Publicado en
agosto 01, 2010
Dedicado a
Joseph Roy Willocks, que me llevaba al cine y me enseñó a comportarme como un hombre.
He estado pensando cómo comparar la prisión en la que vivo con el mundo
William Shakespeare
Ricardo II
El verbo
Imaginad las tinieblas, si es que podéis, y en esas tinieblas imaginad unos barrotes de acero en los que se han incrustado la herrumbre y la inmundicia de los siglos. Los barrotes están encastrados en bloques de roca granítica tan antiguos como los montes en que los forjó el tiempo. Y por encima hay apilados y cementados bloque a bloque otros treinta metros, y más, de roca granítica.
Entre esos barrotes y a través de esos muros de piedra fluye la pestilencia de las aguas residuales, cuya espuma contiene los desechos de dos mil quinientos hombres desesperados y de los incontables millares de hombres que los han precedido.
Respirad ese aire infernal. Paladeadlo. Es el olor y el sabor del castigo en estado puro, sin desbastar, y esa escombrera líquida y en constante disolución contiene la paradoja de una raza torturada e incomparable. Es aquí donde esa raza ha de hallar su hogar, su comunión definitiva y ciega con el albañal insaciable y desenfrenado, el albañal que termina por ser destino de todos ellos. En estas cloacas en las entrañas de un monstruoso presidio, en estas cloacas en la cloaca del mundo, es donde termina lo inexorable y donde lo posible tiene su comienzo: en la gloria y el dolor de la pérdida absoluta.
Esto es Green River.
Y éste es el relato de su insurrección.
PRÓLOGO
El Valle
Un millón de años de condenas había pulido y engrasado la superficie de losas, donde se hallaban profundamente incrustadas la desesperación y la mugre. Mientras sus pasos resonaban por el corredor central de la galería B, el alcaide John Campbell Hobbes notaba en sus huesos la huella que había dejado el arrastrar de los pies de varias generaciones. En la garganta percibía el sabor fétido del sudor rancio y de las flemas infectadas en descomposición, los vapores entreverados de la nicotina y el hachís. Allí se condensaba la hediondez del sufrimiento y la degradación humana ensamblados, concentrados e hiperdestilados, almacenados década a década bajo el altísimo techo de vidrio, enorme bóveda en lo alto de la galería que constaba de tres plantas de celdas atestadas de presos. Allí eran condenados los hombres a arrodillarse, y quienes no querían hacerlo aprendían la manera.
En algún rincón del planeta habría lugares peores en los que cumplir condena, mucho peores, sin duda, aunque ninguno de ellos se encontraba en Estados Unidos. Este era el mejor que podía ofrecer la civilización, una civilización que Hobbes había visto desmoronarse ante sus propios ojos y que ahora desdeñaba con todo el desprecio que su prodigioso intelecto era capaz de concitar. Cuando caminaba, las conteras metálicas de sus zapatones marcaban un ritmo implacable sobre las losas del pavimento. En cierto modo, ese sonido le recordaba su deber. Ese deber, esa política, no era otro que disciplinar y castigar, y Hobbes lo había cumplido con toda la diligencia del mundo. En cambio, hoy pensaba volverle la espalda. Hoy pensaba llevar a cabo esa política por otros medios.
Hoy, John Campbell Hobbes iba a hacer añicos la joya de la disciplina con el martillo y el cincel de la guerra.
Tres pasos detrás de Hobbes avanzaba una falange compuesta por seis guardias plenamente equipados con material antidisturbios: cascos de visera, protección Kevlar en todo el cuerpo, porras, escudos de metacrilato y botes de gas comprimido para defensa personal. Por el sistema de megafonía -ocho altavoces colocados sobre la puerta posterior de la galería- atronaba una marcha militar con gran estrépito de tambores y gaitas, a cuyo compás desfilaban Hobbes y sus hombres. Los tambores infundían a Hobbes un vigor inconmensurable, al tiempo que ahogaban los murmullos de los presos arracimados en las pasarelas suspendidas a distintos niveles. Todos los reclusos lo aborrecían ciega e irracionalmente. Y aunque en el pasado aquel odio le hubiese atormentado, hoy lo acogía con los brazos abiertos.
Piedra. Tambores. Castigo. Poder.
La disciplina lo era todo.
Hobbes lo era todo.
Por otros medios.
Hubo una pausa en el ímpetu desatado de sus pensamientos. Hobbes se contuvo y exploró los recovecos de su mente en busca del menor rastro de error, de soberbia, de una duda. No encontró nada. Así había de ser. Un universo sólo podía remodelarse por el desencadenamiento de fuerzas cataclísmicas impredecibles. Aquel genio de la física se equivocó: Dios sí juega a los dados. Y en el tétrico, sórdido universo que era la Penitenciaría Estatal de Green River, John Campbell Hobbes era Dios.
La prisión había sido construida según los planos de un arquitecto inglés llamado Cornelius Clunes, en una época en la que todavía era posible aunar la filosofía, la ingeniería y el arte en una única y fabulosa empresa. Comisionado a tal fin en 1876 por decisión del gobernador de Tejas, Clunesse había propuesto crear una cárcel en la que cada ladrillo estuviera impregnado por el concepto de un poder tan visible como imposible de verificar. No era una lóbrega mazmorra; tampoco un recinto angosto y brutal. Green River era un himno a las propiedades disciplinarias de la luz.
A partir de un cilindro central, rematado por una inmensa cúpula de vidrio, irradiaban a intervalos de sesenta grados las cuatro galerías de celdas y las dos galerías de talleres y otras dependencias, como radios soldados al eje de una rueda gigantesca. Bajo la cúpula se hallaba la torre de vigilancia, desde la que cualquier observador podría gozar de una visión clara del pasillo central de las cuatro galerías de celdas. Los techos de las galerías reposaban sobre muros de granito liso, que rebasaban en más de seis metros la hilera superior de celdas. Los pilares, tirantes y vigas de la techumbre eran de hierro forjado, y estaban recubiertos por unas extravagantes láminas de grueso vidrio verde. A través del vidrio se filtraba a raudales la luz de Dios que todo lo ve: así se inculcaba en cada preso una sensación de estar perpetuamente vigilado, de permanente y consciente visibilidad, que aseguraba el funcionamiento automático del poder. Al mirar al exterior desde el ventanuco de su celda, el recluso veía los muros circundantes, en lo alto de los cuales montaban guardia los centinelas armados con rifles; entre los barrotes de su celda veía en cambio la torre central de vigilancia, con sus cámaras y sus funcionarios de guardia. De noche, su celda estaba iluminada por una bombilla verdosa de baja intensidad, mientras las pasarelas y los muros seguían inundados por la luz de los focos. El hombre que ingresaba en Green River se despedía de la oscuridad por el tiempo que durase su reclusión. La oscuridad permitía cuando menos cierta ilusión de intimidad e invisibilidad, orlaba lugares donde un hombre bien podría intentar reconstruir cierta idea de su existencia individual. La luz era la disciplina; las tinieblas eran la libertad. Debido a que el recluso era en todo momento visible, nunca podía saber si alguien lo espiaba o no, y de ese modo quedaba convertido en su propio guardián, se vigilaba perpetuamente en beneficio de su carcelero. Green River era una arquitectura de poder erigida sobre las fantasías paranoides de la culpa.
En la galería B se hallaba el Valle de los Corredores de Fondo. Tal era, al menos, el nombre que les había dado su cabecilla, Reuben Wilson. Todos los internos de la galería B eran negros. No porque existiera oficialmente una política de segregación racial, sino porque en un entorno saturado de peligros y temores los hombres se unían de manera natural e instintiva en grupos tribales. En defensa de sus intereses, en aras sobre todo de una paz inestable, Hobbes y sus guardias lo consentían. La galería C era la de los negros y los hispanos; la galería A era también mixta, pero de hispanos y blancos; la D era exclusivamente de blancos: una yuxtaposición preñada de antagonismos, de una hostilidad siempre en puertas de manifestarse. Como la guerra es el estado natural del hombre, la paz nunca pasaría de ser preludio, tiempo de preparativos. Mientras recorría el valle en medio de una abigarrada muchedumbre de rostros malhumorados, sudorosos, la única cualidad que acertó a identificar Hobbes en sus ojos fue un virulento nihilismo, nacido de un prolongado y estúpido sufrimiento.
Al fondo de la galería, y a cómoda distancia del portón que daba al patio, se levantaba un estrado con un micrófono de pie. Según se aproximaba al estrado, Hobbes notó los riachuelos de sudor que bajaban por el cuello y le empapaban la camisa,
como por la frente hacia los ojos. Resistió el apremio de enjugarse la cara. Cornelius Clunes había engendrado su obra maestra desde la humedad y lobreguez del Londres victoriano. Uno de los efectos imprevistos de su extravagante capricho de hierro y cristal, cuando se hizo realidad en el clima subtropical de la región este de Tejas, fue la automática conversión de la cárcel en un invernadero gigantesco que captaba los rayos del sol y transfería su sofocante carga energética a los cuerpos de los reclusos. En los viejos tiempos, las condiciones de insalubridad habían llegado a ser tales que la población de la penitenciaría era diezmada con regularidad por las epidemias de cólera, de tifus y de fiebre amarilla. Durante estos episodios, la cárcel fue puesta varias veces en manos de los propios reclusos, a quienes se arrojaban los alimentos desde los muros hasta que se extinguía por sí sola la infección. Debido a que los reclusos asumían a la fuerza las tareas cuyo cumplimiento habían rehuido las autoridades -por lo que degollaban sin miramientos a todo el que tuviera síntomas de haber contraído la enfermedad-, las epidemias de antaño dieron lugar a espasmos de violencia colectiva tan furibundos que incluso Hobbes difícilmente hubiese podido imaginarlos.
Después de la Segunda Guerra Mundial se cerraron las instalaciones penitenciarias de Green River, con la construcción al norte de Houston de una cárcel estatal moderna e higiénica. Sin embargo, cuando se disparó en los años sesenta la tasa de criminalidad, gracias al aire acondicionado y a la singular visión de John Campbell Hobbes, Green River volvió a la vida. Green River, según él entendía, era suya. Era su universo: un instrumento soberbio, la máquina panóptica, al margen de la sociedad y en virtud del cual los elementos desviados de dicha sociedad, seres humanos a pesar de todo, habían de ser disciplinados, castigados y despojados de toda capacidad de actuar en contra de la sociedad antes de ser devueltos a la vida civil. Nadie pondría en duda que se trataba de una empresa de incuestionable nobleza. Y no obstante, a lo largo de los últimos veinte años Hobbes había tenido que ver cómo iba convirtiéndose su preciado instrumento -lentamente al principio, después de manera incontrolable- en un zoo repugnante que terminó por ser burla e irrisión de su propósito original. Sus propuestas al Departamento de Correccionales del Estado habían sido ridiculizadas por unos, admiradas (bien que en secreto) por otros y rechazadas por todos como políticamente inviables. Muy bien. Por fin había llegado el momento de mostrarles las consecuencias de su cerrilismo. Hobbes llegó al estrado y se plantó ante el micrófono.
El retumbar de los tambores y las gaitas cesó bruscamente.
La galería nunca estaba en silencio, nunca, pero por un breve instante, con el súbito cese de la música, las hileras de celdas apiñadas casi parecieron callar de pronto.
Hobbes respiró hondo, sacando pecho y cuadrándose de hombros. Bajo el estrado, en formación, se encontraban los guardias. Más allá de éstos se alzaban las paredes de celdas alineadas, luego los muros de granito que daban paso a la osamenta de hierro y al vidrio, y finalmente se encontraba la luz del sol. Los reclusos habían recibido orden de salir de sus celdas, y estaban mayoritariamente apoyados en las barandillas de las pasarelas, fumando y rascándose las partes pudendas. Muy pocos llevaban el uniforme reglamentario sin alguna clase de adorno, añadido o alteración; muchos estaban desnudos de cintura para arriba: patéticos gestos de desafío. Desafiantes o sumisos, Hobbes contaba ahora con toda la atención del colectivo aun cuando sólo fuera porque sus improvisados discursos sobre la situación del momento solían ser una novedad que rompía el tedio rutinario de aquellas vidas. Mientras estaba plantado ante ellos, recio y curtido, calvo, vestido de negro, con una desabrida y pétrea expresión en el rostro, la quietud casi absoluta evolucionó hacia un creciente murmullo general. Al principio no fueron más que carraspeos, toses, ruidos intestinales: gruñidos preverbales, cargados de ira en bruto, como si aquellos quinientos individuos fueran un único organismo. Después, de la rabia amorfa brotaron algunos gritos. Por el aire recalentado, denso del olor de los cuerpos sudorosos, fue como si las palabras rebotasen hacia Hobbes a cámara lenta.
-¡Eh, alcaide! ¡A tu mamá le gusta que le den por el culo!
La voz salió de la tercera planta, seguida por una ráfaga de carcajadas. Despacio, Hobbes sacó del bolsillo un pañuelo blanco y se enjugó la frente en silencio.
-¡Me ha dicho que a todos os gusta clavársela así, pero que la tenéis muy pequeña!
Más carcajadas. De la segunda planta se oyó un «El alcaide tiene la verga pequeña!». Hobbes seguía sin decir palabra. Dobló el pañuelo con parsimonia y dejó que el griterío fuera en aumento. El cavernoso espacio a su alrededor se llenó de brazos en alto y puños cerrados, de bocas rosadas abiertas, de ojos ictéricos veteados de rojo por las venillas rotas, de dientes amarillentos exhibidos con fanatismo. Cuando Hobbes ya no supo distinguir los sonidos individuales en medio de la tormenta de insultos, se acercó al micrófono.
-Me dan pena.
Había hablado con suavidad, dejando que los altavoces amplificaran sus palabras. Remitió el ruido en las pasarelas. Pese a su ira, los reclusos querían oírle. Hobbes se tomó su tiempo y miró a las hileras más altas, para identificar aquí y allá un rostro en concreto. Asintió repetidas veces, como si le infundiera lástima el espectáculo, y habló de nuevo.
-Peor que los animales.
-¡Anda y que te jodan!
-¡Sí! -Hobbes lanzó una mirada hacia el lugar del que había brotado el grito-. ¡Encerrados en vuestras jaulas sin saber por qué! ¡Patéticos chivos expiatorios para un mundo que no tenéis la elemental inteligencia de comprender! -Hobbes notó que la voz le subía de tono, y volvió a bajarlo-. Quizás imagináis que estáis aquí como castigo por vuestros miserables actos de depravación y violencia, por la bestialidad de las violaciones y asesinatos de que tanto alardeáis en vuestros inmundos agujeros. Y no es así. -Hobbes bajó el tono más aún-. Estáis muy equivocados.
Les hizo esperar, y todos esperaron.
-Vuestras vidas valen tan poco que no justifican la existencia de una máquina tan ingeniosa como ésta. Por otra parte, quizá creáis que estáis aquí como medida de disuasión, vuestra y de los demás. Otro error. A nadie le importa si os da la ventolera de asesinaros, violaros y envenenaros unos a otros en vuestros guetos apestosos. Yo personalmente aplaudo esa conducta.
Hasta entonces el discurso había sido recibido en relativo silencio, pero un murmullo de cólera agitó ahora las pasarelas. Hobbes sonrió con su peor intención.
-Sé que hay inocentes entre ustedes. -Lo dijo sin ningún sarcasmo-. Oh, sí, inocentes auténticos, víctimas de una injusticia deliberada y ultrajante.
Nuevo murmullo, esta vez más sonoro. Hobbes inyectó más sentimiento a sus palabras.
-Y yo reconozco que dentro de un planteamiento mucho más amplio todos sois víctimas de esa injusticia deliberada y ultrajante. Esa es la razón, amigos míos, de que estéis aquí dentro.
A medida que la verdad contenida en sus palabras penetraba en los cerebros abotargados por las privaciones, los murmullos aumentaban de volumen y Hobbes tuvo que levantar la voz hasta gritar.
-Vuestra auténtica función, si queréis saberlo, es proporcionar una casta de escoria infrahumana a la que toda la sociedad pueda despreciar, temer y odiar. Escúchenme. ¡Escúchenme!
Hobbes alzó la vista hacia la segunda planta, y entre los rostros desencajados por los gritos descubrió a Reuben Wilson, un negro enjuto, pálido, de treinta y tantos años, que lo miraba fijamente y sin alterarse. Hobbes aguantó la mirada de Wilson y esperó. Wilson hizo un gesto con la mano. Como por arte de magia, los reclusos que se hallaban alrededor de Wilson callaron y su silencio se expandió en cuestión de segundos hasta abarcar toda la galería. Hobbes quedó impresionado, aunque no sorprendido. Hizo un gesto a Wilson y continuó hablando con lentitud, de modo que todos comprendieran lo que iba a decirles.
-Si existen, es lisa y llanamente para proporcionar un desagüe por donde salga la porquería, una fosa séptica a la que los demás podamos arrojar nuestra malignidad y nuestra crueldad, nuestro deseo de venganza, nuestras más siniestras fantasías de codicia y violencia. Vuestro dolor es esencial para que la civilización funcione como la seda. Pero no os ufanéis. Vuestros crímenes, uno por uno, por graves que parezcan, carecen por completo de significado. Sólo se necesita que estéis aquí, inocentes y culpables, malos y buenos por igual. Sois el recipiente donde se caga, nada más. Entendedlo así. Y sabed que yo también lo entiendo. Cuando lloréis encerrados en vuestras celdas, quiero que reflexionéis sobre esta cuestión: sólo por estar aquí prestáis un servicio excelente a la sociedad que despreciáis tanto.
Siguió una larga pausa durante la cual los reclusos se esforzaron por asumir el significado de lo que habían oído. Hobbes los observaba, cautivado por la personalidad colectiva de la masa. Fuera como fuese, todos lo iban a entender de golpe. La muchedumbre murmuraba y suspiraba. Una corriente de vida sacudía las hileras de celdas.
De pronto, en un único impulso, quinientos hombres estallaron de rabia al mismo tiempo. Un torrente de obscenidades, de aullidos y de puños cerrados, de pateos, barrió como una galerna la galería y reventó contra el pilar de roca que era John Campbell Hobbes. Debajo de él, los guardias en formación se removieron con nerviosismo, cerrando filas y acariciando los botes de gas antidisturbios. Un solo paso en falso precipitaría un estallido de violencia. Aun cuando una crecida de adrenalina atravesara su sistema nervioso central y testimoniase mejor que ningún otro indicio la certeza y la osadía de su plan, Hobbes no conocía el miedo. Una vez más vociferó por el micrófono.
-Ahora, regresen a las celdas.
Nadie obedeció su orden, tal como él había supuesto. Entre los guardias, el capitán Bill Cletus se volvió para mirarlo. Sus rubicundos rasgos faciales denotaban compostura y firmeza. Hobbes asintió y Cletus inclinó la cabeza para hablar por la radio que llevaba prendida de la solapa. La puerta de acero que daba al patio se abrió a espaldas de Hobbes con un rumor sordo: una segunda escuadra de guardias, dieciséis más, entró a la carga en la galería, colgadas del cuello las máscaras antigás de reglamento. Cuatro de ellos llevaban lanzadoras de gases lacrimógenos que habían apuntado hacia las celdas. Los demás iban equipados con armas antidisturbios de cañón corto. Cuando los guardias estuvieron dispuestos en formación de ataque, Hobbes tomó de nuevo la palabra notando un hormigueo en las extremidades.
-Regresad a las celdas. Todo acto de desobediencia acarreará castigos innecesarios.
Desde la segunda planta voló un objeto oscuro en dirección a Hobbes. Este, aunque lo vio venir, no hizo ademán de esquivar el proyectil, que le alcanzó en el hombro, quedó un instante posado sobre su uniforme y cayó al estrado, a sus pies. La rabia de los reclusos dio paso a la curiosidad. Hobbes alzó la vista a la segunda planta y se volvió hacia Bill Cletus.
-Wilson -le dijo.
Con cuatro hombres más, Cletus subió por la escalerilla metálica hasta la pasarela de la segunda planta. Al final de la escalera, un recluso obeso -un condenado por dos violaciones, llamado Dixon- les bloqueó adrede el paso, aunque no del todo. Cletus lo roció con su pulverizador. Dixon retrocedió de espaldas hasta la pared, momentáneamente cegado, tosiendo sin parar. Cletus pasó por delante de él y enfiló la pasarela. Los dos guardias que seguían a Cletus cayeron sobre Dixon como leñadores, aporreándolo hasta que se hincó de rodillas. Cuando vieron que sangraba y no ofrecía resistencia, satisfechos, le inmovilizaron los brazos a la espalda, lo pusieron en pie de un tirón y lo arrojaron con violencia, boca abajo, al retrete que había al fondo de la celda.
Wilson, ágil de piernas como un bailarín, cerró los puños y se puso en guardia. Desde el estrado, Hobbes vio la expresión de su cara al encontrarse rodeado por Cletus y sus hombres. Wilson había sido un púgil aspirante al título mundial de los pesos medios; los jóvenes delincuentes de los guetos, los que nunca habían realizado mayor hazaña que un atraco en una tienda de comestibles, le tenían auténtica veneración. De hecho, Hobbes sentía un hondo respeto por Wilson. Para colino, éste llevaba ocho años en prisión por un delito que no había cometido. Cuando los guardias le hicieron retroceder por la pasarela, Wilson miró de reojo por entre los barrotes de la barandilla, y vio que Hobbes lo estaba observando. Volvieron a sostenerse la mirada uno al otro, y Wilson calculó en ese instante las consecuencias que tendría para el resto de los reclusos cualquier intento de resistirse. Bajó las manos y casi se puso firme ante Cletus.
-Yo no he sido, capitán -dijo.
Cletus golpeó a Wilson en el vientre con la punta de la porra, y luego le atizó en la cabeza con el mango. Wilson se agachó, doblado por la cintura a causa de los golpes, y dio de frente con la barandilla, a la vez que los guardias lo sujetaban por detrás. Con tanta fuerza como pudieron, le esposaron las manos a la espalda y le hicieron bajar la escalera. Hobbes se percató de que nadie había intervenido en defensa de Wilson.
La galería había quedado en calma, a excepción del estrépito de los guardias que conducían a Wilson por la escalera metálica y las toses y gemidos de Dixon desde su celda. Hobbes examinó a los reclusos: había caído sobre ellos un velo de desamparo y vergüenza. Los guardias arrastraron a Wilson hasta situarlo frente al estrado, y allí le soltaron los brazos. Wilson se balanceó un instante, como si estuviera a punto de caer. Se enderezó y miró a Hobbes sin parpadear.
Hobbes se volvió para examinar por vez primera el objeto que le había alcanzado en el hombro. Era un excremento humano, partido ahora en dos trozos. Hobbes se agachó y tomó el más grande entre el índice y el pulgar. Hizo una pausa, agachado aún, y miró brevemente a Wilson a los ojos. El boxeador le entendió, pero no estaba a su alcance hacer nada. Hobbes se irguió. Levantó el excremento por encima de la cabeza, mostrándoselo a los reclusos. Entre ellos corrieron los murmullos. Cuando tuvo total seguridad de que sabían qué tenía entre los dedos, se aproximó al micrófono.
-Esto es lo que ustedes son.
De nuevo contaba con toda la atención del colectivo. Con parsimonia y como si de algún modo le deleitara, Hobbes aplastó el excremento cerrando el puño en alto con toda su fuerza.
Un comedido suspiro de asco, un «joder» musitado en voz muy baja por quinientas gargantas, se elevó hacia la bóveda de vidrio. Hobbes dejó de mirar las hileras de celdas y se concentró en Wilson, que se lamió la sangre del labio y tragó.
-¿Tiene la menor idea de lo que está haciendo? -dijo Wilson.
Hobbes le miró a los ojos por espacio de diez segundos. Wilson era demasiado inteligente para ser dejado en la galería. No iba a desbaratar el plan de Hobbes. Era injusto, pero no quedaba más remedio: Wilson tendría que ser aislado en la celda de castigo. Hobbes hizo un gesto hacia Cletus.
-Llévenselo al agujero.
Los guardias se llevaron a Wilson casi en volandas y lo sacaron al patio por la puerta del fondo. Sus compañeros lo vieron marchar en silencio. Hobbes tomó de nuevo el micrófono.
-Ahora, regresad a las celdas. Todo trabajo, toda salida al patio, todo derecho de recibir visita queda suspendido indefinidamente. Dicho de otra forma, encierro total. Estado de excepción.
En el vacío que había dejado la abducción de Wilson, los reclusos asumieron la noticia en relativo silencio.
-Y puesto que disponéis de veinticuatro horas al día sin nada que os ocupe, quiero que penséis en esto. -Hobbes alzó la palma de la mano que se había ensuciado-: Yo esto lo puedo lavar en medio minuto, pero vosotros seréis unos negros de mierda durante lo que os resta de vida.
Se volvió en redondo, bajó por la parte posterior del estrado y salió al patio.
Allí fuera, al aire libre, se dio cuenta de que se le había acelerado el pulso y respiraba con demasiada rapidez. El discurso le había salido mejor incluso de lo que podía esperar. Sacó el pañuelo y se limpió la mano. Vio que Cletus lo miraba con atención. Instintivamente, Cletus entendía el funcionamiento y los entresijos de la prisión mejor que nadie, con la salvedad de Hobbes. Pero no tenía el cerebro de Hobbes ni su fuerza de voluntad. El alcaide miró al cielo: el resplandor del sol era intenso. Y miró de nuevo a Cletus.
-A partir de mañana -dijo-, quiero que se desactive el aire acondicionado de la galería B. Cletus parpadeó.
-¿Y el encierro?
-Estado de excepción indefinido, tal como dije.
-Correrá la sangre -dijo Cletus.
Cletus prácticamente doblaba su sueldo gracias a todo lo que pasaba de contrabando para Neville Agry, condenado a cadena perpetua y mandamás de los presos de la galería D. Hobbes estaba al corriente. Pensó en recordárselo al capitán, pero llegó a la conclusión de que ya no era necesario.
-Sean cuales fueren las consecuencias de mis órdenes, capitán, su único deber es obedecerlas al pie de la letra.
Cletus dio un paso atrás y saludó marcialmente.
-Sí, señor -repuso.
Hobbes asintió y echó a andar por el patio. Que él recordara, era la primera vez que sentía la conciencia tranquila: estaba en paz consigo mismo, pues había hecho lo que tenía que hacer. Alguien, al fin, hacía lo que había que hacer. Iba a ser feo, pero era necesario. La temperatura no tardaría en ascender, y entonces llegaría la hora de la verdad. Hobbes dobló el pañuelo, lo guardó en el bolsillo y siguió caminando hacia su torre.
PRIMERA PARTE
La insurrección
1
Una hora antes de que se verificara a las 07.00 el primer recuento de presos, el doctor Ray Klein abrió los ojos y pensó en las gaviotas que trazaban círculos allá arriba, por encima de los muros exteriores. Mejor dicho, imaginó las gaviotas. Lo más probable era que no hubiese ninguna. Desde luego, si Klein hubiera sido gaviota, con absoluta seguridad habría hecho lo posible por alejarse de aquel mugriento y tétrico cagadero. Tenía que haber mejor basura en otra parte. Y si por casualidad rondara por allá arriba la mayor bandada de aves carroñeras del este de Tejas -todo lo nutrida, ruidosa y hambrienta que se quiera imaginar, y dando vueltas y más vueltas como si les fuese la vida en el empeño-, Ray Klein jamás hubiera llegado a oírlas por encima del constante rumor de los quinientos sesenta y tantos reclusos que en aquellos momentos se revolvían, gruñían o roncaban en sus estrechos catres.
Klein parpadeó y se reconvino por ser un perfecto idiota.
Las aves que vuelan en libertad son una imagen absurda en la mente de un preso, pues no le han de procurar el menor consuelo. Sin embargo, Klein pensó en ellas de todos modos, en parte por ser un obstinado hijo de puta, y en parte porque aún no había dominado la compulsión congénita que le llevaba a hacer exactamente aquello que pusiera el más elemental consuelo lejos de su alcance. En este aspecto tenía mucho en común con el resto de sus compañeros de reclusión. Al contrario que todos ellos, Ray Klein disponía sin embargo de una razón distinta para dejar que aquel día volasen las aves por el imaginario paisaje de su mente: después de tres duros años existía una posibilidad, una mera posibilidad, de que los cabronazos que regían aquel maldito lugar decidieran por fin dejarlo en libertad condicional. Klein exterminó todas las aves que volaban dentro de su cabeza y bajó ambas piernas por el lateral del catre.
Al erguirse sobre las losas notó su frío y su dureza en las plantas de los pies. Encogió los dedos como si de este modo quisiera aferrar las cualidades de la piedra, y se dobló entonces bajo el aura verdosa de la iluminación nocturna, estirándose para colocar ambas manos planas sobre el suelo y poner en circulación la sangre estancada en su musculatura dorsal. En realidad no tenía ningunas ganas de levantarse en aquella penumbra, y menos aún de estirar el cuerpo. Lo odiaba. Hubiese preferido pasar otra hora más sumido en la inconsciencia, recorrer el todavía onírico interior de su ser, donde el espacio que abarcaba era tan vasto como el universo mismo, y considerablemente menos penoso. Aun así, dedicó otros diez minutos a realizar toda clase de dolorosas contorsiones. Hacía mucho tiempo que se había aprendido de memoria estas palabras de William James:
…sé sistemáticamente ascético o heroico en cuestiones mínimas e innecesarias, haz a diario alguna cosa, lo que sea, por la sencilla razón de que preferirías no hacerla, de modo que cuando se aproxime la hora de la más nefasta necesidad no te sorprenda con nerviosismo, sin ninguna preparación para afrontar la prueba…
De modo que Ray Klein terminó sus ejercicios matinales y se arrodilló, poniéndose después en cuclillas y apoyando todo el peso sobre los talones, con las palmas de las manos encima de los muslos. A pesar de los años que habían pasado, este ejercicio le hacía sentirse tranquilo y satisfecho. La tranquilidad y la satisfacción no eran cualidades que relacionase de inmediato con su propia personalidad; por eso mismo se permitía sentirlas en tan contadas ocasiones. Cerró los ojos y aspiró a fondo por las ventanas nasales.
Era el máximo de quietud de que se podía gozar en la galería D. Haciendo caso de James, Klein había adquirido la costumbre de levantarse a diario bastante antes de lo necesario, para fingir que esa hora le pertenecía a él por completo. Comenzó con el mokso, la concentración que se adquiere por medio de una respiración controlada para despejar la mente; después siguió practicando ejercicios de kárate hasta que el timbre despertó al resto de los internos de la galería, situándolos automáticamente en el hosco y paranoide nivel de conciencia que en Green River pasaba por ser una cierta forma de existencia humana.
La celda de Klein, en la segunda planta, medía dos metros y medio de largo por dos de ancho. Realizó todos los ejercicios de kárate -las patadas, los giros, las paradas y los golpes- con lentitud, los músculos prietos y densos, en máxima tensión. Era una actividad que exigía mucha fortaleza, sentido del equilibrio y control mental, atributos de los que no estaba superdotado por la naturaleza. Al cabo de tres años, era prácticamente capaz de realizar toda la rutina matinal en casi absoluto silencio, sin jadear, sin romperse un dedo del pie, sin tropezar ni caerse. Hoy practicó la kata Gojushiho sho.
Este ritual diario le ayudaba a disipar la rabia que la cárcel le inyectaba en la sangre. Neutralizaba este veneno y le mantenía fuerte, en calma, al margen de todos los demás; le ayudaba a mantener frío y endurecido el entramado de acero y hielo que había levantado alrededor de su alma.
Desde que cayó en desgracia, ese entramado había demostrado ser una bendición necesaria. En Creen River, el alma era un inconveniente peligroso, una cámara de tortura personal que sólo visitarían los masoquistas o los imbéciles. En su día, Klein había sido tanto una cosa como la otra, pero a estas alturas sabía ya que era mejor abstenerse. Por raro que fuera, la disciplina y la renuncia le habían salido de dentro con más facilidad que a la mayoría de los internos, va que su profesión le había preparado para ello. Había pasado gran parte de su vida adulta endureciéndose sin cesar. En calidad de interno, igual que en calidad de residente y de jefe de residentes de un departamento de hospital, se había endurecido de continuo. Su corazón terminó por ser como el acero casi a su pesar, a fuerza de ejercitarlo durante las interminables horas de guardia, durante la intolerable y sin embargo llevadera falta de sueño, en la alternancia de jornadas laborales de catorce y hasta de veinticuatro horas, y así año tras año; con la presión y el miedo de cometer un error, de matar a un paciente, de dejar inválido a otro; con el horror de los cuerpos mutilados y la pena salvaje de los que habían perdido a un ser querido; con la interminable sucesión de los exámenes médicos; con el fracaso, con el inigualable terror que suscitaba en él tener que decirle a un hombre que iba a morir, o decirle una madre que su hijo había muerto; con el dolor que se había causado a sí mismo y con el dolor que había causado a los demás. Jeringuillas intravenosas e intramusculares, escalpelos, amputaciones, sustancias tóxicas. A través de todo esto, a través de mucho más -experiencias que de hecho compartía con sus colegas, pues él no era nadie especial-, Klein se había endurecido. De ahí que cuando su vida entera se hizo añicos a su alrededor, cuando fue recluido en Green River, le bastó con enfriar más aún el duro acero de su ser para estar plenamente preparado.
En la calle, Klein había sido cirujano especializado en ortopedia.
Ahora era un simple delincuente, declarado culpable de violación y encarcelado para cumplir la condena que dictó el juez.
Hoy tal vez pudiera quedar en libertad.
Y si fuera puesto en libertad, tendría que endurecerse una vez más, de cara ahora a un futuro tan carente de perspectivas y tan implacable como el muro de granito que cerraba su celda.
Klein se volvió en redondo en el exiguo espacio de que disponía y lanzó un golpe dirigido al rostro de su imaginario oponente, al que hubiera alcanzado con el codo, para inmovilizarlo después por el cuello contra los barrotes de la puerta. A su imaginario enemigo se le congestionó el rostro antes de quedar inconsciente bajo la presión con que lo estrangulaba Klein. Eres un guerrero shotokan, se dijo, no esperas nada, no necesitas a nadie, eres libre. Sonrió y se secó el sudor de la frente.
Klein había practicado kárate desde sus tiempos de universitario. Durante los años que dedicó a la medicina, ningún otro ejercicio le había servido de más ayuda ni había sido más fiable que el kárate. Al principio, cuando realizaba cada mañana sus ejercicios rutinarios en Green River, se había sentido como un perfecto idiota haciendo posturitas en su celda. Los internos de las celdas vecinas, al pretender explicarse los suaves, casi inaudibles gruñidos que emitía, lo habían acusado de masturbarse, de introducirse un objeto romo por el ano, de meterse por el pene un catéter sin lubricación y de otras perversiones solitarias no menos peligrosas y siniestras. En su día, decirles que estaba practicando kárate le pareció más vergonzoso aún que dejarlos creer que se estaba masturbando, aparte de exponerse a que alguien le rajase la cara, así que decidió dejarlo. Sin embargo, se convenció de que si quería sobrevivir allí dentro tenía que guardar algo solamente para sí, y en cierto modo, le hiciese o no parecer idiota, el kárate era lo más apropiado. Así que Klein reanudó sus prácticas matinales; y antes de que las voces burlonas de sus convecinos se le hicieran intolerables, un buen día Myron Pinkley le robó en el comedor el postre de gelatina de lima.
En resumidas cuentas, la lesión cerebral sufrida por Pinkley resultó irreversible. Pinkley renació y se unió al Ejército de jesús. Las únicas lágrimas que alguien derramó a raíz de este incidente fueron las de la madre de Pinkley, que lloró alborozada ante la redención espiritual de su hijo. Y los vecinos de Klein dejaron de preguntarse qué ocurría en su celda cada día al amanecer, pues todos comprendieron en lo sucesivo que no era asunto de su incumbencia.
El martilleo del timbre y los berridos de los guardias malcarados pusieron fin al rutinario ejercicio de Klein. Empapado en sudor, se secó la cara con una camisa sucia y se situó ante los barrotes de su celda. Cada día se realizaban metódicamente seis recuentos de los reclusos, el primero se llevaba a cabo al encenderse las luces, cuando la galería despertaba con torpeza, en medio de una cacofonía de toses y escupitajos, del murmullo de obscenidades y de audibles quejas por los apestosos pedos que soltaban algunos presos. Luego venía el estrépito cada vez mayor de la música hortera que empezaba a sonar en las radios y los magnetófonos y de los gritos de los guardias, ritualmente proferidos y ritualmente ignorados, para que bajasen el volumen de la maldita música. A continuación sé procedía al recuento de los internos, y el eco de la malhumorada letanía iba rebotando de planta en planta, a medida que cada hombre, seis veces al día, daba cuenta de su identidad voceando el número que le había sido asignado.
Un funcionario cubano, un boqueras llamado Sandoval, apareció por el otro lado de los barrotes ante los que se había plantado Klein.
-Ocho, ocho, cuatro, uno, nueve, Klein -dijo Klein.
Sandoval asintió sin decir palabra, hizo una marca en su lista y siguió su camino.
Descalzo, Klein notó el sudor que humedecía las losas del suelo al dirigirse hacia el fondo de la celda. Retiró la Manta colgada del techo que ocultaba el retrete y orinó. La celda había sido construida para albergar a un solo recluso: desde que acumuló la riqueza suficiente para permitirse el lujo, Klein había vivido a solas en su celda. La mayor parte de las celdas sencillas estaba ocupada por dos internos; en las dobles convivían cuatro. Todo tenía un precio muy elevado, y el espacio vital era uno de los lujos más prohibitivos. La consulta médica particular que había organizado Klein le había procurado la riqueza Necesaria para permitírselo. Allí había ricos y pobres, exactamente igual que en cualquier sociedad; igual que en cualquier otro lugar, la posibilidad de permitirse un tratamiento médico privado, previo pago, era muestra de considerable poderío social. Klein se aseó en el lavabo y se secó con una gran toalla de baño, otro de sus artículos de lujo. Cuando hubo terminado, era tan intensa la humedad reinante en la galería y tan notable el sobrecalentamiento de sus músculos que de nuevo estaba bañado en sudor. Esperaría hasta que al menos una parte del sudor se hubiese evaporado en el aire estancado, y luego se pondría la ropa reglamentaria, de recia tela de algodón azul. Desnudo y de pie ante el espejo, el zumbido de su afeitadora eléctrica se superpuso al de otros centenares de ellas. Las navajas y maquinillas de cuchilla estaban rigurosamente prohibidas. En el borde inferior del espejo tenía pegado un trozo de sucia cinta adhesiva que algún día fue blanca del todo. Escrito en negro, en un lugar donde a la fuerza lo veía todas las mañanas, para que no se le olvidase, tenía este lema:
A ti que cojones te importa
Este aforismo era a un tiempo la cúspide y la base del sistema político, filosófico y moral cuyo dominio era necesario para la supervivencia en la penitenciaría estatal de Green River. Desde muy temprano había comprendido Klein la importancia de esa máxima gracias a Sapo Coley, el recluso que hacía las veces de encargado de la enfermería en la prisión. Klein preguntó en su día a Coley cómo era posible que un paciente que estaba convaleciente en una de las salas hubiera sufrido la amputación de ambos testículos, que a continuación le fueron introducidos por el recto. Coley agarró a Klein por la pechera de la camisa y le dijo: «Más te vale no tener ganas de saberlo, membrillo. Mientras estés en el trullo, no quieras enterarte nunca de nada. No metas las napias donde no te llaman, no te olvides de que no te han dado vela en ningún entierro. En ninguno. A ver si te lo explico bien. Imagínate que un día pasas por delante de las duchas y oyes que a un tío lo están rajando, o que se lo están montando a pelo. Puede que sea amigo tuyo, ¿eh? Puede que sea tu mejor amigo. Puede que sea ese pobre comemierda, y puede que le estén cortando las pelotas con un cuchillo sin filo, y resulta que lo oyes gritar a pesar del trapo que le han metido hasta el gañote. Pues tú sigue tu camino, hermano, porque siempre habrá una muy buena razón para que no lo sepas. Y si resulta que no hay razón ninguna, digo yo, ¿a ti qué cojones te importa, si no es asunto tuyo?»
Y en un par de ocasiones -raras, y sin embargo imborrables-, Klein había sido testigo de algunas atrocidades, había oído claramente los alaridos de dolor. Desde luego, había seguido a lo suyo como si tal cosa. A decir verdad, le costó poco. Lo que había escrito en la cinta adhesiva atrajo su mirada una vez más: a ti qué cojones te importa. Klein apagó la maquinilla de afeitar. Pletórico de energía como se encontraba, gracias a sus ejercicios de rutina, era fácil sentirse un tío duro de verdad, un tío con un par de huevos. Se preguntó cómo se sentiría cuando volviera a estar en la calle, si acaso llegaba ese momento. El mundo acomodado y de clase media que había dejado atrás le resultaría un paisaje ajeno, casi desconocido; las vacuas chácharas narcisistas y mal informadas serían más irritantes incluso que en el pasado. Se recordó que más le valía no caer en esa trampa. Seguía siendo un recluso; mientras no le concedieran la libertad, no pasaba de ser eso.
Se puso el uniforme reglamentario: una camisa de manga larga con dos bolsillos en el pecho, pantalones, cinturón de lona. Sentado en el catre mientras se ataba los cordones del calzado deportivo, un súbito y sordo rumor encontró ecos a su alrededor hasta terminar bruscamente con un estridente crujido cuyo eco se propagó rebotando contra el techo de cristal abovedado. Terminado el primer recuento del día, la máquina carcelaria quedaba satisfecha hasta una hora más tarde, y las ciento ochenta puertas de acero de la galería D atronaban al abrirse electrónicamente al unísono. Terminado el desayuno, Klein y los demás reclusos regresarían uno por uno a sus celdas, donde volverían a encerrarlos los boqueras para proceder al segundo recuento del día. Después quedarían de nuevo sueltos, para dedicarse cada uno a su trabajo matinal.
Klein se puso en pie. Lastrados aún por el sueño, con los hombros caídos, con ese torpor de los que han de afrontar un nuevo día sin otra promesa que la de vivir más de lo mismo, los hombres iban pasando por delante de la puerta abierta de su celda. Ninguno mostró la elemental curiosidad de mirar al interior; ninguno se tomó la molestia de saludarle, ni saludó él a ninguno. Era todavía temprano, y habían sido secuestrados hacía muy poco tiempo de la paz de sus sueños o de sus pesadillas. Hombres cuyo futuro había quedado atrás. Si Klein no obtenía hoy mismo el resultado que esperaba, si el comité encargado de tramitar las solicitudes de libertad condicional rehusara aceptar el suplicatorio que había presentado, también Klein acabaría…
Prefirió abstenerse de pensar tales cosas, y se llamó imbécil por dejarse encadenar por una mera esperanza. Recordó que las cosas ya sólo podían ir a peor, que los meapilas del comité habían percibido el desprecio en su mirada y habían tomado la decisión de mantenerlo otro año más entre rejas, quizá dos, puede que cinco. Volvió a decirse por enésima vez que es el aquí y el ahora lo único que cuenta. No hay pasado. No hay futuro. No hay nada ahí fuera. No hay nada después. Todo cuanto eres, todo cuanto puedes llegar a ser, es tan sólo lo que eres en este momento. Sólo eso, nada más. Y ahora baja a desayunar.
Klein salió a la pasarela, la recorrió basta las escaleras metálicas de caracol y descendió ruidosamente. Al llegar a la planta baja lo adelantó Nev Agry, que iba camino de la puerta principal de la galería. Agry era diez centímetros más bajo que Klein y pesaba unos cinco kilos más que él. Unía el carisma del psicópata que ha sido puesto a prueba y ha demostrado quién es; su potencial le envolvía en una especie de campo magnético. Era el gran jefe de la galería D, el más fuerte de todos los blancos condenados a cadena perpetua. Klein había tratado a Agry en algunas ocasiones, casi siempre por alguna dolencia más bien leve, pero también por una serie de infecciones pulmonares recurrentes, debidas a los tres paquetes de Lucky que se fumaba cada día. Klein también mantenía buenas relaciones de amistad con la pareja de Agry, Claudine, sólo que ésta había regresado a la galería B, donde había experimentado un involuntario cambio de sexo y, en su condición de Claude, sudaba por todos los poros a causa del estado de excepción. Agry dedicó un gesto a Klein cuando lo adelantó camino del comedor, acompañado por Tony Shockner. Un saludo incluso sin palabras por parte de Agry era considerado un gran privilegio, aunque el único privilegio que deseaba tener Klein en aquel momento era la libertad condicional. A las diez y media de la mañana descubriría por intermedio del alcaide Hobbes si dicho privilegio era suyo o no.
Klein se dio cuenta de que iba a ser un día largo. Por eso se encogió de hombros, se dispuso a encarar lo que el día le tuviera reservado y se unió a la hilera de hombres sin futuro que iban desfilando de uno en uno camino del comedor.
2
En la enfermería de la prisión, Reuben Wilson alcanzó el trapecio suspendido sobre su cabeza y se incorporó a pulso hasta quedar medio sentado. Apretó los dientes para aguantar el dolor que le atravesaba el abdomen. En realidad, no era un dolor insufrible: apretó los dientes más que nada porque temía que los puntos que le sujetaban el abdomen se abriesen y se le desparramasen las entrañas sobre el regazo. Sapo Coley, el muy hijoputa, le había dicho que no era tan raro, que él lo había visto unas cuantas veces, y que había que oír cómo se habían desgañitado a gritos aquellos atontolinados medio muertos de miedo. Habían pasado trece días desde que a Wilson le fue extirpado el bazo, reventado por efecto de un golpe. Ray Klein le había garantizado que la herida terminaría por cicatrizar, salvo que alguien le soltara una patada en el vientre o intentara él soltársela a alguien. Wilson se había creído lo que le dijo Klein, pero también creía en los cuentos de Coley, así que realizaba con inmensa cautela hasta los menores movimientos.
Para Wilson, la enfermería era la dependencia más tétrica de toda la puta trena, y eso que se había tragado una muy considerable ración de días a solas en la celda de castigo. Le había costado bastante entender el porqué. En el Pabellón Travis, las paredes recubiertas de azulejos de color magnolia estaban descoloridas por la nicotina y la antigüedad, a pesar de lo cual el lugar era más luminoso y grato que el Valle. Asimismo, Wilson prefería el olor a desinfectante a la amalgama de sudor, orines y semen que impregnaba cada metro cuadrado de las celdas. Y pese al continuo rumor entrecortado de las toses y los estornudos salidos a duras penas de los pulmones de los moribundos, la enfermería estaba en calma -en total tranquilidad, incluso- en comparación con el clamor incesante de la galería B. No, el tétrico ambiente de la enfermería, según había comprendido al fin, dependía de otras razones. Había que buscarlas, por ejemplo, en la reja de acero pintado de blanco que dividía la galería en dos secciones de doce camas cada una, o en los barrotes incrustados en las ventanas, a este lado de los gruesos cristales reforzados, y en los tipos que se estaban muriendo de sida en tantas camas a su alrededor. La suma de los barrotes y las siluetas demacradas materializaba el miedo más cerval de Wilson -y de cualquier otro hombre-: el miedo a morir a este lado del muro. Cuando vivir encadenado termina por ser un lugar común, morir encadenado es al final la derrota más amarga. Aquellos tipos tenían tiempo de sobra, como había visto Wilson con sus propios ojos, para pensar en ello muy a fondo.
Una andanada de toses capaces de rasgar toda clase de membranas hizo erupción al otro extremo de la galería, toses de tal calibre que a Wilson le dolía el pecho sólo de oírlas. Levantó la vista. En la cama de enfrente, la figura espectral de Greg Garvey se había deslizado hasta quedar tendida lejos de la almohada. Consciente de estar tan débil que no podría enderezarse, ni tampoco darse la vuelta de costado, Garvey intentaba escupir penosamente sus flemas infectadas en un vaso de plástico. La mitad le colgaba de los labios, un amasijo verde, mucoso, que se le pegaba a la barbilla y al cuello. El resto debía de tenerlo adherido a la garganta, y le hacía toser sin cesar: se estremecía con violentos espasmos que le arrancaban la poca fuerza que pudiera quedarle.
Garvey era un yonqui blanco condenado a un mínimo de dos y un máximo de diez años por haber herido al dueño de una tienda en un atraco. Tenía veintitrés años.
-Cállate de una puta vez, Garvey, maricona pestosa.
La voz, chillona, pertenecía a Cojo Cotton, un homicida cuyo enjuto rostro estaba cubierto por una trama entre azulada y negruzca de tatuajes que él mismo se había hecho. Cuando Garvey fue presa de un nuevo paroxismo, más débil que el anterior, Cotton se quitó las sábanas de encima y se puso en de pie con dificultad. Tenía la pierna izquierda enyesada. Se había serrado el tendón de Aquiles -era la tercera vez en cinco años- con la intención de tomarse unas vacaciones lejos de la galería C. Atravesó el pasillo cojeando, en dirección a Garvey.
-Si no hay nadie que quiera ocuparse de estos sidosos de mierda, yo sí -chilló Cotton.
Le relucía la cara de odio incontrolado. Reuben Wilson conocía bien ese odio, ese descontrol ajeno a todo pensamiento, pues no en vano era su vida misma.
-Déjale en paz, Cojo -advirtió Wilson.
Cojo se volvió hacia Wilson. Su cara tatuada se retorcía de maldad.
-Lleva toda la noche tosiéndonos encima esa mierda. Y ya está bien.
-Por una tos no te puedes contagiar -replicó Wilson-. Lo ha dicho Klein.
Cotton se detuvo en la cabecera de la cama que ocupaba Garvey, apoyándose con la mano izquierda contra la pared. Miró a Wilson.
-Y una mierda. Ese hijo de puta apenas tiene que cumplir tiempo en la trena, y nos diría cualquier cosa. -Miró con los ojos entrecerrados la cara cerúlea de Garvey-. Me lo voy a cargar.
Con la mano derecha agarró una almohada.
-Te he dicho que lo dejes en paz.
Wilson se había incorporado a medias; habló con voz amenazante y gruesa. Los puntos de sutura que tenía en el abdomen le tiraron de la piel a causa del esfuerzo. Por un instante imaginó que ahora sí se le desparramaban las tripas sobre el regazo, y creyó oír sus propios alaridos. Wilson no había soltado un chillido en su vida, y no era un impulso en el que tuviera especial interés. Se llevó la mano a la herida; comprobó que todo seguía en su sitio. Se recostó y vio que Cotton lo miraba, que observaba con desfachatez cómo se sujetaba el estómago con una mano. A Wilson se le contrajeron las tripas de nuevo, esta vez de pura humillación.
-Es un favor que nos hago a todos -dijo Cotton-, incluido él, pobre mierda de tío.
Cotton aplastó la almohada sobre el rostro de Garvey y cargó todo su peso encima. Al cabo de una larga pausa, una mano macilenta asomó entre las sábanas humedecidas para asir la muñeca de Cotton.
Wilson apartó las sábanas de su cama y bajó del alto colchón como buenamente pudo. No había hecho todo el ejercicio que le habían recomendado, y sus piernas le parecieron en ese instante de gelatina. Se enderezó, sujetándose al cabezal de la cama, y se preguntó qué cojones pensaba hacer cuando hubiera atravesado la sala.
En condiciones normales, Cojo se habría cagado en sus cochinos calzones con sólo notar que Wilson le miraba, pero ahora el asesino de los tatuajes tenía muy presente lo que había dicho Klein sobre los puntos de sutura. La débil mano que se aferraba a la muñeca de Cojo se aflojó y cayó sobre la sábana.
-Cotton -dijo Wilson-, en cuanto vuelvas a la celda te juro que me encargaré de que te corten los labios de cuajo.
-Chúpame el pito, negro.
Se oyó el ruido inconfundible de una puerta de acero cerrada de un iracundo portazo. Una voz de barítono cargada de indignación hizo retemblarla sala:
-¡Cristo!
Earl Sapo Coley medía poco más de un metro sesenta y pesaba ciento veinte kilos. Tenía la piel lustrosa, negra como el betún, y un cráneo grande y escabroso como el pedernal, suavizado sólo en la parte inferior por la acumulación de tejido adiposo en el cuello y en los maxilares. Veintitrés años antes había sido aparcero en los humedales de los alrededores de Nacogdoches, en el este de Tejas; tenía mujer, cuatro hijos y una mula. Un día encontró a dos adolescentes blancos que estaban echando líquido desatascador en los ojos de la mula, a la que antes habían amarrado a una verja. Coley agarró un ronzal de cuerda y dio a los niñatos la tunda que tenían bien merecida antes de mandarlos a paseo. Los negros, sin embargo, siempre han sabido a qué se arriesgan cuando les ponen la mano encima a los muchachos blancos. El tribunal del condado consideró a Coley culpable de abuso de menores y de homicidio frustrado, y lo condenó a cumplir de diez años a cadena perpetua. Llevaba diecisiete años sin ver a su esposa, doce sin ver a sus hijos. Llevaba más de tres lustros como encargado de la enfermería de la prisión.
Coley arremetió por el pasillo central de la sala, remangándose la bata blanca. Cotton soltó la almohada sobre el rostro de Garvey y comenzó a retroceder, tropezando aquí y allá, tensos los tatuajes sobre los pómulos a causa del pánico. Cuando Cotton llegaba a su cama, Coley agarró un tazón de aluminio que había en la mesilla y se lo estampó en pleno rostro. El propio Wilson, pese a sus quince años de púgil profesional, hizo una mueca involuntaria al oír el impacto. Cotton perdio el equilibrio y cayó de bruces sobre el colchón, sollozando y protegiéndose la cabeza con ambos brazos. Permaneció quieto un instante, temblando de rabia y con una mirada asesina. Con esfuerzo desvió los ojos hacia Garvey. El yonqui no se movía. Coley dejó caer la taza de aluminio, deformada por el impacto contra el rostro de Cotton, y avanzó de prisa a través del pabellón.
Retiró la almohada de la cara de Garvey y deslizó ambas manos bajo su cuerpo inerte para tenderle de costado. Garvey apenas respiraba. Colee le introdujo un dedo en la boca y extrajo un grumo de esputo. El enfermo tosió débilmente. Coley miró hacia Wilson por encima del hombro.
-Pásame ese chupón, tío. -Señalaba un artefacto de plástico con dos tubos flexibles, que colgaba de una caja de madera a los pies de la cama-. La mierda de plástico. Venga, deprisa.
Wilson dio dos pasos al frente, pero le traicionaron las piernas, convertidas en un amasijo de espaguetis. Se sujetó al barrote, a los pies de la cama. Se avergonzó. Al menos, había conseguido no llevarse las manos al vientre, tal como deseaba. Miró a Coley como si éste pudiera prestarle ayuda.
-Boxeadores, ¡bah! -dijo Coley con desprecio-. Fuera del ring no sois más que una panda de nenazas con el coño mojado.
Una llamarada de ira empujó a Wilson a recorrer la sala a un paso casi normal. Tomó el aparato succión y se lo pasó a Coley; éste se llevó uno de los tubos a la boca y aspiró con fuerza, al tiempo que introducía el otro extremo por la garganta de Garvey. El aparato hizo de sifón, depositando las espesas flemas en el contenedor de plástico. Wilson, aprensivo y sin embargo respetuoso ante la experiencia que demostraba Coley, observó la maniobra. Terminada ésta, Garvey volvió a respirar trabajosa y superficialmente: lo normal en su situación. Coley volvió a colocarlo boca arriba y lo alzó hasta dejarlo sentado.
-Colócale las almohadas para que se respalde mejor -dijo.
Wilson volvió a titubear, sólo que esta vez no fue por temor, sino por orgullo. En el Valle él era el señor de la vida y la muerte. Nadie le hablaba nunca de ese modo.
Coley lo miró fijamente.
-¿Qué, listo para volver a la galería B?
Wilson entornó los ojos. Había pasado mucho tiempo desde la última vez en que alguien lo insultó y amenazó antes del desayuno. Le pasaron por la mente unas cuantas palabras: a no pocos les habían cortado la lengua por mucho menos que eso, vejestorio. ¿Supo leer Coley la esencia de lo que estaba pensando Wilson? Este, por su parte, no supo leer nada. Allí dentro, el señor era Coley. Wilson se acercó sin preocuparse ya de que se le desparramasen las tripas encima de los pies planos de Coley, y apiló las almohadas en la espalda de Garvey. Cuando Coley quedó satisfecho, convencido de que el moribundo estaba más cómodo, volvió sus ojos velados hacia Wilson.
-Eh, no me has contestado.
-¿A qué? ¿Que si estoy listo para volver al Valle? -preguntó Wilson.
Coley asintió con la cabeza.
No bromees, cabrón, pensó Wilson. La ruda cara de Coley se le enfrentaba en silencio. Wilson se acordó de su burla sobre las nenazas y sus coños mojados. Tragó saliva.
-Aún no he de volver a la galería. Me quedan por cumplir diez días en la celda de castigo -dijo-. Pero si tú lo dices, me marcho y punto.
Coley lo miró con aspecto grave. En sus ojos había cambiado algo.
-Sé que no es justo -dijo-, pero en la sala de abajo tengo a hombres enfermos que duermen en catres de campaña.
-Me gustaría estar lejos de Cojo -dijo Wilson.
-Puedes quedarte otro par de días, pero has de hacer más ejercicio.
Coley miró al otro extremo de la sala y vio a Cotton, que observaba y los escuchaba con las manos sujetándose la cara cada vez más hinchada.
-Te largas de aquí esta misma tarde, Cojo -dijo Coley sonriendo-. Aunque sea con el yeso puesto.
-Negro, eres un cabrón, una jodida bola de sebo. Me has destrozado la jeta, y te juro que lo vas a pagar.
Coley atravesó la sala con la velocidad y el ímpetu de un jugador de fútbol. Cuando Cotton intentaba escabullirse, Coley lo agarró con un puño por la piel y el vello del pecho. Cotton chilló.
-Como vuelvas a ponerle la mano encima a cualquiera de los míos, te vas a enterar de lo poco que les importa a los forenses la mierda que les enviamos dentro de las bolsas de plástico.
Cotton logró librarse y se acurrucó al otro lado, de la cama, gimiendo de dolor. Coley se volvió hacia Wilson.
-Voy a necesitar que me ayudes con los desayunos.
-Claro -contestó Wilson.
Coley sonrió.
-Además, así volverás a ponerte en forma. Se encaminó hacia la puerta de la sala.
Reuben Wilson, dueño y señor de la galería B, se sintió extrañamente privilegiado por la sonrisa que le había dedicado Sapo. Salió al pasillo y le siguió tan deprisa como pudo.
3
En circunstancias normales, a Henry Abbott le gustaban los copos de avena con leche. Su abuelo, que cabalgó junto al coronel Chivington en la batalla de Sand Creek, había desayunado todos los días de su vida con copos de avena, y murió a los noventa y tres años. Los expertos habían proclamado recientemente que los copos de avena eran buenos para el corazón y para la circulación en general, así que el secreto estaba ya al alcance de cualquiera. A Abbott no le parecía mal; sin embargo, los copos de avena que tenía delante, en una de las mesas corridas del comedor, no estaban buenos. Abbott lo sabía. Apartó el cuenco de plástico sin haberlos tocado. Sus copos de avena estaban llenos de cristal molido.
Del bolsillo de la camisa sacó Abbott un cuaderno de notas barato que había comprado en el economato de la prisión, y una Sheaffer negra con plumilla de oro. La pluma era el único objeto, de los pocos que poseía Abbott, que no llevaba el sello característico de la prisión. Abrió el cuaderno por una página en blanco y anotó en tinta verde el número correspondiente al día de hoy: «3083.» Debajo, anotó lo siguiente: «Copos de avena malos, repletos de cristal molido.»
Los huevos revueltos, en cambio, sí le parecieron aceptables. Se guardó la pluma y el cuaderno roció los huevos con ketchup y se zampó la mezcla a cucharadas. Las cosas no sabían tan bien tomadas con cubiertos de plástico. Igual pasaba con el café en vaso de plástico. En la cantina todo era de plástico, y Abbott lo detestaba. Para colmo, ahora también le habían puesto plástico en la cara, apretado debajo de los pómulos, con lo cual le resultaba más difícil sonreír, y en las encías, con lo cual le costaba más esfuerzo masticar, y en las bisagras de las quijadas, y debajo de la lengua, con lo cual se le hacía más arduo hablar. Le habían inyectado productos químicos plastificantes ayer mismo en la nalga izquierda. Al cabo de veinticuatro horas, esos productos ya los había procesado su hígado mientras dormía y se le habían depositado en la cara -ése era su destino-, plastificándosela, para que no pudiese sonreír bien, ni tampoco hablar, bien, aparte de que le costase un gran esfuerzo masticar y tragar los pegajosos huevos revueltos del desayuno. Pero lo más grave era que los productos químicos creaban un velo de neblina heladora alrededor del Verbo, cuya voz se tornaba así embozada y distante. Con todo, a pesar del gélido velo que lo envolvía, el Verbo estaba siempre allí: detrás de él, en torno a él, por encima de él. A instancias del Verbo ya había dejado en su cuaderna constancia de la plastificación, para que de ello se, aprovecharan en la medida de lo posible las generaciones venideras, aunque rara vez quedaba convencido de que sus palabras hicieran justicia al Verbo. A pesar de sus continuos fracasos como escribano, Abbott seguía intentándolo. A fin de cuentas, ellos habrían silenciado al Verbo para siempre… si hubieran sido capaces. Y Abbott sospechaba que ésa era la razón que los impulsó a mezclar cristales molidos con sus copos de avena.
El Verbo sabía, y sólo el Verbo sabía. Y ellos lo sabían. Además, harían lo indecible con tal de impedir que la sabiduría del Verbo se difundiera. Si los copos de avena no habían servido para que a Abbott le sangrasen las vísceras -y no sirvieron ni servirían porque él estaba avisado para no probarlos siquiera-, el plástico que se le había acumulado en la cara, distorsionando sus palabras, sí garantizaría que nadie le creyese. Abbott no pudo suprimir un punto de admiración: ellos sabían muy bien cómo desempeñar su oficio, sin duda. Y sin embargo, estaban condenados al fracaso, ya que el Verbo sería escuchado, si no por todos, al menos por uno. Si no por otros, por él. Por Henry Abbott.
Había ajetreo en la cantina; Abbott ya había observado que lo había siempre a determinadas horas del día. Por ejemplo, a la hora del desayuno. Los reclusos formaban cola ante una hilera de recipientes metálicos, hondos y cuadrados, suspendidos en una cubeta de agua caliente oculta a la vista de los reclusos. Oculta, como tantas otras cosas, tras un tabique de acero inoxidable. Desde detrás de los recipientes, los cocineros iban vertiendo con cucharones el rancho tibio en las bandejas de plástico que sostenían los reclusos. El cocinero que sirvió a Abbott los copos de avena había actuado con gran rapidez: un guiño a su compañero, una sonrisa a Abbott -no le había sonreído nadie más- y, aprovechando la distracción causada por la sonrisa, el cristal en polvo; lo había vertido de una pequeña bolsa que llevaba escondida en la manga. Sin dar tiempo a que Abbott lo viese realmente, el cristal ya estaba disperso, invisible y mortífero, en los copos de avena de su desayuno.
Poco había faltado para dar en el clavo.
Abbott levantó la vista de su plato y vio al doctor Ray Klein, que caminaba hacia él por entre las hileras de mesas ruidosas, abarrotadas. Abbott, como de costumbre, disponía de una mesa para él solo. No era así porque lo hubiese elegido, ni porque lo quisiera, sino porque así eran las cosas. El médico dejó la bandeja frente a él y tomó asiento. No llegaba por muy poco al metro ochenta, a pesar de lo cual su cara quedaba a la altura de las clavículas de Abbott. El doctor levantó la mirada. Unía el rostro magro, y detrás de los huesos Abbott percibió las llamas de un pálido fuego, un fuego de Pentecostés, que ardía sin dar calor y que consumía el espíritu del doctor sin reponerlo.
-Buen día, Henry -dijo el médico.
Abbott se limpió la boca con la manga de la camisa.
-Buenos días, doctor Klein.
La voz de Abbott sonó rara incluso a sus propios oídos. No era de extrañar. Plastificación de las cuerdas vocales. Tendió la mano y el médico le correspondió. La mano del médico le pareció pequeña, y Abbott se esmeró en estrechársela con cuidado. Nadie había estrechado jamás la mano de Abbott, sin que él hubiese podido entender el porqué. Tampoco llamaba nadie «doctor Klein» al médico. Quizás eso explicara que a él sí le tendiese la mano, pero Abbott no estaba seguro del todo. Seguía siendo un misterio, aunque Abbott sabía que era algo importante.
-Veo que no pruebas los copos de avena -dijo el médico.
El doctor veía cosas. Era más observador que la mayoría, pero no llegaba a verlo todo. Abbott sí veía cosas que al doctor se le escapaban. Como lo contrario también era cierto, parecía lógico. Se trataba de un don que compartían. Así, cuando al doctor se le pasaba por alto algo que era increíblemente elemental, allí estaba Abbott para apuntárselo, y el doctor aceptaba los juicios de Abbott tal como éste, evidentemente, aceptaba los suyos. Era mutuo y era bueno.
-Tiene razón -dijo Abbott-. Están llenos cristales molidos.
El médico le lanzó una breve mirada, cargada de preocupación. Abbott asintió. El médico empujo su cuenco de copos de avena para ofrecérselo.
-Este está bien -dijo-.Toma, quédatelo.
Abbott titubeó.
-No, tendrá usted hambre -respondió-. No puedo.
-Eres un tío grande. Y trabajas muy duro. Lo necesitas más que yo.
Abbott asintió. Como de costumbre, la lógica del médico era irrefutable. Abbott tomó el cuenco de cereales pastosos y se puso a comer. Mientras daba cuenta de los copos de avena, supervisaba el comedor entero con la mirada, aunque sin mover la cabeza. Pensó en la posibilidad de hablar del plástico que se le iba depositando en la cara, pero sólo conseguiría preocupar al doctor, y en cambio había otras cosas más importantes que comentar. Entre bocado y bocado, se cubría la boca con una mano y hablaba de costadillo.
-No me mire, pero tengo algo que decirle -anunció.
El médico se concentró en los huevos revueltos.
-Adelante.
-He detectado una vibración. Una irrupción.
Abbott se metió una cucharada de cereales en la boca.
-Una irrupción, ya -dijo el médico.
Abbott asintió.
-Alguien va a morir.
El médico se abstuvo de mirarle.
-¿Tú? -preguntó.
-Ya lo han intentado, pero fui demasiado rápido para ellos -replicó Abbott-. Ayer añadieron un compuesto plastificante a la inyección que me pusieron, pensando que así iban a impedir que hable. Y hoy ha sido el cristal molido. -Hizo una pausa cuando otros dos internos, Bialmann y Crawford, pasaban junto a la mesa. Luego se arriesgó a mirar a los ojos al médico-. Es increíblemente obvio, ¿no?
El médico asintió otra vez.
-Entonces, ¿a por quién van?
-Todavía no lo sé, pero le recomiendo que se mantenga lejos de Nev Agry y de su gente.
-Vaya, parece un buen consejo -dijo el doctor.
Abbott se preguntó si el médico habría de veras comprendido los riesgos que corría. ¿Cómo iba a comprenderlo sin el Verbo? Tomó la resolución de mantenerse en lo sucesivo vigilante por su cuenta. Terminó los copos de avena. Sorbió el café; estaba frío.
Le recomiendo que no salga de su celda -dijo-. Para estar completamente a salvo, evite todo contacto. -Bajó la voz-. Especialmente con la gente de color.
-He de ir a la enfermería -dijo el médico.
Por supuesto. Abbott lo entendió perfectamente. Allí le necesitaban.
-Y también tengo una cita con el director, con Hobbes.
-Vaya con cuidado -dijo Abbott-. Hobbes es un hombre peligroso.
El médico se puso en pie y depositó la mano sobre el hombro de Abbott. Se lo apretó con dedos firmes.
Abbott sintió por un instante que se le reblandecía el plástico de la cara.
-Ten cuidado tú también.
Abbott lo miró con respeto, invadido por una suavidad que de pronto le impregnaba el hígado y la garganta. El médico tenía los ojos azul pálido, aunque con algo especialmente feroz en el centro, donde ardía el fuego que lo asolaba.
-Si se te ocurre algo más que decirme, si hay algo que te preocupe y que quieras comentarme, quiero que me busques y que me lo digas sin falta. ¿Entendido, Henry?
Abbott movió de un lado a otro la mandíbula inferior. Ya apenas notaba el plástico.
-Entendido, doctor.
El médico apretó de nuevo el hombro de Abbott y se fue. Mientras Abbott lo veía marchar, se fijó en que Nev Agry estaba sentado en la misma mesa que Crawford y Bialmann. Obvio, e increíble. Agry por lo común departía con sus lugartenientes, asesinos como Tony Shockner. Crawford y Bialmann eran simple mierda, dos reclusos de condena corta, ladronzuelos de poca monta. Ahora, cerca de Agry, estaban tan muertos de miedo, tan a punto de mearse en los pantalones, que casi no acertaban a llevarse la cuchara a la boca. Frente a ellos dos, Nev Agry se había relajado en su asiento, sonriente, como si fuese un hombre en paz con su conciencia.
Y fumaba con la mano izquierda.
Abbott se levantó, llevó la bandeja al ventanuco de la basura, la vació y se dirigió a la puerta posterior procurando no dar la impresión de que tenía prisa. Cuando dejaba la bandeja en la pila vio a un guardia -¿Perkins tal vez?- que se acercaba a la mesa de Agry y le susurraba algo al oído. Abbott se dio la vuelta, sin conseguir acordarse del nombre del guardia. Avivó el paso sintiendo que los ojos de Agry perforaban dos túneles malévolos en su nuca, como si pretendieran descubrir toda la información que él tenía oculta en la mente, como si aspirasen incluso a leer los labios del Verbo mismo, velados por el misterio. Abbott se detuvo en seco: acababa de revelársele un dato adicional.
Nev Agry fumaba normalmente con la mano derecha.
Y el guardia, Perkins, trabajaba en la galería B, con los presos de color.
Increíblemente obvio.
De pronto, la vibración que percibía Abbott se hizo más intensa que nunca; fue la abrumadora sensación de que algo irrumpía en su conciencia y en su entorno, una especie de zumbido grave que emanase de aquel caos innombrable del que sólo el Verbo se libraba.
¿Estará seguro el doctor?, se preguntó.
El interrogante se repitió de nuevo, una y otra vez. Abbott echó mano del cuaderno para anotarlo, pero el zumbido difuso se tornó un coro que inundó todo su interior con un cántico -una danza, una plegaria- de hondísima profundidad:
Le necesitamos.
Le necesitamos.
Le necesitamos.
Abbott pasó a través de una hilera de hombres sin prestarles atención y a punto estuvo de tirar alguna bandeja por el camino; hizo, sin embargo, caso omiso a sus insultos y blasfemias, y salió corriendo, grande, torpe, desaliñado, huyendo de la barahúnda del comedor para bajar las escaleras y seguir más abajo, más abajo aún, empeñado en llegar a las tinieblas y a la humedad donde sabía que el Verbo le brindaría su santuario, donde sabía que iba a estar seguro.
Al menos por un tiempo.
4
A la hora en que concluyó el segundo recuento de reclusos, un filo cortante de tensión nerviosa había rasgado por dentro las vísceras de Klein. Allá arriba, en su torre de vigilancia, sobre los portones principales, Hobbes debía de tener encima de la mesa de su despacho el resultado de la revisión del expediente de libertad condicional de Klein. Este volvió a consultar su reloj: en el plazo de noventa y cuatro minutos le sería comunicado el veredicto. Acaso el tiempo que le quedase por pasar en Green River se contase sólo por horas, pero también era posible que se siguiera contando por años. El sistema de concesión de libertad condicional era un potro de tortura sobre el que mantenían a casi todos los internos -incluidos tanto los condenados a doscientos veinte años como los condenados a tres cadenas perpetuas-, para estirarlos y dejar que se desgañitasen en silencio. A cada uno se le concedían diez minutos para lamer el culo de los miembros de la comisión exactamente como éstos desearan. Quien lo hacía bien se convertía en un pajarillo que salía aleteando por el anchuroso cielo azul. Quien manifestaba una actitud improcedente, o pillaba a la comisión en un mal día, o en un momento en que la saturación de las plazas de la penitenciaría no era tema de actualidad, o cuando había en curso una campaña electoral para adjudicar el puesto de gobernador del Estado, era devuelto a la tortura del potro, donde habría de pasar al menos otro año más. Tras la revisión del año anterior, la solicitud de Klein fue rechazada.
Intentó arrinconar la cuestión en el fondo de su mente, pero no era fácil mantenerla allí. Había arrinconado demasiadas cosas en el curso de su encarcelamiento. A medida que su actual cita con Hobbes se aproximaba por el horizonte inmediato, todas aquellas cosas volvían a requerir su atención y se abrían paso a codazos por los pasillos de su conciencia.
Por ejemplo, Henrietta Noades, la ayudante del fiscal, una zorra mojigata cuyos ojos relucían de inconfundible placer detrás de sus gafas cuando el juez le condenó a cumplir de cinco a diez años de prisión. Famosa por haber recabado los votos para garantizar con holgura la reelección de su jefe, gracias a la condena de Klein había subido muchos enteros. Además, estaban los escombros humeantes de su carrera médica. Nunca había sido una figura brillante en el medio académico; nunca había aspirado a llegar a la estratosfera de la medicina. Lo único que había deseado era exactamente lo que tuvo: trabajar en un hospital público de Galveston, donde se veía relativamente libre de las pejigueras de la política sanitaria y podía concentrar su energía en afinar sus conocimientos y cumplir con su trabajo. Aquello y su casa con vistas al Golfo de México, aparte de su velero. Todo había desaparecido, y Klein estaba por encima de la futilidad de lamentarlo. O al menos esto era lo que se repetía para sus adentros.
El hecho era que muy dentro del hielo que envolvía su corazón había un absceso de dolor jamás sajado: la idea de que nunca le sería permitido volver al trabajo por el que tanto se había sacrificado. Klein era un violador. Así lo había establecido la ley, y la ley no ve con buenos ojos las ambigüedades de la vida humana. Klein no era culpable del delito por el que fue condenado. Era culpable de otros crímenes mayores y más corrientes, culpable de egoísmo y de crueldad, de estupidez, pero no del crimen que se le imputaba. Había hecho daño a una mujer a la que antes amó más que a su propia vida, una mujer cuyo nombre ya no admitía en su conciencia. La había herido más profundamente de lo que él habría imaginado -es decir, tan profundamente como él mismo fue herido, aunque se negase a reconocerlo-, y ella le había castigado de forma salvaje. Y luego le volvió a castigar, de forma más salvaje todavía. Sin embargo, un hombre ha de tomar lo que el destino arroje a su paso, y él lo hizo. La forma en que lo hizo era la única medida auténtica de sí mismo que tenía.
De vez en cuando, Klein recordaba adrede que durante la primera mitad de su vida, si uno piensa que la vida que le es dada sólo rondará los setenta años, antes de perder el rumbo, el destino le había tratado bastante bien. Para empezar, no había caído del vientre de su madre en algún campo resquebrajado por la sequía de cualquier rincón desolado del Cuerno de África, ni tampoco había caído en el retrete de algún gélido edificio de sórdidas viviendas. La naturaleza lo había dotado de una inteligencia más que pasable y de un cuerpo fuerte y resistente. Su madre lo había educado en el amor de la palabra escrita, y su padre le había enseñado a no ponerle jamás la mano encima a nadie, aunque también le inculcó que jamás aguantase un insulto de nadie sin tomarse la debida y desapasionada venganza.
No, el destino no le había hecho trampas. Sin embargo, mucho había aguantado, mucho había resistido, o al menos esperaba que hubiera sido mucho. Su padre no vivió lo suficiente para ser testigo de la caída de Klein, cosa que él agradecía. Se alegraba de no haber tenido que presenciar el dolor que su caída le habría causado. Llegado el caso, su padre hubiera sido capaz de caminar con él del brazo hasta la silla eléctrica, dándole igual que fuera culpable o inocente. Habría estado siempre a su lado, pues no en vano fue un hombre forjado en tiempos más generosos, menos ambiguos que los suyos. Ahora bien, ningún hombre puede rehuir el momento que le corresponde en la historia. Estos tiempos eran duros y Klein formaba parte de ellos.
Entre cinco y diez años preso en la Penitenciaría de Green River.
Klein reflexionaba que «violador» no era una palabra que sonara demasiado bien. Traficante de drogas, condenado por robo a mano armada, homicida, eran cosas más prestigiosas que «violador».
En Green River, que dudosamente podía considerarse un bastión de feministas, la palabra que había sido garabateada sobre su vida significaba poca cosa. Fuera, en el mundo exterior… en fin, lo sabría cuando tuviera que saberlo. Una cosa sí era segura: no tenía intención de ponerse a gimotear por ahí, de intentar explicarse, justificarse, disculparse. Había resuelto tomarse cada día tal como llegara. Le daba miedo el futuro, no era tan imbécil como para desmentirlo, pero sí sabría hacerle frente. No sabía qué podría encontrar al otro lado de los portones de la prisión. No lo sabía, pero tampoco lo iba a preguntar. El futuro era un agujero negro, y Klein no se permitía sueños ni esperanzas sobre lo que pudiera contener. Se acabaron los castillos de arena; había aprendido a vivir sin ellos. Esto era algo que Green River le había inculcado, algo que nada ni nadie le podría arrebatar.
Klein salió de la celda y bajó por la escalera de caracol de la galería D por segunda vez en aquella mañana. Atravesó el portón principal del atrio, dobló al pasar la torre de vigilancia y siguió por el pasillo del Ala Polivalente, camino de la salida principal. Mientras caminaba, rehuyó los pensamientos que le acechaban como merodeadores nocturnos, y para ello recordó la advertencia de Henry Abbott a la hora del desayuno. Se preguntó qué corrientes profundas habría detectado el gigante.
Green River albergaba una población de hombres inusitadamente paranoides, criminales convictos, que estaban atrapados contra su voluntad en un mundo en el que la paranoia era moneda corriente en la existencia de internos y carceleros por igual. Allí dentro, hasta las almas más sosegadas y más confiadas vivían obsesionadas día y noche por toda clase de sospechas y temores. Era la única reacción racional frente a las condiciones impuestas. Al margen de los paranoicos racionales, uno de los cuales era sin duda Klein, existía otro grupo: el de los paranoicos clínicamente dementes. Henry Abbott era uno de los miembros más sobresalientes de este grupo; en gran medida lo evitaban y lo ignoraban cuerdos y dementes sin distinción. Prácticamente todos se contentaban con calificarlo de retrasado mental. Pero Klein sabía que así como un cerebro esquizoide tiende a dotar inocentes fenómenos de significados grotescamente alucinatorios, un cerebro así también puede poseer una sensibilidad anormal para percibir las emociones reales, incluso las que no se expresan, de las personas que lo circundan. La vieja broma según la cual «el hecho de que seas paranoico no implica que ellos no vayan a por ti» encerraba una verdad. Así pues, con su conciencia hiperdesarrollada, trastocada, o con sus antenas psicóticamente sintonizadas, Abbott en ocasiones detectaba corrientes muy reales, de las que Klein en cambio no había tenido constancia.
Nueve años antes, durante una templada y agradable noche de fin de año, en un recóndito rincón del ondulado paisaje del condado de Langtry, Henry Abbott había empuñado un pesado martillo y asesinado golpe a golpe a cada una de las cinco integrantes de su familia -su esposa, sus tres hijas, su madre- mientras dormían plácidamente en sus camas. Después prendió fuego a la casa. La patrulla de la policía estatal lo encontró de pie en el jardín, contemplando cómo ardía la vivienda, mientras entonaba un cántico que ninguno de los policías llegó a reconocer. Hasta ese infausto día, Abbott había sido esposo, padre e hijo ejemplar, sólo destacado por ser muy probablemente el profesor de inglés más gargantuesco que jamás se hubiese visto en los institutos de un Estado que no en vano se enorgullecía de la talla de sus habitantes. La única explicación que Abbott ofreció por su crimen fue que «… las hogueras de Ore, que en otro tiempo ardían con la humareda de una ciudad incendiada, se han extinguido con la sangre de las hijas de Urizen». Los expertos en psiquiatría que testificaron ante el tribunal propusieron diversas interpretaciones sobre esta declaración, aunque Abbott nunca llegó a avalar ninguna de ellas. Durante el juicio, nadie, y menos el jurado, puso en duda que Abbott había sido víctima de una psicosis catastrófica y actuado sin la responsabilidad legal de sus actos. Sin embargo, el veredicto unánime fue que estaba legalmente cuerdo, y era apto en consecuencia para recibir las cinco condenas consecutivas a cadena perpetua a que le sentenció el juez instructor del caso. Esto se debió a que el jurado tenía conocimiento de que los servicios psiquiátricos que proporcionaba el Estado para el tratamiento y cuidado de la demencia criminal eran tan primitivos e ineptos que un Abbott legalmente demente habría vuelto a la calle al cabo de pocos años, en el supuesto de que no escapase en cuestión de días o de horas. En vez de recibir el asesoramiento y el tratamiento clínicos que en realidad necesitaba, Abbott fue internado en Green River.
Nada más verse en la penitenciaría, Abbott cayó en una pesadilla mucho más inmisericorde que cualquiera que hubiese podido construir su imaginación, por muy psicótica que fuera. Temido y por lo tanto aborrecido, estuvo sujeto a los más encarnizados fanatismos, a la intolerancia y los castigos con que se suele atormentar a los enfermos mentales, sólo que amplificados -igual que cualquier otro fanatismo que se diera en Green River- hasta diversos grados de magnitud. Fue insultado, fue marginado, fue escarnecido. Fue engañado, robado, explotado. Sobre todo, fue víctima del ostracismo. Medía casi dos metros de estatura, y podía cargar en sus brazos un motor entero para llevarlo de un extremo a otro de los talleres sin jadear siquiera. Tal vez de no haber sido tan grande y tan robusto, si no hubiera estado tan loco, habría podido crearse un rincón inocuo en el que funcionar y existir. Otros lo habían conseguido. Abbott no pudo. Cuando no era la diana de un blanco era un agujero en el aire. Dentro de la amplia jaula de vidrio y de acero que era la cárcel, él estaba además atrapado en su personal arquitectura de sufrimientos psíquicos: un ciclo de aislamiento, psicosis, segregación, fármacos, olvido, abandono, más aislamiento, más abandono, más brotes psicóticos. Castigado con una dureza insólita por dentro y por fuera, Henry Abbott vivía por debajo de los parias.
A pesar de todo, Klein le debía mucho. Durante las primeras semanas que pasó en la galería D, Klein reconoció la capacidad de la cárcel para trastocar la personalidad de un hombre. Notó cómo el miedo y la privación pervertían sus pensamientos, cómo deformaban sus raciocinios. A ti qué cojones te importa. En la relativa quietud que reinaba cuando se apagaban las luces por la noche, escuchaba tendido en el catre los sollozos medio ahogados que le llegaban entre los barrotes. Aun así, aquello no era asunto de su incumbencia. Algunas veces los sonidos, débiles y vergonzosos, eran suyos, pero ni siquiera entonces eran incumbencia suya. Ni suya ni de nadie. Los penitentes de Green River estaban allí para presenciar y padecer extremos de sufrimiento sin sentir un ápice de compasión, particularmente por sí mismos. En general, la compasión era debilidad, y en consecuencia peligrosa e inmoral. La autocompasión era un mal rayano en la perversión. Así, igual que los demás, Klein -deseoso de vivir, de sobrevivir, de salir un día de la trena- ahogaba los sonidos de su propio dolor e ignoraba los del dolor de otros.
Sin embargo, la noche en que iniciaba su séptima semana de condena, la voz de Henry Abbott le llegó sin que nadie la sofocara:
-¿Me oyes?
Las dos palabras habían resonado por las hileras de celdas y hallaban eco en las pesadillas de quienes dormían y de los que apenas habían conciliado el sueño, como si un alma condenada y fantasmal llamase desde los últimos confines de la creación. A la luz verdosa de la bombilla, Klein miró su reloj: las 02.03. Un escalofrío le sacudió las entrañas al captar la llamada otra vez:
-¿Me oyes?
Y otra vez.
-¿Me oyes?
Y otra más.
-¿Me oyes?
Con cada repetición, la naturaleza de la pregunta se hacía más atormentada, más desesperada que antes, como si todo el vocabulario de aquel ser herido hubiera quedado reducido a aquellas dos palabras. ¿Hola? ¿Hay alguien ahí? ¿Qué es lo que quieres? Dime, dímelo. Déjame en paz. Por favor, déjame en paz. Déjame morir en paz. Por favor. Déjame morir.
En los gritos de Abbott, Klein reconoció la mitad verbalizada del exasperado y estéril diálogo, por turnos arrebatado, amenazante, suplicante, acobardado, que el psicópata mantiene con el torturador que lleva dentro de sí. Klein había oído en otras ocasiones ese diálogo amputado; lo había oído en el caos de una sala de urgencias, pero nunca estando en el mismo lado de la verja. En la galería D, la única atención que suscitaba Abbott era un coro de amenazas de muerte y de obscenidades, que se entreveraban y exageraban las que ya rugían dentro de su cráneo.
-¡Estás muerto, anormal!
-¡Te voy a cortar los huevos, joder!
-¡Cállate la puta boca!
-¡Te lo advierto por última vez, Abbott! ¡Eres un saco de mierda!
-¡Anda y suicídate, cabrón!
-¡Eso, deja de joder! ¡Ahórcate ya de una puta vez!
Era una escena desagradable. Pero no un asunto que incumbiese a Klein, así que lo dejó correr. Para ser más exactos, hizo caso omiso de Henry Abbott. Cuando los demás se cansaron de que Abbott no prestara atención a sus imprecaciones, lo dejaron en paz.
Dos días después, Abbott seguía sin salir de su celda. No había probado bocado, no había bebido nada, y tampoco había encontrado otras palabras con las que comunicarse.
-¿Me oyes?
-¿Me oyes?
La tercera noche cayó en un frágil y aterrado silencio. Cuando aún hablaba, a los carceleros no les hizo ninguna gracia la idea de tener que arrastrarlo hasta el agujero, por miedo a que cualquiera de ellos perdiera un brazo o un ojo; cuando los alaridos de los reclusos que se quejaban del mal olor alcanzaron un muy elevado grado de cólera, convirtiéndolo en excusa para arrojar rollos de papel higiénico encendido desde las pasarelas de las celdas, apareció el capitán Cletus y dio la orden de sacar a Abbott a la fuerza.
Cuando Klein vio a los guardias arrastrar una manguera de incendios por la pasarela, camino de la celda de Abbott, comprendió que a ti qué cojones te importa tampoco iba a servirle de guía durante el tiempo que le quedara por pasar en la trena. Era imposible impedir que te quitasen la mayor parte de lo que eras, pero sí estaba en tus manos impedir que te lo quitasen todo. Al final, la medida dependía exclusivamente de cada uno. Durante los tres días que Klein dejó a Abbott hundido en sus sufrimientos, él mismo había empezado a sentirse morir, y no fue éste un capricho metafísico, sino algo muy real que le invadía todo el cuerpo: una sensación de podredumbre en las entrañas, un dolor en la pelvis y en la columna vertebral, una cinta cada vez más tensa le oprimía el cerebro. Cuando vio la manguera, supo que barrerían a Ray Klein junto con los excrementos que ensuciaban el interior de la celda de Abbott. La carga que tanto le pesaba era la del saber, sus conocimientos médicos, y con estos conocimientos, su obligación.
Klein llamó a Cletus a su celda y le pidió permiso para entrar y hablar con Abbott. Cletus le respondió al cabo de un largo silencio:
-Oye, Klein, por tu bien no te pasarás de listillo hijo de puta, ¿verdad?
-Espero que no, mi capitán -respondió Klein.
-Si haces que te maten durante mi turno de guardia, estaré hasta el culo de papeles que rellenar durante varias semanas.
-Me contentaría con un poco de sueño -dijo Klein.
-De acuerdo. Pero queda claro que quien se juega el cuello eres tú -repuso Cletus.
Por todo el frente de celdas se produjo una agitación, una oleada de charlas en susurros, una aproximación de las caras a los barrotes, que muchas manos asieron para pegar la oreja al exterior, cuando los reclusos cayeron en la cuenta de que el nuevo, Klein, iba a entrar en la celda del tarado. Cuando estaba en posesión de sus facultades, Abbott tenía la fuerza de tres individuos juntos; cuando estaba demente, la de cinco. Y todos sabían que los locos no sienten el dolor. El año anterior, uno de aquellos chiflados se había aserrado la verga y los huevos con un trozo de espejo roto sin hacer ningún ruido. Si se le había ocurrido semejante locura, Klein tenía que estar tan jodido como ellos. Muy claro: era un preso con un condena relativamente corta que cumplir, y aún no había entendido las reglas del juego. El hijo de puta de Abbott tenía la fuerza de seis tíos juntos, puede que siete. Era un gigante, joder, un monstruo.
Abbott, el gigante, estaba en cuclillas en un rincón de su celda, recubierto de porquería; murmuraba incoherencias mientras se rascaba una llaga que tenía en la mejilla. El terror impone al sudor y los excrementos un olor único, un hedor crudo, rancio, vergonzoso. Repugna a los hombres porque evoca en el lóbulo más primitivo del cerebro el recuerdo del desamparo y el terror de que proceden todos, su origen común de víctimas. Klein dominó un tremendo deseo de vomitar y salir corriendo y permaneció en el umbral de la celda. Se presentó:
-Hola, Henry. Soy Ray Klein.
Como Abbott no contestó nada, Klein entró en la celda y se sentó en el catre. Un instante después, la puerta se cerró con estruendo.
Klein pasó la noche entera sentado en el catre de Abbott sin decir nada. No hizo caso de las alusiones y los gritos obscenos de las celdas vecinas y permaneció en silencio, procurando aclimatarse al hedor, intentando encontrar dentro de sí un centro que le diera seguridad y que Abbott también pudiera reconocer, de modo que hallase algún consuelo. En algún momento, cuando rayaba el alba, se quedó dormido. Al despertar con el timbre que anunciaba el primer recuento, descubrió que estaba con la cabeza apoyada en el hombro de Abbott, y que el recio brazo del recluso le rodeaba.
Ese mismo día, Abbott acompañó a Klein sin violencia ni persuasión a una celda del bloque de aislamiento, al agujero, e inició el régimen de fármacos que recomendaba Klein. Para éste, encerrar a un hombre en el agujero y darle tranquilizantes fuertes no era precisamente un regalo, pero se le permitió ver a Abbott cuatro veces al día, nadie resultó herido y Abbott se recuperó gradualmente. Ahora recibía dos inyecciones intramusculares por semana, fenotiazina de acción retardada, para mantener sus síntomas bajo control: el plástico que notaba en la cara, que le hacía difícil hablar y sonreír.
Abbott nunca regresó del todo a la normalidad, pero sí se apañaba para ir tirando. Dennis Terry le dio un trabajo en las cloacas, un trabajo que nadie quería realizar; y en las ocasiones en que volvía a tener brotes de locura era a Klein a quien se encomendaba sacarlo de la celda y llevarlo al agujero, cosa que Abbott cumplía sin rechistar. No obstante, hubo una vez en que Abbott tuvo que ir al agujero sin haber sufrido un brote de locura, una vez en que a Klein le tocó reconsiderar los límites de su vida en Green River.
Myron Pinkley era un sociópata petulante y ególatra de veintiún años de edad, robusto y con un cráneo redondo, que había asesinado a tres desconocidos en un cámping, en el Parque Nacional de Big Bend, cuando estaba en plena orgía de sexo y violencia en compañía de su novia. Pinkley rondaba adulador en torno a la camarilla de Agry, pero sin esperanza fundada de entrar en ella; era considerado en términos generales como un pelmazo puñetero que el día menos pensado mataría a otro recluso delante de un guardia y pasaría el resto de sus días en una celda de castigo. Un domingo a la hora del almuerzo, poco después de que Klein llamase por primera vez la atención de la gente al prestar ayuda a Abbott, Myron Pinkley le robó a aquél el postre.
Klein permaneció sentado, consciente de que lo miraban varias docenas de ojos mientras las entrañas se le volvían lava incandescente. El miserable fragmento de gelatina color verde botella que Pinkley se había metido en la boca con los dedos era algo insignificante para un hombre o para una bestia, sólo que esa porción de gelatina representaba la dignidad, el respeto, el poder. Pero todavía era pronto para Klein: los valores del mundo en que vivía aún le eran en parte ajenos. Para enfrentarse a Pinkley habría tenido que organizar una escena violenta con todas sus consecuencias. La insignificancia de la gelatina era tan extrema, el precio de su recuperación tan absurdo, tan desproporcionado con respecto a su valor, que Klein no fue capaz de hacer nada. Se limitó a permanecer sentado, sonrojado y controlando la vejiga, mientras Pinkley se relamía los dedos muy sonriente, hasta que se largó sacando pecho como un pavo. Klein pasó el día atormentado. Todos los consejos que le dieron apuntaban en la misma dirección: si dejaba que Pinkley se saliera con la suya, estaba jodido. La noche de aquel mismo día, a la hora de la cena, Pinkley le quitó a Klein el pastel de chocolate. Esta vez Henry Abbott estaba sentado a solas en la mesa contigua.
Abbott se puso en pie y lentamente se acercó a Pinkley; le agarró de la mano y Pinkley le soltó un puñetazo en la boca. Abbott ni siquiera se inmutó, y siguió de pie, agarrándole de la mano. Al cabo de unos instantes, a Pinkley se le desencajó el rostro de dolor. Cuando intentó alcanzar a Abbott en los ojos, con la mano que tenía libre, el gigante le apretó más fuerte aún. Pinkley se hincó de rodillas, chillando de dolor. Tres guardias primero, luego cuatro y hasta cinco, no bastaron para obligar a Abbott a soltar la mano de Pinkley. Lo amenazaron, lo golpearon, le asestaron varios porrazos en la cabeza. En silencio, Abbott se negó a soltar su presa. Al final consiguieron llevárselo al agujero, aunque Abbott iba arrastrando a Pinkley -que gritaba como un cerdo en el matadero- como el niño que arrastra un osito de peluche. Tres horas más tarde Abbott seguía sin soltar la mano de Pinkley, así que le administraron primero veinte, luego hasta setenta y finalmente hasta ciento ochenta miligramos de Valium por vía intravenosa.
A Pinkley hubo que amputarle el pulgar y el índice de la mano derecha, es decir, fue como si hubiese perdido el brazo entero. Y perdió a la vez toda su credibilidad. Corrió la voz de que tenía una faca con el nombre de Abbott en el filo, preparada para cuando éste saliera del agujero. Por grandullón que fuera, sería un blanco fácil. El convencimiento general fue que Klein tendría que hacer algo al respecto.
Cuando asumió el problema, se le presentó una fácil solución. Todo lo que había hecho desde que ingresó en Green River había estado guiado por un profundo sentimiento de miedo y desamparo, ya fuera darse una ducha, mear en las letrinas, ir al gimnasio, hablar con un guardia, no hablar con un guardia, elegir mesa en el comedor, decidir a quién saludar y a quién no. Todos sus actos, por insignificantes que fueran, acarreaban un interrogante: ¿qué pasará si lo hago, a quién puedo ofender? ¿Puedo hablar con un latino, puedo permitirme no odiar a los negros, puedo afirmar que me gusta más Muddy Waters que Willie Nelson sin que me corten la lengua? ¿A tanto puede llegar esto? Nunca pudo precisarlo con certeza. El terror, la incertidumbre que le acosaba, estaban alimentados por una mezcla de fantasías, rumores y brutales realidades. Al final, entrar por su propio pie en un pedazo de realidad había sido un gran alivio. Klein compró un clavo de ocho centímetros de longitud a uno de los reclusos que trabajaban en la carpintería y un pedazo de palo de escoba a un barrendero cubano. Atravesó el palo con el clavo como si fuera un sacacorchos. Después localizó a Pinkley en la parte de atrás de las cocinas, donde a causa de su brazo inútil había caído en el humillante trabajo de retirar la basura, y le introdujo el clavo por el lateral de la cabeza, exactamente detrás de la sien.
Cuando el jefe de cocinas, Fenton, encontró a Pinkley una hora más tarde, el joven recluso seguía vaciando cubos como si nada hubiera ocurrido, con siete centímetros de hierro galvanizado en el lóbulo frontal.
Pinkley sobrevivió a la operación quirúrgica en que le sanaron la arteria meníngea, pero sin tener recuerdo del accidente sufrido, del cual no hubo testigos. No se llegó a probar nada, y tampoco se investigó nada a fondo. Dos días después, Nev Agry se acercó a Klein cuando éste se disponía a zamparse el pastel de chocolate del postre, y le dijo al oído:«Buen trabajo, doctor.»
El capitán Bill Cletus hizo un aparte con él.
-A ver si me entiendes, Klein, listillo de los cojones. No dejes que esto se te suba a la cabeza.
Si a Klein alguna vez le preguntó la conciencia si un brazo lisiado y un daño cerebral incurable no eran una retribución demasiado severa por el robo de unos cuantos gramos de gelatina con sabor a lima, la voz de su conciencia fue ahogada por los gritos de triunfo en que prorrumpían todas las fibras de su cuerpo. Como por arte de magia, el pesado fardo del miedo había desaparecido de su vida. Por primera vez descubrió que podía orinar en las letrinas entre dos condenados a cadena perpetua. Aplacó la culpa que pudiera haber sentido fijándose en que Pinkley salió del incidente con una considerable transformación de su carácter que, según subrayó incluso su madre, supuso una inmensa mejora sobre la personalidad que le había dado su creador. Dócil, obediente, casi irritante en su afán de complacer, Pinkley se unió al Ejército de Jesús -amor, fe, poder- y continuó retirando las basuras, trabajo que le hacía feliz ofrecer a Dios, aparte de pasar una o dos horas al día en la capilla, empeñado en redimir su alma. Si hubiese muerto, y el clavo bien podría haber acabado con su vida, la conciencia seguramente se lo habría hecho pasar a Klein mucho peor, pero qué demonios: tenía una idea bastante precisa de lo que puede resistir un lóbulo frontal; además, lo que en el fondo contaba era que sus postres ya fueron suyos para siempre, y pudo hacer con ellos lo que le viniera en gana. Unía por costumbre regalar a cualquier otro la gelatina de lima.
Los pensamientos de Klein regresaron al presente cuando se acercó a la puerta interior del Ala Polivalente y vio al guardia, Kracowicz, que miraba ceñudo a los reclusos que iban pasando por delante de él. Cuando Klein llegó a la altura de Kracowicz, éste ordenó a un latino que se saliera de la fila para proceder a registrarlo.
El pasillo del Ala Polivalente, al estar construido con suelos regulares y habitaciones a uno y otro lado, en vez de estar cercado por las hileras de celdas, era menos opresivo que las galerías. Cuando caminabas, a poco más de un metro por encima de la cabeza existía un techo de verdad, en vez de la maldita cúpula de vidrio. A medida que se iba avanzando, uno pasaba por delante de la biblioteca, la capilla, dos salas en las que tenían lugar las sesiones de la ridícula terapia de grupo, que tanto gustaba a los miembros del comité encargado de conceder o denegar la condicional, y el gimnasio. El gimnasio era una constante fuente de conflictos entre los boxeadores, que lo consideraban suyo por derecho propio, y los jugadores de baloncesto, que disponían de una cancha de cemento en el patio, pero preferían el suelo de tarima del gimnasio. Al caminar por el pasillo, Klein evitaba -ahora ya por un reflejo que ni siquiera debía pensar- rozarse el hombro con cualquiera que pudiera tomárselo como una excusa para enzarzarse en una pelea.
En la puerta que daba al exterior, un guardia llamado Grierson se encontraba bajo la salida del aire acondicionado, sudando levemente y empapando su uniforme color caqui. Klein rara vez era registrado, y menos aún registrado a fondo. Un registro decente, realizado por manos expertas y teniendo en cuenta el mal humor y la renuencia del interno, así como el ingenio invertido en los métodos de ocultación, duraba entre cinco y siete minutos. Se vaciaban los bolsillos sobre un mostrador, se recorría con los dedos los cuellos, los puños y las costuras, en busca de objetos escondidos; se separaban los dedos de los pies, se palpaban los genitales, era preciso tantear entre los glúteos malolientes. Era una tarea tediosa, nada satisfactoria. Además, la mayor parte de los registros daban por resultado el descubrimiento de alijos de contrabando tan triviales que el castigo correspondiente era más bien benévolo -un porro delgado como un palillo equivalía a suspender los derechos de uso del teléfono del recluso durante una semana-, sin contar con que los informes que se tramitasen dependían en gran medida de la analidad del guardia en cuestión. Los recursos necesarios para registrar a todos los reclusos a diario y en cada puerta estaban muy lejos de los medios disponibles en Green River. Había detectores de metales en todas las puertas, pero tenían veinte años de antigüedad: se estropeaban fácil-ente cuando eran necesarios, y a menudo permanecían fuera de servicio, sin que los hombres de Dennis Terry, encargados del mantenimiento, hicieran nada por repararlos. Grierson saludó con un gesto a Klein y éste correspondió al saludo.
Fuera, el sol estaba alto, brillante, y el cielo era azul claro. Después de la mezcla de emanaciones que impregnaba el interior de la cárcel, el aire del patio resultaba grato. A la izquierda, entre el Ala Polivalente y la galería D, rodeado por una alta valla de alambre, se encontraba el recinto en el que los blancos, sobre todo los matones de la panda de Grauerholz, se trabajaban la musculatura. Desde que a Myron Pinkley le dio la ventolera de la religión, a Klein le fue permitido hacer ejercicio tres veces por semana entre aquellos forzudos que tenían unos bíceps de medio metro de perímetro. A su derecha, entre el gimnasio y la galería B, estaba el recinto equivalente en que se entrenaban los negros. Klein sólo había entrado dos veces en aquella zona, y las dos por invitación expresa, cuando a alguien se le escapaba una pesa de cien kilos y le estropeaba el tórax.
Klein caminó por el sendero de cemento que conducía a las puertas principales de la prisión, un túnel con bóveda de cañón, emparedado entre dos pares de gigantescas puertas de roble macizo con refuerzos de hierro forjado. Entre esas dos puertas internas y externas existía una tercera, de acero de Pittsburg, que se accionaba por un sistema electrónico. El imponente muro de granito, construido perpendicularmente y en simetría con los seis radios que formaban los edificios principales de la prisión, trazaba un gran hexágono de piedra que encerraba a los dos mil ochocientos reclusos y a sus guardianes. Los cimientos del muro exterior, según se decía, estaban encastrados a muchos metros bajo tierra, de modo que nadie podía excavar un túnel para fugarse. En lo alto del gran muro había dos hileras de alambre de espino que siempre reflejaban un color gris apagado, por mucho que brillara el sol. A intervalos regulares, sobre el muro, los tiradores acunaban sus rifles M16 en las torretas de vigilancia, observando con aire de aburrimiento los patios y los talleres de abajo.
Por encima de las puertas principales se alzaba una maciza torrecilla, no demasiado alta, que de manera insólita combinaba la elegancia y la brutalidad a partes iguales. Dentro de aquella torre, el alcaide de la prisión era dueño y señor de los delincuentes a su cargo. La elaborada construcción arquitectónica remitía a la sólida confianza de otra época de la historia, y en cuanto a reliquia no dejaba de ser impresionante, hermosa incluso, si bien a ojos de Klein sólo era un montón de miserias, por el cual no podía sentir respeto ni admiración. Bajo la mirada del tirador más cercano, Klein se alejó de las puertas. Aquella tarde pasaría consulta en su clínica privada, en un cuarto subterráneo que le había alquilado a Dennis Terry y cuya seguridad garantizaba Nev Agry. Allí abajo le visitaba una procesión de reclusos con sus achaques y sus infecciones, y le pagaban sus servicios con dinero en efectivo, cigarrillos, revistas pornográficas, bonos canjeables en el economato de la cárcel o con cualquier otra moneda que a Klein le pareciera aceptable. Dobló una esquina en aquel laberinto de verjas de alambre y se encaminó a la enfermería, donde pasaba todas las mañanas.
El hospital era una estructura de dos plantas, construido al amparo del muro suroeste. Klein repasó mentalmente el horario semanal y dedujo que Juliette Devlin no estaría hoy allí. Teniendo en cuenta que sobre todo estaba pendiente de la visita a Hobbes, no lo lamentó demasiado, aun cuando siempre le alegraban sus visitas. Recordó que lo había convencido para que apostase algo contra ella a propósito del partido que por la noche jugaban los Lakers y los Knicks. Había arriesgado un cartón de Winston contra dos pares de calzoncillos Calvin Klein a que los Knicks no perdían por más de seis puntos de diferencia. Como la ropa interior que fabricaba su glamoroso homónimo era un lujo inaudito, Klein consideró que el riesgo valía la pena. Subió con paso veloz la escalera de la enfermería y atravesó la puerta de doble hoja que de día habitualmente se dejaba entreabierta. De servicio en la segunda de las puertas, que era de barrotes, estaba el guardia coreano, Sung. Cuando Sung lo acompañó hasta la tercera puerta, de acero macizo, para franquearle la entrada a las salas de la enfermería, Klein le deseó buenos días; Sung no contestó, como siempre. Sung había recorrido medio mundo para terminar vigilando a un hatajo de asesinos en Tejas, y quizá no veía sentido en desearles nada. Klein enfiló el corredor, pasó por delante del dispensario y se dirigió al despacho de la enfermería. El despacho estaba pintado de un tono amarillo mostaza desde hacía quince años, como para recordar a los enfermos y a sus cuidadores que no estaban allí para pasarlo bien. La pintura amarilla estaba abombada y descascarillada tanto en las paredes como en el techo. Klein agarró una bata blanca y un fajo de informes del laboratorio, y se dirigió al Pabellón Crockett. Al llegar, Sapo Coley alzó su hirsuto cabezón para mirarle; estaba examinando a un paciente, pero echó a andar por el pasillo, entre las camas, hacia él. Llevaba guantes de goma y un estetoscopio colgado del cuello.
-¿Qué novedades tenemos, jefe? -dijo Klein.
-López sigue cagando la poca sangre que le queda en el cuerpo. Echale un vistazo. Supongo que habría que avisar a su madre. Ella ya sabe que Vinnie no la quiere ver, pero dijo que de todos modos le gustaría estar informada.
-Claro.
-Creo que Reiner tiene un principio de neumonía vírica. A Deano Baines le ha subido la hemoglobina. Y Cojo ha intentado matar a Garvey ahogándolo con una almohada.
-¿Sigue vivo?
Coley enarcó una ceja.
-Me refiero a Cojo -dijo Klein.
Coley asintió sombríamente y se quitó los guantes con un chasquido, enrollándolos de dentro a fuera uno en otro, de modo que su piel no entrase en contacto con la superficie exterior. Era una costumbre que había aprendido de Klein, y a éste le complacía ver cómo repetía sus gestos. Coley arrojó los guantes a un contenedor de desechos y siguió a Klein hasta situarse al pie de la primera cama.
A veces, a Klein se le ocurría que Green River era una especie de muñeca rusa tallada en sucesivas capas de un horror cada vez más denso. En el centro de la muñeca se hallaba un agujero negro que se llamaba sida. Antes de entrar en el trullo, Klein no había tenido una relación demasiado estrecha con la enfermedad, pero allí dentro había aprendido.
Nadie sabía qué porcentaje de la población del presidio estaba infectada con el VIH, pero era sin duda elevado. Gran cantidad de los internos había abusado de las drogas por vía intravenosa cuando estaban fuera, y habían traído el virus con ellos. Una vez en la trena, la adicción continuaba, y tanto las jeringuillas habituales como las que se improvisaban de cualquier manera eran compartidas; además, las prácticas sexuales sin precauciones y la abundancia de sangre derramada se sumaban para elevar más aquel porcentaje. En el mundo exterior, el sida había arrastrado a hombres serios y sobrios, a hombres que tenían unos ingresos sustanciales, una educación excelente y una esposa fiel, a cometer actos de una incompetencia y una intolerancia poco corrientes. A juicio de Klein, no tenían excusa. En Green River, las cosas eran distintas. En Green River, el temor al contagio era tan intenso que había desaparecido de la superficie de la vida cotidiana -era tabú, algo prohibido, innombrable-, y se revolvía en cambio en las lúgubres cisternas escondidas en la mente de cada hombre. La enfermería estaba repleta de casos de sida. Ray Klein y Earl Coley llevaban el peso del combate.
Su lucha tenía por enemigo una colección de organismos microscópicos que pugnaban por sobrevivir en el cuerpo de los infectados, tal como pugnaban por lo mismo los hombres en el mundo, en la prisión y allí, en la última trinchera, en el Pabellón Crockett de la enfermería. Candida albicans, Mycobacterium tuberculosis, Haemophilus influenzae, Mycobacterium avium, Streptococcus pneumoniae, pneumocystis carinii, Salmonella, toxoplasmosis del sistema nervioso central, meningitis criptocócica, retinitis citomegalovírica, leucoencefalopatía multifocal, linfoma macrocelular y a saber qué más: un festival de piogénesis y neoplasia, que a Dios mismo maravillaría por la fecundidad de su propia imaginación. Y por el loco desafío que le lanzaban aquellos hombres desatinados.
La ronda matinal seguía una rutina. Visitaban juntos a cada uno de los pacientes, y Coley -que no había salido del edificio en muchos años- describía las incidencias producidas durante la noche. Klein mostraba a Coley los escasos informes del laboratorio que podían obtener, y si era necesario le explicaba su significado. Coley, después, examinaba metódicamente al paciente, empleando los sistemas que Klein le había enseñado. Ver cómo trabajaba Coley con sus manos, manos que habían nacido para recolectar algodón y labrar campos pedregosos, siempre era para Klein un buen momento. Un respiro. A lo largo de los últimos tres años, Klein había enseñado a Coley casi toda la medicina clínica que valía la pena conocer, y Coley había respondido como una esponja, absorbiendo saberes con una pasión que a Klein le daba envidia. En opinión de Klein no cabía duda: aquel aparcero negro tenía el don de la curación por las manos. Coley era un gran sanador por naturaleza. Los cuerpos confesaban los dolores que sufrían a las yemas de sus dedos, y él los oía. Klein había conocido a unos pocos hombres así en su profesión, y siempre se había maravillado al verlos trabajar, pero eran realmente pocos y él no se contaba entre ellos, por mucho que le hubiera gustado. Nunca se lo había comentado a Coley; nunca había manifestado su admiración ni su orgullo, por temor a que resultase embarazoso para ambos. Nunca se había sentido a sus anchas con las manifestaciones de amistad, afecto y correspondencia entre hombres, al estilo californiano, y Green River no parecía lugar adecuado para empezar. Sin embargo, antes de marcharse de allí le hubiese gustado decírselo a Coley. Tal vez el día llegaría pronto. Tal vez fuera este mismo día. El estrépito de algo metálico chocando contra la piedra resonó al final de la sala, y Klein se quitó de la cabeza sus ideas de libertad.
Vinnie López estaba tendido mirando al techo, en medio de un amasijo de sábanas sucias. En el brazo izquierdo, una cánula le administraba una solución dextrosalina enriquecida con potasio. En el suelo, a su lado, había un orinal hospitalario de acero inoxidable: López había intentado cogerlo de la mesa contigua pero se le había caído. Carente de fuerza para alcanzarlo, yacía revuelto en sus propios excrementos, con los puños apretados a los costados y una cara que era una máscara de vergüenza y humillación.
-Ve a por unas sábanas limpias -dijo Coley a Klein.
Klein avanzó rápidamente hacia el armario donde se guardaba la ropa de cama. Aceptaba siempre las órdenes que le daba Coley cuando se trataba de realizar tareas básicas en la enfermería, sin cuestionarlas, aun cuando eran abundantes. Sin aquella distribución de poderes, Klein jamás hubiese podido poner en práctica ni transmitir sus conocimientos. Coley se había ocupado de la enfermería durante dieciséis años antes de que Klein apareciera, y si seguía vivo continuaría en su puesto durante los dieciséis años siguientes al día en que Klein saliera en libertad. Coley era quien llevaba las riendas. Cuando Klein regresó a la cama, Coley había retirado del gotero la bolsa de suero, que estaba ya vacía.
-Ya se ha terminado. Le ponemos una cada ocho horas. ¿Tú crees que sigue siendo suficiente?
Klein asintió mirando a López, y Coley desapareció. Klein retiró las sábanas sucias y colocó un biombo en torno a la cama. Volvió con una palangana de agua caliente, se puso unos guantes de goma y lavó a López desde el cuello hasta las rodillas. En seis meses, el mexicano había experimentado un declive que le llevó de ser el espárring de Reuben Wilson a convertirse en un saco de huesos de apenas cuarenta kilos de peso. Sus niveles de linfocitos T y CD4 estaban por debajo de ciento cincuenta, y tenía el intestino infectado por un organismo campilobacteriano que se resistía al tratamiento con antibióticos. Por lo menos los que ellos tenían. Según había leído Klein, existían preparados recientes más eficaces, sólo que costaban más de lo que podían permitirse. La diarrea crónica y las hemorragias intestinales habían dejado a López sin reservas de potasio y de proteínas, provocándole una anemia que empeoraba día tras día. Para colmo, tenía la boca y el esófago inflamados por una candidiasis.
La transfusiones de sangre necesarias, igual que los fármacos, debían ser solicitadas por Bahr, el médico que oficialmente tenía la plaza de titular de la cárcel, pero Bahr no creía que tal cosa tuviera sentido. Bahr era un internista de la ciudad que visitaba Green River cuatro veces por semana, sin quedarse nunca más de una hora -cumplía al pie de la letra las exigencias de su contrato-, y que antes de irse a jugar al golf les insistía en que trasladasen a todos los pacientes que no pudieran curar a la sala de urgencias del hospital del condado. Su actitud consistía en cargar con elevadas dosis de sedantes a los enfermos de sida, para que muriesen en paz. Klein despreciaba a Bahr no porque este planteamiento fuese irracional o inhumano, sino porque estaba diseñado en lo esencial para ahorrarle trabajo. Bahr recibía un buen sueldo del Departamento de Correccionales del Estado a cambio de sus dos o tres horas semanales; una suma que mejor hubiera sido emplearla en fármacos y en equipamiento sanitario. No obstante, Bahr era un hombre poderoso. Si quisiera, podría ordenar que tanto Klein como Coley fueran excluidos para siempre de la enfermería. De hecho, transgredían tan a menudo tal cantidad de ordenanzas penitenciarias que podrían haber pasado años en la celda de castigo. Por eso no les quedaba otro remedio que besarle el culo a Bahr, callarse la mayor parte de los problemas que surgieran y llamarle fuera de sus horas de visita solamente cuando se producía una defunción que era preciso certificar, deber que Bahr nunca había evadido, ya que entrañaba otra generosa retribución en metálico.
En cuanto al planteamiento que tenía Bahr frente al sida, Klein y Coley decidieron que antes que nada era cuestión de los propios enfermos. Si alguno se empeñaba en luchar, ellos estaban dispuestos a luchar a su lado. Cuando por fin llegaban a la enfermería, muchos llevaban enfermos todo el tiempo que habían podido mantenerlo en secreto. Eran hombres acostumbrados a recibir malas noticias, que habían practicado toda la vida el toma y daca, pero morir de sida en la enfermería de la cárcel equivalía a tocar fondo de una forma que a ninguno le apetecía afrontar. En Green River, la apariencia externa de dureza se cultivaba con fervor religioso. Todos convivían con el miedo cotidiano de recibir una puñalada por la espalda; en su día, la mayor parte de ellos había tenido en su momento que mirar de frente el cañón de un arma del calibre 38; todos habrían intentado lanzar un escupitajo al ojo del celador que los condujera a la silla eléctrica, de haber sido ésta su destino. En cambio, una larga agonía y la muerte al final tras los barrotes de la cárcel, por culpa de esa enfermedad, de la enfermedad por antonomasia, la enfermedad de los maricones, era a ojos de toda la población reclusa el punto más bajo al que podía llegar un hombre.
En consonancia con esta idea, casi todos optaban por los tranquilizantes. ¿Y por qué no?, pensaba Klein. A veces se le ocurría que a la vida se le daba un valor que de ninguna manera merecía. Todo el mundo vive y muere: ¿a quién le importa el momento en que haya de morir, si no es a los que se quedan aquí para llorar la pérdida de un ser querido? El dolor de la pérdida corresponde a quien lo sufre, no al muerto que lo causa. Klein esperaba que cuando le llegase la hora tuviera la sensatez de acabar deprisa y limpiamente, porque el resultado final nunca admite duda, así que ¿tiene algún sentido luchar y oponerse al desenlace?
Vinnie López era sin embargo uno de los luchadores. Era un boxeador. Mientras embutía las sábanas sucias en una bolsa de plástico, Klein miró a los ojos febriles de López, y vio en ellos el desafío feroz de una desesperanza ya terminal. Por un instante, el andamiaje de acero y hielo que escudaba el corazón de Klein retembló. Le asaltaron emociones que se tenía prohibidas. Antes de que pudieran debilitarle, antes de que pudiera darles nombre, Klein apartó la mirada. Se quitó los guantes de goma, los arrojó a la bolsa y se puso otro par. Extendió la sábana limpia sin mirar aquellos ojos cargados de peligro. Desplazó a López a un lado de la cama y colocó la sábana debajo. Cuando lo hizo rodar para colocarlo encima de la sábana, el muchacho tenía el rostro contraído.
A López le corrían las lágrimas por las mejillas. Se cubrió el rostro con el antebrazo y se tendió de costado, de espaldas a Klein. Por lo que éste sabía, nadie había visto nunca llorar a López.
A Klein se le formó un nudo en las tripas. López se jactaba de cuatro asesinatos cuando era el cabecilla de una banda callejera en San Antonio, y dentro del trullo se le tomaba en serio, pero en aquel momento parecía un chiquillo de ocho años. Klein extendió la sábana de arriba y dejó que se posara mansamente sobre el cuerpo contorsionado. Klein sabía que un hombre prefiere a veces estar a solas con su sufrimiento y su vergüenza, pero también sabía que ello puede ser una excusa para no intentar lo contrario. En ese momento, a Klein se le hizo muy difícil decidir. Cuando remetía la sábana bajo el colchón, rechazó cualquier idea e hizo caso a lo que le decían las tripas. Se enderezó.
-Vinnie -dijo.
López habló con la cara aún tapada bajo el brazo.
-Vete, tío.
Klein se sentó en la silla, junto a la cama. López le daba la espalda, cubierto por la sábana. Apoyó levemente la mano sobre su hombro y notó que se ponía más tenso aún. Mantuvo la mano allí; al cabo de un poco, el cuerpo de Vinnie se relajó. Klein deseó haber sabido algo de español.
Vinnie -le dijo-, si quieres, después de que te diga lo que te voy a decir me puedes mandar al carajo, pero esto lo llevamos entre Coley y yo, y tienes que entender cómo son aquí las cosas. Aquí rige una norma, y es que no hay por qué avergonzarse cuando uno llora, cuando se caga encima, ni menos aún de la enfermedad que le afecta. Aquí no. ¿Me entiendes?
El escuálido cuerpo que tenía bajo la mano se estremeció de pena.
-Si yo estuviera enfermo, puede que tú hubieras hecho lo mismo por mí -añadió Klein.
López se dio la vuelta. Le ardían los ojos de rabia y de desprecio. Klein apartó la mano.
-Yo te escupiría a la cara -dijo López.
Klein le sostuvo la mirada durante un rato, y luego negó con la cabeza.
-No -dijo apaciblemente-. Te escupirías encima.
El desprecio que Vinnie tenía en la mirada se disolvió y se convirtió en una pena sorda. Le tembló la cara e hizo ademán de volverse otra vez. Klein depositó la mano en su hombro para impedírselo.
-Muere como un hombre, Vinnie.
Vinnie se le quedó mirando a la cara, perplejo, con el labio tembloroso. Su voz era un susurro.
-Eso quiero. -Se debatió por contener las lágrimas-. Eso es todo cuanto quiero, tío. Eso es todo. Nada más.
A Klein le costó esfuerzo tragar saliva.
-Así es como mueren los hombres -dijo.
Vinnie sacudió la cabeza, como si no pudiera aceptar que fuese verdad. Klein asintió.
-Es muy fácil sentirse muy hombre cuando tienes el cuello de otro bajo el pie -añadió-. Eso sienta muy bien, lo sé. En cambio, sentirte orgulloso de ti mismo cuando estás tumbado en medio de tu propia mierda es otra cosa. No sé lo que se siente. Puede que nunca lo averigüe, incluso aunque lo intente. El hombre que pudiera, el hombre que fuera capaz de encontrar su orgullo, de sentirlo, de aferrarse a él, sería un gran hombre.
Esta vez las lágrimas afloraron de nuevo a ojos de Vinnie, que los cerró con fuerza. Le costó, pero volvió a mirar a Klein.
-Tío, tengo miedo -dijo.
Klein le tomó la mano.
-Lo sé, Vinnie.
-Tengo miedo.
López empezó a sollozar suavemente.
Klein permaneció sentado en silencio, y dejó que un dolor grande como el mundo entero le llenase el pecho. Y es que sabía que las palabras de consuelo que pudiera haber dicho entonces habrían sido para él, no para Vinnie. No hay consuelo posible cuando uno se pudre hasta morir a los veintidós años. El armazón de acero y hielo se desmoronó durante un instante, y a Klein le poseyó una necesidad terriblemente intensa, aterradora, que le impulsaba a pronunciar un conjuro que a todos ellos les devolviera la salud. Y la felicidad, la riqueza, la libertad. A todos ellos y a él también. Y de pronto le dio miedo que su solicitud de libertad condicional fuera aprobada, y quizá comprendió por qué razón se la había jugado el año anterior a una carta perdedora: si le dieran la condicional, también iba a perder todo esto. Allí dentro seguía siendo un médico; fuera sería un vagabundo. Le entraron ganas de ir a partirle una silla en la cabeza al capitán Cletus, para que lo enviaran a la celda de castigo. Pasó el momento y olvidó el impulso. En cambio, se aclaró las ideas y sostuvo la mano de Vinnie en la suya, escuchando en silencio cómo se esforzaban aquellos pulmones arrasados, casi en silencio, bajo la sábana. Al cabo de lo que le parecieron varias horas, aunque sólo fueran unos minutos, Vinnie quedó inerte, tranquilo. Se oyó una voz a unos metros al otro lado del biombo:
-Apaga esa mierda, Deano, que aquí tenemos oxígeno. Te lo he dicho mil veces: si estás en condiciones de fumar, es que estás en condiciones de arrastrar tu puto culo hasta la sala de televisión. Aquí no queremos respirar tu mierda porque sí, ¿está bien?
López se puso rígido y se frotó la cara con la sábana.
-No quiero que el Sapo me vea así -dijo.
-Claro, descuida. -Igual que todos los demás, Vinnie tenía un peculiar respeto por Coley. Klein asintió y se levantó-. Nos veremos luego.
Recogió la bolsa de la lavandería e hizo una pausa antes de pasar al otro lado del biombo.
-Vinnie, quiero que me hagas un favor. Vinnie lo miró.
-Déjame que invite a tu madre para que te visite.
Vinnie volvió la cara.
-Piénsalo -dijo Klein-. Piensa en lo que hemos hablado.
-Klein -dijo López cuando el médico se disponía a salir.
Klein se detuvo y lo miró por encima del hombro. Al cabo de un momento, López asintió.
-Gracias, Vinnie -le dijo Klein.
Salió a la sala e interceptó a Earl Coley cuando se dirigía hacia la cama de López.
-Oye, Vinnie necesita estar a solas un rato. Coley miró el biombo y miró a Klein. Alzó la bolsa de suero que llevaba en la mano.
-Bueno, supongo que esto puede esperar.
-Gracias -dijo Klein.
Coley miró el reloj.
-Pensé que tenías una cita con Dios Todopoderoso para averiguar qué tal les hiciste la faena a los pichafrías del comité.
Le enseñó el reloj a Klein.
Las once menos veinticinco.
Hobbes le estaba esperando.
-Cojones -dijo Klein.
Se quitó sobre la marcha la bata blanca y echó a correr hacia la puerta.
5
-Arrodíllate, negra.
El áspero susurro de Stokely le resonó en la oreja.
-No quiero ver tu cara de perra asquerosa.
El aliento acre le llegó hasta la nariz, y luego notó el rancio olor a podre que emanaba de la verga de Stokely cuando éste se la sacó de los calzoncillos. Por encima de la voz de Stokely, Ice T sonaba por el magnetófono y añadía leña al fuego con sus amenazas verbales, en una de sus canciones de guerra.
-Y sin hacer ruido. Ya te lo dije antes: como esto salga de aquí y se entere alguien, te corto el pito y te lo meto por el culo.
En Green River se hablaba constantemente de cortar, rajar y pisotear, aunque casi siempre de boquilla. Cuando era Stokely Johnson el que hablaba de ese modo, solía tomársele en serio. Nadie había olvidado lo que hizo Johnson con los huevos de Enano Midgely. Con la cabeza apretada contra las delgadas almohadas y cargando su peso en los codos, Claudine respiró hondo y relajó el tórax y el abdomen. El acre hedor del aliento fue sustituido por el del látex, un olor clínico que contrastaba con el aire denso y caluroso de la celda mientras Stokely peleaba con un condón.
-Joder, tío. No trago estas mierdas.
Claudine esperó, pero poco después, al sentir la punta del pene súbitamente erecto entre las nalgas, inspiró a fondo y aguantó la presión como si se propusiera cagar una piedra. Stokely la penetró con una contenida exhalación de deleite.
De pronto le habló con dulzura.
-Eso es, muy bien.
La celda era calurosa y estaba húmeda, y apestaba a hachís, a mucosidad rectal y a esperma. Era el momento más fresco del día, antes de que el sol estuviera alto y cayera a plomo sobre el techo de vidrio de la galería. Aparte de salir a desayunar, a comer y a cenar cada día, llevaban dos semanas confinados en sus celdas. Durante los últimos diez días no había funcionado el aire acondicionado. Estaba estropeado, según dijeron los boqueras, y aún no habían podido repararlo. A media tarde, la temperatura superaba los cuarenta grados centígrados, sin contar con la saturación del sudor y el aliento del medio millar de hombres apiñados en las celdas que habían sido construidas para un máximo de trescientos. En parte, a Claudine le sentaba bien el calor: inducía en ella una laxitud y una especie de apagamiento interior que le hacían más fácil soportar los embates de Stokely.
-Nena… -dijo éste.
Le acarició el cuero cabelludo; ella se preguntó qué imágenes estarían pasando por su cabeza, qué cara de perra sería la que quería mirar. Se comentaba que Stokely tenía mujer y dos hijos en algún lugar de California, puede que Bakersfield. Stokely estaba muy lejos de su casa.
-Nena… -repitió Stokely.
Con manos fuertes, pero ya no brutales, la sostuvo por la cintura; eran las manos de un hombre que en lo más profundo de su corazón hubiese querido abrazar a una mujer y mimarla, y ser a su vez acariciado por ella, y que ella le amase tal como era, sin esperar nada más de él. La tristeza oprimió las entrañas de Claudine; ojalá Stokely no se hubiese delatado así al hacer el amor. Entonces le habría sido mucho más fácil odiarlo.
De pronto sintió unas ganas inmensas de tener de nuevo su cabello largo, espeso y lustroso. Como mujer, le había sido mucho más fácil odiar. Y más fácil condescender; más fácil creer que los brutales golpes de Nev Agry, cuando la follaba, eran todo lo que ella merecía. Su traslado de vuelta a la galería B y a la población negra donde había empezado su andadura la sumieron en una total confusión. Ya no tenía ni idea de quién era.
En calidad de esposa de Agry, Claudine había sido -por consenso general- una bellísima mujer. Agry le había comprado ropa, perfumes, una maquinilla eléctrica femenina para depilarse las piernas; camisolas de seda, laca roja para las uñas. Y se había dejado el pelo largo hasta la cintura. Agry la había llamado, sin asomo de ironía, su reina. A todo el que tuviera la desconsideración de burlarse, de amenazar la ilusión que Agry y ella habían creado, le esperaba un rápido y severo castigo. Agry le había brindado una fiesta de bodas allí mismo, en la galería D -la fiesta más extravagante en la historia de la cárcel-, con regalos del resto de los jefes de las bandas, damas de honor y un pastel de tres pisos con los nombres de los dos entrelazados en lo alto. Un convicto de la galería A, que era pastor protestante con licencia de Oklahoma City, había conducido la ceremonia. Todo el mundo entendió el mensaje: nada de insultos, nada de chistes sobre mariconas, nada de burlas ni de insinuaciones. Ser objeto de envidia y de lujuria era aceptable; a fin de cuentas, ése era un derecho que tenía por ser mujer. Ahora bien, no se iba a permitir ni una indirecta, ni un rumor, ni un murmullo sobre el hecho de que bajo el vestido colgaban una verga y un par de cojones: esto era inadmisible, y sería castigado con violencia. Hasta los boqueras comprendieron el mensaje. Al cabo de cuatro años así, la conciencia que pudiera tener Claudine de su propio sexo había desaparecido en algún oscuro rincón de su mente, como el emigrante olvida su lengua materna. Subir una octava el tono de la voz, moverse con gestos femeninos, lanzar miradas seductoras, sostener de una determinada manera la taza de café o el cigarrillo pasó a ser en ella una segunda naturaleza. Era Claudine Agry. Nev Agry había pagado el precio de su traslado a su lujosa celda, prevista para alojar cuatro reclusos; precio no revelado, aunque al parecer equiparable a treinta gramos de cocaína de calidad y una caja de whisky escocés. Ahora había vuelto al punto de partida, a la galería B.
No lo sabía nadie, y mucho menos Agry, pero ella misma había solicitado el traslado, bien que por razones demasiado peligrosas para desvelarlas. Si Agry descubriera la verdad antes de que Claudine fuera libre, podía darse por muerta.
A su regreso a la galería B, ella -él- se había cortado el pelo, se había cortado las uñas, se había lavado la cara, había cambiado sus prendas de seda por el uniforme reglamentario, sus lociones y cremas por su propio sudor. Claudine Agry -alta, esbelta, elegante- había vuelto a ser Claude Toussaint, flacucho, desmañado y aniñado. La reina de la galería D era ahora un antiguo trapichero de crack que valía menos que cero, un negro al que despreciaban los negros por haberle mamado la verga a un blanco. Volvía a ser un varón, pero aún era pronto para que tuviera sentido.
Los pensamientos de Claudine volvieron al presente cuando los embates de Stokely se hicieron más rápidos y más profundos. Agarró la sábana entre los dedos. Stokely eyaculó limpiamente, sin violencia, e hizo una pausa con su peso apoyado en sus grandes manos, que había colocado a uno y otro lado de la cabeza de Claudine. El sudor de Stokely le caía a ella sobre la espalda en cálidos goterones. Se prolongó la pausa y Claudine temió el momento en que terminara. Terminó en efecto con la ruda y despectiva retirada de Stokely; ella se encogió con un audible gemido que coincidió con un doloroso espasmo de su musculatura pélvica.
-Cállate, puta.
La suavidad había desaparecido de la voz de Stokely, seguramente hasta la próxima vez. Ahora hablaba con un aborrecimiento de sí mismo que no podía contener en su interior.
-Mírame -ordenó.
Claudine mantuvo la cara escondida.
-Mierda, dame un respiro, tío.
Stokely la obligó a ponerse boca arriba, aunque ella se encogió, se protegió con los brazos la cabeza y arrimó las rodillas al pecho. El le tapó la boca con la mano y le dio varios puñetazos en las costillas. Claudine gimió, amordazada por los dedos que apenas la dejaban respirar. Cuando logró tomar una bocanada de aire, notó el apestoso olor a goma en la mano de Stokely. Este la dejó y se puso en pie. Avanzó hasta el fondo de la celda y tiró el condón por el retrete. Mientras Claudine se frotaba el costillar y Stokely orinaba en la taza, ella se acordó de que si Hobbes cumplía su promesa no tendría que aguantar aquello durante demasiado tiempo.
Hobbes había prometido a Claudine que si dejaba de vestirse y portarse como una mujer, el comité de libertad condicional, a tenor de su propia recomendación, la miraría con ojos favorables en la próxima revisión. Hobbes había apuntado que los miembros del comité difícilmente pensarían en poner en libertad a un hombre que se presentaba con las uñas largas y lacadas de rojo, con los labios pintados, y que parpadeaba con sus largas pestañas postizas ante cada pregunta. Claudine respondió que no tenía posibilidad de elección: Nev Agry la hubiese matado nada más cruzar el patio. Hobbes le garantizó que estaría a salvo, aunque sólo si accedía a su traslado a la galería B. Claudine no quedó convencida. Ni siquiera en una celda de castigo estaba nadie a salvo de los tentáculos de Agry. Hobbes le habló entonces del estado de excepción. Ni siquiera el propio Agry podría llegar hasta ella en aquellas condiciones. Y cuando finalizara el estado de excepción, posiblemente habría recibido la libertad condicional. Aun así, debía correr un cierto riesgo, claro está. Si Claude accedía a asumirlo, Hobbes tomaría todas las medidas necesarias.
Y por un tiempo Claudine se convirtió de nuevo en Claude y supo que había valido la pena. Cualquier cosa hubiera valido la pena con tal de pasar un tiempo recorriendo otra vez el barrio Francés de Nueva Orleans. Ella se daría un paseo -joder, no; maldita sea-: él se daría un garbeo por Bourbon Street, notaría cómo se le levantaba el pito al ver a las putas de piernas largas y faldas cortas deambular con sus zapatos de alto tacón. Luego se acercaría por Alfonso’s para sentarse en un taburete, en la barra, y tomarse un One Hundred Pipers con pajilla. Eso era, sí, señor. Con un rollo de billetes de veinte pavos en el bolsillo. Se preguntó si alguna de las putas se acordaría de él. No se la habían mamado desde hacía muchísimo tiempo.
Así pues, Claude le dijo que sí a Hobbes. Y allí estaba, con su nuevo compañero de celda dándole por el culo. Él. Él. Claude. Él. Iba empezando a entender.
-Vístete.
La violencia de la voz de Stokely había alcanzado el máximo y de nuevo había remitido para volver a sus gruñidos normales. El ruido del agua le llegó desde el fondo de la celda; se estaba lavando. El disco de Ice T terminó de golpe, y el magnetófono se paró con un chasquido. De otra parte de la galería llegó el ruido de un recluso que aporreaba una guitarra cantando una canción de Albert Collins. Claude se sentó al borde de su catre y echó mano de sus pantalones. Pantalones de hombre. Necesitaba cagar urgentemente, pero la musculosa figura de Stokely aún ocupaba la minúscula zona del aseo.
-Wilson no tardará en volver -dijo Claude.
Stokely se volvió desde el lavabo, secándose la cara con una toalla blanca que el uso había convertido en gris.
-¿Qué quieres decir?
-No, nada.
Claude deseó efectivamente no haber dicho nada.
-¿Te parece que no sé llevar las cosas bien mientras él no esté?
-Yo no he dicho eso -dijo Claude.
Stokely arrojó la toalla al suelo y se plantó delante de Claude, a una distancia desde la cual sabía que lo iba a intimidar. Así fue.
Wilson te dejó volver porque eres una deshonra para los hermanos negros, y porque quiso demostrarles a esos hijos de la gran puta que somos tan grandes que podemos hacerte un sitio entre nosotros. -Cerró el puño con fuerza-. Porque estamos unidos y somos fuertes, ¿te enteras? Esto es el Valle de los Corredores de Fondo. El árbol del ahorcado sigue estando ahí fuera, y un día de éstos vamos a poner el cielo entero rojo de sangre. Mientras tanto, aquí dentro estamos todos unidos. Si no, no valemos una mierda.
-Por eso he vuelto -dijo Claude.
-Y una mierda. -Stokely apuntó con el dedo a la cara de Claude, hasta casi tocarle. El olor a goma persistía en su mano-. Tú nos estás utilizando. Todavía no sé cómo, pero nos estás utilizando.
-Tengo que ir a cagar -dijo Claude.
Intentó ponerse de pie; Stokely le apoyó una mano en el pecho y lo sentó sin hacer fuerza.
-Nos estás utilizando, te digo, igual que utilizaste al hijo de puta de Agry.
No supo bien del todo qué parte de su ser fue la que habló, si Claude o Claudine, pero de pronto se sintió envalentonado y molesto:
-Agry tomaba de mí exactamente lo mismo que has tomado tú. ¿Qué diferencia hay, Stokely?
Retorció la última palabra en el momento en que salía de su lengua, la alzó todo lo que pudo y se la metió a Stokely por el culo. Luego se arrepintió. Stokely dio medio paso atrás y le soltó un golpe con el puño cerrado, del revés, en la boca.
Claude probó el sabor de la sangre. Una manaza se cerró en torno a su cuello. Stokely lo levantó de la cama, hasta que sus rostros quedaron a dos dedos de distancia el uno del otro.
-Dejaré que me repliques cuando me hayas demostrado que eres un hombre. Hasta ese día, tu culo de maricona me pertenece. Y ahora vete a cagar, Claudine.
Stokely le soltó y retrocedió. Cuando se le pasó la tos, Claudine se acercó al retrete, se bajó los pantalones y se sentó.
Ella. Ella. Claudine. Joder, tío, aclárate ya de una vez.
Se preguntó si Wilson le permitiría ver otra vez a Klein: quería hablar con él, pues no confiaba en ningún otro recluso. Y aunque hubiera confiado en otros, seguramente ninguno habría estado dispuesto a escucharle. Se le contrajeron las tripas ruidosamente. Del otro lado de la cortina oyó que Stokely emitía un mugido de asco.
-Joder,en cuanto salgas de ahí, te voy a echar un polvazo que te partirá por el eje, cacho de puta.
Claude suspiró y alcanzó el rollo de papel higiénico. Le agradaba estar de nuevo en la galería B,en serio. Mientras se limpiaba el culo, dejó que la imaginación lo llevara junto a aquellas furcias de minifalda y tacón alto, y rezó para que pudiera llegar a Bourbon Street antes de que Nev Agry llegase a él.
6
Desde que terminó el segundo recuento, Nev Agry estaba postrado en su cama solo, encendiendo un Lucky Strike con la colilla de otro, mientras su cuerpo temblaba de rabia.
Tenía los ojos abiertos, pero no era el techo de la celda lo que su cerebro registraba. Veía a Claudine: su cara, sus labios, su piel, sus muslos largos e inmaculados. De golpe surgió ante él una imagen pornográfica, demasiado repulsiva para contemplarla, y el arranque de una náusea le atravesó las tripas. Se incorporó y se frotó salvajemente los ojos con los dedos, hasta que la negrura de sus retinas empezó a bailar salpicada de estrellas luminosas. Desapareció la imagen y se tranquilizó. Se percató de que por el magnetófono sonaban Bob Wills y los Texas Playboys cantando San Antonio Rose. Agry no se consideraba un tipo demasiado sentimental, pero rara vez dejaba «la rosa de San Antonio» de ponerle un nudo en la garganta. En ese instante poco le faltó para echarse a llorar.
It was there I found, beside the Alamo,
Enchantment strange as the blue up above.
A moonlit path, that only she would know,
Still hears my broker song of love…
Agry alcanzó el magnetófono y l0 apagó. Ya llegaría la hora de llorar, el momento en que él mismo y todos los demás derramasen lágrimas, pero todavía no. Tampoco era el momento de erradicar las perversas imágenes que Perkins le había sembrado en la imaginación, porque sólo la sangre las borraría. Pero pronto, se prometió a sí mismo, sería pronto. Perkins, boqueras blanco de la galería B que Agry tenía en el bolsillo, había confirmado la verdad que Agry sospechaba desde hacía algún tiempo.
Aquel fétido perro rabioso, aquel negro repugnante que llamaban Stokely Johnson, estaba follándose analmente a su Claudine.
Una vez más, la imagen. Cuerpos borrosos. Movimiento lento. Muslos separados. Piel negra. Sudor.
El estómago le dio un vuelco. Apretó los dientes para contener la arcada de bilis y sabor a huevos del desayuno, que no había logrado digerir. Tragó. Se puso en pie de un salto. Las paredes de la celda oscilaron ante él. El Lucky Strike que llevaba apretado en el puño le chamuscó la juntura de los dedos; se miró la mano. Vio que la brasa rojiza del cigarrillo le tocaba la piel; notó el olor del vello quemado, aunque el dolor se le antojaba muy remoto. Quiso que viniese el dolor, lo llamó. De pronto lo sintió ahí, un intenso aguijonazo. Sacudió la mano, abrió el puño. La colilla cayó al suelo. Despacio, Agry expulsó de su mente el dolor y la duda. Había hecho planes. El alcaide había tenido el morro de advertirle que no se metiera donde nadie lo llamaba, como si el viejo idiota creyera que era él realmente quien mandaba allí. Bien, Nev Agry le demostraría otra cosa. Había sopesado el coste de la operación y sus consecuencias, y estaba dispuesto a pagar. Agry aplastó la colilla y se quitó la camisa. Era hora de que Claudine volviera a casa.
Ahora que Claudine se había ido, Nev Agry vivía solo en una celda para cuatro reclusos, en el extremo más alejado de la planta baja, galería D, aunque con un lujo adecuado al jefe más poderoso de todos los condenados a cadena perpetua. Tenía televisión en color y aparato de vídeo, una colección de vídeos porno, un equipo de alta fidelidad, un colchón regulable en la cama, asiento de madera en el retrete, frigorífico, ventilador eléctrico de cuatro velocidades… La puerta de su celda estaba cubierta por una muselina que le garantizaba intimidad, aunque revelaba la silueta de quienquiera que se situase al otro lado. Y en todo momento había dos de sus hombres en la celda contigua, dispuestos a llevarse la puñalada o el proyectil que estuvieran destinados a él.
Agry era de mediana estatura y bastante calvo, hecho que su riguroso corte de pelo no pretendía disimular. Tenía la piel del cuerpo blanca como los cirios de una iglesia, levemente cubierta de un vello rubio. Era de naturaleza robusta y tenía una musculatura recia, aunque no comparable a la de los maricones que practicaban el culturismo. Sus antebrazos parecían dos jamones; en el izquierdo ostentaba un tatuaje del Cuerpo de Marines de Estados Unidos, una calavera con el lema «Antes la muerte que el deshonor». Extrajo unos cuantos frascos del botiquín y se tragó una cápsula de Megavitaminas, un poco de ginseng, un gramo de vitamina C y un puñado de pastillas de proteínas de pescado y de tabletas de hígado liofilizado. Se ayudó con un trago de agua mineral fresca Evian. No estaba muy seguro de que aquellas porquerías le sentaran bien, y además eran bastante caras, pero calculaba que necesitaba toda la ayuda que tuviera a mano. En su celda no había drogas ilícitas de ninguna clase. Sus hombres se las suministraban cuando las necesitaba, generalmente por motivos sexuales y con menor frecuencia para actos violentos. Agry no había echado un polvo desde lo que se le antojaba media vida: dos putas semanas. Al guardar en su sitio la botella de agua notó que estaba poseído por una honda sensación de calma. La calma le confirmaba mejor que ningún otro elemento que lo que había puesto en marcha era lo único que en puridad debía hacer.
Agry levantó el colchón y sacó su armadura, una especie de chaleco manufacturado allí dentro, en la trena, que le prometía protección contra los pinchos y las facas. Constaba de dos láminas de cuero unidas por una capa de resina epoxílica, en la que se había incrustado otra trama de fino hilo de acero. Introdujo la cabeza por el agujero del centro, de modo que el chaleco le cubrió el torso por delante y por detrás, y lo cerró atando unos cordones a uno y otro costado. El tacto del cuero contra la piel le produjo una sensación belicosa. Volvió a ponerse la camisa, se la abotonó hasta el cuello e introdujo los faldones por dentro del pantalón.
-Semper fidelis, me cago en Dios: buenos lemas los del Cuerpo de Marines.
Detrás de la cortina oyó un discreto carraspeo.
-Adelante, Tony -dijo Agry.
Se abrió la muselina y entró Tony Shockner. Alto, espigado, con veintinueve años de edad, gastaba unas gafas de montura metálica, suministro de la cárcel. Shockner tenía el aire de un entrenador de baloncesto del Medio Oeste. Debía cumplir ciento ochenta años de condena por robo a mano armada y homicidio. Había ejecutado a dos reclusos de Green River siguiendo las órdenes de Agry. Agry sabía que era un tipo inteligente -más incluso que él, lo reconocía-, y que tenía aptitud para obedecer órdenes. Si era en el fondo el hombre que aspiraba a reinar -cosa que Agry dudaba mucho-, disimulaba sus ambiciones realmente bien. Ahora se hallaba en medio de la celda, con los largos brazos pegados a los costados. Hizo un gesto de saludo a Agry.
-Jefe -dijo.
-¿Has traído algo para mí? -dijo Agry.
Shockner se metió la mano en el bolsillo y extrajo una navaja plegable. Por norma, Agry nunca llevaba armas -infracción penada automáticamente con diez días en el agujero- y tampoco guardaba ninguna en su celda. Con sus hombres a su alrededor en todo momento, no tenía necesidad de ellas. Tomó la navaja que le ofrecía Shockner y la abrió; la apoyó con cuidado sobre el antebrazo y afeitó el vello de un trozo de piel. Asintió. Shockner se metió de nuevo la mano en el bolsillo y sacó un frasco de plástico que en su día contuvo tabletas vitaminadas.
-También querías esto -dijo.
Agry desenroscó la tapa del frasco. Estaba lleno en sus tres cuartas partes de sulfato en polvo. Agry formó una pequeña pirámide en la punta de la navaja y la esnifó con vehemencia. Muy bien. Agry despreciaba la cocaína; le parecía un vulgar caramelo para yuppies y negracos. Dios sabía, igual que Agry, que los marines habían librado tres grandes guerras a golpe de speed, y el speed nunca les había dejado en la estacada. A él tampoco. Muy a su pesar, nunca entró en acción mientras estuvo en el Cuerpo, ya que pasó la mayor parte del servicio militar en el calabozo, pendiente de un licenciamiento deshonroso. Ahora estaba decidido a demostrar, por lo menos ante sí mismo, que en combate habría sido muy digno de defender su estandarte. Tomó una segunda dosis de sulfato, cerró el frasco y se lo devolvió a Shockner.
-Sírvete lo que quieras y asegúrate de que les llegue a los demás -dijo.
Shockner tiró el frasco al aire y lo cogió al vuelo, haciendo una mueca de placer con los labios. Detrás de sus gafas de montura metálica se le notaba cierta preocupación en la mirada.
-¿Algo no va bien? -preguntó Agry. Shockner se encogió de hombros.
-No, supongo que son los nervios.
Agry señaló el frasco con la punta de la navaja.-Eso te dará todos los redaños que quieras, y te quitará los nervios que no te hagan falta. -¿Estás seguro de que van a estar por la labor? -preguntó Shockner.
-¿Quiénes?
-DuBois y los demás.
-Tony, esto no es una jodida democracia.
Shockner asintió.
-Bueno, pues nos están esperando.
-Estupendo.
Agry se volvió para contemplarse en el espejo. Los ojos grises que lo miraban relucían. Notó algo líquido, viscoso y amargo en el fondo del gaznate. Sorbió por las narices y tragó saliva. El sulfato ya era un tren expreso que traqueteaba por los rincones más oscuros de su sistema nervioso. Semper fidelis, me cago en Dios. Se puso unas Ray Ban de aviador y se volvió hacia Shockner.
-Vayámonos.
Agry y Shockner pasaron por delante de la escalera de caracol que bajaba desde la tercera planta; atravesaron la puerta de la galería, franquearon el puesto de vigilancia de los guardias y salieron al atrio central. En lo alto de la torre, un guardia de los más antiguos del presidio, Burroughs, reposaba apoyado contra uno de los postes de madera de roble que soportaba el techo de la torre, a la vez que se metía el dedo en la nariz. La torre era un prisma hexagonal de piedra y madera, con placas de acero que reforzaban las puertas y los marcos. Las ventanas de las dos primeras plantas eran de plexiglás ahumado; desde cualquiera de ellas se divisaba el pasillo central de cada una de las seis galerías. En la planta baja de la torre se encontraba el principal centro de vigilancia y control. Agry imaginó el interior: dos guardias estarían dormitando ante una batería de pantallas de televisión en blanco y negro, circuito cerrado, cuyas imágenes iban cambiando a intervalos de cinco segundos, al pasar de una videocámara a la siguiente. Igual que los guardias en lo más hondo de sus corazones, Agry sabía que las cámaras eran un ejercicio de futilidad. En Green River, el movimiento era constante: había que alimentar, asear, ejercitar, vestir, mantener en condiciones mínimas y dar trabajo a dos mil quinientos hombres. Por si fuera poco, la cárcel era vasta y laberíntica. Las penosas videocámaras de los guardias sólo abarcaban una pequeña porción de la superficie total y no recogían lo ocurrido en sus rincones menos accesibles.
El sótano de la torre de vigilancia albergaba el centro de comunicaciones, que tenía ya más de veinte años de antigüedad, ligado por un tendido eléctrico que pasaba por debajo del Ala Polivalente con el complejo de recepción donde estaba la puerta principal. Al lado de las cámaras de televisión había un panel de control con el que se accionaban las puertas de las celdas y de las propias galerías. Las celdas podían abrirse desde allí individualmente o por hileras. A la entrada de cada una de las galerías existía una mesa de mandos menor desde la que se tenía un control alternativo de las puertas; este otro puesto podía ser anulado desde el centro de la torre en caso necesario. Agry estaba al corriente de todo ello.
Agry y Shockner doblaron a la derecha, alejándose de la torre para entrar en el comedor, donde les recibió una tufarada a residuos de comida y grasa rancia. El comedor estaba en calma, vacío, a excepción de la docena de reclusos que fregaban los suelos y las mesas con evidente desidia, para que todo estuviera más o menos presentable a la hora del almuerzo. Agry se coló por detrás de los mostradores de servicio y entró en las cocinas, donde le dio de lleno el calor de los fogones renegridos y de los calderos de acero inoxidable. Allí dentro la actividad era frenética: los cocineros, con sus batas blancas más o menos sucias, y en su mayoría mexicanos o pertenecientes a otras etnias de perdedores, sudaban a chorros e intentaban no hacer caso de los alaridos que soltaba Fenton, el cocinero jefe.
-¡Arroz, soplapollas! ¡Arroz te he dicho!, ¿o es que no entiendes?
Fenton era un negro flaco y huesudo, con dos dientes de oro que milagrosamente habían sobrevivido en su sitio tras siete años en la trena. Agry lo miró con un sordo sentimiento de fastidio, fastidio porque Fenton era sólo un trozo de morralla irrelevante e insignificante, indigno de su odio. Fenton era un negro, un mono de mierda, y ninguno de ellos merecía siquiera el aire estancado y repugnante que se respiraba en las cocinas; ni uno solo, con excepción de Claudine, su Claudine, por la cual iba a sacrificarlos a todos en el holocausto desatado por su rabia. A todos iba a pasarlos por las armas, a hierro y fuego; sería una guerra sin cuartel. Agry se había propuesto pegar fuego al Valle de los Corredores de Fondo hasta arrasarlo, y pensaba empapar después las cenizas de los negros con su meada.
En ocasiones le daba la impresión de que aquella rabia ciega amenazaba con hacer estallar su cuerpo y dejarlo reducido a un amasijo de átomos, y sabía que con su cuerpo estallaría el mundo entero. Qué cantidad de energía quemaba esforzándose por contenerla, qué fuerza de voluntad iba a necesitar para mantener hora tras hora aquella tapadera frágil, resquebrajada, cerrada y en su sitio. Un hombre menos fuerte que él, bien lo sabía, se hubiera derrumbado bajo la tensión, pero Nev Agry sabía aguantar. Ese era su orgullo. No obstante, no sabía con exactitud de dónde procedía su rabia; por vasta que fuera su porción, no pasaba de ser una palada más, añadida a la inmensa e inestable formación volcánica de cólera, fundida y disuelta en el centro, que era Green River.
Fenton se quitó el gorro de cocinero jefe y lo utilizó para secarse la cara y sonarse los mocos. Al volver a colocárselo vio que Agry avanzaba hacia él y se puso rígido. La posición que ocupaba Fenton le permitía algunas bromas que en el fondo eran pura adulación; de hecho, era uno de los contados negros que tenían permiso para dirigirse a Agry. A Fenton le relucieron los dientes de oro cuando esbozó una sonrisa, como si dijera «Mire con qué chusma me las tengo que arreglar», al tiempo que indicaba con un gesto a los mexicanos.
-Señor Agry. Dios Santo. Casi todos estos mamones son tan ignorantes que ni siquiera saben hablar inglés.
Agry siguió avanzando; Fenton lo siguió un paso más atrás y a un costado. Agry habló sin mirarlo siquiera.
-Mientras sepan cuál es su puesto, la cosa no va del todo mal, Cocinillas. ¿Me explico?
-Sí, señor Agry.
-¿Me has preparado alguna golosina para hoy, Cocinillas?
-Costillas de cordero.
-Que me las sirvan en la celda. Ah, y prepárame aquella salsa holandesa que aprendiste a hacer en Nueva Orleans.
Agry sabía muy bien que, en cuanto se largase de la cocina, Fenton se acordaría de toda su parentela por el esfuerzo adicional que le había obligado a hacer; era incluso posible que soltara un salivazo en la salsa holandesa. Por el momento, Fenton sonrió con diligencia y asintió con la cabeza. Otra vez la sensación de fastidio. Agry hizo un gesto con el mentón y Fenton desapareció entre las cacerolas. Agry y Shockner salieron por la puerta posterior de la cocina y se detuvieron en lo alto de una estrecha escalera, mal iluminada por la luz que se filtraba desde el piso inferior. Con la luz, se colaban allí dentro el rumor y el siseo de la maquinaria, así como una fina cortina de vapor. Apoyados en la pared, fumando sendos cigarrillos, unos peldaños más abajo, estaban dos pesos pesados, Atkins y Spriggs. Levantaron la vista, tiraron los cigarrillos y los aplastaron contra el suelo en cuanto Agry comenzó a bajar hacia ellos. Eran dos auténticos presidiarios, ninguno de los dos particularmente listo, aunque ambos habían cometido atracos a mano armada y tenían policías muertos en la conciencia. Ya en prisión se habían puesto de parte de Larry DuBois, en la galería A. Atkins y Spriggs recibieron los dos un recio apretón de manos y un saludo por su nombre de pila.
-¿Habéis visto ya a Stokely Johnson? -dijo Agry.
-¿A Johnson, el negraco? -dijo Spriggs boquiabierto-. Está encerrado en su galería, ¿no?
-Sí, pero Perkins tenía que haberlo traído. -Agry notó que Shockner lo miraba con velada confusión-. En fin, supongo que ya estará ahí abajo.
-¿Y para qué ha venido?
-Hombre, mientras Wilson esté en el agujero, puede haber tiempo de convencer a Johnson de que se convierta de una puta vez en rey de los negros, ¿no? Sería buena cosa, porque Wilson es un tío listo, pero Johnson no es más que otro tarugo, un negraco al que podemos obligar a bailar al son que nosotros queramos, sin que ni se entere de lo que hace. ¿Estamos?
Spriggs no tuvo más remedio que mostrarse de acuerdo. Agry le apretó el brazo; tenía un tríceps duro como la piedra.
-Vente más tarde por la D, que te invitamos a un poco de jarabe del abuelo, ¿está bien?
Agry siguió bajando la escalera. Al final entró por unas puertas de plástico translúcido y pasó a la lavandería de la cárcel.
La lavandería era un semisótano diáfano, con una intensa iluminación. El calor reinante era tan pegajoso como en la cocina. Las hileras de máquinas en funcionamiento, los rodillos y las planchas de vapor, eran otro centro de trabajo carcelario despreciado por todos, donde sólo faenaban los hispanos y los amarillos. Al fondo de la lavandería había otro pasadizo que comunicaba con el almacén de ropa blanca, y hacia allí se encaminó Agry entre nubadas de vapor. En el pasadizo encontró a dos corpulentos reclusos, vestidos con camisetas sucias. En la más desvaída de las dos se leía un rótulo que decía «Bombas atómicas sobre Bagdad»; la otra decía «Cómeme el coño». Cuando estuvo a su altura, los dos individuos se apartaron para dejarle pasar y le hicieron un gesto sin decir nada. Eran Horace y Bubba Tolson, guardaespaldas de Héctor Grauerholz: puro músculo, tatuajes, barbas pobladas, tres pendientes en cada oreja. Los Tolson eran Angeles del Infierno que habían violado a una niña de doce años un día en que iban muy pasados de peyote y Old Crow. Después de saciar sus pasiones con el cuerpo de la chiquilla, le aplastaron la cabeza arrollándola con sus Harley. En el momento en que fue detenido, Horace Tolson estaba limpiando de restos de masa encefálica los neumáticos de su moto con una cerilla. Eran pura escoria; Agry nunca los quiso entre sus secuaces. Su gente mataba hombres, no niñas. Hoy sin embargo iba a aprovechar los servicios de los Tolson como era obligado. En tiempo de guerra uno no puede ser demasiado exquisito con sus aliados. Agry recorrió el pasadizo para llegar al almacén de ropa; en la puerta hizo un gesto a Shockner y entró solo.
El almacén era amplio y caluroso, aunque bien ventilado. Posiblemente era la sala que mejor olía de todo el trullo. A uno y otro lado del pasillo central, del suelo al techo, estaba apilada en estantes la ropa limpia. Del techo colgaban cinco bombillas en fila. Sólo estaba encendida la más lejana, lo cual daba al almacén cierto aire de sepulcro. Bajo la bombilla, mirando atentamente a Agry, estaban Hector Grauerholz, Dennis Terry y Larry DuBois. No estaba Stokely Johnson, aunque Agry tampoco esperaba encontrarlo. Su idea había sido poner sobre aviso a Spriggs en el supuesto de que las cosas se torcieran con DuBois.
-Llego tarde -dijo Agry-, perdonadme. Recorrió el pasillo en dirección a ellos. Dennis Terry salió del grupo.
-Nev -le dijo.
Agry le estrechó la mano.
-Hola, Dennis. ¿Qué tal vamos?
Terry, un cincuentón de tez grisácea, se encogió de hombros con gesto de ansiedad y correspondió a la sonrisa de Agry. Al contrario que los otros, Terry no era un jefe. Llevaba veintiocho años en el trullo por haber estrangulado a su novia, una maestra de Wichita Falls que, según la convicción de Terry, se había tirado unas cuantas veces a un cocinero portugués que se llamaba Al. Nunca se pudo probar la existencia del susodicho Al, y menos aún demostrar que se hubiera beneficiado a su novia, así que Terry fue condenado a noventa y nueve años de reclusión mayor por un juez que era amigo de la familia de la difunta. En las circunstancias actuales, si hubiese tenido que cumplir condena, habría estado en la calle en menos de cuatro años. Era una triste historia, y Terry era un tío triste. Flaco, afable en el fondo, no estaba cómodo en compañía de hombres violentos. Agry sabía que encontrarse en la lavandería en compañía de tres psicópatas le alteraba a Terry los nervios. En cambio, a pesar de su naturaleza apacible, Terry era una figura clave en Green River, y un hombre rico además, porque tenía el control de la sección de mantenimiento.
Un edificio tan inmenso y antiguo como aquél exigía constantes reparaciones, reconstrucciones, nuevos cableados, cambios de cañerías, etcétera. Gracias a que trabajaba como un mulo, y gracias a su astucia política, Terry había conservado su puesto -que heredó en tiempos más civilizados, cuando su predecesor no pudo recuperarse de un ataque al corazón- durante más de dos décadas. Allí dentro todo tenía su precio, todo se compraba y se vendía: los puestos de trabajo, los consejos de tipo legal, la pasta de dientes, una buena butaca en el cine, el derecho a realizar ejercicios de musculación en el patio e incluso la celda en la que uno se refugiaba. La sección de mantenimiento disponía de muchísimos trabajos apetecibles, para los que hacía falta tener determinado tipo de conocimientos, y todos había que comprarlos. Y también brindaba amplias posibilidades al contrabando, los intercambios en el mercado negro, las mejoras y los lujos en cuanto al alojamiento de los internos y las reparaciones rápidas. Encargarse del mantenimiento era una ocupación que estaba por debajo de la dignidad de los jefes, por lo cual éstos se contentaban con dejar el trabajo en manos de Terry, a cambio de garantizar su seguridad y rebañar una considerable parte de sus ganancias. Por su parte, Terry nunca tuvo que levantar la voz, nunca tuvo un solo roce con nadie, y disfrutaba de más comodidades que cualquiera de ellos. Llevaba una vida tan regalada como era de hecho posible en Green River. Puede que no tuviera arrestos para lo que Agry tenía en mente, pero éste no le había invitado a la reunión sólo por cumplir con el protocolo. Terry estaba allí para tragar saliva, contener los nervios y decir sí a todo lo que le ordenasen hacer.
Héctor Grauerholz estrechó la mano de Agry, que se encontró mirando a dos ojos brillantes y redondos como dos botones, desprovistos de toda emoción que a él le fuera dado reconocer. Grauerholz era flaco, bajo, chulo e, incluso según el criterio de Agry, peligrosamente anormal. Tenía veinticuatro años y estaba en posesión del récord actual entre los reclusos por haber cometido el número más elevado de homicidios: dieciocho fuera de la cárcel y tres en el trullo. Para resolver un contencioso por un asunto de drogas en Dallas, atacó con bombas incendiarias un edificio en el que unos negros tenían una fábrica de crack y esperó ante la puerta con un Uzi en las manos, para abatir a todos los que intentaron escapar de las llamas. La fábrica estaba en la planta baja de un edificio de viviendas de alquiler en Deep Elem; entre las víctimas mortales hubo siete niños que dormían y tres mujeres. A pesar de que todas las víctimas fueran de raza negra, al juez le desconcertó tanto la flagrante incapacidadde Grauerholz para experimentar algo próximo al remordimiento que lo condenó a un total de dos mil veinticinco años de cárcel, otro récord que Grauerholz exhibía orgulloso.
Grauerholz tenía una cara abiertamente sincera, inocente, y llevaba el cabello rapado al cero. Para Agry, era como un seminarista. En Green River se había rodeado de una mezcla de palurdos, gilipollas, Angeles del Infierno, chiflados, consumidores de LSD, aparte de algunos punks salidos de las capas más jóvenes e impresentables de la población de reclusos, y así había organizado un pequeño pero nada desdeñable feudo cuya fortaleza se basaba en el tráfico de drogas y en los energúmenos que le respaldaban. Tras el aire de cantor de coro que tenía Grauerholz había un núcleo de nihilismo virulento y autodestructivo que, si no hubiese tenido espacio para respirar, habría estallado en un inútil derramamiento de sangre. Agry le había dado aquel espacio; le había otorgado el respeto y el poder suficientes para que comprendiera qué sufrimiento le costaría perderlo. Grauerholz era el niño capaz de destruir el mundo sólo por ver las chispas que despediría. Su ayuda, sin embargo, era absolutamente esencial. Agry le estrechó la mano un segundo más de lo necesario antes de soltársela.
-Qué pasa, Nev. Me han contado que hoy se organiza una fiesta -dijo Grauerholz.
-De las que a ti te gustan, chaval. Durará toda la noche -repuso Agry.
Grauerholz exhibió una sonrisa de beatitud. -Al menos -añadió Agry- si tu gente tiene cojones.
-¿Me tomas el pelo?
Agry sonrió. Grauerholz succionó aire y metió los carrillos con expresión de haber recibido un chasco, y dio un paso atrás. Pero ni Grauerholz ni Terry preocupaban realmente a Agry. Larry Du-Bois sí. Agry estrechó la mano blanda y húmeda de DuBois.
-Larry… -le dijo.
-¿Estás seguro de que es el mejor momento, Nev? -preguntó DuBois.
Agry esperó que se cruzasen sus miradas, pero no fue así. DuBois era un obeso de consideración; pesaba cerca de ciento cincuenta kilos, y tenía por costumbre hablar como si se dirigiera a un punto situado encima de la cabeza de su interlocutor, bajando la mirada para trabar contacto con los ojos del otro sólo en el último momento.
-Wilson está en la enfermería -dijo Agry-, y los negracos de la galería B llevan casi dos semanas de rodillas, sorbiéndose el sudor. Nunca tendremos una ocasión mejor que ésta. -Hizo una pausa-. ¿Por qué lo dices?
DuBois arqueó las cejas.
-Quería estar seguro -por fin miró a Agry a los ojos- de que esto no es un asunto personal.
Agry sintió que un jarro de agua fría le encharcaba las tripas. DuBois era un tipo melifluo, sensual, taimado, que tenía a dos esposas portorriqueñas en su celda de la galería A. Se comentaba en voz baja, pero sólo en voz baja y nunca en presencia de DuBois, que de vez en cuando le gustaba que le diera por el culo Cindy, la menos dotada de las dos, mientras Paula, la otra, le refrotaba la verga y los huevos con grasa rancia. Era acercarse demasiado a la bujarronería, una perversión por lo general inadmisible, sólo que Larry tenía músculos de sobra para hacer lo que se le antojase. En sus mejores tiempos, antes de que apareciera Agry, DuBois había sido un asesino muy temido. Antes incluso, en la calle, había logrado dar el salto: de chulear a un par de furcias pasó al control de varios millones de dólares en vicio y tráfico de drogas entre Juárez y El Paso. Sus contenciosos y escaramuzas con Agry ya eran agua pasada, puesto que la coexistencia pacífica era lo que más provecho daba a una y otra parte; Agry, de todos modos, se preguntaba a menudo si a DuBois no se le habría reblandecido la sesera con tanta obesidad. La alusión al «asunto personal» era clara. Encendió un fuego en el pecho de Agry, quien tuvo que sobreponerse a la urgente necesidad de rajar al puto gordo allí mismo. Estaba obligado a dar la cara, y tenía que hacerlo con delicadeza. Quizá más adelante pudiera ordenar que a Cindy le cortasen el pingajo y se lo sirvieran a DuBois con alitas de pollo fritas; por el momento, lo necesitaba. Con un esfuerzo considerable, Agry contuvo la rabia que hervía en su interior y logró hablar con voz amistosa.
-¿Te refieres a que necesito ayuda para recuperar a Claudine?
DuBois miró a otra parte.
-Sólo estoy pensando en los chicos, Nev. Hay cosas que son asunto suyo, y otras que no.
Agry sintió que la presión aumentaba dentro de su pecho hasta un punto incontrolable. El sulfato redoblaba su sensación de ofensa. Aquel grueso saco de mierda decía, delante de Grauerholz y de Terry para colmo, que él, Nev Agry, era incapaz de dominar a su esposa. Agry miró de reojo a Grauerholz, que contemplaba feliz el cruce de palabras; se impuso a sus células, que le pedían sangre a gritos, y lo intentó de nuevo:
-Larry, ya hemos pasado por esto alguna otra vez -dijo-. Los negros se están poniendo demasiado chulos. ¿Cuántos son ya? ¿El cuarenta por ciento de la población? ¿El cincuenta tal vez? Si no les enseñamos ahora mismo el puño de hierro… -hizo una pausa a propósito- dentro de cinco años estaremos limpiando las letrinas y fregando suelos con los putos hispanos.
-Yo con ellos tengo más tratos que tú -repuso DuBois-. Y son buenos clientes. Cristal, hierba, crack, jaco… Hay que entender cómo funciona su psicología. Nunca van a espabilar lo suficiente para ocuparse de lo que de veras cuenta. Nunca les sale bien. Fíjate en lo que ha pasado en Atlanta, en Washington D. C., en Detroit. Esos hijos de puta son incapaces de organizar sus propias ciudades. Si quedaran diez jodidos reclusos blancos en el trullo, ¿quieres que te diga quién iba a estar al frente de todo el tinglado? -DuBois se dio un par de golpes con el dedo índice en el pecho y meneó la cabeza-. No iban a ser los monos, picha. Bien lo sabes.
-Estamos preparados -dijo Agry-. Estamos listos.
-Lo siento, Neville.
De pronto, a Agry se le nubló la vista. La única persona autorizada a llamarle por su nombre de pila era Claudine, y solamente le permitió llamarle así cuando estaba a punto de montársela. Por si fuera poco, DuBois había pronunciado mal su nombre, a propósito, para que rimase con «Lucille», como si Nev Agry fuera un homosexual de medio pelo. El resto de las palabras de DuBois le llegaron como si le hablase desde muy lejos.
-No consigo ver para qué te iba a echar una mano en esta historia, picha -dijo el gordo-. No va con mis intereses.
Así pues, puro juego de poder. Y seguro que lo tenía planeado desde hacía algún tiempo. El chulo gordinflón pretendía dejarlo a la altura del barro; seguramente había calculado que Agry no pensaba ir a ninguna parte sin su ayuda. En la cara de Agry afloró algo -y él no se dio cuenta- que a Grauerholz le hizo retroceder un paso, y dos a Dennis Terry. DuBois aguantó el tirón, aunque se le contrajo el párpado izquierdo. Agry se arrimó más a él.
-¿Quieres que te diga cuál es tu problema, Larry? -dijo Agry, e hizo una pausa-. Llevas demasiada leche de hispano en las tripas.
-Cuidadito, Nev -dijo DuBois, que se había puesto pálido. Apoyó el peso en los talones, mientras Agry observaba de reojo a Grauerholz.
-¿Tú qué dices, Hec?
Al muchacho se le iluminó la cara más que nunca. Miró a DuBois, y después a Agry.
-Que hay que poner a los negros en el puto infierno, que es de donde vienen.
-Pues a tomar por culo -dijo Agry, y lanzó los dedos de la mano izquierda hacia los ojos de Larry DuBois.
Larry aún era rápido, pero no tanto como había sido en los burdeles de Juárez. Las uñas de Agry le rozaron los párpados, rasgándoselos casi. Había intentado sacarle los ojos de las cuencas, pe-ro DuBois dio un inseguro paso atrás y golpeó el brazo de Agry con la mano izquierda, a la vez que se llevaba la derecha a la zona lumbar.
Agry ya había sacado y abierto la navaja. DuBois esgrimió un revólver, se secó las lágrimas y siguió apartándose.
-Te ha tocado, soplapollas.
Agry se abalanzó y de un solo tajo, con aquella navaja que le había entregado Shockner, rajó la panza de DuBois desde la cadera izquierda hasta la derecha.
Sobre el cinturón de DuBois sobresalieron gruesas esponjas de grasa amarillenta, sanguinolenta y obscena. Enterrada bajo la grasa, la pared muscular seguía firme. DuBois soltó un bramido y escurrió el bulto moviéndose a un lado, intentando apuntar su arma con la derecha al tiempo que con la izquierda se sujetaba el tajo.
Agry se puso al lado del gordo y barrió de una patada sus piernas.
Con un sonoro berrido de pánico, DuBois cayó al suelo y atrapó su propio brazo izquierdo bajo el peso de su corpachón. En esa misma fracción de segundo, Agry le inmovilizó la mano con que empuñaba el revólver y descargó una rodilla sobre el cráneo de Larry. De un navajazo rajó limpiamente los tendones del codo derecho de DuBois, perforándole la arteria braquial. DuBois soltó un alarido y se retorció, sacudió los hombros para liberar su cabeza. Agry apretó más con la rodilla. Con un movimiento exploratorio introdujo la navaja bajo el reluciente mentón de DuBois. De los labios de éste comenzó a manar a borbotones la sangre; con cada alarido, con cada esfuerzo, aumentaba su frenesí. Agry metió más a fondo la hoja, casi hasta las cachas, buscando la carótida que tenía enterrada bajo la grasa del cuello. Cuando DuBois logró mover la cabeza y comenzaba a reptar por el suelo, la navaja de Agry encontró por fin lo que estaba buscando.
Agry se quitó de enmedio.
Grauerholz jadeó:
-Bestial.
Dennis Terry vomitaba en un carrito de la lavandería.
Agry agarró un montón de toallas y las arrojó sobre el rojo manantial que brotaba de la cara y el cuello de DuBois. El puto gordinflón se lo había ganado a pulso hacía mucho tiempo. Agry sintió una calma soberbia; había cedido su presión interior. Se secó las manos y limpió la navaja con una de las toallas. Tenía la camisa empapada de sangre. Empezó a desabrochársela y se acercó a uno de los estantes para coger una limpia. Se detuvo, se agachó y tomó el revólver de DuBois. Un Smith & Wesson especial, del 38. Agry sopesó el arma con gesto pensativo. Era necesario ocultar la muerte de DuBois a los boqueras, al menos hasta el siguiente recuento. Miró el reloj sumergible que llevaba en la muñeca: tenía dos horas. Se dio la vuelta.
-Hec -dijo.
Grauerholz murmuraba mirando el monstruoso cadáver de DuBois, cubierto por las toallas, como si fuera una obra de arte. Trasladó su mirada a Agry, y éste le lanzó el revólver por el aire.
-Vámonos de juerga. La fiesta ha empezado.
Grauerholz atrapó el arma al vuelo y miró el metal azulado con asombro. Papá Noel nunca le había traído un regalo tan bonito. Apretó el arma contra el pecho y contempló a Agry con tan agradecida adulación que éste supo que había dado en el clavo. En aquel momento podía haberle pedido a Grauerholz que se arrancase de un tiro un testículo, y Grauerholz le habría preguntado cuál, si el izquierdo o el derecho.
-¿Qué hacemos ahora, señor Agry? -dijo. Agry respiró hondo. La sensación de poder que le embargaba era intensa, embriagadora. Era un momento que había que disfrutar. Miró a Grauerholz primero, luego a Terry. Terry estaba gris como la ceniza, y su mirada delataba el pavor que le poseía. Agry volvió a mirar a Grauerholz.
-Tenemos mucho que hacer antes del tercer recuento. Tú y tus hombres tomaréis el comedor desde el patio de talleres cuando Johnson y su mitad de la galería B estén papeando. Necesitamos una distracción táctica.
A Grauerholz los ojos le chispeaban de excitación.
-Eso es -le dijo-. Una distracción táctica. Buena idea.
-En los talleres y en el garaje tenemos gasolina. De eso se ocupa mi gente. -Agry se volvió a Terry-. Dennis, tú vas a ir con Tony Shockner a ocuparte del centro de mando. Quiero que lo desconectes de la puerta principal. Tú ayudaste a instalar esa mierda, así que sabrás cómo desconectarla.
Terry palideció. Trató de hablar, no pudo, tragó saliva y volvió a intentarlo.
-Entonces… Lo que quieres es… O sea, que no es sólo un…
-Exacto, Dennis -dijo Agry-. Esto es la guerra. La Tormenta del Desierto. La Guerra Relámpago. Llámalo como coño quieras. Los negros se van al infierno, igual que todo el que se interponga en nuestro camino.
Terry no pudo sostener su mirada más de un segundo. Agry señaló con el mentón el grueso cadáver de DuBois y miró a Grauerholz.
-Oye, que tus chicos se encarguen de limpiar esta porquería.
-Eso está hecho, señor Agry -dijo Grauerholz.Grauerholz echó a andar por el pasillo a paso vivo. Agry lo llamó.
-Luego avisas a Ted Spriggs -dijo-. Y le explicas que los jodidos negros han matado a Larry DuBois…
El labio de Agry tembló con la cólera de quien se sabe poseedor de la verdad. Alzó un puño cerrado. -Y que esos desgraciados van a pagarlo!
-añadió.
7
A sus espaldas se cerró la gran puerta de doble hoja y remaches de hierro, y Juliette Devlin quedó abandonada en tierra de nadie, entre la disciplina y la libertad. Esta tierra de nadie la llevaría consigo, como hacía siempre, al caótico hormiguero de la prisión. Por el momento, empero, y por unos instantes, Devlin estaba sola.
Las luces del techo del túnel eran cruda fosforescencia, áspera para sus ojos. Tenía delante una puerta de acero macizo, tan grande que cuando se abriera podría dar paso a un camión de bomberos, tan recia que cuando estaba cerrada podía aguantar el impacto de un cohete-bomba. Al otro lado de la puerta, lo sabía, alguien la observaba por un circuito cerrado de televisión. El vigilante sería un hombre; sabía también que una vez dentro sería observada por muchos hombres más. En toda su vida, no había tenido otra experiencia que le diera una conciencia más aguda de su sexo, de ser distinta. Porque ella era mujer y aquél era un mundo absolutamente masculino. Más aún, un mundo repleto de individuos que soportaban e infligían -que habían soportado e infligido- sufrimientos hasta extremos inconmensurables. A un determinado nivel era eso lo que la había conducido allí. Se había propuesto llevar a cabo la tarea de cuantificar al menos una pequeña porción de aquel sufrimiento inconmensurable, y comprender por esa vía el corazón de los hombres.
Mientras Devlin aguardaba a que se abriese la puerta de acero experimentó una cierta sensación, a caballo entre la ansiedad y la excitación, que aún no había sabido analizar de manera satisfactoria; una sensación relacionada de algún modo con la transgresión, con el hacer algo que en principio no debería hacer y en un lugar donde no debería estar. La excitación provenía de lo prohibido; por consiguiente, provenía de la culpa y del temor. La Penitenciaría era un monumento a la culpa y al temor: provocaba esos sentimientos tal y como una catedral gótica provoca una determinada percepción de la divinidad. En cambio, para Devlin había más que eso. En algún rincón de su mente encontraba siempre el fantasma de su padre, Michael Devlin; además, dentro de la prisión estaba Ray Klein.
Su padre, ya jubilado en un pequeño rancho de los alrededores de Santa Fe, había sido alcaide de una cárcel federal en el estado de Nuevo México, de modo que Devlin había crecido a la sombra emocional de un lugar muy similar a éste. Su padre, militante del Partido Demócrata en tiempos de Johnson, fue un hombre vigoroso en sus protestas contra la pena de muerte y, en definitiva, un luchador que terminó agotado por el fracaso de la Gran Sociedad en detener su propio declive hacia la polarización y el caos. En la época en que se jubiló, las autoridades habían abandonado oficialmente el concepto de rehabilitación de los delincuentes, y en su misma institución penitenciaria se rozó una tasa de reincidencia del noventa y dos por ciento. Michael Devlin asumió el fracaso como personal. En calidad de padre, había sido oficialmente un liberal, aunque en realidad fuera un hombre egoísta y exigente: no hubo logro en la vida de sus hijos que una sola vez le pareciera merecedor de sus alabanzas. Ciertamente, si sentía orgullo por Juliette, se lo había ocultado con éxito. Para colmo, era un irlandés católico dotado de un colosal apetito por el whisky Jameson. No obstante, jamás se embriagó en exceso, y nunca les levantó la mano a sus hijos. Por eso, aunque fuera un cabrón, y a veces un hipócrita, eso importaba poco y ella de todos modos le quería.
Devlin se preguntaba en ocasiones si en el fondo no sería ése su empeño: un simple intento de reivindicar la figura de su padre. Rechazaba la idea. Bastante difícil era reivindicar su propia vida; además, su padre creía que ella estaba loca. En ese caso, tal vez fuera un intento de castigarle. Michael Devlin nunca había hablado con ella sobre su trabajo en la prisión; en sus imaginaciones, ésta había terminado por adquirir el misterio y la fascinación de un bosque lúgubre en un cuento de hadas. Solamente allí sería posible encontrar ciertas verdades y sólo a despecho de un riesgo tremendo. Su padre consideraba que debería dedicarse a investigar la tensión premenstrual, la depresión en las madres solteras u otras banalidades por el estilo. Lo mismo pensaban algunas de sus amistades más políticamente correctas. Nadie entendía en realidad por qué deseaba pasar su tiempo en compañía de asesinos y violadores. A determinados niveles, puede que su trabajo fuera un gran «anda y que te jodan» dedicado a todos ellos. ¿Quiénes creían ser para sentirse decepcionados por ella? Al margen de cuáles fueran las razones, allí estaba Devlin: de pie bajo la áspera fluorescencia de las luces, en espera de ingresar en el bosque lúgubre que era Green River.
Devlin -prefería que la llamasen «Devlin», no «Juliette»- había estudiado psicología y medicina en la universidad de Tulane. Su coeficiente intelectual era tan elevado que le permitió tomar todas las drogas que le dio la gana y relacionarse con una abigarrada colección de estibadores y malhechores de Crescent City sin haber suspendido un solo examen. también en Nueva Orleans le tomó el gusto al juego y descubrió que se le daba francamente bien. Un puesto de residente en psiquiatría la serenó por un tiempo, pero la opción más sensata a la hora de enfocar su profesión -una actividad cálida, difusa y lucrativa, como hubiera sido especializarse en algún tipo de psicoterapia- no le resultó apetecible. Le irritaba que, igual que en las películas, los tíos se llevasen los mejores papeles -a ellos les tocaba acabar a tiros con los malos, o conducir una furgoneta cargada de nitroglicerina y atravesar con ella un bloqueo policial en una carretera- mientras que las tías tenían que conformarse con rondar de lejos la acción, ser educadas y mostrar la debida simpatía. Cuando comprendió que la psiquiatría forense era la partida más dura a disputar, Devlin tomó asiento en la mesa de juego y se arremangó. El nivel intelectual de sus colegas, a su juicio, era generalmente flojo. La investigación que estaba desarrollando en Green River iba a ser algo único en la literatura científica; algunas figuras de prestigio en su especialidad ya le habían dicho que no andaba lejos de la brillantez. Devlin tenía la sensación de que su trabajo estaba a punto de dar fruto.
En el túnel resonó el mecanismo y crujieron los rodamientos de apertura; Devlin volvió al presente. Delante de ella, la puerta de acero macizo pivotó sobre los anclajes y se abrió del todo.
Se alegró de ver al otro lado al sargento Víctor Galíndez, que esperaba para acompañarla al interior. Igual que los funcionarios de cualquier otra institución penitenciaria, los guardias de Green River contemplaban a una persona ajena y privilegiada como Devlin con miedo y suspicacia, aunque Galíndez era más cortés que los demás. La saludó y la acompañó a recepción, donde ella depositó sus llaves y sus cuadernos de notas. Estampó su firma en el registro de visitas y en una declaración de responsabilidad propia. Galíndez registró su maletín y la acompañó por el segundo portón para salir con ella al patio.
Devlin vestía una camisa blanca de algodón abotonada hasta el cuello, Levis negros desgastados y botas camperas. Debajo de los vaqueros, como tenía por costumbre, llevaba un tanga diminuto; debajo de la camisa, un sostén de corte atlético, que sólo se ponía para ir a trabajar. El sostén impedía que se balancearan sus tetas y que se le notasen los pezones a través de la camisa. No temía provocar una agresión sexual, sino que prefería ahorrar a los presos que la mirasen el dolor que les causaría ver demasiada carne. Tal vez hubiesen preferido ver un trecho mayor de sus piernas y sus tetas aun cuando fuera doloroso, pero esto ella no lo sabía. Por miedo a pecar de vanidad se había abstenido de preguntar a Klein qué opinión tenía al respecto; ni siquiera sabía a ciencia cierta si el propio Klein hubiese preferido verla mejor. Fuera como fuese, Klein había impuesto entre los dos una distancia que ella no había sido capaz de salvar. Devlin no se consideraba especialmente atractiva. Suponía que no estaba mal del todo, pero que tampoco era nada del otro mundo. Era alta, casi un metro ochenta, y delgada, pero sospechaba que tenía las manos y los pies demasiado grandes, así como una cara demasiado masculina. El cabello, negro y espeso, lo llevaba muy corto por detrás y por los lados. Antes pensaba que le hubiese gustado tener las tetas más grandes y el culo más pequeño, pero ahora que se había convertido en una persona seria, debido a su cargo oficial, entendía que más le valía olvidarse de tales preocupaciones, cosa que en gran medida había conseguido sin mayor problema. Sin embargo, seguía llevando el tanga diminuto debajo de los vaqueros porque de ese modo se sentía mejor. De vez en cuando se preguntaba qué conclusión sacaría Ray Klein de su tanga si llegara a meterle mano algún día. Hasta la fecha no lo había hecho; ella estaba segura de que nunca lo intentaría, en el curso de su trabajo, aunque en el momento debido y en el lugar oportuno le hubiese complacido que lo hiciera.
A decir verdad, le había contado a su amiga Catrin que le gustaría chuparle la verga a Klein, y también que él la follase por detrás, a bordo de una barca de pesca y en el Golfo, en plena tormenta, mientras ella alargaba la mano por entre las piernas para acariciarle los huevos. La reacción que tuvo Catrin le llevó a preguntarse si su amiga realmente follaba todo lo bien y lo mucho que a veces le había dado a entender. Quizás ella no vivía con la misma confusión sexual que la mayor parte de sus semejantes. Catrin, que no por nada se había formado demasiadas opiniones tomándolas prestadas de segunda mano de las revistas al uso, le había dicho que se rebajaba con tales fantasías, y que lo que en realidad le hacía falta era un hombre que supiera conectar con su feminidad interior. O sea, que le hacía falta un tipo capaz de estar con ella en la cama, con una erección de caballo, y de sonreír comprensivamente e irse a hacer yoga o algo por el estilo cuando le dijera que aquella noche no le apetecía follar con él. Devlin detestaba tales gilipolleces. Se consideraba una mujer con todas las consecuencias, no había en ella nada de masculino. Si a veces era ambiciosa, si a veces tomaba las decisiones, era ella quien lo hacía, no el hombre que supuestamente pudiera tener en su interior. Y si en otras ocasiones era vulnerable y necesitaba lo que pudieran darle los demás, también era ella misma. Siempre era ella, y no entendía por qué aquello debía ser distinto para un tipo. Lo que ella quería era alguien que actuase como un hombre, que se expresara como un hombre, y que cuando fuera compasivo y vulnerable lo fuera a su manera, como un hombre, como siempre han hecho los hombres. Y quería que ese tío tuviera la sensibilidad y los deseos de un hombre, como era el que le apeteciese follársela a bordo de una barca mientras ella le acariciaba las pelotas. A ella por lo menos le parecía una buena idea. En fin, quizá fueran demasiados los tíos que leían las mismas revistas ilustradas que leía Catrin. Era doloroso pensarlo, pero casi todos los hombres decentes de su misma edad que había conocido preferían masturbarse a afrontar el tedio de negociar sus relaciones sexuales con las mujeres. Tal vez fuera que ella se movía en los círculos en que no debería moverse. En cambio, uno de los círculos que sabía no era inadecuado, aun cuando fuese uno de los círculos del infierno, era la enfermería de Green River, donde había conocido a Klein.
En ciertos aspectos, conocía a Klein muy a fondo por haberle visto trabajar. En otros no lo conocía en absoluto. No sabía prácticamente nada de su pasado, con la excepción de que procedía de Nueva Jersey y de que había hecho su especialidad médica en la ciudad de Nueva York. Antes de verse en prisión había sido cirujano ortopédico en un hospital público de Galveston. No dejaba de ser muy raro conocer a una persona lisa y llanamente tal como la habías encontrado, sin reinventarla a través del mosaico de los hechos que constituían su vida pasada. En cierto modo, casi daba miedo. Devlin no sabía qué delito había cometido Klein para terminar internado en Green River. Una vez se lo había preguntado a Coley; Coley la contempló con mirada torva y le indicó que ésa no era una pregunta que los internos se hicieran unos a otros. Cabía la posibilidad de que uno lo dijera espontáneamente, pero nadie lo preguntaba. Ella estaba bastante segura de que Klein se lo habría dicho si se lo hubiera preguntado, pero tampoco quería que la considerasen una impertinente incapaz de respetar las reglas de ese mundo tenebroso, de modo que nunca se lo preguntó. Por otra parte, podría haberlo averiguado a través de Hobbes o de cualquiera de los guardias, pero eso habría sido como traicionar la confianza que Klein tenía en ella.
Galíndez la condujo por la puerta de la recepción, que daba al patio. Al otro lado de éste, más allá de las vallas de alambre, estaba la puerta del edificio principal de la prisión: seis enormes galerías que irradiaban de una torre central abovedada. Los brazos extendidos de las galerías siempre resultaban apaciblemente gélidos. Devlin imaginó por un instante que aquellos tentáculos se extendieran a través de toda la superficie del planeta, hasta reunirse al otro lado de la Tierra, en un plexo y una cúpula idénticos. Así, todos los presos de la Tierra podrían haber recorrido incesantemente los pasillos sin llegar a saber nunca dónde se encontraban. Quizá, supuso, eso mismo era lo que hacía cualquiera de ellos, la propia Devlin incluida. Galíndez y ella doblaron a la izquierda y caminaron por el sendero de cemento que discurría pegado al muro exterior.
Cada tramo del muro hexagonal tenía cuatrocientos metros de longitud y estaba rematado con múltiples hileras de alambre de púas. Devlin percibió la mirada de los tiradores que vigilaban desde las torretas. Los dos tramos del muro que coincidían en la puerta principal eran de sillares de piedra; a ellos no estaba adosado ningún otro edificio. Al amparo de los otros cuatro tramos del muro se apiñaban los talleres, la sala de visitas y el bloque de aislamiento destinado a los períodos de castigo o a los presos de categoría especial, considerados como presos de máxima seguridad. El más cercano a la entrada principal, según doblaron hacia el oeste, era la enfermería. A estas horas, el campo de ejercicios estaba desierto. De la carpintería llegaba el ruido de una sierra mecánica. A la sombra del muro exterior se estaba aún al fresco, aunque Devlin vio que el sol iba ya convirtiendo los tejados de la prisión en placas doradas y bruñidas, unidas unas con otras por los tirantes de hierro negro. Bajo los cristales no se iba a estar tan al fresco, desde luego. Se fijó en que Galíndez la miraba e hizo un gesto señalando la techumbre.
-¿Por qué construyeron un edificio así, con tanto vidrio? -dijo.
Galíndez tenía las mejillas macilentas, aparte de muy marcadas por una viruela infantil. Gastaba un bigote espeso. En reposo, tenía un rostro más bien apacible, aunque sombrío, triste casi. Le sonrió.
El alcaide dice que es para que Dios pueda ver bien a los presos desde el cielo. Pero yo no creo que Dios se tome esa molestia.
Quedó en silencio y se le ensombreció de nuevo el rostro. Devlin sintió cierto alivio al alcanzar la puerta de la enfermería. Allí se detuvieron y se volvió para darle las gracias a Galíndez.
-La verdad, mal sitio éste para que trabaje una mujer -dijo él.
Devlin no contestó. Si tuviera que discutir aquellas cuestiones cada vez que salían a relucir, tendría que dedicarse a ello a todas horas. Galíndez debió de darse cuenta, pues añadió otra observación:
-Y supongo que también un hombre, vaya.
-Entonces, ¿por qué está usted aquí?
Galíndez sonrió; ella, de golpe, se sintió ingenua.
-El salario es bueno, muy bueno, para un inmigrante latino.
-¿De dónde es usted?
-El Salvador.
-¿Tiene aún familia allí?
-Sólo en el cementerio -dijo Galíndez-. Allí también estuve en la cárcel, sólo que al otro lado de las alambradas.
Devlin se ruborizó, con el desconcierto característico del liberal de raza blanca. Se enojó consigo misma. Galíndez había pasado por lo que había pasado. Y si era capaz de afrontar sus preguntas, ella también podría afrontar sus respuestas.
-¿Por qué razón?
El se encogió de hombros.
-Por ir a rezar a la iglesia que no debía, por leer los periódicos que no debía, por tener los amigos que no debía. En fin, por las razones de costumbre.
Devlin quiso apartar la mirada, pero no lo hizo.
-Al principio fue muy duro vivir en este país -prosiguió el guardián-. Claro está que me hubiese gustado dar clases de nuevo, pero eso no ha sido posible. Por lo menos, desde que trabajo aquí mi mujer no tiene que fregar suelos.
Devlin asintió. No se le ocurrió nada que no fuese a parecer falso e irrelevante. Galíndez se llevó los dedos a la visera de la gorra.
-Cuando quiera que la escolte de regreso a la entrada principal, llame a recepción y pregunte por mí.
-Gracias.
Devlin lo vio alejarse por espacio de unos instantes; luego dio media vuelta y entró en la enfermería. A pesar de los años que había pasado en diversos hospitales, el olor, como siempre, le produjo una náusea momentánea: aquello hedía a desinfectante, aunque por debajo aún se notara una fuerte corriente de efluvios humanos envenenados, y de muerte. Cuando hubo pasado por delante de Sung, camino del despacho de la enfermería, el olor se había diluido muy al fondo de su conciencia. Dejó el maletín sobre la mesa, llena de objetos diversos. Sapo Coley no estaba por allí, pero esto no lo tuvo que lamentar. Albergaba sentimientos encontrados respecto a Coley; por lo que sabía, a Coley le pasaba lo mismo con ella. Su forma de hablar era sencillamente cruel, pero también tenía una gravedad, un poderío moral enraizados en el dolor que había asumido sin más contemplaciones, por ser la porción que le correspondía. Ella nunca tendría un poderío comparable. En comparación con la de Coley, su porción la había comprado casi de rebajas, y tenía una idea bastante acertada sobre el motivo de que una persona como ella despertase el resentimiento de alguien como Coley. Tal vez él también se sintiera amenazado o excluido por la formación y el saber profesional que ella compartía con Klein, pero no más de lo que se sentía ella por la proximidad que tenía Coley con Klein. Los dos compartían un extraño acuerdo, en virtud del cual eran mentores el uno del otro. Fuera como fuese, pensó que Coley nunca le había reconocido sus méritos; no obstante, quizás hoy fuera el día en que se los reconociera. En el bolso llevaba los primeros frutos del trabajo que habían hecho juntos en la enfermería: el American journal of Psychiatry había publicado un estudio basado en la investigación de ambos.
La investigación realizada por Devlin arrancaba de un interrogante que le había obsesionado desde hacía algunos años: la tragedia de la muerte, y de la vida por tanto, ¿es un derecho absoluto que tienen todos los hombres y mujeres? ¿O es la tragedia una mercadería que se reparte con arreglo a un conjunto de criterios sociales todavía pendiente de examen? Estaba claro que, desde un punto de vista ajeno a toda religión, esto último se ajustaba más a la realidad. Si ella falleciera mañana mismo, en un accidente de circulación por ejemplo, la tragedia sería obvia: una joven y brillante psiquiatra que vería truncada su prometedora carrera en la flor de la edad… etcétera, etcétera. En cambio, si el mismo Coley se partiera la nuca al caerse por la escalera de la enfermería, el mundo entero le prestaría poquísima atención, y menos aún importaría a nadie su fallecimiento. A Devlin le daba la impresión de que estos valores estaban inscritos en todas partes: en la ley, en la medicina, en las matanzas de la guerra, en la indiferencia de los gobiernos, e incluso en las pegatinas con las que se nos exhorta a la salvación de las ballenas. ¿Y por qué no hemos de salvar a las hienas o a los calamares?
Esta arbitraria atribución de valor la tenía amargada, ya que al final equivalía a verse atrapada con todos los demás en una escalera que no tenía fin y en la que, por mucho que subiera, siempre podría continuar haciéndolo… al menos hasta que la vejez y la decrepitud, las canas y los pechos caídos, comenzaran a tronzar los peldaños medio podridos en que apoyaba los pies.
Era reconfortante -mejor dicho, era tonificante- la absoluta indiferencia del universo que contenía este mundo tan insignificante como una cagada de mosca. Ella tenía grabadas en la memoria estas frases de Kant, tornadas de la Crítica de la razón pura:
El engaño, la envidia y la violencia siempre serán legión a su alrededor, aunque él sea honesto, pacífico y amable; y todos los demás hombres justos que encuentre por el mundo, al margen de lo mucho que puedan merecer la felicidad, estarán sujetos por su propia naturaleza, que no toma en consideración tales desiertos, a todos los males que entraña la carencia, la enfermedad y la muerte a destiempo, igual que todos los animales que pueblan la Tierra. Y así habrá de ser hasta que una inmensa tumba los engulla a todos -justos y pecadores, que no hay distinciones en la tumba-y los arroje de vuelta al abismo del caos sin propósito ni sentido del que fueron extraídos precisamente ellos, que son capaces de tenerse por el fin último de la creación.
Devlin pensó: nosotros, que somos capaces de tenernos por el fin último de la creación.
Y así volvió al objetivo de su investigación: el individuo encerrado en la celda de la personalidad. ¿Estaría inscrito en cada uno de nosotros el mismo sistema de valores, de modo que cada uno se juzgase a sí mismo con arreglo a las mismas reglas despiadadas, implacables y arbitrarias? Devlin había intentado esbozar una respuesta.
Se le había ocurrido calibrar la función psicológica en dos poblaciones diferentes de internos hospitalizados por haber sido diagnosticado en todos ellos el sida. El primer grupo de estudio era el del Centro Médico Universitario de Houston. El segundo era el de la enfermería de la Penitenciaría Estatal de Green River. Devlin había elegido dos cuestionarios estándar, diseñados para evaluar el estado de salud mental del paciente con especial énfasis en sus índices de depresión. Había diseñado un tercer cuestionario de uso propio, al que dio el nombre provisional de «Inventario de traumas existenciales».
Propuso los tres cuestionarios a los dos grupos de pacientes; en ambos centros hospitalarios se utilizó también a pacientes no afectados por enfermedades terminales para hacer las veces de grupo de control. Los dos grupos aquejados de sida estaban condenados a morir, pero ¿cuál de ellos aguantaba mejor la situación? ¿Cómo? ¿Por qué?
Los pacientes afectados por el sida e internos en Houston recibían un altísimo grado de atenciones médicas, amén del apoyo psicológico habitual, pero se veían en la tesitura de perder una vida que en términos convencionales sólo podía ser calificada de «buena»: eran libres, tenían dinero, estaban llenos de esperanzas, de promesas. Por el contrario, el tratamiento recibido por los presos era sencillamente ínfimo, por no decir inexistente; en cambio, daba la impresión de que tenían mucho menos que perder. El mundo exterior había adjudicado un mínimo valor a sus vidas, y sólo parecía interesado en que murieran sin hacer ruido, con el mínimo coste posible. La cuestión clave era ésta: ¿era también ésa la valoración que hacían los propios hombres de su situación terminal? Perder una «buena» vida ¿era en efecto más traumático, desde el punto de vista del moribundo, que perder una vida miserable en la que no cabía esperar nada? ¿Qué vida era más preciada para su dueño? ¿Qué muerte era más trágica? ¿Era más fácil morir en Green River para aquellos parias de la Tierra, o morir siendo un hombre libre en una unidad de cuidados intensivos, en Houston? Devlin aspiraba a llevar la ciencia hasta aquella zona limítrofe en la que se cruzaba con la filosofía. ¿Era posible formular tales preguntas, darles respuesta de forma científicamente válida?
-Hay una cosa incuestionable -dijo Klein una vez, en el transcurso de una de sus discusiones sobre el tema.
-¿De qué se trata? -preguntó ella.
Klein se acercó a la puerta del despacho y miró por un momento el pasillo que llevaba al pabellón.
Esos tipos no tienen ni quien les cosa una miserable mortaja.
-¿Y nosotros, Klein? -dijo Devlin.
Klein contestó con un gruñido.
-Yo me limito a cumplir condena de la forma más llevadera que puedo.
Ella no le creyó. Creía que a él le importaba el trabajo tanto como a ella, puede que más, mucho más. Klein en cambio insistió en mantener su apariencia de cínico; cuanto más se empeñaba ella por profundizar en la cuestión, más insistía él en que aquello era lo único que le importaba. Los pensamientos de Devlin quedaron en suspenso al abrirse la puerta. Coley asomó la cabeza por la rendija y la miró con sus ojos ominosos y amarillentos.
-Hola, Coley -le saludó Devlin.
Coley correspondió con un lento movimiento de cabeza.
-Vaya, doctora Devlin. Hoy no la esperábamos por aquí.
-Ya lo sé. Quería daros una sorpresa.
-Joder -dijo Coley-, pues lo ha conseguido.
Devlin nunca tenía muy claro si debía sentirse irritada o divertida por la actitud a lo Tío Tom que Coley adoptaba exclusivamente con ella, su trato respetuoso, su doctora por aquí, doctora por allá, por más que él supiera muy bien que ella hubiese preferido que la llamase sólo por su nombre. Tuvo ganas de sonreír.
-Anda y que te zurzan, Coley -dijo en cambio.
-Desde luego, doctora.
-¿Cómo están los pacientes?
-Situación estable -repuso él-. O sea que la mitad se está muriendo y la otra mitad todavía no.
-¿Y Klein? ¿Dónde anda?
-Ha ido a ver al alcaide -dijo Coley-. No sé cuándo volverá.
-¿Y por qué ha ido a ver a Hobbes?
-Para saber si la comisión ha dado el visto bueno a su petición de libertad condicional.
-¿Hoy tenía la vista de una solicitud de libertad condicional?
Devlin procuró parecer tranquila, pero por dentro, y con gran sorpresa por su parte, le dolió que Klein no la hubiese informado. Más que dolida se sintió furiosa. Era absurdo. Coley la miró con sus ojos amarillentos y velados, que siempre le daban la sensación de ser la intrusa que de hecho era. Y asintió con un gesto.
-Sí, la presentó la semana pasada. -Hizo una pausa, estudiando a Devlin-. Ya veo, piensa usted que tenía derecho a saberlo, ¿no?
Devlin se encogió de hombros y se dio la vuelta.
-Hombre, me hubiese gustado echarle una mano, pero en realidad no es asunto mío.
Coley meneó la cabeza.
-A mí tampoco me dijo nada hasta que tuvo la entrevista con la comisión; e hizo bien en habérselo callado, porque si lo llego a saber, le hubiese puesto la zancadilla.
Devlin volvió a mirarlo fijamente.
-¿Que tú habrías impedido que le dieran la libertad condicional?
-Le garantizo que lo hubiese intentado, doctora.
-No te creo.
-Coley le sostuvo la mirada.
¿De veras piensa que me apetece llevar esta mierda de enfermería yo solo? ¿Le parece que podría? ¿Querrá usted venir a ayudarme cuando él se haya marchado?
-No puedo creer que estés dispuesto a hacerle eso.
-Mire, doctora Devlin: usted sigue sin entender cómo son aquí las cosas. Mucho cuestionario y mucha chorrada, ya, pero sigue sin enterarse de nada. A usted le parece que todo esto es real, más real que ninguna otra cosa, pura y dura realidad. Se equivoca, doctora. Esto es un juego. Aquí no hay realidad que valga, ¿sabe? Si aquí dentro decide vivir en la realidad, se muere. Si entra en el juego, puede que tenga alguna posibilidad. Y su hombre ha entrado, y no vea qué bien sabe jugarlo. Como intente jugar contra él, fijo que le cuesta caro. Usted suele decir que le gusta el juego, doctora. Debería entenderlo.
-Pues no lo entiendo -dijo Devlin.
-Me he fijado de qué forma le mira, doctora -dijo Coley.
Devlin se retorció por dentro, a disgusto consigo misma. De pronto fue como si tuviera el cráneo transparente, como si Coley pudiera ver todas sus imágenes secretas. No le quedó más remedio que sostener la mirada de él.
-Aquí dentro, el único deber que tiene un hombre es consigo mismo -dijo Coley-. Más le valdría no andar buscando algo que un hombre no le podrá dar.
Devlin asintió. Se sentía estúpida, incapaz de expresarse. Coley tenía razón. Tragó saliva.
-¿Le concederán la libertad condicional?
Coley parpadeó muy despacio antes de asentir.
-Pasajeros al tren, que está a punto de salir. Ya se lo he dicho, doctora. Es un jugador.
-¿Y eso es todo? -le dijo ella-. O sea, ¿qué pasará después? ¿Qué será de todo esto?
Coley la miró con cara de perplejidad.
-¿De todo el qué, doctora?
-Del trabajo que ha hecho por los demás, el trabajo que ha hecho contigo.
-¿Acaso cree que Klein estaría más a gusto con un taladro en la mano, haciendo hebillas para cinturones? Esto no es más que otra variante del juego.
-No lo creo -dijo ella, notando que le temblaba la voz.
Coley se encogió de hombros.
-Cada cual cree en lo que tiene que creer, en eso todos somos iguales. -Se dirigió hacia la puerta-. Si quiere esperarle aquí, no tardará mucho en volver.
-Eh, Coley…
Coley introdujo de nuevo la cabeza por la rendija de la puerta. Ella le dijo:
-Después tengo que enseñarte una cosa. Es importante.
El enarcó una ceja.
-Pues cuando me necesite, me llama. No voy a ir a ninguna parte. -hizo una pausa-. De todas formas, le diré una cosa, por si acaso aún no la sabe.
-¿De qué se trata?
-En pelotas, ese chico que tanto le gusta no está nada mal.
Devlin no supo si se estaba sonrojando o si no.
-¿Cómo?
-Quiero decir sin camisa -añadió Coley-. Y tiene un buen trasto entre las piernas, al menos para ser un blanquito. Claro que a este viejo Sapo no le deja ni acercarse. En fin, a lo mejor usted le puede ofrecer algo extra, algo que yo desde luego no tengo…
Esta vez sí se dio cuenta de que le ardían las mejillas. Coley resopló y soltó una obscena risotada.
-Que te jodan, Coley -dijo Devlin.
Coley sonrió.
-A mí no me haga ni caso, doctora Devlin. En contra de su voluntad, Devlin descubrió que le devolvía la sonrisa.
-Que tenga buena suerte en el juego de esta noche -dijo Coley.
Devlin había apostado a que los Lakers de LosAngeles ganarían esa noche a los Knicks de Nueva York al menos por seis puntos de ventaja. Al parecer, su afición a las apuestas era lo único que respetaba Coley en ella.
-De acuerdo -contestó-, gracias.
Coley desapareció y la puerta se cerró a sus espaldas. Devlin tomó asiento en el borde de la mesa. Lo que le había dicho Coley le había llegado hasta lo más hondo: Ray Klein quizá sería puesto muy pronto en libertad. Sintió un retortijón. Bajo la montaña de intelecto y de abstracciones que tenía metida a presión en la cabeza, sabía que sus tripas no le mentían. La posibilidad de qué Klein saliera en libertad la afectaba, y a ello se sumaba todo lo que había dicho Coley sobre la realidad y el juego.
Klein libre era una realidad diferente. Desearle -y el dolor que sentía dentro de sí le hizo saber que le deseaba- era un juego diferente, un juego en el que Devlin no se sentía nada experta. Abrió el maletín y sacó un paquete de Winston bajo en nicotina. Encendió un pitillo, inspiró a fondo y se sintió algo mejor al notar que su nivel de nicotina en sangre ascendía un poco. No tenía sentido engañarse a sí misma. No quería que Klein se esfumara de su vida; la cuestión, por tanto, era cómo mantenerlo allí. Se le ocurrieron un par de ideas al respecto, pero se planteó otra cuestión: ¿por qué coño iba a tener Klein interés por una persona como ella? Devlin dio otra larga calada a su Winston. Para esa pregunta aún no tenía respuesta, pero decidió que intentaría encontrarla.
8
Ray Klein tomó asiento en un banco de madera, en la planta baja del edificio de administración, y se preguntó si las grandes manchas de sudor que tenía en la camisa fastidiarían al alcaide. Había atravesado a la carrera los cuatrocientos metros que le separaban de la enfermería, decidido a ser puntual; ahora, cómo no, llevaba veinte minutos esperando, con el sudor del esfuerzo empapándole la camisa. Tal vez Hobbes supusiera que sudaba por la tensión nerviosa, y eso no sería positivo. Si había interpretado bien la conducta de Hobbes, al alcaide no le gustaban los tipos serviles. Bueno, pues al cuerno. Era algo que a Klein se le escapaba de las manos. Recordó sin querer la letra de una vieja canción:
When I was just a little boy,
I asked my mother; «What will I be?
Will I be handsome? Will I be rich?»
Here's what she said to me…
Klein se percató de que estaba riéndose para sus adentros. La voz que le resonaba en la cabeza era la de Doris Day. Fantástico. Estaba sentado en el agujero del culo del mundo, y oía en su interior un disco de Doris Day que tenía como cuarenta años de antigüedad, un disco almacenado a saber en qué rincón de su memoria. ¿Seré muy rico, seré feliz? Oyó que Doris Day respiraba hondo antes de entonar el estribillo a voz en cuello: «¿Qué será, será? ¡Lo que haya de ser, será!» En su momento fue un mensaje casi subversivo, quizá neoestoico, o incluso neomarxista. Se preguntó cuántos tipos se la habrían pelado en su día pensando en Doris Day. Posiblemente millones. Klein sopesó la posibilidad de intentarlo él algún día. Su vida sexual, de fantasías al fin y al cabo, necesitaba un nuevo planteamiento. Doris Day. Klein se sobresaltó levemente al comprobar que empezaba a tener una erección.
-¿Qué carajo te hace tanta gracia, Klein?
Con un respingo, Klein se puso serio y levantó la mirada. El capitán Cletus, más lúgubre que nunca, estaba en el umbral de la sala de espera. Al cabo de tanto tiempo en la trena, la autoestima de Klein ya no dependía de su osadía para tomarle el pelo a Cletus. Como casi la totalidad de los reclusos temían y odiaban a Cletus, éste era un personaje comprensible aunque excesivamente paranoico. Benson, un tío de la galería A, se pasó una semana en la celda de castigo por decir en voz alta, sin venir a cuento: «Es más ancho que la raja del culo de Cletus.» A Klein no se le ocurrió mejor manera de apaciguar al capitán y salir del aprieto que explicarle la verdadera causa de su embeleso. Se puso en pie en señal de respeto.
-Estaba pensando en Doris Day, señor capitán -dijo.
Cletus se aproximó y contempló a Klein desde menos de un palmo de distancia durante un buen rato.
-¿Doris Day? -dijo finalmente.
-Sí, señor -repuso Klein.
Cletus siguió mirándole fijamente.
-Estaba pensando en «Lo que haya de ser, será», señor -añadió Klein-. Ya sabe, en la canción aquella, Qué será, será.
-Qué será, será -repitió Cletus.
-Sí, señor. Lo que haya de ser, será, ya sabe usted.
-No seas hijo de puta y no te pases de listo, Klein.
-Confío en que no, señor -dijo Klein. Por vez primera en tres años, Klein vio que una sonrisa afloraba al rostro de Cletus.
-¿Estás esperando a que te reciba el alcaide?
-Sí, señor.
Cletus aún lo miró de arriba abajo durante un tiempo.
-Pues acompáñame -dijo.
Sudando más copiosamente que antes, Klein siguió a Cletus camino de la escalera de la torre. Al ver el inmenso trasero del capitán subir los escalones por delante de él, Klein se maldijo por haber perdido el control de sí mismo y maldijo a Doris Day por haber infiltrado de aquel modo la voz en su inconsciente.
Al terminar el cuarto tramo de escalera, Cletus se detuvo en uno de los extremos del corto pasillo revestido de madera. Al otro extremo se hallaba la puerta del despacho de Hobbes. Cletus se volvió hacia Klein.
-Canta -dijo.
Klein miró primero a Cletus y después a la puerta del despacho de Hobbes, para volver a mirar al capitán. Tragó saliva con cierta dificultad.
-¿Cómo dice, señor?
-Que cantes -dijo Cletus-. Qué será, será.
-Es que no me acuerdo de la letra -dijo Klein.
-Mira, no tengo ni idea de qué ha decidido hacer la comisión con tu jeta de mierda -dijo Cletus-, pero hasta que salgas por la puerta sigues siendo mío. Te puedo imponer un castigo, por ejemplo ahora mismo, y la comisión tendrá que reconsiderar su decisión.
Será cabrón, pensó Klein. No miró a Cletus, por miedo de que se le notara en los ojos lo que estaba pensando. Tosió.
-Oiga -dijo Klein-, si le he dado la impresión de ser un hijo de puta y de pasarme de listo, le aseguro que no era ésa mi intención y le pido disculpas, capitán, sin reservas de ninguna clase y con toda sinceridad y respeto.
-Canta -dijo Cletus.
Esta vez Klein sí le miró sin reservas. Cletus volvió a sonreír. Klein se preguntó si Cletus habría sonreído también de esa forma cuando se trajinó a Wilson en el agujero. Respiró hondo.
-En voz bien alta -dijo Cletus-. Te quiero oír cantar cuando llegue al pie de la escalera.
Klein soltó el aliento.
-Señor, debo reconocer que jamás se me hubiera ocurrido que tenía usted esa imaginación. Cletus pegó los labios al oído de Klein. -Cuando era chico, me la jalaba viendo las películas de Doris Day.
Klein lo miró.
-Tiene razón, señor. Soy un hijo de puta y a veces me paso de listo.
Cletus asintió.
-Me da lo mismo, porque aún tengo ganas de oír esa canción.
Pues que te jodan, pensó Klein, y se puso a cantar a pleno pulmón.
-«Cuando era niño, le pregunté: Oye, mamita, ¿yo qué seré?»
Mientras desaparecía Cletus por la escalera, riendo, Klein prosiguió:
-«¿Seré muy rico, seré feliz? Y ella me contestó…»
En aquel angosto pasillo su voz resonaba con potencia. Y no del todo bien. Klein inspiró a fondo y puso en el estribillo todo su ímpetu:
-«Qué será, será, lo que haya de ser, será…»
Cuando tomaba aliento para seguir cantando, se abrió de golpe la puerta del despacho de Hobbes. Klein cerró el pico: Hobbes lo estaba mirando fijamente desde el umbral, con su imponente cráneo pelado y sus ojos febriles bajo las pobladas cejas. Si Klein se había sentido alguna vez tan gilipollas como en ese instante, no pudo recordar en qué momento fue. La única opción a su alcance fue guardar un dolido silencio.
-¿Klein?
Klein tenía los pulmones totalmente llenos de aire, pero le pareció improcedente soltarlo todo de golpe. Le salió una voz áspera, un rudo susurro.
-Sí, señor -dijo, y contuvo el resto del aire.
Hobbes lo contempló con expresión de ligero asombro, como si la extravagancia de Klein solamente hubiese rozado su conciencia, como si representara una breve distracción de asuntos de mayor trascendencia. En el escaso trato que había tenido con él, a Klein el alcaide siempre le había parecido un enigma. Algo había en su porte, en la distancia que guardaba, en su forma de hablar, que le daba un aire de no ser de este mundo, como si hubiera caído catapultado en el presente tras ser lanzado desde un remoto pasado. Lo mismo ocurría con la prisión en sí: construida para el siglo xix, se había embarrancado en los últimos años del siglo xx. Pecando quizá de modestia, quizá de estupidez, Klein rara vez se encontraba en presencia de una inteligencia que se le antojase más grande, más profunda, más impenetrable que la suya. Hobbes sí evocaba esa sensación en él, la sensación de algo insondable. Y si en aquel momento Hobbes no pudo o no quiso sondear a Klein, tampoco pareció que le importase demasiado.
-Adelante, pase usted -le dijo Hobbes, y desapareció de su vista.
Klein soltó el aire que amenazaba con reventarle los vasos sanguíneos de la cara. Hizo acopio de toda su dignidad y recorrió el pasillo hasta entrar en el despacho.
El despacho abarcaba la planta entera de la torre sobre un eje norte-sur, y estaba amueblado con ascética sencillez: un estante de libros, una vieja mesa de roble cubierta por una lámina de cristal, tres sillas; un ventilador con aspas de madera que rotaba en el techo, encima de la mesa; en la pared, un certificado de licenciatura expedido por la Universidad de Cornell. Exactamente enfrente de la puerta, sobre un basamento de madera, se hallaba un busto en bronce de Jeremy Bentham. Era Juliette Devlin quien había comentado a Klein que el busto era de Bentham; de no ser así, lo habría tenido por un general del ejército confederado o algo similar, sólo que Hobbes, como el propio Klein, no era sudista, sino yanqui. Klein cerró la puerta al entrar y se quedó de pie, en señal de respeto, contemplando las cuencas de los ojos de Bentham. En ese instante, imaginó que sus ojos debían de tener un aspecto parecido al de los ojos inertes de la estatua.
La voz de Hobbes tronó desde el otro lado del despacho.
-El último cerebro de considerable talla intelectual que se consagró a estudiar el problema del encarcelamiento.
Klein notó un vértigo fugaz en la boca del estómago. ¿De qué estaba hablando Hobbes? De Doris Day seguro que no, era evidente. Klein lo miró para preguntarle:
-Perdón, señor. ¿Cómo dice?
Hobbes señaló con un gesto el busto de bronce.
-Bentham.
-Sí, señor. -Las entendederas de Klein volvieron de nuevo a su debido sitio. Hizo un apresurado cálculo mental antes a añadir-: La teoría panóptica, señor.
A Hobbes se le alzaron un centímetro la cejas.
-Me sorprende usted. Venga, tome asiento.
Indicaba una silla situada frente a su mesa de trabajo, a la que Klein se acercó sin rechistar. Bajo el cristal que cubría la superficie de la mesa había un antiguo diseño, un plano de la prisión y sus muros. La ventana que miraba al sur, a espaldas de Hobbes, dejaba el rostro de éste en la sombra. El efecto era sin duda deliberado. Al sentarse, Klein vio sobre la mesa un portafolios de cartulina verde en el que constaban su nombre y su número de presidiario.
-Y bien, ¿qué representa para usted el concepto de la teoría panóptica? -inquirió Hobbes.
Klein levantó su mirada del portafolios que contenía su destino. Se sintió como si de nuevo tuviera diecinueve años y tuviera que recordar el recorrido del nervio frénico ante su profesor de anatomía.
-A Bentham le interesaba la idea de que si se observa a alguien en todo momento, o si al menos se le induce a creer que está siendo observado en todo momento, su personalidad cambiará radicalmente para mejor. Ello le obliga, en su opinión, a reexaminar su alma. O algo así, vaya.
-Algo así -repitió Hobbes-. ¿Y qué piensa usted de esta teoría?
-Supongo que depende mucho de quién sea el observado y quién realice la observación -contestó Klein.
Hobbes asintió.
-Cuánta verdad -dijo. Parecía genuinamente complacido-. No todos los hombres pueden sacar provecho del escrutinio a que los somete la máquina panóptica. No toleran la luz que arroja sobre ellos, y menos aún toleran la luz del conocimiento de sí mismos.
-Forzar a las personas para que lleguen a conocerse a sí mismas puede ser un peligroso propósito -comentó Klein.
-¿Cómo es eso? -preguntó Hobbes.
Klein no tenía el menor interés en provocar a Hobbes, pero tampoco estaba dispuesto a lamerle el culo, aunque sólo fuera porque Hobbes no era de los que apreciarían esta actitud. De todos modos… ¡qué carajo! Si Hobbes podía tolerar a Doris Day, no iba a dejarse desarbolar por un poco de Platón.
-¿Recuerda usted la caverna subterránea de La república de Platón, aquel sueño de Sócrates que…?
Hobbes se apoyó con ambos codos sobre la mesa.
-El libro séptimo -dijo. Tenía la frente lisa y tensa de pura excitación; parecía contener la respiración a propósito-. Adelante, le escucho.
Klein tragó saliva.
-En la caverna, los hombres están encadenados a la pared, lejos de la luz del sol, que nunca llegan a ver. Se encuentran inmovilizados de tal manera que sólo ven sus propias sombras sobre la pared, proyectadas por las llamas de una hoguera. Cuando se les interroga, esos hombres encadenados defienden violentamente su tenebrosa ignorancia como si fuera una verdad indiscutible. Y Sócrates se pregunta: ¿qué sucedería si pudieran capturar al hombre que intentase liberarlos y guiarlos a la luz? ¿No terminarían por matarlo?
Hobbes exhaló el aliento que había contenido casi en un suspiro.
-¿Lo mataría usted? -inquirió.
Klein miró a Hobbes durante un buen rato.
-No lo sé -respondió por fin-. Quien mira el sol durante demasiado tiempo acaba por cegarse.
-Cierto, pero nadie tuvo una visión más nítida y penetrante que Tiresias, el ciego visionario. Hay verdades que sólo pueden conocerse a oscuras.
-Sí, señor. Tal vez sea ése el problema de su máquina panóptica.
Hobbes enarcó una ceja.
-¿Mi máquina?
Klein no contestó.
-Es usted un hombre valiente, Klein.
-Lo único que deseo es salir de aquí para ponerme a mirar de nuevo las sombras que bailan en la pared.
-Un hombre de su talla tiene que haber aprendido algo de sí mismo aquí dentro.
-¿Un hombre como yo? -Klein se encogió de hombros-. Tal vez por eso parezcan tan tentadoras esas sombras de ahí fuera. Es posible convencerse de que son algo distinto de lo que son en realidad.
Hobbes no iba a dejarle salirse con la suya de manera tan fácil.
-¿Y qué creería usted ser, que no es? -preguntó.
Joder, pensó Klein.
-No quisiera engañarle, señor. Yo no soy más que otro convicto como tantos, a la espera de que se abran las puertas de la prisión.
-No ha contestado a mi pregunta.
-Ni siquiera los más valientes de nosotros -dijo Klein- tienen a menudo el valor de afrontar lo que de veras saben.
A Hobbes casi se le salieron los ojos de las cuencas. Por un instante, Klein pensó que estaba a punto de levantarse, dar la vuelta a la mesa y abrazarlo.
-Virescit vulnere virtus -dijo Hobbes.
-Perdone, señor, pero mi latín no da para tanto -repuso Klein.
-Creo que se puede traducir por «la fuerza se restablece gracias a la herida». Si lo prefiere, «el dolor templa el espíritu».
Klein pensó en sus propias heridas, las heridas del amor, la falsa acusación de violación que había dado con sus huesos en aquel despacho. ¿Estaba de hecho más fortalecido, o sólo más curtido, más encallecido, y era por tanto meramente más cínico que antes?
-Sí, es posible, pero sólo cuando uno ya es suficientemente fuerte -dijo.
-Supongo que así es, en efecto -asintió Hobbes con gesto de gravedad-. Sin embargo, si el espíritu ha de crecer, es preciso afrontar el riesgo.
-Puede ser -dijo Klein-. La cuestión estriba en saber qué riesgo, qué herida…
-¿Cree usted que tenemos la posibilidad de elegir? -preguntó Hobbes.
En su rostro se pintaba un anhelo, una desesperación que dejó a Klein desconcertado. Había acudido a aquel despacho para ventilar una rutina carcelaria de chichinabo, cuyo trámite nunca debería haberle costado ni cinco minutos: o bien un año más en la trena, para proseguir su rehabilitación por el buen camino, o bien una palmadita en el hombro, un gesto paternalista y un apretón de manos a modo de despedida. En cambio, los ojos de Hobbes eran dos pozos negros al fondo de los cuales flotaba un horror innombrable, que a Klein le hizo pensar en la locura.
-Debo decir que sólo podemos elegir algunas veces -contestó.
-No, ni mucho menos. Hasta el hombre que se encuentra frente al pelotón de fusilamiento tiene la posibilidad de elegir -dijo Hobbes-. Puede postrarse de rodillas, sollozando, o bien renunciar a que le venden los ojos y ponerse a cantar.
Hobbes lo dijo como si fuera capaz de ello. Klein sintió la poderosa inclinación de sondear el estado anímico de Hobbes, como un Marlow que, llegado por fin al corazón de las tinieblas, se encuentra cara a cara con su Kurtz. Se maldijo por haber ido tan lejos. En Hobbes había algo hipnótico, pero Klein sólo estaba en su despacho en calidad de preso que acude con la esperanza de que le sea concedida la condicional. El preso que en el fondo seguía siendo le aconsejó que renunciase a su inclinación y se batiera en retirada.
-Sí, señor -dijo-. Tiene usted toda la razón.
Hobbes percibió el alejamiento; parpadeó, se retrepó en su sillón. Parecía alterado. Se metió la mano en el bolsillo y agarró algo que llevaba dentro, sin que Klein supiera qué. Como si hubiera decidido desandar sus pasos y volver a un terreno más seguro, Hobbes señaló el busto de bronce que estaba a espaldas de Klein.
-¿Cómo es que sabe tanto sobre Bentham? -le preguntó.
Klein sopesó la posibilidad de fingir que había dedicado media vida al estudio de la filosofía de Bentham. No, demasiado peligroso. Al cabo de las décadas que llevaba en el sistema, Hobbes sabría identificar a un mentiroso incluso al otro lado del patio.
-Por la doctora Devlin -dijo Klein-. Ya sabe usted que su especialidad es la psiquiatría forense, señor.
-Prácticamente no hay un solo psiquiatra forense que sepa distinguir a Jeremy Bentham de Jack Benny.
Klein no sonrió.
-Ya, pero la doctora Devlin sí conoce la diferencia.
-Una mujer poco corriente -asintió Hobbes, de nuevo en calma-. ¿Ha sido fructífera su labor en común?
-La doctora ha remitido un trabajo al American Journal of Psychiatry.
-¿Y lo han aceptado para su publicación?
-La doctora Devlin aún no ha dicho nada. Hobbes soltó un gruñido.
-¿Sabe usted que cuando murió Bentham ordenó que su cadáver fuera embalsamado y expuesto en una hornacina de cristal? Creo que sigue estando en Londres.
-Sí, señor -respondió Klein-. Ahora todo el mundo puede verle también a él. Para siempre.
A Hobbes se le pusieron de nuevo los ojos como platos, y retornó a ellos aquella mirada que caía como una losa de angustia sobre las tripas de Klein. La mirada tenía una voz que decía: «Entiéndame, quiero tenerle cerca de mí, no me deje aquí solo.» Klein la reconoció; no en vano había oído en infinidad de ocasiones su llamamiento: a sus pacientes, a algunas mujeres, a compañeros de cárcel, a necesitados de la más diversa condición. A la ex amante que le había condenado a todo esto. «Dame más de lo que tú puedes dar», decían. Y desde las tripas de Klein también su propia voz reclamaba: «Sácame de aquí a toda leche, tío.» Se acordó para su consuelo del consabido lema: «a ti qué cojones te importa.»
-Excelente -comentó Hobbes-, excelente. La ironía que encierra el legado de Bentham, creador y defensor de la teoría panóptica, no se me habría ocurrido nunca. Le agradezco que me brinde la idea.
-Es algo que también debo yo a la doctora Devlin.
No era cierto; la idea se había formado espontáneamente en el intelecto de Klein. Sin embargo, tal como había dicho Cletus, era un hijo de puta propenso a pasarse de listo, y sintió la necesidad de quitarse a Hobbes de en medio. Tenía que escapar de los tentáculos de la relación personal entre ambos que se tendían hacia él. Bastantes personas le habían chupado ya la sangre, quitándole lo que era suyo. Siempre había sido así. Los pacientes, las mujeres, los necesitados de la más diversa condición. Su ex amante. Y ahora Hobbes. ¿O acaso estaba también él, Ray Klein, volviéndose demasiado paranoide? De repente, Hobbes sacó la mano del bolsillo y plantó sobre la mesa un frasco lleno de píldoras.
-Me ha dicho el médico que debo tomar tres al día. Le considero un necio. ¿Qué opina usted?
Klein tomó el frasco para leer la etiqueta. Carbonato de litio, cuatrocientos miligramos. De súbito, Klein se encontró vacío de todo sentimiento. Su intelecto registró sin la menor emoción el hecho de que Hobbes estuviera tomando un medicamento que se empleaba casi exclusivamente para el tratamiento de los maníaco-depresivos. Aquellas píldoras eran a su entender el Arnold Schwarzenegger de los trastornos mentales.
Cuando entraban en una fase maníaca de desaforada grandilocuencia y desinhibición visionaria, los pacientes tendían a dejar de tomar la medicación: eso era lo que Hobbes aparentemente estaba diciendo. «Maníaco» es un término empleado en exceso y a veces con falta de rigor. Lo que de todos modos cabía deducir del frasco de cristal de color ámbar que Klein aún tenía en la mano era que Hobbes por lo menos estaba calificado para el diagnóstico. Un maníaco. A diferencia de la mayoría de los maníacos, Hobbes detentaba un poder inmenso sobre la vida de muchas personas. Klein miró a Hobbes a los ojos. Curiosamente, por primera vez desde que entró en el despacho, se sintió en calma. Era bien sencillo: en lugar de ser un chiflado de poca monta, Hobbes era un genuino demente.
El alcaide señaló con un gesto el frasco que Klein aún sujetaba en la mano.
-No ha contestado a mi pregunta.
Klein dejó el frasco sobre el cristal de la mesa.
-Le aconsejo que vea a su médico y que se lo consulte a él.
Hobbes frunció el ceño.
-Pero si yo estuviera en su lugar, señor -siguió diciendo Klein-, haría lo que me pareciese más apropiado.
A Hobbes se le extravió la mirada, cargada de emoción. Asintió.
-El hombre que no obre de ese modo, poco vale.
Tomó el frasco y lo dejó caer en la papelera de aluminio que tenía bajo la mesa. El frasco golpeó los laterales de la papelera con un sonido opaco. Después del sonido hubo una pausa. Klein miró de nuevo el portafolios de cartulina verde. Hobbes siguió su mirada, atrajo hacia sí el portafolios y lo abrió.
-La comisión que examina las solicitudes de libertad condicional quedó impresionada por su historial reciente -dijo. Klein no contestó. Hobbes fue pasando las hojas que contenía el portafolios-. En fin, usted ya sabe que son un hatajo de imbéciles, sin excepción. Un versículo del Nuevo Testamento, una cita bien memorizada, sobre todo si es alguna que sepan reconocer, habitualmente basta para ganarse su estima. Siempre se tragan las palabras de Jesucristo. Por eso fracasó usted el año pasado, por manifestar una actitud mental incorrecta.
-Perdón, señor. ¿Cómo dice?
-Testarudez.
-Con todos los respetos, señor, he dado suficientes muestras de flexibilidad. He aprendido a respetar las reglas de la institución.
-Por supuesto. Sus progresos, si cabe decirlo así, han sido notables. Claro que todas las monedas tienen dos caras, ¿no cree?
-Sí, señor.
Hobbes bajó la mirada al portafolios.
-Para empezar, es usted un sanador. Y según los datos de que disponemos, es de los buenos. Muchos internos prefieren pagar lo que sea por sus atenciones médicas a ponerse gratuitamente en manos del doctor Bahr. Y no seré yo quien se lo reproche, ojo. Sin embargo, contraste eso con la lobotomía de Myron Pinkley.
Klein adoptó una expresión facial que esperó fuera lo que llaman cara de póquer.
-Creo que me entiende -dijo Hobbes.
-Si se refiere a que soy consciente de la dualidad de la naturaleza humana, desde luego. No le quepa duda, señor.
En un instante, a Klein se le anegó el ánimo de rabia: rabia de saber más, rabia contra Hobbes por andar mareándole como si fuese un jodido pelele, rabia contra sí mismo por haber albergado esperanzas, por estar donde estaba, por respirar, por ser un hijo de puta propenso a pasarse de listo y, en consecuencia, no saltar por encima de la mesa y arrancarle a Hobbes la cabeza de cuajo. La rabia gritaba en silencio: «Quédate con tu puta libertad, cabrón, que maldita la falta que me hace. Además, nunca he sido libre de veras, así que me importa un huevo.» Pero precisamente por eso la quieres, gilipollas -contraatacó otra voz salida de su interior-: la quieres porque no la tienes, porque nunca ha sido tuya, porque les pertenece a ellos y porque tú la necesitas; porque nunca has sido libre de veras y porque tampoco lo serás ahora, tanto si te dan la condicional como si no.
Cesó la rabia por completo, y tan de repente como antes había llenado el espacio mental de Klein, que volvió a quedar frío y vacío. Se estremeció por el aire que agitaba el ventilador del techo. Notó que tenía la camisa empapada. Frente a él, con la mesa de por medio, Hobbes cerró de golpe el portafolios.
-Es usted libre, Klein.
Klein permaneció mirándole fijamente. No dijo nada.
-La comisión estuvo plenamente de acuerdo con mi propuesta. Será usted entregado al funcionario encargado de vigilar su libertad condicional mañana a mediodía.
Hobbes se puso en pie y le tendió la mano. Klein se levantó y se la estrechó.
-Gracias, señor.
Una sonrisa no le hará daño, Klein.
-Sí, señor.
Klein no sonrió. Persistía el vacío en su interior. Sabía, sin estar muy seguro del cómo, que si lo dejara llenarse no se colmaría de alborozo, sino de una tremenda sensación de pérdida, y eso le atemorizaba. Aguanta, se dijo; déjalo así hasta que estés en otra parte, sano y salvo. Soltó la mano de Hobbes.
-El ochenta y nueve por ciento de los internos que han sido puestos en libertad en esta institución -dijo Hobbes- vuelven a prisión tarde o temprano. No me gustaría que estuviera usted entre ellos.
-No estaré, se lo aseguro.
-Escuche, Klein. ¿Puedo hacer algo por usted? -preguntó Hobbes.
Klein vaciló sin saber qué decir. Todo lo que le quedaba por hacer -lo único que le quedaba por hacer, de hecho- era salir por aquella puerta y pasar veinticuatro horas con la cabeza gacha. Después podría ir a Galveston Bay a bañarse en el mar. La idea de adentrarse en las aguas del océano, y de cuánto anhelaba sentir aquellas aguas en contacto con su piel, le hacía temer incluso en un momento tan crítico -o sobre todo en un momento tan crítico- que por un minúsculo error Hobbes se pusiera furioso. Recordó textualmente lo que había dicho Cletus: su jeta de mierda seguía siendo suya hasta que saliera por el último portón del presidio.
-Diga lo que quiera, Klein. No tenga miedo. Klein miró con cautela al alcaide.
-Tal como están las cosas, Coley no podrá ocuparse él solo del buen funcionamiento de la enfermería.
La doctora Devlin me lo ha dejado bien claro en varias ocasiones. Pero las cosas van a cambiar.
-Con el debido respeto, señor -Klein habló sin poder contenerse-, la enfermería es una deshonra para todos nosotros.
Hobbes cuadró los hombros.
-La enfermería de la prisión es una deshonra para mí, doctor Klein. -La demencia que se manifestaba en los ojos de Hobbes se inflamó en una llamarada-. Sus quejas y reclamaciones, ya que no las mías, han sido tenidas en cuenta. Le garantizo que se han puesto en marcha los mecanismos oportunos para que las penosas condiciones de la enfermería dejen de ser motivo de preocupación.
Klein se preguntó qué cojones querría decir con eso. Su pensamiento debió de notársele en la cara, porque Hobbes adoptó de pronto una expresión de reserva. Sin embargo, la voz le tembló por efecto de la pasión.
-Tiene usted mi palabra… -Hobbes hizo un alto para encontrar el término apropiado- de que en breve se llevarán a cabo mejoras no sólo en el hospital, sino en la totalidad de esta institución penitenciaria.
Klein se resistió a la tentación de dar un paso atrás. Asintió.
-Me alegro mucho de saberlo, señor.
-Alégrese, sobre todo, de no estar aquí para verlo con sus propios ojos.
Dicho esto, Hobbes se dio la vuelta y atravesó el despacho hasta plantarse frente a la ventana que miraba al norte. Dio la espalda a Klein y se quedó contemplando a través del patio el siniestro megalito de las galerías. Le temblaban las manos, y se aferró al alféizar. Era como si su cuerpo se esforzase por refrenar una fuerza incomensurable.
Al observarle, Klein no supo si le había dado ono permiso para salir de su despacho. De repente, tuvo miedo no ya por sí mismo, sino por casi todo lo demás. Fuera cual fuese el verdadero alcance dela enfermedad que sin lugar a dudas padecía Hobbes, aquel comportamiento no pasaba de ser más que un levísimo indicio, un mero goteo de la caja de Pandora psíquica que Hobbes intentaba mantener cerrada. ¿Qué «mecanismos» eran los que ya había puesto en marcha? ¿No sería oportuno preguntárselo? ¿Debería tal vez acercarse y ponerle una mano en el hombro? No, no era asunto suyo, en absoluto. No tenía vela en aquel entierro. A su pesar, dio en silencio un paso para acercarse a Hobbes.
-Buena suerte, Klein.
Hobbes lo dijo sin darse la vuelta; seguía mirando por la ventana, y Klein se quedó clavado donde estaba.
-Ah, y gracias por la conversación.
En la voz de Hobbes percibió un tono tan concluyente que de algún modo vino a indicar no sólo el término de la entrevista, sino muchísimo más. Klein esperó unos instantes. Si Hobbes se diera la vuelta y lo mirase de frente, era posible que ocurriese algo, aun cuando no sabía qué. Pero Hobbes no se dio la vuelta.
-Buena suerte, alcaide -dijo Klein.
Hobbes, sin apartar la vista de la ventana por la cual contemplaba su cárcel, asintió despacio y en silencio. Asintió dos veces.
Ray Klein se encaminó hacia la puerta sin hacer ruido; la abrió y salió del despacho del alcaide de la prisión sin añadir una palabra más.
9
Tony Shockner se sintió perdido. Ya sabía que por debajo de las enormes naves de los almacenes de la prisión existía toda una jungla, pero… joder, aquello era inconcebible. Llevaba veinte minutos yendo de un lado a otro cuando la vastedad y la complejidad del laberinto lo dejaron anonadado.
Dennis Terry, el viejo jefe de mantenimiento, caminaba por delante de Shockner con los hombros encogidos. Le había dicho poco antes que, incluidas las cloacas, había más espacio transitable en el subsuelo que arriba en la superficie. Allá abajo, en recovecos ocultos por donde apenas corría el aire, era donde algunos de los reclusos destilaban licor a partir de peladuras de patata y obtenían vino con zumo de naranja y pan, mientras que otros se reunían en secreto, en grupos reducidos, para compartir un dosificador de colirio ocular debidamente afilado, que se pasaban unos a otros para meterse en vena caballo y cocaína; allí abajo los putones se prestaban a una mamada o a una penetración por detrás, a cambio de cartones de Lucky Strike o de pastillas de jabón Hershey, mientras que otros se arrastraban sin saber cómo ni por dónde, para librarse de una paliza a manos de una de las bandas que se la tuviera jurada, o quién sabe si buscándosela. Dennis Terry conocía esa jungla como la palma de su mano. Posiblemente, era el único inquilino de la trena que la conocía tan bien. Desde luego, ninguno de los guardias tenía ni la menor idea de lo que allá abajo se cocía. Shockner seguía a Terry con obstinación, de mala gana y sin embargo emperrado en no perderle de vista, al tiempo que arrastraba dos bombonas de gas -una de oxígeno, otra de acetileno- cargadas en una carretilla de dos ruedas. Al hombro se había enrollado un trozo largo de tubo de goma, unido por un extremo a una de las bombonas y, por otro, a la embocadura de un soplete. Terry, cargado solamente con una linterna, su cinturón de herramientas y las gafas de soldador colgadas del cuello, caminaba a buen paso y Shockner tenía que pedirle cada dos por tres que le esperase, que fuese más despacio. El soplete y el tubo de goma se le caían del hombro a cada poco. Llevaba la ropa de pies a cabeza pegada a la piel, empapada en sudor.
-¿Cuánto nos queda? -preguntó Shockner. Terry no le oyó; hacía demasiado ruido con la carretilla-. ¡Dennis! ¿Cuánto nos queda, joder?
-En menos de veinte metros -dijo Terry por encima del hombro- llegamos a la escalera.
-¿La escalera? No me jodas, tío. ¿Qué escalera?
El viejo no contestó. El reino subterráneo de Terry era una excrecencia tenebrosa, sucia, recubierta de grasa y herrumbre y surcada por conductos susurrantes y por tuberías que parecían hablar un lenguaje indescifrable. Shockner tenía la impresión de estar en uno de los decorados de Alien. Aquello daba grima. ¿Por qué no habría enviado Agry a otro cualquiera, joder? Demasiada paranoia. Agry no se fiaba de Terry; además, se había metido demasiado speed por las napias. Shockner se hizo daño al golpearse el codo contra una gruesa tubería que doblaba en ángulo recto al salir del suelo. Soltó un juramento; aquella tubería gruesa era señal de que la mierda de pasadizo aún iba a descender bastante más. Dios. Shockner sabía que no era un tío especialmente práctico. De hecho, la mecánica le aburría. En algunos trechos, el embrollo de válvulas e indicadores de presión, de voluminosos conductos de aire acondicionado encajados en aluminio, por no hablar de las pestañas y rebordes oxidados, hacían que la altura del pasadizo disminuyera varios palmos. Hasta el propio Terry tenía que agacharse para no partirse la crisma, y eso que era al menos quince centímetros más bajo que Shockner. El ruido de los gases, los ventiladores y los motores correspondientes era aterrador, como lo era el siseo del aire pegajoso, sorbido de un lado a otro por los lustrosos conductos de hojalata. Por si fuera poco, la mitad de aquellas instalaciones de mierda tenían cien años de antigüedad: traqueteaban, retemblaban como si estuvieran a punto de caer a pedazos. Agry le había dicho que ésa era la parte menos complicada de la operación, pero a él no se lo parecía. Aquello era poco menos que Claustrofobia City. Shockner hubiese dado lo que fuera por estar arriba, con una faca en una mano y un aerosol de disolvente para limpiar hornos en la otra.
Terry se paró de pronto.
-Por aquí -dijo.
Al fondo de un corto pasadizo, a la izquierda, había una recia puerta de madera de roble. Terry sacó una de las herramientas que llevaba colgadas del cinto, se acercó a la puerta y abrió el pestillo. Al pasar la puerta, un tramo de escalera estrecha, de piedra, iniciaba el ascenso. Al contrario que la mayoría de las escaleras de la cárcel, ésa estaba limpia, y tenía los cantos bien marcados. Pocos pies la habrían pisado.
-Tendrás que echarme una mano -le dijo Shockner.
-Claro -asintió Terry sin entusiasmo.
Se guardó la linterna en el cinto y cogió el soplete, al tiempo que agarraba con la otra mano la carretilla por uno de los mangos. Shockner retiró las bombonas de la carretilla, haciéndose cargo de la mayor parte del peso. Juntos comenzaron a subir con dificultad; Shockner se golpeaba caderas y hombros contra las paredes de ambos lados. Arriba encontró otra puerta, ésta recubierta por una plancha de acero.La cerradura era moderna y parecía bastante seria. Terry no hizo el menor intento de abrirla.
-Adelante -dijo.
Tanto su voz como su porte parecían la viva imagen de la fatiga. Shockner colocó la carretilla sobre uno de los peldaños. Terry se descolgó el soplete del hombro y entregó la linterna a Shockner.
-Sujétame esto.
Terry estuvo manipulando las válvulas e indicadores de los cabezales de las bombonas. Comenzó a salir el gas por la embocadura del soplete. Terry sacó un Zippo del bolsillo y encendió el gas. Brotó una llama suelta y temblorosa, de un palmo de longitud. Cuando Terry ajustó el soplete, la llama pasó a ser un chorro más denso y el aleteo del temblor se convirtió en rugido. Terry se colocó las gafas ante los ojos.
Mejor será que apartes la cara -dijo.
-¿Puedo fumar? -preguntó Shockner.
-Claro, ¿por qué no? -repuso Terry.
Shockner se sentó en uno de los escalones, a la luz de la llamarada de óxido de acetileno, y se fumó un Winston. El acre hedor del acero al quemarse bajó en oleadas por la estrecha escalera, succionado por la corriente de aire del túnel inferior. Shockner se preguntó de repente cómo sería capaz Nev Agry de conseguir que tanta gente se pusiera a hacer una chifladura como ésa. O quizá no fuera tanta gente. Tal vez sólo estuvieran en el ajo unos diez individuos; y de todos ellos, seguramente sólo Agry tenía la imagen completa de lo que iba a ocurrir. A los demás les habían comunicado exclusivamente cuál era su papel. Ellos eran la mecha, y el resto de los presidiarios estallaría por centenares cuando ésta se prendiera. Por otra parte, de los diez que estaban en el ajo sólo Shockner y Terry tenían un derecho más o menos razonable a considerarse mentalmente normales. En fin, mierda, a lo mejor tampoco era una locura tan extremada. Allí fuera, en el mundo exterior, bastaba con que a un presidente o a un general se le subiera la mosca a la nariz para que de pronto apareciese un millón de tíos venidos de cualquier rincón del planeta y dispuestos a volarse la sesera unos a otros en medio del desierto. En lo alto de la escalera cesó de pronto el rugido del soplete, y Shockner sólo pudo ver la brasa de su cigarrillo en la oscuridad.
-Hecho -dijo Terry.
Shockner tiró la colilla, la pisó y subió a oscuras los escalones. Terry abrió la puerta empujándola con el hombro; entraron los dos en un espacio negro como boca de lobo. Terry tomó la linterna de la mano de Shockner, encontró un interruptor en la pared y encendió una luz. Era una habitación de unos dos metros por tres, con el suelo vacío; en las paredes había abundantes cajas de fusibles y numerosos cables que iban a parar a una caja metálica que sobresaldría unos quince centímetros del techo. A un lado de la caja se veía una antigua trampilla.
-Estamos exactamente bajo el sótano de la torre de vigilancia -dijo Terry.
Shockner asintió; Terry le señaló la caja metálica.
-Esa monada contiene todo el tendido eléctrico y telefónico, los empalmes de las alarmas, las conexiones de vídeo. Todo sale de aquí y pasa por debajo del Ala Polivalente hasta llegar a recepción. Voy a tener que subirme sobre tus hombros. Anda, dame un cigarro.
Shockner le dio un Winston al que Terry quitó el filtro. Se quedaron fumando los dos. Terry golpeaba el pitillo para tirar la ceniza más a menudo de lo que hubiera sido necesario.
-O sea que tú crees que todo esto no es una buena idea -dijo Shockner.
Terry soltó una amarga risotada y se limitó a mirar la brasa de su cigarrillo.
-Por mí puedes hablar bien claro, tío -le insistió Shockner.
-Nev dice que hay que hacerlo.
-Ya, pero eso no significa que tú no tengas tu propia opinión.
Terry seguía mirando la brasa del pitillo.
-Mira, hace unos nueve años -dijo- pude haber conseguido la condicional. La comisión examinó favorablemente mi caso. Y me lo estuve pensando durante mucho tiempo: estuve pensando en cómo sería mi vida en libertad. Me dije que, vaya, ahí fuera, y con mucha suerte, a lo mejor podría ganarme la vida colocando los productos en los estantes de un supermercado, o con un gorro de papel en un McDonalds, aguantando que un chaval portorriqueño me dijese cuántos pepinillos había que poner en su hamburguesa con queso. Y puede que con más suerte aún a lo mejor ligase con una mujer, una de esas mujeres tan solas como para convivir con un ex presidiario. Un coche de segunda mano. Tendría que recortar de los periódicos los cupones de ahorro de veinticinco centavos. Dos habitaciones y una nevera vacía en la parte mexicana de Laredo.
Terry miró a Shockner a los ojos; Shockner notó el dolor y el temor en su mirada.
-Aquí en cambio hay doscientos hombres que trabajan a mis órdenes. El alcaide me pide consejo.-Terry señaló con un gesto la caja metálica que estaba sobre los dos-. Yo le dije dónde tenía que colocar esta mierda. Como bien, vivo bien. A Agry y a DuBois puedo llamarles «Nev» y «Larry» a la cara. Los dos me deben favores. -Hizo una pausa, y su voz perdió en parte la ira con que antes hablaba-. A los de la condicional los mandé a tomar por el culo.
Terry inhaló el Winston hasta que la brasa le tocaba ya las yemas de los dedos; luego lo tiró al suelo y lo aplastó a conciencia.
-Nev habla de lo que pasará dentro de cinco años -dijo-. Pero después de esto no habrá cinco años que valgan. Va a hundir este sitio, y nos vamos a hundir todos con él. Yo amo este agujero de mierda, ¿me entiendes?
A Terry se le encendió el rostro de pura desesperación.
-Ya no puedo volver a empezar en otra parte, Tony. Esto es el final del trayecto. Yo y este jodido agujero somos uña y carne; estamos hechos el uno para el otro. Si me trasladan a Huntsville, pasaré el resto de mis días fregando suelos y mendigando cigarrillos a los tíos como tú.
-Lo miras por el lado malo, Dennis -dijo Shockner.
Se dio cuenta en el acto de que acababa de decir una estupidez. Terry no le hizo caso.
-Es la primera vez que estás en la trena, ¿no es cierto?
Shockner asintió. Terry también asintió con hosquedad. como nunca hasta entonces, aquél notó un leve aleteo de miedo. Terry consultó de nuevo el reloj.
-Podemos sentarnos a discutir esto despacio, tú y yo solos.
En los ojos del viejo asomaba una súplica que Shockner no soportó.
Se dio media vuelta.
-Los negracos han matado a DuBois; Nev ha dicho bien claro que no podemos tolerarlo, que no podemos dejar que esto quede así. Y Nev no se ha equivocado nunca.
-¿A quién carajo le importa quién mató a DuBois? Podemos pasar muchos días aquí abajo -imploró Terry-. Sé de muchos escondites; tengo reservas de comida, de vídeos, de drogas, de todo lo que te pueda apetecer, tío. Nev va de cabeza a Huntsville, a pasarse la vida en una celda de castigo, o a la silla eléctrica. Esperamos a que termine todo esto y salimos cuando ese jodido loco haya muerto o ya no esté por ahí.
Shockner tenía las tripas revueltas. La voz de Agry resonó en su memoria sin previo aviso. Siempre fieles, Tony. Siempre fieles, mierda. Agry le había tratado bien, cosa que no podía decir de muchos otros. Si Shockner había tenido alguna vez un padre, ese padre era Nev Agry. Más que un padre. Un amigo. Siempre fieles, no te jode. Miró otra vez a Terry. Al margen de lo que viera Terry en su rostro, se puso blanco como el papel.
-Ya basta, Dennis -dijo. Se dio la vuelta y caminó hacia la puerta-. Avísame cuando sea el momento.
Shockner bajó unos peldaños y se sentó en uno de los escalones. Encendió otro Winston. Arriba, a sus espaldas, pese al ruido de los ventiladores y las tuberías, le pareció oír llorar a Terry.
10
Klein pasó por delante del oficial de prisiones Sung y entró en el tétrico recinto color magnolia de la enfermería. La cabeza le daba vueltas. Mañana iba a estar fuera de allí. Fuera. Aquel tren que según Coley llamaba a los viajeros a bordo por fin se había detenido en la estación; Klein tenía el billete en el bolsillo. Aun así, fuera cual fuese el júbilo que pudiera producirle su inminente libertad, quedó sepultado bajo un denso lienzo de malos presagios. Cuando salió de la torre de administración, el capitán Cletus lo llamó de lejos y le dijo: «Ve con cuidado, Klein, que aún tienes tiempo de sobra para dar un paso en falso y joderlo todo.»
Cletus era uno de esos individuos que no felicitarían a su abuela con motivo de su nonagésimo cumpleaños sin antes avisar de que aún tenía tiempo de dar un paso en falso. No obstante, Klein sospechaba vagamente que un volquete de dimensiones épicas, lleno de mierda hasta rebosar, estaba a punto de descargar en cualquier momento, y que él se hallaba estratégicamente situado en la zona de mayor riesgo. Repasó todos los datos de que disponía, deseoso de encontrar justificación a esta súbita paranoia. No había ninguno que le sirviera. Henry Abbott había detectado una mala vibración, y por eso le avisó que no se mezclase con Nev Agry. De acuerdo. Sólo que Abbott era menos fiable que el satélite que se utiliza para las previsiones meteorológicas. Luego, Hobbes le había mostrado de buena fe que estaba chiflado, e incluso hizo vagas alusiones a ciertas «mejoras». Eso era todo; nada más. En el fondo, él estaba mucho más loco que Hobbes y que Abbott. Ni siquiera los más valientes de nosotros… Dios Santo. ¿De dónde había sacado los huevos para salirse con semejante frase? A ver si razonas, Klein.
El intelecto acudió en su auxilio. Y es que la verdad era sencilla: le daba tanto miedo volver al mundo exterior que transfería su angustia a los delirios de dos dementes. El miedo a la libertad era indigno de él, y de ahí que se esforzase en proteger su orgullo. Tenía miedo de afrontar el futuro, no de Cletus ni de Hobbes.
Y además estaba Devlin. Ella vivía en el mundo exterior, adonde él iría dentro de muy poco tiempo. ¿Qué iba a hacer con ella? ¿Acaso podía hacer alguna cosa? ¿Quería realmente hacer algo? ¿Tenía la verga lo suficientemente grande? ¿Le funcionaba aún? ¿Le gustaría a ella el sexo oral? Ni siquiera sabía si tenía novio. Nunca se lo había preguntado. Por lo que él alcanzaba a saber, era una lesbiana radical. También era una fanática de los deportes; de hecho, la única mujer que él conociese que tenía un corredor de apuestas y que hablaba de puntos a favor y en contra. A su entender, esa debilidad por las apuestas -ya fuera en un torneo de golf, en un partido de baloncesto o en un combate de boxeo- no era una característica típica de las lesbianas. De todos modos, los deportes no eran tampoco el punto fuerte de Klein. No llegó a jugar en ninguno de los equipos del instituto; su recuerdo más duradero de aquellos años de adolescente era el de haber dado varias vueltas a la pista de atletismo, a trompicones, mientras un entrenador panzudo y aficionado a la cerveza le gritaba que apurase, que llevaba al Vietcong pegado al culo. Que no consiguiera destacar en tales actividades, por no mencionar las humillaciones que había tenido que padecer por culpa de ellas, había dado alas a su excéntrica dedicación al kárate. Claro que el kárate no era un deporte. Aquellos espléndidos jugadores del equipo de fútbol del instituto, estaba seguro, ahora tendrían la correspondiente barriga de bebedores de cerveza, un puñado de hijos gritones, mujeres con las que ni de broma tendrían ganas de follar más. Qué panda de hijos de puta. En cambio, el poderoso Klein, el guerrero shotokan, se había dedicado a empresas más elevadas. Y ahora era un presidiario despreciable.
¿Qué coño iba a ver Devlin en él? ¿Un repugnante perdedor, un condenado por violación? Era humillante, sí, pero también cierto: le daba pánico verse en libertad. Por primera vez desde que venció el hábito, Klein sintió unas ganas inmensas de fumarse un cigarrillo.
Delante de él, todo el pasillo quedó ocupado por la humanidad de Earl Coley, que se encaminaba hacia la escalera con los brazos cargados de sábanas y fundas de almohada. Coley le dedicó una agria mirada.
-Te está esperando Devlin en el despacho -le dijo Coley.
-No pensaba que tuviera previsto venir hoy -dijo Klein.
-Es una sorpresa. Dice que tiene algo muy especial que enseñarte. Imagino que será el chocho. Me da en la nariz que esa perra está en celo.
Las palabras de Coley le dolieron. Los días en que Devlin acudía a la enfermería, Coley se mostraba más bestia que de costumbre. Klein nunca le había dicho nada que pusiera coto a su brutalidad. Tal vez debiera haberlo hecho, pero era consciente de que Devlin era para Coley un mero recordatorio de lo que era Klein, de lo que él representaba: un hombre blanco que aún tenía un futuro por delante. Hoy había llegado ese futuro, y Coley lo leyó en el rostro de Klein.
Cuando Klein empezó a trabajar en la enfermería, Coley le había dicho que era mejor que no se le ocurriese hacer amistades en Green River. La amistad era un lujo, y un lujo siempre entraña dolor: tarde o temprano alguien te lo arrebata. De improviso, el dolor estaba allí mismo, en los ojos amarillentos de Coley. Coley pasó por delante de Klein y subió la escalera.
-Sapo -le llamó.
Coley se detuvo, pero sin volverse. Klein titubeó. Tuvo la sensación de que estaba a punto de clavar un cuchillo en la imponente, encorvada espalda que tenía delante. Tragó saliva.
-Me van a soltar -dijo por fin-. Me voy mañana a mediodía.
Coley no se volvió tampoco al oírlo. Alzó los hombros, seguramente porque inspiraba hondo, y los bajó al espirar.
-No esperes que te felicite -dijo.
-Claro que no -dijo Klein.
Hubo una pausa, y Coley lo miró por encima del hombro. Le tembló la voz.
-Antes me pagaban por trabajar aquí. Estaba de puta madre. Últimamente me hacen falta dos válium 10 sólo para ponerme a fregar suelos.
-Te pagaba yo -dijo Klein.
Coley parpadeó y negó con un gesto.
-Puede que me pagaras demasiado.
A Klein le dolía el pecho. Quiso decirle a la cara, sin más preámbulos, las cosas que había pensado y que nunca le había dicho. Eres un grandísimo médico, amigo mío. Yo besaría el jodido suelo que tú pisas. Eres grande, tío. Un gran sanador. Un gran amigo. Siento mucho que no puedas venir conmigo pero no puedo hacer nada. Y siento mucho que seas mi amigo, joder, pero eso tampoco hay quien lo mueva. Y aunque pudiera, no lo tocaría. No lo haría ni aunque quisieras tú. ¿Me estás oyendo, gordo de los cojones? Las palabras, que resonaban con fuerza en su interior, se le atascaron en el pecho. Se sintió estúpido.
-Llego dentro de diez minutos -dijo Klein. Coley gruñó y desapareció por la curva de la escalera.
Klein dio un golpe en la pared con el canto de la mano. Mierda de sitio. Mierda para todos los que estamos aquí dentro. Se apartó de la pared y echó a andar hacia el despacho. A la mierda. Ya estaba fuera, y el cabreo le resultaba más fácil que el dolor. Aprovéchalo. ¿Por qué no? En cuanto pasen veinticuatro horas, todo será un mal recuerdo. Todos ellos, incluyendo a Coley, serían un mero puñado de excusas. Le hervía la cabeza de amargura y culpabilidad. Abrió la puerta de un empujón y vio a Juliette Devlin.
Mentalmente, Klein dio un paso atrás.
Devlin estaba de pie ante la mesa, apoyada sobre los codos y de espaldas a él, con las caderas en alto, hojeando una revista de neurología. Un Winston bajo en nicotina humeaba entre sus dedos. Klein se acordó de que sentía admiración por las mujeres que fuman: era un pequeño defecto en la perfección que Dios les había dado, algo que le hacía sentirse más tranquilo respecto a sus propios defectos, que eran innumerables y monstruosos. En el caso de Devlin, ese defecto era esencial, ya que él la consideraba una mujer realmente perfecta. Era alta y tenía unas piernas inacabables, atributo que Klein admiraba más incluso que su adicción al Winston. Unía además los senos pequeños, seguramente prietos, o al menos así lo esperaba, ya que nunca se los había visto desnudos. Mejor aún era el culo musculoso y pleno que tenía, con un espacio de cuatro centímetros entre la parte alta de los muslos, visión tan radiante que en ese instante quemaba en sus retinas, evocando en sus entrañas un anhelo primigenio, como de ser tragado por la tierra. Devlin tenía además un cerebro del tamaño de un planeta, cualidad que Klein también apreciaba, aunque no le ayudara a mitigar aquel tormento primigenio. Devlin volvió la cabeza para mirarlo: el cuello largo, los rasgos angulosos, los ojos castaños que jamás vacilaban al encontrarse con los suyos. El pelo corto, que le daba cierto aire de jovencito travieso y gallito, era el último clavo que crucificaba de manos y pies el deseo prohibido y no correspondido de Klein.
Este poderoso torbellino de estímulos sensoriales provocó un inmediato cortocircuito en sus neuronas. A continuación, en un reflejo condicionado por el arduo programa de Klein para seguir con vida, su deseo insatisfecho fue vencido a duras penas y se batió en retirada, no sin reafirmar su vociferante desafío, hacia una celda acolchada en las mazmorras del inconsciente. Cuando Devlin le vio la cara, se enderezó y se volvió del todo.
-¿Qué ocurre? -le preguntó.
Klein se sintió obligado a censurar sus pensamientos: otro aspecto más del problema que tenía con las mujeres. Temía que si ellas adivinaran lo que pasaba por su mente escaparían chillando en busca de la policía. Para él, esto no era una broma. Era consciente de que, por lo menos en el caso de Devlin, el temor era casi absurdo, ya que ella transmitía la convincente impresión de ser una persona curtida, que ya había visto lo peor que el mundo pudiera ofrecerle. Sin embargo, las viejas costumbres tardan en desaparecer.
-Coley tiene un mal día -dijo él.
-Seguro que sobrevive -replicó Devlin.
Su respuesta irritó a Klein. Quizás había sido oída en aquella celda acolchada.
-¿Sobrevivir? -dijo-. Todos sobrevivimos mientras podemos. Hay que tener algo por lo que valga la pena sobrevivir. -Devlin lo miró.-¿Y tú por qué sobrevives?
-No lo sé -dijo Klein-. A lo mejor por eso mismo también tengo yo un mal día.
Ella pareció alarmada.
-Entonces, ¿la comisión ha denegado tu solicitud?
Klein ignoraba que Devlin estuviera al corriente; seguramente se lo había comentado Coley.
-No -repuso-, no. Puedo marcharme mañana al mediodía.
Devlin esbozó una sonrisa.
-Eso es fantástico, ¿no?
Klein se enojó consigo mismo porque el alborozo de Devlin pareciese mayor que el suyo. No tenía sentido.
-Sí, sí que lo es.
-¿Por qué no me dijiste que iba a haber una revisión?
Klein se encogió de hombros.
-No me pareció que fuera asunto tuyo.
A Devlin se le sonrojaron las mejillas.
-Quiero decir -añadió él- que era un asunto que necesitaba guardar en secreto.
-Pero… ¿por qué?
Klein no había de hecho reflexionado sobre este punto, pero en aquel momento supo la razón.
-Porque si me hubieras deseado suerte y esperado que me saliera bien, etcétera, si luego me hubieran denegado la condicional tendría que haber fingido que no me importaba gran cosa.
Se hizo el silencio mientras ella asimilaba lo que había oído.
-Eso es una bobada -dijo.
-Quizá.
Devlin abrió la mano con la palma hacia arriba y el cigarrillo entre los dedos.
-Yo podría haber escrito a la comisión. Podría haberte ayudado.
-Ya lo sé -dijo él. Era exactamente el tipo de escena que se había ahorrado al mantener en secreto su solicitud-. No quería que me ayudaras.
Las mejillas de Devlin volvieron a enrojecer. Lo miró largamente, con dureza, y dio una calada a su cigarrillo. A Klein, sorprendido, la combinación de sus pómulos altos y colorados, el gesto de succión en los labios y la mirada dura le produjeron una inmediata erección que no pudo dominar. Devlin exhaló una bocanada de humo.
-¿Sabes qué te digo, Klein? A veces pienso que eres un tipo medio decente.
Así pues, la había fastidiado. En fin, por lo menos podía despedirse de la preocupación de verla en el mundo exterior cuando por fin saliera de la trena. Necesitaría pasar algún tiempo a solas, y lo más probable era que ella le hubiese partido las pelotas en menos de una semana. Luego se le ocurrió que en el fondo sería muy agradable que Devlin, o alguna mujer semejante a ella, le rompiera las pelotas.
Devlin, muy tranquila, aplastó el cigarrillo en el cenicero y siguió hablando:
-Eres inteligente, eres de fiar, y a veces me has hecho reír, lo cual es todo un éxito aquí dentro.
-Vaya, muchas gracias, señorita Devlin -dijo Klein.
Sin sonreír, despacio, ella se le acercó. Klein se esforzó para no moverse de su sitio.
-Algunas veces -dijo Devlin- he pensado en mamarte la verga.
Klein experimentó una transitoria pérdida de la visión. Parpadeó y suplicó a sus piernas que no le delatasen. Procuró adecuar la temblorosa musculatura de su rostro a la que suponía sería la expresión de un hombre que daba por sentado que las mujeres bellas pensaban en chuparle la verga. Devlin se plantó delante de él, a muy pocos centímetros.
-Pero las más de las veces -siguió diciendo-pienso que eres un estúpido. Un patético estúpido.
Cerró el puño y levantó el dedo pulgar, que sostuvo delante de sus narices.
Klein aguardó a que una respuesta ingeniosa aflorase a sus labios. Tenía que haber alguna en alguna parte. Pero había quedado hipnotizado por sus ojos; estaba extraviado, sin habla. Eh, hola, soy Ray Klein, soy un estúpido. Un estúpido patético. Gracias por haberme aguantado un rato. Sentía la boca como si tuviera dentro un condón hinchado. Por todos los santos, tío, di alguna cosa.
-Necesito fumar.
Devlin era sólo tres, cuatro centímetros más baja que él. Tenía los ojos casi a la altura de los suyos. Los músculos oculares se le tensaron un poco.¿Habría sido porque le hizo gracia, o por el desprecio que tan merecido tenía?
-Vaya, creía que lo habías dejado -replicó.
-Y lo había dejado -dijo Klein-. Pero ahora que tengo la absoluta seguridad de que soy un estúpido me creo con derecho a empezar otra vez.
La vio desabrocharse el botón superior de la camisa, y luego el siguiente. Ella fijó la mirada en la boca de él.
-Pues empieza -dijo.
Klein aguantó las ganas de relamerse los labios. Miró en cambio los labios de ella. Igual que sus mejillas, los tenía colorados. Allá abajo, en el enclaustramiento sudoroso de su uniforme de recluso, la erección de su vida, ahora una potencia soberana e independiente de su voluntad, clamaba por su satisfacción. La estrategia psicológica nietzscheana que ponía en práctica Klein para su propia supervivencia le había posibilitado el resistirse al deseo de hacerle una insinuación a Devlin por espacio de doce meses. Se había resistido incluso a fantasear pensando en ella, a imaginar el tamaño y el color de sus pezones, la densidad de su vello púbico, la sin duda sublime belleza de la hendidura entre sus nalgas. Había preferido recurrir a los ejemplares de la revista Hustler que ocasionalmente aceptaba en su clínica privada subterránea en pago de las consultas médicas. Si Devlin había emitido alguna señal de que se sintiera atraída por él, Klein desde luego no se había atrevido a registrarla. Ahora en cambio ya era casi libre. Libre de fumar si quería, libre de tener sus fantasías, libre, Dios Santo, de ser un estúpido sin remedio si esto le apetecía. La erección expresó enfáticamente su aprobación, apremiándole: era libre de quitarse los malditos pantalones y de dejar que ella probara su semen, tal como tan obviamente anhelaba.
En vez de quitarse los malditos pantalones, Klein permaneció paralizado, mirando los labios tumescentes de Devlin.
Devlin le pasó la mano por el cabello y la detuvo sobre la nuca. Klein sintió que aquella mano tiraba de él. Ella abrió la boca y lo besó. Klein cerró los ojos; su sistema nervioso se convirtió en algo que era como un mar de cobre fundido. Permanecía con los brazos inertes, pesados, pegados a los costados; las entrañas, pesadas también, se hundían dentro de su cuerpo. Se apoyó en Devlin, se aferró a ella, se sujetó a ella. Sintió que se disolvía, que se esfumaba. Incluso aquella erección, la más grande de su vida, que apretaba contra el vientre de ella, dejó de ser algo ajeno a él y fue engullida por la fusión de todos sus sentidos. No supo siquiera si tenía la lengua en la boca de ella, o la lengua de ella en la suya. Se le escapó un gruñido que por poco fue un gemido. Después iba a darse cuenta de que ése había sido el único instante de beatitud pura y desinhibida que había experimentado jamás. Pero por el momento era incapaz de pensar. Devlin se separó de él.
Balanceándose y cambiando el peso de un pie a otro, Klein abrió lentamente los ojos. Vio que ella lo miraba fijamente, y le pareció quizá turbada por lo que ella misma había hecho. Tal vez no fuera tan fría como le había parecido. Pero era suficientemente fría. Tuvo una súbita idea que le desató un ramalazo de miedo en todo el cuerpo: Devlin había cambiado de opinión. Aquel beso que a él le había revelado el significado de la beatitud había sido para ella un terrible error. A fin de cuentas, él seguía siendo un recluso apestoso, indigno de sus atenciones. La poderosa y soberana erección que tenía lo dejó despectivamente al margen y se adueñó de todo su cuerpo. Con ambas manos, Klein agarró a Devlin por la cintura y atrajo su pelvis hacia la suya. Klein vivió un instante de sobresalto. Ella le miraba a los ojos, y él casi esperó que le soltase un rodillazo en la entrepierna. Devlin abrió la boca. Su lengua le invitó. Volvieron a besarse.
Klein la estrechó entre sus brazos, clavando los cantos de las manos en los duros huesos de sus caderas. A través del algodón de su camisa sintió que tensaba los músculos de los flancos. Le sacó el faldón de la camisa por la parte de atrás de los vaqueros, e hizo una pausa con el algodón blanco entre los puños. Separó con suavidad la boca de los labios que estaba besando, y apoyó la mejilla contra la de ella. Notó su respiración agitada en el oído.
No era sencillo. Debiera haberlo sido, sí, pero no lo era. De repente, todas las necesidades que tan despiadadamente había encerrado en las diversas jaulas de su psique comenzaron a zarandear los barrotes y a desgañitarse para que las oyera. El sexo, la pena, la tristeza, la alegría, la soledad, la esperanza, la excitación, la ira, y más tristeza, y más tristeza aún, una tristeza causada por las hojas secas del otoño y por los atardeceres del invierno en la bahía, que tanto había anhelado, que tanto había echado en falta mientras estuvo atrapado en el trullo; tristeza por los amigos que había perdido, por los que podría haber tenido, por los que nunca llegó a conocer; tristeza por los hombres que había visto morir con sus propios ojos, por los que ahora, como Vinnie López, iban a morir sin él; por Earl Coley y Henry Abbott, por todos los que nunca verían el cambio de las estaciones del año dentro de aquellos muros de piedra; tristeza por el dolor y por la rabia que lo habían condenado a ese lugar atroz, por el dolor y la rabia que había tenido allí encerrado; por el hombre que pudo haber sido y por el hombre que meramente era. Klein supo que a pesar de todo lo que había luchado, a pesar de todos sus esfuerzos, al final no había sido capaz de impedir que sus propios fantasmas y los fantasmas de la cárcel entrasen hasta lo más profundo de su corazón.
Notó los senos de Devlin contra el pecho; notó que su miembro frotaba el vientre de ella, y notó la solitaria hoguera que ardía en el suyo. Y también allí encontró la tristeza. La única carne que había tocado Klein en el transcurso de tres largos años había sido la carne de los reclusos enfermos. Ahora, sus dedos estaban a punto de tocar la piel de una mujer, pero no la piel de una mujer cualquiera, sino la piel de la que era a sus ojos la más bella mujer de la historia. Le temblaban las manos, alzó los faldones de la camisa y las introdujo por debajo. Cuando rozó con las yemas de los dedos la curvatura de la espalda, cuando su piel tocó la de ella, una oleada de emoción innombrable atravesó todo su cuerpo, y sus ojos cerrados con fuerza se anegaron de lágrimas, y su angustia se soltó con violencia de sus amarres, para elevarse entre aullidos por el hondo, infinito espacio de su pecho. En ese instante, todas las tristezas y todos los deseos, todo el pasado y todo el futuro, quedaron aunados en el presente. En este presente, Klein la amó. La amó con todo su ser y para siempre. Y supo que la amaría para siempre hasta que todo él, con todas sus penas, hubiese vuelto al polvo.
-¿Klein? -le llamó Devlin.
Le hablaba con gran suavidad al oído, con voz preocupada. Klein se dio cuenta de que ella notaba las lágrimas que a él le corrían por el cuello. Desde que era un adulto hecho y derecho, nunca había llorado delante de una mujer. Nunca. Una abrumadora sensación de vergüenza extinguió de golpe todos sus demás sentimientos. Mantuvo la cabeza apretada contra la de ella, para que no pudiera mirarle a la cara.
-¿Estás bien?
-Estoy bien -dijo Klein con voz llana, dura-. No digas nada.
Su vergüenza era de aquel género único que sólo puede sentir un hombre delante de una mujer, y nunca delante de otro hombre, ni siquiera delante de sí mismo: la vergüenza de manifestar ante ella todas sus debilidades, todo su dolor. Klein era plenamente consciente de la cantidad de literatura científica dedicada a lo provechoso de aquel tipo de expresiones, toda ella copiosamente fertilizada con abundancia de sandeces. No creía una sola palabra. Como no estaba al alcance de las mujeres comprender o paliar el dolor, su única ganancia como testigos de él era incrementar su ventaja emocional, a laque se aferraban con manos como garras. Tal vez fuese triste que Klein hubiera preferido arrodillarse llorando delante de Nev Agry a hacerlo delante de la mujer que amaba, pero era verdad pese a todo. El desprecio de un hombre, si tal fuera su respuesta, es algo con lo que se puede vivir. El de una mujer -y entre todas las mujeres, ¿hay alguna que no albergue desprecio en el fondo de su corazón?- tiene un sabor más aciago que el de la muerte. Devlin a buen seguro que lo habría tornado por un demente si hubiera llegado a oír todo o parte de esto, y tal vez sí estuviera loco. Sin embargo, Klein había visto llorar a suficientes hombres, los había visto con sus mujeres o con sus novias, y había visto a suficientes muchachos con sus madres, para pensar de otro modo. Klein arrimó los labios al cuello de Devlin y lamió las lágrimas, limpiando con ellas todo rastro de su vergüenza. Gracias a su fuerza de voluntad, logró que su corazón quedara a la altura de la dureza de su verga. Y de nuevo besó a Devlin en la boca. Esta vez, la beatitud y la angustia de la vergüenza cedieron su lugar a una convulsión sexual pura y sin cortapisas. Se acabó la censura. Se acabó la tristeza.
La mordió en los labios, en la cara; recorrió con las yemas de los dedos la larga y blanca curva de su cuello; casi a puñados le agarró las carnes de la espalda, como si fuese a arrancársela del costillar para devorarla. A Klein se le escapaba por la laringe y a borbotones un ruido áspero, amorfo, un estridor primigenio, jalonado por la succión de la saliva y los chasquidos de la lengua, los aullidos y lamentos de una privación tan brutal, de una necesidad tan honda que entonaba su cántico sin palabras desde la médula misma de su ser. La sostuvo con fuerza, apretándola contra su pecho, y casi la levantó en vilo; echó a andar hacia atrás, llevándola consigo al otro lado del despacho de la enfermería; en todo momento le acarició con los dientes la línea de la barbilla, el cuello, la fina piel que le cubría la clavícula. Notó que chocaba de espalda contra la pared, al lado de la puerta; se dio la vuelta sin soltar a Devlin y la apoyó contra los ladrillos amarillentos. Klein hizo una pausa y se inclinó un poco hacia atrás para contemplarla.
Devlin respiraba entre jadeos. Tenía los ojos enormes, cargados de estupor y teñidos por la sombra del miedo. Echó atrás la cabeza y los hombros hasta apoyarse del todo contra la pared, a la vez que arqueaba la espalda para hincarle la pelvis en el miembro, alzando la boca roja y húmeda hacia él. Klein se contuvo y aguantó su embate mirándola de hito en hito: sólo el verla le llenaba de un dolor más terrible que todos los vividos en las tinieblas de su confinamiento. Devlin volvió la cabeza a un lado y miró al suelo. Entrecerró los párpados como si se adormeciera. Se agarró la camisa y se la levantó por encima de los senos. Llevaba un sostén blanco del que sobresalían las oscuras, duras protuberancias de sus pezones. A Klein se le salió el alma por la boca, en caída libre, hacia el olvido. El abdomen de ella, tenso y agitado por el alboroto de su caja torácica, ondulaba con cada inspiración. Sin mirar a Klein, Devlin levantó la mano izquierda y bajó una de las copas del sostén, dejando al aire el seno. Los músculos inguinales deKlein, su pene y sus testículos, se tensaron y sintió el cosquilleo del fluido lubricante, previo a la eyaculación. Llevó la mano al mentón de la mujer y le volvió la cara para que lo mirase. Devlin abrió los ojos, ahora oscuros y turbulentos como el mar. Klein la estuvo mirando durante un tiempo infinito. Sin dejar de mirarla a los ojos, llevó la mano al coño y la hizo ponerse de puntillas.
A Devlin le flaqueó su desordenada respiración; emitió un hondo sonido gutural y no parpadeó, ni apartó la mirada de los ojos de él. Presionó contra sus dedos y notó que la tela de sus vaqueros cedía un poco cuando se le abrieron los labios del coño. El arrebol de sus mejillas había adquirido una intensa tonalidad encarnada. Klein notó la mano de Devlin en su verga; le agarró con fuerza, casi con autoridad. Lo atrajo hacia arriba. El tembló al sentir la secreción en el glande. Se besaron succionándose la boca mutuamente; los dientes de ella chocaron fuerte contra los suyos. Klein la sujetó por las caderas y la volvió de cara a la pared, aunque ella siguiera con la boca pegada a la suya. Apretó la verga contra los vaqueros de ella, en la hendidura de su trasero, y notó que ella le correspondía con fuerza, apoyando los antebrazos contrala pared y agachando la cabeza. Le deslizó las manos hasta las axilas y le dejó los senos al aire. Ella se retorció cuando él le pellizcó ambos pezones. Klein cerró los ojos y le mordió la piel que le cubría las vértebras, allí donde se iniciaba la curva de su cuello. Sintió el ímpetu creciente de la eyaculación hincharle la pelvis; era demasiado pronto. Cesó sus embates y la abrazó por la espalda; su sudor mojaba a Devlin la camisa y la piel. Ella retrocedió en el momento en que iba a correrse, y Klein de inmediato quiso que se volviera a acercar. Oyó el tintineo metálico de la hebilla del cinturón y se le escapó un gruñido. Devlin se abrió los botones de la bragueta y comenzó a bajarse los pantalones con una sola mano. Klein vio entonces la tirilla de un tanga que desaparecía entre sus nalgas.
Mientras la lava de un orgasmo inminente se henchía de nuevo en su verga, se dio cuenta de que llevaba más de una semana sin masturbarse, y comprendió que en ese momento era literalmente imposible que pudiera follarla durante más de diez o doce embates sin eyacular. Un hilillo de pánico humeó en sus entrañas. Hubiese querido echar con ella el polvo más memorable de su vida, pero había pasado demasiado tiempo desde la última vez. Tres años nada menos. No estaba en condiciones. Y tenía que estar en condiciones. Era nietzscheano, era un guerrero shotokan. Su fuerza de voluntad dominaría sus nervios autónomos, y follaría hasta que ella no pudiera aguantar más. El humo del pánico se tornó acre, denso. El nietzscheano tosía y farfullaba. Comenzó a sonar un timbre de alarma.
Tuvieron que pasar unos cuantos segundos, mientras Devlin se retorcía y se apretaba contra él con expresión de apremio en el rostro, antes que Klein comprendiera que el timbrazo no provenía de su interior, que no lo estaba imaginando, sino que sonaba en el timbre adosado a la otra pared del despacho. Klein se volvió aturdido. Bajo el timbre se iluminó una bombilla roja, la correspondiente al Pabellón Travis.
-Paro cardiaco, Klein -dijo Devlin-. ¿Klein?
-Mierda -gruñó Klein.
Se pasó ambas manos por las mejillas y la frente para secarse un poco el sudor, y luego se alisó el cabello.
-Quédate aquí -dijo.
Miró de reojo la bombilla roja y echó a correr.
-¿Quieres que te ayude? -le gritó Devlin.
-No.
Klein salió al pasillo. Pabellón Travis. Segunda planta. Subió la escalera de tres en tres. Al coronar el primer tramo resbaló y se dio un golpe en la espinilla contra el filo de uno de los peldaños. Soltó un juramento envenenado y siguió corriendo, aunque las punzadas de dolor le llegaban hasta la rodilla. Una imagen de supremo horror acudió a su mente: Sapo Coley caído de bruces en el suelo, y Cojo Cotton registrándole los bolsillos en busca de las llaves del dispensario. No, imposible, se tranquilizó: sólo Sapo hubiese tenido la cordura necesaria para accionar la alarma. Al abrir la puerta de un empellón, nada más llegar a la segunda planta, oyó el rugido de Coley:
-¡Gilipollas, echadme una mano! ¡Wilson, ven acá!
Klein entró en la sala corriendo y pasó entre las dos hileras de camas de hospital. La puerta que separaba la sección en dos salas se hallaba abierta; al fondo, Coley estaba inclinado encima de Greg Garvey. Con las dos manos abiertas le apretaba rítmicamente el esternón. Klein atravesó la puerta y llegó al lado de la cama. Echó atrás la cabeza de Garvey, le cerró las ventanas nasales y aplicó la boca a sus labios. Estos tenían una tonalidad azulada, oscura. Expelió el aire en los pulmones de Garvey, dejó que se le desinflaran y volvió a soplar. Al mismo tiempo introdujo la mano entre sus piernas y le buscó el pulso en la femoral. Latía, pero con gran debilidad, y sólo a compás del masaje cardiaco de Coley.
-Para un momento -dijo Klein.
Coley dejó de apretar el pecho y se secó la frente con el antebrazo. Bajo los dedos de Klein, el pulso había dejado de latir y no volvió. Klein levantó el párpado derecho de Garvey. La pupila, dilatada, no reaccionó ante la luz. La izquierda estaba igual. Coley reanudó el masaje.
-¿Lo has visto desmayarse? -dijo Klein.
Coley negó con la cabeza. De la punta de la nariz le cayó una gota de sudor al pecho de Garvey.
-Estaba cambiando una cama en el otro extremo. Me lo encontré así al volver de la lavandería.
Ha muerto, Sapo -dijo Klein-. Ya no podemos hacer nada por él.
Puso la mano encima de las de Coley. Este dejó de aplicar el masaje. Al cabo de un momento apartó las manos y miró la camisa de Klein, empapada en sudor.
-¿Dónde estabas?
A Klein se le tensó la mandíbula.
-Estaba en el despacho. Lo sabes de sobra. Coley se limitó a mirarlo. Klein añadió:
-El estado de Grey era terminal. Hicimos todo lo posible.
-¿Hicimos? -le replicó Coley con un tono feroz por la sensación de pérdida que intentaba reprimir-. Tú te has largado, cabrón. Aquí ya no hay un «nosotros». ¿A ti qué cojones te importa?
-Sapo… -dijo Klein con suavidad.
Coley había visto a cientos de hombres salir de la enfermería metidos en una bolsa de plástico, directos a la fosa común. Klein sabía que su violencia no tenía que ver con la muerte de Garvey. Y Coley también era consciente de ello. Se quedó respirando con pesadez, exhalando el aire por las ventanas nasales.
-Lo siento, tío -dijo.
-No pasa nada -asintió Klein.
Coley cubrió con la sábana la cara de Garvey. Se irguió y miró al otro lado del pasillo, a Cojo Cotton, con una expresión pétrea que a Klein le erizó el vello de la nuca. Cotton se encogió en su cama. A Klein le llamó la atención un amplio hematoma que ocupaba la mitad izquierda de su rostro.
-¡Yo no he hecho nada!
La voz de Cotton era un chillido de terror. Coley avanzó hacia él. Klein dio la vuelta a la cama y se plantó en su camino.
-Sapo… -le dijo.
Coley no le quitó a Cotton los ojos de encima al menos durante quince segundos. El Cojo se agitó en la cama, arrugando las sábanas entre las manos.
-¡Yo no he sido! ¡Díselo tú, Wilson!
Coley miró a Klein, y habló con un tono lo bastante alto para que Cotton le oyera con nitidez:
-Esta misma tarde tenía previsto devolver a Cojo a la galería. -Dirigió una mirada demoledora hacia la acobardada figura de Cotton-. Pero me parece que, visto lo visto, mejor será que se quede aquí un tiempo.
Coley pasó por delante de Klein y salió de la sala. Klein lo siguió con la mirada, y por el rabillo del ojo se fijó en Reuben Wilson. Este tenía una de las pocas mentes aún equilibradas que había en el trullo. En aquel momento, Klein no pensaba que la suya estuviera en condiciones de ser una de ellas. Cambiar unas palabras con Wilson posiblemente le sentara bien, así que se acercó a su cama.
-A mí me pareció que Garvey dormía. No pude hacer nada.
-A Garvey le había llegado el momento -dijo Klein-. No vale la pena darle más vueltas. ¿Qué tal tienes la barriga?
Wilson se encogió de hombros con cierta rigidez.
-Bien; vamos, digo yo…
-A ver, deja que te eche un vistazo.
Tomó asiento en el borde de la cama. Quince días antes, Wilson estuvo a punto de morir en la celda de castigo. Había recibido un golpe de considerable fuerza, cuya exacta naturaleza nunca pudo ser oficialmente aclarada, como tampoco lo fueron las circunstancias en que se produjo; fue un golpe que lo había alcanzado entre la novena y la décima costilla del lado izquierdo, por la espalda, a resultas del cual se le había reventado el bazo. Wilson había sufrido una hemorragia por la que vertió unos dos litros de sangre en su cavidad peritoneal mientras estaba tendido en el suelo de la celda pidiendo ayuda. El capitán Cletus, que pese a ser un hijo de puta profesional sabía distinguir a un moribundo sólo con verlo, se hallaba de guardia esa noche, y despertó a Klein cuando éste dormía en su celda. Al no detectar presión sanguínea y comprobar en cambio que tenía ciento sesenta pulsaciones por minuto, introdujo una vía de suero en la vena subclavia de Wilson y le metió dos bolsas de solución salina mientras esperaba a que llegara la ambulancia para llevárselo al hospital general. Tres días después, habiendo recibido una transfusión de doce unidades de sangre y tras una operación quirúrgica de urgencia para extirparle el bazo, Wilson fue devuelto a Green River.
Wilson se levantó la camiseta para que Klein lo examinara. Desde el esternón y casi hasta el hueso púbico tenía una cicatriz aún reciente. En el interior del abdomen, las paredes musculares estaban sujetas gracias a una sutura de nailon del número dos. La herida más superficial había cicatrizado bien. Klein le pasó la mano por el vientre. -Tiene buena pinta -dijo.
-¿En serio? -replicó Wilson-. Es la puta cicatriz más grande que he visto en la vida, y te aseguro que he visto unas cuantas.
-Los cirujanos necesitaban espacio para trabajar, y no tenían tiempo para preocuparse de lo que pensarían las señoras cuando te chupasen el pito.
-Sospecho que ése es un problema por el que tampoco yo voy a tener que preocuparme… -dijo Wilson-. Al menos durante una temporada.
Una mano helada le apretó a Klein el corazón. Wilson cumplía una condena de noventa y nueve años a perpetuidad por un asesinato que el mismo Cletus tenía dudas de que hubiese cometido. Wilson había sido aspirante al cetro mundial de los pesos medios, pero debió de fastidiar a un importante promotor de veladas boxísticas que tenía relaciones con la mafia, y un día despertó en una habitación de un motel de Dallas ante seis policías armados que estaban hablando de que aquel negraco de mierda iba directo a la silla eléctrica. En la habitación contigua había una prostituta asesinada, estrangulada, con unos calzoncillos marca Versace metidos en la boca, que llevaban las iniciales de Wilson. A él no le detectaron ni rastro de drogas o alcohol en sangre, ni tampoco se halló una sola prueba que lo relacionase con la prostituta: sólo los calzoncillos, aparte de algún vello púbico perteneciente a Wilson. Parecía poco probable que estando absolutamente sobrio Wilson hubiera estrangulado a una desconocida y que luego se echase a dormir en la habitación de al lado. En cualquier caso, aquello sucedió en Tejas, Wilson era un negraco que gastaba calzoncillos extranjeros, de una marca de lujo, y la mujer asesinada era blanca. Unas cuantas estrellas del pop, así como algunos actores de Hollywood, organizaron una campaña en favor de Wilson; llegó a convertirse en una cause célebre, pero en cuanto se apagó la breve llamarada de la publicidad, nadie se acordó de quién era Wilson, sobre todo en Hollywood, y el juez rechazó su recurso de apelación. Tendría la posibilidad de solicitar la condicional cuando hubiera pasado un mínimo de veinte años en la cárcel.
Wilson sacó un paquete de Camel con filtro de debajo de la almohada, tomó uno y ofreció el paquete a Klein. Este suspiró y negó con la cabeza.
Wilson se metió el cigarrillo en la boca.
-He oído lo que decía antes Coley. ¿Significa que te han dado la condicional?
Klein asintió. Wilson sonrió y le tendió la mano. Se la estrecharon.
-Bien hecho, tío; no le hagas ni caso a Coley. Está obsesionado contigo.
-Oye, ¿podrías hacerme un favor antes de que salga? -dijo Klein.
-Tú dirás -contestó Wilson.
-Quiero ver a Claude Toussaint, despedirme de él.
Wilson asintió.
-Claro, ¿por qué no?
-No creo que Stokely Johnson me deje pasar sin que tú des el visto bueno.
-Dame un papel -dijo Wilson.
Klein sacó del bolsillo de la camisa un bolígrafo y una libreta medio empapada de sudor. Wilson garabateó un breve mensaje, arrancó la hoja, la dobló y se la entregó.
-Muchas gracias.
-Claude te cae bien, ¿no?
Cuando era un recién llegado aquí dentro -comentó Klein-, Claude se portó muy bien conmigo; me presentó a Agry, consiguió que me hiciera algún favor. Me invitaba a tomar café por la mañana y cócteles por la tarde en su celda.
-Cuando iba de tía por la vida, a Claude le gustaba dárselas de anfitriona de la alta sociedad -dijo Wilson.
-¿Le guardas rencor? -preguntó Klein.
-Hay gente que sí se lo guarda. Yo no. Cada uno ha de sobrevivir como buenamente pueda. Y Claude se lo montaba de puta madre en la galería D. ¿Por qué habrá querido que lo devolvieran a la B?
Según se comenta en la D, no tuvo elección. Dicen que Hobbes ordenó su traslado por petición tuya.
-Una mierda -dijo Wilson-. Nos contó que pidió el traslado porque estaba harto de ser la zorra de Agry.
-Puede que sea cierto, y que él haya contado otra cosa para estar protegido -meditó Klein-. Si Agry pensara que Claude lo ha dejado porque ha querido, ordenaría que lo empalasen antes del segundo recuento.
-Agry es un hijo puta y está loco -le dijo Wilson.
-Agry sólo está chalado. Hobbes sí está loco de atar, en serio. Tanto que no le vendría nada mal empapuzarse de torazina y que le pusieran luego una camisa de fuerza. Y si no, poco le falta.
A Wilson se le ensombreció el rostro por la preocupación.
-El estado de excepción es una locura, sin duda. Yo no entiendo a qué viene, qué pretende, a no ser que haya decidido que ya era hora de demostrarnos a todos quién manda aquí dentro. ¿Qué tal en la galería B?
-Se pasa calor -dijo Klein.
Wilson se encogió de hombros.
-En fin, eso no es tu problema. Ya no es cosa tuya. Como dijo Coley, tú te largas, cabrón. -Wilson sonrió y Klein le devolvió la sonrisa. Miró el reloj.
-He de ir a informar a Cletus de la muerte de Garvey.
-Pásate por aquí antes de marcharte -dijo Wilson.
Klein asintió y salió de la sala. En el rellano de la escalera lo estaba esperando Coley. Miró a los ojos a Klein, y luego miró al piso de abajo.
-No es nada personal -dijo Coley-, pero no quiero volver a ver por aquí a la mujer. Que se largue cuanto antes. No lo digo por despecho, pero… -Coley hizo una pausa para encontrar las mejores palabras, y al no conseguirlo se volvió a Klein-. ¿Me entiendes?
Klein asintió.
-Claro, Sapo. Yo me ocupo de eso.
Apoyó la mano sobre el hombro de Coley. Este meneó la cabeza y apartó la cara. Klein le dio un apretón en el hombro.
-Volveré después del tercer recuento -dijo.
Coley asintió sin decir nada. Klein lo soltó y se dirigió a la escalera para bajar al despacho de la enfermería.
Lo único que tenía que hacer era despachar a su nueva amante del edificio e informar de un fallecimiento al club de fans de Doris Day.
Sintió que se le habían agotado las fuerzas y miró el reloj. Si le quedase tiempo después de rellenar los impresos que debía entregar a Cletus, tendría que dar la cara ante Stokely Johnson y sus corredores de fondo en la cantina, y así podría despedirse de Claude Toussaint. No tenía ninguna obligación, pero deseaba hacerlo. Sintiendo cierta opresión en el estómago, dobló por el pasillo para llegar al despacho y ver a Devlin. Confiaba en que ella lo entendiese; no tenía ningunas ganas de que le montara una escena.
Su último día en la cárcel ya iba siendo más complicado de lo que había supuesto. El aviso de Cletus lo traía a mal traer. Sin embargo, se había resistido al cigarrillo que le ofreció Wilson. No era probable que las cosas fueran a peor. Abrió la puerta del despacho y entró.
11
Héctor Grauerholz iba muy pasado de vueltas. Pletórico, exaltado; como una moto. Y no por las drogas, ojo. Hec rara vez las tomaba, y cuando lo hacía era casi siempre algún calmante que apagara los excesos naturales con que lo arrebataban los productos químicos caprichosamente producidos por su cerebro. A las ocho de la mañana de un día cualquiera, Grauerholz tendía a comportarse como un individuo saturado de metedrina. Ahora mismo estaba que se salía. Se sentía tal como en su imaginación debía de sentirse un águila que surcase las corrientes de aire caliente, en el momento de ver a un animalillo allá abajo, a su alcance. Puede que fuera un conejo, o una paloma. Eso. De pronto le asaltó una duda: no estaba del todo seguro de que las águilas cazaran palomas. Puede que no hubiera muchas allá arriba, en las montañas, pues bastante tenían con cagarse encima de las estatuas, vivir en los palomares y demás. Puede entonces que fuera al revés: él era un águila atrapada en un palomar. Cojones, eso era. Un palomar tan grande como para volar dentro. Una sacudida eléctrica le recorrió los huesos. Una descarga de gas hilarante le llenó el pecho. En los ojos le bailaron lucecillas. Eso sí que era bueno, tío. Unos acordes primitivos le resonaron en los oídos, como si unos cavernícolas tocaran la guitarra en una mazmorra de acero inoxidable. Wang Dang Doodle, toda la noche sin parar.
Grauerholz estaba en el taller próximo al muro norte, frente a la puerta posterior y a las puertas de carga que daban al comedor y las cocinas. El taller era una especie de hangar gigantesco, con techo de chapa ondulada y puertas de aluminio abatibles. La nave estaba repleta de tarimas con ladrillos, de bloques de cemento prefabricado, sacos de argamasa, rollos de alambre, unos tirantes de hierro marcados con unos números blancos sobre la pintura anaranjada antioxidante. Junto a las puertas abatibles, sentado en un taburete y hojeando la sección de deportes del periódico, estaba un boqueras negro llamado Wilbur. Agry había dicho que fueran con cuidado al tratar a los funcionarios. Grauerholz no había terminado de entender a qué se refería, pero estaba dispuesto a intentarlo. Sentía el arma de Larry DuBois, metida dentro del cinturón, como si tuviera una erección. Se dijo que debía ahorrar municiones, que no convenía perder los papeles. También eso iba a ser difícil. A unos les iba más el pincho, les gustaba la sensación del contacto personal. Se acordó de cómo le rebanaba Agry el pescuezo a DuBois; se acordó de la cara que se le puso. Grauerholz también disfrutaba de esa manera, por supuesto, pero le iban más las armas de fuego, no había punto de comparación. Bang, bang, bang y sanseacabó, así de fácil. Terrible. Qué joder: era demasiado alucinante para explicarlo con palabras. Horace Tolson pasó a su lado arrastrando los pies, con un saco de cemento sobre el hombro. Uno de los lados de la barba se le había puesto gris a causa del polvo.
-Dile a Bubba que vaya a buscar a Sonny Weir -dijo Grauerholz-. Y luego les dices a los chicos que ya es hora de mover el viejo noventa y nueve.
Horace cambió de rumbo y se dirigió adonde estaba su hermano. Al mismo tiempo, Grauerholz se aproximó a Wilbur. Cuando éste lo vio venir, se puso en pie, dobló el periódico y se lo guardó en el bolsillo de atrás. Delante de Grauerholz todo el mundo se ponía nervioso, al menos por lo que él mismo alcanzaba a recordar. Nunca lo había entendido, hasta el día en que le preguntó a Klein qué mosca les habría picado. Klein le explicó que se debía a que Grauerholz era el ejemplo más puro de psicópata que hubiese encontrado en su vida. Según se aproximaba a Wilbur, puso la cara de ángel que, a su juicio, tenía que agradar a todo el mundo. Wilbur parecía más nervioso que nunca.
-Permiso para utilizar la sierra, jefe Wilbur -le dijo.
Wilbur se calmó un poco.
-Claro, Grauerholz. Y deja de decir «jefe», joder. De sobra sabes que has de llamarme «señor».
-Sí, señor. Lo que tú digas, señor Wilbur. Y gracias.
Grauerholz se dirigió a la parte posterior del taller. Por el camino, abrió los brazos para mantener el equilibrio y pasó a la carrera por encima de un tirante de hierro fundido que estaba tirado en el suelo, destinado a suplir una de las vigas corroídas de la bóveda de la galería C. La cárcel era tan asquerosamente vieja que siempre había algo pendiente de reparación. Los dos extremos del tirante se ahusaban hasta formar sendas cuñas, por las cuales serían afianzados al muro y a la viga maestra. Tenía unos diez metros de longitud, y estaba marcado con el número «99» en uno de los costados. Amarrados a tres agujeros de tornillo había a uno y otro extremo sendos cabos de gruesa soga de nailon que facilitarían el transporte de la pieza. Grauerholz saltó al llegar al final y se escabulló hacia el recio banco de hierro, situado al fondo del taller. La sierra eléctrica estaba fijada a la parte posterior del banco. Habitualmente quedaba oculta a la mirada de Wilbur gracias a una gran plancha de acero que se apoyaba contra el frente del banco. Grauerholz accionó el interruptor de la pared y pulsó el botón rojo de la sierra. La hoja circular y dentada, de un gris plomizo, comenzó a girar con un chirrido capaz de irritar los nervios a cualquiera, amplificado más aún por las vibraciones de la plancha de acero.
Mierda puta. Grauerholz se acordó repentinamente de la sensación que había tenido cuando violaba a una mujer en su apartamento de Forth Worth, una de aquellas perras que gastaban traje sastre y levantaban fácilmente sesenta mil dólares al año. Mientras se la estaba tirando, sin correrse, oía por el walkman a Howlin Wolf, que cantaba a todo volumen Wang Dang Doodle; de paso, le marcó sus iniciales -HG- en ambos pechos, utilizando un cuchillo de cortar linóleo. Le había producido la misma sensación de vértigo que tenía ahora. Qué pasada, tío… No llegó a matar a aquella mujer. La dejó en cambio con las cicatrices y con cien mil dólares que gastarse en una buena psicoterapia. Si hubiese pensado que lo iban a detener -y en ningún momento pensó en tal posibilidad- quizá la habría matado, pero lo cierto es que esa idea no llegó a pasársele por la cabeza.
Tal como Klein le había explicado con todo detalle eso ocurrió porque Grauerholz era uno de esos individuos, poco corrientes incluso en Green River, para los cuales no existía ni un solo paso que separase el pensamiento de la acción y para los cuales cualquier consideración sobre el futuro, por consiguiente, les era totalmente ajena. Algunos hablaban de tomarse cada día tal como viniera; Grauerholz se tomaba así cada minuto. La única vez en que pensó en el futuro fue cuando cayó en la cuenta que tanto si ganaba, perdía o empataba, un buen día iba a terminar igual que su afable padre, un hombre sumamente respetuoso con la ley: grueso, cerca de los cincuenta años de edad, totalmente jodido. Es decir, peor que muerto. Así pues, ¿para qué cojones iba a preocuparse? Le gustaba la vida carcelaria. Tenía cama y comida gratis, sentía constantemente la vibración de la acción inminente, y ése era un juego al que jugaba día y noche, apostándoselo todo. Al principio echó en falta un buen polvo, claro, pero con el tiempo terminó por olvidarse de esa mierda. Casi todos los tíos se limitaban a jalársela o a pagar por una buena mamada -o bien a conseguir que uno de los boqueras se lo hiciera gratis-, pero más que nada para tener la tranquilidad de saber que el aparato aún les funcionaba. Fijo que tampoco les producía tanto placer, qué cojones. A Grauerholz, al menos, no. Lo mejor del asunto siempre había sido oír cómo sollozaban las perras cuando las castigaba, y ahora que ya no andaba ninguna a su alrededor, ahora que ya ninguna le provocaba, más o menos había terminado por olvidarse de ellas, y del sexo también.
Lo que había intentado aclarar Klein era que esa ausencia de distancia entre el impulso y la acción era precisamente lo que a todos aquellos comemierdas les daba verdadero miedo en él. No era un tío grande ni musculoso, no era especialmente listo, pero estaba más loco que una puta cabra, que un perro que mata ovejas a dentelladas, al que hay que encadenar primero y después matar de un disparo, y por eso todo el mundo le rehuía. No tenía claro que ésa hubiera sido la intención de Klein, pero lo cierto es que Grauerholz se quedó más a gusto que nunca consigo mismo.
La ensoñación de Grauerholz terminó cuando Bubba Tolson trajo a Sonny Weir a empujones, guiándolo sólo con uno de sus dedos en la espalda. A Sonny se le había puesto la cara de un color verde claro; le temblaban los labios y se agitaba como si fuera un bote de lombrices vivas para pescar.
-Eh, Sonny, ¿qué leches te pasa? -le dijo Grauerholz con su mejor sonrisa de cantor de un coro de iglesia. Tuvo que hablar muy alto, para que el chirrido de la sierra no ahogara sus palabras. Weir logró esbozar una sonrisa quejumbrosa.
-Es que tengo diarrea -dijo.
Grauerholz hizo una mueca de conmiseración y sacudió la cabeza.
-Pues tendrías que haberlo dicho, chaval. Si no te cuidas un poco, ya me dirás quién se va a preocupar por tu salud.
-No me hace ninguna gracia ir a la puta enfermería. Eso está lleno de maricones, ¿sabes?
Grauerholz hizo un gesto a Bubba, que se arrimó con toda su estatura a la escuchimizada figura de Weir.
-Me da miedo cogerme algo aún peor, ¿sabes? -prosiguió Weir-. Eh, ¡joder!
Bubba agarró a Weir por detrás: con un brazo abarcó su cuerpecillo, y le puso la otra mano, gruesa y polvorienta, sobre la nariz y la boca. Weir forcejeó y dio unas patadas al aire. Bubba lo levantó en vilo y se lo llevó detrás de la plancha de acero que ocultaba la sierra eléctrica. Grauerholz miró a la esquina más alejada de la nave, donde Horace Tolson apilaba en ese momento un nuevo saco de argamasa en un ordenado montón. Horace hizo un alto para mirarlo. Grauerholz le hizo una seña con el pulgar en alto, y acto seguido se apretó el puño con el pulgar, como si fuera un detonador.
Horace agarró un ladrillo y se acercó al jefe Wilbur. Lo dejó tirado en el suelo de un solo golpe.
Mientras Horace arrastraba el cuerpo inerte de Wilbur hacia el interior de la nave, fuera de la vista del francotirador situado encima del muro oeste, Grauerholz se colocó tras la plancha de acero y dedicó una sonrisa a Weir. El chirrido de la sierra eléctrica aumentó de intensidad, tornándose más agudo. Tras la mano inmóvil de Bubba, la cara de Weir empezaba a hincharse y a ponerse morada; movía los ojos sin cesar, como si fueran a caérsele sobre los pómulos.
-Muy bien, chivato de mierda -gritó Grauerholz para hacerse oír por encima del ruido-. ¿Qué brazo quieres conservar?
12
Con una mezcla de enfurecimiento y desconcierto, Devlin vio a Klein marcharse y atravesar el patio en dirección al edificio principal del presidio, donde debía estar presente a la hora del tercer recuento. Por su instinto de mujer liberal, de profesional dedicada a la salud mental, intentó averiguar por qué la había hecho salir deprisa y corriendo de la enfermería para dejarla en la recepción como si fuera un estorbo, por qué se mostró tan frío y tan inaccesible después de la furia sexual que ella había desatado en él cuando estaban en el despacho de la enfermería. Greg Garvey había fallecido en circunstancias adversas. En la enfermería reinaba un obvio mal humor. Coley estaba muy abatido. Era preferible que ese día ella no estuviera por allí. Bla, bla, bla. Su instinto de mujer liberal la llevó a ser comprensiva, le subrayó que en el fondo era natural que esa muerte hubiese afectado a Klein, a Coley y a los demás. En cambio, instintivamente, estaba segura de que era todo una bola. Otras veces habían muerto otros reclusos estando ella allí dentro. Caían como moscas, casi siempre con las clásicas baladronadas con las que se las dan de duros, con no pocos despliegues de machismo a la defensiva. No, en el fondo tenía que ser por algo relacionado con lo sexual, y Devlin incluso se preguntó si no lo habría estropeado todo para siempre.
Repasando lo ocurrido, tomó asiento para esperar -como de costumbre- a que pasara el largo rato que precedía a su salida por la puerta de recepción, aunque estaba estremecida, turbada incluso por las enormes ganas que tuvo de que Klein se la follase allí de pie, inclinada contra la pared. Y no sólo que la follase, sino también que la follase salvajemente y sin piedad en aquella mísera habitación, con aquella humedad y aquel calor, rodeada por el sufrimiento y por la muerte. Otros hombres la habían deseado, muchos, pero nunca había experimentado nada parecido a la sudorosa, enrabietada carnalidad de Klein, a un tiempo tierna y aterradora, animal y amable. También había tenido ella arrebatos de lujuria, pero nunca había vivido nada que se pareciera al delirio que sintió en aquella habitación. Sin condones, sin precauciones. Dios Santo, debía de haber perdido la cabeza. O no, puede que al menos por una vez hubiese perdido la cabeza para encontrarse a sí misma. Algo se rebelaba en ella contra la gélida voz de la razón. Ojalá la hubiera follado hasta correrse peligrosamente dentro de ella. Ojalá hubiera vuelto tras ver morir a Garvey para terminar el trabajo que había empezado. La voz de la razón, su instinto de liberal, se encogían de espanto. ¿Qué estaba diciendo? De nuevo encontró la respuesta en las tripas: estoy diciendo que os den viento a todos. Quiero su verga dentro de mí, quiero sus manos encima de mí, quiero oírle gemir muy cerca de mi oído. Me da lo mismo qué haya hecho, dónde haya estado, adónde esté pensando en ir. Lo conozco. Lo quiero. Durante unos pocos minutos lo he conocido mejor de lo que he conocido a nadie. Y él me ha conocido. Le amo.
Le amo.
Por un momento dejó a un lado esos pensamientos en conflicto y permaneció sentada y sumida en un profundo silencio interior. Al contrario que su mente consciente, el núcleo más antiguo de su ser, algo así como una bruja muy sabia, con diez mil años de antigüedad, no mostraba sorpresa, sobresalto, espanto alguno. La bruja sabía que Devlin se había pasado un año entero mirando a Klein. Había observado las arrugas en torno a sus ojos cuando se concentraba al máximo al suturar una herida; había visto moverse los recios músculos de sus antebrazos bajo su piel surcada por gruesas venas; había visto cómo le crecía el pelo, se había fijado en su costumbre de alisárselo con el sudor que en todo momento le perlaba el rostro huesudo. Y había escuchado cómo levantaba y bajaba la voz, cómo se reía, cómo soltaba palabrotas y cómo trataba con enorme facilidad al resto de los hombres, que en el fondo se apoyaban en él mucho más de lo que él hubiera estado dispuesto a reconocer. Y había percibido su aliento maloliente por el rancho carcelario, su inservible desodorante reglamentario, los olores de la enfermería que llevaba pegados a las manos, a la ropa, que le rezumaban por los poros de la piel. Y durante todo ese tiempo fue enamorándose de él. Y la bruja sabia lo supo en todo momento, mientras que ella, Devlin, no fue consciente. Ahora había caído en la cuenta.
Devlin dejó de pensar en lo que a su vez pudiera sentir Klein por ella. Era sabedora de que podría adjudicar mil y una interpretaciones a cada uno de sus actos, unas que quería que fueran así y otras que la atemorizaban. No iba a ponerse a deshojar la margarita. No, iba a esperar a ver qué pasaba, y el silencio que reinaba en su interior la acompañaría durante la espera. Mañana mismo Klein se libraría de ese lugar, y los dos podrían encontrarse de nuevo en un mundo diferente. Eso también le daba pánico. Y si a ella le daba pánico, razonó, a Klein tendría que darle muchísimo más. Klein había terminado por convencerse de que era un tío duro, un tío que nunca se metía en donde no le hubiesen llamado, de los que iban por ahí diciendo -o dando a entender- a los demás que lo dejaran en paz, que no se metieran con él si no querían que les fracturase el cráneo. A decir verdad, sus fracasos en ese empeño a veces rayaban en lo cómico, al menos a juicio de Devlin. El pensaba que era demasiado duro, demasiado astuto para implicarse a fondo, ya fuera con los enfermos de sida, con Coley, con cualquier otro recluso. Ella no le echaba la culpa por haber decidido defenderse de esa forma, simplemente pensaba que su armadura no era tan resistente como él creía.
Tal vez, a su manera, ella no era tan diferente. Se había inventado a sí misma de forma muy similar, y justificaba su dureza por ser absolutamente necesaria si de veras iba a insistir en competir en un juego tan duro. A veces se preguntaba si no se habría pasado de la raya. Su madre aún seguía preguntándole a menudo cuándo pensaba darle un par de nietos o tres. Era característico que jamás hiciera esa pregunta a sus hijos, a los dos hermanos varones que tenía Devlin. Dos hombres distintos le habían pedido que se casara con ellos. Ella no sólo rehusó la propuesta, sino que rompió relaciones con ellos. Tenía demasiadas cosas que hacer, aunque a veces no estuviera segura de qué era exactamente todo aquello que tenía pendiente. Cuantos más éxitos acumulaba, más se alejaba del lugar al que en principio desearía llegar un día. Había tenido el presentimiento de que iba a encontrarlo allí dentro, en la Penitenciaría Estatal de Green River. A fin de cuentas, se dijo, era un lugar tan inverosímil que quizás estuviera en lo cierto. Y durante un solo instante, allí dentro, con Klein, lo había encontrado. Había fluido a través de su ser con pasmosa claridad, había fluido a través de los fuertes dedos que se fundían en sus carnes. En cambio, sentada en la sala de espera, sintiéndose a medias rechazada, a medias confundida, ya no estaba tan segura. ¿Cómo había sido posible que algo tan inmutable se tornase tan velozmente en una duda? A Klein le quedaban veinticuatro horas para ser libre, y ella iba a estar esperándole a la salida. En ese momento iba a averiguarlo. En su mente se formó una frase: «Dadme de beber mandrágora, para que pase dormida todo el tiempo que mi Antonio esté lejos de mí.» Se puso colorada pese a estar a solas. Coño, Devlin, ¿qué te está pasando?
Un oficial la llamó por la ventanilla de la recepción; recogió sus pertenencias y firmó el impreso de salida. Cuando guardaba el cuaderno de notas en el maletín se fijó en las cubiertas verdes de la revista. Joder. Había olvidado la única razón por la que había visitado hoy la cárcel: la primera publicación del trabajo de investigación que habían realizado en la enfermería.
Juliette Devlin más Ray Klein más Earl Coley
Sida y enfermedades depresivas
en una institución penitenciaria:
un estudio piloto realizado
en la Penitenciaría Estatal
de Green River
Había pasado varias semanas sin decir ni palabra sobre la publicación del trabajo para darles una sorpresa a Klein y Coley. Sin embargo, Klein iba a salir a la mañana siguiente en libertad, y ella no podría estar en la cárcel antes de las doce del mediodía. Presidía un congreso médico en Houston. Ya nunca volverían a estar juntos los tres para celebrar ese triunfo. Imaginó a Earl Coley recorriendo a solas los pasillos de la enfermería, con paso cansino, y las lágrimas le asomaron a los ojos. Estaba orgullosa de la publicación sobre todo por Coley, y ardía en deseos de ver qué cara se le ponía cuando viera que su nombre aparecía en una revista junto al de ella. Su primera publicación profesional la había emocionado, si bien fue algo rutinario, esperable, parte de su trabajo. Esperaba que para Coley fuera una especie de pequeño homenaje a la enorme pero invisible dedicación con que se había ocupado de los enfermos que pasaban por sus manos. Sí, tenía que hacerle llegar la revista sin demora. El sargento Víctor Galíndez pasó por delante de ella y se detuvo.
-¿Sucede algo, doctora Devlin?
Devlin se volvió. No se enjugó las lágrimas que le habían brotado. Rara vez aprovechaba sus armas de mujer, o al menos casi nunca lo había hecho de forma consciente, pero en ese momento nada le pareció tan importante como llevarles la revista a Klein y a Coley. Y si para conseguirlo tenía que sacar partido de sus lágrimas de mujer, adelante. Se dirigió con premura hacia Galíndez y añadió un punto de autoridad médica a las lágrimas.
-Sargento, es preciso que vuelva a la enfermería -dijo-. He olvidado algo de enorme importancia.
Galíndez miró la ventanilla que había quedado a sus espaldas.
-Pero veo que va ha firmado el impreso de salida.
-Sí.
-Mal asunto. ¿Y qué es eso tan importante?
Se le ocurrió en un visto y no visto un gran número de excusas inventadas. La mayor parte de los guardias no se hubieran interesado por Klein y Coley y su investigación científica. No lo consideraban importante. Pero Galíndez no era como los demás. Devlin no quiso mentirle: le miró a la cara y tomó una decisión. Sacó la revista, la abrió por la página en que aparecía el título de su artículo y se la mostró a Galíndez. Galíndez tomó la revista de sus manos. Leyó con atención el encabezamiento, pasó luego a la introducción y el resumen sin decir palabra. Bajó la revista y miró a Devlin a los ojos.
-Enhorabuena -dijo.
-Ni Klein ni Coley lo han visto aún. Murió uno de los pacientes de la enfermería, y tuve que marcharme sin habérselo enseñado.
-No se preocupe; yo me encargo de llevárselo -dijo Galíndez.
A Devlin se le encogió el corazón: no era suficiente. Quería estar allí a toda costa, quería ver qué cara ponían. Quería ver a Klein.
-Klein sale mañana en libertad -barbotó.
A Galíndez se le enarcó una ceja. Quizá se le hubiera notado demasiado en la cara. Procuró tranquilizarse.
-Es el trabajo de todo un año. Quería enseñárselo, quería que lo viésemos juntos, celebrar el éxito…
Galíndez alzó una mano.
-Lo comprendo -dijo.
Volvió a mirar la revista. El trabajo en la cárcel exigía a los que lo llevaban a cabo -funcionarios, guardias- que, por servir íntegramente a la sociedad, renunciasen a los impulsos humanos más amables. Ese sacrificio a unos les costaba menos que a otros. Devlin se dio cuenta de que Galíndez se debatía entre cumplir la ley al pie de la letra -todas las visitas debían estar previstas y registradas al menos con veinticuatro horas de antelación- y caer en la tentación de la generosidad. Esas ocasiones rara vez se le presentaban de ese modo. Entendió que Galíndez se había dado cuenta de lo importante que sería la revista para Klein y para Coley. Puede que incluso hubiera despertado algunos recuerdos de su encarcelamiento en El Salvador. Cuando le devolvió la revista, la miró a los ojos, y Devlin confió en que sus ojos bastaran para fundirle el corazón y moverlo a compasión.
-Vamos -dijo.
Devlin le dedicó una radiante sonrisa.
-Muchísimas gracias -dijo-, no lo olvidaré. ¿Debo registrar otra vez mi ingreso?
Galíndez miró de reojo el reloj y sacudió la cabeza.
-Debo estar presente en la galería D para llevar a cabo el tercer recuento del día. Ya falsificaré los papeles más tarde, pero debe prometerme que no se lo dirá a nadie. Venga.
Galíndez la tomó del brazo y la acompañó de nuevo al patio, donde enfilaron el camino situado a la sombra del muro principal, dirigiéndose a la enfermería. Galíndez apretó el paso.
-No es preciso que me acompañe -le dijo Devlin.
-Sí, sí que lo es -repuso Galíndez-. Ahora que ha firmado el impreso de salida ya no está oficialmente en la prisión. La dejaré en compañía del oficial Sung. Cuando haya terminado, llámelo a él para que me avise, y la acompañaré de nuevo a la puerta de entrada.
-Se lo agradezco mucho, de veras -respondió Devlin.
Galíndez asintió con un gesto y siguieron caminando. Le hizo varias preguntas sobre la investigación, demostrando una perspicacia que la sorprendió. Se preguntó qué asignatura habría enseñado cuando daba clase en El Salvador. Según se acercaban a la enfermería, y sin alterar el paso, Galíndez miró de repente por encima del hombro en dirección a las galerías de la cárcel. Entornó los ojos y frunció el ceño. Levantó la mano y se frotó la nuca. Devlin siguió su mirada. Unos cuantos reclusos hacían levantamiento de pesas detrás de las altas verjas de alambre; otros volvían arrastrando los pies de los talleres, camino del Ala Polivalente. Frente a lapuerta de la enfermería, la gigantesca mole granítica de la galería B daba la sensación de apuntar hacia ellos, con el portón de acero de la salida posterior cerrado a cal y canto. Devlin no vio ni oyó nada que se saliera de lo normal, pero la tensión que le notaba a Galíndez en el rostro le produjo cierta preocupación. Galíndez alzó la vista hacia la torreta más próxima. El guardia permanecía impávido. Galíndez miró hacia la enfermería. Les quedaban cincuenta metros para llegar. La puerta principal se hallaba ya a más de cien metros a sus espaldas.
-¿Qué ocurre? -preguntó Devlin.
Galíndez se encogió de hombros.
-Me pareció oír un ruido. ¿Usted no ha oído nada?
Negó con un gesto y siguieron caminando en silencio, en tensión. Galíndez estaba visiblemente preocupado, alerta. Segundos después, Galíndez se detuvo y aguzó el oído, totalmente concentrado. Devlin también intentó oír algo, pero sin conseguirlo. Entonces, aunque muy débilmente, notó un ruido confuso, un rumor sordo. Los talleres, pensó, pero Galíndez había acertado antes: procedía de la propia cárcel. Le recordó a alguna cosa que no supo precisar. Miró de reojo a Galíndez, cuya cara estaba mucho más pálida que antes. Volvió a mirar hacia recepción y hacia la puerta principal. Todo parecía en calma. Galíndez se volvió hacia ella.
-No se alarme -dijo con aplomo-, pero creo que deberíamos regresar.
De repente, a Devlin la invadió el miedo.
-Como usted diga.
Del muro norte, en el extremo más alejado de la penitenciaría -estaría a más de ochocientos metros de distancia-, llegó una andanada de estallidos y explosiones. Galíndez tomó el radiotransmisor del cinturón.
Devlin cayó en la cuenta de que esos estallidos eran disparos de rifle. Yen ese momento supo a qué había obedecido el ruido que salía antes de la cárcel: el clamor del público en el estadio, animando al equipo que está a punto de conseguir un ensayo, el rugido brotado de muchas gargantas a la vez.
A doscientos metros de ellos, cruzando el patio, la puerta posterior de la galería B comenzó a abrirse activada por el motor eléctrico. El rugido dejó de parecerse al de los partidos de fútbol, pues aquellas gargantas clamaban de puro terror.
Cientos de hombres gritaban como posesos, espantados por la muerte. Devlin intentó averiguar qué podía estar pasando allí dentro.
Cuando se abrió del todo la puerta de acero, una enorme llamarada entre naranja y negra estalló a la entrada, despidiendo una aceitosa nube de llamas sobre el asfalto del patio, en dirección hacia ellos. Galíndez murmuró en español algo que Devlin no consiguió entender. De pronto, el pasillo vallado del Ala Polivalente comenzó a bullir: perfiles de hombres vestidos de caqui corrían desesperados hacia la entrada principal. Hubo más disparos. Iban vestidos de caqui. Guardias y funcionarios.
Los guardias estaban abandonando la prisión. Devlin se quedó paralizada. Tras los hombres uniformados aparecieron otros, con el atuendo de los reclusos, que corrían en todas direcciones agitando los puños y dando saltos enloquecidos. El radiotransmisor que empuñaba Galíndez comenzó a emitir trallazos de electricidad estática, a la vez que se mezclaban voces que Devlin no logró comprender.
La humareda salida de la parte posterior de la galería B se había despejado. Entre las hilachas de humo, trastabillando, tropezando, desgañitándose, salió un hombre con la parte superior del cuerpo envuelta por las llamas. Devlin se fijó en que llevaba pantalones de color caqui.
Galíndez la sujetó por los brazos y la apretó con fuerza. Le habló de forma apremiante pero sin perder la calma, mirándola fijamente a los ojos.
-Es preciso que nadie la vea. En la enfermería estará a salvo. Vaya y escóndase, y no salga hasta que vayamos a rescatarla.
Le dio un empujón hacia la puerta de la enfermería, que ya estaba a menos de veinte metros y le dijo:
-¡Corra! Entre y no se mueva de ahí. ¡Deprisa!
Galíndez echó a correr hacia el hombre que ardía sin dejar de caminar. Devlin se metió el maletín bajo el brazo y corrió a toda velocidad a la enfermería.
13
Claude Toussaint estaba sentado en silencio, en una de las esquinas de la mesa de formica, en el comedor de la prisión, dando buena cuenta de unas alubias blancas con puré de zanahoria y croquetas de pescado. En esa misma mesa se habían sentado otros cuatro individuos que escuchaban perorar a Stokely Johnson sobre el asunto de más candente actualidad: cómo lograr que una protesta formal contra el estado de excepción llegase al gobernador del estado sin pasar por manos de Hobbes. Desde su regreso a la galería B, Claude había adoptado la actitud de no hablar con nadie a menos que le dirigieran la palabra. Así se había ahorrado bastantes humillaciones, aunque no todas. Siempre que salían a relucir en la conversación la galería D, los blancos o «ese mariconazo de Agry»,uno u otro de los presentes miraba de forma siniestra hacia Claude. Y él mantenía la vista clavada en el plato.
-Que le den por culo al gobernador, picha -dijo Stokely-. Ese soplapollas se pasa la mitad del día firmando condenas de muerte contra cualquier hermano que no haya pagado las multas de tráfico a tiempo. Aunque pudiéramos hacerle llegar una protesta, fijo que se limpiaría con ella ese culo de gordo blanco y asqueroso que tiene. No me jodas. ¿Sabes qué pasó con los cerdos chupapitos que intentaron matar a Rodney King en Los Angeles? Casi les ponen una medalla, tío. ¿Crees que nos van a hacer caso a nosotros?
-Entonces, ¿qué coño vamos a hacer, Stoke? ¿Le hacemos unas señales de humo a Farrakhan, o mejor al reverendo Jackson? ¿Vamos a misa los domingos? -Myers era un perdedor nato, un condenado a cadena perpetua que había vivido en la más absoluta penuria. Atraco a mano armada y lesiones graves. Echó los gruesos hombros hacia atrás y se metió una cucharada de puré de zanahoria en la boca.
-Tendríamos que hacérselas pagar bien caras a esos hijos de puta, eso tendríamos que hacer dijo Stokely-. Habría que enseñarles quiénes somos y cómo las gastarnos.
-Stoke tiene toda la razón. Cojones, si somos muchos más que los boqueras. Estamos en proporción de cincuenta a uno. -Reed era uno de los radicales, partidarios de Stokely.
-Y una mierda -dijo Myers-. Nos plantan ahí delante a la Guardia Nacional, matan a una docena o dos de los nuestros, a ti mismo, y volvemos a rastras a las celdas, más cagados que en la puta vida.
-Eh, que no estás hablando con un cagado.
Stokely empleó un tono de voz sereno, pero amenazante.
Myers había vivido demasiado para darle importancia.
-¿Y qué? No somos unos cagados, de acuerdo. Les armamos la de Dios es Cristo y algunos de los nuestros mueren de pie en vez de vivir de rodillas. Como dice Wilson, ésa sería la excusa perfecta para que nos destrozasen a patadas y para que fueran después por ahí diciendo que somos los animales que todo el mundo cree que somos. Yo estoy de acuerdo con él.
-Wilson no está aquí. No está sudándola como nosotros, no está encerrado en esta puta galería.
Todos le miraron en silencio durante unos instantes.
-Lo dejaron muy malherido, Stoke -dijo Myers.
Stokely agachó la cabeza y resopló largo y tendido. Parpadeó dos veces seguidas.
-Yo lo que quiero es mandarles un mensaje que no olviden jamás.
Myers tomó la palabra con voz contenida; la amargura era patente en sus ojos.
-Negracos en rebelión. Ese es el único mensaje que entienden. Es el único que harán circular. A nadie le importa un pito, Stoke. A nadie.
Stokely golpeó la mesa con ambos puños.
-A mí me importa -dijo. Cerró los ojos. Tenía en tensión los músculos del cuello. Abrió los ojos y se quedó mirando su plato sin ver las alubias aguadas y la croquetas de pescado. Al cabo de un instante, Myers alargó la mano y la puso encima del puño cerrado de Stokely.
-Oye, ya sabemos que te importa. Por eso te necesitamos de una pieza, para mantenernos unidos, y no convertido en un colador o pudriéndote en el agujero.
Los hombres que rodeaban la mesa quedaron en silencio. A ninguno le interesaba gran cosa la bazofia que tenían en los platos. Claude dejó el tenedor de plástico en la bandeja para manifestar su solidaridad. No era capaz de ver las cosas tal como las veían los demás. Tal vez debiera tener más arrestos, pero lo único que en esos momentos le importaba era salir de allí: Hobbes, tanto si era un hijo de puta redomado como si no, le había insinuado que existía una posibilidad, una posibilidad de sentarse en uno de los taburetes de Alfonso’s y de tomarse un Hundred Pipers con pajilla. Claude seguía estando profundamente confuso por el odio interracial que impregnaba la totalidad de la cárcel. Era como el calor, algo con lo que todos habían aprendido a convivir: una tensión de fondo, una tensión tan constante y tan presente que uno tendía a darla por sabida, aparte de olvidarse de ella hasta que algún brote de violencia daba nuevo relieve a las divisiones existentes. Claude se encontraba más confuso que la mayoría de los reclusos, ya que había vivido a uno y otro lado de la línea divisoria. La política le daba lo mismo. Sabía que, por definición, había muchas manzanas podridas en Green River, aunque en el fondo eran casi todos pobres individuos sin más complicaciones. Desde luego, no se oía mucho a Waylon Jennings ni se ponía música country en la galería B, y tampoco se oía mucho rap en la D, pero en casi todos los casos los temas de conversación a la hora del almuerzo o de la cena eran bastante similares: el baloncesto, las mujeres, el dolor de espalda, las apelaciones legales, las noticias recibidas de casa de cada cual, los cuentos de sexo y de violencia lujuriosamente embellecidos por la imaginación del momento, etcétera. Claude no pensaba que hubiera grandes diferencias, al menos hasta esos días en que al salir al patio se encontraba a los mexicanos a un lado y a los hermanos de sangre en la otra, y de pronto no existía más que un lugar en el que pudiera situarse.
Según Ray Klein, cuya amistad había llenado de orgullo a Claude cuando aún era Claudine, todo era una cuestión tribal. Klein había dicho que era algo primitivo y misterioso, pero también muy profundo. Los hombres eran animales tribales por su propia naturaleza, por instinto. Cuando todo el personal está cómodo, cuando todo el mundo es muy civilizado y no corre ningún peligro, es bien fácil cantar We Are the World y demás mierdas por el estilo; en cambio, cada vez que se armaba la de Dios es Cristo, de tripas para abajo cualquiera sabía que lo propio era ponerse del lado de los suyos, o bien arriesgarse a que te cortaran los huevos, o quién sabe si a cosas aún peores. Ni siquiera era forzosamente una cuestión racial, según Klein, ni tampoco religiosa. Bastaba con fijarse en lo que ocurría en Oriente Medio, donde los musulmanes peleaban contra los musulmanes, o en Sudáfrica, donde los negros se enfrentaban contra los negros. Bastaba con fijarse en la Guerra de Secesión norteamericana, qué cojones: tribus. Viejas tribus y nuevas tribus; en teoría, daba lo mismo, siempre que conservaras la vida. Pero lo cierto es que en la práctica se producía un sinfín de muertes.
Claude miró de reojo a sus compañeros de mesa, y no percibió nada especialmente tribal, ni tampoco se sintió seguro. Blanco a medias y negro a medias; hombre a medias y a medias mujer, no era de extrañar que estuviese bien jodido. Estaban sentados a seis mesas de la entrada del comedor, y la sala estaba medio vacía. Desde que comenzó el estado de excepción y el encierro de los reclusos en la galería B, los boqueras daban de comer a los internos en dos turnos: primero la mitad de la galería, luego la otra mitad. A los guardias les daba miedo la presión que iba aumentando día a día, hora tras hora, y que saltaba a la vista en hombres como Johnson. La mayor parte de los boqueras también aborrecían el estado de excepción. Tendrían que trabajar más y pasarlas más putas; aumentaría el resentimiento, habría más posibilidades de que surgieran problemas serios. Claude supuso que, en lo tocante al boqueras medio, la mejor cárcel del mundo sería una que estuviera vacía del todo, qué coño. O, como mucho, con unos cuantos yonquis de familia rica a los que pasar drogas. Green, un negro de la planta baja, se acercó a Stokely y le dio un pedazo de papel. Stokely lo leyó detenidamente, moviendo los ojos de un lado a otro. Claude miró con disimulo por encima del hombro de Stoke y leyó:
Stoke:
El médico es un buen tío.
Dale lo que quiera.
Wilson
Stokely se percató de que Claude estaba leyendo el papel, y se lo metió hecho una bola en el bolsillo de la camisa. Miró hacia la entrada del comedor: allí estaba Klein, con las manos vacías, esperando. Stokely se volvió hacia Green.
-¿Qué coño quiere?
-Dice que quiere hablar con Claude -repuso Green.
Stokely se volvió hacia Claude con una expresión de desdén.
-¿De qué cojones va esta mierda?
-Yo no sé nada -dijo Claude con las palmas de las manos vueltas hacia arriba.
Se sintió desenmascarado. Le apetecía ver a Klein y hablar con él, pero no allí mismo, delante de todos los chicos. De todos modos, con el estado de excepción y el encierro obligado, quizá fuera lo máximo que pudiera esperar. Además, ¿qué mierda? El tenía derecho a hablar con quien quisiera, ¿no? Cuando vio que no era capaz de decir en voz alta lo que estaba pensando, se dio cuenta de que al fin y al cabo no era verdad: no tenía ese derecho.
-Tengo entendido que Klein le salvó la vida a Wilson cuando estaba en el agujero -dijo Myers.
-Eso me lo creeré solamente cuando me lo diga Wilson a la cara -dijo Stokely. Se encogió de hombros y se volvió hacia Green-. Si ha tenido huevos para venir a pedir permiso, imagino que puede entrar. Adelante.
Green fue a hablar con Klein y éste entró en el comedor. Parecía cauteloso, pero no asustado. Claude lo envidió un poco. Klein, guardando las buenas formas, habló con Johnson antes que con ningún otro.
-Johnson -dijo Klein.
-Klein -repuso Stokely-, ¿qué se te ofrece?
-Me gustaría hablar con Claude un momento. Si a ti no te importa, claro.
Stokely, una vez satisfecho su deseo de ser respetado, hizo un gesto hacia la mesa contigua, a menos de un metro de la suya.
-Siéntate.
Los asientos de plástico estaban fijos al suelo, así que Klein no pudo arrimar la silla. Se acomodó al borde de la silla más próxima a Claude; éste se puso en pie y se desplazó para tomar asiento frente a Klein. En ese momento se dio cuenta de que a Stokely no le había hecho gracia, y Claude se alegró de ello. Desde que volvió a la galería B, ése fue el primer gesto que había hecho sin contar con el permiso expreso de Stokely. Klein le sonrió, realmente contento de verle.
-¿Qué tal van las cosas, Claude?
-Bien -dijo Claude. Estaba al tanto de que Stokely, a la vez que picoteaba de su plato mientras los demás discutían sobre el partido que esa noche iban a disputar los Lakers y los Knicks, estaba con la oreja pegada-. O sea, muy bien. El estado de excepción es una putada, pero ya sabes cómo son las cosas. Haber vuelto a la galería y estar de nuevo con los míos me ha sentado de cojones. Estoy de nuevo con los hermanos, estoy en mi sitio.
-Me alegro -dijo Klein.
A Claude de pronto le dio pánico que Klein pudiera transmitir a Agry todo lo que él le dijera. Agry ordenaría que le arrancaran la lengua. Se tranquilizó. Klein no era de esa clase de tíos. Era de puta madre. «Si Agry pregunta por mí…», quiso decir Claude, pero no podía permitírselo, al menos mientras Stokely estuviera allí mismo. Tuvo la sensación de estar caminando sobre una cuerda floja y entre dos depósitos de agua, uno lleno de tiburones y el otro lleno de pirañas. Aparte de Hobbes y de él mismo, nadie estaba al tanto de la verdad. Tuvo ganas de decírselo a Klein, de contarle cómo se lo llevó Grierson a un lado cuando iba a la terapia de grupo, para conducirlo en secreto a la carpintería, donde lo estaba esperando Hobbes. Quiso decirle que Hobbes le comunicó que su solicitud de libertad condicional estaba a punto de ser revisada, y que si se dejaba de mandangas de travesti, según Hobbes, y si volvía a la galería B, tenía ciertas posibilidades de que se la otorgasen. Era su oportunidad. La oportunidad de llegar a Alfonso’s un día de éstos, de que allí le comieran la verga como es debido. Claude tuvo ganas de que Klein dijera claro, cómo no, juégatela, tío, ve a por todas, y de que quizá le diera algún consejo a la hora de presentarse ante la comisión de los cojones, pero Stokely le estaba oyendo.
-Hobbes os lo está poniendo crudo de verdad, tíos -dijo Klein.
Stokely tomó parte en la conversación.
-Sabemos cómo aguantar todo lo que ese soplapollas quiera atizarnos.
Klein se volvió hacia él.
No lo dudo. Pero me da que Hobbes está metido en algo extraño, aunque no sé qué puede ser. Está enfermo. Está mal de la cabeza.
Claude de repente sintió náuseas. Stokely soltó un bufido.
-Cojones, Klein: no hace falta ser médico para darse cuenta de eso. A Hobbes lo que le hace falta es que lo maten.
-Puede -repuso Klein.
Claude se dio cuenta de que podía darse un enfrentamiento; además, hablar de Hobbes le estaba poniendo nervioso.
-Bueno, como dice Stoke -dijo-, más o menos nos las apañamos. ¿Y tú? ¿Qué tal te va?
-Me han dado la condicional -dijo Klein-. Me marcho mañana mismo.
Claude notó que se ponía enfermo de puro miedo. Se sintió abandonado. Klein era el único tío de todo el trullo con el que podía hablar cuando se sentía por los suelos, cuando la presión de fingirse una mujer y la tensión de vivir bajo el martillo de los imprevisibles brotes de cólera que tenía Agry se le terminaban por hacer insufribles. Cuando era Claudine, muchas veces se había refugiado en la celda de Klein. Agry no le había puesto objeciones. Si acaso, esa cobardía había servido para que la feminidad de Claudine arraigase más a fondo en su imaginación. Ir a llorar sus penas con el médico era precisamente lo que, según imaginaba Agry, hacían las mujeres a todas horas. Con un resultado muy similar, Claude se había empeñado en darle la lata a Agry para que tuviera la celda limpia y ordenada, por más que en el fondo le diera lo mismo. Estar recluido en la galería B, a sabiendas de que Klein andaba por ahí, no muy lejos, le había ayudado a sentirse algo más seguro. Y ahora se marchaba. Claude se tragó su enorme desilusión, pero a Klein le dio tiempo de notarlo en su cara.
-Te escribiré -le dijo-, en serio. En cuanto me sitúe ahí fuera.
-Será la primera carta que reciba desde que estoy aquí dentro -dijo Claude, y logró esbozar una gran sonrisa-. Joder, tío, ¡cómo me alegro! Es una noticia fenomenal. Y en el fondo te lo mereces. Te lo mereces, de veras.
Tuvo ganas de contarle a Klein que él también tenía a la vista un pulso con la comisión, pero no se atrevió. Stokely se habría dado cuenta de que los estaba utilizando a todos, y seguro que se le ocurría alguna forma de joderlo bien jodido. Claude se inclinó sobre la mesa y estrechó la mano de Klein.
-Te lo mereces -repitió.
-Quería presentarte mis respetos antes de irme.
A Claude se le encogió el corazón. Presentarle sus respetos. Nadie presentaba nunca sus respetos a Claude Toussaint. La gente le lamió el culo cuando era la mujer de Agry, ya que sabían que Claude -o Claudine- tenía en su mano dar la orden de que los hombres de Agry los pasaran por la piedra. Y a veces lo había hecho, lisa y llanamente porque estaba a su alcance hacer tal cosa. Lo cierto era que nadie le había respetado. Sólo tenían pánico de Agry.
-Gracias, Klein. Yo… -Se había quedado sin saber qué decir-. Yo… O sea que tengas buena suerte, tío. Y cuídate mucho cuando estés ahí fuera.
-Lo intentaré -dijo Klein-. Bueno, mejor será que me vaya para llegar a mi celda cuando empiece el tercer recuento. No quisiera comerme un marrón precisamente en mi último día de condena.
-Claro -dijo Claude. Aguantó a duras penas el bolo que se le había formado en la garganta.
Klein se puso en pie.
-Cuando salgas, búscame.
Claude se levantó como pudo.
-Joder, tío, puedes estar seguro.
-Bueno. -Klein le tendió la mano. Claude se la estrechó. Klein le sonrió.
En ese momento, desde el fondo del comedor se oyó un grito. Fue un grito húmedo y plañidero, que a Claude le taladró las entrañas al llegar a la nota más aguda, tras lo cual cesó por completo y quedó reducido a un sollozo.
Klein se volvió a mirar. La sonrisa que había esbozado se disolvió y dejó paso a una expresión de horror. Claude miró hacia donde miraba Klein.
-¡Hombre herido!
Dando tumbos por el pasillo central del comedor, medio arrastrado y medio sostenido por dos hombres, uno a cada lado, venía Sonny Weir, un recluso de la galería A: era un ladronzuelo de poca monta y, según se decía, un chivato. Con la mano derecha se sujetaba lo que le quedaba del brazo izquierdo, que le había sido aserrado limpiamente diez centímetros por encima del codo. Estaba empapado en sangre, y venía con el rostro distorsionado por el dolor y por el pánico. Hacía gestos grotescos con la boca a la vez que sorbía más aire para seguir desgañitándose.
-¡Hombre herido! -gritó de nuevo Bubba Tolson.
Bubba, con la barba grisácea por el polvo de cemento, sujetaba por la cintura a Weir con un brazo imponente y lleno de tatuajes. Al otro lado de Weir iba el psicópata por antonomasia, Hector Grauerholz.
En el comedor se armó un tumulto. Un clamor de obscenidades y palabras malsonantes se elevó, mientras los reclusos de la galería B se ponían en pie. El macabro trío que acababa de entrar en el comedor se dirigió a la mesa de Claude. Klein hizo ademán de salir a su encuentro, Claude supuso que para hacer algo por el herido. Stokely estaba casi de puntillas, tenso y suspicaz, observando la escena. Todos estaban pendientes del grotesco espectáculo.
Claude apartó la mirada, a punto de vomitar.
Por el rabillo del ojo vio emerger una abultada figura por detrás de los mostradores de servicio; rápida y silenciosa, avanzaba hacia Stokely Johnson.
Era Nev Agry.
Claude estaba a punto de mearse encima. Abrió la boca, pero no pudo emitir ningún sonido.
A su izquierda, Grauerholz y Tolson arrojaron de pronto el cuerpo de Weir por el aire, hacia Klein. Weir trazó un arco de sangre y cayó de bruces contra una silla de plástico, antes de que Klein tuviera tiempo de agarrarlo.
Nev Agry estaba a cinco pasos de Stokely, a su espalda, con los ojos relucientes. Stokely, con los puños cerrados y presto para defenderse, estaba concentrado en Bubba Tolson, que se lanzó a por él al tiempo que gritaba algún insulto contra los negros.
El sonido sordo de una explosión, seguido de una llamarada, llegó desde el fondo del comedor. Y volvió a repetirse.
Chillidos de pánico inundaban la cabeza de Claude.
Los reclusos empezaron a moverse de un lado a otro, derramando el contenido de las bandejas y tropezando unos con otros en su empeño por huir del fuego.
Stokely alcanzó a Bubba Tolson de una patada en el abdomen, y dio un paso atrás para mantener el equilibrio. Agry se acercó a él, le resplandecía la cara de pura maldad. Alzó una mano. Un destello de luz rebotó en la navaja que llevaba derecha hacia el cuello de Stokely. En medio de la confusión, Stokely aún no lo había visto. Claude logró librar sus cuerdas vocales del pánico.
-¡Stoke!
Cuando Stokely se daba la vuelta para plantar cara a Agry, Hector Grauerholz levantó una pistola y de un disparo alcanzó a Stokely Johnson en plena mejilla. La sangre salpicó a Claude en toda la cara y Stokely se desplomó.
Klein se abalanzó sobre Grauerholz, en un intento por arrebatarle el arma.
Myers retrocedió gritando cuando Bubba Tolson le arrojó a los ojos un tarro de disolvente para limpiar hornos de cocina.
Estallaron los cristales, hubo más explosiones -una, dos- y más llamaradas. Cócteles Molotov. Cegados por el pánico, los hombres echaron a correr de estampida hacia la salida del comedor. El ruido y la humareda se arremolinaron en torno a Claude, que se había quedado plantado en su sitio, mirando fijamente a la peor de sus pesadillas: Nev Agry.
Y Claude comprendió de golpe que todo aquello, todo aquello, era por culpa suya. Se sintió morir. Todo era por él: Nev Agry había vuelto para recuperar a su mujer.
Después de entenderlo, fue como si algo se hubiera accionado automáticamente en el cerebro de Claude. Sin ninguna emoción, vio cómo levantaba Agry el pie para patear con total descontrol la sanguinolenta cabeza de Stokely. Como si estuviera en un sueño, como si la escena transcurriese bajo el agua y a cámara lenta, Claude se sintió arrastrado a través del espacio, notó que una mano le pasaba por debajo del sobaco izquierdo y que le inmovilizaba el cuello por detrás. No se resistió. Sus músculos eran en ese momento de plastilina. Percibió la navaja de Agry en el cuello y oyó la voz de Agry muy cerca de su oreja.
-¡Klein!
Klein había hecho presa en el cuello de Grauerholz, inmovilizándolo con el codo izquierdo, y la pistola del psicópata ya casi estaba en su mano derecha. Se quedó helado y apartó la mirada del rostro amoratado de Grauerholz.
-Suelta al chico -dijo Agry-. Lo necesito.
Klein miró a Claude y apretó con más fuerza el cuello de Grauerholz.
-A ti también te necesito, gilipollas de mierda-dijo Agry. Claude notó que Agry lo zarandeaba como si fuera un muñeco-. Y a esta perra también. Pero si no me queda más remedio, puedo pasar de todos vosotros.
-Siento mucho decírtelo, Agry -le respondió Klein. Apretaba los dientes por el esfuerzo que le iba a costar controlar la ira-. Pero acabas de hincharme las pelotas. Acabas de entrar en el número uno de mi lista de hijo de putas de mierda.
Klein soltó el cuello de Grauerholz. Con un rápido movimiento, usando ambas manos, arrancó el revólver que aún sujetaba el psicópata. Grauerholz cayó a cuatro patas, tosiendo de forma incontrolable. Klein empuñó el arma arrimándosela al muslo y miró fijamente a Agry. Claude notó que la hoja de la navaja ya no estaba en contacto con su piel. Recibió un empellón por la espalda y salió trastabillando hacia Klein. Con una velocidad sorprendente, Klein pivotó sobre los talones y se hizo a un lado para disponer de más espacio.
-Que esa zorra vuelva a la galería D, Klein -dijo Agry.
Klein no se movió. Agry le dedicó una sonrisa.
-Es mejor que lo entiendas de una puta vez, medicucho, antes de que la cagues del todo. Esto es una guerra total. Nosotros contra todos los demás. Sólo puedes ponerte a un lado de la raya, ¿lo entiendes?
Klein lo miró de arriba abajo y comprendió que Agry tenía razón. Adoptó una expresión gélida, impenetrable. Se acercó hasta sujetar a Claude por el brazo. Claude aún seguía aturdido por el repentino caos, cuyo centro era precisamente él. Klein le habló al oído con urgencia, pero sin perder la calma.
-Vámonos -le dijo.
Desde el suelo se oyó una tos seca.
-Quiero… -Otra tos. Grauerholz logró ponerse de rodillas-. Quiero que me devuelva mi puta pistola, Nev.
Agry se mofó de él.
-Ya la has perdido, so mamón. Te dije que Johnson era mío, te lo dije. Anda, levántate de una puta vez y vamos a trabajar.
Grauerholz se puso en pie con obvias dificultades. Lanzó a Klein una mirada que era puro odio derretido. Klein, con la pistola pegada al muslo, apuntó al pecho de Grauerholz.
-Antes de que el colega Héctor la cague, Agry, hay una cosa que también te conviene entender.
Klein se había puesto blanco como el papel y le temblaban los labios de rabia. Claude nunca lo había visto así, ni por asomo. Hasta Agry dio un paso atrás. Klein, con la pistola apuntando con toda firmeza a Héctor Grauerholz, clavó la mirada en Agry.
-Si no me queda más remedio que acabar con este cabrón de mierda, no te quepa duda de que lo haré. Y si no me queda más remedio, también te mataré a ti. Pienso matar a todos los gilipollas descerebrados que se me crucen por el camino. ¿Quieres que te diga por qué? Es fácil: porque me habéis aguado la fiesta, Agry, porque me habéis jodido bien, y no veas cómo.
En una fracción de segundo, Claude dio por sentado que Klein iba a acabar con Grauerholz allí mismo. Agry le tendió una mano con ánimo de aplacar las iras.
-Eh, Klein, calma. Tómatelo con más calma, ¿quieres? -dijo-. ¿Qué más da un puñado de negracos de mierda, eh?
-Mañana me iba a marchar a casa -dijo Klein.
Balanceó el arma en la mano, como si pensara en disparar contra Agry. Realmente parecía a punto de perder la cabeza.
Agry, que por algo era el maestro de los que han perdido la cabeza, reconoció la situación nada más verla.
-¿Y cómo cojones iba yo a saber que tenías concedida la condicional? -dijo.
-Yo acababa de enterarme, comemierda.
Si Claude había asistido alguna vez a una conversación más demencial que aquélla -en la que Nev Agry daba toda clase de explicaciones a Klein, aparte de aguantar que le llamasen comemierda, soplapollas y todo lo demás, con el añadido de que Klein iba a salirse con la suya-, le fue imposible recordarla. No obstante, en medio del humo y la sangre que primaban en su sensación de estar como en un sueño, todo aquello parecía de lo más natural.
-Joder, Klein, todos tenemos un mal día alguna vez -dijo Agry.
Klein miró en un momento la pistola que sujetaba con la mano. Se relajó un poco y respiró hondo.
-Limítate a quitarte de mi camino -dijo.
El comedor apestaba a humo aceitoso; las alarmas habían empezado a dispararse. En cuatro charcos aún ardían los restos de los cócteles Molotov. La estampida de los reclusos negros que se habían dado a la fuga los había dejado a solas. Al fondo del comedor se oyó una nueva conmoción.
Agry miró en aquella dirección.
-Mejor sería -le dijo a Klein- que tú no te metieras en lo nuestro.
Por la puerta posterior del comedor irrumpieron seis de los más pesados reclusos blancos que había en el presidio, encabezados por Horace Tolson, el no menos barbudo y monstruoso gemelo de Bubba. Cargaron todos a la vez por el comedor casi desierto, gritando a voz en cuello y metidos a fondo en la batalla. Llevaban por delante los primeros tres metros de una viga de hierro roja que tendría unos diez de largo, y que transportaban entre todos. Claude observó con total desapasionamiento cómo la viga, rematada en cuña, ganaba velocidad en dirección hacia él. Notó un doloroso tirón en la articulación del hombro cuando Klein lo sacó de en medio. Al ver pasar por delante el tirante de hierro que llevaban en brazos Tolson y los demás, Claude se fijó en el número «99» escrito en blanco en un costado. Miró a Klein. Fue como si la mole de hierro le hubiese devuelto a la tierra.
-Así te partas el alma, cabrón -dijo Klein con gran sosiego a Agry.
Agry se encogió de hombros y sonrió, sabedor de que una vez más dominaba la situación.
-Mira, medicucho: voy a ver si te hago un favor y me lo hago yo de paso, y olvidamos todo lo que se ha dicho. ¿De acuerdo?
Klein aceptó lo inevitable.
-¿Qué quieres? -dijo.
-Llévame a la señorita a su sitio. Déjala en su casa, en la galería D.
Claude de repente comprendió que «la señorita» era él. Ella, claro.
Claudine.
Mierda, se dijo. No, Claudine otra vez no. El trabajo de mujer era la historia de nunca acabar, joder.
Volvió a sentir un tirón en el hombro y salió dando tumbos por el pasillo del comedor: Klein iba arrastrándolo. Allá al frente se oyó un estruendo, señal de destrucción. La viga de hierro había hecho diana en la torre central de vigilancia. A Claudine le daba igual. En ese momento meditaba sobre lo injusto que le parecía todo. Acababa de acostumbrarse a ser Claude una vez más y ahora tenía que volver a ser ella, Claudine. Bueno, daba igual. Suspiró y se puso a pensar en qué vestido, qué ropa interior iba a ponerse. Algo bien sexy, se dijo. Una simpática sorpresa.
Para cuando volviera Nev después del trabajo.
14
Klein hizo una mueca de dolor en el momento en que la escuadrilla de ataque que encabezaba Horace Tolson impactó con su improvisado ariete contra la ventana de la torre central de vigilancia.
El plexiglás reforzado crujió y se agrietó sin astillarse: los pernos que lo sujetaban al marco habían quedado sueltos en su mayor parte. La viga de hierro pintada de rojo penetró unos dos metros en la sala de control; su extremo posterior cayó a plomo sobre las losas en el momento en que los integrantes de la escuadrilla soltaron las sogas con que la tenían en vilo. Pegándose a la pared, a la vez que conducía a Claude por el patio, Klein observó cómo saltaba Bubba Tolson al hueco que habían abierto en el lateral de la torre, para lanzar al interior un cóctel Molotov recién prendido. Sintió el estallido, las llamaradas, el humo. Segundos más tarde, la puerta de la torre se abrió de cuajo, y dos guardias medio abrasados salieron tambaleándose. Entre los dos llevaban al viejo Burroughs. Uno de ellos soltó a Burroughs y corrió hacia la salida. El otro se echó a Burroughs sobre el hombro y siguió, trastabillando, la ruta que había tomado el primero.
El patio invadido por el humo semejaba un 4 de julio en el infierno, tal como lo hubiese pintado el Bosco. Mientras gran parte de los hombres huían despavoridos, guardias e internos por igual, y mientras los guardias se despojaban de las gorras y de las camisas a la vez que iban corriendo, otros iban de un sitio a otro sin saber adónde iban, chillando y gritando a voz en cuello obscenidades de todo tipo, en un pandemónium incomprensible. Unos cuantos reclusos negros yacían inconscientes por el suelo, víctimas de las frenéticas patadas que les propinaban al azar los amotinados que pasaban por allí. De la escalera de bajada a la lavandería iba saliendo un montón de blancos, pertenecientes sobre todo a las bandas de Agry y de DuBois. Empuñaban armas tomadas del garaje, de la sala de maquinaria, de la carpintería o de la cocina: martillos, serruchos, llaves inglesas, destornilladores y palancas, pedazos de madera y de acero, gatos, palas, un soplete, pistolas de pintor, latas de disolvente y de líquido reparador. Todo lo que sirviera para golpear, cortar o desgarrar, todo lo que pudiera aprovecharse para dejar ciego a cualquiera, para corroerle la piel, para quemarlo. Todos estaban embriagados, aunque no a base de alcohol o drogas. Todavía no. Las inmensas provisiones de vino y licor de patata que existían en la cárcel, enterradas por litros en mil escondrijos, y las provisiones de polvo de ángel, crack, marihuana y heroína, almacenadas en papelinas de varios gramos o de sólo un cuarto de gramo, según, ocultas en ladrillos sueltos, en las costuras del uniforme, en las suelas de las Reebok, iban a consumirse más tarde, cuando se sintiera el desesperado apremio de olvidar lo ocurrido. Por ahora, amalgamados en una única y febril conciencia, movidos por una única voluntad, iban embriagados de anarquía, muertos de una sed que sólo la aniquilación podría saciar.
No quedaba un solo boqueras a la vista. A medida que tiraba de Claude, que seguía medio ciego ante lo que iba viendo, camino de la galería D, Klein mantuvo el ojo avizor por si aparecía Grauerholz. No les salió nadie al paso, ni siquiera el psicópata rapado al cero. Por la puerta de la galería C oyeron un cacofónico griterío, gemidos y gritos de auxilio, ruido de barrotes sacudidos con fuerza. Atrapados en el momento en que se procedía al tercer recuento del día, los negros y los latinos de la galería C se habían quedado encerrados en sus celdas. Los reclusos de la galería A sí habían tenido tiempo de terminar el recuento, y estaban sueltos antes de que se desatase la revuelta, precisamente cuando en la galería de Klein, la D, aún no se había iniciado el recuento. Klein miró atrás por encima del hombro al oír un traqueteo de ruedas a sus espaldas.
Vio venir desde el comedor uno de los grandes carros de la lavandería cubierto por una lona sucia, que empujaban cuatro secuaces de Agry. El propio Agry iba con ellos, sudoroso por el ejercicio del poder, apremiándoles con insultos y ordenando a los rezagados que le quitaran a los putos negros de su camino. El carro pasó rebotando por delante de la torre central de vigilancia, arrasada por el fuego, hasta detenerse ante el arco de entrada a la galería B. Agry retiró la lona con un gesto violento. En el carro había un bidón y dos cajas de botellas de cuyo cuello sobresalían trozos de tela. Agry dio instrucciones a sus hombres, que maniobraron hasta dejar el lado abierto del carro de cara a la entrada de la galería. Cuando dio la orden, sus hombres empujaron el bidón de manera que chocase contra el escalón de la entrada y vertiese el contenido en un torrente que se derramó rápidamente.
El olor alcanzó de lleno sus fosas nasales.
-Joder -dijo Klein.
Apestaba a gasolina. Muchos litros de líquido altamente inflamable encharcaban la planta baja de la galería B. Los hombres de Agry apartaron el carro; a Klein se le tensaron las tripas por efecto de las náuseas, a la vez que una barahúnda de ruidos y gritos histéricos -los de un montón de hombres desesperados por salir de sus celdas cerradas- estalló en toda la galería.
Una de las mitades de la galería, tres plantas de celdas llenas a rebosar, seguía llena de hombres, los que esperaban el segundo turno para salir al comedor. Todos se habían asomado a los barrotes de las celdas, con el hedor de una inminente calcinación quemándoles los pulmones.
Con gesto grandilocuente, Agry extrajo un librito de cerillas del bolsillo de la camisa.
Klein apretó el revólver con el puño y cerró los ojos.
Podría acabar con ese hijo de puta en ese preciso instante. Podría quizá variar el curso de los acontecimientos. Podría volarle a Agry la tapa de sus enloquecidos sesos, y eso quizá podría salvar a los cabrones allí encerrados de una calcinación inevitable. Quién sabe: si Agry no estuviera al frente de toda la rebelión, el desorden terminaría por extinguirse en un visto y no visto, antes de dar pie a una guerra total.
Eso. Y tal vez los hombres de Agry decidieran descuartizar a Klein, cuando lo único que en realidad tenía que hacer era regresar a su celda y cerrarla puerta. Y esperar a que aquella pesadilla terminara.
A mí qué cojones me importa.
Klein había visto a muchas personas presas de terribles dolores. Recordó a niños destrozados en accidentes de coche; recordó los sollozos de un hombre que accidentalmente le había cortado el brazo a su hijo de ocho años cuando la sierra mecánica que manejaba tropezó con un clavo oculto en la madera. Klein se había endurecido con esas visiones, con esos sonidos, y había realizado su trabajo. Intentó endurecerse en ese momento. A mí qué cojones. Allí, en ese momento, no disponía en cambio de un trabajo cuyo cumplimiento pudiera darle la debida protección contra el dolor ajeno. No era misión suya matar a Nev Agry. No era su obligación. La única obligación que tenía se la debía a sí mismo. Sobrevivir y salir en libertad.
A pesar de todo el sufrimiento que había presenciado en la sección de urgencias del hospital, no estaba preparado para esto: los alaridos de los presos encerrados, propagándose con fuerza desde el valle de los corredores de fondo, fue lo más horroroso que hubiera oído en su vida.
No. Los internos de la galería B no eran asunto suyo.
Bajo el arco de acceso a la galería, Agry encendió el librito de cerillas y lo sostuvo en alto. Miró al otro lado, hacia ellos dos, y Klein comprendió que estaba mirando a Claude. Sintió que Claude le clavaba los dedos en el brazo.
-¡Siempre fieles! -exclamó Agry.
Arrojó las cerillas encendidas por el arco y corrió a refugiarse.
Klein se volvió de cara a la pared.
Un segundo después notó en la espalda una densa ola de calor, un rumor que apagó el frenesí de los condenados. Al darse la vuelta, vio a Claude arrodillado y sollozando de forma incontrolable, a la vez que se mordía las manos y lloraba sin poder parar.
-Dios Santo… -sollozaba Claude-. Dios Santo…
Agry seguía de pie mientras sus hombres bailaban y aullaban de pura satisfacción a su alrededor, con sus improvisadas armas en alto. Klein aguantó el vómito que le subía por el esófago. Los ácidos estomacales se le derramaron por las paredes de las tripas. Podría haber acabado con Agry de un disparo. Y no lo había hecho.
Tendrás que vivir con ese recuerdo.
Se armó de valor; se endureció a pesar suyo, a pesar de la debilidad que sentía por dentro, a pesar de la compasión que terminaría por destruirlo.
-Dios Santo… -salmodiaba Claude.
Klein lo puso en pie de un tirón y le gritó a la cara.
-¡Tenernos que pensar en nosotros, Claude!
Una sensación de odio hacia sí mismo se le atragantó en la garganta.
Se armó de valor.
-¡En nosotros, joder!
-Dios Santo…
Con gran esfuerzo, Klein logró controlar la respiración. Se agachó, sujetó a Claude por la cintura y lo arrastró por la puerta que conducía a la galería D.
15
Víctor Galíndez se arrojó sobre el guardia que ardía en el patio e intentó sofocar las llamas.
La boca y la nariz se le llenaron del olor acre a ropa quemada, a piel quemada, a pelo quemado. Debajo de él, el guardia se retorcía y gritaba como un poseso. Cada vez que Galíndez apagaba una llamarada, la camisa empapada de gasolina volvía a arder. Galíndez desgarró la tela a tirones, arrancándola a puñados del pecho del guardia, que seguía chillando sin parar. Galíndez lo reconoció de pronto: era Perkins.
-¡Galíndez!
Galíndez se dio la vuelta. Sung estaba a su lado, con un extintor en las manos. Galíndez se arrojó a un lado y Sung roció a Perkins con una nube de espuma de dióxido de carbono. En cuestión de segundos se apagaron las llamas. Sin levantarse del todo, Galíndez miró al herido. Perkins tenía el cuero cabelludo hecho un amasijo de pelos quemados y de piel desollada. Le brillaban los párpados por el fluido que manaba de la piel destrozada. Galíndez nunca había visto a un quemado. Un horror visceral le atravesó el ano y los testículos. Perkins abrió la boca; Galíndez se inclinó para oírle.
-Los hombres -susurró Perkins.
Hizo una pausa, respiró con dificultad, habló de nuevo.
-Siguen ahí dentro.
Galíndez se dio cuenta de que los ojos se le habían llenado de lágrimas. Por mutilado que estuviera, Perkins aún se acordaba de los hombres que tenía a su cuidado. Galíndez miró a Sung.
-Tienes que sacarlo de aquí.
Se oyeron varios disparos en el muro norte. Galíndez agarró a Perkins por un brazo; Sung soltó el extintor y sujetó a Perkins por el otro. Entre los dos consiguieron ponerlo en pie.
-Tienes que caminar, tío. Caminar, ¿lo entiendes? -le gritó Galíndez al oído-. Tienes que caminar.
Perkins asintió débilmente. Los radiotransmisores que llevaban colgados del cinto empezaron a emitir crujidos y voces.
Aquí Bill Cletus. Que todos los oficiales se presenten de inmediato en la puerta principal. Salid rápidamente de ahí. Repito. Salid, mierda. Todos, ahora mismo.
El mensaje se oyó aún durante un rato. Cletus repitió la única orden que había que cumplir: salir de allí. Ahora mismo. Galíndez miró la galería B primero y a Sung después.
-Muévete -dijo Galíndez-. ¡Vamos, salgan de aquí!
Sung se echó el brazo de Perkins sobre los hombros y lo sujetó por la cintura. El coreano era un tío duro. Seguro que sacaría a Perkins de allí dentro. Con la cabeza Sung le hizo un gesto que Galíndez le devolvió.
Sung y Perkins echaron a caminar trabajosamente por el patio.
Galíndez se dio cuenta de que había cogido el extintor, y de que ese peso, como el peso de una terrible obligación, le tiraba del brazo.
El último pensamiento de Perkins había sido para los hombres.
Galíndez se tapó los ojos con la mano que tenía libre. Santa Madre de Dios: en su imaginación bailaron muchos rostros. Elisa, su mujer; sus hijos. El largo viaje que le llevó de El Salvador a Panamá, y otro más largo aún, de Panamá a Laredo. La lucha, el sufrimiento que habían soportado con tal de conseguir lo que ahora era suyo. Asumir todo lo que habían tenido que dejar atrás. Todo lo que habían perdido. Todas esas imágenes le abrasaron la conciencia en una llamarada. Les había costado tanto. Puso a Dios por testigo de lo mucho que les había costado, de lo mucho que significaba. Sólo Dios sabía qué tenía que hacer él ahora para salvar su alma inmortal.
El radiotransmisor seguía crujiendo en su cinto, pero Galíndez ya no lo escuchaba. Tampoco escuchó los disparos de los guardias desde lo alto del muro.
El último pensamiento de Perkins había sido para los hombres.
Doscientos en total.
Galíndez se quitó la mano de la cara. Ya no podía elegir.
Víctor Galíndez salió corriendo a toda velocidad hacia la puerta posterior de la galería B.
Perkins había abierto la puerta de atrás en su intento por escapar, y sin querer había generado el estallido que le alcanzó de lleno. Con el extintor golpeándole el muslo, Galíndez llegó tambaleándose hasta la puerta y se detuvo. Ante su mirada de total incomprensión, el interior de la galería era el infierno. Galíndez creía que ya había conocido el infierno, en los interrogatorios y las celdas de El Salvador, pero en ese instante entendió por vez primera lo que en realidad significaba esa palabra. Aquello era el infierno que los jesuitas habían inculcado en su imaginación de niño. El pasillo central era un río de fuego que ardía con una violencia inaudita en el extremo más lejano, y con menor intensidad más o menos desde la mitad de la galería, hasta morir con el rastro abrasado del estallido del fuego, que estaba casi apagado a sus pies. La bóveda de cristal retenía una densa humareda negra, sin dejar que pasara la luz del sol. La galería entera era una trampa mortal.
A su derecha, las celdas de las plantas superiores estaban vacías. Las de su izquierda, llenas de internos aterrorizados que chillaban sin parar. A pocos metros de distancia, nada más verle, los reclusos sacaron los brazos entre las rejas, suplicándole auxilio. Más allá, no se veía a nadie tras los barrotes de las celdas de la planta baja, en silencio, ya que los presos se habían refugiado de cualquier manera al fondo de ellas. Era imposible abrir las rejas desde la cabina de control del guardia, situada en la puerta trasera; sólo podría abrirlas desde el puesto de vigilancia de la puerta principal de la galería. Galíndez entró corriendo en la cabina de control, buscando la llave que necesitaba. Abrió una taquilla metálica en un rincón. Estaba repleta de ropa, frascos de loción bronceadora, revistas porno, botellas de refrescos, prendas deportivas. Perkins era un tío perezoso y desordenado. Galíndez sacó toda aquella basura hasta encontrar lo que estaba buscando: una máscara antigás, de las que se utilizaban cuando era preciso lanzar botes de humo y gases lacrimógenos.
De vuelta al pasillo central se fijó en algo que antes no había visto. Contra la pared había dos cubos con sus fregonas, seguramente dejados allí por los presos encargados de fregar la galería aquella mañana. Uno de los cubos seguía lleno de agua sucia. Galíndez dejó en el suelo et extintor, se quitó la gorra, agarró el cubo y se empapó el uniforme como mejor pudo. Volvió a calarse la gorra sobre el pelo mojado. De las celdas de las plantas superiores le llegaban gritos desgarrados, ya que los reclusos habían comprendido qué se proponía hacer Galíndez.
-¡Venga, hijo de puta! ¡Venga!
-¡Joder, joder!
-¡Tú puedes, tío! ¡Tú puedes!
-¡Adelante, mamón!
-¡Venga, tío, no jodas!
Galíndez echó a correr con el extintor en la mano izquierda. En ese instante se dio cuenta de que se le había levantado la piel de la palma de la mano: la tenía quemada desde que arrancó a trozos la camisa de Perkins. Sujetó el extintor con más fuerza, sobreponiéndose al dolor. Estaba ya a pocos metros del río de fuego y notaba el calor en plena cara. Hizo un alto y dejó el extintor en el suelo. Allí dentro seguramente no habría oxígeno. Respiró hondo unas seis veces, llenándose los pulmones al máximo. Los alaridos de los reclusos, más frenéticos que nunca, apenas podía oírlos: se lo impedía el crepitar de las llamas. Galíndez se puso la máscara de gas. A través del grueso cristal de las lentes vio distorsionadas las llamas. Apuntó la boca del extintor al suelo, directamente delante de él; murmuró una plegaria y pulsó la llave del chorro de espuma blanca.
Víctor Galíndez se llenó los pulmones de aire, contuvo la respiración y se adentró en las llamaradas.
Agazapado, moviendo repetidamente el chorro de espuma de modo que trazase un arco de corto espectro por delante de él, Galíndez avanzó por un espacio carente de aire respirable, pero libre también de fuego. Si se apresuraba demasiado, se metería directo en las llamas; si avanzaba muy despacio, seguramente no llegaría jamás al otro extremo de la galería. Tras cada uno de sus pasos, las llamas volvían a cerrarse tras de él. Empezó a quemársele la espalda. Sintió que se le chamuscaba el pelo humedecido, que se le pegaba al cráneo. Firme, manténte firme. Paso a paso. Dentro de la máscara antigás, el sudor le entraba a goterones en los ojos y le empañaba las lentes. No respires; aquí no hay oxígeno. El rugido del extintor, el crepitar del fuego adormecía sus oídos. Caminaba a ciegas. Firme, manténte firme. Paso a paso, muy despacio, confió haberse orientado bien, esperó ir caminando en línea recta, aunque lo dudaba, rezaba, casi daba por hecho que en cualquier momento se iba a dar de bruces contra los barrotes de alguna celda. Estaría bien jodido. Muerto. Tuvo ganas de dar la vuelta y echar a correr. No se atrevió. Quiso salir corriendo hacia delante. Tampoco se atrevió. No te vuelvas. No corras. No respires. Había perdido del todo la noción del tiempo y del espacio. Cada segundo bien podía ser una hora. Pero ya tenía que estar cerca. Tenía que estar muy cerca, joder. Se dio con el hombro contra algo duro. No era un barrote. Era algo duro, liso, pero no opaco. Cristal. Cristal. Ya había pasado la última de las celdas. El calor era intenso. Hizo un barrido más amplio con la espuma del extintor, trazando un semicírculo, y avanzó de costado, sintiendo la dureza de esa superficie contra la espalda. Le estallaba la cabeza por culpa del calor, de la claustrofobia, del esfuerzo insostenible por contener la respiración. Sin previo aviso, la dureza que notaba a sus espaldas dejó de estar ahí. Trastabilló.
Había estado apoyado de espaldas contra el puesto de vigilancia del interior de la galería, y acababa de tropezar con la puerta corredera, que no había quedado cerrada del todo. La terminó de abrir a empujones: estaba dentro. Cerró la puerta corredera con un tirón en el que puso el alma entera. Se le cayó el extintor. Expulsó el aire viciado de su pecho y se apoyó en la pared sin aliento. Humo, humo. Había más humo que oxígeno, pero la máscara antigás le protegía los pulmones. Seguía casi ciego. Se movió a tientas, de memoria, rebuscando en el bolsillo para sacar las llaves. Encontró la unidad del control de las celdas de las plantas superiores. Al tacto, logró meter la llave en la cerradura y la hizo girar. El teclado esperaba que accionase el código de apertura, el 101757. Rezó para no equivocarse y se quitó la máscara antigás para ver bien el teclado. Pulsó los números. Se hizo una pausa que le pareció eterna. Santa Madre de Dios…
Un rumor lento, creciente, y un estrépito de acero contra la piedra retumbó por encima del crepitar de las llamas. Se habían abierto las rejas de las celdas. A lo lejos, oyó desesperados gritos de alivio. Galíndez cayó sobre el panel de control. Cada inspiración era como el roce de un estropajo de acero empapado en detergente que le deshollinara los bronquios. Volvió a colocarse la máscara, se levantó, agarró el extintor. Por las lentes empañadas vio pasar a un hombre envuelto en una sábana mojada. Lo más seguro sería salir al patio, pensó Galíndez. En el patio no habría problemas. Al menos, desde allí podría llegar a la enfermería. Se amontonaban los hombres camino del interior de la prisión. El patio era mucho más seguro. Sin embargo, no tuvo el valor de afrontar las llamas otra vez. Siguió a los hombres que huían.
Tras recorrer sólo cinco metros se sintió a salvo del incendio, bajo la luz de la gran bóveda central. Soltó el extintor y cayó de rodillas, arrancándose la máscara de la cara. Vio pasar muchas piernas que corrían. Ruidos de violencia, caos.
En el momento en que Galíndez levantaba la cabeza para incorporarse, un objeto duro y pesado le dio en la nuca.
La violencia y el caos dejaron paso a una negrura absoluta.
16
En la galería D ya se había desencadenado un frenesí de destrucción. La inmensa mayoría de los internos no podían haber tenido aviso previo de la guerra relámpago a la que se había entregado Agry; sin embargo, como un solo hombre, como si actuasen llevados por un impulso instintivo programado de antemano, se dieron al trabajo de desmantelar la prisión en cuestión de momentos, nada más se les presentó la oportunidad. La emprendieron con la mampostería antigua y deteriorada, con el maderamen, la instalación eléctrica, el mobiliario de sus celdas y hasta las losas de las pasarelas; para ello aprovecharon cualquier herramienta que les vino a mano, todo lo que pudieron arrancar, empuñar, golpear. Habían triturado los grifos, habían bloqueado los retretes: el agua inundaba el suelo de docenas de celdas y caía en relucientes cascadas desde las plantas altas. Por el aire flotaban sábanas hechas andrajos, el relleno de los colchones despanzurrados. Y el ruido, el ruido. De una destrucción en masa, de una rabia incontenible, acumulada durante demasiado tiempo y por fin desatada.
Klein atravesó este Apocalipsis con rostro pétreo, inexpresivo.
Detrás de él, Claude Toussaint iba dando tumbos, aturdido y sin fijarse en nada. Klein arrastró a Claude por la planta baja. Los reclusos se mofaban de Claude al verlo pasar. Ninguno se propuso hacerle daño, a pesar del color de su piel. Klein se detuvo ante la celda de Agry y con la cabeza le indicó a Claude que pasara.
Claude se quedó mirándolo.
-Llévame contigo -le dijo.
-Espera a que llegue Agry -contestó Klein-. Aquí estarás a salvo.
-Tengo miedo -dijo Claude.
Klein lo miró a la cara: no era más que un niño suplicante. Pensó en Vinnie López. Tenían la misma edad, veintidós años. Klein se forzó y se empeñó en endurecer sus sentimientos. Necesitaba el armazón de acero y hielo más que nunca. Y meneó la cabeza.
-Tienes que aguantar tú solito, Claude. Si te pegas a mí, Agry caerá con toda su fuerza sobre nosotros dos. -Le puso la mano en la nuca y se la apretó con afecto-. Mira una cosa: yo no creo que Agry te quiera matar. Si eres capaz de aguantar lo que te haga, seguro que sobrevives a todo esto. Los dos podemos. ¿Me entiendes? Resiste.
Al cabo de un momento, Claude asintió.
-Mejor será que me vista -dijo.
De pronto, Klein entendió exactamente y hasta sus últimas consecuencias qué significaba «resistir» en el caso de Claude. Retiró la mano que le había puesto en la nuca y tragó saliva. Claude se dio la vuelta y atravesó sin mirar atrás la muselina que cerraba la celda de Agry.,
Klein volvió a la escalera de caracol sin fijarse en ninguno de los reclusos y subió a la segunda planta. A empujones se quitó de en medio a dos hombres que bajaban por la escalera. Atravesó como pudo los despojos que se iban acumulando en la pasarela. Vio a algunos hombres sentados en silencio en sus celdas, seguramente deseosos de que nadie les hiciera caso, rezando para que no existiera ningún rencoroso con ganas de ajustar cuentas. Cuando Klein llegó a su celda, descolgó el espejo en el que se afeitaba y lo colocó en el suelo, entre los barrotes, de cara a la escalera por las que acababa de subir; así podría ver a todo el que se acercase por la pasarela. Del bolsillo sacó la pistola que le había arrebatado a Grauerholz y corrió el cilindro: le quedaban cinco balas. Joder. Klein colocó el percutor en la hala contigua al hueco libre. Tendría cuatro balas seguidas y luego sonaría el hueco, para que tuviera en cuenta, si llegaba el momento, que ya sólo le quedaba una. Tal vez, a su debido tiempo la quisiera para sí mismo. Apartó el arma y apretó los dientes. No pensaba dar un paso más. Todo el que pretendiera entrar por esa puerta era hombre muerto. Todo el que cayera a la entrada de su celda, sangrando y llorando, pidiendo auxilio, iba a quedarse allí hasta morir. No pensaba moverse de la celda hasta que la revuelta se extinguiera, hasta ser libre. No pensaba moverse por nadie. En el suelo, junto a la puerta, un trozo de cinta adhesiva pegado al espejo le llamó la atención:
A ti qué, cojones te importa
Ray Klein cerró los barrotes de su celda y se tendió en el catre a esperar.
17
El alcaide Hobbes estaba ante la ventana norte de su despacho, contemplando su prisión. Bajo el sol de mediodía, la fabulosa geometría del edificio parecía rematada por oro fundido.
Salía humo por la puerta posterior de la galería B. Desde las torretas aún se oía de tanto en tanto la detonación de algún rifle.
En el patio no se movía un alma; estaba desierto, con excepción de los cuerpos de unos cuantos heridos. Todos ellos iban vestidos de algodón azul.
Hobbes no sabía qué estaba ocurriendo en el interior de la cárcel, aunque podía adivinarlo.
A sus espaldas empezó a sonar el teléfono del escritorio.
Hobbes no hizo caso.
Por primera vez desde hacía infinidad de tiempo, su mente estaba vacía de todo pensamiento, de palabras, de ideas. El pasado y el futuro por fin se habían ensamblado en el portentoso ímpetu del presente.
Hobbes miró el reloj.
A juzgar por el testimonio del guardia situado en la torreta del muro oeste, habían pasado veintitrés minutos desde el momento en que Sonny Weir fue arrastrado, chillando y sangrando, del patio de los talleres. Ese había sido el tiempo necesario para que el orden absoluto sucumbiera ante la absoluta anarquía.
El teléfono siguió sonando sin que Hobbes le hiciera caso.
No era ése un momento que conviniera contaminar con una trivialidad. Era un momento preñado de historia. Más que eso: un momento histórico. Merecía, al menos a su entender, unos segundos de sombría contemplación.
El teléfono siguió sonando sin que Hobbes le hiciera caso.
A fin de cuentas, por primera vez desde hacía ciento cuatro años, la Penitenciaría Estatal de Green River había sido puesta totalmente en manos de sus internos: que ellos mismos la utilizaran como mejor les pareciese.
SEGUNDA PARTE
El Río
18
Nev Agry sabía que sólo podía fiarse de Claudine hasta cierto punto, tal como sólo hasta cierto punto podía meterle la verga por el culo: en todos los sentidos, no era todo lo que a él le hubiese gustado.
Por otra parte, ¿a cuento de qué valía la pena estar con una mujer en la que pudieras confiar a fondo? Joder, a cuento de nada, y Agry podía dar sobrados testimonios por experiencia propia. El peor de todos los años de su vida, contando los que llevaba recluido en Green River, fue el que pasó con una mujer con la que llegó al imperdonable extremo de casarse, mierda, casi veinte años antes. Ella se había gastado todo lo que ganaba él trabajando en una cadena de montaje, aparte de fastidiarle y de volverle medio loco, sin mencionar que tenía un polvo que en una clasificación de cero a diez difícilmente pasaría de un punto, tendida boca arriba y quieta como una muerta, abriéndose de piernas como si le estuviera abriendo las putas puertas del paraíso. Como esposa fue tan devota y tan fiel como largos eran los días, cosa que por otra parte nunca se cansó de recordarle, insinuando que por eso mismo debía estarle eternamente agradecido. El día en que le dijo que estaba embarazada, Agry metió en silencio sus cosas en el petate verde del ejército, con ella ahí delante con la cara hinchada, llorosa, gimoteando sin parar, y se largó del pueblo rumbo al este en un tren de mercancías. A pesar de todas las locuras y las proezas que tenía en su haber desde entonces, incluida la quema de la galería B para lograr que Claudine volviera a su lado, no había en la historia de su vida nada que lo dejara tan perplejo como el hecho de haberse casado con Marsha.
Desde entonces había preferido que sus mujeres tuvieran un marcado ramalazo de furcias. Al menos así estaba claro que ésas sólo querían lo que tuvieras en el bolsillo -y, con suerte, en la entrepierna-, y no tenían ganas de hacerte la vida imposible durante los próximos cuarenta años de tu puta vida. Además, así un hombre se mantiene en forma, y el sexo era mucho mejor. Además, ¿para qué coño necesita un hombre a una mujer, si no es para follar? No se le ocurría ninguna otra razón. Dicho esto, los mejores polvos que había disfrutado Agry habían sido los de la cárcel. Y los mejores polvos que se había echado en la cárcel habían sido con Claudine. Mientras sus hombres hacían trizas la penitenciaría, Agry estuvo bebiendo un bourbon de la mejor calidad y se folló a Claudine durante cincuenta y cinco minutos seguidos, peleándose con el sulfato que retrasaba su frenética necesidad de correrse, hasta que finalmente eyaculó con un espasmo violentísimo que a poco le desencuadernó las vísceras.
Después, durante unos momentos, se le hinchó la garganta y casi tuvo ganas de llorar sin saber por qué. Se dio cuenta de que estaba colmado, colmado por vez primera en su vida. Besó a Claudine en la nuca; tenía la piel amarilla perlada de sudor suyo, luminosa a la luz de las velas. Claudine murmuró algo. Y esa sensación de estar colmado le sentó de maravilla.
Nev Agry no había llegado a ser un profesional del crimen porque sí; lo había elegido él. A bordo de aquel tren de mercancías decidió que el matrimonio había sido lo último que le sucedió por casualidad. Se asoció a un par de tíos duros a los que había conocido en el calabozo mientras hacía el servicio militar y atracó un banco en Starkville, Misisipí. Por su combinación de inteligencia, fuerza de voluntad y beligerancia, se convirtió en el jefe natural de una pequeña banda, y a Nev le gustó el papel. Vivió a todo tren durante ocho años, de las ganancias obtenidas en unos cuantos robos a bancos de pequeñas poblaciones: Montana, Florida, Michigan… nunca dos veces en el mismo Estado. Durante esos años mató a cinco hombres: un civil, dos guardias jurados, un ayudante del sheriff y uno de sus socios, que se mosqueó más de la cuenta por la parte que se llevaba Nev en el reparto del botín. La primera y última vez que quiso dar el golpe en Tejas, en Sulphur Springs, dejó a un oficial de policía paralítico de cintura para abajo, y a otro tuvieron que ponerle una placa de titanio en el cráneo. Un mínimo de treinta y cinco años de reclusión, casi seguro cadena perpetua.
En la calle, Agry había vivido al margen de una sociedad en la que se limitó a hacer de depredador, y prestó muy poca atención a sus mecanismos. Dentro del trullo, arrojado de golpe a una sociedad densamente estructurada a la que ya no iba a poder sustraerse, comprendió que sólo existían dos mecanismos que de veras contaban: la dominación y la sumisión. Y sólo existían dos clases de reclusos: los que ordenaban y los que obedecían. La inmensa mayoría de los presos se contentaba con estar en la segunda clase. También se dio cuenta de que en el momento oportuno la sumisión era el camino que llevaba a la dominación. Era imposible enfrentarse a la jerarquía. Eso lo había aprendido por las duras cuando era muy jovencito, en los Marines, cuando le partió la mandíbula a un sargento de instrucción. Era la jerarquía lo que contenía el poder, y no los individuos que la constituían. Un hombre débil en lo más alto de la jerarquía era infinitamente más poderoso que un hombre fuera del escalafón.
Nev era fuerte. Cuando llegó a Green River, el kíe de la galería D era Jack Cutler, el Martillo, y estaba recuperándose de su segundo ataque al corazón. Jack aún movía los hilos, pero el tiempo que había pasado en la enfermería lo había dejado para el arrastre: nunca lo tuvo más crudo. Su gente estaba de capa caída, e iba perdiendo tanto influencia como fuerza bruta. Agry se había aliado con esta gente, la más débil. También se hizo amigo de Dennis Terry, el responsable de mantenimiento, y hasta hizo buenas migas con Bill Cletus, que por entonces sólo era sargento. Aprovechando los contactos de Terry con los proveedores del exterior, así como sus contactos aún recientes en el mundo, organizó una nueva red de contrabando, fortaleció a los hombres de Cutler y llegó a ser su brazo derecho. Una noche llegó a un acuerdo con Cletus para que dejase abiertas las puertas de su celda y de la celda de Cutler. En lo más profundo de la noche inmovilizó a Cutler con las rodillas sobre el pecho y le aplastó la nariz y la boca con una mano. A la mañana siguiente, Cutler había muerto a causa de su tercer y definitivo ataque cardiaco.
La economía interna de Green River era tan compleja como la de Manhattan. Eran dos mil quinientos individuos que vivían y trabajaban en un agujero de mierda; quien más, quien menos, todos deseaban cosas: comodidades hogareñas, sexo, drogas, revistas, tabaco, golosinas, fotos de chicas, cualquier migaja de placer y de alivio que tuvieran a su alcance. La rotación de los hombres era bastante rápida. Existía un grupo central de hombres con largas condenas por cumplir, si bien Agry supuso que en un ciclo de unos dos años el ochenta por ciento de las caras había cambiado. Ese porcentaje disponía de derecho a visitas -sus novias, sus esposas, sus hermanos, sus madres-: una madre que se despidiera de su hijo entre besos y lágrimas, al terminar su visita mensual, fácilmente le pasaba un par de billetes de veinte, puede que hasta dos de cien. La novia de un preso podía traer un condón en la boca o en el coño, y dentro del condón pasarle uno o dos gramos de coca; otro tanto de lo mismo con los paquetes postales: una radio o unas buenas zapatillas de deporte con algo metido dentro. Además, los internos cobraban por su trabajo en bonos del economato. Así fácilmente entraba un millón de pavos al año en metálico, puede que el doble, y toda esa pasta se traducía en objetos de lo más diverso, para salir después de la prisión en los bolsillos de los transportistas, los recaderos y los guardias. Para un recluso, el papel moneda en sí era como papel higiénico. Agry en cambio sabía convertirlo en algo que de veras apetecía, en algo, por ejemplo, para aliviar el sufrimiento, en algo que recordase a los nostálgicos todo lo que habían dejado atrás.
Agry pensaba que allí dentro había llegado a ser mucho más de lo que nunca hubiera soñado fuera. Llevaba un negocio, una organización, en el mercado más duro que pudiera existir. Algunos de sus hombres no sabían distinguir la mierda de la pasta de dientes, pero bastaba con que él lo pidiera para que se pusieran a darse de cabezazos contra los barrotes de sus celdas. Otros, como Tony Shockner, eran más listos que él y cuidaban de muchísimos detalles que a él se le hubiesen escapado. Cuando era necesario, los castigos violentos se impartían con rapidez y sin miramientos. De eso se ocupaban los suyos. Periódicamente, cuando le llegaba aviso de que algún nuevo interno se las daba de tozudo y lo consideraba un blandengue, liberaba un espasmo animal de su propia brutalidad.
La gente de Agry proporcionaba drogas y alcohol a la galería D, pero dejaba el resto de la cárcel a DuBois y a Grauerholz. Las drogas dejaban un buen margen de beneficios, pero por ubicuo que fuera el consumo, no estaba garantizado el recambio de la clientela. Agry calculaba que había ganado más con aparatos eléctricos y con revistas porno que con la cocaína y el jaco mexicano. Había logrado construir algo extraordinario; ésa fue la palabra que empleó Klein cuando fue de visita a la celda de Agry, a tomar té con pastas en compañía de Claudine. Agry nunca se había sentido cómodo del todo con Klein; era un individuo demasiado reservado. Era alguien de fuera, con poder y, por tanto, un tipo poco corriente. Único, quizás. Y tal vez Agry estuviera celoso, sólo un poco, por las risas que soltaba Claudine cuando Klein decía algo gracioso que a él nunca se le hubiese pasado por la cabeza. De todos modos, Klein no era una amenaza, y a Claudine le caía bien. Por si fuera poco, no cabía duda de que le había dado un tratamiento mejor para sus infecciones pulmonares que el soplapollas de Bahr. Y Agry también agradeció esa palabra: extraordinario. Era algo que nadie había dicho de él. Ahora, todo lo extraordinario se estaba cayendo a pedazos a su alrededor.
A pesar de todo, sudoroso a la luz de las velas, Agry se sentía colmado.
El aire del dormitorio de Agry estaba denso de humedad y de calor corporal, de sexo. El sudor se le pegaba al cuero cabelludo, y hacía que los rubios pelos de su pecho y abdomen parecieran casi oscuros. Con su carmín rojo encendido y su ropa interior, Claudine estaba más hermosa que un millón de dólares. Agry sonrió para sus adentros. A las arcas del estado de Tejas, su mujer le iba a costar más o menos esa cantidad, posiblemente mucho más, ahora que él iba a arrasar la trena por ella. Y si a él también le estaba costando lo suyo, reconoció que hubiese pagado lo que fuera con tal de tener lo que tenía ahora: su furcia mulata y esquelética tumbada a su lado.
Agry tenía dos celdas dobles en la planta baja; había derribado el tabique de separación previo pago de un soborno desmesurado a Bill Cletus. En la habitación tenía una cama de matrimonio con colchón articulable y sábanas color melocotón. Casi había desaparecido del todo la luz natural, y las velas encendidas en la mesa proyectaban sombras móviles en las paredes de granito. Agry se dijo que era un tanto romántico; esperó que a Claudine también se lo pareciera, aunque ella aún no había dicho nada. Algo se interponía entre los dos, algo que él necesitaba aclarar.
-¿Por qué me dejaste? -le preguntó.
Claudine hizo ademán de volverse hacia él. Agry le colocó la mano en la nuca, para impedir que se volviera del todo. Le clavó los dedos en un lado del cuello, hasta sentir el palpitar de su pulso: latía con firmeza, a no más de ochenta pulsaciones por minuto, a pesar del speed que se había metido. Cuando se colocaba, Claudine era mucho más tranquilo de lo que casi todo el mundo se imaginaba. Agry había vivido cuatro años con ella, y lo sabía mejor que nadie. Claudine había caído directamente, de entre las piernas de su madre, en un proyecto federal de realojamiento para indigentes, en Nueva Orleans, y desde aquel día había vivido del ingenio y contra todo pronóstico.
-Pero si yo no te dejé, cariño -dijo-. Me llevaron, seguro que te acuerdas.
Agry se acordaba perfectamente, desde luego. Fue como si le hincaran clavos despuntados en las manos… y en la punta de la verga. Cletus, que en más de una ocasión había tenido los bolsillos repletos del dinero de Agry, se presentó en su celda con media docena de los suyos en traje de combate, con casco y todo, y violó el santuario de su suite a plena luz del día. Se llevaron a rastras a Claudine y la metieron en la galería B. Mientras salía tambaleándose por el pasillo, con los zapatos de tacón por los que Agry había pagado una fortuna, Cletus la golpeaba en la espalda con la porra. Los otros seis perros habían sujetado a Agry contra el suelo de la celda: le salían espumarajos por la boca, mientras los amenazaba con exterminar a sus familias.
Había sido una humillación sin parangón. Le negaron incluso la posibilidad de pasar unos días en el agujero, cosa que al menos le hubiera permitido conservar un poco de dignidad. Agry le remitió a Hobbes una docena de solicitudes por escrito. Una entrevista, una explicación. Todas fueron rechazadas: Hobbes, altanero y poderoso, más hijo de puta que nunca, le comunicó que ningún funcionario de la prisión, y menos aún el director, tenía por qué explicar sus actos «a los de su caletre». A los de su caletre. Hobbes había tenido los huevos de terminar su puto comunicado con una cita: «El que no tiene gobierno sobre su propio espíritu es como una ciudad destrozada y sin murallas.» A saber qué cojones había querido decir.
Lo único que pudo entresacar a los guardias fue que Hobbes había ordenado el traslado de Claudine para apaciguar a los jodidos negros y, muy en especial, al más negro y más cabrón de todos los negros de los cojones, a Reuben Wilson, porque parecía ser que Wilson consideraba la «cautividad» de Claudine en la galería D una afrenta que degradaba a todos los negros en bloque, como si aún existiera un extremo de degradación al que no hubieran caído en picado desde el día en que los parió su puta madre. De todos modos, Agry había encontrado un nuevo extremo para todos ellos: les había pegado fuego a los muy cabrones en sus propias celdas, les había dejado con la mierda pegada al culo. En cuanto a Hobbes, empeñado en hacerle la pelota a Reuben Wilson, la única ciudad destrozada en la que iba a tener que pensar era su arrasada prisión, su ojito derecho. Agry se permitió un momento de regodeo. Aún le quedaba mucho por hacer. Mucho y bueno. Si antes no estaban del todo contra él -Hobbes y Wilson-, ahora seguro que sí. Agry soltó un bufido de desprecio. El que no tiene gobierno sobre su propio espíritu: Agry tenía ese gobierno, vaya que sí. Y les iba a enseñar cómo. Por último, había que tener en cuenta a Claudine, su traición. Su libertad condicional. Tres días antes había encontrado entre su correspondencia una nota anónima, escrita a máquina. Toussaint citado por el comité. ¿Estaría dispuesta a confesar? Se apoyó en la nuca de Claudine.
-¿Quién tuvo la idea de trasladarte a la B? -dijo.
La presión de Agry empujó la cara de Claudine contra el colchón, distorsionando su voz.
-Ah, ¿y yo qué sé? Yo no, desde luego.
-¿Ha sido cosa de Wilson?
Claudine no contestó. La mano de Agry se contrajo espasmódicamente.
-¡Wilson! ¡Wilson!
Nunca estuvo el cuello de Claudine tan cerca de romperse. Ella resolló y se debatió, incapaz de decir nada. Agry aflojó la presión; Claudine sollozó contra la almohada.
-Sí, Wilson. Fue Wilson el que lo pidió, pero no me preguntes por qué, no tengo ni idea.
-¿Quién te lo ha dicho?
-Stokely Johnson.
-¿Qué dijo Johnson? -gruñó Agry.
-El tampoco sabía por qué. Solo dijo que era una ofensa para los hermanos, y que si de él dependiera me habría matado con sus propias manos.
-¿Eso es todo? ¿Seguro?
-Eso es todo.
-Me estás mintiendo, so zorra.
-Me han tratado mal, Nev. Muy mal. No te puedes hacer ni idea.
Agry disfrutó un segundo del placer que le hubiese dado matarla en ese mismo instante. Le brotaron a los labios las palabras con las que habría confrontado a sus mentiras, la audiencia con el comité. Se las tragó. Mientras él lo supiera y ella no, él tendría pleno control. Ya tendría un mejor momento para echársele encima. Le soltó el cuello.
Claudine tuvo un acceso de tos; de repente, al verla retorcerse, a Agry le ahogó la compasión, la comprensión. A fin de cuentas, su mujer era un ser humano. ¿Por qué no iba a querer con todas sus fuerzas salir de aquel maldito agujero? Le hacía falta tiempo, simpatía, ternura, toda esa mierda que había leído en la revista GQ, en un artículo sobre lo que desean las mujeres. Sobre la mesa, al lado de las velas, había un frasco de aceite Johnson para bebés. Se inclinó sobre la espalda de Claudine, tomó el frasco y vertió un poco de aceite en la palma de la mano. Se la pasó por la espalda, extendiendo una fina película de aceite.
-¿Qué tal te sienta, nena? -dijo.
-Muy bien -susurró Claudine sin abrir los ojos.
Agry se apoyó en el codo izquierdo y fue aplicándole el aceite en la piel, centímetro a centímetro. Eso también lo había aprendido en GQ. A las tías les encantaba. No sólo querían follar y follar sin parar. El en cambio nunca se había cansado de la belleza de la piel de Claudine, de su tonalidad, su lisura, el modo en que reflejaba la luz de las velas. La belleza le traspasó las yemas de los dedos y apaciguó su ira, al tiempo que sentía un nuevo brote de esa sensación de plenitud. Era la plenitud de un rey, del Rey. Era un rey en la plenitud de su poderío, saciado de conquistas y victorias. Rey del mundo. Sus hombres en esos momentos asolaban las calles de ese inundo, quemándolo todo, violando a quien fuera, saqueando, como corresponde al privilegio de un ejército conquistador. Habían derrotado a un enemigo muy superior en cuanto al número, y lo habían derrotado por una absoluta falta de escrúpulos, por su propósito despiadado. El, Nev Agry, había impuesto su voluntad sobre la más densa concentración de desobediencia humana, de anarquía humana, sobre la desesperación más absoluta, psicópata y descabellada que se pueda encontrar en todo el continente. Había expulsado a las falsas autoridades del perímetro de su palacio; había expulsado a los bárbaros hasta echarlos fuera de puertas. Había recuperado lo que le habían robado, su Reina, y había infligido a los raptores un castigo rápido e inmisericorde. Su palabra era la justicia. Su palabra era la ley, y el sabor que le dejaba en la boca no podía ser más dulce.
Todo lo ocurrido antes, todo lo que iba a suceder ahora, había valido la pena sólo por este instante. Que el demonio le obligase a pagar el precio que quisiera. La inmensa mayoría de los hombres malgastaban sus vidas y día tras día se postraban de rodillas ante el miedo, dejándose la piel y sudando hasta vomitar las entrañas por orden del que esgrimiese el látigo y lo hiciera chasquear sobre sus cabezas. El látigo siempre estaba ahí, poco importaba que uno fuese rico o pobre, porque los chasquidos del látigo resonaban dentro de la condenada cabeza y ese ruido no era otra cosa que el miedo a morir, así que mejor dejar que el primer reyezuelo que apareciese te meara en la boca si le salía de los cojones, o poner los huevos en las manos frías y codiciosas de una mujer dispuesta a arrancártelos, sólo por miedo a morir. ¿Sí? Pues Nev Agry no tenía miedo. Era un hombre único entre un millón. Era un rey en la plenitud de su poderío. Y no le daban miedo ni Dios ni los hombres.
Claudine se encogió y soltó un chillido; Agry volvió de su ensoñación al trabajo que tenía entre manos, extender el aceite por la espalda de Claudine.
-Perdona, nena -dijo-. ¿Te aprieto demasiado?
-Un poco -contestó ella.
Agry volvió a presionar en el mismo punto -la parte baja de las costillas, en el flanco izquierdo- y Claudine se encogió de nuevo. Agry notó en el pecho algo oscuro. También vio un cardenal en la mejilla de Claudine, que, según le dijo, se había hecho al volver de la cocina.
-Tienes un cardenal -dijo.
Claudine no contestó. Agry la agarró por el hombro y la obligó a darse la vuelta. Ella lo miró un instante; él vio el miedo en sus ojos. No quería que ella tuviese miedo. Y si tenía miedo de algún otro, ése tendría que morir. Claudine cerró los ojos.
-¿Qué te hizo Johnson? -preguntó.
Claudine se tapó los ojos con el antebrazo. Apretó la mandíbula para que no le temblase. Agry creyó que se le derretía el corazón. Rebuscó en su memoria para recordar de qué iba en el fondo aquel maldito artículo que había leído en GQ.
-Nena -le dijo, y le acarició el pelo-. No tienes que guardártelo todo. No te hará bien taponar toda esa mierda. Es mejor que me lo cuentes. -De pronto, una palabra acudió a sus labios-. Será muy traumático.
Claudine rompió bruscamente a llorar. Joder, aquello sí que funcionaba. Agry sintió el aleteo del orgullo que le daba su propia sensibilidad. Las palabras brotaron entrecortadas de labios de Claudine.
-Johnson me violó.
Agry agarró a Claudine con toda su fuerza y la atrajo hacia sí. La mancha oscura del pecho se le había hinchado una enormidad, y de pronto fue una negrura insondable que le llegó a los ojos y le produjo un mareo. Apretó. La negrura era un pozo profundo que pedía a gritos que lo colmara de sufrimiento humano. No valdría ninguna otra solución. Ni la libertad, ni la riqueza ni el amor. Sufrimiento. Se oyó un chasquido y Claudine gimió. Con mucha concentración, Agry logró aflojar los músculos de los brazos. Vio en su mente la imagen de Johnson, y la negrura dejó paso a una urgente necesidad de vomitar. Luchó contra esa urgencia y agarró la botella de escocés que tenía sobre la mesa. Había visto confirmadas sus peores fantasías. Se metió el cuello de la botella en la boca y bebió. La vació sin respirar. No, no era su peor fantasía, sino sólo la segunda de las peores. Ella no había deseado a Johnson. Aquel negro de mierda había tenido que violarla. Agry logró sobreponerse al deseo de apretar con los dedos el cuello de Claudine. Le acarició el cabello en silencio; Claudine retiró el brazo que le cubría la cara y miró a Agry de lleno, con sus ojos grandes, castaños, húmedos como el rocío.
-Lo siento -dijo ella.
-No pasa nada -contestó Agry sin ninguna convicción.
-¿Sabes qué me dijo que me iba a hacer?
-He dicho que no pasa nada, me cago en Dios.
-Está muerto, ¿no? Ojalá el muy mamón estuviera vivo, pero no.
-Por si acaso te sientes mejor -dijo Claudine-, siempre se puso una goma.
-Joder -dijo Agry.
Ya no quedaba ni rastro de su sensación de plenitud. De pronto tuvo una intensa conciencia de su propio cuerpo. Ya no era tan fuerte como antes, pero aún estaba en forma. Podía levantar pesas de cuarenta kilos seis veces seguidas, pero no tenía el físico en el que esa facilidad destacase. Era por naturaleza grueso de caderas y de tronco, y tenía los brazos cortos. Además, tenía quince, veinte años más que Johnson. Eso le jodía. Un interrogante surgió de lo más profundo de sus entrañas. Notó que se le encogía la verga y que se le quedaba entumecida cuando, contra su voluntad, formuló la pregunta que insistentemente lo machacaba. Notó que la ansiedad le oprimía el pecho. Barboteó las palabras como pudo.
-¿Cómo fue? -dijo.
No consiguió mirarla a la cara.
-¿Qué quieres decir? -repuso Claudine.
Agry se volvió hacia ella, fuera de sí.
-Quiero decir exactamente lo que tú crees que quiero decir, cojones.
Claudine se acobardó; por un instante, Agry se sintió gratificado al ver el miedo pintado en su rostro. Si la muy perra tenía ganas de joderle, iba a hacer que lo que Stokely Johnson amenazó con hacerle pareciera simple cirugía plástica. Hizo una pausa. Se tranquilizó. Joder. Johnson era otro negraco muerto. Agry era el rey del mundo. Cómo se alegraba de que sólo Claudine estuviera al corriente de todo esto. Se secó el sudor de la cara y sacudió la mano contra la pared.
-¿Y bien? -dijo-. Quiero la verdad, no me marees. No me mientas para que me sienta mejor.
-La tenía más larga que tú -dijo Claudine.
La ansiedad que constreñía el pecho de Agry aumentó notablemente. Mantuvo una expresión neutra. Era un tío demasiado frío para que esas patrañas le hicieran mella. No tenía por qué preocuparse. El tamaño no era importante, eso lo sabía cualquiera, al menos los que leían las revistas que había que leer.
-Pero sólo dos centímetros -siguió Claudine.
Agry notó que se estaba poniendo rojo como la grana. Sólo dos centímetros, me cago en Dios. ¿Quién no mataría a su madre, quién no traicionaría a su mejor amigo con tal de tener dos centímetros más? El terror lo estaba estrangulando. No podía respirar.
-Pero tú la tienes más gruesa, cariño. Eso es lo que cuenta, de verdad -dijo Claudine.
Agry la miró a fondo. ¿Estaba tocándole los huevos, o qué? No estaba seguro. No podía estar seguro, joder. Había vuelto a poner su cara de bollito.
-¿Más gruesa? -musitó Agry.
Claudine le sonrió como sólo ella sabía sonreír, con ese eterno mohín en sus labios carnosos. Unos pómulos por los que cualquier mujer de verdad sería capaz de matar. Y una cejas… Mierda. Claudine le puso la mano en el pito; Agry notó que la garganta le vibraba de pura necesidad. Tuvo una erección que le dolió.
De repente entendió por qué había hecho saltar por los aires aquel barril de escoria.
-Mucho más gruesa -dijo Claudine-. De la punta a la base.
Se inclinó sobre su vientre y comenzó a mamársela. Joder, él tenía cosas que hacer. Sin perder la erección, pegó un grito hacia la muselina que colgaba de la puerta.
-¡Tony!
Claudine se la estaba chupando sin piedad. A Agry se le abrieron y cerraron los párpados como si aleteasen; tuvo una extraña sensación, que no podría haber llamado placer exactamente. Tony Shockner tosió al otro lado de la muselina.
-¿Tony?
-Jefe -dijo Shockner con discreción.
-Que venga Héctor Grauerholz. Te doy diez minutos. -Agry jadeaba; le faltaba el aire-. Que venga con todos sus chicos, tengo algo especial para ellos.
Se le escapó un gemido a medias sofocado cuando Claudine empezó a usar los dientes.
-Adelante -dijo.
Oyó los pasos de Shockner. Agry se quitó a Claudine de encima y la tumbó boca abajo. Agarró el frasco de aceite para niños y vertió un chorro entre sus glúteos. De la punta a la base, había dicho. Maldita sea la perra, se dijo; iba a intentar acordarse de hacerle una puñeta mientras se la tiraba.
19
Los pensamientos iban cayendo en el campo de gravedad de la conciencia de Hobbes como trozos de una pared que se fuera desmoronando. Sin tiempo para esquivarlos, iban cayendo sobre él, a través de él y desaparecían de inmediato sin dejar rastro, sustituidos por un nuevo pensamiento, por otro fragmento desconchado, por otra emoción de un peso y una potencia formidables.
Tenía el corazón henchido por una compasión tan honda y tan omnicomprensiva que rayaba en el amor. A fin de cuentas, los presos encerrados sin contemplaciones en aquel horno de granito y cristal eran sus hombres. La responsabilidad de su bienestar, de sus atenciones, seguía estando en sus manos. Que algunos tuvieran que ser sacrificados para que fuera posible traspasar el velo de la hipocresía y la criminalidad que impedía llevar a cabo una auténtica reforma del sistema penal, una reforma utilitaria, a Hobbes no le causaba la menor satisfacción. Muy al contrario, le provocaba un dolor intensísimo.
Hobbes había dedicado la vida, toda su vida, a los hombres más desventurados de la tierra. Había investigado la literatura de la filosofía penal, de la psicopatología, de la sociología y la pedagogía, de la psicología y la filosofía en general; había registrado sistemáticamente todos los compartimientos de su cerebro, cuya capacidad intelectual era, cuando menos, considerable. Había organizado una vigilancia constante de su propio corazón, de su alma, con el objeto de detectar los esperanzados susurros que le animaban a seguir trabajando con ahínco en su tarea. Había soportado accesos de melancolía, devastadoras depresiones que lo habían postrado de rodillas; había llorado ante un Dios en el que no creía, suplicándole el consuelo de la muerte. No pretendió nunca llegar a los altos cargos que un hombre de su capacidad podría haber alcanzado fácilmente. Al contrario, había renunciado a dirigir una moderna prisión federal en Illinois para reabrir Green River y transformarla en algo extraordinario.
Tan lejos se encontraba ahora de las visiones de reforma y de reconstrucción social que tanto le habían inspirado, tan emponzoñado estaba por la hiel del fracaso, que en esos momentos ya no podía arrancar del fondo de su memoria ninguno de los nobles conceptos que le habían electrizado la imaginación un cuarto de siglo antes. Algo tenía que ver, recordó vagamente, con la devolución de los hombres a la sociedad tras haberlos limpiado de arriba abajo con el fuego purificador de la disciplina; una fantasía que consistía en devolver la dignidad de los ciudadanos a las almas perdidas y mutiladas. ¿Habría invertido en esta fantástica empresa las energías acumuladas a lo largo de toda una vida si hubiera sabido que al final no iba a ser nada más que un carcelero inerte frente a un delincuente rastrero? Volvió a subirle la hiel por la garganta. Pudo haber sido lo que hubiese querido ser. Médico, como Klein. O juez, o profesor universitario. El doctor Campbell Hobbes. El profesor Campbell Hobbes. En cambio, se había sepultado en una burocracia tan fétida y tan laberíntica como las cloacas de Green River, y había luchado por aquellos seres, por los más desventurados de la tierra.
Mientras Hobbes miraba por la ventana norte, según se ponía el sol por el oeste con un halo rojizo, se estremeció con una enfurecida mezcla de rabia y de pena. Era el hijo del sol, aunque el sol aún tardaría eones en morir, mientras que su propia vida había transcurrido en un abrir y cerrar de ojos. No había justicia. La máquina había desbaratado todos sus esfuerzos. No sólo no le importaba a nadie la justicia, sino que nadie sabía ya el significado de esa palabra. Condenar o conceder la libertad provisional no eran más que briznas de hierba llevadas de acá para allá por las ventosidades salidas del ano de los políticos. Le habían destrozado sus presupuestos una y otra vez; le habían otorgado una muy escasa financiación para sus proyectos; le habían saturado las celdas de forma bárbara. La abierta corrupción de los guardias, de los proveedores y los contratistas, de los miembros de la comisión encargada de examinar las solicitudes de libertad condicional, quedaba oficialmente sancionada desde los más altos niveles. Para ellos, todo lo que hiciera girar el engranaje seguía siendo válido, todo lo que redujera los costes y mantuviera dóciles a los reclusos. Y si la población del presidio estuviera permanentemente sedada por medio de narcóticos, aunque los tuvieran que pagar de su propio bolsillo, tanto mejor. En cuanto al problema del sida, la reacción oficial era, otra vez, la indiferencia. Al cabo de todos esos años, el gobernador estatal de prisiones seguía considerando a Hobbes un intelectual de la Costa Este, un blandengue a la hora de abordar la delincuencia y la homosexualidad. Nadie iba a echarse a llorar si la población del presidio era diezmada por el sida. Cuando defendió con vehemencia que los reclusos constituían un potente foco infeccioso a partir del cual la enfermedad se extendería a la población civil, le habían contestado que los reclusos eran simples mexicanos, negracos, chusma deseosa de beneficiarse de la seguridad social, y que nadie iba a echarles de menos, ni a ellos ni a sus familias. Por si fuera poco, cualquier blanco que se follase a un negro, especialmente sin condón, tenía bien merecido morir, más aún si dicho blanco era una mujer o un maricón.
A ojos de Hobbes, hacía ya mucho tiempo que habían perdido la autoridad moral necesaria para el ejercicio de la ley. Sin embargo, en las últimas semanas, cuando se le había presentado la posibilidad de un cambio radical y había tenido que luchar a brazo partido con su conciencia, Hobbes había terminado por comprender que también él había sido un esclavo de su propia vanidad, de su miserable grandeza. La fantasía de que por sus propios medios podría establecer la diferencia no era más que una huida de la auténtica redención, un perverso anhelo de contar con los vacuos aplausos de aquellos a quienes más despreciaba. Ya no se dejaría atrapar más por el principio de la identidad personal. Renunciaría a todo lo que poseía, arrastrado por un auténtico delirio de liberación total; incluso estaba dispuesto a prescindir del letargo suicida en el que se había embarcado hacía mucho tiempo. Había decidido aceptar su destino, y el destino de todos los hombres, a mayor gloria de una pérdida de la que sería imposible redimirse.
Hobbes contempló la cortina de humo aceitoso que aún pendía en el aire húmedo sobre la puerta posterior de la galería B. Dominar la sensación de horror que le había invadido en esos primeros momentos -cuando cayó en la cuenta del extremo al que había llegado Agry-, le costó toda la fuerza de voluntad que fue capaz de acopiar. Pero la había tenido. Había cortado la alarma conectada con los bomberos de la región. Sí, había abortado todo intento de rescate. Había ordenado a sus guardias que salieran y prohibido toda comunicación con el interior de la cárcel. Si aún era posible aprender alguna lección de la historia, no era otra que ésta: el cambio sólo se puede conseguir con sacrificio y sangre, cuanto más irracional y arbitrario, mejor. La conclusión a que había llegado Hobbes tras examinar la historia era que el hombre sólo consigue dar un paso adelante cuando se produce un violento cataclismo. La búsqueda retrospectiva de las causas y demás explicaciones, la tarea del historiador, era vana futilidad; un simio de manos toscas que busca gusanos en un montón de estiércol. Las causas eran irrelevantes. Lo único que importaba era el espasmo en sí mismo, regresando siempre para mofarse de la vanidad de los humanistas y de sus lamentables instituciones. La fuerza se restablece gracias a la herida. Virescit vulnere virtus. Puede que allí mismo, en aquel asqueroso lugar en medio de los humedales de Tejas, fuera posible empezar de nuevo, precisamente allí donde el propio Hobbes había liberado de sus ataduras ese anhelo primigenio que pretende abolir la realidad para así recrearla. Sí. En un arranque de aterradora osadía, John Campbell Hobbes había prescindido enteramente de la razón, de los motivos, de los resultados, y había optado por recurrir directamente a la energía radical e inmutable de la historia misma.
Alguien llamó a la puerta de su despacho. Hobbes se dio la vuelta.
-Adelante -dijo.
Se abrió la puerta; entró el capitán Bill Cletus y la cerró a sus espaldas. Su recio corpachón iba protegido por un mono negro del que pendía todo su equipamiento: el radiotransmisor, el bote de gas antiagresiones, la porra y las esposas, así como una Browning automática. Cletus hizo un saludo marcial.
-Señor… -dijo Cletus.
Hobbes asintió y se situó tras su mesa acristalada. Señaló la silla.
-Siéntese, capitán.
Hobbes se sentó. No había ninguna luz encendida en el despacho; la mortecina iluminación que proporcionaba el sol poniente entraba por la ventana sur, a espaldas de Hobbes. Cletus era un hombre de rasgos toscos que ya había cumplido los cuarenta, un veterano con más de veinte años de contacto cotidiano con lo peor de la sociedad. Tenía el rostro curtido por el sol y endurecido por la constante caricia de la insensibilidad. Siempre que a un recluso apenado le era negada la posibilidad de visitar a un familiar moribundo, siempre que un hombre era llevado a rastras al agujero, siempre que era preciso levantar un cuerpo mutilado para trasladarlo al depósito de cadáveres, allí estaba Bill Cletus. Después de tanto tiempo, Hobbes era incapaz de saber qué había detrás de aquella cara, como tampoco lo supo cuando conoció al joven guardia, recién licenciado entonces de un batallón de infantería tras la guerra de Vietnam. Jamás le había llegado ninguna queja -y tuvo que oír muchas a lo largo de su vida- contra Cletus ni contra sus hombres. Formaba parte del contrato, y Hobbes siempre había cumplido. ¿Estaría dispuesto Cletus a cumplir ahora con sus obligaciones? Hobbes abrió el cajón de su mesa y sacó un cenicero de cristal.
-Puede fumar si lo desea -dijo Hobbes.
-Gracias, señor -dijo Cletus.
-¿Cómo están los hombres? -le preguntó Hobbes.
-Muy tranquilos -respondió Cletus-. Saben muy bien qué han de hacer.
-¿Y los internos?
Cletus se encogió de hombros.
Suponemos que en la galería C están encerrados en las celdas desde el recuento de mediodía. En su mayoría son negros y mexicanos, creo que Agry los tiene bajo llave. Los demás se han vuelto locos. Se ha cortado la electricidad en el edificio principal, pero no en la enfermería y los talleres. Tal como ordenó usted, hemos impuesto un total bloqueo de las comunicaciones, y no accionaremos el generador de emergencia hasta que nos convenga. En resumidas cuentas, los hemos dejado a su aire. Esta noche será movida, siniestra, sangrienta. Al amanecer, la mayoría de ellos estarán rogándonos a gritos que les dejemos entregarse.
No podemos aceptar una rendición por partes -dijo Hobbes-. O se entregan todos juntos, o no se entrega ninguno.
-Estoy de acuerdo, señor. Ahí dentro manda el instinto de masa. Por el momento, lo que quieren es que corra la sangre, pero cuando cambie la voluntad del rebaño intentaremos que se vuelva en contra de los duros de pelar. No quiero que mis hombres se queden atrapados ahí dentro con treinta o cuarenta locos de atar. Si no, esto podría durar una semana.
-¿Ha confirmado el número de rehenes?
-Sí, señor. Hay trece hombres atrapados en el edificio principal.
-¿Y los heridos que lograron salir?
-Más que nada algunos cortes y hematomas, salvo el oficial Perkins, que está en la unidad de quemados de Beaumont. Si pasa esta noche, tiene posibilidades de restablecerse del todo. Sung, que es quien lo sacó de allí, recibió el impacto de una pedrada. Esta misma tarde le han extraído un coágulo de sangre del cerebro, se pondrá bien. Por lo que sabemos, no hay rehenes en los talleres. -Cletus sacó un paquete de Camel sin filtro-. Teniendo en cuenta todo lo ocurrido, la evacuación salió bastante bien.
Extrajo un cigarrillo dando golpecitos en el paquete y se lo puso entre los labios.
-¿Qué se sabe de la enfermería? -preguntó Hobbes.
Allí no tenemos personal. Sólo están Coley y el resto de los internos.
¿Algún oficial sorprendido por el incendio que posiblemente aún esté dentro?
Por lo que hemos podido saber, ninguno. El sargento Galíndez ha contravenido las normas, pues volvió a entrar en la galería B después de que se ordenase la evacuación.
-¿Atravesó la galería en llamas? -preguntó Hobbes.
-Abrió las puertas de las celdas para dejar salir a los reclusos. Es uno de los trece hombres que faltan. Kracowicz vio que le asestaban un buen golpe, pero no pudo hacer nada por él. No sabemos si está malherido.
-Ha debido de salvar muchas vidas -dijo Hobbes.
-Ha contravenido las normas -dijo Cletus sin alterarse-. Y abandonó a Perkins y a Sung cuando más le necesitaban.
-No cabe duda de que actuó valerosamente -dijo Hobbes.
-Si sale con vida de ahí dentro -arguyó Cletus-, pienso acusarle ante un tribunal.
Hobbes decidió no discutir. Sabía que, para Cletus, la totalidad de los internos, los dos mil quinientos reclusos de Green River, no valía la vida de un solo guardia. Las normas que regían los amotinamientos habían sido trazadas a la luz de la experiencia acumulada tras los disturbios de Attica, de Nuevo México y de Atlanta. En el momento en que la revuelta llegara a un punto considerado incontrolable, los guardias debían abandonar la prisión.
No se ponía en duda la restauración definitiva del orden; era cuestión de reducir al máximo el número de víctimas.
-¿Cómo responden los hombres al problema de los rehenes?
Cletus encendió el cigarrillo.
-Quieren sacarlos de ahí, como es natural, pero confían en que yo les diga cuándo y cómo. No quieren que haya otra cagada como la que hubo en Waco. Y los tíos que se han quedado dentro, en fin, están perfectamente preparados.
Esto último lo afirmó con cierto orgullo. Cletus había enviado regularmente a sus hombres a seminarios sobre la preparación psicológica necesaria en caso de que uno fuera tomado como rehén.
En realidad, los guardias rara vez eran asesinados en tales circunstancias. Los internos amotinados tendían a desahogarse unos con otros, habitualmente por cuestiones raciales. A pesar de hallarse en medio del caos más absoluto, el poder del Estado, encarnado en los uniformes de color caqui, se hacía sentir con fuerza, y los presos seguían temiéndole. Los oficiales que estaban atrapados iban a vivir un infierno, pero era poco probable que perdieran la vida, a no ser que los internos más violentos fueran objeto de una provocación o presas del pánico, caso de que se llevara a cabo una inoportuna maniobra de rescate.
-¿Qué postura mantiene el gobernador? -preguntó Cletus.
Hobbes lo miró a los ojos.
-Nos apoya al ciento por ciento. Ha puesto sobre aviso a un contingente de la Guardia Nacional, pero está de acuerdo conmigo en que no tiene ningún sentido que intervenga en este momento. Está particularmente interesado en que los medios de comunicación no se enteren de nada, al menos durante el tiempo que podamos mantenerlos al margen. Igual que yo.
Exceptuando esta última afirmación, Hobbes mentía. No se había puesto en contacto con el gobernador del Estado, y tampoco tenía la menor intención de avisarle, al menos hasta el último momento. Aquello no era asunto del gobernador.
-Capitán, quiero que se entienda con toda claridad que los medios de comunicación han de permanecer alejados -dijo Hobbes-. No quiero cámaras de televisión ni helicópteros dando vueltas por encima de nosotros.
-Yo tampoco -dijo Cletus.
-No estoy dispuesto a que Green River se transforme en una casa de fieras. Esto no tiene nada que ver con las calles de Los Angeles. Esto es la máquina panóptica. Nuestro deber es disciplinar y castigar, no montar un circo para los debilitados intelectos de nuestros conciudadanos. Ellos mismos han querido que éste sea un lugar tenebroso, habitado por el sufrimiento, donde los ciudadanos han perdido el derecho a contar las víctimas.
Hobbes hizo una pausa y se secó un grumo de saliva de la comisura de los labios.
-Lo que pasa aquí no es asunto de ellos -añadió.
-Estoy de acuerdo, señor -dijo Cletus.
Dio una larga calada a su Camel y se ocultó tras el humo. Hobbes sintió el sobresalto de la duda. ¿Estaba el capitán siguiéndole la corriente? ¿Pensaba acaso que era un imbécil? ¿Iba a hacer chistes acosta suya nada más bajar la escalera? Hobbes se sintió abrumado por la tarea, por la imposibilidad de comunicar siquiera una fracción de su vastísima intuición, una intuición tan monumental y punitiva como las propias piedras de la cárcel.
De pronto deseó que Klein estuviera otra vez en su despacho. Ese sí era un hombre, suponía, con capacidad de comprensión, un hombre que podría ver al menos un destello del faro que parpadeaba en una inmensa negrura. Klein también estaba atrapado allí dentro. De no haber sido por la impaciencia de Agry, Klein habría obtenido la libertad al día siguiente. De todos modos, era inútil meditar sobre el humor inmisericorde del destino; en todas las crisis estaba presente el secreto del poder.
-¿Sabe usted qué significa la palabra «crisis», capitán? -preguntó Hobbes.
Cletus frunció el ceño.
-Creo que sí, señor.
-La raíz de la palabra es griega, significa «decidir» -dijo Hobbes-. Pero en chino aún es mejor, ya que se trata de la combinación de dos caracteres,uno que significa «peligro» y el otro «oportunidad». ¿Me sigue?
-No estoy muy seguro -respondió Cletus tras una nube de humo.
-A fin de descubrir cuál es la oportunidad, a fin de tomar la decisión, uno ha de lanzarse al torbellino del peligro y rendirse a su fuerza.
Cletus lo miró durante un buen rato.
-Lo dice como si la revuelta fuera exactamente lo que hubiera recetado un médico -dijo.
Hobbes calló. En la penumbra reinante era difícil verle los ojos a Cletus. ¿Tendría la capacidad de comprender? Seguramente no. ¿Valía la pena intentarlo?
-En la ciudad de la justicia -dijo Hobbes nosotros somos las cloacas, las regiones más tenebrosas, allí donde el poder de castigar ya no osa darse a conocer a las personas que protege. Hemos dejado de reciclar las aguas residuales, y tampoco tenemos arrestos para deshacernos de esa podredumbre. Tampoco somos médicos que deban examinar las heces de un cuerpo aquejado por una enfermedad para identificar de qué enfermedad se trata. Tampoco somos los encargados de limpiar los váteres, ni de emitir un diagnóstico. Nos hemos convertido en los encargados de acumular los excrementos. ¿Le parece ése un trabajo adecuado para hombres como nosotros, Cletus? ¿Recolectores de mierda?
-No es perfecto, eso lo sé tan bien como el que más. Pero alguien tiene que hacerlo -dijo Cletus.
Hobbes se contrajo por dentro; una oleada de desesperación rayana en la náusea le barrió las entrañas. Cerró los ojos al hablar de nuevo.
-Hubo un tiempo en que el problema del encarcelamiento estimuló a los cerebros más preclaros de la ilustración. Tocqueville, Bentham, Servan. Ahora nos hemos rendido, Cletus. Estamos al final de una era y la razón ha sido derrotada.
-¿Se encuentra bien, señor?
Qué rematada estupidez había sido imaginar siquiera que aquel bestia pudiera hacerse una idea de la visión que él tenía en mente.
Hobbes abrió los ojos.
-Cuando la justicia renuncia a los principios morales y racionales que en su día le dieron la autoridad que posee, es que ha llegado el momento de entregar la prisión a los presos. Dejemos que ellos mismos generen una nueva moralidad más acorde con los tiempos que vivimos.
-Yo sólo quiero que mis hombres vuelvan sanos y salvos -dijo Cletus-. Lo demás me da igual.
-Su esposa es una mujer creyente, ¿no es cierto, Bill?
Cletus se encogió de hombros e hizo un gesto hacia el Camel que se le consumía entre los dedos.
-Desde luego, no me deja fumar en casa. No sé si se refiere a eso, señor.
-En tal caso, debería usted saber que no hay lugar seguro aquí en la Tierra, y que tal vez tampoco lo haya en el cielo. A fin de cuentas, han caído incluso los ángeles más inteligentes y luminosos que tuvo Dios a su lado. El único lugar seguro es el infierno, pues allí ya no hay nada que perder.
-Yo no estoy muy puesto en estas cosas del Evangelio, señor -dijo Cletus-, pero sí creo que Dios puso en la Tierra a los animales de la especie que tenemos aquí en la cárcel para ponernos a prueba. Según dicen, tenemos muy poco tiempo de vida en este mundo, y muchísimo tiempo después de muertos. Creo que tarde o temprano a todos se nos convoca para que hagamos lo que tengamos que hacer.
Hobbes asintió con gravedad.
-Muy pocos tenemos el privilegio de conocer la inmensidad del destino que nos aguarda. La mayor parte de los hombres rehuyen ese conocimiento, incluso en el momento en que han de morir.
-Supongo que era eso lo que yo quería decir -añadió Cletus.
Los últimos rayos del sol ya se apagaban. Estaban conversando casi en una completa oscuridad. La brasa del cigarrillo de Cletus brillaba entre el índice y el pulgar. Dio una última calada y aplastó la colilla en el cenicero de cristal antes de ponerse en pie.
-Si no le parece mal, señor, será mejor que vuelva a mi puesto.
Hobbes también se puso en pie.
-Si pudiera estar en el lugar de sus hombres, Cletus, lo haría sin dudarlo.
Cletus lo miró con firmeza.
-Estoy seguro, señor.
-Entonces, nos hemos entendido -le dijo Hobbes.
Le tendió la mano, y Cletus se la estrechó. Hobbes lo vio dirigirse a la puerta, abrirla y salir. Cuando se cerró de nuevo, Hobbes sintió que un gran aislamiento caía sobre él como un sudario; fue como si la estancia ya a oscuras de su despacho fuera el universo mismo, y él, su único habitante. Intentó recordar lo que le había dicho Klein por la mañana. «Ni siquiera los más valientes…» Hobbes no logró recordar el final de la frase. Le pareció frustrante. En cambio, en su aislamiento irrumpió una melodía de una banalidad casi insufrible, que no dejó de martillarle las sienes.
Cuando era niño, le pregunté:
Oye, mamita, ¿yo qué seré?…
Hobbes, sentado en pleno centro del universo, escuchaba esa detestable cantinela que le iba triturando el interior del cráneo.
20
Como un vendaval del Trópico, la violencia ancestral de los seres humanos barría de arriba abajo el interior de la Penitenciaría de Green River, levantándose a rachas imprevisibles. Arrancaba a los hombres de sus celdas, los exponía sin piedad al hierro y al fuego. Sin compasión, dejaba al descubierto la fealdad, la virulencia, el denso hedor del hombre en su más desinhibida pureza de ser vivo. Mientras esa violencia recorría bramando las celdas de la galería D, Ray Klein permanecía en su catre, y esperaba, con toda su fuerza de voluntad, que mejorasen las circunstancias adversas en que se encontraba.
Tenía cerrada la puerta de la celda, pero no con cerrojo. Si hubiera dispuesto del instrumental necesario, habría soldado la cerradura. Tuvo que limitarse en cambio a atar una taza de latón a los barrotes, colocándola sobre el armario. En el improbable supuesto de que se quedara dormido y de que alguien deslizase los barrotes para entrar, la taza caería al suelo y lo despertaría. La paranoia le hizo pensar en una alternativa: el intruso podía cortar el hilo antes de entrar. Klein renunció a la idea de dormir. En su intento por relajarse un poco, cerró los ojos y empezó a construir fantasías de libertad: leer el New York Times y tomarse un jugo de naranjas recién exprimidas en una cafetería; acostarse a las tres de la madrugada y levantarse a las diez de la mañana; ir en coche con Devlin por la Interestatal 90 y llegar a Nueva Orleans, alojarse en un hotel barato, en una habitación con ventilador en el techo, en donde ella se lo follaría y ni siquiera las aspas del ventilador, demasiado lentas, podrían impedirles que se empapasen el uno del sudor del otro. Se preguntó qué estaría haciendo Devlin en ese momento. Tal vez dándose un baño de espuma, o tomándose una ensalada de queso de cabra en un café con aire acondicionado. No, seguramente estaría preparándose para ver el partido de los Lakers. Se preguntó si los Knicks serían capaces de perder dignamente, por menos de seis puntos de diferencia.
No funcionaba.
Ninguna de las fantasías fue suficientemente poderosa para distraer su mente del torbellino de ruido y de sufrimiento que giraba y giraba al otro lado de los barrotes de su celda.
Los amotinados habían dedicado las primeras horas de la revuelta a una destrucción ciega. Todo lo que pudiera ser destrozado, arrancado o derramado había sido destrozado, arrancado y desparramado. Todo lo que pudiera pasar del orden al caos había dado ese paso. Y a medida que los hombres se cagaban y se meaban encima de puro miedo, el olor ambiente iba volviéndose más repugnante, más omnipresente que de costumbre. A Klein le recordó a Ludwig von Boltzmann y su teoría de la entropía. Quizá debiera habérselo planteado a Hobbes: el desorden tiende siempre a aumentar en un sistema cerrado. Daba igual; era probable que Hobbes ya lo supiera. De los potentes altavoces del equipo de Nev Agry en la planta baja le llegó una melodía que habría dejado pasmado al propio Boltzmann: flotaba surrealmente en medio de la hecatombe el grato sonido de Bob Wills y su banda, los Texas Playboys:
The moon in all your splendouir;
Know only my heart,
Call back my Rose, My Rose of San Antone.
Lips so sweet and tender;
Like petals falling apart,
Speak once again of my love, my own…
Mientras los Texas Playboys cantaban en la penumbra y ya se iba ocultando el sol, las luces eléctricas de la galería no se encendieron. El fluido eléctrico había sido cortado, y era muy de esperar que Agry fuese el único recluso dotado de una abundante provisión de pilas Duracell, para bombardear a los demás con su puta música. Llevaba toda la tarde poniendo la misma canción. En lo más profundo de mi corazón suena una melodía. Mierda. A Klein le entraron ganas de asomarse a la barandilla y ponerse a cantar otra vez Qué será, será. A lo lejos, llegando a silenciar en algunos momentos a Bob Wills, un mismo recluso llevaba más de una hora gritando, soltando un débil, insistente, implorante alarido.
Klein se dio cuenta de que el hombre que gritaba no le inspiraba ninguna compasión. A decir verdad, comprendió que hubiese preferido que se callara de una puta vez y se muriese. Gritar así era un lujo. Si ese tío estaba tan malherido, difícilmente habría sido capaz de desgañitarse durante tanto tiempo. Estaba fingiendo, qué tanta hostia. Habría que rajarle el cuello, o al menos que alguien le diera una paliza de verdad. Claro que a lo mejor lo estaban violando entre varios; en ese caso los gritos no pasarían de ser una extravagante expresión de placer, la libertad de una sumisión absoluta. No sería la primera vez. Klein echó el freno al enfermizo curso que iban tomando sus pensamientos. Quién sabe, puede que él fuese el siguiente. Una melancólica luz, la última que el día quiso brindarle, se filtró por el rectángulo de vidrio que había al fondo de su celda. Pronto sería de noche, y nada hacía pensar que fuera posible restablecer el fluido eléctrico.
Mientras quedaba algo de luz, las escuadrillas de la muerte recorrían enmascaradas las pasarelas, en busca de víctimas y drogas. Como la galería D era propiedad de Agry, la acción se estaba cociendo sobre todo en las otras galerías. Klein se sintió afortunado de no estar en la A, de no haberse dado a la fuga por el laberinto subterráneo. Había viejas cuentas que saldar. Era el momento de hacer justicia. Las humillaciones mezquinas, practicadas en secreto durante años, de pronto iban a estallar en tremendas venganzas. Las deudas, grandes y pequeñas, se iban a cobrar en una única moneda: la sangre y el sufrimiento. Las provocaciones sexuales tan sólo insinuadas iban a consumarse. Una cadena de represalias a escala bíblica. Y todos los actos de terror iban a alimentarse, a estallar, a reventar gracias a la cárcel misma. Los años de confinamiento, los recuentos, las vergas flácidas, el anhelo de las horas de visita, las esposas que buscaban el divorcio para irse a follar con otro, los rituales horarios de la degradación y el desamparo, el fétido hedor a meados, las caras piadosas de los miembros de la comisión encargada de conceder la libertad condicional, las migajas de placer de unas galletas pasadas, del licor que se destilaba con un calcetín lleno de pan duro y una lata de melocotón en almíbar, de una foto sucia de esperma en la que salía una hembra con el coño peludito y húmedo, de una mamada furtiva pagada a un triste yonqui que necesitaba la pasta. Y el miedo. El miedo. El miedo al día y el miedo a la noche, el miedo a cada minuto, el miedo al hora a hora, al día a día, al año tras año. La perversidad que consumía las arterias y los nervios, los riñones, las glándulas suprarrenales, el corazón. El miedo a haberse confundido de butaca en el cine, el miedo a estar solo y el miedo a no estar solo, el miedo a ser demasiado joven o demasiado guapo, el miedo a encontrarse con media docena de pitos sin lubricar y metidos uno tras otro por el culo, en las letrinas o contra un banco de la capilla. El miedo a despertar cada día con el alba. El miedo a la vida y el miedo a la muerte. Los gritos que en ese momento se propagaban bajo la bóveda de la galería entonaban el himno de combate de la república del miedo. Miedo rastrero, sin calificativos, yendo de un lado a otro, ciego y desnudo, henchido de venganza, salido de mil corazones amargados, en busca de una generosa porción de lo que era suyo.
Klein había contenido su propio miedo en una bola tensa y dura, detrás del esternón. Lo había contenido a fuerza de raciocinio. Una inteligencia superior, platónica, cálculo racional, un saber frío como el hielo. Esas eran las armas que le ayudarían a llegar hasta el final, como le habían servido para aguantar durante los últimos tres años. Si en la revuelta llegasen a morir cincuenta hombres, sería el peor motín en toda la historia de las prisiones norteamericanas. Tenía unas posibilidades de supervivencia de cincuenta a uno. Si permaneciera en su celda, en vez de dedicarse a andar por ahí rodeado de locos, las posibilidades serían aún mayores. En dos o tres días a lo sumo, los presos perderían todo interés por la revuelta, empezarían a acusar el calor, el hambre, el aburrimiento. La revuelta terminaría por apagarse en una abyecta rendición como a la postre ocurría con todas las revueltas carcelarias. A Klein le bastaba con mantenerse al margen.
Siguió oyendo chillidos a lo lejos. Quién sabe; puede que alguien se hubiese quemado en la galería B y que ahora saliera de la conmoción, víctima de unos dolores espantosos. Klein se armó de valor. No iba a preguntarse de qué forma podría ayudar. No iba a sentir compasión, ni lástima. Que gimoteasen sus oraciones. Que se pusieran hasta las orejas de alcohol y de caballo. Klein se acorazó. No iba a prestar atención a las necesidades de los demás. Se concentró a fondo en el goteo del agua, en los gritos de los borrachos. En su interior, tarareaba la interminable repetición de la maldita cinta de Agry:
It was there I found, beside the Alamo,
Enchantment strange as the blue above…
Klein se sentó, dejando caer los pies por el lateral del catre nada más oír que unos pasos lentos, de alguien muy pesado, se acercaban a su celda por la pasarela encharcada. Miró el espejo: un par de botas avanzaba cansinamente hacia su celda. Klein se puso en pie y sacó del bolsillo la pistola del 38. Como no tenía demasiada familiaridad con las armas de fuego, volvió a comprobar el estado del tambor: la cámara vacía seguía bajo el percutor. Sostuvo el revólver a la altura del muslo. Una inmensa silueta se recortó ante la entrada de la celda, impidiendo el paso de la escasa luz que aún se filtraba por el techo. El recién llegado agachó un poco la cabeza, de modo que su cara aplanada pudiera situarse entre los barrotes.
-Doctor -dijo Henry Abbott.
-Henry -repuso Klein.
El alivio que le invadió fue una asombrosa medida de su ansiedad. Se volvió un poco para ocultar el arma.
-Pasa.
Abbott corrió la puerta para abrirla. La taza de latón cayó ruidosamente, y Abbott se quedó mirándola.
-No pasa nada -dijo Klein.
Mientras Abbott entraba muy despacio en la celda, Klein volvió a guardarse el revólver en el bolsillo. Le hizo un gesto para que tomara asiento en el catre.
-Siéntate.
-Veo que ha seguido usted mi consejo -dijo Abbott.
La memoria de Klein rebobinó el día entero, intentando recordar en medio del caos qué era lo que Abbott le había aconsejado. Lo había visto por última vez a la hora del desayuno, es decir, hacía muchísimo tiempo. Klein ocupó un taburete frente al catre. Sí: Henry le había dicho que evitara todo contacto.
-Evitar todo contacto, ¿no? -dijo Klein. Una sombra de preocupación pasó sobre el rostro de Abbott. Hizo ademán de levantarse. -Si quiere, me marcho ahora mismo -dijo. Klein alzó la mano para detenerle.
-No, me alegro de estar contigo. -Abbott tenía una compostura quizá monacal, que a Klein le pareció de lo más sosegante-. Me siento más seguro -añadió.
-¿Por qué? -preguntó Abbott.
Klein se quedó un instante sin saber qué contestar. Como un niño, Abbott tenía la costumbre de hacer de improviso preguntas concretas, y aunque a primera vista podían parecer estúpidas, resultaban muy agudas cuando uno se las pensaba dos veces.
-Supongo que así nos podemos proteger el uno al otro si surgen complicaciones.
Abbott se lo pensó despacio y terminó por asentir.
-Entiendo -dijo.
El rostro de Abbott estaba hecho a base de elementos muy simples, como piedras planas, que su creador había concebido en cambio a gran escala. No tenía arrugas en la frente, nunca cerraba la boca por completo.
La medicación antipsicótica que se le administraba, y que en opinión de Klein era necesaria, realzaba ese efecto global de superficie plana, mate, sobre la cual cualquier observador podía inscribir la fantasía que prefiriese. Abbott era brutal, estúpido, peligroso, encantador o bestial, según se quisiera verlo. Rara vez se encontraba Henry en condiciones de demostrar lo contrario, ya que nunca tenía ocasión: nadie le preguntaba jamás cuál era su forma de ver las cosas y, por lo general, todo el mundo evitaba sus ojos insondables.
Henry tenía unos ojos muy puros; cuando sondeabas en ellos, sólo encontrabas sus ojos. Su rostro era tan inconmovible que apenas tenía arrugas, apenas hacía movimientos de cejas o de boca, y no existía palpitación alguna en sus músculos faciales, nada que diera a sus ojos un mínimo contexto. Sus ojos eran sólo dos iris de color gris con un contorno castaño, una conjuntiva turbia, unas cuencas profundas. Klein tosió y miró los regueros de agua que caían por la puerta de su celda desde la planta superior.
Estaba en su propia celda con un psicótico que le sacaba casi un palmo de estatura y que pesaba unos cuarenta kilos más que él. Con todo, era cierto que se sentía más seguro.
-Todo este follón debe de ser más dificil para usted que para mí -dijo Abbott.
Klein se preguntó si Abbott no habría oído hablar de su condicional.
-¿Por qué, Henry?
-Porque usted es médico.
El pensamiento de Abbott a menudo discurría por líneas oblicuas. Trazaba extrañas asociaciones entre unas cosas y otras.
-No comprendo -repuso Klein.
Abbott inclinó la cabeza hacia el estruendo que llegaba del exterior de la celda.
-Ahí fuera hay heridos. Yo los he visto. Un médico tiene el deber de atenderlos, pero usted ha obedecido la orden que yo le di. Ha evitado todo contacto. Por eso no puede atenderlos, así que he venido a liberarle de la obligación que le impuse.
Klein se quedó mirándolo. El sudor que le corría por los costados le producía la sensación de un millón de liendres que le reptasen por la piel.
-Me parece muy considerado por tu parte, Henry -dijo Klein-, pero la razón principal por la que he decidido quedarme aquí es bien simple: no tengo ningunas ganas de que me maten.
Klein hizo una pausa. Abbott parpadeó despacio una sola vez.
-Me diste un buen consejo. Tus vibraciones no te engañaron. Ya sé que ahí fuera hay heridos, pero yo no les debo nada. ¿Me comprendes?
Esta vez Abbott no parpadeó ni asintió. Klein se armó de valor y siguió hablando.
-Esta no es mi guerra. Esta no es mi gente. Mis conocimientos no me obligan a arriesgar la vida. En otro momento y en otro lugar, quizá sí, pero no aquí ni ahora.
Klein aguardó; se hizo un prolongado silencio. La atención de Abbott pareció extraviarse provisionalmente en algún lugar, y Klein supuso que estaba escuchando aquella voz alucinada que Abbott llamaba el Verbo. En las conversaciones que habían tenido anteriormente, durante un período muy dilatado, Klein llegó a descubrir que el Verbo controlaba a Abbott del mismo modo en que un padre o una madre controla a su hijo pequeño, sólo que en su caso se trataba de un padre o una madre celosos e imprevisibles. Un elevado porcentaje de los mandamientos y las vibraciones que le impartía el verbo era muy sensato, máxime dentro de la cárcel, en donde la paranoia era una prueba de sabiduría. El Verbo le indicaba qué pandillas le convenía rehuir, a qué guardias era mejor llamarles «señor», a qué hora tenía que regresar para el recuento, cuándo comer sus copos de avena y cuándo no.
Sin embargo, así como el Verbo era por lo común el guía y protector de Abbott, también era, en los momentos más siniestros, su más cruel perseguidor y su enemigo más implacable. Era el Verbo lo que le había reducido a la condición de animal tembloroso y recubierto de suciedad en que lo vio Klein por vez primera, acuclillado en un rincón de su celda. Y fue el Verbo lo que le ordenó que borrase a su familia de la faz de la tierra precisamente a martillazos. En la cosmología interior de Abbott, el Verbo era al mismo tiempo Dios y el Demonio. No existía poder en la Tierra, y menos aún dentro de Green River, que pudiera a la larga competir con el Verbo. Cuando el Verbo hablaba, él no podía hacer otra cosa que cumplir sus órdenes: no había amenazas de ningún abusón, ni porras de ningún oficial, ni sanción de ningún carcelero capaces de alejarle de su propósito. Así había perdido Myron Pinhley las facultades de su mano. Abbott -el Abbott que se consideraba «Abbott», ese Abbott al que tanto aprecio tenía Klein, la mole de puro músculo que desplazaba ciento treinta kilos de peso, la osamenta de dos metros quince centímetros de estatura, cargado todo él de sentimientos- era en resumidas cuentas una herramienta del Verbo, que incluso habría de ser sacrificada sin dudarlo si recibiera esa orden.
Klein era consciente de que las drogas más potentes no habían conseguido acallar la voz del Verbo. Habían servido para suprimir la faceta más persecutoria, autolacerante y despectiva de su lengua, la faceta que periódicamente azotaba a Abbott hasta sumirlo en un estado de abandono suicida, pero la voz nunca llegaba a desaparecer del todo. Era muy probable, en opinión de Klein, que incluso hablase a Abbott también en sueños. Ahora bien: si ese hombre solitario, inexpresivo y retraído, ese caparazón que en ocasiones parecía casi un autómata, era en efecto todo cuanto quedaba de Abbott, ¿quién era entonces el Verbo? Gracias a su amistad con Abbott, Klein había llegado a sentirse fascinado por el Verbo. Ardía en deseos de conocerlo, de conversar con él; sin embargo, Abbott sólo era capaz de proporcionarle una desmañada traducción de las palabras del Verbo, y solamente cuando se sentía especialmente seguro de sí. Klein creía que el Verbo no era la voz de Dios. El Verbo era Dios.
Abbott había descollado en tiempos entre sus alumnos de literatura, los había conmovido en lo más profundo de sus corazones con la música de poetas fallecidos siglos antes. Ahora, a lo sumo era capaz de hilar frases sencillísimas, despojadas de metáforas y sentidos ocultos. Todo aquello había desaparecido. Casi todo él había desaparecido. Lo poco que Abbott conservaba de sí mismo era el humilde siervo de Dios, y el intrincado e infernal agujero en que estaba aprisionado corporalmente a sus ojos no pasaba de ser un nuevo Jardín del Edén. A juicio de Klein, siempre llegaba un momento en que era necesario prescindir del saber que tan a fondo dominaba Devlin -la genética y la bioquímica, la psicodinámica y la expresividad emocional, los niveles de dopamina y los receptores de serotonina- para meterse en la piel del demente y echar un vistazo sin más. Hubo en cambio momentos vertiginosos en compañía de Abbott, momentos en los que Klein se acercó mucho, en los que percibió la huella de un poder total. Fueron momentos en los que la cárcel pasó a ser mero telón de fondo del drama primigenio entre Dios -el Verbo- y el Hombre. No el Dios de Jesucristo, o de Abraham o de Mahoma, sino un Dios anterior a la religión. El Dios que todo lo regía antes de que se inventasen las ficciones, la metáfora o la imaginación, antes de los dilemas y la voluntad, antes quizá del lenguaje. El ego de Abbott, su yo, su ser, era un mínimo remanente, un muñón erosionado del Yo y unos cuantos fragmentos aglutinados a base de miedo y, tal vez -eso esperaba Klein-, del mínimo grado de reconocimiento que Klein le demostraba. Dueño y señor del empíreo, por encima de esa desdichada figura, estaba el Verbo: un ser, una fuerza, una autoridad ilimitada, pero contenida íntegramente dentro del ilimitado espacio mental de Abbott, y pese a todo separado de él, de Abbott, ajeno a él de forma absoluta y aterradora. El ego de Abbott había dado por perdida toda aspiración a regir su vasto universo interior y aferrarse en cambio a una mísera isla de conciencia, situada en la orilla de la infinitud.
Así, mientras Abbott soportaba los copos de avena con vidrio molido, el repugnante trabajo en las cloacas, el encarcelamiento, la medicación forzosa y todos los demás insultos y vejaciones de que constaba su vida, el Verbo disfrutaba de inimaginable libertad y poder… Mejor dicho, el Verbo era esa libertad y ese poder. ¿Quién podía concebir qué fuerza los había separado a los dos, separando así a Dios del hombre? Klein, desde luego, no lo sabía. Sin embargo, en esos momentos de reposo en los que estaba a solas con Abbott y escuchaba el suave aliento del Verbo, que bien podía dictar su muerte en el momento menos pensado, Klein a menudo se preguntaba qué sucedería si los dos se uniesen de nuevo. ¿Qué se haría del gigante retrasado que deambulaba por ahí arrastrando los pies si se viera de súbito imbuido del Dios que era él mismo? ¿Qué llamas refulgirían en esos ojos apagados? ¿Qué tromba resonaría, como el estallido mismo del juicio final, desde dentro de su pecho imponente?
Y de nuevo se preguntaba Klein en esos momentos qué había sido del Dios que habitaba en él. Klein era dueño de una cordura apabullante. A veces se veía como el reflejo de Abbott en un espejo. Así como la identidad de Abbott era la de un esclavo destrozado y acobardado a los pies de un Dios tenebroso que era él mismo a pesar de no saberlo, el Dios de Klein era la tenue sombra de una deidad, virtualmente extinta por los cegadores focos del saber, de la ciencia, del conocimiento y de la racionalidad. El libre albedrío, la capacidad de elección, la comprensión, la imaginación, la capacidad de calcular consecuencias y resultados… tales eran los enemigos juramentados de Dios, las cadenas que lo aherrojaban en una estrecha celda en las entrañas de esa misma infinitud sobre la cual tenía pleno dominio el Verbo de Abbott. En este sentido, Klein era consciente de hallarse tan fragmentado como Abbott: tal como Abbott tamizaba los pedazos rotos de su ser para encontrarse con un caparazón de humanidad residual que vivía literalmente en las cloacas de las cloacas del mundo, Klein había tamizado los fragmentos de Dios en busca de un propósito situado más allá de la mera supervivencia y había terminado en la galería D, diciendo a su compañero: «Ya sé que ahí fuera hay heridos, pero yo no les debo nada.»
Klein de golpe recordó dónde estaban y lo que estaba ocurriendo a su alrededor. Se había perdido mirando los apagados discos de los ojos de Abbott. El silencio sepulcral que esos ojos habían proyectado sobre él se volatilizó como el humo. Volvió a oír el grito desgarrado del hombre herido. Con el silencio humeante desapareció Dios. Klein volvía a ser un recluso con la libertad condicional en el bolsillo y un motín al que aún debía sobrevivir.
-Tiene razón -dijo Abbott.
-¿Qué? -dijo Klein.
-Este no es el momento ni el lugar de morir -dijo Abbott.
-Me alegro de que estés de acuerdo -repuso Klein-. Nos quedamos aquí un día, dos a lo sumo. No nos pasará nada. Podemos turnarnos para dormir.
-Y podernos cuidar el uno del otro -añadió Abbott.
-Es verdad -dijo Klein-. Nadie más lo hará por nosotros.
Cuando terminó de hablar, sin dejar de mirar el rostro franco y grande de Abbott, Klein notó un repentino asco de sí mismo. Podían cuidar el uno del otro, desde luego. Al menos hasta que se abriesen las tres puertas bajo la torre de Hobbes cuando él se presentara allí, una puerta tras otra, y entonces adiós muy buenas, querido compañero, pero me tengo que largar. Así se marcharía Klein. Abbott tendría que regresar a sus cloacas y cuidar él solo de sí mismo. Los grilletes que inmovilizaban por los tobillos al Dios de Klein se le hincaron más en su divina carne. Tal vez fuera vergonzoso, pero Klein, el hombre, solamente aspiraba a salir de allí, beberse aquel jugo de naranja, darse una ducha y acostarse con Juliette Devlin entre sábanas húmedas. Había aguantado el dolor y el miedo más que de sobra, los suyos y los de todos los demás. Pese a llevar treinta y cuatro meses dentro de aquel agujero de mierda, no se había endurecido lo suficiente. Sus terminaciones nerviosas, por encallecidas que estuvieran, aún necesitaban más insensibilidad. Claro que si pudiera atravesar por fin esos portones, ese encallecimiento dejaría de ser necesario. Podría dejar incluso que esas terminaciones nerviosas volvieran a crecer.
El caso de Abbott y de los demás era bien distinto, ¿o no? Transitaban por caminos diferentes de los suyos, siempre había sido así. Klein pensó en el cuestionario que Devlin había diseñado para encontrar respuesta a su gran interrogante: ¿es más duro morir si tienes todo un futuro por delante que si eres un pobre analfabeto, un trozo de escoria que ya nada puede esperar en esta vida, quitando un par de metros cuadrados donde criar malvas? El caos que a punto estaba de alcanzar su punto de ebullición en las tripas de Klein le contestó desgañitándose: «Te puedes jugar la vida a que sí, a que es más duro.» Se tocó la parte alta del pecho, en busca del bolo duro y tenso en el que había embutido todo su miedo: se había disuelto, fragmentado, esparcido por el colon, el recto, los huevos; le había convertido los músculos en manteca y la sangre en leche aguada. Miró alternativamente el agua que goteaba en la puerta y el rostro de Abbott, liso como una placa de mármol, y luego el retrete: supo que en cualquier momento tendría que sentarse a cagar, a evacuar la sensación que le producía su vida entera. El corazón le latía desbocado. Le creció por dentro una monstruosa oleada de pánico; notó que iba en aumento, que lo desbordaba, dispuesta a llevárselo por delante.
Se le pasó por la cabeza una idea sencillísima que hasta entonces no se le había ocurrido: durante las horas siguientes, la escueta y sucia superficie de la tierra encerrada dentro de los muros de la cárcel iba a ser probablemente el trozo de tierra más al margen de la ley de todo el planeta. Por si fuera poco, pululaban allí dentro algunos de los hombres más violentos de la historia.
La ola que lo zarandeaba osciló de forma incierta. Quedarse dentro de la celda era quizás una locura. Con la pistola podía lograr su propósito. Podía escabullirse por la galería, recorrer el Ala Polivalente, atravesar el patio. Ahora, cuando aún disponía de luz para orientarse. Cuando cayera la noche podría pasar cualquier cosa. Se imaginó frente al portón principal, a pocos metros de distancia. Se imaginó que Bill Cletus daría la orden de abrirlo, sintió la fresca y reconfortante presión de las esposas, en cuanto los guardias aceptaran su rendición, en cuanto comprobaran su inocencia y lo despacharan a pasar sus últimas horas de confinamiento en la seguridad de una pequeña cárcel de otro condado, a muchos kilómetros de Green River, a kilómetros de Coley, de Agry, de Abbott y de Grauerholz; a kilómetros del hedor, de los chillidos y la sangre. Es el momento, tío. En cuanto caiga la noche será un suicidio salir ahí fuera. Aprovecha la ocasión.
Klein se puso trabajosamente en pie. Le temblaban las piernas; se sujetó a los barrotes de la celda. La ola seguía ahí, irguiéndose muy por encima de él. De pronto comprendió que no le quedaba más remedio que dejarla venir. Si echaba a correr, la ola lo alcanzaría de lleno y lo abatiría, lo despedazaría contra las rocas del pánico, lo empalaría en el arma blanca de algún asesino borracho que olisqueara su miedo. La ola siguió su avance y Klein se arrojó a su merced.
Respiró hondo y seguido. Los nudillos se le pusieron blancos cuando se aferró a los barrotes. La ola de pánico pasó por encima de él, oprimiéndole contra la puerta. Le picaban los ojos por culpa del sudor. De su boca se escapó un ruido que no supo descifrar. Respiró hondo y seguido. Los muslos y el vientre se le apretaron contra el acero cuando le flojearon las rodillas. Hondo, respira hondo. El ardor de los espasmos le sacudió el recto, la vejiga, los genitales. No sabía si se estaba cagando y meando encima; incluso en ese extremo, la voz de la vergüenza le dijo por dentro que ojalá no estuviera Abbott allí para oler sus excrementos. Respiró hondo y seguido. Por fin se le escapó un atormentado suspiro, logró contener la respiración un segundo, expelió el aire. Cuenta. Cuenta y respira. Hasta diez. Contó de uno a diez. Que ese bolo duro y tenso vuelva entero a su sitio. Hasta diez.
La ola le pasó por encima y remitió en la penumbra. Despacio, muy despacio, Klein volvió a colocar el bolo en su sitio y se sintió otra vez de una sola pieza. Las distintas partes de su cuerpo volvieron a quedar conectadas entre sí. Tenía la camisa empapada de sudor, pegada a la piel. Se estremeció de repente. Las piernas prometieron no fallarle ahora. Se soltó de los barrotes. El esfínter apretado y tembloroso le aseguró de que no había soltado lastre todavía, aunque si no iba al retrete, pronto se cagaría encima.
Con un esfuerzo Klein se dio la vuelta. Abbott lo miraba fijamente.
-Está usted pálido, doctor -le dijo.
Klein asintió, comprendió que ese ataque de pánico que a él le había parecido media vida, en realidad no había durado más que unos segundos.
-Vigílame la puerta -dijo Klein.
Con pasos medidos, tensos, caminó hasta el retrete y corrió la manta. Se desabrochó el cinturón. Nada más bajarse los pantalones y sentarse, Klein se vació en una enorme y espumeante andanada. El comité, Hobbes, Nietzsche, Dios, el motín y varios metros de mierda: evacuó todo ese hediondo barullo y se colmó de una asombrosa sensación de paz interior. Oyó cantar a los ángeles; soltó un beatífico gruñido de gratitud. Detrás de la manta oyó la voz de Abbott.
-Doctor, ¿se encuentra bien?
Y Klein se echó a reír. Soltó una gran carcajada, una carcajada sonora, que le sacudió el vientre, e inspiró profundamente el aire impregnado de su propia deposición. Dios, qué guarrería. Se volvió a reír.
-Estupendamente -contestó, y era cierto. Si alguna vez llegó a encontrarse mejor que ahí sentado en la taza del retrete, detrás de la manta que hacía las veces de cortina, no supo recordar cuándo fue. Klein recordó que Lutero había concebido la reforma protestante gracias a un movimiento de tripas no menos trascendente, y de pronto entendió el porqué. Cogió un puñado de papel higiénico y se secó el sudor de la frente. Maravilloso. Tomó otro y se limpió el culo. Hizo una pausa, aguzó el oído. El individuo que antes gritaba como un descosido se había callado. Klein se levantó y se abrochó el pantalón. Al tirar de la cadena, elevó la mano a modo de saludo. Se sentía dispuesto a todo.
Tal vez fuera lo mejor, porque Abbott exclamó.
-Alguien viene -dijo.
Klein corrió la manta de un tirón y volvió a la celda. Delante de la puerta entreabierta apareció Claude Toussaint, disfrazado de Claudine Agry.
Klein sonrió con un punto de burla.
-Es la rosa de San Antonio.
Claudine llevaba un ceñido vestido de seda roja y zapatos de tacón alto; daba la impresión de que se había vestido deprisa porque los genitales le formaban un feo bulto bajo la falda. Se había maquillado generosamente, pero el sudor y las lágrimas le habían corrido todo el maquillaje.
Miró a Klein con los ojos como platos, alucinados. A Klein se le borró la sonrisa.
-¿Klein?
Klein dio un paso hacia ella. El júbilo de un momento antes era ya un recuerdo que se disolvía a toda velocidad. Claudine entró taconeando en la celda y le echó los brazos al cuello.
-¿Qué ocurre? -preguntó Klein, cogiendo a Claudine por los brazos para poder verle bien la cara.
Claudine evitó su mirada. Parecía muy intranquila.
-Todo ha sido culpa mía.
-Calma, calma -dijo Klein-, y explícame qué ocurre.
Claudine se mordió los labios antes de hablar.
Nev ha enviado a Grauerholz a la enfermería. Creo que quiere que los maten a todos.
La información apenas tardó un segundo en quedar registrada.
-¿A todos? ¿A quiénes?
-¡A todos, a todos! -sollozó Claudine-. A Coley, a Wilson, a los tíos que tienen sida.
En una mazmorra, en una caverna, en una mina, a quince mil kilómetros de la superficie, dentro de él, Klein oyó el tintineo de grilletes cósmicos que de pronto se hincaron contra la carne divina.
-¿Por qué? -preguntó Klein fríamente.
Claudine se retorció entre sus manos.
-Me haces daño.
Klein la sujetó con más fuerza por los brazos. La zarandeó.
-¿Por qué, maldita sea? ¿Por qué? ¡Mírame a la cara!
Claudine lo miró.
-No lo sé -dijo.
Claudine se apoyó sollozando en su pecho. Klein le soltó los brazos y la estrechó. Por encima de Claudine miró a Abbott, y Abbott lo miró a él: sus ojos grandes y vacíos lo escrutaban a fondo. Volvió a tener vértigo. Meterse en la piel del lobo. Klein levantó el mentón de Claudine.
-Muy bien -dijo Klein-. Mejor será que me lleves a ver a Nev Agry.
21
Juliette Devlin, sentada sobre la mesa del despacho de la enfermería, se quitó el reloj de pulsera y se obligó a no ver qué hora era. Desde que el oficial coreano cuyo nombre no recordaba la había introducido en el despacho, diciéndole que no se moviera de allí, había mirado el reloj tantas veces que el tiempo pasaba para ella gateando lentamente. La evidente gravedad de la situación -la bomba incendiaria, los disparos, los hombres que salieron al patio- la había llevado a un estado de ánimo que le parecía propio de una niña pequeña y sensata que se ha extraviado: quédate quietecita y no pierdas la calma hasta que mamá venga a recogerte, hasta que un policía amable te pregunte dónde vives. Ni el coreano ni Galíndez habían vuelto para llevarla a su casa. Había llegado a la conclusión de que los dos habrían sido capturados o asesinados. Los rápidos tiroteos que se oyeron en los muros habían cesado varias horas antes. Desde entonces sólo había oído cuatro disparos de rifle muy espaciados entre sí. El teléfono que había sobre la mesa no daba línea, y había renunciado ya a la esperanza de que sonara. La última vez que miró el reloj por fin recordó un hecho tan obvio que inconscientemente había evitado tener en cuenta: había firmado la hoja de registro en la que declaraba que ya había salido de la prisión.
Nadie sabía que ella estaba allí.
Devlin tiró el reloj al suelo y lo pisoteó dos veces con el tacón de su bota. La tapa de cristal se quebró. Cuando lo aplastó por tercera vez, el cristal se hizo añicos y las manecillas se desprendieron de la esfera. Se sintió mejor durante unos momentos: el tiempo inmediatamente se aceleró un poco. Tal vez no hubiera sido lo más sensato, pero ese estado de ánimo se había pasado ya de su fecha de caducidad. La niña pequeña y extraviada pronto empezaría a sollozar. Permanecer en aquella habitación la estaba volviendo loca. Devlin pensó en los dos mil quinientos hombres que estaban encerrados con ella tras los muros de granito de Green River. No se habían acostado con una mujer desde… ¿cuánto tiempo? Una media de unos cinco años por cabeza. Un total acumulado de más de diez mil años. Era muchísimo tiempo sin un polvo, y muchos de aquellos individuos tenían un cromosoma Y de más. Devlin echó mano de su arrugado paquete de Winston y buscó en su interior.
Sólo le quedaba un cigarrillo.
Le entró un pánico repentino, que de inmediato dejó paso a una sensación de alivio. Era perfecto. Si existía una situación más grave que la de estar atrapada en medio de un motín carcelario, era precisamente estar atrapada sin tabaco, fuera donde fuese. Así encontró la excusa necesaria para renunciar a la sensatez de la niña perdida y salir de esa habitación amarillenta. Devlin se metió el Winston entre los labios y lo encendió con gesto desafiante.
Había dos puertas a la salida del despacho. Una daba al pasillo que llevaba a la puerta principal y al Pabellón Crockett. La otra daba a unos aseos a través de los cuales se accedía al dispensario. Devlin se dirigió a la segunda puerta, dio una calada al cigarrillo y la abrió.
Los aseos eran de reducido tamaño, revestidos de azulejos verde claro, color que resaltaba el leve olor a moho. En una pared, encima de un lavabo, un cuadrado descolorido indicaba que allí había habido un espejo. Frente al lavabo había dos duchas de plato, una de ellas con una cortina de plástico hecha jirones. Klein le había dicho una vez que uno de los principales atractivos del trabajo en la enfermería era la posibilidad de darse una ducha en privado. Devlin tenía la camisa empapada de sudor, pero no le tentó la idea. Salió por la puerta que daba al dispensario.
Las luces estaban encendidas. En el dispensario había una repisa de madera con dos fregaderos. Las paredes estaban cubiertas de estanterías repletas de material médico: goteros, bolsas de suero fisiológico, de solución salina y dextrosalina; cajas de muestras, jeringuillas, agujas, vendajes, gasas, rollos de esparadrapo. Una parte de las estanterías estaba reservada a los medicamentos, sobre todo antibióticos y sedantes. En el otro extremo, una puerta de hojas batientes daba al pasillo. Inclinado sobre la mesa, con todo su peso apoyado en las palmas de las manos, vio a Earl Coley. Devlin lo reconoció por su robustez, ya que tenía la cabeza cubierta por una toalla blanca bajo la cual se oía el sonido de hondas inhalaciones, seguidas de una serie de gruñidos sordos.
-Joder -murmuró Coley bajo la toalla.
Coley se agachó más aún al dejar de apoyarse en las manos y cargar todo su peso en los codos. No dio muestras de haberla oído entrar en la sala. Devlin se preguntó si estaría enfermo y se acercó hacia él.
-¿Coley? ¿Te encuentras bien? -preguntó.
Coley dio un respingo, evidentemente sobresaltado, y se quitó la toalla de la cabeza.
-¡Hija de puta! -exclamó Coley sin resuello. Los ojos le dieron vueltas en las cuencas; se concentró en Devlin y en ese momento la reconoció.
-La hostia…
Se tranquilizó y se apoyó de espaldas contra la pared. Cerró los ojos y se llevó la mano al pecho; respiró hondo varias veces seguidas. Despacio, se dirigió a una de las pilas, abrió el grifo al máximo y metió la cabeza bajo el chorro. Mientras el agua fría le caía sobre la cabeza y el cuello, murmuró una larga retahíla de obscenidades, entre las que Devlin oyó varias veces la palabra «zorra». Coley se irguió y se frotó la cara con la toalla. En la mesa había un botellón de dos litros de capacidad, de vidrio color ámbar. Coley bajó la toalla y miró a Devlin. Esta cambió de postura con evidente incomodidad.
-Hola -le dijo ella.
Coley no contestó. Devlin se llevó el cigarrillo a los labios.
-Joder, tío.
Coley dio un salto y cubrió con la mano el cuello de la botella. Tomó un tapón de plástico, y la cerró apresuradamente.
-Esto es más inflamable que el copón. ¿Es que quiere que saltemos todos por los aires?
Devlin comprendió en el acto. Se arrimó al fregadero y puso el cigarrillo bajo el chorro. Cerró el grifo y arrojó la colilla mojada a una papelera.
-¿Éter? -dijo.
Coley asintió malhumorado. Cogió la botella y la metió en un armario; lo cerró y puso un candado en el cierre. Luego se volvió a Devlin.
-De vez en cuando me sirve para calmar los nervios -dijo Coley-. Pero no soy adicto.
-No había pensado que lo fueras -dijo Devlin.
-No me meto válium, ni caballo ni hierba ni nada. -La miró con recelo, poniéndose a la defensiva-. Joder, si ni siquiera fumo…
-Coley, no te preocupes, está bien -dijo Devlin-. En los viejos tiempos, la mitad de los anestesistas del país se metían un golpe de éter de cuando en cuando.
Coley se tranquilizó.
-No quería que pensara que esto afecta a mi forma de trabajar.
Coley tomó una caja de pañuelos de papel y arrojó al suelo todos los que quedaban dentro; luego colocó la caja encima de la mesa.
-¿Qué diablos está haciendo aquí?
-Estaba buscando cigarrillos -repuso Devlin.
-No me joda -contestó Coley-. ¿Qué pasa con el horario? Creía haberle dicho a Klein que se deshiciera de usted.
-Y eso hizo -dijo Devlin-, pero he vuelto.
-¿Y para qué hostias ha vuelto, si se puede saber?
-Ya te lo dije esta mañana. Tengo una cosa que enseñarles a ti y a Klein.
-Vaya, ha elegido usted el día perfecto.
Coley se dirigió a la estantería de los fármacos; tomó dos tubos de plástico, comprobó las etiquetas y vertió un buen puñado de tabletas en la caja de cartón.
-¿Tienes idea de qué está pasando? -le preguntó Devlin.
Coley se encogió de hombros.
-Lo de siempre. Unos estarán apuñalándose, otros robándose, otros emborrachándose y cogiéndose un colocón del demonio. Lo que suele pasar en los motines.
-¿Ya había ocurrido antes?
-La última vez fue hace cuatro años, por motivos raciales, pero no pasó de una refriega entre negros y mexicanos. Se cosieron a puñaladas en la sala de maquinaria. Esto es otra cosa. Nunca había visto nada tan salvaje. Seguro que más de uno le sabrá explicar qué pasó en Atlanta o en Nuevo México. Los reclusos se adueñan de toda la cárcel, los negros matan a los blancos, los blancos a los mexicanos, los mexicanos se matan entre sí y con suerte se cepillan a un par de chinos y de indios. Eso es lo que va a pasar ahora.
-¿Y cómo terminará?
Coley volvió a la estantería y tomó otros tubos de plástico. Le habló por encima del hombro, sin darse la vuelta.
-Cuando se harten de matarse unos a otros, el alcaide dará la orden de que entre la guardia y seguramente matarán a unos cuantos más. Luego nos toca a todos comernos el marrón, se acabaron los privilegios, puede que se dicte un estado de excepción que dure unas cuantas semanas, y después imagino que ya estaremos todos preparados para el siguiente.
Coley vio algo en el rostro de Devlin y le dedicó una cálida sonrisa.
-Pero no se preocupe, doctora Devlin, que aquí estamos a salvo. -Le mostró los tubos de medicamentos-. Sobre todo si nos quitamos toda esta mierda de encima.
Coley vació dos tubos en la caja.
Devlin tomó uno de los tubos vacíos de la mano de Coley. La etiqueta decía «Torazina 50 mg. Comprimidos», y miró a Coley.
-De todo lo que tenemos aquí, lo único que quieren son las drogas. Vendrán a por cualquier cosa que les dé un subidón… O un bajón, lo mismo da. Cualquier cosa que les deje sonados, inconscientes a ser posible. Tarde o temprano vendrán a buscarlo, pero eso no es problema para nosotros, ¿verdad?
-Si ni lo dices… -comentó Devlin.
-Y es mejor que se coloquen con torazina y benzodiazepina en vez de ir pasados de coca, de speed y de priva. -Volvió a sonreír-. ¿Quiere echarme una mano?
-Claro -dijo Devlin.
Repasaron los tubos y los frascos de las estanterías y vertieron en la caja todo lo que pudiera tener algún efecto psicotrópico. Válium, barbital, temazepam, haldol, flufenazina, stelazina… Tabletas, cápsulas, comprimidos, ampollas. El fondo de la caja pronto quedó convertido en un caleidoscopio multicolor de productos químicos. A Devlin ya no le sorprendía la cantidad de potentes tranquilizantes que se almacenaba en lo que no pasaba de ser una pequeña unidad hospitalaria de medicina general, aunque cuando visitó la cárcel por primera vez se había quedado pasmada. Vio que Coley echaba mano de una enorme caja de Amitriptylina.
-Eh, esto es muy tóxico si se toman muchos -dijo.
Coley rió.
-Mire, doctora, no sé qué pensará usted, pero yo estoy totalmente a favor de esta mierda. Cuantos menos majaras vengan a rajarme el cuello, más posibilidades tengo de salir entero de ésta.
Arrojó las tabletas a la caja. Desde el punto de vista de Devlin, poner un cargamento de drogas neurolépticas en manos de unas personas que desconocen sus efectos era algo absolutamente contrario a su concepto de la ética profesional. No obstante, recordó los alaridos del guardia quemado.
-Bueno, ya nos preocuparemos más adelante de las consecuencias legales -dijo.
Encontró una caja de un potente laxante y se la enseñó a Coley.
-Estupenda idea -dijo Coley con una sonrisa.
Después, Devlin añadió diuréticos, hipotensores y un puñado de comprimidos de digoxina. Cuando la caja estaba a medio llenar, Coley revolvió los fármacos y los cubrió con unas cuantas jeringuillasy agujas.
-Lo que sea, con tal de tenerlos entretenidos -dijo-. Venga, vamos.
Devlin abrió la puerta batiente y Coley sacó la caja al pasillo. Lo siguió hasta la entrada de la sala de pacientes, que estaba en calma. Pasaron por una recia puerta de madera, abierta y sujeta con una cuña, y dejaron atrás la sala de televisión y los baños. Se detuvieron ante la primera de las dos puertas reforzadas que cerraban el pasillo. Era de planchas de acero y tenía una mirilla. Coley sujetó la caja bajo el brazo a la vez que sacaba las llaves del bolsillo y abría la puerta. Tras la puerta se encontraba primero la cabina del guardia, luego el despacho del médico que empleaba Bahr, una oficina repleta de viejos historiales clínicos y que Klein y Coley rara vez utilizaban, y por último un cuarto pequeño y deslucido en el que se recibían las visitas, más que nada abogados y parientes de los reclusos. Llegaron a la segunda puerta, de barrotes de acero, y Coley la abrió. Al fondo, el pasillo doblaba en ángulo recto hasta llegar a un vestíbulo en el que otras dos puertas de madera reforzada daban al patio.
Las puertas estaban entornadas, sin llave. Sólo el oficial de guardia tenía las llaves de la única entrada a la enfermería. Habitualmente quedaba cerrada por la noche, y Sung la había dejado abierta. Sung: Devlin se había acordado de su nombre. A fin de cuentas, ella no era racista.
¿Qué le ha pasado a Sung? -preguntó.
-La última vez que lo vi se llevaba a rastras a un tío al que le habían pegado fuego. Iba camino de la puerta principal.
-¿Estaba con Galíndez?
-Sólo vi a Sung. -Coley le entregó la caja repleta de fármacos-. Escóndase -le dijo-. Como vean una mujer aquí dentro, sí que van a tener motivos para echar la puerta abajo.
Devlin sintió una súbita oleada de pánico, pero la frenó con una broma.
-Claro, diez mil años sin echar un polvo -dijo.
Coley la miró extrañado.
-¿Cómo dice?
He echado la cuenta, y si sumamos todos los años que todos los internos han pasado sin acostarse con una mujer, creo que se aproximan a unos diez mil.
-Puede estar segura -dijo Coley-. Todos tienen los cojones a reventar. Cantidad de testosterona rancia. Como si se les hubiese agriado la leche.
A Devlin la comparación de Coley le pareció repugnante. Se parapetó detrás de la puerta cuando Coley abrió una de las hojas. Espió por la rendija de las bisagras. Sobre el muro este, el cielo estaba negro. Encima de la puerta principal, un par de focos recorrían el patio de un lado a otro. Los bloques de celdas parecían estar totalmente a oscuras. Coley accionó un interruptor en la pared, y se encendió una bombilla encima de la puerta, por fuera. La proximidad de la luz dificultó más aún la vista del patio y de las galerías.
-Déme la caja de los caramelos -dijo Coley.
Devlin le entregó la caja llena de fármacos y Coley desapareció fuera de la enfermería. Devlin volvió a la rendija de la bisagra. Al pie de la escalera de entrada vio a Coley, que depositaba la caja en el suelo.
-¡Eh, Coley!
La voz provino de la zona oscura, más allá de la luz del vestíbulo. Devlin no pudo precisar de quién era. Coley se enderezó y oteó el patio. Sin prisas, volvió caminando de espaldas hacia los escalones.
-¡Eh, Coley! ¿De qué vas? ¡Para un poco, hombre!
Coley no se detuvo; siguió caminando sin prisa, sin dar muestras de tener miedo. Y señaló la caja.
-Aquí os dejo unas golosinas de puta madre, chavales -gritó Coley hacia la oscuridad-. Codeína, barbis, benzos, de todo. Es lo que hay. Que lo paséis muy bien.
Se volvió para subir los últimos dos peldaños. Una silueta apareció en la penumbra.
-¡Coley! ¡Cuidado! -gritó Devlin.
La silueta saltó a los escalones; sujetaba una llave inglesa de unos treinta centímetros de longitud. Coley se volvió en redondo, tan tranquilo como descomunal, y calzó una patada directa al cuello de su agresor. Según caía el hombre de espaldas por los escalones, la llave inglesa salió despedida de su puño, dirigida a la cabeza de Coley. Este esquivó el acero, que golpeó contra el portón reforzado y cayó estrepitosamente sobre las piedras. Coley recobró el equilibrio y subió de un salto. Otro individuo surgió por el ángulo ciego de Coley, haciéndole un placaje a la altura de las rodillas. Coley, esforzándose por permanecer en pie, con una mano hizo presa en el cuello del atacante y con la otra buscó las llaves en el bolsillo. Sacó el aro de las llaves y miró desesperadamente a Devlin. Cuando caía abatido como un roble gigantesco arrojó las llaves al interior del vestíbulo.
-¡Cierra! -le gritó-. ¡Ve adentro!
Devlin empezó a moverse sin darse cuenta, sin que una decisión concreta guiara sus actos, en medio de un ciclón de impresiones muy intensas. Gritos, una estampida, alguien que echaba a correr. Un sonoro gruñido: Coley tropezó contra una hoja de la puerta y cayó sobre las losas de la entrada. La bombilla, la luz deslumbrante. Siluetas espectrales que rondaban en las tinieblas. Reluciente, en el suelo de piedra, el manojo de llaves. Algo más allá, el acero brillante de la llave inglesa. Devlin pasó por encima de las llaves y agarró la herramienta metálica con ambas manos. Oyó que alguien gritaba.
-¡Dejadlo en paz, hijos de puta!
La cabeza del hombre apareció de pronto a sus pies; los ojos petrificados por el miedo al mirar fijamente algo que se elevaba por encima de la cabeza de Devlin. Ella había separado bien las piernas, levemente arqueadas, firmes y bien plantadas en el suelo. Igual que cuando partía la leña en el rancho de su padre. Otro sonoro gruñido, esta vez salido de su propio pecho. Una violenta sacudida que le retembló en las muñecas, en los brazos, en la columna vertebral. Más allá de la sacudida, una lejana sensación de algo que se fragmentaba, un sordo astillarse, nada que ver con el chasquido seco de un tronco recién cortado en dos.
-La hostia -oyó decir a alguien.
Ecos de otros gritos que ella no llegó a registrar. Un robusto brazo la cogió por la cintura y se la llevó hacia la puerta batiente; al atravesarla, la arrojó al vestíbulo. Devlin se dio la vuelta, jadeando. Coley cerraba la puerta. Por la rendija, entre ambas hojas, asomó un rostro. Coley lanzó el puño izquierdo por el hueco, y el rostro desapareció de golpe. En ese momento, Devlin vio a dos hombres, dos gigantes barbudos, tatuados, monstruosos, que se disponían a subir la escalera del vestíbulo. Se abalanzó con todo su peso contra la puerta, para ayudar a Coley. Se cerraron las dos hojas. Un cierre sencillo, frágil, de un siglo de antigüedad, sin pestillo, aseguró la puerta.
-¡La tranca! -murmuró Coley.
Las dos hojas de la puerta temblaron bajo el impacto simultáneo de los dos gigantes. Los tornillos que afianzaban el cierre se desprendieron de la madera; cedió el hierro. Por un instante, las puertas se vencieron hacia el interior. Coley cargó todo su peso y las dos hojas se cerraron de nuevo. Pausa.
-¡La tranca!
Un largo pasador, plano y oblongo, estaba colocado en la hoja de la derecha a la altura del pecho. Devlin agarró el pomo de hierro que remataba la tranca y tiró de él. La tranca no se movió. Puede que llevara décadas sin utilizarse; estaba oxidada, soldada a los anclajes. Devlin vio los dos ganchos de hierro, fijos en los bordes de cada una de las hojas. Al otro lado, oyó el alarido de los dos gigantes que de nuevo cargaban contra la puerta. Coley se apartó y recogió las llaves del suelo.
-¡Venga, vayámonos! -gritó.
En vez de seguirlo, Devlin dio un paso adelante sin pensarlo siquiera. Colocó la llave inglesa sobre los dos ganchos de hierro. Dio un paso atrás y oyó un crujido tremendo: doscientos cincuenta kilos de carne y huesos de psicópata acababan de impactar contra el portón. Las dos hojas cedieron un trozo considerable; la llave inglesa chirrió contra los antiquísimos ganchos de hierro y retembló durante un instante interminable e inmóvil al asimilar la energía cinética de la descarga y arrojarla al pozo de la entropía. Ese instante pasó y las puertas volvieron rechinando a su sitio. Coley adelantó a Devlin y golpeó el pomo de la tranca con el canto de la mano.
-¡Muévete, hija de puta!
La tranca se desplazó unos centímetros. El hierro estaba recubierto de herrumbre anaranjada. Coley lo volvió a golpear. Al desprenderse los dos trozos de hierro oxidado, la tranca se desplazó suavemente sobre el hierro limpio.
Al otro lado de la puerta oyeron una voz aguda.
-¡Echen abajo esa jodida puerta!
Coley señaló la llave inglesa con la cabeza.
Devlin entendió y la sujetó por un extremo.
-Usted tire que yo empujo -dijo Coley. Un nuevo alarido, dos voces, en el exterior.
-¡Ahora!
Devlin deslizó la llave hasta liberarla de los ganchos y Coley al mismo tiempo encajó la tranca en su sitio. La barra de hierro era bastante más larga que la llave inglesa y descansaba sobre cuatro ganchos bien espaciados entre sí, dos en cada puerta. Cuando los gigantes cargaron por tercera vez, el portón apenas se movió.
Las blasfemias proferidas a voz en cuello, gracias al espesor de la madera, se filtraron casi inaudibles.
Coley apoyó las manos en los muslos y se inclinó hacia delante, respirando trabajosamente. Miró a Devlin con sus ojos saltones y velados.
-¿No le dije que se encerrase ahí dentro? -le dijo.
Una vez atrancada la puerta, el sistema neuroendocrino de Devlin quedó libre de toda traba. Tuvo ganas de cagar, de vomitar, de desmayarse y de echarse a reír, todo al mismo tiempo. Un espasmo la sacudió de la cabeza a los pies, pero se sobrepuso.
-Anda y que te jodan, Coley.
Coley se enderezó.
-Si me hubiera dejado fuera, ahora estaría bien muerto. En cambio, ahora tendré que cuidar de usted y de todos esos cabrones de la enfermería.
-Tú consígueme un paquete de tabaco y ya cuidaré de mí yo solita -dijo ella.
Coley miró la llave inglesa que Devlin tenía en la mano.
-¿Sabe una cosa, doctora?
Devlin sacudió la cabeza.
-Es usted una cabrona hija de puta.
A Devlin se le contrajeron los músculos de la pelvis y tuvo una sensación rayana en lo sexual. Se sonrojó hasta la raíz del cabello. Visto con su intelecto, ese pensamiento le pareció ridículo; en cambio, de tripas para abajo comprendió que acababa de recibir el mayor piropo que le habían dicho en toda su vida.
Se quedó mirando la llave inglesa, sucia de sangre y de pelo en la punta. No, no había sido como partir leña.
-Mejor será que la tenga bien a mano -le dijo Coley-. La maneja de puta madre.
-¡Eh, Coley! -Alguien llamó a la puerta-. ¡Sapo, escucha!
-Quédese ahí -dijo Coley.
Coley accionó un interruptor; el pasillo y el vestíbulo quedaron a oscuras. Devlin atravesó el vestíbulo y esperó en la esquina del pasillo, cerca de la cabina del guardia. Coley corrió una tapa de madera que había en la puerta y se hizo a un lado, apoyado de espaldas contra una de las hojas. Iluminada por la luz de la entrada, apareció una cara que Devlin no supo reconocer, una cara que oteaba sin ver la oscuridad del interior. Por un instante, Devlin se quedó boquiabierta: era la cara de un muchacho, era literalmente la cara de un chaval flaco y nervudo, con el pelo cortado a cepillo. Daba la impresión de que estaría más en su salsa con una túnica anaranjada y tocando los címbalos.
-Sapo, ¿me oyes?
Coley no contestó.
-¿Tienes una tía ahí dentro?
-No -repuso Coley-. Tengo a un chaval de la galería A, muy guapo, que me deja metérsela cuando me da la gana.
-Sapo, me estás mintiendo y eso no me gusta.
-Tiene el rabo más grande que tú.
-Mira, Sapo, no tenemos nada personal contra ti. Sólo queremos echarles el guante a los maricones.
-Los únicos maricones que hay por aquí somos tú y yo. Si quieres que te lo haga pasar en grande, ven a verme mañana mismo.
-Sabes muy bien a quiénes me refiero, Sapo. Queremos a los sidosos. Hay que matarlos, tío. Se lo he prometido a Nev Agry. Además, ¿qué mierda? Les vamos a hacer un favor, y tú lo sabes bien.
-Chúpame el culo.
-Mira, tú podrás irte. Te lo prometo. Y tu chaval también. Sólo queremos darles a los sidosos.
La voz, la cara, eran tan inocentes, tan angelicales que Devlin estuvo a punto de creerle. Un ángel que pedía permiso para ejecutar a los enfermos. Se estremeció y apretó con toda su fuerza el mango de la llave inglesa.
-Chúpame el culo -repitió Coley.
La cara que asomaba por la mirilla se contrajo en una mueca de frustración y rabia.
-Sabes de sobra que vamos a entrar ahí, Sapo, de una forma o de otra. Al alcaide le importa un pito, tío. Los boqueras han desaparecido. Nos hemos hecho con el trullo en menos de veinte minutos, qué hostias. ¿De verdad crees que vas a poder impedirnos que entremos en tu agujero de mierda?
Se hizo el silencio. Devlin oyó respirar a Coley en la oscuridad. El ángel sonrió de repente. Se preguntó si él alcanzaría a oír los latidos de su corazón. Sabía que no podía verla, y sin embargo parecía mirarla directamente a los ojos.
-Estoy hablando contigo, señorita.
Devlin apartó la mirada de unos ojos que no podían verla.
-Eres la doctora Devlin, ¿no?
Oír su apellido en la oscuridad le encogió el estómago en un retortijón de miedo.
-No me he tirado nunca a una doctora. Mis chicos tampoco han tenido ese placer, pero aseguro que van a hacer cola detrás de mí.
Devlin se apoyó con una mano en la pared. Aquellos ojos brillantes parecían clavados en ella.
-De todos modos, te voy a hacer una promesa, porque sé que hay algo muy especial entre tú y yo. Oyeme bien, yo te voy a dar por el culo, pero a mis chicos sólo les dejaré que te follen por el coño o por la boca. Te doy mi palabra de honor. Ya lo ves, doctora Devlin, quiero que me estés esperando muy tranquila, calentita; te quiero toda entera para mí.
Coley cerró la mirilla de un golpe. Se oyó un murmullo en el exterior, luego un ruido de pasos, después, silencio.
Devlin estaba atontada. Apoyó la frente contrala pared. Todo lo que acababa de oír había quedado registrado en su cerebro, pero se desvaneció al instante, sellado herméticamente en algún tramo neuronal en el que no iba a fastidiarle. La única idea que se le pasó por la cabeza fue pedir a Coley que abriese la mirilla, para poder preguntarle al angelito cómo se encontraba Klein. Sintió de repente una enorme angustia por él. No le quedaban más que veinticuatro horas para salir en libertad, y estaba bloqueado en el edificio principal del presidio. Sintió la mano de Coley en el hombro.
-No tendrá enemigos, ¿verdad? -preguntó Devlin.
-¿Quién? -preguntó Coley algo desconcertado.
-Klein.
Coley entrecerró los ojos cuando la miró a la cara y vio lo que llevaba escrito. Le sonrió con delicadeza.
-Klein le cae bien a todo el mundo -dijo-. Nadie tiene motivos para ir a por él, nadie. No le pasará nada, ¿me oye?
Devlin asintió. Coley metió la mano en el bolsillo y le dio un pañuelo de papel. Ella se dio cuenta de que tenía las mejillas mojadas por las lágrimas.
-Lo siento -dijo. Se secó la cara con el pañuelo-. Es que estaba preocupada por él.
-Yo también -dijo Coley.
-Gracias -le dijo Devlin.
-¿Por qué?
-Por no hacer que me sienta como una gilipollas.
-Es usted tan cabrona que nunca pasaría por gilipollas -dijo él.
Devlin sonrió.
-Grauerholz volverá -dijo Coley-. Mejor será que nos encuentre preparados.
Coley le estrechó el hombro y se alejó lentamente por el pasillo. Devlin se sonó con el pañuelo de papel y se lo guardó en el bolsillo. Luego lo siguió y atravesaron la puerta de barrotes. Esa reja nunca le había parecido tan frágil.
22
Ray Klein arrastró a Claudine por la pasarela de la segunda planta de la galería D, hasta bajar con ella la escalera de caracol. Klein respiraba con inspiraciones cortas y rápidas, con las fosas nasales bien abiertas, como si faltara oxígeno en el ambiente. Le temblaban los músculos, aunque tenía la mente muy despejada; sus movimientos iban impulsados nítidamente por algo que desconocía. Se le ocurrió una palabra. Ultraje. Ultraje total. Cayó en la cuenta de que hasta ese instante no había sabido qué significaba esa palabra, ni siquiera cuando los inspectores le detuvieron en el hospital y le comunicaron que estaba acusado de violación.
Agry iba a dar la orden de asesinar a los enfermos de sida postrados, desamparados en sus camas.
De nuevo el ultraje. Klein no sentía ninguna ira, al menos conscientemente. Estaba más allá de la cólera, vacío de rabia al conocer la brutalidad del plan de Agry. Klein había creído conocer bien aquel lugar. Pensó que lo sabía todo sobre la bestialidad, la bajeza más abyecta. Había llegado a tenerse por una parte más de esa bajeza, había oído los gritos de un herido y había deseado que estuviera muerto sólo por ahorrarse la molestia de oír sus gemidos. Pero la enfermería era un lugar sagrado. No le importaba que se matasen unos a otros, que torturasen a los pedófilos, que los blancos masacrasen a los negros y los negros a los latinos y los latinos a los blancos, hasta que sólo Klein quedara vivo en las celdas; pero la enfermería era sagrada. Sin la enfermería ya no habría nada. Sin la enfermería desaparecerían incluso las sombras titilantes que bailaban en la pared de la caverna subterránea.
Llegaron a la planta baja. Tras él, Claudine seguía llorando. Klein se detuvo y se dio la vuelta.
-Claude, tengo que saber de qué cojones va todo esto -le dijo.
Claude se acobardó, protegido tras las lágrimas de Claudine. Meneó la cabeza.
-No tengo ni idea.
Klein la empujó contra la pared. Alzó la mano y ella se tapó la cara con las manos, asustada. Klein la obligó a bajarlas. Le sostuvo la cara y le pasó la manga de la camisa por la boca, quitándole el carmín de los labios. Ella lo miró.
-Claude, estoy hablando contigo -le dijo Klein-. Ya sé que Claudine te ha servido para seguir con vida, pero éste no es momento de joderme. No le diré a Nev nada que pueda perjudicarte, pero tengo que saber qué cojones pasa.
Claude parpadeó para quitarse las lágrimas de los ojos. Al menos por un instante, también se quitó de encima a Claudine. Tragó saliva y asintió.
-Muy bien -dijo Klein-. Nev tiene que tener muy claro que no podrá ganar. Todo esto es un suicidio. Se va a pasar el resto de sus putos días en el agujero.
-Es culpa mía -dijo Claude.
-A tomar por culo tu culpa -contestó Klein.
Suspiró, se contuvo. Claude era un tío astuto, pero no tenía la inteligencia de un genio. Según parpadeaba con coquetería, Klein entendió que Claude, atrapado en medio de una guerra infernal, estaba más desconcertado que todos los demás. Klein intentó hablar con más dulzura.
-Dime qué es lo que sabes.
-Nev quería que volviese con él. Si hubiera sabido que estaba así de loco por mí, nunca habría dicho que estaba dispuesto a volver a la B.
-¿Nunca se lo habrías dicho… a quién?
Claude apartó la mirada sin contestar.
Klein lo zarandeó.
-Agry cree que tu traslado fue forzoso, que Hobbes lo ordenó a petición de Wilson -dijo Klein.
-Lo sé.
-Wilson cree que tú le pediste a Hobbes el traslado. ¿Quién está en lo cierto?
-Oye, Ray, yo no soy más que otro pobre hijo de puta que quiere volver un buen día a la calle. Yo no le he pedido a nadie que me diera un trato especial.
-Entonces, ¿qué ocurrió?
-Fue cosa del alcaide.
-¿Se lo pidió Wilson? -preguntó Klein. Claude negó con la cabeza.
-No, fue idea de Hobbes. Me dijo que si estaba dispuesto a dejar a Nev, si dejaba de ir de mujer por la vida, me conseguiría la condicional. Si no, me dijo que el comité volvería a rechazar mi solicitud, y que tendría que cumplir íntegra mi condena.
-Te quedan seis años, ¿no?
Claude asintió. Klein no fue capaz, en el fondo, de echarle la culpa. Para ahorrarse seis años allí dentro, Klein habría dejado que la galería entera se pusiera en fila india para darle por el culo.
-Tenías que haberte dado cuenta de que Agry nunca habría aguantado esa pérdida de credibilidad -dijo Klein.
-Claro que no, creí que me iba a matar. Y se lo dije a Hobbes, pero el alcaide me aseguró que estaría protegido.
-¿Cómo te iba a proteger?
-Con el estado de excepción. -Claude se acoquinó, realmente avergonzado-. Dijo que iba a encerrar a los hermanos para que Nev no pudiera tocarme un pelo. Puta, yo no sabía que iba a pasar esto.
-Pero Hobbes sí -dijo Klein.
A Claude se le pusieron los ojos como platos.
-¿Ese hijo de puta lo sabía? -dijo.
Klein asintió. Sí, Hobbes, con toda su cháchara sobre los últimos acontecimientos y las próximas mejoras, con las pastillas contra la locura que no estaba tomando, con sus fantasías panópticas de arrastrarlos a todos de las tinieblas a la luz. Hobbes había sabido que la revuelta se iba a producir. Era el motín de Hobbes, no de Nev Agry. Pero aún quedaba mucho más. Para Agry, matar a Claudine tendría que haber sido suficiente. Aun cuando la galería B permaneciera en estado de excepción, podría haber comprado la muerte de Claude a buen precio, y Agry tenía los bolsillos repletos. Una vez liquidado Claude, había en Green River otros chicos guapos para satisfacer la vanidad sexual de Agry. Algo no terminaba de encajar. Y no sólo una pieza, sino varias. Klein no conseguía entender qué finalidad perseguía Agry con todo esto. El motín terminaría por hacerle perder todo, incluido Claude. Después de la que había armado, no dejarían salir a Agry de su confinamiento en solitario hasta que tuviera la enfermedad de Alzheimer y dos prótesis en las caderas. Sin embargo, y a diferencia de lo que sucedía con Hobbes, Klein no creía que Agry estuviera tan loco.
-¿Hobbes te dijo algo de Agry? ¿Dijo Agry algo de Hobbes? -preguntó Klein.
Claude meneó la cabeza. Klein no tuvo tiempo de presionarle más, la voz de Agry le interrumpió asus espaldas.
-Eh, médico, no estarás molestando a mi mujer, ¿no?
Klein se dio la vuelta y aguzó la vista en la oscuridad. Agry estaba con Tony Shockner y otros dos hombres de su banda, justo en la puerta que comunicaba la galería con el atrio central. Agry sonreía como si estuviera comiendo mierda.
Tras sus gafas de montura metálica, Shockner parecía retraído.
Los cuatro avanzaron hacia él. Klein se preparó a afrontar lo que le esperaba. El peso del arma que llevaba en el bolsillo ya no le daba demasiada seguridad. Se sentía como el capitán del equipo de ajedrez de la escuela frente a los Angeles del Infierno del barrio. La sensación de ultraje que había tenido antes se desvaneció. Y se imaginó de pronto a Horace Tolson destrozando el cráneo de Vinnie López con una barra de hierro.
-¿Dónde está Grauerholz? -dijo Klein.
A Agry se le borró la sonrisa de la cara. Lanzó una mirada a Claude y vio que tenía el maquillaje corrido y el carmín emborronado por culpa de las lágrimas.
-Ve a arreglarte -le dijo.
Claude se separó de la pared y se marchó sin mirar a Klein: Klein se sintió un poco más solo. Agry lo miró.
-A ver, médico, ¿qué decías?
-He dicho que dónde está Grauerholz.
-Se ha ido a liquidar a unos cuantos maricones -dijo Agry.
-¿Por qué? -preguntó Klein.
El labio de Agry hizo un gesto grotesco.
-¿Que por qué? ¿Qué quieres decir? -El odio le brillaba en los ojos-. Pues porque están ahí, por eso.
-Tú podrías impedirlo si quisieras -dijo Klein.
-¿Si yo quisiera? -Miró a sus compinches y sonrió-. Pero si ha sido idea mía, tío. Esos hijos de puta están muertos, joder. A ver, Klein, ¿a qué viene todo esto? ¿Intentas decirme algo, o qué?
Klein descubrió que volvía a respirar agitadamente. Se sintió desgarrado entre las ganas de aplastarle la jeta a Agry y el deseo de ponerse a sus pies para pedirle clemencia.
-Es que me parece innecesario -dijo.
-Oye, médico, ¿sabes una cosa? -Agry tenía la cara contraída de pura maldad-. Tienes toda la razón. Es totalmente innecesario. ¿Qué hostias tiene que ver la necesidad con todo esto? ¿O te parece que hay algo necesario, eh?
Parte de la mente de Klein supuso que andaba mucho más rápido de reflejos que Agry, en mejor forma que él. Podría barrer a Agry de una patada en la rodilla, seguramente hacerle papilla la garganta o meterle un buen codazo en la sien; luego, amenazar a Shockner con la pistola, obligarle a traer a Grauerholz. Otra parte de su mente le recordó que tenía el cuerpo prácticamente paralizado por la sobrecarga de adrenalina desencadenada por el miedo. El debate interior terminó cuando Agry le golpeó con el índice en el pecho.
-¿Tú te crees necesario, mamoncete? -le dijo Agry.
Klein no contestó. El odio que refulgía en los ojos de Agry iba más allá de toda razón. Agry se dio un golpe en el pecho con el dedo índice.
-Ni siquiera yo soy necesario. -Agry sonrió-. Ya no. Lo hecho, hecho está. La pelota está en el alero, médico. Y nadie la va a parar, nadie, te lo digo yo.
Klein miró a Shockner. Éste, con el rostro más macilento que nunca, miraba a Agry como si por primera vez comprendiera exactamente adónde los había llevado Agry.
-Mira, médico, has pagado tus deudas -le dijo Agry- y has sido bueno con Claudine. Sólo por esa razón vas a poder sentarte un buen día a tus nietos en las rodillas y contarles que una vez apuntaste con un arma a Nev Agry. -Se volvió para sonreír a sus hombres y se encaró de nuevo con Klein-. Ah, se me ocurre una idea: si tan mal te parece, ve a decirle tú mismo a Grauerholz que deje en paz a los maricones. Te doy mi permiso. ¿Has oído, Tony? -Miró a Shockner-. Si el médico quiere ir a parlamentar con Héctor, lo dejas ir. A fin de cuentas -miró a Klein con gesto de burla-, es mucho lo que le han dado los maricones, gracias a ellos se ha pavoneado por la enfermería como si aún siguiera en el mundo, y así ha podido susurrarle piropos a esa tía que tiene. Mucho mejor que fabricar hebillas de cinturón en los talleres, ¿verdad que sí, médico?
Klein no dijo nada. Casi todo el personal pensaba que era un héroe por su trabajo en la enfermería. Agry creía que el trato era sumamente favorable para Klein. Les debía mucho más de lo que ellos pudieran deberle a él.
Agry asintió.
-Sí -dijo-. Lo sabe de sobra.
Miró a Klein a los ojos durante un buen rato, y después se dio la vuelta con desdén. Al marcharse, le dio un empellón que obligó a Klein a dar un paso atrás y tropezar contra los barrotes de una celda. Shockner y los otros siguieron a Agry. Klein se sintió encogido, con un agrio sabor de boca. Le apetecía un cigarrillo.
-¡Eh, médico!
Klein se dio la vuelta. Agry lo llamaba desde algún oscuro lugar del pasillo.
-Si me hace falta un poco de pomada en las almorranas, ya te avisaré. ¿De acuerdo?
Los dos compinches de Agry se echaron a reír; el propio Agry se sumó a las risotadas. Sin dejar de mofarse, se volvió en redondo y se dirigió hacia su celda.
Klein permaneció inmóvil en la oscuridad. Por la cabeza le pasaron millones de palabras que no llegó a oír, tantas palabras que sólo tuvo constancia de un murmullo tan vacuo como el silencio. Se quedó así un rato; no supo cuánto tiempo. El murmullo le dio algún consuelo. Tal vez si siguiera escuchándolo durante el tiempo suficiente, el motín concluiría. Pero también le llegó una palabra que no deseaba oír.
-Doctor.
Klein no hizo caso. Sintió en el hombro una mano del tamaño de un guante de béisbol.
-¿Doctor?
Klein dejó de mirar al vacío y se concentró en el rostro de Henry Abbott. Le dirigió una sonrisa inexpresiva.
-Henry -dijo.
-Aquí abajo hay peligro -dijo Abbott.
-Sí -contestó Klein-. Es mejor que vuelvas a mi celda.
Klein notó que las piernas lo llevaban hacia la puerta principal de la galería.
-¿Adónde va? -preguntó Abbott.
Klein se detuvo.
-Tengo que ir a la enfermería -contestó.
Se hizo una pausa. Luego, el eco de la voz de Abbott se propagó en las tinieblas, con ese tono monótono y seco que denotaba una verdad sencilla e irrefutable.
-Claro -respondió Henry Abbott-. Allí lo necesitan.
23
La viga de hierro rojo con el «99» pintado en un costado seguía asomando por las ventanas abrasadas y hechas añicos de la torre central de vigilancia. En la oscuridad, los dos números blancos despedían una débil luminosidad. Si no los hubiera visto, Klein habría tropezado contra el hierro. Y puede que se hubiera dislocado la rodilla, o se hubiera roto un ligamento, y así se habría visto obligado a regresar a la seguridad de su celda, aunque Klein ya empezaba a tener muy claro que aquel día no iba a tener la suerte de romperse una pierna. Pasó por encima de la viga.
El incendio de la galería B se había apagado solo; en el interior de la galería, los hombres de Agry, junto con los que éste había heredado de DuBois, se afanaban en saquear las celdas abandonadas. Klein dio la vuelta a la torre y se encaminó hacia el Ala Polivalente. El pasillo de techos bajos estaba negro como boca de lobo; no veía más que un par de metros delante suyo. Pasó por entre siluetas pegadas a la pared o tiradas por el suelo, unas calladas e inmóviles, otras empeñadas en emitir sonidos guturales, ya fuera por su estado de embriaguez o por culpa de una herida. No pudo precisarlo, pero tampoco se esforzó en averiguar la causa. A la entrada de la biblioteca vio libros esparcidos por el suelo, páginas rasgadas y chamuscadas; al pasar por delante de la capilla oyó el ruido de la madera al astillarse, así como las bravatas y las carcajadas de dos o tres borrachos. Klein no se volvió a mirar. No tenía ningunas ganas de saber qué estaba ocurriendo allí. Tres reclusos de raza blanca avanzaban en dirección a él dando tumbos por el centro del pasillo. Uno sujetaba un cubo de plástico y los otros dos llevaban en la mano sendas estacas de madera. Klein se hizo a un lado para no tener que pasar entre ellos; sin embargo, los tres se detuvieron al cruzarse con él y lo miraron con cara de pocos amigos. El que sostenía el cubo se lo llevó a los labios y bebió un ruidoso sorbo del brebaje. Klein no quiso mirarlos a los ojos y esperó, deseando con todas sus fuerzas que ellos tampoco le hicieran caso. Cuando estuvo a la altura del que llevaba el cubo, éste lo llamó.
-Eh, médico, ¿quieres un trago?
Klein siguió caminando.
-Gracias, colega, pero ahora no me apetece. A lo mejor más tarde.
Siguió caminando, los había dejado atrás. Tuvo ganas de mirar por encima del hombro, pero no lo hizo. Aguzó el oído por si se aproximaban por detrás. No oyó nada. Avanzaba con la espalda encorvada y en tensión. Calma, se dijo. Si vas así de tenso, no podrás moverte con rapidez. Ya los había dejado atrás; estaba a la altura del gimnasio. Oyó el característico ruido de una pelota de baloncesto al botar contra el suelo de tarima, un griterío. Siguió caminando, aunque no pudo dejar de mirar al interior. Ardía el fuego en bidones de aceite de cocina cuyos laterales habían sido agujereados. Esos braseros improvisados proyectaban una luz irreal y tétrica sobre los jugadores que se disputaban la posesión de la pelota. A un lado del gimnasio vio a un hombre desnudo, medio arrodillado, con la piel negra reluciente a la luz de las llamas, colgado por las muñecas de las espalderas, de cara a la pared, que un recluso blanco, con la cara distorsionada y los pantalones por los tobillos, sodomizaba entre frenéticos gruñidos. Otro preso contemplaba el espectáculo con la bragueta abierta, masturbándose. Klein apartó la mirada.
Fuera lo que fuese lo que sentía, no le hizo ningún bien. No le habría hecho bien a nadie, así que borró de su mente esas imágenes. No había visto nada. Pasó de largo. La salida al patio ya estaba a la vista; más allá del arco vio el sendero de cemento que conducía hasta la puerta principal; los focos oscilaban aletargados de un lado a otro, arrancando destellos de las alambradas que coronaban los muros. A Klein no le sorprendió que Hobbes y Cletus hubieran cerrado el chiringuito para esperar fuera. Bastante había oído hablar de los motines de otras cárceles, de los desastres que por lo común se producían al intentar un rescate a la desesperada. Pensó que si podía hablar con Cletus, seguro que el capitán estaría dispuesto a proteger la enfermería. Cletus era un corrupto, un bestia sin escrúpulos, pero no se quedaría con los brazos cruzados a sabiendas de que los enfermos iban a ser asesinados en masa. Klein vio dos siluetas sentadas de espaldas contra el muro, junto a la puerta. Las dos estaban ensangrentadas; una parecía inerte, con la cabeza inclinada sobre el pecho.
Klein se armó de valor para pasar por delante de las dos figuras.
-¿Eres tú, Klein? -dijo uno.
Klein no prestó atención, más tranquilo esta vez. Sentía el aire fresco en la cara.
-Te van a impedir el paso, tío. Ni lo intentes.
Klein se detuvo y se dio la vuelta. Era Hank Crawford, un tipo corriente que había vivido en Fort Worth. Klein había jugado un par de veces al ajedrez con él. Crawford había trabajado como contable de una compañía petrolífera y cumplía dos años de condena por fraude. Para terminar en la cárcel por un delito así tuvo que haber contratado los servicios del peor abogado defensor de toda la historia penal del estado de Tejas; lo cierto era que allí estaba. Klein se agachó a su lado. La pernera derecha del pantalón de Crawford estaba impregnada de sangre de la rodilla para abajo. Por encima de la herida se había anudado un cinturón de lona.
El otro individuo había recibido un tiro en la entrepierna; cuando pasó por encima la luz de un foco, Klein comprobó por la cérea palidez de su piel, por el tono azulado de los labios, que estaba en muy mal estado.
Klein se volvió hacia Crawford.
-Intentamos rendirnos -dijo Crawford-. Estábamos a unos cincuenta metros de la puerta principal cuando por el megáfono nos ordenaron que retrocediéramos. Seguimos caminando. Sonó un disparo de aviso, y después otro: a Bialmann le dieron en la pierna. Me volví para ayudarle y me dispararon por detrás. Creo que todavía hay otros dos tíos ahí fuera. Ni se te ocurra; no lo conseguirás nunca.
Klein asimiló esa información en silencio. Oteó el patio. Desde el punto en que se encontraba, el extremo más alejado de la galería B le impedía ver la enfermería.
-Intento llegar a la enfermería -dijo Klein.
-Ni lo sueñes.
-¿Por qué no?
-Grauerholz y su peña están rondando por allí; calculo que van a volver la enfermería patas arriba. -Crawford apartó la mirada para no ver lo que acababa de notar en la cara de Klein-. Es la mayor locura que he oído en la vida.
-Y… ¿vinieron por aquí? -preguntó Klein. Crawford negó con la cabeza.
-Creo que pasaron por la galería B, por el camino más corto. Te lo digo en serio, tío: no es posible hacer nada. Esos psicópatas están sedientos de sangre. Cuando les vi la cara decidí que lo mejor era rendirme. Si por mí fuera, estaría a mil kilómetros de distancia de esa gente.
-¿Hace cuánto que fueron hacia allí?
-Mierda, tío; en este momento no sé siquiera si es de día o de noche. -Con debilidad, alzó el brazo y miró el reloj-. Hace media hora, menos quizá.
Klein se puso en pie, pero Crawford lo retuvo por el brazo.
-¿No puedes hacer nada por mí?
Klein parpadeó. Hubiese preferido dejar a Crawford donde estaba. No tenía tiempo. Necesitaba llegar a la enfermería, descubrir al menos qué estaba pasando allí. No tenía tiempo, joder.
Klein lanzó un gruñido, introdujo los dedos por el agujero de los pantalones de Crawford y los desgarró. Crawford inspiró profundamente con los dientes apretados. De una herida de bala, en la parte posterior de la rodilla, manaron varios coágulos de sangre. Klein comprobó que la bala le había seccionado la arteria polítea y le había hecho trizas el fémur distal. Los guardias disparaban con rifles M16. El torniquete estaba tan mal aplicado que, si acaso, hacía que aumentase la hemorragia.
-No soy un mal tipo, doctor -jadeó Crawford-. Eso ya lo sabes. No llevo más que tres meses en el trullo. Y sólo intento cumplir mi condena, nada más.
Tenía la cara casi tan pálida como Bialmann, empapada por un velo de sudor. Klein le tomó el pulso en la femoral. Ciento treinta. Klein se preguntó qué cantidad de sangre habría perdido. Fuera la que fuese, no podía permitirse el lujo de perder más.
-Ya -dijo-. Yo también.
Desanudó el cinturón que Crawford se había ceñido en el muslo. Crawford se puso rígido, apretó los dientes. No aumentó la hemorragia, pero su capacidad de coagulación era mínima. Era preciso inmovilizar la pierna; de lo contrario, un leve movimiento podría rajar la costra y Crawford terminaría por morir desangrado. Klein se inclinó hacia Bialmann y le tomó el pulso en la carótida. Al cabo de diez segundos procedió a arrancarle la camisa.
-¿Cómo está Bialmann? -dijo Crawford.
-Muerto -repuso Klein.
Crawford se puso a llorar en silencio.
Klein dobló la camisa para improvisar un vendaje que aplicó a presión sobre la herida de Crawford, sujetándolo con el cinturón. Se puso en pie: aquello era precisamente lo que no hubiese querido hacer. Era una estupidez. El era un estúpido. Y Crawford también. Un idiota. Klein sabía que si Crawford permanecía allí toda la noche, sin agua con la que reponer parte del plasma sanguíneo, y hasta arrastrándose por ahí cuando sintiera una sed inclemente por culpa de la pérdida de sangre, estaría muerto antes del amanecer, o en el mejor de los casos víctima de un agudo colapso renal. El problema consistía en saberlo. Si Klein hubiera sido cualquier otro, si no lo hubiera sabido, podría haberle amarrado el cinturón, podría haberle dado la mano a Crawford y haberlo dejado a su suerte, ante una muerte inadvertida por su parte, y después haberse largado con la conciencia tranquila. Lo malo era que lo sabía. Su obligación ética se le plantó delante, absoluta e inamovible.
-Dame las manos -dijo Klein.
Crawford obedeció. Klein lo tomó de las manos.
-Apóyate en la pierna sana -le dijo-. Té vas a poner de pie y te va a doler la de Dios.
Crawford dobló la pierna sana y plantó el pie en el suelo. Sollozó de terror.
-No puedo -susurró.
-Y una mierda -repuso Klein-. Levántate.
Klein dio un paso atrás y tiró de los brazos de Crawford; a éste no le quedó más remedio que enderezarse sobre la pierna sana. Aulló de dolor. En cuanto estuvo totalmente erguido, se le pusieron los ojos en blanco y perdió el sentido. Klein se agachó y se lo echó al hombro. Apoyó una mano contra la pared. En cuanto recuperó el equilibrio y enfiló el negro túnel del Ala Polivalente, vio a Henry Abbott allí, de pie, mirándolo. Klein respiró hondo.
-Henry -dijo sin aliento-. ¿Qué cojones estás haciendo?
-Pensé que a lo mejor necesitaba ayuda, doctor -contestó Abbott.
Klein cerró los ojos y respiró hondo varias veces seguidas. Crawford estaba desangrándose, y pesaba unos diez kilos más de lo debido. Abbott estaba loco de atar y tenía la inteligencia de un buey. El, Klein, había perdido los papeles. Era así de sencillo. Abrió los ojos.
-Venga, vamos -dijo Klein.
Antes de que Abbott pudiera contestar, Klein echó a andar por el pasillo; más que caminar, iba a toda la velocidad que le permitían sus piernas, medio hundido bajo el peso de Crawford. Era exactamente lo que Robert Mitchum hacía en aquella playa de Omaha a la vez que encendía el puro con su Zippo y con una granada de mano volaba un nido de ametralladoras de los nazis. Al cabo de diez zancadas, Klein apenas podía respirar; se preguntó cuál de sus vértebras lumbares iba a machacársele primero. Pero si tú estás en forma, se dijo; William James te ha preparado para esto. Eso es. Y Crawford no es más que un mamón, un culo gordo. Tambaleándose, pasó por delante del gimnasio. Baloncesto y violación colectiva a la luz de las fogatas. Pasó por encima de un cuerpo tirado en el suelo. Estaba más loco que una jaula de grillos, joder. Si se parase un solo instante, estaba seguro deque ya no podría arrancar de nuevo. Siguió adelante. De la capilla salió su viejo amigo Myron Pinkley con las manos y la ropa manchadas de sangre reseca. Alzó ambas manos y se puso a gritar con voz de falsete.
-¡Os aviso que vendrán los tiempos en que todos bendigan a los estériles, a los vientres que jamás han alumbrado, a las tetas que nunca dieron leche!
Esa perspectiva al parecer complació a Pinkley, que se echó a reír sin poder contenerse. A Klein se le ocurrió que en ese preciso instante hubiese preferido encontrarse con muchos otros presos, menos con ése. Pinkley se fijó en él; lo vio trastabillar camino de la torre de vigilancia, y llegó trotando a su lado. Se inclinó hacia él y siguió dando alaridos a un palmo de su cara.
-Se han roto las cadenas de la ley. En alas de los justos se elevará sobre nosotros el espíritu de Jesús. Los infames, los malvados serán arrojados al pozo del fuego eterno.
Klein nunca llegó a saber si Pinkley lo vio alzarse en alas de los justos o si lo vio precipitarse al infierno. Una mirada de terror ciego borró todo el fervor que le iluminaba la cara: había mirado un instante por encima del hombro y tuvo el tiempo justo de ver que su tenaza favorita, la que le había hecho trizas la mano derecha, lo aferraba por el cuello y lo levantaba en vilo. Con un alarido de pánico, Pinkley desapareció bruscamente del campo visual de Klein.
Klein siguió adelante. Sentía que el brazo derecho estaba a punto de soltársele del cuerpo. Le fallaban las piernas. Dando tumbos, atravesó el atrio y se vino abajo jadeando contra las ruinas de la torre central.
Después de la claustrofóbica sensación del pasillo, aquella cúpula de doce metros de altura era una maravilla, una belleza digna de alabanza. Recuperó poco a poco la respiración; Abbott salió de las tinieblas del Ala Polivalente.
-¿Y Pinkley? -preguntó Klein.
-Lo he vuelto a dejar en la capilla -respondió Abbott.
-Gracias, Henry.
Abbott señaló el cuerpo que Klein aún soportaba a sus espaldas.
-Debería haberme dejado que lo llevase yo -dijo-. Pesa mucho.
Klein sonrió débilmente. Un ridículo orgullo de macho le impedía dejar a Crawford al cuidado de Klein. De todos modos, ya no sentía el brazo.
-Eres un buen amigo, Henry. -Hizo un gesto con la cabeza señalando el atrio-. Vamos a la galería B. Sigue a mi lado, no sea que tropiece con más obstáculos.
Abbott asintió con gesto solemne. Klein cargó con Crawford sujetándolo mejor, y recorrió los últimos cincuenta metros del atrio. Por el camino le dijo a Henry que cogiese dos trozos de madera de entre los restos que había por el suelo. Según entraba cojeando por la puerta principal de la galería B, el olor de la gasolina quemada le llenó los pulmones. La respiración, bastante dificultosa hasta entonces, le empezó a doler de verdad. Resbaló sobre un charco grasiento. Por todos lados, los haces de luz de las linternas trazaban dibujos en las plantas vacías; los hombres se gritaban unos a otros mientras saqueaban las celdas en busca de drogas, alcohol, cigarrillos y dinero. Klein se apoyó contra la ventana de la cabina de los guardias. El macho empezaba a ceder, como tarde o temprano siempre terminaba por ocurrir. Un minuto más y no le quedaría más remedio que dejar a Crawford en el suelo.
-Entra ahí, Henry -dijo Klein-, a ver si puedes conseguirnos una linterna.
-Ya tengo una -contestó Abbott.
-¿Qué? -dijo Klein.
Abbott se metió la mano en el bolsillo y sacó una pesada linterna de cuatro pilas, envuelta en goma negra.
-Siempre llevo una -repuso.
Claro, era lógico, Abbott trabajaba en las cloacas. Estaba habituado a ir de un lado a otro a oscuras.
-Bien, ahora encuéntrame una celda vacía -dijo Klein.
Abbott se adelantó, barriendo con el haz de la linterna las celdas de la planta baja. En las dos primeras había sendos cadáveres, hombres calcinados por el estallido inicial del incendio, que allí había sido más violento. Al llegar a la tercera, detectó un movimiento allí dentro. El haz de la linterna cayó sobre unas ropas de color caqui. Un rostro magullado, unos ojos parpadeantes, una mano cubriéndose los ojos. Dos caras. Tres. Eran tres guardias, tres guardias acurrucados en el fondo de la celda.
-Abre la puerta, Henry -dijo Klein.
Abbott corrió la reja de la puerta; Klein entró de costado en la celda. A punto de llorar de alivio, se inclinó y dejó caer a Crawford sobre el catre. Crawford abrió los ojos y chilló. En el momento en que volvió a tener riego sanguíneo en el hombro, y una masa de agónicas sensaciones al mismo tiempo, a Klein le entraron ganas de hacer lo mismo.
-¿Qué hostias pasa, tío?
La voz llegó desde fuera de la celda. Klein se volvió en redondo. Uno de los hombres de Agry, un tío impresentable -mucho músculo y poco cerebro, lleno de tatuajes- que se hacía llamar Colt Greely, estaba asomado entre los barrotes. Empuñaba un destornillador afilado en una mano. Por lo que Klein alcanzaba a saber, Greely nunca había matado a nadie. Klein se dio un rápido masaje en el hombro dolorido. La mano derecha, hecha trizas por los pinchazos que sentía. No podía mover los dedos.
Greely miró a Abbott con obvio nerviosismo; Abbott parecía una estatua gigantesca a su lado. Klein llegó a la conclusión de que un individuo capaz de hacerse llamar «Colt» tenía que ser un perfecto gilipollas, un tío de lo más crédulo.
-¡Henry! -gritó Klein-. Tranquilo, cálmate.
Aunque Abbott no había movido un músculo, ni menos aún dado muestras de ir a hacer tal cosa, de un salto Colt Greely se separó un metro de Abbott, al que no dejaba de mirar. Llamó a Klein.
-¿Qué hostias pasa, tío? ¡No hagas eso!
-Perdona, Colt -contestó Klein-. Abbott acaba de matar a cuatro tíos en la capilla, con sus propias manos. En cuanto se acelera, ni siquiera yo consigo que se tranquilice.
-Joder…
Greely miró espantado el rostro plano e impasible con que Abbott lo estaba mirando. El estilete que sujetaba en la mano le temblaba de forma poco convincente. Greely miró el estilete como si la mano que lo empuñaba no fuera la suya, y terminó por enfundarse a toda prisa el arma en el cinto.
-Parece que Abbott le ha tomado simpatía a Crawford, ése de ahí. Me ha obligado a cargar con ese gordinflón por la mitad de la trena; me ha dejado para el arrastre. -Klein señaló con un gesto los uniformes color caqui acoquinados en el retrete. También ellos miraban a Abbott con pavor-. Lo que quiere es que esos desgraciados cuiden de Crawford.
-Mierda -dijo Greely-, ¿por qué no? -Sonrió a Abbott con nerviosismo; Abbott no le quitaba ojo de encima-. ¿Qué cojones? Crawford es uno de los nuestros, ¿verdad?
-Anda, ve a buscarle algo de jaco -le dijo Klein.
-¿Jaco? -repitió Greely como un idiota.
-Heroína -dijo Klein-. Sabes lo que es, ¿no? Y no le traigas coca. Tráele la mejor que puedas encontrar, azúcar moreno a ser posible. ¿No es eso, Henry?
Abbott miraba a Greely; no contestó.
Greely asintió como si diera las gracias.
-Eso está hecho, doctor -dijo antes de largarse.
Klein se volvió hacia los guardias. Burroughs, Sandoval, Grierson.
-Grierson, ven aquí -dijo Klein.
Mientras Klein colocaba a Crawford cómodamente en el catre y le aplicaba mejor el vendaje en la rodilla, Grierson salió de su escondite y observó al médico.
Klein tomó los dos trozos de madera que llevaba Abbott en la mano y entablilló con ellos la pierna de Crawford, que se estremeció de dolor.
-Lo que quiero que hagas -dijo Klein- es que desgarres una sábana y que le inmovilices bien la pierna, así. Que beba todo el agua que quiera. Cuando Greely traiga el jaco, le dejas meterse por la nariz un poco cada vez. Le aliviará el dolor.
-Entendido -dijo Grierson.
-Por esto no van a disminuir vuestras posibilidades con la banda de Agry.
-Supongo que no. -Grierson miró de reojo a Abbott-. ¿De verdad ha matado a esos tíos?
Klein no creyó que fuera perjudicial aumentar más aún la fama de Abbott. Y no pareció que a Henry le importase.
-Espeluznante -dijo Klein bajando la voz-. Yo que tú me alegraría de no haberlo visto. En fin, ¿en qué anda metido Grauerholz?
-Pasó por aquí hace más o menos media hora. Iba con dieciocho tíos, puede que veinte, todos hasta las orejas de coca y más desaforados que nunca. Pensamos que nos había tocado la china, pero pasaron sin hacernos ni caso. -Grierson hizo una pausa-. Greely dijo que Agry les había ordenado que matasen a todos los maricones de la enfermería. -Miró a Abbott con obvio nerviosismo-. Quiero decir a los enfermos de sida.
-¿Qué ha pasado con los negros?
-Las pasaron canutas. Si Vic Galíndez no hubiera abierto las jaulas, la mayor parte habría muerto. Los hombres de Agry siguen por ahí de caza, en grupos, totalmente pasados de rosca. Supongo que los negracos estarán escondidos en los subterráneos, al menos los que hayan llegado con vida, y que aquello será un sálvese quien pueda. Todavía hay muchos encerrados en la galería C, con los mexicanos.
Igual que los reclusos de raza blanca, los guardias usaban el término «mexicano» adrede, sabiendo que era insultante para los latinos, la inmensa mayoría de los cuales habían nacido allí, en Tejas.
-¿Qué piensa hacer Hobbes? -preguntó Klein.
-A menos que empiecen a matar a los rehenes, se pondrá a esperar hasta que se les acaben las drogas y la priva y se pongan a berrear y a llamar a gritos a sus mamaítas. Supongo que pueden pasar tres días.
-O diez -gruñó Burroughs.
-¿Impedirá que Grauerholz ataque la enfermería?
Grierson frunció el ceño.
-Yo no lo daría por sentado, pero Hobbes es un tío bastante imprevisible.
-¿Qué me dices de Cletus?
-Es fácil imaginarlo: no dejaría que uno solo de los nuestros se torciera el tobillo para salvar a ese hatajo de perdedores. -De nuevo miró a Abbott-. O sea…
-Ya -dijo Klein. Se preguntó de repente por qué en los tres años que llevaba en la cárcel no le había propuesto a Abbott que lo acompañara a todas partes-. En fin, cuida de ése hasta que volvamos.
Se puso en pie y salió por la puerta flexionando los dedos de la mano derecha. Abbott le entregó la linterna.
-Yo vivo en las tinieblas -dijo Abbott-. Usted no puede ver tan bien como yo.
Por un instante, Klein pensó que había oído algo raro en la voz de Abbott, algo que antes nunca había oído, aunque no supo precisar qué era. Tal vez un punto de emoción. Alzó la vista para mirarlo a la cara. Sus ojos eran tan puros y estaban tan vacíos como siempre. Tomó la linterna. «Yo vivo en las tinieblas…» El eco de esa voz aún se propagaba en la mente de Klein, pero se lo quitó de la cabeza.
-Vamos.
-Eh, Klein.
Klein se volvió hacia Grierson.
-Cinco minutos antes de que llegaras pasaron por aquí los Tolson con otros tíos. Llevaban la puta viga de hierro con la que reventaron la torre central. -Grierson se fijó en la cara que se le ponía a Klein-. He pensado que es mejor que lo sepas.
Klein pasó por delante de Henry Abbott y echó a correr por el pasillo central. El haz de la linterna bailoteaba en el suelo delante de él. Vio al pasar una cara, un bigote tras los barrotes de una celda.
-¡Klein!
Klein no hizo caso de la voz. Era un rostro demasiado anónimo para registrarlo. Oyó que alguien lo llamaba de nuevo a sus espaldas. Eran demasiados los hijos de puta deseosos de que les prestara atención. Y Grauerholz ya tenía el ariete, contra el cual Klein deseó más que nunca haberse partido una pierna con todos los honores. ¿Cómo iba a sentirse -se preguntó Klein- cuando Earl Coley y todos sus pacientes estuvieran muertos? Coley le hubiese dicho que se largara, que se olvidase de todo. ¿Habría hecho Coley lo mismo por él? El edificio de la enfermería era antiguo; Coley se había pasado casi veinte años allí dentro. Si existiera algún lugar en el que un hombre pudiera esconderse, a buen seguro que Coley lo conocía. Sí, Coley tenía que saber de un buen escondite, y seguramente saldría con vida. Dejaría que Grauerholz y su banda mataran a todo el que les diera la gana, pues habría comprendido que él no podría hacer nada para impedirlo y recordaría todos los consejos que le habría dado a Klein y se salvaría, qué cojones, porque aquello no era asunto suyo. ¿Qué cojones le importaba a él? Después, los dos juntos podrían llorar a los muertos, podrían decirse uno al otro que habían hecho lo único que podían hacer, que a la fuerza tuvieron que volver la espalda a los demás. Mientras Klein corría hacia la puerta de atrás de la galería B, el umbral abierto iba desvelando un trecho cada vez mayor del patio. Un temor espeso, rápidamente congelado, le envolvió la garganta y le recubrió la lengua con el sabor de la vergüenza. Dejó de correr, y al paso atravesó los últimos metros que le quedaban hasta la puerta. Oyó un ruido a lo lejos, un áspero griterío que subía y bajaba de tono al unísono, escandido por el sordo estruendo de una percusión. Entre el dintel de la puerta y el horizonte granítico del inmenso muro exterior descubrió una franja de cielo: la noche era clara, el cielo, salpicado de estrellas. Se guardó la linterna en el pantalón y bajó por la rampa hasta el umbral.
Al otro lado del patio, unos cuantos hombres se apiñaban al pie de la escalera de la enfermería. En los peldaños de la entrada estaban plantados seis, sosteniendo en alto la viga roja, balanceándola para descargar un golpe tras otro contra la puerta de doble hoja. Los casi nueve metros de longitud de la viga de hierro, así como el ángulo de la escalera, hacían que la operación resultara difícil; sin embargo, Klein no tuvo la menor duda de que se saldrían con la suya. Todos ellos entonaban una frase seca, gutural, para acompasar los regulares golpes del ariete. Algunos de los hombres, borrachos, daban tumbos alrededor del grupo. Uno de ellos se puso a cuatro patas y vomitó. Cuando terminó, se puso a gatear por encima del vómito. Alguien lo señaló y dio un grito; el que andaba a gatas, sin hacer caso del aviso, terminó por ponerse al alcance del ariete. El extremo del tirante, en forma de cuña, impactó contra su sien con un crujido que Klein llegó a imaginar aunque no alcanzó a oír. El individuo cayó al suelo y quedó inmóvil. El equipo que bamboleaba el ariete no perdió el ritmo. Ninguno se tomó la molestia de ver en qué estado se encontraba el infeliz. Algunos se partieron de risa.
Las luces de la enfermería estaban encendidas; en las ventanas enrejadas de la segunda planta, Klein vio unas siluetas que desde allí observaban la espantosa operación llevada a cabo con la viga. La vergüenza que aún sentía por dentro se disipó dejando paso a una abrumadora tristeza que en cierto modo era aún peor. A fin de cuentas, no podía hacer absolutamente nada. Si no había posibilidad de razonar con Agry, Grauerholz y su banda estaban más allá de todo intento de comunicación, a no ser que se les bombardeara con napalm. Al lado de Grauerholz, Nev Agry podía pasar por Oscar Wilde. Y Klein lo había humillado públicamente en el comedor cuando le arrebató la pistola. Al escuchar atentamente el cántico primitivo de esos hombres, Klein se dio cuenta de que podría haberles ofrecido el mundo entero y todo lo que contuviera, y que ellos hubiesen preferido seguir adelante con lo que tenían entre manos, echar abajo una puerta y saciar su sed de sangre.
Un agotamiento repentino, terminal, hizo que le flaquearan las piernas. Cayó de rodillas y cargó todo el peso sobre los talones. Le inundó un conocimiento que nunca había sentido, un conocimiento helado y desprovisto de toda emoción: si hubiese podido matar a aquellos individuos en ese preciso instante, lo habría hecho. Los habría matado a todos. Los habría gaseado, incinerado y bombardeado. Los habría enterrado vivos en una misma fosa. Los habría sacrificado en masa, negándoles la dignidad de morir uno por uno, y habría borrado de la faz de la tierra todo vestigio de su existencia. No les habría garantizado ningún derecho, ni siquiera un juicio normal, ni un tribunal de apelación. Habría ordenado su absoluta extinción tal como hubiese ordenado la administración de un antibiótico para extinguir una colonia de bacterias. Con muchos de aquellos hombres había hablado alguna vez, con algunos incluso se había reído, a otros les había dado tratamiento médico. Los había reconocido como sus semejantes. Sus semejantes. Algunos de los que ahora iban a matar habían sido sus compañeros de celda semanas antes, habían cagado en las mismas letrinas, se habían masturbado con las mismas revistas porno, habían intercambiado y se habían leído unos a otros las cartas recibidas de sus hogares. Ahora habían resuelto matarlos en las camas en que estaban postrados.
A Klein le daba vueltas la cabeza por pura y simple incomprensión. Aquello no era más que un fenómeno como tantos otros, algo que observar sin comprenderlo a fondo, un virus, un cáncer, la explosión de una estrella. Era imposible comprender, y era imposible el perdón. Nunca podría existir perdón, ni tampoco castigo, ya que el castigo entrañaba la comprensión, la justicia, la reparación del daño, y nada de eso podía existir para aquellos seres que una vez habían sido sus compañeros. Para ellos sólo podía existir una aniquilación fría y ajena a la venganza, ya que un fenómeno así difícilmente podría exigir una venganza, tal como tampoco un terremoto podía exigir un acto de venganza contra la tierra. Habían dejado de ser hombres. El ya no iba a reconocerlos como tales. No eran siquiera hombres perversos, enloquecidos, incomprendidos; no eran hombres codiciosos, coléricos, violentos. Habían renunciado a aquello que les daba la entidad de hombres de una u otra condición y se habían convertido en meras partículas biológicas, en un aberrante fenómeno de la naturaleza. Klein quiso a toda costa aniquilarlos, y se dio cuenta de que no podría. Sintió unas manos inmensas sobre los hombros; sintió que tiraban de él y le obligaban a ponerse en pie. Oyó la respiración del gigante muy cerca de la oreja.
-Hay que detenerlos -dijo Henry Abbott.
Un nuevo y sutil cambio en la voz de Abbott hizo resonar algo en los márgenes del delirio que empañaba la mente de Klein. Prefirió no hacerle caso.
-Hay que aniquilarlos -dijo Klein.
-No necesariamente -dijo Abbott-. Será suficiente con detenerlos. Hay una diferencia entre una cosa y la otra.
Klein se dio la vuelta, sacudiéndose las manos que lo sujetaban. Por una vez, el pedante y lentísimo proceso intelectivo de Abbott le había irritado.
-¿Y qué diferencia es ésa, Henry?
-Lo que cuenta es detenerlos, no acabar con ellos. Es simple cuestión de prioridad lógica y moral.
-La hostia, Henry. Debe de ser hora de tu inyección, ¿no? -dijo.
Tan pronto salieron de su boca esas palabras, una corriente de alto voltaje, una sacudida de vergüenza en estado puro fundió todos los circuitos de su estómago. Se había rebajado hasta llegar a la crueldad de burlarse de un amigo que padecía una terrible enfermedad. Se había convertido en escoria. Agarró a Abbott de la pechera de la camisa y lo miró a la cara, una cara tan larga como descarnada.
-Henry, perdóname por lo que acabo de decir. Lo siento. Soy un cerdo. Yo…
Cualquier otra cosa habría sido inútil. Se le secó la garganta. Apoyó la frente contra el amplio pecho de Abbott. Ojalá me abrazase con sus brazos enormes, se dijo; ojalá me estrechara entre sus brazos hasta matarme.
-Somos compañeros -dijo Abbott.
Klein pensó por un momento que no lo había oído bien. Se sintió confuso; tragó saliva.
-¿Qué has dicho? -preguntó sin levantar la cabeza.
-Compañeros -repitió Abbott.
Klein lo miró. En sus ojos inexpresivos brillaba una luz. Un fulgor mínimo, como el de las estrellas más remotas, las que sólo se pueden ver cuando no se miran directamente. Klein nunca lo había visto antes. Sin embargo, cayó en la cuenta de que sí lo había visto, la noche en que entró por primera vez en la repugnante celda de Abbott.
-Creo que debemos entrar ahí -dijo Abbott.
Klein miró por encima del hombro y se dio cuenta de que Abbott se refería a la enfermería.
-Yo te llevaré -dijo Abbott-. Te llevaré por el Río Verde.
Un escalofrío le recorrió la columna vertebral sin que supiera por qué. Por el Río Verde. Ese cambio en la voz… Era como si, por una sola vez, Abbott supiera qué estaba diciendo. Klein dio un paso atrás y lo miró. El brillo de sus ojos había desaparecido. Ya no lo podía ver. A Klein se le hinchó el corazón y notó que le asomaban lágrimas a los ojos. Joder, tío, se dijo, más te vale no perder los papeles ahora, porque como se lo pidas a este grandullón, seguro que hasta se mete en la boca del lobo. Es capaz de pasar por delante de toda la banda de Grauerholz y arrancarlos de esa puerta como sea. Pero lo matarían. Y tú tienes un deber que cumplir.
Un deber. Si de ninguna manera podría ya ayudar a los tíos del hospital, al menos podría impedirque Henry muriese, pues Henry era un loco que hablaba como un loco. Y él no lo era. El, Klein, sólo era un gilipollas que estaba perdiendo los nervios. Esa era la diferencia. Klein se secó la cara con la manga y sonrió.
-No, Henry. Si de verdad creyera que tenemos una posibilidad entre mil, no te quepa duda de que iría a por todas, pero es que no la tenemos. Son demasiados.
-Ellos son muchos y nosotros muy pocos.
-Así es.
-Pero sólo hay uno que conoce el Río Verde.
Más chaladuras. No sabía cómo, pero tenía que llevarse de allí a Abbott, al menos antes de que el gigante perdiera el control y se hiciera matar a cambio de nada.
-Todos lo conocemos, Henry, y si no salimos de aquí cuanto antes, te aseguro que la crecida nos va a ahogar. Venga, vamos.
Tomó a Abbott por el brazo. A sus espaldas se oyeron los vítores de los asaltantes: un chasquido de madera y de metal anunció el último embate victorioso contra el portón de la enfermería. A Klein de nuevo le asomaron las lágrimas a los ojos, emborronando su visión. No quiso verlo. No iba a verlo. No se dio la vuelta para mirar. A Grauerholz sólo le quedaban dos obstáculos de cierta envergadura, la puerta de planchas de acero y la reja de barrotes que había en el pasillo. Sin que nadie les opusiera resistencia, ya sólo era cuestión de tiempo.
-Venga -dijo Klein-, ¡vamos!
Tiró de Abbott para cruzar la puerta posterior de la galería B y de nuevo entraron en aquel infierno que apestaba a gasolina, sólo que ahora, al bajar por la rampa sin usar la linterna, Klein oyó y vio otro infierno, donde los alaridos de los condenados le taladraron los oídos y las voces eran ya las de su gente, que iba a morir en sus colchones empapados de sangre y de orina. Todo un elenco de nombres: Vinnie López, Reuben Wilson, Dale Reiner, Earl Coley. Sapo… El Sapo. Dando tumbos a ciegas, Klein notó que un líquido ardiente le brotaba de los ojos. Sapo. Klein comprendió que en alguna porción infantil de su corazón no creía que Sapo fuera a morir. Sapo seguiría vivo para siempre. Klein oyó que alguien gritaba su nombre -«¡Klein!»-, pero no le pareció que encajara en la lista. Le dieron vueltas en la cabeza toda clase de imágenes, Sapo cosido a cuchilladas, muerto. «¡Klein!» Pero Klein no iba a poder ayudarle. Y a los demás tampoco. «¡Klein!» Ya no podría estar allí con ellos. Intentó quitarse de la cabeza los fantasmas que le acosaban. Lo siento, chicos, pero Klein no puede estar a vuestro lado. Quisiera hacerlo, pero no puede. No puede, joder. Dejadlo en paz.
-… ¡Devlin!
Klein se quedó helado. Devlin tampoco encajaba en el elenco. Devlin tenía que estar tomándose una cerveza bien fresca y viendo cómo los Lakers se cargaban a los Knicks, contando los cartones de Winston que le iba a sacar a Klein. Comprendió que esa voz no sonaba en su cabeza. Acento latino. Mala leche. Se dio la vuelta.
-¿Qué hostias te pasa, Klein? ¿Te has quedado sordo?
Una cara pálida, con un poblado bigote, le gritaba por entre las rejas de una celda. Víctor Galíndez. El sargento Galíndez. Klein recompuso sus ideas y caminó hasta la puerta de la celda.
-¿Galíndez? -preguntó Klein.
-¿Has sabido algo de Grauerholz? -preguntó Galíndez.
Acaban de echar abajo el portón de la enfermería.
Vio que Galíndez se fijaba en las manchas que tenía en la cara. Azorado, Klein se pasó la manga por los ojos.
-El humo -dijo a modo de excusa-. Ya no puedo hacer nada por ellos.
-Intentaba decírtelo -dijo Galíndez-. La doctora Devlin también está allí dentro.
A Klein se le quedó la mente en blanco.
-Está en su casa, viendo a los Lakers -murmuró sin fuerza.
-No, Devlin volvió -dijo Galíndez-. Yo la acompañé. Tenía que enseñarles no sé qué a Coley y a ti.
Esta vez Klein entendió. Y recuperó de pronto su habitual frialdad. Todo lo que había ocurrido durante las últimas horas se desprendió de su ser. La locura y el miedo, la vergüenza, la culpa, la pena, todo. Su mente estaba de nuevo despejada.
-Devlin está en la enfermería -dijo.
-Así es.
Klein accionó la linterna y la enfocó hacia Galíndez. Éste parpadeó y apartó la cara. Tenía el uniforme quemado, sucio, y graves magulladuras en la cara, los ojos enrojecidos. Klein quiso pensar que estaba mintiendo, pero Galíndez había arriesgado la vida para salvar a unos cuantos hombres que se hubiesen muerto de risa mientras le rajaban el cuello. Galíndez decía la verdad.
-Dicen que tú abriste las jaulas. En pleno incendio.
Galíndez no contestó. El haz de la linterna de Klein cayó sobre algo que estaba sobre el taburete en la celda de Galíndez. A Klein le pareció entender qué era, pero no se lo creyó.
-¿Qué es eso? -preguntó.
Y en ese momento se lo creyó. Antes de que Galíndez pudiera contestar, Klein creyó lo que veía. Y en el instante en que creyó, resonó en su interior la voz extraña y potente de Henry Abbott, le oyó decir «Te llevaré por el Río Verde». Y Klein por fin lo entendió. Por el «Río Verde».
-Es una cabeza -contestó Galíndez sin mirar siquiera el taburete-. Compañía especial que me han puesto.
-Venga, sal de ahí -dijo Klein con mucha calma, y corrió la puerta de la celda.
Galíndez vaciló.
-Me matarán.
-Tú soltaste a los negros. Serás el primer boqueras que se carguen, seguro.
Klein entró en la celda. La cabeza había sido grotescamente cortada; era la de un recluso negro que no reconoció. Quitó la manta del catre.
-¿Cuánto tiempo llevas aquí dentro con esa cabeza? -Klein cubrió la cabeza con la manta.
-No sé, puede que unas ocho horas.
Klein revolvió en el fondo de la celda, hasta encontrar una camisa y unos pantalones reglamentarios, azules, húmedos y bastante arrugados. Se los pasó a Galíndez.
-Ya es hora de que te cambies -dijo. Galíndez aceptó la ropa y lo miró entornando los ojos.
-¿Es que vamos a alguna parte?
-Sí -respondió Klein-. Nos vamos de paseo por el Río Verde.
-¿Cómo?
Galíndez parecía desconcertado.
Klein se dio la vuelta y miró a Henry Abbott, que estaba en silencio, a oscuras, al otro lado de los barrotes. Esta vez Klein vio de nuevo el fulgor en los ojos de Abbott.
Un fulgor de estrellas remotas.
-Ellos son muchos y nosotros muy pocos -dijo Klein.
Sin decir nada, Abbott asintió una sola vez. Mientras aguantaba aquella mirada infinita, Klein sintió un escalofrío y notó que se le hacía un nudo en la garganta. Tragó saliva.
-¿Klein? -dijo Galíndez-. ¿Qué quieres decir?
-Sólo uno entre nosotros conoce el Río Verde -repuso Klein.
24
Juliette Devlin siguió a Earl Coley en silencio mientras subía los peldaños hacia la segunda planta. Había supuesto que se dirigían al Pabellón Travis, pero Coley sacó el manojo de llaves y abrió una puerta cuyo marco estaba retranqueado al final del pasillo. La puerta estaba atascada; Coley tuvo que darle un empellón para que cediera. Saltaba a la vista que no se había utilizado desde hacía mucho tiempo. Coley encendió una luz. De allí arrancaba una escalera llena de telarañas.
-Venga -dijo Coley.
Subió la escalera detrás de él, preguntándose qué tendría en mente. Al llegar al final de la escalera, Coley accionó otro interruptor. Al otro lado de una reja se extendía una sala construida exactamente bajo el alero del tejado. A uno y otro lado había una hilera de cinco camas de hierro forjado, bajo una serie de bombillas sin pantalla de ninguna clase. Coley abrió la reja y entraron.
-Nunca había estado aquí -dijo Devlin. La sala carecía de ventanas, y reinaba en ella un extraño ambiente que le puso la carne de gallina.
-Esto no se ha utilizado desde la Segunda Guerra Mundial -comentó Coley-. Klein y yo estábamos pensando en rehabilitarla, sobre todo si las cosas se ponían más jodidas ahí abajo, por el amontonamiento de los pacientes, quiero decir. Lo que pasa es que aquí hay malas vibraciones.
-Ya lo noto. ¿Para qué se utilizaba?
-Aquí arriba encerraban a los majaretas. O sea, a los que se volvían locos de atar, a los tíos con sífilis cerebral y toda esa mierda.
-Dios mío -dijo Devlin.
Coley caminó hacia una puerta situada en el otro extremo. Devlin lo siguió. Por su propia naturaleza y también por su formación médica, no tendía a sentir ningún escrúpulo; sin embargo, aquel sitio estaba definitivamente cargado de malos espíritus. Vio que algunas de las camas estaban equipadas con correas de cuero enmohecido.
Tengo entendido que aquí también se dedicaban a hacer experimentos. Lobotomías. Inyectaban a los reclusos insulina, gérmenes de malaria o antídotos contra el veneno de víbora, qué sé yo qué más. ¿Son cuentos chinos o es verdad?
-Es verdad. En aquellos tiempos, esas ideas eran bastante razonables.
Supongo. Aún tenemos por ahí un par de camisas de fuerza.
Devlin lo siguió al interior de un desangelado despacho en el que había una mesa en pésimo estado, una silla desvencijada y unos archivadores de metal pintado de verde. De una hilera de ganchos, en una de las paredes, colgaban dos camisas de fuerza amarillentas. Devlin abrió uno de los cajones de los archivadores: estaba repleto de carpetas de cartón, muchas de ellas cubiertas por un ligero moho verdoso. Cualquier otro día todo aquello le hubiese parecido fascinante pues seguro que había material más que suficiente para uno o dos artículos. Pero no vio en la habitación nada que pudiera ser de utilidad en aquellos momentos, a no ser que Coley tuviera la esperanza de convencer a Grauerholz para que se pusiera una camisa de fuerza.
-¿Para qué me has traído aquí arriba? -preguntó Devlin.
Coley cerró el cajón, abrazó el archivador y lo separó de la pared. Tras el archivador había una portezuela sin cerrojo ni pestillo. Un fino hilo de acero iba de un agujero en la parte posterior del archivador a otro agujero taladrado en la puerta. Coley introdujo la punta de una llave en una rendija, en el borde de la puerta, y la abrió. Allí dentro todo estaba negro y vacío. En el interior de la portezuela había dos sólidos pasadores. Miró a Devlin.
-Este es mi secreto. Una vez, hace ya sesenta años, los majaretas se pusieron rabiosos; se descontrolaron del todo y mataron a un médico y a dos enchufados exactamente en donde estamos ahora. Los descuartizaron. Comprendieron entonces que este despacho estaba en el lado menos seguro de la sala.
-Mierda -comentó Devlin-. Y yo que pensaba que iba a ser el primer médico de la historia que muriese aquí…
-Abrieron este hueco para poder esconderse si volvía a ocurrir algo parecido. Se puede cerrar desde dentro.
Devlin se echó a reír.
-Oye, no pretenderás que me meta ahí dentro, ¿verdad? -dijo.
-Doctora, esto no es un chiste. Grauerholz volverá tarde o temprano, y seguro que consigue entrar.
Devlin había pensado en Héctor Grauerholz mientras subía con Coley. Nunca lo había visto en persona, pero había repasado su expediente. Sabía muy bien qué había hecho, qué era capaz de hacer. Le había interesado Grauerholz porque los informes de los psiquiatras forenses, igual que los de los asistentes sociales, eran unánimes: todos aseguraban que era el producto de un ambiente sorprendentemente convencional, totalmente desprovisto de los indicadores habituales de una sociopatología. Grauerholz procedía de una familia humilde, estable, afectuosa, en la cual no se había dado un solo caso de delincuencia. Nada hacía pensar en malos tratos cuando era niño. No había constancia de alteraciones orgánicas del cerebro ni de trastornos mentales. Héctor tendría que haberse casado con la hija de los vecinos. En cambio, había empezado a matar gente. Su espectacular instinto criminal había aparecido sin previo aviso, ya maduro, sin antecedentes que lo explicasen. En este sentido, Grauerholz era una afrenta para la ciencia y también para la ley. Maldita sea, no tenía ningún derecho a ser tan perverso. Una vez, Devlin pidió permiso para hacerle una entrevista y unas pruebas psicotécnicas, y Hobbes se lo había otorgado, pero Grauerholz se negó a recibirla. Quizás ahora tuviera su oportunidad.
-Aquí dentro estará más segura -siguió Coley-. Mire.
Introdujo la mano por la portezuela y encendió una luz. Dentro del agujero se veían las vigas del techo, un colchón, unas cuantas cajas de cartón en las cuales brillaban latas de comida.
-Todo eso lo he preparado yo -siguió diciendo Coley-, hace quince años, cuando corrió el rumor de que iban a desmantelar este viejo agujero para trasladarnos a todos a un nuevo centro. Planeé quedarme encerrado aquí arriba durante… no sé, dos o tres semanas, hasta que todos se hubieran largado, y después salir y saltar por el muro.
-¿Y crees que te hubiera salido bien?
Coley se quedó mirando por la portezuela, contemplando su secreto.
-Mire, doctora, yo no he visto amanecer sobre el horizonte desde hace veintitrés años. Hubo un tiempo en que veía amanecer todos los días, en invierno y en verano, con lluvia o con sol. Ahora en cambio siempre me encuentro con ese muro de veinte metros de alto. No he visto un árbol ni un campo de algodón ni una brizna de hierba desde que esas puertas se cerraron tras de mí.
Se volvió para mirarla. Devlin sintió que se le encogía el corazón.
-Cuando uno sueña con ser libre, es capaz de creerse que cualquier cosa saldrá bien.
-Yo no me voy a meter ahí dentro -dijo Devlin.
-Escúcheme bien, doctora Devlin. Usted es mujer. ¿Entiende lo que significa eso? La van a encular cuarenta y ocho horas seguidas, y luego va a pasar a manos de sus compinches. Esos son capaces de meter la verga en sangre y en carne viva y quedarse más contentos que unas pascuas. Puede que para entonces la hayan matado, da lo mismo, seguirán follando. Porque es una mujer.
A Devlin se le revolvieron las tripas y no pudocontener una mueca de repugnancia. Un sinfín de gráficas imágenes le pasó por la cabeza en un momento.
-Lo siento mucho, doctora, pero así son las cosas.
Devlin logró quitarse las imágenes de la cabeza. Miró el escondrijo de Coley.
-En este edificio sólo hay dos personas capaces de tenerse en pie: tú y yo -dijo-. Y tú y yo vamos a impedir que esos hijos de puta consigan entrar en la enfermería.
Coley se quedó mirándola fijamente, sin decir nada.
-Muy bien, Coley -dijo, y le tendió la mano-. Dame las llaves.
Coley se relajó visiblemente. Extrajo las dos llaves del manojo y se las puso en la mano.
-Si consiguen atravesar la tercera puerta de la planta baja, subiré corriendo a esconderme. Hasta entonces, me tienes a tu lado para lo que haga falta. ¿De acuerdo?
Coley se dio cuenta de que hablaba con total resolución. Asintió.
-Ah, una cosa más -añadió-. Quiero que te dejes de mierdas y que no me llames «doctora Devlin». Haces que me sienta como la gilipollas de Scarlett O’Hara. Soy «Devlin» a secas, ¿queda claro?
Coley esbozó una sonrisa.
-Klein todavía no lo sabe, pero le va a romper los cojones no vea de qué manera, Devlin.
-Anda y que te den, Coley.
De la sala de al lado llegó una voz.
-¡Eh, Sapo! ¿Estás ahí?
Coley se puso en pie. Se abrió la puerta y Reuben Wilson se apoyó contra la jamba. Tenía una voz profunda, melodiosa, y unos ojos vigilantes que de un vistazo repasaron el cuerpo entero de Devlin para después mirarla a los ojos con toda franqueza. Era delgado, pero de hombros anchos, y tenía un mentón que le daba un aire curtido, quizás un poco demasiado grande para su cara. Devlin nunca había hablado con él. El sudor le corría porel cuello y por la hendidura que se le marcaba entre los pectorales. En cuanto Devlin cayó en la cuenta de que Wilson le resultaba atractivo, se puso colorada y tuvo que mirar a otra parte. Wilson dejó de mirar a Devlin para mirar primero a Coley y después al agujero abierto en la pared.
-¿Qué pasa aquí? -preguntó Wilson.
Coley se agachó a apagar la luz del escondrijo.
-Tú ocúpate de tus asuntos, negro de los cojones -repuso Coley-. ¿Qué estás haciendo tú aquí arriba?
-Hay una panda de animales ahí abajo, empeñados en reventar las puertas.
-Grauerholz -dijo Coley-. Ya le hemos dicho que nos chupe nuestro sucio culo negro. -Miró a Devlin-. Y también nuestro culo blanco.
Devlin volvió a ponerse colorada, aunque esta vez de orgullo.
-Mira, tal como entiendo yo la situación -dijo Wilson-, seguro que Agry los ha enviado a sacarme de aquí. -Miró a Devlin de reojo, como si le diera vergiienza que le oyera-. Si abres las puertas, me entrego y ya está. Supongo que Agry me quiere vivo al menos durante un rato. No tiene sentido que todos los demás corráis el riesgo y que más de uno resulte herido.
-Wilson, ya te dije que eras una nenaza -dijo Coley-, pero es que además eres un gilipollas. Esa panda de tarados ha venido aquí para matar a los enfermos de sida.
Wilson mantuvo el rostro impasible, aunque se le notó en los ojos que se esforzaba por comprender.
-¿Por qué?
-Cojones. Y luego te las das de político -repuso Coley-. Aquí lo único que cuenta es que han venido a por los míos. Pero antes tendrán que demostrar que pueden conmigo. -Hizo una pausa-. También saben que Devlin está aquí dentro.
Wilson la miró de arriba abajo. Contrajo los labios en un gesto de amargura. Ella se sintió como una idiota.
-Eso sí que es jodido -dijo Wilson.
-Si no fuera por ella, ya te habrían arrancado de cuajo la chorra para llevársela a Agry -dijo Coley-. A mí también, me ha salvado el culo. No veas qué huevos tiene la cabrona.
Wilson le sonrió:
-Devlin se sintió rarísima por dentro.
-Encantado de conocer a una cabrona -dijo Wilson.
Le tendió la mano y Devlin se acercó para estrechársela.
-Reuben Wilson.
-Juliette Devlin. -Hizo una pausa, sin saber qué decir-. Te vi despachar a Chester Burnett en cinco asaltos, en el Superdome.
Wilson parpadeó asombrado.
-¿En Nueva Orleans?
-Sí, debió de ser hace diez años. Había apostado diez pavos a favor de Burnett.
Wilson sonrió, complacido.
-Pues lo siento.
-No pasa nada. Aquella vez en que perdiste por puntos contra Pentangeli también había apostado por él.
A espaldas de Devlin se oyó una carcajada. Era Coley. Wilson fingió que no le oía y sacó pecho.
-Me había roto un hueso de la mano, y no se me soldó a tiempo -dijo.
-El cuarto metacarpiano -dijo Devlin-. Por eso aposté a favor de Pentangeli.
-Coño… -murmuró Wilson.
Coley se acercó a Wilson y se detuvo a su lado, junto a la puerta.
-¿Entiendes lo que quiero decir? Esta noche seguro que la doctora apostaría cualquier cosa a que no consigues mover ese trasero que tienes para echarnos una mano y frenarles el paso a esos imbéciles. Lo malo es que no encontraría a nadie que apostara por ti.
Coley bajó a la sala. Wilson, apoyado en la puerta, notó que Devlin lo miraba. Se puso derecho y tosió. Devlin se dio cuenta de que era unos centímetros más alta que él; por alguna razón se sintió incómoda.
-Entonces es que te gusta apostar por los que tienen todas las de perder -dijo Wilson.
-Las bazas seguras no me divierten. Por eso nunca aposté por ti.
Wilson se llevó la mano al abdomen. Devlin había sabido por boca de Klein qué le había ocurrido en la celda de castigo.
-En fin, está claro que yo ya no soy una baza segura -añadió.
Devlin pasó a su lado al salir.
-Entonces será mejor que llame a mi corredor de apuestas.
Devlin dejó abiertas las puertas de la antigua sala de psiquiatría, por si acaso tenía que volver. Comprobó que aún llevaba las llaves en el bolsillo.Cuando Wilson y Devlin bajaban la escalera comenzó a oírse un ruido que iba progresivamente en aumento, un ruido sordo y hueco, cuyo eco se propagaba por el aire cargado de humedad. Encontraron a Coley abajo, en el dispensario. Sobre la mesa había dejado dos rollos de esparadrapo ancho.
-Póngaselo usted -dijo Coley-. Si lo hago yo, voy a tener que aguantarle el numerito y el lloriqueo. -Coley puso voz de falsete, quejumbrosa-. Ten cuidado, Sapo, ¡ay!, que ahí me duele…
-Eh, Coley, no me jodas -le dijo Wilson con aspereza.
Coley le guiñó el ojo a Devlin.
-A ver si con usted se porta como un hombre.
Coley se ajetreó en abrir un armario. Devlin miró a Wilson y vaciló. Hubo un breve instante de azoramiento entre los dos, hasta que Devlin adoptó el papel de médico profesional.
-Quítate la camisa -le dijo.
La gruesa cicatriz que partía en dos el abdomen de Wilson era bien fea, es posible que mucho más comparada con el resto de su cuerpo, que le pareció sensacional. Le hizo levantar los brazos por encima de la cabeza, tomó los dos rollos de esparadrapo y se lo aplicó en el torso, desde debajo de los pezones hasta justo encima de las caderas. No estaba muy convencida de que el esparadrapo proporcionase un gran refuerzo a los músculos de Wilson, todavía en fase de cicatrización, pero psicológicamente le ayudaría a sentirse mucho más seguro. Al aplicarle la última vuelta de esparadrapo alrededor de la cintura, topó con el vientre contra el pene de Wilson. Tenía una erección durísima.
-Disculpa -dijo él.
Ella lo miró. Wilson no le dio mayor importancia ni pretendió aprovecharse de la situación. Se limitó a ser fríamente respetuoso.
-No es nada -dijo ella.
Devlin sintió una momentánea excitación. Pensó en Klein, recordó la forma en que la había follado contra la pared, y ese pensamiento la excitó aún más. Dos erecciones de primerísima clase en un solo día: hacía muchísimo tiempo que no tenía tanta suerte. Sin darle tampoco mayor importancia, dejó que el pene de Wilson siguiera apoyado contra su vientre mientras terminaba de ponerle el esparadrapo. En un rincón de su mente aleteó una vaga duda suscitada por la ética profesional, pero recordó que Wilson no era su paciente, y que tampoco es que tuviera su verga en la boca. Se preguntó una vez más, como tantas otras veces, si hubiese llegado a disfrutar del pecado con la misma intensidad en el supuesto de que sus padres no hubieran sido dos católicos tan devotos. Cuando terminó de aplicarle el esparadrapo, dio un paso atrás.
Wilson bajó los brazos.
-Gracias. -Movió los hombros y meneó las caderas de un lado a otro-. Coño, qué bien sienta.
-¿Ve lo que yo decía? -dijo Coley-. Es un hombre nuevo.
Sobre la mesa había colocado un muestrario detijeras y escalpelos. De un sobre hermético de aluminio extrajo una hoja esterilizada de bisturí y la colocó en el mango de uno de los escalpelos.
Aquí queda esto para cuando os haga falta. Son más cortantes que cualquier estilete, pero no valen para pinchar. Sólo cortan. Si llega el caso, hay que quitarse de en medio, moverse sin parar y tirar tajos a diestro y siniestro.
De pronto lanzó la mano hacia el cuello de Wilson. Sin darse prisa, al menos en apariencia, Wilson dio un paso adelante y esquivó el ataque. El bisturí no le llegó al cuello tan sólo por unos centímetros. Coley se encontró de golpe a Wilson por su ángulo ciego, con el puño en alto y dispuesto a soltarle un golpe en el lateral de la cabeza.
-Puede que al final sí que sirvas -dijo Coley. Le señaló el escalpelo a Devlin-. ¿Y usted? ¿Sabrá manejar uno de éstos?
Los dos la miraron, dos grandullones bien curtidos, y Devlin notó todo el peso de las diferencias de sexo. Se encogió de hombros.
-Mis conocimientos de anatomía son bastante buenos. Quiero decir que creo saber cuál es el mejor sitio para rajarle a uno en el cuello. Pero nunca he matado a nadie -añadió.
-Joder -dijo Wilson-, ni nosotros tampoco.
-Yo he matado gorrinos -dijo Coley-, y seguro que matar a un imbécil es muy parecido, quitando que seguramente chillará más. -Dejó el escalpelo sobre la mesa-. Vamos a ver qué está pasando.
Salieron del dispensario al Pabellón Crockett: los murmullos de los pacientes dieron paso a una batería de preguntas dirigidas a gritos a Coley. Este alzó la mano para indicar que se callaran. Dos de los pacientes dotados de mayor movilidad se habían asomado a las ventanas. Allí era más sonoro el ruido de los golpes contra el portón. Cada sacudida iba acompañada de un grito; las voces de los borrachos se alzaban con el júbilo del odio.
-¡Joder! -Pausa.
-¡Joder! -Pausa.
-¡Joder! -Pausa.
Wilson miró de reojo a Devlin para ver cómo reaccionaba.
-Por suerte no tienen mucha imaginación -dijo ella.
Coley se dirigió a la ventana y miró por los barrotes; Devlin miró por encima de su hombro. A la luz de la entrada vio a una panda de veinte, quizá treinta hombres al pie de la escalera. Unos cuantos se dedicaban a revolver en la caja de los fármacos; otros ya los habían probado y caminaban haciendo eses. En los escalones había seis bestias, encabezados por los dos gigantes barbudos, que sujetaban en vilo la larga viga de hierro con la que arremetían rítmicamente contra el portón.
-¡Joder!
-¡Joder!
Por lo menos, no van a poder pasar ese trasto por el codo del pasillo -dijo Coley-. Es demasiado grande.
-Coley, ¿cómo va a terminar esto? -Vinnie López había conseguido enderezarse hasta quedar medio sentado. Coley se burló de él con su humor más salvaje.
-Te van a cortar tus cojoncillos de mexicano.
-Mis cojones son de Cuba, hijo de puta.
Devlin miró a Wilson, que estaba observando a López absorto, mirando su cuerpo depauperado como si no lo reconociera.
-¿Vinnie? -dijo Wilson.
López supo leer la expresión de Wilson.
-¿Dónde coño te habías metido, Wilson? ¿Cómo es que ya no vienes a entrenar conmigo?
Wilson tuvo que apartar la mirada, como si en realidad no supiera si era correcto o no fijarse en los huesos que sobresalían bajo la piel de Vinnie.
-He estado un poco liado, Vinnie.
-Joder, tío, pues te veo hecho una mierda. Estás casi tan gordo como Coley. Tienes que volver conmigo al gimnasio.
-Eso es justo lo que necesito -dijo Wilson. Sonrió desconcertado.
Coley empujó a Wilson para que se quitara de en medio.
-Eh, jodidos, enseguida vais a tener todo el entrenamiento que os haga falta. Wilson, tú quédate aquí. -Hizo un gesto a Devlin, y ella lo siguió. Coley pasó por el mostrador de control que había a la entrada y sacó un tubo de uno de los cajones. Atravesaron la puerta de barrotes de la sala de pacientes y salieron al pasillo. Entre ese punto y el portón de entrada había otras tres puertas. La primera era una simple puerta de madera, sin barrotes ni cerrojo, sólo una cerradura embutida, que habitualmente se dejaba abierta. Pasaron por delante de la sala de televisión, de los dos cuartos de baño, del armario de la ropa de cama y de dos trasteros más. La siguiente puerta era recia y pesada, de planchas de acero, y tenía una mirilla. Coley la abrió con la llave. Más adelante, pasado el cuarto de Sung y el despacho de Bahr, estaba la última de las barreras interiores: una puerta hecha con barrotes de acero de unos cinco centímetros de diámetro. El estruendo del ariete contra el portón de entrada se hizo ensordecedor. Coley le dio a Devlin el tubo que había cogido antes.
-Pegamento -dijo-. Una especie de resina epoxy, o una mierda así. Vaya y llene con esto la cerradura, no sea que uno de ésos tenga la brillante idea de abrirla con una ganzúa. Vuelvo en un minuto.
Devlin tomó el tubo y caminó hacia la puerta de barrotes. A medida que iba acercándose, el fragor brutal del portón se resolvió en una serie de detalles menores: el astillarse de la madera, el traqueteo de la tranca oblonga que aguantaba el asalto con resistencia heroica, el torturado crujir de las viejas bisagras. Desenroscó el tapón del tubo, insertó la boquilla en la cerradura y apretó hasta que el pegamento empezó a desbordarse. En la oscuridad del vestíbulo resonó un estrépito mayor que los anteriores, un último crujir de la madera reventada y el estruendo del hierro deformado al caer al suelo. De pronto, se oyó un clamor, un alarido de triunfo, ruido de pasos, una sola voz que se impuso a todas las demás. No llegó a entender ninguna de las palabras que se dijeron. El alarido terminó repentinamente y dio paso a una calma mortal. Devlin se quedó plantada en su sitio, paralizada por el silencio. El silencio se prolongó. Devlin oyó el fuerte ruido de su propia respiración.
Una silueta apareció en el codo del pasillo y se plantó, sola, al otro lado de la reja. El chaval angelical, el de la cabeza afeitada. Flector Grauerholz. Le sonrió beatíficamente.
-¿Doctora Devlin? Creo que querías hablar conmigo, ¿no?
Una fortísima descarga de adrenalina inundó el sistema nervioso de Devlin, quitándole a sus músculos toda capacidad de movimiento. No pudo parpadear, no pudo ni tragar saliva. No estaba asustada; se sintió llena de la cabeza a los pies de un líquido neutro y brillante. En ese extremo fisiológico en que uno ha de huir o luchar existía, pues, una indolora, anestésica aceptación de la muerte. Exactamente así debía de sentirse un conejo frente a los faros de un camión. O los ojos relucientes como botones que la miraban desde el otro lado de los barrotes. Grauerholz se aproximó hasta los barrotes.
-¿Qué me querías decir, doctora?
No lo dijo en tono de amenaza, sino más bien con una inusitada inocencia, como un niño pequeño que pide a la profesora permiso para ir a hacer pipí. A Devlin le tembló el cuerpo entero; la científica que llevaba en la cabeza le indicó que era una buena señal; al menos había recobrado parte de su capacidad de movimiento. Concéntrate en la laringe, le dijo la científica, y grita.
Silencio.
Grauerholz apretó la cara entre dos barrotes. Devlin no se movió. Le llegó a la nariz el aliento hediondo de Grauerholz.
-Tenemos a Ray Klein, ¿sabes?
Devlin tragó saliva. Tenía la boca reseca.
-No te creo -dijo. Qué curioso; era capaz de hablar por Klein, pero no por ella misma. El líquido neutro empezó a concentrarse dentro de su piel.
-Si no nos dejas entrar, vamos a tener que traerlo aquí y arrancarle a tiras la piel del capullo mientras tú miras.
El líquido se le había desplazado por el torso desde los brazos, las piernas y la cabeza. Sintió que, si quería, ya podía moverse. Algo que Coley había dicho antes se le pasó por la cabeza, y lo soltó a bocajarro, sin pensarlo dos veces.
-Chúpame el culo, cabrón.
-Me encantaría -repuso Grauerholz.
Grauerholz introdujo rápidamente la mano por entre los barrotes y la sujetó por la muñeca de la mano izquierda. Dio un tirón de ella, arrimándola de golpe a los barrotes. Con la izquierda la manoseó buscándole el coño.
-Y también te voy a comer el chocho -dijo jadeando. Se le abrió la boca dejando escapar una risita pueril, mientras la miraba con lascivia.
Devlin logró dominar la repugnancia; le metió en el ojo la boquilla del tubo que sujetaba aún con la mano derecha y apretó con fuerza.
-Cómete esto otro -dijo.
Mascullando un «¡joder!», Grauerholz se separó de los barrotes y se dobló por la cintura; sujetándose la cara con ambas manos, se frotó el ojo con el puño. Una madeja de pringue semitransparente se le enredó entre el párpado y los dedos.
-¡Bubba! -gritó.
De pronto se oyeron pasos apresurados, y un puñado de siluetas corpulentas apareció a la carrera, doblando la esquina del pasillo. Devlin comenzó a caminar despacio, de espaldas. Grauerholz, medio ciego, desapareció en el momento en que aquellas moles sudorosas se apiñaron contra los barrotes con los brazos extendidos hacia ella al tiempo que le gritaban obscenas amenazas y a voz en cuello le decían que se quitara las bragas, le suplicaban que les chupase la verga y que les enseñara las tetas. Ojos de bestia, las bocas abiertas, babeantes. El líquido que la había anegado antes se concentraba ahora en una bola hinchada en el estómago; en ese momento comprendió que era miedo. Había estado tan aterrada que no sintió nada. Ahora, por vez primera desde que Galíndez la empujó corriendo hacia la enfermería, muchas horas antes, se encontró realmente asustada. Uno de aquellos bestias, al otro lado de los barrotes, sacó el pene y comenzó a masturbarse.
De adolescente, el catolicismo había imbuido en Devlin el concepto del mal, una fuerza sobrenatural, una incognoscible cosa en sí, una necesidad ineluctable, una especie de fuerza motriz primigenia pero ajena al mundo de los fenómenos, ya que no era posible observarla ni explicarla, aunque fuera obligatorio presuponer su existencia para que se produjeran determinados fenómenos. Por ejemplo, un irracional asesinato en masa, de personas inermes. Por otra parte, su educación científica negaba la existencia del mal. Si fuera posible reconstruir la secuencia de las fichas de dominó que van cayendo una a una en la vida de una persona, si cupiera rehacerla con suficiente detalle, el asesinato en masa remataba ineludiblemente el otro extremo. Ese proceso de reconstrucción era la matriz de su profesión. Si un determinado acontecimiento careciera de sentido, la explicación habría que atribuirla a que se disponía de información insuficiente, no a la existencia del mal. La existencia del mal estaba desmentida en los billones de palabras que configuraban el discurso psicológico y llegaban incluso a burlarse de esa idea. En el momento en que Devlin contemplaba aquella masa convulsa de barbas hirsutas, de caras marcadas por las cicatrices, de brazos tatuados, comprobó directamente la existencia del mal. No fue tanto que lo sintiera, que lo viera, que lo oliera; desde luego, sintió su miedo, vio los rostros contraídos de los hombres, olió la fetidez de sus cuerpos. El mal no era algo que se pudiera alcanzar por medio de la percepción. El mal nunca sobrevivía a un examen minucioso. Sin embargo, allí estaba, en aquellos seres, en el aire maloliente, en los barrotes de acero que retemblaban bajo la fuerza de sus puños, en los bloques de granito que los aprisionaban.
-¡Devlin!
Se dio la vuelta. Earl Coley venía arrastrando una manguera por la puerta de acero. Fue corriendo a ayudarle. Un torrente de furiosos insultos brotó a sus espaldas.
-Hijadeputanegracomamónsozorrajoder.
Cuando llegó a la altura de Coley, éste gritó por encima del hombro, mirando hacia atrás.
-¡Abre!
La viejísima lona amarillenta brincó y se convulsionó en manos de Coley. Un chorro de agua erupcionó con violencia al lado de ella; Coley se aprestó a contener la fuerza del agua. Se le pusieronlos ojos como platos al ver que Devlin agarraba la manguera y se la arrancaba de las manos. Ella misma se oyó gritar algo entre dientes, no supo qué; la potencia del agua aumentó y tuvo que esforzarse para dominarla, luchando con la manguera serpenteante hasta que la sujetó contra la cadera y apuntó el chorro hacia los barrotes de la puerta, contra aquellas barrigas gruesas y aquellas barbas hirsutas, los rostros grotescos desencajados por el odio. Avanzó por el pasillo a la vez que la manguera se desenrollaba a sus espaldas, sin hacer caso de algo que le gritó Coley. Movía los labios sin cesar; la voz le rascaba con aspereza la garganta, aunque esta vez tampoco oyó lo que iba diciendo, por encima del cataclismo del agua a presión y la música guerrera que en su cabeza resonaba como un redoble de tambor. Uno a uno fue arrancándolos de los barrotes y alejándolos por el pasillo. El masturbador y su semen, los gigantes enfurecidos, toda esa escoria tatuada, todos esos soplapollas, la suciedad y el dolor que hubieran causado a su gente. Estaba a menos de dos metros de la reja, pero la manguera ya nodaba más de sí. Sólo quedaba una persona sujeta a los barrotes. Un ángel psicótico, con un ojo cerradoy el rostro contraído por una violencia sin medida. las manos nervudas agarradas a los barrotes de acero con la fuerza de los dementes. Devlin soltó la manguera, que se retorció incontrolable a sus pies, y sacó la llave inglesa que llevaba en el cinturón. Oyó que Grauerholz la insultaba a gritos, en entrecortados barboteos de total incoherencia.
-Muérete. Puta. Muérete. Puta. Tu coño. Negracos. Negracos. Vais a morir. Zorra. Muérete.
Con la llave inglesa Devlin le asestó un golpe tremendo en los nudillos de la mano derecha. Grauerholz gimió y quitó la mano del barrote. Devlin volvió a levantar la llave y miró el único ojobrillante, inyectado en sangre. Grauerholz no soltaba. Devlin le golpeó de nuevo en la mano izquierda. Grauerholz trastabilló al separarse de los barrotes, las manos ensangrentadas e inertes. Sollozaba de pura frustración. Uno de los gigantes empapados de agua asomó tras él y lo sujetó por los hombros. Grauerholz se dejó arrastrar lentamente hacia atrás. A medida que se alejaba, sus sollozos pasaron a ser risitas; uno de los ojos daba vueltas sin cesar, el otro seguía cerrado, distorsionado por el pegamento.
-Volveremos, zorra folla negros. Volveremos.
Devlin los vio desaparecer al doblar la esquina.
-Volveremos, puta de los negros.
Ante ella, el pasillo quedó repentinamente muy vacío. El siseo de la manguera que se vaciaba contra la pared parecía idéntico al silencio. Presa de un espasmo salido de la nada, Devlin se dobló por la cintura y vomitó un hilillo de bilis sobre el agua que se arremolinaba a sus pies. Se sujetó a la reja. Temblaba de la cabeza a los pies, y de pronto se quedó muy quieta. Al poco, sintió la mano de Coley en el hombro.
-¿Está bien?
Devlin escupió más líquido amargo. Se inclinó y se llevó un poco de agua a la boca; se enjuagó y
volvió a escupir. Se echó más agua en la cara. Irguiéndose, miró a Coley y asintió. Coley sacó un pañuelo de papel del bolsillo y se lo pasó. Ella se secó la cara y se sonó con fuerza.
-Gracias.
Se sorprendió al oírse hablar con voz tan firme. Por el pasillo, detrás de Coley, apareció Reuben Wilson en la puerta de acero. Le hizo un gesto, al que Devlin contestó con otro saludo antes de volverse hacia Coley. Coley parecía desconcertado, como si no supiera qué decir. En ese momento, Devlin recordó lo que tanto había deseado durante todo el día; por un momento olvidó todo lo que acababa de ver y de hacer. Sonrió sin dejar de mirar a Coley.
-Ahora recuerdo -dijo-. Tengo una cosa que enseñarte.
25
-¿Adónde hostias vas con el mariachi? No veas qué cabreo tiene Nev por su culpa. ¿O no te has enterado de que él abrió las jaulas de los monos?
Colt Greely, con sus brazos tatuados desde los hombros hasta las muñecas, se había plantado ante la puerta principal de la galería B para impedir que Klein pasara al atrio. Señaló a Galíndez.
-¿Y qué hostias hace con esa ropa?
-Viene con nosotros -dijo Klein.
-Mira, doctor; me caes bien, así que te voy a dar un consejo, y es gratis. No vengas a jodernos, ¿vale? -Greely miró con ansiedad hacia Abbott, que estaba detrás de Klein-. Si hace falta, tenemos tíos que pueden venir a ocuparse de ese chalado en un visto y no visto.
Klein lo enfocó a la cara con la linterna, y Greely cerró los ojos.
-¿A quién se le ocurrió lo de la cabeza, Colt? -le preguntó.
-¿De qué coño de cabeza me hablas?
-La que alguien ha dejado en un taburete, en su celda.
Greely se llevó la mano a la empuñadura de suestilete, que tenía en el cinto.
-Mira, creo que será mejor que hables con el señor Agry.
-¿Se la cortaste tú, o sólo ayudaste a sujetarlo? -preguntó Klein.
-Eh, que ese negro de mierda ya estaba muerto. Entre nosotros, te diré que nos lo pasamos igual de bien que si estuviera vivo.
Greely dio un paso atrás, y Klein llegó a la conclusión de que había que cargárselo. Lo decidió con toda frialdad, sin ira. De ahora en adelante no le quedaba más remedio que actuar así si aún quería reunirse con Devlin. Apagó la linterna y se la guardó en el bolsillo de atrás. Sonrió.
-Ah, Greely. Una cosa más. ¿Sabe alguno cómo va el partido de los Lakers?
La pregunta cogió a Greely desprevenido.
-Sí -dijo con cautela-. Lo último que supe es que los Knicks llevaban cinco puntos de ventaja. Estaban en el segundo cuarto. ¿Por qué lo preguntas?
-Porque me juego mucho según sea el resultado -contestó Klein.
Dio un paso adelante y descargó sus ochenta y cinco kilos de peso contra la cara interna de la rodilla de Greely. Llevaba años ensayando ese movimiento, pero era la primera vez que lo ejecutaba en serio. Al ver que funcionaba tan a pedir de boca, se sorprendió. A Greely se le habían roto los ligamentos cruzados, el lateral y el anterior, con un chasquido sordo. La articulación de la rodilla se le hizo polvo. En el instante en que Greely abría la boca para gritar, Klein le dio un golpe con el canto de la mano izquierda a la altura de la nuez, y aprovechó el giro, con todo el poder de rotación de la cadera derecha, para hacer un mowashi empi, un golpe de codo que alcanzó a Greely en la sien izquierda. Greely cayó como si fuera un saco de mierda, quedó tendido en el suelo, tembloroso y sin apenas poder respirar. Esa combinación de movimientos no le había llevado más de dos segundos. Klein miró alrededor; la galería estaba a oscuras, y los haces de las linternas seguían revoloteando por aquí y por allá. No le pareció que nadiese hubiese dado cuenta. Fríamente, sin ningún placer, aplastó con el pie la cabeza de Greely; los temblores cesaron. Su acción le recordó aquellos dolorosos procedimientos médicos que había que aplicar a veces a ciertos pacientes; nadie disfrutaba haciendo daño a los demás, pero en este caso era lo mejor. Había sajado a Greely como si fuera un simple forúnculo infectado. Klein cogió el estilete del cinto de Greely y se puso en pie. Galíndez lo estaba mirando.
-Escóndelo ahí dentro -dijo Klein.
Galíndez asintió después de titubear un momento, y arrastró a Greely hasta la celda en que estaban los cadáveres calcinados. Klein se volvió hacia Abbott.
-Bueno, Henry. Ahora mandas tú. ¿Adónde vamos?
Abbott se agachó y recogió del suelo un pesado martillo de maza esférica. Tanto el mango como la maza estaban sucios de sangre coagulada. Klein tuvo un escalofrío al recordar el crimen por el que había sido encarcelado Abbott. Henry alzó el brazo y, con el martillo, señaló hacia la puerta.
-Al comedor.
Galíndez salió de la celda; vio el martillo en alto y miró a Klein. Klein le entregó el afilado destornillador de Greely.
-Andando.
Echaron a caminar por el atrio, en donde la cúpula de cristal ya no dejaba pasar un solo rayo deluz. Por los portones de la galería D, Klein vio un débil resplandor amarillento, quizá debido a las velas, a alguna fogata, a una lámpara improvisada de cualquier manera. A veces rasgaba la oscuridad el haz de una linterna. Decidió utilizar la suya tan poco como fuera posible, para no llamar la atención de nadie. Iban a tener que avanzar más despacio, pero eso era preferible a la idea de atraer a un enjambre de polillas psicópatas armadas con cuchillos. Pasaron por la entrada de la galería C. Allí dentro reinaba una quietud aterrada, susurrante. Seiscientos presos, en su mayoría negros, latinos e indios norteamericanos, seguían indefensos y encerrados en sus celdas desde el tercer recuento. Seguro que estaban al corriente de lo ocurrido en la galería B; llevaban ocho horas escuchando los alaridos de terror. Galíndez se agachó para esquivar un haz de luz que se aproximaba; un puñado de hombres salían riéndose y soltando baladronadas por las puertas de la galería C. Por el acento eran blancos, chusma del medio rural del estado de Tejas. Klein se alegró de ser blanco. La linterna le dio de lleno en la cara y se quedó quieto en su sitio. Enla oscuridad sonó una voz que no supo identificar.
-¿Klein?
Klein les hizo ver que iba desarmado. Se preguntó si habrían visto a Galíndez, agazapado ya enlas sombras.
-No pasa nada, muchachos -dijo. Les mostró las manchas de sangre que Crawford le había dejado en la ropa-. Me ha enviado Nev para que vea a otros dos muchachos tocados por los disparos de los perros.
Un gruñido; después el haz de luz se alejó de su cara y cayó sobre Henry Abbott y su martillo ensangrentado.
-¡La hostia!
La linterna retrocedió un paso. Ahora que la luz no lo deslumbraba, Klein reconoció a Ted Spriggs,un criminal curtido, profesional, que había estado en la banda de Larry DuBois. Klein lo conocía de sobra; se habían saludado muchas veces en el patio al que salían a levantar pesas. Detrás de él había otra docena de individuos, algunos cargados con bolsas de basura de plástico negro, llenas a reventar.Todos miraban a Abbott con evidente aprensión. Klein contaba con la gran ventaja de que ninguno hubiera hablado nunca con el gigante loco, aunque todos ellos recordaban haber visto a media docena de guardias incapaces de reducirle por la fuerza.
-Abbott me ha cubierto la espalda -explicó Klein-. Ha matado a tres monos que intentaron atacarnos en el patio. Un golpe a cada uno con esa maza y zas, se acabó.
Abbott atendió a esta nueva exageración de su ya enorme fama de homicida limitándose a parpadear con un gesto lacónico. Klein confió con todo su corazón en que nadie se sintiera tentado de comprobar la reputación de Abbott. Spriggs asintió, sin quitar ojo de Abbott, al que seguía iluminando con la linterna.
-Tengo a algunos de los míos heridos en la galería A. ¿Tienes tiempo de echarles un vistazo?
-Claro -repuso Klein-. Antes he de bajar a mi consulta, a recoger el instrumental de primeros auxilios.
-Aquello está infestado de negros, doctor -dijo Spriggs-. En cuanto amanezca los liquidamos. Será como tirarlos a un retrete. Esta noche será mejor que no te alejes de los nuestros.
-Sin mi instrumental no puedo hacer casi nada -dijo Klein-. Ya sabes, mi consulta no está lejos.
-¿Quieres que te acompañe alguno de mis muchachos?
-Gracias, Ted, pero me basta con Henry. Es más fácil que los dos nos movamos por ahí solos sin que nadie se dé cuenta.
-Supongo, pero ándate con cuidado, que esos monos son peores que las víboras. ¿No fue ese puto negro, el chalado de Johnson, quien empezó toda esta bronca? Asesinó a Larry DuBois mientras estaban parlamentando en plan civilizado.
-No lo sabía -dijo Klein. Se preguntó cuántos sabrían la verdad sobre Agry. ¿Shockner? ¿Grauerholz? A Grauerholz le daría lo mismo.
-Ya sabes cómo son los negracos -continuó diciendo Spriggs-. Seguro que ahora mismo nos están haciendo el trabajo sucio, matándose entre ellos. Por suerte nos quedan unos cuantos encerrados en la C. -Zarandeó un manojo de llaves-. Acabamos de terminar de sacudirlos bien, uno por uno. Joder, nunca hubiera dicho que los negracos tuvieran tanta pasta. Drogas y toda esa mierda, sí, claro. Así es como viven. Pero ¿y la pasta? Suponemos que sus zorras les pasan la pasta cuando vienen de visita, ya sabes cómo tratan a sus mujeres. Se quedan en casita, viviendo de la seguridad social, y dejan que sean ellas las que traigan los garbanzos. -Sonrió-. Quién sabe, a lo mejor tenemos algo que aprender de ellos. Con las chavalas blancas siempre es al revés.
-Dímelo a mí… -dijo Klein.
Se abstuvo de preguntarle a Spriggs cómo tenían previsto gastar la pasta. Normalmente Spriggs era un tío más o menos inteligente, pero estaba claro que se había dejado arrastrar por la demencia colectiva de los demás.
Pensó luego en los negros que estarían merodeando por el laberinto subterráneo, y calibró si deveras había sido inteligente por su parte abandonar la seguridad de su celda.
-Bueno, mejor que me dé prisa -dijo. Spriggs asintió.
-Tú cuida de él, grandullón -le aconsejó a Abbott.
Abbott ni siquiera reaccionó.
Spriggs le dedicó una amplia sonrisa a Klein.
-Joder, tío; si tienes huevos para ir por ahí con este punto, los monos son pan comido. Nos vemos luego.
Spriggs se largó con los suyos, manteniéndose a buena distancia de Abbott. Cuando se hubo desvanecido la luz de la linterna de Spriggs, Galíndez reapareció en las tinieblas y se unió a ellos.
-¿Hay alguna forma de abrir las celdas de la C? -preguntó Klein.
-Con la luz cortada, imposible -contestó Galíndez-. Aunque tuviéramos un juego de llaves… Son ciento ochenta puertas. Nunca podríamos conseguirlo.
A un ritmo de tres puertas por minuto, sería un trabajo de sesenta minutos. La chusma de Agry acabaría con ellos en cinco minutos. Klein se secó el sudor de los ojos.
-¿Por qué lo dices? -preguntó Galíndez.
-Por algo que dijo Spriggs. Si pudiéramos soltar a seiscientos hombres que le plantasen cara a Agry, tal vez tendría que alejar a Grauerholz de la enfermería.
Galíndez se lo pensó.
-Las puertas se abren por medio de los motores eléctricos que hay en cada planta y que se alimentan de la corriente principal, claro. -Frunció el ceño-. Hay un generador secundario que actúa en un circuito adicional. Sólo para caso de emergencia. La última vez que lo pusimos en marcha fue cuando nos dejó sin luz un huracán que derribó el tendido allá fuera.
-¿Y no podemos ponerlo en marcha? Galíndez sacudió la cabeza.
-Sólo se puede hacer desde el edificio de la administración, y el alcaide no tiene ningún motivo para hacerlo. Quiere que todos sigan a oscuras, cagándose de miedo.
-¿Dónde está el generador?
Galíndez se encogió de hombros.
-Fuera, en el patio, junto al muro este.
-¿Y no podemos hacerlo funcionar?
-Yo no sé cómo se hace.
Klein pensó en Dermis Terry. El viejo encargado de mantenimiento sabría muy bien dónde estaba el generador y; si era posible, sabría puentear el circuito. Klein echó a caminar a toda velocidad, dentro de lo aconsejable a oscuras, y atravesó el atrio para entrar en el comedor.
El suelo del comedor estaba resbaladizo, sembrado de basura v agua sucia. A medida que atravesaban las baldosas encharcadas y pasaban al otro lado de los mostradores, hacia las cocinas, vieron el resultado del primer estallido de aquella orgía de destrucción. Las cacerolas habían sido volcadas, despanzurradas las grandes latas de aceite, desparramadas por todas partes; los sacos de harina y de alubias habían sido acuchillados y el contenido esparcido; los bidones de huevo en polvo habían rodado abiertos de un lado a otro. En un extremo de las cocinas, una escalera bajaba a la lavandería; en el otro, otra escalera conducía a una serie de despensas. Klein abría la marcha en dirección a la puerta de la segunda escalera, pero oyó un gemido y se detuvo. Galíndez y Abbott hicieron un alto en silencio, detrás de él. A su izquierda, Klein oyó una respiración afanosa, sibilante. Sacó la linterna del cinto y la encendió. Al principio no vio nada, encandilado por el haz de luz que rebotaba en los armarios de acero inoxidable de los mostradores. Después, la luz descubrió el perfil de alguien que estaba a gatas, embadurnado de aceite y de harina. Escondía la cabeza entre los brazos, y le temblaban los hombros por el esfuerzo que le costaba sostenerse. Klein avanzó dos pasos hacia él; el hombre levantó la cabeza como si cargara con un peso inmenso en la base del cráneo. Tenía parte de la cara y el cuello recubiertos de sangre reseca; respiraba trabajosamente con la boca abierta. Con una lentitud agónica se volvió hacia la luz. En sus ojos se reflejaba la proximidad de la muerte. Era Stokely Johnson, el lugarteniente de Wilson. Klein se acercó a él. A Johnson le fallaron los brazos y se apoyó en los codos. Galíndez ayudó a Klein a sentar a Johnson, apoyándolo contra la puerta de acero. Klein se agachó frente a él.
-Johnson -dijo Klein-, soy Klein. ¿Me oyes?
Stokely lo miró; abrió y cerró los ojos para darle a entender que lo había reconocido. Tenía las fosas nasales bloqueadas por coágulos de sangre. La bala que le había disparado Grauerholz le había penetrado unos cinco centímetros por debajo de la sien derecha, dejándole un boquete pequeño, bien definido. No había orificio de salida. Al contrario que la utilizada para herir a Crawford, la bala de un M16, ésta era de baja velocidad e impacto mínimo, y posiblemente se había alojado en el seno maxilar, reventando varios huesos del tercio medio de la estructura ósea de la cara; pero en la trayectoria que había trazado el proyectil no había un solo órgano vital. Klein se acordó de que Agry había pisoteado la cabeza de Stokely, una agresión que retrospectivamente se le antojó mucho más peligrosa que el disparo. Observó las pupilas de Stokely y no vio síntomas de hemorragia cerebral. Lo que vio fue un miedo intensísimo en sus ojos. Era comprensible; probablemente Stokely se sentía a punto de morir.
-No te esfuerces por hablar -dijo Klein-, pero escúchame bien. No te vas a morir por culpa del proyectil que tienes en la cara.
Stokely parpadeó hasta cerrar los ojos; relajó los hombros con gran alivio.
Tiene mala pinta, y seguro que duele más aún -prosiguió Klein-, pero no va a acabar contigo.
Stokely abrió los ojos. Klein comprobó aliviado que Stokely le creía.
-No hay nada que te impida ponerte de pie y jugar un partido de baloncesto si te apetece. No tienes que arrastrarte como un puto perro apaleado.
-Serás hijo de puta -susurró Johnson, y levantó el puño cerrado. Klein lo sujetó por la muñeca. Johnson por un instante hizo fuerza para vencer su resistencia.
-¿Ves lo que te decía? -dijo Klein.
Stokely comprendió la intención de Klein. Relajó los músculos; Klein le soltó.
-Tus corredores de fondo andan por ahí perdidos, en los subterráneos. Agry les ha dado un buen repaso. Te necesitan, Johnson; tienen que armarse de valor y pasar al contraataque. ¿Me entiendes?
-¿Y tu por qué coj… -a pesar del dolor que le producía cada palabra, Stokely inspiró una vez más y consiguió añadir-:… hijo de puta?
-Porque Agry ha ordenado a tu colega Grauerholz que acabe con toda mi gente, con los chicos de la enfermería, incluidos Coley y Wilson. Si consigues apretarle bien los huevos a Agry, tendrá que echar mano de Grauerholz, y hacerle volver aquí.
Stokely lo miró durante un buen rato, y luego sonrió, por más que le doliera.
-Aquí es donde quiero verlo.
Klein se puso en pie y le tendió la mano. Stokely la tomó y se levantó de un tirón. Miró de reojo a Galíndez y a Abbott. Arrastró los pies un poco, como si estuviera avergonzado.
-Yo… Mmmm…
-Pensabas que te estabas muriendo, te entró el canguelo y ahora te sientes como un gilipollas. Pero no te estás muriendo, así que vamos.
Stokely lo miró despacio.
-Wilson tenía razón contigo.
Klein apagó la luz de la linterna al oír un grito en algún rincón del comedor.
-¡Negracos, tío! ¡Los he visto!
Un haz de luz se agitó en dirección a ellos. Klein se agazapó y buscó la puerta de la escalera. Oyó más gritos. Alguien resbaló y soltó una maldición; alguien cayó al suelo y se oyó un estrépito de metal. Klein encendió la linterna un momento, lo justo para ver dónde estaban la puerta y el pomo.
-¡Allí! ¡Esos soplapollas van para abajo!
Klein agarró a ciegas el pomo y abrió la puerta. Los demás se apresuraron tras él. Galíndez cerró la puerta y así acalló los gritos procedentes de la cocina. Klein enfocó la linterna sobre un corto tramo de peldaños anchos. Al pie de la escalera, un pasillo se adentraba en la oscuridad, aunque se veían puertas a uno y otro lado. Bajaron corriendo y enfilaron por el pasillo. Tras ellos, Klein oyó que la puerta se abría de golpe. Le llegaron las voces de aquellos sureños, como domingueros que iban de caza y en pos de una presa fácil. El pasillo estaba atiborrado de cajas de cartón sacadas a tirones de las despensas; iban pisando los tenedores y las cucharas de plástico, las tazas de espuma de poliestireno, los rollos de papel higiénico.
-¿Por qué cojones vamos corriendo? -susurró Stokely Johnson.
Klein no le hizo caso y siguió adelante. El pasillo terminaba bifurcándose en una E Klein dobló a la izquierda. A menos de veinte metros se detuvo ante una puerta que daba a una estrecha escalinata y esperó a los demás. Por fin llegó Abbott caminando a grandes zancadas. Klein vio que la linterna de sus perseguidores daba en la pared frontera de la bifurcación. Iluminó la escalera para que bajara Galíndez.
-Adelante.
Empujó a Abbott detrás de Galíndez. Stokely tosió y esparció unas cuantas gotas de sangre sobre la camisa de Klein. Carraspeó y escupió en el suelo una flema enrojecida.
-Yo digo que mejor plantarles cara aquí -dijo.
-Cuando tenga que dar la cara, lo haré -contestó Klein-. Creo que a esos payasos podemos darles esquinazo ahí abajo.
Siguió a Galíndez y a Abbott, y oyó a Johnson detrás suyo. La escalera sólo les dejaba pasar de uno en uno. Al pie de la escalera apagó la linterna y notó la mano de Stokely en el hombro.
-Confía en mí, tío.
Klein asintió, aunque a regañadientes. Se encontraban en un túnel con el techo repleto de conductos y tuberías enmarañadas. Por lo común, allí había muchísimo ruido, debido al aire tibio que recorría el vetusto sistema de aire acondicionado. Ahora, todo estaba en silencio. Les llegaban las voces desde el pasillo de arriba. Por la entrada pasó un haz de luz y desapareció.
-Te digo que ese negraco lleva al loco gigante con él. ¡Eh!
El haz de luz bajó directamente por la escalera. Stokely Johnson quedó a la vista; la luz le daba de lleno en el rostro sudoroso y cubierto de sangre seca.
-¡Ya lo tenemos!
La linterna comenzó a descender los peldaños.
-¡Vengan aquí, hijos de puta, que me muero de ganas de cortarles la verga!
A Klein se le contrajo violentamente el recto; sin querer dio un paso atrás. El sonido que había salido del pecho de Stokely y retumbado por todo el corredor fue la voz más salvaje que había oído nunca, la voz de un negro que se tenía por el peor de toda la ciudad. A su lado, la voz de Ice T parecía la del Pato Donald. En la escalera se oyó un grito; alguno había perdido pie, y caía resbalando hacia ellos. Un rostro aterrorizado apareció allí por un momento y un par de brazos lo agarraron por detrás, llevándoselo para arriba.
-¡Me cago en todo, tío!
Los perseguidores regresaron al corredor de arriba, tropezando entre ellos. Se oyó bajar por la escalera una voz, débil y cascada comparada con la demostración de fuerza que había hecho Stokely.
-Volveremos a por ti, mierda de negro.
Stokely no se dignó siquiera a contestarles. Arriba, los pasos dejaron de oírse.
-Sólo los rayos son preferibles a los cañonazos -dijo Klein en la negrura.
-¿Qué dices? -dijo Stokely.
Una frase de Napoleón. Qué pena que no estuvieras a su lado en Waterloo.
Klein encendió la linterna; el haz de luz se perdió en el túnel. En cualquier otro rincón del subterráneo, Klein nunca hubiera sabido por dónde seguir, pero había pasado por allí cientos de veces, cada vez que iba a pagarle el alquiler a Dennis Terry. Los condujo por la oscuridad y acertó a la primera al doblar a la derecha en las dos siguientes bifurcaciones. Llegaron ante una antigua caldera de la que salía un amasijo de tuberías. Al otro lado, donde nadie habría podido encontrarla en caso de no saber que estaba allí, había una puerta. Una puerta cerrada.
-Dame ese pincho -dijo Stokely.
Galíndez le entregó el destornillador. Con dos golpes secos y precisos, Stokely abrió la puerta. Una luz parpadeante y débil bajaba por una corta escalera de madera. Klein dio una voz.
-¿Terry? ¿Dennis Terry? Soy yo, Ray Klein.
No hubo respuesta. Klein subió los escalones. Al final había una reducida estancia, un cuarto inmaculadamente decorado, como si fuera el plató de uno de los programas de Dean Martin: una moqueta gris, una piel de oso encima, una barra con dos taburetes altos en una de las paredes, un equipo estéreo de los antiguos, un televisor en un mueble de nogal, un sofá a juego con la moqueta… Detrás del sofá, un tercer taburete alto. Un candelabro posado sobre la barra iluminaba la estancia. A su lado, un vaso vacío y una botella de ginebra en cuyo fondo sólo quedaba un dedo de alcohol. En dos pilas separadas al lado del estéreo había un montón de discos por un lado y un montón de fundas por el otro, unos y otras rotos en dos. Klein dio un paso adelante. La primera de las fundas era de un disco de Sinatra, September of My Years. Terry había aprovechado sus ganancias para recrear una fantasía propia del mundo que había dejado atrás al entrar en prisión treinta y cinco años antes, cuando Dean Martin aún era más molón que Sinatra y Eisenhower vivía en la Casa Blanca. Sobre la barra, en un marco de plata, se veía la foto de una guapa muchacha de veintiún años, la novia a la que Terry estranguló por dar clases de inglés al cocinero portugués al que no debiera haber tratado siquiera. La ilusión de los fabulosos años cincuenta se iba al garete al mirar el techo, surcado por montones de tubos de hierro forjado, de unos siete centímetros de diámetro, que revestían el cableado eléctrico. Uno de los tubos había sido arrancado de sus abrazaderas y partido en dos. Un puñado de cables en abanico sobresalía de uno de los trozos, sujeto por un cinturón de cuero que en principio había sido amarrado al tubo.
Klein encontró a Terry al otro lado del sofá, junto a una banqueta, con el otro extremo del cinturón en torno al cuello.
Todavía respiraba. Cuando Klein le quitó el cinturón del cuello, Terry abrió los ojos. Murmuró algo ininteligible con voz pastosa. Klein lo puso en pie sin más ceremonias; Terry se tambaleó. Klein lo tomó del brazo y se lo llevó al sofá. Terry se dejó caer con un gemido, con la cabeza casi entre las rodillas, a la vez que se frotaba la nuca.
-Agua -dijo Klein.
Galíndez se acercó a la barra y volvió con un vaso de agua; Terry alargó la mano para coger el vaso.
-Gracias -dijo débilmente.
Klein le salpicó la cara con el agua. Terry se echó atrás farfullando.
-¿Qué cojones pasa, Klein? -dijo Terry. Parpadeó y, a través del agua que aún tenía en los ojos,vio a Stokely y a Abbott-. La hostia -dijo.
Klein tomó asiento a su lado.
Escúchame bien, Terry, viejo borrachín. Si te quieres suicidar, hazlo como un hombre. Te vienes ahí fuera con nosotros a que te corten el pescuezo como a todos los demás. ¿Está claro?
Se hizo un silencio. Todos parecieron quedarse pasmados por la violenta técnica de Klein. Galíndez vino con otro vaso de agua y se lo dio a Terry, que miró al salvadoreño por primera vez.
-Joder -dijo Terry a la vez que miraba a los demás y luego otra vez a Klein-. ¿Dónde están Yul Brynner y Steve McQueen?
Klein hurgó en el bolsillo de la camisa de Terry y sacó un paquete arrugado de Pall Mall. Extrajo un cigarrillo y se lo metió a Terry en la boca. Se lo encendió con un mechero de gas que encontró en el mismo bolsillo. Terry aspiró el humo, tosió con fuerza y volvió a aspirar.
-Gracias, Klein. -Por encima del hombro miró los tubos que colgaban del techo-. Mira, yo…
-No tengo tiempo para explicaciones, Dennis -le interrumpió Klein-. Cada cual tiene sus razones. Si todavía tienes ganas de morir, después podemos arreglarlo. Ahora te necesitamos más que a Yul y a Steve.
-Adelante, te escucho -dijo Terry, y se le iluminaron los ojos.
-Dice Galíndez que en alguna parte hay un generador eléctrico de emergencia.
Terry asintió.
-Funciona con gasóleo. Está fuera, pegado al muro sureste, en esa caseta de ladrillo rojo que hay entre los talleres y el garaje. ¿Por qué?
-Querernos que lo pongas en marcha para abrir las jaulas de la galería C.
-¿Los de la C aún están encerrados?
Klein le dijo que sí.
-Cuando cortaste el suministro eléctrico estaban en mitad del tercer recuento.
Terry le dio una calada al Pall Mall y se quedó mirando al vacío.
-Si los dejásemos salir, le meteríamos a Nev Agry una tonelada de chiles bien picantes por el culo, ¿que no? -dijo.
-Entonces, se puede hacer -dijo Galíndez.
-Ah, pues claro -contestó Terry en tono sardónico-. Sólo tengo que salir al patio, llegar hasta la caseta, desconectar los circuitos de control del bloque de la administración y poner en marcha las turbinas a partir de cero. Luego sólo tendré que volver al puesto de vigilancia de la C, con todas las putas luces encendidas, y puentear el tablero de control para que las puertas se abran como por arte de magia. Está chupado, ¿no te parece?
-Tan chupado como caerse de un taburete con un cinturón apretado al cuello -dijo Stokely con todo su sarcasmo.
-Eh, ¿qué cojones hace ése aquí? -le dijo Terry.
-¿Y si antes puenteamos el tablero de control de la galería C? -propuso Galíndez-. Así las celdas quedarían abiertas en cuanto volviera la corriente.
-Hombre, para ser un mexicano no es mala idea -dijo Terry.
¿Cuánto podemos tardar? -preguntó Klein. Terry hizo una mueca y dio una calada al cigarrillo, paladeando al mismo tiempo la dificultad de la tarea y la atención que le prestaban.
-Los dos trabajitos son bastante jodidos. Antes de empezar en serio, hay que desmontar cantidad de revestimientos.
-Nadie más puede hacerlo, Terry -le dijo Klein.
-Sé de sobra que no puede hacerlo nadie más que yo, joder -dijo Terry mosqueado-. Sin contar los desplazamientos, y dando por hecho que todo vaya como la seda, unas tres o cuatro horas.
Klein asintió. Era mucho tiempo, pero no tenían nada que perder.
-¿Tú qué dices, Dennis?
Terry se encogió de hombros.
-Bueno, supongo que no tengo nada mejor que hacer. -Sonrió para sus adentros-. Quién sabe, a lo mejor es el último trabajo de mantenimiento que hago en Green River. -Dejó caer la colilla sobre la inmaculada moqueta gris y la aplastó con el talón-. ¿Cómo coño voy a pasar por en medio de todos esos negros?
-Si te portas bien, Stokely te puede proporcionar una escolta, ¿no?
Stokely asintió hoscamente. Klein se puso en pie.
-Agry ha hecho creer a la gente que Stokely mató a Larry DuBois y que eso ha desencadenado el motín.
-¡Será mentiroso el hijo de puta…! -dijo Stokely.
-Fue Agry el que mató a DuBois -dijo Terry-. Lo vi con mis propios ojos. Está como una cabra.
-No lo sé -dijo Klein-. No basta con estar como una cabra para ser el amo de la galería D. Yo por lo menos no lo entiendo. En todo este motín, el que más tiene que perder es el propio Agry. Se ha hecho mierda él solito.
A Terry se le distorsionó la cara de amargura.
-Sí. Y a mí también me ha jodido.
-¿Tienes idea de por qué lo ha hecho?
-Está loco por ese putón de negra, eso lo sabe cualquiera.
-No me parece suficiente -dijo Klein-. Sería suficiente para matar a Claudine, desde luego, pero no hasta para que se suicide.
Al oír la alusión al suicidio, Terry se puso rojo como la grana.
-Pues pregúntaselo tú, joder. Hablando de suicidios, ¿qué cojones haces tú aquí?
-Voy a la enfermería.
-¿No te parece que eso es llevar el juramento hipocrático demasiado lejos?
-Grauerholz está empeñado en asaltar la enfermería. Agry le ha ordenado que se cargue a todos los enfermos de sida.
Terry no lo entendió.
-¿Y?
-Henry ha logrado convencerme de que podemos pararles los pies.
Terry se puso en pie.
Miró a Abbott, que seguía callado, quieto junto a la puerta, y luego contempló el resultado de su frustrado intento de suicidio, para mirar después a Klein.
-Tienes razón. Si me voy a matar, lo mismo me da juntarme con una panda de profesionales. Klein estrechó la mano de Terry.
-No tendrías que haber destrozado esos discos de Dean Martin, Terry -le dijo-. No los vas a encontrar nunca todos en compacto.
-Ya, puede… A lo mejor ya era hora de que cambiase de onda.
Klein miró a los ojos vítreos de Terry y asintió. Le soltó la mano y se acercó a la puerta. Stokely Johnson también le tendió la mano, y Klein se la dio.
Dile a Wilson que quiero verlo aquí mismo en cuanto amanezca -dijo Stokely.
Klein asintió y comenzó a bajar la escalera.
-Buena suerte, Klein -dijo Stokely Johnson.
Klein se lo agradeció con un gesto, sin darse la vuelta, y descendió de nuevo a la oscuridad, con Abbott y Galíndez detrás. Al final de la escalera se volvió hacia Abbott.
-Ahora, tú dirás, Henry -le dijo.
Se produjo un silencio, y Klein de pronto se dijo que se había vuelto loco. Henry tenía un gran corazón, pero mentalmente…
-Siganme -dijo Abbott con su voz nueva, resonante.
Siguieron a Abbott por los túneles, en la más absoluta oscuridad. A cada tantos metros, Klein encendía y apagaba la linterna para cerciorarse de que Abbott seguía guiándoles. En dos ocasiones, mientras en medio del laberinto de túneles decidían qué camino tomar en un cruce, oyeron sonidos humanos en la oscuridad. Abbott los llevó por otro tramo de escalera descendente. A medida que bajaban, el aire se hacía más sofocante y maloliente. Las paredes estaban recubiertas por una capa viscosa. A mitad de la escalera, Klein tropezó con algo blando. Se detuvo y encendió la linterna; era una gorra negra. La recogió. Estaba seca y limpia; no llevaba allí más de un par de horas. Encima de la visera llevaba una «X» blanca, como en la película de Spike Lee.
-Henry -susurró Klein. El gigante hizo un alto. Klein le enseñó la gorra y dijo-: Hay alguien aquí abajo. -Ojalá hubiese podido imitar a Stokely Johnson, pensó.
Abbott tomó la gorra de manos de Klein. Parecía imperturbable. Su nueva voz sonó más potente que nunca.
-Sólo hay un camino para llegar al Río, y es éste.
Continuaron descendiendo por la empinada y resbaladiza escalera. Al llegar abajo, el hedor se les hizo insoportable, nocivo. La comida que se servía en la cárcel provocaba una halitosis general tan repugnante y tenaz que todo el ingenio de los reclusos no había bastado para encontrar un remedio eficaz. Allí abajo, esa misma comida celebraba su definitiva transubstanciación en miasmas fecales tan tangibles como repugnantes. Aguantando las arcadas, Klein respiraba hondo por la nariz, intentando acostumbrarse al medio tan deprisa como le fuera posible. Su método no sirvió de nada. Sintió que una espuma densa le recubría la garganta.
-Hostia -susurró.
Klein encendió la linterna. Se encontraban en una especie de muelle de cemento que a la derecha daba a una especie de taller subterráneo donde se amontonaban ladrillos esparcidos, herramientas de drenaje, manojos de cañas con punteras doradas, atornilladas unas a otras para formar largas pértigas que servían para desatascar las cloacas. Al fondo de esa zona, la linterna de Klein iluminó un tosco cobertizo de madera. A la izquierda, el muelle terminaba en tres escalones que se perdían en las tinieblas. Abbott tomó la linterna de manos de Klein y señaló. El haz de luz se posó sobre una corriente de aguas negras relucientes, recubiertas de espuma, infectas. Ese arroyo fluía muy despacio, encajonado por un túnel de ladrillo que describía un cilindro perfecto, de unos dos metros y medio de diámetro. A Klein se le revolvió el estómago sólo de pensar en vadear esa corriente de aguas fecales en las que tendría que meterse hasta la cintura.
-El Río Verde -dijo Abbott.
Klein permaneció en silencio unos instantes, sin apartar la vista del Río Verde de Abbott. Si hubiese tenido la más mínima posibilidad de separar la visión del agua centelleante y de las lisas paredes del túnel, de la fetidez que despedían, quizá le habría parecido algo misterioso y bello.
-El espacio lleno de estrellas, la orilla que lame el agua, os serán dados hasta que rompa el alba -dijo Abbott.
A Galíndez también le costaba respirar.
-¿Puedes llevarnos a la enfermería por aquí? -le dijo a Henry.
Abbott se encasquetó la gorra de Malcolm X. Klein tuvo la sensación de que le daba un aire curiosamente distinguido.
-Este es el camino -dijo Abbott.
Galíndez miró a Abbott y Klein casi oyó los pensamientos del salvadoreño: tiene que haber fácil tres kilómetros de túnel, y este tío es un retrasado mental, un demente, un asesino múltiple. Galíndez miró a Klein y enarcó una ceja.
-Si Henry dice que sabe cómo llevarnos allí, es que lo sabe -dijo Klein.
Tengo unas máscaras de gas en el cobertizo, por si les hacen falta.
-Nos hacen falta -dijo Galíndez.
Estaban en medio de la zona de trabajo cuando los vieron: unos cuantos jóvenes negros armados con cuchillos, delincuentes de los más bestias, hambrientos por encontrar una presa, como lobos, saliendo de las tinieblas apestosas, cercándoles desde uno y otro lado al mismo tiempo. No había tiempo que perder.
El viaje por el Río Verde acababa de empezar.
26
Devlin tuvo un sueño. Soñó con un videojuego rarísimo, cuyas reglas no entendía; soñó que jugaba contra un hombre al que no pudo reconocer. Soñó que estaba encerrada en una habitación donde iba a celebrarse una maratoniana sesión de terapia de grupo, idea de su viejo supervisor de psicoterapia, con un grupo de personas entre las que se hallaban varios ex amantes suyos con los que no tenía ningunas ganas de encontrarse de nuevo. Soñó que escapaba de esa habitación y que echaba a caminar por una aldea de chozas de adobe, cuyas calles estaba convencida de conocer al dedillo, aunque en cada esquina salía a una calle que no reconocía. Se sentó junto a un abrevadero de piedra lleno de agua para replantearse dónde demonios estaba. Y entonces despertó.
Por un instante, con los ojos entrecerrados y la cabeza apoyada en los brazos, encima de la mesa, recordó esos fragmentos de su sueño y pensó en ellos sin llegar a ninguna interpretación que tuviera un mínimo sentido. Abrió los ojos, levantó la cabeza. Estaba en el despacho de la enfermería. Reuben Wilson estaba de pie al otro lado de la mesa, con una taza de café en la mano.
-Vaya, no quería despertarte -dijo.
-No pasa nada -contestó Devlin. Le daba algo de vergüenza que la hubiera sorprendido durmiendo, como si ése fuera un síntoma de debilidad femenina.
-Es cojonudo -dijo Wilson- eso de poder echarse un sueñecito en un momento como éste.
-No, estás confundiendo el agotamiento con algo cojonudo -repuso. Miró el café-. ¿Es para mí?
Wilson asintió y le pasó la taza. Ella dio un sorbo. Wilson no había vuelto a ponerse la camisa después de que ella le aplicara el esparadrapo. Devlin posó la mirada un momento en las anchas placas de músculo pectoral, por encima del esparadrapo; volvió a mirar su café. Wilson sacó un paquete de Camel del bolsillo y lo agitó hasta meterse uno en la boca.
-¿Puedo? -preguntó Devlin.
-Claro. -Wilson le pasó el tabaco-. Pensé que los médicos no fumaban.
Devlin arrimó el cigarrillo a la llama del encendedor de Wilson y aspiró hondo.
-Pues yo creía que los boxeadores tampoco -repuso.
-De eso ya hace mucho tiempo.
Cuando la nicotina y el alquitrán penetraron en su agradecido sistema nervioso, Devlin sintió un momentáneo mareo; las palabras de Wilson le llegaron como si hablara desde lejos. Notó un hormigueo en las extremidades, pero desapareció tan deprisa como había empezado, y la dejó con una sensación de profunda relajación. Era terrible, pero no se le ocurría que aparte de un cigarrillo entre los labios existiera nada en la Tierra que en un momento como ése le hubiera hecho sentirse mejor. Se arrellanó en la silla y dio otra calada.
-¿Cómo te enteraste de lo de aquel cuarto metacarpiano? -preguntó Wilson-. Era un secreto.
-Entonces, yo era una estudiante de medicina -dijo-. El profesor de anatomía ósea nos enseñó tu placa de rayos X, y yo leí tu nombre en la radiografía.
-No fastidies.
-De todos modos, estaba segura de que la decisión de los jueces te sería favorable. Pocas veces dejan los jueces que un boxeador italiano le gane aun negro.
Wilson sonrió y asintió con un gesto.
-¿Por qué te condenaron por homicidio?
-A casi todos los boxeadores los estafan, quiero decir que los mánagers se quedan más o menos con el ochenta por ciento. Si aspiras a un combate importante, hay muy pocos tíos que te lo puedan organizar, y luego se quedan casi todo lo que ganas, dicen que son «gastos». Yo le puse pleito a mi mánager, y a ése por lo visto le asesoraban unos tíos muy listos, que tenían unos cuantos hoteles en Las Vegas. Una prostituta muerta no era demasiado caro, aparte de que así enviaron un mensaje que todos los boxeadores oyeron alto y claro. -Se encogió de hombros-. Así son las cosas.
-No lo dices con rencor -dijo Devlin.
-¿Rencor? -Wilson miró al vacío-. Cuando entré aquí, estuve dos meses sin dormir. Había perdido todo lo que podía perder. ¿Qué mierda digo? Si aún les debo pasta a mis abogados… Mientras esperaba despierto la hora del primer recuento, a esos tíos los torturé hasta matarlos de mil maneras distintas, maté a todas sus familias delante de ellos, hice que a sus mujeres se las follasen perros rabiosos…
Hizo una pausa y la miró. Abrió y cerró los ojos; la furia desapareció de su mirada.
-Perdona -añadió.
-No importa -murmuró Devlin.
Wilson dio una calada a su Camel.
-De todos modos, el día en que me encontré con un Zippo debajo de un trozo de papel de aluminio, calentando heroína y aspirándola con un tubo de cartón en la boca, sólo por descansar un poco, me di cuenta de que el «rencor» era otro de los puñales que me habían clavado en las tripas. Ya había empezado con esto -levantó el cigarrillo-, pero tiré el jaco por el váter y me dormí.
-Me alegro -dijo Devlin.
Wilson sonrió; Devlin volvió a sentir la incomodidad. El sufrimiento de Wilson, la injusticia de que había sido víctima, eran tan atroces que le parecían inauditos. No se consideraba una mujer blanca, una liberal aficionada a tener sentimientos de culpa; había presenciado desdichas suficientes para conocer la arbitraria ferocidad del destino, pero delante de Wilson se sentía perdida y sin saber cómo decir algo que no sonara a compasión. Se había fumado el Camel casi hasta el filtro. Lo apagó y tomó el paquete que estaba en la mesa.
-¿Puedo coger otro?
-Claro.
Sacó las cerillas del bolsillo.
-Y entonces te dedicaste a la política -dijo.
Wilson soltó un bufido.
-¿Política? -Meneó la cabeza-. La política te convierte en mierda, da igual quién seas o dónde estés. Eso es lo que la gente piensa que hago. Es idea de los demás, no mía.
-Entonces, ¿qué haces en realidad?
-Doy consejos. Sobre todo intento que los jóvenes estén bien preparados para el momento en que vuelvan a la calle. Tal como yo lo entiendo, si aquí dentro aprendes a vivir con dignidad, cuando vuelvas al mundo todo será miel sobre hojuelas.
-¿Cómo? Es decir, ¿cómo se aprende?
El hombre blanco espera que aquí vivamos como animales, y también ahí fuera. Supongo que habrás leído a Malcolm.
Devlin asintió.
-Pues es lo mismo. Yo no soy creyente, pero respeto la religión. Me respeto a mí mismo, te respeto a ti. Es eso. Sólo hace falta eso. La mayor parte de los jóvenes negros han obrado mal, y por eso están aquí encerrados. Aunque sientan orgullo por sus crímenes, y eso lo puedo entender, siguen reconociendo que sus madres se han dejado la piel por ellos. No quiero que me utilicen como una excusa para renunciar a la esperanza. Para ellos sería muy fácil señalarme con el dedo y decir: «¿Lo ves? Siempre es la misma jodienda. Por más que te portes bien, el hombre blanco te va a terminar por joder.»
Devlin tembló al percibir un repentino cambio en la voz de Wilson. Por más que pusiera esas palabras en boca de otro, el tremendo dolor y la ira que transmitían eran suyas.
Wilson asintió.
-Saben que yo lo sé, ¿comprendes? Saben que he probado eso en mis propias carnes. Yo no digo más que una cosa, y se la digo hasta que se hartan de oírme y a veces les tengo que golpear para que me oigan, porque no puede ser más sencillo. Pero también es muy difícil, es verdad.
Hizo una pausa. Volvió a hablar en voz baja y con gran intensidad; toda la ira de sus palabras se había concentrado en sus ojos oscuros.
-Es lo que yo les digo: a pesar de todo lo que te hayan hecho, a pesar de todo eso, puedes seguir siendo el hombre que eres en vez de ser el animal que ellos quieren que seas.
Devlin notó que las lágrimas le asomaban a los ojos. Parpadeó para contenerlas; Wilson apagó el cigarrillo y sonrió aliviado.
-A muchos de ellos no hay forma de llegar. Ahí tienes otra vez el rencor, que funciona siempre a favor del hombre blanco. Pero a otros sí que puedes decírselo. Hay menos gente enganchada al crack y al caballo en mi galería que en las otras. Si de todos los jóvenes que entran aquí, sólo unos veinte, o diez, ya no vuelven más, puede que haya sido suficiente. Es posible que algunos consigan estar en la calle un par de años, en vez de sólo un par de meses, o que no se enganchen al caballo estando aquí; para mí eso ya es suficiente.
Devlin quiso decirle que le parecía extraordinario, pero todas las palabras que se le ocurrieron le parecieron de nuevo triviales.
-Entonces -dijo-, ¿por qué Hobbes la tiene tomada contigo?
-No he dejado de darle vueltas a eso desde que estuve en el agujero, y hasta hoy no he averiguado la respuesta. Hobbes siempre me había tratado correctamente. Tiene ojos en la cara y sabe de sobra de qué va toda esta mierda. Antes, nunca nos había llamado negracos. El estado de excepción fue una mamonada. Yo no conseguía entenderlo hasta ver lo que ha pasado hoy. Hobbes quería esta revuelta. Todo esto es cosa suya.
-Pero… ¿por qué? -preguntó Devlin.
-No lo sé. Tiene gracia, pero esta mañana Klein me dijo que Hobbes está loco, no loco de remate, pero sí como para atiborrarlo de torazina y ponerle una camisa de fuerza.
-¿Qué quiso decir?
-Tampoco lo sé, pero yo diría que tiene toda la razón.
Devlin hizo una pregunta más, pero en el tono más distendido que pudo.
-¿Tú crees que saldremos vivos de ésta?
-Coley dice que los guardias no saben que tú estás aquí -le respondió Wilson con toda franqueza. Ella asintió.
-Entonces no van a mover un puto dedo para ayudarnos. Si resistimos lo suficiente, tal vez algunos de los míos vengan a buscarme, pero supongo que deben de estar hechos una pena.
-Estás diciendo que no lo vamos a conseguir.
-Las autoridades ya no están a favor de reprimir ningún motín usando la fuerza. Te acordarás de Waco y de toda esa mierda, ¿no? A menos que empiecen a matar rehenes, y Agry es demasiado listo para meter la pata de esa manera. Esto puede alargarse una semana, quizá más. Y Grauerholz volverá. Tiene todo el tiempo del mundo.
-¿Por qué se habrán empeñado en acabar con los enfermos?
Wilson se encogió de hombros.
-Tú eres la que ve la CNN, tú sabrás. Tú eres la que sabe de psicología. Y en todas partes cuecen habas, ¿no? Bosnia, Líbano, Sudáfrica… Raza, religión, familia, tribu. Por todas partes hay gente que mata a sus hermanos. ¿Tú crees que no odian a los enfermos de sida? Seguro que los odian; tienen más razones para odiarlos a ellos que al resto de la gente que puedan odiar.
Se abrió la puerta y entró Coley.
-¿Qué pasa, Coley? -preguntó Wilson.
-Ahí fuera parece que todo está en calma. Están esperando algo. He dejado a López de guardia; ese hijo de puta no había estado tan bien desde hace varias semanas. -Miró a Devlin-. Grauerholz le ha pegado fuego a la caja de los fármacos. -Sonrió-. Pero al menos hemos dejado fuera de combate a media docena, y puede que haya otros tantos vomitando las tripas en algún rincón.
-Y ahora ¿qué? -dijo Devlin.
Coley se encogió de hombros.
-Tienen dos posibilidades: las ventanas del pabellón Crockett y las puertas. Las ventanas están demasiado altas, y tendrían que subir de uno en uno. Para mí que van a intentar echar la puerta abajo.
-A lo mejor fuerzan los barrotes con un gato de automóvil -dijo Wilson.
Coley negó con la cabeza.
-No, porque también tendrían que pasar de uno en uno. Están esperando alguna otra cosa. Y a nosotros tampoco nos queda más remedio que esperar.
Coley siguió hacia la puerta de los aseos, camino del dispensario.
-Me voy a meter otro viajecito, si no les importa. Puede que sea el último.
Devlin se fijó en su maletín, que estaba en el suelo, apoyado contra la mesa.
-Eh, Coley -le dijo-. Ven aquí.
Coley miró a Wilson y se acercó. Devlin se puso en pie.
-Siéntate.
Coley se derrumbó en la silla.
-¿Puedo saber qué cojones estáis maquinando vosotros dos?
-Yo, nada -dijo Wilson.
Devlin abrió el maletín y sacó la revista de tapas verdes.
-¿Qué es eso? -dijo Wilson.
Devlin miró de reojo a Coley.
-El American Journal of Psychiatry. Entre los psiquiatras es más o menos como el Sports Illustrated entre los deportistas.
-No jodas…
Devlin abrió la revista y la extendió delante de Coley.
-Esta es la razón por la que volví.
Coley contempló un momento la página que tenía delante. Luego miró a Devlin.
Tenía tics en los ojos.
A Devlin se le puso el corazón en la garganta. Tragó saliva. Sin dejar de mirarla, Coley sacó del bolsillo de la camisa unas gafas de montura metálica y se las puso. Volvió a mirar la revista; apoyó la cabeza en una mano y hundió los dedos en su corto cabello gris plomizo.
Juliette Devlin, Ray Klein y Earl Coley
Sida y enfermedades depresivas
en una institución penitenciaria:
un estudio piloto realizado
en la Penitenciaría Estatal de Green River
Coley miró la página durante un buen rato, sin decir nada. Después, sus hombros robustos comenzaron a temblar de emoción. Se quitó las gafas de un manotazo y se cubrió los ojos antes de dar un grito.
-Eh, hijo putas, ¿es que no sabéis cuándo necesita uno un poco de paz y tranquilidad para leer?
Wilson se había quedado pasmado mirando a Coley. Empezó a decir algo, pero Devlin le indicó que callara y lo empujó hacia la puerta. Al marcharse del despacho, Devlin volvió la vista atrás.
Coley seguía con los ojos escondidos tras la mano izquierda. Con la derecha, acariciaba repetidamente la página que tenía delante, como si fuera un objeto de inmensa belleza. Bajó la mano y miró a Devlin; tenía húmedas las mejillas. Los dos se miraron unos momentos a los ojos, sin decir palabra y sin hacer ningún gesto. Después, Devlin salió y cerró la puerta.
-¿Qué era eso? -le preguntó Wilson.
Devlin recorrió a su lado el pasillo y sólo contestó cuando estuvo segura de que no se le iba a quebrar la voz.
-Es un artículo científico, resultado de una investigación que hemos hecho con Klein.
-¿Y ahí estaba el nombre de Coley?
-Sí, es uno de los autores del artículo. Wilson miró por encima del hombro.
-Mi nombre sólo llegó a salir en las páginas de deporte de algún periódico. Has tenido un gesto muy bonito.
-Gracias -repuso Devlin.
Una vez más tuvo que hacer un esfuerzo titánico para que no la desbordase la emoción. Tenía la impresión de haber vivido las emociones de diez largos años en un solo día, y eran emociones que nunca había sentido, que ni siquiera había llegado a imaginar. No le quedaba más remedio que contenerse, o derrumbarse. Se volvió hacia la pared del pasillo y sacó fuerzas quién sabe de dónde.
Notó que Wilson seguía a su lado, sin saber qué hacer.
-Lo de hijos de puta no lo ha dicho en serio, sólo quería…
Devlin se echó a reír.
-Ya sé qué ha querido decir. Perdona. -Intentó reprimir también la risa, pero le dio miedo echarse a llorar-. Estoy muy contenta de que haya podido ver su nombre ahí, antes… -La risa se le cortó de golpe-. Antes de que sea demasiado tarde, vaya.
Se apoyó en Wilson y ocultó el rostro en su hombro. Wilson permaneció rígido, desconcertado. Devlin le puso las manos en los hombros y lo atrajo hacia sí.
-Abrázame.
Temeroso, Wilson la rodeó con un brazo. Devlin sintió la presión de su miembro en el vientre, y en medio de tantas enloquecidas emociones le pareció lo más apropiado. Alzó la cabeza para mirarlo.
-No quisiera faltarte al respeto -dijo él-, pero es que no puedo evitarlo.
-No pasa nada -repuso ella-. Además, me alegro.
Wilson tragó saliva y la miró un instante a los labios.
-Ven -le dijo ella.
Lo llevó al piso de arriba, al escondrijo secreto de Coley, y abrió la portezuela de la pared tal como Coley le había enseñado. Cuando encendió la luz, Wilson vio el colchón allí dentro. Vaciló.
-¿Estás segura?
Si vamos a morir todos antes de que amanezca, ¿a quién puede importarle?
-A Klein.
Devlin miró el techo mohoso del despacho, esperando que le llegasen las palabras que deseaba decir. Luego miró a Wilson a los ojos.
-Klein es el mejor hombre que he conocido en mi vida.
Wilson parpadeó y apartó la mirada.
-El no lo sabe, pero estoy enamorada de él, y ruego a Dios, si es que Dios existe, que esté sano y salvo en su celda hasta que esto haya terminado. De todos modos, Klein no está aquí.
Wilson volvió a mirarla a la cara.
-Y si lo supiera, sé que lo entendería, y que hubiese querido que fuera exactamente así. -Calló y respiró hondo, sobresaltada por el poder de sus propios sentimientos, por el calor que notaba en las mejillas, por la fiereza de sus palabras-. Porque Klein es un hombre excepcional.
Vio que en los ojos de Wilson asomaba la luz de los celos y la suspicacia, y a punto estuvo de ponerle la mano en la boca para hacerle callar, pero se dio cuenta de que él tenía que decir lo que iba a decir, así como ella tenía que oírlo de sus labios.
-Entonces, ¿de qué va todo esto? -dijo-. ¿Es que quieres tirarte a un negraco antes de morir?
Se encogió por dentro, porque fue peor de lo que había supuesto, y por vez primera vio la crueldad que Wilson a la fuerza tenía que llevar dentro, pues sin esa crueldad nunca hubiera podido tumbara treinta y tres hombres en el ring. Y aunque esa brusca crueldad era innecesaria, lo perdonó, porque lo conocía lo suficiente para no juzgarlo exclusivamente por esa reacción, y porque lo que ella misma tenía que responderle era la pura verdad.
-No, ya me he tirado a más de un negraco, como tú dices.
Wilson hizo un gesto de asco con el labio y se dispuso a marcharse.
-Estoy enamorada de Ray Klein y no estoy enamorada de ti y eso no hay quien lo mueva -dijo-. He subido contigo hasta aquí porque eres tan excepcional como él.
Wilson se detuvo. Devlin le miró la espalda. Al cabo de unos momentos, él relajó la musculatura de los hombros y respiró hondo.
-Lo siento -dijo. Respiró hondo otra vez y se dio la vuelta-. Lo siento. Te he faltado el respeto, me he perdido el respeto a mí mismo, he perdido el respeto por mi gente. Así de claro.
Se dio la vuelta y se dirigió a la puerta.
-Todo lo que algún día llegaremos a ser está aquí mismo, ahora, en este edificio. ¿No se refiere a eso Coley cuando habla de «su gente»? No es necesario aspirar a ser uno de ellos; ni siquiera es necesario estar enfermo.
Wilson se apoyó contra la jamba de la puerta y se dobló por la cintura, ahogando un gemido. Devlin fue corriendo a su lado y le tomó del brazo.
-¿Te encuentras bien?
-Sí -susurró él-, no es más que un calambre. Enseguida se me pasa. -Lentamente volvió a erguirse-. Puede que Coley tenga razón cuando me llama nenaza.
Devlin le tomó de la mano.
-Yo no lo creo.
Le tiró de la mano.
-Ven conmigo, anda.
Lo llevó al cuarto secreto de Coley y le quitó la ropa; él se tendió sobre el colchón enmohecido. Devlin se desnudó mientras él la miraba. Nunca había experimentado nada semejante; no se sentía vanidosa, tímida ni avergonzada. Tampoco estaba excitada, al menos como lo había estado por la mañana, con Klein, pero sí sexualmente incitada, aunque de otro modo, como si estuviera a punto de celebrar un antiquísimo rito. Al ver la cara de Wilson se sintió deseada, aunque también honrada por sus ojos, como si fuera un tesoro, como si representase mucho más de lo que era en realidad. Se arrodilló a horcajadas sobre sus muslos y le tomó la verga con la mano, apretándosela. Estaba tiesa. A Wilson se le escapó un gemido, cerró los ojos y se apartó, como si aquello fuera demasiado. Una perla de lubricante asomó en la punta del glande; Devlin comprendió que seguramente se iba a correr muy rápido, después de tanto tiempo sin estar con una mujer. Sabía que no era prudente, pero la prudencia le pareció de lo más absurdo, y se moría de ganas de hacerle ese regalo. Con la otra mano se separó los labios de la vagina, y muy suavemente, con cuidado de no cargar el peso sobre su herida, se inclinó sobre él. Penetró unos centímetros en ella, y Wilson suspiró hondo mientras clavaba los dedos en el colchón.
-Despacio, despacio -dijo.
Ella se quedó quieta: al sentirlo, notó que se ponía más húmeda. Se levantó un poco, sujetandolo dentro con la mano, y volvió a hincarse en él muy despacio, pero con firmeza. Wilson soltó un grito y entró a fondo. La tomó por la cintura con ambas manos y la atrajo hacia sí, esforzándose por penetrarla más; ella lo apretó y él de pronto irguió el torso, ella lo apretó más fuerte y lo sintió correrse y correrse. Le abrazó por el cuello y lo atrajo hacia sus pechos. Una oleada de ternura la sacudió al apretarlo dentro de sí y sentir sus espasmos; pensó que nunca terminaría de correrse. Después, Wilson quedó inerte y poco a poco se tendió de nuevo, con los ojos cerrados.
Devlin se tumbó a su lado, con la cabeza apoyada en el pecho de Wilson. Se preguntó qué le estaría pasando por la cabeza, se preguntó si se habría sentido decepcionado por ella, o si estaría avergonzado por haberse corrido tan deprisa. Sintió que le pasaba un brazo por los hombros, para estrecharla contra sí. Wilson aumentó la presión hasta que le clavó los dedos; por un momento, Devlin tuvo miedo. Y entonces se dio cuenta, aunque no le viera la cara, de que Reuben Wilson estaba llorando en silencio, deseoso de que ella no lo supiera.
Devlin siguió apoyada con la cara sobre su pecho. No dijo nada, no le miró a la cara. Permaneció tendida a su lado, abrazada por él, fingiendo que no se había dado cuenta. Se maravilló por el misterio de aquel encuentro, y al mismo tiempo lo entendió a la perfección; comprendió lo que ella representaba para esos hombres, para Wilson, para Coley, para el mismo Klein, con sus mentes torturadas y sus cuerpos capaces de resistir los mayores extremos del dolor y del miedo sin permitir que nadie lo notara, y que, sin embargo, se desmoronaban porque ella estaba a su lado. La sensación de representar mucho más de lo que era se hizo más intensa. Era mucho más que Devlin, mucho más que una mujer. Era todo lo que ellos habían anhelado, todo lo que nunca podrían tener. Era lo que más necesitaban para sentirse plenamente hombres, y no sólo para follar, sino también para protegerla, aun cuando no pudieran protegerla del todo, y también era la razón de que fueran fuertes, aun cuando en realidad eran débiles, la razón de que fueran orgullosos, aun cuando estuvieran avergonzados, la razón de amar a pesar de vivir con tanto odio. Tal vez lo era sobre todo entonces -en medio del odio- más que en ninguna otra situación.
Al pensar en el odio se acordó de Grauerholz, y supo que incluso él, el mismísimo Grauerholz, la imagen en negativo, el espejo oscuro del mal, la necesitaba de la misma manera. En un instante dejó de aborrecer a Grauerholz por su insistente deseo de matar a los hombres, ya que eso era un asunto que sólo le afectaba a él y a los demás, y al mismo tiempo dejó de temer lo que podría hacerle, porque ella era lo que él podría hacerle, y asumió esa terrible faceta de su propia identidad tal como aceptaba la parte buena. Si pudiera, lo mataría con sus propias manos tanto por ella como por los hombres, pero ya no iba a odiarlo, no iba a tenerle miedo. En ese instante de revelación, Devlin de golpe notó que por primera vez había entendido algo acerca de los hombres, algo que no podría ser evaluado en términos científicos por más que lo hubiera intentado, algo que tampoco era concebible expresar por escrito. Era algo que tenía que ver con el hecho de que ellos fueran quienes eran, con el hecho de que ella fuera la que era en efecto, con el hecho de que unos y otros se viesen tal como eran en realidad, y con que eso fuera suficiente para disolver, al menos por un tiempo, el abismo que los separaba. Por fin había encontrado la respuesta a la pregunta que le hizo Galíndez, la respuesta a sus propias preguntas, al porqué había elegido su trabajo en la Penitenciaría Estatal de Green River. Había encontrado aquello que vino buscando: ese instante que nunca sería capaz de explicar a nadie.
-¿Estás bien? -le preguntó Wilson.
-Sí -contestó-, muy bien.
-Creo que mejor será que volvamos.
Se vistieron deprisa, sin mirarse el uno al otro. Devlin cayó en la cuenta de que no había besado a Wilson en ningún momento. Decidió que era mejor no pensar en eso. Al pasar por encima de las traviesas que servirían para cerrar la portezuela, Devlin se fijó en que Wilson la estaba mirando, y le sonrió. Wilson meneó la cabeza y le devolvió la sonrisa.
-Cuando Coley dijo que eras una hija de puta de la leche no me lo creí.
-También dijo que tú eras un gilipollas -repuso Devlin.
-Supongo que en el fondo es un sinvergüenza. Gracias, Devlin.
-Gracias a ti.
Wilson se quedó mirándola hasta que comprendió que lo había dicho muy en serio. Le hizo un gesto y salió por la portezuela.
-De todos modos, ¿por qué demonios construyó Coley ese escondrijo?
Al bajar la escalera, Devlin le explicó el plan de fuga que Coley nunca tuvo ocasión de poner en práctica; Wilson calculó que podría haber funcionado a pedir de boca. Al llegar a la planta baja se encontraron con Deano Baines, uno de los enfermos de sida, que salía cojeando del Pabellón Crockett.
-Dice Vinnie López que vienen con herramientas hacia la puerta principal.
Devlin abrió la puerta del despacho de la enfermería. Coley seguía sentado ante la mesa con las gafas puestas, absorto en la revista. No la miró.
-Coley… -dijo ella.
Coley señaló con el dedo la frase que estaba leyendo y levantó la cabeza.
-¡He encontrado dos, nada menos que dos faltas de ortografía en la tercera página! ¿Qué coño de profesionalidad es ésa? ¿O es que esos mamones tan poderosos y tan serios no se han dado cuenta de lo que tienen entre manos?
-Grauerholz vuelve a la carga -dijo Devlin-.Ha dicho López que vienen con herramientas.
Coley cerró la revista ceremoniosamente y la metió en el cajón de la mesa.
-Ahora nos ocupamos de eso -dijo-. Aquí no va a entrar ni un tarado de los cojones hasta que termine de leer esto.
Posó la mirada en la entrepierna de Devlin y acto seguido la miró a los ojos. Devlin se sonrojó sin poder hacer nada por remediarlo. Coley miró luego a Wilson con severidad. Se quitó las gafas y se puso en pie.
A tientas, Devlin descubrió que se había dejado tres botones de la bragueta sin cerrar. Mientras los abrochaba, Coley pasó lentamente a su lado sin mirarla, y enfiló el pasillo. Se quedó helada. Cruzó la mirada con Wilson y siguieron los dos a Coley. Pasaron por la puerta interior, por encima de la manguera y se detuvieron ante la puerta de planchas de acero. Coley abrió la mirilla y se agachó para ver qué sucedía.
-Hostia -dijo antes de erguirse.
Devlin también se agachó a mirar. En el otro extremo del pasillo, más allá de la reja, Grauerholz observaba a dos de sus hombres, que arrastraban un carro en el que habían colocado dos bombonas de gas. Otro hombre llevaba un soplete conectado a dos largos tubos, insertados a su vez en el cabezal de las bombonas. Grauerholz miró hacia donde estaba Devlin. Seguía con el ojo izquierdo cerrado por el grumo de pegamento.
-¿Eres tú, Coley? -gritó Grauerholz. Sonrió-. Vamos a abrir esta puerta y luego te vamos acortar tus sucios huevos de negro.
Devlin cerró la mirilla; Coley estaba abriendo la cerradura y Wilson se encontraba junto a la llave de paso de la manguera.
Esos tarados tienen ganas de darse otro remojón -dijo Coley-. ¿Lista?
Devlin sujetó la manguera sin mirarle a los ojos. En la boquilla había un mango metálico para dirigir el chorro.
Se apoyó la manguera en la cadera, pero estaba más preocupada por lo que Coley pensara de ella que por lo que hiciera Grauerholz.
-Eh -le dijo Coley. Ella le miró lo mejor que pudo.
-No me hagas mucho caso -dijo él-, pero es que soy un tío un poco chapado a la antigua.
-De acuerdo -contestó ella.
-Bien.
Coley abrió la puerta y pasó al otro lado. En el pasillo, uno de los hombres de Grauerholz sostenía en alto un encendedor mientras otro acercaba la salida del soplete. Brotó una llama amarilla. El que sujetaba el soplete le dio más intensidad, hasta que la llama se volvió azulada, cónica, y ganó en longitud. Se encasquetó unas gafas de soldador y se agachó ante la cerradura. Grauerholz contemplaba la manguera que tenía Devlin en las manos. Introdujo la cara entre dos barrotes y le dedicó su mejor sonrisa. Devlin se sintió intranquila.
-Abre -le gritó a Wilson.
Wilson abrió el grifo al máximo. Pausa. Un leve abultamiento recorrió poco a poco la longitud de la manguera; ningún parecido con la poderosa serpiente de horas antes. Cuando el abultamiento llegó al final, Devlin abrió el cierre de seguridad: un débil chorro de agua trazó un arco de poco más de un metro, para caer inofensivo sobre las piedras a metro y medio de los barrotes.
-¡Sorpresa, gilipollas! -Grauerholz se reía sin parar agarrado a los barrotes.
¡Me cago en Dios! -dijo Coley.
-¡Está abierto del todo! -gritó Wilson.
El chorro se redujo a un hilillo que formó un
charco a los pies de Devlin. Miró de reojo a Coley. -Han tenido que cortar la llave de paso que hay fuera.
El pasillo apestaba ya a acero quemado.
-Vamos dentro -dijo Coley.
Devlin arrastró la manguera hasta meterla del todo. Coley le ayudó a cargar el peso y cerró de un portazo antes de echar la llave.
-Estamos bien jodidos -dijo-.
-Van a pasar por la reja en menos de diez minutos, y esta puerta no aguantará ni media hora.
-Mejor será que hagamos una barricada -dijo Wilson-. Ahí mismo, ¿no? -Señaló con el pulgar la puerta de madera que se hallaba a sus espaldas.
-No -dijo Devlin-. Se me ocurre algo mejor. Coley miró a Wilson.
-Cuando esta señora tiene una idea -dijo Coley-, y te lo digo en serio, más vale hacerle caso.
-Sapo -contestó Wilson-, no me dices nada que no sepa.
Los dos la miraron.
-¿Cuántas bombonas de oxígeno tenemos? -le preguntó Devlin.
Sapo Coley levantó una ceja y asintió pensativamente.
-La hostia… -dijo-. Todas las que tú quieras.
27
Los negros salieron como moscas de detrás del cobertizo y atravesaron la explanada subterránea para tenderles una emboscada tan sigilosa como una enfermedad. Se dividieron en dos grupos de cinco o seis hombres cada uno: siluetas oscuras, sombras entre las sombras, móviles, densas e impenetrables en la penumbra cambiante. Cuando estaban a unos cinco metros, Galíndez agarró un ladrillo y lo lanzó hacia el grupo más próximo. Se oyó un ruido sordo y un grito; una de las siluetas cayó de rodillas. Klein oscilaba la linterna de un grupo al otro, iluminando negros rostros cargados de cólera, rostros de hombres que habían sido pisoteados, quemados sin piedad, y que ahora sólo estaban sedientos de venganza contra todo el que tuviera la piel blanca y pulso en las venas. Una tremenda confusión, anticipo del pánico, emborronó la mente de Klein. Sacó el revólver del bolsillo y lo sostuvo a la luz de su linterna.
-¡No hace falta que muera nadie! -gritó. Gracias al eco, su voz resonó con más potencia, más amenazante de lo que era en realidad.
-¡Tiene una pipa!
Los dos grupos aminoraron el paso, pero sin llegar a detenerse. Klein tenía que disparar o rendirse, y no deseaba disparar. Cinco balas minúsculas y diez tíos enormes. Guerra sin cuartel, sin posibilidades de empatar: la suerte quedaría echada, y sólo los sangrientos vencedores se irían del muelle con vida. Cuando ya ponía el dedo en el gatillo, una mano lo sujetó por el hombro.
-Al Río -dijo Abbott.
La mano tiró de Klein hacia atrás, le obligó a darse la vuelta y lo empujó hacia los peldaños que había al final del muelle. Klein caminó de costado, mirando atrás. Abbott lanzó a Galíndez tras él. Así como antes Abbott estuvo oculto tras el resplandor de la linterna, ahora se hallaba silueteado en toda su inmensidad, con la gorra excéntricamente ladeada sobre su cráneo descomunal, con lo cual parecía una especie de monstruoso rey de los mendigos en una orgía medieval. Los negros no lo habían visto hasta ese instante, y se quedaron petrificados, titubeantes, formando un semicírculo a su alrededor.
-Joder.
-Mierda.
Abbott se agachó a coger una maza de las que se usaban para fijar los ladrillos. Alzó ambas manos, con un martillo en cada una.
-Les aviso: el Río es mío.
Su voz rebotó de un lado a otro contra los fangosos, relucientes muros del túnel como si transmitiera la ira de una deidad pagana.
Los negros vacilaron, sin saber si lanzarse a por él o si batirse en retirada. Mientras bajaba los peldaños, Klein seguía iluminándolos con la linterna. Un agua tibia le bañó los tobillos. A ciegas, buscó el siguiente escalón, y el siguiente, hasta dar con el fondo de la cloaca. Se metió en el canal, en medio de un agua hedionda que le llegaba a las rodillas. Galíndez estaba a mitad de la escalera. Klein oyó a los negros conversar rápidamente, en voz baja. Uno de ellos salió del grupo, agazapado, a toda velocidad. Brilló el filo de una navaja. El brazo de Abbott trazó un arco borroso y reverberó un sordo crujido en las tinieblas. El hombre cayó sobre las piedras sin emitir un solo murmullo.
-El Río es mío.
A Klein se le erizó el cabello en la nuca al oír el trueno retumbante salido de los pulmones de Abbott. Los atacantes, en semicírculo, dieron un paso atrás, apiñándose, susurrando. Galíndez adelantó a Klein y entró por la boca del túnel. Klein avanzó de espaldas hacia él. Sostenía el arma en alto, con la esperanza de que los negros la vieran.
-¡Henry!
Abbott bajó lentamente los brazos. Dio la impresión de que miraba a sus adversarios largo y tendido. De pronto, Abbott echó a caminar hacia los materiales de construcción, o al menos lo pareció, ya que el semicírculo de negros, sin quitarle ojo de encima, retrocedió al unísono. Abbott se agachó, se introdujo los mangos de los martillos en el cinturón. No se movió ninguno de los negros: parecían tan desorientados como el propio Klein.
-¡Henry!
Abbott se inclinó y agarró un saco de cemento, que se echó encima del hombro con la misma facilidad con que podría haberse encasquetado la gorra. Klein terminó de convencerse: Abbott había definitivamente perdido la cabeza.
-¡Henry, mueve el culo!
Sin darse ninguna prisa, Abbott se volvió de espaldas al grupo y echó a caminar con pasos firmes por el muelle, con el saco equilibrado sobre el hombro. No lo siguió ninguno. Bajó los peldaños y se metió en el agua. Su rostro no delataba ningún miedo, y en sus ojos a Klein le pareció ver una luz sobrenatural.
-Siganme -dijo Abbott.
Abbott enfiló el túnel como si el agua no le opusiera la menor resistencia. Klein miró hacia la explanada: los negros se habían agrupado en el muelle.
-¡Les vamos a dar por culo, hijos de puta!
El disco luminoso de una linterna, increíblemente brillante tras tantos minutos de oscuridad, le dio de lleno en los ojos y lo deslumbró. Klein recibió un ladrillazo en todo el pecho. Gritó y se tambaleó. Resbaló sobre los ladrillos fangosos del suelo. Sintió que le fallaban las piernas, vaciló, se despidió en un punto de no retorno. Tuvo el tiempo justo de murmurar «cojones» antes de que el agua se lo tragara y le cubriese la cara. Una serie de frenéticos gritos resonaron en su mente. Cierra la puta boca. No respires. No tragues agua. Se dio la vuelta, buscando con las manos y las rodillas un punto de apoyo en el traicionero lecho del canal. Cierra la boca, joder, y no respires. Notó que unas manos lo sujetaban y lo ponían en pie, arrastrándolo por el agua. Al sentir el aire en la cara vomitó saliva y jugos gástricos; al vómito siguieron varias arcadas. La luz titilaba sobre el agua revuelta, desplazándose; alguien lo estaba arrastrando. Logró ponerse en pie y echó a caminar, guiado aún por las manos que lo sujetaban por ambos lados. Se sacudió el agua de los ojos. Imaginó un hediondo bullicio de microorganismos malignos cebándose en sus conjuntivas. Tenía el pelo emplastado sobrela cara, sucio de excrementos. Aspiró hondo.
-Estoy bien -murmuró.
Se liberó de las manos que lo sostenían y siguió por su propio pie. Aún tenía la linterna en la mano izquierda, el arma en la derecha. No había tragado el agua infestada de mierda, cosa que le daba un miedo infinitamente mayor que el miedo a la muerte. Se detuvo, se dio la vuelta. Habían avanzado unos seis metros por el túnel. Abbott y Galíndez lo estaban mirando, Galíndez preocupado, Abbott con una expresión aparentemente serena. ¿Qué cojones le estaba pasando? Klein se sintió de pronto como un gilipollas, cosa que al menos le pareció una aproximación a la normalidad. Se metió la pistola en el bolsillo y se retiró el pelo de la cara. Respiraba con más tranquilidad. Se irguió en toda su estatura, esperando aparentar dignidad.
-Siganme -dijo Klein.
Se adentraron por la cloaca. A cada trecho había en la pared un hueco enrejado con una bombilla apagada. Las bombillas le recordaron a Dennis Terry; Klein confió en que al viejo le fuera mejor su misión en la galería C que a ellos la suya. A sus espaldas, Abbott, con el saco de cemento al hombro, comenzó a tararear en un tono sepulcral. La melodía tenía un aire sacro, vagamente conocido. Un himno religioso. Klein reconoció la melodía, pero no supo identificarla ni siquiera cuando oyó un verso entero: «Y aquellos pies que en tiempos muy lejanos…» Encajaba con la melodía, pero Klein no recordó cómo seguía la letra. Se preguntó hasta dónde llegaría el sonido por los túneles, pero no le pidió a Abbott que callara. Mientras avanzaba chapoteando, Klein reflexionaba acerca del cambio que Abbott había experimentado en las últimas horas. Las personas aquejadas de esquizofrenia a menudo tienen recaídas de psicosis aguda, sobre todo cuando se ven sometidas a una intensa presión. La forma de hablar de Abbott había cambiado; tenía más fluidez, quizás incluso más coherencia, a su manera. Klein no podía discernir qué era lógico en el universo alternativo de Abbott. Allí donde el Verbo era dueño y señor de todas las cosas. Se le ocurrió que el Verbo se estaba apoderando de Abbott, y un escalofrío le recorrió la espalda. Volvió la vista atrás. Abbott seguía tarareando, con los martillos colgados a uno y otro lado. Klein recordó con intranquilidad que Abbott estuvo entonando un himno religioso mientras contemplaba cómo ardían los cadáveres de sus familiares. No ponía en duda el afecto y la estima que Abbott sentía por él, y los valoraba. Pero los mismos, pensó, habría sentido por su propia familia. Al llegar a una intersección del túnel, Klein se alegró de ofrecer a Abbott la oportunidad de ir delante.
Sobre sus cabezas se cruzaban dos bóvedas de cañón. El canal por el que habían transitado vertía sus aguas en un nuevo conducto que fluía transversalmente. Era un canal de mayor diámetro que el anterior, cuyo caudal fluía con mayor rapidez de izquierda a derecha. Klein confió en que no tuvieran que caminar contra corriente.
-¿Por dónde? -dijo.
-Al oeste -repuso Abbott.
-Perdona, Henry, pero se me ha olvidado la brújula. ¿Río arriba o río abajo?, no llego a más.
-Abajo -dijo Abbott.
-Escuchad -dijo Galíndez.
Klein aguzó el oído. Por el túnel que habían recorrido llegaba un ruido de voces y de chapoteos. A Klein no le extrañó. Los individuos a los que habían burlado eran jóvenes negros hermanados, veteranos sin embargo de las guerras callejeras entre las bandas de Deep Elem y de San Antonio, en donde el violento teorema de una vida se paga con otra vida era obedecido sin ningún remordimiento, como si fuera una ley matemática. No iban a dejar que se les fueran de las manos tres blancos de medio pelo después de haberles humillado.
-Tú primero -dijo Klein.
Abbott se internó por el nuevo túnel. El agua le llegaba a la mitad de los muslos y esa profundidad hizo que Klein pusiera mala cara. Se apoyó en el muro de la intersección y dio un salto. El agua le cubrió hasta la cintura, pero al menos no había resbalado. Galíndez saltó tras él. Un oscuro objeto se acercaba flotando hacia Klein y éste metió el vientre para que pasara sin rozarle. Se recriminó por tener esos escrúpulos. Era un médico, qué joder, no debería importarle. Se quitó de la cabeza la idea de que miles de microbios le empaparan en esos momentos los genitales.
-Tenemos bastantes probabilidades de darles esquinazo -dijo Galíndez.
-No -dijo Abbott-. Seguirán el curso del Río, como debe ser.
Klein entendió que tenía razón. Lo más lógico era que siguieran el curso de las aguas. Abbott avanzaba por delante de ellos dos.
En uno de los laterales del túnel había una plataforma de unos quince centímetros de anchura justo sobre el nivel del agua. Las ratas se escabullían de un lado a otro. Al contrario que los bichos que no podía ver, pero que imaginaba muy bien, las ratas no le supusieron a Klein ningún problema, y se alegró por ello. A fin de cuentas, era un tipo duro. La cloaca que recorrían era más larga que la anterior, y Klein perdió toda noción del tiempo y del espacio. Fueron dejando atrás sucesivas bifurcaciones, hasta cinco en total, cada una de las cuales vertía las aguas residuales en el túnel donde se hallaban, dando mayor profundidad al cauce y aumentando la presión del agua contra sus espaldas. Tal vez Abbott se había extraviado, tal vez el túnel desembocara de golpe en el golfo de México. No podía estar mucho más lejos, y esa idea le atrajo. Lo siento, Devlin; lo siento mucho, chicos, pero nos vamos a nado hasta Nueva Orleans. Veracruz. Río. La marcha se empezaba a hacer muy trabajosa. Klein jadeaba, sudaba torrencialmente, se quitaba de la cara la viscosa suciedad que le caía sobre los ojos. Abbott sólo estaba inmerso hasta la cintura; y a cada zancada les ganaba mayor distancia. En algunos momentos llegó a perderlo de vista a pesar de la linterna que sostenía vacilante por encima del agua, y tuvo miedo de que el Verbo ordenase a Abbott que los dejara atrás, que se olvidara sencillamente de ellos, que los dejara a saber cuántos metros bajo tierra, metidos hasta el cuello en una cloaca asquerosa, con un grupo de negros que les iban pisando los talones. Con rumbo oeste, qué cojones. Se apoderó de él una intensa sensación de claustrofobia. Miró atrás. El rostro sudoroso de Galíndez, picado de viruela, avanzaba a duras penas un metro por detrás de él. La claustrofobia disminuyó. Al menos, no iba a morir solo. El agua le llegaba al pecho y con cada paso le quedaban menos fuerzas para seguir, le parecía más probable perder pie y caer otra vez bajo las aguas fecales. Sabía que entonces sí tragaría esa sustancia venenosa. No le quedaba resuello para contener la respiración. A lo lejos, atrás, oyó un grito y un chapoteo, al que siguieron más, voces e insultos, hasta que todo quedó de nuevo en calma. Los negros iban acortando distancias. Barrió el túnel con el haz de la linterna.
Abbott había desaparecido.
Tranquilo, se dijo Klein. Tú sigue caminando. Eres un tío cojonudo. Demuestra que tienes orgullo. Esto es pan comido. Tú padre celebró su vigésimo cumpleaños con la Primera División de Marines en Guadalcanal, esperando a que lo repatriasen, con doce centímetros de acero japonés en las tripas. Esto es pan comido. Su padre había muerto por culpa de los dos paquetes de Pall Mall que se fumaba a diario mucho antes de que Klein fuera encerrado. Tal vez Klein pensara que su encarcelamiento era una deshonra para la memoria de su padre. Su padre había luchado tres meses seguidos en la jungla; él en cambio se había pasado tres horas de paseo por una cárcel a oscuras. Esto es pan comido, Klein. Pero aunque fuera pan comido, esperó que a alguien, en alguna parte, le importase. Tal vez incluso le importase a su padre, donde quiera que estuviese. Klein seguía sin ver a Abbott, pero ya no estaba tan aterrado.
A la derecha se abrió un nuevo túnel. Según chapoteaba camino de ese túnel, Klein oyó el canturreo de Abbott allá delante. Era un túnel del mismo tamaño que el primero, y puede que el fondo estuviera un metro más elevado que el anterior. Abbott asomó por la boca del túnel. Detrás de él, el túnel se alargaba formando un ángulo agudo con la cloaca principal. Le pasó a Abbott la linterna y encontró a tientas el borde del escalón. Colocó ambas manos en el fondo, y se le hundieron los dedos en una especie de gelatina innombrable; se irguió y luego se lavó las manos como buenamente pudo. Galíndez subió detrás de él.
Klein empuñó de nuevo la linterna y echó a caminar, ahora contra corriente, detrás de Abbott. El agua no tendría más que un palmo de profundidad, así que aligeraron el paso. Lo malo fue que sus movimientos fueron más ruidosos que antes, y el vacío del túnel amplificaba cada sonido al máximo.
-Todavía nos siguen -comentó Galíndez al cabo de un rato.
Abbott se detuvo. La linterna que sujetaba Klein enfocó un boquete en la pared, que tendría poco más de un metro de diámetro. Abbott bajó el saco de cemento que llevaba al hombro y lo colocó en la boca del agujero.
-Hemos llegado -anunció-. Aquí termina el Río.
Klein apuntó con la linterna hacia el final de aquel túnel, el último. Ascendía en un ángulo de cuarenta y cinco grados; era de paredes lisas, aunque el arco inferior de la circunferencia estaba recubierto de fango marrón. A pesar de la linterna, Klein no veía dónde terminaba.
-¿Estás de broma? -dijo Klein.
-Por ahí se llega a la tapa de una alcantarilla que hay en el sótano de la enfermería. Tiene unos treinta metros de largo.
-Un maldito centenar de pasos.
-Casi.
Si Klein había sentido claustrofobia antes, no encontró palabras que explicasen lo que sentía en esos momentos.
-Joder, es demasiado empinado, está cubierto de fango… No lo conseguiremos nunca.
-Hay que conseguirlo. Este túnel muere en el muro.
Abbott señaló las tinieblas, allá delante. Klein apuntó la linterna. A lo lejos, vio una reja de gruesos barrotes de acero encastrados en un paredón de granito. Las aguas fecales fluían a través de la reja. No quedaba más remedio que retroceder y hacer frente a los negros, o bien subir trepando por aquel conducto de aspecto resbaladizo.
Los chapoteos iban acercándose. Abbott sacó la maza del cinturón, y con tres o cuatro golpes que dio con el lado más afilado perforó por el me-dio el saco de cemento. Cogió un extremo del saco con cada mano y lo desgarró por la mitad. Arrojó las dos mitades de la arpillera hacia el interior del túnel inclinado. Sujetó a Klein por el hombro, se inclinó y acercó su cara.
Exceptuando los de sus amantes, Klein nunca había visto unos ojos tan de cerca como los de Abbott. La opacidad invariable de sus ojos le había llevado a toda clase de especulaciones, en las que puso en juego la ancha extensión de su imaginación, aunque sus ojos siempre permanecieron inexpresivos, apagados, vacíos. En ese instante, a la luz de la linterna, los ojos de Abbott expresaban una inteligencia extraordinaria, penetrante, que denotaba un insondable poder interior sin el menor rastro de miedo, de cálculo, más allá del bien y del mal. Un temblor sacudió a Klein de la cabeza a los pies. Unía la boca tan reseca que no pudo tragar saliva.
Abbott se había convertido en el Verbo. Klein estaba mirando los ojos de Dios.
La divinidad anterior a la religión, el señor del vasto universo que circundaba las células y las moléculas, los instintos y los impulsos de ese cerebro humano, de ese cuerpo inmenso, había cerrado la grieta que separaba al hombre de Dios. Abbott se había convertido en el Verbo.
-Escúchame bien -le dijo el Verbo-. Vas a subir a gatas por ese túnel. Vas a usar el polvo de cemento para agarrarte mejor. Vas a subir a gatas por ese túnel. Y vas a hacer lo que debes hacer. Igual que yo, también yo, haré lo que debo hacer aquí. ¿Entiendes?
Klein no pudo decir palabra, pero asintió con un gesto. Abbott lo soltó y se volvió hacia Galíndez. Galíndez miró el boquete.
-Yo soy menos voluminoso -dijo-. Voy delante.
Los ruidos de la banda de negros se oían con toda claridad. En la negrura bailó el resplandor de su linterna. Galíndez se metió en el túnel, empujó uno de los trozos de arpillera y comenzó a trepar. Klein se volvió hacia Abbott; notó que la emoción le atenazaba el pecho.
-Entonces, tú no vienes -le dijo.
-Ellos son muchos, yo sólo uno, pero el Río es mío.
-Te voy a echar de menos, maldita sea -le dijo Klein.
-Klein… -le dijo Abbott. Era la primera vez que no le llamaba «doctor»-. Nadie me ha querido más que tú.
Klein quiso apartar la vista, pero aquellos ojos ardientes le obligaron a seguir mirándole.
-Nadie ha tenido un amigo mejor. Viniste a mi lado cuando estaba destrozado, y te quedaste a mi lado. Me has curado.
Klein sintió que Abbott le tomaba una mano con sus dedos y se la estrechaba. Seguía sin poder hablar. Estrechó la mano de Abbott como si ya nunca fuera a soltarla.
-No lo olvides nunca -dijo Abbott.
Klein tenía un nudo en la garganta.
-Nunca -le dijo.
Abbott sonrió y Klein se percató de que era la primera vez que lo hacía. Jamás había visto una sonrisa esbozada en aquel rostro marmóreo. Se le estaba partiendo el corazón en mil pedazos. Abbott asintió como si supiera muy bien qué estaba ocurriendo en el interior de Klein.
-Ahora, vete -dijo Abbott.
Se oyeron alaridos victoriosos por el conducto, y un haz de luz se agitó sobre el rostro de Abbott. Se oyó un silbido apagado, un golpe sordo, y Abbott parpadeó. Al bajar la vista, Klein vio el mango de un estilete que temblaba clavado en el pecho izquierdo de Abbott. Este lo miró, se arrancó el cuchillo y lo tiró al agua. Extrajo del cinto el martillo de maza esférica y se plantó en el centro del túnel. Se volvió un instante, y Klein miró por última vez los ojos de Dios. Abbott asintió una vez y Klein le devolvió el gesto. Se guardó la linterna en el pantalón y comenzó a subir por la boca del túnel.
A medida que dejaba atrás el primer metro, no se olvidó de preguntarse qué ruido retumbaría como si fuera el estallido del Juicio Final, en el pecho de Abbott, si alguna vez llegara a ser el Dios que llevaba dentro. Un cúmulo de alaridos y de insultos indescifrables le llegaron desde abajo. Los negros habían llegado a cobrarse su deuda. Klein tuvo que esforzarse para contener su deseo de resbalar por el túnel hasta abajo. Se dijo que debía seguir adelante, llegar a la enfermería, hasta Devlin y Sapo.
Otro ruido inmenso, atronador, sacudió los sillares de granito contra los que se había apoyado de espaldas.
-Uno.
A su palabra siguió un golpe seco y un chillido de dolor. Klein se estremeció, empujó la arpillera y siguió trepando. Galíndez había esparcido el ce-mento sobre los sillares recubiertos de fango, dejando a su paso un rastro de barro espeso. Klein intentó dar con la mejor manera de desplazarse. La inclinación del túnel era excesiva, y él pesaba demasiado para apoyarse en sus manos y sus rodillas. Le sacaba veinte kilos a Galíndez, y Galíndez le había sacado casi veinte metros de ventaja. La linterna que llevaba en el cinturón se le clavaba en la entrepierna y en las costillas. Klein se dio la vuelta, hasta ponerse boca arriba. Encogió las piernas y se impulsó con el trasero. Le fallaban los talones. Miró abajo por entre las piernas. Apenas había recorrido dos metros. Maldijo a los canteros que habían construido aquellos muros con semejante perfección.
-¡Dos! -tronó Abbott.
Otro chillido reverberó en las sienes de Klein.
La mierda del cemento no valía de nada. Apretó las suelas de sus zapatillas de deporte y las palmas de las manos contra los lados del cilindro aprovechando los sitios en que los sillares estaban más o me-nos secos, y empujó. El trasero subió algo menos de un palmo pegado al fango. Otra vez. Diez centímetros. Empujar y avanzar, empujar y avanzar.
-¡Tres!
La puta arpillera se le arrugó a la altura de los riñones. Levantó el culo, empujó, se colocó encima. Volvió a empujar. Se le quedó el saco bajo las piernas. Recordó que los escaladores utilizan talco y se impregnó las manos de polvo de cemento, frotándoselas para secar de algún modo el fango y el sudor. Tomó otro puñado y se lo amontonó sobre el vientre. Allá abajo oyó un nuevo rifirrafe de gritos y de golpes, y una gran salpicadura a la que siguió un alarido triunfal y colectivo.
Klein supo que Abbott había caído.
Imaginó a los negros enfebrecidos, diez contra uno, abalanzándose sobre Abbott, asaeteando con sus destornilladores y sus estiletes. Abajo, oyó una nueva escaramuza, jadeos, y el ruido del combate al final quedó sofocado.
Por el túnel subía alguien.
Lo primero que se le ocurrió a Klein fue cagarle en toda la cara. Habría sido fácil. Tenía todo el peso del cuerpo apoyado contra las paredes del angosto túnel en la espalda y en las manos, y las suelas de las zapatillas contra los sillares de más abajo. Con la mano libre sacó la linterna; gritó al notar un dolor agudo en el tobillo. Y otro, que le desgarró asombrosamente la carne hasta el hueso. Encendió la linterna. Por debajo de sus pies, una cara negra y joven se contrajo deslumbrada por el haz de luz. Ese tío llevaba un estilete y lo estaba clavando una y otra vez en la pierna izquierda de Klein. Klein pensó en la pistola, pensó en volarle la puta cara, pero con la linterna en una mano no podía disponer de la otra. El tío alzó el estilete para clavarlo por tercera vez. Klein desplazó el pie. Con el talón tocó el saco de cemento. Impulsivamente, empujó el saco con la linterna, dándole la vuelta para que cayera hacia abajo. El chico abrió los ojos buscando dónde asestar el golpe. Klein llegó con el pie al saco y lo lanzó abajo. La arpillera, con todo su contenido, se precipitó por el túnel y volcó una nube de polvo grisáceo en los ojos, la nariz y la boca del muchacho. Su rostro desapareció; una nube de polvo ascendió hacia Klein. Tosió, estornudó. Allá abajo, el otro se retorcía medio asfixiado, muerto de miedo. De improviso, el tío fue arrastrado de un tirón hacia la boca del túnel, con las uñas clavadas a los sillares recubiertos de fango. La boca del túnel quedó de nuevo abierta. El chico se aferró a los bordes, con una cara fantasmal por el polvo que se le había adherido a la piel, medio ciego, aterrado. Un martillo de maza semiesférica, empuñado por un enorme puño ensangrentado, se alzó y se abatió sobre él.
-¡Cuatro!
El joven quedó inmóvil, colgado con medio cuerpo dentro del túnel. En un instante, una maraña de hilos rojos empezó a gotear por encima de
sus pómulos blanqueados, procedente de su cráneo aplastado.
Klein se metió la linterna en el pantalón, sin haberla apagado. A través del barato tejido de algodón, la bombilla aún proyectaba una luz débil, pero reconfortante. Klein inició de nuevo su penoso ascenso por el túnel. Los ruidos del combate que se libraba abajo le llegaron amortiguados en el momento en que consiguió marcarse un ritmo y su técnica de escalada mejoró. Con cada empujón de las manos y los pies calculó que subiría unos veinte centímetros. Sin pretenderlo, se acordó del poema de Robbie Burns titulado «Veinte centímetros complacerían a una dama». Pese a estar en un túnel pestilente, no pudo evitar una sonrisa. Devlin tendría que contentarse con algo menos. Sobre todo después de que él se hubiese tornado tantas molestias para llevárselo en mano. Mató el tiempo calculando cuántas veces cabían veinte centímetros en treinta metros. Tres mil dividido por veinte le daban ciento cincuenta si no se había confundido al bajar un cero, así que esfuerzo arriba o abajo le debían de quedar unas ciento treinta flexiones. No pudo por menos que relacionar este cálculo con la señora de la que hablaba Robbie Burns en su poema. Ciento cincuenta embates, o ciento treinta como poco, y la señora en cuestión disfrutaría de un total de treinta metros de pene. Klein se rió para sus adentros con un brote de histeria. Era mejor que rendirse al pánico, a la claustrofobia que le hervía en las tripas. Siguió empujándose a duras penas. Así debe de sentirse un espermatozoide, se dijo, cuando sube luchando por la trompa de Falopio. Y el cabrón de Galíndez había llegado antes que él. Y si aquello era una trompa de Falopio, la cárcel entera era un coño, un útero. Alguien tenía que haberse marcado un buen polvo para que él llegara allí. Pensó en su ex amante, ya muerta, y esa divertida metáfora le amargó del todo. Notó las palmas de las manos ensangrentadas. Hizo una pausa para frotárselas con el polvo de cemento que aún le quedaba sobre el vientre. Las manos no le dolían; tampoco le do-lían los pinchazos en el tobillo y en el talón. Tenía demasiada adrenalina recorriendo su organismo a toda velocidad. Siguió empujándose. Se le desgarró la camisa, y notó que se le desollaba la piel de la espalda, en el centro de la columna vertebral. Le hacía daño respirar, le costaba un enorme esfuerzo. Los ruidos de la pelea, si es que aún se peleaba allá abajo, estaban ya muy lejos. Sólo oía su propia respiración, ronca y afanosa, que le taladraba los tímpanos. Percibió que tenía una sed tremenda, y esa percepción no tardó en empeorar su estado. No había bebido nada desde que salió de la galería D, y desde aquel momento no había hecho másque sudar como un descosido. Notó un calambre en las pantorrillas, en los antebrazos, a la altura de las costillas. Los tríceps y los pectorales le ardían a causa de la fatiga. Empezó a darse cinco segundos de reposo entre cada avance. Funcionó. Si perdiera pie y comenzara a resbalar hacia abajo, no sabría cómo frenar. Piensa mejor en la señora, se dijo, piensa en la señora.
Klein notó una ráfaga de brisa en la nuca.
Decir brisa quizá fuera mucho decir. Notó un difuso golpe de aire menos fétido que el aire que ya estaba acostumbrado a respirar. Se paró, se afianzó y echó la cabeza atrás.
-¡Galíndez!
Segundos más tarde, oyó una voz hueca, distorsionada, sorprendentemente alta; incluso cercana.
-¿Dónde cojones te has metido, Klein? No me digas que le has hecho una mamada a Abbott aprovechando que yo no os podía ver, ¿eh?
-¡Mira quién fue a hablar, hispano de mierda! -exclamó Klein. Se sintió de pronto aliviado-. No, me he guardado todo el semen para ti, mamón.
Se rió sin poder contenerse, y perdió pie. Empezó a mover el culo; con el otro pie apretó a fondo la pared de enfrente. Instintivamente se vio ya al fondo del túnel. Se le partieron las uñas cuando buscaba un asidero.
-¡Hostia! -bramó.
Con toda su alma, apretó la espalda y los hombros contra la pared, apoyándose con una mano despellejada. Frenó la caída hasta detenerse; volvió a poner las suelas de las zapatillas en su sitio. Cuando estuvo seguro, respiró hondo varias veces seguidas.
-Klein, ¿estás bien?
-Vete a tomar por culo.
Se impregnó las manos de polvo de cemento por última vez y se impulsó de nuevo colérico. Al cabo de doce o quince empujones, notó que la mano de Galíndez lo sujetaba por el empapado cuello de la camisa. Klein puso las manos en el borde del agujero, tomó impulso, salió del túnel y quedó sentado al borde con la cabeza abatida sobre el pecho y los ojos cerrados, jadeando. Un temblor de extraña debilidad lo sacudió, y cuando desapareció lo dejó exhausto. Trabajosamente se puso en pie y sacó la linterna. Estaban en una galería de drenaje, de paredes enladrilladas. El suelo formaba por todas partes una pendiente que desembocaba en el agujero del que acababan de salir. De las paredes asomaban toda clase de tuberías, listas para arrojar quién sabe qué residuos infectados en cuanto alguien tirase de la cadena de un retrete. Una serie de peldaños de hierro fijos a una de las paredes conducía a una tapadera de alcantarilla.
Klein miró por el túnel y luego miró a Galíndez.
-Cómo me alegro de haber terminado con eso.
-Yo también, aunque las he visto peores.
-¿Ah, sí? No jodas… -Klein apretó los dientes hasta esbozar una de esas sonrisas del tipo de «¿quién coño te crees que eres, so mamón?»-. ¿Cómo es que todo el que me encuentro en este agujero de mierda ha vivido alguna vez momentos peores que yo? Todo el mundo, joder. Y éste es el peor día de toda mi puta vida. No conozco lo que se dice a nadie, a nadie que lo haya pasado tan mal en un solo día. Y al final termino en un puto desagüe de váter con un tío, con un puto boqueras, fíjate bien lo que te digo, que las ha visto peores. Mierda, me siento como un auténtico gilipollas.
Su discurso le levantó los ánimos. Sonrió de nuevo.
-Pues lamento mucho que lo veas de esa forma -contestó Galíndez-, pero ¿qué me dices de Bialmann o de Crawford? No creo que lo estén pasando bomba.
-Bialmann ha muerto y Crawford si sale vivo perderá la pierna.
-Mmmm. No se me ocurre nadie más. Así que supongo que debes de ser el tío con más suerte de todo el trullo. Tienes incluso la libertad condicional.
-Sí -dijo Klein-, tengo la condicional. Alumbró con la linterna los peldaños de la escala.
-Tú primero.
Galíndez subió los peldaños y al llegar al final empujó la tapadera de hierro. Al otro lado, total oscuridad. A gatas, se internó en la negrura y desapareció. Klein miró una vez más el túnel y envió una plegaria por Abbott. Subió la escala y asomó la cabeza por el agujero. Y por vez primera pensó que lo habían conseguido.
Estaban en la enfermería.
28
Reuben Wilson se alejó de la mirilla de la puerta de acero y llamó a Devlin.
-Están cruzando la reja -le dijo.
Devlin traía rodando una bombona de oxígeno por la puerta de madera. Mientras maniobraba por el pasillo, levantó los ojos y vio la cara de un tuerto muerto de risa por la mirilla.
-¡Cuidado! -gritó.
Un chorro de líquido corrosivo salió por el boquete de la mirilla. Rápido de reflejos, Wilson se cubrió los ojos, pero el líquido le alcanzó en la mejilla y en el cuello. Cerró de un golpe la mirilla y así acalló las risitas al otro lado.
-Mierda, tío -dijo Wilson. Miró a su alrededor, buscando algo con que secarse la piel.
-Ve a echarte agua, rápido. ¡Mucha agua! -dijo Devlin-. En el dispensario.
Wilson pasó corriendo a su lado justo cuando el dolor empezaba a aguijonearle. Devlin dejó la bombona en el suelo, a menos de dos metros de la puerta de acero. Ante su mirada, una mancha gris azulada apareció en la placa de acero a unos cuatro centímetros de la cerradura. Grauerholz y los suyos habían atravesado la puerta de barrotes, y ya se disponían a vencer la resistencia de aquella última barrera sólida que los separaba de los sitiados internos de la enfermería. A éstos sólo los protegería después la endeble puerta de madera. Devlin procuró no pensar en ello. La mancha gris azulada se expandió a la vez que se tornaba más pálida. En el centro de la mancha resplandecía un punto al rojo vivo. Se formó un agujero negro, borboteante, del que caían gotas de metal fundido que se solidificaban al enfriarse en el suelo. Devlin oyó el agudo siseo de la llama del soplete improvisado. Apareció Coley detrás de ella con una nueva bombona de oxígeno que llevaba un manómetro en el cuello.
-Sólo está llena hasta la mitad -dijo.
Comenzó a desenroscar el manómetro. De la sala de la enfermería llegó el ruido de un cristal reventado y hecho añicos, seguido de un coro de gritos de terror. Devlin miró a Coley.
Van a reventar las ventanas con esa viga de hierro para tenernos ocupados por los dos frentes.
Se oyó otro estallido en la sala. Coley tiró el manómetro al suelo y colocó la bombona junto a la otra. Sacó del bolsillo una llave de tuercas y la aplicó en el cuello de la bombona.
¿Estás segura de que funcionará? -dijo.
-Funcionará, seguro -respondió Devlin-. Puede que saltemos en pedazos nosotros también, pero funcionará. Necesito la llave de tu armario.
Coley sacó el llavero y extrajo una llave del manojo. La miró con un punto de melancolía durante un instante y se la pasó a la mujer. Devlin ya percibía el olor del acero fundido. El agujero abierto en la puerta tenía unos dos centímetros de diámetro.
-Espera a que regrese -dijo.
Camino del dispensario, se aseguró de que todas las puertas del pasillo, de la sala de televisión, de los aseos y de los almacenes estuvieran perfectamente cerradas. En el dispensario se encontró a Wilson de pie ante la pila del fregadero; le goteaba un hilillo de agua de la cabeza, pero no tenía el grifo abierto.
-Te dije que te echaras mucha agua -dijo Devlin.
-Nos han cortado el suministro, ¿no te acuerdas? No quedaba más de medio litro en la tubería.
Tienes idea de qué es lo que te han arrojado? -preguntó.
-Huele a ácido de batería. Y por lo que escuece, creo que lo es.
Devlin encontró un frasco de solución de bicarbonato sódico en un armario. Wilson tenía en la mejilla, en el cuello y en el hombro un reguero de ampollas y erupciones. Le hizo sentarse y vertió la solución sobre la zona afectada con la intención de neutralizar el ácido.
-¿Duele?
Wilson se encogió de hombros.
-Estoy bien -contestó.
De la sala de los internos llegaron nuevos ecos de la destrucción. Vinnie López entró cojeando por la puerta del dispensario. Posó la mirada en los escalpelos colocados sobre la mesa, llegó hasta ella y se hizo con uno. Tenía los ojos encendidos de pura excitación.
-¿Cómo te va, tío? -le dijo a Wilson.
-Bastante bien -dijo Wilson.
López alzó el escalpelo en un puño.
-No quiero más que uno, tío. Uno de esos cabronazos barbudos. Como asomen la cabeza por esa puta ventana, a tomar por el culo, lo liquido.
-Siempre te he dicho que hay que ir a por más de lo que crees que puedes conseguir, Vinnie.
López se subió los pantalones para ajustárselos en su esquelética cintura.
-Pues entonces me cargo a los dos barbudos.
López salió del dispensario. Devlin se agachó ante el armario cerrado con llave y lo abrió. Con todo cuidado, sacó el botellón en que guardaba Coley el éter y comprobó la etiqueta. (C2H5)2O. Lo llevó hacia la puerta. Wilson se puso en pie y se acercó a ella.
-¿Qué, doctora? Guerra química, ¿eh?
-Si prefieres tirarles rollos de papel higiénico, por mí no hay problema.
-¿Qué es esa mierda?
-Éter. Si mal no recuerdo, es un anestésico que se destila del ácido sulfúrico y del alcohol.
-Así que has pensado en dormirlos como troncos.
-No. Es una sustancia altamente inflamable; se evapora al contacto con el aire, pero si se mezcla con oxígeno puro forma una combinación explosiva.
Volvió a mirar el botellón y cayó en la cuenta de la barbaridad que estaba pensando hacer. Cuando adquirió esos conocimientos en la facultad de medicina, nunca tuvo en mente tal finalidad.
Wilson se percató de qué estaba pensando por la expresión de su cara.
Ellos también podrían habernos tirado rollos de papel higiénico, pero ya ves que no lo han hecho, doctora.
Devlin asintió con un gesto.
-Venga, vamos allá.
En el pasillo vieron que a la llama del soplete no le quedaban más de cuatro centímetros hasta desgajar la cerradura de la puerta.
-Adelante -dijo Devlin a Coley.
Al fondo del pasillo, Coley se agachó junto a las bombonas e hizo girar la llave, abriendo del todo la boca de la primera bombona. Un sonoro siseo acalló el ruido del soplete. El metal fundido de la puerta refulgía con un tono anaranjado. Colocó la llave en la otra bombona.
La puerta se abre hacia el exterior, ¿verdad? -preguntó Devlin.
-Sí -dijo Coley. Abrió la segunda bombona. El oxígeno en estado puro inundó a raudales el pasillo, cerrado por ambos extremos.
-Ve adentro y espérame. Cuando salga yo, cierras la puerta a toda velocidad.
-Ahí vienen -dijo Coley.
Por fin ocurría. La puerta de acero retembló cuando las impacientes manos, al otro lado, accionaron el tirador. El último centímetro de acero se fundió a borbotones y surgió la llama del soplete. Coley pasó al lado de Devlin y dejó entornada la puerta de madera, colocándose al otro lado. Ella estaba sola con el siseo de las bombonas en la puerta de acero a punto de ceder. Al otro lado había unos hombres dispuestos a violarla y a asesinar a sus amigos. No lo olvides, se dijo. Nadie les ha invitado a venir. Alzó el botellón de éter por encima de la cabeza, sujetándolo con ambas manos. No le pareció lo más adecuado; adoptó después una pose de lanzador de peso, sosteniendo la base del botellón con la palma de la mano derecha mientras lo apoyaba sobre el hombro. Mejor así. El nudo en el estómago apenas la dejaba respirar. Miró de reojo a la puerta que encerraba el oxígeno. Seguía entornada.
La puerta de acero se abrió de cuajo.
Devlin arrojó el botellón de éter hacia el otro extremo del pasillo impulsándose con todo el peso de su cuerpo, a continuación se echó hacia atrás y chocó contra la puerta de madera. Al abrirse ésta, perdió el equilibrio y se precipitó.
Agazapado en el umbral de la puerta abierta, al otro lado, un hombre que sujetaba la llama del soplete vio cómo volaba por los aires el botellón de cristal ámbar.
Devlin notó que la sujetaban varios brazos a la vez que caía al suelo, arrastrándola al otro lado de la puerta de madera. Wilson cerró de un portazo, pero Devlin aún tuvo una fracción de segundo para ver cómo estallaba el frasco del éter y se hacía añicos al golpear contra las bombonas de oxígeno.
Se produjo una tremenda explosión doble, la primera se fundió con la segunda, aquélla un gran rugido sordo y ésta un estampido más agudo. La puerta de madera retembló en las bisagras por efecto de la onda expansiva. Tras la explosión se hizo un silencio ensordecedor. Coley puso en pie a Devlin. Ella contuvo una arcada.
-¿Estás bien? -preguntó Coley.
Ella asintió a la vez que miraba la puerta.
-Ábrela -dijo a Wilson al cabo de unos instantes. Tenía la voz ronca. Wilson abrió la puerta.
En el pasillo que los separaba de la puerta de acero no quedaba ni rastro de vida. La primera explosión, la mezcla de éter con oxígeno, hizo detonar el oxiacetileno que alimentaba la llama de soplete y provocó la segunda. Amontonados en la puerta había cuatro cadáveres que habían sido abrasados instantáneamente por la combustión de los gases, destrozados por los fragmentos de metal que volaron en todas direcciones. Un quinto individuo había sido aplastado contra los barrotes, que seguían en pie, al recibir el impacto del carrito conque habían transportado las bombonas, que salió despedido por efecto de la explosión.
Devlin sintió que le temblaban los labios, y se llevó el dorso de la mano a la boca. Notó que Coley y Wilson la estaban mirando, pero no se volvió a mirarles. Se alegraba de que Grauerholz y sus secuaces hubieran muerto. Se alegraba de haber liquidado a esos hijos de puta. Y no quería que Wilson y Coley vieran esa alegría reflejada en su cara. De pronto se sintió asqueada; desapareció la alegría. Por lo menos, se dijo, todo había terminado. Ahora que Grauerholz ya no estaría allí para azuzarles, era posible que los demás renunciaran al asalto. La puerta de acero, ya sin cerradura, rechinó al abrirse unos centímetros. Pasaron unos instantes hasta que una silueta andrajosa asomó por el hueco y reptó en dirección a ellos por el pasillo.
Era Grauerholz.
Tenía el cráneo recubierto de mechones de ca-bello calcinado. La ropa, abrasada, se le había pegado a la piel. Había perdido la mano derecha. Se puso en pie a duras penas y se desplomó contra la pared, manchándola de sangre.
-¡Hec!
Horace y Bubba Tolson asomaron por el final del pasillo y se quedaron boquiabiertos al ver los destrozos. Atravesaron con cautela la puerta de acero y pasaron por encima de los cadáveres para llegar hasta donde estaba Grauerholz.
Wilson se plantó al lado de Devlin.
-Eh, hijos de puta -dijo-. Si no les basta con esto, tenemos de sobra para darles caña.
Grauerholz alzó lentamente la cabeza para mirarlos. Su único ojo parecía más brillante que nunca. Abrió la boca, pero sus labios abrasados no emitieron sonido alguno. Con torpeza, dio un paso para separarse de la pared y alzó el muñón ensangrentado, con el cual señaló a Devlin sin dejar de mirarla obsesivamente a los ojos. Ella comprendió que estaba equivocada, que aquello no había terminado, que Grauerholz no dejaría que los demás renunciasen al asalto hasta que no estuviera muerto. Los hermanos Tolson sujetaron a Grauerholz entre los dos con toda la suavidad de que eran capaces, y se lo llevaron a rastras por el pasillo.
-Ese capullo volverá -dijo Wilson.
Devlin asintió con un gesto. Echó a caminar por el pasillo, hacia los cadáveres.
-¡Eh! ¿Adónde vas? -dijo Wilson.
Coley ya había intuido sus intenciones, así que la siguió. Juntos comprobaron el estado de los cinco cuerpos: el hombre que había sido aplastado contra la reja y otro de los derribados por el suelo estaban inconscientes, pero vivos. Los arrastraron hacia la enfermería y Wilson echó el cerrojo a la puerta de madera.
-¿Cuánto calculas que tardarán en volver a la carga? -dijo.
-Joder, tú conoces a esos hijos de puta mejor que yo -farfulló Coley-. Tú sabrás.
Grauerholz se encuentra en estado de shock -dijo Devlin-. Ha sufrido graves quemaduras y una considerable hemorragia. Tendrán que atenderle, darle algún sedante que mitigue el dolor. Puede que ni siquiera quede en condiciones de volver a por nosotros.
Wilson y Coley la miraron con aire de incredulidad.
-Si consigue llegar caminando hasta la puerta en menos de dos horas, yo misma se la abro.
-Ya lo ves, Sapo. No pasa nada -dijo Wilson secamente-. Hec no volverá al menos hasta dentro de dos horas.
-Me alegro de una cosa -dijo Coley.
-¿De qué?
-De que por lo menos quisieras ser boxeador, en vez de cómico.
Coley guiñó un ojo a Devlin y atravesó la puerta del pabellón Crockett.
-¿Que quise? -contestó Wilson-. ¿Cómo que quise? ¿Qué cojones quieres decir?
En la sala de la enfermería vieron que dos de las ventanas reforzadas con barrotes habían saltado en añicos, aunque el asalto no pasó a mayores. Dejaron a los dos heridos en el suelo. Vinnie López se ofreció a ser él quien les rajara el cuello, pero Wilson le contestó que eso no sería juego limpio. Devlin se agachó para examinar a uno de los heridos; en ese momento, un pestilente hedor le llegó a la nariz. Alzó la vista. Wilson y López también habían puesto cara de repugnancia. Ella se dio la vuelta.
A la entrada de la sala, en medio de un charco de agua hedionda, se encontraba una grotesca fi-gura que sangraba por una docena de cortes no demasiado profundos, aparte de estar embadurnada de pies a cabeza con un fango asqueroso. Detrás de él se hallaba Víctor Galíndez, no tan empapado como Klein, pero igual de sucio.
-Hola -dijo Klein-. ¿Sabe alguien cómo han quedado los Knicks?
A Devlin se le encogió el estómago. La invadieron de golpe tantas emociones que no pudo articular palabra. Mientras los demás seguían boquiabiertos, López atravesó la sala, orgulloso de mostrar a Klein que estaba en pie y dispuesto a todo.
-Han perdido. ¿Qué tal te va, tío?
Estrechó con fuerza la mano de Klein y éste le sonrió. Dedicó la misma sonrisa a Devlin, y a ella se le derritió el corazón. Se acercó hasta él y lo besó en los labios.
-¡Eh! -Klein dio un paso atrás-. Que estoy cubierto de mierda.
-Me importa un pito -contestó ella.
Lo abrazó por el cuello y se esforzó por no llorar. Oyó que Klein hablaba con López por encima de su hombro.
-¿Por cuánto?
-Noventa y tres a ochenta y ocho -contestó López.
Klein la tomó por la cabeza de forma que pudiera verla. Se dio cuenta de que a duras penas contenía las lágrimas y le sonrió.
-Joder. Debe de ser mi día de suerte -dijo-.Me he ganado dos pares de calzoncillos Calvin Klein a estrenar justo cuando más los necesitaba.
29
Al enterarse de que les habían cortado el suministro de agua, Klein no se puso demasiado contento. A decir verdad, no le hacía ninguna gracia tener que hablar a gritos para salvar los diez metros de distancia que todo el mundo tendía a dejar de por medio para protegerse del hedor que despedía. Después de padecer esta perspectiva durante el tiempo suficiente para terminar por beberse un litro entero del pésimo refresco de cola de la cárcel, Sapo le recordó que las duchas contaban con un viejo tanque de agua adicional. Klein eructó poderosamente y arrastró a Galíndez por el dispensario hasta llegar a las duchas.
Klein se plantó bajo el chorro de agua caliente y se apoyó contra la pared con los ojos cerrados. Cuando el grueso del fango que se le había adherido a la piel hubo corrido hasta el fondo de la ducha, se frotó de pies a cabeza con un jabón yodado, se aclaró y repitió la operación tres veces. En cada ocasión descubrió en su cuerpo nuevos cortes y abrasiones. Las únicas heridas que le preocupaban eran los tres cortes del tobillo izquierdo. Ya habían adquirido una malsana tonalidad enrojecida en los bordes, y debía de tenerlos infectados por un cóctel de inquietantes microorganismos en los que prefirió ni pensar siquiera. Se limitó a confiar en que la hoja de metal no le fuera a producir una osteomielitis. Después de ducharse engulliría una buena dosis de antibióticos.
En la ducha de al lado, Galíndez terminó de asearse y se secó a fondo antes de salir. Klein siguió dentro. Se preguntaba si Devlin vendría a verlo; mejor dicho, lo estaba deseando. Sólo de darle vueltas a esa idea tuvo una erección rampante, y para no correr riesgos, Klein se lavó los genitales y el trasero por cuarta vez. A fin de cuentas, un hombre nunca puede saber con toda seguridad si está de suerte. Se metió un chorro de jabón en la boca y se frotó los dientes con un dedo. Después de la porquería que llevaba media noche tragando en las cloacas, el jabón le supo sorprendentemente bien: artificial, químico, limpio. Había probado productos orgánicos más que suficientes para el resto de sus días. El jabón le supo mejor incluso que el refresco de cola. Abrió la boca bajo el chorro de la ducha para enjuagarse. Se sentía bien. Se dio una palmada en el vientre: un sonido bien tensado, satisfactorio. Tenía una planta estupenda, por Dios, y aún estaba vivo. Devlin podía considerarse una mujer afortunada, qué coño. Se preguntó qué la estaría reteniendo. Cuidar de los enfermos y de los heridos era algo muy digno de admiración, una noble actividad, pero ¿y dar la bienvenida al héroe y conquistador recién llegado? Reconoció con magnanimidad que habían hecho un trabajo sensacional al resistir al asedio hasta ese momento, pero ya sólo quedaba una puerta, las ventanas estaban destrozadas y sólo el guerrero shotokan se interponía entre ellos y el limbo. Y Galíndez también, pero Galíndez era un guardia, qué cojones, así que tenía que cumplir con su puto trabajo, por lo cual no contaba.
Había ocasiones, reflexionó Klein, en que lamentaba profundamente ser un gilipollas, mientras que otras veces esa misma realidad le daba cierto grado de placer. Como en ese momento. Al otro lado de la cortina de la ducha oyó que se abría la puerta. Klein pensó en ponerse a silbar alguna melodía con total despreocupación, pero la única que se le ocurrió era de Doris Day. Se abstuvo.
-¿Klein?
Era la voz de Devlin. Se adueñó de él la indecisión. ¿Tendría que descorrer la cortina y mirarla sin pestañear, con una torva expresión en la cara? El recuerdo de un trillón de escenas de ducha que se había tragado en películas de ínfima calidad acudió a su mente. No, hombre: compórtate con un poco de estilo. No pierdas la calma. Tosió y bajó la voz.
-¿Sí? -dijo.
-Tenemos que hablar -dijo ella.
Pocas palabras podrían haber sembrado más temor en su corazón, en el corazón de cualquier hombre, supuso, que esas palabras oídas en boca de una mujer a la que deseaba carnalmente más que a nada en el mundo. Su erección empezó a disminuir. Por si fuera poco, la ducha gorgoteó dos veces y dejó de caer el agua. El depósito estaba vacío.
-¿Estás bien? -dijo ella.
-Claro -dijo Klein sin ningún entusiasmo. -Te espero en el despacho.
¿Qué? ¿Qué coño había dicho? ¿No le apetecía verlo secarse con la toalla? Oyó que la puerta se abría y se cerraba de nuevo. Devlin se había largado. Bueno, ¿y qué? Vamos, olvídalo. Lo más probable es que esté espiándome por la cerradura. O no, porque eso es algo que las mujeres solamente hacen en los vídeos porno, y sólo si hay varios tíos a los que espiar. Bueno; por si acaso, saca pecho y pon cara de tipo duro. Eso es. Salió de la ducha y por poco resbaló al pisar un grumo de fango. Empezó a secarse. No pierdas la calma, Klein. No tengas prisa. Pórtate como un hombre, cojones.
A fin de cuentas, habían pasado tres años desde la última vez que una mujer lo viera desnudo. En realidad, gracias a sus ejercicios matinales de kárate y a sus ejercicios en el patio, estaba en mejor forma física que nunca. Cuando saliera del trullo, tendría que aprovechar para ir a la playa con una camiseta bien ceñida al menos mientras siguiera estando de buen ver. Tendría que haberse hecho algún tatuaje. Siempre tuvo la sensación de que, encarcelado, habría sido un gesto impropio, ya que allí dentro no se le tenía por un presidiario de verdad. Ahora ya era tarde, sobre todo cuando recordó que Colt Greely tenía fama de hacer los mejores tatuajes de la cárcel. Y quizás a Devlin no le hiciera ninguna gracia, aunque a la mujer ideal que él quería la volvían loca. A lo mejor a ella le daba vergüenza verlo así. Las manos despellejadas le escocieron al contacto con la toalla. A lo mejor había dicho lo de la mamada de boquilla. Creyó recordar que era más o menos católica, una de esas religiones de todo o nada. Pecados mortales y demás chorradas. Cuando iban en serio, los católicos eran peores que una pesadilla. Y si eran fanáticos, lo eran a muerte. A veces, a los fanáticos les bastaba con una mínima provocación para pasarse de la raya. Klein se ciñó una toalla seca a la cintura y se peinó con los dedos hacia atrás. Allí dentro no había espejo en el que verse. Seguramente era de agradecer. Metió la barriga y se encaminó al despacho de la enfermería.
Devlin recorría de un lado a otro aquella habitación amarillenta, fumando un cigarrillo. Miró un instante su cuerpo, sonrió con nerviosismo y miró la brasa de su cigarrillo.
A Klein se le cayó el alma a los pies. No pudo por menos que pensar en que a pesar de que era él, de los dos, el que no se había echado un buen polvo desde hacía una eternidad, y él quien se había pasado la noche haciendo las veces de un tapón puesto en el agujero del culo de la creación de Dios para llegar hasta donde estaba, era no obstante él quien tendría que mostrarse debidamente sensible y atento a las apetencias sexuales que ella, la mujer, tuviera. Tal vez ya no pensaba lo mismo que por la mañana. Había pasado muchísimo tiempo. Tal vez ella había dedicado todo ese tiempo a meditar que liarse con un indeseable era una soberana tontería. Demonios; a fin de cuentas, él no se había sentido menos indeseable en toda su vida.
Aguanta, Klein. Espera un momento. La flor y nata de los psicópatas del estado de Tejas estaba ahí fiera, empeñados en matarlos a todos y en violarla colectivamente a ella. No la atosigues. Respiró hondo: él era el guerrero shotokan. Estaba tranquilo. Por fin estaba realmente en calma. Podía con todo. Era cuestión de ahorrarse la expresión torva para más tarde. Respondió a la sonrisa de ella.
-Estás estupenda -dijo.
Vaya idiotez, joder.
-Bueno, teniendo en cuenta lo que has pasado -añadió.
-Tú también -dijo ella.
Klein pensó que podría haber puesto más sentimiento, pero por algo había que empezar. Se hizo una pausa embarazosa.
-Tengo una cosa que decirte -dijo ella.
El adjetivo «terrible» no habría sido suficiente para empezar a describir lo que sintió Klein. En su interior sonaron timbres de alarma. Tuvo ganas de contestarle «¿No podemos esperar a más tarde?», aunque para eso hubiera tenido que subir una octava el tono de voz. La esposa de un amigo suyo le había confesado una vez que un tono de voz grave y que denote confianza es la mejor arma de que dispone un hombre si desea convencer a una mujer de que tiene una verga de buenas dimensiones.
-Y eso que tienes que decirme… -contestó Klein sin pensarlo dos veces- ¿es algo bueno o algo malo?
-Supongo que las dos cosas -dijo ella.
Sacó del bolsillo un paquete de Camel y lo sacudió hasta que asomó uno, que se introdujo entre los labios.
-¿Quieres uno? -le dijo, tendiéndole el paquete.
Por vez primera Klein no sintió el deseo de fumar. Negó con un gesto.
-¿Sabes qué? -Devlin hizo una pausa para encender el cigarrillo-. Estoy enamorada de ti.
-Joder -dijo Klein.
De pronto, la gravedad y la hondura de su voz dejó de importarle. A fin de cuentas, no era un indeseable: era el guerrero shotokan y ella estaba enamorada de él. Sintió que el pene se le erguía majestuosamente contra el áspero algodón de la toalla. Superó el deseo apremiante de quitarse la toalla y ponerse a bailar de júbilo. Su aplomo era todavía duro y demasiado recién conquistado para abandonarle. Pon expresión de tipo duro, le dijo una voz en su interior: es el mejor momento. Se resistió. En cambio, se decantó por asumir una expresión de estupor.
-Pero eso no es todo -dijo Devlin.
La erección de Klein aguantó firme; las ganas de bailar se marchitaron. Antes de que pudiera seguir especulando, se abrió la puerta y entró Coley con paso cansino. En un bulto, bajo el brazo, llevaba el uniforme azul. Una simple mirada de sus ojos amarillentos y enrojecidos bastó para que lo comprendiera todo. Hizo un gesto hacia la mesa.
-Quiero terminar mi lectura mientras me quede tiempo.
-¿Tu lectura? -dijo Klein.
Por lo que él alcanzaba a saber, Sapo no leía siquiera las páginas de los deportes. Coley le pasó el fardo de ropa.
-Ten, una muda limpia. -Coley observó el bulto en la toalla que envolvía a Klein-. Si es que te hace falta, claro.
Klein estrujó el fardo entre ambas manos. Le ardían las palmas, pero ese escozor le sirvió para sentirse mejor.
Devlin parecía haberse alegrado por la interrupción.
-¿Qué te ha parecido de momento? -le preguntó a Coley.
Coley arqueó una ceja al tiempo que se acercaba a la mesa y tomaba asiento en la silla del despacho.
-Tengo que terminar de leerlo antes de poder opinar como es debido -contestó-. Pero de momento debo decir que es una obra maestra de la hostia.
Devlin sonrió como es debido por vez primera desde que la vio Klein. El se sintió vagamente excluido.
-¿De qué obra maestra estamos hablando, si se puede saber? -preguntó.
Coley abrió el cajón del despacho y sacó un ejemplar del American Journal of Psychiatry. Lo hojeó hasta encontrar la página que buscaba y lo dejó abierto de modo que Klein lo viera.
-Esta obra maestra, capullo.
Klein se inclinó sobre la mesa y leyó el título primero, luego la lista de autores. Juliette Devlin, Ray Klein, Earl Coley. Klein tragó saliva antes de mirar a Sapo.
Coley le devolvió una mirada intensa con sus ojos de batracio y, por segunda vez en lo que iba de noche, a Klein le faltó poco para que se le partiera el corazón. Conocía a Coley mejor que ningún otro hombre, y viceversa. Si había alguien capaz de entender qué significaba aquello para el aparcero negro que había sido condenado al infierno veintitrés años antes, ése era Klein. Lo comprendía. Y si en ese preciso instante hubieran entrado los hermanos Tolson por la puerta del despacho, si a Klein le hubiesen cortado la cabeza de un tajo, todo habría valido la pena sólo por ver lo que estaba viendo en los ojos de Coley, sólo por sentir lo que sentía en su pecho. Coley unió ambas manos como si fueran un único e inmenso puño tembloroso. Klein depositó la mano sobre las suyas.
-Lo hemos conseguido -susurró Coley.
-Lo hemos conseguido -dijo Klein.
-Se lo hemos contado a todos los hijos de puta de ahí fuera -dijo Coley.
-Se lo hemos contado -dijo Klein.
-Les hemos contado la pura verdad -dijo Coley.
-Les hemos contado la verdad -dijo Klein.
-Y ella lo ha escrito todo -dijo Coley.
-Palabra por palabra -dijo Klein.
Oyeron un movimiento y los dos miraron a tiempo de ver que Devlin desaparecía por la puerta. Klein miró de nuevo a Coley. Coley relajó los puños y se puso en pie. Apoyó una de sus manos, sorprendentemente suave, en la espalda desnuda de Klein.
-Escúchame bien. Esa mujer ha vivido un día inconcebible, y se ha portado de maravilla. De no haber sido por ella, aquí no habrías encontrado más que cadáveres. Es una mujer muy especial.
-Lo sé, Sapo. Lo sé.
-Trátala con amabilidad, ¿me oyes? Con mucha amabilidad. Si no, tendrás que rendirme cuentas a mí.
Klein tragó saliva y asintió. Coley sacó el manojo de llaves y extrajo una.
-Ahora, llévala a mi habitación. Ya he puesto sábanas limpias. Debajo de la pata izquierda, a los pies de la cama, hay un tablón suelto. Dentro encontrarás una botella de whisky, lo mejorcito de la casa. De aquel irlandés chiflado del que te hablé. Bébansela. Y trátala bien.
Apretó la llave contra la mano de Klein.
-Gracias, Sapo -dijo Klein.
-Supongo que esos hijos de puta tardarán un buen rato en volver a la carga. Si sucede algo, ya te enterarás. Ahora déjame seguir leyendo en paz.
Un tanto confundido, Klein agarró su fardo de ropa y salió al pasillo. Devlin estaba apoyada de espaldas contra la pared; tenía los ojos cerrados con fuerza. Klein la tomó del brazo y ella abrió los ojos.
-¿Estás bien?
Ella asintió y sonrió con torpeza.
-Ese momento te pertenecía, a ti y a Coley. No quise entremeterme.
-Ya lo has oído -dijo Klein-. ¿No te das cuenta de que al decir «lo hemos conseguido» se refería también a ti? Tú lo escribiste todo. Palabra por palabra.
-Lo siento -dijo ella tras asentir.
-No tienes por qué sentirlo.
Klein se acordó de las instrucciones de Coley. La sobreexcitación en la ducha le pareció casi pueril. O quizá fuera de lugar, sólo que en ese momento no pudo haberlo adivinado. La rodeó con el brazo por los hombros; ella le tomó de la cintura, y él la condujo escaleras arriba a la habitación de Coley.
Klein abrió el cerrojo y entraron. La habitación era tan pequeña y tan espartana como la celda de un monje zen. No había libros, ni música, ni carteles. Sólo estaba la cama, una mesilla y una única fotografía enmarcada en la pared. Coley había dejado dos velas encendidas en la mesilla, y un montón de incienso hecho a partir de serrín, carbón y desodorante, que ardía en ascuas dentro de un colador de té. La cama era estrecha, pero estaba recién hecha; con la sábana abierta.
-Sapo es un tío excepcional, ¿sabías? -dijo Klein.
Se inclinó sobre la cama para mirar de cerca la fotografía enmarcada. Era una foto en color; aparecía en ella un campesino de anchos hombros y rostro grave, al lado de una mujer de rasgos marcados y piel algo más clara. La mujer tenía un bebé en brazos; delante de ellos dos estaban tres niños, dos chavales de unos diez años y una cría de unos seis.
-No ha tenido noticias de ellos desde hace doce años -dijo Klein-. Nunca le he oído decir una sola palabra contra ellos.
Se volvió. Devlin estaba mojando el dedo en la cera líquida de una de las velas. Daba la impresión de que no le había escuchado. Se dio la vuelta.
-Quiero que te sientes y que me escuches durante un minuto -dijo por fin-. Si dices una sola palabra, no creo que consiga terminar.
Klein se sentó en la cama con las piernas cruzadas, de espaldas a la pared. Esperó. Y mientras ella se fumaba tres cigarrillos, mientras caminaba de un lado a otro a la luz de las velas, le contó lo que había ocurrido entre ella y Reuben Wilson, e intentó hacerle entender qué había significado para ella. Klein la escuchó sin decir una sola palabra. Cuando terminó, Devlin aplastó el cigarrillo y se dirigió hacia la puerta, dándole la espalda a Klein.
-¿Quieres que me vaya? -le preguntó.
-Quiero que te quedes -contestó Klein.
Lo cierto es que nada de lo que ella le contara conseguiría cambiar lo que él sentía por ella, a no ser que fuera para aumentar tanto su lujuria como su admiración a partes iguales. Ni siquiera se paró a pensar en el tamaño del pene de Wilson; tenía otra cosa en mente. Devlin lo miró.
-Creo que lo que hiciste ha sido fenomenal -dijo él con toda tranquilidad-. Quiero que te quedes.
-¿De veras?
Puede que yo sea gilipollas, un gilipollas de tomo y lomo, pero no soy de esos gilipollas que hacen de esto un problema. Wilson es un héroe. Me siento adulado. -Le sonrió-. En cambio, si te hubieras tirado a Cojo Cotton puede que sí tuviera un serio problema.
Devlin se secó algo del ojo.
-Lo que te dije abajo iba en serio. Te amo.
Klein asintió. Ya no le quedaba más remedio que terminar él también con lo que debía decirle. Ciertamente, nunca había tomado la determinación de ocultárselo, sólo que hasta ese momento nunca había tenido un motivo de peso para hablar de ello. Ahora sí lo tenía…
Ya que estamos con los secretos inconfesables, mejor será que te cuente el mío. A lo mejor cambias de parecer.
-Lo dudo.
-Me condenaron por haber violado a mi novia.
Se hizo un largo silencio, durante el cual ella lo miró, sondeando su rostro. Klein notó que algo se revolvía en su interior, la inminente erupción de los sentimientos que había enterrado a fondo gracias a su trabajo, a su disciplina, a su dedicación total a la supervivencia. Había enterrado esos sentimientos por miedo, ya que eran sentimientos hechos de amargura y de rabia.
-Creo que nos debes algo más de información -dijo Devlin por fin.
-¿En serio? -dijo Klein.
-Me voy a quedar tanto si me cuentas algo más como si no. No creo que hayas hecho algo con lo que yo no pueda vivir, pero me gustaría saberlo.
Klein miró fijamente la llama de una vela.
-Llevábamos cuatro años juntos, y todo se torció mucho antes de que terminásemos.
-¿Cómo?
Klein seguía mirando fijamente la llama de la vela. El resto de la habitación, incluida Devlin, se volvió invisible a sus ojos.
-La mierda de costumbre. Bobadas, banalidades. Lo que suele enriquecer a los abogados especializados en divorcios y a los psicoterapeutas. No hubo ni grandes delitos ni traiciones. Fue ese tipo de cosas que, desde fuera, te parecen triviales; desde dentro, en cambio, hace que te sangren las tripas como si hubieras tragado vidrio. Eramos de lo más normal. Otra pareja más, bien jodida, que ejecutaba sus propias variaciones sobre el mismo tema de siempre. Torturas mutuas. Fue bastante convincente mientras duró; luego, los dos nos pasamos de la raya y aquello terminó de una vez por todas.
Klein miró de reojo a Devlin y vio pintarse el miedo en su rostro. Siguió mirando la llama.
-No te hablo de tortura física, por si estás pensando en eso. Demasiado directo, demasiado elemental. El castigo psíquico se puede extender mucho más. Al final, llegamos a un punto en el que lo único que nos quedaba era lo que llamábamos follar por odio, no sé si me entiendes. Eran polvos estupendos mientras duraban. Cuando terminábamos, era imposible soportar siquiera el sonido de tu propia respiración.
-Lo entiendo -dijo ella.
-Una noche follamos por odio, a lo grande y por última vez. Al terminar, le dije que no quería volver a verla nunca más. Para mí, todo había terminado. Ella me dijo que si la dejaba, me lo iba a hacer pagar tan caro que… -Se encogió de hombros-. Esas historias ya las había oído antes, y no quería volver a oírlas nunca más. Me levanté y me fui. A la mañana siguiente, la policía me detuvo cuando estaba trabajando en el hospital. Me acusaron de violación.
-¿La violaste?
Ella dijo que sí. Y eso es lo que cuenta, ¿no?
-No. Sabes que no.
-La follé con la misma violencia con que la había follado cien veces antes. Tenía una leve escoriación en la espalda, debida al roce con la alfombra. Ella se corrió tres veces. Si te apetece leerlas transcripciones del juicio, ahí lo tienes todo. Ella dijo que me pidió que parase. Mentira. Unos cuantos amigos suyos, muy políticamente correctos, testificaron que yo la había insultado en algunos restaurantes, que yo tenía una personalidad violenta, que era un chiflado de las artes marciales, bla, bla, bla. La mayor parte era verdad y al mismo tiempo era pura mentira. Todo estaba retorcido y sacado de contexto. El asunto adquirió unas dimensiones desproporcionadas, a pesar de que seguía siendo el mismo juego, consistente en cortarnos uno al otro la nariz para salpicarnos bien de sangre. Yo aún empeoré más las cosas cuando fui a verla para intentar hablar los dos a solas de todo el asunto, y lo hice antes del juicio. No hace falta que te diga que aquello se convirtió en una repetición instantánea de todo lo visto y oído, de aquellos cuatro años de pelearnos como perros, sólo que comprimidos en un par de horas. Mi abogado estuvo a punto de echarse a llorar, y tenía toda la razón. Cuando llegó el día del juicio, aquel episodio resumía el acoso y las amenazas a que la había sometido.
-¿No retiró la acusación? -preguntó Devlin.
-¿Cómo iba a retirar la acusación? -contestó Klein-. La pelota estaba en el alero; aquello era un circo a tres bandas: los periódicos, los grupos feministas de presión, los abogados… Y el fiscal del distrito se relamía sólo de pensar en la cantidad de votos que mi condena le iba a garantizar. Hasta mi juicio, aquel hijo de puta seguramente pensaba que El eunuco femenino era una historia bíblica. De golpe y porrazo había dejado fuera de combate a dos aspirantes a fiscal del distrito, dos mujeres, porque tenía en el banco de sus defendidos a una mujer, y apareció en la prensa con un ejemplar de la revista Backlash en la mano.
Devlin sonrió involuntariamente, pero contuvo la sonrisa.
-Lo siento -dijo avergonzada-. Es que acabas de…
-Lo sé, lo sé. Toda la historia es un chiste de no te menees. Lo mismo pensé yo. Y lo peor de todo es que tenía razón. Mi abogado, que ahora es el propietario de mi casa, me indicó que no diera testimonio. Dijo que tenían tal cantidad de pruebas que si yo decidiera subir al estrado de los testigos, conseguirían que pareciera peor que el cabrón de Hannibal Lecter. Cuando ella dio testimonio por petición de la acusación, supe que tenía el caso ganado. Todo el mundo se dio cuenta de que ella no había ido en serio. Después, en el careo, el cabrón de mi abogado virtualmente llegó a violarla en mi nombre; intentó que ella pasara por una zorra en ciernes, cosa que no era ni de lejos, y la dejó sollozando delante de todos los presentes. Hasta yo mismo pensé al final que había cometido el delito de que se me acusaba. La sentencia del jurado, por mayoría, me declaró culpable. Y me cayó una condena de cinco a diez años.
Klein hizo una pausa y se frotó la cara con ambas manos.
-¿Cómo se llamaba? -preguntó Devlin.
Klein contestó sin quitarse las manos de la cara.
-No me he preocupado de recordarlo. -Se tragó la bilis que le había subido por la garganta y apartó las manos del rostro. Seguía con la cara vuelta hacia la pared-. Si se entiende por violación el uso del acto sexual para infligir dolor a otra persona, la violé muchas veces -dijo-. Tantas, ni una más, ni una menos, como las veces que ella me violó a mí.
-A veces, la línea que separa el amor del odio es muy delgada -dijo Devlin.
Klein no contestó.
-Para hacerse tanto daño, tuvieron que haberse querido mucho el uno al otro. Al menos por un tiempo, vaya.
-Sí -dijo Klein-. No conoció el cielo cólera tan grande como el amor que se vuelve odio y todas esas cosas. Los dos éramos culpables.
Se volvió a mirar a Devlin a la luz de las velas. El rostro de ella era la viva imagen de la piedad.
-¿No presentaste una apelación? -preguntó ella-. ¿No cambió ella de opinión cuando te vio encerrado aquí?
Klein sonrió; Devlin se puso algo más pálida.
-Puede que a su debido tiempo lo hubiera hecho -dijo-. Pero es que la misma semana en que yo ingresé en prisión, ella decidió hacerlo mejor que yo y se metió en vena una inyección de insulina.
Devlin hizo una mueca de dolor.
-Cuando la encontraron aún con vida en el cuerpo, su cerebro estaba más muerto que un huevo duro. Al cabo de una semana desconectaron el respirador artificial que la mantenía viva, pero en estado de coma irreversible.
Se hizo el silencio. Devlin tomó asiento al borde de la cama. Alzó la cabeza y se disponía a hablar cuando Klein le dijo:
-No digas nada. Y tampoco me malinterpretes. Por lo que a mí respecta, todos y cada uno de los días que he pasado encerrado aquí los tenía bien merecidos. En Green River nadie es inocente. De un modo u otro, todos hemos querido estar aquí encerrados.
Klein siguió sentado contra la pared sin dejar de mirar la llama de la vela, tan quieta y tan pura como la luz de los ojos de Henry Abbott, y por vez primera desde que desconectaron el respirador artificial sintió una tristeza hondísima, sin manchar por la ira, y con la tristeza le invadió la paz. Fue como si su corazón por fin hubiera encontrado reposo. Y se preguntó en seguida cómo estaría Henry; se preguntó si también él habría encontrado su último reposo, boca abajo en el fondo de las aguas del Río Verde. Y Klein pensó enseguida en la cita de Devlin, preguntándose si no sería cierto que al rayar el alba estarían todos, justos y pecadores por igual, devueltos de golpe al caos insensato de la materia del que todos procedían. Miró la nuca de Devlin.
-Todos nosotros, tan capaces de considerarnos el fin último de la creación -dijo.
Sin decir nada, Devlin apoyó la cabeza sobre el regazo de Klein. Con las yemas de los dedos le acarició suavemente las heridas que tenía en el tobillo. El dolor le produjo un efecto reconfortante. El peso de la cabeza de Devlin sobre sus muslos le produjo una erección también reconfortante. Al final, quizás eran ésas las únicas cosas con las que uno podía contar de veras. Si no había nada equiparable a la cólera del amor convertido en odio, se preguntó, ¿qué era lo contrario? De pronto no supo encontrar ni paz ni odio en su ser, y se preguntó adónde habrían ido, pues sin ninguno de ellos se sentía desconsolado, aterrado, perdido.
Después, Devlin hizo la única cosa del mundo que pudo darle a él consuelo, aunque si ella no lo hubiera hecho él siempre habría ignorado qué era, y por eso le extrañó que ella lo supiera. Metió la mano por debajo de la toalla y le sujetó el miembro.
Klein le acarició el cabello, y notó que el pelo corto y suave de su nuca ondulaba entre sus dedos. Devlin entreabrió la toalla y se metió el pene en la boca, a la vez que le acariciaba los huevos y Klein tembló por la meridiana ternura del gesto y no se corrió, pues no fue algo sexual. Se juró que no iba a llorar y no lloró.
Devlin se enderezó y se quitó la camisa por encima de la cabeza. Los pezones le sobresalían bajo el algodón blanco del sostén. Se quitó las botas primero y los Livais después. Y cuando se arrodilló sólo con el sostén blanco y el tanga negro encima de él, Klein le puso las manos despellejadas y escocidas sobre un culo por el que habría podido morir: por un instante, fue algo más sexual de lo que nunca había llegado a imaginar. Se puso también de rodillas, la besó y probó el sabor a tabaco en la lengua de ella. Le pasó la mano sobre el vientre primero, después por el vello púbico. Con el dedo le encontró el clítoris, como una especie de canica que rodase en una balsa de aceite; ella le mordió en la cara y en el cuello. Klein la tumbó de espaldas y apartó a un lado el tanga para lamerla. Ella se corrió en seguida, con el cuerpo arqueado por completo y los músculos del abdomen estremecidos de tensión. La obligó a tenderse de nuevo y la hizo correrse otra vez, y así habría seguido de no ser porque ella tanteaba su cuerpo con ambas manos en busca de su miembro, y porque le susurró que la follase. Así lo hizo, sintiendo que su miembro recorría por uno de los costados su tanga, y no fue ni follar por odio ni tampoco follar como si fuera el último polvo antes de morir. Le bajó uno de los tirantes del sostén y le chupó el pezón. No intentó siquiera retrasar su orgasmo; se limitó a dejarse llevar, a follarla con lentos y largos embates. Y cuando se corrió no supo cuánto había durado y tampoco le importó; sólo tuvo conciencia de que la amaba, de que todo el odio que había sentido en su interior se había evaporado. Se quedó tendido sobre ella estremeciéndose durante unos instantes. Luego sonrió, pues ni siquiera tenía fuerzas para apoyar todo su peso sobre los codos, tal como hubiera hecho el caballero que en el fondo aspiraba a ser.
Así, Klein siguió tendido con los ojos cerrados, respirando suavemente. Notó que se dejaba llevar hacia el sueño y se obligó a abrir los ojos. Devlin tenía la cara a medias apartada de él, de perfil, cincelada de forma fabulosa por la luz ambarina de las velas, y él creyó ver el rastro reluciente de una lágrima en su mejilla. Era de una intensísima belleza. Estaba más bella que ninguna otra cosa que él hubiera visto en su vida. Quiso seguir mirándola siempre pero los párpados se le cerraban bajo el peso de los siglos. Luchó contra ellos, pero fue una tarea superior a él, a los últimos vestigios de sus fuerzas. Dejó de ver su rostro. Aún notaba la presión de su pezón contra sus labios. Abrió la boca y murmuró contra el pecho de Devlin, tan lenta y borrosamente que se dio cuenta de que ella no había podido oírle.
-Y sé que un caballero nunca lo haría -dijo-, pero estoy a punto de dormirme.
Y Klein de nuevo sonrió, porque era un gilipollas y porque lo sabía, porque en realidad no le importaba lo más mínimo. Y se durmió.
30
Hobbes estaba tumbado en el sofá de su despacho, mirando la bombilla que colgaba del techo. En los meses anteriores había tomado por costumbre pasar las noches allí, en una pequeña recámara, adyacente a su despacho de paredes forradas de madera. Llevaba semanas sin dormir más de una hora seguida, y desde que decretó el estado de excepción, no había dormido ni un minuto. Tenía una esposa y un hogar en el que retirarse a reposar, pero los momentos en que sentía el peso de un motivo realmente importante para ello se habían hecho cada vez más escasos, hasta desaparecer. Si a su mujer le pareció preocupante, Hobbes no se tomó la molestia de notarlo, ni menos aún de alterarse por ello. Últimamente tenía en ciertas ocasiones una acusada dificultad para recordar cómo se llamaba su mujer y la imagen de su rostro rara vez se le pasaba por la cabeza. No tenía fotografías de ella en su despacho. En cualquier caso, le daba la impresión de que, como mínimo, había cerrado con ella un trato justo, incluso el mejor de los posibles: su mujer había invertido el grueso de las ganancias de Hobbes, a lo largo de su vida, en sí misma y en la casa. Por eso, ante las frecuentes quejas basadas en el tema de que a su vida le faltaba amor y realización, Hobbes había prestado en el mejor de los casos oídos sordos y, en el peor, una indiferencia casi despectiva. Janet Hobbes -¿se llamaba Janet Hobbes, o tal vez Rebecca Hobbes?- jamás habría sabido reconocer el amor o la realización, ni siquiera en el supuesto de que esas cualidades hubiesen entrado por la fuerza en su dormitorio, en plena noche, y la hubiesen violado las dos. Hobbes sonrió para sus adentros al paladear esa idea, y acto seguido se preguntó por qué estaría pensando en ella precisamente en un momento como aquél. Quizá su mente quisiera hacer limpieza para prepararse de cara al fin. Pues el fin se aproximaba, y Hobbes percibió, aunque aún no la viera, la luz resplandeciente que ardía al otro lado.
Había abandonado su máquina -sí, Klein estaba en lo cierto: la máquina panóptica era suya- a merced de un histórico espasmo de violencia paroxística. Histórico, sí: él, John Campbell Hobbes, había hecho historia. Había renunciado a su creación con la esperanza de que el febril nihilismo que de ese modo quedaría en libertad pudiera subordinarse por sí mismo a una finalidad superior. Y había fracasado. El experimento panóptico había fracasado tan estrepitosamente como fracasó el amor que en otro tiempo había sentido por su esposa. Ahí estaba la prueba: en las llamaradas en la galería B, en la insensata ansia de sangre que se había desatado contra los desprotegidos, desvalidos internos de la enfermería. Él les había proporcionado la ocasión de manifestar una sensibilidad superior, y ellos habían escupido sobre ella. Él había soñado que todos ellos pudieran alzarse por encima del muro y que gritasen: «¡No somos lo que tu crees! ¡Somos mejores que la escoria en que nos has convertido!»
A su alrededor retumbó un eco, como si el despacho fuera una inmensa sepultura vacía, y Hobbes se dio cuenta de que había hablado en voz alta. Había terminado el tiempo de los sueños; había llegado el tiempo de la desesperación, de esa desesperación oceánica contra la cual se había atrincherado en un último y decidido gesto de firmeza. En ese momento empezó a prepararse para acogerla. A fin de cuentas, la desesperación era la definitiva trascendencia del ego, y su ego había sido triturado hasta quedar reducido a cenizas, por obra y gracia de un cosmos consagrado a la ruina. La desesperación era arrogante, no humilde; era un desconocimiento radical, un abandono, un largo viaje sin destino concebible. Por fin era libre de emprender el viaje, y sin embargo le quedaba una última obligación por cumplir: iniciar su periplo desde el único punto de partida realmente indicado, y presentarse en el centro mismo de la máquina panóptica de que se había apropiado, para ser visible con ella.
Alguien llamó a la puerta, y Hobbes reconoció la llamada de Cletus. Se levantó del sofá, alisó las arrugas de su traje y se enderezó la corbata. Abrió la puerta y se encontró con la cara voluminosa del capitán. Cletus vestía el uniforme antidisturbios, completamente negro, que le daba un aspecto más obeso de lo que era en realidad. Del radiotransmisor que llevaba en un bolsillo surgía un cable conectado a un auricular que llevaba en el oído izquierdo.
-Siento molestarle, señor -dijo Cletus.
Hobbes pasó por su lado sin decir palabra y tomó asiento ante su mesa. Esa mesa le conmovía, siempre le había conmovido. Había estado en ese despacho desde 1882. Bajo el cristal que la cubría se hallaba un plano original de la penitenciaría. A Hobbes le abrumó más que nunca la imponente belleza de su simetría. Había recorrido palmo a palmo la realidad física de la prisión; conocía cada uno de los pasadizos, cada una de las celdas. No obstante, era allí mismo, bajo el cristal de su mesa, donde radicaba su perfección, es decir, más en su concepción que en su ejecución final. Para Hobbes, aquel dibujo encarnaba el maravilloso punto final del proyecto cartesiano, del intento de conocer a Dios y al hombre por medio de la aplicación de la razón pura. Aquellos tiempos ya habían concluido y el proyecto había naufragado al chocar con las rocas de la irracionalidad. En los márgenes del dibujo había un fragmento de esas rocas, una hoja de papel rayado, arrancado de una libreta pequeña y barata. Hobbes lo había encontrado envuelto en un plástico, introducido a presión en una grieta entre los sillares de granito de una de las celdas de castigo. En tinta verde, con caligrafía trémula, se leía un número: 1057. Y bajo el número estaban escritas estas palabras:
Cada día y cada noche
nacen unos para gozar,
nacen unos para gozar,
otros para la eterna noche.
Hobbes no sabía quién había escrito esos versos; tampoco sabía si eran originales o si se trataba de una cita. A su juicio, esos versos tenían un gran poder y fascinación, tanto mayor ahora que esperaba a que transcurriera su hora más oscura y rayase por fin la luz de su último amanecer. Una eterna noche. Un gozar. El conocía las dos caras de la moneda, y había comprendido por último que su destino estaba más en una que en la otra.
Al menos le quedaba el consuelo de no haberse contentado con la mediocridad. Corrió el cristal de la mesa hacia un lateral y extrajo el papel arrugado; lo plegó por los dobleces originales y se lo guardó en el bolsillo de la chaqueta. Cletus tosió; Hobbes se había olvidado de su presencia. Alzó la vista.
-Siéntese, capitán.
-Prefiero quedarme de pie, señor.
-Como quiera.
-Acabo de hablar con el Departamento de Correccionales de Austin. -Cletus movió los hombros con evidente incomodidad-. Se me ha dado la orden de asumir provisionalmente el mando de la penitenciaría, señor.
-Hobbes no había previsto una humillación semejante. Ante la realidad consumada le sorprendió vagamente lo poco que importaba.
-Prosiga -dijo.
-El gobernador del Estado se mostró un tanto sorprendido de que a usted no le hubiese parecido preciso informarle a él de la situación en que nos encontrarnos. Francamente, señor, a mí también me ha sorprendido. Tiene la sensación de que no se encuentra usted en condiciones óptimas para cumplir con su deber en estos difíciles momentos.
-El gobernador.
-Sí, señor.
-Ha estado usted en contacto con él.
Cletus apretó la mandíbula antes de contestar.
-Sí, señor.
-¿Y en qué pruebas basa el gobernador su evaluación de mi estado de salud?
-En las pruebas y las preocupaciones que yo le he transmitido en mi informe, señor.
Hobbes asintió en silencio.
-El gobernador ha ordenado que una unidad de la Guardia Nacional acuda inmediatamente a respaldamos. Su sustituto llegará en helicóptero tan pronto amanezca.
Hobbes asintió de nuevo; una vez más, no sintió ninguna emoción al conocer la noticia. Lo único que necesitaba era una hora más; la ayuda de Cletus y de sus hombres no le hacía ninguna falta. Todo estaba ya ordenado antes de que Cletus llamara a la puerta de su despacho, y eso solamente añadía un ápice de urgencia. No había razón ninguna para que no se comportase con toda dignidad.
-¿Dispongo de tiempo para recoger mis pertenencias?
-Por supuesto, señor. -Cletus cambió de postura-. Lamento que haya tenido que ser así.
Hobbes dio la vuelta a su mesa.
-Siempre lo he tenido por un oficial leal y absolutamente digno de confianza, capitán. Ha sido un gran honor trabajar con usted al servicio de la ley.
Le tendió la mano y Cletus se la estrechó. Tenía la cara hinchada y enrojecida por la emoción.
-Gracias, señor.
Un ruido apagado sonó en el auricular de Cletus, que se lo apretó con su grueso dedo índice a la vez que entrecerraba los ojos. Accionó un interruptor de la radio e inclinó la cabeza.
-Eso no es posible -dijo.
Su auricular zumbó de nuevo. Cletus miró a Hobbes.
-Se han encendido las luces en las galerías -dijo Cletus.
Hobbes atravesó la estancia para asomarse a la ventana norte. Cletus lo siguió de cerca. Las bóvedas acristaladas de las cuatro galerías irradiaban un resplandor verdusco en la noche. En el centro del vago resplandor se erguía la cúpula que remataba la torre de vigilancia en el núcleo del edificio. Estaba a oscuras. Hobbes entendió de inmediato qué había ocurrido.
-Yo no he dado la orden… -dijo Cletus asombrado.
-Dennis Terry -dijo Hobbes.
Cletus asintió.
-Mierda, ese viejo hijo de puta ha debido de llegar al generador de emergencia. Probablemente también ha sido él quien cortó el suministro eléctrico. Perdóneme, señor, pero mejor será que ponga manos a la obra.
Hobbes no le escuchaba. Estaba de pie, mirando sin ver la oscura cúpula de cristal. Era mucho más de lo que había tenido derecho a esperar. La cúpula: una soberbia cabina de pilotaje para emprender el periplo. Sin embargo, le faltaba un aura, la incandescencia necesaria para cumplir su función. Hobbes se dio la vuelta. Cletus se había marchado. Estaba solo. El ex alcaide Hobbes comprendió que ya no tenía tiempo que perder.
31
Devlin estaba sentada en un rincón de la cama, apoyada contra la pared, bajo la fotografía de Coley y de su familia. Liberó de pronto todo lo que había contenido dentro de sí. Se abandonó al llanto en silencio, porque no quería despertar a Klein y porque tampoco le apetecía tener que pedirle disculpas, darle explicaciones o reprimir de nuevo sus lágrimas. Ni siquiera estaba segura de por qué lloraba, pero lloró durante largo rato. Se alegró de sentir el peso del brazo de Klein, dormido, en torno a la cintura; se alegró de ver las dos velas encendidas. Se alegró de estar allí, en un lugar atroz, en donde las abstracciones por fin le habían fallado, en donde se había rendido a la emoción en estado puro. Al cabo de un rato ya no le quedaban lágrimas que derramar, se secó la cara con la sábana y encendió uno de los cigarrillos que le había dado Wilson. Su mente vagó por sus propios derroteros y llegó muy lejos. Cuando intentó recordar por dónde había estado, comprendió que no podría recordarlo. A la sazón oyó que alguien llamaba a la puerta y se incorporó de un salto. Le costó un instante darse cuenta de que si hubiera sido Héctor Grauerholz, nunca se habría molestado en llamar.
-Adelante -dijo.
Se abrió la puerta sólo dos centímetros.
-Soy yo -dijo Coley.
-Pasa -dijo Devlin no sin antes envolverse con la sábana.
Entró Coley con timidez. Vio a Klein durmiendo y miró a Devlin.
-¿Todo va bien? -preguntó en voz baja.
Devlin sonrió y asintió con un gesto. A su lado oyó un gruñido, un carraspeo, la voz de Klein.
-¿Qué es lo que quieres, viejo hijo de puta?
-He venido a sacarte a patadas al patio, so cabrón. Grauerholz se las ha apañado sin ayuda, y nosotros no tenemos ninguna necesidad de que nos eches una mano.
Klein asomó la cabeza y se volvió. Gruñó e hizo una mueca de dolor cuando las heridas le recordaron su existencia. Tenía en el pecho una gran magulladura. Coley sostuvo en alto un par de zapatillas de deporte gastadas.
-Supuse que te harían falta cuando por fin decidas hacernos un favor y salgas corriendo.
-Eres una puta mujerzuela, Sapo. ¿No te lo había dicho nunca?
Coley arrojó el calzado al suelo.
-Eran de Greg Garvey, pero no creo que le importase que los uses tú. Hemos subido a todos los chicos al Pabellón Travis.
-Tendrías que haber contado con nuestra ayuda.
Coley no le hizo caso.
-También encontré esto cuando recogía tus ropas llenas de mierda.
Sostuvo en alto un revólver. Klein se sentó en la cama y tomó el arma de su mano.
-¿De dónde has sacado eso? -dijo Devlin.
-Se lo quité a Grauerholz por la tarde -contestó Klein.
Coley la miró de reojo, y Klein se fijó en la mirada. Le apuntó con el arma a la barriga.
-No es justo. Llevo todo el puto día empeñado en que no te corten los huevos de jodido negro que tienes, y tú no me dejas ni echar un sueñecito…
-Ha vuelto la luz en las galerías. Parece todo un árbol de Navidad. Creí que era mejor que lo supieras.
-Eso es cosa de Dennis -le dijo Klein-. Joder…
-¿Qué significa? -preguntó Devlin.
-Significa que todos los negros y todos los latinos que estaban encerrados en la galería C por fin son libres -dijo Klein-. Agry lo tiene mal. Además, su gente lleva horas machacándose. Los tíos de la C están frescos y con una mala hostia increíble. Si Stokely Johnson se lo monta como debe, seguramente podrán coger a Agry por los huevos, y Agry tendrá que ordenar a Grauerholz que lo saque del marrón.
Coley volvió a la puerta y la abrió.
Muy bien, pues más vale que el viejo Stokely espabile y se dé prisa -dijo-, porque Grauerholz está ahí fuera con unos treinta tíos de refresco, y a mí no me parece que estén muy machacados. -Coley miró a Devlin con dureza y señaló el techo con el dedo, refiriéndose a la vieja sala de enfermos mentales que estaba en el piso de arriba-. Aunque el buen doctor esté de nuevo aquí, no se me olvida el trato que hemos hecho. ¿Tienes aún las llaves?
Devlin asintió con la cabeza.
-Pues no dejes de usarlas.
Se marchó Coley y Klein se puso en pie para ponerse los pantalones.
-¿Cuánto te cobra Sapo? -le dijo.
-¿Por qué? -preguntó Devlin.
-Por hacer de las tuyas en su escondrijo. -Sonrió y se inclinó hacia ella-. Escucha: si quieres que te chulee yo, en seguida me tienes de vuelta en la calle, y estoy buscando trabajo desde hoy mismo.
-Eres un cerdo.
Le soltó un puñetazo en la magulladura del pecho y Klein, con los pantalones aún en las rodillas, gritó, perdió el equilibrio y cayó al suelo. Horrorizada, Devlin saltó de la cama y apresuradamente le ayudó a ponerse en pie. Lo miró a la cara. Fue algo absolutamente patético, y se dio cuenta, pero de hecho sólo quiso buscar alguna muestra de que ella significaba para Klein tanto como él significaba para ella. Habida cuenta de que el afecto indudable que Klein tenía por Coley era manifestado habitualmente por medio de insultos y amenazas, Devlin no estaba segura de lo que debía buscar en su rostro. Tal vez su ofrecimiento para chulearla hubiera sido una demostración de afecto. Klein le acarició la mejilla.
-Haz lo que dice Sapo -dijo Klein-. Si consiguen saltar las últimas defensas, sube a su escondrijo y cierra todas las puertas. Le diré a Vinnie que te dé su transistor. Y no bajes de ahí hasta que tengas la seguridad, por las noticias, de que el motín ha terminado.
La perspectiva de quedarse sola en la buhardilla le inspiraba verdadero horror. Klein se dio cuenta.
-Sé que no te hace gracia y sé que hoy te has portado como una leona, pero si llega el momento del cuerpo a cuerpo, tanto los chicos como yo lo haremos mejor si no tenemos que estar pendientes de ti.
Klein tenía razón. No le hacía ninguna gracia. Pero comprendió que estaba en lo cierto, así que asintió. Klein tomó el revólver.
-¿Has disparado alguna vez?
Ella negó con un gesto. El abrió el tambor del arma.
-Yo tampoco. Mira, hay cinco balas y una cámara vacía. He colocado el percutor sobre una de las cámaras que tienen bala. Eso quiere decir que dispones de cuatro disparos seguidos y luego un golpe en vacío. Cuando oigas el clic, sabrás que ya sólo te queda uno.
-Nunca me ha gustado eso de que es preferible pegarse un tiro antes que ser capturada por los apaches.
-Cuando empieces a disparar, es muy fácil que vacíes el arma de una tirada. La cámara vacía no es más que un recordatorio. Lo que quieras hacer con la última bala sólo depende de ti.
Le entregó el revólver. A Devlin le pareció más liviano de lo que esperaba.
-Guárdala para cuando estés en el escondrijo de Coley. Si consiguen entrar, sólo podrán pasar de uno en uno.
-Sé qué he de hacer.
-Una cosa más: dispárales a la cabeza y de cerca. No es un arma de las que usa Clint Eastwood.
-Te he dicho que ya sé lo que debo hacer.
-Quiero que salgas viva de ésta.
Klein se dio la vuelta y comenzó a ponerse la camisa. De repente, ella sintió un intenso amor por él, y simultáneamente creció en su interior una cólera terrible.
-Estabas a salvo -dijo-. ¿Por qué cojones no te quedaste donde estabas?
Klein la miró.
-Pensé en quedarme, pero las cosas se torcieron.
-¿Has venido aquí solamente por mí?
Al tiempo que Devlin deseaba que le dijera «sí», le dio miedo tener que vivir en lo sucesivo con la muerte de Klein en su conciencia. Klein se sentó en la cama y empezó a ponerse las zapatillas de Garvey.
-Por ti era más importante que llegara hasta aquí, pero ya estaba en camino.
-¿Por qué?
-No lo sé.
-Klein se anudó el calzado. Ella no le veía la cara.
-Puede que éste sea el lugar que me corresponde.
Aunque no fuera necesario, Klein se desató el nudo de la zapatilla izquierda y volvió a atárselo, manteniendo la cabeza inclinada. Devlin se acercó a él y le pasó los dedos por el pelo. Klein la abrazó por las caderas y la atrajo con fuerza hacia sí; ella sintió su barba incipiente en la piel de su vientre. Klein la soltó al cabo de un momento y se dirigió a los pies de la cama; se arrodilló, empeñado en ocultar a ojos de ella la emoción que reflejaba su cara. Desplazó la cama y movió un tablón del suelo. Tardó un minuto en sostener en alto una vieja botella de Jack Daniels llena de un líquido claro.
Lo mejorcito que hay en la casa -dijo. Sonrió, al notar que de nuevo dominaba sus emociones-. El legendario whisky de Doherty. Era un tío del IRA, contrabandista de armas; fabricó este licor hace años. Debe de ser lo último que queda.
Se irguió y se dirigió a la puerta.
-Venga -le dijo-. Tenemos mucho que celebrar.
Al mirarlo a los ojos, a Devlin se le encogió el corazón.
-Desde luego -repuso-. Tenemos mucho que celebrar. No tardo nada.
Klein esbozó una mueca grotesca con los labios y le guiñó un ojo.
-¿A qué viene eso? -le preguntó ella. Klein parecía lastimado.
-Es mi cara de tipo duro.
El arqueó una ceja. Devlin se echó a reír.
-¿Todavía estás mojada?
Sin dejar de reírse, Devlin le hizo un gesto obsceno con el dedo en alto.
-De acuerdo -dijo él-, de acuerdo.
Abrió la puerta y salió.
Devlin se vistió y se introdujo el revólver en el bolsillo posterior derecho de sus Livais. Se dejó el faldón de la camisa por fuera. Apagó las velas de un soplido y bajó al piso inferior. Por el camino adelantó a Cojo Cotton, que bajaba despacio los escalones con su pierna escayolada. Su cara hinchada y tatuada por completo se tensó hasta formar lo que él probablemente imaginaba que era una sonrisa afectuosa. Ella lo adelantó sin acercarse a él.
-Qué, todos a sus puestos, ¿eh, doctora? -le dijo cuando ya le daba la espalda.
Devlin no le hizo caso. Entró en el despacho de la enfermería. Estaba vacío. Atravesó por las duchas y se detuvo. La puerta del dispensario estaba abierta. Allí dentro, Klein, Coley, Wilson y Galíndez se habían reunido en torno a la mesa del dispensario, y bebían el whisky destilado por Doherty en toda clase de probetas y recipientes del laboratorio. Asomó Vinnie López, su rostro demacrado y sonriente, al extender su recipiente para que alguien le sirviera otro trago. Según los miraba, vio cómo se inclinaba Klein para acercarse a Wilson y decirle algo al oído. Wilson soltó una sonora carcajada y Klein le dio un suave puñetazo sobre su abdomen vendado, para reírse con él. Coley señaló a Klein y dijo algo referido a «este blanco hijo de puta»; Klein contestó diciendo «… es como diez kilos de mierda dentro de una bolsa que sólo tiene cabida para cinco…», y todos ellos se echaron a reír a la vez, incluido el serio y reservado Galíndez. Cuando Coley rellenaba los recipientes, Devlin se dio cuenta de que estaba llorando de nuevo en silencio, y sólo porque amaba a esos individuos. A todos ellos. A ese grupo de hombres jodidos, locos, incomprensibles, salvajes, atormentados, blasfemos, que se estaban riendo como chiflados, como imbéciles, como si estuvieran en un barco de los locos a la deriva en un mar encrespado. Los amaba. Y cuando los vio a todos alzar sus copas llenas de licor, se dio la vuelta y se escondió detrás de la puerta, para no estropear aquel momento de felicidad con sus lágrimas.
Unos pasos se acercaron a las duchas. Ella se resguardó más aún tras la puerta y se frotó la cara con la manga de la camisa. Entró Galíndez sin verla; dándole la espalda, se desabrochó la bragueta y orinó en el lavabo situado frente a las duchas. Devlin respiraba agitadamente. Se fijó en que Galíndez tenía el pelo abrasado; se le veía a trozos el cuero cabelludo. Terminó de mear, se abrochó la bragueta y se lavó las manos. Al darse la vuelta buscando una toalla, la vio y se asustó.
-Doctora Devlin… -Se puso rojo como la grana-. Discúlpeme, pero Coley dijo que aquí…
-Soy yo la que debería pedir disculpas. Por favor, no pasa nada…
Sonrió, se sintió como una imbécil. Galíndez se secó las manos en la camisa. Del cinturón le asomaba el mango de un destornillador.
-Además, le debo otra disculpa -dijo él-por haberla puesto en peligro.
-Fue culpa mía.
Galíndez negó con un gesto.
-No, me salté las normas. Lo explicaré en mi informe… -La voz se le quebró en un impronunciado: «Si es que salimos de ésta.»
-Cuando vi que nadie venía a recogerme, me temí que lo hubiesen matado -dijo ella-. Me alegro de que esté bien.
Galíndez aludió con un gesto a las risas que se oían al lado.
-Ya han brindado tres veces por usted. Wilson ha dicho que debería tener usted todo un grupo a sus órdenes. -Sonrió e hizo un gesto con la mano-. Y Klein la ha llamado la Reina Guerrera.
Esta vez notó que se sonrojaba. Al mismo tiempo, a duras penas podía respirar.
-Venga, la están esperando.
Se pasó los dedos por el pelo con aire pensativo.
-Tengo que lavarme la cara -dijo. ¿Por qué se hacía de rogar?, pensó.
Galíndez le dijo que no con la cabeza.
-No se imagina usted qué supone para todos ellos tenerla a usted aquí. Ojo, claro está que preferirían que estuviera sana y salva en cualquier otro lugar, pero…
No querría estar en ningún otro rincón de la Tierra.
Galíndez la miró un rato con sus ojos negros. Titubeó unos instantes, y sacó del bolsillo una hoja de papel doblada en cuatro. Se la dio.
-Si yo no salgo de ésta y usted sí… Es para mi mujer. Si pudiera…
-Por supuesto.
Devlin tomó la carta. Le temblaba la mano al guardársela en el bolsillo.
-Gracias. Con su permiso…
Galíndez le ofreció el brazo. A Devlin le dio un vuelco el corazón; dio un paso adelante y lo tomó del brazo. Así entraron los dos en el dispensario.
Un griterío desaforado, una salva de aplausos la saludaron al entrar. Según recorría el dispensario, Devlin sonrió con gesto algo estúpido, viendo borrosamente a los presentes por culpa de las lágrimas. Klein abrió los brazos para recibirla.
-¿No es ésa la cara que ha guiado a un millar de barcos por el mar, la cara que abatió las altas torres de Ilium?
-Vete a la mierda, Klein.
Le golpeó en el pecho y Klein se abalanzó contra ella, abrazándola por el cuello.
-¡Dale de beber, Sapo!
Le pusieron en la mano una probeta de 200 ml llena en sus dos terceras partes de un licor de color claro. Klein dejó que la aceptase y la sujetó sólo con un brazo por la cintura. Devlin se preparó y dio un buen sorbo al brebaje de Doherty. Al bajar le pareció tan suave como el whisky de malta. Se quedó esperando a que la hiciera pedazos, pero cuando le llegó al estómago vacío sólo desató una cálida y cosquilleante oleada por sus extremidades. Notó un resabio extraño, a caramelo. Miró a Coley.
-¿De batata? -dijo.
Coley asintió.
-Esta mujer es tal cual la describes, Klein. -Venga, Devlin -dijo Wilson-. A ver cuál es tu brindis.
Se oyeron murmullos de aprobación hasta que se hizo el silencio entre todos ellos. A Devlin ya le daba vueltas la cabeza por culpa del alcohol. Miró a Klein, a menos de un palmo de distancia, y él asintió, recorriendo con la mirada su cara. Ella dirigió la vista a Coley, que la contemplaba con seriedad; miró a Wilson, que le guiñó un ojo, y a Galíndez, que estaba muy quieto y apoyado en la puerta. Por último, miró a Vinnie López, sentado en una silla para no malgastar sus fuerzas, y lo vio mirar con el respeto y el temor de un joven a cada uno de sus compañeros de presidio. Tenía la piel como un pergamino, transparente en la zona de encima de las costillas y sobre las clavículas.
-Yo brindo por Vinnie -dijo Devlin.
A López se le contrajo la cara de horror.
-No, para nada, tía -dijo. Se puso en pie a duras penas-. Ni se te ocurra. ¡No vas a malgastar tu brindis por un saco de mierda como yo!
Hubo un murmullo de reprobación.
-Tienes razón -dijo Devlin-. Eres un saco de mierda.
Vinnie siguió en pie, balanceándose sobre sus frágiles piernas. Miró a Klein en espera de que él lo entendiera. Devlin se apartó de él: no podía decir lo que estaba diciendo mientras él la tocase, y sin embargo quería decirlo. Respiró hondo y miró a Vinme.
-Eres un saco de mierda que no vale nada, que está echando a perder su puta vida en el retrete del mundo -dijo-. Pero este hombre ha vuelto aquí, y eso que no tenía por qué volver. -Señaló a Klein sin mirarle a la cara-. El no sabe por qué ha vuelto, pero hay algo en su interior que sí lo sabe. Y yo también lo sé. Ha vuelto porque… -Se detuvo, pues notó que se le iba a quebrar la voz. Los demás esperaban. Ella recobró el aplomo-. Porque sólo si el más inservible saco de mierda del mundo merece algo la pena, lo que sea, también lo merecemos los demás, por poco que sea.
Notó que el brazo de Klein la estrechaba por la cintura, y que atraía su cadera contra la de él. Todavía no se atrevió a mirarlo.
-Por eso brindo por Vinnie López. Y brindo por todos ustedes, putos sacos de mierda.
Se hizo el silencio. Ella entendió por un momento que había dicho algo abrumadoramente inapropiado. Y Galíndez levantó su recipiente.
-Por los sacos de mierda -dijo.
-Por los sacos de mierda -dijo Coley, y su voz estaba cargada de emoción.
-Por los sacos de mierda -repitió Wilson.
Klein hizo chocar su vaso contra el de ella.
-Por los sacos de mierda.
Todos entrechocaron los vasos y bebieron. Se hizo de nuevo un sombrío silencio durante el cual cada uno de los presentes se recluyó en sus propios pensamientos.
-El brindis también era por mí, maricones -dijo López-. No sólo por los putos sacos de mierda…
Terminó el silencio con un estallido de risas y de vítores.
-Puede que ella sea tan idiota como para malgastar un brindis contigo, pero nosotros no, qué cojones.
-Que te den por culo, Coley, jodido negro de mierda.
Devlin sintió los labios de Klein muy cerca de su oído.
-Te quiero -le dijo.
Antes de que pudiera mirarlo, se oyó un estallido, una tremenda explosión en la sala de los pacientes. Los cristales cayeron al suelo hechos añicos. Galíndez salió por la puerta sin decir palabra. Wilson agarró la botella de licor. Klein la besó en la mejilla y salió tras él. Ella los siguió al pasillo. La endeble puerta de madera se estremecía por efecto de lo que la estuviera golpeando por el otro lado. Por la puerta que daba a la sala, Devlin vio el bailoteo de las llamas antes de sentir otra explosión, una llamarada y una explosión más. No pudo acercarse a la sala, porque sintió la voluminosa barriga de Coley en la espalda, y un empujón que la lanzaba por el pasillo, camino de las escaleras.
-¡Vete!
Coley se coló entre las llamas que salían de la puerta. En cada uno de sus recios puños de labrador enarbolaba uno de los barrotes de hierro que antes habían saltado de las ventanas. Vinnie López cojeaba por el corredor, siguiendo los pasos de Sapo.
Devlin se quedó sola.
La puerta retemblaba bajo una andanada de frenéticos empellones.
Devlin sacó el revólver del bolsillo, colocó el percutor en su sitio y retrocedió por el pasillo hasta entrar en la sala de los enfermos.
Allí dentro, varios charcos de gasolina ardían y proyectaban llamas y nubes de humo grasiento, y entre las llamas y la humareda, los hombres luchaban unos con otros como animales salvajes. Por todo el pasillo, entre las camas, o bien atrapados sobre colchones ensangrentados, bajo las ventanas reventadas por las que entraban uno a uno los asaltantes, los hombres lanzaban navajazos, patadas, golpes a ciegas y puñetazos en una lucha sin cuartel.
Wilson reventó la botella que empuñaba contra el rostro barbudo de uno de los agresores, y usó la botella rota para alcanzar de lleno la entrepierna del otro. Cuando éste se doblaba por la cintura, Wilson lo arrojó de bruces contra uno de los charcos ardientes. El alcohol derramado por su barba prendió en el acto, y el hombre se revolvió por el suelo con la cabeza en llamas.
Galíndez alzó un brazo para parar el golpe de una palanca, y Devlin oyó cómo se le partían los huesos a la vez que daba un paso al frente, con el destornillador afilado en la otra mano, para perforar repetidamente, con frenéticos movimientos, las tripas del otro.
Uno de los enfermos, vestido con el pijama reglamentario de la enfermería, aferró por las rodillas a un hombre en uniforme de preso y lo derribó por el suelo. Deano Baines cayó sobre él con unas tijeras en la mano, cosiéndolo a puñaladas en el pecho. Otro le partió el cráneo a Deano, y Klein agarró al agresor por detrás, sujetándolo por la cabeza hasta partirle el espinazo y arrebatarle el cuchillo de carnicero que llevaba en la mano. Y dos individuos, armados uno con cuchillo y otro con cadenas, entraron por las ventanas y cercaron a Klein. Este se deshizo del primero con el cuchillo, dándole antes un patadón en el vientre, de modo que el agresor cayó sobre una cama. El otro esgrimió la cadena y no alcanzó a Klein en la cabeza, pero sí le golpeó en el hombro. Por la camisa rasgada asomó la carne ensangrentada. Klein dio medio paso y barrió al tío de la cadena de una seca patada a la altura de los tobillos, al tiempo que se lanzaba sobre él, rugiendo, con el cuchillo de carnicero en la enano, que ella vio subir y bajar sobre el de la cadena, hasta el punto de que le seccionó de un tajo el cuero cabelludo, la oreja y la mitad de la cara, que quedaron pendientes en un colgajo obsceno sobre sus dientes sangrientos y expuestos a la vista. El del cuchillo dio un paso atrás y atravesó con el arma el bíceps de Klein de parte a parte. Su cuchillo de carnicero cayó al suelo. Antes de sentir todo el dolor, Klein lanzó un gancho y con el puño le partió la nariz al hijo de puta. Ágil como un bailarín, Klein sujetó al individuo por la muñeca y lo obligó a dar la vuelta en redondo, inmovilizándolo un instante antes de partirle el codo al golpearlo con la rodilla. Le arrebató el cuchillo y le enseñó la hoja antes de hincársela por detrás de la clavícula, hasta el intestino. Devlin apartó la vista.
Descubrió a Galíndez, ovillado en el suelo para protegerse de la lluvia de patadas y garrotazos que le propinaban dos presidiarios. En ese momento, Reuben Wilson se lanzó a por ellos y soltó la combinación de cinco puñetazos más rápida que Devlin hubiera visto en su vida: ganchos de izquierda al hígado y al cuello, un directo demoledor a la cabeza, otro directo de izquierda a los huevos, y un último uppercut al mentón, con el cual fundió el sistema nervioso del preso. No obstante, al descargar ese último golpe Wilson, tuvo un espasmo y cayó hacia delante, ya que algo se había quebrado en su interior; el otro presidiario esgrimía un madero con el que había asestado un golpe terrible en la nuca de Wilson, que cayó de bruces junto a Galíndez, no sin tantear el suelo con los brazos estremecidos. Cuando Coley levantó sus dos barrotes para quitar de en medio a ese tío, Horace Tolson agarró los barrotes y se los arrebató a Coley. López lanzó su frágil cuerpecillo contra el monstruoso corpachón de Tolson, con un escalpelo que le buscaba el gaznate, pero Tolson se lo quitó de encima como si fuera una mosca incómoda. Coley se dio la vuelta para hacerle frente, y en ese instante Tolson descargó ambas barras de hierro sobre las clavículas de Coley. Los dos brazos le quedaron colgando inertes a uno y otro lado del torso. Tolson alzó de nuevo los barrotes. Klein le arrojó el cuchillo y se lanzó a la carga. El arma golpeó a Tolson en el esternón y rebotó sin clavarse.
Devlin se dio cuenta de que estaba mirando a Tolson a la vez que lo encañonaba con su revólver; antes de que pudiera disparar, Klein se abalanzó sobre él y le clavó los dedos de la mano derecha en los ojos, a la vez que con los antebrazos hacía presa en su cuello y con una rodilla golpeaba frenéticamente la entrepierna y el abdomen de Tolson. Con los ojos fuera de las cuencas, colgados sobre las mejillas y sujetos por un hilo, Tolson soltó los barrotes y envolvió a Klein con ambos brazos. Klein se arqueó al sentir que algunas costillas se le tronzaban como si fueran palitos de pan reseco; hasta la columna vertebral amenazaba con partírsele. El robusto cuello de Tolson era excesivamente fuerte para los brazos de Klein. El gigante inclinó la cabeza hacia atrás y aulló con la rabia y el dolor de la ceguera. Klein dejó los brazos inertes al tiempo que Tolson los sacudía como un salvaje, de un lado a otro; Devlin no podía disparar por miedo a dar a Klein, así que corrió saltando por encima de los cuerpos que tapizaban el suelo, con la intención de alcanzarlo. Vinnie López saltó en ese momento a la espalda de Tolson, sujetándose con las piernas a Tolson y a Klein a la vez, y los tres bailotearon de ese modo grotesco, tambaleándose por el pasillo entre el humo, como si fueran un único mutante con tres bocas que soltaban alaridos sin cesar. Vinnie asió a Tolson por el cuello. Rebrilló el escalpelo. A continuación una catarata roja sederramó sobre Klein en el momento en que la garganta de Tolson se partía, con la traquea seccionada y borboteante, a la vez que un último y despavorido aullido salía de sus pulmones y el mutante se desplomaba trazando una larga y lenta parábola.
En el patio se oyó una serie de disparos y unos golpes sordos. Una nube de vapor nubló las ventanas. Un presidiario silueteado en uno de los marcos reventados hizo un brusco movimiento antes de gritar y desaparecer de la vista. A Devlin la cegó un intenso dolor al tiempo que se le iba la cabeza hacia un lado y oía la palabra «zorra» justo antes de sentir un puñetazo en el vientre. Trastabilló hasta dar contra la pared. Notó una sal cálida en los labios, la sangre que le empapaba la camisa. Recuperó el equilibrio y en medio de la humareda vio que Cojo Cotton se encaminaba hacia ella, algo impedido por su pierna escayolada y con los tatuajes estremeciéndose de puro odio. Devlin no había perdido de vista a Earl Coley, que se estaba poniendo trabajosamente en pie, con sus brazos inútiles y de espaldas a Cotton. Cojo introdujo la mano en el bolsillo de Coley y le arrancó las llaves, para arrojárselas al preso que esgrimía el madero. Klein se las arregló para salir de debajo del cadáver de Tolson. Cojo dio la vuelta a Coley y lo apuñaló en el abdomen.
-¡Negro gordo de mierda! ¡Negro gordo de mierda!
Con cada «mierda», el Cojo lo apuñalaba una y otra vez. Coley simplemente lo miraba sin parpadear, sin retroceder. Devlin se lanzó a por él, tambaleándose entre las llamas. Una bomba lacrimógena cayó a sus pies, formándose un manantial de humo cegador, a la vez que sentía una ola de calor en la pierna. Saltó por encima de la bomba y siguió adelante.
-¡Negro gordo de mierda!
Devlin se secó las lágrimas y la sangre de los ojos con el dorso de la mano, e introdujo el cañón del revólver en la oreja de Cotton. Este hizo ademán de volverse; su odio se había convertido en pavor. Devlin apretó el gatillo y le voló la tapa de los sesos. Se oyeron más disparos en el patio. Coley empezó a derrumbarse. Klein de pronto se plantó a su lado; lo tomó de la mano y se echó el brazo sobre los hombros, entornando los ojos para protegerse del gas. Por la puerta del pasillo Devlin vio que el preso tentaba la cerradura con las llaves de Coley. Apuntó y disparó. El preso se encogió al ver que las astillas saltaban de la puerta y le daban de lleno en la mejilla. Devlin se lanzó corriendo a por él. Tropezó con alguien que había en el suelo y cayó sobre ambas manos. La pistola se le escapó y salió disparada hacia la puerta. Se lanzó a por ella, la agarró, se puso de rodillas, de pie, con los pulmones abrasados; vio que el preso ya tenía la llave introducida en la cerradura y que la estaba girando. Cuando Devlin le colocó la pistola en la cabeza y disparó, la puerta se abrió de golpe hacia dentro y la arrojó por el pasillo. Con una mano se sujetó al marco de la puerta del dispensario y se sostuvo. Parpadeó desesperada, ansiosa por aclararse la visión.
Por la puerta de madera había entrado Bubba Tolson. Detrás de él asomaba una cabeza sin pelos, cubierta de ampollas y de costras, con un solo ojo reluciente.
-¡Espero que tengas el culo bien prieto, doctora!
Tras ellos dos, los uniformes azules de los presidiarios ocupaban todo el pasillo. De nuevo se le hizo borrosa la visión. López salió dando tumbos, a ciegas, y arremetió contra Bubba, que sujetó conuna sola mano la cara de Vinnie antes de estamparle el cráneo contra la pared. Cuando Vinnie cayó al suelo, Devlin se dio la vuelta y echó a correr.
-Tráesela a papaíto, Bubba!
Sintió pasos bien sonoros y pesados que la seguían de cerca. Resbaló y subió a trompicones el primer tramo de escaleras; al respirar, le silbaban y le ardían los pulmones irritados por el gas. La puerta del Pabellón Travis, cerrada; rostros angustiados que chillaban allí dentro. Los pasos retumbaban en los escalones. El pasillo. De nuevo se le hizo borrosa la visión. Allá delante, la puerta. Las llaves. Se metió la mano en el bolsillo y sacó las dos llaves; se obligó a recordar cuál era la buena. Empujó la puerta con el hombro, estaba abierta, entró. Cierra la puerta y échale el pestillo, se dijo. Los pasos que la seguían iban a la carrera; un rostro colorado y barbudo le cerró la puerta en las narices. La puerta le estalló inmediatamente en la cara. Cayó en los peldaños de la última escalera, que fue subiendo de espaldas, arrastrándose, a la vez que Bubba se arrojaba a por ella, sus gruesos dedos a punto de sujetarla por el tobillo. Ella se volvió a toda prisa y echó a correr hacia arriba. Se cambió las llaves de mano. La puerta de arriba estaba abierta. La atravesó, cerró de golpe. Introdujo la llave en el cerrojo, la giró y se puso a rezar. Los dos pasadores quedaron fijos en su sitio. Vislumbró un puño que atravesaba la puerta por entre los pasadores.
Perdió el conocimiento.
Al volver en sí estaba en el suelo, aturdida. Se volvió. Bubba había introducido la mano por los pasadores y estaba girando la llave. Debía de haberla dejado sin conocimiento sólo unos instantes. En el momento en que Bubba abría la puerta, Grauerholz apareció detrás de él. Devlin se puso en pie. Aún tenía la pistola en la mano, pegada al costado. Bubba se acercaba a ella con paso lento y cansino. Devlin parpadeó y retrocedió. Todavía estaba aturdida. Le quedaban dos balas, o una al menos. No recordaba si había oído el clic de la cámara vacía. No, le quedaban dos. Bubba se acercó más a ella. Una mole inmensa. Sólo un disparo en la cabeza lo detendría. Dejó de retroceder y se concentró en no disparar el arma hasta tener total certeza de que no iba a fallar.
-No vas a matar al bueno de Bubba con mi pipa, ¿verdad que no, doctora?
No prestó atención a la voz sibilante de Grauerholz. Bubba vio la pistola en su mano y frenó su avance. Grauerholz asomó detrás de él.
-No va a disparar, Bubba. Mírala a los ojos. ¡Y mira qué tetas tiene! ¡Mmm!
Bubba extendió las manos hacia ella y de nuevo avivó el paso. Cuando estuvo a menos de dos metros, Devlin se plantó y alzó el revólver antes de alcanzarlo en medio de la frente. Bubba aún dio un paso más y Devlin sintió que sus manos aferraban sus senos y la empujaban hacia atrás. Se apagó la luz en los ojos mortecinos de Tolson y exhaló un fétido y último suspiro en su cara. Ella dio de espaldas contra la pared, mientras el rostro de Bubba le caía sobre el hombro. Por encima de él vio un ojo frenético en un rostro desfigurado; el otro seguía moviéndose bajo los párpados pegados. Bubba cayó hecho un guiñapo a sus pies y entonces sintió un agudo dolor en la muñeca que le retorció brutalmente los dedos.
Grauerholz dio un paso atrás con el arma recuperada en la mano izquierda. Se secó la nariz con el muñón toscamente vendado del brazo derecho.
-Bueno -dijo antes de soltar una risilla-, vamos a ver por fin cómo te quitas las bragas.
En un visto y no visto, pensó que sólo tenía dos opciones: seguirle la corriente o humillarlo. Oyó un ruido procedente de la escalera. La cara angelical de Grauerholz la ayudó a tomar la decisión casi sin pensarlo.
-¿Por qué? ¿Qué piensas hacer, Héctor? ¿Me vas a follar con ese muñón que tienes, o qué?
Grauerholz parpadeó y dio un paso atrás.
A sus espaldas apareció Klein por la puerta. Venía cojeando, con los ojos inyectados en sangre. En la mano sostenía una barra de acero. Echó a caminar dolorosamente por el pasillo.
-Seguro que me lo paso mejor con el muñón que con esa verga diminuta que tienes -se mofó Devlin.
Pasó por encima del cadáver de Tolson y avanzó hacia él. Grauerholz dio otro paso atrás.
-Venga, Héctor. Enséñame ese pito tan mono que tienes, ¿eh? ¡Mmm!
Grauerholz se lamió los labios con evidente nerviosismo.
-Hay que ver; para ser una doctora, eres una deslenguada del copón.
Klein no había hecho ni un ruido, pero Grauerholz de pronto se puso de costado y se dio la vuelta. Apuntó el arma al pecho de Klein; éste se quedó helado. Grauerholz miró a Klein como si acabara de ver a un fantasma. Klein hizo un gesto para señalar el revólver que Grauerholz tenía en la mano.
-¿Quieres que te lo quite otra vez, Héctor? -le dijo.
A Grauerholz le temblaron los labios; Devlin pensó que iba a matar a Klein allí mismo. Tal vez ésa fuera la intención de Klein, que la última bala fuese para él. En menos de un segundo, mil posibilidades se le pasaron por la cabeza, mil frases que sirvieran para que Grauerholz de nuevo concentrase en ella toda su atención o, por el mismo precio, para que apretase el gatillo. Instintivamente optó por el silencio. Ese interminable segundo se prolongó hasta ser dos, y luego tres. Grauerholz soltó una risita y de nuevo miró a Devlin.
-Mira quién ha venido, doctora. Hoy debe de ser mi día de suerte.
Klein se echó a reír.
-¿Tú te has mirado últimamente al espejo? Klein se sujetó las costillas con una mano y dio dos pasos al frente.
-Corta el rollo.
Grauerholz amartilló el revólver y Klein se quedó helado. Devlin vio que medía la distancia con la mirada. Aún estaba a casi cinco metros.
-Te voy a pegar un tiro en las tripas, Klein. Y mientras te quedas ahí tirado, muriéndote de risa mientras te cagas encima, podrás ver cómo le pego un tiro a tu novia en todo el coño.
Klein relajó los músculos y Devlin se dio cuenta de que iba a actuar, al tiempo que supo que, si se lanzase contra él, Grauerholz apretaría el gatillo no una, sino varias veces.
-El revólver está descargado, Héctor -dijo ella-. No quedan balas. La última se la ha llevado Bubba.
Grauerholz se rió.
-Anda, no me jodas. Puede que tenga la verga pequeña, pero no soy un gilipollas, ¿sabes?
Ella comenzó a caminar hacia él con toda la calma del mundo.
-Tómate todo el tiempo que quieras, Klein, antes de acabar con él -dijo-. El revólver está descargado.
Grauerholz apretó el gatillo: el percutor hizo un ruido seco, agudo. Klein echó a andar hacia él sin apresurarse. Grauerholz miró el arma con incredulidad y le dedicó una estúpida sonrisa a Devlin. Empezó a retroceder para alejarse de los dos.
-Bueno, qué cojones -dijo Grauerholz-. Me habéis pillado. -Se encogió de hombros y colocó el cañón del revólver contra su cabeza, exactamente debajo de la oreja-. Supongo que a fin de cuentas hoy no es mi día.
Grauerholz apretó el gatillo y se voló la parte inferior de la mandíbula.
Tras la perplejidad, se recuperó. Su único ojo tembló, mirando con incredulidad el arma humeante que sostenía en la mano.
-No -dijo Devlin-. Mucho me temo que no es tu día.
Grauerholz soltó el revólver, cayó de bruces y quedó tendido, regurgitando sonidos incomprensibles con lo que le quedaba de lengua. Se oyó un estruendo metálico en el momento en que Klein soltó la barra de acero y se dobló sobre la cintura, presa del dolor. Devlin se acercó y lo sostuvo con una mano a la altura de los riñones.
-Suerte que he llegado a tiempo -jadeó él-. Si te hubieras tirado a Hector Grauerholz, la verdad es que sí habría empezado a ponerme celoso.
Se oyó ruido de pasos por la escalera; un par de rifles asomaron por los barrotes.
-¿Klein? ¿Eres tú, listillo de los cojones?
El capitán Cletus asomó por la puerta. Vio a Devlin y volvió a mirar para asegurarse de que no le engañaba la vista.
-¡Joder!
Mein se enderezó.
-¿Dónde hostias se había metido? -dijo.
-Estaba viendo una película de Doris Day -gruñó Cletus-. ¿Se encuentra bien, doctora Devlin?
Ella asintió.
-De haber sabido que estaba usted aquí dentro, la habríamos sacado hace muchas horas. Lo lamento mucho. -Cletus abrió uno de los múltiples bolsillos del uniforme y sacó una bolsa de papel herméticamente cerrada. La rasgó y extrajo una venda esterilizada que entregó a Devlin. Ella no supo por un momento para qué era. Cletus le señaló la mejilla. Se había olvidado de que estaba sangrando. Se aplicó la venda en la mejilla, aunque no sentía ningún dolor.
-Gracias, capitán.
-¿Y la mía? -dijo Klein.
-A ti que te jodan, Klein. Te la has jugado, y puede que te caigan diez años en una celda de aislamiento por todo este follón.
Guiñó un ojo a Devlin, miró luego a Tolson y al bulto medio calcinado y regurgitante que se movía en el suelo. Hizo un gesto hacia sus hombres.
-Deshaceos de esa basura.
Mientras los guardias sacaban los cuerpos a rastras, Cletus miró a su alrededor, calculando qué había pasado en aquella sala desierta y repleta de telarañas.
-Joder-dijo-, vayámonos de aquí.
Al salir, Devlin se guardó la llave que seguía introducida en la cerradura.
32
Mientras los guardias apagaban el incendio del Pabellón Crockett, Devlin y Klein ayudaban a evacuar a los hombres del Pabellón Zravis. Vigilada por los tiradores apostados en la torre oeste del muro perimetral, una delgada hilera de presidiarios atravesaba el patio para desembocar en la puerta principal bajo los poderosos haces de los focos. En los peldaños de entrada a la enfermería, al marcharse, Klein y Devlin encontraron sentado a Earl Coley, que veía salir a sus pacientes. Su ropa blanca de faena estaba recubierta por un espeso delantal de sangre y respiraba entrecortadamente. Llevaba el brazo izquierdo sujeto con los botones de su camisa en un tosco cabestrillo. Con la mano derecha aferraba el ejemplar enrollado de la revista color verde. Klein lo miró; Coley parpadeó con cansancio.
-¿Ha salido el último ya? -preguntó Coley. Klein asintió.
-Tendrías que haber salido tú el primero.
-Les hacían falta las camillas. Pensé que era mejor esperar y asegurarme de que todos estuvieran bien.
Coley miró de reojo a Devlin, su cara ensangrentada, y Klein cayó en la cuenta de que también los había estado esperando a ellos.
-¿Llegas tú solo a la puerta o tendré que cargar con tu culo de jodido negro? -dijo Klein.
Coley espiró muy lentamente, para dominar un espasmo de dolor. Sacudió la cabeza.
-Hace años que no atravieso ese maldito patio. No tengo ninguna razón para hacer ahora el esfuerzo. -Sonrió a pesar de otro aguijonazo de dolor-. Creo que me quedaré un rato aquí.
Klein era consciente de que no podría mover a Coley en contra de su terca voluntad, especialmente ahora que se estaba muriendo. Especialmente ahora que el propio Coley lo sabía. Klein no pudo siquiera entablar la pelea, pues Devlin señaló hacia el muro más alejado, por encima de las galerías.
-Parece que ya empieza a amanecer -dijo. Klein aguzó la vista. Se notaba un levísimo anuncio de luz en el cielo color índigo.
Coley entrecerró los ojos para mirar hacia donde ella apuntaba.
-Creo que tienes razón -dijo.
-Si no fuera por el muro, se vería mucho mejor -dijo Devlin.
Coley y ella se miraron a los ojos. Fuera lo que fuese lo que sucedió entre ellos dos en ese instante, Klein no pudo seguirlo.
-Bueno -le dijo Coley un momento después-, ¿es mucho pedir que le echen una mano a un viejo con los brazos rotos, o qué?
Lo pusieron en pie entre los dos. Coley apretó los dientes y comenzó a arrastrar los pies poco a poco por el sendero de cemento que atravesaba el patio a la sombra del muro principal. Tres veces tuvieron que hacer un alto para que Coley contuviera un espasmo de dolor, y en las tres ocasiones Klein pensó que iba a morirse, aunque Coley maldijo y bufó como una puta vieja, que es lo que era, antes de proseguir el camino apoyado entre los dos. Y por fin atravesaron el túnel, paso a paso, hasta asomarse a la puerta principal.
Allí dentro, un caótico remolino de heridos y enfermos era atentamente vigilado por unos cuantos guardias confundidos y armados hasta los dientes.
Había tres ambulancias a la entrada, y los equipos médicos se ocupaban de los heridos. Poco más adelante, el portón de acero estaba abierto; una cuarta ambulancia avanzaba con precaución. Más allá, el último obstáculo de los portones reforzados de hierro estaba cerrado a cal y canto.
-Si me detengo ahora no creo que me pueda poner en marcha nunca más -susurró Coley.
Devlin descubrió a Galíndez, que fumaba uno de los cigarros de Cletus mientras hacía gestos de asentimiento al capitán que le estaba hablando. Echó a correr hasta la zona de recepción y Klein y Coley siguieron su camino trabajosamente. Coley apoyaba todo su peso en el brazo de Klein, y su pecho emitía un sonido tosco al respirar. A Klein le invadió la necesidad de decirle a Coley todas las cosas que nunca le había dicho, y sintió una prisa terrible que, al mismo tiempo, le pareció puro desatino.
-Quería decirte, Sapo…
-No me digas nada -dijo Coley-. Ya lo sé, ya lo sé. -Carecía de la fuerza necesaria para levantar la cabeza y mirar a Klein. Sonrió sin dejar de mirar el suelo de cemento que tenía delante-. Soy una vieja puta, ¿no es eso?
-Eso es -dijo Klein después de tragar saliva.
Atravesaron la puerta de acero que estaba abierta y Klein echó un vistazo por encima del hombro. En la zona de recepción vio a Devlin en el momento en que fulminaba a Cletus con los ojos y vociferaba algo que Klein se alegró de no poder oír. Cletus se rascó la nuca mientras la miraba con expresión afligida, al final asintió y habló por la radio. Devlin echó a caminar hacia Klein, Klein reanudó la marcha. El portón estaba a sólo seis metros de él.
-Yo también tengo algo que decirte -dijo Coley-. Puede que te importe.
-¿De qué se trata?
-Nev Agry es seropositivo -dijo Coley-. Está infectado.
-¿Cómo? -dijo Klein.
-Me pidió que le hiciera la prueba, hará ya unos cinco años. Fue mucho antes de que aparecieras tú.
-Nunca me lo habías dicho.
-No era asunto tuyo, qué cojones.
-¿Claude también es seropositivo?
-Por lo que yo sé, nunca se ha hecho la prueba.
A medida que Klein digería la noticia, zumbó un motor eléctrico y el portón comenzó a abrirse hacia ellos. Devlin los alcanzó. Cuando las dos hojas del portón terminaron de abrirse, el sonido de un coro de pájaros les llegó transportado por una brisa de dulce olor. Maldita sea, se dijo Klein, al final resulta que sí había pájaros, por más que no sean gaviotas. Coley avivó el paso, inclinando la cabeza sobre el pecho. Tres pasos más y estarían fuera.
Estaban fuera.
El portón se abría en el ápice más al sur del muro hexagonal. Desde allí se veía sin estorbo el llano que llegaba hasta los árboles que flanqueaban los recodos del río Verde. En el horizonte, sobre las copas de los árboles, una franja de cielo color rojo claro se fundía con el púrpura y el gris, hasta mezclarse con la negrura coloreada de índigo que cubría sus cabezas.
-El cielo enrojecido al amanecer -murmuró Coley-. Maldita sea. -Se soltó del brazo de Klein-. Creo que me voy a dar un paseo.
Klein le dejó soltarse y vio con el corazón en un puño cómo su amigo daba tres pasos inseguros hacia el sol naciente. Se disponía a dar el cuarto cuando a Coley le fallaron las piernas y su corpulenta naturaleza se desplomó. Klein y Devlin acudieron corriendo a su lado.
-Ayudenme a sentarme -susurró Coley.
Lo alzaron entre los dos. Coley se encogió de dolor. Jadeaba penosamente, apenas consciente. Se esforzó por concentrar la mirada en Devlin. Alzó la revista que aún llevaba apretada en un puño y se la puso en las manos. Las páginas estaban ensangrentadas.
-Quisiera que mi familia llegue a saber que no he sido sólo un… -Calló a la vez que vomitaba sangre y se estremecía, abriendo la boca para inhalar el aire.
A Devlin le corrían las lágrimas por la cara sin que ella hiciera nada por contenerlas.
-Los encontraré -le dijo-. Lo prometo.
Coley la miró, sonrió y asintió. Devlin miró de reojo a Klein. Luego se acercó a Coley, lo besó en los labios ensangrentados y regresó caminando al portón. Klein y Coley se quedaron a solas, mirando el sol.
-Pasajeros, al tren -dijo Coley. Agarró a Klein por la mano y se la estrechó-. Me alegro de que los dos hayamos cogido el tren el mismo día -añadió.
A Coley se le nubló el rostro y Klein asintió. No podía hablar. Le dolían las mandíbulas de tanto apretarlas. Los ojos amarillentos y enrojecidos de Coley parpadearon con la lentitud de siempre por última vez. Aspiró con fuerza por las fosas nasales.
-Joder, qué bien huele -dijo.
Entonces su cabeza, esa gran roca negra, cayó inerte sobre el pecho y Sapo murió.
Cuando el estrépito que invadía su interior se acalló y sosegó, Klein tendió a Coley en el suelo y se puso en pie. Un convoy de vehículos recorría el último trecho del camino hasta llegar a la cárcel. Eran unidades de la Guardia Nacional, pero a Klein ya no le importaba mucho. Miró a Coley, contempló su rostro ajado y sereno en la muerte, después se dio la vuelta y regresó hacia al portón.
Devlin lo estaba esperando.
-Gracias -le dijo él.
Ella asintió con un gesto. El túnel era un hervidero de guardias que les gritaban y se hablaban a gritos mientras las camionetas de la Guardia Nacional rugían camino de la puerta. Volvieron al caótico vestíbulo de recepción, donde Reuben Wilson agarró a Klein del brazo.
Detrás de Wilson estaba Víctor Galíndez.
-Cletus va a dar la orden de que el ejército entre por la fuerza, tío. -Ligeramente flexionado, Wilson sostenía un brazo sobre el tórax. Tenía cuajarones de sangre en el pelo.
Klein miró a Galíndez.
-¿Cletus? ¿Y dónde está Hobbes?
-Lo han destituido -contestó Galíndez-. Por enfermedad.
-Fenomenal. ¿Y por qué el ejército?
-Stokely Johnson tiene acorralados a Agry y a cincuenta o sesenta de sus fieles en la galería D. Stokely y los suyos están dispuestos a pegarles fuego. Conozco a Stokely -dijo Wilson a la vez que se daba unos golpecitos con el dedo índice en la sien-. No tiene más que serrín en la sesera. Y lo hará, seguro que lo hará.
-Por mucho que me esfuerce -dijo Klein-, eso no podría importarme menos de lo que me importa.
-Agry se ha parapetado con todos los rehenes -dijo Galíndez-. Son doce.
-Pues lo siento mucho por ellos -repuso Klein.
-Johnson no se avendrá a razones a menos que Agry lo haga -dijo Wilson-, y eso con suerte. Ese mamón de mierda le ha hecho unas cuantas putadas.
Lo sé -dijo Klein-. Yo estaba allí.
-Si Johnson le pega fuego a la galería D -intervino Galíndez-, a Cletus no le quedará más remedio que dar entrada al ejército.
-Un baño de sangre, tío -dijo Wilson.
-Y todo eso… -dijo Klein- ¿qué tiene que ver conmigo?
-Puede que yo consiga convencer a Stoke -dijo Wilson-, pero sólo si Agry se rinde primero.
-Tú no vas a volver ahí dentro -dijo Klein.
Wilson lo miró.
-Son mi gente, Klein. -Wilson miró un instante a Devlin-. O puede que sólo sean sacos de mierda.
Klein no dijo nada. Al darse cuenta de lo que se le venía encima, miró a Devlin en busca de su apoyo moral. Ella le sostuvo la mirada, inquieta, y luego se volvió a Galíndez y a Wilson.
-No lo entiendo -dijo-. Agry no tiene por qué hacerle más caso a Klein que a cualquiera de ustedes dos.
Wilson percibió la inquietud que la dominaba y asintió.
-Puede que tengas razón. -Miró de reojo a Klein.
Cuando el sentido del legado que Earl Coley le había dejado insensatamente en herencia comenzó a clarificarse en su mente, Klein se dio cuenta de que Wilson lo leía en su cara. Y comprendió que no podía escabullirse.
-Eso no es exactamente cierto -dijo Klein-. No sé si te lo he dicho alguna vez, pero Coley era una vieja puta.
Devlin lo miró con pavor.
Klein hizo un gesto a Wilson.
-Estoy contigo dentro de un minuto.
Wilson miró a Devlin. Una expresión de culpabilidad asomó en su cara cuando percibió la angustia en el rostro de Devlin. Galíndez y él se marcharon.
-¿De veras crees que puedes hacer algo?
-Antes de morir, Coley me dijo que Agry es seropositivo.
Klein suspiró y se frotó la cara. Las palmas de las manos, desolladas, ya no registraban la aspereza. Las costillas y la espalda eran una borrosa masa de dolor. La florida de cuchillo, en la pierna, se le había tensado. Y estaba extenuado.
Si la gente de Agry se enterara de eso, dudo mucho que siguiera empeñada en caer definitivamente con él.
Devlin le acarició la cara y le hizo saber que estaba a su lado. Estaba a su lado. Al mirarle los ojos inyectados en sangre, la cara sucia y los cortes que tenía en las mejillas, Klein supuso que nunca había estado más guapa.
-No digas nada -dijo él.
Ella lo besó y él le devolvió el beso. Al cabo de unos momentos se encontró sonriendo como un estúpido; ella se apartó y lo miró.
-¿Qué sucede?
-Que acabas de ponérmela dura -dijo él.
Y Devlin también sonrió.
-Tráemela entera. Aunque no saques de ahí nada más. ¿Entendido?
Klein recogió a Reuben Wilson y los dos volvieron al patio por las puertas gigantescas, hacia la prisión.
33
Mientras se encaminaba despacio con Wilson hacia la entrada del Ala Polivalente, Klein vio a tres reclusos de raza blanca colgados del cuello de los barrotes más altos de la puerta. Ya más de cerca, Klein comprobó que a uno lo habían desnudado de cintura para abajo y vio que le habían cortado de cuajo la verga y los huevos. Wilson evitó los ojos de Klein. Entraron los dos.
Las luces estaban encendidas, y de haber querido examinar la carnicería y los desechos, Klein podría haberlo hecho mucho más a fondo que la última vez que había pasado por allí, con Hank Crawford a cuestas. Pero no quiso. Mantuvo la vista al frente con Wilson pegado a su izquierda. Pasaron por delante de un puñado de negros y de latinos que se abroncaban de modo amenazante. Mientras Wilson los dejaba atrás, algunos murmuraron su nombre. Al fondo del pasillo, un enjambre de reclusos se arremolinaba en torno a la torre central de vigilancia. A medida que se acercaban Klein reconocía los excitados, frenéticos gritos de los hombres. Desde la tarde del día anterior, las identidades de los hombres habían cambiado, también los colores de sus pieles, pero los impulsos más elementales seguían siendo los mismos. Klein se acordó de la ley de Boltzmann: el desorden siempre crecía dentro de un sistema cerrado. Se preguntó cuál sería la proposición contraria. Ahora que el desorden total había triunfado, ¿qué vendría a continuación?
A medida que aumentaban los hombres que habían reconocido a Wilson, a medida que se corría la voz, una oleada de excitación los precedía por donde fueran. Menudearon las sonrisas, los saludos, los puños que se alzaron a su paso. Allí donde Klein miraba a los ojos de un hombre, lo cual evitaba, no encontraba más que cólera y desconfianza. Llegaron al atrio y el gentío se hizo a uno y otro lado para dejarlos pasar. Sobre sus cabezas se elevaba la bóveda de cristal y el corredor que la circundaba. Las luces del atrio estaban apagadas, aunque la mortecina iluminación que procedía de las seis galerías daba luz suficiente. Se percibía un intenso olor a combustible. A pocos metros de la entrada a la galería D estaban amontonados varios bidones, muchos cubos y una de las enormes cacerolas de acero inoxidable que se usaban en la cocina llenos a rebosar de un líquido negruzco y espeso: todos los recipientes estaban llenos de gasóleo. En medio del gentío, muchos individuos fumaban porros y cigarrillos. Si no se incineraban ellos primero, estaba claro que iban a pagar a los hombres de Agry con la misma moneda. La reja de barrotes de la galería D estaba cerrada; tras ella, los hombres de Agry habían amontonado los colchones contra los barrotes, hasta la altura del pecho. Klein miró a los hombres que allí dentro impregnaban de agua los colchones, utilizando tazones y orinales. Tenían los rostros contraídos por la resolución de los condenados.
-¡Stoke!
Klein se volvió al oír el grito de Wilson. Se abrió un hueco entre la gente. A la entrada de la galería B, sentado en una silla giratoria instalada sobre uno de los carros de la lavandería, se encontraba Stokely Johnson. Tenía la nariz y los pómulos espantosamente hinchados en torno al orificio de entrada de la bala. Encima de la hinchazón, los ojos le relucían de maldad. Al ver a Wilson, su maldad se moderó un tanto, aunque no demasiado. Klein se quedó entre los hombres que habían formado un círculo y Stokely lo miró un breve instante sin reaccionar. Wilson le tendió la mano. Stokely asintió antes de estrechársela con fuerza y sólo un instante.
-Has puesto de rodillas a esos hijos de puta, Stoke. Stoke asintió de nuevo. Abrió la boca y habló muy despacio.
-La puerta de atrás de la D está cerrada a cal y canto. No tienen escapatoria.
-¿De dónde has sacado el combustible?
-Del tanque del generador.
-Has hecho bien, tío.
Stoke asintió. Siguió una pausa. Los hombres reunidos a su alrededor los miraban con impaciencia. Wilson se apartó del carro.
-Quiero que los sueltes, Stoke.
El gentío empezó a murmurar, a la espera. Stokely meneó la cabeza.
-Tuvimos a casi todos los imbéciles de la A en un puño, cagándose de miedo. Les di la posibilidad de salir y ser juzgados. Es mucho más de lo que ellos nos dieron. Al final, sólo los hijos de puta que quedan en la D están empeñados en morir.
Del gentío surgieron gritos de confirmación. Klein notó que se le erizaba el vello de los antebrazos. Wilson esperó a que el ruido se apagara.
-Ahí fuera está apostada la Guardia Nacional.
-Que se joda la Guardia Nacional.
Como intentes pegarles fuego a los boqueras que tiene Agry como rehenes, se pasarán a los nuestros por la piedra así de fácil. -Wilson hizo un gesto de masturbación con el puño ahuecado-. Dejarán escapar a los hombres de Agry para salvar a los rehenes, y luego entrarán a saco y apagarán el incendio con nuestra sangre. En esos camiones del ejército no hay un solo soldadito blanco que no se haya pasado la mitad de su puta vida soñando con un momento como éste: un montón de negracos encerrados y una buena razón para matar.
Stokely Johnson levantó la voz.
-No nos da miedo morir. ¡Pero a menos que demos la cara ahora, nadie sabrá nunca quiénes somos nosotros!
Wilson se acercó a los presos que les rodeaban con expectación y le quitó el pincho a uno de los presentes. Rajó el esparadrapo que le sujetaba el abdomen y se lo arrancó a tirones, con las dos manos. Mostró a todos los presentes la enorme cicatriz que le recorría el torso desde el esternón hasta la entrepierna.
-¡Pues mira quién soy yo! -dijo Wilson. Se oyeron murmullos y exclamaciones de asombro.
-Todos sabéis de dónde vengo.
Más murmullos de asentimiento.
-Esos hijos de puta nos pegaron fuego. Nos apalearon. Se mearon en nuestra puta cara cuando estábamos encadenados, de rodillas. Y lo volverían a hacer mañana mismo, y la semana que viene, y el año que viene, y el otro. Lo sé, lo sé mucho mejor que todos ustedes. Pero no son más que hombres. Hemos de ser más hombres que ellos.
Se volvió hacia Stokely.
-Esos somos nosotros.
Stokely observó las caras de los que tenía más cerca hasta que posó la mirada en Klein.
Esta vez un brillo reticente de reconocimiento apareció en sus ojos. Klein aguantó su mirada.
-¿Estás pensando en mandar al doctor ahí dentro? -preguntó Stokely.
-Él conseguirá que los tíos de Agry se rindan. Ante nosotros. Ellos empezaron todo esto. Nosotros lo terminamos. Lo terminamos bien, como ellos no se esperan que lo hagamos. Como ni siquiera sabrían terminar ellos. Los dejamos salir.
Wilson calló y recorrió con la mirada las caras que lo rodeaban. Estaban de su parte. Le hizo un gesto a Stokely.
-Si luego te apetece entrar a capar a Agry, voy contigo y te lo sujeto.
Fue suficiente. Stokely asintió. Y Klein vio que casi todos los rostros se volvían hacia él. Gracias, tíos. Cuánta amabilidad. Echó una ojeada hacia la galería D. Por encima de la barricada de colchones asomaban algunas caras de blancos que intentaban captar lo que allí se decía. Se dio la vuelta.
-Retiren a los vuestros de la puerta de atrás -dijo Klein.
Wilson asintió y llamó a uno de los suyos para darle instrucciones. Klein se encaminó hacia la galería D.
Por encima de los colchones amontonados asomó un hombre de cara alargada y gafas metálicas. Si en ese momento le fue posible sentirse mínimamente complacido, a Klein le complació encontrarse con Tony Shockner. Tal vez ni siquiera tendría que hablar con Agry, ni que mencionar su jodida infección. Shockner parecía preocupado, pero también alegre de encontrarse con él.
-Tony.
-Klein -le dijo Shockner-. ¿Cómo está el marcador, tío?
-Estáis a punto de perder por goleada en el último cuarto del partido.
Shockner asintió.
-Supongo que sí. ¿Crees que nos queda alguna posibilidad?
-Wilson está dispuesto a dejaros salir, si salen antes los boqueras.
-¿Nos fiamos de él?
-Te fiaste de Agry -dijo Klein-. No creo que sea mucho peor.
Shockner lo miró un buen rato por entre los barrotes; Klein se dio cuenta de la batalla que se estaba librando en el cerebro del joven.
-Semper fidelis -dijo Shockner.
Klein pensó en su padre y en la perversión del lema de los Marines que había realizado Agry, y de pronto montó en cólera.
-Siempre fieles mis cojones, Tony -dijo Klein-. Agry os ha jodido bien jodidos a todos. Le importa un pito lo que pase contigo, con Claude o con cualquiera.
-Nev es un tío duro y puede que se haya equivocado con todo este rollo, pero es un buen tipo. Pondría la mano en el fuego por cualquiera de nosotros.
-Agry se está muriendo -dijo Klein.
Shockner se quedó atónito.
-¿Me entiendes? -dijo Klein-. Va a morir de todos modos. Pronto. Por eso le importa un pito lo que pase.
-¿Y de qué se está muriendo? -preguntó Shockner.
-¿Qué más da? -dijo Klein.
-¿De cáncer? -insistió Shockner.
Al mirarlo a la cara, Klein se percató de que Shockner necesitaba a toda costa conservar como mínimo un poco de la lealtad y de la admiración que había invertido en Agry. Así como el brutal carisma de Agry había forzado a Claude a convertirse en su mujer, Shockner era como un hijo. A Klein en realidad le daba lo mismo qué necesitara, qué creyese Shockner. Sólo quería irse de allí. Asintió.
-Sí, cáncer. Se ha pasado con los Lucky -dijo-. Y no te olvides de que Semper fidelis, como tú dices, se supone que funciona en ambos sentidos. El está en deuda contigo. -Klein señaló las siluetas de rostros contraídos que esperaban a espaldas de Shockner-. Y tú estás en deuda con ésos.
Shockner tomó una decisión. Se alejó de los barrotes y llamó a sus hombres para darles instrucciones.
Klein colocó los antebrazos contra la puerta, apoyó la frente y sintió que le latía el pulso en todas las heridas que tenía en el cuerpo. Pensó que todo había terminado. Podía largarse sin más complicaciones y nada ni nadie se lo iba a impedir, ni siquiera su puta conciencia. De pronto, se sintió exhausto. Oyó que arrastraban los colchones empapados para retirarlos de la puerta. Le hubiese gustado tenderse en uno de ellos, húmedo o seco, y dormir. El portón principal quedaba a una distancia considerable. Estaba tan agotado que no podía ni caminar. Una siesta reparadora y se pondría como nuevo.
Volvió en sí sobresaltado en el momento en que la puerta de la galería se abría de golpe. Durante unos segundos, puede que unos minutos, se había quedado dormido de pie. Se apartó y se apoyó de espaldas contra los barrotes al ver que una fila de agotados, ensangrentados funcionarios de uniforme color caqui salían uno a uno de la galería D. Grierson, Burroughs, Sandoval, Wilbur, el resto de los rehenes le lanzaron miradas incrédulas y todavía temerosas. Después salió la gente de Agry, de uno en uno y por parejas. Éstos aún parecían más asustados, con los nudillos blancos de tanto apretarlas armas, según desfilaban por el hueco que se había abierto en la muchedumbre de los negros que los contemplaban iracundos. Klein se frotó los ojos; en los que todavía quedaban residuos de gas, bacterias y sabe Dios qué mierda. Había podido, joder, lo había conseguido. Era el guerrero shotokan. Era capaz de regresar al portón principal antes de caer en estado de coma. Si tuviera un colapso allí, a la entrada, Devlin estaría cerca y sabría cómo tranquilizarlo. Eso es. También ella había vivido un día durísimo, pero él había tenido que recorrer mayores distancias que ella, por terrenos mucho más escarpados, así que no dejaría de ser justo. Sólo tenía que reaccionar e ir paso a paso hasta el portón principal.
Se oyó un disparo.
Ni siquiera el ruido le sobresaltó, pero sí estaba lo suficiente despierto para sentir una náusea.
-¡Klein! -La voz de Agry, beligerante y alcoholizada-. ¡Deja que te vea, so mamón!
A su alrededor, casi todos los hombres se lanzaron al suelo. A Klein ese tipo de situaciones ya le daba igual. Tampoco habría servido de gran cosa. Se volvió lentamente y miró por entre los barrotes. El cuerpo de Shockner quedó tendido boca abajo en el centro de la galería. Tenía un orificio de bala en medio de la espalda. Klein se plantó ante los barrotes y se sujetó con ambas manos. Quiso seguir en pie al menos hasta que Agry le pegase un tiro.
-¿Qué te pasa, Nev? ¿Ya no te quedan maricones que asesinar?
Agry estaba frente a él, a unos nueve o diez metros, en el centro de la galería. Con la mano derecha, apuntando a Klein, empuñaba una automática de cañón recortado. Klein no distinguió qué arma era. En alguna de las estúpidas ensoñaciones que se le pasaron por la cabeza en los momentos más inoportunos, se dijo que debería interesarse por ese tipo de asuntos cuando saliera de allí. Perfecto. Podría convertirse en un apasionado de las armas de fuego.
-¿Todavía tienes el pistolín, doctor? -le gritó Agry.
-No -le respondió Klein-. Se lo devolví a Grauerholz.
-¿Sí?;Y cómo está Hector?
-No ha tenido un buen día. ¿Y tú?
-¿Yo? -Agry se echó a reír; su voz de borracho resonó contra la bóveda-. Pues ya sabes, doctor, me he montado una fiestecita.
-Un encantamiento tan extraño como el cielo azul -dijo Klein.
Agry recompuso el gesto.
-Sí, supongo que así ha sido.
El brazo con que empuñaba la automática cayó a su costado. Le hizo una seña con la otra mano.
-Ven para acá, doctor. Te invito a una copa.
Sin haberse parado a procesar que en realidad no tenía elección, Klein había comenzado a caminar con toda la firmeza de que era capaz por el pasillo central de la destrozada galería. Lo que en realidad faltaba para rematar el desastre era un buen holocausto. Agry echó el brazo sobre los hombros de Klein. Éste consiguió no desplomarse. Siguieron caminando hacia la celda de Agry.
-Qué joder, tío; se te nota en la cara que te hace falta un buen copazo. -A Agry el aliento le apestaba a bourbon.
-Te lo agradezco, Nev -dijo-. Has tenido un detalle espléndido al joderme bien jodido. Agry se desternilló de la risa.
-Tendrías que dedicarte al mundo del espectáculo, Klein. Además, tienes apellido de judío, ¿verdad?
-Más o menos.
-Ojo, a ver si me explico. Los mejores humoristas del mundo son judíos. Y también sirven para ser buenos médicos.
Klein, el guerrero shotokan, el amante, el héroe del Gran Asedio de la Enfermería, sintió de pronto una profunda depresión. Agry lo acababa de reducir a un compendio de abominables clichés. Desde la puerta de la celda de Agry, Claude Toussaint los miraba atentamente; iba vestido con ropa interior roja, liguero y todo el equipo.
-Eh, cariño -le llamó Agry-. Tenemos visita. Saca unos vasos limpios, anda.
-¿Se quedará a cenar? -preguntó Claudine.
A Klein la cabeza le dio vueltas. Tal vez Claudine tuviera razón: únete a las fantasías de Agry y estarás a salvo. Por un tiempo. La puerta posterior de la galería se abrió sólo dos palmos con un chasquido y un grupo de hombres de Agry, apiñados en el fondo de la galería, se lanzaron deprisa y corriendo hacia su salvación. Agry levantó el arma y disparó tres veces sin apuntar a nadie en concreto. Los hombres se diseminaron; dos de ellos cayeron retorciéndose y gritando.
-Gilipollas… -murmuró Agry. Se volvió a Claudine y sonrió-. Es muy amable por tu parte, cariño, pero no creo que tengamos tiempo. Adelante, Klein.
Se sentaron en torno a la mesa y Agry puso música en el magnetófono. Bob Wills y los Texas Playboys atacaron la introducción de San Antonio Rose.
Claudine sirvió whisky de marca en unos tarros de mermelada. Agry ofreció un Lucky a Klein. Si alguna vez iba a fumarse el último cigarrillo de su vida, no sería en compañía de Agry. Meneó la cabeza. Agry depositó la automática encima de la mesa y se echó al coleto un buen trago de licor. Hizo un gesto hacia la puerta.
-Esos gilipollas no se han enterado aún de qué va todo esto, pero tú sí que lo sabes. ¿No, doctor?
Klein dio un sorbo. Estaba bueno, aunque no tanto como el de Doherty. La pistola estaba un palmo más cerca de Agry que de Klein. Al otro lado de la mesa, Claudine era quien más cerca tenía el arma, pero no la estaba mirando. Miraba fijamente a Klein con los ojos como platos, y le hizo una mínima señal como si quisiera decirle que lo mejor era seguirle la corriente al muy chiflado hijo de puta.
Klein se encogió de hombros.
-No sé muy bien qué quieres decir.
-A ver cómo te lo explico. Fíjate cómo estás: has atravesado el infierno y los siete mares sólo para estar con esa mujer que tienes en la enfermería. Nunca pensé que pudieras salir con vida, pero allí tenías que estar. ¿Me equivoco?
-No -asintió Klein-. Así es.
Agry golpeó la mesa con la palma de la mano.
-Lo sabía, lo sabía. Somos iguales los dos, qué joder. Somos los únicos tíos en este puto trullo que se han enterado de qué va todo esto.
It was there I found, beside the Alamo,
Enchantnaent strange as the blue up above…
Mientras escuchaba la canción, Agry entrecerró los ojos. Con cada sorbo de whisky, la voz se le iba tornando más pastosa.
-El amor, Klein. Eso es lo único que cuenta. Es la única verdad. Todo esto… -Hizo un vago gesto con la mano, refiriéndose a la destrucción que los rodeaba-. Todo esto es por amor. Ella nunca me había creído del todo. -Miró a Claudine-. ¿Verdad que no, muñeca?
Claudine no se atrevió a contestar. Agry le acarició la mejilla y se volvió hacia Klein.
-Doctor, ¿has oído hablar del Taj Mahal, esa maravilla de la India? Seguro que sí.
Klein asintió.
-Bien, pues no es un palacio, ni un castillo, como suele pensar casi todo el mundo. Es una prenda de amor, un regalo que alguien construyó para su amada. Es una puta caja de bombones. ¿No te parece fantástico?
Klein asintió una vez más y dio un sorbo a su vaso.
-Este es el Taj Mahal que yo le he hecho a ella.
Se inclinó y besó a Claudine. Klein miró de nuevo el arma. Imposible. Y tampoco podía luchar con Agry mano a mano. No estaba en condiciones. Tenía que fiarse de Claudine. Mejor dicho, tenía que fiárselo todo a Claude.
-La cara que ha guiado a un millar de barcos por el mar -dijo Klein.
Agry se apartó de Claudine.
-Coño, eso me ha gustado -dijo Agry-. Muy fino, desde luego. Es grandioso.
-Me alegro de que te guste. Oye, Claude, ¿cuándo os conocisteis?
Claude lo miró de reojo.
-Aquí no hay ningún Claude -barbotó Agry.
-¿Cuándo fue? -repitió Klein.
-Yo llevaba unos seis meses en el trullo -dijo Claude con su propia voz-, así que debe de hacer ya unos cuatro años.
Klein miró a Agry a los ojos.
-Pues entonces ya sabías que tenías el virus -le dijo.
-¿Qué virus? -preguntó Claude.
-¿Por qué no se lo dijiste? -dijo Klein.
Se hizo una larga pausa: Agry miró a Klein, y su rostro de borracho saltó de una emoción a otra, zarandeado, a medida que se esforzaba por aguantar el envite.
-No era más que otro negraco como tantos, con piernas largas y bonitos labios, ¿no? -farfulló Agry-. ¿Qué más me daba? Además… -Se volvió hacia Claude-. Tú me ibas a abandonar, so zorra. En cuanto te dieran la puta condicional me ibas a abandonar. Yo te di…
-¿Eso te lo dijo Hobbes? -dijo Klein.
Agry apenas miró a Klein en el momento en que le dio un sopapo con el dorso de la mano. Klein cayó al suelo, y el suelo le sentó de maravilla; las losas de piedra le parecieron tan suaves como plumones de ganso. La pérdida del conocimiento le atraía como si cantase una dulcísima nana que le resonaba en los oídos. Por encima de ese zumbido, oyó vagamente la voz de Agry, que farfullaba empastada y atropellada.
-Yo te di todo lo que tenía, joder, te di lo mejor, te di mi puta vida. Yo te he hecho como eres, so zorra, y tú me lo agradeces largándote así. Ni siquiera te paraste a preguntarme, joder…
Klein estaba perdiendo el conocimiento. Tuvo la sensación de estar intentando dormirse en un hotelucho repleto de pulgas, con una ruidosa pareja discutiendo en la habitación de al lado. De pronto, una voz chillona de mujer, un alarido de rabia desatada, rasgó del todo su somnolencia, más eficaz incluso que el disparo.
-¡Tú me has pegado el sida, hijo de puta, maricón, soplapollas de mierda!
La última vocal se fundió en un increíble chillido de furia. El balbuceo con que contestó Agry se perdió bajo sus gritos.
-¡Lo sabías! ¡Tú lo sabías, y no te importó meterme mil veces tu verga asquerosa! ¡Y así durante años, maricón, maricona de mierda!
Klein se puso de rodillas. Se asió a los barrotes para incorporarse del todo. A sus espaldas oyó que las sillas se arrastraban, oyó un golpe sordo, los balbuceos de Agry cargados de remordimiento. Klein se dio la vuelta. Agry estaba arrodillado, con las manos entrelazadas delante de Claudine. Ella se había puesto en pie, y era más Claudine que nunca, con los ojos fulminantes. En la mano tenía la automática, con la que apuntaba el rostro lloroso de Agry.
-¡Pero si yo te quiero, Claudine!
Claudine le disparó tres veces en el pecho. En aquel espacio tan reducido, el ruido de los tiros fue ensordecedor. El olor de la cordita quemada llegó a las narices de Klein. Y eso fue todo. A fin de cuentas, fue Claudine y no Claude, al contrario de lo que había supuesto, la que supo armarse de la ira necesaria. Claudine arrojó el arma sobre la mesa y tomó asiento, con la mirada perdida. Al cabo de un momento, Klein volvió a oír con cierta claridad. Claudine se echó a llorar. Klein se acercó a ella y la abrazó.
-Lo malo -dijo Claudine entre sollozos- es que de verdad me quería. Nadie me había querido como él.
-Sí -dijo Klein-. Es una putada.
Claudine alzó los ojos por ver si lo decía en serio; Klein se encogió de hombros y esbozó una sonrisa.
-Qué demonios, Claude. Vayámonos de aquí antes de que la Guardia Nacional nos fría como a dos conejos. Que aún tienes dos cojones, no te olvides.
Claudine se sorbió los mocos y se secó la nariz. Y en un visto y no visto, desapareció para siempre. Claude se arrancó el sostén rojo.
-Mierda. Si los hermanos me ven así, no les hará ninguna falta la Guardia Nacional. Se morirían de la risa los muy hijos de puta.
Comenzó a quitarse las bragas y se detuvo, algo azorado.
-Ve delante -le dijo-. Me cambio en seguida.
Klein cogió el arma y extrajo el cargador. Se guardó las municiones sobrantes en el bolsillo y salió. La galería estaba desierta. Los hombres de Agry habían desertado. En el portón estaba Wilson con tres de los suyos.
-Joder, tío, estábamos a punto de entrar a por ti.
Tras ellos, Stokely Johnson había sido transportado en el carro de la lavandería hasta un punto desde el que alcanzaba a ver la galería D. A espaldas de Johnson, el atrio estaba lleno de reclusos; habría aún varios centenares. Klein sacó las municiones del bolsillo.
-Agry ha muerto -dijo-. Ha sido uno de ustedes, Claude, el que lo hizo pedazos.
Arrojó las municiones a pies de Stokely. Este bajó los párpados mostrando de mala gana su respeto.
-Podríamos ir a celebrarlo con unas cervezas -dijo Wilson.
Klein sonrió, pero algo captó su atención y alzó la mirada.
-Todavía no -dijo.
En el corredor que circundaba la base de la bóveda de cristal, apareció el alcaide Hobbes por una portezuela en la juntura de las galerías B y C. Sin mirar abajo, Hobbes empezó a caminar por el corredor.
-¡Alcaide! -le gritó Klein-. ¡Todo ha terminado!
Su voz no se llegó a oír por culpa de las burlas y los silbidos de los reclusos. Hobbes llevaba algo en la mano izquierda que Klein no acertó a distinguir, tal vez un maletín. En cualquier caso, no era una ametralladora. Dio la vuelta entera hasta situarse encima de ellos, y allí se detuvo. Wilson levantó ambas manos para que se callaran los presidiarios, pero en el interior de todos ellos aún había mucha ira a la que era preciso dar rienda suelta. El griterío y las burlas siguieron sin cesar. Hobbes alzó la mano y apoyó el maletín sobre la balaustrada. No era un maletín, sino un bidón de cuatro litros de capacidad. Sin decir palabra, Hobbes desenroscó el tapón y se vertió el contenido del bidón por encima.
La gasolina rebotó en parte sobre el traje de Hobbes y salpicó a los hombres reunidos en el atrio. Unos y otros empujaron a los de atrás para quitarse de en medio. Klein sintió que le aleteaba el pánico en las tripas. El pánico se reflejó en la oleada que sacudió a todos. Las burlas se tornaron exclamaciones de miedo. Hobbes estaba empapado de gasolina. Klein miró a su alrededor y cayó en la cuenta de lo que otros ya habían comprendido poco antes. El combustible almacenado por Johnson estaba almacenado en el suelo del atrio, exactamente debajo de donde se encontraba Hobbes.
-Mejor será salir de aquí cuanto antes -dijo Klein.
Wilson alzó la voz.
-¡Muévanse, hijos de puta! ¡Salid de aquí por donde sea, deprisa!
Hubo una estampida general hacia el Ala Polivalente.
-¡Salid por donde sea! ¡Por las galerías, joder!
Nadie parecía haberle oído. Unos cuantos salieron corriendo hacia el comedor, otros por las galerías B y C, pero la mayor parte de los reclusos se vieron atrapados en la masa que se apiñó a la entrada del Ala Polivalente. Wilson ordenaba a unos cuantos que salieran por la galería D. Stokely saltó de la silla y tropezó con Klein.
-Por la A -le dijo Klein.
Stokely se abrió paso hacia la puerta de la galería A, mientras ordenaba a unos cuantos hombres que lo siguieran; Klein se detuvo un momento para mirar a Hobbes. Había dejado el bidón en la pasarela y estaba soltando un discurso ante los reclusos. En medio del tumulto, Klein no llegó a oír ni una sola palabra. De súbito, Hobbes parecía asombrosamente frágil y viejo, como si se hubiera marchitado dentro de su pellejo. Con la ropa empapada, goteante, y en pleno discurso, sin que nadie le oyera, daba lástima verlo. Se secó las manos con un pañuelo blanco y se secó la frente. Del bolsillo interior de la chaqueta extrajo una caja de cerillas.
-Vámonos, tío -le dijo Wilson-. Vámonos por la D.
Si Hobbes se inmolaba y prendía fuego al gasóleo, muchos hombres perecerían o sufrirían graves quemaduras.
-¡Alcaide! -dijo Klein a voz en cuello-. ¡Hobbes!
Hobbes lo miró un instante, y Klein vio momentáneamente la implacable desesperación que se había pintado a tajos en los rasgos del alcaide. Hobbes apartó la mirada y extrajo una cerilla.
Cuando Klein se daba la vuelta para salir corriendo hacia la puerta de la galería D, se quedó clavado en el sitio. Por el corredor, otra silueta avanzaba hacia Hobbes.
Era tan inmensa que tenía que avanzar medio agachada bajo las hojas de cristal de la cúpula. La sangre le manaba de una docena de heridas, y estaba recubierto de pies a cabeza por el fango. En la cabeza llevaba encasquetada una gorra de béisbol con una X blanca.
Henry Abbott había surgido de las profundidades de la prisión para unirse al alcaide Hobbes en lo más alto del edificio.
A Klein poco le faltó para que se le saliera el corazón por la boca.
Hobbes rascó la cerilla en la caja, pero no se encendió. Rascó de nuevo. Nada. Extrajo otra cerilla, probó otra vez. Se volvió al sentir que la sombra de Henry Abbott se proyectaba sobre él. En el momento en que prendió la llama, Abbott extendió una mano con infinita delicadeza y apagó la cerilla entre el índice y el pulgar. Hobbes retrocedió aterrorizado. Abbott alargó la mano y sujetó a Hobbes por el brazo. Se inclinó y susurró algo al oído de Hobbes. Este se quedó helado, mirando fijamente el rostro de Abbott. Como si estuviera hipnotizado, Hobbes alzó la mano lentamente y sacó algo del bolsillo de la chaqueta. Un trozo de papel. Lo miró; lo tenía en la palma de la mano. Henry Abbott extendió ambos brazos, abrazó a Hobbes y lo estrechó contra su pecho. No hubo lucha. Mientras Klein observaba el último abrazo que iba a dar Hobbes, Abbott miró abajo, hacia él, con sus ojos nuevos y brillantes. Klein tuvo un escalofrío, pero no apartó la mirada.
Cuando Hobbes dejó de respirar, Abbott se agachó y se lo cargó al hombro como si fuera un saco de cemento. Hobbes estaba suspendido sobre él, con los ojos abiertos. Abbott miró a Klein y alzó la mano. Klein tragó saliva y le devolvió el saludo. De los dedos inertes de Hobbes cayó un papel en el atrio ya casi vacío. Abbott y su fardo salieron por el rectángulo oscuro del corredor y desaparecieron en silencio.
La evacuación prácticamente había terminado. Klein atravesó el atrio y tomó el papel que Hobbes había dejado caer. Estaba empapado de gasolina. Lo desdobló. La gasolina había disuelto la tinta; el escrito era una mancha verde y desvaída. Lo único que pudo descifrar Klein, no sin dificultad, fue esto:
… para gozar,
… la eterna noche.
Klein se guardó el papel en el bolsillo y se sumó a Wilson al final de la cola.
El patio estaba repleto de reclusos y en el aire resonaban a través de los megáfonos las voces, ora del capitán Cletus, ora de algún estúpido coronel de la Guardia Nacional, dando instrucciones diferentes. Ante el portón principal se había situado una hilera de soldados con las bayonetas caladas en los fusiles.
-Esto va a llevar varias horas -dijo Wilson.
Klein asintió. La idea de dormir unas cuantas horas, aunque fuera sobre el cemento del patio, le pareció sumamente apetecible. Entre la muchedumbre, vio que Devlin se aproximaba hacia ellos. Venía con Galíndez, que llevaba el brazo en cabestrillo, y con un guardia todavía jovencito e inexperto que aferraba con evidente nerviosismo su porra.
A Devlin se le notó el alivio en la cara cuando por fin los descubrió.
-Estás bien -dijo Devlin.
-Vete a casa -contestó Klein-. Aquí todavía corres peligro.
-Tú no sabes dónde vivo -dijo Devlin.
-Ya la encontraré.
Ella asintió y sonrió.
-Más te vale -dijo.
Se volvió hacia Wilson.
-Quería despedirme del Torbellino.
Devlin le tendió la mano con torpeza, y Wilson se la estrechó. Al margen de lo que le hubiera podido dar en ese apretón de manos, Devlin no supo disimularlo nada bien. Klein miró a Galíndez, que miraba ostensiblemente hacia el lado contrario, a un soldado que no podía suscitar ningún interés. El joven guardia bastante tenía con dominar sus esfínteres, así que no se dio cuenta de nada. Wilson atrajo a Devlin hacia sí y la besó en la mejilla. Ella dio un paso atrás. Wilson le tendió la mano a Galíndez. Tenía la palma milagrosamente vacía. Galíndez le dio la mano.
-Buena suerte -dijo Galíndez, y tendió la mano a Klein-. Y a ti también.
Se hizo un incómodo silencio. Klein quiso acostarse allí mismo, en el cemento, con Devlin. Sin embargo, habría mejores marcos para una escena de amor. Por el contrario, la besó en la mejilla y vio con asombro que ella se ruborizaba.
-Mejor será que me vaya -dijo ella.
Klein asintió.
-Yo que tú -le dijo Devlin a Wilson- me pensaría la posibilidad de cambiar de profesión. Ser un héroe no es bueno para tu salud.
-Sí -sonrió Wilson-, puede que me lo piense. -Señaló a Klein-. Y cuida de este colega; para ser blanco, es un tío cojonudo.
Maldita sea. Klein se sintió dichoso. Al fin y al cabo, era un tío cojonudo. Se subió los pantalones y sacó pecho, pero hizo una mueca de dolor al sentir un crujido en las costillas.
-Joder -se dijo.
-No te preocupes -dijo Wilson-, que aún le daré algunos consejos.
Devlin estrechó la mano de Klein y se volvió para regresar a la puerta principal, con Galíndez y el otro guardia a cada lado.
Wilson y Klein la miraron hasta que ya no acertaron a ver el dulce meneo de su trasero, hasta que desapareció de espaldas entre la muchedumbre.
-Maldita sea -dijo Wilson-. No es que me preocupe mucho mi salud, pero los cojones, tío, se me había olvidado qué dolor pueden producirme esas hembras.
-Tienes toda la razón -dijo Klein.
Wilson sacó un paquete de Camel y se colocó un cigarro entre los labios.
-¿Te queda uno para mí? -dijo Klein. Wilson rebuscó en el interior del paquete.
Quedaba el último. Se lo dio a Klein y encendieron sus cigarros. Klein aspiró una bocanada de humo.
-Digan lo que digan, estos cabrones siguen sabiendo de maravilla.
Wilson asintió y fumaron en silencio.
-Oye -dijo Klein-, hay una cosa que me gustaría saber, y creo que me voy a sentir mucho mejor si te lo pregunto a ti en vez de preguntárselo a Devlin.
-¿Ah, sí? -respondió Wilson a la defensiva-. ¿Y de qué se trata?
-Bueno -dijo Klein-. ¿Cómo la tienes? Quiero decir, vaya, así, en general, ¿tienes la verga muy grande?
Wilson se lo quedó mirando.
-¿De veras quieres saberlo?
Callaron los dos un rato.
Wilson sonrió y Klein empezó a reírse.
Y Wilson se estuvo riendo con él.
Y los dos permanecieron a la sombra de la galería, mientras la luz rojiza del amanecer por fin asomaba por encima del muro de granito, y se rieron hasta desternillarse.
Y en medio de aquella bulliciosa y penitente población de reclusos que ocupaba todo el cemento del patio, fueron los dos únicos individuos que se rieron a gusto.
Epílogo
En la gran revuelta de la Penitenciaría Estatal de Green River en total perdieron la vida treinta y dos personas. A falta de una sola víctima mortal más, y con la natural decepción de todos los que sobrevivieron, fue a la postre el segundo motín penitenciario por número de víctimas en los anales de la historia penal de Estados Unidos de América.
A media tarde del día siguiente a la revuelta, la Guardia Nacional no sorprendió a nadie al prender fuego, de forma involuntaria, al combustible acumulado en el patio central, causando de esa forma más daños estructurales en la prisión de los que habían causado los propios presidiarios amotinados.
Una vez apagado el incendio, las autoridades registraron a fondo la penitenciaría, con perros adiestrados y detectores de rayos infrarrojos, durante dos semanas. Descubrieron una impresionante cantidad de drogas, así como cinco cadáveres en avanzado estado de descomposición, abandonados en un recóndito conducto de las cloacas, si bien no se llegó a localizar el cuerpo del alcaide, John Campbell Hobbes. Gracias a la complicidad del Departamento de Correccionales del Estado, sumamente ansioso por absolver al sistema penitenciario de toda culpabilidad, la prensa difundió una vulgar caricatura de Hobbes en la que se le tachaba de déspota, corrupto y racista, cuyas prácticas aberrantes fueron la única causa del motín. Y ésa es la opinión que ha prevalecido en la imaginación popular.
Trescientos cuarenta y ocho hombres resultaron heridos de consideración y fueron hospitalizados. Si no fallecieron más hombres, fue debido a los servicios médicos de diversas instituciones del este de Tejas. Es un mérito que hay que reconocerles.
A Stokely Johnson se le extrajo la bala que tenía alojada en el seno maxilar y fue trasladado a la prisión de Huntsville. En esta penitenciaría se amplió su condena a un total de ochenta y cuatro años, debido a los delitos en que incurrió durante el motín de Green River.
Héctor Grauerholz también tuvo que recurrir a los servicios de los cirujanos maxilofaciales, que hicieron un trabajo heroico en la reconstrucción de su maxilar inferior. No lo abandonaron a su suerte, y aunque a Héctor le quedó un grave, incurable defecto de pronunciación, al menos estuvo en condiciones de masticar e ingerir alimentos blandos. Fue recluido en la prisión federal de máxima seguridad de Marion, estado de Illinois, en donde ha sido custodiado permanentemente en una celda de aislamiento. Como Héctor dejó de estar en condiciones de articular una amplia gama de consonantes y de diptongos, la ausencia de conversación tampoco representó una gran pérdida. Grauerholz inició un curso de escritura creativa por correspondencia; aprendió a mecanografiar sólo con la mano izquierda y llegó a terminar una novela sobre una pistolera dedicada al tráfico de crack, una mujer llamada Devereaux. La novela se publicó y tuvo pésimas críticas, aunque se convirtió en un libro de culto en su edición de bolsillo. Un famoso novelista neoyorquino ha iniciado una campaña en pro del traslado de Grauerholz a una institución psiquiátrica, pero el propio Grauerholz está demasiado ajetreado trabajando en la continuación de su novela para ocuparse de este asunto.
Myron Pinkley fue hallado sollozando en la capilla, con una dislocación de la quinta y sexta vértebras cervicales y el temible «síntoma de Custer», que no es sino una feroz, aunque temporal y última erección que se debe a la sección transversal de la médula espinal. Sobrevivió al percance, pero hoy padece una disfunción permanente de las cuatro extremidades.
A Hank Crawford fue preciso amputarle la pierna izquierda por encima de la rodilla. No se pudo alegrar más del suceso, ya que pudo pleitear contra el estado de Tejas por negligencia criminal y por violación de sus derechos constitucionales. Las dos partes llegaron a un acuerdo sin tener que presentarse a juicio; se supone que la cuantía de la indemnización superó de largo el millón y medio de dólares. Cuando el abogado que con absoluta ineptitud llevó el juicio por el que fue condenado Crawford a la cárcel desarrolló una galopante demencia presenil, Crawford también pleiteó contra el bufete de abogados a que pertenecía, y volvió a ganar el pleito. La indemnización fue mayor incluso que la otra. Todos los años, en la fecha en que celebra el aniversario del motín, envía a Klein una caja de whisky de malta de marca Lagavulin, junto con una Polaroid reciente, en la que aparece su prótesis habitualmente entre las piernas de una bella señorita en traje de baño, que cada año es distinta.
Víctor Galíndez fue objeto de una investigación del Departamento de Correccionales del Estado. Se llevó una reprimenda por haber incumplido las normas de emergencia y haber puesto en peligro su vida y la de otros funcionarios de prisiones. A raíz de ello abandonó el servicio penitenciario y ahora trabaja con más satisfacción como oficial encargado de los presos que salen de Brownsville en libertad condicional.
Denis Terry, que sobrevivió al motín sin sufrir heridas, por fin solicitó la libertad condicional que durante tanto tiempo había preferido esquivar, y le fue concedida. Abrió un restaurante de carretera en las afueras de Wichita Falls y se casó con una camarera perteneciente a la tribu de los navajos, a la que doblaba en edad. Está esperando su primer hijo.
Bill Cletus fue trasladado a Huntsville. Incapaz de cobrarse las comisiones a las que estaba acostumbrado, sufrió un catastrófico recorte de sus ingresos. A la postre aprendió a vivir con su salario y adelgazó unos quince kilos a modo de compensación. Un periódico local publicó en varias entregas una pintoresca narración del motín, con el título de «La gran revuelta de la Penitenciaría Estatal de Green River». Con sutileza, el suceso fue transformado en un choque frontal entre el genio criminal y demente de Nev Agry y la férrea resolución, el valor inquebrantable de una figura a la que el texto sólo aludía modestamente como «el capitán». «De acuerdo, son unos maricones -ladró el capitán al desafiar al cobarde alcaide Hobbes, pues había decidido heroicamente y en solitario llevar a cabo el rescate de los presos sitiados en la enfermería-. ¡Pero eso no quiere decir que tengan que morir!» Una productora adquirió los derechos cinematográficos del suceso, y Cletus no dejó de incordiar a su reducido círculo de amistades, preguntándoles a todas horas quién pensaban que estaba mejor preparado para representar su papel en la pantalla grande, Arnold Schwarzenegger o Sylvester Stallone. La opción cinematográfica no llegó a hacerse realidad. Con el definitivo olvido, Cletus cayó en una oscura y duradera amargura, a la que aún tendrá que sobreponerse un día de éstos.
Claude Toussaint fue condenado a cadena perpetua por el asesinato de Neville Agry. Nunca llegó a beber un Hundred Pipers con pajilla en Alfonso’s. También dio con sus huesos en Huntsville, en donde se afeitó la cabeza, empezó a usar gafas de montura metálica y organizó un grupo de apoyo a los presos seropositivos. Como a fin de cuentas era el hombre que liquidó a Agry, nadie le hizo la vida imposible, situación que resultó muy provechosa para su causa. Volvió a convertirse en el amante de Stokely Johnson, aunque esta vez fue porque quiso. Klein le escribe con frecuencia y lo visita cuando puede; Claude se encuentra bien, y en sus cartas dice haber encontrado un sentido a su vida, algo que en sus previas encarnaciones de travestí y de proxeneta se le había escapado por completo.
Durante la caótica evacuación de la penitenciaría se fugaron ocho hombres. En el plazo de una semana fueron capturados siete. El octavo, Reuben Wilson, fue visto por la doctora Juliette Devlin y el sargento Víctor Galíndez cuando huía de la prisión el día mismo de la revuelta. Nunca ha sido capturado, y sigue estando en la lista oficial del FBI que incluye a los delincuentes sobre los que pesa orden de busca y captura.
Juliette Devlin nunca llegó a terminar su proyecto de investigación. Tampoco amplió el estudio piloto que escribió en colaboración con Ray Klein y con Earl Coley, aunque este estudio constituyó un modelo sobre el que otros investigadores basaron posteriormente sus trabajos. De hecho, Devlin abandonó la profesión de psiquiatra forense; afirmó que ya había hecho en ese campo todo lo que tenía que hacer, y dio un salto que a muchos colegas les pareció inconcebible, al dedicarse a la psiquiatría infantil. Demostró tener un particular talento en este terreno, y se le concedió una beca de investigación de dos años en un hospital de Chicago. Un día llegó a ella un paquete con matasellos de París. Contenía dos viejas llaves y una nota: «Ya no soy un héroe. Ya no tengo los cojones morados. Gracias por prestarme la habitación.» Lo firmaba «W». No figuraba la dirección del remitente, aunque Devlin tiene pensado viajar con Klein a París, un día de éstos, para localizar al Torbellino; sin embargo, la posibilidad de que vuelva a beneficiárselo depende de demasiados imponderables para ser tenida seriamente en consideración.
Nadie reclamó el cuerpo de Earl Coley. Parecía destinado a la fosa común cuando Klein lo reclamó y se encargó de que fuera transportado a Nueva Jersey, donde enterró a Sapo al lado de su padre. Las dos lápidas ostentan los nombres y las fechas de defunción de ambos muertos, así como la inscripción «El más valiente». Devlin localizó a la familia de Coley y remitió a cada uno de sus miembros un ejemplar de la revista. Sólo recibió respuesta de la hija de Coley, que se limitó a darle las gracias por su amabilidad.
Klein sólo asistió a otro funeral: el de Vincent López. Como era de esperar, Klein fue el invitado de honor a la reunión posterior. Cuando caía la noche sobre las mesas de caballetes improvisadas en un callejón de San Antonio, se derramaron muchas lágrimas y se hincharon de orgullo los pechos de muchos asistentes cuando Klein relató la historia de cómo le había salvado Vinnie la vida en el terrible y último ataque a la enfermería, y de cómo, al final, Vincent Rodrigo García López se entregó por sus compadres y murió como lo que era, todo un hombre.
Después del motín, Klein pasó diez días en un hospital, vigilado por funcionarios de prisiones. Tuvo una tremenda inflamación en la pierna izquierda, ya que los microbios que había pescado en la cloaca por fin encontraron el camino que andaban buscando en su organismo. En la misma sala del hospital, por gallo de pelea que fuese, estaba internado Sonny Weir, cuyo brazo improvisadamente amputado fue el desencadenante de los violentos sucesos. En la cama contigua a la de Klein se recuperaba de varios disparos Colt Greely, a quien fue preciso reconstruirle la rodilla. Colt daba por hecho que le debía la vida a Klein, ya que si éste no le hubiera fracturado el cráneo, si no lo hubiera dejado malherido y tirado en un retrete de la galería B, Stokely Johnson lo habría colgado junto a los demás presidiarios que participaron en la decapitación de un negro. Hizo falta un intenso trabajo de persuasión hasta que Klein accedió a que Greely le hiciera un tatuaje en el hombro izquierdo, aunque con una aguja esterilizada. Era una torre oscura sobre la que fulgía un relámpago, con un pergamino semicircular en la base, que mostraba esta inscripción: virescit vulnere virtus. A pesar del espanto que le produjo en un principio, Devlin descubrió que la obra de arte de Colt aún aumentaba más su deseo de irse a casa con Klein y follárselo hasta dejarlo para el arrastre. Klein piensa que es lo más fino que ha hecho nunca: no se cansa de recordarle a Devlin que es un genuino tatuaje carcelario y, por lo menos en principio, el último además que se hizo en la Penitenciaría Estatal de Green River.
Así pues, Ray Klein y Juliette Devlin efectivamente siguieron juntos, e incluso cuando le afligen sus más lúgubres estados de ánimo, Klein tiene que reconocer que estar con ella es cojonudo. Aun cuando siga siendo una posibilidad puramente teórica, ha renunciado a la esperanza de recuperar algún día el permiso para ejercer la medicina, si bien algunas veces se pone a fantasear sobre la idea de marchar a una zona en guerra con sus herramientas de trabajo. Cuando Devlin se trasladó a Chicago, se puso las pilas y la siguió sin dudarlo; gracias a su fortaleza y a su dominio de las artes marciales, por no hablar de sus credenciales de ex presidiario, consiguió trabajo de portero en un club de jazz. Con gran sorpresa por su parte descubrió que le gustaba la vida nocturna, e incluso abordó en su día al millonario Hank Crawford para que le hiciera un préstamo, pues había pensado en montar un pequeño bar con música de blues en vivo. A Crawford le encantó la idea de participar en calidad de «socio inactivo y cojo», tal como dijo, y disfruta cuando se presenta de vez en cuando por el local, sin previo aviso, siempre con una alta muchacha de Tejas colgada de cada brazo, como un Alfonso Capone redivivo. Klein llamó al bar Nueve bajo cero, y la buena fama que tiene en la Ciudad del Viento no deja de crecer. De vez en cuando se deja caer por allí alguno de los muchos veteranos itinerantes del motín, y se queda sentado con Klein hasta el amanecer, fumándose el Camel de Klein y resucitando los fantasmas del pasado. Uno de los que le hicieron esta clase de visitas, Albert Myers, había perdido el ojo izquierdo, y se quedó a trabajar de barman en el Nueve bajo cero.
Hablando de fantasmas, la propia cárcel fue abandonada y tapiada, y nunca se volvió a utilizar con ningún propósito, ni disciplinario ni de cualquier otra índole. Sigue en pie allá en los llanos de Green River; según lo que todo el mundo sabe, sólo alberga ratas, malas hierbas y, a veces, algunas familias esparcidas de aves migratorias. Todo el mundo, claro está, excepto Klein.
Y es que de vez en cuando, si le abruma la congoja y no consigue quitarse de encima la melancolía, Klein hace en coche el largo trayecto hasta el sur y se pasa la noche a solas, paseando alrededor de aquellos altos muros de piedra, cuyas raíces graníticas están hundidas en lo más profundo de la tierra. A veces, cuando sopla una cálida brisa del Golfo y gimen las torres vacías, oye allí dentro unavoz: la del Verbo. Y la de Henry Abbott, pues Klein está convencido, sin que nadie pueda disuadirle de esa creencia, que el Hombre y su Dios, el Hombre y Dios mismo, siguen recorriendo los dos de la mano los pasadizos vacíos del universo que han elegido por morada. Y cuando Klein se sienta al raso, a la luz de las estrellas, apoyado de espaldas contra las puertas reforzadas de hierro, aguza el oído embelesado al tiempo que el Verbo llama a Henry desde las tinieblas y le habla una vez más… de las cosas que se hicieron, de la raza torturada e incomparable que luchó y murió en la historia de la insurrección de Green River.
FIN