo de nuestra huida por los pelos de la plaza de la Ciudad Vieja. Aquel aire despreocupado de turista inglés había desaparecido; de hecho, durante el resto de esa tarde oscura e inquietante me permitió que lo guiase a través del laberinto de callejuelas ruinosas de Praga como estaba mandado. Por fin éramos dos espías en tierra enemiga moviéndose con sigilo y discreción.
    Nos dirigimos hacia el norte con infinita paciencia, sorteando las patrullas pedestres que habían partido desde la plaza, para lo que nos envolvíamos en conjuros de camuflaje o, de vez en cuando, entrábamos en edificios ruinosos para pasar desapercibidos hasta que la soldadesca hubiera desaparecido. La oscuridad y la relativa escasez de rastreos mágicos jugaban a nuestro favor.
    Varios trasgos pasaron por los tejados lanzando pulsos rastreadores, pero los desvié con facilidad sin que nos detectaran. Aparte de eso, nada más: ni semiefrits sueltos ni genios de ningún tipo. Los gobernantes de Praga dependían totalmente de sus poco perspicaces tropas humanas, algo que aproveché todo lo que pude. Menos de una hora después de haber iniciado la huida, habíamos cruzado el Moldava en la parte de atrás de un camión de verduras y nos dirigíamos a pie hacia el castillo a través de una zona ajardinada.
    En la época dorada del imperio, todos los días al anochecer miles de faroles iluminaban la pequeña colina sobre la que se alzaba el castillo. Los faroles cambiaban de color y de vez en cuando de posición, según el capricho del emperador, y proyectaban luces variopintas sobre los árboles y las casas ubicados en las suaves pendientes [Cada uno de los faroles contenía una vaina de vidrio sellada que, a su vez, albergaba a un diablillo irritable. El señor de las Lámparas, un titulo hereditario en la corte de los hechiceros, se paseaba por la ladera todas las tardes para dar instrucciones a sus cautivos sobre los colores y la intensidad exigida para esa noche. Según la delicadeza en la formulación de la orden, los matices que se conseguían podían ser sutiles o espectaculares, aunque siempre en consonancia con el humor de la
    corte]. Ahora los faroles estaban rotos y los postes oxidados. A excepción de unos cuantos puntitos anaranjados que revelaban la existencia de ventanas, la Colina del Castillo estaba envuelta en la oscuridad, arropada por la noche.
    Al fin llegamos al pie de un empinado tramo de escalera adoquinada, al final de la cual se encontraba el callejón del Oro. Vislumbré las luces de la calleja que brillaban en lo alto contra las estrellas, en el mismo borde de la cresta fría y oscura de la colina. Al pie de los peldaños había un muro bajo y, detrás de éste, un estercolero en el que dejé a Nathaniel escondido, mientras yo me dirigía hacia lo alto de la escalera en forma de murciélago para llevar a cabo un vuelo de reconocimiento.
    Los escalones orientales habían cambiado poco desde aquel lejano día en que la muerte de mi amo me había liberado de su servicio. Sería mucho desear que un efrit apareciera de un salto para llevarse a mi amo actual. Las únicas presencias que detecté eran tres orondos buhos ocultos en las avenidas de árboles oscuros a ambos lados del camino. Volví a comprobarlo: eran buhos incluso en el séptimo plano.
    A lo lejos, al otro lado del río, la cacería seguía su curso. Oí el pitido triste e inútil de los silbatos de los soldados, un sonido que hizo estremecer de emoción mi esencia. ¿Por qué? Porque Bartimeo era demasiado veloz para ellos, por eso; porque el genio que buscaban estaba ya muy lejos, remontando al vuelo los doscientos cincuenta y seis escalones de la Colina del Castillo... y porque por allí cerca, en el silencio de la noche, se encontraba el origen de la perturbación que seguía vibrando en todos los planos, la extraña actividad mágica por identificar. Las cosas se estaban poniendo interesantes.
    El murciélago pasó el armazón medio derruido de la vieja Torre Negra ocupada en su día por la guardia de élite y ahora nada más y nada menos que por una docena de cuervos dormidos. Mi objetivo se encontraba al otro lado: un callejón estrecho y discreto, flanqueado por casas humildes con altas chimeneas tiznadas, ventanas pequeñas, fachadas de yeso resquebrajado y sencillas puertas de madera que daban directamente a la calle. Aquel sitio siempre había sido así, incluso en los buenos tiempos. El callejón del Oro se regía por reglas diferentes.
    Los tejados, combados y ya irreparables, formaban una amalgama de armazones deformados y tejas sueltas. Me posé en una viga de madera al descubierto de la última casa y eché un vistazo al callejón. En los días de Rodolfo, el más codicioso de los emperadores, el callejón del Oro fue el centro de una gran animación mágica, cuyo objetivo no era otro que la creación de la piedra filosofal [Guijarro legendario al que se atribuye la facultad de transformar metales base en oro o plata. No existe tal cosa, claro está; son sólo pamplinas, eso lo sabe hasta un diablillo cualquiera. Nosotros, los genios, podemos alterar la apariencia de las cosas proyectando sobre ellas un
    encanto o una ilusión, pero es imposible mutar de modo permanente la verdadera naturaleza de algo. Sin embargo, los humanos siempre hacen oídos sordos a lo que no les interesa, por lo que innumerables vidas se malgastaron en esta búsqueda inútil]. Todas las casas estaban alquiladas a alquimistas y las diminutas viviendas bulleron de actividad durante un tiempo [Los hechiceros llegaban de todo el mundo conocido -España, Gran Bretaña, la Rusia aislada por la nieve, los márgenes de los desiertos indios-con la esperanza de recibir recompensas incalculables. Todos eran maestros en un centenar de artes y torturadores de un hatajo de genios a los que hicieron trabajar como esclavos en la gran búsqueda. Aunque todos, uno tras otro, fracasaron. Sus barbas encanecían, sus manos se debilitaban y se paralizaban, sus túnicas se ajaban y se descolorían a causa de las incesantes invocaciones y experimentos... Uno a uno, trataron de abandonar el proyecto y descubrieron que Rodolfo no iba a permitírselo. Los que intentaron escabullirse se toparon con los soldados apostados a la espera en los peldaños del castillo. Otros, los que tratanron de llevar a cabo una huida mágica, descubrieron una poderosa red alrededor del castillo que les cortaba el camino de salida. No escaparon. Muchos acabaron en los calabozos y los demás siguieron con sus vidas. Fué una lección moral para todos los espíritus que fuimos testigos del proceso: nuestros captores habían acabado atrapados en la prisión de sus propias ambiciones]. Incluso después de que abandonaran la búsqueda de la piedra filosofal, la calle siguió siendo el hogar de los hechiceros extranjeros que trabajaban para los checos. El gobierno quería que estuvieran cerca del castillo para poder tenerlos vigilados. La situación continuó sin grandes cambios hasta la sangrienta noche en que los ejércitos de Gladstone tomaron la ciudad.
    Ahora ya no moraban allí hechiceros extranjeros. Los edificios eran más pequeños de lo que recordaba, apiñados como aves marinas en un acantilado. Percibí la antigua magia que todavía se filtraba entre las piedras, pero nada nuevo. Sin embargo... la suave vibración de los planos era más intensa, por lo que su origen tenía que estar cerca. El murciélago miró a su alrededor con cautela. ¿Qué había por allí? Un perro hurgando en un hoyo al pie de un viejo muro; una ventana iluminada ribeteada por cortinas casi transparentes y, en el interior, un anciano encorvado junto al fuego; una joven bajo el resplandor de una farola, poniendo cuidado al andar con sus zapatos de tacón sobre el empedrado, tal vez camino del castillo... Ventanas vacías, postigos cerrados, agujeros en los tejados y chimeneas rotas. Basura arrastrada por el viento. Una escena la mar de alegre.
    Ah, y el número trece, a media calle, una casucha que apenas se distinguía de las demás en cuanto a suciedad y melancolía, pero con una red de energía de color verde brillante que la envolvía en el sexto plano. Había alguien dentro y ese alguien no quería que nadie lo molestara.
    El murciélago revoloteó arriba y abajo por la calleja, sorteando la red con sumo cuidado cuando ésta se curvaba hacia el cielo. El callejón del Oro estaba a oscuras y en silencio, totalmente absorto en sus quehaceres vespertinos. Di media vuelta y me lancé en picado hacia el pie de la colina para avisar a mi amo.
    ­­He encontrado el sitio ­anuncié­. Tiene defensas moderadas, pero se pueden atravesar. Date prisa, aprovechemos ahora que no hay nadie a la vista.
    Ya lo he dicho antes: no hay nada más inútil que un humano cuando se trata de moverse. Hay que ver el tiempo que le llevó subir esos miserables doscientos cincuenta y seis peldaños, la cantidad de resoplidos, jadeos y pausas gratuitas para recuperar el aliento que necesitó, el color que se le iba poniendo... Algo digno de ver.
    ­­Ojalá nos hubiéramos traído una bolsa de papel o algo así ­le dije­. La cara te brilla tanto que seguramente se ve desde la otra orilla del Moldava. Pero si a esto ni siquiera se le puede llamar colina.
    ­­¿Qué... qué... tipo de... defensas tiene?
    El chico no pensaba más que en el trabajo.
    ­­Redes muy débiles ­contesté­. Ningún problema. ¿Es que no haces gimnasia?
    ­­No, no tengo tiempo... Mucho trabajo.
    ­­Ah, claro, ahora eres demasiado importante. Lo había olvidado.
    Al cabo de unos diez minutos llegamos a la torre en ruinas, donde adopté la forma de Ptolomeo. De esta guisa lo conduje hasta un lugar donde una suave pendiente descendía hasta la calle. Mientras mi amo resollaba suavemente apoyado contra una pared, echamos un vistazo a las casuchas del callejón del Oro.
    ­­Qué estado tan lamentable... ­comenté.
    ­­Sí, deberían... derruirlas... y levantar casas nuevas.
    ­­Hablaba de ti.
    ­­¿Cuál... cuál es?
    ­­¿La número trece? Esa de la derecha, la tercera, la de la fachada de yeso blanco. Cuando acabes de morirte, ya veremos qué se puede hacer.
    Un paseo sigiloso entre las sombras del callejón nos dejó a unos metros de la casucha. Mi amo estaba completamente decidido a cargar contra la puerta de entrada, pero extendí un brazo.
    ­­Ahí quietecito. La red está justo delante de ti. Un paso más y la activas.
    Se detuvo.
    ­­¿Crees que podrías entrar?
    ­­No lo creo, chaval, lo sé. Ya hacía este tipo de cosas cuando Babilonia no era más que una majada de ovejas de tres al cuarto. Aparta. Mira y aprende.
    Di un paso hacia la delicada red de filamentos brillantes que nos cortaba el paso y acerqué la cabeza. Escogí un pequeño agujerito entre las hebras, en el que soplé con delicadeza. Di en el blanco: la diminuta esquirla del soplo acatador se encajó en el agujero sin traspasarlo ni salirse [Se trata de un tipo de conjuro que se realiza con un soplido y una señal mágica. No tiene nada que ver con el gas maloliente, que se genera de una manera totalmente distinta]. Era demasiado leve para hacer saltar la alarma. Lo demás fue fácil. Expandí la esquirla lentamente, con suavidad y, a medida que el agujero iba haciéndose más grande, deshilacliaba los filamentos. En cuestión de minutos, se formó una amplia abertura redondeada en la red, casi a la altura del suelo. Remodelé el soplo en forma de aro y lo traspasé con aire despreocupado.
    ­­Vamos ­dije­, tu turno.
    El chico frunció el ceño.
    ­­¿De qué? Todavía no veo nada.
    Con cierta exasperación, retoqué el soplo para que fuera visible en el segundo plano.
    ­­¿Ya estás contento? Cruza el aro con cuidado ­le pedí.
    Así lo hizo, aunque no parecía demasiado impresionado.
    ­­Ya, eres capaz de estar inventándotelo ­repuso.
    ­­No es culpa mía que los humanos seáis unos cegatos ­solté­. Ya vuelves a infravalorar mis conocimientos. Cinco mil años de experiencia puestos a tu servicio y ni un mísero agradecimiento. Muy bien, si no crees que haya red, la acciono sin ningún problema ante tus narices. Ya verás cómo el hechicero Kafka aparece corriendo.
    ­­No, no ­se apresuró a contestar­, te creo.
    ­­¿Seguro? ­Mi dedo comenzó a apuntar hacia las hebras brillantes.
    ­­¡Que sí! Cálmate. Venga, entramos con sigilo por una ventana y lo cogemos desprevenido.
    ­­De acuerdo. Después de ti.
    Dio un firme paso adelante y pisó de pleno los filamentos de una segunda red en la que yo no había reparado [Era muy sutil, de ¡llámenlos finísimos, y solo podía detectarse en el séptimo plano A cualquiera se le habría pasado por alto]. Una escandalosa alarma, compuesta al parecer por una docena de timbres y relojes de carillón, sonó en la casa durante unos segundos. Nathaniel me miró. Yo miré a Nathaniel. Antes de que ninguno de los dos tuviera tiempo de reaccionar, alguien desconectó la alarma y se oyó un ruido al otro lado de la puerta. Ésta se abrió de golpe y un hombre alto, con los ojos desorbitados y un casquete en la cabeza, salió corriendo, gritando como un poseso. [No llevaba solo un casquete, también llevaba puesta más ropa. Por si os estabais empezando a alborotar... Bueno, ya entraré en detalles más adelante. Es solo para darle fluidez a la narración]
    ­­Ya se lo he dicho ­gritó­. ¡Es demasiado pronto! ¡No estará listo hasta el alba! ¿Por qué no me deja en paz de una...? Oh. ­En ese momento reparó en nosotros­. ¿Quién demonios sois?
    ­­Caliente, caliente... ­contesté­. Depende del punto de vista.
    Me abalancé sobre el hombre y forcejeé con él hasta derribarlo. En cuestión de segundos le había atado las manos a la espalda con el cordón de la bata [¿Lo veis? Llevaba una bata. Y pijama, ya puestos. Todo la mar de decoroso]. Me aseguraba así de evitar que hiciera gestos rápidos con la mano para invocar algo que acudiera en su ayuda [Incluidos los obscenos, que podrían haber ofendido al chico]. También le había metido en la boca un pedazo de la camisa de Nathaniel, por si se le ocurría lanzar órdenes. Una vez hecho esto, lo puse en pie como si se tratara de un fardo y lo hice entrar antes de que mi amo ni siquiera pudiera abrir la boca para dar una orden. Así actúa un genio veloz cuando es necesario.
    ­­¡Qué te parece! ­dije con orgullo­. Hala, aquí no ha pasado nada.
    Mi amo parpadeó.
    ­­Pero si me has destrozado la camisa ­protestó­. Me la has rasgado por la mitad.
    ­­Qué pena ­contesté­. Anda, cierra la puerta. Ya lo hablaremos dentro.
    Una vez que la puerta estuvo cerrada, pudimos evaluar la situación. El término que mejor describiría el hogar del señor Kafka sería el de «miseria académica». El suelo y los muebles estaban cubiertos de libros y manuscritos sueltos, que en algunos puntos componían unos enrevesados estratos de bastante altura. Éstos, a su vez, estaban cubiertos por una fina capa de polvo, plumas esparcidas por todas partes y cosas oscuras de olor acre que tenían el desagradable aspecto de ser restos de comida del último par de meses. Sepultados debajo había una amplia mesa de taller, una silla, un sofá de piel y, en un rincón, un fregadero rectangular y rudimentario de un solo grifo, al que también habían ido a parar varios pergaminos desperdigados.
    Daba la impresión de que aquella única habitación ocupaba la planta de la casa por entero. La ventana del fondo daba a la falda de la colina, a la noche. Las lejanas luces de la ciudad brillaban débilmente al otro lado del cristal. Una escalera de madera ascendía y se perdía a través de un agujero practicado en el techo, que, seguramente, daba a un dormitorio. No obstante, parecía que el hechicero no había subido allí desde hacía tiempo ya que, al mirarlo con mayor detenimiento, descubrieron que el cansancio le había dejado unas profundas ojeras y las mejillas amarillentas. También estaba muy delgado. Caminaba tan encorvado que parecía que todas sus fuerzas le habían abandonado.
    La verdad es que la visión no imponía demasiado, ni la del hechicero ni la de su morada. Sin embargo, allí se encontraba la fuente de la vibración en los siete planos: la sentía con tanta fuerza que me castañeteaban los dientes.
    ­­Siéntalo ­ordenó mi amo­. En el sofá. Aparta toda esa porquería. Bien. ­Se sentó en una esquina de la mesa de trabajo. Dejó una pierna apoyada en el suelo mientras la otra le colgaba con despreocupación­. Vamos a ver, no dispongo de mucho tiempo, señor Kafka ­continuó, dirigiéndose a su cautivo en un checo fluido­, así que espero que coopere conmigo.
    El hechicero lo miró con ojos cansados y se encogió de hombros.
    ­­Se lo advierto ­prosiguió el chico­, soy un hechicero de gran poder y controlo infinidad de entes terroríficos. Este ser que ve ante usted ­eché los hombros hacia atrás y saqué pecho­está entre lo peorcito y lo menos aterrador de mis esclavos. ­Se me cayeron los hombros y saqué barriga­. Si no me proporciona la información que busco, peor para usted.
    El señor Kafka trató de decir algo, pero no se le entendía nada. Sacudió la cabeza y entornó los ojos. El chico me miró.
    ­­¿Qué crees que quiere decir eso?
    ­­Y yo qué sé. ¿Y si le quitas la mordaza y lo averiguamos?
    ­­Está bien, pero si pronuncia aunque sea una sílaba de un conjuro, ¡acaba con él!
    Para acompañar estas palabras, el chico trató de adoptar una expresión cruel y aterradora, pero más bien dio la impresión de estar dolorido por una úlcera. Al quitarle la mordaza, el hechicero tosió y farfulló por unos instantes. No se le entendía mucho mejor que antes.
    Nathaniel dio unos golpecitos con los nudillos sobre un trozo de mesa libre.
    ­­¡Atiéndame, señor Kafka! Quiero que escuche atentamente mis preguntas. Y, se lo advierto, guardar silencio no le servirá de nada. Para empezar...
    ­­¡Sé a qué han venido! ­Las palabras brotaron de la garganta del hechicero con la fuerza de un torrente. Su voz destilaba desafío, resentimiento y un cansancio infinito­. ¡No hace falta que lo digan! ¡Por el manuscrito, claro! ¿De qué otra cosa podría tratarse, cuando llevo seis meses dedicándome en cuerpo y alma a sus misterios? Seis meses consumiéndome. Miren... ¡Me ha robado la juventud! Mi piel se marchita con cada trazo de la pluma. ¡El manuscrito...! ¡No podría tratarse de otra cosa!
    Nathaniel se quedó desconcertado.
    ­­¿Un manuscrito? Bueno, tal vez, pero a ver si me aclaro...
    ­­Me ha hecho jurar que guardaría el secreto ­continuó el señor Kafka­, me ha amenazado de muerte, pero ¿qué me importa ya? Con una vez ya hubo bastante. Dos... Eso no hay hombre que lo resista. Miren cómo ha minado mi energía... ­Alzó las muñecas huesudas hacia la luz. Parecían cañas temblorosas y tenía la piel tan fina que se veían hasta los huesos­. Miren lo que él me ha hecho. Antes de esto, rebosaba de vida.
    ­­Sí... Pero ¿qué...?
    ­­Sé perfectamente quién es usted ­continuó el hombre, interrumpiendo a mi amo como si éste no existiera­: un espía del gobierno británico. Esperaba que apareciera a tiempo, aunque debo admitir que no creía que fuera alguien tan joven y con tan poca experiencia. Si hubiera llegado hace un mes, podría haberme salvado. Ahora mismo, tal como están las cosas, ya casi no vale la pena. Ya no me importa. ­Lanzó un profundo suspiro­. Está detrás de usted, sobre la mesa.
    El chico volvió la vista, alargó la mano y cogió un papel. Sin embargo, lanzó un grito y lo soltó de inmediato, porque nada más tocarlo sintió un latigazo.
    ­­¡Aaay! ¡Está electrificado! Un truco...
    ­­Disimula un poco tu juventud e inexperiencia ­me quejé­, que me dejas en evidencia, hombre. ¿Es que no ves de qué se trata? Cualquiera con ojos en la rara se daría cuenta de que es la fuente de toda la actividad mágica de Praga. No me extraña que te diera un calambrazo. Usa ese pañuelo tan cursi que llevas en el bolsillo y estúdialo de cerca. Luego dime de qué se trata.
    Yo ya lo sabía, claro está. Había visto antes cosas como ésas. Pero me divirtió observar cómo aquel muchacho afectado, demasiado asustado para desobedecer mis órdenes, se estremecía de miedo al protegerse la mano con el pañuelo de volantes para coger el documento con sumo cuidado. Se trataba de un manuscrito de los grandes, de piel de becerro, y no cabía duda de que había sido estirado y secado según los métodos tradicionales; un pergamino de color crema, grueso y muy suave, que desprendía chisporroteos al estar impregnado de un poder que no procedía del material, sino de las palabras que había inscritas en él. La escritura se había hecho con tinta normal y corriente, roja y negra a partes iguales [Supongo que simbolizan el poder de la tierra (negro) y la sangre del hechicero (rojo), y que esta última le da vida a la tierra. No obstante, solo es una suposición: no estoy familiarizado con la magia de los golems]. Una línea tras otra de intrincadas runas caligráficas discurrían con fluidez de derecha a izquierda, desde el pie de la página hacia el encabezamiento. El chico abrió los ojos de par en par del asombro. Aunque no sabía leer las runas, apreciaba el arte y el trabajo que había requerido aquella obra. Tal vez habría conseguido expresar su estupor si hubiera tenido oportunidad de articular palabra. Sin embargo, el hechicero, el viejo Kafka, seguía cantando como un canario, alto y claro.
    ­­Todavía no está terminado ­dijo­, eso se ve. Tengo que añadir media línea más, o sea, me queda toda una noche de trabajo por delante. Una noche que en cualquier caso será la última, porque estoy seguro de que él me matará, si la tinta no me chupa antes la sangre, claro. ¿Ve ese espacio arriba de todo? ¿Esa pequeña casilla? El jefe de ese hombre escribirá su nombre ahí. Ésa será toda la sangre que tendrá que verter para controlar a la criatura. Será magnífico para él, ¡oh, sí!, pero no tanto para el pobre Kafka.
    ­­¿Cómo se llama? ­pregunté. Creo que lo mejor en estos casos es ir al grano.
    ­­¿El jefe? ­Kafka solio una risotada ronca, como la de un pájaro viejo y enfermo­. No lo sé, nunca lo he visto.
    El chico seguía sin apartar los ojos del manuscrito, estaba como atontado.
    ­­Éste es para otro golem... ­dijo Nathaniel despacio­. Se lo colocarán en la boca para que cobre vida. Está poniendo su sangre en este papel para alimentar al golem... ­Levantó la vista hacia Kafka con una expresión de sorpresa horrorizada en el rostro­. ¿Por qué hace esto? ­le preguntó­. Lo está matando.
    Hice un gesto de impaciencia.
    ­­Eso no es lo importante ­atajé­. Tenemos que averiguar quién está detrás de todo esto. El tiempo apremia y ya no queda mucho para el alba.
    Sin embargo, el hechicero siguió hablando. El brillo apagado de su mirada me hizo pensar que ya apenas nos veía.
    ­­¿Cómo que por qué? Por Karl ­contestó­. Y por Mia. Me prometieron que los dejarían volver sanos y salvos si creaba estas cosas. Sepa que no les creo, pero no puedo renunciar a la única esperanza que me queda, por pequeña que sea. Tal vez ese hombre cumpla su palabra, o tal vez no. Es posible que ya estén muertos. ­Un espantoso ataque de tos sacudió su cuerpo­. Lo cierto es que temo que sea así.
    El chico estaba perdido.
    ­­¿Karl, Mia? No entiendo nada.
    ­­Son mi única familia ­continuó diciendo el hechicero­. Qué desgracia haberlos perdido. Oh, mundo cruel. Sin embargo, en una situación así te agarras a un clavo ardiendo... incluso usted, un maldito inglés, debe de entenderlo. No podía darle la espalda a la única oportunidad que tenía de volver a verlos,
    ­­¿Dónde está su familia? ­preguntó Nathaniel.
    ­­¡Ja! ­El hechicero se revolvió y una luz fugaz brilló en su mirada­. ¿Cómo voy a saberlo? ¿En una galera olvidada de Dios? ¿En la Torre de Londres? ¿O ya han calcinado y enterrado sus huesos? Eso es competencia suya, niño inglés... Dígamele usted. Trabaja para el gobierno británico, ¿no? ­Mi amo asintió con la cabeza­. La persona que busca no le desea nada bueno a su gobierno. Kafka volvió a toser­. Pero bueno, eso ya lo sabe, por eso está aquí. Mi gobierno me mataría si supiera lo que he hecho. No quieren que creemos otro golem, pues temen que traiga a Praga un nuevo Gladstone blandiendo su abominable bastón.
    ­­Me imagino que sus familiares son espías checos, ¿no? ­intervino el chico­. ¿Fueron a Inglaterra?
    El hechicero asintió con la cabeza.
    ­­Y desde que los detuvieron no he vuelto a saber nada de ellos. Tiempo después me visitó un caballero que me dijo que su jefe me los devolvería sanos y salvos si le revelaba los secretos del golem, si creaba el pergamino que se necesitaba. ¿Qué podía hacer? ¿Qué haría cualquier padre?
    Inusitadamente, mi amo no dijo palabra. Inusitadamente, yo tampoco. Miré la cara y las manos demacradas de Kafka, y vi en sus ojos apagados las horas interminables que había pasado encorvado sobre sus libros y sus papeles, lo vi vertiendo su vida en la hoja, aferrándose a la mínima posibilidad de que le devolvieran a su familia.
    ­­Terminé el primer pergamino hace un mes ­continuó Kafka­. Fue entonces cuando el mensajero redobló sus exigencias: ahora querían dos golems. En vano traté de hacerle comprender que eso me mataría, que no viviría para volver a ver a Karl ni a Mia... Ah, pero es cruel y no me escuchó.
    ­­Háblenos de ese mensajero ­le pidió el chico de repente­. Si sus hijos están vivos, se los devolveré. Se lo prometo.
    El moribundo hizo un gran esfuerzo y fijó la vista en mi amo. La luz apagada de su mirada brillaba ahora con una intensidad inquisitiva. Estudió a Nathaniel atentamente.
    ­­Es muy joven para ir haciendo promesas de ese tipo ­susurró.
    ­­Soy un miembro respetado del gobierno ­repuso Nathaniel­. Tengo poder...
    ­­Sí, pero ¿se puede confiar en usted? ­Kafka lanzó un hondo suspiro­. Después de todo, es británico. Así que se lo preguntaré a su demonio. ­No apartó los ojos de Nathaniel cuando se dirigió a mí­. ¿Qué dices? ¿Es de confianza?
    Inflé las mejillas y resople.
    ­­Es difícil decirlo. Es un hechicero, así que por definición vendería hasta a su propia abuela. Pero es un poco menos depravado que algunos de ellos. Tal vez. Un poco.
    Nathaniel me lanzo una mirada asesina.
    ­­Gracias por ese rotundo espaldarazo, Bartimeo.
    ­­De nada.
    Sin embargo, para mi gran sorpresa, Kafka asentía con la cabeza.
    ­­Muy bien, hijo, lo dejaré en manos de su conciencia. De todos modos, no viviré para verlos. Lo cierto es que estoy en las últimas. Me importan un comino tanto usted como el otro. Por lo que a mí respecta, ya pueden arrancarse los ojos unos a otros hasta que toda Gran Bretaña quede devastada. Sin embargo, le contaré todo lo que sé para acabar de una vez por todas con esto. ­Comenzó a toser débilmente, con la barbilla pegada al pecho­. Tenga una cosa por segura: no voy a terminar el manuscrito, no tendrán dos golems animando las calles de Londres.
    ­­Vaya, pues eso sí que es una pena ­dijo alguien con voz grave.

    Parte 2

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