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agosto 01, 2010
Parte 1_____ 29 _____ NATHANIEL
Nathaniel no sabría decir cómo había llegado aquel tipo hasta allí. Las redes exteriores no habían dado la alarma y ninguno de ellos ni Nathaniel, ni Kafka, ni siquiera Bartimeolo había oído entrar en la casa. Sin embargo, allí estaba, apoyado con aire despreocupado en la escalera del desván con los brazos morenos cruzados sobre el pecho.
Nathaniel abrió la boca pero no le salieron las palabras, sólo un grito ahogado y horrorizado al reconocerlo: el mercenario de la barba, el asesino a sueldo de Simón Lovelace.
Dos años antes, después del enfrentamiento en Heddleham Malí el mercenario había logrado escapar. La policía había removido cielo y tierra en su busca, tanto en Gran Bretaña como por todo el continente, sin éxito alguno. Jamás encontraron ni una pista. Con el tiempo, la policía se olvidó del asunto, dio el caso por cerrado y abandonó la búsqueda. Sin embargo, Nathaniel no podía olvidarlo; una imagen espeluznante se le había quedado grabada en la memoria: el mercenario surgiendo de entre las sombras del estudio de Lovelace con el amuleto de Samarkanda y el abrigo teñido de la sangre de un hombre asesinado. Desde entonces, esa imagen le había estado rondando por la cabeza como una nube de tormenta, y en esos momentos el asesino so encontraba a dos metros de él, examinándolos fríamente uno a uno.
Tal como lo recordaba, el hombre seguía irradiando una vitalidad malévola. Era alto y musculoso, de ojos azules y facciones toscas. Parecía haberse recortado algo la barba, pero llevaba el pelo oscuro un poco más largo que antes; ahora le llegaba a la mitad del cuello. Iba vestido de negro: camisa holgada, guerrera acolchada, pantalones anchos por encima de la rodilla y botas altas que se abultaban alrededor de la pantorrilla. La arrogante seguridad que demostraba fue como un puñetazo en la cara. Nathaniel tuvo inmediata y plena conciencia de su ridícula fuerza y de su fragilidad ante aquel hombre.
No se moleste en presentarnos, Kafka dijo el hombre con voz grave y pausada. Los tres somos viejos amigos.
El anciano dejó escapar un largo y triste suspiro difícil de interpretar.
De todos modos, sería inútil. No sé el nombre de ninguno de ustedes.
Los nombres siempre han sido algo secundario para nosotros.
Si el genio estaba sorprendido, no lo demostró.
Veo que te devolvieron las botas comentó.
El mercenario frunció el entrecejo.
Dije que pagarías por ello y lo harás. Los dos, el chico también.
Hasta ese momento Nathaniel había estado sentado en el escritorio de Kafka, paralizado por la sorpresa. Ahora, aunando esfuerzos para imponer cierta autoridad, se dio un pequeño impulso y se puso en pie con los brazos en jarras.
Estás detenido dijo, lanzando una mirada de odio al mercenario. El hombre se la devolvió con tanta frialdad e indiferencia que Nathaniel sintió cómo se encogía. Furioso, se aclaró la garganta. ¿Has oído lo que he dicho?
El hombre movió un brazo con tanta rapidez que, cuando Nathaniel quiso darse cuenta, en su mano había aparecido una espada con la que apuntaba al chico con desdén.
¿Dónde está tu arma, niño?
Nathaniel adelantó la barbilla en actitud desafiante y señaló a Bartimeo con el pulgar.
Ahí contestó. Un efrit a mis órdenes. A una palabra mía te hará trizas.
El genio pareció algo sorprendido.
Estooo, sí contestó el chico egipcio vacilante. Eso mismo.
El mercenario esbozó una sonrisa glacial bajo la barba.
Esta es la criatura que tenías antes. Si entonces no consiguió acabar conmigo, ¿qué te hace pensar que esta vez tendrá mejor suerte?
La perfección se logra con la práctica dijo el genio.
Nada más cierto. Tras un nuevo movimiento centelleante que casi desdibujó su persona, en su otra mano apareció un disco metálico en forma de ese. He practicado mucho con esto dijo el mercenario. Te atravesará la esencia y regresará a mi mano.
Para entonces ya no tendrías mano con que recogerlo repuso Nathaniel. No sabes lo rápido que es mi efrit, veloz como una cobra en el momento de atacar. Caería sobre ti antes de que esa cosa partiera de tu mano.
Miró al genio y al mercenario. Ninguno de los dos parecía convencido del todo.
Ningún demonio es tan rápido como yo insistió el mercenario.
¿De verdad? Ponlo a prueba replicó Nathaniel.
Bartimeo levantó un dedo.
Vamos a ver, un momento...
Venga, prueba con tu mejor lanzamiento.
Podría hacerlo.
Verás lo que te ocurre.
Eh, un poquito de calma intervino el genio. Toda esa pose de machito está muy bien, pero a mí mantenedme al margen, por favor. ¿Por qué no echáis un pulso, comparáis bíceps o algo por el estilo, y así descargáis la tensión?
Nathaniel no le hizo caso.
Bartimeo, te ordeno...
En ese momento ocurrió algo inesperado. Kafka se levantó.
¡Quédese donde está! le espetó el mercenario, volviendo la mirada y la punta de la espada hacia el anciano.
Dio la impresión de que Kafka no le había oído. Se tambaleó ligeramente y a continuación se alejó del sofá con paso inseguro, abriéndose camino a través de los papeles que cubrían el suelo. Los pergaminos crujían bajo sus pies descalzos, Con un par de pasos más alcanzo la mesa junto a la que se encontraba Nathaniel, y entonces alargó un brazo esquelético con la velocidad del rayo y le arrebato de las manos el manuscrito del golem. Acto seguido, retrocedió apretándolo contra su pecho.
El mercenario hizo ademán de arrojar el disco, pero se contuvo.
¡Kafka, deje eso en el suelo! le gruñó. Piense en su familia, piense en Mia.
Kafka tenía los ojos cerrados y volvía a tambalearse. Dirigió el rostro hacia el techo.
¿Mía? Ya la he perdido.
Termine el documento esta noche y la verá mañana. ¡Lo prometo!
Kafka abrió los ojos. Tenía la mirada apagada, pero lúcida.
¿Qué importa ya? Habré muerto al alba. Ya no me queda fuerza vital.
El rostro del mercenario adoptó una expresión de profunda irritación. No era el tipo de hombre al que le gusta negociar.
Mi jefe me ha asegurado que están sanos y salvos insistió. Podemos sacarlos de la prisión esta noche y traerlos a Praga en avión por la mañana. Piénselo bien... ¿Quiere que todo este trabajo no haya servido para nada?
Nathaniel miró en dirección al genio, que poco a poco cambiaba de posición. Por lo visto, el mercenario no se había dado cuenta. Nathaniel se aclaró la garganta con intención de atraer la atención del hombre sobre él.
No le escuche, Kafka dijo. Miente.
El mercenario fulminó a Nathaniel con la mirada.
No sabes lo fastidioso que ha resultado que no te detuvieran esta tarde en la plaza le espetó. A pesar de que les di unas indicaciones muy precisas, parece que la policía metió la pata. Me tendría que haber
encargado yo mismo.
¿Sabías que estábamos aquí? preguntó Nathaniel.
Por supuesto. No podrías haber sido más inoportuno. Un par de días y todo habría dado igual, yo ya estaría de vuelta en Londres con el manuscrito terminado y tus investigaciones habrían caído en saco roto. Sin embargo, tal como se han puesto las cosas, tenía que mantenerte ocupado, y por eso di el soplo a la policía.
Nathaniel entorno los ojos.
¿Quién te dijo que estaría aquí?
Mi jefe, por supuesto contesto el mercenario. Se lo dije a los checos y ellos se encargaron de seguir a ese inepto espía británico todo el día, sabiendo que al final les llevaría hasta ti. Por cierto, creían que estabas en Praga para colocar una bomba, aunque eso ahora ya no importa. Me han decepcionado.
Mientras hablaba blandía la espada y el disco sin dejar de mirar alternativamente a Nathaniel y al hechicero. Los pensamientos se agolpaban en la cabeza del chico. Casi nadie conocía su viaje a Praga, y aun así el mercenario había obtenido esa información de algún modo, lo que significaba que... No, tenía que concentrarse. Vio a Bartimeo que seguía avanzando poco a poco, de lado, sigiloso como un caracol. Un par de pasos más y el genio quedaría fuera de la vista, a punto para atacar...
Ya veo que has encontrado otro sucio traidor con que sustituir a Lovelace le soltó el chico.
¿Lovelace? El hombre arqueó las cejas, divertido. No era mi jefe ni siquiera entonces. Era un segundón, un aficionado con demasiadas ansias de éxito. Mi amo lo animó, eso fue todo, pero ni Lovelace era su única marioneta ni yo soy su único siervo.
Nathaniel estaba fuera de sí.
¿Quién es? ¿Para quién trabajas?
Para alguien que paga bien, eso es obvio, ¿no? Eres un hechicerillo muy extraño.
En ese momento el genio, que había logrado arrastrarse hasta quedar fuera del campo visual del mercenario, alzó la mano para atacar, pero en ese preciso instante Kafka entró en acción. Durante todo aquel tiempo se había quedado junto a Nathaniel, sujetando el pergamino del golem entre las manos. Entonces, sin mediar palabra y con los ojos bien cerrados, se puso tenso y rompió el manuscrito en dos.
El resultado fue inesperado.
Un torrente mágico brotó del pergamino roto e inundó la casa con tal violencia que parecía un terremoto. Nathaniel se vio levantado del suelo en medio de un torbellino de objetos voladores: genio, mercenario, mesa, sola, papel, plumas y salpicaduras de tinta. El chico vio los tres planos visibles zarandeándose a distintas velocidades; durante una fracción de segundo, todo se multiplicó por tres. Las paredes se estremecieron y el suelo se ladeo. La luz eléctrica chisporroteó y se lúe. Nathaniel se golpeó con fuerza contra el suelo.
La oleada mágica se filtró a través de las tablas del suelo, hacia la tierra. La energía del manuscrito se había perdido. Los planos se estabilizaron y las reverberaciones fueron apagándose. Nathaniel levantó la cabeza. Estaba tendido debajo del sofá volcado, mirando hacia la ventana. Las luces de la ciudad todavía brillaban al otro lado, aunque era como si estuvieran un poco más arriba que antes. Enseguida lo comprendió todo: la casa entera se había inclinado y estaba en equilibrio al borde de la colina. Las tablas del suelo dibujaban una suave pendiente hacia la ventana. Varios objetos de pequeño tamaño resbalaban por el suelo y chocaban contra la pared inclinada.
La habitación estaba en penumbra y lo único que se oía eran los papeles que iban posándose suavemente, con un susurro. ¿Dónde estaba el mercenario? ¿Dónde estaba Bartimeo? Nathaniel se quedó muy quieto debajo del sofá, con los ojos abiertos como si fuera un conejo en medio de la noche.
Distinguió a Kafka con bastante claridad. El anciano hechicero descansaba boca arriba encima del fregadero ladeado, mientras una lluvia de papeles le caía encima a modo de sudario improvisado. Incluso a esa distancia, Nathaniel supo que estaba muerto.
El sofá le había aprisionado una pierna y lo mantenía sujeto al suelo. Tenía ganas de apartarlo, pero sabía que era demasiado arriesgado. Se quedó quieto, abrió bien los ojos y aguzó el oído.
Un paso. Poco a poco fue perfilándose una figura. El mercenario se detuvo junto al cuerpo tendido encima del fregadero, lo inspeccionó unos segundos, masculló una maldición y siguió rebuscando entre los muebles desperdigados que había cerca de la ventana. Se movía despacio, tensando los músculos de las piernas para no resbalar a causa de la inclinación del suelo. Ya no blandía la espada, pero algo plateado brillaba en su mano derecha.
Al no encontrar nada entre los restos, el mercenario comenzó a recorrer la habitación de espaldas, moviendo la cabeza de un lado a otro, metódicamente, y entornando los ojos en la oscuridad. Aterrado, Nathaniel vio cómo se iba acerrando al sofá, pero no podía retroceder: el sofá que lo mantenía oculto también lo tenía atrapado. Se mordió el labio tratando de recordar las palabras de alguna invocación adecuada para la ocasión.
El mercenario reparó en el sofá volcado y se detuvo unos segundos. A continuación, con el disco plateado en la mano, dobló las rodillas y se agachó para apartar el sofá y dejar a la vista la cabeza encogida de Nathaniel.
En ese momento, Bartimeo apareció a su espalda.
El chico egipcio flotaba sobre el suelo inclinado con los pies colgando y una mano extendida. Estaba envuelto en un halo plateado que refulgía sobre la tela blanca alrededor de la cintura y se reflejaba en su cabello oscuro. El genio lanzó un silbido desenfadado. En un abrir y cerrar de ojos, el mercenario dio media vuelta y el disco abandonó su mano. Silbó al cortar el aire, atravesó el halo resplandeciente por uno de los costados de Bartimeo y cruzó la habitación sin dejar de girar.
Ja, ja, fallaste se burló el genio.
Un averno salió disparado de sus dedos y engulló al mercenario. Una llamarada envolvió la parte superior de su cuerpo. El asesino lanzó un alarido, se llevó las manos a la cara y avanzó a tumbos por la habitación proyectando un resplandor anaranjado y lanzando miradas asesinas a través de los dedos abrasados con que se cubría el rostro.
El disco silbante alcanzó el otro lado de la estancia; con un cambio de timbre, dio media vuelta y retornó a la mano del mercenario. En la trayectoria de regreso atravesó el costado del genio. Nathaniel lo oyó gritar y vio que la figura del chico egipcio se estremecía y parpadeaba.
El disco regresó a la mano en llamas.
Nathaniel apartó el sofá de un empujón y consiguió destrabar la pierna de debajo. De forma vacilante e insegura a causa de la inclinación del suelo, por fin consiguió ponerse en pie.
El chico egipcio había desaparecido y en su lugar, iluminada por las llamas, una rata renqueante se escabullía entre las sombras. El hombre en llamas fue tras ella con los ojos cerrados a causa del fuego. Las ropas se calcinaban pegadas a la piel y el disco refulgía al rojo vivo entre sus dedos.
Nathaniel trató de ordenar sus pensamientos A un lado tenía la escalera del desván, que se había caído y había quedado encajada en diagonal contra el techo, y se apoyó en ella para recuperar el equilibrio.
La rata cruzó rauda por encima de un pergamino antiguo. El papel crujió bajo sus patas.
El disco seccionó el pergamino por la mitad. La rata soltó un chillido y rodó sobre sí misma.
Los dedos en llamas hicieron un movimiento y dos nuevos discos aparecieron en ellos. La rata, frenética, trató de escabullirse, pero no fue lo bastante rápida. Un disco se clavó en las tablas del suelo y, bajo una de las púas plateadas, quedó atrapada la cola del roedor. La rata trató de liberarse dándole suaves tirones.
El mercenario se acercó en dos zancadas y levantó una bota humeante.
Con un esfuerzo sobrehumano, Nathaniel logró desencajar la escalera del desván. Ésta se desplomó con todo su peso sobre la espalda del mercenario, al que cogió por sorpresa. El hombre perdió el equilibrio y cayó de lado bajo una lluvia de chispas. Al aterrizar en el suelo de la casa, prendió fuego a los manuscritos que había a su alrededor.
La rata dio un buen tirón a la cola, se liberó y, del impulso, aterrizó junto a Nathaniel.
Gracias resolló el roedor. ¿Te has fijado en que te lo he puesto a tiro?
Nathaniel miraba incrédulo la tambaleante figura que, en un arranque de rabia, apartó la escalera de un empujón, indiferente a las llamas que lo envolvían.
¿Cómo es posible que siga en pie? musitó. El fuego lo consume, se está abrasando.
Me temo que lo único que se quema son sus ropas dijo la rata. Su cuerpo es incombustible. Pero ahora lo tenemos junto a la ventana. Cuidado.
El roedor alzó una patita rosada. El hombre de la barba se volvió y reparó en Nathaniel. Gruñó furioso y levantó una mano en la que algo plateado lanzó un destello. Llevó el brazo hacia atrás...
Y fue golpeado con toda la fuerza desatada de un huracán disparado desde la pata de la rata, que lo levantó del suelo y lo hizo salir despedido por la ventana rodeado de una centelleante lluvia de cristales rotos y pedazos de papel ardiendo que fueron arrastrados con él. Cayó rodando por la ladera hasta la falda de la colina engullida por la noche. Las llamas que seguían envolviendo su cuerpo iluminaban su descenso. Nathaniel vio que daba un bote, a lo lejos, y que a continuación se detenía.
La rata no había perdido el tiempo y estaba trepando por el suelo inclinado hacia la puerta de la casa.
¡Vamos! lo llamó. ¿Crees que eso lo detendrá? Tenemos cinco minutos, puede que diez.
Nathaniel gateó sobre pilas de papeles humeantes tras el roedor y salió al exterior después de hacer saltar la primera de las redes y luego la otra. Cuando el aullido de las alarmas se elevó hacia el cielo y perturbó el sueño nostálgico de los moradores del callejón del Oro, la rata y el chico ya se encontraban al otro lado de la torre en ruinas y bajaban los escalones del castillo como alma que lleva el diablo.
A última hora de la mañana siguiente, después de cambiarse de ropa, encasquetarse una peluca y presentar un pasaporte acabado de robar, Nathaniel cruzó la frontera checa hasta Prusia, que estaba bajo control británico. En cuanto llegó a la ciudad de Chemnitz en la furgoneta del panadero que lo había recogido haciendo autoestop, se dirigió directamente al consulado inglés y les explicó su situación. Se hicieron las llamadas pertinentes, se comprobaron las contraseñas y se verificó su identidad. A media tarde embarcó en un vuelo que salía del aeródromo local con destino a Londres.
Había hecho partir al genio en la frontera porque el estrés de una invocación tan prolongada estaba agotándolo. Hacía días que apenas dormía. En el avión hacía una temperatura agradable y, aunque se había propuesto desentrañar las palabras del mercenario, el cansancio y el zumbido de los motores acabaron haciendo efecto. El avión acababa de despegar cuando Nathaniel se durmió.
Una azafata lo despertó en Box Hill.
Señor, hemos llegado, le espera un coche. Le ruegan que no se demore.
Al salir para bajar por la escalera del avión, bajo una llovizna ligera y fría, vio que una limusina negra aguardaba en la pista de aterrizaje. Nathaniel descendió la escalera despacio, adormilado y temeroso de encontrarse con su maestra, pero el asiento trasero estaba vacío. El chófer se tocó la gorra al abrir la puerta.
Saludos de la señorita Whitwell, señor dijo. Le esperan en Londres de inmediato. La Resistencia ha atacado el corazón de Westminster y... Bueno, ya lo verá usted mismo, no hay tiempo que perder. Aquí se masca la tragedia.
Nathaniel subió al coche en silencio y la puerta se cerró tras él.
_____ 30 _____ KITTY
El tramo de escalera era igual de ancho que la columna y bajaba hacia las profundidades enroscándose en el sentido de las manecillas del reloj. El espacio era tan estrecho y el techo tan bajo que incluso Kitty se vio obligada a agacharse. Fred y Nick, que casi iban doblados por la mitad, tenían que bajar de lado como si fueran dos cangrejos patosos. El aire estaba ligeramente viciado y hacía mucho calor.
El señor Pennyfeather encabezó la comitiva con la rosca de la linterna abierta hasta el tope. Todo el mundo lo imitó y se sintieron algo más animados con el retorno de la luz. Ahora que estaban bajo tierra, a resguardo, no cabía la posibilidad de que nadie los viera. La parte peligrosa había pasado.
Kitty iba detrás de Nick, que avanzaba arrastrando los pies, y Stanley le pisaba los talones. Incluso con la linterna de éste a sus espaldas, las sombras parecían empeñadas en cercarla, con el rabillo del ojo las veía corretear y dar brincos, incansables.
Un ejército de arañas había construido su morada en las grietas a ambos lados de la escalera. A juzgar por las pestes que echaba el señor Pennyfeather, era evidente que debía de estar abriéndose camino a través de centenares de años de asfixiantes telarañas.
El descenso no duró mucho. Kitty contó treinta y tres escalones hasta llegar a una verja de hierro con goznes, que daba a un espacio abierto desdibujado por la luz de la linterna. Se hizo a un lado para que Stanley también saliera del hueco de la escalera y, a continuación, se quitó el pasamontañas. El señor Pennyfeather acababa de hacer lo propio. Estaba un poco acalorado y llevaba el cabello gris de punta y despeinado.
Bienvenidos a la tumba de Gladstone dijo en un susurro ahogado y ronco.
La primera sensación que tuvo Kitty fue la de la presión que ejercía el peso de la tierra que imaginaba sobre ella. El techo estaba construido con sillares tallados al milímetro, pero con el paso de los años la alineación de las piedras había variado. Ahora algunas sobresalían de manera inquietante en el centro de la cámara, presionando la débil luz como si quisieran sofocarla. El aire estaba viciado y las linternas dejaban escapar un hilillo de humo que se elevaba hacia el techo en densas espirales. Kitty se descubrió aferrándose instintivamente a cada respiración.
La cripta era bastante estrecha, la parte más amplia apenas llegaría a los cuatro metros de ancho; sin embargo, tenía una longitud indeterminada, pues hacia el fondo se perdía entre las sombras, a las que no llegaba la luz de las linternas. Salvo por un grueso manto de moho blanco, que en algunos lugares había trepado hasta la mitad de la pared, el suelo enlosado estaba desnudo. Las aplicadas arañas de la escalera no parecían haberse aventurado más allá de la verja: no se veía ninguna telaraña.
Interrumpiendo una de las paredes laterales de la habitación, justo la de enfrente de la entrada, había un largo estante con tres hemisferios de cristal. A pesar de que el vidrio estaba sucio y agrietado, Kitty logró distinguir en el interior de cada uno de ellos los restos de una corona de flores secas: lirios, amapolas y ramitas de romero, marchitos y salpicados de liquen. Las flores fúnebres del gran hechicero. Kitty se estremeció y se volvió hacia el principal objetivo del grupo: el sarcófago de mármol que estaba justo debajo.
Medía tres metros de largo por más de uno de alto, y estaba nítidamente esculpido sin ornamentos ni inscripciones, salvo una placa de bronce que había sido fijada en medio de uno de los lados. La tapa, también de mármol, descansaba en lo alto, aunque Kitty pensó que parecía un poco torcida, como si la hubieran dejado medio abierta al volver a colocarla apresuradamente en su sitio.
El señor Pennyfeather y los demás se reunieron alrededor del sarcófago con gran expectación.
Es de estilo egipcio dijo Ann. La típica ostentación con que se trata de imitar a los faraones, aunque sin jeroglíficos.
¿Qué dice aquí? Stanley estaba mirando a la placa. No sé qué pone.
El señor Pennyfeather también trataba de leerla.
Está en una lengua diabólica. Hopkins podría haberla descifrado, pero nosotros no. Veamos... Se enderezó y dio unos golpecitos sobre la tapa del sarcófago con su bastón. ¿Cómo vamos a abrir esto?
Kitty frunció el ceño con repugnancia y algo que se parecía mucho al temor.
¿Es necesario? ¿Qué le hace pensar que lo que buscamos está ahí dentro?
La crispada irritación del señor Pennyfeather traslució su nerviosismo.
Bueno, es difícil que vayamos a encontrarlo por el suelo, ¿no crees, guapa? Seguro que el viejo diablo lo quería bien cerquita de él, incluso muerto. El resto de la cámara está vacía.
Kitty se mantuvo firme.
¿Lo ha comprobado?
¡Por favor, qué pérdida de tiempo! Anne, coge una linterna y mira allá al fondo. Asegúrate de que no hay cavidades por ahí. Frederick, Nicholas, Stanley, vamos a necesitar toda nuestra fuerza para mover esto. ¿Podéis coger por ahí, por vuestro lado? Tal vez tengamos que usar la cuerda.
Mientras los hombres se reunían alrededor de la tapa, Kitty se quedó atrás para comprobar qué tal le iba a Anne. Enseguida vieron que el señor Pennyfeather tenía razón. Al cabo de pocos pasos, la linterna de Anne iluminó la pared del fondo de la cámara, una superficie lisa de sillares desnudos. Pasó la linterna varias veces por el muro en busca de cavidades o de una puerta, pero no encontró nada. Se volvió hacia Kitty, se encogió de hombros y regresó al centro de la estancia.
Stanley había sacado la cuerda y estaba estudiando uno de los extremos de la tapa.
Va a ser difícil pasar una cuerda dijo rascándose la coronilla. No la puedo atar a ningún sitio y la tapa es demasiado pesada para levantarla...
Podríamos empujarla sugirió Fred. Yo me apunto.
No, es demasiado pesada. Pura roca.
Apenas debe de haber fricción señaló Nick. El mármol está bastante liso.
El señor Pennyfeather se secó el sudor de la frente.
Bien, chicos... Tendremos que intentarlo. La única alternativa sería hacer estallar una esfera, pero eso podría dañar el contenido. Fred, si apoyas las botas contra la pared, haremos más fuerza. Veamos, Nick...
Mientras seguían debatiendo, Kitty se agachó para echar un vistazo a la placa de bronce. Estaba llena de pequeños y pulcros signos cuneiformes dispuestos para formar lo que evidentemente eran palabras
o símbolos. No era la primera vez que Kitty se lamentaba de su ignorancia. La lectura de inscripciones misteriosas no se enseñaba en el colegio, y el señor Pennyfeather se había negado a que el grupo aprendiera de los libros de sortilegios que habían robado. Kitty se preguntó si el padre de Jakob habría podido leer aquella inscripción y qué le habrían dicho aquellos símbolos.
Kitty, sal de en medio, por favor. Buena chica.
Stanley se había hecho con una de las esquinas de la tapa, Nick con otra, y Fred, solo en uno de los extremos, había puesto un pie en la pared, justo debajo de la estantería. Se estaban preparando para el primer empujón. Kitty se mordió el labio para no replicar a la burla de Stanley. Se irguió y se hizo a un lado, mientras se limpiaba la cara con la manga. El sudor le perlaba la piel y el aire de la cripta se notaba muy cargado.
¡Vamos, chicos! ¡Empujad!
Los hombres acometieron la tarea lanzando gruñidos a causa del esfuerzo. Anne y el señor Pennyfeather aguantaban las linternas en alto alrededor de ellos para alumbrar sus avances. Sus rostros crispados, con los dientes apretados, relucían bajo la luz mientras el sudor les resbalaba por las cejas. Por encima de sus gruñidos se oyó un débil crujido, sólo unos segundos.
Está bien... ¡Descansad!
Nick, Fred y Stanley se dejaron caer, resollando. El señor Pennyfeather los rodeó renqueante y los palmoteo en el hombro.
¡Se ha movido! ¡No cabe duda de que se ha movido! ¡Muy bien, amigos míos! Todavía no se ve el interior, pero todo llegará. Tomemos un respiro y luego volvemos a intentarlo.
Así lo hicieron. Y una vez más. A cada intento, sus resuellos se hacían más exagerados y casi se oía la tensión de los músculos; a cada intento, la tapa se retiraba un poco más y volvía a detenerse con obstinación. El señor Pennyfeather, con el rostro crispado bajo la luz temblorosa, los animaba danzando alrededor de ellos como si estuviera poseído y se hubiera olvidado de su cojera.
¡Empujad! ¡Eso es! ¡Nuestro futuro está debajo de vuestras narices si os esforzáis un poco más! ¡Vamos, empuja, Stanley, maldita sea! ¡Un poco más! ¡Vamos, el último empujón!
Kitty recogió una de las linternas que habían dejado a un lado y se paseó distraída por la cripta vacía, apartando la gruesa capa de moho blanco con la punta de las zapatillas de deporte para matar el tiempo. Con toda parsimonia fue acercándose al fondo de la cámara, casi hasta la pared, y deshizo el camino al mismo ritmo pausado.
Algo le vino a la cabeza, la remota intuición de algo extraño que se agitaba vagamente en algún lugar de su mente. Al principio no supo definirlo, y el grito de alegría que lanzaron los demás después de un empujón más exitoso que los anteriores la distrajo. Dio media vuelta hacia la pared del fondo y levantó la linterna.
Una pared: ni más, ni menos.
Entonces, ¿qué era lo que...?
El moho. La ausencia de moho.
El moho blanco se extendía por todas partes bajo los pies, apenas se libraba ni una sola losa, y las paredes habían sido invadidas del mismo modo. El moho se estaba extendiendo poco a poco hacia el techo. Puede que algún día la habitación quedara cubierta del todo.
Sin embargo, en la pared del fondo no había ni una sola mota de moho. Las piedras estaban desnudas, se perfilaban con la misma claridad con que lo habrían hecho si los albañiles se hubieran marchado aquella misma tarde.
Kitty se volvió hacia los demás.
¡Eh!
¡Eso es! ¡Una vez más y lo tenemos, chicos! El señor Pennyfeather casi daba brincos. ¡Ya estoy viendo una esquina! ¡Otro empujón y seremos los primeros en contemplar a Gladstone desde que ocultaron sus huesos!
Nadie oyó a Kitty, nadie le prestó la mínima atención. La chica se volvió hacia la pared del fondo. Allí no había moho... No tenía sentido. ¿Acaso aquellos bloques eran de una piedra diferente?
Kitty se acercó para tocar los sillares, pero, al hacerlo, tropezó con un desnivel del suelo. Al darse cuenta de que caía de bruces, estiró las manos para apoyarse en la pared... y la atravesó.
Instantes después cayó contra las losas del suelo, dándose un fuerte porrazo en las muñecas y la rodilla. La linterna salió disparada de la mano y cayó con estrépito a un lado.
Kitty torció el gesto a causa del dolor. Sentía fuertes punzadas en la rodilla y los dedos le hormigueaban debido al tremendo golpe. Sin embargo, la sensación que predominaba sobre las demás era la de desconcierto. ¿Qué había ocurrido? Estaba segura de que se había estrellado contra la pared, aunque por lo visto la había atravesado como si no estuviera allí.
A sus espaldas oyó un tremendo chirrido seguido de un crujido aterrador, varios gritos triunfantes y, en medio de todo ello, un alarido de dolor. A continuación, la voz del señor Pennyfeather.
¡Muy bien, chicos! ¡Así se hace! Deja de quejarte, Stanley, que eso no es nada. ¡Acercaos, vamos a echarle un vistazo!
Lo habían conseguido. Eso tenía que verlo. Entumecida y dolorida, Kitty se puso a gatas y estiró una mano para recoger la linterna. Al tiempo que se ponía en pie, el haz de luz alumbró parte del espacio en que se encontraba.
A pesar de su entereza, a pesar de su experiencia en numerosas misiones, a pesar de haberse salvado por los pelos en muchas ocasiones, a pesar de las trampas, de los demonios y de las muertes de sus amigos, la impresión que le causó lo que estaba viendo le cortó la respiración y comenzó a temblar como aquel día en el puente de hierro tantos años atrás. Se le aceleró el corazón y la cabeza le comenzó a dar vueltas. Oyó un largo, agudo y desgarrador alarido que reverberó por toda la cámara, y dio un respingo antes de darse cuenta de que procedía de su garganta.
A sus espaldas, las entusiastas celebraciones cesaron de sopetón.
¿Qué ha sido eso? ¿Dónde está Kitty? oyó decir a Aune.
Kitty no movió ni un músculo.
Estoy aquí susurró.
¡Kitty!
¿Dónde estás?
Maldita sea esa niña... ¿Ha subido por la escalera? Nicholas, ve a ver.
¡Kitty!
Estoy aquí, al fondo. ¿No me veis? El nudo que se le había hecho en la garganta le impedía alzar la voz. Estoy aquí... Y no estoy sola...
La verdadera pared del fondo de la cámara no estaba mucho más allá del espejismo que había atravesado, tal vez a unos tres metros de donde se encontraba en aquellos momentos. El moho blanco había pasado por alto la falsa barrera y la había atravesado. Cubría las paredes, el suelo y lo que yacía en el suelo, y desprendía un pálido resplandor bajo la fría luz de la linterna. Sin embargo, a pesar de su espesor, no ocultaba los objetos dispuestos en una hilera perfecta entre las paredes: se adivinaba lo que eran a la perfección. Los seis estaban tendidos en el suelo muy juntos, uno al lado del otro, con las cabezas apuntando hacia Kitty, las piernas hacia la pared del fondo de la cámara y las manos esqueléticas sobre el pecho. Las condiciones de la cripta los había conservado sin descomponerse del todo. En realidad, la carne había retrocedido hasta quedar pegada al esqueleto, de tal modo que la tensión de la piel estiraba de la mandíbula; ésta, al quedar abierta, les confería una expresión permanente de terror desenfrenado. La piel se había ennegrecido como si fuera madera fosilizada o cuero retorcido. Tenían los ojos totalmente hundidos. Los seis vestían extrañas indumentarias, trajes antiguos, y calzaban botas pesadas. El tórax de uno de ellos asomaba a través de la camisa. El pelo, que nacía de sus espantosas cabezas como si se tratara de plantas de río, se conservaba tal como lo tenían en vida. Kitty se fijó en que uno de ellos aún lucía una melena de hermosos rizos dorados.
Kitty estaba asombrada por la estupidez do sus compañeros, que seguían llamándola. ¡Estoy aquí!
Con un movimiento brusco, se sobrepuso a la inercia que le había provocado la impresión, se volvió y grito hacia la cámara Nick y Anne estaban muy cerca y al oírla volvieron la cabeza de inmediato, aunque con la mirada perdida, desconcertados, recorriéndola con la vista como si no estuviera allí. Kitty gruñó exasperada y dio un paso hacia ellos. Al hacerlo, una sensación extraña y electrizante le recorrió el cuerpo.
Nick lanzó un grito y Anne soltó la linterna.
Será mejor que vengáis a ver esto dijo Kitty con sequedad. ¿Qué demonios os pasa? les preguntó al ver que no contestaban.
La rabia contenida en su voz sacó a Nick de su embelesamiento.
Mí...mírate tartamudeó. Tienes medio cuerpo dentro de la pared.
Kitty bajó la vista. Desde aquel lado, el espejismo era impecable: el estómago, el torso y uno de los pies sobresalían de la pared como si ésta la hubiera cortado limpiamente. Kitty sentía cierto cosquilleo allí donde la guillotinaba la ilusión mágica.
Ni siquiera brilla susurró Anne. Nunca había visto un espejismo tan perfecto.
Puedes atravesarlo dijo Kitty sin entusiasmo. Aquí dentro hay algo.
¿Un tesoro? Nick era la impaciencia personificada.
No.
Momentos después, los demás se habían acercado a la pared y, tras una leve vacilación, habían ido atravesando uno a uno el espejismo. Las piedras sólo parecían ondularse levemente. Desde el otro lado, la barrera era invisible.
Los seis contemplaron atónitos y en silencio los cuerpos iluminados.
Yo voto porque nos larguemos de aquí ahora mismo propuso Kitty.
Mira el pelo... susurró Stanley. Y las uñas, mira qué largas las tienen.
Están colocados como sardinas en un plato...
¿Cómo crees que...?
Supongo que asfixiados...
¿Le veis el pecho... por ese agujero? Eso no es normal...
No hay de qué preocuparse. Son muy antiguos. El señor Pennyfeather hablaba con afable seguridad, quizá con la intención de tranquilizar tanto a los demás como a él mismo. Mirad el color de la piel. Prácticamente están momificados.
Son de la época de Gladstone, ¿verdad? preguntó Nick.
Sin duda, las ropas que llevan lo demuestran. Son de finales del siglo diecinueve.
Pero, seis... Uno por cada uno de nosotros...
Calla, Fred.
Pero ¿por qué los...?
¿Algún tipo de sacrificio, tal vez?
Señor Pennyfeather, escuche, de verdad...
No, pero ¿por qué los ocultaron? No tiene sentido.
Entonces, ¿son ladrones de tumbas y los castigaron dándoles sepultura?
Tenemos que irnos.
Eso es más probable. Aun así, ¿por qué los ocultaron?
¿Y quién lo hizo? ¿Y qué me decís de la pestilencia? Eso es lo que no entiendo. Si ellos la activaron...
¡Señor Pennyfeather! gritó Kitty estampando el pie contra el suelo. El pisotón reverberó por toda la cámara y la discusión cesó al instante. Kitty logró que las palabras abandonaran su atenazada garganta con un esfuerzo sobrehumano. Aquí dentro hay algo de lo que no sabíamos nada, una especie de trampa. Deberíamos olvidarnos del tesoro y salir de inmediato.
Pero si estos huesos son muy viejos... intervino Stanley adoptando la actitud tajante del señor Pennyfeather. Cálmate, bonita.
No te pongas en ese plan conmigo, imbécil.
Estoy de acuerdo con Kitty dijo Anne.
Queridos míos... El señor Pennyfeather posó una mano sobre el hombro de Kitty y le dio unas palmaditas fingiendo buen humor. Todo esto es muy desagradable, estoy de acuerdo, pero no exageremos. Es cierto que estos pobres diablos murieron, pero ya hace mucho tiempo que los dejaron aquí, seguramente cuando la tumba todavía estaba abierta; por eso la pared falsa que los oculta no tiene moho, ¿veis? El moho ha crecido desde entonces. Las paredes estaban limpias y eran nuevas cuando encontraron su fin. Señaló los cuerpos con el bastón. Pensadlo bien: estos chicos ya descansaban aquí antes de que la tumba fuera sellada; si no, la pestilencia se habría activado al entrar y sabemos que estaba intacta, porque la hemos visto y la hemos dispersado.
Sus palabras tuvieron un efecto tranquilizador en el grupo. Algunos asintieron y se oyeron murmullos de aprobación. Sin embargo, Kitty sacudió la cabeza.
Estos seis cadáveres nos están hablando a voces insistió, y seríamos unos idiotas si no les hiciéramos caso.
¡Eh, pero si son viejos! A juzgar por el tono relajado de Fred, parecía que las implicaciones de ese concepto se le habían pasado por alto. Son huesos viejos.
Adelantó una bota y toqueteó burlonamente el cráneo más cercano. Éste se torció, se desprendió del cuello y, al mecerse sobre las losas, produjo un sonido suave parecido al de la loza.
Querida Kitty, tienes que aprender a ser menos impulsiva le reprochó el señor Pennyfeather, sacando un pañuelo del bolsillo y secándose la frente. Ya hemos abierto el sarcófago del viejo diablo y la tierra no se nos ha tragado, ¿verdad? Ven a verlo, chica, todavía no lo has visto. Está cubierto por una mortaja sedosa dispuesta con gran elegancia... Sólo eso ya debe de costar una fortuna. Cinco minutos, Kitty, cinco minutos es lo único que necesitamos para levantar la mortaja y birlarle el saquito y la bola de cristal. No perturbaremos el sueño de Gladstone mucho tiempo.
Kitty no respondió. Se volvió y, pálida, atravesó lentamente la barrera y la estancia. No se atrevía a hablar. Su rabia iba dirigida tanto hacia ella misma por su debilidad y su miedo irracionalcomo hacia su cabecilla. Las palabras del anciano le habían parecido superficiales, demasiado banales y simples. Sin embargo, no estaba acostumbrada a oponerse a su voluntad y sabía que el resto del grupo estaba con él.
El repiqueteo del bastón del señor Pennyfeather la persiguió. El anciano resollaba ligeramente.
Querida Kitty, espero que... que me hagas el honor... de llevar la bola de cristal... en tu mochila. Confío en ti, ya lo ves... Confío en ti sin reservas. Aguantemos cinco minutos más y luego abandonaremos este maldito lugar para siempre. Reunios a mi alrededor y preparad las mochilas. ¡El destino nos espera!
La tapa del sarcófago estaba en el mismo lugar en el que había caído, formando un ángulo entre la tumba y el suelo. Una de las esquinas se había roto a causa del impacto y el trozo que se había desprendido descansaba a unos pasos, en medio del moho. En el suelo había una linterna encendida, pero ninguna luz se proyectaba en el interior de la caja. El señor Pennyfeather tomó posición en uno de los extremos del sarcófago, apoyó el bastón contra la piedra y se agarró al mármol. Les sonrió a todos y flexionó los dedos.
Frederick, Nicholas... Aguantad las linternas en alto, quiero ver bien lo que toco.
Stanley soltó una risita nerviosa. Kitty volvió la vista hacia la cámara oculta. En medio de la oscuridad sólo podía vislumbrar el perfil imperturbable de la pared falsa y pensar en el espantoso secreto que escondía al otro lado. Respiró hondo. ¿Por qué? No tenía sentido...
Se volvió hacia el sarcófago, sobre el que se inclinaba el señor Pennyfeather. El anciano atrapó algo a tientas y tiró hacia atrás.
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La mortaja de seda salió del sarcófago con un leve susurro, casi sin hacer ruido, y levantó una delicada nube de polvo pardusco, como uno de esos hongos que expulsan esporas al pisarlos. El polvillo se arremolinó bajo las luces de las linternas y fue posándose lentamente. El señor Pennyfeather recogió la mortaja y una vez que la hubo colocado con delicadeza en el borde del mármol, se inclinó hacia delante para echar un vistazo al interior.
Baja la luz susurró.
Nick obedeció y todo el mundo estiró el cuello para mirar.
Aaah... El suspiro del señor Pennyfeather podría compararse con el del gourmet que, sentado ante una mesa repleta de manjares, sabe cuan cercano está el placer.
Una coral de grititos ahogados le devolvió el eco de su exclamación. Incluso Kitty olvidó sus recelos por un momento.
Todos y cada uno de ellos conocían aquel rostro como si fuera el suyo. Era una imagen emblemática de la vida londinense, una presencia inevitable en cualquier lugar público. Habían visto su imagen miles de veces en estatuas, en monumentos conmemorativos y en pinturas murales junto a las carreteras. Los libros de texto, los formularios oficiales, los pósters y las vallas publicitarias de cualquier mercado llevaban grabado su perfil. Miraba hacia abajo con porte digno encaramado a pedestales en medio de las plazas de los barrios residenciales, y alzaba la vista hacia ellos desde las libras que sacaban arrugadas de sus bolsillos. Junto con sus prisas y urgencias, junto con sus esperanzas y angustias dianas, el rostro de Gladstone era la compañía constante que contemplaba sus insignificantes vidas.
Allí, en su sepulcro, contemplaron su rostro y se estremecieron al reconocerlo.
Daba la impresión de que la máscara estaba cubierta de finas capas de pan de oro trabajadas con delicadeza, una máscara mortuoria digna del fundador de un imperio. Mientras el cuerpo aún estaba caliente, expertos artesanos habían realizado un retrato del fallecido y habían fabricado el molde en que habían vertido el metal líquido. El día del entierro le habían colocado la máscara sobre la cara, una imagen incorruptible que contemplaría la oscuridad por siempre jamás mientras el cuerpo se consumía al otro lado. Era el rostro de un anciano: nariz aguileña, labios finos, mejillas demacradas donde todavía se apreciaban unas fugaces patillas doradas, y estaba surcado por miles de arrugas. No habían grabado los ojos, hundidos en sus cuencas, sino que se habían limitado a abrir dos orificios en la máscara. Dos grandes agujeros miraban fijamente la eternidad. Para el grupo, boquiabierto, fue como estar contemplando el rostro de un emperador de la
antigüedad revestido de una autoridad inapelable.
Una mata de cabello blanco rodeaba la máscara.
Habían dispuesto el cuerpo de Gladstone con mucho esmero, con las manos cruzadas sobre el estómago en una postura parecida a la de los cuerpos del anexo secreto. Los dedos eran puro hueso. Las costillas llenaban la pechera del traje negro y abotonado que llevaba, pero éste le quedaba holgado en el resto del cuerpo. Por todas partes, unos laboriosos gusanos o ácaros de la ropa habían comenzado el proceso de descomposición del material, en el que ya aparecían remiendos blancos. Los zapatos eran pequeños, negros y anchos, con una capa adicional de polvo sobre la piel deslustrada.
El cuerpo yacía sobre unos cojines de satén rojo, en una plataforma que ocupaba la mitad del ancho del interior del sarcófago. Mientras Kitty seguía sin apartar los ojos de la máscara de oro, la mirada de los demás se había visto atraída hacia una plataforma más baja que recorría los laterales.
Cómo brilla... dijo Anne con un hilo de voz. Es increíble.
Pero si podríamos llevárnoslo todo... añadió Stanley sonriendo bobaliconamente. Nunca había visto un aura como ésta. Aquí tiene que haber algo muy potente, aunque todo tiene poder, incluso la capa.
Sobre las rodillas había una prenda negra y púrpura doblada con cuidado y, encima, un pequeño broche de oro.
El manto de Estado susurró el señor Pennyfeather. Nuestro amigo y benefactor lo quiere, pues para él será. Mirad todo lo demás...
Allí estaban todas las maravillosas ofrendas funerarias que habían ido a buscar, apiladas en la plataforma inferior. Había una colección de objetos dorados, estatuillas con forma de animales, cajas ornamentadas, espadas y dagas engastadas, una pequeña colección de esferas de ónice negro, un pequeño cráneo triangular de una criatura desconocida y un par de rollos sellados. Junto a la cabeza descansaba algo pequeño y abombado cubierto por una tela negra que ahora parecía gris a causa del polvo, tal vez la profética bola de cristal. Cerca de los pies, entre un matraz con un tapón tallado en forma de cabeza de perro y un cáliz de peltre deslucido, había un saquito de satén en un recipiente de cristal. Al lado se veía una bolsa negra con un cierre de bronce. A lo largo del sarcófago, pegada al cuerpo, descansaba una espada ceremonial y, junto a ésta, un bastón de madera ennegrecida, liso y sin adornos salvo por la estrella de cinco puntas dentro de un círculo, un pentáculo, tallada en el remate.
Aunque no poseía el don de los demás, Kitty sintió el poder que desprendía aquella colección de objetos. El aire prácticamente vibraba.
El señor Pennyfeather recobró la compostura con energía.
Muy bien. Todo el mundo a sus puestos. Mochilas abiertas y preparadas. Nos lo llevamos todo. Consultó el reloj y, sorprendido, dio un respingo. ¡Si ya es casi la una en punto! Hemos perdido demasiado tiempo. Anne, tú primera. El anciano apoyó el cuerpo contra la cara lateral del sarcófago, se inclinó hacia el interior y atrapó varios objetos con ambas manos. Aquí está. Son egipcios, si no ando equivocado... Aquí está el saquito. ¡Ten mucho cuidado, mujer! ¿Mochila llena? Perfecto... Stanley, tu turno.
Mientras el sarcófago era expoliado, Kitty se quedó atrás, con la mochila abierta y los brazos caídos a los lados. El nerviosismo que se había apoderado de ella al descubrir los cuerpos volvió a hacer acto de presencia. No podía apartar la mirada de la pared falsa y de la escalera, dominada por un temor que no sabía definir y que le ponía los pelos de punta. A esa angustia se sumaba un creciente arrepentimiento por las acciones que estaban llevándose a cabo esa noche. Sus ideales el deseo de ver derrotados a los hechiceros y de que el poder regresara a manos de los plebeyosnunca le habían parecido tan alejados de la realidad del grupo del señor Pennyfeather como en ese momento. ¡Y qué realidad tan grotesca! La codicia impúdica de sus compañeros, sus gritos extasiados, el rostro sonrojado y sudoroso del señor Pennyfeather, el delicado tintineo de los objetos de valor desapareciendo en el interior de las mochilas abiertas... De repente, todo aquello le parecía repugnante. La Resistencia no era más que una banda de rateros y ladrones de tumbas... y ella era uno de ellos.
¡Kitty! ¡Acércate!
Stanley y Nick habían llenado sus bolsas y se habían apartado a un lado. Le había llegado el turno, así que se acercó. El señor Pennyfeather se había estirado todo lo que podía y tenía la cabeza y los hombros dentro del sarcófago. Sacó el cuerpo unos instantes, le tendió un pequeño recipiente funerario y una vasija decorada con una cabeza de serpiente, y volvió a inclinarse dentro del sarcófago.
Aquí está... Su voz tenía una resonancia extraña dentro de la tumba. Coge el manto... y el bastón también. Ambos son para el benefactor del señor Hopkins, que nos ha... ¡uf...!, indicado tan bien. Desde aquí no llego a ese otro lado. Stanley, ¿podrías encargarte tú, por favor?
Kitty tomó el bastón y retrocedió ligeramente ante el tacto frío y algo grasiento del manto cuando lo embutió en el fondo de la mochila. Vio que Stanley se apoyaba en el lateral del sarcófago y, al balancear la mitad del cuerpo hacia el interior de la caja para llegar al fondo, agitó las piernas en el aire unos segundos. Al otro lado, el señor Pennyfeather se apoyó contra la pared y se secó el sudor de la frente.
Quedan cuatro rasillas resolló. Luego nos... ¡Maldito chico! ¿Por qué no pondrá un poco más de cuidado?
Stanley, tal vez llevado por el entusiasmo, había caído de cabeza
dentro del sarcófago y la linterna había salido volando hasta golpear en el suelo. Se oyó un ruido sordo.
¡Serás idiota! Si has roto algo... El señor Pennyfeather se inclinó hacia delante para mirar en el interior, pero no consiguió distinguir nada. Oyeron unos ruiditos parecidos al de una ropa al rozar y a unos movimientos descoordinados procedentes del fondo del sarcófago. Ponte en pie con mucho cuidado. No dañes la bola de cristal.
Kitty recogió la linterna que estaba rodando por el suelo mientras se quejaba entre dientes de la estupidez de Stanley. Siempre había sido un zoquete, pero esto ya pasaba de castaño oscuro, incluso tratándose de él. Se encaramó a la tapa rota para alumbrar el interior del sarcófago, pero dio un salto atrás sorprendida cuando, de súbito, Stanley asomó la cabeza con brusquedad por el borde. La gorra se le había caído hacia delante y le ocultaba el rostro por completo.
¡Vaya! exclamó el chico con voz aguda y estridente. Mira que llego a ser patoso.
A Kitty le hirvió la sangre.
¿Se puede saber qué haces dándome esos sustos? ¡Esto no es un juego!
Date prisa, Stanley le apremió el señor Pennyfeather.
Lo siento mucho, pero que muuuy mucho.
Sin embargo, Stanley no parecía sentirlo en absoluto. Ni se recolocó la gorra ni salió del sarcófago.
El buen humor del señor Pennyfeather comenzó a flaquear.
¡Ya estás espabilando si no quieres probar mi bastón! le gritó.
¿Espabilarme? Ah, eso sé hacerlo.
La cabeza de Stanley comenzó a dar bandazos de un lado a otro a lo tonto, como si siguiera un ritmo que sólo oía él. Para sorpresa de Kitty, agachó la cabeza y la volvió a asomar al cabo de un instante con una risita. Por lo visto, Stanley debió de encontrar un placer infantil en esa acción, porque la repitió acompañándola de alegres grititos.
¡Cucú, ahora me veis! dijo una voz amortiguada por la gorra. ¡Ahora no me veis!
Este chico se ha vuelto loco dijo el señor Pennyfeather.
Stanley, sal de ahí ahora mismo le pidió Kitty en un tono totalmente distinto.
No sabía por qué, pero de repente el corazón le había empezado a latir a toda velocidad.
¿Stanley soy yo? preguntó la cabeza. Stanley... Mmm, ya me viene bien, sí señor. Un buen nombre, británico y sencillo. El señor G. lo aprobaría.
Fred se acercó a Kitty.
Eh, ¿cómo es que le ha cambiado la voz? preguntó con un titubeo muy poco habitual en él.
La cabeza se detuvo en seco y se ladeó con coquetería.
Vamos a ver, tengo una pregunta dijo la cabeza. Me gustaría saber si alguien se la imagina. Kitty dio un paso atrás. Fred tenía razón. La voz ya no se parecía a la de Stanley, si es que alguna vez se había parecido a la del chico. No trates de escapar, chiquilla. La cabeza se sacudió adelante y atrás con vigor. Si no, las cosas se complicarán. Vamos a echarte un vistazo. Unos dedos esqueléticos asomaron por una manga negra hecha jirones y salieron del sarcófago. La cabeza se inclinó hacia un lado y, con gran delicadeza, los dedos retiraron la gorra hacia atrás y la colocaron ladeada. Así está mejor concluyó la voz, ahora nos vemos las caras.
Debajo de la gorra, un rostro que no era el de Stanley destelló con un brillo dorado, enmarcado por una mata de cabellos blancos.
Anne soltó un alarido y corrió hacia la escalera. La cabeza dio una sacudida de sorpresa.
¡Será maleducada! ¡Pero si ni siquiera nos han presentado!
Con un brusco giro de muñeca, sacó algo del sarcófago y se lo arrojó. La bola de cristal aterrizó al pie de la escalera, se agrietó y rodó hasta interponerse en el camino de Anne, quien lanzó un grito y cayó hacia atrás.
Todos habían seguido la veloz trayectoria de la bola con la mirada. Todos la habían visto aterrizar. Y ahora todos volvían poco a poco la vista hacia el sarcófago, en el que algo se ponía en pie, entumecido y torpe, con un tableteo de huesos. Acabó de enderezarse y, envuelto en la oscuridad, se sacudió el polvo de la chaqueta y chascó la lengua en señal de desaprobación, como una anciana quisquillosa.
¡Mira qué desbarajuste...! Qué poquito le va a gustar esto al señor G. Y encima los gusanos se han cebado con su ropa interior. Tiene agujeros hasta donde la espalda pierde su casto nombre.
Se inclinó con brusquedad y extendió un brazo. Unos dedos largos y huesudos recogieron una linterna que había en el suelo, junto al sarcófago. La empuñó como si se tratara de un vigilante y con ella fue inspeccionando los aterrorizados rostros de los presentes uno a uno. Al mover el cráneo, las cervicales rechinaron y la dorada máscara mortuoria, enmarcada por la aureola de largos cabellos blancos, lanzó un destello mortecino.
Veamos... La voz de detrás de la máscara no tenía una entonación definida, pues pronunciaba todas las sílabas en un tono diferente. Primero parecía la voz aguda de un niño, pero luego se volvía grave y ronca como la de un varón, luego la de una mujer y a continuación la de una bestia. O bien el hablante no se decidía o bien disfrutaba con la variedad. Vaya, vaya... Aquí estamos. Cinco almas solitarias bajo tierra y sin posibilidad de esconderse. ¿Cuáles son vuestros nombres, si tenéis a bien decírmelos?
Kitty, Fred y Nick se habían quedado a medio camino de la verja de hierro. El señor Pennyfeather estaba mucho más atrás, encogido contra la pared del estante. Anne era la que tenía la escalera más cerca, pero estaba tendida en el suelo, sollozando en silencio. Ninguno consiguió reunir el coraje necesario para responder.
Venga, hombre. La máscara de oro se ladeó. Estoy tratando de ser amable, y eso, aun después de despertarme y encontrarme con un gamberrete con una gorra exagerada saqueando mis posesiones, es extraordinariamente considerado por mi parte. Bueno, y me quedo corto. ¡Mirad qué rozaduras le ha hecho a mi traje funerario con tanto trastear! Estos chicos de hoy día... ¿Será posible? A propósito, ¿en qué año estamos? Tú, la chica, la que no está lloriqueando. ¡Habla!
Kitty tenía los labios tan secos que apenas le salieron las palabras. La máscara de oro asintió con la cabeza.
Ya suponía que había pasado mucho tiempo. ¿Por qué? Por el aburrimiento, diréis. Pues sí, muy cierto, ¡pero también por el sufrimiento! ¡Ay, nunca os imaginaríais lo que se sufre! El dolor se había vuelto tan intenso que ni siquiera podía concentrarme. Cuánta agonía... Cuánta soledad... Y esos gusanos que no dejan de atiborrarse en la oscuridad. Un ser menor ya se habría vuelto loco, pero yo no. Hace años que resolví lo del dolor, y lo demás lo fui soportando como pude. Pero ahora, con un poquito de luz y compañía con la que charlar un rato, he de confesarlo, me siento bien. El esqueleto chascó un dedo huesudo y se movió un poco a un lado y a otro. Me siento algo agarrotado. No es de extrañar, teniendo en cuenta que ya no me quedan tendones, pero ya se me pasará. ¿Todos los huesos en su sitio? Correcto. ¿También mis posesiones? Vaya, no... El esqueleto adoptó un tono pensativo. Deben de haber venido unos ratoncitos y se los han debido de llevar por arte de magia. Qué ratoncitos tan malos... Los cogeré por la cola y les arrancaré los bigotes.
Poco a poco, Kitty había introducido una mano en la mochila y había rebuscado la esfera de elementos entre el manto y los demás objetos. La había encontrado, y en ese momento la sujetaba con fuerza con una mano fría y húmeda. Se percató de que Fred estaba a su lado haciendo lo mismo, aunque con movimientos menos precisos. Temió que llamara la atención, de modo que se puso a hablar con el esqueleto para entretenerlo, pues dudaba de que sus palabras pudieran tener otro efecto en él.
Por favor, señor Gladstone balbuceó. Todas sus posesiones están aquí, y se las devolveremos sin ningún problema, tal como estaban.
Las cervicales hicieron un chirrido desagradable cuando el cráneo rotó ciento ochenta grados para mirar a su espalda. Al no ver nada, ladeó la cabeza sorprendido y volvió a girarla hasta la posición normal.
¿Con quién estás hablando, niñita? preguntó. ¿Conmigo?
Esto... sí. Creía...
¿Yo... el señor Gladstone? ¿Estás loca o se te está derritiendo el cerebro?
Bueno...
Mira esta mano. Expuso cinco dedos huesudos delante de la luz e hizo rotar la muñeca. Mira esta pelvis, mira este tórax. Los dedos iban apartando los jirones de ropa para dejar a la vista huesos amarillentos. Mira esta cara. Por espacio de unos segundos, inclinó la máscara a un lado y Kitty distinguió fugazmente el cráneo con su mueca burlona y sus cuencas vacías. Sé sincera, niñita, ¿tú crees que el señor Gladstone está vivo?
Pues... no creo.
«No creo...» La respuesta es ¡NO! No, no lo está. ¿Por qué?, te preguntarás. Porque está muerto. Lleva ciento diez años muerto, pudriéndose en su tumba. «No creo...» ¿Qué respuesta es ésa? Mira que sois tontos del bote, bonita, tú y tus amigos. Por cierto... Señaló con un dedo huesudo la placa de bronce que había en uno de los lados del sarcófago. ¿Es que no sabéis leer?
Kitty, que se había quedado sin habla, sacudió la cabeza. El esqueleto tamborileó los dedos en su frente en un gesto burlón.
¡No sabe leer sumerio y va por ahí hurgando en la tumba de Gladstone! ¿Así que se os pasó por alto el trozo donde dice que dejarais al Glorioso Líder descansar en paz?
Sí, no lo vimos. Lo sentimos mucho.
¿Y la parte que habla del «guardián eterno», o la de la «venganza despiadada», o la de «no se admiten disculpas»?
Sí, todas.
Con el rabillo del ojo, Kitty vio que Fred bajaba ligeramente la mochila sin sacar la mano derecha del interior. Ya estaba listo.
Bueno, ¿qué puede esperarse? Si uno siembra ignorancia, ¿qué recoge? En este caso, una muerte desagradable. El primer grupito también se deshizo en disculpas. Tendríais que haberlos visto ahí de rodillas, rogando clemencia. Son esos de allí. Señaló la pared falsa con un pulgar huesudo. No perdieron el tiempo, aparecieron al cabo de unas semanas. Si no recuerdo mal, uno era el secretario particular del señor G. Eso sí que es lealtad. El tipo se las había arreglado para hacer una copia de la llave y para sortear la pestilencia. Los oculté para no dejar cosas por en medio. Si sois buenos, haré lo mismo con vosotros. Así que, ahí quietecitos.
El esqueleto pasó una rígida pernera de pantalón por encima del borde del sarcófago. En ese momento, Kitty y Fred intercambiaron una mirada; sacaron a la vez las esferas de elementos de sus mochilas y se las arrojaron. El esqueleto levantó una mano desdeñosa y algo invisible detuvo el vuelo de las esferas que, al desplomarse, en vez de explotar, implosionaron y emitieron unos patéticos chirridos amortiguados. Apenas dejaron unas manchitas negras sobre las losas del suelo.
Lo siento, pero no puedo permitir que esto acabe hecho una pocilga dijo el esqueleto en tono reprobador. En los tiempos del señor Gladstone los invitados tenían un poquito más de consideración.
El señor Pennyfeather extrajo de su mochila un disco de plata y, apoyándose en su bastón, se lo arrojó al esqueleto. El disco se hundió en el antebrazo del traje polvoriento, donde quedó encajado. La voz de detrás de la máscara de oro lanzó un alarido estremecedor.
¡Mi esencia! Eso duele. La plata es algo que no soporto. A ver qué le parece que le agredan con saña, abuelo.
De la máscara salió disparado un refulgente rayo verde que traspasó el pecho del señor Pennyfeather y le hizo estrellarse contra la pared. El anciano se desplomó en el suelo. El esqueleto soltó un gruñido de satisfacción y se volvió hacia los demás.
Para que aprenda dijo.
Sin embargo, Fred volvió a intentarlo. El chico extrajo de algún rincón secreto de su atuendo varios discos de plata y se los fue lanzando uno tras otro. El esqueleto, que ya había salido del sarcófago y parecía haber recuperado la agilidad, se agachó para salvar el primero, saltó por encima del segundo, y el tercero le cortó un mechón de pelo. Cada paso
o salto que daba era más enérgico que el anterior, hasta que llegó un momento en que su contorno comenzó a parecer borroso. ¡Qué divertido! gritó mientras fintaba y hacía piruetas. ¡Amigos, os estoy realmente agradecido!
La munición de Fred parecía inagotable. Siguió lanzándole una ráfaga de proyectiles mientras Nick, Anne y Kitty retrocedían poco a poco hacia la escalera. De repente, el esqueleto disparó un nuevo rayo que impactó en las piernas de Fred y lo derribó. Sin embargo, segundos después el chico volvía a estar en pie, algo tambaleante y frunciendo el ceño a causa del dolor, pero vivo. El esqueleto se detuvo sorprendido.
¡Mira por dónde! exclamó. Una invulnerabilidad natural que desafía la magia. No lo había visto desde Praga. Se dio unos golpecitos en el labio dorado con un dedo huesudo. ¿Y ahora qué hago? Dejad que piense... ¡Aja! Se metió en el sarcófago de un brinco y comenzó a rebuscar algo en el interior. Quítate de en medio, Stanley, tengo que encontrar... ¡Aja! Ya sabía yo... Reapareció blandiendo la espada ceremonial. Nada de magia, sólo un sólido acero de estilo imperial. Vamos a ver si esquivas esto, Cara Picada.
Blandió la espada sobre la cabeza y se abalanzó hacia Fred. Éste se mantuvo firme, sacó la navaja automática del bolsillo y la abrió con un golpe de muñeca.
Kitty había llegado a la verja de hierro y se detuvo indecisa al pie de la escalera. Nick y Anne ya habían desaparecido peldaños arriba, oía su frenética ascensión. Volvió la vista hacia el señor Pennyfeather, cuya invulnerabilidad le había sido de gran ayuda. El anciano se arrastraba a gatas hacia ella. Haciendo caso omiso de su instinto de supervivencia, que le gritaba que diera media vuelta y saliera corriendo, volvió a entrar en la cripta, cogió al señor Pennyfeather por los hombros y, tirando de él con todas sus fuerzas, lo llevó a rastras hasta la escalera.
Fuera de su campo visual, a sus espaldas, oyó a Fred lanzar un rugido furioso. A continuación, una pequeña ráfaga y un impacto sordo.
Kitty tiró del señor Pennyfeather con una fuerza que ignoraba que tuviera, y logró que se pusiera en pie. Cruzaron la reja y subieron los primeros escalones. El anciano se aferraba a su bastón con una mano y con la otra se colgaba de la chaqueta de Kitty. La respiración jadeante, entrecortada y casi dolorosa le impedía hablar. Ni siquiera tenían una linterna, así que iban abriéndose camino en medio de la oscuridad. Kitty se ayudaba del bastón que habían encontrado en el sarcófago para ir tanteando el terreno.
A sus espaldas, en algún lugar de las profundidades, oyeron que una voz los llamaba:
¡Yujuuu! ¿Hay alguien ahí? Creo que unos ratoncitos están correteando por los salientes de las paredes. ¿Cuántos? Un ratón... dos. Vaya, vaya, y uno de ellos está cojito.
Kitty tenía la cara cubierta de telarañas y la respiración del señor Pennyfeather se había vuelto un silbido continuo.
¿Es que no vais a bajar? imploró la voz. Estoy sólito. Ninguno de vuestros amigos quiere hablar más conmigo.
Kitty sintió la cara del señor Pennyfeather junto a la suya.
Te... Ten... Tengo que descansar.
No, tiene que seguir.
No puedo.
Si no bajáis... ¡voy a tener que subir yo!
Abajo, a lo lejos, la verja de hierro chirrió.
Vamos.
Un peldaño. Otro más. Kitty no recordaba cuántos había, aunque, de todos modos, había perdido la cuenta. Seguro que ya casi estaban. Sin embargo, el señor Pennyfeather iba aflojando el paso y frenaba su avance como si se tratara de un peso muerto.
Por favor, sólo un peldaño más le suplicó.
Pero el señor Pennyfeather se había detenido. Kitty lo imaginó a su lado, encorvado en la escalera, respirando con dificultad. En vano tiró de su brazo, en vano le suplicó que reaccionara.
Lo siento, Kitty...
Kitty se dio por vencida. Apoyándose contra las piedras abovedadas, sacó la navaja del cinturón y esperó.
Un susurro de ropa. Un tableteo en la oscuridad. Kitty levantó la navaja.
Silencio.
De súbito, con un movimiento fugaz y un grito ahogado, el señor Pennyfeather desapareció atraído con violencia hacia la oscuridad. Todo ocurrió en un abrir y cerrar de ojos. Kitty oyó que alguien se alejaba escalera abajo arrastrando tras de sí algo pesado, pum, pum, pum.
Durante unos cinco segundos fue incapaz de moverse. Luego subió la escalera al trote abriéndose paso a través de la espesura de telarañas como si no existieran, golpeándose repetidamente contra la pared, tropezando con los peldaños desiguales. Por fin atisbó al frente un resquicio de luz grisácea e irrumpió en la espaciosa penumbra de la nave, apenas iluminada por la luz de las farolas de la calle que se colaba por los ventanales; las estatuas de los hechiceros en sus pedestales observaban impertérritas su desesperación y su angustia.
Atravesó el crucero como una exhalación, sorteando varios pedestales por un pelo y colisionando con una hilera de sillas de madera. La estrepitosa caída retumbó por toda la nave. Se levantó y siguió avanzando, dejando atrás un pilar tras otro, aminoró la marcha y, al volverse y ver la entrada al sepulcro a una distancia prudencial, se abandonó a un lloro entrecortado.
Sólo entonces se dio cuenta de que tendría que haber cerrado la puerta con llave.
Kitty susurró una voz entre las sombras.
El corazón le dio un vuelco. Apuntando con la navaja delante de ella, fue retrocediendo de espaldas.
Kitty, soy yo.
Al final distinguió el fino haz de luz de una linternita y el rostro demacrado y los ojos grises de Anne. Estaba agazapada detrás de un atril de madera.
Tenemos que salir de aquí dijo Kitty con voz quebrada. ¿Por dónde cae la puerta?
¿Dónde está Fred? ¿Y el señor Pennyfeather?
¿Dónde está la puerta, Anne? ¿Lo recuerdas?
No, bueno, creo que por ahí. No sé, está muy oscuro, pero...
Pues vamos. Y apaga la luz.
Kitty avanzó a la carrera y Anne la siguió renqueando. Durante los primeros instantes de pánico, Kitty se había puesto a correr sin pensar, desorientada. La culpa la tenía el aire viciado y denso de la oscuridad de allí abajo, que le había embotado los sentidos y le había impedido pensar con claridad. Pero en ese momento, y a pesar de que seguía a oscuras y olía a cerrado, al menos el aire no estaba tan cargado. Eso le permitía empezar a controlar lo que había a su alrededor y orientarse. Había una hilera de ventanales en lo alto; por tanto, volvían a estar en la nave, en el lado opuesto a la puerta que daba al claustro. Se detuvo
para que Anne se reuniera con ella.
Allí enfrente le susurró. Mira por dónde pisas. ¿Dónde está...?
No preguntes. Avanzó unos pasos con sumo sigilo. ¿Qué hay de Nick?
Se ha ido. No vi...
Kitty masculló algo entre dientes.
Qué más da.
Kitty... Solté la bolsa.
Bueno, ¿y qué? Lo hemos perdido todo.
En ese momento cayó en la cuenta de que seguía llevando el bastón del hechicero en la mano izquierda. Le resultó un tanto extraño. En ningún momento había reparado en el bastón durante su desesperada huida y, en cambio, había perdido la mochila por la escalera con el manto y todo lo demás.
¿Qué ha sido eso?
Se detuvieron en seco, en medio de la oscuridad de la nave.
Yo no he oído...
Algo que pasaba corriendo. ¿No has...?
No... No, no he oído nada. No te pares.
Avanzaron unos pasos y se toparon con una columna que se alzaba justo enfrente de ellas. Kitty se volvió hacia Anne.
Cuando pasemos el pilar, necesitaremos la linternita para precisar la posición de la puerta. No sé a qué distancia debemos de estar.
Está bien.
En ese momento, algo pasó corriendo a sus espaldas, casi sin rozar el suelo. Ambas soltaron un chillido y se separaron dando tumbos en direcciones opuestas. Kitty se golpeó contra el pilar, perdió el equilibrio y cayó al suelo. La navaja salió disparada de su mano. Se puso en pie y se volvió tan deprisa como pudo.
La oscuridad la rodeaba. En algún lugar oyó un leve chirrido. La linternita había caído al suelo y proyectaba un miserable haz de luz contra la columna. Anne había desaparecido.
Lenta, muy lentamente, Kitty retrocedió hasta quedarse detrás de la columna.
La puerta que daba al claustro tenía que estar cerca, en alguna parte, estaba segura, pero no sabía dónde. Sin soltar el bastón, avanzó a ciegas con la mano extendida hacia la pared del sur de la nave.
Para su sorpresa y casi insoportable alivio, sus dedos toparon con la madera tosca, y una ráfaga de aire frío le golpeó en la cara. La puerta estaba entornada. La palpó con desesperación para abrirla y pasar por el resquicio.
Justo entonces oyó un ruidito que le resultó muy familiar en algún lugar de la nave, a sus espaldas: el repiqueteo del bastón de un hombre cojo.
Kitty no se atrevió ni a respirar, se quedó inmóvil donde estaba, con medio cuerpo dentro de la abadía y medio fuera.
Tac, tac, tac y un susurro apenas audible:
Kitty... ayúdame...
No podía ser, era imposible. Hizo el ademán de salir al claustro, pero se detuvo.
Kitty... por favor... repitieron las sombras con un hilo de voz.
Los pasos se volvieron más vacilantes. Kitty cerró los ojos con fuerza, respiró hondo y volvió a entrar en la nave.
Alguien arrastraba los pies en medio de la sala y repiqueteaba el bastón contra el suelo con paso vacilante. Estaba demasiado oscuro para distinguir la figura confusa y desorientada que deambulaba por la abadía, tosiendo débilmente y llamándola. Kitty la observó desde detrás de una columna. Cada vez que parecía que la figura iba a volverse hacia ella, Kitty se ocultaba con rapidez. Por lo que alcanzaba a ver, la forma, la altura y los andares coincidían con los del señor Pennyfeather, al igual que la voz. Aun así, seguía recelosa; seguro que aquello era una trampa. Sin embargo, no podía dar media vuelta y salir corriendo sin cerciorarse antes de que no abandonaba allí al señor Pennyfeather, solo y todavía vivo.
Necesitaba la linterna.
La linterna de Anne seguía en el mismo lugar, su débil haz de luz alumbraba con insistencia el pilar de enfrente. Kitty esperó a que la figura renqueante se adentrara algo más en la nave; entonces salió con el sigilo de un gato, se agachó y cogió la linterna. La apagó y regresó a la oscuridad.
Al parecer, la figura había percibido algo. Se detuvo, se volvió y emitió un suspiro tembloroso.
¿Hay... hay alguien ahí?
Oculta detrás del pilar, Kitty no respondió.
Por favor... Va a encontrarme.
Volvió a oír el repiqueteo acercándose poco a poco. Kitty se mordió el labio. Tenía que salir y alumbrarlo; ver quién era y salir corriendo. Sin embargo, los músculos se negaban a responder, atenazados por el miedo.
Tac, tac... De repente oyó que el bastón caía al suelo con un estrépito hueco, seguido de un impacto sordo producido por un cuerpo al desplomarse sobre las losas.
Kitty tomó una decisión. Sujetó la linterna entre los dientes y extrajo algo pequeño del bolsillo del pantalón: el colgante de plata de la abuela Hyrnek, frío y resistente. Volvió a coger la linterna, salió de detrás de la columna y la encendió.
El esqueleto estaba junto a ella, apoyado contra la columna con
aire despreocupado y una mano en la cadera. La máscara de oro lanzó
un destello.
Sorpresa dijo, y se abalanzó sobre ella.
Kitty lanzó un grito y cayó hacia atrás. Soltó la linterna y blandió el colgante de plata hacia la oscuridad envolvente. Sintió que el aire se arremolinaba y oyó un crujido de huesos y un grito ronco.
Eh, eso no ha estado bien.
La figura se detuvo en seco. Por primera vez, Kitty distinguió sus ojos: dos puntos rojos y brillantes encendidos de ira.
La muchacha retrocedió sin dejar de sostener el colgante ante sí. Los ojos no se apartaron de ella, avanzaban a su mismo ritmo, pero revoloteaban y se desviaban en la oscuridad al tiempo que ella agitaba el colgante de un lado a otro.
Baja eso, niña, que quema dijo el esqueleto muy irritado. Debe de ser de buena calidad; es muy pequeño para hacer tanto daño.
Retrocede gruñó Kitty.
En algún lugar a sus espaldas se encontraba la puerta del claustro.
Vamos, ¿crees que voy a hacerlo? Estoy cumpliendo una orden, ¿sabes? De hecho, dos. La primera, proteger las posesiones de Gladstone. Conseguido. Bien hecho, Honorio. Sin problemas. La segunda, acabar con aquel que profane la tumba. ¿Marcador hasta el momento? Diez de doce. No está mal, pero se puede mejorar. Y tú, niña, eres la número once.
El esqueleto arremetió contra ella de súbito. Kitty sintió los dedos huesudos tratando de alcanzarla en la oscuridad, soltó un grito, se agachó y sostuvo el colgante en alto. Se oyó un breve crepitar de chispas verdosas y un aullido de animal.
¡Ay! ¡Maldita seas! ¡Baja eso!
Vamos, ¿crees que voy a hacerlo?
Kitty sintió una ráfaga de aire frío detrás de ella y retrocedió un par de pasos hasta casi chocar con la puerta abierta. La cruzó, bajó el escalón y entró en el claustro.
El esqueleto era una sombra encorvada en la entrada.
Tendría que haberme traído la espada, Kitty dijo agitando un puño. Estoy por volver y cogerla...
De repente se puso rígido y ladeó la cabeza. Algo había llamado su atención. Kitty fue retrocediendo poco a poco por el pasillo.
Las estrellas... Casi las había olvidado. La figura dio un salto, se posó sobre un saliente y alzó la vista hacia el firmamento. Hay tantas... Mira cómo brillan con ese azul nacarado.
Desde el otro extremo del claustro, a varios metros de distancia y alejándose a toda prisa, Kitty lo oyó olfateando el aire, murmurando para sí mismo y dejando escapar grititos alegres y fascinados. Daba la
impresión de que se había olvidado de ella por completo.
Ni piedras, ni gusanos... ¡Eso sí que sería un cambio! No más moho, ni silencio sepulcral... Nada de eso. Tantas estrellas... y tanto espacio...
Kitty dobló la esquina y salió corriendo hacia la puerta del claustro.
CUARTA PARTE
_____ 32 _____ NATHANIEL
La limusina de Nathaniel cruzaba a toda velocidad los barrios del extrarradio del sur de Londres, una zona dedicada a la industria pesada, llena de fábricas de ladrillos y alquimia, en la que una tenue niebla rojiza mezclada con humo se aferraba de forma permanente a las casas y resplandecía diabólicamente con la puesta de sol. Para mayor rapidez y comodidad, la autopista de los hechiceros que llevaba desde el aeródromo hasta la ciudad se había construido sobre terraplenes y viaductos que cruzaban por lo alto aquel laberinto de barrios bajos y polución. La carretera apenas se utilizaba y desde ella sólo se divisaban las azoteas; en ocasiones parecía que el coche avanzaba a la deriva a través de un mar de sucias olas rojizas. La mirada de Nathaniel se perdía en esta marea, absorto en sus pensamientos.
El chófer era de los taciturnos, y aunque Nathaniel se esforzó todo lo que pudo, apenas consiguió sonsacarle nada del desastre de la noche anterior.
Yo no sé mucho, señor le aseguró, pero esta mañana había mucha gente en la calle cuando salí de casa. El pánico había cundido entre los plebeyos, señor. Estaban muy asustados. Un auténtico disturbio.
Nathaniel se inclinó hacia delante.
¿Qué clase de disturbio?
Creo que tiene algo que ver con un monstruo, señor.
¿Un monstruo? ¿Podría ser más concreto? ¿No sería un hombretón de piedra envuelto en oscuridad?
No lo sé, señor. Llegaremos a la abadía en breve. Los ministros le esperan allí.
¿En la abadía de Westminster? Insatisfecho por la escasa información, Nathaniel se arrellanó en el asiento y trató de serenarse mientras llegaban. Todo se aclararía en su momento. Era muy probable que el golem hubiera vuelto a atacar, y en ese caso estarían esperando con ansia el informe de lo acontecido en Praga. Repasó todo lo que sabía para intentar extraer una conclusión, y comparó los éxitos con los reveses en un esfuerzo por averiguar si había salido airoso. Teniendo en cuenta todos los factores, la cosa estaba reñida.
Entre los aspectos positivos estaba el haber conseguido dar un golpe definitivo al enemigo: había descubierto el origen de los pergaminos del golem y lo había destruido con la ayuda de Arlequín. Había descubierto la participación del terrible mercenario barbudo y la del otro personaje misterioso que se ocultaba tras él, quien además, según el mercenario, también había estado involucrado en la conspiración de Lovelace dos años atrás. La existencia de un traidor de tal envergadura era una noticia importante. Claro que tenía en contra no haber descubierto su identidad. Aunque difícilmente podría haberlo conseguido, ya que ni siquiera el pobre Kafka conocía su nombre.
Nathaniel se removió, incómodo, en el asiento al recordar la imprudente promesa que le había hecho al viejo hechicero. Al parecer los espías checos, los hijos de Kafka, seguían vivos en una prisión británica. De ser así, a Nathaniel le iba a resultar más que difícil conseguir su liberación. Sin embargo, ¿qué más daba? Kafka estaba muerto, así que ya poco podía importarle. De modo que podía olvidarse de la promesa con toda tranquilidad. A pesar de la lógica aplastante, a Nathaniel le resultó difícil apartar el asunto de su mente. Sacudió la cabeza enojado y retomó cuestiones más importantes.
La identidad del traidor era un misterio, pero el mercenario le había dado una pista importante. Su patrón sabía que Nathaniel iba a viajar a Praga y había ordenado al mercenario que tomara medidas. Sin embargo, la misión de Nathaniel había sido algo casi espontáneo y se había llevado con la máxima discreción, de modo que apenas nadie estaba al corriente.
De hecho, ¿quién podría saberlo? Nathaniel los contó con los dedos de una mano. Él mismo, Whitwell, por supuesto en principio fue ella quien le envió a Praga, y Julius Tallow, quien había asistido a la reunión. También lo sabía el subsecretario de Asuntos Exteriores, quien le había dado instrucciones antes del vuelo y a quien Whitwell había pedido que preparara los mapas y los documentos. Y ya está. A menos que... Un momento... Una ligera duda comenzó a carcomerlo. Aquel encuentro en el vestíbulo con Jane Farrar en el que ella había usado el encanto... ¿Se le habría escapado algo? Le costaba trabajo recordarlo, el conjuro le había nublado un poco la mente... Nada, no lo recordaba.
Aun así, el número de sospechosos era extraordinariamente reducido. Nathaniel se mordió una uña. A partir de ahora tendría que ir con mucho cuidado. El mercenario también había dicho otra cosa: su patrón tenía muchos sirvientes. Si el traidor estaba tan cerca como Nathaniel suponía, tendría que ir con pies de plomo. Entre los poderosos había alguien que manejaba al golem en secreto y que lo controlaba gracias al ojo espía. Ellos no querrían que Nathaniel siguiera investigando y su vida podría estar corriendo peligro. Iba a necesitar que Bartimeo no se despegara mucho de él.
A pesar de todas sus preocupaciones, Nathaniel se sentía bastante satisfecho consigo mismo cuando los viaductos comenzaron a descender y el coche se aproximó al centro de Londres. Al fin y al cabo, había impedido que soltaran un segundo golem en la capital y seguramente recibiría calurosas felicitaciones por ello. Se llevarían a cabo las investigaciones pertinentes y se descubriría al traidor. Lo primero que haría sería informar a Whitwell y a Devereaux. Seguro que dejarían todas sus ocupaciones y actuarían en consecuencia.
Había empezado a perder parte de esa absoluta certeza incluso antes de que el coche tomara Westminster Green. Cerca del Támesis, Nathaniel empezó a darse cuenta de varios detalles inusuales, como los corrillos de plebeyos reunidos en las calles y lo que parecían escombros por todas partes: chimeneas destrozadas, cascotes y vidrios rotos. Incluso el puente de Westminster estaba acordonado por la Policía Nocturna, cuyos agentes comprobaban el permiso de los conductores antes de permitirles el paso. Conforme cruzaban el río, Nathaniel vio una espesa columna de humo que se alzaba de un edificio administrativo que había río abajo. La esfera del reloj de uno de sus costados había sido destrozada y las manecillas, arrancadas e incrustadas en las paredes. Otros grupos de curiosos merodeaban por el Embankment, infringiendo flagrantemente las leyes de vagabundeo,
El coche pasó frente al Parlamento como una exhalación y se dirigió hacia la gran masa gris de la abadía de Westminster, donde los últimos coletazos de autocomplacencia de Nathaniel acabaron de desvanecerse. El césped que se extendía hacia el oeste estaba abarrotado de vehículos oficiales: ambulancias, furgones de la Policía Nocturna y un sinfín de limusinas relucientes, entre las que se encontraba la de Devereaux, con su banderín dorado agitándose en el capó. El primer ministro en persona estaba allí.
Nathaniel se bajó y, tras enseñar fugazmente su identificación a los guardias de la puerta, entró en la iglesia. El interior era un hervidero de actividad. Los hechiceros de Asuntos Internos pululaban por la nave, asistidos por diablillos que tomaban medidas y notas y peinaban la zona en busca de información. Les acompañaba una tropa de funcionarios de Seguridad y agentes con uniformes grises de la Policía Nocturna. El lugar bullía con el rumor de las conversaciones.
Una mujer de Asuntos Internos reparó en él y le hizo un gesto con el pulgar.
Están al fondo del crucero norte, Mandrake, junto a la tumba. Whitwell le está esperando.
Nathaniel la miró.
¿Qué tumba?
Oh, ya lo verá, ya lo verá respondió la mujer dirigiéndole una mirada llena de desdén.
Nathaniel cruzó la nave arrastrando el abrigo negro sin demasiado entusiasmo. Lo embargaba una creciente desazón. Uno o dos agentes de la Policía Nocturna, que hacían guardia junto a un bastón partido tirado en las losas, se rieron abiertamente cuando pasó junto a ellos.
Llegó al crucero norte, donde las estatuas de los grandes hechiceros del imperio se apiñaban en una jungla de mármol y alabastro. Nathaniel las había visitado en muchas ocasiones para admirar los rostros de los sabios, así que se quedó muy impresionado cuando vio que la mitad de las estatuas estaban desfiguradas: les habían arrancado las cabezas y se las habían vuelto a colocar del revés, les habían amputado los miembros, incluso habían puesto boca abajo a un hechicero que llevaba un sombrero especialmente ancho. Se trataba de un espantoso acto de vandalismo.
Hechiceros de traje oscuro atestaban el lugar haciendo pruebas y garabateando en sus libretas. Nathaniel deambuló entre ellos, aturdido, hasta dar con un espacio abierto en el que se habían reunido el señor Devereaux y sus ministros principales, sentados en un círculo de sillas. No faltaba ninguno: el fornido y siniestro Duvall, la diminuta Malbindi, el anodino Mortensen, el corpulento Fry... Jessica Whitwell también se encontraba allí, con el ceño fruncido, mirando al vacío y cruzada de brazos. El amigo y confidente del señor Devereaux, el dramaturgo Quentin Makepeace, se sentaba un poco separado de los demás. Su rostro, alegre por lo general, tenía una expresión solemne y preocupada. Todos estaban en silencio y miraban un enorme orbe luminoso que flotaba a varios centímetros de las baldosas del suelo. Nathaniel comprendió de inmediato que se trataba del globo de observación de una esfera de vigilancia. En aquellos momentos transmitía lo que parecía una vista aérea y parcial de Londres: a lo lejos, bastante desenfocada, una pequeña figura saltaba de tejado en tejado; y allí donde aterrizaba, se producían pequeñas explosiones verdosas. Nathaniel frunció el ceño y avanzó unos pasos para ver mejor.
Así que ya ha regresado de perseguir sombras, ¿no es así? Unos dedos amarillentos le tiraron de la manga. Julius Tallow estaba junto a él, con su protuberante y afilada nariz y una expresión de repugnancia en el rostro. Ya era hora. Aquí se ha armado un buen follón.
Nathaniel se soltó.
¿Qué ocurre?
¿Descubrió al misterioso cerebro que hay detrás del golem? La voz de Tallow rezumaba sarcasmo.
Bueno, no, pero...
Qué sorpresa. Mandrake, tal vez le interese saber que mientras usted estaba de picos pardos en el extranjero, la Resistencia ha vuelto a hacer de las suyas. No se trata de un misterioso golem, ni de un misterioso traidor que se ha hecho con poderes ya olvidados, sino de la mismísima Resistencia humana con la que no ha conseguido acabar después de todo este tiempo. Como la otra noche no tuvieron suficiente con destruir medio Museo Británico, ahora han profanado la tumba de Gladstone y han liberado a uno de sus efrits que, como ve, ahora campa felizmente a sus anchas por la ciudad.
Nathaniel pestañeó tratando de asimilar lo que escuchaba.
¿La Resistencia ha hecho esto? ¿Cómo lo saben?
Porque hemos encontrado los cuerpos y no había ningún rastro de un golem gigante de arcilla, Mandrake. Ya puede descartar esa idea ahora mismo. Además, pronto vamos a quedarnos sin trabajo. Duvall...
No se atrevió a seguir. La maestra de Nathaniel, Jessica Whitwell, había abandonado su asiento y se dirigía con paso ligero e imponente hacia él. Nathaniel carraspeó.
Señora, tengo que hablar con usted urgentemente. En Praga...
Mandrake, tú tienes la culpa de todo esto. Casi se abalanzó sobre Nathaniel con la mirada encendida. ¡Al haberme embaucado con las mentiras de tu demonio, ahora parecemos más incompetentes que nunca! Me has hecho quedar como una inepta y he perdido el favor del primer ministro: esta mañana le han pasado el control de mi departamento de Seguridad a Duvall, quien también está ahora al frente de las operaciones antiResistencia.
Señora, lo siento, pero escúcheme, por favor...
¿Que lo sientes? Ya es demasiado tarde, Mandrake. Lo del Museo Británico fue una catástrofe, pero esto ya es el colmo. Duvall ha conseguido lo que quería. Ya tiene a sus lobos rondando por todas partes y él...
¡Señora! Nathaniel no pudo contenerse más. Localicé al hechicero checo que creó el pergamino del golem. Estaba elaborando un segundo pergamino... ¡para el traidor que se esconde entre las filas de nuestro gobierno!
Hizo caso omiso de la expresión de incredulidad de Tallow. La señorita Whitwell lo miró fijamente.
¿Quién es el traidor?
Todavía no lo sé.
¿Tienes alguna prueba de tu historia? ¿El pergamino, por ejemplo?
No, no se salvó nada, pero creo que...
Entonces lo interrumpió la señorita Whitwell con una determinación aplastante, no me sirve, y tú tampoco. Londres se ha sublevado, Mandrake, y necesita un cabeza de turco. Tengo la intención de desentenderme de ti... y si el señor Tallow tiene algo de sentido común, hará lo mismo.
Dio media vuelta y regresó a su asiento. Tallow la siguió, mirando atrás y sonriendo a Nathaniel. Tras un instante de vacilación, Nathaniel se encogió de hombros y se aproximó al orbe de vigilancia giratorio. El semiefrit que transmitía las imágenes intentaba acercarse a la figura saltarina de los tejados. La enfocó y Nathaniel atisbó un traje negro, una melena blanca, una cara dorada... De repente, la figura disparó un rayo verde y la esfera se apagó con un destello esmeralda.
El señor Devereaux lanzó un suspiro.
Ya es la tercera esfera que perdemos. A este paso se nos van a acabar. Bien... ¿algún comentario, alguna noticia?
El señor Mortensen, ministro del Interior, se levantó y se echó un mechón de pelo grasiento hacia atrás.
Señor, debemos tomar medidas contra ese demonio de inmediato. Si no actuamos, ¡el nombre de Gladstone se verá arrastrado por el lodo! ¿Acaso no se trata de nuestro mayor líder, al que debemos la prosperidad, el dominio, la fe en nosotros mismos? ¿En qué se nos ha convertido ahora? ¡En un sanguinario saco de huesos que va revoloteando por la ciudad provocando el caos a su paso! Ni los plebeyos ni los enemigos extranjeros tardarán en darse cuenta, es evidente. Propongo...
Marmaduke Fry, el ministro de Asuntos Exteriores, intervino:
Hemos tenido varios casos de histeria colectiva que las medidas represivas de la policía de Duvall no han conseguido atajar.
Lanzó una mirada maliciosa al jefe de policía, quien gruñó enfadado.
Es evidente que la criatura está trastornada añadió la ministra de Información, la señora Malbindiy, como dice Mortensen, eso hace que la situación sea aún más embarazosa. Tenemos los restos de nuestro Fundador brincando por los tejados, colgándose de las astas de las banderas, danzando por el centro de Whitehall y, si damos crédito a nuestras fuentes, dando saltos mortales por la lonja de pescado de Camberwell. Además, esa cosa está empeñada en matar a gente, aparentemente al azar. Va a por jóvenes, la mayoría plebeyos, pero también a por gente importante. Afirma estar buscando a los «dos últimos», a saber lo que significa eso.
Los dos últimos supervivientes de la incursión dijo el señor Fry, es bastante obvio. Además, uno de ellos tiene el bastón. Pero nuestro problema más inmediato es que los plebeyos saben de quién es el cadáver que están viendo.
De la parte más alejada del grupo llegó la gélida voz de Jessica Whitwell.
A ver si me aclaro intervino, ¿se trata de los verdaderos huesos de Gladstone? ¿No será un disfraz?
La señorita Malbindi arqueó las cejas como si la hubieran ofendido.
Son sus huesos, de eso no cabe la menor duda. Hemos entrado en la tumba y el sarcófago está vacío. Ahí abajo hay muchos cuerpos, créanme, pero no el de nuestro Fundador.
Qué raro, ¿no? El señor Makepeace no había hablado hasta ese momento. El efrit guardián ha sometido su esencia a los huesos. ¿Por qué? A saber.
El porqué no es importante. El señor Devereaux habló con suma gravedad, estampando un puño contra su palma ahuecada. Nuestra primera prioridad debe ser deshacernos de esa cosa. Hasta que sea destruida, la dignidad de nuestro Estado se encuentra totalmente comprometida. Quiero a la criatura muerta y los huesos otra vez bajo tierra. Esta misma tarde, los ministros principales pondrán un demonio a trabajar en el caso, y eso os incluye a todos vosotros. Ha quedado bien patente que los secretarios de los ministerios no han conseguido resultados hasta el momento. Después de todo, esa cosa pertenecía a Gladstone, así que tiene poder. Mientras tanto, debemos concentrarnos en el asunto del bastón.
Sí convino el señor Fry, a la larga esto es mucho más importante. Con la guerra con Estados Unidos a la vuelta de la esquina...
No podemos permitir que caiga en manos enemigas. Si los checos se hicieran con el bastón...
Exactamente.
Se produjo un breve silencio.
Discúlpenme. Nathaniel les había escuchado guardando un silencio respetuoso, pero la frustración pudo más que él. ¿Estamos hablando del bastón de Estado de Gladstone? ¿El que usó para destruir Praga?
El señor Devereaux lo miró con frialdad.
Me alegro de que finalmente se haya dignado unirse a nosotros, Mandrake. Sí, de ese mismo bastón.
De modo que si conseguimos dominar su poder, podríamos aprovecharlo para nuevas campañas, ¿no?
Nosotros... o nuestros enemigos. En estos momentos desconocemos su paradero.
¿Estamos seguros de eso? preguntó Helen Malbindi. El... esqueleto, o el efrit, o lo que sea, ¿no lleva consigo el bastón?
No. Lleva una bolsa a la espalda, en la que sospechamos que guarda la mayoría de los tesoros de Gladstone; sin embargo, el bastón ha desaparecido. Debe de tenerlo uno de los profanadores de tumbas.
He hecho cerrar los puertos y los aeródromos intervino el señor Mortensen. Las esferas hacen guardia a lo largo de la costa.
Disculpen les interrumpió Nathaniel, pero si el bastón siempre ha estado en la abadía, ¿por qué no lo hemos utilizado antes?
Varios hechiceros se removieron en sus asientos. El señor Duvall lo fulminó con la mirada.
Se supone que esto es un consejo de ministros, no una guardería. Rupert, sugiero que destituyas a este crío.
Un momento, Henry. El señor Devereaux parecía tan contrariado como sus ministros, pero aun así no olvidó su cortesía. El chico tiene razón. Mandrake, el motivo no es otro que el miedo a que se produzca un desastre como éste. En su lecho de muerte, Gladstone juró vengarse de cualquiera que profanara su tumba, y todos sabemos que no era tan fácil hacer frente a su poder. No sabemos con exactitud qué tipo de maleficios conjuró o qué demonios utilizó, pero...
He investigado un poco el asunto dijo Quentin Makepeace, interrumpiendo con una ligera sonrisa. Gladstone siempre me ha interesado. En el funeral, la tumba fue sellada con una pestilencia, nada que no pueda salvarse con facilidad, aunque es de las potentes. Sin embargo, el propio Gladstone llevó a cabo los preparativos del sarcófago. Fuentes de la época dicen que el aura de magia que emanaba de su cuerpo mató a varios diablillos que oficiaban con las velas. Por si eso no fuera suficiente, poco después de su muerte varios hechiceros de su gobierno hicieron caso omiso de sus prohibiciones y decidieron hacerse con el bastón. Congelaron la pestilencia, bajaron a la tumba y jamás se les volvió a ver. Los cómplices que les esperaban fuera oyeron algo que cerraba la puerta desde dentro. Desde entonces nadie ha sido tan imprudente como para poner a prueba las defensas de ese gran hombre. Hasta anoche.
¿Cree que la Resistencia lo logró? preguntó Nathaniel. Si los cuerpos siguen ahí, podrían proporcionarnos alguna pista. Me gustaría...
Perdóneme, Mandrake lo interrumpió Duvall, pero eso ya no forma parte de su trabajo. Ahora es cosa de la policía. Eso significa que mis Lomos Grises se encargarán de la investigación. El jefe de policía se volvió hacia el primer ministro. Rupert, creo que ha llegado el momento de tratar a Mandrake con mano dura. Se supone que el muchacho tenía que perseguir a la Resistencia y resulta que han asaltado la abadía de Westminster, lugar de descanso de los grandes, han expoliado la tumba de Gladstone y han robado el bastón. Y en todo este tiempo el chico ha estado cruzado de brazos.
El señor Devereaux miró a Nathaniel.
¿Tienes algo que decir?
Nathaniel dudó unos instantes si relatarles lo ocurrido en Praga, pero sabía que sería inútil. No tenía pruebas y, además, era más que probable que el traidor estuviera sentado frente a él, observándolo. Así que esperaría el momento adecuado.
No, señor.
Me decepciona, Mandrake, me decepciona profundamente. El primer ministro se volvió. Damas, caballeros prosiguió, debemos localizar a los miembros de la Resistencia que queden y recuperar el bastón. Aquel que lo logre será recompensado, pero primero debemos destruir el esqueleto. Reunid a vuestros mejores hechiceros dentro de... Echó un vistazo a su reloj. Dos horas. Quiero resultados, ¿entendido? Se oyó un murmullo apagado de aprobación. Entonces, se levanta la sesión.
La troupe de ministros abandonó la abadía seguidos de la señorita Whitwell y de Tallow, quienes cerraban la retaguardia con cara de preocupación. Nathaniel no hizo amago de ir detrás de ellos. «Muy bien pensó, yo también voy a desentenderme de vosotros. Llevaré a cabo mis propias investigaciones.»
En uno de los bancos de la nave se sentaba una hechicera subalterna que consultaba su cuaderno. Nathaniel se irguió y se acercó tratando de aparentar un paso decidido y arrogante.
Buenas, Fennel la saludó con brusquedad. Un mal asunto, ¿eh?
La mujer pareció sorprendida.
Oh, señor Mandrake. No sabía que siguiera en el caso. Sí, un mal asunto.
Nathaniel señaló la tumba con la cabeza.
¿Averiguó algo sobre esos sujetos?
Fennel se encogió de hombros.
Si le sirve de algo, le diré que la documentación del anciano corresponde a un tal Terence Pennyfeather. Tenía una tienda de material artístico en Southwark. Los otros son mucho más jóvenes, puede que trabajaran con él en la tienda, pero todavía no sé sus nombres. Iba a acercarme a Southwark para consultar sus archivos.
Nathaniel echó una ojeada a su reloj. Quedaban dos horas para la invocación, así que tenía tiempo.
La acompaño. Aunque, una cosa... Vaciló y se le aceleró el pulso. Ahí, en la cripta... ¿había una chica entre ellos, una chica delgada, con el pelo liso y oscuro?
Fennel frunció el ceño.
No entre los cadáveres que he visto.
Bien, bien. Bueno, ¿vamos?
La imponente Policía Nocturna estaba apostada ante la tienda de material artístico del señor Pennyfeather, mientras que varios hechiceros de distintos departamentos se mantenían ocupados registrando el interior a conciencia. Nathaniel y Fennel enseñaron sus pases y entraron. Hicieron caso omiso de la búsqueda de artilugios robados que tenía lugar a su alrededor y se pusieron a examinar a conciencia una pila de maltrechos libros de contabilidad que encontraron detrás del mostrador. En cuestión de minutos, Fennel se había hecho con una lista de nombres.
Es una relación de los pagos a los empleados de hace un par de meses dijo. Podrían formar parte de la Resistencia. Hoy no ha aparecido ninguno de ellos por aquí.
Echémosle un vistazo.
Nathaniel los repasó rápidamente. «Anne Stephens, Kathleen Jones, Nicholas Drew...» Esos nombres no le decían nada. Un momento: «Stanley Hake» y «Frederick Weaver». Fred y Stanley, estaba claro como el agua. Seguía la pista correcta, pero no había señal alguna de la tal Kitty. Pasó las páginas hasta llegar a la de los pagos del mes siguiente. Lo mismo. Le devolvió el libro mayor de contabilidad a Fennel y tamborileó los dedos sobre el mostrador de cristal.
Aquí hay otro, señor.
No te molestes, ya he visto... Espera.
Nathaniel casi le arrancó el papel de las manos. Lo repasó con atención, parpadeó y volvió a repasarlo. Ahí estaba, la misma lista, pero con una sola diferencia: «Anne Stephens, Kitty Jones, Nicholas Drew...». No cabía la menor duda: Kitty Jones y Kathleen Jones eran la misma persona.
Durante largos meses de investigación, Nathaniel había registrado sin éxito los archivos oficiales en busca de alguna pista sobre Kitty. Al ver aquella lista se dio cuenta de que durante todo ese tiempo había estado buscando el nombre equivocado.
¿Está usted bien, señor Mandrake? Fennel lo miraba fijamente con expresión preocupada. De repente todo encajaba.
Sí, sí, estoy bien. Es sólo que... Le sonrió y se arregló un puño. Creo que se me ha ocurrido una buena idea.
_____ 33 _____ BARTIMEO
No había estado en una invocación conjunta tan impresionante desde los tiempos dorados de Praga. Unos cuarenta genios se materializaron a la vez en una enorme cámara construida para tal propósito en las entrañas de Whitehall. Como suele ocurrir con estas cosas, y a pesar de que los hechiceros pusieron todo su empeño, el asunto se les fue de las manos. Ellos estaban formados en hileras bien dispuestas de estrellas de cinco puntas idénticas, vestían trajes oscuros iguales y pronunciaban sus conjuros en voz baja, mientras los escribanos en funciones garabateaban sus nombres en mesas apartadas. Huelga decir que a nosotros los genios nos preocupaba menos la compostura militar, y llegamos bajo cuarenta disfraces muy diferentes entre sí que anunciaban nuestras distintas personalidades a bombo y platillo, engalanados con cuernos, colas, rebordes tornasolados, púas y tentáculos, vistiendo colores que iban del negro obsidiana al delicado amarillo de los dientes de león; una casa de fieras vociferantes, despidiendo una magnífica variedad de tufillos y hedores sulfurosos. Yo había optado por uno de mis favoritos por puro aburrimiento, una serpiente alada con plumas plateadas que se abrían en abanico a mi espalda [Solía ser la bomba en el Yucatán, donde los sacerdotes bajaban despavoridos la escalera de la pirámide o se zambullían en lagos infestados de caimanes para escapar a mi balanceo hipnótico. No surtió el mismo efecto en el chico. En respuesta a mi contoneo amenazador, bostezó, se hurgó los dientes con un dedo y comenzó a garabatear en una libreta. ¿Soy yo, o es que los niños de hoy día han visto demasiadas cosas?]. A mi derecha había una especie de pájaro que se sostenía sobre unas patas zancudas, y a mi izquierda un fantasmagórico miasma de humo verde azulado. A su lado había un animal fabuloso babeante, un grifo, y a continuación más desconcertante que amenazadorun escabel inmóvil. Nos volvimos hacia nuestros amos a la espera de sus órdenes.
El chico apenas me prestó atención, demasiado ocupado anotando lo que fuera.
Ejem. La serpiente de plumas plateadas carraspeó con educación. Ejem. Nada, ni caso. Habrase visto qué maleducado... Llamar a alguien y luego ni mirarlo. Tosí un poco más alto. Ethaniel.
Mira, eso sí que tuvo efecto. Levantó la cabeza con brusquedad y la volvió de un lado a otro.
Cállate me dijo entre dientes, podría haberte oído cualquiera.
¿De qué va todo esto? pregunté. Creía que tú y yo teníamos un asunto secreto entre manos, y ahora parece que todo quisque y su demonio se está apuntando.
Esto tiene prioridad absoluta. Anda suelto un demonio loco y hay que destruirlo.
Pues no será el único loco suelto si sacáis a la calle a toda esta panda. Di un coletazo con la lengua hacia la izquierda. Mira ése del final. Ha elegido un escabel. Rarito... aunque reconozco que tiene estilo.
Es que es un escabel. Ese pentáculo está vacío. Escúchame, las cosas están yendo muy deprisa. La Resistencia ha profanado la tumba de Gladstone y ha liberado al guardián de sus tesoros, que campa a sus anchas por Londres causando estragos. Lo reconocerás por los huesos mohosos y por el olorcillo a descomposición. El primer ministro quiere quitarlo de en medio, por eso ha reunido a este grupo.
¿A todos? Debe de ser muy poderoso. ¿Es un efrit? [Había tenido algún que otro encuentro con los efrits de Gladstone durante sus incursiones militares, y es justo decir que no me entusiasmaba excesivamente vérmelas con otro. Solían ser muy irritables, y el ser tratados de forma desagradable los volvía inquietos y agresivos. Claro que, aunque este efrit hubiera tenido el carácter encantador de una delicada criatura (improbable), un siglo sepultado en una tumba no habría ayudado mucho a conservarlo]
Sí, eso creemos. Poderoso y... muy molesto. La última vez que se le vio estaba meneando la pelvis de Gladstone con energía en la plaza de armas de Horseguards. Pero escúchame, quiero que hagas algo más. Si encuentras al dem... al efrit, trata de sonsacarle lo que sepa sobre la Resistencia, en particular sobre una chica llamada Kitty. Puede que haya escapado con un bastón muy valioso y la criatura podría facilitarte una descripción.
Kitty... La serpiente agitó la lengua adelante y atrás con aire distraído. Nuestros caminos se habían cruzado anteriormente con el de una chica de la Resistencia con el mismo nombre. Si no recordaba mal se trataba de una buena pieza, una niña con pantalones anchos... Vaya, pues parecía que seguía tan pendenciera como siempre [De momento no tenía información sobre el tipo de pantalones que llevaba en la actualidad]. Recordé algo más. ¿No fue la que te birló el espejo mágico?
Puso esa cara, que sólo él sabe poner, de bulldog que acaba de sentarse sobre un cardo.
Posiblemente.
Y ahora le ha echado el guante al bastón de Gladstone... A eso lo llamo yo prosperar.
El espejo mágico no estaba nada mal.
No, pero admitirás que nunca habría devastado Europa. Ese bastón es una obra de arte excepcional. ¿Y dices que ha estado en la tumba de Gladstone todo este tiempo?
Eso parece. El chico miró a su alrededor con precaución, aunque los hechiceros vecinos estaban ocupados transmitiéndoles las órdenes a sus esclavos, tratando de hacerse oír por encima del barullo general. Se inclinó hacia delante con aire de complicidad. ¡Es ridículo! susurró. Nadie se había atrevido a abrir la tumba por miedo, y ahora va un atajo de plebeyos y se burla del gobierno en pleno. Lo que me propongo es encontrar a la chica y poner las cosas en su sitio.
Encogí el sombrerete de la cabeza de mi cobra.
Siempre estás a tiempo de desearle lo mejor y dejarla en paz.
¿Y permitir que venda el bastón al mejor postor? ¡No me hagas reír! Mi amo se acercó aún más. Creo que sé cómo averiguar su paradero. Y cuando lo haga... Bueno, he leído mucho acerca de ese bastón. Es poderoso, de acuerdo, pero las órdenes han de ser muy claras y sólo puede controlarlo un gran hechicero. En las manos adecuadas... ¿quién sabe qué podría hacer? Se enderezó con impaciencia. ¿Por qué nos estamos retrasando? Ya deberían haber dado la orden general de ponerse en marcha. Tengo cosas más importantes que hacer.
Están esperando a que el señor Girasol, ése del rincón, acabe la invocación.
¿A quién? ¿A Tallow? ¿A qué está jugando ese idiota? ¿Por qué no acaba de invocar de una vez al mono verde ese?
A juzgar por la cantidad de incienso que ha empleado y por el tamaño del libro que tiene en la mano, va detrás de algo grande.
El chico gruñó.
Está tratando de impresionar a los demás con un demonio del nivel más alto, supongo. Típico de él. Haría cualquier cosa para conservar el favor de Whitwell.
La serpiente alada se balanceó hacia atrás con brusquedad.
¡Eeeh, quieto ahí!
¿Y ahora qué pasa?
¡Tu cara! Hace unos instantes tenías una expresión despectiva muy desagradable. Era horripilante.
No seas ridículo, por favor. Eres tú el que va de serpiente gigante. Llevo soportando a Tallow demasiado tiempo, eso es todo. Soltó un taco. A él y a todos los demás. No me puedo fiar de nadie, lo que me recuerda... Volvió a inclinarse hacia delante y la serpiente bajó su majestuosa cabeza para escucharle. Voy a necesitar de tu protección más que nunca. Ya oíste lo que dijo el mercenario: un integrante del gobierno británico le dio el soplo de que íbamos a Praga.
La serpiente emplumada asintió.
Me alegra que por fin te hayas dado cuenta. Yo ya me lo figuraba hacía tiempo. Por cierto, ¿ya has liberado a esos espías checos?
Al chico se le ensombreció el semblante.
¡Dame un respiro! Tengo cosas más importantes en que pensar. Alguien muy cercano a la cúpula del gobierno controla el ojo del golem y está creándonos problemas. Podrían tratar de silenciarme.
¿Quién sabía que ibas a Praga? ¿Whitwell? ¿Tallow?
Sí, y un ministro de Asuntos Exteriores. Ah, y posiblemente Duvall.
¿Ese jefe de policía peludo? Pero si abandonó la reunión antes de...
Ya sé que lo hizo, pero su aprendiz, Jane Farrar, podría haberme sonsacado la información.
¿Era la luz, o el chico se había sonrojado un poquitín?
¿Que te la ha sonsacado? ¿Y cómo, si puede saberse?
Frunció el ceño.
Utilizó un hechizo y...
Para mi gran decepción, un contratiempo brusco y a juicio de los hechiceros allí reunidosdesconcertante, interrumpió de pronto aquella historia tan interesante. Tallow, el recio hechicero amarillento en medio de su pentáculo al final de la siguiente hilera, había acabado por fin su larga y compleja invocación y, con una flexión de sus brazos enfundados en un traje de raya diplomática, bajó el libro en que la había leído. Transcurrieron unos segundos. Respirando con dificultad, el hechicero esperó a que su invocado hiciera acto de presencia. De súbito, una ensortijada columna de humo negro se alzó del centro de la segunda estrella de cinco puntas. En su interior estallaron pequeñas centellas amarillas. Un poco trillado, pero no estaba mal. [Algunos de los que nos encontrábamos más cerca lo habíamos estado observando a medias con el interés imparcial de un profesional. Siempre que se tenga la oportunidad, resulta interesante estudiar el estilo de los demás, ya que nunca se sabe cuándo uno puede encontrar nuevas ideas para sus apariciones. De joven siempre me decantaba por las presentaciones dramáticas; sin embargo, ahora tiendo más hacia lo sutil y lo refinado, siguiendo el dictado de mi personalidad. Vale... con alguna que otra serpiente emplumada de por medio]
El hechicero abrió los ojos con aprensión; y con razón, como al final se vio. El humo se condensó en una forma negra y musculosa de unos dos metros de alto y con cuatro brazos que se agitaban en el aire [El disfraz daba a entender que en la carrera del genio se incluía una temporada en el Hindú Kush. Es curioso cómo le influyen a uno esas cosas]. El cuerpo se arrastró por el perímetro del pentáculo en busca de una fisura que, para su evidente sorpresa, al final encontró. [Las palabras que se pronuncian durante la invocación actúan a modo de refuerzo indispensable de las runas y las
líneas dibujadas en el suelo. Crean bandas de poder invisibles que envuelven la estrella de cinco puntas, se anudan, se anudan otra vez y se ensortijan sobre ellas mismas hasta formar una barrera impenetrable. Sin embargo, una sola palabra mínimamente mal pronunciada puede dejar una puerta abierta en la barrera defensiva... tal como Tallow estaba a punto de descubrir]
Los cuatro brazos se detuvieron unos instantes, como si vacilaran. A continuación, un hilillo de humo se alzó de la base de la figura y tanteó el borde de la estrella de cinco puntas a modo experimental. Sólo necesitó un par de toquecitos para detectar el punto débil: un pequeño agujero en la barrera encantada. Sin perder tiempo, el cuerpo del seudópodo se estiró hacia delante, comenzó a colarse por la brecha para lo que tuvo que contraerse hasta el mínimoy volvió a expandirse al otro lado. El humo comenzó a fluir cada vez más deprisa. Se hinchó, aumentó de tamaño y adoptó la forma de un tentáculo abultado que atravesó el aire a toda velocidad hasta el otro pentáculo, donde se encontraba el hechicero petrificado de terror. Los regueros de romero y serbal que había esparcido alrededor del contorno acabaron desperdigados a los cuatro vientos. El humo comenzó a hincharse alrededor de sus zapatos y, en un abrir y cerrar de ojos, revistió sus piernas con una densa columna negra. El hechicero dejó escapar algunas palabras incoherentes, pero no tuvo tiempo para mucho más. La figura del primer pentáculo había menguado hasta desaparecer, su esencia había atravesado el agujero y estaba envolviendo a su presa. En menos de cinco segundos, el hechicero, traje de raya diplomática incluido, había sido engullido por el humo. Rayos triunfales estallaron cerca del extremo superior de la columna gaseosa, que se hundió en el suelo como si se tratara de algo sólido, llevándose al hechicero con ella.
Segundos después, las dos estrellas de cinco puntas estaban vacías, aunque en la del hechicero quedaba una reveladora quemadura y un libro chamuscado junto a ella.
La cámara de invocación se sumió en un silencio sepulcral. Los hechiceros se habían quedado mudos de asombro y sus escribanos se hundieron en sus asientos, como sin fuerzas.
De repente, todos se pusieron a hablar a la vez. Los hechiceros que ya habían subyugado a sus esclavos, mi amo entre ellos, abandonaron sus pentáculos y se reunieron alrededor de la quemadura, patidifusos y balbucientes. Nosotros, en tanto que seres superiores, entablamos una animada y complacida charla. Intercambié un par de comentarios con el miasma verdoso y con el pájaro zancudo.
No ha estado mal. Tenía estilo.
Qué suerte que ha tenido el tío. Seguro que no se lo creía niel.
Tú dirás, ¿cuántas veces se presenta una ocasión así?
Pocas, por desgracia. Recuerdo que en Alejandría había un joven
aprendiz...
Seguro que el tontaina ha pronunciado mal uno de los mandamientos de cierre.
Eso, o un error de imprenta. ¿Os fijasteis en que leía directamente del libro? Bueno, pues dijo exciteris antes de stringaris, que lo oí yo.
¡No! ¿De verdad? Un error de principiante.
Exacto. Lo mismo le pasó a ese joven aprendiz que os he dicho. Aprovechó que no estaba su maestro y entonces, es que no os lo vais a creer...
Bartimeo, ¡préstame atención!
El chico entró a zancadas en la estrella de cinco puntas con el abrigo agitándose a sus espaldas. Los demás hechiceros hacían otro tanto por toda la sala, era como si de repente todos se hubieran puesto serios. Mis compañeros esclavos y yo nos volvimos renuentes hacia nuestros amos.
Bartimeo volvió a decir el chico con voz temblorosa, así te lo he ordenado y así has de obedecer: sal ahí fuera y no te detengas hasta que no encuentres al efrit renegado. Te conmino a que regreses sólo cuando haya sido destruido.
Tranquilito, ¿eh? La serpiente emplumada lo miró con cierto regocijo. De repente se estaba poniendo nervioso y protocolario conmigo, que si una orden por aquí, que si una conminación por allá... lo que sugería que estaba bastante preocupado. ¿Qué te pasa? le pregunté. Parece que te ha afectado mucho. Creía que el tipo ni siquiera te caía bien.
Se sonrojó.
¡Cállate! ¡Ni una palabra más! Soy tu amo, por mucho que te empeñes en olvidarlo. ¡Haz lo que te ordeno!
Se acabaron las confidencias confabuladoras entre nosotros. El chico había recuperado su viejo ánimo avasallador. Es curioso con qué facilidad un buen susto te devuelve a la realidad.
No valía la pena hablar con él cuando estaba de ese humor, así que la serpiente emplumada dio media vuelta, se enroscó sobre sí misma y, junto con sus otros compañeros, desapareció de la estancia.
______ 34 ______
Esa noche había mucha actividad sobre los tejados londinenses. Además de los cuarenta y tantos poderosos genios como yo que se habían desperdigado, más o menos espontáneamente, en todas direcciones tras abandonar la cámara de Whitehall, el aire estaba atestado de diablillos y trasgos de varios niveles de ineptitud. Era difícil encontrar una torre o un edificio de oficinas en cuya azotea no se agazaparan uno o dos para llevar a cabo su tarea de vigilancia.
Abajo, los batallones de la Policía Nocturna patrullaban la ciudad rastreando las calles con cierto recelo en busca de alguna pista del efrit desmandado. En cuestión de horas, la capital acabó inundada de servidores gubernamentales de todo tipo. Era difícil de creer que el efrit no hubiera sido localizado en cuestión de segundos.
Pasé un rato deambulando distraídamente por el centro de Londres en forma de gárgola sin ningún plan concreto en mente. Como siempre, mi inclinación a mantenerme al margen de cualquier posible fatalidad rivalizó con mi deseo de terminar el trabajo y acelerar mi liberación. El problema radicaba en que los efrits eran unos entes muy ladinos y difíciles de matar.
Al cabo de un rato, ya que no tenía nada mejor que hacer, volé hasta una moderna torre de pisos espantosa un capricho de los hechiceros, de acero y cristalpara hablar con los centinelas que montaban guardia.
La gárgola se posó con gracilidad.
Eh, vosotros dos. ¿Ha pasado por aquí ese esqueleto? Vamos, largando.
Les brindé un trato relativamente cortés, ya que sólo se trataba de pequeños diablillos azules, de los latosos.
El primero respondió de inmediato:
Sí.
Esperé. Saludó y volvió a sacarle brillo a su cola. La gárgola dejó escapar un suspiro y carraspeó.
Bien, ¿cuándo lo visteis? ¿Qué camino tomó?
El segundo diablillo se demoró unos instantes antes de responder mientras se estudiaba los dedos de los pies.
Pasó por aquí hará unas dos horas, pero no sabemos adonde iba. Estábamos muy ocupados escondiéndonos. Está pirado, ¿sabes?
¿Pirado?
El diablillo meditó unos instantes.
Bueno, los espíritus mayores como tú sois bastante desagradables ya de por sí, pero casi todos sois predecibles. Éste... dice cosas raras, y tan pronto está contento como... Bueno, sólo hay que ver lo que le hizo a Hibbet.
Parece bastante contento.
Éste es Tibbet. A Tibbet no lo ha atrapado. Ni a mí. Dijo que ya nos pillaría la próxima vez.
¿La próxima vez?
Sí, ya ha pasado por aquí unas cinco veces, y en cada ocasión nos ha soltado un discursito de lo más aburrido y luego se ha zampado a uno de nosotros. Cinco menos, quedamos dos. Lo que yo te diga, la combinación de miedo y aburrimiento pasa factura. Oye, ¿crees que esto es un uñero?
No opino sobre el tema. ¿Cuándo se supone que volverá a pasar el esqueleto?
De aquí a unos diez minutos, si se ciñe a su horario.
Gracias. Por fin una información clara. Lo esperaré aquí.
La gárgola se encogió y se redujo hasta convertirse en un diablillo azulado algo menos repugnante que los otros dos. Me coloqué a favor del viento y me senté con las piernas cruzadas en una cornisa desde la que se contemplaba el perfil de Londres. Cabía la posibilidad de que otro genio se hubiera topado con el efrit antes de volver a pasar por allí, pero si no era así, me tocaría a mí. A saber por qué no hacía más que dar vueltas y más vueltas por la ciudad. Posiblemente la larga vigilia en la tumba le había sorbido el cerebro. De todos modos, yo contaba con apoyo de sobra en las proximidades, pues desde allí podía ver a unos cuantos genios paseando unas calles más allá.
Mientras esperaba, un par de pensamientos vagos me vinieron a la mente. No cabía duda de que, de un tiempo a esta parte, estaban pasando cosas muy extrañas en Londres, y todas a la vez. Primero: el golem había estado causando muchos problemas, y aún se desconocía a su instigador. Segundo: la Resistencia había profanado una tumba de alta seguridad y se había hecho con un objeto muy valioso. Tercero, y como consecuencia directa de lo segundo: un efrit desequilibrado andaba suelto y también estaba causando problemas. Y todo en conjunto estaba logrando un efecto: durante la invocación general había saboreado el miedo y la confusión entre los hechiceros. ¿Podía ser pura coincidencia? Creía que no.
Me resultaba muy extraño que un hatajo de plebeyos hubiera conseguido llegar hasta la tumba de Gladstone sin ayuda de nadie. Supuse que alguien los había alentado y les había aconsejado sobre cómo salvar las primeras defensas para bajar a la cripta. Ahora bien, podría ser que esa persona que los había ayudado no supiera nada acerca del guardián de la tumba, o que, por el contrario, él (o ella) conociera su existencia. En cualquier caso, dudaba mucho que esa chica, Kitty, y sus amigos tuvieran mucha idea de a qué se enfrentaban.
Sin embargo, ella como mínimo había sobrevivido y en esos momentos, mientras los hechiceros cerraban filas para tratar de detener al esqueleto errante de Gladstone, el temido bastón estaba en algún lugar del mundo, perdido [En la década de 1860, cuando la extraordinaria salud y el vigor de Gladstone comenzaban a debilitarse, el vejete había dotado a su bastón de un poder considerable para ejercerlo con toda la facilidad posible. Al final acabó conteniendo a varios seres, cuya agresividad natural se intensificaba por el hecho de estar encerrados en un solo nudo, del tamaño de un dedal, dentro del bastón. Puede que el arma resultante sea la más formidable desde los tiempos dorados de Egipto. La vi fugazmente, a lo lejos, durante las guerras invasoras de Gladstone, rasgando la noche con estallidos luminosos en forma de hoz. Había visto la silueta del anciano, inmóvil, erguida, sujetando el bastón. El hombre y el bastón eran los únicos puntos fijos en medio de las trayectorias del fuego cruzado. Todo lo que estuviera a tiro -fortalezas, palacios, sólidas murallas-acababa convertido en polvo. Incluso los efrits se acobardaban ante su poder. Y ahora, esa tal Kitty se lo había agenciado. Me pregunté si la chica era consciente de dónde se había metido]. Alguien iba a sacar partido de esto, y no creía que se tratara de la chica.
Recordé el atisbo de inteligencia oculta que había percibido espiándome a través del ojo del golem, cuando la criatura trató de matarme en el museo. Si uno se detenía a considerarlo con cierta frialdad, ¿acaso no era posible imaginar una presencia igual de misteriosa detrás del asunto de la abadía? ¿La misma? Concluí que era más que probable.
Mientras esperaba ensimismado en sesudas reflexiones por el estilo, supervisaba los planos de forma automática, ojo avizor [Tuve muchas otras ideas sesudas con las que no vale la pena que os aburra. Confiad en mí, eran la leche]. Al cabo de un rato, por casualidad, distinguí un brillo informe que se acercaba a través de la luz vespertina en el séptimo plano. Revoloteaba de un lado a otro entre los cañones de las chimeneas. A veces lanzaba un claro destello antes de desaparecer entre las sombras; otras, se confundía con el fulgor rojizo de las tejas bañadas por la luz. Entre el segundo y el sexto plano, el brillo era idéntico, sin forma definida. Se parecía a un aura, de acuerdo un rastro de la esencia de algo, pero era imposible determinar su contorno. Eché un vistazo al primer plano y en éste, incoloro a causa de la codiciosa luz de la puesta de sol, atisbé fugazmente algo con forma de hombre que iba dando saltos.
Brincaba de las tejas a las veletas con la agilidad de una cabra montesa, se tambaleaba sobre las crestas más pequeñas, giraba como una peonza y salía disparado tras darse impulso. A medida que se acercaba, comencé a oír unos grititos, como los de un niño nervioso, que salían de su garganta.
Mis amigos los diablillos se vieron poseídos por el repentino frenesí que le entra a uno cuando ya no le queda tiempo para nada. Dejaron de limpiarse las uñas de los pies y de sacarle brillo a la cola para corretear por todo el tejado tratando de esconderse uno detrás del otro y metiendo la barriga para pasar desapercibidos.
Ayayay decían. Ayayay.
Vi que uno o dos de mis compañeros genios seguían a la figura saltarina a una distancia prudencial. No lograba explicarme por qué no lo habían atacado. Tal vez pronto lo descubriría, ya que venía en mi dirección.
Me levanté, me eché la cola al hombro para que no se ensuciara, y esperé. Los otros diablillos no dejaban de corretear a mi alrededor, chillando sin cesar. Al final, alargué un pie y le puse la zancadilla a uno de ellos. El otro chocó contra el cuerpo caído y acabó encima de él.
Silencio les gruñí. Intentad mostrar un poco de dignidad. Me miraron sin decir ni pío. Así está mejor.
¿Sabes qué? El primer diablillo le dio un codazo al otro y me señaló. Él podría ser el siguiente.
Sí, tal vez se lo lleve a él esta vez. ¡Estamos salvados!
Pongámonos detrás, deprisa,.
¡Yo primero! ¡Después de mí!
A continuación tuvo lugar una escena de empujones y correteos tan poco edificante en la lucha que los diablillos entablaron por ocultarse detrás de mí que la administración de unos bien merecidos sopapos, cuyo eco se repitió por toda la ciudad, acaparó mi atención unos instantes. En medio de este numerito, levanté la vista, y allí, a menos de dos metros de distancia, se encontraba el efrit huido sentado a horcajadas en un antepecho de la torre de pisos.
Admito que su apariencia me sobresaltó.
No me refiero a la máscara de oro con los rasgos del gran hechicero. No me refiero al ralo cabello ondeando al viento. No me refiero a las manos esqueléticas que descansaban con naturalidad en las caderas, ni a las vértebras que asomaban por encima de la corbata, ni al traje polvoriento que le colgaba por todas partes. No había nada en todo aquello que fuera especialmente fascinante, ya que me había disfrazado de esqueleto millones de veces... ¿Acaso no lo hemos hecho todos? No, me sorprendí al caer en la cuenta de que aquello no era un disfraz, sino huesos de verdad, ropas de verdad y una máscara de oro de verdad. Apenas percibía la esencia del efrit que se ocultaba entre los restos del hechicero. No tenía forma propia ni en ese ni en ninguno de los otros planos. Nunca había visto nada igual. [Es muy sencillo: cuando nos materializamos en el mundo de los humanos, tenemos que asumir una forma u otra, aunque se trate sólo de un humillo o de un reguero del líquido que sea. Aunque algunos podemos hacernos invisibles en los planos más elementales, en los superiores tenemos que adoptar una apariencia, pues ello forma parte de las crueles obligaciones con que nos cargan los hechiceros. Dado que en el Otro Lado no poseemos formas definidas, adoptarlas aquí nos supone un esfuerzo considerable y nos ocasiona grandes dolores. Cuanto más tiempo permanezcamos en este mundo, más se agudiza el dolor, aunque cambiar de forma puede aliviar los síntomas temporalmente. Sin embargo, no poseemos objetos materiales: cuanto menos tengamos que ver con las cosas terrenales, mejor, y de todas formas los términos de la invocación prohiben estrictamente este proceder]
Fuera lo que fuese a lo que se había dedicado el esqueleto durante el transcurso del día, era evidente que había requerido mucha energía, a juzgar por el aspecto de su ropa. Llevaba un desgarrón en la rodilla, muy moderno [Menos moderna era la rótula que asomaba], una quemadura en un hombro y un puño hecho jirones, como si lo hubieran arañado unas garras. Seguro que mi amo habría pagado sus buenos dineros por aquel conjunto si lo hubiera visto en una boutique milanesa, pero para un pobre efrit era un poco desastroso. Sin embargo, los huesos que vestían aquellas ropas parecían estar bastante enteros y las articulaciones se movían como si las hubieran engrasado.
El esqueleto contemplaba con la cabeza ladeada a los diablillos apiñados. Nos quedamos petrificados, boquiabiertos, paralizados en medio de la refriega. Por fin habló.
¿Os reproducís?
No contesté. Estábamos jugando a pegarnos.
Me refiero a la cantidad. La última vez sólo erais dos.
Refuerzos dije. Me llamaron para que te oyera hablar. Y para que me comieras, claro.
El esqueleto hizo una pirueta en el borde del antepecho.
¡Qué detalle! gritó con alborozo. ¡Qué cumplido para mi elocuencia y claridad! Los diablillos sois más inteligentes de lo que parecéis.
Eché un vistazo a Tibbet y a su amigo, que seguían inmóviles, boquiabiertos y babeando. Incluso un conejo delante de unos faros los habría mirado con desprecio.
Yo no estaría tan seguro repuse.
En respuesta a mi agudo ingenio, el esqueleto soltó una carcajada estremecedora e improvisó un pequeño baile de claque con los brazos alzados. A unos cincuenta metros, agazapados detrás de un fuste de chimenea como dos adolescentes sospechosos, distinguí a los otros genios al acecho, así que creí que teníamos los huesos de Gladstone rodeados [Uno era el amigo de la invocación masiva, el pájaro zancudo. El otro había escogido la forma de un orangután panzudo. En otras palabras, lo de toda la vida; nada de perder el tiempo con huesos mohosos].
Pareces estar de muy buen humor observé.
¿Y por qué no habría de estarlo? El esqueleto se detuvo en seco y entrechocó los dedos a modo de castañuelas para acompañar el repiqueteo final de sus zapatos. ¡Libre soy! dijo. ¡Libre vengo y libre voy! Mira, rima y todo.
Sí... Muy bien. El diablillo se rascó la cabeza con la punta de la cola. Pero sigues en este mundo dije despacio. O al menos eso parece desde donde estoy sentado, así que en realidad no eres libre, ¿verdad? Sólo eres libre cuando rompes las cadenas y vuelves a casa.
Eso es lo que creía cuando estaba en esa tumba apestosa, pero ya no respondió el esqueleto. ¡Mírame! ¡Puedo ir a donde me plazca y hacer lo que me apetezca! Si quiero contemplar las estrellas, puedo hacerlo hasta hartarme. Si quiero retozar entre las flores y los árboles, también puedo hacerlo. Si quiero agarrar a un anciano y arrojarlo de cabeza al río, ¡tampoco hay ningún problema! El mundo me dice: «Adelante, Honorio, haz lo que te plazca». Pues bien, diablillo, yo a eso lo llamaría libertad, ¿tú no?
Y diciendo esto se me acercó correteando amenazadoramente, abriendo y cerrando los dedos como una garra y lanzando repentinamente llamas rojizas y feroces por las cuencas vacías que había tras los agujeros de los ojos de la máscara dorada. Di un apresurado salto hacia atrás para ponerme fuera de su alcance. Al momento, la luz rojiza perdió intensidad y el avance del esqueleto se convirtió en un paso lento y alegre.
¡Mira qué puesta de sol! suspiró, como para sí mismo. Parece sangre y queso fundido.
Una imagen preciosa convine. No había ninguna duda; los diablillos tenían razón: el efrit estaba pirado. Sin embargo, pirado o no, había algo que seguía chocándome. Perdóneme, señor Esqueleto dije. Como humilde diablillo de corto entendimiento que soy, me preguntaba si usted podría ilustrarme. ¿Sigue estando a las órdenes de un amo?
Una larga y curvada uña señaló la máscara de oro.
¿Ves a éste? preguntó el esqueleto con una voz colmada de tristeza. Pues todo es por su culpa. Él me encadenó a estos huesos con su último aliento. Me encomendó que los protegiera para siempre y que vigilara sus posesiones. Aquí tengo la mayoría de ellas... Se dio media vuelta para mostrarme una mochila que llevaba colgada al hombro y que no pegaba nada con su indumentaria. También me encomendó que destruyera a los profanadores de su tumba añadió. Eeeh, diez de doce no está mal, ¿eh? Hice todo lo que pude, pero eso de que se me escaparan dos sigue reconcomiéndome.
El diablillo intentó parecer relajado.
Pero si está muy bien, nadie podría haberlo hecho mejor. Supongo que los otros dos eran unos huesos duros de roer, ¿eh?
La luz roja volvió a llamear y oí cómo le rechinaban los dientes detrás de la máscara.
Uno era un hombre, creo, no lo vi. Un cobarde que huyó corriendo mientras sus compañeros luchaban. Pero la otra... Aaah, una pequeña gacela. Me habría encantado tener su cuello blanco entre los dedos. Aunque... ¿quién diría que alguien tan joven pudiera ser tan astuto? La plata pura que llevaba encima le desencajó a Honorio sus viejos huesos cuando éste alargó una mano para acariciarla.
¡Qué vergüenza! El diablillo sacudió la cabeza con tristeza. Seguro que ni siquiera le dijo su nombre.
Ella no, pero se lo oí a los demás... Ah, estuve tan cerquita de agarrarla. El esqueleto interpretó una pequeña danza inspirada por la rabia. Se llama Kitty y, cuando la encuentre, Kitty morirá. Pero no tengo ninguna prisa. Mi amo está muerto y yo sigo obedeciendo sus órdenes: vigilo sus viejos huesos, aunque acarreándolos conmigo, nada más. Puedo ir a donde me plazca, comerme al diablillo que me venga en gana. En especial... los ojos lanzaron unos destellos rojizoslos parlanchines y testarudos.
Mmm... asintió el diablillo con los labios bien apretados.
¿Y quieres saber lo mejor de todo? El esqueleto se puso a dar vueltas sobre sí mismo (vi que los dos genios se agazapaban detrás del fuste de la chimenea en el tejado de al lado) y se inclinó hacia mí. ¡No hay dolor!
¿Mmm...? Seguí sin abrir la boca, pero traté de mostrar suficiente interés.
Exacto, nada de nada. Eso es exactamente lo que estoy diciendo a todos los espíritus que me encuentro. Este par... Señaló a los otros dos diablillos, que habían conseguido reunir suficientes agallas para escapar arrastrándose hasta el otro extremo del tejado. Este par ya lo ha oído varias veces. Tú, que no eres menos repugnante que ellos, también has tenido el privilegio de escucharlo. Ojalá pudiera compartir mi alegría. Estos huesos protegen mi esencia y por esa razón no estoy obligado a disfrazarme con una forma vulnerable. Anido en su interior, como un polluelo en un nido. Mi amo y yo llevamos así una relación simbiótica. Yo obedezco sus órdenes, pero puedo seguir haciendo lo que me plazca, feliz y sin sentir dolor. No sé por qué no se le había ocurrido antes a nadie.
El diablillo rompió su voto de silencio.
Es sólo una idea, pero ¿podría ser porque eso implicaría la muerte del hechicero? sugerí. Me temo que la mayoría no va a querer hacer ese sacrificio. A ellos no les importa que nuestras esencias se marchiten mientras les servimos; de hecho, es probable que lo prefieran así para que nos concentremos en lo que nos han ordenado. Lo que es seguro es que no nos quieren por ahí haciendo lo primero que se nos pase por la cabeza.
La máscara de oro me miró con curiosidad.
Eres un diablillo de lo más impertinente dijo al fin. Tú serás el siguiente en ser devorado. Necesito reponer mi esencia [Se adivinaba que Honorio estaba bastante ido en que evidentemente no se había molestado en comprobar los planos. Si lo hubiera hecho, habría visto que yo era un diablillo sólo en los primeros tres planos. En los demás era Bartimeo, en toda mi gloria y esplendor]. Sin embargo, razón no te falta, es cierto que soy único. A pesar de lo desgraciado que he sido al estar atrapado durante largos y oscuros años en la tumba de Gladstone, ahora soy el más afortunado de todos los efrits. En lo sucesivo erraré por el mundo escarmentando sin prisas a humanos y espíritus por igual, y tal vez un día, cuando haya saciado mi sed de venganza, regrese al Otro Lado... pero todavía no.
Se abalanzó sobre mí bruscamente. Di un salto mortal hacia atrás para ponerme fuera de su alcance y aterricé de culo en el borde del antepecho, tambaleante.
Entonces, ¿no te importa haber perdido el bastón? pregunté con rapidez, haciendo señales frenéticas con la cola a los genios del tejado de al lado.
Había llegado el momento de poner fin a la megalomanía de Honorio [He de decir que sus divagaciones no carecían de interés, por raro que parezca. Todos nosotros, desde el más duro de los marids hasta el más diminuto de los diablillos, hemos sufrido la doble maldición de la obediencia y el dolor desde tiempos inmemoriales. Tenemos que obedecer a los hechiceros y eso nos hace daño. Parecía que Honorio había encontrado una manera de librarse del cruel torniquete a través del mandamiento de Gladstone, aunque había perdido la cordura por el camino. ¿Quién preferiría quedarse en la Tierra a volver a casa?]. Vi de reojo que el orangután se rascaba el pecho. O bien era una señal sutil con que me prometía una rápida ayuda, o bien no me había visto.
El bastón... Los ojos del esqueleto echaron chispas. Sí, me remuerde un poco la conciencia, pero ¿qué importa? Lo tendrá la chica esa, Kitty. Está en Londres y, tarde o temprano, la encontraré. Se animó. Sí... Y con el bastón en mis manos, quién sabe qué podría hacer. Ahora estate quietecito para que pueda devorarte.
Extendió una mano ociosa, pues era evidente que no esperaba resistencia. Supongo que los otros diablillos debieron de sentarse sin decir ni pío, aceptando su destino, ya que no parecían un grupo demasiado resuelto. Sin embargo, tal como Honorio estaba a punto de descubrir, Bartimeo estaba hecho de otra pasta. Dándome impulso con los brazos extendidos, salté por encima de la horripilante cabeza blanca y de camino le arranqué la máscara mortuoria. [Mis seis dedos de diablillo me fueron muy útiles en este caso, ya que todos estaban provistos de una pequeña ventosa en la punta]
Se desprendió sin dificultad, ya que sólo se sujetaba por unos pocos mechones endurecidos del sucio cabello blanco del esqueleto. Honorio lanzó un grito de sorpresa y dio media vuelta con el perplejo cráneo al descubierto.
¡Devuélvemela!
En respuesta, el diablillo se alejó danzando por el tejado.
Pero si no la quieres le dije volviendo la vista atrás. Pertenecía a tu amo y éste está muerto. Uf, vaya birria de dentadura que tenía, ¿eh? Mira este diente colgando de un hilo.
¡Devuélveme mi cara!
¿Tu «cara»? Pero ¿qué forma de hablar es ésa en un efrit? Uy, se me va a caer... Qué torpe soy.
La lancé con todas mis fuerzas por la cornisa del edificio, hacia el vacío, como si se tratara de un pequeño disco volador de oro.
El esqueleto lanzó un alarido furibundo y me envió tres detonaciones en rápida sucesión que abrasaron el aire a mi alrededor. El diablillo los esquivó dando brincos. Saltó por encima, se agachó, otra vez por encima, y luego se precipitó por el antepecho, momento en que utilicé las ventosas para sujetarme a la ventana que encontré más a mano.
Desde esta posición estratégica volví a hacer señales a los dos genios que se agazapaban detrás de la chimenea y les lancé un silbido más que estridente. Por lo visto, la destreza de Honorio con las detonaciones había sido la razón de su anterior cautela, pero me sentí aliviado cuando vi que el pájaro zancudo cambiaba de forma y que el orangután lo imitaba con renuencia.
Oí cómo el esqueleto se subía al antepecho y estiraba el cuello para buscarme. Hacía rechinar los dientes y entrechocaba las mandíbulas furioso. Me pegué todo lo que pude a la ventana. Como Honorio descubrió en ese momento, una de las desventajas de su morada esquelética era que no podía cambiar de forma. Un efrit como es debido ya habría hecho aparecer un par de alas y se habría lanzado en mi persecución; sin embargo, al no contar con una cornisa o un tejado al que saltar, se le presentaba un obstáculo. Seguro que estaba pensando en su próximo movimiento.
Mientras tanto, yo, Bartimeo, hice el mío. Con gran sigilo, me deslicé de lado pegado a la ventana, avancé por la pared y doblé la esquina del edificio. Acto seguido, ascendí con rapidez y eché un vistazo por encima del antepecho. El esqueleto seguía asomado en precario equilibrio. Por detrás parecía bastante menos amenazador que por delante; llevaba los pantalones hechos jirones y le colgaban tan calamitosamente que tuve a la vista el espectáculo no deseado de su coxis.
Si se quedara así un poquito más...
El diablillo aterrizó en el tejado de un salto y, adoptando la forma de una gárgola, se acercó al esqueleto de puntillas con las manos extendidas.
Fue entonces cuando mi plan se vino abajo gracias a la repentina aparición del pájaro y el orangután (con alas naranjas y todo), que descendieron del cielo delante del esqueleto. Ambos dispararon sus descargas mágicas, una detonación y un averno, para ser precisos. Los rayos gemelos impactaron contra el esqueleto y lo hicieron retroceder, lo que lo alejó del precipicio. Gracias a la agilidad mental que me caracteriza, deseché mi idea y me uní a la de ellos, para lo que escogí una convulsión, más que nada para variar. Unas oscuras bandas intermitentes envolvieron al esqueleto con la intención de hacerlo añicos, pero no dieron resultado. El esqueleto pronunció una palabra, estampó un pie contra el suelo y los últimos coletazos de las tres descargas salieron disparados en dirección opuesta, se debilitaron y se desvanecieron.
Pájaro, orangután y gárgola retrocedieron cada uno en su dirección. Preveíamos problemas.
El cráneo de Gladstone rechinó al rotar sobre sí mismo para volverse hacia mí.
¿Por qué crees que mi amo me escogió para tener el honor de morar en sus huesos? Porque soy Honorio, un efrit del noveno nivel, invulnerable a la magia de un simple genio. Y ahora... ¡déjame en paz!
Unos arcos voltaicos de energía, verdes y electrificados, salieron disparados de los dedos del esqueleto. La gárgola dio un brinco para esquivarlos mientras el pájaro y el orangután salían despedidos bruscamente dando volteretas en el aire sin cesar.
El esqueleto tomó impulso, saltó hasta un tejado aledaño más bajo y se alejó con paso ágil. Los tres genios celebraron una apresurada reunión, suspendidos en el aire.
Esto no me gusta nada dijo el orangután.
Ni a mí convino el pájaro. Ya lo has oído: es invulnerable. Recuerdo que algo así sucedió una vez, allá en el antiguo Siam. Veréis, había un efrit real...
No es invulnerable a la plata lo interrumpió la gárgola. Me lo ha dicho.
Ya, pero nosotros tampoco protestó el orangután. Se me caería todo el pelo.
Pero si no tenemos que tocarla... Vamos.
El rápido descenso hasta la calle provocó un pequeño accidente: el conductor de un camión, al vernos pasar, dio tal volantazo que se salió de la carretera. Un accidente grave, pero podría haber sido peor. [El camión, que transportaba un cargamento de melones, se empotró contra el escaparate de una pescadería y una avalancha de hielo y halibut acabó desparramada por la acera. La trampilla de la parte trasera del camión se abrió y los melones cayeron al asfalto, por donde bajaron rodando siguiendo la pendiente y ganando velocidad por momentos. Por el camino, derribaron varias bicicletas o las obligaron a desviarse hacia la cuneta, antes de que una cristalería al pie de la pendiente detuviera el descenso. Posteriormente, los pocos transeúntes que habían conseguido esquivar los misiles rodantes acabaron huyendo despavoridos ante la horda de gatos callejeros que se dieron cita en la pescadería]
Mis compañeros se detuvieron indignados.
Pero ¿qué le pasa? ¿Es que nunca ha visto un orangután?
Uno con alas, posiblemente no. ¿Y si nos convertimos en palomos en el primer plano? Venga, arranca tres barrotes de esa verja. No son de hierro, ¿verdad? Bien. Hay que encontrar una joyería.
Un rápido repaso a los comercios del barrio les llevó hasta algo incluso mejor: una platería auténtica que hacía alarde de un escaparate abarrotado de tazas, picheles, trofeos de golf y placas conmemorativas dispuestos con sumo cuidado. El pájaro y el orangután, que se las habían arreglado para hacerse con tres largos barrotes, retrocedieron amedrentados por el aura glacial de la plata, que comenzó a lacerarnos la esencia incluso desde el otro lado de la calle. Sin embargo, la gárgola no tenía tiempo que perder. Cogí uno de los barrotes, apreté los dientes y, plantándome de un salto delante del escaparate, destrocé el cristal
[Imaginad la angustia que sentiríais al acercaros demasiado a un fuego abrasador. Pues ése era el efecto que tanta plata junta producía en mí... aunque en frío]. De una ágil estocada ensarté un pichel de plata por el asa y me alejé de la tienda haciendo caso omiso de los gritos lastimeros que surgían del interior.
¿Veis esto? Balanceé ante mis confusos compañeros el pichel que pendía al final del barrote. Una lanza. Ahora necesitamos dos más.
Tardamos veinte minutos de vuelo raso en volver a localizar al esqueleto. Lo cierto es que fue muy sencillo: sólo tuvimos que seguir los gritos. Parecía que Honorio había redescubierto el placer de asustar a la gente, y deambulaba tranquilamente por el dique colgándose de las farolas y asomándose por detrás del muro del río para dar sustos mortales a los transeúntes. Era un entretenimiento inofensivo, pero nos habían dado una orden colectiva y eso significaba que teníamos que tomar cartas en el asunto.
Cada uno de nosotros tenía una lanza casera con su objeto de plata. El pájaro se había hecho con un trofeo de dardos que colgó de la punta de su barrote, mientras que el orangután, que había empleado un par de infructuosos minutos tratando de mantener en equilibrio una bandeja enorme en la punta del suyo, se había decidido finalmente por un portatostadas. Los había instruido a toda prisa en tácticas de combate, así que nos aproximamos al esqueleto como tres perros pastores abordando a un carnero obstinado. El pájaro se acercó volando al dique desde el sur, el orangután bajó por el norte y yo me precipité sobre él desde tierra. Lo arrinconamos en la zona de la Aguja de Cleopatra. [Aguja de Cleopatra: obelisco egipcio de unos dieciocho metros de alto y más o menos ciento ochenta toneladas de peso, que no tiene nada que ver con Cleopatra. Que me lo digan a mí, que fui uno de los obreros que lo erigieron para Tutmosis III en 1475 a. de C. Dado que lo plantamos en las arenas de Heliópolis, me sorprendió bastante verlo en Londres tres mil quinientos años después. Supongo que alguien se lo agenció. Hoy en día es que no te puedes descuidar en ningún momento]
Honorio vio primero al pájaro, al que le disparó un nuevo chorro ondulante de energía que pasó por en medio de sus patas patizambas y volatilizó unos aseos públicos. Mientras tanto, el orangután se acercó como una flecha y lanzó el portatostadas entre los omóplatos de Gladstone, lo que produjo un estallido de chispas verdosas y dejó en el aire un olor a ropa quemada. El esqueleto dio un salto gigantesco en el aire. Cayó al suelo aullando de dolor y se dirigió hacia la carretera, dando brincos para esquivar, por los pelos, el pichel que yo le había arrojado.
¡Aaay! ¡Traidores!
El siguiente disparo de Honorio pasó rozando la oreja de la gárgola. Sin embargo, mientras el efrit trataba de no perder de vista mi figura en constante movimiento, el pájaro se acercó con sigilo y le acarició la pierna esquelética con la copa de los dardos. Al tiempo que Honorio daba media vuelta para enfrentarse a este nuevo peligro, el portatostadas volvió a entrar en acción. Y así una y otra vez. Por mucho que el esqueleto se revolviera y se retorciera, una u otra arma plateada siempre lo esperaba a sus espaldas. Al poco, sus disparos se volvieron desiguales y desmayados: le interesaba más escapar que presentar batalla. Aullando y maldiciéndonos, avanzó por el Embankment acercándose cada vez más al muro del río.
Nosotros tres lo íbamos acorralando con gran precaución. Por un instante no acabé de comprender por qué aquello me parecía tan poco habitual, y entonces caí en la cuenta: se trataba de una cacería y, por una vez, el cazador era yo. Solía ser al revés.
Al cabo de pocos minutos, teníamos al esqueleto contra la base del obelisco. Su cráneo rotaba desesperado a uno y otro lado y buscaba una salida con los puntos rojos centelleantes que le hacían de ojos.
Honorio, ésta es tu última oportunidad le advertí. Comprendemos la tensión que has tenido que soportar. Si no puedes desmaterializarte voluntariamente de esos huesos, seguro que uno de los hechiceros sabrá liberarte de tu atadura. Ríndete y le pediré a mi amo que encuentre el conjuro necesario.
El esqueleto soltó un chillido desdeñoso.
¿Que se lo pedirás a tu amo? ¿Así, sin más? ¿Acaso os tratáis de igual a igual? Lo dudo mucho. ¡Todos vosotros estáis sujetos a los caprichos de vuestros amos humanos, y yo soy libre!
Estás atrapado en un purulento saco de huesos repliqué. ¡Mírate! Ni siquiera puedes convertirte en un pájaro o en un pez para escapar.
Mi condición es mucho mejor que la tuya se burló el esqueleto con desprecio. ¿Cuántos años hace que trabajas para ellos? Transfórmate todo lo que quieras, eso no hará que dejes de ser un esclavo y que las amenazas y los yugos te obliguen a obedecer sus órdenes. ¡Eh, mira, ahora soy un diablillo, luego soy un demonio! ¿Y a quién le importa? ¡Pues sí que...!
Una gárgola, perdona respondí entre dientes, aunque apenas se me oyó. Su comentario había dado en el blanco.
Por poco que pudieras estarías de mi lado, campando por Londres
a tus anchas y enseñándoles un par de cosas a esos hechiceros. ¡Hipócrita! ¡No pienso hacerte caso!
Las vértebras rechinaron, el torso dio media vuelta, y los blancos huesos salieron disparados hacia arriba y se agarraron a la columna de granito. Cogiendo impulso y lanzando un grito ahogado, el esqueleto de Gladstone comenzó a escalar el obelisco, ayudándose a modo de asideros de los antiguos jeroglíficos tallados.
Mis compañeros y yo nos lo quedamos mirando.
¿Adonde cree que va? preguntó el pájaro.
La gárgola se encogió de hombros.
No va a ninguna parte dije. Lo único que está haciendo es posponer lo inevitable. Mi voz estaba cargada de rabia; las palabras de Honorio tenían mucho de verdad, y eso me molestaba. Acabemos con él de una vez.
Al tiempo que subíamos con las lanzas en ristre y los adornos de plata refulgían de manera amenazadora en la penumbra, el esqueleto alcanzó la aguja del monumento antiguo. Se puso en pie, tambaleante, y abrió los brazos envueltos en jirones hacia el oeste, a la puesta de sol. La luz se filtró a través de su largo cabello blanco y danzó en el interior del cráneo. A continuación, sin mediar palabra, flexionó las piernas, tomó impulso y se lanzó al río en una grácil zambullida de cisne.
El orangután le arrojó su lanza, aunque en realidad ya no era necesario.
Esa tarde, el Támesis estaba muy crecido. El esqueleto se estrelló contra la superficie, a lo lejos, y se sumergió al instante. Sólo reapareció una vez, mientras la corriente lo arrastraba río abajo. El agua le salía por las cuencas de los ojos, la mandíbula le castañeteaba y los huesos se agitaban sin fuerzas. Sin embargo, no pronunció palabra. Después, desapareció.
Los espectadores del dique no podrían asegurar si el esqueleto fue arrastrado hasta el mar o se hundió en el lodo del lecho del Támesis. Sin embargo, nadie volvió a ver al efrit Honorio ni a los huesos de Gladstone que lo acogían.
_____ 35 _____ KITTY
Kitty no lloró.
Si había aprendido algo en los años que había pasado en la Resistencia, era a controlar sus emociones. Los lloriqueos no iban a ayudarla. La magnitud de la tragedia era tan enorme que incluso las respuestas emocionales más lógicas se habrían quedado cortas. Ni durante los momentos críticos en la abadía ni inmediatamente después cuando detuvo su precipitada carrera en una tranquila plaza a kilómetro y medio de distancia, se permitió caer en la autocompasión.
El miedo la empujaba a continuar, ya que dudaba de que hubiera escapado al demonio. Utilizando las viejas tácticas de la Resistencia, se detenía durante treinta segundos en las esquinas y vigilaba el camino por el que había venido. Hasta el momento no había ni rastro de persecución, sólo casas aletargadas, farolas parpadeantes y tranquilos paseos arbolados. A la ciudad no parecía importarle su existencia. Las estrellas impasibles y la cara inexpresiva de la luna llenaban el firmamento. No había nadie oculto en las sombras de la noche y no se veían esferas de vigilancia por los alrededores.
Sus pasos ligeros apenas se oían al avanzar a la carrera por la acera, mientras se mantenía en las zonas menos iluminadas.
Todo estaba sumido en un silencio que únicamente se veía interrumpido por el ocasional zumbido del motor de un coche en una calle cercana, una sirena distante o el llanto apagado de un bebé.
Todavía llevaba el bastón en la mano izquierda.
Había estado a punto de abandonarlo bajo una pila de escombros en el primer refugio apresurado que encontró, un sótano en ruinas de un bloque de pisos desde donde se veían las torres de la abadía. Sin embargo, a pesar de su inutilidad según el benefactor sólo servía para matar insectos, era lo único que había sacado de aquel infierno, así que no podía soltarlo.
Descansó unos minutos en el sótano, pero se obligó a permanecer despierta. Al alba el centro de Londres estaría infestado de policías, así que cometería un grave error si se quedaba en ese lugar. Además, tenía miedo de lo que podría ver si cerraba los ojos.
Entrada la noche, Kitty se abrió camino lentamente hacia el este por la orilla del Támesis antes de llegar al puente de Southwark. Ésa era la parte más peligrosa y desprotegida del viaje, sobre todo si llevaba el bastón consigo. Le había oído decir a Stanley que el aura de los objetos mágicos anunciaba su presencia a los que tenían ojos para verla, y supuso que los demonios podrían percibirlo desde el otro lado del río. De modo que esperó unos minutos para reunir valor entre los matorrales que había junto al puente, y después lo cruzó como alma que lleva el diablo.
Cuando las primeras luces del alba comenzaron a bañar la ciudad, Kitty pasó corriendo bajo un pequeño arco y entró en el patio de la callejuela donde estaba el sótano secreto de las armas. Fue el único lugar en el que se le ocurrió que podría encontrar refugio inmediato, algo que comenzaba a ser urgente. Arrastraba los pies, cansada, y lo que era peor, comenzaba a ver cosas movimientos fugaces por el rabillo del ojoque la sobresaltaban. No podía ir a la tienda de material artístico, eso estaba claro, sobre todo ahora que el señor Pennyfeather (era como si lo estuviera viendo) yacía sin vida con los demás cuerpos en una hilera muy bien dispuesta a la espera de ser encontrado por las autoridades. Tampoco era aconsejable que se pasara por la habitación alquilada (Kitty se concentró férreamente en las cuestiones prácticas del asunto), dado que los hechiceros que registraran la tienda descubrirían su existencia y no tardarían en aparecer por allí.
Localizó la llave del sótano a tientas, y a tientas abrió la puerta. Sin detenerse a encender la luz, avanzó por una serie de pasillos laberínticos hasta llegar a la habitación interior, donde la tubería del techo seguía goteando en el cubo desbordado. Tiró el bastón, se tumbó junto a él, sobre el suelo de cemento, y se durmió.
Se despertó en la oscuridad y permaneció tumbada un buen rato, entumecida y con frío. Cuando se levantó, tanteó la pared a ciegas con la mano y encendió la bombilla. El sótano estaba igual que la tarde anterior, cuando los demás también estaban allí: Nick practicando sus movimientos de combate, Fred y Stanley lanzando discos... Todavía se veían en la viga los agujeros que habían dejado los discos de Fred. Para lo que les habían servido...
Kitty se sentó junto a la pila de leños y se quedó mirando la pared de enfrente con las manos en el regazo. Se sentía algo más despejada, aunque un poco mareada porque tenía el estómago vacío. Respiró hondo y trató de concentrarse en lo que debía hacer. Pero no le resultaba fácil, ya que su vida había dado un giro de ciento ochenta grados.
Durante más de tres años se había entregado en cuerpo y alma a la causa de la Resistencia y ahora, en una sola noche, todo había desaparecido como arrastrado por un torrente embravecido. Es cierto que, en el mejor de los casos, había resultado ser una organización un poco inestable; ninguno parecía estar demasiado de acuerdo con la estrategia y las divisiones internas habían ido agravándose en los últimos meses. Sin embargo, ahora ya no quedaba nada. Sus compañeros habían desaparecido y con ellos los ideales que compartían.
Pero ¿cuáles eran exactamente esos ideales? Lo ocurrido en la abadía no sólo había cambiado su futuro, sino que también había alterado la idea que tenía del pasado. En ese momento, la inutilidad de todo lo que habían conseguido se le presentaba con una claridad diáfana. La inutilidad... y también la estupidez. Cuando trataba de recordar al señor Pennyfeather, ya no veía al líder de firmes principios al que había seguido durante tanto tiempo, sino poco más que a un ladrón sonriente, sonrojado y sudoroso bajo el haz de una linterna, hurgando en lugares repugnantes en busca de objetos infames.
¿Qué era lo que querían conseguir? ¿Qué habrían logrado de verdad con esos artilugios? A los hechiceros no habrían podido derrocarlos, ni siquiera con una bola de cristal. No, únicamente se habían estado engañando todo aquel tiempo. La Resistencia no era más que una pulga agarrándose a las orejas de un mastín: con rascarse se acababa el problema.
Extrajo el colgante de plata del bolsillo y lo contempló sin entusiasmo. El regalo de la abuela Hyrnek la había salvado: ni más ni menos. Había sobrevivido de milagro.
Hacía tiempo que Kitty sabía en el fondo de su corazón, que el grupo agonizaba, pero descubrir con qué facilidad había sido borrado del mapa le provocó una profunda consternación. Sólo les había atacado un demonio... y su invulnerabilidad no les había servido de nada. Las enérgicas palabras del grupo los sabios consejos del señor Hopkins, las fanfarronadas de Fred, la retórica vehemente de Nickno habían servido de nada. Kitty apenas conseguía recordar sus argumentos: lo sucedido en la tumba había borrado sus recuerdos.
Nick. El demonio había dicho (curiosamente a Kitty no le costaba recordar las palabras de aquella criatura) que había matado a diez de los doce intrusos. Teniendo en cuenta las seis víctimas de tiempos pasados, eso significaba que Nick también había sobrevivido. Sus labios se curvaron en una mueca de desprecio. Nick se había largado con tanta prisa que ni siquiera lo había visto escapar. Ni se le había pasado por la cabeza ayudar a Fred, o a Anne, o al señor Pennyfeather.
También quedaba el inteligente señor Hopkins... Se estremeció de rabia al pensar en el erudito de rostro anodino. ¿Dónde había estado todo ese tiempo? Muy lejos, sano y salvo. Ni él ni el misterioso benefactor, el caballero cuya información sobre las defensas de Gladstone había resultado tan tristemente insuficiente, se habían atrevido a personarse en la tumba. De no ser por la influencia que habían ejercido sobre el señor Pennyfeather durante los últimos meses, el resto del grupo aún seguiría vivo. ¿Qué habían recibido a cambio de tanto sacrificio? Únicamente un palitroque nudoso.
El bastón descansaba a su lado en el suelo, en medio de los escombros. En un arranque de ira, Kitty se puso en pie, lo cogió con ambas manos e intentó partirlo contra la rodilla. Para su sorpresa, lo único que consiguió fue que sus muñecas se resintieran. La madera era mucho más dura de lo que parecía. Lo arrojó con un grito contra la pared que tenía más cerca.
Casi al mismo tiempo, un gran vacío sustituyó la rabia de Kitty. No descartaba la idea de ponerse en contacto con el señor Hopkins a su debido tiempo para deliberar un posible plan de acción, pero no ese día. En ese momento necesitaba algo diferente, algo que contrarrestara la sensación de encontrarse totalmente sola. Necesitaba volver a ver a sus padres.
Cuando Kitty salió del sótano al patio de la callejuela y aguzó el oído, ya era por la tarde. La brisa procedente del centro de Londres, donde era evidente que pasaba algo, trajo consigo el ruido de unas sirenas distantes y de un par de explosiones. Se encogió de hombros. Mucho mejor, así nadie la molestaría. Cerró la puerta, escondió la llave y se puso en marcha.
Aunque iba ligera de equipaje había dejado el bastón en el sótano, Kitty empleó casi toda la tarde en ir caminando hasta Balham. Comenzaba a oscurecer cuando llegó al familiar cruce de caminos que había cerca de su antigua casa. Estaba cansada, le dolían los pies y tenía hambre. Aparte de un par de manzanas que había birlado en una frutería, no había comido nada más. Imaginó los sabores de los platos de su madre, que comenzaron a pasearse tentadores por su lengua, acompañados de los recuerdos de su antigua habitación, con la cama cómoda y calentita y el armario cuya puerta no cerraba. ¿Cuánto tiempo hacía que no dormía allí? Años. Aunque sólo fuera por una noche, volvería a acurrucarse de buena gana en su cama.
Empezaba a caer la noche cuando enfiló su antigua calle y, reduciendo la marcha de modo inconsciente, se acercó a la casa de sus padres. La luz encendida de la salita de estar le arrancó un emocionado sollozo de alivio, aunque también le provocó cierta inquietud. A pesar de lo poco observadora que era su madre, ésta no debía sospechar que algo iba mal, al menos hasta que Kitty hubiera tenido la oportunidad de decidir qué hacer a continuación. Examinó su aspecto en el vago reflejo de una ventana vecina, se echó hacia atrás el cabello despeinado y se sacudió las ropas lo mejor que supo. No pudo hacer nada con la suciedad de las manos ni con las ojeras. Suspiró. No estaba en su mejor momento, pero no podía hacer más. Subió el escalón y llamó a la puerta. Se había dejado las llaves en su cuarto.
Tras una pequeña espera que obligó a Kitty a volver a llamar, una sombra alargada y familiar apareció en el vestíbulo. Se demoró unos instantes, como si dudara de si debía abrir la puerta o no, y Kitty dio unos golpecitos en el cristal.
¡Mamá! Soy yo.
Vacilante, la sombra se acercó. Su madre entornó la puerta y miró.
Ah, Kathleen dijo.
Hola, mamá la saludó Kitty, sonriendo como pudo. Siento no haberte avisado.
Ah, ya.
Sin embargo, siguió con la puerta entornada. Miraba a Kitty con una expresión sobresaltada y ligeramente recelosa.
¿Pasa algo, mamá? preguntó Kitty, demasiado cansada para alarmarse.
No, no. En absoluto.
Entonces, ¿puedo entrar?
Sí... Claro.
Su madre se hizo a un lado para permitirle la entrada, le ofreció la mejilla con frialdad y cerró la puerta con cuidado tras de sí.
¿Dónde está papá? ¿En la cocina? Ya sé que es tarde, pero me estoy muriendo de hambre.
Creo que sería mejor que pasaras a la sala de estar, cariño.
Vale.
Kitty avanzó por el pasillo hasta el pequeño salón. Todo estaba como lo recordaba: la alfombra deshilachada y desvaída, el pequeño espejo sobre la repisa de la chimenea, el viejo sofá y el sillón que su padre había heredado del abuelo, con su antimacasar de encaje en el cabezal... En la pequeña mesita de café había una tetera humeante y tres tazas. Su padre estaba sentado en el sofá y en el sillón de enfrente, un joven.
Kitty se detuvo en seco. Su madre cerró la puerta sin hacer ruido.
El joven levantó la vista y sonrió, y al momento Kitty recordó la expresión del señor Pennyfeather mientras contemplaba los tesoros de la tumba. Se trataba de una sonrisa de regocijo y codicia, difícil de contener.
Hola, Kitty la saludó el joven.
Kitty no respondió. Sabía muy bien qué había detrás de aquel chico.
Kathleen. La voz de su padre apenas era perceptible. Éste es el señor Mandrake del... Ministerio de Asuntos Internos, si no he entendido mal.
Correcto respondió el señor Mandrake sonriendo.
Quiere... Su padre vaciló. Quiere hacerte unas preguntas.
Su madre profirió un súbito lamento.
Ay, Kathleen gimió. ¿Qué has hecho?
Kitty no contestó. Sólo llevaba encima un disco arrojadizo, pero por lo demás se encontraba indefensa. Sus ojos se posaron en las cortinas corridas sobre la ventana. Era una ventana de guillotina, así que podía saltar por ahí... si su padre había engrasado el pestillo. Como último recurso, podría romperla... La mesita de café le serviría. También estaba el pasillo, con todas las salidas que ofrecía, pero su madre estaba justo delante de la puerta...
El joven le indicó el sofá.
¿Por qué no se sienta, señorita Jones? le dijo educadamente. Me gustaría discutir un asuntillo con usted, si no le importa. Las comisuras
de sus labios se crisparon. ¿O piensa escapar por la ventana?
Al pronunciar en voz alta el pensamiento que justo en ese momento pasaba por la cabeza de Kitty, el hechicero, intencionadamente o no, la cogió con la guardia baja. No era el momento. Kitty se sonrojó, frunció los labios, se sentó en el sofá y miró al hechicero con toda la calma que consiguió reunir.
Así que aquél era el tal Mandrake, cuyos siervos habían perseguido a la Resistencia durante tantos meses. Habría adivinado su profesión a la legua, sus ropas lo decían todo: abrigo largo y negro, traje oscuro y ceñido hasta el absurdo y zapatos de charol relucientes. Un enorme pañuelo rojo asomaba del bolsillo de la pechera como si se tratara de una hoja de alga coralina. El pelo largo enmarcaba una cara delgada y pálida. En ese momento Kitty se fijó en lo joven que era, ciertamente no mayor que ella, tal vez bastante más pequeño. Como para compensarlo, el chico había juntado las manos de modo que sólo se tocaban las puntas de los dedos, con firmeza; había cruzado las piernas y balanceaba un pie con la inercia de la cola de un gato, y esbozaba una sonrisa que podría haber sido cortés si hubiera conseguido disimular mejor su impaciencia.
La juventud del chico dio a Kitty cierta seguridad.
¿Qué es lo que desea, señor Mandrake? preguntó con serenidad.
El hechicero se inclinó hacia delante, cogió el plato y la taza que tenía más cerca y tomó un sorbo de té. Con estudiada ceremonia, se los llevó hasta el brazo del sillón y los colocó con cuidado.
Muy rico, señora Jones dijo al fin. Una bebida muy aceptable. Gracias por su exquisita hospitalidad.
La madre de Kitty dejó escapar un pequeño sollozo como respuesta al cumplido. La chica no la miró; tenía los ojos clavados en el hechicero.
¿Qué desea? insistió.
Esta vez, el chico respondió.
Primero, anunciarle que se encuentra bajo arresto desde este preciso momento.
¿De qué se me acusa? Kitty sabía que le temblaba la voz.
Bueno, déjeme ver... Iba marcando los detalles de la lista con la punta de los dedos. Terrorismo, pertenencia a un grupo proscrito, delito de traición contra el señor Devereaux, su gobierno y el imperio, daños varios a la propiedad, conspiración de asesinato, robos dolosos, profanación de un sepulcro sagrado... Podría continuar, pero lo único que conseguiría es angustiar aún más a su madre. Qué triste que dos padres tan honrados y entregados hayan sido castigados con una hija como usted.
No lo entiendo respondió Kitty sin perder la calma. Son cargos muy graves. ¿Dónde están las pruebas?
Ha sido vista en compañía de criminales conocidos, miembros de la llamada Resistencia.
¿Que he sido vista? ¿Y eso qué significa? ¿Quién lo dice?
Kathleen, no seas estúpida. Dile la verdad intervino su padre.
Calla, papá.
Esta mañana, los conocidos criminales continuó el hechicerofueron hallados sin vida en la cripta de la abadía de Westminster, que previamente habían saqueado. Uno de ellos era el señor Pennyfeather, para quien creo que trabaja.
Siempre supe que no era de fiar musitó la madre de Kitty.
Kitty respiró hondo.
Siento mucho oír eso, pero supongo que no esperará que sepa lo que mi jefe se lleva entre manos en su tiempo libre. Tendrá que esforzarse un poco más, señor Mandrake.
Entonces, ¿niega cualquier relación aparte de la laboral con el señor Pennyfeather?
Por supuesto.
¿Y qué me dice de los traidores de sus compañeros? Dos jóvenes, de nombre Fred y Stanley.
Trabajaba mucha gente a tiempo parcial para el señor Pennyfeather. Los conocía, pero no muy bien. ¿Eso es todo, señor Mandrake? Creo que no tiene ninguna prueba.
Bien, en cuanto a eso... El hechicero se recostó en el sillón y sonrió de oreja a oreja. Me gustaría saber por qué lleva la ropa cubierta de manchas blancas. Según como les da la luz, parecen manchas de ese moho que se encuentra en las tumbas. Me gustaría saber por qué no se encontraba en la tienda de su jefe esta mañana cuando es usted la encargada de abrir. Además, me han llamado la atención unos documentos que he estado leyendo en el archivo nacional relacionados con cierto juicio: Kathleen Jones contra Julius Tallow... Un caso muy interesante. Tiene antecedentes penales, señorita Jones. Se le impuso una multa considerable por agredir a un hechicero. Y además, por si fuera poco, contamos con un testigo que la vio comerciando con objetos robados en compañía de los tristemente fallecidos Fred y Stanley, un testigo a quien usted atacó y dio por muerto.
¿Y quién es ese fabuloso testigo? se mofó Kitty. Sea quien sea, miente.
Vaya, pues creo que es bastante digno de confianza. El hechicero soltó una risita y se apartó el pelo que casi le ocultaba la cara. ¿Lo recuerda ahora?
Kitty lo miró sin comprender.
¿Si recuerdo qué?
El hechicero frunció el ceño.
Pues... a mí, ¿a quién si no?
¿A usted? ¿Nos conocemos?
¿No se acuerda? Bueno, fue hace muchos años y admito que entonces tenía otro aspecto.
¿Menos lechuguino tal vez?
Kitty oyó que su madre lanzaba un apagado gemido de angustia; sin embargo, tuvo el mismo efecto en Kitty que si lo hubiera emitido un extraño.
No se pase de lista, niña. El hechicero volvió a cruzar las piernas (con cierta dificultad debido a los pantalones ceñidos) y esbozó una débil sonrisa. Tenga cuidado... ¿Por qué no? Ya puede lanzarme todos los golpes bajos que desee, eso no cambiará las cosas.
Ahora que había llegado el final, Kitty descubrió que no tenía miedo. Lo único que sentía era que el joven presumido que se sentaba delante de ella le producía una irritación irrefrenable. Cruzó los brazos y lo miró directamente a los ojos.
Adelante dijo, ilumíneme.
El joven carraspeó.
Tal vez esto le refresque la memoria: hace tres años en el norte de Londres... Una fría noche de diciembre... ¿No? Suspiró. ¿Un incidente en un callejón?
Kitty se encogió de hombros de forma cansina.
He vivido cientos de incidentes en cientos de callejones. Debe de tener una cara bastante anodina.
Pues bien, yo no he olvidado la suya. La rabia afloró de repente. Se inclinó hacia delante en su asiento, volcó la taza con el codo y derramó el té sobre el sillón. Miró a los padres de Kitty con culpabilidad. Oh... Lo siento.
La madre de Kitty se abalanzó sobre la mancha y empezó a secarla con una servilleta.
¡No se preocupe, señor Mandrake! ¡Por favor, no se preocupe por nada!
Ya ve, señorita Jones prosiguió el hechicero levantando la taza del sillón para que la madre de Kitty pudiera secar la mancha del todo, yo no la he olvidado a usted a pesar de que sólo la vi unos instantes. Ni a sus compañeros tampoco, Fred y Stanley, dado que fueron ellos los que me robaron y los que intentaron matarme.
¿Que le robaron? Kitty frunció el ceño. ¿Qué se llevaron?
Un espejo mágico muy valioso.
Aaah... Le vino un vago recuerdo a la mente. ¿Era usted aquel niño del callejón? El pequeño espía. Ahora lo recuerdo... y a su espejo. Un trabajo de poca monta.
¡Lo hice yo!
Ni siquiera conseguimos que funcionara.
El señor Mandrake recobró la compostura con cierta dificultad y habló con una voz controlada a duras penas:
Veo que ya no niega los cargos.
Ah, sí, todos son ciertos contestó Kitty y, al hacerlo, se sintió más conscientemente viva de lo que se había sentido desde hacía meses. Todo lo que ha dicho y más. De lo único que me arrepiento es de que se haya terminado todo. No, espere... Niego una cosa, ha dicho que le di por muerto en el callejón. No es cierto. Fred le habría cortado el cuello, pero yo se lo impedí. A saber por qué, miserable chivato. Debería haberle hecho un favor al mundo.
¡No lo dice en serio!
El padre se había levantado de un salto y se había interpuesto entre los dos, como si con su cuerpo protegiera al hechicero de las palabras de su hija.
Ya lo creo que sí, ya lo creo. El chico sonreía, pero en sus ojos bullía la ira. Adelante, déjela hablar.
Kitty apenas se detuvo para tomar aire.
¡Le desprecio, a usted y a los demás hechiceros! ¡No les importa la gente como nosotros! ¡Sólo estamos aquí para... para proporcionarles comida y limpiarles las casas y hacerles la ropa! ¡Nos esclavizan en sus fábricas y en sus talleres mientras ustedes y sus demonios viven rodeados de lujos! ¡Si nos cruzamos en su camino, lo pagamos muy caro! ¡Como Jakob! ¡Son crueles, malvados, despiadados y vanidosos!
¿Vanidosos? El chico ajustó la inclinación de su pañuelo. Es desternillante. Simplemente voy bien vestido. El aspecto es importante, ya sabe.
Nada es importante para ustedes... Déjame, mamá. Azuzada por la rabia, Kitty se había levantado. Su madre, al borde de la desesperación, la agarró, pero Kitty la apartó de un empujón. Ah, y si quiere un consejo en cuanto al aspecto, esos pantalones le van demasiado apretados le soltó con desdén.
¿No me diga? El chico también se puso en pie. El abrigo ondeó a su alrededor. Ya he oído suficiente. Ya tendrá tiempo en la Torre de Londres de perfeccionar sus comentarios sobre el gusto en el vestir.
¡No! La madre de Kitty se desplomó. Por favor, señor Mandrake...
El padre de Kitty estaba de pie como si le dolieran los huesos.
¿Hay algo que podamos hacer?
El hechicero sacudió la cabeza.
Por desgracia, hace mucho tiempo que su hija ha escogido su camino. Lo siento por ustedes, ya que son leales al Estado.
Siempre ha sido una niña muy cabezota declaró el padre de Kitty con un hilo de voz, pero nunca creí que también fuera cruel. El asunto ese de Jakob Hyrnek debería habernos abierto los ojos, pero Iris y yo siempre creímos que las cosas se arreglarían. Y ahora que el ejército ha sido enviado a la guerra contra Estados Unidos y que nos llueven amenazas por todas partes, descubrimos que nuestra niña es una traidora y una delincuente consumada... En fin, esto me ha dejado destrozado, no lo sabe usted bien, señor Mandrake. Siempre traté de educarla como es debido.
Estoy seguro de que lo hizo contestó el hechicero casi interrumpiéndole. Sin embargo...
Solía llevarla a ver los desfiles y los soldados los días de fiesta. La llevaba a hombros el día del Imperio, cuando la gente vitoreó al primer ministro en Trafalgar durante una hora. Puede que usted no lo recuerde, señor Mandrake, porque es muy joven, pero fue un gran acontecimiento. Ahora mi niñita ya no existe, y en su lugar ha aparecido esta bruja insociable que no respeta ni a sus padres, ni a sus superiores... ni a su país acabó diciendo con voz entrecortada.
Mira que eres idiota, papá dijo Kitty.
Su madre todavía estaba medio arrodillada en el suelo, suplicándole al hechicero:
A la Torre no, por favor, señor Mandrake.
Lo siento. Señorita Jones...
No pasa nada, mamá... Kitty no ocultó su desdén. Ya puedes ponerte en pie. No va a llevarme a la Torre porque no sé cómo se las va a apañar para hacerlo.
¿Ah, no? El chico parecía divertido. Lo duda, ¿verdad?
Kitty escudriñó los rincones de la habitación.
Parece que está solo.
Nathaniel esbozó una débil sonrisa.
Por así decirlo. Bueno, veamos, un coche oficial nos espera en la calle de al lado. ¿Va a acompañarme sin crear problemas?
No, señor Mandrake, no voy a hacerlo.
Kitty se lanzó hacia delante con el puño preparado y, al golpear al chico en el pómulo, se oyó un chasquido sordo. Mandrake se tambaleó y quedó despatarrado en el sillón, momento que Kitty aprovechó para salvar de un salto a su madre postrada y dirigirse hacia la puerta. Sin embargo, una mano firme la agarró por el hombro y la detuvo con una sacudida. Su padre la miraba fijamente, inexpresivo y blanco como el papel.
¡Papá...! ¡Suéltame!
Trató de zafarse tirándole de la manga, pero la tenía sujeta con fuerza.
¿Qué has hecho? La miraba como si fuera un monstruo, una abominación. ¿Qué has hecho?
Papá... Suéltame. Por favor, suéltame.
Kitty forcejeó, pero su padre apretó más fuerte. Desde el suelo, la madre se estiró para agarrarla por la pierna con desgana, como si no supiera si suplicarle o tratar de retenerla. En el sillón, el hechicero, que había estado sacudiendo la cabeza como un perro aturdido, volvió la vista hacia ellos. En sus ojos apareció una mirada maligna. Con voz ronca, pronunció varias sílabas en una lengua extraña y dio una palmada. Kitty y sus padres dejaron de forcejear al ver que un vapor salobre comenzaba a manar de la nada. En el centro apareció una oscura forma de color negro azulado con cuernos esbeltos y alas curtidas que los escudriñó con mirada socarrona y cruel.
El hechicero se frotó la mandíbula.
La chica le indicó. Sujétala bien y no la dejes escapar. Puedes tirarle del pelo tan fuerte como quieras.
La criatura respondió con un chirrido áspero, batió las alas y levantó el vuelo del nido vaporoso. El padre de Kitty dejó escapar un profundo gemido y aflojó la presión sobre el hombro de Kitty. La madre se apartó con brusquedad, se golpeó contra la esquina del aparador y se tapó la cara.
¿Ése es todo tu poder? preguntó Kitty. ¿Un mohoso? Por favor...
Kitty extendió una mano y, antes de que la sorprendida criatura consiguiera alcanzarla, lo agarró por el cuello, le dio varias vueltas por encima de la cabeza y lo volvió a lanzar a la cara del hechicero, contra la que estalló con un sonido flatulento. Una lluvia de gotitas púrpura de olor acre salpicó su traje, el abrigo y los muebles circundantes. El hechicero gritó anonadado y, buscando el pañuelo con una mano, hizo un signo misterioso con la otra. Un diablillo sonrojado apareció en su hombro al instante, se plantó de un salto en el aparador y abrió la boca, de la que salió una llama anaranjada en dirección a Kitty. El disparo la alcanzó en el pecho y la chica fue a dar con la espalda contra la puerta. Su madre chilló y el padre lanzó un grito. El diablillo empezó a dar brincos triunfales...
... y se detuvo a media cabriola. Kitty se había enderezado, se había sacudido la chaqueta chamuscada y había fulminado al hechicero con una sonrisa siniestra. En un abrir y cerrar de ojos, Kitty extrajo el disco arrojadizo de la chaqueta y lo lanzó. El hechicero, quien se abalanzaba tambaleante sobre ella impulsado por la ira, retrocedió a toda prisa.
Ya puede llevar los pantalones tan apretados como guste, señor Mandrake dijo Kitty, pero eso no cambia que usted no sea más que un engreído de poca monta. Si me sigue, lo mataré. Adiós. Ah, mamá, papá... Se volvió hacia cada uno de ellos con mucha calma. No tenéis que preocuparos, no voy a arruinar vuestra reputación. No volveréis a verme jamás.
Dicho esto, y dejando a sus padres, al hechicero y al diablillo contemplando su espalda, perplejos, dio media vuelta, abrió la puerta y la cruzó. A continuación, echó a andar lenta pero decididamente por el pasillo y salió por la puerta de entrada para perderse en la cálida noche. Una vez en la calle, escogió un rumbo al azar y comenzó a andar sin mirar atrás. Sólo cuando hubo doblado la esquina más cercana y echó a correr, comenzaron a saltársele las lágrimas.
_____ 36 _____ NATHANIEL
La ira que embargó a Nathaniel ante el fracaso de su redada no conocía límites. Regresó a Whitehall de un humor de perros, acuciando al chófer para que fuera más deprisa y estampando el puño contra el asiento de piel ante el más leve contratiempo. Bajó del coche frente a la entrada de Asuntos Internos y, a pesar de lo tarde que era, cruzó el patio a grandes zancadas en dirección a su oficina, donde encendió las luces de un manotazo, se apoltronó en su sillón y comenzó a darle vueltas a la cabeza.
Había calculado mal y el hecho de que se hubiera encontrado tan cerca del éxito hacía que su fracaso fuera todavía más mortificante. Había dado en el blanco al buscar el nombre de Kathleen Jones en el archivo nacional, donde había encontrado la transcripción del juicio junto con su direcciónen menos de una hora. También había dado en el clavo al visitar a sus padres, un par de zoquetes manejables. Su plan original hacer que retuvieran a su hija en caso de que ésta regresara a casa mientras le informaban en secretohabría salido bien si la chica no hubiera llegado antes de lo esperado.
Sin embargo, incluso eso habría funcionado si ella, inesperadamente, no hubiera hecho gala de una especie de defensa personal contra demonios menores. Desconcertante... Las similitudes con el mercenario eran obvias, claro está, pero la verdadera cuestión era si sus poderes eran personales o producto de un conjuro. Sus sensores no habían detectado nada.
Si Bartimeo hubiera estado a su lado, podría haber arrojado algo de luz sobre el origen del poder de la chica, y tal vez habría impedido su huida. Era una pena que el genio estuviera ocupado en otra misión.
Nathaniel se miró la manga de la chaqueta manchada con los restos del mohoso y masculló un taco. «Engreído de poca monta...» Le resultaba difícil no admirar la entereza de la chica. Sin embargo, Kitty Jones pagaría caro haberlo insultado de aquella manera.
Además de furioso, también estaba preocupado. Le habría resultado muy sencillo pedir refuerzos a la policía, o solicitar a Whitwell que enviara varias esferas de vigilancia para rondar la casa de sus padres. Sin embargo, no lo había hecho. Quería atribuirse todos los méritos. Si
hubiera recuperado el bastón, eso habría mejorado su posición
enormemente. El primer ministro lo habría puesto por las nubes. Tal vez lo habrían ascendido y le habrían permitido investigar los poderes del bastón... Duvall y Whitwell habrían quedado excluidos, mirándolo con disgusto por encima del hombro.
No obstante, la chica había escapado, y si alguien se enteraba de su fracaso le obligarían a rendir cuentas. La muerte de Tallow había vuelto a sus colegas susceptibles, irritables e incluso más paranoicos de lo habitual, así que no era un buen momento para quedar en evidencia. Tenía que localizar a la chica sin perder tiempo.
En ese momento, un zumbido le anunció que algo mágico se acercaba. Aguzó el oído e instantes después vio a Bartimeo materializándose en medio de una nube azulada con su disfraz de gárgola. Nathaniel se frotó los ojos y recuperó la compostura.
¿Y bien? ¿Noticias?
Yo también me alegro de verte. La gárgola se inclinó, ahuecó la nube en forma de cojín y se sentó lanzando un suspiro. Sí. Veni, vidi, vici y todo eso. El efrit ya no existe. Estoy hecho polvo, aunque creo que no tanto como tú. Tienes mala cara.
¿Te has deshecho del demonio? Nathaniel se animó. Buenas noticias. Eso contaría en su favor ante Devereaux.
Por supuesto. Se ahogó en el Támesis. Ya está corriendo la voz. Por cierto, tenías razón, fue Kitty quien birló el bastón. ¿Ya la has detenido? ¿No? Bueno, sería mejor que dejaras de hacer pucheros y te pusieras manos a la obra. Eh... La gárgola aguzó la vista. Tienes un moretón en la mejilla. Así que hemos estado peleándonos, ¿eh?
No, no me he peleado. No tiene importancia.
¡Arañándonos como si fuéramos crios de la calle! ¿Fue por una chica? ¿Una cuestión de honor? ¡Venga, a mí me lo puedes contar!
Olvídalo. Escucha, me alegro de que hayas tenido éxito. Ahora debemos localizar a la chica.
Nathaniel se tocó levemente el moretón con un dedo. Dolía. La gárgola lanzó un suspiro.
Qué fácil es decirlo. ¿Por dónde empiezo, si no es mucha molestia preguntar?
No lo sé. Tengo que pensar. Ahora puedes retirarte. Ya te invocaré por la mañana.
Muy bien.
La gárgola y la nube fueron retrocediendo hasta desaparecer por la pared.
Cuando todo volvió a sumirse en el silencio, Nathaniel se quedó sentado al escritorio, absorto en sus pensamientos. La noche se cernía más allá de la ventana de la oficina. En el exterior, todo estaba en calma. Nathaniel estaba muy cansado y su cuerpo pedía una cama a gritos. Sin embargo, el bastón era demasiado importante para darlo por perdido con tanta facilidad. Tenía que localizarlo como fuera. Tal vez un libro de consulta le podría...
Unos repentinos golpes en la puerta del patio lo sacaron de su ensimismamiento.
Aguzó el oído con el corazón desbocado. Tres golpes más, suaves, pero firmes.
¿Quién sería a esas horas? La imagen del aterrador mercenario le pasó por la cabeza. La apartó, se levantó y se acercó a la puerta.
Mojándose los labios, giró el pomo y abrió.
Un caballero regordete y de corta estatura esperaba en el escalón, parpadeando bajo la luz que se colaba de la oficina. Llevaba un llamativo traje de terciopelo verde, polainas blancas y un abrigo de viaje malva que se abrochaba en el cuello. En la cabeza lucía un pequeño sombrero de ante. Sonrió satisfecho ante el desconcierto de Nathaniel.
Hola, Mandrake. ¿Puedo entrar? Aquí fuera hace fresco.
¡Señor Makepeace! Esto... claro. Pase, por favor.
Gracias, joven, gracias. Con un par de saltitos, el señor Quentin Makepeace entro en la oficina. Se quitó el sombrero y lo lanzó hacia el busto de Gladstone que había al otro lado de la sala, sobre el que aterrizó con gran precisión. Le guiñó un ojo a Nathaniel. De una u otra manera, creo que ese hombre ya nos tiene un poco hartos.
Soltó una risita para celebrar su gracia y se apoltronó en un sillón.
Qué honor tan inesperado, señor. Nathaniel no podía estarse quieto, de puro confuso. ¿Le apetece algo?
No, no, Mandrake. Siéntese, siéntese. Sólo me he dejado caer por aquí para charlar un rato. Le dedicó una amplia sonrisa. Espero no haberle interrumpido.
Por supuesto que no, señor. Ya estaba pensando en irme a casa.
Me parece muy bien. «El sueño es indispensable y al mismo tiempo difícil de conciliar», como dice el sultán en la escena del baño, acto tres, escena tercera, de Mi amada es una doncella oriental. ¿La ha visto?
No, lo siento, señor. Era demasiado pequeño. Mi anterior maestro, el señor Underwood, no iba mucho al teatro.
Vaya, una verdadera lástima. Makepeace sacudió la cabeza con tristeza. Con una educación tan precaria es todo un milagro que se haya convertido en un joven tan prometedor.
Eso sí, he visto Cisnes de Arabia, señor se apresuró a añadir Nathaniel. Una obra maravillosa, conmovedora.
Mmm... Algunos críticos la han calificado como mi obra maestra, pero espero superarla con mi siguiente trabajo. Me he inspirado en el conflicto estadounidense y he dirigido mi atención hacia el este, ese continente misterioso del que sabemos muy poco, Mandrake. El título provisional es Enaguas y rifles. Va de una joven de una comunidad rural...
Mientras hablaba, el señor Makepeace hizo varios signos intrincados con las manos y de sus palmas se alzó una cortina de lucecitas anaranjadas que se elevaron hasta tomar diferentes posiciones por toda la habitación. En cuanto se quedaron quietas, el dramaturgo detuvo su perorata y le guiñó un ojo a Nathaniel.
¿Ha visto lo que he hecho, joven?
Una red de sensores, señor. Para detectar escuchas o mirillas.
Justamente. De momento, todo está tranquilo. Veamos, no he venido a hablar con usted de mi obra, por fascinante que sea. Quería tantearle, como joven promesa que es, acerca de una proposición.
Será un placer escucharla, señor.
Ni que decir tiene continuó el señor Makepeaceque lo que aquí se diga quedará entre nosotros. Ambos resultaríamos muy perjudicados si tan sólo una palabra de lo que se diga aquí sale de entre estas cuatro paredes. Tiene reputación de ser tan inteligente como joven y ágil, Mandrake. Estoy seguro de que se hace cargo.
Por supuesto, señor.
Nathaniel trató de serenarse y adoptar una expresión de educada atención, pese a que en realidad estaba perplejo y halagado. No llegaba a imaginar por qué el dramaturgo se dirigía a él con tanto secretismo. Todo el mundo conocía la estrecha amistad que unía al señor Makepeace con el primer ministro, pero Nathaniel jamás habría imaginado que el escritor también fuera hechicero. De hecho, lo había descartado después de asistir a un par de obras suyas, ya que las consideraba unos folletines espantosos.
Primero, las debidas felicitaciones dijo el señor Makepeace. El efrit huido ya no es un problema... y creo que su genio tuvo mucho que ver en su desaparición. ¡Enhorabuena! Puede estar seguro de que el primer ministro ha tomado nota. De hecho, he venido a visitarle por esa razón. Alguien de su eficiencia podría ayudarme con un asunto delicado. Hizo una pequeña pausa, pero Nathaniel no dijo nada. Es conveniente ir con cuidado cuando un extraño te hace confidencias, y todavía no estaba claro qué había llevado hasta allí al señor Makepeace. Esta mañana estuvo usted en la abadía prosiguió el dramaturgoy siguió con atención el debate que se suscitó en el Consejo. No debe de haberle pasado por alto que nuestro amigo el jefe de policía, el señor Duvall, ha adquirido una gran influencia.
No, señor.
En calidad de comandante de los Lomos Grises, hace mucho que ocupa una posición de poder considerable y no oculta su deseo de aumentarlo. Ya ha utilizado los disturbios actuales para reafirmar su autoridad a expensas de su maestra, la señorita Whitwell.
Ya me he percatado de que existe cierta rivalidad comento Nathaniel, pero creyó que sería más sensato no decir nada más.
Un comentario prudente, Mandrake. Veamos, como amigo personal de Rupert Devereaux, no me importa confesarle que el comportamiento de Duvall me preocupa, y mucho. Los hombres ambiciosos son peligrosos, Mandrake, son los que traen la desestabilización. Los individuos toscos y primitivos como Duvall, pues le sorprenderá saber que jamás ha asistido a ninguno de mis estrenos, son los peores de todos, porque no respetan a sus colegas. Duvall ha estado fortaleciendo su base de poder durante años, ha mantenido buenas relaciones con el primer ministro mientras menospreciaba a otros ministros principales. Hace tiempo que su ambición se nos hace incuestionablemente obvia. Los recientes sucesos, como la desgraciada desaparición de nuestro amigo Tallow, han preocupado sobremanera a nuestros ministros principales, y tal vez eso le brinde la oportunidad de aprovechar la ocasión. De hecho, y no me importa decirle esto, Mandrake, dado que es usted tan extraordinariamente inteligente y leal, temo que se produzca una rebelión a causa de dicha acumulación de poder.
Quizá por su formación dramática, el señor Makepeace tenía una forma de hablar muy vivida: su voz iba aflautándose temblorosa para luego bajar en picado hasta volverse grave y resonante. A pesar de su prudencia, Nathaniel estaba fascinado y se inclinó un poco más hacia él.
Sí, joven, lo ha oído bien: temo que se produzca una rebelión y, como amigo fidelísimo del señor Devereaux, deseo impedirla, razón por la que estoy buscando aliados. Jessica Whitwell es poderosa, de eso no cabe duda, pero no nos entendemos. El teatro no es una de sus aficiones. Pero usted, Mandrake, usted se parece más a mí. He seguido su carrera desde hace tiempo, de hecho desde el desgraciado incidente de Lovelace, y creo que podríamos hacer grandes cosas juntos.
Muy amable, señor contestó Nathaniel lentamente.
Los pensamientos se agolpaban en su mente. Aquello era lo que había estado esperando: una línea directa con el primer ministro. La señorita Whitwell no era una aliada en quien se pudiera confiar. Había dejado muy claro que no vacilaría en sacrificar la carrera de Nathaniel si era necesario. Bueno, si jugaba bien sus cartas, podría ascender con rapidez y al final no necesitaría la protección de su maestra. Sin embargo, andaba por un terreno pantanoso y debía ir con pies de plomo.
El señor Duvall es un serio adversario dijo con un hilo de vozy resulta peligroso enfrentarse a él.
El señor Makepeace sonrió.
Muy cierto, pero ¿no ha estado usted haciendo algo por el estilo?
Creo que esta mañana hizo una visita al archivo nacional... y luego se dirigió a toda prisa a una misteriosa dirección en Balham comentó el dramaturgo como si no le diera importancia; sin embargo, la sorpresa dejó a Nathaniel petrificado.
Disculpe balbució, ¿cómo sabe...?
Me llegan noticias de muchas cosas, joven. Siendo amigo del señor Devereaux, hace mucho que tengo los ojos bien abiertos y el oído aguzado. ¡No ponga esa cara de preocupación! No tengo ni idea de qué estaba haciendo, tan sólo que parecía una iniciativa personal. Sonrió de oreja a oreja. Ahora mismo Duvall está a cargo de las tácticas antirrevolucionarias, pero creo que usted no le ha informado de sus actividades, ¿cierto?
Cierto, Nathaniel no le había informado. La cabeza le daba vueltas, tenía que ganar tiempo.
Esto... Ha dicho algo de colaborar juntos, señor dijo. ¿Qué tiene en mente?
Quentin Makepeace se arrellanó en el sillón.
El bastón de Gladstone contestó. Eso es, lisa y llanamente. El efrit está fuera de juego y parece ser que la Resistencia ya no es un problema. Muy bien. Sin embargo, el bastón es un talismán poderoso que confiere gran poder a su dueño. Créame, mientras estamos aquí charlando, el señor Duvall está utilizando todo lo que tiene a su alcance para encontrar a la persona que se lo llevó. En el caso de que tuviera éxito... El hechicero clavó sus brillantes ojos azules en Nathaniel. Podría decidirse a utilizarlo en vez de devolvérselo al gobierno. Imagine hasta qué punto creo que la situación es seria. Casi todo Londres podría verse amenazado.
Sí, señor contestó Nathaniel. Me he informado sobre el bastón y creo que se puede acceder a sus poderes mediante conjuros muy sencillos. Duvall podría utilizarlo.
Claro que sí. Creo que deberíamos adelantarnos a él. Si usted encuentra el bastón y se lo entrega al señor Devereaux, su reputación mejorará incuestionablemente, el señor Duvall sufrirá un revés y yo también saldría beneficiado, puesto que el primer ministro continuaría ayudándome a financiar mis obras en el extranjero. ¿Qué le parece la propuesta?
Nathaniel estaba hecho un lío.
Un... plan interesante, señor.
Bien, bien, entonces estamos de acuerdo. Debemos actuar con rapidez.
El señor Makepeace se inclinó hacia delante y le dio unas palmaditas en el hombro. Nathaniel parpadeó. Llevado por su entusiasmo, Makepeace daba por hecho que el chico aceptaba. La propuesta era muy tentadora, cierto, pero no estaba seguro. Se sentía ligeramente manipulado y necesitaba tiempo para decidir qué debía hacer; sin embargo, tiempo era lo que no tenía. Que el hechicero conociera sus actividades lo había cogido con la guardia baja, así que ya no tenía el control. Nathaniel tomó una decisión a regañadientes: si Makepeace estaba al tanto de su visita a Balham, ya no tenía sentido seguir ocultándolo.
He llevado a cabo algunas investigaciones contestó con rapidezy creo que el bastón podría estar en manos de una chica, una tal Kitty Jones.
El hechicero asintió con la cabeza.
Veo que la buena opinión que tenía de usted no era desacertada, Mandrake. ¿Alguna idea de dónde podría encontrarse esa chica?
Casi... casi la atrapo en casa de sus padres esta tarde, señor. No me crucé con ella por cuestión de minutos. Pero no creo que llevara el bastón.
Mmm... El señor Makepeace se rascó la barbilla, pero no parecía interesado en interrogar a Nathaniel por los detalles. En estos momentos debe de haberse esfumado, así que será difícil encontrarla... salvo que la alentemos a salir de su escondite. ¿Arrestó a sus padres? Unas cuantas torturas anunciadas a bombo y platillo podrían hacer que asomara la cabeza.
No, señor. Ya lo pensé, pero no están muy unidos. No creo que diera resultado.
Aun así, es una opción. No obstante, tengo otra idea, Mandrake. Uno de mis contactos se mueve por los bajos fondos de Londres. Conoce a más mendigos, ladrones y carteristas de los que usted podría reunir para abarrotar un teatro. Hablaré con él esta noche para ver si le puedo sonsacar algo sobre esa Kitty Jones. Con un poco de suerte, mañana mismo podremos entrar en acción. Mientras tanto, le recomiendo que vuelva a casa y descanse. Recuerde: nos jugamos mucho, joven, y el señor Duvall es un adversario peligroso. Ni una palabra a nadie sobre nuestro pequeño acuerdo.
_____ 37 _____ BARTIMEO
El sol del mediodía estaba tan alto que casi no proyectaba sombras. El cielo tenía un lustroso tono azul y estaba salpicado de apacibles nubes. La luz bañaba placenteramente los tejados del barrio residencial. En fin, era una hora que invitaba al optimismo, un momento de iniciativas honestas y trabajos decentes. En prueba de ello, unos diligentes repartidores pasaron por la calle empujando sus carros de casa en casa. Saludaban a las ancianas tocándose la gorra, daban palmaditas cariñosas a los niños en la cabeza y sonreían educadamente al presentar sus mercancías. Se cerraban tratos, se intercambiaban bienes y dinero, y los vendedores seguían su camino silbando suaves tonadas.
Resultaba difícil creer que algo espantoso estuviera a punto de suceder.
Apostado en la enramada de un arbusto de saúco apartado de la carretera, una forma negra, agazapada, vigilaba los alrededores. Se trataba de un amasijo de plumas enmarañadas por las que asomaban un pico y unas patas como al azar: un cuervo de tamaño mediano, un ave de mal agüero. El pájaro tenía los ojos inyectados de sangre clavados en las ventanas superiores de una casa enorme y laberíntica, al otro lado de un jardín cubierto de malas hierbas.
Una vez más, me encontraba merodeando con fines sospechosos.
Lo que uno siempre ha de recordar en esto de las invocaciones es que uno no tiene la culpa de nada, en sentido estricto. Si un hechicero formula una orden, la obedeces y rapiditoo sufres el fuego abrasador. Con este tipo de mandamiento pendiendo sobre la cabeza, pronto aprendes a vencer cualquier escrúpulo que pudieras tener. Es decir, que durante los cinco mil años que llevo deambulando de aquí para allá por la Tierra, me he visto implicado a mi pesar en varios asuntos poco honrados [Por ejemplo: el triste derrocamiento de Akenatón. Nefertiti nunca me lo perdonó, pero ¿qué otro remedio me quedaba? Que les eche la culpa a los sumos sacerdotes de Ra, no a mí. Luego tenemos el desagradable asunto del anillo mágico de Salomón. Uno de sus adversarios me acusó de haberlo birlado y de haberlo arrojado al mar. En esa ocasión sí que tuve que emplear toda mi labia, os lo aseguro. Luego vinieron los innumerables asesinatos, raptos, robos, calumnias, intrigas, engaños... Pensándolo bien, los encargos lícitos y honrados brillan por su ausencia]. No es que tenga remordimientos, no, pero las cosas que nos piden a veces nos hacen sentir un poco sucios, incluso a los genios acostumbrados a todo como nosotros.
Ésta, a pequeña escala, era una de esas ocasiones.
En su árbol, el cuervo, en cuclillas y aburrido como una ostra, mantenía a los demás pájaros a raya gracias al sencillo recurso de soltar un tufo. En aquellos momentos no deseaba compañía.
Sacudí el pico con cierto abatimiento. Nathaniel. ¿Qué podía decirse de él? A pesar de nuestras diferencias ocasionales [Vale, de acuerdo, continuas], no había perdido la esperanza de que se alejara un poco del estereotipo de los demás hechiceros. Por ejemplo, en el pasado había demostrado tener mucha iniciativa y ser algo más que un poco altruista. Habría creído ligeramente posible que hubiera elegido su propio camino en vez de seguir por la vieja senda del poder, las riquezas y la mala
fama que escogían todos y cada uno de sus colegas.
No obstante, ¿lo había hecho? No.
El asunto nunca había pintado tan mal. Tal vez haber sido testigo de la desaparición de su colega Tallow seguía inquietándolo cuando me invocó por la mañana, porque mi amo había empleado una brusquedad que rozaba la grosería. Nunca lo había visto tan pálido y taciturno. Ni charla amistosa ni cumplidos diplomáticos. No recibí más alabanzas por haberme deshecho del efrit la noche anterior y, aunque adopté varias formas seductoras y femeninas, no conseguí levantarle el ánimo. Lo que sí conseguí fue que me endilgara una nueva tarea, y de las que entran de lleno en la categoría de «desagradable y deplorable». Algo nuevo en Nathaniel, la primera vez que lo veía caer tan bajo, y debo admitir que me sorprendió.
Sin embargo, una orden es una orden. Así que ahí estaba yo un par de horas después, merodeando en un arbusto de Balham.
Las instrucciones decían que llevara a cabo mi cometido armando el menor escándalo posible, por eso me contuve y no entré por el tejado así por las buenas [También descarté este procedimiento por motivos estéticos. No me gusta dejar las cosas patas arriba]. Sabía que mi presa estaba en casa, seguramente arriba, de modo que esperé con mis ojillos brillantes clavados en las ventanas.
No se trataba de la casa de un hechicero. La pintura se desconchaba, los marcos de las ventanas estaban podridos y los hierbajos asomaban por los agujeros de las tejas del porche. Una finca extensa, sí, pero descuidada y algo triste. Incluso había unos juguetes oxidados enterrados entre la hierba de casi treinta centímetros de altura.
Al cabo de aproximadamente una hora de inmovilidad absoluta, al cuervo se le comenzó a dormir todo. Aunque mi amo me había pedido discreción, también deseaba que fuera expeditivo, así que dentro de poco tendría que dejar de perder el tiempo y despachar la tarea. Sin embargo, a ser posible quería esperar a que todo el mundo hubiera salido de la sala y mi víctima se encontrara a solas.
Como si respondiera a mi deseo, la puerta de la entrada se abrió de repente y una mujer enorme salió airada con una bolsa de la compra de lona. Pasó justo por debajo de mí y enfiló la calle. Ni siquiera me molesté en esconderme, ya que para ella sólo era un pájaro. No había redes, ni defensas mágicas, ni señales de que alguien de por allí pudiera ver más allá del primer plano. En otras palabras, era pan comido para mis poderes. Aquella misión no tenía por dónde cogerse.
En ese momento percibí movimiento en una de las ventanas. Descorrieron los visillos polvorientos y grises, y por entre ellos asomó un brazo esquelético que alzó el pestillo y empujó la ventana hacia arriba. Aquélla era mi oportunidad. El cuervo levantó el vuelo y atravesó el jardín revoloteando como unos calzoncillos negros llevados por el viento. Se posó en el alféizar de la ventana en cuestión y, arrastrando las patas escamosas, fue inspeccionando el visillo, milímetro a milímetro, hasta descubrir un pequeño agujero por el que metió la cabeza y echó un vistazo al interior.
La cama, situada en la pared de enfrente, y el edredón arrugado, que indicaba que había sido ocupada hacía escasos minutos, delataba la función principal de la habitación. Sin embargo, la cama quedaba medio sepultada por un ingente número de pequeñas bandejas de madera, que a su vez se subdividían en compartimentos. Algunas contenían piedras semipreciosas: ágatas, topacios, ópalos, granates, jades y ámbar. Todas tenían formas diferentes, estaban pulidas y habían sido clasificadas según el tamaño. Otras bandejas contenían láminas estrechas y finas de metal, esquirlas de marfil tallado o trozos triangulares de telas estampadas. A lo largo de una de las paredes de la habitación había una mesa de trabajo cubierta de más bandejas, rejillas de instrumental delicado y recipientes con pegamento que desprendían un olor nauseabundo. En uno de los rincones, amontonados y etiquetados con minuciosidad, descansaba una pila de libros recién encuadernados en piel de multitud de colores. Las marcas hechas con lápiz en las cubiertas indicaban el lugar en que debía añadirse la ornamentación. En el centro del escritorio se llevaba a cabo dicha operación, bajo la luz que proyectaban dos lámparas de pie. Estaban añadiendo unos granates diminutos a la tapa de un enorme volumen encuadernado en piel marrón de cocodrilo para formar el dibujo de una estrella. El cuervo del alféizar observó cómo aplicaban una gota de pegamento a la parte inferior de la última piedra y la colocaban en su sitio con unas pinzas.
Totalmente absorto en su trabajo, y por tanto ajeno a mi presencia, se encontraba el joven al que había ido a buscar. Llevaba una bata de aspecto lastimoso y un pijama de un azul desteñido. Sus pies, cruzados bajo el taburete, calzaban unos enormes patucos a rayas. El cabello oscuro le llegaba a los hombros, y en una clasificación general de pelo grasiento eclipsaría incluso la malsana melena de Nathaniel. En el aire de la habitación flotaba un intenso olor a piel, a pegamento y a chico.
Bueno, pues ahí estábamos. No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy, etc. Había llegado el momento de pasar a la acción.
El cuervo dejó escapar un suspiro, cogió el visillo con el pico y, con un rápido movimiento de cabeza, rasgó la tela en dos.
Me abrí camino hasta el alféizar del interior y subí de un salto a la pila de libros más cercana, al tiempo que el chico apartaba la vista de su trabajo.
El chaval estaba en muy baja forma: los músculos le colgaban de los huesos y tenía los ojos cansados. Vio al cuervo y se pasó la mano por el pelo de manera distraída. Su rostro adoptó una fugaz expresión de pánico que dio paso a la resignación, y dejó las pinzas sobre el escritorio.
¿Qué tipo de demonio eres? preguntó.
El cuervo se quedó desconcertado.
¿Es que llevas lentillas?
El chico se encogió de hombros con desgana.
Mi abuela siempre decía que los demonios se aparecían con forma de cuervo; además, los pájaros normales no se abren camino a través de las cortinas rajándolas en dos, ¿no?
En esto último tenía que darle la razón.
Bueno, ya que lo has preguntado, soy un genio de gran antigüedad y poder contesté. He hablado con Salomón y Ptolomeo, y he derrotado a los pueblos del mar en compañía de reyes, aunque ahora mismo soy un cuervo. Pero no hablemos de mí. Adopté un tono de voz más formal y pragmático. ¿Eres el plebeyo Jakob Hyrnek? El chico asintió con la cabeza. Bien, entonces prepárate...
Sé quién te envía.
Esto... ¿Ah, sí?
Hace tiempo que intuía que esto iba a suceder.
El cuervo parpadeó sorprendido.
Caray, pues yo me he enterado esta mañana.
Es lógico. Ha decidido acabar el trabajo.
El chico hundió las manos en los bolsillos de la bata y suspiró con honda emoción. Yo no entendía nada.
¿De verdad? ¿De qué trabajo hablas? Mira, deja de suspirar como una chica y explícate.
Pues matarme, claro está contestó Hyrnek. Supongo que serás un demonio más eficiente que el último, aunque debo admitir que el otro parecía mucho más aterrador. Tú eres un poco soso y enclenque. Y pequeño.
¡Un momento! El cuervo se frotó los ojos con la punta de un ala. Aquí tiene que haber un error. Mi amo no había oído hablar de ti hasta ayer. Me lo ha dicho él.
Al chico le había llegado el turno de interpretar el papel de estupefacto.
¿Por qué Tallow iba a decir eso? ¿Se ha vuelto loco?
¿Tallow? El cuervo casi comenzaba a bizquear con tanto lío. ¡Para el carro! ¿Qué tiene que ver él en todo esto?
Pues que fue él quien envió el mono verde para acabar conmigo, claro. Así que di por hecho...
Levanté un ala.
Volvamos a empezar. Se me ha enviado en busca de Jakob Hyrnek a esta dirección. Tú eres Jakob Hyrnek. ¿Correcto? Bien. Hasta aquí vamos bien. Veamos, no sé nada de un mono verde y, por cierto, permíteme decirte que las apariencias engañan. Puede que en estos momentos no parezca gran cosa, pero tengo un aspecto bastante más aterrador.
El chico asintió con tristeza.
Ya suponía que sería así.
Pues suponías bien, tío. Que sepas que soy mucho más peligroso que cualquier mono con el que puedas topar. Y ahora... ¿por dónde iba? He perdido el hilo... Ah, sí, que no sé nada de un mono verde y te aseguro que no ha sido Tallow quien me ha invocado. Además, de todos modos eso sería imposible.
¿Por qué?
Porque anoche se lo tragó un efrit, pero eso no tiene importancia...
Por lo visto, para el chico sí. Al oír aquello se le iluminó el rostro. Abrió los ojos como platos y esbozó una amplia y lenta sonrisa. Todo su cuerpo, desplomado hacía unos instantes sobre el taburete como si se tratara de un saco de cemento, comenzó a enderezarse de repente y a cobrar vida. Se agarró con tanta fuerza al borde del escritorio que le crujieron los nudillos.
¿Está muerto? ¿Estás seguro?
Lo vi con mis propios ojos. Bueno... no con estos exactamente. En ese momento era una serpiente.
¿Cómo sucedió?
Parecía que le fuera la vida en saberlo.
No le salió bien una invocación. El cretino leyó mal las palabras o algo así.
La sonrisa de Hyrnek se ensanchó un poco más.
¿Las estaba leyendo de un libro?
Pues claro. Por lo general, los conjuros suelen encontrarse en los libros. ¿Podríamos volver al asunto que tenemos entre manos, por favor? No tengo todo el día.
Muy bien, pero te estoy muy agradecido por la información.
El chico hizo todo lo que pudo para recobrar la compostura, pero no dejaba de sonreír como un tonto tratando de sofocar unas risitas. Ya no sabía ni por dónde me andaba.
Mira, estoy intentando tomarme esto en serio. Te advierto que es mejor que me hagas caso... ¡Oh, mierda!
El cuervo había dado un amenazador paso adelante y había metido una pata en el bote del pegamento. Tras un par de meneos, conseguí sacudírmelo y salió disparado hacia el otro lado de la habitación. Me limpié las garras contra la esquina de una bandeja de madera.
Ahora escúchame le gruñí mientras me raspaba. No he venido para matarte, como crees, sino a llevarte conmigo. Será mejor que no te resistas.
Parece que eso lo hizo entrar en razón.
¿Llevarme contigo? ¿Adonde?
Ya lo verás. ¿Te importaría vestirte? Puedo concederte unos minutos.
No. ¡No, no puedo!
De repente se alteró mucho, y comenzó a frotarse la cara y a rascarse las manos. Traté de tranquilizarlo.
No voy a hacerte daño...
Pero es que no salgo nunca. ¡Nunca!
Pues no te queda más remedio, hijo. Venga, ¿qué tal si te pones unos pantalones? Los del pijama parece que te van un poco grandes, y yo vuelo a toda velocidad.
Por favor. Parecía desesperado y lloroso. No salgo nunca. Llevo tres años aquí dentro sin salir. Mírame, mírame bien. ¿Lo ves?
Lo miré sin comprender.
¿El qué? Bueno, muy bien, estás un poco fofo. Y eso es bastante peor que salir a pasear; de modo que resolverías el problema con bastante rapidez si hicieras algo de ejercicio en vez de quedarte aquí sentado sobre tu trasero. Repujar libros de conjuros en el dormitorio no es vida para un chico en edad de crecimiento. Además, te fastidiará la vista.
¡No es eso! ¡Mi piel! ¡Y mis manos! ¡Míralas! ¡Soy repugnante! chilló poniéndome las manos debajo del pico y retirándose el pelo de la cara.
Lo siento, pero no...
¡Mírame la piel!
En efecto, ahora que lo mencionaba, vi una serie de bandas verticales de un gris negruzco que le cruzaban la cara y las palmas de las manos.
Ah, eso, ¿y qué? Creía que te lo habías hecho aposta. Al oír aquello, a Hyrnek se le escapó una especie de risa ahogada por un sollozo, de esas que delatan que se ha pasado demasiado tiempo divagando a solas. No le di tiempo a hablar. Eso es un volteador negro, ¿no? proseguí. Bueno, pues entre otros conjuros la gente del pueblo banja del Gran Zimbabue solía utilizarlo para parecer más atractiva. Consideraban que el novio quedaba mucho más favorecido con el cuerpo cubierto de rayas antes de la boda. Y las mujeres también lo utilizaban, aunque en zonas más localizadas. Claro que sólo podían permitírselo los más acaudalados, porque los brujos cobraban en tierras. Tanto da; desde su punto de vista tienes un aspecto muy atractivo. Hice una pausa. Salvo por el pelo, que lo llevas fatal, pero lo mismo le pasa a mi amo y eso no le impide ir por ahí pavoneándose a plena luz del día. En medio de aquel discurso, creía haber oído un portazo en algún lugar de la casa. Ahora debemos irnos. Me temo que no tenemos tiempo para ponernos unos pantalones, así que tendrás que jugártela con las corrientes ascendentes de aire.
Salvé el escritorio de un salto. El chico se levantó del taburete, presa del pánico, y comenzó a retroceder.
¡No! ¡Déjame en paz!
Lo siento, eso no es posible. El chico estaba armando mucho jaleo y yo percibía movimiento en una de las habitaciones de abajo. A mí no me mires, no tengo elección.
El cuervo saltó al suelo, comenzó a cambiar de forma y se hinchó hasta alcanzar un tamaño amenazador. El chico chilló, dio media vuelta y se abalanzó hacia la puerta. En respuesta a su chillido, al otro lado se oyó un grito maternal y alguien comenzó a subir apresuradamente la escalera con pasos contundentes.
Jakob Hyrnek forcejeó con el pomo, pero no consiguió ni darle media vuelta. Un gigantesco pico dorado descendió sobre el cuello de su bata. Unas zarpas de acero rotaron sobre la alfombra y atravesaron las tablas del suelo. El chico se vio alzado y zarandeado, como un cachorro indefenso colgando de las fauces de su madre. Unas majestuosas alas se abrieron y se abatieron una vez, volcando con su aleteo las bandejas y arrojando las piedras semipreciosas contra las paredes. Se levantó un vendaval y el chico fue lanzado hacia la ventana. Un ala de plumas encarnadas se alzó para protegerlo. Llovieron cristales hechos añicos por todas partes y una ráfaga de aire frío azotó el cuerpo del chico, que soltó un grito, se agitó como un loco... y desapareció.
Quien llegara junto al agujero de la pared que dejamos atrás no habría visto ni oído nada, salvo, tal vez, la sombra de un gran pájaro revoloteando sobre la hierba y unos gritos lejanos perdiéndose en la distancia.
_____ 38 _____ KITTY
Esa tarde Kitty pasó tres veces junto a la cafetería del Druida. En las dos primeras ocasiones no vio nada ni nadie que le llamara la atención, pero en la tercera tuvo más suerte. Detrás de un grupo de europeos exaltados que ocupaban varias mesas al fondo, distinguió la serena figura del señor Hopkins, sentado tranquilamente sin compañía y removiendo su café con una cucharilla. Parecía absorto en su ocupación: añadir con aire distraído un terrón de azúcar tras otro a su oscura bebida. Sin embargo, ni siquiera la probó.
Durante un buen rato, Kitty lo observó resguardada a la sombra de la estatua del centro de la plaza. Como siempre, el rostro del señor Hopkins le resultó impenetrable, le era imposible adivinar los pensamientos de aquel tipo.
La traición de sus padres la había dejado más aislada que nunca, sin amigos y sola, y tras una segunda noche en el sótano sin nada que llevarse a la boca se convenció de la necesidad de hablar con el único aliado que tenía la esperanza de encontrar. Sabía a ciencia cierta que sería imposible hallar a Nick, pero tal vez aún podría contar con el señor Hopkins, a pesar de que siempre se había mantenido al margen de la Resistencia.
Allí estaba, esperando en el lugar convenido. Sin embargo, Kitty, asaltada por las dudas, se demoró todavía unos instantes.
Quizás el señor Hopkins no tuviera toda la culpa de que la expedición hubiese salido tan mal. Tal vez los documentos antiguos que había estudiado no mencionaban al siervo de Gladstone. Sin embargo, Kitty no pudo menos de asociar sus meticulosas recomendaciones con el fatídico resultado. El señor Hopkins les había presentado al benefactor desconocido y había ayudado a organizar el golpe. Como mínimo, había demostrado una falta de estrategia total. En el peor de los casos, los había puesto en peligro sin ningún reparo.
Sin embargo, ahora que ya no estaban los demás y los hechiceros le pisaban los talones, a Kitty le quedaban pocas opciones. Finalmente salió de detrás de la estatua y cruzó la calle empedrada en dirección a la mesa del señor Hopkins.
Sin saludar, apartó una silla y tomó asiento. El señor Hopkins levantó la vista y sus ojos grises y apagados la miraron de arriba abajo. La cucharilla rechinaba ligeramente contra el borde de la taza al remover el café. Kitty le sostuvo la mirada, impasible. Se les acercó un camarero ajetreado, al que Kitty le pidió algo rápido, y esperó a que se marchara. Se quedó en silencio.
El señor Hopkins retiró la cucharilla, dio unos golpecitos contra el borde de la taza y la dejó con cuidado en la mesa.
He oído las noticias dijo con brusquedad. Llevo buscándote todo el tiempo.
Kitty dejó escapar una risita apagada.
No es el único.
Lo primero, déjame decirte... El señor Hopkins se interrumpió cuando reapareció el camarero, quien con una fioritura colocó un batido y un bollo glaseado delante de Kitty y se marchó. Lo primero, déjame decirte lo mucho que lo siento. Es una verdadera tragedia. Se detuvo unos instantes. Kitty lo miró. Si te sirve de consuelo, mi... informador estaba profundamente compungido.
Gracias respondió Kitty. No me sirve.
La información que teníamos, y que compartimos abierta y completamente con el señor Pennyfeather, no hacía mención de ningún guardián continuó el señor Hopkins, imperturbable. De la pestilencia sí, pero eso era todo. Si lo hubiéramos sabido, jamás se nos habría pasado por la cabeza un plan como ése.
Kitty contempló su batido. No se atrevía a hablar por miedo a que se le rompiera la voz. De repente sintió que estaba harta de todo.
El señor Hopkins la examinó unos instantes.
¿Los demás estén...? comenzó y se detuvo. ¿Eres la única...?
Creía que, con una red de información tan compleja como la suya respondió Kitty con sequedad, a estas alturas ya lo sabría. Suspiró. Nick también sobrevivió.
¿Ah, sí? ¿De verdad? Bien, bien. ¿Y dónde está?
Ni lo sé ni me importa. Salió corriendo mientras los demás se dejaban la piel.
Ah, ya veo.
El señor Hopkins volvió a juguetear con la cucharilla. Kitty bajó la mirada y en ese momento se dio cuenta de que no sabía qué preguntarle, de que él estaba tan desconcertado como ella y de que, por lo tanto, estaba perdiendo el tiempo. No podía contar con nadie.
Ahora ya no tiene importancia, claro comenzó a decir el señor Hopkins. Kitty detectó algo en el tono de su voz que le hizo levantar la vista hacia él con brusquedad. Dada la magnitud de la tragedia acaecida, es intrascendente e irrelevante, pero supongo que, entre los peligros inesperados con que te has encontrado y la desgracia de perder a tantos de tus admirables compañeros, no conseguirías sacar de la tumba nada de valor, ¿verdad?
Aquel comentario fue tan impreciso y tortuoso que inmediatamente tuvo el efecto opuesto al pretendido. Kitty abrió los ojos de par en par, como si no creyera lo que estaba oyendo, y poco a poco fue frunciendo el ceño.
Tiene razón contestó con aspereza. Es irrelevante.
Se comió el bollo en dos bocados y le dio un trago al batido. El señor Hopkins volvió a remover su café.
Entonces, ¿no sacaste nada? insistió el bibliotecario. No conseguiste... Se le fue apagando la voz.
Cuando Kitty se había sentado a la mesa, había tenido la vaga intención de mencionarle el bastón al señor Hopkins. Después de todo, a ella no le servía para nada, y era posible que el benefactor, que lo quería para su colección, pudiera darle algo de dinero a cambio para sobrevivir, uno de sus principales objetivos. Dadas las circunstancias, había asumido que el señor Hopkins finiquitaría el asunto como era debido, pero no había esperado que le exigiera el botín tan abiertamente. Recordó a
Anne vacilando antes de soltar la mochila, a pesar de que la muerte la acechaba en la oscuridad de la nave. Kitty frunció los labios en una fina línea.
Cargamos con todo lo que había en la tumba contestó, pero no pudimos escapar. No sé... Tal vez Nick consiguiera sacar algo.
Los ojos claros del señor Hopkins la escudriñaron.
Y tú... ¿te llevaste algo?
Tiré la bolsa.
Ah, claro. Ya veo.
El manto iba dentro, entre otras cosas. Tendrá que disculparme ante su informador, ya que era uno de los objetos que quería, ¿verdad?
El hombre hizo un gesto evasivo.
No lo recuerdo. Por casualidad no sabrás qué ocurrió con el bastón de Gladstone, ¿verdad? Creo que a eso sí que le tenía echado el ojo.
Creo que se quedó allí.
Sí... Aunque no mencionan que lo hayan encontrado en la abadía, y tampoco se hallaba entre las posesiones del esqueleto que andaba suelto por Londres.
Entonces se lo llevaría Nick... No sé. ¿Qué importa? Según usted, no es valioso, ¿verdad?
Kitty dijo aquello sin darle importancia, pero se fijó muy bien en la expresión de la cara del hombre. El señor Hopkins sacudió la cabeza.
No, tienes razón. Mi informador se sentirá un poco defraudado, eso es todo. Lo quería a toda costa y habría sido muy generoso de haber llegado a sus manos.
Todos nos sentimos defraudados apuntó Kitty. Y la mayoría de nosotros ha muerto. Tendrá que conformarse.
Sí. El señor Hopkins tamborileó los dedos sobre el mantel. Parecía pensativo. Bueno, ¿y qué me dices de ti, Kitty? ¿Qué planes tienes? ¿Dónde te alojas? le preguntó más animado.
No lo sé. Ya pensaré algo.
¿Necesitas ayuda? ¿Un sitio donde dormir?
No, gracias, será mejor que no nos vean juntos. Los hechiceros han dado con mis padres, y no quisiera ponerle ni a usted ni a su informador en peligro.
Tampoco deseaba seguir teniendo nada que ver con el señor Hopkins. Su palpable indiferencia ante la muerte de sus colegas la había sorprendido, por lo que quería alejarse de él tanto como le fuera posible.
De hecho retiró la silla hacia atrás, debería irme ya.
Tu preocupación te honra. Obviamente te deseo lo mejor de lo mejor. Sin embargo, antes de que te vayas... El señor Hopkins se rascó la nariz como si se preguntara cómo decir algo un poco delicado. Creo que deberías oír algo de lo que me he enterado a través de una de mis
fuentes y que te afecta.
Kitty se detuvo a medio levantar.
¿A mí?
Eso me temo. Ha llegado hasta mis oídos hace más de una hora. Es alto secreto, de hecho poca gente del gobierno lo sabe. Uno de los hechiceros que va detrás de ti, creo que se llama John Mandrake, ha estado rebuscando en tu pasado. Se ha enterado de que, hace unos años, una tal Kathleen Jones se presentó ante los tribunales acusada de agresión.
¿Y...? Eso fue hace mucho tiempo. Kitty no manifestó ninguna emoción, pero tenía el corazón desbocado.
Cierto. Hojeando el registro del juicio, descubrió que habías agredido a un hechicero de alto rango sin que mediara provocación de por medio, acción por la que fuiste multada. Por lo visto, lo considera uno de los primeros ataques de la Resistencia.
¡Ridículo! protestó Kitty en un arrebato de ira. ¡Fue un accidente! No sabíamos...
Además continuó el señor Hopkins, sabe que no estabas sola.
Kitty se quedó de piedra.
¿Qué? No pensará...
El señor Mandrake cree (correcta o erróneamente, tal vez no venga al caso) que su amigo... ¿Cómo se llamaba? Jakob no sé qué...
Hyrnek. Jakob Hyrnek.
Eso es, cree que el señor Hyrnek también está relacionado con la Resistencia.
¡Eso es ridículo!
Aun así, esta mañana ha enviado a su demonio en busca de tu amigo para interrogarlo. Vaya... Ya sabía yo que te afectaría.
Kitty necesitó unos instantes para recuperarse. Cuando por fin consiguió hablar, le temblaba la voz.
Pero si hace años que no veo a Jakob. Él no sabe nada.
Seguro que el señor Mandrake acabará descubriéndolo en un momento u otro.
A Kitty le daba vueltas la cabeza. Trató de ordenar sus pensamientos.
¿Adonde se lo han llevado? ¿A la... Torre?
Querida mía, espero que no estés pensando en hacer algo temerario murmuró el señor Hopkins. El señor Mandrake es considerado uno de los hechiceros jóvenes más poderosos. Es un chico con talento y uno de los favoritos del primer ministro. No sería demasiado juicioso...
Kitty se obligó a no chillar. Cada segundo que perdía de cháchara,
Jakob podría estar siendo torturado por demonios peores que el
esqueleto, que le estarían clavando sus garras... Pero si era completamente inocente, no tenía nada que ver con ella. ¡Qué tonta era...! Sus descabelladas acciones durante los últimos años habían puesto en peligro a alguien por quien una vez habría dado la vida.
Yo en tu lugar olvidaría lo del joven Hyrnek decía el señor Hopkins. No puedes hacer nada...
Por favor, ¿está en la Torre de Londres? insistió Kitty.
La verdad es que no. Eso sería lo normal, pero me parece que el señor Mandrake está tratando de llevar el caso con discreción, sin que nadie sepa nada. Creo que quiere deshacerse de algunos oponentes en el gobierno. Ha arrestado a tu amigo en secreto y se lo ha llevado a un piso franco para interrogarlo. Probablemente no esté muy vigilado, pero habrá demonios...
Conozco a Mandrake lo interrumpió Kitty con dureza. Se inclinó hacia delante con brusquedad y golpeó sin querer el vaso del batido, que se tambaleó y dejó caer algo de líquido en el mantel. Nos han presentado, me he enfrentado a él y he dado media vuelta sin mirar atrás. Si ese chico le hace algo a Jakob, si le toca un solo pelo, créame, señor Hopkins, lo mataré con mis propias manos. A él y a cualquier demonio que se me ponga por delante. El señor Hopkins levantó las manos de la mesa y las volvió a bajar, en un gesto que podría haber significado muchas cosas. Se lo pregunto una vez más: ¿sabe dónde está ese piso franco?
Los claros ojos grises sostuvieron su mirada unos instantes y luego parpadearon.
Sí contestó con un hilo de voz. Sé la dirección. Te la puedo dar.
______ 39 ______
Kitty nunca había entrado en el almacén secreto del señor Pennyfeather, pero sabía accionar el mecanismo de la puerta. Pisó la palanca metálica oculta entre los escombros del suelo del sótano y, al mismo tiempo, empujó los ladrillos que había tras la pila de leños. El tabique se movió y se abrió lenta y pesadamente hacia el interior, como si oscilara sobre unos goznes. La asaltó un repentino olor a producto químico y vio que se abría un hueco en la pared.
Kitty se escurrió a través del resquicio y dejó que la puerta se cerrara detrás de ella.
Se quedó inmóvil en medio de una completa oscuridad. A continuación, extendió las manos y fue tanteando el camino con paso vacilante en busca de algo parecido a un interruptor. Primero tocó algo frío y peludo, que le infundió un terror indescriptible. Al tiempo que retiraba esa mano, la otra se cerró alrededor de un hilo colgante. Tiró de éste y oyó un clic, un zumbido, y se encendió una débil luz amarillenta.
Para su enorme e inmediato alivio, el objeto peludo era la capucha de un abrigo viejo colgado de un gancho, Al lado había tres bolsas de lona. Kitty escogió la más grande, se pasó el asa por encima de la cabeza y echó un vistazo al resto de la habitación.
Se trataba de una cámara pequeña, cuyas paredes estaban forradas de arriba abajo de estanterías de madera basta. Allí estaba lo que quedaba de la colección del señor Pennyfeather, los artilugios mágicos que Kitty y el resto de la banda habían robado en los últimos años. Habían utilizado muchos objetos para la misión de la abadía, pero todavía quedaban bastantes. Hileras bien ordenadas de esferas explosivas y espejos de mohosos se disponían al lado de una o dos esferas de elementos, astillas avernales, estrellas de plata arrojadizas y otras armas de fácil manejo. Lanzaban débiles destellos bajo la luz, como si el señor Pennyfeather se hubiera dedicado a sacarles brillo. Kitty se lo imaginó descendiendo hasta el sótano y recreándose a solas en la contemplación de su colección. No supo explicarse por qué, pero aquella idea la desconcertó. Se puso manos a la obra y metió todo lo que pudo en la bolsa.
Luego se acercó a una rejilla llena de puñales, estiletes y otras armas blancas. Algunas tal vez fueran mágicas; las otras simplemente estaban afiladas. Escogió un par; el puñal de plata lo ocultó en un compartimento secreto del zapato derecho y el otro se lo colocó en el cinturón. Erguida, la chaqueta le caía por encima y lo ocultaba a la vista.
Otra de las estanterías estaba abarrotada de tarros de cristal polvorientos de todos los tamaños, y la mayoría contenía un líquido incoloro. Los habían sustraído de las casas de los hechiceros, pero ignoraban qué servicio podrían prestar. Kitty les echó un vistazo y continuó la inspección.
La estantería que quedaba estaba llena hasta el techo de objetos a los que el señor Pennyfeather no les había encontrado uso: joyas, ornamentos, túnicas y vestiduras, un par de cuadros de Europa central, curiosidades asiáticas, conchas de colores chillones y piedras con espirales y dibujos extraños. Stanley o Gladys habían percibido que los envolvía algo parecido a un aura mágica, pero la Resistencia no había sido capaz de averiguar cómo funcionaban. Cuando esto ocurría, el señor Pennyfeather se limitaba a almacenarlos.
Kitty había decidido no perder el tiempo con esa estantería, pero, al volverse hacia la puerta secreta, vio un disco pequeño y anodino cubierto de telarañas medio escondido en el fondo: el espejo mágico de Mandrake.
Sin estar del todo segura de lo que hacía, Kitty cogió el disco y se lo
guardó, con telarañas y todo, en el bolsillo interior de la chaqueta. Acto seguido, se volvió hacia la puerta, que se abría desde ese lado mediante un picaporte normal y corriente. Lo giró y salió al sótano.
El bastón seguía en el suelo, en el mismo sitio donde había caído esa mañana. Siguiendo un impulso repentino, Kitty lo recogió y lo guardó en la cámara secreta. A pesar de ser inútil, sus amigos habían muerto por conseguirlo, así que lo mínimo que podía hacer era guardarlo en un lugar seguro. Lo tiró en un rincón, echó un último vistazo al almacén de la Resistencia y apagó la luz. La puerta chirrió tristemente al cerrarse a sus espaldas, mientras cruzaba el sótano a zancadas en dirección a la escalera.
El piso franco donde retenían a Jakob se encontraba en un lugar desierto del este de Londres, a tinos ochocientos metros al norte del Támesis, una parte de la ciudad que Kitty conocía bastante bien. Se trataba de una zona de terrenos baldíos y almacenes, muchos de los cuales habían sobrevivido a los bombardeos aéreos de la Primera Guerra Mundial. Había resultado una zona de operaciones muy provechosa para la Resistencia, ya que habían asaltado varios almacenes y habían utilizado algunos edificios en ruinas a modo de escondites temporales. La presencia de los hechiceros era relativamente escasa, sobre todo cuando oscurecía. Muy pocas esferas de vigilancia patrullaban aquella zona, y por lo general eran fáciles de evitar. Sin duda, aquella oscuridad era lo que había empujado al hechicero Mandrake a escoger ese lugar. Deseaba realizar el interrogatorio sin que nadie le molestara.
Por precario que fuera, Kitty tenía un plan en dos fases. Si era posible sacaría a Jakob de la casa y utilizaría las armas y su invulnerabilidad natural para mantener a Mandrake y a cualquier demonio a raya. A continuación, trataría de llevarlo clandestinamente hasta los muelles y, una vez allí, le sacaría un pasaje para el continente. Sería mejor alejarse de Londres durante un tiempo. Si el rescate y la huida fracasaban, la alternativa era menos halagüeña: se entregaría, siempre y cuando soltaran a Jakob. Tenía muy claro lo que implicaba la rendición, pero Kitty no vaciló. Hacía mucho tiempo que era enemiga de los hechiceros como para tener dudas acerca de cuáles serían las consecuencias.
Sin alejarse de las callejas menos concurridas, se dirigió lentamente hacia el este de Londres. A las nueve en punto, un quejido lastimoso y familiar se elevó de las torres de la ciudad. Se había impuesto el toque de queda en respuesta al asalto de la abadía de hacía dos noches. La gente pasaba a su lado en ambas direcciones con la cabeza gacha y apretando el paso para llegar a casa cuanto antes. Kitty apenas reparó en ellos; había incumplido más toques de queda de los que podía recordar. Aun así, se sentó en un banco de un parque desierto durante media hora o más, a la espera de que las cosas se tranquilizaran. Era mejor que no hubiera testigos cuando se acercara a su objetivo.
El señor Hopkins no le había preguntado qué planeaba y ella tampoco se había ofrecido a explicárselo. Aparte de la dirección, no quería nada más de él. Su insensible indiferencia en la cafetería la había horrorizado. A partir de ese momento, sólo confiaría en ella misma.
Dieron las diez. La luna llena había salido y su luz bañaba la ciudad. Kitty atravesó con pies ligeros, calzados con zapatillas de deporte, las calles desiertas, moviéndose con sigilo y apretando la bolsa contra un costado. Alcanzó su destino al cabo de veinte minutos: un callejón corto y sin salida flanqueado por varios pequeños talleres. Sin abandonar las sombras de la esquina, lo estudió con detenimiento.
La calleja era estrecha y estaba iluminada débilmente por dos farolas: una a unos cuantos metros de la esquina donde se encontraba Kitty y la otra casi al final de la calle. Entre éstas y la luz de la luna, apenas conseguían iluminar los edificios.
Casi todos los talleres eran bajos, de uno o dos pisos. Algunos estaban cerrados con tablas, mientras que en otros se abrían unos agujeros oscuros donde antes se encontraban las puertas y las ventanas. Kitty los escudriñó un buen rato, respirando la calma nocturna. Tenía como norma no pasar junto a espacios abiertos en la oscuridad sin saber qué había al otro lado. Sin embargo, no vio ni oyó nada anormal. Todo estaba en absoluto silencio.
Al final de la calle, después de la segunda farola, había un edificio de tres pisos un poco más alto que los demás. Puede que en algún momento la planta baja hubiera sido una especie de garaje, pues había una amplia abertura por la que pasaba un coche, aunque ahora estaba mal cubierta por una malla metálica. Encima, unos ventanales indicaban la existencia de unas viejas oficinas o una vivienda particular. Todas las ventanas estaban a oscuras... salvo una en la que se veía una débil luz.
Kitty no sabía cuál de aquellos edificios era el piso franco de Mandrake, pero ése el único de toda la calle con luz en una ventanallamó su atención de inmediato. No apartó la mirada durante un rato, pero no consiguió ver nada, salvo, tal vez, una cortina o una sábana detrás del cristal. Estaba demasiado lejos para distinguirlo con claridad.
La noche era fría. Kitty se sorbió la nariz y se la limpió en la manga. El corazón le latía a cien por hora, pero hizo caso omiso de sus protestas. Había llegado el momento de pasar a la acción.
Cruzó la calle hasta la primera farola en la acera de enfrente y avanzó con sigilo, con una mano en la pared y la otra sobre el tirante del bolso. Iba escudriñándolo todo con mirada atenta: la calzada, los edificios silenciosos, las ventanas a oscuras de lo alto y la cortina de la ventana del fondo. Cada pocos pasos se detenía y aguzaba el oído, pero la ciudad dormía, enroscada sobre sí misma. Continuó adelante.
Kitty se acercó a la entrada de uno de los edificios de enfrente que carecía de puerta. No apartó la mirada mientras pasaba por delante. Un escalofrío le recorrió la espalda, pero todo siguió en calma.
Se había acercado lo suficiente para distinguir que la ventana iluminada estaba cubierta por un trozo de sábana sucia. Estaba claro que no era muy gruesa porque alcanzó a ver una sombra pasando lentamente por detrás. En vano se estrujó el cerebro tratando de identificarla. Era humana, eso seguro, pero ahí se acababa todo lo que podía decir sobre ella.
Avanzó poco a poco por la calle. A su izquierda, la puerta del edificio había desaparecido y el interior era un abismo de oscuridad. Los pelillos de la nuca se le erizaron de nuevo al pasar por delante de puntillas; tampoco ahora apartó la vista de la abertura y tampoco vio nada que la inquietara. La nariz le hizo cosquillas al percibir una débil fragancia, un olor a animal que procedía de la casa abandonada. Gatos, tal vez, o uno de los cientos de perros callejeros que plagaban las zonas abandonadas de la gran ciudad. Kitty siguió adelante.
Alcanzó la segunda farola y a su luz estudió el edificio al final de la calle. Por dentro de la ancha entrada del garaje, antes del rebujo de malla metálica, distinguió una puerta estrecha en una de las paredes laterales. Desde esa distancia, incluso parecía entornada.
¿Demasiado bueno para ser cierto? Tal vez. Con los años, Kitty había aprendido a tratar con extrema precaución todo lo que pareciera tan sencillo como aquello. Tenía que reconocer el terreno antes de arriesgarse a cruzar una puerta tan tentadora.
Volvió a ponerse en marcha y vio dos cosas en los cinco segundos siguientes. La primera estaba en lo alto, en la ventana iluminada. Durante un fugaz instante, la sombra volvió a pasar por detrás de la sábana y esta vez Kitty distinguió el perfil con suma claridad. El corazón le dio un vuelco: ya no cabía duda, Jakob estaba allí. La segunda estaba un poco más adelante, a pie de calle, en la acera de enfrente. El cerco de luz fuerte que proyectaba la farola se derramaba hasta la pared del edificio de enfrente. El tabique estaba perforado por un ventanuco y, algo más allá, por una entrada sin puerta. Al tiempo que se acercaba, Kitty se percató de que desde la abertura podía verse la luz que entraba por la ventana y que se proyectaba en diagonal hacia el interior, extendiéndose por el suelo. También se percató y esto la hizo detenerse cuando estaba a punto de dar un pasode que la silueta de un hombre se perfilaba con toda claridad a lo largo de uno de los bordes del resquicio de luz.
Era evidente que estaba pegado a la parte interior de la pared del edificio, junto a la ventana, porque en la silueta sólo se dibujaba el contorno de la frente y la nariz. Tenía unas facciones bastante prominentes que sobresalían más de lo que su dueño habría previsto, ya que quedaban expuestas a la luz. Aparte de eso, se le estaba dando muy bien lo de estar al acecho.
Casi sin respirar, Kitty pegó la espalda a la pared. La cruda realidad fue como un jarro de agua fría: ya había superado dos entradas ambas sin puertas, como mínimo quedaban dos más hasta el final de la calle y cabía la posibilidad de que todas ocultaran a alguien al acecho. En cuanto alcanzara el edificio del fondo habría caído de cuatro patas en la trampa.
Sin embargo, ¿la trampa de quién? ¿De Mandrake? ¿O, aunque fuera una idea nueva y escalofriante, del señor Hopkins?
Kitty rechinó los dientes furiosa. Si continuaba, la rodearían; si retrocedía, abandonaría a Jakob al destino que hubieran planeado para él los hechiceros. La primera opción era suicida, pero no podía permitir la segunda de ninguna de las maneras.
Se ajustó el tirante del bolso para que colgara con mayor soltura del hombro y lo abrió. Sacó el arma que tenía más a mano una astilla avernaly avanzó poco a poco con la vista clavada en la silueta de la entrada.
Ésta no se movió. Kitty se mantuvo pegada a la pared.
Un hombre salió de su escondite a pocos pasos de ella. El uniforme gris oscuro se confundía a la perfección con la noche de tal modo que, aunque lo tenía delante, su figura alta y esbelta sólo parecía estar allí a medias, un espíritu invocado entre las sombras. Sin embargo, su voz ronca y grave era muy real.
Policía Nocturna. Queda usted detenida. Deje el bolso en el suelo y póngase de cara a la pared.
Kitty no respondió. Retrocedió lentamente buscando el centro de la calle y alejándose de las aberturas sin puerta que tenía a sus espaldas. Sentía la ligereza de la astilla avernal entre sus dedos.
El policía no hizo ademán de seguirla.
Es su última oportunidad. Deténgase y deje las armas en el suelo. Si no lo hace, la mataremos.
Kitty siguió retrocediendo y entonces percibió un movimiento a su derecha; la silueta oculta en la entrada. Con el rabillo del ojo vio que cambiaba de posición y que, al tiempo que se encorvaba, sus facciones se transformaban. La nariz protuberante comenzó a prolongarse de forma alarmante, la barbilla se desplazó hacia arriba y también se alargó, el mentón retrocedió y unas orejas puntiagudas asomaron en lo alto del cráneo, flexibles y cambiantes. Por un fugaz instante, Kitty distinguió la punta de un hocico negro azabache en la ventana por la que se colaba la luz. Acto seguido, la figura se dejó caer al suelo y la perdió de vista.
La silueta había desaparecido de la entrada, pero del interior le
llegó el ruido de resoplidos y de ropa rasgada.
Kitty enseñó los dientes y volvió la vista hacia el policía de la calle, que también estaba transformándose. Los hombros se retiraron hacia atrás y después se lanzaron hacia delante con brusquedad, y unos pelos grises gruesos y duros comenzaron a asomar a lo largo del espinazo haciendo jirones la ropa. Sus ojos desprendieron un brillo amarillento en la oscuridad y sus dientes rechinaron con ira al tiempo que la cabeza descendía entre las sombras.
Kitty no necesitó ver nada más. Dio media vuelta y salió corriendo.
Algo con cuatro patas caminaba de un lado a otro al final de la calle, oculto en la oscuridad que quedaba más allá de la farola. Vio sus ojos en llamas y una bocanada de aire fétido le golpeó la nariz.
Se detuvo unos instantes sin saber qué hacer. Una figura baja y oscura salió sigilosamente de una abertura a su derecha. Vio a la chica, hizo entrechocar la mandíbula y se abalanzó sobre ella.
Kitty le arrojó la vara, que aterrizó en la acera entre las patas delanteras de la criatura, donde se partió con un crujido y expulsó una gran llamarada. El lobo dejó escapar un gemido, un chillido muy humano, y retrocedió dando zarpazos en el aire abrasador con las patas delanteras, como si fuera un boxeador. Cayó hacia atrás y se dio media vuelta para alejarse.
Kitty ya había sacado una esfera no sabía de qué tipoy la tenía preparada en la mano. Corrió hasta la ventana cerrada más cercana de una planta baja y la arrojó por ella. La explosión de aire casi la levanta del suelo. Los cristales se hicieron añicos y los ladrillos cayeron a la calle. Kitty atravesó el agujero que acababa de abrir en la pared con una voltereta y se hirió una mano con un trozo de cristal dentado. Cayó de pie en la habitación del interior.
En el exterior oyó un gruñido y unas zarpas rascando los adoquines.
Delante de Kitty, en una habitación desnuda, un sinuoso tramo de escalera se perdía en la oscuridad. Corrió hacia allí sin dejar de presionar la mano herida contra la chaqueta para mitigar el dolor que le producía el corte.
Se volvió en el primer escalón para echar un vistazo a la ventana.
Un lobo salvó la abertura de un salto con las fauces abiertas. La esfera lo golpeó en todo el morro.
El agua estalló en todas direcciones, derribó a Kitty contra los primeros escalones y la cegó por unos instantes. Cuando volvió a abrir los ojos, el aluvión se escurría alrededor de sus pies y colmaba el aire de pequeños borboteos. El lobo había desaparecido.
Kitty subió la escalera a toda pastilla.
La habitación de arriba tenía varias ventanas abiertas y la luz plateada del claro de luna bañaba todo el suelo. Algo aulló en la calle.
Sin perder tiempo, Kitty escudriñó la estancia en busca de salidas, pero no encontró ninguna y soltó un taco, desesperada. Peor aún, no podía protegerse las espaldas porque la escalera daba directamente a la planta de arriba y no había ni trampilla, ni cualquier otro medio de cortar el paso. Oyó unas pisadas contundentes chapoteando en el agua poco profunda del piso de abajo.
Se apartó de la escalera y se acercó a la ventana más próxima. Era vieja y estaba podrida, la madera que enmarcaba los vidrios colgaba torcida. Kitty le dio una patada y varios trozos de madera y cristal cayeron a la calle. Apenas se habían hecho añicos contra el suelo cuando Kitty asomó la cabeza por el agujero y estiró el cuello hacia lo alto en busca de algo a lo que agarrarse, con la luz plateada bañándole el rostro.
Abajo, en la calle, una forma oscura dio media vuelta e hizo rechinar la mandíbula. Unas patas pesadas hicieron crujir las esquirlas de cristal. Kitty sintió que levantaba la penetrante mirada hacia ella, a la espera de verla caer.
Algo subió la escalera a saltos con tanto ímpetu que casi se estrella contra la pared de enfrente. Kitty divisó un dintel gastado a unos cuarenta centímetros por encima de la ventana. Arrojó una esfera a la habitación y acto seguido tomó impulso y se agarró al dintel, asentando los pies en el borde de la ventana y tensando los músculos al máximo, sin dejar de sentir en ningún momento el dolor lacerante que le producía el corte de la mano.
Oyó una explosión a sus pies. Unas lenguas de fuego amarillo verdoso asomaron por la ventana que quedaba debajo de Kitty. Durante un fugaz instante, fue como si un pálido sol iluminara la calle.
La luz mágica se debilitó. Kitty estaba agarrada a la pared buscando otro asidero. Descubrió uno, lo probó, decidió que era seguro y comenzó a trepar. Un poco más arriba había un antepecho; tal vez al otro lado hubiera una azotea. Aquél era su objetivo.
El ayuno y la falta de sueño la habían debilitado; era como si tuviera las piernas y los brazos hechos de mantequilla. Al cabo de unos minutos, se detuvo para recuperar el aliento.
Entonces oyó unos arañazos y algo que husmeaba y babeaba a sus pies, cada vez más cerca. Con cautela y los dedos bien hundidos en los ladrillos, Kitty echó un vistazo por encima del hombro hacia abajo, hacia el callejón distante iluminado por la luna. Una forma ascendía a toda velocidad a medio camino entre ella y el suelo. Para poder trepar, había modificado un poco su disfraz de lobo: las manos se habían convertido en largos dedos en forma de garra, las patas delanteras habían recuperado sus codos humanos y los músculos para la escalada habían regresado a su posición alrededor de los huesos. Sin embargo, la cabeza seguía siendo la misma. Con las fauces abiertas, los colmillos relucían bajo la luz plateada y la lengua le colgaba a un lado echando espumarajos. Tenía los ojos amarillos clavados en ella.
Aquella imagen estuvo a punto de conseguir que Kitty titubeara y cayera al vacío. Sin embargo, se arrimó aún más a los ladrillos, aguantó su peso con una mano y con la otra rebuscó dentro de la bolsa. Cogió lo primero que encontró una esferay, apuntando casi sin ver, se la arrojó a su perseguidor.
Lanzando destellos al tiempo que giraba, la esfera erró el blanco por un pelo. Segundos después se estrellaba contra la acera y despedía breves llamaradas.
El lobo emitió un gorjeo desde lo más profundo de su garganta y continuó la ascensión.
Mordiéndose el labio, Kitty lo imitó. Haciendo caso omiso de las protestas de su cuerpo, siguió trepando con el temor a que unas garras le apresaran la pierna en cualquier momento. Oía los rasponazos de la bestia pisándole los talones.
El antepecho... Con un grito, se impulsó y consiguió subirse, para después tambalearse y caer al otro lado. El bolso quedó hecho un ovillo debajo de ella de modo que ya no podía sacar las armas arrojadizas.
Se dio media vuelta. Al mismo tiempo, la cabeza del lobo comenzó a asomar poco a poco por encima del borde del antepecho, olisqueando ávidamente el aire y siguiendo el rastro de sangre que había dejado la herida de la mano. Los ojos amarillentos se volvieron hacia ella con un rápido movimiento y la miraron a los ojos.
Los dedos de Kitty hurgaron en el revestimiento de su zapatilla de deporte y extrajo la daga.
Se puso en pie como pudo.
Con un repentino y ágil salto, el lobo se dejó caer sobre el borde del antepecho y de ahí bajó a la azotea. Se puso a cuatro patas, bajó la cabeza y tensó los músculos. Miró fijamente a Kitty con el rabillo del ojo para calcular la fuerza de la chica y decidir si saltar o no. Kitty blandió la daga de un lado a otro en actitud amenazadora.
¿Ves esto? jadeó. Es de plata, ¿sabes?
El lobo la miró de reojo. Lentamente, levantó las patas delanteras al tiempo que el lomo encorvado se alargaba y extendía. Se había puesto en pie sobre sus patas traseras, como un hombre, mucho más alto que ella, y se balanceaba adelante y atrás preparado para atacar.
Kitty rebuscó en el bolso algo que lanzarle con la otra mano. Sabía que no tenía mucho tiempo antes de que...
El lobo saltó, cortó el aire con sus manos en forma de garras y embistió con su boca encarnada. Kitty se agachó, dio media vuelta y lanzó una estocada hacia lo alto. El lobo dejó escapar un aullido muy agudo, extendió un brazo y alcanzó a Kitty en el hombro con fuerza. Las garras seccionaron el tirante del bolso, que cayó al suelo. Kitty volvió a asestarle un nuevo golpe con el puñal. El lobo se puso fuera de su alcance de un salto. Kitty lo imitó y retrocedió unos pasos. El corte del hombro le palpitaba de dolor. El lobo, que se apretaba una pequeña herida en el costado, cabeceó como con tristeza en dirección a la chica. Parecía como si sólo estuviera algo molesto. Se movieron en círculos unos segundos, iluminados por la luz plateada de la luna. Kitty apenas conseguía reunir las fuerzas necesarias para sostener el puñal.
El lobo alargó una garra y arrastró la mochila hacia él por la azotea, alejándola de Kitty y sofocando una risita grave y estruendosa.
Kitty oyó un ruidito a su espalda. Se arriesgó y volvió la cabeza con un gesto fugaz. Al otro lado de la azotea, las tejas se alzaban en diagonal hacia un caballete bajo a dos aguas, sobre el que se sentaban dos lobos a horcajadas. En ese momento comenzaban un descenso rápido casi sin apoyar las patas en el suelo.
Kitty sacó del cinturón la segunda daga, pero la mano izquierda apenas le respondía a causa de la herida del hombro, los dedos a duras penas conseguían cerrarse sobre el mango. Se preguntó vagamente si debería arrojarse por el borde del tejado... Una muerte rápida sería preferible a las garras de los lobos.
Sin embargo, ésa era una solución de cobardes. Dejaría su huella antes de que acabara todo.
Tres lobos avanzaron hacia ella, dos a cuatro patas y uno caminando como un humano. Kitty se retiró el pelo de los ojos y levantó los puñales por última vez.
_____ 40 _____ NATHANIEL
Que noche más aburrida dijo el genio. No va a pasar nada.
Nathaniel dejó de deambular por la habitación.
Claro que sí. Silencio. Si quiero saber tu opinión, ya te la pediré. Sabía que su voz no sonaba convincente. Consultó el reloj de muñeca para tranquilizarse. La noche es joven.
Sí, sí. Ya veo que rebosas seguridad en ti mismo. Ya has labrado un surco en las tablas del suelo, y me juego lo que quieras a que también tienes un hambre canina. Como te olvidaste de traer provisiones...
No las voy a necesitar. La chica no tardará en aparecer. Y ahora calla de una vez.
Desde su puesto en lo alto de un viejo armario, el genio, que había
recuperado la forma de un joven egipcio, estiró los brazos por encima de la cabeza y bostezó exageradamente.
Todos los planes magistrales tienen sus contratiempos insistió. Todos tienen pequeños fallos que los hacen tambalear. Así es la naturaleza humana, habéis nacido imperfectos. La chica no vendrá, tú esperarás y no has traído nada de comer; en consecuencia, tu prisionero y tú moriréis de hambre.
Nathaniel frunció el ceño.
No te preocupes por él, está bien.
La verdad es que yo sí que tengo hambre.
Jakob Hyrnek estaba sentado en una silla desvencijada en un rincón de la habitación. Debajo de un viejo sobretodo militar que el genio había encontrado en uno de los áticos del piso franco, únicamente llevaba el pijama y un par de patucos tamaño extragrande.
No he desayunado añadió, balanceándose mecánicamente en la silla coja. Me conformaría con algo para picar.
Ahí lo tienes, ¿ves? dijo el genio. Tiene hambre.
No la tiene, y si sabe lo que le conviene se quedará calladito.
Nathaniel retomó sus paseos por la habitación sin apartar la vista del prisionero. Hyrnek parecía haber superado el miedo a volar y, dado que lo habían encerrado sin más en la casa abandonada y allí no iba a verlo nadie, su paranoia sobre su rostro también había disminuido. El presente cautiverio no parecía molestarle demasiado, lo cual sorprendía un poco a Nathaniel. También es verdad que Hyrnek había estado en una prisión voluntaria durante años.
El hechicero volvió la vista hacia la ventana oculta detrás de una sábana y reprimió el deseo de acercarse y echar un vistazo al exterior. Paciencia... La chica vendría, sólo había que esperar.
¿Qué me dices de un partido? Desde lo alto del armario ropero el chico le dirigió una sonrisa. Busco una pelota y unas canastas y os enseño cómo jugaban los aztecas. Es muy divertido. Tienes que usar las rodillas y los codos para hacer que la pelota pase por el aro. Ésa es la única regla. Ah, y los que pierden son sacrificados. Se me da muy bien, ya veréis.
Nathaniel agitó una mano en un gesto cansino.
No.
Entonces, ¿al veo veo?
Nathaniel soltó un resoplido. Era difícil conservar la calma si el genio no dejaba de cotorrear. Había mucho en juego y era mejor no pensar en las consecuencias de un fracaso.
Esa misma mañana muy temprano, el señor Makepeace le había hecho una visita secreta para comunicarle nuevas noticias. El contacto de los bajos fondos creía que podía dar con la fugitiva Kitty Jones y que sería posible tenderle una trampa para que saliera de su escondite, siempre que encontraran el anzuelo adecuado. La mente despierta e imaginativa de Nathaniel topó de inmediato con un amigo de la infancia de Kitty, Jakob Hyrnek, al que se mencionaba en el registro del juicio y hacia quien Kitty había demostrado una gran lealtad. Por lo que Nathaniel sabía de ella se palpó con cuidado el moretón de la mejilla, la chica no dudaría en acudir en ayuda de Hyrnek si lo amenazaba algún peligro.
Lo demás sería coser y cantar. La captura de Hyrnek se había llevado a cabo con rapidez y Makepeace así se lo había comunicado a su contacto. Lo único que tenía que hacer Nathaniel era esperar.
Eh, tú.
Nathaniel levantó la vista. El genio le estaba haciendo señas para que se acercara mientras no dejaba de asentir con la cabeza y guiñarle un ojo con insistencia, como si quisiera hacerle una confidencia.
¿Qué?
Ven aquí un momento, para que no nos oiga. Señaló a Hyrnek con la cabeza.
El muchacho seguía balanceándose en la silla, un poco alejado de ellos. Nathaniel lanzó un suspiro y se acercó.
¿Y bien?
El genio agachó la cabeza por encima del borde del armario.
He estado pensando le susurró. ¿Qué ocurrirá contigo cuando tu encantadora señorita Whitwell descubra esto? Porque no sabe que has secuestrado al chico, ¿verdad? No sé a qué estás jugando, porque tú sueles ser un subordinado obediente, un perrito faldero deseoso de complacer.
El dardo dio en la diana. Nathaniel le enseñó los dientes.
Eso se acabó contestó. No se enterará hasta que tenga a la chica y el bastón bajo siete llaves, y entonces tendrá que aplaudirme como los demás. Estaré demasiado cerca de Devereaux para que ninguno de ellos se atreva a hacer otra cosa que no sea felicitarme.
El chico egipcio cambió de postura y se sentó con las piernas cruzadas de tal modo que recordaba a un escriba.
Pero esto no lo estás haciendo solo repuso el genio. Alguien te ha ayudado a prepararlo todo, alguien que sabe cómo encontrar a la chica y decirle que estamos aquí. Tú no tienes ni idea de dónde está, o a estas alturas ya la habrías detenido.
Tengo contactos.
Contactos que saben mucho de la Resistencia, por lo que parece. Será mejor que te andes con cuidado, Nat. Estas cosas son un arma de doble filo. El peludo jefe de la policía daría sus afilados molares por relacionarte con esos traidores. Si llegara a enterarse de que tienes trato con ellos...
¡No tengo trato con ellos!
Uuuy, pero si estás gritando... Estamos nerviosillos, ¿eh?
No estoy nervioso y no grito. Voy a detenerla, ¿no? Lo único que quiero es hacerlo a mi manera.
De acuerdo, pero ¿quién es tu contacto? ¿Cómo sabe tantas cosas sobre la chica? Eso es lo que deberías preguntarte.
Eso no es relevante. Y no quiero hablar más del asunto.
Nathaniel le dio la espalda. El genio tenía razón, por supuesto: la tranquilidad con que Makepeace se desenvolvía en los bajos fondos era sorprendente. Sin embargo, el teatro era una profesión de mala fama; seguro que Makepeace conocía a todo tipo de plebeyos extraños actores, bailarines, escritoresa un solo paso de entrar en la categoría de criminales. A pesar de la inquietud que le provocaba la repentina y nueva alianza, Nathaniel estaba encantado de recoger los frutos de ésta, siempre que todo saliera bien. No obstante, se encontraría en una situación muy delicada si Duvall o Whitwell descubrieran que había estado actuando a sus espaldas. Era el mayor riesgo que asumía. Esa misma mañana, ambos le habían pedido que los pusiera al día acerca de sus actividades y a ambos les había mentido. Se le erizó el vello de la nuca.
Jakob Hyrnek levantó una mano en actitud quejumbrosa. Perdóneme, señor.
¿Qué?
Disculpe, señor Mandrake, pero estoy cogiendo un poco de frío.
Bueno, pues levántate y camina un rato, pero mantén esos absurdos patucos fuera de mi vista.
Envolviéndose bien en el abrigo, Hyrnek comenzó a arrastrar los pies por la habitación. Los patucos a rayas de colores asomaban por debajo del pijama, con el que desentonaban visiblemente.
Cuesta creer que alguien esté dispuesto a arriesgar su vida por este bicho raro comentó el genio. Si yo fuera su madre, haría como si no lo hubiera visto.
No conoces a esa Kitty respondió Nathaniel. Vendrá a por él.
No vendrá. Hyrnek estaba cerca de la ventana y había oído ese último comentario. Antes éramos íntimos, pero ya no. Hace años que no la veo.
Aun así insistió Nathaniel, vendrá.
No la veo desde... que la cara me quedó destrozada dijo el chico. Su voz estaba impregnada de autocompasión.
¡Venga ya! La tensión que Nathaniel acumulaba estalló en un arrebato de irritación. ¡A tu cara no le pasa nada! Puedes hablar, ¿no? ¿Ves? ¿Oyes? Entonces, ¿qué? Deja de quejarte, he visto cosas peores.
Eso mismo le dije yo. El genio se puso en pie con despreocupación y bajó del armario de un salto sin hacer ruido. Está obsesionado. Mírate tú... Esa cara también es para siempre y no te preocupa ir por ahí enseñándosela a todo el mundo. No, lo que realmente debería deprimiros a los dos es el pelo. Hasta el culo de un tejón lo lleva con más estilo. Dadme cinco minutos con una podadera...
Nathaniel entornó los ojos y trató de reafirmar su autoridad. Cogió a Hyrnek por el cuello del abrigo y le hizo dar media vuelta.
A la silla le ladró. Siéntate. En cuanto a ti... Se dirigió al genio. Hace unas horas el hombre de mi contacto le dio esta dirección a la chica y ahora ella debe de estar en camino, casi seguro que con el bastón, puesto que es su arma más poderosa. Cuando ponga un pie en la escalera de abajo, se accionará una esfera sensorial que hará sonar la alarma aquí arriba. Tú la desarmas cuando pase por la puerta, me entregas el bastón y le impides escapar. ¿Entendido?
Claro como el agua, jefe. Sobre todo porque es la cuarta o quinta vez que me lo repites.
No lo olvides: hazte con el bastón, es lo más importante.
¿Crees que no lo sé? Yo estuve en la caída de Praga, ¿no lo recuerdas?
Nathaniel gruñó y volvió a pasear por la habitación. En ese momento oyeron un ruido procedente de la calle. Se volvió hacia el genio con los ojos abiertos como platos.
¿Qué ha sido eso?
Una voz... de hombre.
¿Has oído...? ¡Otra vez!
El genio señaló la ventana.
¿Quieres que vaya a inspeccionar?
Que no te vean.
El chico egipcio se acercó furtivamente a la ventana y desapareció. Acto seguido, un escarabajo correteó por detrás de la sábana. Un resplandor brillante relumbró al otro lado del cristal. Nathaniel hacía oscilar el peso de su cuerpo de un pie a otro.
¿Y bien?
Creo que ha llegado tu chica. La voz del genio parecía proceder de muy lejos. ¿Por qué no echas un vistazo?
Nathaniel apartó la sábana a un lado y miró al exterior a tiempo para ver una pequeña llamarada que se alzaba del suelo en medio de la calle. La llama se consumió. El callejón antes desierto ahora estaba ocupado por varias formas: unas a dos patas, otras a cuatro, y otras que todavía no se habían decidido al respecto, pero que no cesaban de brincar bajo la luna reluciente. Se oyó un entrechocar de mandíbulas y un aullido. Nathaniel sintió que la sangre abandonaba sus mejillas.
Mierda masculló, la Policía Nocturna.
Se oyó un nuevo estallido y la habitación tembló levemente. Una forma esbelta y ágil cruzó corriendo la calle sobre dos piernas y atravesó la pared de un edificio de un salto a través del boquete que la explosión acababa de abrir en el muro. Un lobo la persiguió y acabó
engullido por un nuevo estallido.
El escarabajo lanzó un silbido de aprobación.
Así se usa una esfera de elementos, sí señor. Tu chica es buena. Aun así, no creo que consiga eludir a todo un batallón.
¿Cuántos hay?
Una docena, tal vez más. Mira, se acercan por los tejados.
¿Crees que la cogerán?
Ya lo creo... Y la devorarán. Están furiosos, les hierve la sangre.
Muy bien... Nathaniel se alejó de la ventana. Había tomado una decisión. Bartimeo, sal y tráela ordenó. No podemos arriesgarnos a que la maten.
El escarabajo chirrió indignado.
Otro trabajito agradable, genial. ¿Estás seguro? Vas a enfrentarte a la autoridad del jefe de policía.
Con un poco de suerte, jamás sabrá que he sido yo. Llévala a... Nathaniel tenía que pensar con rapidez. Chascó los dedos, A la vieja biblioteca... ya sabes, en la que nos cobijamos cuando los demonios de Lovelace nos perseguían. Yo llevaré al prisionero y me reuniré contigo más tarde. Tenemos que salir de aquí.
En eso te doy la razón. Muy bien. Procura que no te vean.
El escarabajo retrocedió a la carrera por el alféizar para apartarse de la ventana, se puso en pie sobre sus patas traseras delante del cristal y agitó sus antenas, de las que salieron disparados una luz brillante y un chorro de calor que fundieron un agujero desigual en medio del vidrio. El insecto abrió las alas y salió zumbando al exterior.
Nathaniel se volvió hacia la habitación y, en ese momento, recibió el impacto de una silla contra un lado de la cara.
Cayó al suelo con torpeza, medio inconsciente. Todo le daba vueltas, pero en medio de su confusión consiguió distinguir a Jakob Hyrnek arrojando la silla a un lado y echando a correr hacia la puerta. Nathaniel balbució una orden en arameo y el pequeño diablillo que se materializó en su hombro lanzó un rayo al trasero del pijama de Hyrnek. Se oyó el chisporroteo de algo chamuscándose rápidamente y un chillido agudo. Una vez cumplido su cometido, el diablillo se esfumó. Hyrnek paró un momento, se llevó las manos al trasero y, tambaleante, siguió avanzando hasta la puerta.
Sin embargo, Nathaniel ya se había puesto en pie. Se abalanzó sobre Jakob haciéndole un torpe placaje. La mano estirada había alcanzado un pie enfundado en un patuco y había tirado de él hacia un lado. Hyrnek cayó al suelo. Nathaniel se encaramó encima y comenzó a darle manotazos frenéticos en la cabeza. Hyrnek respondió del mismo modo y rodaron un rato por el suelo.
Qué espectáculo tan edificante.
Nathaniel se quedó petrificado agarrando a Hyrnek del pelo y, sin cambiar de postura, levantó la vista.
Jane Parrar estaba en la puerta, flanqueada por dos corpulentos agentes de la Policía Nocturna. Llevaba el uniforme almidonado y la gorra de visera de los Lomos Grises. En su mirada se leía un claro desprecio. Un sonido grave y gutural escapó de una de las gargantas de los agentes.
Nathaniel trató de encontrar una explicación convincente, pero no halló ninguna. Jane Farrar sacudió la cabeza con expresión entristecida.
Cómo han caído los poderosos, señor Mandrake dijo. Desenmaráñese si puede de ese plebeyo a medio vestir. Queda detenido acusado de traición.
_____ 41 _____ BARTIMEO
Hombres lobo en la calle o Nathaniel en el interior. ¿Vosotros qué elegiríais? A decir verdad, me alegré de poder salir a dar una vuelta.
Su comportamiento me resultaba cada vez más desconcertante. Gracias sin duda alguna a la esmerada tutela de Whitwell, en los años que habían transcurrido desde nuestro primer encuentro se había convertido en un animalillo complaciente, deseoso de obedecer las órdenes con vistas a conseguir un ascenso. Sin embargo, ahora estaba poniéndose en peligro, haciendo cosas algo turbias y arriesgándolo todo al conducirse de esa manera. Aquella idea no era de su propia cosecha: alguien le estaba instigando a hacerlo, alguien movía los hilos. Nathaniel me había parecido muchas cosas, ya lo creo que sí, la mayor parte de ellas indescriptibles, pero nunca se había parecido tanto a una marioneta como en esos momentos.
Y encima todo había salido mal.
Allí abajo, la calle era un completo caos. Había criaturas heridas por todas partes en medio de cascotes, ladrillos y cristales rotos. Se retorcían, gruñían y se echaban mano a los costados cuando los espasmos alteraban su forma: hombre, lobo, hombre, lobo... Ése es el problema de la licantropía, que es muy difícil de controlar. El dolor y las emociones fuertes dan pie a la transformación. [Esta falta de fiabilidad crónica es una de las razones por la que los hombres lobos tienen tan mala prensa. Como el hecho de que sean voraces, salvajes, sanguinarios y estén muy poco enseñados. Licaón de Arcadia reunió el primer ejército de lobos para convertirlos en su guardia personal allá por el año 2000 a.C. Aunque devoraron a varios de sus invitados sin pensárselo dos veces, la idea de que llevaran a cabo una función represora pegó fuerte. Muchos de los tiranos que recurrieron a la magia los utilizaron desde entonces: pronunciaban un complejo conjuro de transformación dirigido a los humanos musculosos en cuestión, los mantenían aislados y a veces llevaban a cabo programas de cría para mejorar la raza. Como otras muchas cosas, fue Gladstone quien fundó la Policía Nocturna británica. Conocía su valía como medio para infundir miedo]
La chica había tumbado a unos cinco, sin contar al que la esfera de elementos había hecho saltar por los aires. Sin embargo, unos cuantos merodeaban por la calle de un lado a otro sin ton ni son, mientras que otros, que demostraban algo más de luces, estaban escalando tuberías
o buscando escaleras de incendios por donde subir. Aún quedaban nueve o diez vivos. Demasiados para un humano. Sin embargo, la chica no se rendía. Por fin la vi, una pequeña figura
girando sobre sí misma en la azotea. Llevaba algo en las manos que desprendía destellos y que agitaba a su alrededor, dibujando pequeñas y desesperadas fintas y estocadas para mantener a raya a los tres lobos. No obstante, a cada vuelta que daba, las formas negras avanzaban un milímetro más.
A pesar de sus muchas cualidades, un escarabajo no es gran cosa en medio de una pelea. Además, me habría llevado cerca de una hora volar hasta allí para unirme a la acción, de modo que me transformé, batí mis enormes alas rojas un par de veces y me abalancé sobre ellos como un rayo. Mis alas se interpusieron ante la luna y envolvieron a los cuatro combatientes de la azotea en profundas sombras. Por si acaso, lancé el aterrador grito del rocho cuando se abalanza sobre los elefantes para llevarse a sus crías. [Normalmente elefantes indios. Los rochos vivían en unas islas remotas del océano índico y solían aparecer por tierra muy de vez en cuando en busca de alguna presa. Sus nidos ocupaban casi media hectárea y las inmensas cúpulas de sus huevos se veían desde lejos. Los adultos eran oponentes formidables y hundían la mayoría de los barcos que pretendían saquear los nidos arrojándoles rocas desde grandes alturas. Los califas pagaban sumas desorbitadas por las plumas de los rochos, que debían arrancarse con sigilo de los pechos de las aves mientras éstas dormían]
El numerito tuvo el efecto esperado. Uno de los lobos retrocedió un metro de un salto, con el pelo moteado erizado por el miedo, y desapareció con un aullido por encima del borde del antepecho. Otro se alzó sobre sus patas traseras y recibió un golpe en el estómago que le propinaron las garras cerradas del rocho. Salid despedido como si fuera una pelota de fútbol de trapo y desapareció detrás de una chimenea con gran escándalo.
El tercero, en pie como si se tratara de un hombre, fue más hábil y más listo. La llegada del rocho también había cogido a la chica por sorpresa. Boquiabierta ante la magnificencia de mi plumaje, bajó los puñales, momento que el lobo aprovechó para saltarle al cuello con sigilo.
Saltaron chispas cuando las mandíbulas entrechocaron.
La chica ya se encontraba a varios metros del suelo y seguía subiendo, suspendida de mis garras. El cabello le azotaba la cara y las piernas le colgaban sobre el tejado, la calle y sus nerviosos ocupantes, a los que iba dejando atrás con rapidez. Los gritos de furiosa frustración fueron apagándose, y de repente nos encontramos a solas, suspendidos por encima de las luces infinitas de la ciudad, ascendiendo gracias a mis alas protectoras hacia un lugar de paz y tranquilidad.
¡Ay! ¡Que ésa es mi pata! ¡Ay! ¡Au! ¡Maldita seas, que eso es plata! ¡Estate quieta!
La chica me estaba acribillando la carne escamosa que asomaba por encima de las garras con un puñal. ¿Os lo podéis creer? Recordad que esa misma pata era la que impedía que ella cayera en picado hacia una noche negra como la boca de un lobo en medio de las chimeneas del este de Londres. Me quedé mudo de asombro y se lo comenté con mi elegancia habitual.
No hace falta insultar, demonio contestó dejando de acribillarme. Estaba gritando, aunque apenas la oía a causa del viento. Además, no me importa. Quiero morir.
Créeme, si estuviera en mi mano ayudarte... ¡Que te estés quieta!
Sentí una nueva punzada de dolor y volvió a darme vueltas la cabeza. Es lo que tiene la plata. Como siguiera así, íbamos a caer los dos. La zarandeé vigorosamente hasta que le castañetearon los dientes y los puñales se le cayeron de las manos. Sin embargo, ni siquiera eso la detuvo. De pronto empezó a retorcerse y a sacudirse febrilmente de un lado a otro para que la soltara. El rocho la asió con más fuerza.
¿Quieres dejar de moverte, niña? No voy a soltarte, pero como sigas te meto cabeza abajo en la chimenea de un curtidor.
¡Me da igual!
Pues te hundo en el Támesis.
¡Me da igual!
Pues te llevo a la depuradora de Rotherhithe y...
¡Me da igual, me da igual, me da igual!
La rabia y la aflicción la pusieron fuera de sí, y lo único que pude hacer para evitar que se zafara de mis garras fue contrarrestar esa energía con mi fuerza de rocho.
Kitty Jones, ¿es que no quieres volver a ver a Jakob Hyrnek? le pregunté sin apartar la vista de las luces del norte de Londres. Estábamos llegando a nuestro destino.
De repente se quedó callada, sin fuerzas, pensativa, y seguimos volando durante un rato en bendita tranquilidad. Utilicé el respiro que me dio para volar varias veces en círculo, atento a las esferas de rastreo. Todo estaba en calma, así que continuamos adelante.
De algún lugar más allá de mi espoleta me llegó una voz un poco
más comedida que la de antes, aunque la rabia no la había abandonado del todo.
Demonio, ¿por qué no dejaste que me devorasen los lobos? preguntó. Sé que tarde o temprano tus amos y tú tenéis planeado matarme.
No sé nada al respecto contestó el rocho, pero no te cortes si quieres agradecérmelo.
¿Me llevas a ver a Jakob?
Sí, si todo sale según lo planeado.
¿Y luego?
No contesté. Me hacía una ligera idea.
¿Y bien? ¡Habla! Y di la verdad... si es que la sabes.
El rocho fingió desdén tratando de cambiar de tema.
Yo que tú tendría cuidado, guapa. Es muy poco aconsejable hacer comentarios socarrones cuando se está suspendido a gran altura. [Como bien demostró Ícaro, uno de los primeros pioneros en cuestiones de vuelo. Según Faquarl, y admito que no era la más fiable de las fuentes, el gran hechicero griego Dédalo construyó un par de alas mágicas, cada una de ellas habitada por un trasgo irritable. Ícaro, un joven fantasioso y ocurrente, hizo unos comentarios de mal gusto sobre los trasgos mientras probaba las alas a varios cientos de metros sobre el Egeo. En respuesta, los trasgos fueron deshaciéndose de las plumas una a una, hicieron caer en picado a Ícaro y a sus ocurrencias hacia una tumba de agua]
Ja, no vas a tirarme, lo has dicho.
Vaya, sí, lo he dicho. El rocho suspiró. Lo cierto es que no sé qué tienen planeado para ti. Y ahora cierra el pico un ratito. Voy a aterrizar.
Nos sumergimos en la oscuridad y surcamos un océano de luces anaranjadas en dirección a la calle en la que el chico y yo nos habíamos refugiado la noche del incendio en casa de los Underwood. La biblioteca abandonada seguía allí. Vi la mole empotrada entre las luces de las pequeñas tiendas que la rodeaban. El edificio había ido deteriorándose con el paso de los años. El cristal de una claraboya se había desprendido y había dejado un boquete enorme en su lugar. El rocho fue disminuyendo de tamaño a medida que se acercaba, calculó el ángulo con cuidado y primero pasó los pies de la chica por el agujero como si estuviera tirando una carta en un buzón. Descendimos hacia el espacio cavernoso iluminado a franjas por los rayos de la luna. Cuando nos encontramos a una distancia segura de los escombros del suelo, solté el lastre, que cayó lanzando un chillido y rodó un poco. [Estábamos a unos dos metros de altura. Eh, ella era joven y flexible]
Tomé tierra algo más allá y la estudié con detenimiento por primera vez. Era la misma, la chica del callejón que había tratado de birlarme el Amuleto. Parecía mayor, más delgada y menos inocente. Estaba más pálida y ojerosa, y su mirada delataba cansancio. Supuse que los últimos años habían sido duros para ella y no me cupo duda de que los últimos minutos debían de haberle resultado atroces. El corte que tenía en el hombro le sangraba y el brazo le colgaba sin fuerzas. Aun así, la resistencia que oponía era palpable. Se puso en pie con cuidado y, con la barbilla estudiadamente levantada, me fulminó con la mirada a través de un haz de luz plateada.
Esto está que da asco soltó. ¿No podrías interrogarme en un sitio un poco más limpio? Como mínimo esperaba la Torre.
Esto es preferible, créeme.
El rocho se estaba limando una garra contra la pared. No estaba de humor para charlas.
Bueno, pues suéltalo ya. ¿Dónde está Jakob? ¿Dónde están los hechiceros?
Ahora vendrán.
¿Ahora? ¿A esto lo llamáis organización? Se puso en jarras. Creía que se suponía que los vuestros eran increíblemente eficientes. Todo esto es disparatado.
Levanté mi enorme cabeza emplumada.
Escúchame bien le advertí. No olvides que te acabo de salvar de las garras de la Policía Nocturna. Un mínimo de gratitud no estaría mal, jovencita.
El rocho tamborileó las garras enigmáticamente contra el suelo y la traspasó con ese tipo de mirada que invita a los marineros persas a arrojarse por la borda. Ella me devolvió una del tipo que corta la leche.
¡Piérdete, demonio! Me río de ti y de tu maldad. ¡No me das miedo!
¿Ah, no?
No. Sólo eres un diablillo inútil con plumas roñosas y cubiertas de moho.
¿Qué? El rocho se inspeccionó rápidamente. ¡Tonterías! ¡Es la luna la que les da este brillo!
Es un milagro que no se te hayan caído. He visto palomas con mejor plumaje.
Ahora escucha...
¡He destruido demonios con poderes auténticos! gritó. ¿Crees que va a impresionarme un pollo desproporcionado?
¡Pero tendrá cara la niña!
Este noble rocho no es la única forma que puedo adoptar, sino una de cientos de miles contesté con sequedad, indignado. Por ejemplo... El rocho se puso en pie y, en una rápida sucesión, me convertí en un feroz minotauro con ojos inyectados de sangre que echaba espumarajos por la boca, en una gárgola de granito que hacía rechinar las mandíbulas, en una serpiente ondulante que escupía
veneno, en un fantasma ululante, en un muerto viviente y en un cráneo
azteca flotante que brillaba en la oscuridad. Toda una variopinta colección de lo más repugnante, si se me permite decirlo [Aunque no muy imaginativa que digamos. Estaba cansado y de mal humor]. ¿Y bien? ¿Algún comentario? preguntó el cráneo de manera significativa.
La oí tragar saliva.
No está mal reconoció, pero todos esos disfraces son grandes y ostentosos. Me juego lo que quieras a que no puedes convertirte en cosas insignificantes.
¡Pues claro que sí!
Me juego lo que quieras a que no puedes hacerte megapequeño... Digamos que lo bastante pequeño como para... para caber en esa botella de allí.
Señaló el culo de una botella de cerveza que asomaba debajo de una pila de escombros sin dejar de vigilarme con el rabillo del ojo.
¡El viejo truco! Si no me lo habían intentado colar cien veces, no me lo habían intentado colar ninguna. El cráneo se sacudió lentamente a uno y otro lado y sonrió de oreja a oreja. [De hecho, ya sonreía de por sí. Sonreír es una de las pocas cosas que a los cráneos les sale que ni bordado]
Buen intento, pero conmigo no funcionaba ni en los viejos tiempos [Ya conocéis el truco: el mortal listillo convence al genio estúpido para que se deslice dentro de una botella (o de cualquier otro recipiente reducido) y a continuación le pone un tapón y se niega a dejarlo salir a menos que le conceda tres deseos, etcétera. Pues vaya. Sin embargo, por increíble que parezca, si el genio entra en la botella por propia voluntad, la trampa tiene mucho poder. No obstante, en la actualidad es difícil que pique ni el diablillo más diminuto y cortito]. Anda continué, ¿por qué no te sientas y descansas? Pareces hecha polvo.
La chica se sorbió la nariz, hizo un mohín y se cruzó de brazos con gesto dolorido. Miró a su alrededor sopesando las salidas.
Y no intentes nada le advertí, o te romperé la crisma con una viga.
La sujetarás entre los dientes, supongo.
Uyuyuy, que se estaba poniendo sarcástica...
En respuesta, el cráneo se desvaneció y se convirtió en Ptolomeo. Me transformé en él sin pensarlo siempre ha sido mi forma preferida [Tomáoslo como una muestra de respeto por lo que él hizo por mí], pero en cuanto lo hice observé que Kitty daba un respingo y retrocedía un paso.
¡Eres tú! ¡El demonio del callejón!
No te pongas nerviosa, y ni se te ocurra echarme la culpa de aquello. Fuiste tú quien se abalanzó sobre mí.
Kitty soltó un gruñido.
Cierto. Aquella vez la Policía Nocturna también estuvo a punto de atraparme.
Deberías ser más cautelosa. De todos modos, ¿para qué querías el amuleto de Samarkanda?
Me miró sin comprender.
¿El qué? Ah, la joya. Bueno, era mágica, ¿no? Por aquel entonces robábamos artilugios mágicos. Era el único objetivo de nuestro grupo: robar a los hechiceros para tratar de utilizar sus chismes. Qué tontos... tontos de capirote. Le dio una patada a un ladrillo. Ay.
Entonces, ¿doy por hecho que ya no sigues con esa política?
¿Cómo? Si ha acabado con todos nosotros...
Menos contigo.
Sus ojos brillaron en la oscuridad.
¿De verdad crees que voy a sobrevivir a esta noche?
En eso tenía razón.
Nunca se sabe contesté efusivamente. Puede que mi amo te perdone la vida. Ya te ha salvado de los lobos.
Kitty soltó un bufido.
Tu amo. ¿Tiene nombre?
Utiliza el de John Mandrake.
Mi promesa me impedía decir más.
¡¿No?! ¡¿Ese estúpido pretencioso?!
Vaya... ¿Así que ya lo conoces?
Hemos coincidido un par de veces, y en la última cayó redondo de un puñetazo.
¿De verdad? No me extraña que no me dijera nada.
La chica me gustaba cada vez más. La verdad es que era una bocanada de aire fresco. A pesar de los siglos de arduo trabajo que llevo a cuestas, he pasado poco tiempo en compañía de plebeyos: los hechiceros tratan instintivamente de mantenernos rodeados de misterio y al mismo tiempo alejados de los hombres y las mujeres normales y corrientes. Puedo contar con los dedos de una garra los plebeyos con los que he conversado. Claro está que por lo general no se trata de algo demasiado gratificante es como si un delfín charlara con una babosa de mar, pero a veces das con una excepción y Kitty Jones era una de ellas. Me gustaba su estilo.
Chasqué los dedos e invoqué una pequeña iluminación que se elevó hacia lo alto y se alojó entre las vigas. Saqué unas cuantas tablas y bloques de cemento de una pila de escombros que había por allí cerca y los dispuse en forma de silla.
Siéntate, ponte cómoda le dije. Eso es. Así que... le diste un puñetazo a John Mandrake, ¿no es así?
Sí contestó con sombría satisfacción. Pareces alegrarte...
Dejé de reírme a carcajadas.
Vaya, no lo sabes tú bien.
Qué raro, teniendo en cuenta que tanto él como tú estáis del lado
de la maldad y teniendo en cuenta que haces realidad todos sus
caprichos.
¿Del lado de la maldad? Eh, que estamos hablando de una relación amoesclavo, ¿sabes? ¡Soy un esclavo! No tengo elección.
Kitty hizo una mueca de desprecio.
Así que sólo obedeces órdenes, ¿eh? Ya, qué gran excusa.
Lo es cuando te aniquilan si desobedeces. Que te inflijan un fuego abrasador en los huesos, a ver si te gusta.
Kitty frunció el ceño.
Me suena a excusa barata. ¿Me estás diciendo que el mal que causas lo haces a regañadientes?
Yo no lo diría bien bien así, pero... ajá. Desde los diablillos hasta los efrits, todos estamos sometidos a la voluntad de los hechiceros y no podemos hacer nada al respecto. Nos tienen entre la espada y la pared. Por ejemplo, en estos momentos tengo que ayudar y proteger a Mandrake, tanto si me gusta como si no.
Patético comentó tajante, absolutamente patético.
De hecho, al oírme decir aquello, a mí también me lo pareció. Nosotros, los esclavos, llevamos viviendo tanto tiempo con estas cadenas que apenas hablamos de ellas [Sólo unos pocos, como el viejo Faquarl, urden abiertamente (y en vano) una rebelión. Sin embargo, llevan tanto tiempo dándole vueltas sin ningún resultado que ya nadie les presta atención]; sin embargo, me di asco hasta en lo más profundo de mi esencia al oír en mi voz la nota de resignación. Traté de ocultar mi vergüenza con un arrebato de justa indignación.
Eh, pero contraatacamos le advertí. Si se descuidan, los sorprendemos y, en cuanto podemos, malinterpretamos sus órdenes. Instigamos para que compitan entre ellos y los lanzamos a la yugular del adversario. Los rodeamos de lujos hasta que sus cuerpos se vuelven fofos y sus mentes se debilitan hasta el punto de que no se enteran de su propia caída. Hacemos lo que podemos, que casi siempre es más de lo que los humanos conseguís.
Al oír eso, la chica dejó escapar una risita extraña y llena de rabia.
¿Qué crees que he estado intentando hacer todos estos años? Saboteando al gobierno, robando artilugios, perturbando la ciudad... Todo ha sido en vano, todo. Lo mismo habría dado que me hubiera hecho secretaria como mi madre quería. Han matado o corrompido a mis amigos, y lo han hecho demonios como tú. No me digas que no os divertís, porque esa cosa de la cripta disfrutó de cada segundo...
Su cuerpo se estremeció con violencia. Se interrumpió y se frotó los ojos.
Bueno, hay excepciones traté de objetar, pero desistí.
Como si se hubiera abierto una brecha en una fina barrera, los hombros de la chica se sacudieron y de repente comenzó a llorar con grandes espasmos producidos por todo el dolor que encerraba. Lloró en silencio, sofocando el ruido con el puño, como si quisiera ahorrarme la vergüenza. No supe qué decir, todo aquello era muy embarazoso. Los sollozos continuaron un buen rato. Me senté con las piernas cruzadas a una distancia prudente. Me volví respetuosamente de espaldas a ella y clavé la mirada en las sombras.
¿Dónde estaba el crío? Vamos, vamos... Mira que le gustaba tomarse las cosas con calma, ¿eh?
«Patético. Absolutamente patético.» Por mucho que tratara de ignorarlas, sus palabras me siguieron reconcomiendo en el silencio de la noche.
_____ 42 _____ KITTY
Kitty se serenó por fin. Los últimos sollozos desesperados se apagaron y dio un hondo suspiro. A excepción de la pequeña zona cerca del techo iluminada débilmente por la luz mágica, cuyo resplandor ya se había atenuado, el resto del edificio abandonado estaba a oscuras. El demonio, que todavía conservaba la forma de un joven de piel morena vestido con una falda, estaba sentado cerca de Kitty. Tenía la cara vuelta a un lado y la luz proyectaba sombras angulares sobre su fino cuello y sus hombros abatidos y desnudos. Parecía extrañamente frágil.
Si te sirve de consuelo dijo el demonio sin volverse, acabé con el efrit de la cripta.
Kitty tosió, enderezó la espalda y se retiró el pelo de los ojos, pero no respondió de inmediato. La sensación de desesperada impotencia que se había adueñado de ella cuando el demonio la había levantado del suelo se había mitigado, se la había llevado por delante el súbito llanto en el que había estallado al recordar a los amigos caídos. Kitty se había quedado vacía y algo mareada. Aun así, trató de ordenar las ideas.
Escapar. Podría intentar escapar... No, tenía que pensar en Jakob, tenía que esperarlo. Si era verdad que iba a venir... Frunció el ceño. Sólo contaba con la palabra del demonio, así que tal vez sería mejor largarse. Estiró el cuello y miró a los lados en busca de inspiración.
¿Lo mataste...? le preguntó con voz ausente. ¿Cómo?
Había una escalera muy cerca, de modo que se encontraban en la primera planta. Casi todas las ventanas estaban entabladas.
Lo arrojé al Támesis. Después de tanto tiempo, estaba como una cabra. Había sometido su esencia a los huesos de Gladstone y no quería,
o no podía, liberarse. Mal asunto, pero ¿qué le vamos a hacer? Era una amenaza para todos, genios y humanos, así que mejor que esté bajo cientos de metros de agua.
Sí, mucho mejor...
Aquello parecía una ventana rota, no demasiado lejos; tal vez podría saltar desde ella. Puede que el demonio la atacara en su huida, pero ya se las apañaría con su invulnerabilidad. Luego se dejaría caer a la calle, buscaría un sitio donde refugiarse...
Espero que no se te esté pasando nada descabellado por la cabeza le advirtió el chico de repente.
Kitty dio un respingo; la había pillado.
No.
Estás pensando algo, te lo noto en la voz. Bueno, pues no lo hagas, porque no voy a molestarme en utilizar magia. He visto mucho mundo, ¿sabes?, y estoy al tanto de tus defensas. Ya las he visto antes. Te tiro un ladrillo y listos.
Kitty se mordió el labio. Renuente, descartó lo de escapar... de momento.
¿Qué quieres decir con que ya lo has visto antes? preguntó. ¿Te refieres a lo del callejón?
El chico volvió la cabeza y la miró a los ojos.
Bueno, sí, a eso también... Tus colegas resistieron el averno frontal de alta intensidad que les lancé, pero me refiero a antes, a mucho antes de que los hechicerillos de Londres comenzaran a volverse unos engreídos. Lo he visto cientos de veces. Tarde o temprano vuelve a ocurrir. ¿Sabes?, teniendo en cuenta lo que está en juego, pensé que ese maldito Mandrake se esforzaría un poquito más en presentarse aquí, ¿no crees? Ya llevamos una hora esperando.
Kitty frunció el ceño.
¿Quieres decir que has visto antes a gente como yo?
¡Por supuesto que sí! Miles de veces. Bueno, supongo que los hechiceros no os dejan leer los libros de historia... No me extraña que seáis tan ignorantes. El demonio pivotó sobre su trasero para volverse hacia ella. ¿Cómo crees que cayó Cartago? ¿O Persia? ¿O Roma? Claro que existían estados enemigos dispuestos a aprovecharse de las debilidades de los imperios, pero fueron las divisiones internas las que en realidad los llevaron a la destrucción. Por ejemplo, Rómulo Augústulo se pasó medio reinado tratando de controlar a los suyos mientras los ostrogodos de grandes bigotes avanzaban a través de Italia. Sus genios no consiguieron controlar a la plebe. ¿Sabes por qué? Porque muchos de ellos se habían vuelto como tú: invulnerables a nuestra magia. Las detonaciones, las efusiones, los avernos... apenas conseguían chamuscarles la punta de la barba. La gente acabó enterándose y reclamaron sus derechos, reclamaron la destitución de los hechiceros de una vez por todas. Reinaba tal confusión que casi nadie reparó en la horda bárbara hasta que ésta saqueó Roma. El chico se rascó la nariz. En cierto modo, creo que fue como un relevo. Borrón y cuenta nueva.
No hubo más hechiceros en la Ciudad Eterna durante mucho, mucho tiempo.
Kitty pestañeó. Sus conocimientos de historia eran escasos y esos nombres extraños de personajes y lugares desconocidos no le decían nada, pero las repercusiones eran sorprendentemente claras.
¿Estás diciendo que la mayoría de los romanos eran invulnerables a la magia?
Oh, no, tal vez sólo un treinta por ciento, y en diversos grados, claro. Con eso ya tienes para un buen alzamiento.
¡Pero si nosotros nunca hemos sido más de once! ¡Y Londres es enorme!
¿Un once por ciento? No está mal.
No, once personas, punto.
El chico enarcó las cejas.
¡Caray! El método de reclutamiento no ha tenido demasiado gancho. Pero bueno, todavía es pronto. ¿Cuánto hace que Gladstone montó el tinglado? ¿Unos ciento cincuenta años o así? Bueno, pues ahí lo tienes. La invulnerabilidad a la magia necesita tiempo para consolidarse entre la población en general, y eso es mucha magia filtrándose por la ciudad. Poco a poco nacerán más niños con poderes de uno u otro tipo. A ver, ¿qué otras cosas puedes hacer? ¿Nos ves?
No. Kitty hizo un mohín, contrariada. Anne y Fred sí, pero a mí sólo se me da bien... sobrevivir.
El chico sonrió de oreja a oreja.
Que no es moco de pavo, no lo menosprecies.
Stanley también podía ver la magia que desprendían las cosas... Así es como supimos que llevabas el colgante.
¿Qué? Ah, el Amuleto. Sí, ese tipo de visión es otro de los poderes. Bueno, seguro que ahora mismo hay todo tipo de facultades bullendo entre la población de Londres. Tiene que haber cientos de personas con poderes varios; sin embargo, la mayoría no sabe que los posee. Pasa bastante tiempo antes de que empiece a correr la voz. ¿Cómo lo descubriste tú?
Aquello le hizo recordar que aquel chico menudo, educado y conversador era en realidad un demonio, algo que debía detestar y evitar. Abrió la boca para decir algo y vaciló. El chico entornó los ojos y levantó las manos.
Mira, no creas que voy a contárselo a nadie, y mucho menos a mi amo. No le debo nada. Además, nada más lejos de mi intención que tratar de sonsacártelo, que no soy un hechicero.
Parecía bastante ofendido.
Un demonio me alcanzó con un volteador negro.
La pequeña confidencia cogió a Kitty por sorpresa, al descubrirse
confesándoselo sin pensar.
Ah, sí, lo del mono de Tallow. Lo había olvidado. El chico se estiró con pereza. Bueno, pues te alegrará saber que Tallow está muerto. Se lo cargó un efrit, y con bastante estilo, por cierto. No... No voy a darte detalles a menos que me cuentes algo más acerca de ti. ¿Qué ocurrió después del volteador?
Kitty, muy a su pesar, le relató la historia. Cuando terminó, el demonio se encogió de hombros, como con tristeza.
¿Sabes? El problema del señor Pennyfeather era que se parecía demasiado a los hechiceros: codicioso, avaro y reservado. Quería llevarlo todo en secreto para otorgarse los méritos. No me extraña que sólo tuvierais once miembros. Si quieres iniciar una revuelta, mi consejo es que pongas a la gente de tu lado. Todas esas explosiones y robos no os iban a llevar a ninguna parte.
Kitty frunció el ceño. Le molestó la despreocupada seguridad con que el demonio hablaba sobre aquel tema.
Supongo que no.
Pues claro que no. Lo importante es la educación, el conocimiento del pasado, por eso los hechiceros os imparten una enseñanza tan elemental. Me juego lo que quieras a que os contaban miles de historias triunfalistas acerca de la grandiosidad de Gran Bretaña. Ahogó una risita. Lo divertido del caso es que la creciente invulnerabilidad de la gente a la magia también acabará siendo una sorpresa para los hechiceros. Todos los imperios creen que son diferentes de los demás, creen que a ellos no les ocurrirá y olvidan las lecciones del pasado, incluso las recientes. Si Gladstone consiguió hacerse con Praga tan deprisa fue únicamente porque la mitad del ejército checo estaba de huelga por entonces y eso debilitó el imperio. Sin embargo, mi amo y sus amigos ya lo han olvidado. Mandrake no tenía ni idea de cómo conseguiste escapar a su mohoso el otro día. Por cierto, está tardando siglos en traer aquí a Hyrnek. Empiezo a pensar que le ha pasado algo. Nada fatídico, por desgracia, o yo no seguiría aquí.
Jakob. Estaba tan fascinada por las palabras del demonio que casi había olvidado a su amigo, y eso la hizo sonrojar. Estaba hablando con el enemigo, con un asesino, un secuestrador, un adversario inhumano... ¿Cómo se le había podido olvidar?
¿Sabes? continuó el demonio en tono amistoso, tengo una duda: ¿por qué fuiste a buscar a ese Hyrnek? Por fuerza sabías que era una trampa, porque él dijo que no lo habías ido a ver desde hacía años.
No, no he ido, pero está metido en este lío por mi culpa, ¿no? masculló Kitty entre dientes.
Sssí... El demonio hizo una mueca. Es que me parece raro, eso es todo.
¡¿Tú qué sabrás, demonio?! Kitty estaba blanca de ira. ¡Eres un monstruo! ¡¿Cómo te atreves ni siquiera a imaginar cómo me siento?!
Estaba tan furiosa que casi arremete contra el chico. Bartimeo chasqueó la lengua en señal de desaprobación.
Permíteme darte un consejo de amigo repuso el genio. Verás, ¿verdad que no te gustaría que te llamaran «espécimen femenino de origen fangoso»? Bueno, pues del mismo modo, cuando te diriges a un espíritu como yo, la palabra «demonio» es, para ser franco, un poco degradante para ambos. El término correcto es «genio», aunque puedes añadir adjetivos como «noble» y «brillante» si lo prefieres. Es una cuestión de buena educación. Para mantener una relación amistosa, digo.
Kitty rió con acritud.
¡Nadie hace amistad con un demonio!
No, normalmente no. Las diferencias cognitivas son demasiado grandes. Sin embargo, ha habido casos...
Se interrumpió con aire pensativo.
¿Ah, sí?
Palabra.
¿Por ejemplo?
Bueno, hace mucho tiempo... No importa.
El chico egipcio se encogió de hombros.
Te lo estás inventando.
Kitty esperó, pero el chico se puso a examinarse las uñas, ensimismado, y no continuó. Al cabo de un buen rato, Kitty rompió el silencio.
A ver, ¿por qué me salvó Mandrake de los lobos? No tiene sentido.
El chico gruñó.
Porque quiere el bastón. Está claro.
¿El bastón? ¿Por qué?
¿Tú qué crees? Por el poder. Está tratando de hacerse con él antes que los demás contestó el chico con sequedad; parecía estar de mal humor.
Kitty comenzó a entenderlo todo.
¿Quieres decir que el bastón es importante?
Pues claro. Es de Gladstone. Ya lo sabíais, si no, ¿para qué ibais a profanar la tumba?
Kitty volvió a recordar el palco, así como la llave dorada que el desconocido le puso ante la vista. Oyó la voz del benefactor mencionando el bastón como de pasada. Vio los claros ojos grises de Hopkins clavados en ella, lo oyó hablar en voz baja en medio del barullo de la cafetería del Druida, preguntándole por el bastón... y comenzó a sentirse asqueada por la traición.
Vaya, pues no lo sabíais. Los brillantes ojos del genio la observaban detenidamente. Os tendieron una trampa. ¿Quién? ¿Ese Hopkins?
Sí. Y alguien más, aunque nunca le vi la cara contestó con un hilo de voz.
Qué lástima. Con toda seguridad un hechicero influyente. Da lo mismo uno que otro, todos son iguales, y encima siempre tienen a mano a alguien que les hace el trabajo sucio, sea genio o humano. Pestañeó como si de repente se le hubiera ocurrido algo. Supongo que no sabrás nada del golem, ¿verdad? Aquella palabra no significaba nada para Kitty, que negó con la cabeza. Ya suponía que no. Se trata de una criatura enorme y asquerosa que últimamente ha estado causando problemas en Londres. Alguien lo controla, y me gustaría saber de quién se trata. Para empezar, casi me mata.
El chico lo dijo tan enfadado que Kitty casi sonrió de satisfacción.
Creía que eras un noble genio de poder formidable se burló. ¿Cómo es que ese golem te sacudió?
Porque es invulnerable a la magia, por eso. Si me acerco, apaga mi energía. Antes podrías detenerlo tú que yo comentó, como si fuera la cosa más ridícula del mundo.
Kitty se ofendió.
Muchas gracias.
Lo digo en serio. Al golem se le controla mediante un manuscrito oculto en su boca. Si te acercaras y se lo quitaras, el golem regresaría junto a su amo y se iría desintegrando hasta convertirse en un puñado de arcilla. Yo lo vi una vez, en Praga.
Kitty asintió, abstraída.
No parece demasiado difícil.
Obviamente, tendrías que abrirte paso entre la bruma negra y asfixiante que lo envuelve...
Ah, fácil.
Y esquivar unos puños que con sólo balancearse traspasan el cemento...
Ah.
Aparte de eso, lo demás es coser y cantar.
Bueno, pues si es tan fácil replicó Kitty con vehemencia, ¿cómo es que los hechiceros no lo han detenido?
El genio esbozó una fría sonrisa.
Porque se necesita valor. Ellos nunca hacen nada por sí mismos. Siempre dependen de nosotros para esas cosas. Mandrake me da una orden y yo obedezco. Él se queda sentado en casa y yo, hale, a sufrir. Así son las cosas repuso el genio con voz cansada y avejentada.
Kitty asintió.
Parece duro.
El chico se encogió de hombros.
Así es como funciona. No hay elección. Por eso me sorprende que fueras a rescatar a Hyrnek. Seamos realistas: fue una decisión estúpida y no estabas obligada a tomarla; nadie te obliga a hacer nada. Te equivocaste, pero por razones admirables. Créeme, después de llevar tanto tiempo con hechiceros, es una bocanada de aire fresco ver que estas cosas todavía pasan.
No me equivoqué replicó Kitty. ¿Cuánto tiempo es ése?
Cinco mil años o más. Con interrupciones. De vez en cuando te dan un raro respiro que puede durar siglos, pero, en cuanto cae un imperio, surge otro nuevo. Gran Bretaña sólo es el último.
Kitty volvió la vista hacia las sombras.
Y, con el tiempo, Gran Bretaña también caerá.
Sí, ya empiezan a verse las grietas. Si leyeras más, descubrirías los síntomas. Aja... Hay alguien abajo. Por fin.
El chico se levantó y Kitty lo imitó. Hasta los oídos de la chica llegó el barullo de una refriega y un par de tacos mascullados en la zona de la escalera. El corazón comenzó a latirle con fuerza. Una vez más se preguntó si no debería salir corriendo y una vez más acalló su instinto.
El genio la miró y sonrió. Sus blanquísimos dientes lanzaron un destello.
¿Sabes? He disfrutado mucho de nuestra conversación dijo. Espero que no me ordenen matarte.
Chica y demonio esperaron en la oscuridad, una al lado del otro. Alguien subía por la escalera.
_____ 43 _____ NATHANIEL
Nathaniel fue escoltado hasta Whitehall por Jane Farrar y tres silenciosos oficiales de la Policía Nocturna en una limusina blindada. Jakob Hyrnek estaba sentado a su izquierda y un policía a su derecha. Nathaniel se percató de que el agente llevaba el pantalón del uniforme hecho jirones y las uñas de sus callosas manazas rotas. En el aire flotaba un fuerte olor a almizcle. Miró a Jane Farrar, sentada con el rostro impasible en el asiento delantero, y se descubrió preguntándose si ella también sería una mujer lobo. Dudaba de que lo fuera: parecía demasiado controlada, demasiado menuda. Sin embargo, nunca se sabía.
En Westminster Hall, Nathaniel y Jakob fueron llevados directamente a la gran sala de recepción, cuyo techo relucía plagado de esferas de vigilancia. El primer ministro y sus lores se sentaban
alrededor de una mesa pulida sobre la que, por raro que pareciera, no
había manjares exquisitos, lo que daba a entender la gravedad de la situación. Los ministros tenían que conformarse con una triste botella de agua con gas y un vaso. El jefe de policía se acomodaba en el sillón de honor, cerca del primer ministro. Su expresión revelaba una profunda satisfacción. La señorita Whitwell había quedado relegada a los asientos de los márgenes. Nathaniel ni siquiera la miró, ya que sólo tenía ojos para el primer ministro, en cuyo rostro trató de adivinar alguna señal. Sin embargo, el señor Devereaux no apartó la vista de la mesa.
Sólo estaban presentes los ministros principales, por lo que el señor Makepeace no había sido invitado.
Los agentes que les escoltaban saludaron al jefe de policía Duvall y, a una señal de éste, salieron de la habitación arrastrando los pies. Jane Farrar dio un paso al frente y carraspeó con delicadeza.
El señor Devereaux levantó la vista y lanzó el suspiro de un hombre a punto de llevar a cabo una tarea penosa.
¿Sí, señorita Farrar? ¿Tiene algo de que informarnos?
Sí, señor. ¿El señor Duvall le ha dado ya los detalles?
Algo ha mencionado. Por favor, sea breve.
Sí, señor. Llevamos varios días vigilando las actividades de John Mandrake. Pequeñas incongruencias observadas en su manera de actuar durante los últimos días despertaron nuestras sospechas: ha demostrado cierta vaguedad e inconsistencia en sus acciones.
¡Protesto! Nathaniel la interrumpió con toda la cortesía de que fue capaz. Mi demonio destruyó al efrit renegado... ¿Cómo se me puede acusar de vaguedad?
El señor Devereaux levantó una mano.
Sí, sí, Mandrake. Ya le llegará el turno de hablar, pero mientras tanto manténgase en silencio, por favor.
Jane Farrar se aclaró la garganta.
Si se me permite extenderme, señor: en los últimos días, Mandrake ha llevado a cabo varias salidas en solitario por Londres, en una situación de crisis en la que se había requerido a todos los hechiceros que permanecieran en Westminster a la espera de órdenes. Esta tarde, tras partir misteriosamente una vez más, enviamos esferas de vigilancia tras él. Lo seguimos hasta una casa al este de Londres, en la que se reunió con su demonio y con este poco agraciado joven, y en la que tomaron posiciones, evidentemente a la espera de alguien. Decidimos apostar varios agentes de la Policía Nocturna en las inmediaciones. Esa misma noche, algo más tarde, una chica se aproximó a la casa. Nuestros agentes le dieron el alto, pero ella se resistió al arresto. Iba fuertemente armada y en la refriega dos hombres resultaron muertos, y cuatro, heridos. Sin embargo, nuestros agentes estaban a punto de llevar a buen puerto la detención cuando el demonio del señor Mandrake apareció y ayudó a escapar a la sospechosa. En ese momento, consideré que mi deber era arrestar al señor Mandrake.
El primer ministro tomó un pequeño sorbo de agua.
¿Quién es esa chica?
Creemos que es un miembro de la Resistencia, señor, una superviviente del asalto a la abadía. Parece evidente que Mandrake ya lleva un tiempo en contacto con ella. Desde luego la ayudó a escapar de la justicia. Pensé que debía estar al corriente de la situación.
Por supuesto. Los ojos oscuros del señor Devereaux escudriñaron a Nathaniel unos instantes. Cuando sus fuerzas se encontraron con ella, ¿llevaba la chica el bastón de Gladstone?
Jane Farrar frunció los labios.
No, señor, no lo llevaba.
Disculpe, señor. Si se me permite...
No se le permite, Mandrake. Henry, ¿algún comentario?
El jefe de policía, que se había estado removiendo intranquilo en su asiento, se inclinó hacia delante y colocó sus manazas sobre la mesa con las palmas hacia abajo. Volvió la cabeza lentamente a ambos lados, mirando uno a uno a los demás ministros.
Ya hace un tiempo que tengo mis dudas sobre este chico, Rupert comenzó. Cuando lo vi por primera vez, me dije: «Este Mandrake tiene talento, de acuerdo, y parece que es aplicado... Pero también hay algo sibilino en él». Bien, ahora todos conocemos su ambición y cómo se ha ganado el afecto de la pobre Jessica para que le concediera un cargo de responsabilidad en Asuntos Internos a una edad escandalosamente temprana. Bueno, ¿y cuál era su atribución en ese departamento? Luchar contra la Resistencia, destruirla a ser posible y hacer de las calles un lugar más seguro para todos nosotros. ¿Qué ha ocurrido en los últimos meses? La Resistencia ha hecho grandes avances y su campaña de terror ha culminado con la profanación de la tumba de nuestro fundador. Sus atentados no conocen límite: el Museo Británico, los almacenes de Piccadilly, la National Gallery... todos han sido asaltados y a nadie se le ha imputado la responsabilidad de los ataques.
Nathaniel dio un paso al frente, enojado.
Como he dicho muchas veces, no tenían nada que ver con...
Una franja de sustancia gelatinosa verde oliva se materializó en el aire delante de él y empezó a dar vueltas alrededor de su cabeza hasta tejer una mordaza tan apretada que le hacía daño. El señor Mortensen bajó la mano.
Prosiga, Duvall dijo.
Gracias. El jefe de policía hizo un gesto de agradecimiento. Veamos, la señorita Farrar y yo asumimos al principio que esta curiosa falta de resultados se debía únicamente a la simple incompetencia del señor Mandrake. Luego comenzamos a hacernos preguntas: ¿había algo más detrás de todo aquello? ¿Podía ser que este ambicioso y talentoso joven formara parte de algo más siniestro? Así que comenzamos a vigilarlo. Tras la destrucción del museo, hizo un viaje a Praga en secreto, donde creemos que se citó con hechiceros extranjeros, aunque no estamos muy seguros de sus movimientos. ¡Sí, señorita Malbindi, es para quedarse boquiabierto! A saber qué daño puede haber causado este chico y qué secretos puede haber revelado. Como mínimo, uno de nuestros mejores espías en Praga, un hombre que había servido al imperio durante muchos años, murió durante la visita de Mandrake. Al oír aquello, casi todos los ministros comenzaron a murmurar. El señor Duvall tamborileó sus dedazos contra la mesa. Mandrake ha estado pregonando una historia muy poco creíble acerca de los atentados en Londres. Asegura que un golem, sí, lo ha oído bien, señorita Malbindi, que un golem podría estar detrás de ellos. Por ridículo que parezca, por lo visto embaucó a la pobre Jessica y la historia del golem le sirvió de excusa para su viaje a Praga. Regresó sin prueba alguna de sus disparatadas afirmaciones y, como acabamos de oír, ha sido detenido en connivencia con la Resistencia y enfrentándose a nuestra policía. Resulta bastante evidente que desea el bastón de Gladstone, e incluso puede que haya indicado a los traidores el camino hasta la tumba. Sugiero que escoltemos al señor Mandrake a la Torre de Londres de inmediato para llevar a cabo el debido interrogatorio. De hecho, propongo encargarme del caso personalmente.
Se oyó un murmullo de aprobación. El señor Devereaux se encogió de hombros. De todos los ministros, la señorita Whitwell fue la única que permaneció en silencio, imperturbable. El corpulento ministro de Exteriores, Fry, intervino:
Bien. El chico nunca me gustó. Lleva el pelo demasiado largo y te mira con insolencia. ¿Qué medidas tiene en mente, Duvall?
¿Qué le parece el pozo del remordimiento? Propongo que lo sumerjamos en él hasta la nariz durante toda la noche. Por lo general, eso suele soltarles la lengua a los traidores; si las anguilas les dejan algo de lengua, claro...
Fry asintió con la cabeza.
Anguilas, eso me recuerda algo. ¿Qué me dicen de cenar por segunda vez?
El señor Mortensen se inclinó hacia delante.
¿Y qué me dice del torno, Duvall? Suele ser efectivo.
Creo que un orbe de desconsuelo es un método de probada fiabilidad.
¿Tal vez unas horas en cada uno de ellos?
Tal vez. ¿Me llevo ya al infeliz, Rupert?
El primer ministro soltó un bufido y se arrellanó en el sillón.
Supongo que sí, Henry. Supongo que sí respondió, no muy convencido.
El señor Duvall chascó los dedos y cuatro agentes de la Policía Nocturna salieron de las sombras dando un paso al frente, cada uno de ellos más musculoso que el anterior. Cruzaron la sala al paso hasta el prisionero y el jefe sacó unas finas esposas de plata del cinturón. Ante el rumbo que estaba tomando el asunto, Nathaniel, quien llevaba un rato removiéndose inquieto y gesticulando frenético, protestó con tanta energía que un grito ahogado escapó de su mordaza. El primer ministro pareció recordar algo y levantó una mano.
Un momento, Henry. Debemos dar al chico la oportunidad de defenderse.
El jefe de policía frunció el ceño con impaciencia.
¿Debemos, Rupert? Cuidado. Es un diablillo muy convincente.
Creo que eso debería decidirlo yo.
El señor Devereaux miró a Mortensen y éste hizo un gesto renuente. La mordaza gelatinosa alrededor de la boca de Nathaniel se disolvió y dejó un olor acre muy penetrante. El chico se sacó el pañuelo del bolsillo y se limpió el sudor de la cara.
Adelante, pues dijo Duvall. Y mucho cuidado, nada de mentiras.
Nathaniel recobró la compostura y se pasó la lengua por los labios. Lo único que captó en las miradas de los ministros principales fue hostilidad, salvo, y en esos momentos era la única esperanza que le quedaba, en la del señor Devereaux. En sus ojos percibió algo similar a la duda mezclada con una irritación extrema. Nathaniel se aclaró la garganta. Se había jactado muchas veces de su relación con el primer ministro y había llegado el momento de comprobar si estaba en lo cierto.
Gracias por concederme la oportunidad de hablar, señor comenzó.
Trató de imprimir a su voz una tranquilidad y una seguridad naturales, pero el miedo la constriñó y se convirtió en una especie de chirrido. Con sólo pensar en la Cámara de la Persuasión, zona de la Torre de Londres dedicada al interrogatorio de prisioneros, se ponía a temblar. Bartimeo tenía razón: gracias a sus propias acciones se había vuelto vulnerable ante sus enemigos y ahora tendría que ganárselos con su labia.
Las insinuaciones del señor Duvall son infundadas aseguróy la señorita Farrar es, como mínimo, demasiado entusiasta. Espero que todavía estemos a tiempo de reparar el daño que han hecho.
Oyó resoplar con discreción a Jane Farrar junto a él. El señor Duvall lanzó un gruñido de protesta que el primer ministro interrumpió con una mirada. Un tanto envalentonado, Nathaniel siguió adelante.
El viaje a Praga y el asunto de la chica son dos cosas que no tienen absolutamente nada que ver la una con la otra, señor. Cierto, creo que muchos de los atentados ocurridos en Londres son obra de un golem, aunque mis investigaciones sobre estos casos todavía no han concluido. Mientras tanto, he estado utilizando a este joven hizo un gesto con la cabeza en dirección a Hyrnekpara hacer salir a Kitty Jones, la traidora, de su escondite. Es uno de sus antiguos colegas y creí posible que quisiera rescatarlo. Una vez que la tuviera en mi poder, me revelaría el paradero del bastón y, a continuación, se lo entregaría a usted. La llegada de los lobos de la señorita Farrar echó por tierra la emboscada, por lo que confío en que recibirá una justa reprimenda.
Jane Farrar dejó escapar un grito de rabia.
¡Mis hombres tenían acorralada a la chica! Su demonio la hizo desaparecer como por arte de magia.
Desde luego Nathaniel era la cortesía en persona, porque sus hombres la habrían hecho pedazos. Estaban ávidos de sangre. ¿Cómo habríamos conseguido el bastón entonces?
Está hablando de la policía imperial. Esos hombres sólo responden ante el señor Duvall...
Exacto, y sería difícil encontrar una organización más brutal y caótica respondió Nathaniel en actitud combativa. Admito que he actuado con secretismo, señor añadió con suavidad dirigiéndose al señor Devereaux, pero sabía que se trataba de una operación delicada. La chica es muy obstinada, así que tenía que andarme con pies de plomo si quería recuperar el bastón, iba a garantizarle la seguridad de este chico a cambio del artilugio, pero lo que menos me esperaba es que la torpeza habitual del señor Duvall lo echara todo a perder, como por desgracia ha sucedido.
La mirada asesina del jefe de policía era algo digno de ver. Su rostro moreno se puso rojo como un tomate, las venas del cuello y de las manos se le abultaron como si fueran sogas y las uñas, que parecían algo más largas que segundos antes, se clavaron profundamente en la mesa. Apenas podía hablar por la furia.
¡Guardias! Llévense a este joven depravado de aquí. Enseguida me ocuparé de él.
Estás perdiendo el control, Henry le advirtió el señor Devereaux en voz baja, aunque en un tono claramente amenazador. En este gobierno soy yo quien ordena y manda, soy yo quien decide el destino de Mandrake, y no estoy convencido de que sea el traidor que aseguras que es. John, ¿tu demonio tiene a la chica, esa Kitty Jones, bajo custodia?
Sí, señor. La tensión se reflejaba en el rostro de Nathaniel. Todavía no se había librado, la oscura sombra del pozo del remordimiento seguía rondándolo. Tenía que andarse con pies de plomo. La envié a un lugar tranquilo donde poder llevar a cabo mi plan. Espero que esta larga demora no lo haya echado todo por tierra.
¿Y tenías intención de devolverme el bastón?
Devereaux lo observó de reojo.
¡Por supuesto, señor! Tenía la esperanza de verlo algún día en las cámaras del gobierno junto al amuleto de Samarkanda, señor. Se mordió el labio y esperó; acababa de jugar su baza. Al recuperar el Amuleto, le había salvado la vida a Devereaux y no quería que el primer ministro lo olvidara. Todavía puedo hacerlo, señor añadió. Si reúno a Hyrnek con la chica y les garantizo su seguridad, creo que me entregará el bastón en menos de una hora.
¿Y la chica? ¿Quedará libre? :
Nathaniel esbozó una sonrisita.
No, señor. En cuanto tenga el bastón, ella y Hyrnek pueden ser interrogados como a ustedes les plazca.
La sonrisa desapareció en cuanto la patada de Jakob alcanzó su espinilla.
El chico es un mentiroso consumado. El señor Duvall había recuperado algo de compostura. Rupert, por favor, ¿no me dirás que vas a dejarte engañar...?
He tomado una decisión. El primer ministro se inclinó hacia delante, uniendo las manos por la yema de los dedos. Mandrake ha demostrado su valía y su lealtad en el pasado, por tanto hemos de concederle el beneficio de la duda y confiaremos en su palabra. Que recupere el bastón. Si lo hace, quedará olvidado el secretismo con que se ha conducido. Si no lo hace, aceptaré la versión de Henry sobre lo ocurrido y lo confinaré en la Torre. ¿Qué os parece el arreglo? ¿Todo el mundo contento? Sonriendo, miró al desilusionado y ceñudo Duvall, luego al nervioso y pálido Nathaniel, y volvió a mirar al jefe de policía. Bien, Mandrake puede marcharse. Vamos a ver, ¿he oído hablar de comida? ¡Un vino bizantino para hacer boca!
Una cálida brisa sopló en la habitación. Unos esclavos invisibles dieron un paso al frente con vasos de cristal y licoreras llenas de vinos color albaricoque. Jane Farrar se agachó al tiempo que una bandeja de salchichas de carne de venado pasaba como un rayo por encima de su cabeza.
Pero, señor, ¡no iremos a permitir que Mandrake lo haga solo!
¡Exacto, enviemos un batallón! Duvall dio un manotazo con impaciencia al vaso que le ofrecían. Sería una insensatez confiar en él.
Nathaniel ya se encontraba a medio camino de la puerta, pero retrocedió apresurado.
Señor, este caso requiere mucho tacto. Una manada de lobos lo echaría todo a perder.
El señor Devereaux estaba degustando una copa de vino.
Delicioso. Extracto del Mármara... Bueno, veamos cómo arreglamos eso. A Mandrake se le asignarán varías esferas de vigilancia para que podamos seguir sus movimientos, y ahora, ¿podría alguien pasarme ese cuscús? Tiene un aspecto delicioso.
Nathaniel ató a Hyrnek con un lazo invisible y abandonó la sala arrastrándolo por el brazo. No se sentía eufórico precisamente. Por el momento había parado los pies a Duvall, pero si no recuperaba el bastón, y pronto, el panorama no sería muy halagüeño. Sabía que había utilizado la buena predisposición del primer ministro hacia él, y la aversión de los demás ministros era evidente. Su carrera, y su vida, pendían de un hilo.
Estaban cruzando el vestíbulo de la sala cuando la señorita Whitwell les salió al paso. Nathaniel la miró fijamente, implacable, pero no abrió la boca. Ella le clavó sus penetrantes ojos.
Quizá hayas convencido a nuestro querido primer ministro, o quizá no dijo en un susurro ronco, y tal vez tengas el bastón, o tal vez no, pero yo sé que has estado actuando a mis espaldas, que buscabas un ascenso a mi costa, y eso no te lo voy a perdonar. Nuestra relación ha llegado a su fin y espero que fracases. Por lo que a mí respecta, ya puedes pudrirte en la Torre de Duvall.
Al alejarse apresuradamente, sus ropas susurraron como hojas secas. Nathaniel la siguió sin apartar la mirada, pero se percató de que Hyrnek lo observaba con ojos divertidos, así que se recompuso y le indicó el camino hacia el corrillo de chóferes que esperaban al otro lado del vestíbulo.
En cuanto el coche puso rumbo hacia el norte, cuatro esferas rojas de vigilancia se materializaron sobre la entrada del edificio y partieron en silencio detrás de ellos.
_____ 44 _____ BARTIMEO
Comprendí qué ocurría en cuanto subieron la escalera. Lo leí en la sonrisa forzada de Hyrnek y en la mala gana con que ascendía los escalones. Lo vi en la mirada gélida y dura de mi amo y en la proximidad amenazadora que mantenía con su prisionero. Sí, Nathaniel estaba tratando de que todo pareciera muy natural, estaba tratando de inspirar en la chica una falsa sensación de tranquilidad. Llamadme intuitivo, pero dudaba de que la situación fuera tan buena como quería hacer creer a la chica. Claro que el trasgo invisible sobre los hombros de Hyrnek atenazándole la garganta fuertemente con sus largos pies en forma de garra también me dio una pequeña pista. Además, una cola fina y escamada sujetaba los brazos de Hyrnek a los lados, de modo que
éste no podía ni hablar, ni gritar ni gesticular. Unas garras afiladas se le clavaban en las mejillas, lo que lo obligaba a conservar la sonrisa. El trasgo también se entretenía en susurrarle algo al oído, y es muy poco probable que se tratara de palabras de amor. [Los espíritus menores como éste suelen ser mezquinos y vengativos, y aprovechan cualquier oportunidad para incomodar a los humanos que tienen en su poder hablándoles de torturas espeluznantes. Otros cuentan con una lista interminable de chistes verdes. A saber qué es peor]
Sin embargo, la chica no se dio cuenta de nada. Dejó escapar un pequeño grito cuando vio aparecer a Hyrnek en la escalera y dio un paso involuntario hacia delante. Mi amo le lanzó una advertencia.
¡Señorita Jones, manténgase alejada, por favor!
Kitty se quedó quieta, pero no apartó la mirada de su amigo.
Hola, Jakob lo saludó.
El trasgo aflojó un poco las garras para que el chico pudiera
croar una respuesta.
Hola, Kitty.
¿Estás herido?
Una pausa. El trasgo le acarició la mejilla a modo de aviso.
No.
Kitty esbozó una débil sonrisa.
He... he venido a rescatarte.
Esta vez sólo recibió un rígido gesto de cabeza por respuesta. Las garras del trasgo habían vuelto a aumentar la presión. La sonrisa falsa de Hyrnek reapareció y observé la advertencia desesperada en su mirada.
No te preocupes, Jakob dijo la chica con seguridad. Voy a sacarnos de ésta.
En fin, una escena de lo más conmovedora, pero estaba claro que el afecto de la chica por Hyrnek era exactamente lo que mi amo deseaba [Por inexplicable que parezca, porque Hyrnek me parecía un blandengue]. Nathaniel observaba el reencuentro con una ansiosa y calculadora mirada.
He venido de buena fe, señorita Jones le aseguró, mintiendo como un bellaco.
Colgado del cuello de Hyrnek, el trasgo invisible puso los ojos en blanco y soltó una risita muda.
Aunque hubiera querido avisar a la chica acerca del trasgo, no habría podido decirle nada con mi amo delante [Tampoco es que lo hubiera hecho, claro. Los humanos y sus patéticos asuntillos me importan un carajo. Si me hubieran dado a elegir entre ayudar a la chica o desmaterializarme sin más, seguramente me habría esfumado con una sonora carcajada y le habría echado una gota de azufre en el ojo. Por encantadora que fuera la chica, a los genios nunca nos compensa confraternizar con la gente. Nunca. Creedme, sé de lo que hablo]. Además, él no era el único problema. De repente vi un par de
esferas rojas rondando en lo alto, junto a las vigas; eso significaba que los hechiceros nos vigilaban a distancia. No valía la pena buscarse problemas. Como de costumbre, me mantuve patéticamente a un lado, a la espera de órdenes.
Vengo de buena fe repitió mi amo. Tenía las manos extendidas con las palmas hacia arriba en un gesto de paz [Es decir, si llegabas a verlas por debajo de sus enormes puños de encaje]. Nadie más sabe que está aquí. Estamos solos.
Vaya, otra mentirijilla. Las esferas de vigilancia se escondieron con coquetería detrás de una viga, como si les hubiera entrado la timidez. El trasgo fingió escandalizarse. Los ojos de Hyrnek lanzaban súplicas a la chica, pero ella no se percató de nada.
¿Y los lobos? preguntó Kitty con sequedad.
Lejos... Por lo que sé, siguen buscándola. Sonrió. ¿No querrá más pruebas de mis intenciones? preguntó. De no ser por mí, a estas horas sería un montón de huesos en una calleja.
La última vez que le vi no se mostró tan considerado.
Tiene razón. Nathaniel hizo lo que evidentemente él consideraba un ostentoso gesto de cortesía, aunque con todos esos pelos y puños agitándose daba la impresión de haberse tropezado. Le presento mis disculpas por la precipitación que demostré.
¿Sigue pensando en arrestarme? Doy por hecho que ésa es la razón por la que secuestró a Jakob.
Pensé que eso la haría salir de su escondite, sí, pero ¿arrestarla? Para ser franco, eso depende de usted. Tal vez podamos llegar a un acuerdo.
Adelante.
Aunque primero... ¿Tiene hambre o necesita primeros auxilios? Veo que está herida y debe de estar cansada. Mi esclavo le traerá lo que desee: comida, vino caliente, reconstituyentes... Chascó los dedos en mi dirección. ¡Pida y le será concedido!
Kitty sacudió la cabeza.
No quiero nada que provenga de su repugnante magia.
¿Seguro que no necesita nada? ¿Vendas? ¿Hierbas medicinales? ¿Whisky? Bartimeo puede hacerlo aparecer en un abrir y cerrar de ojos. [Ya estaba volviendo a exagerar, a menos que se tengan unos ojos especialmente viscosos y reumáticos que tarden en despegarse. Si se me da una orden precisa y una retractación parcial de la orden que esté cumpliendo en ese momento, puedo desmaterializarme, materializarme en otro lugar, localizar los objetos necesarios y regresar, pero todo eso me llevaría unos cuantos segundos... o más, si los objetos son difíciles de encontrar. No puedo hacer aparecer cosas de la nada. Qué bobada]
No respondió inflexible, inmune a sus halagos. ¿Cuál es su propuesta? Supongo que querrá el bastón.
Al escuchar aquello, a Nathaniel le cambió la expresión ligeramente. Tal vez la franqueza de la chica lo desconcertó, ya que los hechiceros no suelen ser ni tan sinceros ni tan directos. Nathaniel asintió con un lento movimiento de cabeza.
¿Lo tiene?
Agarrotado por la tensión, contenía el aliento.
Lo tengo.
¿Puede entregármelo sin demora?
Puedo.
Por fin soltó el aire.
Bien, bien, entonces ésta es mi propuesta: hay un coche esperándonos abajo. Lléveme hasta el bastón y confíemelo. Una vez que lo tenga a buen recaudo, se les entregará un salvoconducto a Hyrnek y a usted para ir a donde quieran. Esta amnistía durará un día. Supongo que desearán abandonar el país, y con eso tendrían tiempo de sobra. ¡Piénselo con calma! Se trata de una oferta muy generosa para una traidora incorregible como usted. Como ha podido comprobar, hay gente en el gobierno que no sería tan amable.
La chica no parecía convencida.
¿Qué seguridad tengo de que cumplirá su palabra?
Nathaniel sonrió y se sacudió una mota de polvo de la manga.
Ninguna. Tendrá que confiar en mí.
Pues estamos arreglados.
No tiene elección, señorita Jones. Por decirlo de alguna manera, ya está acorralada. Un demonio despiadado la vigila...
Kitty miró confundida a uno y otro lado. Carraspeé.
Ése soy yo le aclaré.
... y además, también tendría que vérselas conmigo continuó mi amo. No volveré a subestimarla. De hecho añadió como si se le acabara de ocurrir, siento curiosidad por saber de dónde proceden sus defensas contra la magia. En realidad, mucha curiosidad. ¿De dónde las ha sacado? ¿Quién se las dio? La chica no respondió. Si comparte esa información conmigo continuó Nathaniel, si me cuenta la verdad sobre el tiempo que estuvo con la Resistencia, haré algo más que dejarla en libertad. Dio un paso al frente, extendió una mano y la posó en su brazo. Kitty se estremeció, pero no se apartó. También puedo hacerla rica. Sí, y concederle un estatus más elevado del que nunca imaginó. Los plebeyos como usted, inteligentes, valientes y con talento de sobra, pueden llegar a ocupar puestos capitales en el gobierno, cargos con verdadero poder. No es ningún secreto. Trabajará a diario junto a los grandes y aprenderá cosas que la maravillarán. Puedo acabar con su monótona vida, puedo proporcionarle destellos de cómo fue el extraordinario pasado, de los días en que los hechiceros emperadores dominaban el mundo, y entonces podrá entrar a formar parte de nuestra gran historia. Sin ir más lejos, en cuanto ganemos las batallas que se están librando en estos momentos, estableceremos una nueva Oficina Colonial en Estados Unidos y necesitaremos hombres y mujeres inteligentes que hagan cumplir nuestra voluntad. Dicen que existen vastos territorios que conquistar, señorita Jones, tierras habitadas únicamente por bestias y unos cuantos salvajes. Piénselo, sería una gran dama del imperio...
Kitty se apartó, y la mano que descansaba en su brazo perdió el apoyo.
Gracias, pero creo que eso no va conmigo.
El chico frunció el ceño.
Qué lástima. ¿Qué me dice de mi primera propuesta? ¿La acepta?
Me gustaría hablar con Jakob.
Aquí lo tiene.
El hechicero se alejó unos pasos con aire despreocupado. Yo también retrocedí y la chica se acercó a Hyrnek.
¿Estás bien de verdad? le preguntó con un hilo de voz. Estás muy callado.
El trasgo relajó la presión de la garganta, pero flexionó las garras ante su cara a modo de recordatorio. El chico asintió débilmente.
Estoy bien. Bien.
Voy a aceptar la oferta de Mandrake. ¿Tienes algo que decir?
Hyrnek esbozó un amago de sonrisa.
No, no, Kathleen. Puedes confiar en él.
Kitty vaciló, asintió con la cabeza y se volvió.
De acuerdo, entonces. Señor Mandrake, supongo que no quiere alargarlo más. ¿Dónde está su coche? Le llevaré hasta el bastón.
Durante el viaje, distintas emociones se agolpaban en el interior de Nathaniel. El nerviosismo, la agitación y un miedo patente se reflejaban en su rostro con una desagradable expresión. No podía estarse quieto, se removía en el asiento y se volvía cada dos por tres para mirar las luces de la ciudad por la luna trasera. Trataba a la chica con una mezcla confusa de educación solícita y desdén mal disimulado; comenzaba haciéndole preguntas entusiastas y acababa pronunciando amenazas veladas. Por el contrario, los demás estábamos serios y en silencio. Hyrnek y Kitty miraban al frente sin pestañear (el primero con el trasgo enroscado alrededor de la cara), mientras el chófer al otro lado del cristal hacía un arte de la impasibilidad [Hasta un tronco de madera con gorra de visera se habría mostrado más alegre y expresivo]. Yo a pesar de que la falta de espacio me había obligado a adoptar la forma de un estoico conejillo de Indias acurrucado entre los zapatos de la chica y la guanteramantenía mi dignidad habitual.
Atravesamos la noche londinense sin detenernos. Las calles estaban desiertas. Las estrellas comenzaban a parpadear sobre los tejados anunciando la llegada del alba. El motor del coche ronroneaba suavemente. Aunque Nathaniel no podía verlas, sabía que cuatro luces rojas los seguían, moviéndose de un lado a otro sobre la limusina.
A diferencia de mi amo, la chica parecía serena. Por un instante pensé que sabía que Nathaniel iba a traicionarla seamos sinceros, no hacía falta ser un genio para adivinarloy aun así se encaminaba hacia su perdición con toda la calma del mundo. El conejillo de Indias asintió con pesar para sí mismo. Admiré la determinación de Kitty como no lo había hecho hasta ese momento... y la elegancia con que la mostraba. Eso es lo que tiene el libre albedrío, un lujo que yo no me puedo permitir en este mundo.
Siguiendo las indicaciones de la chica, nos dirigimos hacia el sur. Atravesamos el centro de la ciudad, cruzamos el río y nos adentramos en un barrio más popular, en el que la industria ligera y el comercio se mezclaban con destartalados edificios de viviendas de tres pisos. De vez en cuando aparecía algún que otro transeúnte cabizbajo que caminaba adormilado hacia su turno de mañana. Un par de semiefrits aburridos pasaron por nuestro lado, así como un corpulento diablillo mensajero que avanzaba penosamente bajo el peso de un paquete gigantesco. Al fin doblamos hacia un estrecho callejón empedrado, atravesamos un arco bajo y entramos en una callejuela desierta.
Es aquí.
La chica dio unos golpecitos en el vidrio de separación. El tronco de madera frenó y se quedó sentado a la espera de órdenes. Los demás bajamos del coche, agarrotados por el frío, y nos encontramos con la primera luz de la mañana. El conejillo de Indias estiró su esencia y recuperó la forma de Ptolomeo. Miré a mi alrededor y vi las esferas de vigilancia rezagadas a cierta distancia.
La callejuela estaba flanqueada a ambos lados por hileras de estrechas casas pintadas de blanco algo descuidadas. Sin mediar palabra, la chica se acercó a unos escalones que bajaban hasta la puerta de un sótano. Nathaniel la siguió después de darle un codazo a Hyrnek para que caminara delante de él. Yo cerraba la marcha.
Mi amo volvió la cabeza y me miró.
Si intenta algún truco, mátala.
Tendrás que ser un poco más concreto repuse. ¿Qué tipo de truco? Cartas, monedas, la soga india... ¿qué?
Me fulminó con la mirada.
Cualquier cosa que rompa el acuerdo al que hemos llegado y cuya intención sea causarme daño o facilitar su huida. ¿Es lo bastante claro?
Diáfano.
La chica rebuscó algo en la penumbra, cerca de la puerta, hasta que encontró la llave en una de las grietas. Segundos después la puerta se abrió con un chirrido. La cruzó en silencio y los demás la seguimos.
Como si estuviéramos bailando una lenta y aburrida conga, Kitty, Hyrnek, Nathaniel y yo, en fila india, doblamos esquinas y torcimos recodos a lo largo de una serie de sótanos tortuosos. Kitty parecía conocer el camino al dedillo. Accionaba interruptores de vez en cuando y, sin mirar atrás en ningún momento, se agachaba para pasar bajo las arcadas más bajas contra las que los demás nos golpeábamos la frente. El recorrido era tan laberíntico que comencé a preguntarme si mi disfraz de minotauro no habría sido más apropiado.
Al volver la vista, vi el resplandor de al menos una de las esferas, siguiéndonos el rastro y vigilándonos desde lejos.
Kitty se detuvo por fin en una pequeña estancia lateral que salía del sótano principal. Encendió una triste bombilla. En la estancia sólo había unos leños apilados en la esquina de enfrente. El agua goteaba del techo y corría en hilillos por el suelo. Nathaniel arrugó la nariz.
¿Y bien? preguntó con sequedad. No veo nada.
La chica se acercó a los leños y metió un pie en la pila. Se oyó un chirrido y la sección de pared enladrillada que se abrió delante de ella dio paso a un abismo de oscuridad.
¡Quieta ahí! No entre. Mi amo soltó a Hyrnek por primera vez y se adelantó para interponerse entre Kitty y la puerta secreta. Bartimeo, entra e infórmame de lo que encuentres. Si el bastón está ahí dentro, tráemelo.
Con mucha más desconfianza de lo habitual en mí, me acerqué a la puerta y me envolví en un escudo por si había trampas. Al aproximarme, percibí una vibración de advertencia en los siete planos, lo que implicaba que allí dentro había algo que ejercía una magia muy poderosa. Asomé la cabeza con timidez por el agujero y eché un vistazo.
Aquella ratonera no era más que un cajón con pretensiones, una covacha abandonada medio llena de artilugios baratos que la chica y sus amigos habían birlado a los hechiceros, los típicos cacharros metálicos y esferas de cristal, material de baja calidad que no servía para nada. [Al igual que las verduras enlatadas nunca son tan buenas y nutritivas como las frescas, las esferas de elementos, las astillas aveníales, o cualquier otra arma creada a partir de la reclusión de un diablillo u otro espíritu dentro de una esfera o una caja, nunca son tan efectivas ni duraderas como los conjuros lanzados espontáneamente por los propios espíritus. Sin embargo, los hechiceros suelen utilizarlos a todas horas, ya que es mucho más fácil que llevar a cabo una laboriosa invocación]
Lo único que se salvaba era el objeto apoyado con despreocupación en la esquina del fondo, luchando incongruentemente por hacerse un hueco entre varias lanzas explosivas.
El día que vi el bastón, a lo lejos, por encima de los tejados en llamas de Praga, centelleaba con la violencia de una tormenta. Los rayos convergían en él abriendo una herida en el cielo y su sombra se proyectaba sobre las nubes. Una ciudad entera hubo de claudicar ante su furia y ahora estaba ahí, silencioso y acumulando polvo mientras una araña tejía inocentemente su tela entre el puño tallado y un agujero de la pared.
Aun así, en su interior seguía latiendo un gran poder. Su aura vibraba con fuerza e inundaba la habitación de luz (en los planos superiores). No se debe jugar con un objeto como ése, así que cogí el bastón de Gladstone entre el índice y el pulgar, con la aprensión de cuando se extrae un gusano de una manzana, lo saqué del almacén secreto y se lo tendí a mi amo.
Vaya si se puso contento. Lo embargó una inmensa sensación de alivio. Lo cogió y lo contempló con ojos ávidos. El aura de aquella cosa iluminó el contorno de su rostro con un fulgor apagado.
Señor Mandrake lo llamó la chica.
Estaba junto a Hyrnek y le había pasado una mano por encima de los hombros en actitud protectora. El trasgo invisible había saltado al otro hombro y la miraba con profunda desconfianza. Tal vez percibía su invulnerabilidad innata.
Señor Mandrake repitió, yo he cumplido con mi parte del trato. Ahora tiene que dejarnos libres.
Sí, sí. Mi amo apenas levantó la vista del bastón. Claro, dispondré todo lo necesario y se les asignará una escolta. Pero primero abandonemos este lugar tan deprimente.
Cuando salimos, la luz de la primera hora de la mañana había comenzado a inundar los rincones de las callejuelas empedradas y relucía débilmente sobre el cromo de la limusina aparcada en la acera de enfrente. El chófer estaba inmóvil en su asiento, mirando al frente. Era como si no se hubiera movido durante el rato que habíamos estado ausentes.
La chica volvió a probar suerte. Estaba muy cansada y su voz no traslucía demasiada esperanza.
A partir de aquí ya no tiene que escoltarnos, señor Mandrake dijo. Nosotros ya nos las apañamos.
Mi amo acababa de subir los escalones con el bastón en la mano. Por lo visto no la había oído, tenía la mente en otra parte. Parpadeó, se detuvo en seco y la miró fijamente como si la viera por primera vez.
Hizo una promesa insistió la chica.
Una promesa...
Nathaniel arrugó la frente con un gesto vago.
Déjenos ir.
Me percaté de que Kitty había cambiado sutilmente el peso de su cuerpo al pie delantero mientras hablaba, como si se dispusiera a hacer un movimiento repentino. Me pregunté con cierta curiosidad qué tendría planeado.
Ah, sí.
Hubo un tiempo, un año o dos atrás, en que Nathaniel habría cumplido cualquier acuerdo al que hubiera llegado. Habría considerado que romper una promesa era rebajarse, a pesar de su enemistad con la chica. Puede que incluso en esos momentos parte de él tuviera ciertas reticencias a hacerlo. Lo cierto es que vaciló unos instantes, como si dudara de verdad, pero luego lo vi levantar la vista hacia las esferas de vigilancia que habían salido del sótano y que volvían a cernerse sobre nosotros, y la mirada se le oscureció. Tenía los ojos de sus maestros puestos sobre él, y eso acabó de decidir la cuestión.
Se estiró un puño mientras hablaba; sin embargo, el parecido con los demás hechiceros era más profundo que aquel simple gesto mimético.
Las promesas hechas a terroristas no son vinculantes ni mucho menos, señorita Jones contestó. Nuestro acuerdo queda anulado. Será inmediatamente interrogada y juzgada por traición y me encargaré en persona de escoltarla hasta la Torre. ¡No intente nada! Le advirtió levantando la voz, ya que la chica había deslizado una mano dentro de la chaqueta. La vida de su amigo pende de un hilo. ¡Sófocles, manifiéstate!
El sonriente trasgo sobre el hombro de Hyrnek se desprendió del manto de invisibilidad en el primer plano, guiñó un ojo a la chica con insolencia e hizo rechinar los dientes junto a la oreja de su prisionero.
Los hombros de la chica se estremecieron unos segundos; parecía alicaída.
Muy bien accedió Kitty.
Su arma... lo que lleve en el abrigo. Sáquela. Despacio.
Kitty vaciló.
No es un arma.
¡No tengo tiempo para esto! Sáquela o su amigo perderá la oreja replicó Nathaniel con voz amenazadora.
No es un arma, es un regalo insistió al tiempo que sacaba la mano y se la tendía.
En sus dedos había algo pequeño y circular que relucía bajo la luz: un disco de bronce. Nathaniel abrió los ojos como platos.
¡Eso es mío! ¡Mi espejo mágico! [Fácilmente reconocible gracias a la espantosa manufactura. El diablillo descarado y perezoso del interior es aún peor]
La chica asintió con la cabeza.
Tenga.
Kitty se lo lanzó y el disco se elevó girando hacia lo alto. Todos lo seguimos con la vista instintivamente, Nathaniel, el trasgo y yo, momento que la chica aprovechó para entrar en acción. Extendió las manos, agarró al trasgo por su escuálido cuello y tiró de él para apartarlo de los hombros de Hyrnek. El trasgo, cogido por sorpresa, aflojó la presión y acabó agitando las garras en el aire, pero la esbelta cola se enroscó alrededor de la cara de Hyrnek, rápida como un látigo, y comenzó a apretar. Hyrnek gritó y le clavó las uñas en la cola.
Nathaniel retrocedía siguiendo la trayectoria del disco volador. Todavía sujetaba el bastón, pero había estirado la mano libre para atrapar el disco.
Los dedos de la chica se cerraron sobre el cuello del trasgo, cuyos ojos comenzaron a salírsele de las órbitas y empezó a ponerse de color violáceo.
La cola se tensó aún más.
Yo me limité a observar la escena con gran interés. Kitty confiaba en su invulnerabilidad, en su poder para contrarrestar la magia del trasgo, así que todo dependía de su grado de inmunidad. Podía ocurrir que el trasgo se recuperara, estrujara el cráneo de Hyrnek y a continuación se ocupara de ella. Sin embargo, la chica era fuerte y estaba furiosa. Al trasgo se le hinchó la cara y soltó una especie de quejido. Tras alcanzar el punto crítico, el trasgo estalló y se convirtió en vapor. Reventó como un globo, cola incluida, y se desvaneció en el aire. Tanto Kitty como Hyrnek perdieron el equilibrio y cayeron al suelo.
El espejo mágico fue a parar a la mano de Nathaniel, sano y salvo. El chico levantó la vista y en ese momento comprendió lo que ocurría. Sus prisioneros se estaban poniendo en pie, tambaleantes.
¡Bartimeo! gritó Nathaniel, enojado.
Yo estaba sentado tranquilamente en un poste. Volví la vista.
¿Sí?
¿Por qué no has hecho nada para detener esto? Te di instrucciones precisas.
Lo hiciste, lo hiciste contesté rascándome el cogote.
¡Te dije que la mataras si intentaba algo!
¡Al coche! ¡Vamos!
La chica ya estaba en marcha y arrastraba a Hyrnek con ella. Cruzaron el suelo empedrado a la carrera en dirección a la limusina. Aquello era más entretenido que el juego de pelota azteca. Ojalá hubiera tenido palomitas.
¿Y bien?
Nathaniel estaba que trinaba.
Me dijiste que la matara si rompía los términos de vuestro acuerdo.
¡Sí! Si trataba de escapar, ¡que es exactamente lo que está haciendo! ¡Venga! El fuego abrasador...
Sonreí alegremente.
Pero si ese acuerdo es nulo. Tú mismo lo rompiste no hace ni dos minutos, de una manera bastante vergonzosa, si se me permite decirlo. O sea que ¿cómo va a romperlo ella? Oye, si dejas el bastón en el suelo, puedes tirarte de los pelos sin problemas.
¡Aaah! ¡Invalido todas las órdenes anteriores y dicto una nueva que no puedes tergiversar! ¡Impide que se marchen en ese coche!
Ah, muy bien.
Tenía que obedecer. Me bajé del poste con desgana y partí en su persecución a regañadientes y sin prisas.
Mientras Nathaniel y yo habíamos estado cotorreando no habíamos dejado de vigilar la frenética huida de nuestros amigos. La chica iba al frente. Llegó al coche y abrió la puerta del conductor, se supone que con la intención de obligarlo a que los llevara lejos de allí. El chófer, quien hasta el momento no había evidenciado ni el mínimo interés en la refriega, siguió mirando al frente. Kitty le estaba gritando órdenes, fuera de sí. Le tiró del hombro. El chófer se tambaleó como sin fuerzas, fue ladeándose y resbalando del asiento y se desplomó sobre la sorprendida joven antes de acabar boca abajo en los adoquines. Uno de los brazos le colgaba de forma nada esperanzadora.
Por unos instantes, todos nos quedamos paralizados. La chica estaba petrificada, tal vez maravillándose de su fuerza. Yo reflexioné sobre la extraordinaria ética del trabajo duro de la obrera británica tradicional. Incluso mi amo dejó de echar espumarajos por la boca unos segundos, perplejo. Todos nos acercamos un poco más.
¡Sorpresa!
Por detrás del coche asomó una cara sonriente. Bueno, en realidad se trataba más de una mueca burlona que de una sonrisa. Que se sepa, los cráneos no sonríen propiamente. Sin embargo, éste rebosaba una alegría irreprimible, que contrastaba con el lacio cabello blanco salpicado de fango, los andrajos negros y empapados que le colgaban de los huesos y el fétido tufo a tumba que flotaba en el aire.
Oh, oh, oh pronunciado con claridad meridiana. Ése soy yo.
Entrechocando los huesos y lanzando un grito jubiloso, Honorio el efrit saltó al capó del coche con los fémures separados, las manos en las caderas y el cráneo ladeado en un ángulo desenfadado. Nos contempló de uno en uno desde esa posición, encuadrado por la luz del nuevo día.
_____ 45 _____
KITTY
Por unos instantes, Kitty dejó de estar en la calleja empedrada, dejó de respirar el aire de la mañana y regresó de nuevo bajo tierra, atrapada en una cripta oscura, saboreando la muerte mientras sus amigos yacían sin vida a su alrededor. Sentía el mismo terror y la misma impotencia. Le pareció que las fuerzas y la determinación la abandonaban, como pedacitos de papel barridos por el viento. Apenas podía respirar.
Primero pensó en descargar su ira contra el demonio Bartimeo. Su afirmación de haber acabado con el esqueleto resultó ser una nueva mentira. A continuación pensó en Jakob, quien temblaba a su lado. Él iba a morir por su culpa, lo sabía con absoluta certeza, y se odiaba por ello.
La mayor parte de las ropas del esqueleto había desaparecido y lo poco que todavía aguantaba colgaba informe de los huesos amarillentos. Ya no llevaba la máscara de oro y unas llamitas rojizas ardían en las oscuras cuencas del cráneo. La luz del sol se colaba por entre las costillas y se filtraba a través de lo que quedaba de la chaqueta. Los pantalones y los zapatos habían desaparecido. Sin embargo, la criatura no había perdido ni un ápice de energía. Brincaba de un pie a otro con una rapidez sorprendente.
Bueno... Muy bonito, sí, señor. La alegre voz resonaba con mucha claridad entre los dientes que le colgaban. ¿Qué más se puede pedir? Aquí estoy, feliz como una perdiz, aunque con los cartílagos un poco húmedos, de vuelta al trabajo. ¿Qué quiero? Únicamente seguir el rastro de la posesión desaparecida, recuperarla y marcharme. ¿Qué encuentro? Mi bastón, ¡sí!, como nuevo... Y algo más... Dos perdices con que jugar, dos perdices en las que he tenido mucho tiempo para pensar mientras me enjuagaba de lo lindo en el agua helada del estuario y mis bonitas ropas se me pudrían sobre los huesos. Vamos, no te hagas la inocente, querida mía. La voz aguda se convirtió en un gruñido. El esqueleto se inclinó hacia Kitty. Tú eres una de ellas. El ratoncito que perturbó el sueño de mi amo, la que robó el bastón y la que cree que llevar plata despiadada en el bolso es de señoritas. Ya me ocuparé de ti después. El esqueleto se enderezó de un salto, tamborileó los metatarsianos sobre el capó de la limusina y apuntó con un dedo a Bartimeo, que todavía seguía llevando el disfraz del chico de piel morena. Y luego te tenemos a ti, el que me robó la cara prosiguió. El que me ahogó en el Támesis. Vaya, estoy muy, pero que muy enfadado contigo.
Sí aquello le preocupó, el demonio lo disimuló muy bien.
Lo entiendo contestó con serenidad. De hecho, estoy un poco decepcionado. ¿Te importa decirme cómo has llegado hasta aquí?
El cráneo rechinó los dientes con odio.
Una pura coincidencia impidió que se me relegara al olvido masculló. Mientras la corriente me arrastraba en medio de la helada oscuridad sin que pudiera hacer nada para impedirlo, el pliegue del codo se me enganchó en la cadena oxidada de un ancla fijada al lecho del río. Me aferré rápidamente a la cadena con dedos y mandíbula. Luché contra el río que me empujaba hacia el mar y trepé hacia la luz. ¿Dónde aparecí? En una vieja barcaza amarrada para pasar la noche. Al tiempo que el agua cruel se escurría por mis huesos, fui recobrando las fuerzas. ¿Qué deseé? ¡Venganza! No obstante, primero debía encontrar el bastón para recuperar mi poder. Me arrastré por la orilla día y noche olisqueando su aura como un perro, y hoy su voz traslucía un regocijo súbito y alborotadolo encontré, lo seguí hasta este patio y esperé aquí mientras intimaba con ese tipo del suelo. Señaló el cuerpo del chófer con un dedo del pie de manera despectiva. Me temo que no era un buen conversador.
Bartimeo asintió con la cabeza.
Los humanos no destacan por su inteligencia precisamente. Son la mar de aburridos.
¿Verdad que sí?
Lo que yo te diga.
Mmm... ¡Eh! El esqueleto retomó el tono anterior, indignado. Estás tratando de cambiar de tema.
En absoluto. Decías que estabas muy enfadado conmigo.
Bastante. ¿Por dónde iba...? Muy enfadado... Dos pequeñas perdices, una chica y un genio... Parecía que había perdido el hilo.
Kitty disparó el pulgar hacia el hechicero Mandrake.
Y él, ¿qué?
Mandrake dio un respingo.
¡No he visto a este excelso efrit en toda mi vida! No puede tener nada contra mí.
Las llamas de las cuencas del cráneo se avivaron.
Si no fuera porque tienes mi bastón, y eso no es moco de pavo. Es más... ¡Tenías planeado usarlo! ¡Sí! No lo niegues. ¡Eres un hechicero!
Valía la pena enrabiarlo más, así que Kitty se aclaró la garganta.
Él me obligó a robarlo aseguró. Todo es culpa suya, todo. También obligó a Bartimeo a que te atacara.
¿Es eso cierto? El esqueleto escudriñó a John Mandrake. Qué interesante... Volvió a agacharse hacia Bartimeo. Está mintiendo, ¿no? ¿De verdad que ese petimetre del bastón es tu amo?
El joven egipcio parecía sinceramente avergonzado.
Me temo que sí.
Buf, madre mía. Bueno, no te preocupes, acabaré con él...
después de deshacerme de ti.
El esqueleto levantó un dedo y una llamarada verde se estrelló contra los adoquines en los que instantes antes se encontraba el demonio. El chico moreno había desaparecido dando saltos mortales por el empedrado y había aterrizado limpiamente en un cubo de la basura que había junto a la casa más próxima. Como si los impulsara el mismo pensamiento, Kitty, Jakob y John Mandrake dieron media vuelta y echaron a correr hacia el arco que conducía a la salida de la callejuela y a la carretera del otro lado. Kitty era la más rápida de los tres y fue la primera en percatarse del súbito oscurecimiento del aire, de la rápida disolución de la luz del alba a su alrededor, como si algo la apartara físicamente del suelo. La chica aflojó el paso y se detuvo. Unos jirones ensortijados de oscuridad se asomaron por el arco, seguidos a corta distancia por una nube borrascosa que bloqueaba la entrada al patio y lo aislaba del mundo exterior.
¿Y ahora qué? Kitty intercambió una mirada desesperada con Jakob y volvió la vista. Al chico egipcio le habían salido alas y estaba volando de aquí para allá por el patio para ponerse fuera del alcance del esqueleto saltarín.
Manteneos alejados de la nube les advirtió John Mandrake en voz baja y entrecortada. Estaba a su lado, con los ojos abiertos como platos y retrocedía poco a poco. Creo que es peligrosa.
Como si eso te importara contestó Kitty con desprecio, aunque también retrocedió.
La nube se alargó en su dirección envuelta en un silencio sepulcral y un penetrante olor a tierra húmeda. Jakob le tocó el brazo a Kitty.
¿Oyes...?
Sí. Unos pasos contundentes procedentes de las profundidades de las sombras les anunciaron que algo se acercaba. Tenemos que salir de aquí. Al sótano.
Dieron media vuelta y corrieron hacia los escalones que conducían al almacén del señor Pennyfeather. En el otro extremo del patio, el esqueleto, que había estado lanzando sin éxito descargas mágicas contra el ágil demonio, reparó en ellos y juntó las manos. En ese momento se produjo un temblor y los adoquines traquetearon. El dintel de la puerta del sótano se partió por la mitad y una tonelada de ladrillos se desplomó sobre la escalera. Cuando la nube de polvo se posó, la puerta había desaparecido.
El esqueleto se plantó a su lado con un par de saltos.
Ese condenado demonio es demasiado ágil se quejó. He cambiado de opinión: vosotros dos vais primero.
¿Por qué yo? protestó Jakob con voz entrecortada. Yo no he hecho nada.
Ya lo sé, guapo. Las cuencas centellearon. El caso es que estás
rebosante de vida, y después del tiempo que he pasado debajo del agua, mira, necesito la energía.
Extendió una mano, y en ese momento reparó por primera vez en la oscura nube que se deslizaba por el patio succionando la luz. El esqueleto intentó escudriñar dentro de la oscuridad, la mandíbula colgando con aire vacilante.
Bien, bien... musitó. ¿Qué tenemos aquí?
Kitty y Jakob se arrimaron a la pared, pero el esqueleto no les hizo el menor caso. Giró la pelvis, se enderezó para enfrentarse a la nube y comenzó a hablar en una lengua extraña. Kitty sintió que Jakob daba un bote a su lado.
Eso es checo susurró, algo así como: ¡No te temo!
El cráneo rotó ciento ochenta grados y los miró.
Disculpadme, niños, pero tengo que ocuparme de un asuntillo pendiente. Estaré con vosotros en un santiamén. Esperadme aquí.
Se alejó con sus huesos traqueteantes y rodeó el patio para llegar al centro, sin apartar las cuencas de los ojos de la nube, que iba hinchándose. Kitty trató de concentrarse. Miró a su alrededor: la carretera estaba sumida en la oscuridad y el sol no era más que un disco velado que lucía débilmente en el cielo. Las sombras amenazadoras obstruían la única salida del callejón y por todas partes los rodeaban paredes desnudas y ventanas enrejadas. Kitty soltó un taco. Si tuviera una sola esfera, podría abrirse camino con ella, pero tal como pintaba la cosa, estaban perdidos, como ratas en una trampa.
Sintió un remolino de aire a su lado y una figura que descendía con mucha suavidad. El demonio Bartimeo recogió las alas tras la espalda y saludó a Kitty con un movimiento de cabeza. Ésta se estremeció.
No te preocupes la tranquilizó el chico. Mis órdenes eran que evitara que te escaparas en ese coche. Si te acercas a él, tendré que detenerte, pero si no, ya puedes hacer lo que te dé la gana.
Kitty frunció el ceño.
¿Qué está ocurriendo? ¿Qué es esa oscuridad?
El chico suspiró apesadumbrado.
¿Recuerdas el golem que te mencioné? Pues ahí lo tienes. Alguien ha decidido intervenir y es fácil adivinar por qué. Ese maldito bastón es la raíz de todos nuestros problemas. Lo buscó con los ojos entornados a través de la niebla mezclada con humo. Lo que me recuerda que... ¿Qué está...? No, él no estará... Dime que él no está... Sí, ya lo creo que sí. Será idiota.
¿Qué?
Mi querido amo, que está tratando de utilizar el bastón.
Más o menos enfrente de ellos, cerca de la limusina, el hechicero John Mandrake había retrocedido hasta la pared. Haciendo caso omiso de los movimientos del esqueleto que brincaba arriba y abajo por el empedrado profiriendo insultos contra la nube arrolladora, se apoyó en el bastón con la cabeza gacha y los ojos cerrados, como si durmiera. Kitty creyó ver que movía los labios, como si pronunciara unas palabras.
Esto no va a acabar bien dijo el demonio. Si está tratando de activarlo sin más, sin conjuros de refuerzo o de amortiguación, se está buscando un problema. No tiene ni idea de la energía que contiene. Como mínimo, equivale a la de dos marids. Ambición desmedida: ése ha sido siempre su problema.
Cabeceó con tristeza. Kitty apenas comprendía nada de aquello, y le importaba aún menos.
Por favor... Bartimeo, ¿te llamas así? ¿Cómo podemos salir de aquí? ¿Puedes ayudarnos? Podrías abrirte paso a través de una pared.
Los ojos oscuros del chico la estudiaron con detenimiento.
¿Por qué debería hacerlo?
Esto... Tú... Tú no tienes intención de hacernos daño. Sólo cumplías órdenes...
No parecía muy convencida. El chico frunció el ceño.
Soy un demonio perverso, eso dijiste. De todos modos, aunque quisiera ayudaros, ahora mismo no nos conviene atraer la atención. Nuestro amigo el efrit nos ha olvidado por el momento. Ha recordado el sitio de Praga, en el que golems como éste hicieron estragos entre las tropas de Gladstone.
Está haciendo algo susurró Jakob. El esqueleto...
Sí. Agachaos.
La nube de oscuridad se había detenido unos instantes, como si se hubiera parado a contemplar las cabriolas del esqueleto saltarín que tenía delante. En ese momento dio la impresión de que tomaba una decisión: unos zarcillos se deslizaron hacia Mandrake y el bastón. Al ver aquello, un centelleante raudal de luz salió disparado del brazo alzado del esqueleto y se estrelló contra la nube. Se oyó un golpetazo sordo, como si algo hubiera estallado detrás de unas puertas macizas, y pedazos de nube negra se dispersaron en todas direcciones, enroscándose y fundiéndose en el renovado calor del sol matutino.
Bartimeo lanzó un silbido de admiración.
No está mal, nada mal; aunque para lo que le va a servir...
Jakob y Kitty contuvieron la respiración. Vieron revelarse la figura gigantesca de algo con forma de hombre en el centro del patio, aunque mucho más grande, fornido y de extremidades más toscas, con una cabeza colosal sobre los hombros. No parecía que la desintegración de la nube le hubiera hecho mucha gracia. Braceaba en vano, como si tratara de volver a rodearse de oscuridad recogiéndola con las manos. Al fracasar en su tentativa, y esforzándose por ignorar los gritos triunfales que profería el esqueleto, se puso en marcha con pasos vacilantes.
Mmm... Será mejor que Mandrake se dé prisa con sus conjuros...
observó Bartimeo. Vaya, Honorio vuelve a la carga.
¡Atrás! El grito del esqueleto retumbó en el patio. ¡El bastón es mío! ¡No te tengo miedo! No lo he custodiado durante un siglo para ver cómo me lo roba un cobarde. ¡Te veo espiando a través de ese ojo! ¡Te lo arrancaré y lo estrujaré con el puño!
Una vez dicho esto, lanzó varias descargas mágicas contra el golem, quien las absorbió sin mayores consecuencias.
La figura de piedra continuó su camino. Kitty consiguió distinguir los detalles de la cabeza con mayor claridad. En la cara tenía algo parecido a dos ojos y encima de éstos había un tercero, mucho más grande y definido, en medio de la frente. Ese ojo se movía a izquierda y derecha, y brillaba como si lo avivara una llama blanca. La boca era apenas un agujero ondulado, simbólico e inútil. En ese momento recordó las palabras del demonio: dentro de esa boca espantosa se encontraba el papel mágico, la fuente de energía del monstruo.
De repente oyó un grito desafiante. El efrit Honorio, furioso ante el fracaso de su magia, se había interpuesto en el camino del golem. Empequeñecido por la enorme figura, el esqueleto flexionó las rótulas y saltó al tiempo que lanzaba descargas mágicas por la boca y las manos. Cayó sobre el pecho del golem, le pasó los brazos esqueléticos alrededor del cuello y enroscó las piernas en torno al torso. Las zonas que entraron en contacto lanzaron llamas azuladas. El golem se detuvo en seco, levantó la maza gigantesca que tenía por mano y atrapó al esqueleto por uno de los omóplatos.
Los dos adversarios permanecieron trabados, inmóviles y en absoluto silencio durante un buen rato. Las llamas, que desprendían una radiación de un frío abrasador, se avivaron y comenzó a oler a quemado.
Entonces, de repente, oyeron una descarga sonora, vieron una luz azulada e intermitente... y el esqueleto se hizo añicos. Fragmentos de huesos llovieron sobre el empedrado como si se tratara de una tormenta de granizo.
Qué raro... Bartimeo estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas. Parecía un espectador fascinado. Eso ha sido muy raro. ¿Sabes?, no hacía falta que Honorio hiciera eso. Ha sido una insensatez, una acción suicida... aunque heroica, claro. Estaba loco, vale, pero seguro que sabía que eso lo destruiría, ¿no crees? Los golems anulan nuestra magia, pulverizan nuestra esencia, aunque esté atrapada en el interior de unos huesos. Realmente extraño... Después de todo, igual estaba cansado de este mundo. ¿Tú entiendes algo, Kitty Jones?
Kitty... Jakob le tiró de la manga con insistencia. Tenemos vía libre, podemos escapar.
Sí...
Kitty volvió a mirar a Mandrake, que seguía recitando las palabras de un conjuro con los ojos cerrados.
Vamos...
El golem no se había movido desde la desintegración del esqueleto y, de súbito, volvió a ponerse en marcha. El ojo espía lanzó un destello, se movió y se quedó mirando fijamente a Mandrake y el bastón.
Parece que Mandrake se lo ha tomado en serio comentó Bartimeo con voz neutra e indiferente.
Kitty se encogió de hombros y comenzó a seguir a Jakob muy despacio, arrimada a la pared.
En ese momento, Mandrake levantó la vista. Al principio parecía ajeno al peligro que se avecinaba, pero entonces su mirada recayó sobre el golem que avanzaba hacia él. El chico esbozó una sonrisa. Levantó el bastón delante de él y pronunció una sola palabra. Una nebulosa de luces rosáceas y moradas se enroscaron alrededor del bastón y fueron elevándose hacia el puño. Kitty se detuvo. Comenzó a oírse un retumbo suave, un zumbido como si hubiera miles de abejas atrapadas bajo tierra, una vibración en el aire. El suelo tembló ligeramente.
No puede... No puede haberlo dominado dijo Bartimeo. A la primera es imposible.
La sonrisa del chico se ensanchó y apuntó con el bastón de Gladstone al golem, que se detuvo indeciso. Unas luces de colores jugueteaban en torno a las tallas del bastón y animaban con su resplandor el rostro del chico, ya avivado por una terrible alegría. Con voz grave y decidida, pronunció un encantamiento complejo. La efusión que envolvía el bastón cobró intensidad. Kitty se frotó los ojos y apartó la vista ligeramente. El golem dio media vuelta. La efusión se estremeció, chisporroteó y se dividió en dos, una parte bajando por el bastón y la otra subiendo por el brazo del hechicero. El chico echó la cabeza hacia atrás con una sacudida, se vio levantado del suelo y salió disparado hacia la pared que quedaba a sus espaldas, contra la que se golpeó con un ruido sordo y funesto.
El chico acabó espatarrado en el suelo, con la lengua colgando. El bastón se le cayó de la mano.
Ah... no lo había dominado. Ya decía yo... comentó Bartimeo con un gesto de cabeza que parecía decir que ya sabía lo que iba a pasar.
¡Kitty! Jakob había avanzado sin despegarse de la pared y le hacía gestos desesperados. Venga, antes de que sea demasiado tarde.
La gigantesca figura de arcilla había reiniciado su avance implacable hacia la figura postrada del hechicero. Kitty hizo ademán de seguir a Jakob, pero se volvió hacia Bartimeo.
¿Qué ocurrirá?
¿Ahora? ¿Después del pequeño error de mi amo? Es muy sencillo: vosotros salís corriendo, el golem acaba con Mandrake, se hace con el bastón y se lo lleva al hechicero que está espiando a través de ese ojo.
¿Y tú? ¿No vas a ayudarle?
El golem anula mis poderes. Ya lo probé una vez. Además, cuando hace un momento intentaste escapar, mi amo invalidó todas sus órdenes anteriores, y eso incluye el deber de protegerlo. Si Mandrake muere, yo soy libre. No me conviene nada echar una mano a ese idiota.
El golem había llegado a la altura de la limusina y se acercaba al cuerpo del chófer. Kitty volvió a mirar a Mandrake, inconsciente al pie de la pared. Se mordió el labio y se dio media vuelta.
¿Sabes? Casi nunca dispongo de libre albedrío continuó el demonio a sus espaldas en voz alta; así que cuando lo tengo, no hago cosas que me pongan en peligro, si puedo evitarlo. Eso es lo que me hace superior a los humanos de ideas confusas como tú. Se llama sentido común. Pero haces bien marchándote añadió. Tu invulnerabilidad podría fallar ante un golem. Me reconforta ver que haces exactamente lo que haría yo, es decir, largarte en cuanto tienes la oportunidad.
Kitty bufó y avanzó unos pasos, aunque volvió a mirar atrás.
Mandrake no me habría ayudado dijo.
Exacto, eres una chica lista. Venga, largo y abandónalo a su suerte.
Kitty miró al golem.
Es demasiado grande. No podría detenerlo.
Sobre todo en cuanto deje atrás esa limusina.
Oh, mierda.
Kitty echó a correr, aunque no hacia el sorprendido Jakob, sino hacia el gigante torpón, ignoró el dolor y el entumecimiento del hombro, ignoró los gritos desesperados de su amigo, pero sobre todo ignoró esa voz interior que se burlaba de ella y que le avisaba a voces del peligro y de la inutilidad de su acción. Bajó la cabeza y corrió aún más deprisa. No era ni un demonio ni una hechicera, sino alguien mejor que ellos. La codicia y la conveniencia no eran sus únicas motivaciones. Se aproximó al golem por la espalda, estaba tan cerca que distinguió las toscas imperfecciones de la superficie de la piedra y percibió el espantoso rastro oloroso a barro húmedo que dejaba tras de sí. Saltó al capó de la limusina, corrió por encima y se plantó a la altura del torso del monstruo.
Los ojos sin vida miraban hacia delante, como los de un pez muerto; pero encima de ellos el tercero desprendió un destello de inteligencia maligna. Estaba tan concentrado en el cuerpo de Mandrake que no se dio cuenta de que, desde un lado, Kitty saltaba con todas sus fuerzas y aterrizaba sobre la espalda del golem.
El frío glacial de la superficie arrancó a la chica un grito de dolor. A pesar de su invulnerabilidad, aquello fue como zambullirse en una corriente gélida que le cortó la respiración y se le encresparon todos los cabellos. El hedor del barro comenzó a marearla y sintió la bilis en la garganta. Pasó el brazo bueno alrededor del hombro del golem y se aferró a éste con desesperación. Con cada paso que daba, el vaivén amenazaba con sacudírsela de encima.
Kitty imaginó que el golem extendería una mano y se la arrancaría de la espalda, pero no lo hizo. El ojo no la veía, o sea que quien lo controlaba no sentía el peso sobre el cuerpo de la criatura.
Kitty alargó el brazo herido y sintió una punzada de dolor en el hombro que la hizo gritar, Dobló el codo y le palpó la cara al monstruo en busca de la bocaza abierta. Según había dicho el demonio, tenía que haber un manuscrito, un papel, encajado en el interior. Cuando sus dedos tocaron la piedra fría como el hielo de la cara, puso los ojos en blanco y estuvo a punto de perder el conocimiento.
Era inútil. No podía alcanzar la boca...
El golem se detuvo y, con una brusquedad sorprendente, empezó a doblar la espalda. Kitty se vio impulsada hacia delante y casi salió disparada por encima de los hombros de la criatura. En ese momento vislumbró que el golem alargaba una mano torpe hacia el chico, que seguía inconsciente. Lo cogería por el cuello y se lo partiría como si fuera una rama seca.
La espalda siguió descendiendo. Kitty comenzó a resbalar hasta soltarse. Sus dedos intentaron aferrarse desesperadamente a la cara plana del golem y, de repente, se deslizaron dentro de la cavidad de la boca. La piedra tosca estaba fría. Tocó unos raigones dentados que casi podrían haberse llamado dientes... y algo más, algo blando y áspero. Se hizo con él y, en ese mismo instante, perdió todo asidero sobre la espalda de la criatura. Salió disparada hacia delante por encima del hombro del golem y aterrizó con dureza sobre la figura postrada del chico.
Quedó tumbada de espaldas, abrió los ojos y lanzó un chillido.
La cara del golem se cernía sobre ella con la boca abierta, los dos ojos sin vida, y el tercero muy fijo en ella, inflamado por una ira que poco a poco fue apagándose. La inteligencia que en él se reflejaba se desvaneció y el ojo de la frente pasó a ser un sencillo óvalo de arcilla, con tallas intrincadas, pero apagado y sin vida.
Kitty levantó la cabeza con rigidez y se miró la mano izquierda. Entre los dedos sujetaba con fuerza un rollo de pergamino.
Dolorida, Kitty se enderezó apoyándose en los codos. El golem estaba completamente petrificado. Uno de los puños había quedado a milímetros del rostro de John Mandrake. La piedra estaba agrietada y picada; podría haber sido una estatua. Ya no desprendía ese frío glacial.
De locos, esto es de locos comentó el chico egipcio a su lado, con los brazos en jarras y sacudiendo ligeramente la cabeza. Estás tan loca como ese efrit. Bueno, al menos has aterrizado en blando comentó señalando el cuerpo del hechicero.
Detrás del demonio, Kitty vio que Jakob se acercaba con timidez, con los ojos como platos. La chica soltó un quejido. La herida del hombro volvía a sangrarle y le dolía todo el cuerpo. Se levantó con sumo cuidado, ayudándose de la mano extendida del golem.
Jakob no apartaba la vista de John Mandrake y del bastón que descansaba sobre su pecho.
¿Está muerto? preguntó esperanzado.
Por desgracia todavía respira. El demonio suspiró y miró a Kitty de reojo. Gracias a tu insensatez estoy condenado a seguir trabajando. Alzó la vista al cielo. Me encantaría discutir el asunto, pero hace un momento había por aquí unas cuantas esferas de vigilancia. Creo que la nube del golem las hizo retirarse, pero regresarán... y pronto. Más te vale largarte cuanto antes.
Sí.
Kitty dio unos cuantos pasos y de súbito recordó el pergamino que llevaba en la mano. Lo soltó con un asco repentino y el rollo cayó al suelo.
¿Qué pasa con el bastón? preguntó Bartimeo. Te lo podrías llevar. Nadie te lo va a impedir.
Kitty frunció el ceño y se volvió para mirarlo. Sabía muy bien que se trataba de un objeto fuera de lo común y que el señor Pennyfeather se lo habría llevado... y Hopkins, y el benefactor, y el efrit Honorio, y Mandrake... Mucha gente había muerto por él.
Creo que no contestó. ¿Para qué?
Se dio media vuelta y siguió a Jakob hacia el arco, cojeando. Casi esperaba que el demonio la llamase otra vez, pero no lo hizo. En menos de un minuto, Kitty había alcanzado el arco. Al tiempo que doblaba la esquina, volvió la vista atrás y vio al chico de piel morena al fondo del patio siguiéndola con la mirada. Segundos después, éste había desaparecido.
_____ 46 _____ NATHANIEL
Nathaniel dio un grito ahogado, farfulló algo y abrió los ojos ante la súbita y helada impresión. El chico egipcio estaba encima de él inclinando un cubo que goteaba. El agua gélida le entró por las orejas, por la nariz y por la boca abierta. Nathaniel trató de decir algo, tosió, sintió arcadas, volvió a toser y se recostó de lado, consciente de los dolorosos retortijones del estómago y del débil hormigueo de todos los músculos. Gruñó.
¡Arriba, a espabilarse! oyó decir al genio en un tono de voz que parecía sumamente alegre.
Nathaniel se llevó una mano temblorosa a un lado de la cabeza.
¿Qué ha ocurrido? No me encuentro... bien.
Yo tampoco te encuentro bien, créeme. Te alcanzó una considerable contradescarga mágica a través del bastón. Durante un rato sentirás una confusión y una flojera más acentuada de lo que ya viene siendo habitual, pero tienes suerte de estar vivo.
Nathaniel trató de incorporarse para sentarse.
El bastón...
Las energías mágicas han ido abandonando gradualmente tu sistema prosiguió el genio. La piel te ha estado humeando y te brillaba la punta de los pelos. Algo digno de ver. Tu aura también se ha descompuesto. Bueno, desprenderse de una descarga de ese tipo es un proceso delicado. Yo te habría despertado enseguida, pero sabía que tenía que esperar varias horas para asegurarme de que te recuperaras sin problemas.
¡¿Qué?! ¿Cuánto tiempo ha pasado?
Cinco minutos. Me aburrí.
Un torrente de recuerdos recientes regresaron a la mente de
Nathaniel.
¡El golem! Estaba tratando de...
¿Vencer a un golem? Algo casi imposible para cualquier genio o hechicero, sobre todo si se está manipulando un objeto tan delicado y poderoso como ese bastón. Ya hiciste bastante activándolo. Menos mal que no estaba lo bastante cargado como para matarte.
¡Pero el golem...! ¡El bastón...! Oh, no...
Nathaniel comprendió las repercusiones de todo aquello con repentino terror. Si ambos habían desaparecido, él había fracasado completamente y tendría que enfrentarse indefenso ante sus enemigos. Extenuado, enterró la cara entre las manos sin molestarse apenas en sofocar el comienzo de un sollozo.
Un dedo del pie, sólido y duro, le golpeó en la pierna.
Si tuvieras suficientes luces para mirar a tu alrededor comentó el genio, igual verías algo que podría resultarte ventajoso.
Nathaniel abrió los ojos y apartó los dedos de su rostro. Miró y lo que vio casi lo hizo levantarse de un salto. El golem se recortaba contra el cielo ni a un metro de donde estaba sentado. La criatura se inclinaba hacia él con la mano a modo de garra tan cerca que podría tocarla, y la cabeza agachada en ademán amenazador. Sin embargo, la vida lo había abandonado; tenía tanta animación como una estatua o una farola.
Apoyada contra una de las piernas, con tanto descuido que casi podría haber sido el bastón de un caballero, se encontraba la vara de Gladstone.
Nathaniel frunció el ceño, miró, y... frunció el ceño otra vez, pero la solución a ese enigma se le escapaba.
Yo que tú cerraría la boca le aconsejó el genio. Un pájaro podría hacer su nido.
Con gran esfuerzo, pues los músculos le parecían de mantequilla, Nathaniel se puso en pie.
Pero ¿cómo...?
Vaya dilema, ¿eh? El chico sonrió sin reparos. ¿Qué crees que ha pasado?
Debo de haberlo hecho yo justo antes de perder el control. Nathaniel asintió lentamente. Sí, ésa era la única explicación posible. Estaba tratando de inmovilizar al golem y debo de haberlo conseguido justo cuando se produjo la contradescarga.
Comenzaba a recuperar la buena opinión que tenía de sí mismo. El genio dio un fuerte resoplido.
Vuelve a intentarlo, hijo. ¿Qué me dices de la chica?
¿Kitty Jones? Nathaniel recorrió el patio con la vista. La había olvidado por completo. Ella... debe de haber huido.
Has vuelto a fallar. Yo te lo cuento, ¿vale? El genio lo miró fijamente con sus ojos negros. Tú sólito te pusiste fuera de combate de lo tonto que eres. El golem se acercaba, sin duda con la intención de hacerse con el bastón y estrujarte la cabeza como un melón, pero sus planes fueron desbaratados por...
¿Tu rápida intervención? preguntó Nathaniel. Si es así, te lo agradezco, Bartimeo.
¿Yo? ¿Salvarte yo? Por favor... Alguien podría estar escuchando. No, la magia del golem anula la mía, ¿recuerdas? Yo me puse cómodo para disfrutar del espectáculo. De hecho, fueron la chica y su amigo. Ellos te salvaron. ¡Espera, no te burles! No miento. El chico lo distrajo mientras la chica trepaba a la espalda del golem, le arrancaba el manuscrito de la boca y lo tiraba al suelo. En ese momento, el golem los atrapó y los incineró en cuestión de segundos. Luego, su energía vital lo abandonó y al final se quedó petrificado a milímetros de tu pobre cuello.
Nathaniel entornó los ojos, dudoso.
¡Ridículo! ¡No tiene sentido!
Lo sé, lo sé. ¿Por qué debería haberte salvado? Uno se queda pasmado, Nat, pero te salvó, y si crees que es mentira, bueno... Ver para creer. El genio descubrió la mano que mantenía a la espalda y le tendió algo. Esto es lo que le extrajo de la boca.
Nathaniel reconoció el papel al instante, porque era idéntico al que había visto en Praga, aunque estaba enrollado y sellado con un denso goterón de lacre negro. Lo cogió lentamente, miró a la boca abierta del golem y otra vez al papel.
La chica... Le costaba digerir la idea. Pero si la iba a llevar a la Torre, pero si la había perseguido... No, ella me habría matado, no me habría salvado la vida. No te creo, genio, estás mintiendo. Está viva y huyó.
Bartimeo se encogió de hombros.
Lo que tú digas. Por eso dejó el bastón sabiendo que tú no podías hacer nada para impedir que se lo llevara.
Ah...
Tenía razón. Nathaniel frunció el ceño. El bastón era el gran trofeo de la Resistencia, así que la chica jamás hubiera renunciado a él por voluntad propia. Tal vez sí estaba muerta. Volvió a bajar la vista hacia el manuscrito y, de repente, se le ocurrió algo.
Según Kafka, el nombre de nuestro enemigo debe estar escrito en el pergamino dijo. ¡Echémosle un vistazo! Así descubriremos quién está detrás del golem.
Dudo de que tengas tiempo para eso repuso el genio. ¡Cuidado... ahí lo tienes!
Con un silbido apagado, una llama amarillenta prendió en la superficie del rollo. Nathaniel soltó un grito y arrojó el pergamino a los adoquines, donde retembló y se consumió.
Una vez que ha salido de la boca del golem, el conjuro es tan poderoso que se consume en poco tiempo prosiguió BartimeoNo importa. ¿Sabes lo que pasa a continuación?
¿Que el golem se deshace?
Sí, pero hay algo más. Primero regresa junto a su amo. Nathaniel miró a su esclavo de hito en hito, comprendiendo lo que eso significaba. Bartimeo enarcó una ceja con aire divertido. Podría ser interesante, ¿no crees?
Ya lo creo que sí. Nathaniel sintió que lo invadía una euforia siniestra. ¿Estás seguro de eso?
Lo vi una vez, hace mucho tiempo, en Praga.
Bueno, entonces... Pasó junto a los pedazos chamuscados del pergamino y se acercó renqueando hasta el golem, haciendo muecas de dolor por los pinchazos del costado. ¡Ay...! Me duele mucho el estómago. Es como si alguien me hubiera caído encima.
Espeluznante.
No importa. Nathaniel tendió una mano hacia el bastón y lo recogió. Ahora veremos dijo apartándose de la mole del golem.
Las llamas se extinguieron. El manuscrito había quedado reducido a cenizas, que fueron barridas por la brisa. Un olor extraño y misterioso flotaba en el aire.
El alma de Kafka ha desaparecido por completo anunció Bartimeo.
Nathaniel hizo una mueca de disgusto.
En el momento en que desapareció la última voluta de papel, un estremecimiento recorrió el cuerpo paralizado del golem. Agitó los brazos, sacudió la cabeza espasmódicamente y el pecho se hinchó y se deshinchó. Se oyó un débil suspiro, una especie de último aliento. Al cabo de unos instantes de silencio, en los que el gigante volvió a quedar inmóvil, enderezó la gran espalda con el crujido desgarrado de un árbol viejo bajo una tormenta, el brazo extendido regresó al costado y el golem se puso en pie. Tenía la cabeza ladeada, como si estuviera absorto en sus pensamientos. En medio de la frente, el ojo del golem estaba apagado y muerto, la inteligencia que lo controlaba había desaparecido. Sin embargo, el cuerpo se puso en movimiento.
Nathaniel y el genio se hicieron a un lado cuando la criatura se dio media vuelta y, con pasos cansinos, comenzó a atravesar el patio penosamente. No les hizo ni el más mínimo caso. Avanzaba al mismo ritmo implacable de siempre y, desde lejos, parecía que conservaba la misma energía de antes; sin embargo, la transformación ya empezaba a tener lugar: unas pequeñas grietas se abrieron por toda la superficie del cuerpo. Comenzaban en el centro del torso, donde antes la piedra era lisa y dura, y se extendían hacia las extremidades. Pequeños pedazos de arcilla se desprendían de la superficie y caían al empedrado, donde dejaban una estela a su paso.
Nathaniel y el genio emprendieron la marcha detrás del golem. Al chico le dolía todo el cuerpo y utilizó el bastón de Gladstone a modo de muleta.
El golem pasó por debajo del arco y salió de la calleja. Dobló a la izquierda y comenzó a caminar justo por el centro de la carretera sin tener en cuenta las normas de circulación. La primera persona con la que se topó, un vendedor ambulante enorme y calvo, con brazos tatuados y un carromato de hortalizas, lanzó un chillido lastimero ante la aparición y salió corriendo atolondradamente por un callejón lateral. El golem lo ignoró y Nathaniel y Bartimeo hicieron otro tanto. La pequeña procesión continuó su camino.
En el supuesto de que el amo del golem sea un hechicero importante observó Bartimeo, sólo es un supuesto, ¿eh?, podríamos estar dirigiéndonos derechos a Westminster, al centro de la ciudad, y eso causaría un poco de revuelo.
Bien contestó Nathaniel, eso es exactamente lo que quiero.
Iba animándose a medida que pasaba el tiempo. Sentía que la angustia y el miedo de las últimas semanas comenzaban a mitigarse. Los detalles de cómo había escapado al golem esa mañana seguían siendo todo un misterio para él, pero en ese momento importaba poco. Después del momento crítico de la noche anterior, cuando las filas de los grandes hechiceros se cerraron en banda contra él y la amenaza de la Torre pendía sobre su cabeza, sabía que podía estar tranquilo, que volvía a estar a salvo. Tenía el bastón Devereaux le besaría los pies por esoy, mejor aún, tenía el golem. Nadie había creído su historia y ahora tendrían que ir a pedirle perdón de rodillas... Duvall, Mortensen y todos los demás. Al fin le darían la bienvenida a su círculo y, la verdad, el hecho de que la señorita Whitwell lo perdonara o no, le importaba bien poco. Nathaniel dejó escapar una amplia sonrisa mientras renqueaba por Southwark tras el golem.
El final de Kitty Jones lo desconcertaba, pero incluso en ese caso las cosas habían salido bien. A pesar de los dictados del sentido común y de la lógica, Nathaniel se había sentido muy incómodo al romper la promesa que le había hecho a la chica. Era inevitable, claro las esferas de vigilancia los estaban observando, así que ¿cómo iba a permitir que quedara libre?, pero el asunto le había remordido ligeramente la conciencia. No obstante, en esos momentos ya no tenía de qué preocuparse. O bien ayudándolo (algo que todavía le resultaba difícil de creer) o bien tratando de escapar (más probable), la chica había muerto y había desaparecido, así que no hacía falta que perdiera el tiempo pensando en ella. En cierto modo era una pena. Por lo que había podido ver hasta el momento, parecía que tenía una energía, un talento y una fuerza de voluntad admirables, a diferencia de cualquiera de los grandes hechiceros, con sus riñas interminables y sus vicios ridículos. Le resultaba extraño, pero en cierto modo ella le había recordado un poco a sí mismo. Casi lamentaba que hubiera muerto.
El genio caminaba en silencio a su lado, como si estuviera absorto en sus propios pensamientos. No parecía tener muchas ganas de charlar. Nathaniel se encogió de hombros: a saber qué extrañas y malvadas ensoñaciones tenía un genio. Más valía no tentar a la suerte.
Pisaban pedacitos de arcilla húmeda por el camino. Éstos iban desprendiéndose del golem a una velocidad cada vez mayor. Comenzaban a verse pequeños hoyos por toda la superficie de la criatura y la forma de sus extremidades era un poco irregular. Se movía a su paso habitual, pero con la espalda algo encorvada, como si fuera envejeciendo y debilitándose.
A medida que pasaba el tiempo, la predicción de Bartimeo sobre el revuelo que crearía el golem iba demostrándose cada vez más cierta. Habían llegado al centro de Southwark High Street, con su mercado de puestos y tenderetes de ropa y con el sórdido ambiente que era habitual allí. A medida que avanzaban, los plebeyos huían despavoridos gritando hasta desgañitarse, como si se tratara de un rebaño huyendo a la desbandada azuzado por un pánico general e incontrolable provocado por el gigante zancudo. La gente se parapetaba en las casas o en las tiendas después de tirar la puerta abajo o romper las ventanas tratando de huir. Una o dos personas treparon a farolas y los más delgados saltaron a las alcantarillas. Nathaniel sofocó una risita. Hasta cierto punto, el caos no era de lamentar. A los plebeyos no les vendría nada mal que los despabilaran un poco, que les sacudieran de su indiferente conformismo; así se darían cuenta del tipo de peligros de los que los protegía el gobierno, y comprenderían la magia maléfica que los amenazaba por todas partes. Eso les enseñaría a hacer menos caso en el futuro a fanáticos como los de la Resistencia.
Un gran número de esferas aparecieron sobre los tejados y los siguieron por el aire en silencio, sobre la carretera, vigilantes. Nathaniel adoptó una expresión seria mientras contemplaba, con lo que esperaba que fuera una mirada llena de compasión patricia, los tenderetes destrozados y los rostros asustados que lo rodeaban.
Tus amigos nos vigilan observó el genio. ¿Crees que están contentos?
Yo diría que están muertos de envidia.
Cuando pasaban la terminal de tren de Lambeth y se encaminaban hacia el oeste, la superficie irregular del golem se había acentuado notablemente y arrastraba los pies con creciente fatiga. Un gran trozo de arcilla, tal vez un dedo, se desprendió y cayó al suelo con un ruido húmedo.
Enfrente tenían el puente de Westminster. Ya apenas cabía duda de que Whitehall era su destino. Nathaniel se puso a pensar en el enfrentamiento que le esperaba. Seguro que era un hechicero de los importantes el que envió un mercenario tras él después de descubrir lo de su viaje a Praga. Aparte de eso, lo demás era difícil de adivinar. El tiempo pronto lo diría.
Se sentía cómodo con el bastón de Gladstone en la mano. Apoyaba casi todo su peso en él porque el costado todavía le dolía. Lo iba mirando casi con cariño mientras caminaba. Aquello sería un verdadero varapalo para Duvall y los demás, y Makepeace se alegraría de cómo habían salido las cosas.
De repente frunció el ceño. ¿Qué pasaría con el bastón? Suponía que se lo llevarían a una de las cámaras acorazadas del gobierno hasta que alguien lo necesitara. Aunque ¿quién entre ellos era capaz de manejarlo... salvo él? ¡Casi lo había controlado a la primera y sólo había empleado conjuros improvisados! Llegada la ocasión, seguro que lo dominaría con facilidad, y entonces...
Suspiró. Qué pena no poder quedárselo; pero, una vez que recuperara el favor de Devereaux, todo sería posible. La clave estaba en la paciencia. Tenía que esperar el momento propicio.
Por fin doblaron hacia una corta pendiente flanqueada por dos torres de vigilancia de cemento y cristal, hacia el puente de Westminster. Al otro lado se alzaba, el Parlamento. El Támesis
desprendía destellos bajo el sol de la mañana mientras unos pequeños
botes se balanceaban en la corriente. Unos cuantos turistas saltaron la balaustrada al ver al golem en estado de descomposición y se zambulleron en el río.
La criatura siguió su camino con los hombros caídos. Los brazos y las piernas apenas eran ya muñones de los que iban desprendiéndose cada vez más trozos de arcilla. Su paso era visiblemente más inarticulado, ya que las piernas le temblaban de manera insegura. Había aumentado la velocidad como si supiera que se le acababa el tiempo, de modo que Nathaniel y el genio casi se veían obligados a trotar detrás del golem.
Desde que habían llegado al puente, el tráfico se había reducido, y en ese momento Nathaniel comprendió la razón. Unos pasos más allá, una pequeña y agitada unidad de la Policía Nocturna había dispuesto un cordón policial que consistía en unos pivotes de cemento, alambre de espino y unos cuantos diablillos feroces cubiertos de púas y dientes de tiburón en el segundo plano que dibujaban círculos en el aire. Cuando percibieron que el golem se aproximaba, los diablillos retrajeron tanto púas como dientes y se retiraron en desbandada lanzando chillidos. Un teniente de la policía se adelantó con paso lento mientras sus hombres se rezagaban, indecisos, a la sombra de los pivotes.
¡Deténgase! gruñó. Está entrando en una zona bajo control gubernamental. Las efusiones mágicas y canallescas están estrictamente prohibidas so pena de imposición de un castigo rápido y espanto...
Se apartó del camino del golem de un brinco, profiriendo un gañido propio de un cachorro. La criatura alzó un brazo, de un manotazo envió uno de los pivotes al Támesis y se abrió camino a través del cordón policial, dejando pedazos de arcilla colgando del alambre retorcido. Nathaniel y Bartimeo lo siguieron con aire despreocupado, guiñando un ojo alegremente a los guardias que reculaban.
Cruzaron el puente, pasaron las torres de Westminster y llegaron al césped. Un corrillo de hechiceros subalternos burócratas de rostro demacrado de los ministerios de Whitehallhabían sido alertados del follón y habían salido a la cegadora luz del día. Se detuvieron al borde de las aceras, muertos de miedo, cuando el gigante renqueante de dimensiones cada vez más reducidas se detuvo un momento en la esquina de Whitehall antes de doblar a la izquierda, hacia Westminster Hall. Nathaniel alzó una mano para saludar con ademán regio a quienes lo llamaban al pasar.
Esto es lo que ha estado aterrorizando a la ciudad les contestó. Se lo devuelvo a su amo.
La respuesta despertó gran interés. Primero en pequeños grupos y luego ya en una masa irrefrenable, la gente fue formando a sus espaldas, aunque respetando una distancia prudencial en todo momento.
La gran puerta de entrada de Westminster Hall estaba entornada, pues los guardianes habían huido al ver a la criatura que se aproximaba y a la multitud que le seguía detrás. El golem se abrió paso de un empujón y se agachó un poco para pasar bajo el arco. La cabeza ya apenas conservaba una forma reconocible, se había derretido como una vela al amanecer. La boca se había fundido con el torso y la talla ovalada del ojo estaba ladeada y se tambaleaba en medio de la cara.
Nathaniel y el genio entraron en el vestíbulo. Dos efrits de piel amarillenta y crestas liláceas se materializaron en actitud amenazadora en medio de unas estrellas de cinco puntas dibujadas en el suelo. Echaron un vistazo al golem y tragaron saliva de forma audible.
Sí, yo no me molestaría les advirtió el genio cuando el golem pasaba por su lado. Lo único que conseguiréis es haceros daño. Aunque deberíais cubriros las espaldas: media ciudad nos pisa los talones.
Se acercaba el momento. El corazón de Nathaniel empezó a latir a toda velocidad al adivinar hacia dónde se dirigían: el golem estaba cruzando el pasillo hacia la Cámara de Recepción, a la que sólo se permitía la entrada a los hechiceros de élite. La cabeza comenzó a darle vueltas al pensar en lo que eso significaba.
Una figura menuda, uniformada de gris y con ojos brillantes y angustiados les salió al paso por un pasillo lateral.
¡Mandrake! ¡Será imbécil! ¿Qué está haciendo?
Nathaniel sonrió con educación.
Buenos días, señorita Farrar. Parece excesivamente nerviosa.
Jane se mordió el labio.
El Consejo apenas ha pegado ojo en toda la noche. Se han vuelto a reunir y, al mirar a través de sus esferas, ¿qué han visto? ¡El caos imperando en Londres! ¡En Southwark se ha armado una buena: disturbios, manifestaciones, destrucción de la propiedad privada a gran escala...!
Estoy seguro de que no es nada que sus inestimables agentes no puedan solucionar. Además, yo me limito a llevar a cabo lo que se me pidió anoche. Tengo el bastón... Se lo enseñó con una floritura. Y, además, voy a devolverle algo a su dueño, sea quien sea. Vaya, eso era bastante caro, ¿no?
Delante de ellos, el golem había pasado a una zona más estrecha del pasillo y había tirado un jarrón de porcelana china al suelo, contra el que se había hecho añicos.
Será arrestado, Mandrake. El señor Devereaux...
Estará encantado de saber la identidad del traidor, igual que esa gente que viene detrás... No necesitó mirar atrás. El alboroto producido por la multitud que lo perseguía era ensordecedor. Bien, si le apetece acompañarnos...
Enfrente se alzaba una puerta de dos hojas que el golem, apenas una masa informe, acelerando el paso tambaleante, atravesó sin más. Nathaniel, Bartimeo, Jane Farrar y la cabeza del pelotón de espectadores que les pisaba los talones, lo siguieron.
Todos a una, los ministros del gobierno británico se pusieron en pie. Habían dispuesto un magnífico desayuno en la mesa ante ellos, que había sido apartada a un lado para acomodar las redes giratorias de varías esferas de vigilancia. En una de ellas Nathaniel distinguió una vista aérea de Southwark High Street, donde una multitud pululaba entre los escombros del mercado. En otra vio a la gente que acudía en masa a Westminster Green y, en una tercera, una imagen de la cámara en la que se encontraban.
El golem se detuvo en el centro de la sala. La irrupción en la cámara se había cobrado su precio y parecía que no le quedaba demasiada energía. La deteriorada criatura zozobró. Los brazos habían desaparecido y las piernas confluían en una única masa inestable. Por un momento, se tambaleó como si fuera a caerse.
Nathaniel escudriñó los rostros de los ministros que rodeaban la mesa: Devereaux, demacrado por el cansancio y la sorpresa; Duvall, rojo de ira; Whitwell, seria e impertérrita; Mortensen, con el pelo lacio desordenado y sin gomina; Fry, mascando apaciblemente los restos de un abadejo; Malbindi, con los ojos como platos. Para su sorpresa, vio a Quentin Makepeace y a Sholto Pinn entre un corrillo apartado de funcionarios de menor importancia. Se hacía evidente que los acontecimientos de la madrugada habían atraído a la sala a todo aquel con algo de influencia.
Mirándolos de uno en uno, lo único que descubrió fue rabia y fatiga. Por unos segundos, temió haberse equivocado y que el golem se derrumbara sin haber podido demostrar nada.
El primer ministro se aclaró la garganta.
¡Mandrake! Exijo una explicación sobre este... comenzó a decir, pero se detuvo.
El golem había dado un bandazo. Como un borracho, se tambaleó hacia la izquierda, hacia Helen Malbindi, la ministra de Información. Todas las miradas lo siguieron.
¡Aún podría ser peligroso! Duvall, el jefe de policía, menos paralizado por el terror que los demás, dio unos golpecitos a Devereaux en el brazo. Señor, tenemos que evacuar la sala enseguida.
¡Tonterías! atajó Jessica Whitwell con dureza. Todos sabemos muy bien qué está pasando. ¡El golem regresa junto a su amo! Debemos quedarnos quietos y esperar.
Guardando un silencio sepulcral, vieron que la columna de arcilla arrastraba los pies hacia Helen Malbindi, quien retrocedió con pasos inseguros. De repente, el golem se inclinó hacia un lado y viró a la derecha, hacia donde se encontraban Jessica Whitwell y Marmaduke Fry. Whitwell no se movió ni un milímetro, pero Fry lloriqueó de miedo, dio un bandazo hacia atrás y se atragantó con un hueso del abadejo. Se derrumbó en su asiento, muy colorado y boqueando con ojos desorbitados.
El golem viró hacia la señorita Whitwell y se detuvo cerniéndose sobre ella, mientras enormes trozos de arcilla se desprendían de su cuerpo y se estrellaban contra el parquet.
¡Ya tenemos la respuesta y no debemos esperar más! ¡Jessica Whitwell es la que controla a la criatura! Señorita Farrar, ¡llame a sus hombres y escóltela hasta la Torre! bramó el señor Duvall.
Un extraño estremecimiento recorrió la pila de arcilla, que se inclinó repentinamente, alejándose de la señorita Whitwell, y se dirigió hacia el centro de la mesa, donde se encontraban Devereaux, Duvall y Mortensen. Los tres comenzaron a retroceder poco a poco. En esos momentos el golem apenas era más alto que un hombre normal, no era más que un pilar desmoronándose, en plena desintegración. Se irguió con una sacudida al llegar al borde de la mesa y volvió a detenerse. Un metro de madera barnizada lo separaba de los hechiceros.
La arcilla se dejó caer sobre la mesa y comenzó a arrastrarse con espantosa resolución, se movía de un lado a otro con débiles y dolorosos espasmos, como un serpenteante torso sin piernas. A medida que avanzaba entre los restos del desayuno, iba apartando bandejas y huesos a un lado y chocando contra las redes de las esferas de vigilancia que encontraba a su paso, y que al instante parpadeaban y se desvanecían. De este modo se abrió camino hasta la figura inmóvil del jefe de policía, Henry Duvall.
Salvo por la respiración ahogada de Marmaduke Fry, la habitación se había sumido en un completo silencio.
El señor Duvall se apartó de la mesa con el rostro ceniciento y chocó contra el respaldo del sillón, que a su vez topó contra la pared.
La arcilla había dejado casi la mitad de la materia que le quedaba entre las bandejas desparramadas y los cubiertos. Alcanzó el lado opuesto de la mesa, se alzó, se balanceó como una lombriz y se precipitó hasta el suelo donde, con una velocidad insospechada, se lanzó hacia delante.
El señor Duvall retrocedió con brusquedad, perdió el equilibrio y se hundió en su sillón. Abrió la boca, pero enseguida la cerró sin emitir ningún sonido.
El sinuoso bloque de arcilla alcanzó sus botas militares y, reuniendo sus últimas energías, se alzó como una torre roma y oscilante y se tambaleó unos segundos sobre la cabeza del jefe de policía. A continuación, se derrumbó sobre él desprendiéndose de los últimos vestigios de la magia de Kafka. La arcilla se cuarteó y se fragmentó en una cortina de diminutas partículas que salpicó a Duvall y la pared de detrás. Un objeto pequeño con forma de óvalo rodó suavemente por su pecho.
Se hizo un gran silencio. Henry Duvall bajó la vista y parpadeó para poder ver a través de la pringosa capa de arcilla. Desde su regazo, donde se había detenido, el ojo del golem le devolvía una mirada vacía.
_____ 47 _____ BARTIMEO
El revuelo que se levantó después de que mi amo desenmascarara a Henry Duvall fue tan apoteósico como aburrido es relatarlo.
Durante bastante tiempo reinó una confusión total.
Corrió la voz fuera de la cámara de los hechiceros, atravesó el centro de Whitehall y llegó hasta los confines de la ciudad, donde incluso los plebeyos más humildes se asombraron ante la noticia. La caída de uno de los grandes siempre comporta una gran conmoción, y esta vez no fue una excepción. Esa misma noche se celebraron una o dos fiestas espontáneas en la calle y, en las raras ocasiones en que se atrevieron a dejarse ver durante las semanas siguientes, los miembros de la Policía Nocturna fueron blanco de numerosas y nada disimuladas burlas.
Durante el período subsiguiente, el caos estuvo a la orden del día. Llevó un siglo arrestar a Duvall, y no precisamente por su culpa, ya que el hombre parecía tan estupefacto por el rumbo que habían tomado los acontecimientos que no hizo ningún intento por resistirse o escapar. Sin embargo, las disputas a voces de los despreciables hechiceros por el puesto de Duvall no se hicieron esperar. Estuvieron peleándose como buitres por ver quién tenía derecho a hacerse cargo de la policía. Mi amo no tomó parte en la riña, pues sus acciones hablaban ya por él.
Al final, los lacayos del primer ministro llamaron a un efrit orondo que había estado merodeando con timidez por el vestíbulo, alejado del camino del golem, y con su ayuda se restableció el orden. Los ministros se retiraron, Duvall y Jane Farrar fueron detenidos y los alborotados espectadores fueron conducidos fuera del edificio [La gran mayoría se fue rápidamente y sin armar jaleo, aunque la aplicación de avernos en los traseros de algunos rezagados les ayudó a encontrar la salida. Unos cuantos periodistas de The Times, a los que descubrieron tomando anotaciones detalladas sobre el pánico que había embargado a los hechiceros, fueron escoltados hasta un sitio tranquilo, donde sus reportajes adquirieron un tono más favorable]. Jessica Whitwell estuvo remoloneando hasta el último momento, reclamando con voz estridente su participación en el éxito de Nathaniel, aunque al final se retiró a regañadientes. El primer ministro y mi amo se quedaron a solas.
No sé qué ocurrió exactamente entre ellos, ya que me enviaron a restablecer el orden en las calles junto con el efrit. Cuando regresé unas horas después, mi amo estaba desayunando a solas en una de las salas y ya no tenía el bastón.
Volví a adoptar el aspecto de minotauro, me senté en la silla de enfrente y tamborileé distraídamente las pezuñas contra el suelo. Mi amo me miró, pero no dijo nada.
Así que... ¿todo bien? pregunté. Recibí un gruñido por respuesta. ¿Hemos recuperado su favor? Un breve asentimiento con la cabeza. ¿Qué puesto ocupas ahora?
Jefe de Asuntos Internos. El ministro más joven de todos los tiempos.
El minotauro lanzó un silbido.
Sí que somos listos, ¿eh?
Por algo se empieza, supongo. Ahora ya no tengo nada que ver con Whitwell, menos mal.
¿Y el bastón? ¿Has podido quedártelo?
El chico adoptó una expresión avinagrada y pinchó con el tenedor una morcilla.
No, se lo han llevado a las cámaras acorazadas para ponerlo «a buen recaudo», según ellos. Nadie está autorizado a utilizarlo. Se le iluminó la cara. Aunque podría ser empleado en tiempos de guerra y estaba pensando que, tal vez más adelante, en las campañas estadounidenses... Dio un sorbo al café. Por lo visto no han empezado demasiado bien. Ya veremos. De todos modos, necesito tiempo para perfeccionar su dominio.
Sí, como comprobar si sabes hacer que funcione.
Frunció el ceño.
Claro que sé. Sólo me dejé un par de cláusulas de restricción y un conjuro direccional, eso es todo.
Para entendernos: que la pifiaste, macho. ¿Qué le ha ocurrido a Duvall?
Mi amo masticó ensimismado.
Se lo han llevado a la Torre. La señorita Whitwell es ahora la jefa de Seguridad, así que ella dirigirá el interrogatorio. Pásame la sal.
El minotauro se la pasó.
Si mi amo estaba contento, yo también tenía mis razones para sentirme satisfecho. Nathaniel había prometido liberarme en cuanto el asunto del misterioso delincuente estuviera resuelto, y no cabía duda de que lo estaba, aunque tenía la impresión de que aún quedaban un par de cuestiones difíciles de explicar. Sin embargo, no eran asunto mío.
Esperé la orden de partida con suma confianza.
Y esperé.
Durante varios días, el chico estuvo demasiado ocupado para atender mis peticiones. Tomó el control de su ministerio, asistió a reuniones de alto nivel para discutir el asunto de Duvall, abandonó el edificio de su antigua maestra y, gracias al nuevo salario y a un obsequio del agradecido primer ministro, se compró una ostentosa casa adosada en una plaza arbolada no muy lejos de Westminster. Esto último requirió que yo llevara a cabo una serie de encargos algo discutibles, sobre los cuales no tengo tiempo de entrar en detalles [Que tenían que ver con el yeso, el papel pintado y abundantes productos de limpieza. No digo más]. Asistía a fiestas en la residencia del primer ministro en Richmond, celebraba recepciones para sus nuevos empleados y se pasaba las noches en el teatro viendo obras pésimas por las que había adquirido una inexplicable afición. Llevaba una vida muy agitada.
Siempre que me era posible, le recordaba sus compromisos.
Sí, sí respondía cuando salía por las mañanas, enseguida me encargaré de lo tuyo. Veamos, para las cortinas de la sala de visitas necesito un rollo de seda gris perla. Cómpralo en Fieldings y, ya de paso, tráete un par de cojines. También podría poner una especie de esmaltado de Tashkent en el baño. [En esto no se diferenciaba del noventa por ciento de los hechiceros. Cuando no trataban de apuñalarse unos a otros por la espalda, malgastaban el tiempo rodeándose de los mayores lujos. Las moradas suntuosas encabezan sus listas de deseos y siempre es el pobre genio el que tiene que hacer el trabajo duro. Los hechiceros persas fueron los más extravagantes de todos. Teníamos que trasladar palacios enteros de un país a otro de la noche a la mañana, o construirlos sobre nubes o incluso bajo el agua. Hubo un hechicero que quiso que le erigieran un palacio completamente de cristal. Aparte de la obvia falta de privacidad, cometió una gran equivocación. Tomó alegre posesión de su morada la misma noche en que fue erigido. Cuando el sol salió a la mañana siguiente, las paredes actuaron como lentes gigantescas y los rayos las atravesaron refractándose con gran intensidad. Al mediodía, el hechicero y toda su familia habían quedado reducidos a chicharrones carbonizados]
Las seis semanas le dije sin rodeoscasi han terminado.
Sí, sí, pero ahora tengo que irme.
Una noche volvió temprano a casa. Yo estaba en la planta de abajo,
supervisando el alicatado de la cocina, pero no sé cómo conseguí apartarme de la tarea para insistir una vez más en mis argumentos [Para ayudarme a llevar a cabo el trabajo se me había presentado con dos trasgos que habían adoptado la forma de niños huérfanos. Tenían unos ojazos tan grandes y daban tanta lástima que eran capaces de derretir el más duro de los corazones. Sin embargo, mostraban cierta tendencia a la holgazanería. Los asé sobre una llama lenta; de ese modo, me gané inmediatamente su obediencia]. Lo encontré en el comedor, un espacio ostentoso que todavía estaba por amueblar.
Estaba contemplando la chimenea vacía y las frías y desnudas paredes.
Aquí lo que necesitas es un estampado adecuado le sugerí, un papel pintado a juego con tu edad. ¿Qué te parece uno con dibujos de coches o de trenes echando humo?
Se acercó a la ventana. Sus pasos resonaron sobre las tablas del suelo.
Duvall ha confesado hoy dijo al fin.
Eso es bueno, ¿no?
Se puso a mirar los árboles de la plaza.
Supongo...
Pues con mis poderes mágicos detecto que no pareces muy satisfecho.
Ah... Sí. Se volvió hacia mí y forzó una sonrisa. Se han aclarado muchas cosas, pero la mayoría ya las sabíamos. Hemos encontrado el taller en el sótano de la casa de Duvall, el pozo donde hicieron el golem y el cristal mediante el que controlaba el ojo. Era él quien dirigía a la criatura, de eso no hay duda.
Bien, ¿y entonces?
Hoy lo ha admitido todo. Ha dicho que hacía mucho tiempo que quería asumir más funciones y minimizar las de la señorita Whitwell y los demás. Para ello se sirvió del golem. La criatura creaba el caos y socavaba la reputación de los demás ministros. Tras unas cuantas agresiones a las que nadie encontraba explicación y en medio del caos reinante, Devereaux no dudó un instante en otorgarle mayor poder. La policía se adjudicó más competencias y Duvall obtuvo la jefatura de Seguridad. Con el tiempo, le resultaría más fácil derrocar a Devereaux desde esa posición.
Parece estar bastante claro reconocí.
No sé... El chico torció el gesto. Todo el mundo está satisfecho: Whitwell ha recuperado su antiguo trabajo, Devereaux y los demás ministros han vuelto a sus absurdos banquetes, Pinn ya está reconstruyendo la tienda... Incluso han dejado en libertad a Jane Farrar, puesto que no existen pruebas de que ella estuviera al tanto de la traición de su maestro. Todos se alegran de poder echar tierra sobre el asunto, pero yo no estoy seguro. Hay cosas que no encajan.
¿Como qué?
Duvall aseguró que no estaba solo en esto. Dice que alguien le incitó a hacerlo, un erudito llamado Hopkins. Dice que ese Hopkins compró el ojo del golem y le enseñó a utilizarlo, que ese Hopkins lo puso en contacto con el mercenario de la barba y que animó a Duvall a viajar a Praga para encontrar al hechicero Kafka. Cuando comencé a investigar, Duvall contactó con el mercenario en Praga y le dijo que me detuviera. Pero Hopkins era el auténtico cerebro de la operación. Tengo la sensación de que dice la verdad: Duvall no es lo bastante listo para haberlo planeado él solo. Era el cabecilla de una manada de hombres lobo, no un gran hechicero. No obstante, ¿podemos encontrar a ese Hopkins? No, porque nadie sabe quién es ni dónde vive. No aparece por ninguna parte. Es como si no existiera.
Tal vez no exista.
Eso es lo que creen los demás. Piensan que Duvall está tratando de cargarle el muerto a otro. Además, todo el mundo da por hecho que también estuvo implicado en la conspiración de Lovelace. Dicen que el mercenario es la prueba, pero es que, no sé...
Es muy poco probable convine. Duvall estaba atrapado con los demás en el gran pentáculo de Heddleham Hall, ¿no? Así que no formaba parte de la conspiración. Sin embargo, da la impresión de que ese Hopkins tuvo algo que ver. Si lo encuentras, él es el eslabón.
Nathaniel lanzó un suspiro.
Ése es un «sí...» muy grande.
Tal vez Duvall sepa más de lo que dice y podría seguir soltando prenda.
Ya no. La expresión del chico se entristeció de modo imperceptible. De repente parecía cansado y viejo. Al llevarlo de regreso a su celda después del interrogatorio de esta mañana, se transformó en un hombre lobo, redujo a su carcelero y se abrió paso a través de una ventana con barrotes.
¿Escapó?
No del todo. Estaba a cinco pisos de altura.
Ah.
Sí. El chico estaba junto a la gran repisa vacía de la chimenea, pasando la mano sobre el mármol. La otra cuestión es la incursión en la abadía de Westminster y el asunto del bastón. Duvall confesó que fue él quien envió al golem para que me lo robara. Dijo que se trataba de una oportunidad demasiado buena para desperdiciarla, pero juró que no tenía nada que ver ni con la Resistencia ni con la profanación de la tumba de Gladstone. Dio unas palmaditas sobre el mármol. Supongo que tendré que darme por satisfecho, como los demás. Si la chica no hubiera muerto, nos podría haber dicho algo más...
Emití una especie de sonido afirmativo, pero no dije nada. El hecho de que Kitty estuviera viva era un pequeño detalle que no valía la pena mencionar. Ni el hecho de que me hubiera contado bastantes cosas sobre la profanación de la abadía y que un caballero llamado Hopkins tenía algo que ver con todo aquello. No me correspondía a mí contárselo a Nathaniel. Yo no era más que un humilde siervo que se limitaba a hacer lo que le ordenaban. Además, no se lo merecía.
Estuviste un buen rato con ella dijo de repente. ¿Te contó algo?
Se volvió y me miró fijamente.
No.
Supongo que el terror le impediría hablar.
Au contraire. El desprecio.
Nathaniel gruñó.
Qué lástima que fuera tan terca. Tenía algunas... cualidades admirables.
Vaya, ¿así que te fijaste? Creía que estabas demasiado ocupado faltando a tu palabra para dedicarle ni un pensamiento.
Se sonrojó.
No tuve elección, Bartimeo...
No me hables de elecciones le solté. Ella podría haber elegido dejarte morir.
Nathaniel estampó un pie contra el suelo.
No voy a consentir que critiques mis acciones...
¿Quién habla de tus acciones? Es tu moral la que no me gusta.
¡Y mucho menos mi moral! Tú eres un demonio, ¿recuerdas? ¿Por qué debería importarte?
¡No me importa! Estaba en pie, con los brazos cruzados. No me importa lo más mínimo. El hecho de que una humilde plebeya fuera más honrada de lo que tú lo serás jamás no es asunto mío. Haz lo que te dé la gana.
¡Eso haré!
¡Pues muy bien!
¡Pues muy bien!
Habíamos estado incordiándonos para acabar discutiendo acaloradamente, aunque, no sé por qué, sin excesivo entusiasmo.
Después de que él se pasara un buen rato contemplando una esquina de la chimenea y yo una grieta del techo, el chico rompió el silencio.
Por si te interesa masculló, he hablado con Devereaux y he sacado a los hijos de Kafka de la prisión. Ya están en Praga. Me ha costado unos cuantos favores, pero lo he hecho.
Qué generoso de tu parte.
No tenía ganas de darle una palmadita en la espalda. El chico frunció el ceño.
De todos modos, se trataba de espías de tres al cuarto. No valía la pena retenerlos.
Claro, claro. Se hizo un nuevo silencio. Bueno, bien está lo que bien acaba dije al fin. Tú ya tienes lo que querías. Hice un gesto que abarcó la estancia vacía. ¡Este sitio es enorme! Puedes llenarlo con toda la seda y la plata que quieras. Y no sólo eso, eres más poderoso que nunca. El primer ministro vuelve a estar en deuda contigo y te has librado del tutelaje de Whitwell.
Estas palabras parecieron animarlo un poco.
Es cierto.
Claro que también estás completamente solo, sin amigos proseguí, y tus colegas te temen y tratarán de perjudicarte. Si te vuelves demasiado poderoso, el primer ministro se obsesionará contigo y buscará una excusa para quitarte de en medio. Pero, mira, todos tenemos problemas.
Me fulminó con la mirada.
Qué perspectiva tan halagüeña.
Pues tengo muchas más y, si no quieres escucharlas, te aconsejo que me des la orden de partida de inmediato. Se te acabaron las seis semanas y eso pone fin al vínculo actual. Me duele la esencia y la pintura blanca me tiene frito.
El chico hizo un brusco gesto de asentimiento con la cabeza.
Muy bien, cumpliré el trato decidió.
¿Eh? Ah, vale.
Me quedé un poco desconcertado. La verdad, me esperaba el toma y daca habitual antes de que aceptara dejarme ir. Es como ir de compras a un bazar oriental: el regateo está inevitablemente a la orden del día. Sin embargo, tal vez a mi amo seguía remordiéndole la conciencia el haber traicionado a la chica.
Fuera cual fuese la razón, me condujo en silencio hasta su taller de la segunda planta de la casa, decorado con las habituales estrellas de cinco puntas y toda la parafernalia. Llevamos a cabo el procedimiento inicial en completo silencio.
Para tu información dijo con un ligero rencor cuando yo estaba dentro del pentáculo, no me dejas solo del todo. Esta noche voy a ir al teatro. Mi buen amigo Quentin Makepeace me ha invitado a la gala del estreno de su última obra.
Qué emocionante.
Lo es. Se le daba fatal lo de fingir que estaba contento. Bueno, ¿estás preparado?
Sí. Me despedí con todas las formalidades: Así digo adiós al hechicero John Mandrake. Que viva largos años y jamás vuelva a invocarme... Por cierto, te has fijado, ¿no?
El hechicero se detuvo con los brazos en alto y el ensalmo preparado.
¿En qué?
En que no he dicho «Nathaniel». Es porque ahora te veo más como Mandrake. El Nathaniel que conocí se está desvaneciendo, ya casi no existe.
Bien contestó con sequedad, me alegro de que por fin entres en razón. Se aclaró la garganta. Bueno, adiós, Bartimeo.
Adiós.
Él dijo sus palabras. Yo me fui. No tuve tiempo de decirle que no había comprendido mis últimas palabras.
_____ 48 _____ KITTY
Se habían despedido de la señora Hyrnek al otro lado de la oficina de aduanas, y Kitty y Jakob se encaminaron solos hacia el muelle del ferry, que estaba a punto de zarpar. El humo se elevaba de las chimeneas y una fresca brisa recogía y plegaba las velas. Los últimos pasajeros estaban cruzando una pasarela cubierta por un toldo de vivos colores cerca de la popa, mientras un poco más adelante una cuadrilla de hombres subía el equipaje a bordo. En el cielo, unas gaviotas se abatían con chillidos estridentes sobre el río.
Jakob lucía un sombrero blanco de ala ancha, muy inclinado hacia delante para ocultar el rostro, y ropa de viaje marrón oscuro. Llevaba una pequeña maleta de piel en una mano enguantada.
¿Tienes la documentación? preguntó Kitty.
Por enésima vez, sí.
Todavía estaba un poco lloroso tras haber tenido que despedirse de su madre y eso lo volvía irascible.
No es un viaje muy largo dijo Kitty tratando de tranquilizarlo. Mañana ya estarás allí.
Lo sé. Tiró del ala del sombrero. ¿Crees que pasaré?
Claro que sí. No nos buscan, ¿verdad? El pasaporte es sólo por si acaso.
Mmm... Pero mi cara...
No se fijarán. Confía en mí.
De acuerdo. ¿Estás segura de que no...?
Siempre puedo apuntarme más tarde. ¿Vas a darle la maleta a ese tipo o no?
Supongo que sí.
Pues ve y dásela. Te espero.
Jakob se alejó tras una breve vacilación. Kitty lo siguió con la mirada mientras se abría paso lentamente entre la gente apresurada y se alegró al ver que casi nadie reparaba en él. Oyó la bocina del barco y, a continuación, no muy lejos de allí, una campana. El muelle era un hervidero de actividad. Los marineros, los estibadores y los marinos mercantes iban arriba y abajo mientras se daban las últimas órdenes y se intercambiaban paquetes y cartas. En la cubierta del ferry, muchos de los embarcados se apostaban en la barandilla, con los rostros radiantes de emoción, charlando animadamente en innumerables lenguas. Hombres y mujeres de tierras lejanas: de Europa, África, Bizancio, Oriente... El corazón de Kitty latió con fuerza al imaginarlo y suspiró. Deseó con todas sus fuerzas encontrarse entre ellos. Pero, en fin... Tal vez podría en otro momento. Primero tenía otras cosas que hacer.
Aquella espantosa mañana, los dos habían huido a la fábrica de los Hyrnek, donde los hermanos de Jakob los escondieron en una habitación en desuso oculta detrás de una de las imprentas. Allí, en medio del ruido, el aire viciado y el penetrante olor de la piel, curaron las heridas de Kitty y ambos recobraron fuerzas. Mientras tanto, la familia Hyrnek se preparó para las inevitables repercusiones, para los registros y las multas. Transcurrió un día. La policía no apareció por allí. Les llegaron noticias de la marcha del golem a través de Londres, de la caída de Duvall y del ascenso del joven Mandrake. Pero de ellos de los fugitivosno oyeron ni media palabra. No hubo ni registros ni represalias. Todas las mañanas llegaban a la fábrica los pedidos de los hechiceros como de costumbre. Era de lo más curioso: parecía que se habían olvidado de Kitty y Jakob.
Al final del segundo día, se llevó a cabo una reunión en la estancia secreta. A pesar de la aparente indiferencia de las autoridades, la familia consideró que era muy peligroso que Jakob y Kitty siguieran en Londres. Jakob, en especial, era vulnerable a causa de su peculiar apariencia. No podía quedarse en la fábrica para siempre y, tarde o temprano, lo encontraría el hechicero Mandrake o uno de sus colegas o demonios. De modo que tenía que marcharse a un lugar más seguro. La señora Hyrnek expresó su opinión de forma convincente y estentórea.
En cuanto se hubo calmado, su marido se levantó. Entre bocanadas de la pipa de madera de serbal, el señor Hyrnek hizo una serena sugerencia. La habilidad de la familia en el campo de la impresión, dijo, ya les había permitido vengarse de Tallow manipulando sus libros de modo que sus propios conjuros le llevaran a la destrucción. Les sería muy sencillo confeccionar ciertos documentos, como identificaciones nuevas, pasaportes y similares, que facilitarían la salida del país a los dos jóvenes. Podían ir al continente, donde otras ramas de la familia Hyrnek en Ostende, Brujas o Basilea, por ejemploestarían encantados de recibirlos.
La propuesta fue recibida con una aclamación general y Jakob la aceptó al instante, pues no le apetecía volver a caer en manos de los hechiceros. En cuanto a Kitty, parecía preocupada.
Es muy amable de su parte dijo.
Mientras los hermanos se pusieron manos a la obra en la confección de los documentos y la señora Hyrnek y Jakob comenzaron a preparar las provisiones para el viaje, Kitty permaneció en la estancia, absorta en sus pensamientos. Al cabo de dos días de reflexiones solitarias, anunció su decisión: no viajaría a Europa.
El sombrero blanco de ala ancha se acercó rápidamente a ella abriéndose paso entre la multitud. Jakob sonreía y andaba más ligero.
¿Le diste la maleta? le preguntó.
Sí. Y tenías razón, ni siquiera me miró. Echó un vistazo a la pasarela y luego a su reloj. Mira, sólo tengo cinco minutos. Será mejor que embarque.
Sí. Bueno... Entonces, hasta la vista.
Hasta la vista... Oye, Kitty...
¿Sí?
Ya sabes que te estoy muy agradecido por lo que hiciste, por rescatarme y todo eso. Pero, sinceramente... también creo que eres idiota.
Ah, gracias.
¿Qué haces quedándote aquí? El Consejo de Brujas está formado por plebeyos y la magia casi no tiene influencia en la ciudad. Mi primo dice que no puedes ni imaginarte la libertad que tienen. Hay bibliotecas, círculos de debate... esas cosas que te van. Imagínate, ¡no hay toques de queda! El imperio casi siempre se mantiene al margen. Cuentan con un comercio floreciente y, si quisieras seguir con tu... Miró a ambos lados con cautela. Con lo que tú ya sabes, mi primo dice que allí también tienen estrechos contactos con los movimientos clandestinos. Sería mucho más seguro...
Lo sé. Kitty hundió las manos en los bolsillos y bufó. Tienes razón, todos tenéis razón; pero es que ésa es precisamente la cuestión, que creo que debo estar aquí, donde está la magia, donde están los demonios.
Pero ¿por qué...?
No me malinterpretes. Agradezco tener una nueva identidad. Dio unos golpecitos sobre el bolsillo de la chaqueta y sintió que los papeles crujían. Es sólo que, bueno, que algunas cosas que el demonio Bartimeo dijo me han... hecho pensar.
Jakob sacudió la cabeza.
Eso es lo que no entiendo repuso. Te fías de la palabra de un demonio. Un demonio que me secuestró, que te amenazó...
¡Lo sé! Lo que pasa es que no resultó ser lo que esperaba. Me habló sobre el pasado, sobre los patrones que se repiten, sobre el apogeo y la decadencia de los hechiceros a lo largo de la historia... Se repite una y otra vez, Jakob, y nadie consigue escapar al ciclo: ni los plebeyos, ni los demonios, ni los hechiceros. Todos estamos atrapados en una espiral de odio y miedo...
Yo no aseguró Jakob con firmeza. Yo me largo.
¿Crees que Brujas es seguro? Baja de las nubes. «El imperio casi siempre se mantiene al margen», eso es lo que has dicho. Te guste o no, sigues formando parte de esto y por eso quiero quedarme aquí, en Londres, donde está la información. Jakob, aquí hay grandes bibliotecas donde los hechiceros almacenan sus registros históricos. Pennyfeather solía hablarme de ellas. Si consiguiera tener acceso a ellas, si de algún modo consiguiera trabajo en una de ellas, aprendería cosas... En especial, sobre los demonios. Se encogió de hombros. Todavía no sé lo suficiente, eso es todo.
Jakob resopló.
Claro que no. No eres una maldita hechicera.
Según lo que dijo Bartimeo, los hechiceros tampoco saben demasiado sobre los demonios. Sólo los utilizan, ése es el quid de la cuestión. Nosotros, la Resistencia, no íbamos a ninguna parte. Éramos igual que los hechiceros porque utilizábamos la magia sin entenderla. Yo ya lo sabía, de verdad, y Bartimeo no hizo más que confirmármelo. Tendrías que haberlo oído, Jakob...
Lo que he dicho, eres idiota. Escucha, ésa es mi llamada.
Desde algún lugar del ferry, la sirena atronadora anunció que zarpaban. En el cielo, las gaviotas sobrevolaban en círculos. Jakob se inclinó hacia delante y le dio un rápido abrazo. Kitty lo besó en la mejilla.
No dejes que te maten dijo el chico. Escríbeme, ya tienes la dirección.
No te preocupes.
Nos veremos en Brujas antes de que acabe el mes.
Kitty sonrió.
Ya veremos.
Lo observó mientras cruzaba la pasarela al trote. Jakob empujó la documentación bajo la nariz de un guardia, le estamparon un somero sello en el pasaporte y subió a bordo. Recogieron el toldo y retiraron la pasarela, Jakob se colocó en la barandilla y se despidió agitando la mano mientras el barco zarpaba. Su rostro, como el de los demás pasajeros, irradiaba felicidad. Kitty sonrió, rebuscó en un bolsillo y sacó un pañuelo sucio. Lo agitó hasta que el barco viró al llegar al meandro del Támesis y se perdió de vista.
Kitty se metió el pañuelo en el bolsillo, dio media vuelta y se alejó del muelle. No tardó en perderse entre la multitud.
FIN