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abril 15, 2012
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Algunas palabras y unas flores me proporcionaron raro consuelo en un momento de dolor.
Por Arthur MilwardAQUEL había sido un año demasiado largo y el último en la corta vida de mi hijo Adrian. Casi era una rutina el viaje por tren a la estación londinense de Waterloo y la caminata de 20 minutos hasta el Hospital Infantil en la calle Great Ormond. La marcha hacia el sanatorio no carecía de gozo, porque ansiaba ver otra vez a mi hijo y me aferraba a la esperanza, en cierto modo indestructible, de que en ese día, por algún milagro, él mejorara.
Pero el regreso hacia la estación de ferrocarriles durante el anochecer era desolador. Como siempre, no se había hecho el milagro. Algunas noches aquello resultaba insoportable.Después de escuchar las oraciones de mi hijo, sosteniéndolo en brazos hasta que se durmiera, dejaba el hospital y generalmente me quedaba bastante tiempo para llegar de vuelta a la estación. Con frecuencia me detenía en el puente de Waterloo para contemplar el río.Una noche miraba, casi hipnotizado, el agua negra, aceitosa, sin darme cuenta al principio de que una mujer se encontraba a mi Iado. Levanté los ojos y recordé haberla visto entre las sombras de la acera de enfrente; me había percatado, sin darle mayor importancia al asunto, de que pertenecía casi sin lugar a dudas al gremio eufemísticamente llamado de las "damas de la noche".—Buenas, jefe —me dijo.—Buenas noches —contesté, un poco desconcertado.Ella contempló el Támesis.—Ha estado en el Hospital Infantil, ¿no es así?—Sí —respondí algo sorprendido por su interés—. Mi niño está internado allí.—Grave, ¿no es verdad?—Me temo que sí —contesté, agregando más para mí que para ella—: Mucho me temo que sí.Me tocó el brazo. Pude ver lágrimas en sus ojos.—Lo siento, jefe.Luego retiró la mano rápidamente y se alejó. Todo el viaje pensé en el encuentro y sentí un consuelo inexplicable.Durante los meses siguientes continué haciendo mi recorrido, vacilando mis emociones entre una esperanza irracional y la más completa desesperanza. A menudo ella me encontraba en el puente:—¿Cómo sigue? ¿Alguna novedad? El está en la sala del señor Punch, ¿no?—Sí. No ha habido cambio.Nunca preguntó mi nombre, pero me dijo que la llamara Rosie.—Así me dicen mis amigos.—Mi hijo se llama Adrian, Rosie: Es rubio, de ojos grises y casi tiene cuatro años.Asintió con la cabeza y guardó silencio.Llegué a acostumbrarme mucho a estos encuentros y cierta noche le regalé una foto de Adrian, copia de la que yo llevaba en mi billetera. Escribí al dorso: "Gracias, Rosie".Ella la contempló un largo rato antes de guardarla en su bolsa.Finalmente llegó la llamada telefónica del hospital: "Creo que es mejor que venga".Acostado allí se veía tan pequeño, con sus ojos grises fijos en los míos. Me incliné y enjugué la transpiración de su frente.—Papá, por qué lloras? Tengo miedo, papá. ¿Me voy a curar?—Sí, papá está contigo. Todo saldrá bien.La manita aferrada a la mía se aflojó y dos enfermeras compasivas me tomaron por los hombros y me sacaron del lugar.Salí a las calles de Londres... y era de noche.Al día siguiente, después de ocuparme de todo lo necesario en el hospital, fui al puente y me incliné sobre la balaustrada, mirando el agua sin verla e intentando recuperar el control de mí mismo. Cuando me volví, Rosie estaba conmigo.—Tome —dijo, ofreciéndome algo envuelto en papel blanco—. Es para él. Lo pondrá en su tumba en mi nombre, ¿ verdad?Dejándome un ramito de lilas del valle en la mano, sollozó y se fue.Muchas coronas cubrían la tumba y, en medio de ellas, el ramito de lilas contrastaba con las llamativas rosas, narcisos, tulipanes y anémonas.Calculé la hora en que acostumbraba pasar por el puente de Waterloo. Quería decirle a Rosie que había cumplido su encargo. Pero no la vi. ¿Qué le habría pasado?Armándome de valor fui a la comisaría más cercana. Con la amabilidad y el deseo sincero de ayudar de todo policía británico, cierto oficial escuchó mi historia sobre la búsqueda de una amiga. Me miró un poco sorprendido.—Por supuesto, señor, creo saber a quién se refiere. Ella estaba por lo general en las inmediaciones del puente de Waterloo. Podría decirse que era su "paseo" acostumbrado. Se llamaba Rosie, ¿no es así?—Sí, sí. Esa es la persona.—Lo siento, murió. La recogimos en la calle hace varias noches. Al parecer un ataque cardiaco.—¿Tenía algún pariente, familia?—No, señor, lo lamento. Revisamos su bolsa pero no encontramos identificación alguna. Cosméticos, fósforos, cigarrillos, un pañuelo y un par de fotos.—¿Sería posible que viera esa bolsa... que la revisara?El policía dudó.—Es una petición fuera de lo común.—Mire, oficial —sacando mi billetera y mostrándole la foto de mi niño, continué—, este es mi hijo. Si la persona que recogieron es la que yo busco, en su bolsa debe de haber una foto idéntica.—Un momento, señor —dijo retirándose a una oficina interna. En pocos minutos volvió con una bolsa marrón que tenía atada una tarjeta, evidentemente con una lista del contenido de la misma. Se veía algo nervioso.—Sí, señor. Hay dos fotografías en esta bolsa.La abrió y me pasó las dos fotos. Una era la de mi hijo. La otra, de una pequeña de pelo oscuro.Tenía un lugar más adonde ir. Rosie me había mencionado que un portero del Hospital Infantil era su amigo. Al día siguiente tomé el tren a Londres, y en el puesto de los porteros me encontré con un hombre de mediana edad y de cara bondadosa.—Sí, cómo no. Rosie venía a diario para preguntar por su hijo y yo le daba algún informe. Ella no siempre vivió de ese negocio, como cuando usted la trató. Era camarera, pero después de perder a su hija Gerda se dedicó a la calle. Hace como un año falleció aquí la niña, a la edad de seis. Entonces la conocí. Mi amiga no volvió ya a su trabajo de camarera.—¿Dónde está enterrada Rosie?—No lo sé. Pero sé dónde está la niña. Rosie iba todos los domingos por la tarde, podaba la hierba y le ponía flores. Yo la acompañé una o dos veces.ME ARRODILLÉ junto a la pequeña tumba. Como no tenía tijeras para podar, intenté arrancar con las manos la hierba más larga. Llené de agua el florero azul y, desenvolviendo el ramillete de lilas del valle que había llevado, acomodé las flores. Guardé el papel en el bolsillo de mi impermeable y me alejé rápidamente.