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mayo 02, 2010
Parte 1CAPÍTULO 23
MONASTERIO KIR, ISLAS VOLKARAN REINO MEDIO
Hugh despertó con un zumbido en la cabeza, un dolor sordo y pulsante que le subía por el cuello y lo atravesaba hasta la parte posterior de los globos oculares, y la lengua torpe e hinchada. Sabía qué le sucedía y cómo ponerle remedio. Se incorporó en la cama y su mano buscó a tientas la botella de vino que nunca estaba lejos de su alcance. Fue entonces cuando vio a la mujer y el recuerdo lo golpeó con crueldad, más doloroso que las punzadas que le taladraban la cabeza. Se quedó mirándola, falto de palabras.
Estaba sentada en una silla —la única silla— y, por su actitud, llevaba allí bastante tiempo. Su tez estaba pálida y fría y toda su figura, con los cabellos blancos y la túnica plateada, resultaba descolorida como el hielo del Firmamento.
Salvo los ojos, que reflejaban los mil y un colores del sol como un prisma de cristal.
—La botella está ahí, si la quieres —dijo.
Hugh consiguió bajar los pies de la cama, se dio impulso y se levantó. Hizo una breve pausa hasta que la luz que estalló ante sus ojos se hubo amortiguado lo suficiente como para permitirle ver más allá y avanzó hacia la mesa. Se percató de la presencia de otra silla y advirtió, al mismo tiempo, que la celda estaba limpia y ordenada.
Y él, también.
Tenía el cabello y la barba llenos de un polvo fino y la piel le escocía, impregnada en el penetrante olor de la grisa. El olor le evocó vividos recuerdos de la infancia, de los monjes kir frotando los cuerpos de los jóvenes acólitos, hijos abandonados como él.
Hugh hizo una mueca, se rascó la barbilla y se sirvió una jarra del vino peleón. Se disponía a dar un trago cuando recordó que tenía una invitada. Sólo había una jarra, de modo que se la ofreció, advirtiendo con sombría satisfacción que la mano no le temblaba.
Iridal movió la cabeza y dijo «no, gracias» sin emitir sonido alguno, formando las palabras en los labios.
Hugh soltó un bufido y engulló el vino de un rápido trago para no tener que saborearlo. El zumbido de la cabeza disminuyó y el dolor se hizo mas sordo.
Levantó la botella sin pensar, pero titubeó. Podía dejar las preguntas sin respuesta; al fin y al cabo, ¿qué más daba? Pero también podía averiguar qué sucedía, la razón de la presencia de Iridal.
— ¿Me has dado un baño? —inquirió, mirándola.
Un leve rubor bañó las pálidas mejillas de la misteriarca. Sin mirar a su interlocutor, respondió:
—Lo han hecho los monjes. Yo se lo pedí. Y también han fregado el suelo, han traído ropa de cama limpia y una túnica...
—Estoy impresionado. Me asombra que te dejaran entrar, y que hayan cumplido tus órdenes. ¿Con qué los has amenazado? ¿Con vientos aulladores, con terremotos; con evaporar sus reservas de agua, tal vez...?
Iridal no respondió. Hugh sólo hablaba para llenar el silencio, y los dos lo sabían.
— ¿Cuánto tiempo he pasado inconsciente?
—No lo sé. Muchas horas.
—Y tú te has quedado y has hecho todo esto... —Dirigió una mirada en torno a la estancia—. El asunto que te ha traído tiene que ser importante...
—Lo es —asintió Iridal, y volvió los ojos hacia él.
Hugh había olvidado la belleza de aquellos ojos, la hermosura de la mujer.
Había olvidado que la amaba y la compadecía, que había muerto por ella y por su hijo. Todo aquello se había perdido en los sueños que lo atormentaban de noche y que ni siquiera el vino podía ahogar.
Y en aquel momento, mientras se sentaba y fijaba la mirada en sus ojos, se dio cuenta de que la noche anterior, por primera vez en todo aquel tiempo, no había tenido sueños.
—Quiero contratarte —dijo la mujer con voz fría, como si estuviera tratando de negocios—. Quiero que hagas un trabajo para mí...
— ¡No! —Exclamó él, y se puso en pie de un brinco, sobreponiéndose al destello de dolor que centelleó en su cabeza—. ¡No volveré a salir ahí fuera!
Cerró el puño y descargó un golpe en la mesa que derribó la botella de vino y la hizo caer al suelo. El frasco de grueso vidrio no se rompió, pero el líquido se derramó, para desaparecer entre las grietas del suelo.
Iridal lo miró, perpleja.
—Siéntate, por favor. No estás bien.
Crispado de dolor, Hugh se llevó las manos a las sienes y se tambaleó.
Apoyándose pesadamente en la mesa, volvió a su silla dando tumbos y se derrumbó en ella.
— ¡No estoy bien...! —Ensayó una sonrisa—. Esto es una resaca, señora, por si no habías visto ninguna. —Fijó la mirada en las sombras y añadió bruscamente—: Ya lo intenté, ¿sabes? Cuando me trajeron de vuelta de ese lugar, probé a volver a mi antigua actividad. La muerte es mi oficio, lo único que conozco.
Pero nadie quería contratarme. Nadie, excepto ellos —movió la cabeza en dirección a la puerta, refiriéndose a los monjes—, soportaba mi cercanía.
— ¿Qué significa eso de que nadie quería contratarte?
—Se sentaban a mi mesa para negociar y empezaban contándome sus agravios, mencionando el nombre de la persona que querían hacer matar, dónde podría encontrarla... Pero entonces, poco a poco, iban dejando de hablar. Y no me sucedió sólo una vez, sino cinco, diez... no lo sé. Perdí la cuenta.
— ¿Y bien? ¿Qué sucedía? —lo apremió Iridal.
—Hablaban y hablaban de la persona que querían eliminar, de lo mucho que la odiaban, de cómo querían que muriese y de que merecía pasar los mismos sufrimientos que habían padecido su hija, su padre o quien fuera. Pero, cuanto más hablaban de ello conmigo, más nerviosos se ponían. Me miraban y apartaban la vista; después, volvían a estudiarme a hurtadillas y retiraban de nuevo la mirada. Y su tono de voz bajaba y se sentían confundidos con lo que habían dicho.
Empezaban a balbucear y a carraspear y, por último, se levantaban del asiento y se alejaban a toda prisa, muchas veces sin una palabra de disculpa. Viéndolos — añadió en tono sombrío—, cualquiera habría pensado que habían apuñalado a la víctima ellos mismos y que los habían sorprendido con el arma ensangrentada todavía en las manos.
—Y lo habían hecho; al menos, de pensamiento —apuntó Iridal.
— ¿Y bien? Hasta ahora, el sentimiento de culpa no había afectado a ninguno de mis clientes. ¿A qué viene esto? ¿Qué ha cambiado?
—Has cambiado tú, Hugh. Antes eras como la coralita: te empapabas de su mal, lo absorbías, lo incorporabas a ti y, con ello, los liberabas de la responsabilidad. Pero ahora te has convertido en algo parecido a los cristales del Firmamento. Te miran y ven el reflejo de su propia maldad. Te has convertido en su conciencia.
—Mala cosa, para un asesino —comentó Hugh con una risa irónica—. ¡Pone muy difícil encontrar trabajo! —Fijó la vista en la botella de vino sin reconocerla, la rozó con la punta del pie y la envió rodando por el suelo, trazando un círculo.
Luego, levantó la cabeza, se volvió hacia la mujer con una mirada borrosa y murmuró—: Pero a ti no te produzco este efecto.
—Sí, claro que sí. Por eso lo sé —suspiró Iridal—. Te miro y veo mi estupidez, mi ceguera, mi locura, mi debilidad. Me casé con un hombre cuya maldad y crueldad conocía, con la idea romántica de que podría cambiarlo. Cuando comprendí que no sería así, ya me encontraba enredada irremisiblemente en la trama de Sinistrad. Peor aún, había dado a luz un niño inocente y había permitido que el pequeño también se viera envuelto en sus artimañas.
»Habría podido frustrar los planes de mi esposo, pero tuve miedo. Y me resultaba más fácil convencerme de que cambiaría, de que con el tiempo todo mejoraría. Pero entonces apareciste tú y me trajiste a mi hijo y, por fin, vi el amargo fruto de mi estupidez. Vi lo que le había hecho a Bane, el mal que le había causado con mi debilidad. Lo vi entonces y vuelvo a verlo ahora, cuando te miro.
—Al principio, creí que era cosa de los demás. —Hugh retomó su explicación como si no hubiera oído nada—. Pensé que el mundo se había vuelto loco. Pero luego empecé a comprender que era yo. Los sueños... —Se estremeció y sacudió la cabeza—. No. No quiero hablarte de mis sueños.
— ¿Por qué acudiste aquí?
—Estaba desesperado y sin dinero —respondió Hugh amargamente—.
¿Adonde podía acudir, si no? Los monjes habían dicho que volvería, ¿sabes?
Siempre habían dicho que volvería. —Miró a su alrededor con aire inquieto y se estremeció como si quisiera sacudirse de encima los recuerdos—. En cualquier caso, el abad me contó lo sucedido. Nada más verme, me explicó qué había sido de mí. Había muerto. Había abandonado esta vida... y había sido devuelto a ella. Me habían resucitado.
De improviso, Hugh lanzó otro puntapié a la botella —esta vez con rabia y frustración— y la mandó rodando a un rincón de la celda.
— ¿No..., no recuerdas lo que sucedió? —preguntó Iridal con un titubeo. El hombre la miró en silencio, sombrío y ceñudo.
—Mis sueños lo recuerdan. Mis sueños evocan un lugar de belleza inexpresable, imposible de..., de soñar siquiera. Un lugar lleno de comprensión, de compasión... —Quedó en silencio, tragó saliva, carraspeó y volvió a hablar—: Pero el viaje para llegar a ese lugar es terrible. El dolor, el sentimiento de culpa, la conciencia de mis crímenes... El alma arrancada de mi cuerpo... Y ahora no puedo volver atrás. Ya lo he intentado.
Iridal lo miró, espantada.
— ¿Suicidio...?
Hugh asintió con una sonrisa terrible.
—Frustrado. En dos ocasiones. El miedo me impidió consumarlo.
—El valor es preciso para vivir, no para morir —replicó Iridal.
— ¿Cómo puedes estar segura de tal cosa, señora? —inquirió Hugh con amarga ironía.
Iridal apartó la mirada y la bajó a las manos, que se retorcían en su regazo.
—Cuéntame qué sucedió —pidió Hugh.
—Tú..., tú y Sinistrad luchasteis. Conseguiste clavarle el puñal, pero la herida no fue mortal. Sinistrad tenía el poder de convertirse en serpiente; lo hizo y te atacó. Su magia... te emponzoñó la sangre. Al final, Sinistrad murió, pero no sin haberte...
— ¿No sin haberme dado muerte a mí también?
Iridal se humedeció los labios, pero no miró al hombre a la cara.
—El dragón nos atacó. El dragón de azogue de Sinistrad. Muerto mi esposo, el dragón quedó libre de su control y se volvió loco. A partir de ahí, todo se confunde en mi mente. Haplo, el hombre de la piel azul, se llevó a Bane. Me vi a punto de morir... y no me importó. Tienes razón —la mujer levantó la cabeza y dirigió una mirada lánguida a su interlocutor—: Parecía mejor opción la muerte que seguir viviendo. Pero Alfred hechizó al dragón y lo sometió a su dominio. Y entonces...
Los recuerdos revivieron...
Iridal contempló con asombro y temor al dragón, cuya gigantesca cabeza se mecía adelante y atrás como si escuchara una voz tranquilizante y arrulladora.
—Lo has encarcelado en su mente —murmuró.
—Exacto —asintió Alfred—. Es la prisión más sólida que se ha construido jamás.
—Y yo estoy libre —continuó ella con alegre sorpresa—. Y no es demasiado tarde. ¡Aún hay esperanza! ¡Bane, hijo mío! ¡Bane!
Iridal corrió hacia la puerta donde había visto al chiquillo por última vez. La puerta había desaparecido. Los muros de su prisión se habían derrumbado, pero los cascotes le impedían el paso.
— ¡Bane! —exclamó, tratando en vano de apartar uno de los pesados bloques de piedra que el dragón había derribado en su furia. Su magia podría haberla ayudado, pero Iridal no conseguía recordar las palabras del hechizo. Estaba demasiado cansada, demasiado vacía. Pero tenía que alcanzar al pequeño. Si conseguía mover aquel obstáculo...
—No, mujer. Deja eso —dijo una voz suave y afable. Unas manos cariñosas asieron las suyas—. No serviría de nada. A estas alturas ya está muy lejos. Haplo se lo ha llevado de nuevo a la nave elfa.
— ¿Haplo? ¿Que Haplo se..., se ha llevado a mi hijo? —Para Iridal, aquello no tenía pies ni cabeza—. ¿Por qué? ¿Qué quiere de él?
—No lo sé —respondió Alfred—. No estoy seguro. Pero no te preocupes:
recuperaremos a Bane. Sé adonde se dirigen.
—Entonces, tenemos que ir tras ellos —dijo Iridal.
Pero, al mirar a su alrededor, se sintió impotente. Las puertas habían desaparecido bajo los cascotes, y los huecos abiertos en las paredes dejaban a la vista un paisaje de parecida desolación. La estancia estaba tan cambiada que, de pronto, le resultaba ajena; como si hubiera entrado en la casa de un desconocido.
No tenía idea de adonde ir, de cómo encontrar una salida, de cómo abandonar el lugar.
Y entonces vio a Hugh.
Iridal sabía que había muerto. Antes de que el hombre exhalara el último aliento, ella había querido decirle que por fin comprendía, que le agradecía su ayuda. Pero Hugh había expirado demasiado pronto, demasiado deprisa.
Se dejó caer al lado del cuerpo, tomó una mano helada entre las suyas y la apretó contra su mejilla. En la muerte, el rostro de Hugh reflejaba una serenidad y una paz como el hombre no había conocido en toda su existencia. Una paz que Iridal envidió.
—Has entregado tu vida por mí y por mi hijo —murmuró, vuelta hacia él—.
Ojalá hubieras vivido para ocuparte de que hiciera buen uso de tu regalo. Me has enseñado muchas cosas y todavía me habrías podido instruir en muchas más.
Podrías haberme ayudado, y yo a ti. Podría haber llenado el vacío que llevabas dentro. ¿Por qué no lo haría cuando tuve ocasión?
— ¿Qué crees que habría sido de él, si no hubiera muerto? —inquirió Alfred.
—Creo que habría intentado compensar todo el mal que hizo en su vida. Hugh era un prisionero, como yo —continuó Iridal—, pero ha conseguido escapar. Ahora, es libre.
—Tú también lo eres.
—Sí, pero estoy sola.
Con la mente tan vacía como su corazón, Iridal se sentó junto a Hugh y tomó su mano inerte entre los dedos. Aquel vacío le gustaba. Tenía miedo de sus sentimientos y, en aquel estado, no sentía nada. Pero sabía que el dolor llegaría, más terrible que las zarpas de un dragón desgarrándole las entrañas. El dolor del remordimiento, del arrepentimiento, que le desgarraría el alma.
La mujer se percató vagamente de que Alfred se había puesto a canturrear y había iniciado una danza lenta y garbosa —que parecía muy inapropiada en aquel hombre ya anciano, con su cabeza calva y los faldones de su casaca aleteantes, sus pies demasiado grandes y sus manos torpes—, girando y agachándose y meciéndose a un lado y a otro por la estancia cubierta de cascotes. Iridal no tenía idea de qué significaba aquello, ni le importaba.
Permaneció sentada, estrechando la mano de Hugh... y notó una vibración en los dedos del hombre. Iridal no dio crédito a la sensación.
«La mente nos juega malas pasadas —se dijo—. Cuando deseamos muchísimo una cosa, nos convencemos a nosotros mismos de que...» Los dedos de Hugh se agitaron entre los suyos con movimientos espasmódicos, como estertores de muerte.
Pero Hugh llevaba mucho rato muerto. El suficiente como para que ya tuviera la piel fría, la sangre se hubiera retirado de sus labios y de su rostro, y sus ojos se hubieran hundido en las órbitas.
—Me estoy volviendo loca... —musitó, y dejó caer la mano de Hugh sobre su pecho inmóvil. Se inclinó sobre él para cerrarle los ojos, todavía abiertos. Las pupilas se movieron y la miraron. Los párpados pestañearon. La mano tembló. El pecho recobró la actividad, subiendo y bajando al ritmo de la respiración.
Hugh lanzó un grito angustiado, lleno de dolor...
Cuando Iridal recobró el sentido, yacía en otra estancia, en una cama ajena; estaba en una casa amiga, perteneciente a otro de los misteriarcas del Reino Superior.
Al lado de la cama distinguió a Alfred, que la observaba con expresión inquieta.
— ¡Hugh! —Exclamó ella, incorporándose hasta quedar sentada en el lecho—.
¿Dónde está Hugh?
—Está bien atendido, querida —respondió Alfred, solícito y (así se lo pareció a Iridal) algo confuso—. No te preocupes por él; se pondrá bien. Unos amigos tuyos se han ocupado de él.
— ¡Quiero verlo!
—No me parece aconsejable —replicó él—. Tiéndete otra vez, por favor.
Alfred se afanó con las mantas, arropó a Iridal, le envolvió los pies con ternura y alisó unas arrugas imaginarias.
—Tienes que descansar, dama Iridal. Has pasado por un trance terrible. El desconcierto, la tensión... Hugh resultó herido de gravedad, pero está siendo tratado...
—Estaba muerto —dijo la mujer.
Alfred evitó su mirada y continuó jugueteando con la ropa de cama.
Iridal intentó asirlo de la muñeca, pero Alfred fue demasiado rápido para ella y retrocedió varios pasos. Cuando abrió la boca, pareció que dialogaba con sus zapatos.
—Hugh no estaba muerto, aunque su estado era pésimo. Comprendo que te confundieras. A veces, el veneno produce este efecto de..., de hacer que los vivos parezcan estar muertos.
Iridal apartó la manta, se puso en pie y avanzó hacia Alfred, quien intentó apartarse, tal vez escapar de la estancia, pero se hizo un lío con sus propios pies, trastabilló y tuvo que asirse a una silla.
—Estaba muerto. ¡Y tú le has devuelto la vida!
—No, no. Vamos, no seas ridicula —protestó Alfred con una débil sonrisa—.
Has..., has sufrido una gran conmoción e imaginas cosas. Jamás podría hacer una cosa así. ¡Ni yo, ni nadie!
—Un sartán, sí —replicó Iridal—. Conozco la historia de los sartán. Tenían su biblioteca aquí, en el Reino Superior, y Sinistrad los estudiaba. Estaba obsesionado con ellos y con su magia. Nunca logró descubrir la clave que desvelara sus misterios, pero conocía su existencia por los escritos que dejaron en humano y en elfo. Y los sartán tenían el poder de resucitar a los muertos. La nigromancia...
— ¡No! —Protestó Alfred con un escalofrío—. Quiero decir, sí. Es cierto que tienen... que tenemos ese poder. Pero no debe ser utilizado jamás. ¡Jamás! Porque, por cada ser que es devuelto a la vida cuando no le corresponde, hay otro que pierde la suya antes de que sea su hora. Podemos ayudar a los agonizantes y hacer todo lo posible para impedir que traspasen el umbral pero, una vez cruzado éste... ¡jamás!
¡Jamás...!
—Alfred mantuvo su negativa con insistencia, calma y firmeza —declaró Iridal, volviendo al presente con un leve suspiro—. Respondió a todas mis preguntas de buen grado, aunque no sin reservas. Incluso empecé a pensar que, en efecto, me había confundido y sólo estabas bajo los efectos del veneno. Pero ahora lo sé —continuó al ver la sonrisa amarga de los labios de Hugh—. Ahora sé la verdad. Creo que ya entonces la supe, pero no quise creerla por consideración hacia Alfred. Él fue muy bueno conmigo, ayudándome a buscar a mi hijo cuando no le habría costado nada desembarazarse de mí... Porque Alfred tiene sus propios problemas.
Hugh refunfuñó. No tenía ningún interés por los problemas de otros.
— ¡Mintió! ¡Fue él quien me devolvió a la vida! ¡El maldito mintió!
—Yo no estoy tan segura —apuntó Iridal con un suspiro—. Resulta extraño, pero creo que Alfred estaba seguro de decir la verdad. No recordaba lo que había sucedido en realidad.
—Cuando le ponga la mano encima, recordará. Sartán o no, te aseguro que lo hará.
Iridal lo miró con cierta perplejidad.
— ¿Entonces, me crees?
— ¿Respecto a Alfred? —Hugh la miró tétricamente y alargó la mano para coger la pipa—. Sí, te creo. Creo que lo he sabido desde el principio, pero no quería reconocerlo. Ésa no fue la primera ocasión en que Alfred llevó a cabo ese truco suyo de la resucitación.
—Entonces, ¿por qué insistías en que había sido yo? —preguntó ella, desconcertada.
—No lo sé —murmuró Hugh, jugando con la pipa entre los dedos—. Tal vez quería creer que habías sido tú quien me había devuelto la vida.
Iridal se sonrojó y apartó la mirada.
—En cierto modo, así fue. Alfred te salvó porque le dio lástima mi dolor, y por compasión ante tu sacrificio.
Los dos permanecieron sentados en silencio largo rato. Iridal, mirándose las manos; Hugh, dando chupadas a la pipa fría y vacía. Para encenderla tendría que haberse levantado y caminado hasta el fuego de la chimenea y no estaba seguro de poder cubrir ni siquiera aquella breve distancia sin caerse. Miró con pesar la botella de vino vacía. Podía haber pedido otra, pero decidió no hacerlo. Ahora tenía un objetivo claro y los medios para alcanzarlo.
— ¿Cómo has dado conmigo? —inquirió—. ¿Y por qué has esperado tanto?
Iridal alzó el rostro, aún más ruborizado, y respondió primero a la última pregunta.
— ¿Cómo iba a venir? Volver a verte... El dolor habría sido insoportable. Acudí a los otros misteriarcas, a los que te recogieron del castillo y te trajeron aquí abajo.
Ellos me contaron que... —La mujer vaciló, sin saber muy bien adonde la llevarían sus palabras.
—... que había retomado mi antigua profesión como si nada hubiera sucedido, ¿no es eso? Bien, es verdad que intenté fingir que todo era como antes... — reconoció Hugh con aire sombrío—. Y pensé que no te gustaría verme aparecer a tu puerta.
—Nada de eso, Hugh. Créeme, si hubiera sabido... —Iridal tampoco terminó de ver claro adonde conducía aquello y dejó la frase a medias.
—... si hubieras sabido que me había vuelto un borracho, me habrías ofrecido de buen grado unos cuantos barls, un tazón de sopa y un rincón para dormir en el establo, ¿no es eso? ¡Gracias, señora, pero no necesito tu compasión ni tu limosna!
—Se incorporó, sobreponiéndose al dolor que le taladraba la cabeza, y dirigió una mirada furiosa a la mujer. Con los dientes apretados contra la boquilla de la pipa, masculló—: ¿Qué puedo hacer por Su Señoría?
Iridal se encolerizó también. Nadie se dirigía en aquel tono a una misteriarca, y menos aún un asesino borracho y fracasado. Los ojos irisados brillaron como el sol a través de un prisma cuando se puso en pie y se irguió con una expresión de dignidad ofendida.
— ¿Y bien? —insistió el hombre.
Ella lo miró de hito en hito y, advirtiendo la angustia de su interlocutor, vaciló:
—Supongo que me lo he merecido. Te pido disculpas...
— ¡Maldita sea! —Exclamó él, casi partiendo en dos de un mordisco la boquilla de la pipa—. ¿Qué es lo que quieres de mí?
Iridal palideció de nuevo.
—Quiero... contratarte.
Hugh la miró en silencio, con expresión sombría. Apartándose de ella, anduvo hasta la puerta y clavó la vista en la mirilla cerrada.
— ¿Quién es el objetivo? Y no levantes la voz.
— ¡No se trata de matar a nadie! —Respondió Iridal—. No he venido a contratarte para que mates a nadie. Mi hijo ha aparecido. Los elfos lo retienen como rehén. Me propongo liberarlo y necesito tu ayuda.
— ¡De modo que se trata de eso! —Gruñó Hugh—. ¿Y dónde tienen al muchacho?
—En el Imperanon.
Hugh se volvió, incrédulo, y miró a Iridal.
— ¿El Imperanon? Señora, necesitas ayuda, es cierto —se quitó la pipa de la boca y señaló con ella a Iridal—. Alguien debería encerrarte a ti en una celda y...
—Te pagaré. Te recompensaré espléndidamente. La tesorería real...
—No tiene suficiente riqueza —la interrumpió Hugh—. No existen suficientes barls en el mundo para convencerme de que me interne hasta el corazón mismo del imperio enemigo para rescatar a ese pequeño...
Con una llamarada de sus tornasolados ojos, Iridal le avisó que no siguiera.
—Es evidente que he cometido un error —murmuró fríamente—. No seguiré molestándote.
Se encaminó a la puerta pero Hugh permaneció donde estaba, plantado ante ella e impidiéndole el paso.
—Apártate —ordenó.
Hugh se llevó otra vez la pipa a los labios, le dio una breve chupada y contempló a Iridal con una sonrisa de mal agüero.
—Ahora me necesitas, señora. Soy la única posibilidad que tienes. Me pagarás lo que te pida.
— ¿Y qué quieres? —preguntó ella.
—Que me ayudes a encontrar a Alfred.
Iridal lo miró, muda de sorpresa. Después, movió la cabeza.
—No..., no puedo hacer nada al respecto, Hugh. Alfred ha desaparecido y no tengo modo de dar con él.
—Quizás está con Bane.
—Quien está con mi hijo es el otro, Haplo, el hombre de la piel azul. Y, si Haplo está con él, seguro que Alfred no. Son enemigos acérrimos, aunque no puedo explicarte por qué, Hugh. No lo entenderías.
Hugh arrojó la pipa al suelo y, extendiendo las manos, asió a Iridal por ambos brazos y los presionó con fuerza.
— ¡Me haces daño! —protestó ella.
—Ya lo sé, y no me importa. ¡Ahora, intenta entender tú! —Exclamó Hugh—.
Imagina que eres ciega de nacimiento y te contentas con un mundo de oscuridad porque no has conocido nunca otra cosa. Entonces, de pronto, se te concede el don de la vista y conoces todas las maravillas que jamás habías sido capaz de imaginar: el cielo, los árboles, las nubes y el Firmamento. Y luego, tan de improviso como llegó, el don te es arrebatado.
Vuelves a estar ciega y te sumerges de nuevo en la oscuridad. ¡Pero, esta vez, sabes lo que has perdido!
—Lo siento —susurró Iridal. Inició el gesto de levantar la mano para tocar el rostro de Hugh, pero él la rechazó. Airado, avergonzado, apartó la cara—. Está bien, accedo a lo que pides. Si haces esto por mí, yo haré cuanto esté en mi mano para ayudarte a encontrar a Alfred.
Durante unos instantes, ninguno de los dos dijo nada. Ninguno fue capaz.
— ¿Cuánto tiempo tenemos? —preguntó él por último, con aspereza.
—Quince días. Stephen se encontrará en esa fecha con el príncipe Reesh'ahn.
Aunque no creo que los elfos de Tribus estén al corriente de ello...
—Por supuesto que lo están, señora. Tribus no se atreverá a permitir que tal encuentro se produzca. Me pregunto qué tendrían pensado hacer antes de que ese chico tuyo cayera en sus manos. Reesh'ahn es listo. Ha sobrevivido a tres intentos de asesinato gracias a su guardia especial, ésa que llaman la Invisible. Hay quien dice que son los kenkari quienes ponen sobre aviso al príncipe... — ugh hizo una pausa, pensativo, y añadió—: Esto me acaba de dar una idea...
Se sumió en reflexiones al tiempo que se palpaba las ropas en busca de la pipa, olvidando que la había arrojado al suelo.
Iridal se inclinó, alargó la mano y la recogió para devolvérsela.
Él la cogió casi sin darse cuenta, sacó un poco de esterego de una bolsa de cuero grasienta y llenó la cazoleta. Dio unos pasos hasta el hogar, levantó un ascua con las tenazas y aplicó el carbón a la pipa. Una fina columna de humo se alzó de ella, acompañada del olor acre del esterego.
— ¿Qué...? —empezó a decir Iridal.
— ¡Silencio! —La interrumpió el hombre—. Que quede claro, señora: a partir de ahora harás lo que yo diga y cuando lo diga. Nada de preguntas. Si hay tiempo, te daré explicaciones; si no lo hay, tendrás que confiar en mí. Rescataré a ese hijo tuyo. Y tú me ayudarás a encontrar a Alfred. ¿Cerramos el trato?
—Sí —se apresuró a responder Iridal.
—Bien. —Hugh bajó la voz y dirigió la mirada a la puerta—. Necesito a dos monjes aquí. Y ningún observador. ¿Puedes encargarte?
Iridal se acercó a la puerta y abrió la mirilla. En el pasillo había un monje, probablemente con órdenes de esperar a que la mujer saliera.
La misteriarca se volvió y asintió.
— ¿Estás en condiciones de andar? —preguntó en voz alta, con tono de repugnancia.
Hugh captó la indirecta. Depositó la pipa con todo cuidado cerca de la chimenea y luego, cogiendo la botella de vino, la estrelló contra el suelo. Tropezó con la mesa, cayó en el charco de vino derramado y cristales rotos y rodó entre ellos.
— ¡Oh, sí! —murmuró, tratando de incorporarse sin conseguirlo—. Claro que estoy en condiciones. Vamos.
Iridal volvió a la puerta y llamó enérgicamente con los nudillos.
—Ve a buscar al abad —ordenó.
El monje se marchó y regresó con el superior. Iridal corrió el cerrojo y abrió la puerta.
—Hugh la Mano ha accedido a acompañarme —anunció—, pero ya ves el estado en que se encuentra. Es incapaz de caminar sin ayuda. Si dos de tus monjes pudieran transportarlo, te estaría sumamente agradecida.
El abad frunció el entrecejo con aire dubitativo. Iridal sacó una bolsa de debajo de la capa.
—Mi gratitud es de naturaleza material —añadió, sonriendo—. Creo que las donaciones al monasterio siempre son bien recibidas...
El abad aceptó la bolsa.
—Enviaré a dos de los hermanos. Pero no debes mirarlos ni hablar con ellos.
—Entendido, abad. Ya estoy dispuesta para marcharme.
No se volvió para mirar a Hugh, pero escuchó claramente el crujir de los cristales rotos, la respiración pesada y las maldiciones por lo bajo.
El abad se mostró muy complacido y agradecido por su partida. La misteriarca había perturbado el monasterio con sus imperiosas exigencias, había causado una conmoción entre los hermanos y había traído demasiado del mundo de los vivos a un lugar dedicado a los muertos. Él mismo escoltó a Iridal escaleras arriba y por los pasadizos del monasterio hasta la puerta de entrada. Una vez allí, prometió que enviaría a Hugh a reunirse con ella, por su pie si podía andar, o trasladado por sus monjes si era incapaz de hacerlo. Tal vez el abad tampoco lamentaba librarse de su incómodo huésped.
Iridal inclinó la cabeza y expresó su agradecimiento, sin decidirse a emprender la marcha. Deseaba quedarse en las inmediaciones por si Hugh necesitaba su ayuda, pero el abad, con la bolsa entre las manos, no desapareció en el interior del edificio sino que aguardó bajo el quinqué de la puerta para asegurarse de que la mujer se alejaba de verdad.
Así pues, a Iridal no le quedó otro remedio que dar media vuelta, abandonar las cercanías del monasterio y regresar donde aguardaba dormido su dragón. Sólo entonces, cuando la vio con el dragón, el abad dio media vuelta y entró de nuevo en el sombrío edificio, cerrando de un portazo.
Iridal miró hacia allí y se preguntó qué hacer. No sabía qué se proponía Hugh, pero llegó a la conclusión de que lo mejor que podía hacer era despertar al dragón y tenerlo a punto para trasladarlos a ambos lejos de aquel lugar, lo antes posible.
Despertar a un dragón dormido es siempre un asunto delicado, pues estas criaturas son independientes por naturaleza y, si la de Iridal despertaba libre del hechizo que la subyugaba, era capaz de decidir cualquier cosa: escapar volando, atacar a la mujer, atacar el monasterio o una combinación de las tres.
Por fortuna, el dragón permanecía sometido al encantamiento y emergió del sueño sólo ligeramente irritado por el hecho de que lo despertaran. Iridal lo tranquilizó y lo cubrió de elogios, prometiéndole un opíparo banquete cuando regresaran a casa.
El dragón extendió las alas, agitó la cola y procedió a inspeccionar su escamosa piel buscando alguna señal de las pequeñas y molestas lombrices de dragón, un parásito que gusta de refugiarse bajo las escamas y chuparle la sangre a las enormes criaturas.
Iridal lo dejó dedicarse a su labor y se volvió para observar la entrada del monasterio, que distinguía desde su atalaya. Ya empezaba a inquietarse, temiendo que Hugh hubiese cambiado de idea, y se preguntó qué hacer en tal caso, pues con toda seguridad el abad no volvería a permitirle la entrada por mucho que lo amenazara con emplear la magia.
En aquel instante, Hugh apareció en la puerta, casi como si lo hubiesen expulsado de un empujón. Llevaba un hatillo en una mano —una capa y ropas para el viaje, sin duda— y una botella de vino en la otra. Cayó al suelo, se incorporó, miró atrás y dijo algo que Iridal no llegó a entender. Mejor para ella, probablemente. Después, se enderezó y miró a su alrededor, sin duda tratando de localizarla.
Iridal levantó el brazo, lo agitó para llamar su atención y lo llamó a gritos.
Quizá fue el sonido de su voz, alarmantemente estridente en la noche clara y fría, o su inesperado gesto —nunca llegaría a averiguarlo—, pero algo despertó al dragón de su hechizo.
Un chillido agudo se alzó detrás de ella, acompañado de un aleteo, y, antes de que la mujer pudiera impedirlo, el dragón alzó el vuelo. El encantamiento del dragón era un juego de niños para una misteriarca. Iridal sólo tuvo que rehacer un hechizo muy simple pero, para ello, se vio obligada a desviar su atención de Hugh durante unos breves instantes.
Desconocedora de las intrigas y maquinaciones de la corte real, a Iridal no se le pasó por la imaginación que tal distracción fuera deliberadamente provocada.
CAPÍTULO 24
MONASTERIO KIR, ISLAS VOLKARAN REINO MEDIO
Hugh vio cómo el dragón remontaba el aire y supo de inmediato que había roto las riendas de su hechizo. Él no era mago y no podía ayudar de ninguna manera a Iridal a capturarlo de nuevo o a lanzarle otro hechizo. Encogiéndose de hombros, sacó el tapón de la botella de vino con los dientes y se dispuso a tomar un trago cuando escuchó una voz masculina que le hablaba desde las sombras.
—No hagas movimientos bruscos. No hagas nada que delate que me escuchas. Acércate con disimulo.
Hugh reconoció la voz y se esforzó por asociarla con un rostro y un nombre, pero no lo consiguió. Los meses de cautiverio autoimpuesto, empapados en vino, habían ahogado sus recuerdos. No podía distinguir nada en la oscuridad reinante; puesto a temer, era perfectamente posible que en aquel instante una flecha apuntara directa a su corazón. Y, aunque Hugh buscaba la muerte, quería ser él quien marcara sus términos, y no otro. Por un instante, se preguntó si Iridal le habría tendido una trampa, pero enseguida descartó tal posibilidad. La zozobra que había mostrado por aquel hijo suyo había sido auténtica.
El desconocido parecía saber que Hugh sólo fingía la borrachera, pero la Mano se dijo que no perdía nada manteniendo el simulacro. Actuando como si no hubiera oído nada, avanzó en dirección a la voz como por casualidad. Sus manos asieron el fardo de ropa y la botella de vino, convertidas de pronto en escudo y en arma. Empleando la capa para disimular sus movimientos, sujetó el pesado fardo en la zurda, atento a levantarlo para protegerse, y empuñó la botella por el cuello con la diestra. De este modo, con un rápido movimiento, podía estrellar el frasco contra la cabeza de un asaltante, o hacerlo añicos contra su rostro.
Refunfuñando por lo bajo sobre la incapacidad de las mujeres para controlar a los dragones, Hugh dejó atrás el pequeño charco de luz que iluminaba las inmediaciones de la entrada del monasterio y se encontró entre unos matorrales ralos y una arboleda de troncos tortuosos.
—Detente ahí. No es preciso que te acerques más. Sólo tienes que escuchar lo que voy a decirte. ¿Me reconoces, Hugh la Mano?
Y Hugh supo, en aquel instante, a quién pertenecía la voz. Agarró la botella con más fuerza y respondió:
—Triano, ¿verdad? El mago doméstico del rey Stephen.
—En efecto. No tenemos mucho tiempo. La dama Iridal no debe saber que hemos tenido esta conversación. Su Majestad desea recordarte que no has cumplido lo pactado.
— ¿Qué? —Hugh movió los ojos y escrutó las sombras con disimulo.
—No has terminado el trabajo para el que se te contrató. El muchacho sigue vivo.
— ¿Y qué? —Replicó la Mano con aspereza—. Le devolveré a tu rey el dinero que me adelantó. Al fin y al cabo, sólo me pagó la mitad de lo convenido.
—No queremos que nos devuelvas el dinero. Queremos que elimines al muchacho.
—No puedo hacerlo —dijo Hugh a la noche.
— ¿Por qué? —Inquirió la voz con manifiesto disgusto—. No puede ser que tú, precisamente, alegues escrúpulos morales. ¿Acaso le has perdido el gusto a matar?
Hugh dejó caer la botella y, de improviso, saltó hacia adelante. Su mano libre se cerró en torno a la ropa del mago y arrastró a éste fuera de su escondite.
—No —respondió entonces Hugh, acercando el rostro agraciado del mago, de rasgos refinados, a su barba canosa—. ¡Tal vez me gusta demasiado!
Tras esto, apartó a Triano de un enérgico empujón y tuvo la satisfacción de ver cómo el mago caía entre los arbustos.
—Tal vez no sea capaz de dominarme. Díselo así a tu rey.
No alcanzó a ver la expresión de Triano, pues el mago era apenas un bulto negro cuya silueta se recortaba contra la coralita luminiscente. Hugh tampoco deseaba verla. Apartó a puntapiés los fragmentos de vidrio de la botella rota, lamentó su pérdida entre maldiciones y se dispuso a reemprender la marcha. Iridal ya había conseguido convencer al dragón para que descendiera y lo estaba acariciando mientras susurraba las palabras del encantamiento.
Triano se incorporó y, pese a su desconcierto, insistió con voz serena:
—Te propusimos un trabajo y lo aceptaste. Te pagamos lo convenido, pero no lo has llevado a cabo.
Hugh continuó andando.
—Sólo tenías una cosa que te hacía destacar entre los asesinos de tu ralea, Hugh la Mano — rosiguió Triano. Sus palabras eran apenas un susurro transportado por el viento—. El honor.
El asesino no respondió ni volvió la cabeza. Con paso apresurado, ascendió la colina en dirección a Iridal, a la que encontró despeinada e irritada.
—Lamento el retraso. No logro entender cómo ha podido liberarse del hechizo...
Él sabía cómo, pensó Hugh. Había sido cosa de Triano. El mago la había seguido, había perturbado el encantamiento y había liberado al dragón para distraer a la misteriarca mientras conversaba con él. Stephen no la había mandado para que rescatara a su hijo, sino que la había utilizado para conducirlo a él hasta el muchacho. «No confíes en él, Iridal —añadió para sí—. No te fíes de Triano, ni de Stephen. No te fíes de mí.» Estuvo a punto de decirlo en voz alta. Tenía las palabras en los labios... pero allí se quedaron, sin llegar a transformarse en sonidos.
—No te preocupes por eso ahora —optó por responder al cabo, con voz áspera y enérgica—. ¿Te has asegurado de que el nuevo encantamiento funciona?
—Sí, pero...
—Entonces, conduce al dragón lejos de aquí, antes de que el abad descubra a dos de los hermanos de la orden desnudos y atados de pies y manos en la celda.
Acompañó sus palabras de una mirada iracunda, esperando las preguntas de Iridal y dispuesto a recordarle que se había comprometido a no hacer ninguna.
Ella se limitó a dirigirle una mirada inquisitiva; después, asintió y se apresuró a montar en el dragón. Hugh aseguró el fardo de ropa en la parte posterior de la silla de montar de dos plazas que lucía el Ojo Alado, la divisa del rey Stephen.
—No me extraña que el condenado mago haya sido capaz de perturbar el hechizo —murmuró para sí—. ¡Viajar en un dragón real!
Se encaramó a lomos de la criatura y se acomodó detrás de Iridal. Ésta dio la orden y el dragón saltó al aire, extendió las alas y las batió con energía, tomando altura. Hugh no perdió el tiempo intentando localizar al mago. Era inútil hacerlo, pues Triano era demasiado hábil para permitirlo. La incógnita estaba en si el mago real los seguiría, o si se limitaría a esperar a que el dragón volviera e informara.
Con una sonrisa sombría, el hombre se inclinó hacia adelante.
— ¿Adonde nos dirigimos?
—A mi casa, para recoger equipo y provisiones.
—Será mejor no hacerlo. —Hugh lo dijo a gritos para hacerse oír por encima del aullido del viento y del estruendo de las alas del dragón—. ¿Tienes dinero, barls con el sello del rey?
—Sí —respondió Iridal. El vuelo del dragón era errático, sin control. El viento abrió la capa de Iridal, y sus canosos cabellos flotaron libremente, como una nube en torno a su rostro.
—Entonces, ya compraremos lo que necesitemos. A partir de este momento, dama Iridal, tú y yo vamos a desaparecer. Es una lástima que la noche esté tan clara —añadió tras echar un vistazo a su alrededor—. Una buena tormenta en este instante sería ideal.
—Como bien sabrás, hay maneras de invocar una tormenta —intervino ella—.
Quizá no sea muy experta en el trato con los dragones, pero el viento y la lluvia son otra cosa muy distinta. De todos modos, ¿cómo vamos a orientarnos, entonces?
—Por la sensación del viento en la cara —respondió Hugh con una sonrisa. Se deslizó hacia adelante en el asiento, alargó los brazos por ambos costados del cuerpo de Iridal y tomó las riendas de sus manos—. Tú, limítate a invocar la tormenta.
— ¿Es preciso que hagas eso? —inquirió ella, incómoda ante la avasalladora proximidad del hombre, cuyo cuerpo se apretaba contra el suyo y cuyos firmes brazos la rodeaban—. Dime qué dirección quieres tomar y yo me encargaré de guiar al dragón.
—No —contestó Hugh—. Yo me guío por el tacto; la mayor parte del tiempo, ni siquiera soy consciente de que lo hago. Apóyate en mí y estarás más protegida de la lluvia. Y relájate, señora. Esta noche nos espera una larga travesía. Duerme, si puedes. Donde vamos, el sueño será un lujo que pocas noches podremos permitirnos.
Iridal permaneció tensa y rígida unos momentos más; luego, con un suspiro, apoyó la espalda contra el pecho del hombre. Él se movió ligeramente para que la mujer se acomodara mejor y la ciñó con más fuerza entre sus brazos.
Asió las riendas con mano firme y experimentada. El dragón, al notar el cambio de conductor, se tranquilizó y su vuelo se hizo más uniforme. Iridal pronunció en voz baja el hechizo, cuyas palabras arrancaron grandes nubes del lejano Firmamento y las hicieron descender hasta envolver a montura y jinetes en un velo de bruma húmedo e impenetrable. No tardó en empezar a llover.
—No puedo mantener el hechizo mucho tiempo —anunció ella, notando cómo el sueño la vencía por momentos. La lluvia le azotaba el rostro con suavidad y la mujer se acurrucó aún más entre los brazos de Hugh.
—No será preciso que lo hagas.
Triano no era amigo de incomodidades, reflexionó Hugh. Seguro que no los perseguiría bajo una tormenta como aquélla. Sobre todo, cuando creía saber adonde se dirigían.
—Temes que alguien nos siga, ¿verdad? —apuntó Iridal.
—Digamos, simplemente, que no me gusta correr riesgos —repuso su acompañante.
Volaron en la noche bajo la tormenta, sumidos en un silencio tan cálido y confortable que ninguno de los dos quiso perturbarlo. Iridal podría haber insistido en sus preguntas, pues sabía que era muy improbable que los monjes kir trataran de seguirlos. ¿A quién, pues, temía Hugh?
Sin embargo, no dijo nada. Había prometido no hacerlo y se proponía cumplir su palabra. De hecho, se alegraba de que Hugh le hubiera exigido aquella condición. Iridal no quería preguntar nada. No quería saber nada.
Se llevó la mano al pecho y la posó sobre el amuleto de la pluma que llevaba oculto bajo la ropa y que la ponía en contacto mental con su hijo. Hugh no sabía nada al respecto y ella no pensaba contárselo. Estaba segura de que lo desaprobaría; probablemente, se enfurecería si se enteraba. Pero Iridal no estaba dispuesta a romper aquel vínculo con su pequeño, perdido hacía tanto tiempo y, ahora, milagrosamente reencontrado. Hugh tenía sus secretos, se dijo. Ella también guardaría los suyos.
Apoyada entre los brazos del hombre, agradeciendo su fuerza y su presencia acogedora, Iridal borró de su mente el pasado, con sus amargas penas y sus auto recriminaciones aún más acerbas, y el futuro con sus peligros ineludibles. Borró de su mente ambas cosas con la misma facilidad con que había entregado las riendas del dragón para que fuera otro quien lo guiara. Llegaría un día en que necesitaría cogerlas de nuevo con sus propias manos, en que tal vez incluso tendría que pelear para nacerse con ellas. Pero, hasta entonces, no había nada malo en seguir el consejo de Hugh de relajarse y dormir.
Hugh notó que Iridal dormía sin necesidad de verla. La lluvia que empapaba la oscuridad era una tupida cortina que impedía el paso del leve resplandor de la coralita y hacía que el suelo y el cielo se fundieran sin solución de continuidad.
Tomando las riendas con una sola mano, empleó la otra para cubrir a la mujer con su capa, formando una especie de tienda de campaña bajo la cual mantenerla seca y caliente.
En su mente, las palabras de Triano se repetían una y otra vez, sin descanso:
«Sólo tenías una cosa que te hacía destacar entre los asesinos de tu ralea, Hugh la Mano.
»E honor... El honor... El honor...» — ¿Hablaste con él, Triano? ¿Lo reconociste?
—Sí, Majestad.
Stephen se frotó el mentón entre la barba.
—Hugh la Mano vive y ha estado vivo todo este tiempo. Iridal nos mintió.
—No se le puede reprochar que lo hiciera, señor —reflexionó su mago y consejero.
— ¡Qué estúpidos hemos sido al creerla! ¡Un hombre con la piel azul! Y que el estúpido de Alfred partió en busca del muchacho. ¡Pero si Alfred sería incapaz de encontrarse a sí mismo, en la oscuridad! ¡Esa misteriarca intrigante nos engañó desde el principio!
—No estoy tan seguro, Majestad —respondió Triano, pensativo—. Alfred siempre se guardaba más, mucho más, de lo que dejaba saber. Y, respecto al hombre de la piel azul, yo mismo he encontrado interesantes referencias en los libros que los misteriarcas trajeron consigo...
—Todo eso que me cuentas, ¿tiene algo que ver con Bane o con Hugh la Mano? —inquirió Stephen, irritado.
—No, señor —dijo el consejero—. Pero puede resultar importante más adelante.
—Entonces, ya lo trataremos cuando llegue el momento. ¿La Mano hará lo que le has dicho?
—No estoy seguro, señor. Ojalá lo estuviera —se apresuró a añadir al observar la expresión de profundo disgusto de Stephen—. Tuvimos poco tiempo para hablar.
¡Y su rostro, Majestad...! El resplandor de la coralita sólo me permitió verlo unos instantes, afortunadamente. No habría podido contemplarlo mucho rato. Observé en él maldad, astucia, desesperación...
— ¡Por supuesto! Al fin y al cabo, ese hombre es un asesino.
—Pero esa maldad, señor, era la mía. —Triano bajó la cabeza y fijó la vista en algunos de los libros esparcidos sobre el escritorio de su estudio.
—Y la mía también, por extensión... —murmuró el rey.
—Yo no he dicho tal cosa, señor...
— ¡No es preciso que lo hagas, maldita sea! —Exclamó Stephen y, tras un profundo suspiro, añadió—: Pongo a los antepasados por testigos, Triano, de que esto me gusta tan poco como a ti. Nadie se alegró tanto como yo al saber que Bane había sobrevivido y que no era responsable del asesinato de un chiquillo de apenas diez años. Si creí a Iridal, fue porque quería creerla. Y mira adonde nos ha llevado eso: a un peligro mucho más grave. Pero, ¿tenía alguna alternativa, Triano? — Stephen descargó el puño sobre la mesa—. ¿Qué respondes?
—Ninguna, señor.
Stephen asintió. Luego, volviendo a la conversación, insistió con brusquedad:
—Entonces, ¿la Mano cumplirá su encargo?
—No lo sé, señor. Y, si lo hace, será mejor que tomemos todas las precauciones posibles. «Quizá me guste demasiado matar», fueron sus palabras.
«Quizá no sea capaz de controlarme.» Stephen se volvió, pálido y demacrado. Levantó las manos, las miró fijamente y se las frotó.
—No te inquietes por eso. Una vez terminado el trabajo, eliminaremos al sicario. Tratándose de la Mano, al menos podremos considerarlo un acto justificado. Ese hombre ya lleva mucho tiempo burlando el hacha del verdugo.
Supongo que los seguiste a la salida del monasterio. ¿Adonde han ido, Triano?
—Verás, señor. Hugh es muy hábil para burlar persecuciones. El cielo estaba despejado, pero de pronto descargó una tormenta. Mi dragón perdió el rastro y yo me quedé calado hasta los huesos. Me pareció mejor regresar al monasterio e interrogar a los monjes kir que han dado cobijo a la Mano.
— ¿Y qué has sacado en limpio? Tal vez ellos conocían las intenciones de nuestro hombre.
—Si es así, señor, no me las revelaron —respondió Triano con una mueca de pesadumbre—. El abad estaba furioso por alguna razón que ignoro. Se limitó a decir que ya tenía suficiente de magos y hechiceros y me cerró la puerta en las narices.
— ¿Y tú no hiciste nada?
—Sólo soy un mago de la Tercera Casa —dijo el consejero humildemente—.
Los hechiceros kir pertenecen al mismo nivel que yo y no me pareció adecuado ni oportuno un enfrentamiento. De nada serviría ofender a los monjes, señor.
Stephen lo miró con gesto ceñudo.
—Supongo que tienes razón, pero ahora hemos perdido el rastro de la Mano y de la dama Iridal.
—Ya te advertí que podías esperar tal cosa, Majestad. Y, en cualquier caso, iba a suceder de todos modos. Estoy bastante seguro de saber adonde se han dirigido y, desde luego, yo nunca me atrevería a seguirlos ahí. Ni creo que puedas encontrar a muchos dispuestos a hacerlo.
— ¿Qué lugar es ése? ¿Los Siete Misterios?
—No, señor. Es otro lugar más conocido y, si acaso, más temible, pues sus peligros son reales. Hugh la Mano está camino de Skurvash, Majestad.
CAPÍTULO 25
SKURVASH, ISLAS VOLKARAN REINO MEDIO
Hugh despertó de su sueño a Iridal mientras aún estaban en el aire y el fatigado dragón buscaba con impaciencia un lugar donde posarse. Los Señores de la Noche ya habían retirado sus capas oscuras, y el Firmamento empezaba a iluminarse con los primeros rayos de Solarus. Iridal volvió en sí, admirada de haber dormido tanto y tan profundamente.
— ¿Dónde estamos? —preguntó mientras contemplaba con satisfacción, medio adormilada todavía, la isla que emergía de las sombras de la noche y las aldeas, como piezas de un juego para niños desde aquella altura, que recibían la caricia del amanecer. Las chimeneas empezaban a humear. Sobre un acantilado, el punto mas elevado de la isla, una fortaleza construida del preciado granito tan escaso en Ariano extendía la sombra de sus torres macizas sobre la tierra.
—En Skurvash —respondió Hugh la Mano. Con un tirón de las bridas, desvió al dragón de lo que sin duda era un activo puerto comercial y lo dirigió hacia el lado boscoso de la ciudad, donde se podía posar más discretamente, ya que no en secreto.
Iridal ya estaba despierta del todo, como si le hubieran echado encima una jofaina de agua fría. Permaneció callada y pensativa hasta que, por fin, dijo en voz baja:
—Supongo que esto es necesario...
—Ya has oído hablar de este lugar, ¿verdad?
—Nada bueno.
—Y, posiblemente, los rumores se quedan cortos. Pero tú pretendes ir a Aristagón, señora. ¿Cómo piensas hacerlo? ¿Pidiendo a los elfos que tengan la bondad de permitirte una breve visita?
—Claro que no —respondió ella con frialdad, ofendida—. Pero...
—Nada de peros. Nada de preguntas. Harás sólo lo que yo diga, ¿recuerdas?
A Hugh le dolían todos los músculos del cuerpo, desacostumbrados a los rigores del vuelo. Echó de menos su pipa y un buen vaso de vino. Más de uno.
—Nuestras vidas correrán peligro cada minuto que pasemos en esta tierra, señora. Guarda silencio y déjame hablar a mí. Sigue mis instrucciones y, por el bien de ambos, no hagas ningún acto de magia. Ni siquiera hacer desaparecer un barí. Si descubren que eres una misteriarca, estamos perdidos.
El dragón había localizado un lugar adecuado para posarse, un paraje despejado cerca de la costa. Hugh dio rienda suelta a la criatura alada y la dejó descender en espiral.
—No me llames señora. Sólo Iridal —dijo ella con suavidad.
— ¿Siempre permites que la gente a tu servicio te llame por el nombre?
La mujer suspiró.
— ¿Puedo hacerte una pregunta, Hugh?
—No prometo contestarla.
—Dices que no deben saber que soy una misteriarca. ¿A quién te refieres?
—A los gobernantes de Skurvash.
—El gobernante es el rey Stephen.
Hugh soltó una risotada, breve y áspera.
—En Skurvash, no. Bien, es cierto que ha prometido presentarse aquí para hacer limpieza, pero sabe que no puede. No conseguiría reunir las fuerzas necesarias. No hay en todo Volkaran y Ulyndia un solo barón que no tenga vinculación con este lugar, aunque no encontrarías uno solo que se atreviera a reconocerlo. Ni siquiera los elfos, cuando dominaban casi todo el resto del Reino Medio, llegaron nunca a conquistar Skurvash.
Iridal contempló la isla a sus pies. Salvo la fortaleza, de aspecto formidable, tenía poco más que destacar. En su mayor parte, estaba cubierta por ese arbusto ralo conocido como la «mata del enano», así llamado porque recuerda vagamente la barba pelirroja de los enanos y porque, una vez enraizada en la coralita, es casi imposible de arrancar. Una pequeña ciudad llena de desniveles colgaba de una pronunciada pendiente junto a la orilla, agarrándose al terreno con la misma tenacidad que los arbustos. Una única carretera partía de la ciudad, entre bosques de árboles hargast, y ascendía la ladera de la montaña hasta la fortaleza.
— ¿Sabes si los elfos la sitiaron? Da la impresión de que una fortaleza como ésa podría resistir mucho tiempo...
— ¡Bah! —Hugh flexionó los brazos con una mueca y probó a relajar los músculos acalambrados del cuello y de los hombros—. Los elfos no atacaron. La guerra es algo maravilloso, señora, hasta que empieza a tocarle a uno el bolsillo.
— ¿Insinúas que estos humanos comercian con los elfos?
Iridal parecía perpleja. Hugh se encogió de hombros.
—A los gobernantes de Skurvash no les importa si el cliente tiene los ojos más o menos rasgados. Lo único que les interesa es el brillo de su dinero.
— ¿Y quién es ese gobernante? —A Iridal se le había despertado el interés y la curiosidad.
—No es una persona sola, sino un grupo —explicó Hugh—. Sus miembros son conocidos como la Hermandad.
El dragón decidió posarse en un espacio amplio y despejado que, al parecer, ya había servido para aquel mismo propósito en muchas ocasiones, a juzgar por las ramas rotas (arrancadas con el batir de las alas), las marcas de zarpas dejadas en la coralita y los excrementos esparcidos por el campo.
Hugh desmontó, estiró la dolorida espalda y flexionó las piernas.
—O quizá debería decir «somos» —se corrigió mientras ayudaba a Iridal a descender del lomo del dragón—. «Somos» conocidos como la Hermandad.
La mujer había estado a punto de colocar su mano en la de él pero, al oírlo, titubeó y lo miró fijamente con la cara muy pálida y los ojos como platos. Su color tornasolado estaba empañado, oscurecido por la sombra de los árboles hargast que los rodeaban.
—No comprendo qué...
—Regresa, Iridal —le dijo él, ceñudo y sincero—. Vete, márchate ahora. El dragón está cansado, pero podrá hacerlo. Por lo menos, seguro que te lleva hasta Providencia.
Al oír que hablaban de él, el dragón cambió el peso del cuerpo de una pata a otra con aire irritado y batió las alas. La criatura quería librarse de sus jinetes y ocultarse entre los árboles para echarse a dormir.
—Primero, estás impaciente por acompañarme. Ahora, intentas convencerme para que me marche. —Iridal lo miró fríamente—. ¿Qué ha sucedido? ¿A qué viene el cambio?
—He dicho que nada de preguntas —refunfuñó Hugh, con la mirada sombría perdida más allá de la orilla de la isla, en las insondables profundidades azules del cielo abierto. Después, la volvió hacia la mujer y añadió—: A menos que quieras responder a algunas que yo te podría hacer.
Iridal se sonrojó y retiró la mano. Desmontó del dragón sin ayuda y aprovechó la oportunidad para mantener la cabeza baja y el rostro oculto tras los pliegues de la capucha con que se cubría. Cuando estuvo bien asentada en el suelo y segura de mantener el dominio de sí, se volvió a Hugh.
—Tú me necesitas. Me necesitas para que te ayude a encontrar a Alfred. Yo sé algunas cosas de él; muchas cosas, en realidad. Sé quién y qué es y, créeme, no darás con él sin mi ayuda. ¿De veras quieres renunciar a ella? ¿De veras quieres que me vaya?
Hugh rehusó mirarla.
—Sí —dijo en voz baja—. ¡Sí, maldita sea!
Sus manos se asieron a la silla del dragón y apoyó la cabeza sobre ellas.
— ¡Maldito sea Triano! —Masculló entre dientes—. ¡Maldito sea Stephen!
¡Maldita esa mujer y maldito su hijo! Debería haber ofrecido mi cabeza al verdugo cuando tuve ocasión. Entonces estaba seguro. Algo me lo advirtió. Me habría envuelto en la muerte como si fuera un sudario y me habría sumido en un sueño...
— ¿Qué andas diciendo?
Hugh notó la mano de Iridal en su hombro, suave y cálida. Con un estremecimiento, rehuyó el contacto.
— ¡Qué terrible peso llevas encima! —escuchó su voz compasiva—. Déjame compartirlo.
Se volvió hacia ella bruscamente, con gesto furioso.
—Olvídame. Contrata a otro. Puedo darte el nombre de diez hombres que te podrán ayudar mejor que yo. Y, respecto a lo que has dicho, no te necesito. Sabré encontrar a Alfred yo solo. Soy capaz de encontrar a cualquiera...
—... siempre que esté en el fondo de una botella —terminó la frase Iridal.
Hugo la agarró por los brazos con firmeza, dolorosamente. La sacudió y la obligó a alzar la cabeza para mirarlo.
—Fíjate bien en mí, en lo que soy: un asesino a sueldo. Tengo las manos manchadas de sangre..., de una sangre por cuyo derramamiento me han pagado.
¡Incluso acepté dinero por matar a un niño!
—También diste la vida por él...
— ¡Pura causalidad! —Hugh apartó a la mujer de un empujón, alejándola de sí—. Fue ese maldito hechizo que me lanzó. O quizá fue cosa tuya, con otro encantamiento.
A continuación, volviéndole la espalda, empezó a desatar el fardo de la silla de montar a base de rápidos y enérgicos tirones.
— ¡Vete! —repitió, sin mirarla—. ¡Vete ahora, Iridal!
—No. Hicimos un trato —contestó ella—. Lo mejor que he oído decir de ti es que nunca has incumplido un contrato.
Hugh dejó lo que estaba haciendo y se volvió a mirarla, con sus hundidos ojos muy sombríos bajo las cejas fruncidas y sobresalientes. De pronto, se sentía frío y calmado.
—Tienes razón, señora. Nunca he incumplido un contrato. Recuérdalo, cuando llegue el momento. —Cuando hubo soltado el fardo, lo sostuvo bajo el brazo y señaló hacia el dragón con un gesto de cabeza—. Levántale el encantamiento.
— ¡Pero...! Si hago lo que dices, quedará libre y escapará volando. Quizá no podamos capturarlo de nuevo.
—Exacto. Ni nosotros, ni nadie. Y también es improbable que regrese a los establos reales en el próximo futuro. Tardará en hacerlo el tiempo suficiente para que podamos desaparecer.
—Pero, ¿y si nos ataca?
—No lo hará. Tiene más sueño que hambre. —Hugh miró fijamente a la mujer, con los ojos enrojecidos de falta de sueño y de la resaca—. Suéltalo, o móntalo, dama Iridal. No voy a discutir.
Iridal miró al dragón, el último vínculo con su hogar y con su pueblo. Hasta aquel momento, todo el viaje había sido un sueño. Un sueño como el que había tenido entre los brazos de Hugh: un glorioso rescate, lleno de magia y de bruñido acero, en el que tomaba a su hijo en brazos y desafiaba a sus enemigos a cogerlo y los elfos retrocedían, intimidados ante el amor de una madre y ante la bravura de Hugh.
Pero en aquel sueño no aparecía Skurvash. Ni las palabras duras y ominosas de Hugh.
No estaba siendo muy práctica, se dijo Iridal con desconsuelo. Ni práctica, ni muy realista. Como todos los que habían vivido en el Reino Superior, pues allí no había necesidad de serlo. Salvo Sinistrad. Por eso fe habían permitido llevar adelante sus planes perversos y no habían dado el menor paso para detenerlo. Los misteriarcas eran débiles, impotentes. Pero ella se había prometido cambiar. Se había prometido ser fuerte, por su hijo.
Apoyó la mano en el pecho, sobre el amuleto de la pluma que llevaba guardado bajo el corpiño. Cuando se sintió con más fuerzas, levantó el hechizo del dragón. Con ello rompía el último eslabón de la cadena.
Una vez libre, la criatura sacudió su espinosa crin y miró a los humanos con ferocidad; por unos instantes, pareció tentado de engullirlos para saciar el hambre pero, finalmente, decidió no hacerlo. Tras lanzar un bramido hacia ellos, remontó el vuelo.
El dragón buscaría un lugar seguro para descansar, algún reducto elevado y oculto.
Más adelante, se cansaría de estar solo y volvería a su establo, pues los dragones son criaturas sociales y no tardaría en sentir añoranza de su compañera y de los demás congéneres que había dejado atrás.
Hugh esperó a que se hubiera alejado; luego, dio media vuelta y echó a andar por un estrecho sendero que conducía al camino principal que habían visto desde el aire. Iridal se apresuró a colocarse a su lado. Sin dejar de caminar, Hugh revolvió en el hatillo. Sacó de él un objeto, una bolsa cuyo contenido emitió un tintineo metálico, y procedió a atarlo al cinturón.
—Dame el dinero que tengas —ordenó entonces a Iridal—. Todo.
Sin una palabra, la mujer le entregó su bolsa.
Hugh la abrió, hizo un rápido cálculo aproximado del contenido y, cerrándola de nuevo, la guardó bajo la camisa, en contacto con su piel.
—Los dedos ligeros de Skurvash hacen honor a su fama —explicó secamente—. Tendremos que guardar bien el dinero que tenemos, para comprar los pasajes.
— ¿Comprar los pasajes? ¿A Aristagón? —repitió Iridal, perpleja—. ¡Pero si estamos en guerra! ¿Acaso..., acaso volar a tierras elfas es así de sencillo?
—No —respondió Hugh—, pero con dinero se puede conseguir cualquier cosa.
Iridal esperó a que continuara, pero quedó claro que no iba a añadir nada más. Solarus brillaba, la coralita refulgía bajo su luz y el aire se calentaba rápidamente tras el frío nocturno. A lo lejos, posada en lo alto de la ladera de una montaña, se alzaba la fortaleza, recia e imponente y de un tamaño equiparable al del palacio de Stephen. Iridal no alcanzaba a ver ninguna casa u otros edificios, pero imaginó que se dirigían a la pequeña población que había visto desde el lomo del dragón. De entre la vegetación se alzaban columnas de humo procedente de las forjas y de los fuegos matutinos en las cocinas.
—Tú tienes amigos aquí... —murmuró la mujer, recordando las palabras de Hugh y cómo había corregido el «ellos» por el «nosotros».
—Es una manera de decirlo. Mantén cubierto el rostro.
— ¿Por qué? Aquí no me conocen y nadie puede saber que soy una misteriarca sólo por mi aspecto.
Hugh se detuvo y la miró severamente.
—Lo siento —dijo Iridal con un suspiro—. Sé que te prometí no pedir explicaciones de nada de lo que hicieras y me doy cuenta de que no hago otra cosa. No lo hago a propósito, pero no entiendo lo que sucede y... y estoy asustada.
—Tienes derecho a estarlo, supongo —respondió él después de dedicar un instante a tirarse de las largas y finas trenzas de la barba, en actitud pensativa—.
Y también supongo que, cuantas más cosas sepas, en mejor situación estaremos los dos. Mírate: con esos ojos, esas ropas y esa voz, hasta un niño vería que eres de noble cuna. Y eso te convierte en una presa valiosa, en una pieza de caza codiciada. Pues bien, quiero que todo el mundo entienda que eres mi pieza.
— ¡No pienso serlo de nadie! —Protestó Iridal con rotundidad—. ¿Por qué no les cuentas la verdad: que soy tu patrona?
Hugh la miró de hito en hito. Después, sonrió. Por último, echó la cabeza atrás y rompió a reír. La carcajada sonó espontánea y sentida, como si hubiera liberado algo en su interior.
La sonrisa que dirigió esta vez a Iridal era sincera y se reflejaba en sus ojos.
—Buena respuesta, dama Iridal. Tal vez lo haga. Pero, mientras tanto, no te apartes de mi lado. Aquí eres una extraña. Y en Skurvash se ofrece un recibimiento muy especial a los extraños.
La ciudad portuaria de Klervashna se extendía a poca distancia de la costa.
Estaba construida en terreno abierto, sin murallas que la rodeasen, ni puertas que impidieran la entrada, y los dos viajeros no encontraron ningún centinela que les preguntase qué andaban haciendo allí. Una única carretera conducía desde la orilla hasta la ciudad y una única carretera —la misma— ascendía desde la ciudad hacia las montañas.
—Desde luego, no les preocupa la posibilidad de un ataque —comentó Iridal, acostumbrada a las ciudades fortificadas de Volkaran y de Ulyndia, cuyos habitantes, en constante alerta frente a los corsarios elfos, vivían en un estado de inquietud casi permanente.
—Si algo llegara a amenazarlos, los residentes recogerían los bártulos y se dirigirían a la fortaleza. Pero tienes razón: no están preocupados.
Unos chiquillos que jugaban a piratas en una callejuela fueron los primeros que repararon en ellos. Los niños se olvidaron de sus espadas de palo de hargast y corrieron a contemplarlos con ingenua franqueza y abierta curiosidad.
Los pequeños eran de la edad de Bane, más o menos, e Iridal les dirigió una sonrisa. Una niña vestida con harapos se acercó a ella y extendió la mano.
—Déme dinero, bella señora —le suplicó con una sonrisa encantadora—. Mi madre está enferma y mi padre ha muerto. Y tengo dos hermanitos más pequeños.
Écheme para comer, bella señora, sólo una moneda...
Iridal inició el gesto de llevar la mano a la bolsa; entonces recordó que ya no la llevaba encima.
— ¡Lárgate! —masculló Hugh con aspereza, al tiempo que levantaba la mano derecha con la palma hacia afuera.
La chiquilla lo miró con perspicacia y, encogiéndose de hombros, se escabulló y volvió al juego. Los demás fueron tras ella entre cabriolas y gritos, excepto uno que echó a correr por la carretera hacia la ciudad.
—No había necesidad de ser tan rudo con la pequeña —dijo Iridal en tono reprobatorio—. Era tan dulce... Podríamos habernos desprendido de una moneda...
—...y perder la bolsa. Esa niña «tan dulce» se encarga de descubrir dónde guarda uno el dinero. Después, pasa la información a su padre, que sin duda está vivito y coleando, y éste se encarga de aliviarlo a uno de la bolsa mientras recorre la ciudad.
— ¡No puedo creerlo! ¡Una niña tan...!
Hugh se encogió de hombros y continuó la marcha.
Iridal se envolvió en la capa, ciñéndola al cuerpo con fuerza.
— ¿Tendremos que estar mucho tiempo en este lugar horrible? —preguntó en voz baja, acercándose más al hombre.
—Ni siquiera vamos a detenernos. Seguiremos directamente hasta la fortaleza.
— ¿No hay otro camino?
—No. La única ruta es a través de Klervashna. Así nos pueden echar un vistazo. Esos niños juegan aquí por una razón: estar atentos a la llegada de extraños.
Pero ya les he dado la señal, y uno de ellos corre ahora a informar de nuestra llegada a la Hermandad. No te preocupes. En adelante, nadie más nos molestará.
Pero es mejor que guardes silencio.
Iridal casi agradeció la orden. Niños ladrones. Niños espías. Por un instante, se escandalizó al pensar que unos padres pudieran abusar y destruir de aquel modo la inocencia de la infancia. Pero entonces recordó a un padre que había utilizado a su hijo para espiar a un rey.
—Klervashna —anunció Hugh, señalando con la mano.
Iridal miró a su alrededor con perplejidad. Por los comentarios de Hugh, había esperado encontrar una ciudad del pecado, desenfrenada y violenta, con ladrones acechando en las sombras y asesinos sueltos por las calles. Por eso le produjo una considerable sorpresa no observar nada alarmante; sólo unas muchachas que conducían unos gansos al mercado, unas mujeres cargadas con cestas de huevos y unos hombres dedicados a su trabajo, aparentemente honrado.
La ciudad rebosaba de actividad. Sus calles estaban concurridas y la única diferencia que Iridal pudo apreciar entre aquélla y cualquier respetable ciudad de Ulyndia era que la población parecía ser de muy variada procedencia, pues abarcaba todo tipo de humanos, desde los habitantes de Humbisash, con su tez oscura, hasta los rubísimos nómadas de Malakal. Pero ni siquiera esta variedad de gentes preparó a Iridal para la insólita visión de dos elfos que salían de una tienda de quesos, casi tropezaban con ella y se abrían paso entre la multitud murmurando juramentos.
Iridal se volvió hacia Hugh, alarmada, pensando que tal vez la ciudad había sido conquistada, después de todo. Pero el hombre no parecía preocupado y apenas dirigió una mirada a los elfos. Los habitantes de la ciudad tampoco prestaron demasiada atención a los enemigos, a excepción de una mujer joven que los siguió, intentando venderles una bolsa de frutos de búa.
«A los gobernantes de Skurvash no les importa si el cliente tiene los ojos más o menos rasgados. Lo único que les interesa es el brillo de su dinero.» Idéntico desconcierto causó a Iridal la visión de unos criados bien vestidos, pertenecientes a familias ricas de otras islas, que deambulaban por las calles con paquetes en los brazos. Algunos llevaban a la vista sus libreas, sin que pareciera importarles que se conociera el nombre de sus amos. La mujer reconoció el escudo de armas de más de un barón de Volkaran y de más de un duque de Ulyndia.
—Productos de contrabando —explicó Hugh—. Tejidos elfos, armas elfas, vino elfo, joyas elfas. Y los elfos acuden aquí por la misma razón, para comprar productos humanos que no pueden conseguir en Aristagón. Hierbas y pócimas, dientes y zarpas de dragón, pieles y escamas de esas criaturas para emplearlas en sus naves...
Para aquella gente, reflexionó Iridal, la guerra resultaba lucrativa. La paz significaría el desastre económico. O tal vez no. Los vientos de la cambiante fortuna debían de haber soplado muchas veces sobre Klervashna. La ciudad sobreviviría tal como, según la leyenda, las ratas habían sobrevivido a la Separación.
Cruzaron la ciudad sin prisas. Hugh hizo un alto para comprar esterego para la pipa, una botella de vino y un cuenco de agua, que ofreció a Iridal. Después, continuó la marcha abriéndose paso entre la multitud sin soltar por un instante a «su presa». Algunos de los viandantes les dirigieron unas miradas penetrantes, inquisitivas, que resbalaron sobre el rostro serio e impasible de Hugh y se fijaron en la rica vestimenta de Iridal. Algunas cejas se enarcaron a su paso, una sonrisa de complicidad asomó en algunos labios, pero nadie dijo una palabra y nadie los detuvo. Lo que cada cual hiciera en Klervashna era asunto suyo.
Y de la Hermandad.
— ¿Seguimos hasta la fortaleza? —preguntó Iridal.
Las filas de casas ordenadas, con sus tejados de caballete, habían quedado atrás y se encaminaban de nuevo a campo abierto. Un grupo de niños los había seguido un rato, pero incluso ellos habían desaparecido.
Hugh destapó la botella de vino con los dientes y escupió el tapón al suelo.
—Sí —respondió—. ¿Cansada?
Ella alzó la cabeza y contempló la fortaleza, que parecía aún muy lejana.
—Me temo que no estoy acostumbrada a caminar. ¿Podríamos detenernos a descansar?
Hugh reflexionó unos instantes y asintió.
—Pero no mucho rato —dijo mientras la ayudaba a sentarse en un afloramiento de coralita—. Saben que hemos salido de la ciudad y estarán esperándonos.
El hombre dio cuenta del vino y arrojó la botella entre los arbustos que bordeaban el camino. Dedicó otro momento a cargar la pipa con unas hebras del hongo seco de la bolsa y la encendió, empleando yesca y pedernal. Dio unas chupadas y llenó sus pulmones con el humo. Después cerró el fardo, lo colocó bajo el brazo y se puso en pie.
—Será mejor que continuemos. Ya descansarás cuando lleguemos. Tengo que negociar un asunto.
— ¿Qué es esa Hermandad? —Preguntó Iridal, incorporándose con esfuerzo—.
¿Quienes la forman?
—Yo pertenezco a ella —dijo Hugh, con los dientes apretados contra la boquilla—. ¿No lo adivinas?
—No, me temo que no.
—Es la Hermandad de la Mano. La sociedad de los asesinos.
CAPÍTULO 26
SKURVASH, ISLAS VOLKARAN REINO MEDIO
La fortaleza de la Hermandad reinaba, sólida e inexpugnable, sobre la isla de Skurvash. Formada por una serie de edificios construidos con el paso del tiempo, a medida que la Hermandad crecía y sus necesidades cambiaban, la plaza fuerte permitía dominar con la vista el cielo abierto y sus vías aéreas, así como de la tierra que se extendía a su alrededor y de la única carretera sinuosa que conducía hasta ella.
Desde sus torres se podía distinguir un dragón solitario con su jinete a mil menkas de distancia y una nave dragón cargada de tropas, a más de dos mil. La carretera —el único camino abierto a través del áspero terreno, cubierto de árboles hargast de ramas quebradizas y en ocasiones mortíferas— serpenteaba a través de profundos barrancos y numerosos puentes oscilantes. Al cruzar uno de éstos, Hugh enseñó a Iridal cómo, de un solo tajo de una espada, podía enviarlo contra las rocas cortantes del fondo junto con todos los que se encontraran en él. Y si, pese a todo, un ejército conseguía llegar a lo alto de la montaña, aún le quedaría conquistar la fortaleza en sí, un amplio complejo de edificios protegido por hombres y mujeres desesperados que no tenían nada que perder.
No era extraño que tanto el rey Stephen como el emperador Agah'ran hubieran renunciado (salvo en sus fantasías) a atacar la posición.
La Hermandad sabía que estaba a salvo. Su vasta red de espías le advertía al instante de cualquier amenaza, mucho antes de que ésta se concretara. Debido a ello, la vigilancia era escasa y relajada. Las puertas estaban abiertas de par en par y los centinelas, que jugaban a tabas rúnicas junto a ellas, ni siquiera se molestaron en levantar la vista de la partida cuando Hugh e Iridal cruzaron la verja y penetraron en un patio de adoquines. La mayoría de las dependencias estaban vacías, aunque los ciudadanos de Klervashna las habrían llenado rápidamente en caso de amenaza. Hugh y la mujer no vieron a nadie en su recorrido por las avenidas sinuosas que conducían, en un suave ascenso, hasta el edificio principal.
Éste, más antiguo que el resto, era el cuartel general de la Hermandad, que tenía el valor de hacer ondear su propia bandera, un estandarte de color rojo sangre con el dibujo de una mano levantada, con la palma al frente y los dedos juntos. La puerta de entrada —una rareza en Ariano, pues era de madera, decorada con complejos diseños grabados— estaba cerrada y atrancada.
—Espera aquí —ordenó Hugh, señalándola—. No te muevas de donde estás.
Iridal, entumecida y aturdida, bajó la vista y advirtió que se encontraba sobre una losa que, observada con más detenimiento, tenía una forma y un color diferentes del camino de lajas que conducía hasta la puerta. La losa estaba tallada en una forma que recordaba vagamente el perfil de una mano.
—No te muevas de esa piedra —insistió Hugh, y señaló una estrecha rendija en la fachada de piedra, sobre la puerta—. Ahí hay una flecha apuntando a tu corazón. Un paso a la derecha o a la izquierda, y considérate muerta.
Iridal se quedó inmóvil y observó la rendija en sombras, sin apreciar movimiento ni señal de vida alguna al otro lado. Sin embargo, el tono de Hugh no dejaba lugar a dudas: estaba diciendo la verdad. Permaneció quieta sobre la roca en forma de mano. Hugh la dejó allí y se acercó a la puerta.
Se detuvo ante ésta y estudió los dibujos tallados en la madera, que también representaban el contorno de unas manos abiertas como la del estandarte. Había doce manos en total, distribuidas en círculo con los dedos hacia afuera. Hugh escogió una, colocó la suya sobre ella y empujó. La puerta se abrió de par en par.
—Ven —dijo entonces a Iridal, acompañando la orden con un gesto de que se acercara—. Ya no corres peligro.
Con una mirada a hurtadillas hacia la aspillera situada sobre la puerta, Iridal se apresuró a ponerse a la altura de Hugh. La fortaleza le resultaba opresiva y le producía una terrible sensación de soledad que la llenaba de abatimiento y lúgubres presentimientos. Tomó la mano que le ofrecía Hugh y se agarró a ella con fuerza.
Hugh observó con preocupación su intensa palidez y le presionó los helados dedos para tranquilizarla al tiempo que, con una severa mirada, le advertía que se calmara y se controlara. Iridal bajó la cabeza, se ajustó la capucha para ocultar el rostro y entró con Hugh en una pequeña sala.
La puerta se cerró de inmediato tras ellos con un estruendo que paralizó el corazón de la mujer. Deslumbrada por la intensa luz del exterior, Iridal no distinguió nada. Hugh también se detuvo, parpadeando, hasta que su visión se ajustó a la penumbra.
—Por aquí —dijo una voz seca que sonó como el crepitar de un pergamino muy antiguo. La pareja captó un movimiento a su derecha.
Hugh lo siguió; sabía a quién pertenecía la voz y adonde se dirigía. Iridal agradeció que la guiara, sin soltarle la mano un solo instante. La oscuridad resultaba fantasmal, irritante. Ése era su propósito.
La misteriarca se recordó que ella misma había querido aquello. Sería mejor que se acostumbrara a los lugares oscuros e irritantes.
—Hugh la Mano —dijo la voz seca—. Cuánto me alegro de verte, señor. Ha pasado mucho tiempo.
Penetraron en una cámara sin ventanas, bañada por el resplandor mortecino de una piedra de luz colocada en una linterna. Un anciano encorvado y marchito contemplaba a Hugh con expresión plácida y afectuosa que sus ojos, maravillosamente claros y penetrantes, contribuían a subrayar.
—En efecto, Anciano —respondió Hugh, y su expresión severa se relajó con una sonrisa—. Me sorprende encontrarte activo todavía. Pensaba que estarías retirado, reposando junto a un buen fuego.
— ¡Ah!, éste es el único trabajo que me ocupa ya —murmuró el viejo—. Hace mucho que he dejado lo demás, salvo alguno que otro consejo de vez en cuando a quien lo pide, como tú. Fuiste un alumno aventajado, mi señor Hugh. Tenías el tacto adecuado: delicado, sensible... No como esos patosos que suelen verse hoy día.
El Anciano sacudió la cabeza, y sus luminosos ojos pasaron sin prisas de Hugh a la mujer y la estudiaron con tal detalle que Iridal tuvo la sensación de que podía ver a través de sus ropas, tal vez incluso a través de su cuerpo.
Por fin, la mirada penetrante se apartó de ella y volvió a Hugh.
—Me perdonarás, señor, pero debo pedírtelo. No merece la pena quebrantar las normas, ni siquiera en tu caso.
—Por supuesto —asintió Hugh, y alzó la mano diestra con la palma boca arriba y los dedos extendidos y juntos.
El Anciano cogió la mano de Hugh entre las suyas y la estudió fijamente a la luz de la linterna.
—Gracias, señor —dijo al cabo con aire ceremonioso—. ¿Qué te trae aquí?
— ¿Ciang recibe a alguien hoy?
—Sí, señor. Ha venido uno para ser admitido. La ceremonia se llevará a cabo en breves horas. Estoy seguro de que tu presencia será bien acogida. ¿Qué dispones respecto a tu invitada?
—Que sea escoltada a una cámara con un buen fuego. El asunto que debo tratar con Ciang puede ocupar un buen rato. Ocúpate de que sea atendida; procúrale comida y bebida, y una cama si lo desea.
— ¿Una cámara? —Preguntó el viejo con cierta sorpresa—. ¿O una celda?
—Una cámara. Y que se acomode. Puedo tardar bastante.
El Anciano miró a Iridal, pensativo.
—Sospecho que esa mujer es una maga. Es asunto tuyo, Hugh, pero ¿estás seguro de que no quieres tenerla vigilada?
—Te aseguro que no utilizará su magia. Está en juego otra vida, que ella tiene por más valiosa que la suya propia. Además —añadió secamente—, es mi cliente.
— ¡Ah, ya entiendo!
El Anciano asintió y dedicó una inclinación de cabeza a Iridal con una elegancia herrumbrosa que habría podido ser la de cualquier cortesano de Stephen.
—Escoltaré a la dama a su cámara personalmente —indicó en tono cortés—.
No suelo tener deberes tan agradables. Tú, Hugh la Mano, puedes seguir adelante.
Ciang ya ha sido informada de tu llegada.
Hugh emitió un gruñido. La revelación no lo sorprendía. Vació la pipa de cenizas, volvió a llenarla y se la llevó a los labios. Se volvió a Iridal y le dirigió una mirada sombría y vacía en la que no había consuelo, indicación o mensaje alguno.
Después, dio media vuelta y se perdió en las sombras.
—Por esa puerta, señora —dijo el Anciano, señalando en dirección opuesta a la que había tomado Hugh.
Alzando la linterna con la piedra de luz en su arrugada mano, el viejo se disculpó por pasar delante de ella y comentó que el camino estaba oscuro y las escaleras se hallaban en mal estado y podían resultar traicioneras. Iridal, en voz baja, le rogó que no pensara en ello.
— ¿Conoces a Hugh la Mano desde hace mucho, Anciano? —preguntó Iridal, esforzándose en dar a sus palabras un tono intrascendente, aunque notó cómo le subía el rubor a las mejillas.
—Desde hace más de veinte años —respondió el Anciano—. Desde que vino a nosotros por primera vez, siendo apenas un mocoso.
La mujer se preguntó qué significaría aquello, qué era aquella Hermandad que gobernaba la isla. Hugh formaba parte de ella y parecía un miembro muy respetado. Algo sorprendente en un hombre que se había apartado de su camino para aislarse en una celda.
—Has mencionado que le enseñaste algo. ¿Qué era? —Podrían haber sido unas lecciones de música, a juzgar por el aspecto benévolo y apacible del Anciano.
—El arte del puñal, señora. ¡Ah!, no ha existido nunca alguien tan hábil con la daga como Hugh la Mano. Yo era bueno, pero él me superó. Una vez apuñaló a un hombre que estaba sentado a su lado en una taberna. Hizo un trabajo tan excelente que el hombre no llegó a soltar el menor grito, no hizo el menor movimiento. Nadie se dio cuenta de que estaba muerto hasta la mañana siguiente, cuando lo encontraron allí sentado todavía, tieso como un palo. El truco está en conocer el sitio preciso y deslizar la hoja entre las costillas para rajarle el corazón antes de que la víctima sepa qué ha sucedido.
»Hemos llegado, señora. Una estancia cómoda y limpia, con un fuego bien provisto y una cama, por si deseas acostarte. ¿Qué te apetece con la comida, vino blanco o tinto?
Hugh recorrió despacio los pasillos y salones de la fortaleza, tomándose tiempo para disfrutar de aquel regreso a un entorno tan familiar. Nada había cambiado. Nada, excepto él. Por eso no había vuelto allí, pese a saber que habría sido bien acogido. No lo habrían entendido y no habría podido explicarse. Los kir tampoco habían comprendido, pero no hacían preguntas.
Muchos miembros de la Hermandad habían acudido a morir allí. Algunos de los más viejos, como el Anciano, volvían para pasar sus últimos años entre aquellos que habían sido su única familia, una familia más leal y más unida que la mayoría.
Otros, más jóvenes, llegaban para recuperarse de sus heridas —gajes del oficio— o a morir de ellas. La mayor parte de las veces, el paciente se recuperaba.
Como consecuencia de su larga relación con la muerte, la Hermandad había alcanzado considerables conocimientos en el tratamiento de las heridas de puñal, de espada y de flecha, así como de las mordeduras y zarpazos de dragón, y había descubierto antídotos para ciertos venenos.
La Hermandad contaba entre sus miembros con magos expertos en contrarrestar hechizos formulados por otros magos y en levantar encantamientos de anillos malditos y cosas parecidas. Hugh la Mano había adquirido también algunos conocimientos gracias a los monjes kir, cuya labor los llevaba siempre entre los muertos y cuyos magos habían desarrollado hechizos de protección contra el contagio y la contaminación.
«Podría haber acudido aquí —reflexionó Hugh mientras daba unas chupadas a la pipa, estudiando los lóbregos pasadizos con nostálgico interés—. Pero ¿qué les habría dicho? No estoy enfermo de una herida mortal, sino de una que es inmortal.» Sacudió la cabeza y apresuró el paso. Ciang le haría preguntas, de todos modos, pero Hugh tenía ahora algunas respuestas y, dado que se encontraba allí por cuestión de negocios, Ciang no insistiría. Al menos, no tal como lo habría hecho si se hubiera presentado allí al principio.
Subió una escalera de caracol y llegó a un pasadizo desierto y en sombras. A cada lado había una serie de puertas cerradas. Al fondo, una de ellas estaba abierta y la luz que surgía de ella se derramaba por el pasillo. Hugh avanzó hacia la luz y se detuvo al llegar al umbral para dar tiempo a que sus ojos se acostumbraran a la claridad después del paseo por el oscuro interior de la fortaleza.
En el interior había tres personas. Dos le resultaron desconocidas: un hombre y un muchacho que no llegaba a los veinte años. A la tercera, Hugh la conocía muy bien. Ella se volvió para darle la bienvenida. Sin alzarse del escritorio tras el cual estaba sentada, ladeó la cabeza y lo miró con unos ojos rasgados y astutos que lo captaban todo y no revelaban nada.
—Entra —dijo—. Y bienvenido.
Hugh limpió de cenizas la pipa golpeándola contra la pared del pasillo y guardó la cachimba en un bolsillo del chaleco de cuero.
—Ciang —dijo, penetrando en la estancia. Se detuvo ante ella e hizo una profunda reverencia.
—Hugh la Mano.
La mujer le tendió la mano. Hugh posó los labios en ella, un gesto que pareció divertirla.
— ¿Besas esta mano vieja y arrugada?
—Con sumo honor, Ciang —respondió Hugh ardientemente. Y era sincero.
Ella le sonrió. Ciang era anciana, uno de los seres vivos más ancianos de Ariano, pues era una elfa, y longeva incluso para los de su raza.
Su rostro era una red de arrugas, con la piel tersa sólo sobre los pómulos salientes y la nariz afilada, aguileña, blanca como un pedazo de marfil.
Seguía la costumbre elfa de pintarse los labios, y el rojo fluía entre las arrugas como minúsculos riachuelos de sangre. Su cabeza, desprovista de cabello desde hacía mucho, aparecía siempre absolutamente calva. Ciang le hacía ascos a las pelucas y, en realidad, no las necesitaba puesto que su cráneo era liso y bien formado. Y la elfa era consciente del efecto desconcertante que producía en la gente, del poder de la mirada de sus brillantes ojos azules incrustados en aquel cráneo de color de hueso.
—Una vez, los príncipes se batieron a muerte por el privilegio de besar esta mano, cuando era fina y delicada... —dijo.
—Todavía lo harían, Ciang —aseguró Hugh—. Algunos de ellos estarían sumamente felices de ello.
—Sí, amigo mío, pero no por mi belleza. En cualquier caso, lo que tengo ahora es mejor. No volvería atrás. Siéntate aquí, Hugh, a mi derecha. Serás testigo de la admisión de este joven.
Con un gesto, Ciang le indicó que acercara una silla. Hugh se disponía a hacerlo cuando el joven se apresuró a ayudarlo.
—Per... permitidme, señor —balbució el muchacho, sonrojado.
Levantó una pesada silla de aquella preciada madera tan escasa en Ariano y la colocó donde Ciang había indicado, a su derecha.
— ¿Eres..., eres de verdad Hugh la Mano? —tartamudeó de nuevo el muchacho, al tiempo que dejaba la silla en su sitio y retrocedía para contemplarlo.
—Lo es, en efecto —respondió Ciang—. Pocos obtienen el honor de la Mano.
Quizás algún día la alcances tú, pero, de momento, ahí tienes a quien lo ostenta.
—No..., no puedo creerlo. —El muchacho parecía abrumado—. ¡Pensar que Hugh la Mano estará presente en mi investidura! Yo..., yo... —le faltaron las palabras.
Su acompañante, a quien Hugh no reconoció, alargó la mano y dio un tirón de la manga al joven, indicándole que retrocediera hasta su lugar, al extremo del escritorio de Ciang. El joven se retiró con la torpeza de movimientos de la juventud y, en una ocasión, tropezó con sus propios pies.
Hugh no dijo nada y miró a Ciang. La elfa inició una sonrisa en la comisura de los labios, pero se compadeció del joven y contuvo la risa.
—Una digna y apropiada muestra de respeto de un joven a quien lo supera en años —comentó gravemente—. Se llama John Darby. Su padrino es Ernst Twist. Me parece que no os conocíais.
Hugh hizo un gesto de negativa. Ernst lo imitó, le dirigió una mirada a hurtadillas y, con una ligera reverencia, se llevó la mano a la frente en un torpe gesto de respeto, propio de un patán. El hombre parecía un campesino palurdo, vestido con ropas remendadas, un sombrero grasiento y unos zapatos rotos. Pese a ello, no era ningún patán y quienes lo tomaban por tal nunca vivían lo suficiente, probablemente, como para poder lamentarse de su error. Sus manos eran finas, de dedos largos, y evidenciaban que nunca habían hecho trabajos pesados. Y sus ojos fríos, que en ningún momento habían mirado directamente a Hugh, tenían un aire peculiar, un fulgor rojizo que la Mano encontró desconcertante.
—Las cicatrices de Twist aún son recientes —dijo Ciang—, pero ya ha progresado de vaina a punta. Llegará a hoja antes de que acabe el año.
Un gran elogio, procediendo de quien lo hacía. Hugh observó al individuo con desagrado. Aquél era un asesino que «mataría por un plato de asado», como decía el refrán. La Mano adivinó, por una cierta tensión y frialdad en su tono de voz, que Ciang compartía su sensación de desagrado. Sin embargo, la Hermandad necesitaba miembros de todas clases y el dinero de aquél era tan bueno como el de cualquiera. Mientras Ernst Twist se atuviera a las reglas de la Hermandad, el modo en que quebrantara las leyes del hombre y de la naturaleza era asunto suyo, por vil que fuese.
—Twist necesita un socio —continuó Ciang—. Ha presentado a este joven, John Darby, y después de revisar su propuesta he accedido a admitirlo en la Hermandad en las condiciones de costumbre.
Ciang se puso en pie y lo mismo hizo Hugh. La elfa era alta y se sostenía muy erguida. Una ligera caída de hombros era su única concesión a la edad. Su larga túnica, de la seda más fina, estaba tejida con el arco iris de colores y los fantásticos diseños que tanto gustaban a los elfos. Ciang era una presencia regia, hechizadora e impresionante en su majestuosidad.
El joven —sin duda un asesino a sangre fría, ya que no habría conseguido la admisión sin haber dado alguna prueba de su pericia— se encogió, sonrojado y nervioso, casi como si se fuera a marear.
Su acompañante le dio un golpe seco en la espalda al tiempo que murmuraba:
—Ponte erguido. Pórtate como un hombre.
El muchacho tragó saliva, se enderezó, exhaló un profundo suspiro y, con los labios casi blancos, anunció:
—Estoy dispuesto.
Ciang dirigió una mirada de reojo a Hugh y entornó los párpados como diciendo, «en fin, todos hemos sido jóvenes alguna vez». Con uno de sus largos dedos, señaló una caja de madera con incrustaciones de gemas deslumbrantes colocada en el centro del escritorio.
Hugh se inclinó hacia adelante, tomó la caja entre las manos respetuosamente y la colocó al alcance de la elfa. Luego, abrió la tapa. En el interior había una daga de hoja afilada cuya empuñadura de oro tenía la forma de una mano abierta con los dedos juntos. El pulgar extendido formaba la cruz. Ciang extrajo el arma, manejándola con delicadeza. La luz del fuego se reflejó en la hoja, afilada como una cuchilla, y la hizo arder.
— ¿Eres diestro o zurdo? —inquirió la elfa.
—Diestro —dijo John Darby. Unas gotas de sudor resbalaban de sus sienes y corrían por sus mejillas.
—Dame tu diestra —ordenó Ciang.
El joven adelantó la mano, con la palma abierta hacia ella.
—Tu padrino puede prestarte ayuda...
— ¡No! —dijo el muchacho con un jadeo. Pasándose la lengua por los labios resecos, rechazó el brazo que le ofrecía Twist—. Puedo soportarlo solo.
Ciang expresó su aprobación arqueando una ceja.
—Sostén la mano como es debido —indicó—. Hugh, muéstrale cómo.
Hugh tomó una vela de la repisa de la chimenea, la llevó al escritorio y la depositó en él. El resplandor de la llama brilló en la madera pulimentada, una madera salpicada y teñida de manchas oscuras. El muchacho contempló las manchas, y el color huyó de su rostro.
Ciang esperó.
John Darby apretó los labios y acercó más la mano.
—Estoy preparado —repitió.
La elfa asintió. Levantó la daga por la empuñadura, con la hoja apuntada hacia abajo.
—Coge la hoja como si fuera el mango —ordenó Ciang.
John Darby lo hizo, cerrando la mano en torno al acero con cautela. La empuñadura en forma de mano descansó en la suya, con el pulgar de la cruz paralelo al suyo. Ahora se oía la respiración acelerada del muchacho.
—Aprieta —ordenó Ciang, fría e impasible.
John Darby contuvo el aliento un instante. Casi cerró los ojos, pero reaccionó a tiempo. Con una mirada avergonzada a Hugh, el joven se obligó a mantenerlos abiertos. Tragó saliva y apretó la mano en torno a la hoja de la daga.
De nuevo, contuvo la respiración con un jadeo, pero no emitió otro sonido.
Unas gotas de sangre cayeron sobre el escritorio, y un fino reguero del líquido rojo corrió por el antebrazo del muchacho.
—Hugh, la correa —indicó Ciang.
La Mano llevó la mano a la caja y extrajo una tirilla de suave cuero, de la anchura de un par de dedos humanos. El símbolo de la Hermandad formaba un dibujo a lo largo de la correa. También ésta mostraba manchas oscuras en algunas zonas.
—Dásela al padrino —dijo la elfa.
Hugh entregó la correa a Ernst Twist, quien la tomó en sus manos de largos dedos, unas manos que sin duda estaban manchadas con las mismas salpicaduras oscuras que rociaban el cuero.
—Átalo —ordenó Ciang.
Entretanto, John Darby había permanecido allí plantado, apretando la daga entre su mano. La sangre rezumaba de la empuñadura. Ernst pasó la correa en torno a la mano del joven, la ató con fuerza y dejó libres los extremos de la tirilla.
Cogió uno de ellos y lo sostuvo entre sus dedos. Hugh cogió el otro y miró a Ciang.
Ella asintió.
Los dos hombres tiraron de los extremos de la correa con energía, y el filo de la daga se hundió más profundamente en la mano del novicio, hasta el hueso. La sangre brotó con más fuerza. John Darby no pudo contener el dolor, y de su garganta surgió un grito agónico, estremecedor. Cerró los ojos, se tambaleó y se apoyó contra la mesa. Después tragó saliva, entre acelerados jadeos, y se irguió de nuevo con la mirada vuelta hacia Ciang. La sangre goteó sobre el escritorio.
La elfa sonrió como si hubiera probado un sorbo de aquella sangre y la hubiese encontrado de su gusto.
—Ahora, repetirás el juramento de la Hermandad.
Así lo hizo el muchacho, evocando entre una bruma de dolor las palabras que había aprendido laboriosamente de memoria. En adelante, las llevaría grabadas en su mente, tan indelebles como las cicatrices de la ceremonia de iniciación en la palma de su mano.
Completado el juramento, John permaneció firme, rechazando con un gesto de cabeza la ayuda de su padrino. Ciang sonrió al muchacho con una mueca que, por un fugaz instante, evocó en el rostro envejecido un asomo de la que debía de haber sido una notable belleza.
La elfa posó sus dedos sobre la mano torturada.
—Lo encuentro aceptable. Quitadle la correa.
Hugh hizo lo que pedía y desató la tira de cuero de la mano ensangrentada de John Darby. El joven abrió ésta lentamente, con esfuerzo, pues tenía los dedos pegajosos y entumecidos. Ciang retiró la daga de la mano temblorosa.
Entonces, cuando todo hubo terminado y la excitación antinatural hubo cedido, llegó la debilidad. John Darby se miró la mano, la carne abierta, el latir de la sangre roja que manaba de sus heridas, y de pronto fue consciente del dolor como no lo había sentido hasta aquel momento. Con una palidez enfermiza en el rostro, se tambaleó, inseguro. En esta ocasión agradeció el brazo de Ernst Twist, que lo sostuvo en pie.
—Puedes sentarlo —dijo Ciang.
Dándose la vuelta, entregó la daga ensangrentada a Hugh, quien tomó el arma y la lavó en un cuenco de agua traído a propósito para tal fin. Cuando hubo terminado, secó la daga minuciosamente con un paño blanco y limpio y se la devolvió a la anciana elfa. Ciang guardó el arma ceremonial y la cinta de cuero en la caja y devolvió ésta a su lugar en el centro del escritorio. La sangre derramada sobre éste impregnaría la madera, mezclando la del joven Darby con la de incontables otros que se habían sometido a la misma ceremonia.
Aún quedaba por completarse un pequeño ritual más.
—Padrino —dijo Ciang, volviendo la mirada a Ernst Twist.
El individuo acababa de instalar al joven, pálido y tembloroso, en una silla.
Con aquella sonrisa suya, engañosamente imbécil, se acercó arrastrando los pies y levantó la mano diestra con la palma hacia Ciang. La eirá mojó las yemas de los dedos en la sangre de Darby y trazó dos largas líneas rojas siguiendo las cicatrices de la mano de Twist, que se correspondían con las heridas recién abiertas en la del muchacho.
—Tu vida está unida a la suya —recitó Ciang—, igual que la de él está unida a la tuya. Ya conoces el castigo por quebrantar el juramento.
Hugh asistió a la escena distraído, dándole vueltas en la cabeza a la difícil conversación que iba a sostener con Ciang, aunque de nuevo apreció aquel extraño fulgor rojizo en los ojos de Ernst Twist, que le recordaron los de un gato al amor de la lumbre. Cuando quiso observar con más detalle el curioso fenómeno, Twist bajó los párpados en signo de deferencia a Ciang y retrocedió, arrastrando los pies, hasta ocupar de nuevo su lugar junto a su nuevo socio.
Ciang volvió la vista hacia el joven Darby.
—El Anciano te dará hierbas para prevenir infecciones. Podrás llevar la mano vendada hasta que se cierren las heridas, pero deberás quitarte las vendas si alguien te lo exige. Puedes quedarte aquí hasta que consideres que ya estás en condiciones de viajar. La ceremonia se cobra su precio, joven. Por hoy, descansa y renueva la sangre con comida y bebida. En adelante, sólo tienes que abrir la mano así —Ciang hizo una demostración—y los miembros de la Hermandad sabrán que eres uno de los nuestros.
Hugh contempló por unos instantes las cicatrices de su propia mano, ya apenas visibles en su palma encallecida. La señal en la parte carnosa del pulgar era la más clara y la más larga, pues había sido la última en curar. Formaba un fino trozo blanco que atravesaba lo que los quiromantes conocen como «línea de la vida». La otra cicatriz corría casi paralela a las líneas del corazón y de la cabeza.
Unas cicatrices de aspecto inocente, en las que nadie reparaba apenas, a menos que supiera qué significaban.
Darby y Twist se disponían a marcharse, y Hugh se incorporó para hacer el comentario de rigor. Sus palabras llevaron un leve sonrojo de orgullo y satisfacción a las pálidas mejillas del muchacho. Éste ya se sostenía con más firmeza. Unos tragos de cerveza, unos alardes sobre su hazaña y volvería a sentirse muy ufano de sí mismo. Por la noche, cuando el dolor lo despertara de sus sueños febriles, pensaría de otra manera.
El Anciano apareció en el umbral de la sala como si acudiera a una orden, aunque Ciang no había reclamado su presencia. El viejo había asistido muchas veces a aquel rito y conocía su duración al segundo.
—Conduce a nuestros hermanos a sus aposentos —le ordenó Ciang.
El Anciano hizo una reverencia y miró a la elfa.
— ¿Necesitáis algo tú y tu invitado? —inquirió.
—No, gracias, amigo mío —respondió Ciang con afabilidad—. Yo me ocuparé de todo.
Con una nueva reverencia, el Anciano escoltó a los dos miembros de la Hermandad pasillo adelante.
Hugh, tenso, se revolvió en su asiento disponiéndose para enfrentarse a aquellos ojos sabios y penetrantes.
Pero no estaba preparado para lo que oyó.
—Así pues, Hugh la Mano —comentó Ciang en tono amigable—, has vuelto a nosotros de entre los muertos...
CAPÍTULO 27
SKURVASH, ISLAS VOLKARAN REINO MEDIO
Pasmado ante el comentario, Hugh contempló a Ciang con mudo desconcierto.
Su semblante parecía tan perturbado y sombrío que esta vez le tocó a Ciang contemplarlo con asombro.
— ¿Bien, qué sucede, Hugh? Cualquiera diría que he descubierto la verdad.
Pero no estoy hablando con ningún fantasma, ¿verdad? Eres de carne y hueso... — Alargó la mano y cerró los dedos en torno a los de él.
Hugh volvió a respirar cuando comprendió que la elfa había hecho el comentario en abstracto, refiriéndose a su larga ausencia de Skurvash. Mantuvo la mano relajada bajo sus dedos, ensayó una risa y murmuró una explicación respecto a que su último trabajo lo había puesto demasiado cerca de la muerte como para poder tomárselo a broma.
—Sí, eso es lo que he oído —dijo Ciang, estudiándolo con detenimiento mientras despertaban en su mente nuevos pensamientos.
Hugh vio, por la expresión de la elfa, que se había delatado. Ciang era demasiado astuta, demasiado sensible para no haber advertido su insólita reacción.
Aguardó sus preguntas, nervioso, y se sintió aliviado, aunque algo decepcionado, al advertir que no llegaban.
—Esas son las consecuencias de viajar al Reino Superior —comentó ella—. De tratar con misteriarcas... y otras gentes poderosas. —Se incorporó—. Te serviré el vino. Luego hablaremos.
Hugh la observó dirigirse lentamente hacia el aparador, sobre el cual había una preciosa botella de cristal y dos copas. «Y otras gentes poderosas.» ¿A qué se referiría? ¿Era posible que la elfa conociera la existencia del sartán, o la del hombre de la piel tatuada de azul? Y, si sabía algo de ellos, ¿qué era?
Probablemente, más de lo que él conocía, se dijo.
Ciang caminaba con paso lento, una concesión a la edad, pero su porte y dignidad producían la impresión de que era voluntad suya mover los pies con aquella calma, y no exigencia de sus muchos años. Hugh se abstuvo de ayudarla, consciente de que ella habría tomado su ofrecimiento como una afrenta. Ciang siempre servía personalmente a sus invitados, una costumbre que se remontaba a los inicios de la nobleza elfa, cuando los reyes servían el vino a sus nobles. La costumbre había sido abandonada hacía tiempo por la realeza elfa moderna, aunque se decía que había sido recuperada por Reesh'ahn, el príncipe rebelde.
Ciang escanció el vino en las copas, colocó éstas en una bandejita de plata y cruzó la sala con ellas hasta Hugh.
No derramó una sola gota.
Ofreció la bandeja al hombre, quien le dio las gracias, tomó una de las copas y la sostuvo ante sí hasta que ella hubo tomado asiento otra vez. Cuando Ciang levantó su copa, Hugh se puso en pie, brindó a la salud de la elfa y dio un largo sorbo.
Ciang se incorporó y, con una airosa reverencia, brindó a la salud de Hugh y se llevó la copa a los labios. Cuando la ceremonia hubo terminado, los dos ocuparon de nuevo sus asientos. Ahora, Hugh era libre de servirse más vino o de llenar la copa de Ciang, si ella lo pedía.
—Resultaste gravemente herido —murmuró ella.
—Sí. —Hugh rehuyó su mirada y fijó los ojos en el vino, del mismo color que la sangre del joven Darby, ya seca sobre la mesa.
—Y no volviste aquí. —Ciang dejó la copa—. Era tu derecho.
—Lo sé. Estaba avergonzado. —Levantó la mirada, sombría y ceñuda—. Había fracasado. No había cumplido el contrato.
—Nosotros habríamos comprendido. Ha sucedido a otros, en ocasiones...
— ¡A mí, no! —replicó Hugh con un gesto brusco, enérgico, que casi derramó el contenido de la copa. Lo impidió en último extremo, miró a Ciang y murmuró una disculpa.
La elfa lo miró fijamente.
—Y ahora —dijo tras una breve pausa— has sido llamado a rendir cuentas.
—He sido llamado a cumplir el contrato.
—Y eso está en conflicto con tus deseos. La mujer que has traído contigo, la misteriarca...
Hugh se sonrojó y tomó otro sorbo de vino, no porque le apeteciera sino porque le proporcionaba una excusa para evitar los ojos de Ciang, en cuya voz captó —o eso le pareció— una nota de rechazo.
—No tenía intención de ocultarte su identidad, Ciang —respondió—. Era sólo que esos estúpidos de la ciudad... No quería problemas con ellos. Esa mujer es mi cliente.
Escuchó un crujido de fina seda y adivinó que Ciang sonreía, al tiempo que encogía los hombros. Captó en su gesto unas palabras mudas: «Engáñate a ti mismo, si tienes que hacerlo. Pero no me mientas a mí».
—Muy astuto —fue su única respuesta en voz alta—. ¿Y dónde está el problema?
—El anterior contrato está en conflicto con otro trabajo.
— ¿Y qué vas a hacer para conciliar la situación, Hugh la Mano?
—No lo sé —repuso Hugh mientras hacía girar la copa vacía por el pie, admirando los reflejos de la luz en las piedras preciosas de la base.
Ciang emitió un suave suspiro, y sus dedos iniciaron un ligero tamborileo sobre la mesa.
—Ya que no pides consejo, no te daré ninguno. Sin embargo, te recuerdo las palabras que acabas de oír pronunciar a ese joven. Reflexiona sobre ellas. Un contrato es sagrado.
Si lo violas, no tendremos más remedio que considerar que has quebrantado tu fe en nosotros. Y el castigo será ejecutado, aunque se trate de ti, Hugh la Mano.
—Lo sé —respondió él, y por fin pudo dirigir la mirada hacia ella.
—Muy bien. —Con una enérgica palmada, la elfa pareció quitarse de encima la inquietud—. Has venido aquí por negocios. ¿En qué puedo ayudarte?
Hugh se puso en pie, anduvo hasta el aparador, se sirvió otra copa de vino y la engulló de un trago sin detenerse a apreciar su excelente sabor. Si no daba muerte a Bane, no sólo estaba perdido su honor, sino también su vida. Pero matar al niño era matar a la madre, al menos en lo que se refería a Hugh.
Recordó aquellos momentos en que Iridal había dormido en sus brazos, confiada. Ella lo había acompañado allí, a aquel lugar terrible, confiando en él, movida por una fe en algo que había dentro de él. Creyendo en su honor y en su amor por ella. Él le había entregado ambas cosas, se las había donado, al dar su vida. Y, en la muerte, las había visto devueltas por centuplicado.
Y, luego, había sido arrebatado a la muerte. Y el honor y el amor habían muerto, aunque él vivía. Una paradoja extraña y terrible. Tal vez pudiera encontrarlos de nuevo en la muerte, pero no si cometía aquel acto tan terrible. Pero sabía que, si no lo hacía, si quebrantaba el juramento a la Hermandad, ésta lo perseguiría. Y él tendría que enfrentarse a ella por instinto. Y nunca encontraría lo que había perdido. Y cometería un crimen espantoso tras otro, hasta que la oscuridad lo envolviera por completo y para siempre.
Sería mejor para todos, pensó, si le pedía a Ciane que empuñara la daga de la caja y le atravesara el corazón con ella.
—Necesito pasaje —dijo de improviso, volviéndose a mirarla—. Pasaje a tierras elfas. E información. Toda la que puedas darme.
—El pasaje no es problema, como bien sabes —respondió Ciang. Si le había molestado el largo silencio de Hugh, no dio la menor muestra de ello—. ¿Qué me dices del disfraz? Tú tienes tus sistemas para ocultarte en tierras enemigas, pues ya has viajado otras veces a Aristagón y nunca te han descubierto. Sin embargo, ¿servirá ese mismo disfraz para tu acompañante?
—Sí —respondió Hugh, lacónico.
Ciang no insistió. Los métodos de un miembro de la Hermandad eran asunto suyo.
— ¿Adonde tienes que ir? —Ciang tomó una pluma de escribir y acercó una hoja de papel.
—A Paxaria.
Ciang mojó el cálamo en la tinta y esperó a que Hugh fuera más concreto.
—Al Imperanon —dijo al fin.
Ciang apretó los labios y devolvió la pluma al tintero. Miró fijamente a Hugh y le preguntó:
— ¿Ese asunto tuyo te lleva ahí, al castillo del emperador?
—En efecto, Ciang. —Hugh sacó la pipa, se la llevó a la boca y dio unas chupadas, pensativo y melancólico.
—Puedes fumar —dijo Ciang, señalando el fuego del hogar con un gesto de la cabeza—. Si abres la ventana.
Hugh alzó ligeramente el ventanuco de cristal emplomado. Llenó la pipa de esterego, la encendió con una brasa de la chimenea y aspiró el humo acre con delectación, llenándose los pulmones de él.
—Lo que te propones no será sencillo —continuó Ciang—. Puedo proporcionarte un mapa detallado del palacio y de sus contornos. También tenemos a alguien dentro que puede ayudarte por un precio. Pero entrar en la plaza fuerte elfa... —Ciang se encogió de hombros y sacudió la cabeza.
—Entrar no me preocupa —respondió Hugh en tono lúgubre—. Lo que no veo es cómo salir... con vida.
El hombre se volvió, y desanduvo sus pasos hasta la silla junto al escritorio.
Ahora que estaban tratando asuntos concretos, con la pipa en las manos y el esterego mezclándose agradablemente con el vino en su sangre, Hugh logró olvidar por un rato los terrores que lo acosaban.
—Tienes un plan, por supuesto —dijo la elfa—. De lo contrario no habrías venido de tan lejos.
—Sólo un esbozo —repuso él—. Por eso necesito información. Cualquier cosa, por pequeña o irrelevante que parezca, puede ayudarme. ¿Cuál es la situación política del emperador?
—Desesperada —le confió Ciang, echándose hacia atrás en su asiento—.
Bueno, la vida no ha cambiado en el Imperanon. Sigue habiendo fiestas, alegría y diversión cada noche. Pero es la alegría que da el vino, no la que surge del corazón, como dice el refrán. Agah'ran teme que se produzca la alianza entre Reesh'ahn y Stephen. Si se establece el pacto, el imperio de Tribus está acabado y Agah'ran lo sabe.
Hugh dio unas chupadas a la pipa con un gruñido. Ciang lo observó con ojos lánguidos, de párpados entrecerrados.
—Esto tiene que ver con el hijo de Stephen, que no es, según dicen, hijo suyo.
Sí, he oído que el muchacho está en manos del emperador. Tranquilízate, amigo mío. No pregunto nada. Empiezo a ver con demasiada claridad el lío en que estás metido.
— ¿De qué lado está la Hermandad, en todo esto?
—Del nuestro, naturalmente —respondió Ciang con un encogimiento de hombros—. La guerra ha sido provechosa para nosotros, para Skurvash. La paz significaría el fin del contrabando. Pero no me cabe duda de que surgirían nuevas oportunidades comerciales. Sí; mientras siga habiendo codicia, odio, lujuria y ambición en el mundo (en otras palabras, mientras siga existiendo la humanidad en este mundo), seguiremos prosperando.
—Me sorprende que nadie nos haya contratado para dar muerte a Reesh'ahn.
—Lo han hecho, puedes estar seguro. Un sujeto notable, ese príncipe. —Ciang suspiró y su mirada se perdió en el vacío—. No me importa reconocerlo ante ti, Hugh la Mano: es el hombre que me habría gustado conocer cuando era joven y atractiva. Incluso ahora... Pero esto no va a suceder.
La elfa suspiró otra vez y volvió al presente, al tema que estaban tratando.
—Hemos perdido dos buenos hombres y una mujer en ese empeño. Según algunas informaciones, a Reesh'ahn lo puso sobre aviso esa maga que siempre está con él, la humana conocida como Cornejalondra. ¿No te interesaría hacerte cargo de este trabajo tú mismo, amigo mío? La cabeza de Reeshahn tiene que valer un buen precio.
— ¡Que los antepasados no lo permitan! —Replicó Hugh con rotundidad—. Ni por toda el agua del mundo aceptaría ese encargo.
—Sí, eres muy prudente. En mi juventud, habríamos dicho que Krenka-Anris lo protege.
Ciang se sumió en el silencio y volvió a entornar los ojos mientras, sin darse cuenta de lo que hacía, uno de sus dedos trazaba un círculo en la sangre de la madera pulimentada. Hugh se disponía a marcharse, creyendo que la anciana elfa estaba cansada, cuando ella abrió los ojos y los clavó en él.
—Tengo una información que puede ayudarte. Es algo extraño, sólo un rumor.
Pero, si es cierta, ¡qué gran portento!
— ¿De qué se trata?
—Según dicen, los kenkari han dejado de aceptar almas.
Hugh se quitó la pipa de los labios y entrecerró los ojos.
— ¿Por qué?
Ciang sonrió e hizo un leve gesto.
—Han descubierto que a las almas que les estaban llevando a la Catedral del Albedo aún no les había llegado su hora. Habían sido enviadas a él por decreto imperial.
Hugh tardó un momento en comprender la indirecta.
— ¿Asesinato? —Miró a su interlocutora y sacudió la cabeza—. ¿Agah'ran se ha vuelto loco?
—No. Está desesperado. Y, si es verdad eso, entonces también es un estúpido.
Las almas de los asesinados no lo ayudarán en su causa, pues dedican todas sus energías a clamar justicia. La magia del Albedo está marchitándose, lo cual es otra de las causas de que el poder de Reesh'ahn siga creciendo.
—Pero los kenkari están del lado del emperador.
—De momento. Pero esos monjes ya han cambiado de aliados en otras ocasiones; podrían volver a hacerlo.
Hugh permaneció sentado, pensativo.
Ciang no dijo nada más y dejó que Hugh reflexionara. Tomó de nuevo la pluma, escribió unas líneas en el papel con mano firme y una letra rotunda que parecía más humana que elfa. Esperó a que la tinta se secara y luego enrolló el papel y lo ató con un complicado lazo que la identificaba tanto como su firma en el escrito.
— ¿Te sirve de algo esta información? —inquirió.
—Tal vez —murmuró Hugh. No pretendía mostrarse evasivo; sólo estaba sopesando alguna posibilidad—. Por lo menos, me sugiere una idea. Lo que no sé es si llevará a alguna parte...
Se incorporó y se dispuso a marcharse. Ciang lo imitó para escoltarlo hasta la puerta. Cortésmente, Hugh le ofreció su brazo. Ella lo aceptó con expresión grave, pero se cuidó de no apoyarse en él. El hombre acomodó su andar al paso lento de la elfa. Al llegar a la puerta, Ciang le entregó el papel.
—Ve al muelle principal. Entrega esto al capitán de una nave llamada Dragón de siete ojos. Tú y tu acompañante seréis admitidos a bordo sin preguntas.
— ¿Una nave elfa?
—Sí. —Ciang sonrió—. Al capitán no le gustará, pero hará lo que le diga. Tiene una deuda conmigo. De todos modos, sería conveniente que llevaras tu disfraz.
— ¿Cuál es su destino?
—Paxaua. Confío en que te convendrá.
—Ideal —asintió Hugh—. La ciudad capital.
Estaban en el umbral. El Anciano había regresado de su trabajo anterior y esperaba allí a Hugh, pacientemente.
—Te lo agradezco, Ciang. —De nuevo, Hugh tomó la mano de la mujer y se la llevó a los labios—. Tu ayuda ha sido inestimable.
—Igual que el peligro que corres, Hugh la Mano —respondió ella, mirándolo con ojos sombríos y fríos—. Recuerda bien: la Hermandad puede ayudarte a entrar en el Imperanon... quizá. Pero no podemos ayudar a salir. De ninguna manera.
—Lo sé. —Hugh sonrió y la miró con expresión entre curiosa e irónica—. Dime, Ciang, ¿alguna vez tuviste una weesham rondando a tu alrededor a la espera de coger tu alma en una de esas cajitas de los kenkari?
La elfa lo miró con perplejidad.
—Sí, tuve una, en otro tiempo, como todos los elfos de estirpe real. ¿Por qué lo preguntas?
— ¿Y qué sucedió, si la pregunta no es demasiado personal?
—Lo es, pero no me importa responder. Un día decidí que mi alma era mía.
Nunca he sido una esclava en vida, y no iba a permitir serlo en la muerte.
— ¿Y la weesham? ¿Qué fue de ella?
—Cuando le dije que me dejara, no quiso hacerlo. Entonces, la maté. No tuve más remedio —Ciang se encogió de hombros—. Un veneno suave, de efecto rápido.
Había estado a mi lado desde mi nacimiento y era muy leal. Sólo por ese crimen, mi cabeza está puesta a precio en las tierras elfas.
Hugh permaneció en silencio, concentrado, tal vez sin escuchar siquiera la respuesta, aunque había sido él quien había hecho la pregunta.
Ciang, quien de ordinario podía leer la expresión de los hombres con la misma facilidad con que observaba las cicatrices en las palmas de los miembros de la Hermandad, no vio nada en la de Hugh. En aquel momento, casi habría dado crédito a las absurdas historias que corrían sobre él.
Eso, o la Mano había perdido su temple, se dijo la elfa, observándolo.
Ciang retiró la mano de su brazo en una sutil indicación de que era hora de marcharse. Hugh dio un respingo, volvió en sí y retomó el asunto que habían tratado.
—Has dicho que en Imperanon había alguien que tal vez me ayudaría.
—Un capitán del ejército elfo. No sé nada de él, salvo los informes. Ese hombre que has visto antes aquí, Twist, me lo recomendó. Su nombre es Sang-drax.
—Sang-Drax... —repitió Hugh, anotándolo en su memoria. Después, alzó la mano diestra con la palma al frente—. Adiós, Ciang. Gracias por el vino... y por la ayuda.
Ciang hizo una leve inclinación de cabeza y entornó los párpados.
—Adiós, Hugh la Mano. Ve a buscar a esa mujer tú mismo. Yo tengo que hablar con el Anciano. Ya conoces el camino. El Anciano se reunirá contigo en el vestíbulo principal.
Hugh asintió, dio media vuelta y se alejó.
Ciang lo siguió con los ojos entrecerrados hasta tener la certeza de que nos los oía. Incluso entonces, su voz no fue más que un susurro:
—Si vuelve aquí, se lo debe matar.
El Anciano la miró, afligido, pero dio su mudo asentimiento. Él también había visto los indicios.
— ¿Hago circular el cuchillo? —preguntó, desconsolado.
—No —respondió Ciang—. No será necesario. Hugh lleva consigo su propia muerte.
CAPÍTULO 28
EL IMPERANON, ARISTAGÓN REINO MEDIO
La mayoría de los elfos no cree en la existencia de las temidas mazmorras de la Invisible, la guardia personal del emperador. La mayoría de los elfos considera las mazmorras poco más que un rumor siniestro, un recurso para amenazar a los niños que se portaban mal. «Si no dejas de pegarle a tu hermanita, Rohana'ie — riñe el padre cargado de paciencia—, esta noche vendrá la Invisible y se te llevará a sus mazmorras. ¿Qué será de ti, entonces?» Pocos elfos tenían en su vida algún encuentro con la Invisible; de ahí su nombre. La guardia de élite no recorría las calles ni deambulaba por callejones. No acudían a llamar a las puertas durante las horas en que los Señores de la Noche extendían sus mantos. Pero, aunque los elfos no creyeran en las mazmorras, casi todos ellos estaban convencidos de la existencia de la Invisible.
Para los ciudadanos respetuosos de las leyes, tal creencia era reconfortante.
Los delincuentes —ladrones, asesinos y otros inadaptados sociales— simplemente desaparecían de la manera más discreta. Sin líos. Sin molestias. Nada parecido al espectáculo que los elfos asociaban a la extraña costumbre humana de garantizar a los criminales un juicio público que podía terminar dejándolos en libertad (entonces, ¿para qué detenerlos antes?) o en una ejecución en mitad de la plaza del pueblo (¡qué barbarie!).
Los elfos rebeldes afirmaban que las mazmorras existían. Según ellos, la Invisible no era una guardia de élite sino la escuadra de asesinos del propio emperador, y las mazmorras encerraban más presos políticos que ladrones y asesinos.
Entre las familias reales ya había quienes empezaban a pensar, en su fuero interno, que el príncipe Reesh'ann y sus rebeldes tenían razón: el marido que despertaba tras un sueño extrañamente pesado y descubría que su esposa faltaba de la cama; los padres cuyo hijo mayor desaparecía sin dejar rastro en el trayecto de la academia a casa... A quienes se atrevían a hacer indagaciones abiertamente, el jefe del clan se apresuraba a aconsejarles que mantuvieran la boca cerrada.
No obstante, la mayoría de los elfos desechaba las afirmaciones de los rebeldes o respondía a ellas con un encogimiento de hombros o con el popular proverbio de que si la Invisible buscaba un dragón, seguro que acabaría por encontrarlo.
Con todo, en una cosa tenían razón los rebeldes: las mazmorras de la Invisible existían realmente. Haplo lo sabía, pues estaba en una de ellas.
Situadas a gran profundidad bajo el Imperanon, las mazmorras eran poco más que celdas de detención y no había en ellas nada especialmente terrible. El encarcelamiento por largos períodos de tiempo era desconocido entre la Invisible.
Los elfos a quienes se permitía vivir lo suficiente como para visitar las mazmorras llegaban a ellas por alguna razón concreta, la principal de las cuales era la de estar en posesión de alguna información que interesara a la Invisible. Cuando ésta había obtenido lo que buscaba, como sucedía invariablemente, el prisionero desaparecía. La celda era limpiada y preparada para el siguiente.
Haplo, no obstante, era un caso especial y la mayoría de los miembros de la Invisible no estaba aún segura de por qué. Un capitán, un elfo al que se conocía por el extraño nombre de Sang-Drax, había mostrado un interés casi posesivo por el humano de la piel azul y corría el rumor de que iban a dejar a éste en manos del capitán, para que dispusiera de él.
Ciclo tras ciclo, Haplo permaneció encerrado en una prisión elfa cuyos barrotes de acero habría podido fundir con un gesto. Permaneció en su celda sin hacer nada y preguntándose si se habría vuelto loco.
Sang-Drax no lo había sometido a un hechizo. Las cadenas que ataban a Haplo lo hacían porque el patryn quería. El encarcelamiento era otra jugada de la serpiente elfo para atormentarlo, para tentarlo, para forzarlo a adoptar alguna acción desesperada. Y, convencido de que Sang-Drax deseaba de él que hiciera algo, Haplo había decidido frustrar sus intenciones con la inacción más absoluta.
Al menos, eso era lo que estaba haciendo, se decía. Aunque de vez en cuando se preguntaba amargamente si no estaría volviéndose loco.
—Estamos haciendo lo adecuado —aseguró al perro.
El animal yacía en el suelo con el hocico entre las patas y alzó la vista a su amo con aire incrédulo, como si pensara que no estaba tan claro.
—Bane trama algo. Y dudo que ese maldito pequeño trate de defender los intereses del «abuelo». Pero tendré que sorprenderlo infraganti para demostrarlo.
¿Para demostrar qué?, preguntaron los tristones ojos del perro. ¿Demostrar a Xar que su confianza en el muchacho estaba injustificada y que sólo debería haberse fiado de ti? ¿Estás celoso de Bane?
Haplo miró al animal con irritación.
— ¡Yo no...!
— ¡Tienes visita! —anunció una voz jovial.
Haplo se puso en tensión. Sang-Drax apareció de la nada y, como de costumbre, se detuvo al otro lado de la puerta de la celda. La puerta era de hierro, con una reja de fuertes barrotes en la mitad superior. Sang-Drax se limitó a mirar a través de la reja. En sus diarias visitas, nunca pedía que se abriera la puerta ni entraba en la celda.
¡Ven a buscarme, patryn! Su presencia, justo fuera de su alcance, era una muda burla para Haplo.
« ¿Por qué habría de hacerlo?», deseó gritar Haplo, frustrado e incapaz de afrontar el sentimiento de miedo, de pánico, que crecía en su interior y lo hacía cada vez más más impotente. « ¿Qué quieres que haga?» Pero se controló, al menos exteriormente, y permaneció sentado en el catre.
Haciendo caso omiso de la serpiente elfo, fijó la mirada en el perro.
El animal gruñó y enseñó los dientes, con el vello del cuello erizado y los belfos levantados para dejar al descubierto sus afilados colmillos, como hacía cada vez que la serpiente elfo estaba al alcance de su vista o de su olfato.
Haplo estuvo tentado de darle orden de atacar. Una serie de signos mágicos podía transformar al animal en un monstruo gigantesco cuyo tamaño reventaría la celda y cuyos dientes podían arrancarle la cabeza a un hombre... o a una serpiente. La poderosa y temible aberración que Haplo podía crear no habría tenido una batalla fácil. La serpiente elfo poseía su propia magia, más poderosa que la de Haplo, pero el perro podía distraer a Sang-Drax el tiempo suficiente para dar a Haplo ocasión de armarse.
El patryn había abandonado su celda una noche, la primera de su llegada, para conseguir armas. Había escogido dos, una daga y una espada de hoja corta, del armero que la Invisible tenía en su sala de guardia. De vuelta en su celda, había pasado el resto de la noche grabando runas de muerte en la hoja de ambas armas, runas que funcionarían muy bien contra los mensch y no tanto contra las serpientes. Ambas armas estaban ocultas en un agujero bajo una piedra que había extraído y vuelto a colocar mediante la magia. Las armas acudirían a su mano tan pronto como las llamara.
Haplo se humedeció los labios. Los signos mágicos de su piel resplandecían, ardientes. El perro gruñó con más fuerza; captaba que las cosas se estaban poniendo serias.
— ¡Qué vergüenza, Haplo! —musitó Sang-Drax—. Quizá me destruyeras, pero, ¿qué ganarías con ello? Nada. ¿Y qué perderías? Todo. Me necesitas, Haplo. Soy tan parte de ti como ese animal. — irigió la mirada al perro.
Éste notó que la determinación de Haplo se tambaleaba. Lanzó un gañido, suplicando que le permitiera clavar los dientes en las espinillas de la serpiente elfo, si no le ofrecía nada mejor.
—Deja esas armas donde están. —Sang-Drax fijó la vista en la roca bajo la cual las había ocultado—. Ya les encontrarás utilidad más adelante, como comprobarás. De momento, he venido a traerte información.
Haplo murmuró una maldición y ordenó al perro que se retirara a un rincón.
El animal obedeció a regañadientes, pero antes dio rienda suelta a sus sentimientos; se lanzó hacia la puerta e incorporándose sobre las patas traseras, ladró y gruñó amenazadoramente. Con la cabeza a la altura de los barrotes, enseñó los dientes. Por fin, bajó las patas y se escabulló a su rincón.
—Tener a ese animal es una debilidad —comentó la serpiente elfo—. Me sorprende que tu amo lo permita. Una debilidad por su parte, sin duda.
Haplo volvió la espalda a Sang-Drax, se tumbó en el camastro y se quedó contemplando el techo. No veía ninguna razón para hablar con él acerca del perro ni de su señor; en realidad, no tenía interés en hablar de nada con el falso elfo.
Sang-Drax no se apartó de la puerta e inició lo que denominaba «su informe diario».
—He pasado la mañana con el príncipe Bane. El muchacho se encuentra bien y está muy animado. Parece haberme tomado afecto. Se le permite ir y venir a su gusto por el palacio (a excepción de los aposentos imperiales, por supuesto), siempre que yo lo acompañe. Por si te lo estás preguntando, he solicitado y obtenido que me asignaran a esta misión. También me ha tomado afecto un conde elfo llamado Tretar, que goza de la confianza del emperador.
«Respecto a la salud de la enana, me temo que no puedo decir lo mismo. Está fatal.
— ¿No le habrán hecho daño, verdad? —preguntó Haplo, olvidando su decisión de no hablar con la serpiente elfo.
—Claro que no —le aseguró Sang-drax—. Es demasiado valiosa como para que los elfos la maltraten. Tiene una habitación contigua a la de Bane, aunque no se le permite abandonarla. En realidad, el valor de la enana se incrementa por momentos, pronto lo descubrirás. Pero está enferma de nostalgia. Añora su tierra desesperadamente: no duerme, no tiene apetito... Temo que muera de tristeza.
Haplo soltó un bufido, colocó las manos debajo de la cabeza y se instaló más cómodamente en el catre. No creía la mitad de lo que estaba escuchando. Jarre era sensata y equilibrada. Probablemente, gran parte de lo que le sucedía era que estaba preocupada por Limbeck. De todos modos, no estaría mal que la sacara de allí, que se la llevara con él, la devolviera a Drevlin y...
— ¡Eso es! ¿Por qué no escapas? —Preguntó Sang-Drax, con su irritante costumbre de entrometerse en los pensamientos de Haplo—. Estaría encantado de ayudarte. No comprendo por qué no lo haces.
—Tal vez porque vosotras, las serpientes, parecéis muy impacientes por libraros de mí.
—No es por eso. Es el muchacho. Bane no querría marcharse y tú no te atreves a dejarlo. No te atreves a marcharte sin él.
—Cosa tuya, sin duda.
Sang-Drax soltó una carcajada.
—Me siento halagado, pero me temo que no puedo adjudicarme el mérito. El razonamiento es sólo suyo. Un muchacho admirable, ese Bane.
Haplo bostezó, cerró los ojos y apretó los dientes. Incluso con los ojos cerrados, seguía viendo la sonrisa de Sang-Drax.
—Los gegs han amenazado con destruir la Tumpa-chumpa —dijo éste.
Haplo se encogió involuntariamente, se maldijo por haberlo hecho y se obligó a permanecer inmóvil, con todos los músculos del cuerpo en tensión.
Sang-Drax continuó hablando en voz baja, de modo que sólo Haplo pudiera oír sus palabras.
—Los elfos, partiendo de la falsa premisa de que los enanos habían puesto fuera de funcionamiento la máquina, han enviado un ultimátum al líder enano...
¿cómo se llama?
Haplo guardó silencio.
—Limbeck, eso es... —Sang-Drax respondió a su propia pregunta—. Extraño nombre, para un enano. No hay manera de que se me quede. Los elfos han comunicado a ese Limbeck que vuelva a poner en marcha la Tumpa-chumpa, o le devolverán a su amiguita suya cortada en pedazos.
»Los enanos, sumidos en el mismo error de creer que eran sus enemigos los causantes del cese de operaciones de la máquina, quedaron comprensiblemente perplejos ante el ultimátum pero en último término, gracias a ciertos indicios que les hemos hecho llegar, han llegado a la conclusión de que la amenaza es un truco, una especie de sutil ardid de los elfos contra ellos.
»La respuesta de Limbeck (la cual, por cierto, he sabido por el conde Tretar) es ésta: si los elfos le tocan un pelo a Jarre, los gegs destruirán la Tumpa-chumpa.
¡Destruir la Tumpa-chumpa! —Repitió la serpiente elfo—. Y supongo que serían capaces de nacerlo. ¿Tú, no?
Sí. Haplo estaba convencido de que lo serían. Los enanos habían trabajado en la máquina durante generaciones, y la habían mantenido en funcionamiento incluso después de que los sartán la abandonaran. Los enanos mantenían vivo el cuerpo. Seguro que podían hacerlo morir.
—Sí, desde luego que podrían —asintió Sang-Drax en tono relajado—. Casi puedo verlo: los gegs dejan que aumente la presión en las calderas, permiten que la electricidad quede fuera de control. Muchos componentes de la máquina estallarían, liberando una enorme fuerza destructiva. Sin proponérselo, los enanos podrían causar la destrucción del continente entero de Drevlin, por no hablar de la propia máquina. Y, si eso sucede, adiós a los planes del Señor del Nexo para conquistar los cuatro mundos.
La serpiente elfo soltó una carcajada antes de continuar:
—Todo esto me resulta muy divertido. Lo más irónico es que ni los elfos ni los enanos podrían poner en marcha la condenada máquina, aunque quisieran. Sí; he hecho algunas investigaciones, basadas en lo que Jarre me contó a bordo de la nave. Hasta entonces había creído, como los elfos, que los enanos la habían puesto fuera de funcionamiento. Pero no es así. Tú descubriste la causa: la apertura de la Puerta de la Muerte. Ésa es la clave, ¿verdad? Todavía no sabemos el modo ni la razón pero, para ser sincero, eso nos importa poco a nosotras, las serpientes.
»Verás, patryn, se me ha ocurrido que la destrucción de la Tumpa-chumpa quizá sumergiría en el caos no sólo este mundo, sino también los otros.
» ¿Que por qué no la destruimos nosotras mismas, preguntas?
«Podríamos hacerlo. Tal vez lo hagamos. Pero preferimos dejar la destrucción a los enanos para alimentarnos de su rabia, de su furia, de su terror. De momento, patryn, la intensidad de sus sentimientos de desamparo y de temor, de frustración y de cólera, nos ha dado alimento para un ciclo entero, por lo menos.
Haplo permaneció tendido, inmóvil. Los músculos de la mandíbula empezaban a dolerle de la tensión de tenerlas encajadas.
Sang-Drax continuó informándole:
—Limbeck ha dado a los elfos dos ciclos para decidir. Te haré saber cuál es la decisión. Bien, lamento dejarte pero el deber me reclama. He prometido a Bane enseñarle a jugar a tabas rúnicas.
Haplo escuchó los pasos ligeros de la serpiente elfo alejarse por el pasadizo, detenerse y volver atrás.
—Me cebo con tu miedo, patryn.
CAPÍTULO 29
PAXAUA, ARISTAGÓN REINO MEDIO
La nave elfa, el Dragón de siete ojos, así llamada en alusión a un monstruo legendario del folklore elfo, realizó un aterrizaje seguro, si bien algo pesado, en Paxaua. La embarcación iba cargada hasta los topes. El tiempo durante la travesía no había sido bueno, con lluvias, viento y niebla desde que habían zarpado, y llegaban a puerto con un ciclo de retraso. La tripulación estaba irritada y picajosa y los pasajeros —abrigados hasta los ojos contra el frío— tenían un aspecto ligeramente enfermizo. Los esclavos humanos de la bodega, cuyos músculos proporcionaba la energía que propulsaba las alas gigantescas, se derrumbaron sobre sus cadenas, demasiado agotados como para emprender la marcha a los barracones carcelarios donde permanecerían hasta el siguiente viaje.
Un funcionario de aduanas salió de su cálida oficina en tierra y subió la pasarela con aire aburrido. Pisándole los talones en su prisa por subir a bordo, lo acompañaba un excitado mercader paxaria. El elfo había invertido una fortuna considerable en un cargamento de fruta de bua para su venta inmediata y estaba seguro de que el retraso y la humedad habrían podrido la mercancía.
El capitán de la nave salió al encuentro del aduanero.
— ¿Algo de contrabando, capitán? —inquirió el funcionario sin gran interés.
—Claro que no, excelencia —respondió el capitán con una sonrisa y una pequeña reverencia—. ¿Quieres examinar el registro de carga? —propuso, indicando su cabina.
—Sí, gracias —aceptó el aduanero, ceremonioso.
Los dos abandonaron la cubierta y se encerraron en el camarote.
— ¡Mi fruta! ¡Quiero mi fruta! —parloteó el mercader, apretando el paso por la cubierta con aire agitado. Tropezó con los cabos y faltó poco para que cayera de cabeza por una escotilla abierta.
Uno de los tripulantes se ocupó del individuo y lo condujo hasta el contramaestre, quien estaba acostumbrado a tratar aquellos temas.
— ¡Quiero mi fruta! —exclamó el comerciante entre jadeos.
—Lo siento, señor —se disculpó el contramaestre con un cortés saludo—, pero no podemos descargar hasta que tengamos la autorización de la aduana.
— ¿Cuánto tardará en llegar? —inquirió el mercader con zozobra.
El contramaestre dirigió una mirada a la cabina del capitán. Unos tres vasos de vino, podría haber respondido.
—Puedo asegurarte, señor... —empezó a decir.
El mercader olfateó el aire.
— ¡La fruta! ¡Se ha estropeado, puedo olerlo!
—Ese hedor es el de los galeotes, señor —replicó el contramaestre con expresión grave.
—Permíteme ver la carga, al menos —suplicó el comerciante, al tiempo que sacaba un pañuelo y se secaba el sudor del rostro.
El contramaestre, tras reflexionar, accedió a ello y lo escoltó a través de la cubierta hacia la escalerilla que conducía a la bodega. Pasaron junto a los pasajeros que, apoyados en la barandilla, saludaban a los parientes y amigos que habían acudido a recibirlos. Tampoco ellos podrían abandonar la embarcación hasta haber sido interrogados, y controlados sus equipajes.
—El precio de la fruta de bua en el mercado es el más alto que he visto nunca —explicó el mercader, que avanzaba torpemente tras los pasos del contramaestre, tropezando con los extremos de los cabos y sorteando toneles de vino—. Es a causa de los abordajes corsarios, por supuesto. Éste será el primer cargamento de fruta de bua que llega al puerto en doce ciclos. Voy a hacer un negocio magnífico...
si no se ha podrido, ¡la Sagrada Madre no lo quiera!
De pronto, alarmado, el mercader alargó la mano para asir al contramaestre, con tal torpeza que estuvo a punto de mandarlo por la borda. Incrédulo y sobresaltado, exclamó:
— ¡Humanos!
El contramaestre, al ver el semblante pálido y los ojos desorbitados del individuo, llevó la mano a la espada y escrutó el cielo en busca de dragones, seguro de que debía de haber un ejército de tales criaturas, por lo menos. Al comprobar que no había más amenaza que la de otra tormenta en el cielo deprimente cubierto de nubes, dirigió una mirada ceñuda al mercader. Éste continuó señalando con mano temblorosa.
Efectivamente, había descubierto unos humanos. Dos de ellos. Eran dos pasajeros y permanecían aparte de todos los demás. Los humanos iban vestidos con largas sotanas negras y llevaban la cabeza cubierta con sendas capuchas; uno de los dos, el más bajo, ocultaba por completo sus facciones bajo la tela pero, a pesar de no poder verles el rostro, el mercader no tenía ninguna duda en reconocerlos como humanos. Ningún elfo poseía unos hombros tan anchos y musculosos como los del más alto, y nadie salvo un humano vestiría ropas de un tejido tan áspero y de un color tan nefasto como el negro. Todos los que iban a bordo de la nave, incluso los esclavos humanos, evitaban la proximidad de la pareja.
El contramaestre envainó la espada con gesto de gran irritación.
—Por aquí, señor —indicó al comerciante, instando al boquiabierto elfo a continuar la marcha.
—Pero..., pero ¡si andan libremente por la nave!
—Sí, señor.
El comerciante, que seguía con la mirada fija en los humanos, presa de una horrorizada fascinación, avanzó con paso inseguro hasta la escotilla abierta.
—Ya hemos llegado, señor. Cuidado con los escalones. Podrías caerte y romperte el cuello —dijo el contramaestre, alzando la vista al cielo como si pidiera que lo librara de la tentación.
— ¿No deberían estar encadenados? ¿Llevar grilletes, o algo así? —inquirió el mercader mientras iniciaba con cautela el descenso de la escalerilla.
—Probablemente, señor —contestó el contramaestre, disponiéndose a seguirlo—. Pero no nos está permitido.
— ¡No os está permitido! —El elfo se detuvo y añadió en tono indignado—:
¡Jamás había oído nada igual! ¿Y quién os lo prohibe, si puede saberse?
—Los kenkari, señor —le informó el contramaestre, impertérrito, y tuvo la satisfacción de ver palidecer a su interlocutor.
— ¡Por la Sagrada Madre! —Volvió a jurar el comerciante, pero esta vez con más fervor—. ¿Y cuál es la razón? —Preguntó en un susurro—. Si no es un secreto, por supuesto.
—Claro que no. Esos dos son lo que los humanos llaman «monjes de la muerte». Acuden a la catedral en santa peregrinación y tienen salvoconducto para acudir aquí y regresar, mientras no hablen con nadie.
—Monjes de la muerte... Bien, yo nunca... —musitó el elfo y reemprendió el descenso hasta la bodega, donde encontró la fruta en perfecto estado y sólo ligeramente zarandeada tras la dura travesía.
El funcionario de aduanas emergió del camarote del capitán secándose los labios, con las mejillas de un tono más sonrosado que cuando había entrado. En las cercanías del bolsillo del pecho llevaba ahora un visible bulto que no estaba allí a su llegada y, en su rostro, una expresión de satisfacción había reemplazado la mueca de aburrimiento que mostraba al abordar la nave. El aduanero volvió la atención a los pasajeros, que esperaban con impaciencia el permiso para desembarcar.
—Monjes kir, ¿eh? —Una sombra le cruzó el rostro.
—Sí, excelencia —respondió el capitán—. Subieron a bordo en Suthnas.
— ¿Han causado algún problema?
—No, excelencia. Tenían un camarote para ellos. Es la primera vez que salen de él. Los kenkari han decretado que debíamos dejarles paso libre —recordó el capitán al funcionario, que aún mostraba el entrecejo fruncido—. Sus personas son sagradas.
—Sí, y también tus beneficios —añadió el aduanero con aspereza—. Sin duda, les habrás cobrado seis veces el precio del pasaje.
—Uno tiene que ganarse la vida, excelencia —fue la vaga respuesta del capitán, mientras encogía los hombros.
El aduanero imitó el gesto. Al fin y al cabo, él ya tenía su parte.
—Supongo que tendré que hacerles unas cuantas preguntas. —El funcionario puso una mueca de disgusto ante la idea y sacó un pañuelo del bolsillo. Luego, con aire dubitativo, añadió—: ¿Es posible hacerlo? Quiero decir, ¿no se ofenderán por ello los kenkari?
—En absoluto, excelencia. Y a los demás pasajeros les parecerá estupendo que lo hagas.
El funcionario, aliviado al saber que no estaba a punto de cometer un terrible desliz diplomático, decidió poner término a la desagradable tarea lo antes posible y se aproximó a los monjes, que permanecían apartados de todos los elfos. Al ver que se acercaba, ambos se volvieron hacia él y le dedicaron una silenciosa reverencia. El aduanero se detuvo a un paso de ellos, cubriéndose la nariz y la boca con el pañuelo.
— ¿De dónde venir? —les preguntó, utilizando un elfo muy simple.
Los monjes inclinaron la cabeza otra vez, pero no hubo respuesta. El funcionario torció el gesto, pero el capitán se apresuró a cuchichearle:
—Tienen prohibido hablar.
— ¡Ah, es cierto! —El aduanero reflexionó un momento—. Vosotros hablar a mí —dijo a continuación, señalándose el pecho—. Yo, jefe.
—Procedemos de Exilio de Pitrin, excelencia —respondió el más alto de los monjes, con una nueva reverencia.
— ¿Adonde ir? —insistió el funcionario, fingiendo no haber advertido que el humano había hablado en un elfo excelente.
—Estamos realizando una peregrinación sagrada a la Catedral del Albedo, excelencia —contestó el mismo monje.
— ¿Qué llevar en el saco? —preguntó el elfo mientras dirigía una severa mirada a los macutos que llevaban los humanos.
—Objetos que nuestros hermanos nos han pedido; hierbas, pócimas y cosas así. ¿Quieres inspeccionarlas? —preguntó el monje humildemente, al tiempo que abría uno de los sacos.
Un hedor repulsivo emanó de él. El aduanero no quiso ni imaginar qué podía haber allí dentro. Boqueó, apretó el pañuelo con más fuerza contra los labios y sacudió la cabeza.
— ¡Cierra el condenado talego o nos emponzoñarás a todos! Y ese amigo tuyo, ¿por qué no dice algo?
—No tiene labios, excelencia, y ha perdido una parte de la lengua. Un accidente terrible. ¿Quieres ver cómo quedó?
El aduanero retrocedió, horrorizado, y advirtió por primera vez que el otro monje llevaba las manos cubiertas con guantes negros y que sus dedos parecían retorcidos y deformes.
—Desde luego que no. Los humanos ya sois bastante feos normalmente — murmuró, aunque esto último lo dijo para su bigote. No era prudente ofender a los kenkari que, por alguna razón misteriosa, habían establecido vínculos con aquellos siniestros necrófilos.
—Poneos en marcha, pues. Tenéis cinco ciclos para cumplir vuestra peregrinación. Recoged vuestros documentos en el despacho del puerto. Es ese edificio de la izquierda.
—Sí, excelencia. Gracias, excelencia —respondió el monje con una nueva reverencia.
El kir cogió los dos macutos, se los echó al hombro y ayudó al otro monje a ponerse en marcha con paso lento, arrastrando los pies y con la espalda encorvada. Juntos, descendieron por la pasarela mientras todos los demás, pasajeros, tripulantes y esclavos humanos, se apresuraban a apartarse de ellos.
El aduanero se estremeció y comentó al capitán:
—Me ponen la piel de gallina. Seguro que te alegras de librarte de ellos.
—Desde luego que sí, excelencia —aseguró el marino.
Hugh e Iridal no tuvieron dificultades para obtener los documentos que les permitirían permanecer en el reino de Paxaria durante un período de cinco ciclos, a cuyo término deberían abandonarlo, so pena de ser detenidos. Ni siquiera los kenkari podían proteger a sus hermanos monjes si prolongaban su estancia más allá de aquel plazo.
El vínculo entre las dos sectas religiosas, cuyas razas habían sido enemigas casi desde el principio de Aristagón, se remontaba a Krenka—Anris, la elfa kenkari que descubrió la magia secreta de atrapar el alma de los muertos. En aquella época, poco después de que los mensch fueran trasladados del Reino Superior, todavía vivían humanos en Aristagón y, si bien las relaciones entre ambas razas empeoraban rápidamente, algunos elfos y humanos aún mantenían amistad y contacto.
Entre estos últimos había un mago humano que había tratado a Krenka— Anris durante muchos años. Los humanos habían oído hablar de la nueva magia elfa capaz de recoger el alma de sus muertos, pero habían sido incapaces de descubrir el secreto, que los kenkari guardaban como un don sagrado. Un día, ese mago —un humano sabio y benévolo— se presentó ante Krenka—Anris para suplicarle ayuda. Su esposa estaba agonizando, explicó, y no podía soportar la idea de perderla. Por eso había acudido a pedir a la kenkari que salvara el alma de la mujer, ya que no podía hacer nada por su cuerpo.
Krenka—Anris se compadeció de su amigo, viajó con él e intentó capturar el alma de la moribunda, pero la magia kenkari no producía efecto en los humanos.
La mujer murió y su alma escapó. El marido, desesperado de pena, se obsesionó con lograr la captura de las almas humanas. Para ello viajó a las islas de Aristagón y, con el tiempo, a toda la parte habitada del Reino Medio, visitando los lechos de muerte, deambulando entre los apestados, aguardando en las proximidades de cada batalla, sin dejar de ensayar diversos métodos para capturar el alma de los moribundos. Pero todo fue en vano.
Durante sus viajes fue sumando seguidores y estos humanos continuaron su trabajo una vez que el propio mago hubo muerto y su propia alma se hubo escapado, pese a los esfuerzos de estos seguidores por retenerla. Los adeptos al mago, que se llamaron a sí mismos «kir», intentaron proseguir su búsqueda de la magia que capturaba las almas pero, debido a su costumbre de presentarse en las casas al mismo tiempo que la muerte, empezaron a hacerse cada vez más impopulares entre el pueblo. Corría la voz de que los kir llevaban la muerte con ellos, y a menudo eran agredidos físicamente y expulsados de sus casas y de sus pueblos.
Entonces, los kir se agruparon para autoprotegerse, y se refugiaron en los rincones más aislados del Reino Medio. Su búsqueda del método para capturar las almas tomó un camino más oscuro. No habiendo tenido suerte con los vivos, los kir empezaron a estudiar a los muertos, con la esperanza de descubrir qué sucedía con el alma una vez que ésta había abandonado el cuerpo. Así pues, se concentraron en la búsqueda de cadáveres y, en particular, de aquellos que los vivos abandonaban.
Los kir mantuvieron aquella actitud reservada, evitando en lo posible el contacto con desconocidos y concentrando su interés mucho más en los muertos que en los vivos. Aunque todavía eran mirados con aversión, ya no producían miedo y, con el tiempo, volvieron a ser aceptados como miembros de la sociedad.
Finalmente, abandonaron la búsqueda de la magia para atrapar las almas y pasaron —en un proceso que parece bastante natural— a adorar la muerte.
Y, aunque a lo largo de los siglos sus planteamientos de la vida y de la muerte habían divergido mucho y se hallaban muy distantes a aquellas alturas, los monjes kir y los elfos kenkari no habían olvidado nunca que los dos árboles habían surgido de la misma semilla. Los kenkari estaban entre los pocos forasteros a los que se permitía la entrada en los monasterios kir, y los kir eran los únicos humanos que podían obtener salvoconductos para entrar en tierras de elfos.
Hugh, educado por los monjes kir, conocía aquel vínculo y sabía que aquel disfraz les proporcionaba el único medio seguro de moverse entre los elfos. Ya lo había empleado con éxito en anteriores ocasiones y había tenido la precaución de procurarse dos sotanas negras antes de abandonar el monasterio, una para él y la otra para Iridal.
Dado que no se permitía el ingreso de mujeres en la orden, era imprescindible que Iridal mantuviera ocultas las manos y el rostro y que se abstuviera de hablar.
Esto último no representaba una gran dificultad, ya que los monjes kir debían atenerse a la ley que les prohibía hablar con los elfos. Tampoco era probable que éstos quebrantaran dicha prohibición, pues sentían tal desprecio y tal temor supersticioso hacia los monjes de la muerte que Hugh e Iridal podían contar con que su viaje apenas encontraría interferencias.
El escribiente de la oficina del puerto procedió a extenderles los documentos con insultante celeridad y se los arrojó desde una distancia prudente.
— ¿Cómo encontraremos la Catedral del Albedo? —preguntó Hugh en su fluido elfo.
—No entender. —El elfo sacudió la cabeza.
— ¿Cuál es la mejor ruta hacia las montañas, entonces? —insistió Hugh.
—No hablar humano. —El elfo dio media vuelta y se alejó.
Hugh lo miró con furia pero no insistió más. Cogió los papeles, los guardó bajo el cinturón de cuerda que le ceñía la cintura y salió a las calles de la bulliciosa ciudad portuaria de Paxaua.
Desde las profundidades de su embozo, Iridal contempló con asombro y desesperación las incontables hileras de edificios, las calles sinuosas y la multitud que las recorría. La ciudad más populosa de las Volkaran habría cabido fácilmente en el barrio del mercado de Paxaua.
— ¡Jamás había imaginado un lugar tan inmenso y tan lleno de gente! — susurró a Hugh, agarrándolo del brazo y acercándose a él—. ¿Habías estado aquí antes?
—Mi oficio no me había traído nunca tan dentro del territorio elfo —respondió Hugh con una sonrisa siniestra.
Iridal contempló con desánimo las numerosas calles de la ciudad, sinuosas, recoletas y laberínticas.
— ¿Cómo vamos a encontrar nuestro camino? ¿No tienes un plano?
—Sólo del propio Imperanon. Lo único que sé es que la catedral está situada en algún lugar de esas montañas —respondió Hugh, señalando una cadena montañosa que se recortaba en el lejano horizonte—. Que yo sepa, nunca se ha hecho un plano de esta ratonera. La mayoría de las calles carece de nombre o, si lo tiene, sólo lo conocen los habitantes. Ya preguntaremos. Tú, continúa caminando.
Siguieron el flujo de la multitud y empezaron a recorrer lo que parecía una calle principal.
—Preguntar la dirección va a ser difícil —apuntó Iridal en voz baja, cuando apenas había dado unos pasos—. ¡No se nos acerca nadie! Se limitan a... mirar...
—Ya encontraremos la manera. No temas, no se atreverán a hacernos daño.
Prosiguieron su paseo. Sus túnicas negras destacaban como dos agujeros oscuros en el tapiz viviente de alegres colores que formaba la multitud de elfos que iba y venía, dedicada a sus quehaceres cotidianos. Allí donde aparecían las dos figuras negras, la vida diaria se detenía.
Los elfos dejaban de charlar, de regatear, de reír o de discutir. Dejaban de correr, dejaban de caminar y casi parecían dejar de vivir, a excepción de los ojos, que seguían a la pareja enfundada en negro hasta que ésta desaparecía en la calle siguiente, donde el proceso se repetía desde el principio. Iridal empezó a pensar que llevaba en su mano el silencio y que extendía sus pesados pliegues sobre cada persona y cada objeto ante los que pasaba.
Iridal observó aquellos ojos y vio odio. Pero no a lo que fingía ser —lo cual la sorprendió—, sino a lo que anunciaba: la muerte. La sotana negra era un recordatorio de la condición mortal. Y los elfos, aunque longevos, no vivían eternamente.
Ella y Hugh continuaron andando. Sin rumbo fijo, le pareció a Iridal, aunque seguían viajando en la misma dirección, presumiblemente hacia las montañas, si bien ahora no alcanzaba a distinguirlas, ocultas por los elevados edificios.
Por fin, cayó en la cuenta de que Hugh andaba buscando algo. Se percato de que su cabeza encapuchada se volvía a un lado y otro de las estrechas callejas, estudiando las tiendas y los rótulos colocados sobre ellas. De pronto, sin razón aparente, abandonaba una calle para tomar otra que corría paralela a la anterior.
Después se detenía, estudiaba dos calles divergentes, escogía una y se encaminaba en aquella dirección.
Iridal se cuidó mucho de preguntarle, convencida de que no iba a tener respuesta, pero empezó a utilizar los ojos para estudiar las tiendas y los rótulos al tiempo que lo hacía él. El bazar de Paxaua estaba dividido por gremios. Los vendedores de tejidos tenían su calle junto a la de los tejedores. Las armerías quedaban a un par de bloques de los tintoreros y los vendedores de fruta parecían extenderse sin fin. Hugh condujo a su acompañante por una calle repleta de perfumerías cuyos vapores aromáticos dejaron a Iridal sin aliento. Un giro a la izquierda los llevó hasta los herboristas.
Hugh dio muestras de estar acercándose a su objetivo, pues apretó el paso y apenas dirigió alguna brevísima mirada a los rótulos colgados sobre las tiendas.
Pronto dejaron atrás las herboristerías principales y continuaron calle abajo, en dirección al distrito central de Paxaua. En aquella parte de la calle, las tiendas eran más pequeñas y menos limpias. La multitud también era más reducida —lo cual agradeció Iridal— y parecía de clase más pobre.
Hugh miró a su derecha y se inclinó hacia Iridal.
—Te sientes desfallecer —le susurró.
Iridal trastabilló, se agarró a él para mantenerse en pie y le flaquearon las piernas. Hugh la sostuvo y miró en torno a sí.
— ¡Agua! —Exclamó con voz firme—. Pido agua para mi compañero. No se encuentra bien.
Los pocos elfos que había en la calle se esfumaron. Iridal dejó muerto el cuerpo y se derrumbó en los brazos de Hugh. Él la condujo, medio a rastras, hasta un porche bajo un rótulo andrajoso que se balanceaba sobre la puerta de otra tienda de hierbas.
—Descansa aquí —dijo el robusto monje a su compañero, en voz muy alta—.
Yo entraré a pedir agua.
Pero antes de separarse de ella, murmuró a Iridal en un susurro:
—Presta atención a todo.
Iridal asintió en silencio y se ajustó la capucha al rostro, aunque se aseguró de no perder campo de visión. Se quedó sentada, sin fuerzas, donde Hugh la había dejado, y empezó a dirigir alarmadas miradas arriba y abajo de la calle. Hasta aquel momento no se le había pasado por la cabeza la idea de que alguien pudiera seguirlos. Tal cosa parecía ridicula, cuando hasta el ultimo elfo de Paxaua debía de estar ya al corriente de su presencia y también de su destino, puesto que no habían hecho un secreto de ese dato.
Hugh entró en la tienda y dejó la puerta abierta tras él. Iridal, por el rabillo del ojo, lo vio acercarse a un mostrador, tras el cual había una sucesión de estanterías abarrotadas de frascos de todas las formas, colores y tamaños, que contenían una asombrosa diversidad de plantas, polvos y pócimas.
La magia de los elfos tiende a ser de naturaleza mecánica (relacionada con las máquinas e ingenios) o espiritual (los kenkari). Los elfos no creen en eso de mezclar una pizca de esta hierba con una cucharada de esos polvos, salvo en su uso curativo. Y las pociones curativas no eran consideradas mágicas, sino sólo prácticas. El elfo del otro lado del mostrador era un herbolario, autorizado a dispensar ungüentos para curar furúnculos, ampollas o rozaduras y a preparar brebajes para aliviar la tos, el insomnio y los desmayos inesperados. Y, probablemente, también vendía alguno que otro filtro amoroso, que facilitaba a escondidas.
Iridal no logró imaginar qué buscaba allí Hugh. Tenía la razonable certeza de que no era agua.
El elfo de detrás del mostrador no pareció nada contento de verlo.
—No me gusta tu raza. Vete —dijo, agitando la mano.
Hugh alzó su diestra y le mostró la palma con los dedos juntos, como si le dirigiera un saludo.
—Mi compañero no se encuentra bien. Deseo un cuenco de agua. Y nos hemos perdido: necesitamos que nos orientes. En nombre de los kenkari, no puedes negarte.
El elfo lo observó en silencio y dirigió una mirada furtiva y penetrante hacia la puerta.
— ¡Tú, monje! —Gritó a Iridal con irritación—. No sentarte aquí. Malo para el negocio. Entra. ¡Entra!
Hugh salió para ayudar a Iridal a ponerse en pie y la condujo a la tienda. El elfo cerró de un portazo, se volvió hacia la Mano y dijo en voz muy baja:
— ¿Qué necesitas, hermano? Date prisa. No tenemos mucho tiempo.
— ¿Cuál es la ruta más rápida a la Catedral del Albedo?
— ¿Qué? —exclamó el elfo, desconcertado.
Hugh repitió la pregunta.
—Está bien. —El elfo estaba perplejo, pero respondió—: Vuelve a la calle de las espaderías, toma el callejón de los plateros y síguelo hasta el final. Saldrás a una gran avenida conocida como el Camino Real. Da algunas vueltas, pero te llevará a las montañas. El paso de montaña tiene una guarnición numerosa, pero no deberías tener muchos problemas. Esos disfraces son una idea muy astuta.
Aunque no te permitirán entrar en el Impera—non. Y supongo que ése es tu destino final.
—Vamos a la catedral. ¿Dónde está?
El elfo movió la cabeza a un lado y otro.
—Sigue mi consejo, hermano. Será mejor que no entres ahí. Los kenkari sabrán que eres un impostor. Y más te vale no buscarte problemas con ellos.
Hugh no respondió, sino que aguardó pacientemente.
El elfo se encogió de hombros.
—Es tu funeral, hermano. El Imperanon está construido en la ladera de la montaña. La catedral está enfrente, sobre una gran meseta llana. El edificio es una enorme cúpula de cristal que se alza en el centro de un gran patio redondo. La verás desde menkas de distancia. Créeme, no tendrás ningún problema en encontrarla, aunque se me escapa para qué puedas querer ir allí. En fin, es asunto tuyo. ¿Puedo hacer algo más por ti?
—Nos ha llegado el rumor de que los kenkari han dejado de aceptar almas.
¿Es cierto?
El elfo arqueó las cejas. Desde luego, no era la pregunta que esperaba. Dirigió la mirada a la ventana, hacia la calle vacía, y después hacia la puerta para asegurarse de que estaba cerrada. Y, a pesar de todo ello, tuvo la precaución de bajar la voz.
—Es cierto, hermano. La noticia corre por toda la ciudad. Cuando llegues a la catedral, encontrarás cerradas las puertas.
—Gracias por tu ayuda, hermano —dijo Hugh—. Nos marchamos. No queremos causarte problemas. Las paredes se han movido.
Iridal miró a Hugh y se preguntó qué significaría aquello. El elfo, en cambio, pareció entender y asintió.
—Por supuesto. Pero no temas. Más que vigilarte a ti, la Invisible nos controla a nosotros, a su propio pueblo. Observan con quién hablas, dónde te detienes...
—Confío en que no te habremos puesto en dificultades.
— ¿Quién soy yo? —El elfo se encogió de hombros—. Nadie. Ésta es mi seguridad. Si fuera alguien, alguien rico o poderoso, entonces sí que podrías ponerme en apuros.
Hugh e Iridal se dispusieron a marcharse.
—Toma, bebe esto. —El elfo ofreció un cuenco de agua a Iridal, que lo aceptó agradecida—. Tienes aspecto de necesitarlo. ¿Estás seguro de que no puedo hacer nada más por ti, hermano? ¿Venenos? Tengo algunos venenos de serpiente excelentes. Perfectos para dar un poco más de efectividad al filo de tu daga...
—No, gracias —dijo la Mano.
—Está bien —aceptó el elfo de buena gana. Abrió la puerta y su expresión se volvió ceñuda:
» ¡Y no volváis más, perros humanos! ¡Y decidles a los kenkari que me deben una bendición!
Sacó a los falsos monjes al porche con bruscos empujones y cerró tras ellos de otro portazo. Hugh e Iridal se quedaron en mitad de la calle con un aspecto, confió Iridal, tan desamparado, agotado y desanimado como se sentía por dentro.
—Parece que hemos tomado el camino equivocado —comentó Hugh en la lengua de los humanos. Por si la Invisible acechaba, imaginó Iridal.
De modo que era la guardia de élite elfa quien los seguía. Miró a su alrededor con disimulo y no vio a nadie ni nada sospechoso. Ni siquiera vio moverse las paredes; se preguntó cómo se había dado cuenta Hugh.
—Debemos volver sobre nuestros pasos —le indicó él.
Iridal aceptó el brazo que Hugh le ofrecía y se apoyó en él con el pensamiento puesto en la larga y agotadora distancia que aún les quedaba por cubrir.
—No tenía idea de que tu oficio fuera tan agotador —cuchicheó ella. Hugh la miró con una sonrisa en los labios, una mueca inhabitual en él.
—Me temo que queda una buena distancia hasta las montañas, y no podemos arriesgarnos a hacer nuevos altos.
—Sí, entiendo.
—A estas alturas, ya debes de echar en falta tu magia, ¿verdad? —comentó él, dándole una palmadita en la mano y sin dejar de sonreír.
—Y tú debes de añorar la pipa...
La mano de Iridal se cerró en torno a la de él y así caminaron un rato en silencio y buena compañía.
—Andabas buscando esa tienda, ¿verdad?
—Ésa en particular, no —respondió Hugh—. Una con cierto signo en la ventana.
Iridal no recordó ningún cartel en el cristal mugriento de la pequeña ventana.
Por fin, cayó en la cuenta de que, efectivamente, había un cartel no muy grande colocado tras el cristal. En él, ahora que lo recordaba, había una imagen toscamente dibujada... de una mano.
La Hermandad se anunciaba abiertamente en las calles, al parecer. Elfos y humanos, enemigos mortales, arriesgaban sus vidas por ayudarse, unidos por un pacto de sangre, de muerte. Algo terrible, desde luego, pero ¿no era aquello, al mismo tiempo, una esperanza de un futuro favorable? ¿No era una indicación de que las dos razas no eran enemigos naturales, como propugnaban algunos en ambos bandos?
—Tenemos que conseguirlo —se dijo Iridal en un susurro—. La posibilidad de la paz está en nuestras manos.
Sin embargo, en aquella tierra extraña, entre aquella cultura ajena, sus esperanzas de encontrar a su hijo y liberarlo se hacían cada vez más sombrías.
—Hugh —murmuró—, sé que no debo hacer preguntas, pero lo que ha dicho el elfo es cierto. Los kenkari sabrán que somos impostores, pero hablas como si realmente pensaras acudir a ellos. No lo entiendo. ¿Qué les dirás? ¿Cómo puedes esperar...?
—Tienes razón, señora mía —replicó Hugh, cortando la pregunta. La sonrisa había desaparecido de sus labios y su tono de voz era amenazador—. No debes hacer preguntas. Ya estamos. Ahí está el camino que buscábamos.
Entraron en una amplia avenida señalada con la corona real del monarca de Paxaria. De nuevo, se vieron rodeados por la multitud y, de nuevo, se encontraron envueltos por el silencio.
En silencio, continuaron la marcha.
CAPÍTULO 30
LA CATEDRAL DEL ALBEDO REINO MEDIO
El Guardián de la Puerta de la Catedral del Albedo tenía una nueva responsabilidad. Hasta entonces había atendido a los weesham que traían las almas de sus pupilos para ser liberadas en el Aviario. Ahora, se veía obligado a rechazarlos.
Entre el perplejo pueblo se había propagado rápidamente la noticia de que la catedral estaba cerrada, aunque no se sabía la causa concreta que había llevado a los kenkari a hacer tal cosa. Los kenkari eran poderosos, pero ni siquiera ellos se atrevían a acusar abiertamente al emperador de asesinar a sus propios súbditos.
Los hechiceros kenkari habían temido un ataque de las tropas del emperador, o una reacción parecida, y se quedaron considerablemente sorprendidos (y aliviados)
al observar que no era así.
Sin embargo, para consternación del Guardián, los weesham continuaban cruzando el gran patio. Algunos no se habían enterado de la noticia; otros, aunque informados de que la catedral estaba cerrada, trataban de acceder a ella de todos modos.
— ¡Pero esa ley no puede afectarme a mí! —Reclamaba el weesham—. A todos los demás, quizá, pero el alma que traigo es la de un príncipe...
O de una duquesa, un marqués o un conde. No importaba. Todos eran rechazados. Y el weesham se marchaba desconcertado, sin saber qué hacer y con su cajita sujeta entre sus manos temblorosas.
—Me dan tanta lástima —comentó el Puerta a la Libro. Los dos guardianes conversaban en la capilla—. Los weesham parecen perdidos. Me preguntan adonde deben ir, qué deben hacer. Es su razón de vivir. ¿Qué puedo decirles, salvo que regresen a sus casas y esperen? ¿Esperar, a qué?
—A la señal —respondió la Libro con tono confiado—. Llegará, ya lo verás.
Debes tener fe.
—Para ti es fácil decirlo —replicó el Puerta con cierta acritud—. No eres tú quien tiene que despedirlos. No has visto sus expresiones.
—Lo sé y lo lamento —respondió la Libro, posando la mano sobre los largos y ahusados dedos de su colega kenkari—. Pero las cosas serán más sencillas ahora que ha corrido la noticia. Los weesham han dejado de acudir. En los dos últimos ciclos no se ha presentado ninguno. Ya no tendrás que preocuparte por eso.
—Bien, por eso tal vez no, pero... —dejó la frase a medias, cargada de presagios.
— ¿Todavía temes que nos ataquen?
—Casi empiezo a desear que lo hagan. Así, por lo menos, conoceríamos las intenciones del emperador. Agah'ran no nos ha denunciado públicamente, no ha intentado ordenarnos que cambiemos nuestra decisión ni ha mandado tropas.
—Las tropas no vendrían. Contra nosotros, no —afirmó la Libro.
—En tiempos pasados, seguro que no. Pero en la actualidad están cambiando tantas cosas que me pregunto si...
El sonido de un gong se propagó por todo el recinto de la catedral. Los dos guardianes alzaron la mirada. Las notas parecían estremecer el aire quieto del lugar. El primer ayudante del Puerta, que ocupaba el lugar de éste en su ausencia, llamaba a su superior.
El Puerta exhaló un suspiro.
— ¡Ah!, he hablado demasiado pronto. Otro.
La Libro lo miró con muda comprensión. El Guardián de la Puerta se incorporó, abandonó el Aviario y regresó a su puesto. Mientras se encaminaba hacia allí, sin darse excesiva prisa, volvió la mirada con tristeza hacia las paredes de cristal esperando ver a otro weesham y temiéndose otro de aquellos penosos diálogos. Pero lo que descubrió lo hizo detenerse en seco. Miró de nuevo, asombrado, y, cuando se puso en movimiento otra vez, la prisa hizo que las babuchas que calzaba resbalaran precariamente sobre los suelos pulimentados.
El primer ayudante se mostró sumamente complacido de verlo.
—Agradezco que hayas podido venir, Guardián. Temía que estuvieras rezando.
—No, no. —El Guardián de la Puerta dirigió la mirada al otro lado de la pared de cristal, más allá de la reja de oro que impedía la entrada.
Por unos momentos había esperado que la vista lo estuviera engañando, que un juego de luces lo hubiese confundido y no fuera cierto lo que le decían sus ojos, pero ya estaban tan cerca que no cabía ninguna duda: las figuras que se aproximaban por el inmenso patio desierto eran las de dos humanos envueltos en ropas negras.
Su expresión se hizo sombría.
— ¡Monjes kir, nada menos! En un momento como éste, precisamente...
—En efecto —murmuró su ayudante—. ¿Qué vamos a hacer?
—Debemos acogerlos —dijo el Puerta con un suspiro—. La tradición lo exige, pues han llegado a nuestra puerta. Y corriendo graves peligros, tal vez, pues unos viajeros no pueden saber lo mal que están las cosas por aquí. La norma sagrada que los protege sigue en pie, pero quién sabe por cuánto tiempo. Levanta la reja.
Yo hablaré con ellos.
El ayudante se apresuró a obedecer. El Guardián de la Puerta esperó hasta que los kir, que avanzaban con lentitud, llegaron a la escalinata. Los dos humanos llevaban cubierta la cabeza con la capucha.
La reja se alzó en silencio, sin esfuerzo. El Guardián empujó la puerta de cristal, que se desplazó sin el menor ruido hasta quedar abierta de par en par. Los kir se habían detenido cuando la reja había empezado a levantarse y permanecieron inmóviles donde estaban, con la cabeza baja, mientras el Puerta descendía a su encuentro.
El Guardián alzó los brazos y sus ropajes tornasolados, con sus alas de mariposa y sus mil colores, refulgieron bajo la luz de Solarus.
—Os doy la bienvenida, hermanos, en nombre de Krenka—Anris —saludó el Puerta en el idioma de los humanos.
—Loada sea Krenka—Anris —respondió en elfo el más alto de los dos monjes kir—. Y loados sean sus hijos.
El Puerta asintió. Era la fórmula correcta.
—Entrad y reposad tras vuestro largo viaje —dijo el Puerta, bajando los brazos y haciéndose a un lado.
—Gracias, hermano —repuso el monje ásperamente, y se volvió para ayudar a su acompañante, que daba muestras de agotamiento y de tener los pies lastimados.
La pareja de humanos cruzó el umbral, y el Guardián cerró la puerta. Su ayudante bajó la reja. El Puerta se volvió hacia los visitantes y, aunque éstos no habían dicho o hecho nada sospechoso, supo que Había cometido un error.
El más alto de los monjes se percató, por el cambio de expresión del Guardián, de que sus disfraces habían sido descubiertos. Echó atrás la capucha y sus penetrantes ojos destellaron bajo unas cejas prominentes. De su mandíbula, recia y cuadrada, pendía una barba peinada en dos gruesas trenzas y su nariz era como el pico de un gavilán. El Puerta se dijo que jamás había visto a un humano de aspecto tan intimidador.
—Tienes razón, Guardián —dijo el humano—. No somos monjes kir. Hemos utilizado estos disfraces porque era la única manera de llegar hasta aquí sanos y salvos.
— ¡Sacrilegio! —Exclamó el Puerta con un temblor en la voz, no de miedo, sino de rabia—. ¡Os habéis atrevido a entrar en este recinto sagrado bajo engaño!
No sé qué esperabais conseguir, pero habéis cometido un error terrible. No saldréis de aquí con vida. ¡Krenka—Anris, yo te invoco! ¡Envía tu fuego sagrado contra ellos y haz que sus cuerpos ardan! ¡Limpia tu templo de esta presencia profanadora!
No sucedió nada. El Guardián de la Puerta se quedó perplejo. Instantes después, creyó empezar a comprender cómo era que su magia había quedado frustrada. El otro monje kir se había quitado el embozo, y el kenkari observó sus irisados ojos y se percató de la sabiduría que había en ellos.
— ¡Una misteriarca! —musitó cuando se hubo recuperado de la sorpresa.
Aquello explicaba lo sucedido—. Puede que hayas desbaratado mi primer encantamiento, pero tú estás sola y nosotros somos muchos...
—Yo no he desbaratado ningún hechizo —replicó la mujer con voz serena—. Y tampoco voy a emplear mi magia contra ti, ni siquiera en defensa propia. No os deseamos ningún mal ni pretendemos cometer ningún sacrilegio. Nuestra causa es la de la paz entre nuestros pueblos.
—Somos vuestros prisioneros —intervino el hombre—. Átanos y véndanos los ojos, si quieres. No nos resistiremos. Lo único que pedimos es que nos conduzcas a presencia del Guardián de las Almas. Tenemos que hablar con él. Cuando nos haya escuchado, que él mismo decida qué hacer con nosotros. Si estima que debemos morir, que así sea.
El Guardián estudió a los dos humanos de hito en hito. Su ayudante había dado la alarma haciendo sonar el gong repetidas veces. Otros kenkari acudieron a la carrera y formaron un círculo en torno a los falsos monjes. El Guardián, con su ayuda, podría lanzar de nuevo su hechizo.
Pero, ¿por qué no había producido efecto la primera vez?
—Tú sabes mucho de nosotros —dijo, mientras trataba de decidir qué hacer— . Conoces la respuesta correcta (algo que sólo un auténtico monje kir podría saber)
y la existencia del Guardián de las Almas...
—Crecí al cuidado de los monjes kir —explicó el humano—. Y he pasado entre ellos gran parte de mi vida.
—Tráemelos. —La voz crepitó en el aire, como el crujido de la escarcha o las notas de una campana sin badajo.
El Guardián de la Puerta inclinó la cabeza en un gesto de mudo asentimiento, reconociendo la voz de su superior y acatando la orden. Pero, antes de emprender la marcha, posó la mano sobre los ojos de los humanos y formó un hechizo que los privó de la visión. Ninguno de los dos intrusos intentó impedirlo, aunque el hombre se encogió y se puso en tensión, como si le costara un enorme esfuerzo de voluntad someterse a aquella privación.
—Los ojos profanos no deben ver el sagrado milagro —proclamó el Guardián.
—Lo entendemos —respondió con calma la misteriarca.
—No temáis tropezar o caeros. Os guiaremos —aseguró el Puerta, ofreciendo su mano a la mujer. El tacto de los dedos de ésta era ligero y frío.
—Gracias, mago —dijo ella. Incluso ensayó una sonrisa aunque, a juzgar por sus facciones, debía de estar agotada hasta el punto de casi no sostenerse en pie.
Cojeando, con los pies llagados e hinchados, la misteriarca se puso en marcha con una mueca de dolor contenido.
El Puerta miró a su espalda. El primer ayudante había cogido del brazo al hombre y le hacía de lazarillo. Al Guardián le costaba un gran esfuerzo apartar la vista del rostro del humano. Resultaba desagradable, con sus facciones toscas y su aspecto brutal, pero todos los rostros de humanos parecían animalescos a los ojos de los elfos, de constitución tan delicada. En el rostro de aquel humano, el Puerta apreció algo diferente. Y se dio cuenta de que no le producía repulsión, de que tenía la vista fija en él con una sensación de respeto y temor, con un hormigueo en la piel. La mujer pisó la cola de la larga túnica del kenkari y trastabilló. El Guardián se había puesto en su camino sin darse cuenta.
—Lo siento mucho, hechicera —se excusó. Le habría gustado llamarla por su nombre, pero le correspondía a su superior encargarse de las formalidades—. No miraba por dónde andaba.
—Lamento que te hayamos perturbado —respondió la mujer con otra lánguida sonrisa.
El Puerta empezaba a sentir lástima de ella. Sus facciones no eran tan ásperas como las de la mayoría de humanos y casi resultaba agradable. Y parecía tan cansada y tan..., tan triste...
—No falta mucho. Venís de muy lejos, supongo.
—De Paxaua, a pie. No me he atrevido a utilizar mi magia... —explicó la mujer.
—Ya lo supongo. ¿Alguien os ha puesto problemas, os ha impedido el paso?
—El único lugar donde nos han detenido ha sido en las montañas. Los centinelas del paso nos interrogaron, pero no nos retuvieron mucho tiempo, cuando les recordamos que estábamos bajo vuestra protección.
El Puerta se alegró de escuchar aquello. Por lo menos, las tropas seguían respetando a los kenkari y no se habían vuelto contra ellos. Asunto muy distinto era el emperador. Agah'ran estaba tramando algo; de lo contrario, jamás habría permitido que mantuvieran la prohibición de aceptar almas. Al fin y al cabo, con aquella decisión, los kenkari le hacían saber que conocían su condición de asesino. Y Agah'ran debía de haber captado que no tolerarían su mandato durante mucho tiempo más.
¿Qué esperaban, pues?, se preguntó de nuevo el Guardián de la Puerta.
Esperaban una señal. Otros mundos. Una puerta de muerte que conducía a la vida. Un hombre que estaba muerto y no lo estaba. ¡Por Krenka—Anris bendita!
¿Cuándo habría explicación a todo aquello?
La Guardiana del Libro y el Guardián de las Almas los esperaban en la capilla. Los humanos fueron conducidos a su interior. El ayudante del Puerta, que había acompañado al hombre, hizo una reverencia y se marchó, cerrando la puerta tras él. Al oír el ruido, el humano volvió la cabeza con gesto sombrío.
— ¿Iridal?
—Aquí estoy, Hugh —repuso ella en un susurro.
—No temáis —dijo el Guardián de las Almas—. Estáis en la capilla del Aviario y yo soy con quien habéis pedido hablar. Conmigo están también el Guardián de la Puerta y la Guardiana del Libro. Lamento no poder levantar el hechizo de ceguera, pero la ley prohíbe que los ojos de nuestros enemigos contemplen el milagro.
—Lo entendemos —asintió Iridal—. Tal vez llegue el día en que no haya necesidad de tales leyes.
—Esperemos que así sea, misteriarca —añadió el Guardián—. ¿Cuál es tu nombre, desconocida?
—Soy Iridal, antes del Reino Superior y ahora de Volkaran.
— ¿Y tu acompañante? —inquirió el kenkari tras esperar unos momentos a que el humano se presentara a sí mismo.
—Es Hugh la Mano —explicó Iridal cuando quedó claro que Hugh no iba a decir nada. Con expresión preocupada, la mujer volvió sus ojos, momentáneamente ciegos, hacia donde calculaba que se encontraba Hugh y alargó la mano, buscándolo a tientas.
—Un hombre criado por los monjes kir. Un hombre de rostro muy notable — comentó el Guardián mientras estudiaba a Hugh minuciosamente—. He visto muchos humanos y en ti hay algo distinto, Hugh la Mano. Algo terrible y aciago.
No lo comprendo. Habéis venido a hablar conmigo. ¿Por qué? ¿Qué es lo que queréis de los kenkari?
Hugh abrió los labios y pareció a punto de responder, pero finalmente no dijo nada. Cuando la mano de Iridal encontró por fin el brazo de Hugh, la mujer se alarmó a notar los músculos rígidos y temblorosos.
— ¿Sucede algo, Hugh? ¿Está todo bien? El hombre rehuyó su contacto, abrió la boca y volvió a cerrarla. Los tendones del cuello se le marcaron pronunciadamente y se le hizo un nudo en la garganta. Por último, visiblemente furioso consigo mismo, logró articular las palabras con esfuerzo, como si las arrancara de una sima profunda y oscura: —He venido para venderos mi alma.
CAPÍTULO 31
LA CATEDRAL DEL ALBEDO ARISTAGÓN
REINO MEDIO
—Está loco —dijo la Libro, la primera en recuperar el habla.
—No lo creo —replicó el Guardián de las Almas, observando a Hugh con profundo interés, no exento de perplejidad—. No estás loco, ¿verdad, Hugh? —Los labios elfos pronunciaron con dificultad y torpeza el nombre humano.
—No —respondió Hugh, lacónico. Ahora que había pasado lo peor (y jamás habría imaginado que resultara tan difícil), se sentía relajado e incluso podía contemplar la perplejidad de los elfos con sarcasmo. La única persona a la que aún no se sentía con ánimos de enfrentarse era Iridal y, por ello, agradeció su provisional ceguera.
Ella no dijo nada, azorada y desconcertada, creyendo que tal vez se trataba de otro de los trucos de la Mano.
Pero no era un truco. Hugh hablaba absolutamente en serio.
—Dices que has crecido entre los monjes kir. Entonces, algo conocerás de nuestras costumbres.
—Conozco mucho, Guardián. Averiguar cosas es mi oficio —repuso Hugh.
—Sí —murmuró el Alma—, no lo dudo. Ya sabes, pues, que no aceptamos almas humanas y que nunca compramos alma alguna. Las que aceptamos y tomamos a nuestro cargo nos son entregadas libremente...
La voz del Guardián sufrió una ligera vacilación al decir esto último.
Hugh, con una sonrisa torva, movió la cabeza en gesto de negativa.
El Guardián permaneció callado largo rato.
—Estás bien informado —dijo por fin. Calló de nuevo y, luego, añadió—: Has hecho un largo viaje, lleno de peligros, para ofrecer algo que sabías que deberíamos rechazar...
—Sé que no querréis rechazarlo —replicó Hugh—. Yo soy diferente.
—Me he apercibido de ello —asintió el Guardián—. Pero no lo entiendo. ¿Por qué eres diferente, Hugh? ¿Qué tiene tu alma que la haga valiosa para nosotros, que incluso nos mueva a aceptarla?
—Lo que tiene de especial —Hugh frunció los labios— es que ha dejado atrás esta existencia... y ha regresado.
— ¡Hugh! —Exclamó Iridal, comprendiendo de pronto que no era ninguna broma, ningún truco—. ¡No puedes hablar en serio! ¡Hugh, no lo hagas!
Pero él no le prestó oídos.
— ¿Quieres decir —inquirió el Alma en un tono susurrante que sonó como si se estuviera asfixiando— que has muerto y has... y has...?
—Resucitado —lo ayudó Hugh.
La Mano había esperado que su declaración causaría asombro e incredulidad, pero el erecto que provocó entre los elfos fue el de un verdadero rayo. Percibió la electricidad en el aire y casi la oyó crepitar a su alrededor.
—Eso es lo que veo en tu rostro —asintió el Alma.
—El hombre que está muerto y no lo está —musitó el Puerta.
—La señal —terció la Libro.
Un momento antes, Hugh dominaba la situación. Ahora, de repente, había perdido el control y se sentía desamparado. Como cuando su nave dragón había sido aspirada por el Torbellino.
— ¿Qué significa eso? ¡Decidme! —exigió bruscamente, extendiendo los brazos al frente. Al moverse, tropezó con una silla.
— ¡Hugh, no! ¿Qué es todo esto? —chilló Iridal, agarrándose a él en su ceguera. Se volvió hacia los elfos, frenética, y suplicó—: ¡Explicádmelo! No comprendo...
—Creo que podemos devolverles la visión —propuso el Alma.
— ¡Sería una decisión sin precedentes! —protestó la Libro.
— ¡Nada de esto tiene precedentes! —replicó el Alma con seriedad.
Tomó las manos de Hugh con una de las suyas y las apretó con firmeza, con una fuerza sorprendente en alguien tan delgado, al tiempo que posaba la otra sobre los ojos del humano.
Hugh parpadeó y dirigió una rápida mirada a su alrededor. El Guardián de la Puerta levantó la ceguera de Iridal con una maniobra parecida. Ninguno de los dos humanos había visto con anterioridad ningún elfo kenkari y su aspecto les produjo asombro.
Los tres kenkari sobrepasaban en una cabeza a Hugh la Mano, que estaba considerado de buena talla entre los humanos. En cambio, los elfos eran tan extraordinariamente delgados que los tres juntos, lado a lado, apenas igualaban la amplitud de hombros de Hugh. Llevaban el cabello largo, pues no se lo cortaban nunca, y eran blancos desde el nacimiento.
Los kenkari de ambos sexos apenas difieren en su aspecto exterior, sobre todo cuando visten las ropas de mariposa, que ocultan fácilmente las poco marcadas curvas de las elfas. La diferencia más apreciable es el peinado del cabello. Los elfos llevan éste en una larga trenza a la espalda. Las elfas se envuelven la trenza en torno a la cabeza como una guirnalda. Tienen unos ojos grandes, enormes en sus rostros pequeños y delicados, con unas pupilas extraordinariamente oscuras.
Algunos elfos comentan con menosprecio (aunque nunca en voz alta) que los kenkari han terminado por parecerse al insecto alado que adoran y emulan.
Con un gesto de debilidad, Iridal se dejó caer en una silla que le ofreció uno de los kenkari. Una vez que hubo remitido su conmoción inicial ante la visión de los extrañísimos elfos, volvió la mirada a Hugh.
— ¿Qué estás haciendo, dime? No lo entiendo.
—Confía en mí, Iridal —respondió Hugh con voz tranquila—. Prometiste que confiarías en mí.
Iridal movió la cabeza y, al hacerlo, sus ojos se volvieron hacia el Aviario. Su expresión se dulcificó ante la belleza y exuberancia de la vegetación, pero no tardó en caer en la cuenta de qué era lo que estaba contemplando. De inmediato, volvió la mirada a Hugh con una mueca de espanto.
—Ahora, humano, haz el favor de explicarte —dijo el Guardián de las Almas.
—Primero, explicaos vosotros —exigió Hugh, mirando sucesivamente a los tres elfos—. No parecéis sorprendidos en absoluto de verme. Tengo la sensación de que estabais esperándome.
Los guardianes cruzaron unas miradas de sus oscuros ojos, intercambiando pensamientos bajo los párpados medio entornados.
—Siéntate, Hugh, haz el favor. Creo que deberíamos sentarnos todos. Gracias.
En primer lugar, Hugh, no estábamos esperándote precisamente a ti. No sabíamos muy bien qué era lo que aguardábamos. Sin duda habrás oído comentar que hemos cerrado la Catedral del Albedo debido a..., a circunstancias muy desafortunadas, digamos.
—A que el emperador estaba dando muerte a su propia estirpe para adueñarse de sus almas —acotó Hugh, al tiempo que hurgaba en los bolsillos y sacaba de ellos su pipa, la cual se llevó a los labios sin encenderla.
Molesto ante la brusquedad de Hugh y su patente desdén, la expresión del Alma se volvió dura e irritada.
— ¿Qué derecho a juzgarnos tenéis los humanos? ¡Vuestras manos también están manchadas de sangre!
—Es una guerra terrible —musitó Iridal—. Una guerra que ninguno de los dos bandos puede ganar.
El Alma se tranquilizó. Con un suspiro, asintió pesaroso.
—Sí, hechicera. A eso mismo nos han conducido nuestras reflexiones.
Rogamos a Krenka—Anris que nos ofreciera una respuesta y nos la dio, aunque no la entendemos. «Otros mundos. Una puerta de muerte que conduce a la vida. Un hombre que está muerto y no lo está». El mensaje era más complejo, desde luego, pero ésas son las señales que debemos buscar y que nos dirán que el final de esta terrible destrucción está cercano.
—Una puerta de muerte... —repitió Iridal, contemplando a los elfos con asombro—. Sí, claro, la Puerta de la Muerte...
— ¿Conoces algo llamado así? —inquirió el Alma, perplejo.
—En efecto. Y esa Puerta... ¡conduce a otros mundos! Unos mundos creados por los sartán, igual que la Puerta. Un sartán que conocí cruzó esa Puerta de la Muerte no hace mucho. El mismo sartán... —La voz de Iridal se difuminó en un susurro—. El mismo sartán que le devolvió la vida a este hombre.
Nadie dijo nada. Todos los presentes, elfos y humanos, se sumieron en el silencio respetuoso y temeroso que se produce entre los mortales cuando perciben el roce de una mano inmortal, cuando escuchan el susurro de una voz inmortal.
— ¿Por qué has acudido a nosotros, Hugh la Mano? —Preguntó el Alma—.
¿Qué trato esperabas cerrar? Porque nadie —añadió con una sonrisa irónica, aunque trémula— vende su alma por algo tan mezquino como el dinero.
—Tienes razón. —Hugh se movió en su asiento, incómodo, y concentró su mirada ceñuda en la pipa, evitando todas las miradas y, en especial, la de Iridal—.
Naturalmente, estaréis al corriente de la presencia de ese chiquillo humano en el Imperanon...
—Sí, el hijo del rey Stephen.
—El mismo, excepto que no es hijo de Stephen. Esta mujer es su madre — Hugh señaló a Iridal con la pipa—. Y el padre es su difunto esposo, misteriarca como ella. La historia de cómo el muchacho terminó convertido en hijo de Stephen y aceptado por todos como tal es larga y prolija y no tiene nada que ver con la razón que nos ha traído aquí. Baste decir que el emperador proyecta utilizar al muchacho como rehén, para forzar la rendición de Stephen.
—Dentro de unos pocos días —explicó Iridal—, el rey Stephen tiene previsto un encuentro con el príncipe Reesh'ahn para formar una alianza entre nuestros dos pueblos y emprender una guerra que, sin duda, pondrá fin al cruel imperio de Tribus. El emperador proyecta utilizar a mi hijo para obligar a Stephen a renunciar a tal alianza —continuó la misteriarca—, lo cual haría añicos cualquier esperanza de paz y de unidad entre las razas. Pero, si consigo liberar a mi hijo, el emperador no tendrá con qué presionar a Stephen y el camino para la alianza quedará expedito.
—Pero nosotros no podemos entrar en el Imperanon para liberar al pequeño —añadió Hugh—. Para ello, necesitamos ayuda.
—Y nos pedís colaboración para poder introduciros en el palacio, ¿no es eso?
—A cambio de mi alma —apuntó Hugh, llevándose la pipa a los labios otra vez.
— ¡A cambio de nada! —Intervino Iridal con brusquedad—. ¡Nada, salvo la satisfacción de saber que habéis hecho lo correcto!
— ¿Comprendes, hechicera, que nos pides que traicionemos a nuestro pueblo? —apuntó el Alma.
— ¡Os pido que lo salvéis! —Replicó Iridal con voz apasionada—. Observad el abismo en que se ha sumido vuestro emperador. ¡Mandar matar a los de su propia sangre! ¿Qué sucederá si ese tirano llega a gobernar el mundo sin oposición?
Los guardianes intercambiaron de nuevo unas miradas.
—Rezaremos para que Krenka—Anris nos ilumine —sentenció el Alma, al tiempo que se ponía en pie—. Venid. Si nos excusáis...
Los otros guardianes se incorporaron de sus asientos y, siguiendo los pasos del Alma, abandonaron la sala por una puerta de pequeño tamaño que conducía a una sala anexa. Presumiblemente, otra capilla. Los elfos cerraron la puerta tras ellos al salir.
Los dos humanos se quedaron solos y permanecieron en sus asientos, sumidos en un silencio frío e incómodo. Eran muchas las cosas que Iridal quería decir, pero la expresión severa y sombría de Hugh le dio a entender que sus palabras y argumentos no serían bien recibidos y que tal vez harían más daño que bien. Pese a todo, a la mujer le resultaba inconcebible que los elfos aceptaran la oferta de Hugh. Sin duda, los kenkari los ayudarían sin cobrarse un precio tan terrible.
Se convenció de ello y se relajó. Debió de quedarse adormilada debido al cansancio, pues no se enteró del regreso de los kenkari hasta que el contacto de la mano de Hugh la devolvió a la conciencia con un sobresalto.
—Estás cansada —dijo el Alma, contemplándola con una amigable benevolencia que reforzó las esperanzas de Iridal— y os hemos tenido esperando demasiado rato. Ahora mismo os proporcionaremos comida y descanso pero, antes, nuestra respuesta. —El Guardián de las Almas se volvió hacia Hugh y juntó sus delgadísimas manos ante el pecho—: Aceptamos tu propuesta.
Hugh no dijo nada. Se limitó a asentir una vez, con gesto brusco.
— ¿Aceptarás la muerte ritual a nuestras manos?
—La aceptaré con gusto —repuso Hugh, clavando los dientes en la boquilla de la pipa.
— ¡No puedes hablar en serio! —Exclamó Iridal, puesta en pie—. ¡Y vosotros no podéis exigir tal sacrificio...!
—Todavía eres muy joven, hechicera —respondió el Alma, volviendo sus oscuros ojos hacia la humana—. Con el tiempo aprenderás, como hemos aprendido nosotros en nuestras largas existencias, que lo que se ofrece gratuitamente suele ser despreciado. Sólo valoramos las cosas cuando nos cuestan un precio. Os ayudaremos a entrar en el palacio y, cuando el muchacho haya sido rescatado, tú, Hugh la Mano, volverás a nosotros. Tu alma será extraordinariamente valiosa.
«Nuestros protegidos —el Alma dirigió la mirada hacia el Aviario y contempló las hojas que temblaban y se agitaban bajo el aliento de los espíritus— empiezan a mostrarse inquietos. Algunos de ellos quieren dejarnos. Tú los tranquilizarás, les dirás que ahí dentro están mejor que en ninguna parte.
—No es verdad, pero acepto —asintió Hugh. Apartó la pipa de los labios, se puso en pie y estiró sus cansados y doloridos músculos.
— ¡No! —Protestó Iridal con voz quebrada—. ¡No puedes hacer eso, Hugh! ¡No lo hagas!
Hugh intentó mostrarse insensible ante ella pero de pronto, con un gran suspiro, la atrajo hacia sí y la abrazó con fuerza. Ella rompió a llorar. Hugh tragó saliva y una lágrima solitaria escapó de sus ojos y resbaló por su mejilla hasta caer en los cabellos de Iridal.
—Es el único modo —le susurró en humano—. Nuestra única oportunidad. Y salimos muy beneficiados en el trato. Una vida vieja, usada y malgastada, la mía, a cambio de otra vida joven, como la de tu hijo.
«Deseo que la muerte me llegue de esta manera, Iridal —añadió, con voz más grave—. Soy incapaz de dármela con mi propia mano. Es el miedo, ¿sabes? Ya he pasado por eso y el viaje es..., es... — ejó la frase a medias con un escalofrío—.
Pero ellos lo harán por mí. Y esta vez será más sencillo, si me envían.
Iridal fue incapaz de decir nada. Hugh la alzó en sus brazos y la misteriarca se agarró a él, sollozando.
—Está cansada, Guardián —la disculpó Hugh—. Los dos lo estamos. ¿Dónde podemos descansar?
El Guardián de las Almas le dirigió una sonrisa compungida.
—Entiendo. El Guardián de la Puerta te conducirá. Os hemos preparado habitaciones y comida, aunque temo que no sea la que estáis acostumbrados. En cambio, no puedo darte permiso para que fumes.
Hugh emitió un gruñido, ensayó una mueca y no dijo nada.
—Cuando hayáis descansado, discutiremos los detalles. No debéis esperar mucho tiempo. Es probable que no os hayáis percatado de ello, pero no me cabe duda de que os habrán seguido hasta aquí.
— ¿La Invisible? Soy consciente de ello. La vi, ¿sabes? Al menos, todo lo que puede uno verla.
El Guardián abrió los ojos, admirado.
—Desde luego —comentó—, eres un hombre peligroso.
—También soy consciente de ello —fue la lúgubre respuesta de Hugh—. Este mundo será un lugar mejor sin mi presencia.
Portando en brazos a Iridal, Hugh abandonó la estancia tras los pasos del Guardián de la Puerta, en cuyo rostro había una expresión de esperanza, mezclada con otra de absoluta perplejidad.
— ¿De veras crees que regresará para morir? —inquirió la Libro cuando el trío hubo desaparecido.
—Sí —respondió el Guardián de las Almas—. Volverá.
CAPÍTULO 32
LA CATEDRAL DEL ALBEDO
ARISTAGÓN REINO MEDIO
Conducido por el Guardián de la Puerta, Hugh transportó en brazos a Iridal por los pasadizos de la catedral hacia los niveles inferiores, donde se encontraban los aposentos destinados a los weesham. El Puerta abrió dos de las estancias, contiguas. En cada una de ellas, sobre una mesa, había comida, consistente en fruta y pan, además de un pequeño cántaro de agua.
—Las puertas quedan selladas una vez que se cierran —indicó el elfo en tono de disculpa—. No lo toméis a mal, por favor. Hacemos eso con nuestra propia gente, no por desconfianza sino para mantener el silencio y la calma necesarios en la catedral. No se permite que nadie deambule por los pasillos, a excepción de mí y de mis ayudantes, la Guardiana del Libro y el Guardián de las Almas.
—Lo entendemos. Gracias —asintió Hugh.
Entró en una de las estancias y depositó a Iridal en la cama. Cuando se disponía a retirarse, ella lo tomó de la mano.
—No te vayas todavía, por favor. Quédate a hablar conmigo. Sólo un momento, por favor.
Hugh la miró con expresión sombría. Se volvió hacia el kenkari, y éste bajó la vista y asintió levemente.
—Os dejaré para que podáis comer en privado. Cuando desees ir a tu aposento, sólo tienes que llamar con esa campanilla de la cabecera de la cama y regresaré para escoltarte.
Tras esto, con una inclinación de cabeza, el Guardián se retiró.
—Siéntate —indicó Iridal, sin soltar la mano de Hugh.
—Estoy muy cansado, señora —dijo él, evitando su mirada—. Ya hablaremos por la mañana...
—No. Debemos hacerlo ahora. —Iridal se puso en pie frente a él y, levantando la mano, le acarició el rostro—. No lo hagas, Hugh. No te comprometas a lo que has dicho.
—Tengo que hacerlo —respondió él en tono áspero, con la mandíbula tensa bajo el suave contacto de su mano y la mirada vuelta a cualquier parte menos a ella—. No hay alternativa.
—Sí, claro que la hay. Tiene que haberla. Los kenkari desean la paz tanto como nosotros. Más incluso, quizá. Tú mismo los has visto y los has oído. Tienen miedo, Hugh. Miedo del emperador. Hablaremos con ellos y llegaremos a otro acuerdo. Luego, rescataremos a Bane y te ayudaré a buscar a Alfred, como te prometí...
—No —replicó Hugh. Cogió por la muñeca la mano de Iridal y la obligó a soltarlo. Después, la miró fijamente a los ojos—. No, es mejor así.
— ¡Hugh! —A Iridal le fallaron las rodillas; las mejillas se le tiñeron de carmesí, y los ojos se le llenaron de lágrimas—. ¡Hugh, te quiero!
— ¿De veras? —Hugh la miró con una sonrisa irónica y sombría. Alzó la mano derecha y mostró la palma—. Mira esto, fíjate en la cicatriz. No, no vuelvas la cabeza. Mírala, Iridal, e imagina que mi mano acaricia tu suave piel. ¿Qué sentirías? ¿Mi tacto amoroso o la cicatriz?
Iridal bajó la vista y hundió la cabeza.
—Tú no me quieres, Iridal —continuó él con un suspiro—. Tú amas sólo una parte de mí.
Ella levantó la cabeza y replicó con vehemencia:
— ¡Amo la parte mejor!
—Entonces, déjala ir.
Iridal movió la cabeza en gesto de negativa pero no dijo nada más, ni insistió en sus protestas.
—Tu hijo. Él es el único que te importa, mi señora. Y tienes la oportunidad de salvarlo. A él, no a mí. Mi alma está perdida desde hace mucho tiempo.
Iridal se volvió de espaldas, se sentó al borde de la cama y, abatida, fijó la vista en sus manos, entrelazadas en su regazo.
Hugh llegó a la conclusión de que Iridal sabía que él tenía la razón, pero no quería aceptarla. Aún seguía luchando contra lo que le decía la lógica, pero su resistencia se debilitaba. Iridal era una mujer razonable, no una chiquilla enferma de amor. Por la mañana, cuando hubiera reflexionado un poco, seguro que estaría de acuerdo con él.
—Buenas noches, mi señora.
Hugh alargó la mano y agitó la campanilla de plata.
Hugh había juzgado a Iridal correctamente; al menos, eso le pareció. Por la mañana, sus lágrimas se habían secado. Más calmada, recibió a Hugh con una sonrisa tranquilizadora y le susurró unas palabras:
—Puedes contar conmigo, no te fallaré.
—No fallarás a tu hijo —la corrigió él.
Iridal le sonrió de nuevo, dándole a creer que eso era lo más importante para ella. Y lo era, en efecto. Bane sería su redención; la suya y la de su marido, el difunto Sinistrad. Todo el mal que sus padres habían cometido —él, por comisión; ella, por omisión— sería expurgado por el hijo. Pero éste era sólo un factor en su decisión de fingir que estaba de acuerdo con Hugh.
Por la noche, antes de acostarse, Iridal había recordado otra vez el silencioso consejo de la voz del Inmortal. Una voz que la había dejado perpleja, pues la misteriarca no había creído jamás en la existencia de un Ser Todopoderoso.
«El hombre que estuvo muerto y no lo está.» Iridal había interpretado que Hugh estaba destinado a estar allí y había decidido tomar aquella misteriosa voz como un buen presagio y confiar en que todo saldría bien.
Por eso no insistió en sus argumentos contrarios al sacrificio. Se había convencido de que éste no tendría lugar.
Avanzado el día, ella y Hugh se reunieron de nuevo con los tres guardianes, Libro, Puerta y Alma, en la pequeña capilla del Aviario.
—No sabemos si habéis trazado algún plan para entrar en el Imperanon — empezó a decir el Guardián de las Almas, con una mirada apaciguadora a Hugh—.
Si no es así, tenemos algunas ideas que proponeros.
La Mano movió la cabeza en gesto de negativa y respondió que tenía interés por escuchar lo que había pensado el Guarnirás ¿tu también, hechicera? — Preguntó el Alma a Iridal—.
El riesgo es muy grande. Si el emperador capturase a una humana con tus facultades...
—Iré —lo cortó ella—. Es mi hijo.
—Ya contábamos con esa respuesta. Si todo funciona según el plan, los peligros deberían ser mínimos. Entraréis en el palacio muy tarde, cuando la mayoría de los ocupantes esté profundamente dormida.
»Su Majestad Imperial da una fiesta esta noche, como todas las noches, pero en esta ocasión es para celebrar el aniversario de la unificación elfa. Se espera que asistan todos los residentes en el Imperanon y mucha más gente procedente de todos los rincones del reino. La celebración se prolongará hasta muy tarde y habrá un considerable bullicio y movimiento en el castillo.
»Os dirigiréis a la alcoba del muchacho, lo sacaréis de palacio y lo traeréis aquí. En la catedral estará totalmente a salvo, hechicera, te lo prometo —añadió el Alma—. Aunque el emperador descubra que el muchacho está aquí, no se atreverá a ordenar un ataque al recinto sagrado. Sus propios soldados se rebelarían contra esa orden.
—Comprendo —asintió Iridal.
Hugh, con la pipa fría entre los labios, también hizo un gesto de aprobación.
El Guardián manifestó su complacencia.
—Os procuraremos un transporte seguro a vuestras tierras a ti y a tu hijo, hechicera. En cuanto a ti, señor —inclinó ligeramente la cabeza en dirección a Hugh—, permanecerás aquí con nosotros.
Iridal mantuvo los labios firmemente apretados y no hizo el menor comentario.
—Parece todo bastante sencillo —comentó Hugh, quitándose la pipa de la boca— pero, ¿cómo entramos y volvemos a salir del palacio? Sin duda, los centinelas no participarán de la algazara.
El Guardián de las Almas dirigió una mirada al Guardián de la Puerta y dejó el resto de la conversación a su subordinado.
El Puerta miró a Iridal.
—Hemos oído decir que los de tu categoría arcana, la Séptima Casa, poseen la facultad de crear... llamémoslas así... falsas impresiones en las mentes de los demás.
—Espejismos, quieres decir —lo corrigió Iridal—. Sí, pero con ciertas limitaciones. El observador del espejismo debe estar dispuesto a creer que la ilusión es cierta, o tomarla por tal. Por ejemplo, ahora mismo podría crear un espejismo que me permitiera adoptar el mismo aspecto que ella — ridal señaló a la Guardiana del Libro—. Pero la ilusión se desmoronaría porque, sencillamente, no la creeríais. Vuestra mente os diría que, lógicamente, no puede existir la misma mujer dos veces en el mismo sitio.
—Pero, si formaras el espejismo y me cruzara contigo en un pasillo, los dos solos —insistió el Puerta—, podrías hacerte pasar por mi colega kenkari, ¿verdad?
—Sí. Si sólo nos cruzáramos, tendrías pocos motivos para dudar.
— ¿Y podría detenerme a hablar contigo, o tocarte? ¿Me parecerías real y tangible?
—Sería arriesgado. Aunque hablo en elfo, el timbre y el tono de mi voz es necesariamente humano y podría delatarme. Los gestos también serían los míos, no los de tu compañera. Cuanto más tiempo pasáramos juntos, menores serían las probabilidades de mantener el engaño. De todos modos, empiezo a entender por dónde van tus preguntas. Y tienes razón, podría dar resultado. Pero sólo en mi caso. Yo podría pasar por una elfa y entrar en el castillo sin ser descubierta, pero no puedo obrar tal hechizo sobre Hugh.
—No es preciso. No hemos contado con ello. Para él hemos previsto otra cosa.
Ayer dijiste que conocías la existencia de la llamada Guardia Invisible, ¿no es cierto?
—Sólo por su fama —asintió Hugh.
—La tiene, en efecto. Y mucha. —El Puerta sonrió lánguidamente—. ¿Conoces el tejido mágico con que se cubren sus agentes?
—No. —Hugh bajó la pipa y pareció interesado—. Cuéntame.
—Esa tela está tejida con un hilo maravilloso que cambia de color y de textura para imitar lo que tiene alrededor. Ahí en el suelo, cerca del escritorio, hay un uniforme de la guardia. ¿Lo distingues?
Hugh miró hacia donde decía el elfo, frunció el entrecejo y levantó las cejas.
— ¡Que me aspen si...!
—Ahora puedes verlo, naturalmente, porque te he llamado la atención respecto a él. Se parece a lo de la dama Iridal y su hechizo. Ahora ves los pliegues, la forma, el volumen. Sin embargo, llevabas en esta habitación un tiempo considerable y esas ropas te habían pasado inadvertidas incluso a ti, un hombre siempre tan observador...
«Envuelta en ellas, la Invisible puede ir a cualquier parte en cualquier momento, de día o de noche, y ser prácticamente invisible al ojo normal, aunque quien vigile su presencia podría detectarla por sus movimientos y por su..., su sustancia, digamos, a falta de una palabra mejor. Además, es preciso cierto tiempo para que la tela cambie de color y de aspecto. Así, los miembros de la Invisible aprenden a moverse despacio, en silencio y con fluidez, para confundirse mejor con su entorno.
»Tú también deberás aprender a hacerlo, Hugh la Mano, antes de entrar en el palacio esta noche.
Hugh se acercó al uniforme y acarició el tejido. Lo levantó del suelo y lo sostuvo ante sí con el escritorio de madera como fondo. Maravillado, observó cómo el paño cambiaba del verde apagado de la alfombra del suelo al marrón oscuro de la madera. Como había dicho el kenkari, se alteró la propia textura y el aspecto de la tela, que tomó las rugosidades y el tacto de la madera hasta que casi pareció desaparecer en su mano.
—«Las paredes se mueven.»; ¡Lo que habría dado por esto en otros tiempos...!
—exclamó Hugh para sí.
La Hermandad se había preguntado durante mucho tiempo cómo había logrado la Guardia Invisible funcionar con tanta eficacia y cómo hacía para que nadie viera nunca a sus miembros ni se supiera qué aspecto tenían. Pero los secretos de la Invisible estaban guardados con el mismo sigilo y el mismo cuidado con que la Hermandad protegía los suyos.
Existía la opinión generalizada de que la magia élfica debía de tener algo que ver con aquella sorprendente habilidad, aunque estaba abierto a debate cuál era ésta y cómo funcionaba. Los elfos no poseían la facultad de invocar espejismos como hacían los hechiceros humanos de máximo rango. Pero, al parecer, eran capaces de producir hilo mágico.
La prenda que tenía entre sus manos habría podido proporcionarle una fortuna. Sumando a sus evidentes ventajas la habilidad, el conocimiento y la experiencia que él tenía...
Hugh se burló cruelmente de sí mismo y arrojó el uniforme al suelo, donde al instante empezó a cambiar de nuevo de color, para adoptar otra vez el verde de la alfombra.
— ¿Me quedará bien? Soy más corpulento que un elfo.
—Las prendas son muy holgadas, para que permitan libertad de movimientos a su portador, y también deben adaptarse a todas las tallas y medidas de nuestro pueblo. Como puedes imaginar, los uniformes como ése son muy escasos y cotizados. Se tarda cien ciclos en producir el hilo necesario sólo para la blusa, y otros cien ciclos para tejerlo. El tejido y el cosido sólo pueden ser hechos por magos expertos que han dedicado años a aprender el arte secreto. Los pantalones llevan un cinturón del mismo tejido para ceñirlos a la cintura. También hay calzado, una máscara con capucha para la cabeza y guantes para las manos.
—Veamos qué aspecto tengo —propuso Hugh, recogiendo las prendas en un hato—. O, mejor, qué aspecto no tengo.
Hugh cupo en el uniforme, aunque le tiraba un poco de los hombros y tuvo que aflojar el cinturón todo lo que podía. Por suerte, durante su encarcelamiento autoimpuesto había adelgazado. El calzado de tejido mágico estaba hecho para colocarlo sobre las botas y así lo hizo Hugh sin dificultad. Lo único que no pudo ponerse fueron los guantes.
Esto último perturbó profundamente a los kenkari, pero Hugh le quitó importancia. Siempre podía mantener las manos fuera de la vista, ocultarlas tras la espalda o bajo los pliegues de la blusa.
Se contempló en el espejo. Su cuerpo se confundía rápidamente con la pared.
La única parte de él que seguía claramente visible, la única parte que seguía siendo real, de carne y hueso, eran las manos.
—Muy apropiado —fue su comentario.
Hugh extendió su plano del Imperanon. Los guardianes lo examinaron y certificaron su fidelidad.
—De hecho —apuntó el Alma con un tonillo de disgusto—, me asombra su precisión. Sólo otro elfo, y que además haya pasado un tiempo considerable en el palacio, puede haber dibujado este plano.
Hugh se encogió de hombros y no hizo comentarios.
—Tú y la dama Iridal entraréis por aquí, a través de la puerta principal que conduce al palacio propiamente dicho —explicó el Guardián, concentrándose en el plano y trazando la ruta con su descarnado dedo—. La dama Iridal dirá a los centinelas que ha sido llamada a palacio a hora tan avanzada para «atender a un pariente enfermo». Tales excusas son corrientes. Muchos miembros de las familias reales mantienen casas privadas en las colinas que rodean el palacio, y no son pocos los que vuelven a éste bajo la protección de la noche para mantener citas secretas. Los centinelas están habituados a tales encuentros clandestinos y seguro que Iridal no tendrá dificultades con ellos.
— ¿No debería ir con ella su weesham? —intervino la Libro, inquieta.
—Sería lo propio —reconoció el Alma—, pero se sabe que los miembros de las familias reales se escabullen en ocasiones de sus weesham, sobre todo cuando tienen por delante una noche de placer prohibido.
«Mientras los centinelas hablen con la dama, tú, Hugh, permanecerás oculto en las sombras. Cuando la reja se levante, será tu momento para deslizarte al interior. Pasar esa puerta será la parte fácil, me temo. Como podéis apreciar, el palacio es enorme. Contiene cientos de estancias en numerosos niveles distintos.
El muchacho podría estar retenido en cualquier sitio. Pero una de las weesham, que estuvo en palacio recientemente, me comentó que un chiquillo humano ocupaba una estancia junto al Jardín Imperial. Eso podría ser cualquiera de las habitaciones de esa zona...
—Yo sé dónde está —anunció Iridal en voz baja.
Los guardianes callaron. Hugh enderezó la cabeza del plano y miró a la misteriarca, ceñudo.
— ¿Cómo...? —inquinó, en un tono que daba a entender que ya conocía cuál iba a ser su respuesta... y que no le iba a gustar.
—Me lo ha dicho mi hijo —explicó ella, alzando la cabeza para mirar a Hugh a los ojos. Introdujo la mano bajo el corpiño de su vestido elfo, sacó una pluma atada a un cordón de cuero y la mostró en la mano—. Él me mandó esto. Así hemos estado en contacto.
— ¡Maldición! —Gruñó Hugh—. Entonces, supongo que sabe de nuestra llegada, ¿no?
—Por supuesto. Si no, ¿cómo iba a estar preparado? —Replicó Iridal, a la defensiva—. Ya sé lo que piensas, que no debemos arriesgarnos a confiar en él...
— ¡No sé de dónde puedes haber sacado esa impresión! —as—postilló Hugh en tono irónico.
Iridal enrojeció de cólera.
—Pero te equivocas —continuó—. Bane está asustado y quiere marcharse.
Fue ese Haplo quien lo entregó a los elfos. Todo ha sido idea de Haplo. Él y ese señor suyo..., un personaje terrible llamado Xar, quieren que la guerra continúe.
No desean la paz.
—Xar, Haplo... Nombres extraños. ¿Quiénes son?
—Son dos patryn, Guardián —repuso Iridal, volviéndose hacia el kenkari.
— ¡Patryn! —El kenkari miró a Iridal y se volvió a sus compañeros—. ¿Los enemigos ancestrales de los sartán?
—Sí —dijo Iridal, algo más calmada.
— ¿Cómo es posible? Según los registros que dejaron, los sartán destruyeron a sus enemigos antes de traernos a Ariano.
—Ignoro cómo es posible; lo único que sé es que los patryn no fueron destruidos. Alfred me habló de ello, pero me temo que no comprendí casi nada de lo que dijo. Los patryn han estado encarcelados, o algo así, pero ahora han vuelto y quieren conquistar el mundo, quedárselo para ellos. —Se volvió a Hugh y continuó—: Debemos rescatar a Bane, pero sin que Haplo se entere. No debería ser muy difícil. Mi hijo dice que Haplo está retenido por la Invisible en una especie de mazmorra. Las he buscado, pero no he conseguido localizarlas en el plano...
—Por supuesto que no las encontrarás —intervino el Guardián—. Ni siquiera el hábil autor de este bosquejo conocía la situación de las mazmorras de la Invisible. ¿Significará esto algún problema?
—Espero que no... por nuestro bien —contestó Hugh fríamente. Se inclinó de nuevo sobre el plano—. Ahora, supongamos que hemos llegado hasta el niño sin problemas. ¿Cuál es la mejor vía de escape?
—Los patryn... —murmuró el Alma con asombro y temor—. ¿Qué más vendrá ahora? ¿El fin del mundo...?
—Guardián —Hugh lo sacó de sus reflexiones con voz paciente.
—Perdóname. ¿Qué has preguntado? ¿La salida? Sería por aquí. Una puerta privada, utilizada por quienes salen al alba y quieren marcharse discretamente, sin molestar. Si el pequeño fuera envuelto en una capa y llevase un sombrero de mujer, podría pasar por la doncella de la dama, en el caso de cruzarse con alguien.
—No me gusta, pero es lo mejor que podemos hacer, dadas las circunstancias —murmuró Hugh, malhumorado—. ¿Habéis oído hablar de un elfo llamado Sang- Drax?
Los kenkari se miraron y movieron la cabeza.
—No lo conocemos, pero eso no tiene nada de extraño —dijo el Alma—.
Mucha gente viene y va. ¿Por qué lo preguntas?
—Alguien me dijo que, si tenía problemas, podía confiar en él.
—Roguemos que no sea preciso hacerlo —dijo el Alma en tono solemne.
—Que así sea —asintió Hugh.
Los kenkari y él continuaron haciendo planes, discutiendo, repasando las dificultades y los peligros, tratando de analizarlos, de encontrarles solución y de buscar modos de sortearlos. Iridal dejó de prestar atención. Ya sabía qué iba a hacer y cuál sería su papel. No tenía miedo. Estaba impaciente y sólo deseaba que el tiempo transcurriera más deprisa. Hasta entonces no se había permitido demasiadas ilusiones respecto a recuperar a Bane, por miedo a que algo saliera mal. Por miedo a verse decepcionada de nuevo, como había sucedido en el pasado.
Pero ahora estaba muy cerca y no le cabía en la imaginación que algo saliera mal. Se permitió creer que el sueño se hacía realidad por fin. Suspiró por su hijo, por el chiquillo que no había visto en un año, por el pequeño que había perdido y ahora reencontraba.
Con la pluma apretada entre los dedos, cerró los ojos y evocó en su mente la imagen de Bane con un susurro:
—Hijo mío, voy a tu encuentro. Esta noche estaremos juntos tú y yo. Y nadie te volverá a apartar de mí. No volveremos a separarnos nunca.
CAPÍTULO 33
EL IMPERANON, ARISTAGÓN
REINO MEDIO
—Mi madre vendrá a buscarme esta noche —dijo Bane, jugueteando con la pluma que sostenía en la mano—. Todo está dispuesto. Acabo de hablar con ella.
—Excelente noticia, Alteza —respondió Sang-Drax con una inclinación de cabeza—. ¿Puedes darnos más detalles?
—Vendrá por la puerta delantera, disfrazada de elfa. Un hechizo de espejismo.
No es un truco complicado. Yo mismo podría hacerlo si quisiera.
—Estoy seguro de que podrías, Alteza —asintió Sang-Drax—. ¿Y el asesino?
¿La acompañará?
—Sí. Hugh la Mano. Pensaba que estaba muerto —añadió el pequeño. Frunció el entrecejo y se estremeció—. Desde luego, su aspecto era de estar muerto. Pero mi madre ha dicho que no, que sólo estaba muy malherido.
—Las apariencias engañan a veces, Alteza; sobre todo, cuando están implicados los sartán.
Bane no comprendió el comentario, ni le prestó interés. Tenía la cabeza suficientemente ocupada con sus propias preocupaciones, planes y conspiraciones.
— ¿Avisarás al conde Tretar? ¿Le dirás que esté preparado?
—Ahora mismo voy a encargarme de ello, Alteza.
— ¿Se lo comunicarás a los que deben saberlo? —insistió Bane.
—A todos, Alteza —repuso Sang-Drax con una reverencia y una sonrisa.
—Estupendo —dijo el príncipe, haciendo girar a toda prisa la pluma entre los dedos.
— ¿Todavía aquí? —comentó Sang-Drax mientras se asomaba por la reja de la celda.
—Calma, muchacho —ordenó Haplo al perro, el cual había empezado a ladrar con tal ferocidad que estaba a punto de quedarse afónico—. No malgastes los esfuerzos.
El patryn permaneció tendido en la cama con las manos debajo de la cabeza.
—Estoy verdaderamente asombrado —dijo Sang-Drax, apoyado contra la puerta de la celda—. Tal vez te hayamos juzgado mal. Te creíamos temerario, lleno de fuego y de vigor y dispuesto a defender la causa de tu pueblo. ¿Acaso te hemos asustado hasta el punto de dejarte estupefacto?
Haplo se recomendó paciencia mientras apretaba los dedos, entrelazados bajo la nuca. El elfo sólo trataba de provocarlo.
—Yo habría apostado —continuó Sang-Drax— a que, a estas alturas, ya habrías trazado un plan para conseguir la fuga de la enana.
« ¿Para qué? —Pensó Haplo—. ¿Para que Jarre, desgraciadamente, resulte muerta en el intento? ¿Para que el emperador diga que lo lamenta mucho pero que ya no puede hacerle nada? ¿Para que los enanos también digan que lo lamentan mucho, pero que tendrán que destruir la máquina de todos modos?» Sin nacer el menor ademán de incorporarse, el patryn replicó:
—Vete a jugar a tabas rúnicas con Bane, Sang-Drax. Seguro que eres capaz de ganar un par de partidas a un chiquillo.
—La partida de esta noche sí que va a ser interesante —apuntó Sang-Drax sin alzar la voz—. Y creo que tú serás uno de los principales jugadores.
Haplo no se movió, con la vista en el techo. El perro, incorporado junto a su amo, había dejado de ladrar pero mantenía un gruñido grave y constante en la garganta.
—Bane va a tener una visita. Su madre.
Haplo permaneció inmóvil, sin apartar los ojos del techo. Empezaba a conocer muy bien cada detalle de éste.
—Iridal es una mujer muy decidida. No viene a traerle galle—titas a su pequeño y a llorar por él. Al contrario, viene con la intención de llevárselo, de hacerlo desaparecer y ocultarlo lejos de ti, su malvado secuestrador. Y será muy capaz de conseguirlo, no lo dudes. ¿Adonde irás entonces a buscar a tu querido pequeño Bane? ¿Al Reino Superior? ¿Al Inferior? ¿O tal vez aquí, en el Reino Medio? ¿Cuánto durará tu búsqueda? ¿Y qué se dedicará a hacer Bane, mientras tanto? Como bien sabrás, el pequeño tiene sus propios planes y en ellos no tenéis lugar ni tú ni ese «abuelo» suyo.
Haplo alargó la mano y acarició al perro.
—Muy bien. —Sang-Drax se encogió de hombros—. Pensaba que quizá te interesaría saberlo. No, no me des las gracias. Me disgusta verte aburrido, eso es todo. ¿Esperamos tu presencia esta noche?
Haplo replicó con el adecuado exabrupto. Sang-Drax soltó una carcajada:
— ¡Ah, mi querido amigo! ¡Pero si ese sitio lo hemos inventado nosotras! — Sacó de entre las ropas una hoja de pergamino y la deslizó por debajo de la puerta—. Por si no sabes dónde está la habitación del muchacho, he dibujado un plano para ti. ¡Ah, por cierto! El emperador se niega a ceder a las exigencias de Limbeck. Se propone ejecutar a Jarre y enviar a Drevlin un ejército numeroso para acabar con el pueblo de los enanos. Un hombre encantador, el emperador. Nos cae estupendamente.
La serpiente elfo hizo una airosa reverencia y añadió:
—Hasta esta noche, Haplo. Esperamos tener el placer de contar con tu presencia. La fiesta no sería lo mismo sin ti.
Todavía con la sonrisa en los labios, Sang-Drax se retiró de la puerta de la celda.
Haplo no se movió de la cama, con los puños apretados y la vista siempre fija en el techo.
Los Señores de la Noche cubrieron con su capas el mundo de Ariano. En el Imperanon, los soles artificiales mantenían a raya la oscuridad, los hachones iluminaban los pasillos, las lámparas de velas eran bajadas de los techos de las salas de baile y los candelabros ardían en los salones. Los elfos comían, bebían, bailaban y eran todo lo felices que podían con la presencia permanente de las sombras oscuras de sus atentos weesham, siempre con las ominosas cajitas entre las manos. La incógnita de qué hacían ahora los geir con las almas que capturaban era objeto de cuchicheos y conjeturas, aunque no en la mesa. Aquella noche, la alegría era más radiante de lo habitual. Desde que los kenkari habían proclamado el edicto por el que se negaban a aceptar más almas, la mortalidad entre los jóvenes elfos de estirpe real había descendido significativamente.
Las fiestas se prolongaron hasta avanzada la noche pero, finalmente, incluso los jóvenes se retiraron a dormir... o, al menos, a disfrutar de placeres más privados. Se apagaron las antorchas, se alzaron de nuevo hasta el techo las lámparas, a oscuras, y se distribuyeron los candelabros entre los invitados para ayudarlos a encontrar el camino de vuelta, bien a sus casas o a sus habitaciones en palacio.
Había transcurrido una hora desde que el último puñado de elfos había dejado el palacio camino de sus casas codo con codo, tambaleándose y cantando a gritos una tonada obscena, sin prestar la menor atención a los pacientes y sobrios weesham que trotaban tras ellos con aire soñoliento. La verja principal no se cerraba nunca: era extraordinariamente pesada, funcionaba mecánicamente y producía un terrible sonido chirriante que podía escucharse desde la mismísima Paxaua. El emperador, aburrido, había ordenado cerrarla en cierta ocasión, por curiosidad. La experiencia resultó terrible, y el emperador había tardado más de un ciclo en recuperarse plenamente de la pérdida de audición.
Así pues, la verja no estaba cerrada, pero los centinelas que patrullaban la entrada principal estaban alerta, aunque mucho más interesados en los cielos que en la tierra. Todos sabían que la fuerza de invasión humana, cuando llegara, lo haría por el aire. En las torres, los vigías estaban permanentemente pendientes de la presencia de corsarios cuyos dragones pudieran haberse infiltrado entre la flota elfa.
Ataviada con ricas y coloridas ropas elfas —un vestido de talle alto decorado con joyas y cintas, de mangas abombadas hasta las muñecas y falda larga y vaporosa de fina seda, cubierto con una capa de satén azul cobalto—, Iridal salió de las sombras de la muralla del Imperanon y caminó rápidamente hacia el puesto de guardia situado en las inmediaciones de la puerta principal.
Los centinelas que hacían la ronda en lo alto de la muralla le dirigieron una breve mirada sumaria y la borraron de sus pensamientos al instante. Los guardias apostados junto a la verja la observaron pero no hicieron el menor gesto de detenerla, dejando el trabajo al portero.
Éste abrió la puerta en respuesta a su llamada.
— ¿En qué puedo ayudarte, señora?
Iridal casi no lo oyó entre el estruendo de la sangre en los oídos. El corazón le latía aceleradamente. Tanto, que creyó que iba a desmayarse. Y, sin embargo, el corazón no parecía funcionar como era debido; no parecía bombear sangre a sus extremidades. Tenía las manos heladas y los pies tan entumecidos que casi no podía andar.
Pese a ello, la actitud relajada del centinela y su aire desinteresado dieron confianza a Iridal. El hechizo daba resultado. El guarda no veía a una mujer humana vestida con unas ropas elfas que le quedaban demasiado pequeñas, demasiado justas, sino a una doncella elfa de rasgos delicados, ojos almendrados y piel de porcelana.
—Deseo entrar en palacio —susurró en elfo, esperando que el centinela tomara su miedo por el azoramiento propio de una joven discreta.
— ¿Con qué objeto? —inquirió el portero con voz recia.
—Yo... es que... mi tía está muy enferma. Me ha mandado llamar.
Varios centinelas situados en las inmediaciones se miraron con una sonrisa irónica; uno de ellos susurró a los demás un comentario acerca de las sorpresas que acechaban entre las sábanas de «las tías enfermas». Iridal, que escuchó los susurros aunque no entendió las palabras, creyó conveniente erguirse y dirigir al desvergonzado una mirada imperiosa desde los confines de su capucha forrada de satén. Y, al hacerlo, tuvo ocasión de echar una rápida ojeada inquisitiva a la zona de la verja.
No distinguió nada y su corazón, que momentos antes latía demasiado deprisa, pareció detenerse de pronto. Deseó desesperadamente saber dónde estaba Hugh, qué hacía. Tal vez, en aquel mismo instante, estuviera deslizándose tras la verja ante las largas narices de los centinelas elfos. Hubo de aplicar toda su fuerza de voluntad para no volver la cabeza a buscarlo, con la esperanza de captar algún rastro de él a la luz de las antorchas, de oír el más ligero sonido que lo delatara.
Pero Hugh era un maestro en el arte de moverse furtivamente y se había adaptado muy deprisa a la indumentaria camaleónica de la Invisible. Los kenkari habían quedado impresionados.
Detrás de Iridal, los cuchicheos cesaron. La mujer se vio obligada a prestar atención de nuevo al portero.
— ¿Tienes pase, señora?
Lo tenía, extendido por los kenkari. Lo presentó. Todo estaba en orden y el elfo se lo devolvió.
— ¿El nombre de tu tía?
Iridal se lo dio. A ella se lo habían facilitado los kenkari.
El portero desapareció en la garita y anotó el nombre en un libro dispuesto para tal propósito. Iridal se habría preocupado por ello, temiendo que el elfo hiciera más indagaciones sobre ella, pero los kenkari le habían asegurado que todo aquello era una mera formalidad. El portero no daría abasto si tuviera que controlar los antecedentes de los cientos de elfos que entraban y salían en una sola noche, le habían dicho.
—Puedes pasar, señora. Y espero que tu tía mejore —añadió el portero cortésmente.
—Gracias —respondió Iridal y, apresurándose a dejarlo atrás, cruzó bajo la enorme reja y las altísimas murallas.
Las pisadas de los centinelas resonaron en los bastiones por encima de ella.
Iridal se quedó boquiabierta ante la inmensidad del Imperanon, que era más enorme de lo que nunca hubiera imaginado. El edificio principal se alzaba ante ella, borrando de la vista las cumbres de las montañas. Desde él se extendían in- numerables dependencias anexas, alas enteras que envolvían la base de la montaña.
Iridal pensó en el gran número de centinelas que patrullaba el palacio, los imaginó a todos montando guardia ante la puerta de su hijo y, de pronto, su esfuerzo le pareció desesperado. ¿Cómo había podido soñar que tendría éxito?
Lo tendría, se dijo. Era preciso.
Acallando con firmeza sus dudas, continuó andando. Hugh le había avisado que no debía vacilar. Tenía que dar la impresión de saber adonde se dirigía. Sus pasos no vacilaron ni siquiera cuando un soldado elfo que se cruzó con ella le informó, tras una fugaz visión de su rostro a la luz de la antorcha, que terminaba el servicio en apenas una hora, por si quería esperarlo.
Con el plano muy presente en la cabeza, Iridal se desvió a su derecha, dejando a un lado el edificio principal. Su camino la condujo a la parte de las viviendas regias que se alzaba en la falda de la montaña. Pasó bajo unos arcos y dejó atrás un acuartelamiento y varias dependencias más. Doblando un recodo, ascendió por una avenida orlada de árboles y continuó junto a lo que en otro tiempo habían sido unas fuentes de agua (una exhibición ofensiva de la riqueza del emperador), pero que ahora permanecían cerradas «por reparaciones». Iridal empezaba a preocuparse. Nada de aquello figuraba en el plano. Pensó que tal vez no debería haber llegado tan lejos y ya estaba tentada de dar media vuelta y regresar sobre sus pasos cuando, por fin, vio algo que reconoció del plano.
Estaba en las lindes del Jardín Imperial. Sus terrazas, que ascendían la ladera de la montaña, eran admirables aunque no estaban tan exuberantes de vegetación como en el pasado, antes de que se racionara el agua. Con todo, a Iridal le parecieron exquisitas, y se detuvo un momento a relajarse en su contemplación.
Una serie de ocho edificios, destinados a alojar a los huéspedes imperiales, rodeaba el jardín. Cada edificio tenía una puerta central de entrada. Iridal contó seis edificios; Bane estaba en el séptimo. Casi podía asomarse a su ventana. Con el amuleto de la pluma apretado con fuerza en la mano, Iridal se encaminó hacia allí.
Un criado abrió la puerta a su llamada y le pidió el pase.
Iridal, sin traspasar el umbral, buscó el documento entre los pliegues de la ropa. Al sacarlo, le resbaló de los dedos y cayó al suelo.
El criado se agachó a recogerlo.
Iridal notó, o creyó notar, una ligera agitación del borde del vestido, como si alguien se hubiera deslizado junto a ella, colándose por los angostos confines de la puerta abierta. Recuperó el pase — ue el criado no se molestó en examinar— y esperó que el sirviente no hubiera advertido el temblor de su mano. Tras darle las gracias, penetró en el edificio. El criado le ofreció los servicios de un muchacho que la escoltara por los salones y le iluminara el camino, pero ella lo rechazó, afirmando que ya lo conocía. En cambio, aceptó un hachón encendido.
Continuó la marcha por el largo pasillo, segura de que el criado no la perdía de vista desde la puerta, aunque lo cierto era que el elfo había vuelto a su intercambio de los últimos chismes de la corte con el muchacho que lo ayudaba.
Abandonando el corredor principal, la mujer ascendió un tramo de escaleras alfombradas y penetró en otro pasadizo, vacío e iluminado aquí y allá por unas teas instaladas en candelabros en las paredes. La habitación de Bane estaba al fondo del pasillo.
— ¿Hugh? —susurró e hizo una pausa, escrutando las sombras.
—Estoy aquí. Silencio. Sigue anclando.
Iridal suspiró, aliviada. Pero el suspiro se transformó en un jadeo inaudible cuando una silueta se separó de la pared y avanzó hacia ella.
Era un elfo, vestido con el uniforme de un soldado. La mujer se recordó que tenía todo el derecho a estar allí e imaginó que el elfo debía de estar allí por algún recado parecido al que ella había alegado. Con una frialdad de la que nunca se habría creído capaz, se cubrió el rostro con la capucha y se dispuso a dejar atrás al elfo, cuando éste alargó la mano y la detuvo.
Iridal se apartó con muestras de indignación.
— ¡Pero, señor...! ¿Qué...?
— ¿Dama Iridal? —inquirió el desconocido con un susurro.
Perpleja y sobresaltada, Iridal consiguió mantener la compostura. Hugh no andaba lejos, aunque la mujer tembló al pensar qué era capaz de hacer. Y de pronto lo vio. Las manos de Hugh se materializaron en el aire detrás del elfo. Una daga centelleó en el aire.
Iridal no fue capaz de decir nada, ni de hacer uso de sus poderes mágicos.
—Eres tú, en efecto —dijo el elfo con una sonrisa—. Ahora puedo verte a través del espejismo. No temas, me envía tu hijo. —Le mostró una pluma idéntica a la que ella llevaba—. Soy el capitán Sang-Drax...
La hoja de la daga permaneció inmóvil, pero no se retiró. La mano de Hugh se alzó e hizo una señal a la mujer para que averiguara qué quería el elfo.
Sang-Drax... Iridal recordó vagamente el nombre. Sí, era el elfo en el cual les habían dicho que podían confiar si tenían problemas. ¿Los tenían?
—Te he asustado. Lo siento, pero no he encontrado otra manera de detenerte.
He venido para advertirte que estás en peligro. El hombre de la piel azul...
— ¡Haplo! —exclamó Iridal, olvidando toda cautela.
—Sí, Haplo. Él fue quien entregó a tu hijo a los elfos, ¿lo sabías? Lo hizo por sus propios turbios intereses, puedes estar segura. Ahora, ha descubierto tus planes de rescatar a Bane y se propone detenerte. Puede presentarse en cualquier momento. ¡No tenemos un segundo que perder!
Sang-Drax tomó de la mano a Iridal y la urgió a continuar pasillo adelante.
—Deprisa, señora. Tenemos que llegar hasta tu hijo antes de que lo haga Haplo.
— ¡Espera! —se resistió Iridal.
La hoja de la daga seguía brillando a la luz de la tea, detrás del elfo. La mano de Hugh estaba levantada en un gesto que recomendaba cautela.
— ¿Cómo ha podido descubrir? —Iridal tragó saliva—. No lo sabía nadie, salvo mi hijo...
Sang-Drax la miró con expresión muy seria.
—Haplo sospechó que sucedía algo. Tu hijo es valiente, señora, pero hasta los valientes sucumben bajo la tortura...
— ¡Tortura! ¡Un niño! —Iridal estaba anonadada.
—Ese Haplo es un monstruo que no se detiene ante nada. Afortunadamente, pude intervenir. El muchacho estaba más asustado que herido. Pero se alegrará mucho de verte. Ven, yo llevaré la luz.
Sang-Drax tomó la antorcha de sus manos y abrió la marcha. Esta vez, Iridal lo siguió de buena gana.
La mano y la daga habían desaparecido otra vez.
—Es una lástima que no tengamos a nadie para montar guardia mientras preparamos a tu hijo para el viaje —continuó Sang-Drax—. Haplo puede llegar en cualquier momento, pero no me he atrevido a confiar en ninguno de mis hombres...
—No es preciso que te preocupes —respondió Iridal con frialdad—. Me acompaña alguien.
Sang-Drax se mostró atónito e impresionado.
—Alguien tan experto en la magia como tú, según parece. No, no me cuentes nada. Cuanto menos sepa, mejor. Ahí está la habitación. Te llevaré con tu hijo, pero luego tendré que dejaros solos un momento. El muchacho tiene una amiga, una enana llamada Jarre, que está a la espera de ser ejecutada, y tu hijo, un chico valiente como pocos, ha dicho que no escapará sin llevarla consigo. Tú, quédate con Bane; yo iré a buscar a la enana.
Iridal asintió. Llegaron a la puerta de la habitación del fondo del pasillo. Sang- Drax llamó con los nudillos de forma muy peculiar.
—Un amigo —dijo en voz baja ante la puerta—. Sang-Drax.
La puerta se abrió. La estancia estaba a oscuras, una circunstancia que habría extrañado a Iridal si se le hubiera ocurrido pensar en ello. Pero en aquel momento escuchó una exclamación ahogada:
— ¡Madre! ¡Madre, sabía que vendrías a buscarme!
Iridal cayó de rodillas y extendió los brazos. Bane se arrojó a ellos. Unos rizos dorados y una mejilla bañada en lágrimas se apretaron contra las de ella.
—Vuelvo enseguida —prometió Sang-Drax.
Iridal casi no lo oyó y apenas prestó atención mientras la puerta se cerraba suavemente detrás de ella y de su hijo.
En las mazmorras de la Invisible reinaba la noche. Allí no ardía más luz que alguna esporádica lámpara destinada a facilitar el ir y venir de los soldados de servicio. Y la luz estaba demasiado lejos de Haplo, en el extremo opuesto de la larga hilera de celdas. A través de la reja, sólo alcanzaba a verla como un punto de luz parpadeante que, desde aquella distancia, apenas parecía mayor que una vela.
Ningún ruido rompía el silencio, salvo la tos áspera de algún maleante en otra parte de la prisión, o el gemido de alguien cuyas opiniones políticas habían resultado sospechosas. Haplo estaba tan acostumbrado a estos sonidos que ya no los registraba en su cerebro.
Contempló la puerta de la celda.
El perro se plantó a su lado con las orejas erguidas y los ojos brillantes, moviendo el rabo lentamente. El animal notaba que sucedía algo y lanzó un ligero gañido, apremiando a su amo a ponerse en acción.
Haplo alargó la mano, tocó la puerta que apenas alcanzaba a ver en la oscuridad y notó bajo sus dedos el hierro frío y áspero de la herrumbre. Trazó un signo mágico sobre la puerta, pronunció una palabra y observó cómo la runa emitía un resplandor, primero azulado y luego rojo. El hierro se fundió bajo el calor de la magia. Haplo observó el agujero que había creado, visible hasta que el fulgor mágico se apagó. Dos, tres signos mágicos más y el agujero se agrandó hasta permitirle salir libre.
—Libre... —murmuró. Las serpientes lo habían obligado a emprender aquella acción, lo habían manipulado para que se lanzara a ella.
»He perdido el control —se dijo—. Tengo que recuperarlo y eso significa derrotarlas en su propio juego. ¡Lo cual va a ser interesante, dado que no conozco las malditas reglas!
Miró de nuevo el agujero que acababa de hacer.
Era el momento de hacer un movimiento.
—Un movimiento que ellas están esperando que haga —masculló amargamente.
Haplo estaba solo allí abajo, al final del bloque de celdas. No había centinelas, ni siquiera la Invisible con su indumentaria mágica de camuflaje. Haplo los había reconocido desde el primer día y, al principio, se había sentido algo impresionado ante aquella muestra de ingeniosidad por parte de los mensch. Pero la Invisible no rondaba por allí. No tenía necesidad de seguirlo. Todo el mundo sabía cuál era su destino. ¡Maldita fuera, si incluso le habían proporcionado un plano!
—Me sorprende que esos malditos no hayan dejado la llave en la cerradura — gruñó.
El perro lanzó un gañido y tocó la puerta con la pata.
Haplo trazó dos runas más y pronunció las palabras. El hierro terminó de fundirse, y el patryn pasó por el hueco. El perro lo siguió con un trote excitado.
Haplo echó un vistazo a los signos mágicos tatuados en su piel. Estaban apagados, oscuros como la noche que lo envolvía. Sang-Drax no estaba en las inmediaciones y, para Haplo, en aquel palacio no había otro peligro que la serpiente elfo. Dejó atrás la celda con el perro pegado a sus talones y pasó ante el soldado de guardia, que no se dio cuenta de nada.
Poco después, abandonaba las mazmorras de la Invisible.
Hugh la Mano se apostó en su posición, al otro lado del pasillo y frente a la habitación de Bane. El corredor tenía forma de letra T, y la alcoba del muchacho estaba en el punto de cruce de los dos trazos. De pie en el cruce, Hugh dominaba la escalera situada en el extremo del trazo largo, y los tres tramos de pasillo.
Sang-Drax había permitido a Iridal el acceso a la habitación de Bane y se había retirado discretamente, cerrando la puerta. Hugh tuvo la cautela de permanecer inmóvil, confundido con las sombras y la pared que tenía detrás. Era imposible que el capitán elfo lo viera, pero a Hugh lo desconcertó advertir que sus ojos casi lo miraban directamente. También advirtió con extrañeza que aquellos ojos tenían un color rojo intenso que le recordaban los de Ernst Twist. Recordó asimismo que Ciang había dicho algo respecto a que Twist, un humano, había recomendado a aquel tal Sang- rax.
Y Ernst Twist, casualmente, estaba con Ciang cuando él se había presentado en el castillo. Y ahora resultaba que Sang-Drax había trabado amistad con Bane.
¿Coincidencias? Hugh no creía en ellas, igual que no creía en la suerte. Allí había algo raro...
—Voy a buscar a la enana —dijo Sang-Drax y, si no hubiera sido imposible, Hugh podría haber jurado que el elfo se lo decía a él. Sang-Drax señaló el pasillo a la izquierda de Hugh—. Espera aquí. Vigila por si aparece Haplo. Viene hacia aquí.
Tras esto, el elfo dio media vuelta y se alejó a toda prisa por el pasadizo.
Hugh dirigió una mirada al fondo del corredor. Acababa de hacerlo y no había visto a nadie. El pasadizo estaba vacío.
Pero ya no lo estaba. Hugh pestañeó y miró otra vez. Por el pasillo que momentos antes estaba desierto avanzaba ahora un hombre, casi como si las palabras del elfo lo hubieran materializado por arte de magia.
Y el hombre era Haplo.
A Hugh no le costó ningún esfuerzo reconocer al patryn: su aire engañosamente retraído y modesto, su andar tranquilo y confiado, su serena cautela. La última vez que Hugh lo había visto, sin embargo, Haplo llevaba las manos vendadas.
Ahora sabía por qué. Iridal había comentado algo acerca de una piel azul, pero no había dicho nada de que esa piel azul emitiera un leve resplandor en la oscuridad. Alguna clase de magia, supuso Hugh, pero en aquel momento no podía preocuparse de magias. Su principal preocupación era el perro. Se había olvidado del perro.
El animal lo miraba fijamente. Su actitud no era amenazadora, sino que más bien parecía haber encontrado un amigo. Con las orejas erectas y meneando la cola, abrió la boca en una ancha sonrisa.
— ¿Qué te pasa? —Dijo Haplo—. Vuelve aquí.
El perro obedeció, aunque continuó mirando a Hugh con la cabeza ladeada, como si no terminara de entender en qué consistía aquel nuevo juego, pero estuviera dispuesto a participar en él ya que todos allí eran viejos camaradas.
Haplo continuó avanzando por el pasillo. Aunque dirigió una brevísima mirada de soslayo en dirección a Hugh, el patryn parecía andar buscando otra cosa, o a alguien distinto.
La Mano extrajo la daga y avanzó con movimientos rápidos y silenciosos, con habilidad letal.
Haplo hizo un breve gesto con la mano.
— ¡Cógelo, perro!
El perro saltó, con las fauces abiertas y un destello en los dientes. Sus poderosas mandíbulas se cerraron en torno al brazo derecho de Hugh, y el peso del animal al caer sobre él lo derribó al suelo.
Haplo desarmó a Hugh de una patada en la mano y se colocó encima de él.
El perro empezó a lamerle la mano a Hugh, meneando el rabo.
Hugh hizo un intento de incorporarse.
—Yo, de ti, no lo haría, elfo —dijo Haplo con toda calma—. El perro te abriría la garganta de una dentellada.
Pero el feroz animal que supuestamente debía rajarle el cuello con sus dientes estaba olisqueando al humano y dándole golpecitos con sus patas en actitud amistosa.
— ¡Atrás! —ordenó Haplo, obligando al perro a apartarse—. ¡Atrás, he dicho!
—Se volvió hacia Hugh, que llevaba el rostro oculto bajo la máscara de la Invisible, y le dijo—: ¿Sabes, elfo?, si no fuera imposible, diría que te conozco. ¿Quién diablos eres, de todos modos?
El patryn se inclinó hacia adelante, agarró la máscara de Hugh y la arrancó de la cabeza del humano.
Al reconocerlo, Haplo se incorporó y retrocedió tambaleándose, paralizado por la sorpresa.
— ¡Hugh la Mano! —exclamó en un susurro sofocado—. ¡Pero si estabas...
muerto!
— ¡No! ¡Tú lo estás! —gruñó Hugh.
Aprovechando la sorpresa de su enemigo, Hugh lanzó un puntapié, dirigido a la entrepierna de Haplo.
Un fuego azulado chisporroteó en torno a Hugh. Era como si hubiese metido el pie en uno de aquellos lectrozumbadores de la Tumpa-chumpa. La descarga lo envió hacia atrás con una voltereta. Hugh se quedó tendido, aturdido, con un hormigueo en los nervios y un zumbido en la cabeza. Haplo se inclinó sobre él.
— ¿Dónde está Iridal? Bane sabía que venía. ¿Sabía el chico algo sobre ti?
¡Maldita sea, claro que lo sabía! —se respondió a sí mismo—. Ése es el plan. Yo...
Captó una explosión sorda procedente del fondo del pasillo, de detrás de la puerta cerrada de la habitación de Bane.
— ¡Hugh! ¡Auxilio...! —exclamó Iridal. Su grito se cortó en un jadeo sofocado.
Hugh se incorporó a duras penas.
—Es una trampa —le avisó Haplo sin alzar la voz.
— ¡Obra tuya! —replicó Hugh con furia, disponiéndose a luchar aunque hasta el último nervio de su cuerpo le transmitía una punzada ardiente.
— ¿Mía? ¡No! —Haplo miró al hombre con actitud calmosa—. ¡De Bane!
Hugh lanzó una mirada penetrante al patryn.
Haplo la sostuvo resueltamente.
—Sabes que tengo razón. Lo has sospechado desde el principio.
Hugh bajó los ojos, dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta en una carrera descontrolada, tambaleante.
CAPÍTULO 34
EL IMPERANON, ARISTAGÓN
REINO MEDIO
Haplo vio alejarse a Hugh y se propuso seguirlo, pero antes dirigió una cauta mirada a su alrededor. Sang-Drax andaba por allí, en alguna parte; las runas de la piel del patryn reaccionaban a la presencia de la serpiente.
Sin duda, Sang-Drax aguardaba en aquella misma habitación. Lo cual significaba que...
— ¡Haplo! —Chilló una voz—. ¡Haplo, ven con nosotros!
— ¿Jarre? —El patryn se volvió.
Sang-Drax tenía asida a la enana por la mano y corría con ella por el pasadizo hacia la escalera.
A la espalda de Haplo, la madera saltó hecha astillas. Hugh había echado abajo la puerta y el patryn lo oyó irrumpir en la habitación con un rugido. Fue recibido con gritos, órdenes en elfo y un estruendo de acero contra acero.
— ¡Ven conmigo, Haplo! —Jarre alargó la mano libre hacia él—. ¡Nos escapamos!
—No podemos detenernos, querida —avisó Sang-Drax, arrastrando consigo a la enana—. Tenemos que huir antes de que termine la confusión. He prometido a Limbeck que me ocuparía de que volvieras a Drevlin sana y salva.
Pero Sang-Drax no miraba a Jarre. Miraba a Haplo. Y los ojos de la serpiente tenían un intenso fulgor rojo.
Jarre no llegaría viva a la tierra de los enanos.
Sang-Drax y la enana descendieron a toda prisa la escalera; la enana, dando traspiés y produciendo un gran estruendo de tintineos y pisadas firmes con sus recias botas.
— ¡Haplo! —le llegó el grito de Jarre.
Se quedó plantado en mitad del pasillo, soltando juramentos de amarga frustración. De haber podido, se habría dividido en dos, pero tal cosa era inalcanzable incluso para un semidiós. Hizo, pues, lo más parecido que estaba en su mano.
— ¡Perro! —ordenó a éste—. ¡Ve con Bane! ¡Quédate con él!
Apenas esperó a ver que el perro se alejaba a toda velocidad hacia la habitación de Bane, donde reinaba ahora un silencio cargado de malos presagios, y se puso en marcha por el pasillo en persecución de Sang-Drax.
« ¡Una trampa!» El eco de la advertencia de Haplo resonó en la cabeza de Hugh.
«Lo has sospechado desde el principio.» Muy cierto, maldita fuera. Hugh llegó hasta la habitación de Bane y encontró cerrada la puerta. Le dio una patada, y la débil madera de tile saltó hecha astillas, que lo llenaron de arañazos cuando se abrió paso por el hueco. No tenía ningún plan de ataque y no había tiempo para improvisar alguno, pero la experiencia le había enseñado que una acción temeraria e inesperada podía, en ocasiones, derrotar a un enemigo superior, sobre todo si éste ya daba por hecho su triunfo.
Hugh dejó a un lado el disimulo y la discreción y empezó a hacer todo el ruido, a armar todo el revuelo del que fue capaz.
Los guardias elfos que se habían ocultado en la habitación sabían que Iridal tenía un cómplice, pues su llamada de auxilio los había puesto sobre aviso. Una vez reducida la misteriarca, los guardias permanecieron al acecho del hombre y saltaron sobre él cuando irrumpió a través de la puerta. Pero, al cabo de pocos segundos, los elfos empezaron a preguntarse si estaban viéndoselas con un hombre o con una legión de demonios.
La habitación había permanecido a oscuras hasta entonces pero en aquel momento, con la puerta reventada, la luz de la antorcha del pasadizo iluminaba en parte la escena, aunque la luz vacilante no hacía sino contribuir a la confusión.
Hugh no llevaba puesta la máscara, que Haplo le había arrancado, de modo que eran visibles su cabeza y sus manos, mientras el resto de su cuerpo aún seguía camuflado por la magia elfa. A los desconcertados guardias les produjo la impresión de que una cabeza humana incorpórea se abalanzaba sobre ellos al tiempo que unas manos portadoras de muerte surgían de la nada con un destello.
La afilada daga de Hugh alcanzó a uno de los elfos en el rostro y se hundió en el gaznate de otro. De una patada en la entrepierna, Hugh envió a un tercero al suelo, retorciéndose de dolor; su puño, como un ariete, derribó a otro.
Los elfos, cogidos por sorpresa ante la ferocidad del ataque y sin saber a ciencia cierta si estaban combatiendo a un ser vivo o a un espectro, retrocedieron en desorden.
Hugh no les prestó más atención. Bane —con las mejillas pálidas, los ojos muy abiertos y los rizos desgreñados— estaba en cuclillas al lado de su madre, la cual yacía en el suelo, inconsciente. Hugh apartó a un lado muebles y cuerpos.
Estaba a punto de tomar en brazos a la mujer y salir de allí con ella y el pequeño, cuando escuchó una voz fría:
—Esto es ridículo. Es un humano y está solo. Detenedlo.
Avergonzados, reaccionando tras su exhibición de terror, los soldados elfos volvieron al ataque. Tres de ellos se lanzaron por la espalda sobre Hugh, le sujetaron los brazos y se los inmovilizaron contra los costados. Otro guardia le cruzó el rostro con un golpe plano de su espada y dos elfos más lo cogieron por los pies. La lucha terminó.
Los elfos ataron brazos, muñecas y tobillos de Hugh con cuerdas de arco. El hombre quedó tendido de costado, con las rodillas encogidas contra el pecho, aturdido e impotente.
De una herida en un lado de la cabeza descendía un pequeño reguero de sangre, que también goteaba de un corte en los labios. Dos elfos lo vigilaron estrechamente mientras los demás iban en busca de luz y de ayuda para sus compañeros caídos.
Velas y antorchas iluminaron un escenario de destrucción. Hugh no tenía idea de qué clase de hechizos había lanzado Iridal antes de ser reducida, pero las paredes estaban tiznadas como por el impacto de algún objeto ardiente, varios espléndidos tapices humeaban todavía y dos elfos estaban siendo retirados de la estancia con quemaduras graves.
Iridal yacía en el suelo con los ojos cerrados y el cuerpo flácido, pero respiraba. Estaba viva. Hugh no apreció ninguna herida y se preguntó qué le habría sucedido. Después, dirigió la mirada a Bane, que seguía acuclillado junto a la figura inmóvil de su madre. Hugh recordó las palabras de Haplo y, aunque no confiaba en el patryn, tampoco se fiaba de Bane. ¿Los habría traicionado el chiquillo?
Dirigió una mirada penetrante a éste. Bane se la devolvió con rostro impasible, sin revelar nada, ni inocencia ni culpabilidad. No obstante, cuanto más tiempo sostenía la mirada de Hugh, más nervioso parecía ponerse. Sus ojos se apartaron del rostro de Hugh y se fijaron en un punto justo por encima del hombro del humano. De pronto, con los ojos abiertos como platos, Bane emitió un grito ahogado:
— ¡Alfred!
Hugh estuvo a punto de volver la cabeza, pero enseguida se dio cuenta de que el muchacho sólo trataba de engañarlo para desviar su atención de Iridal.
Pero, si Bane estaba haciendo comedia, su interpretación era magistral. El pequeño se encogió, retrocedió un paso y levantó una de sus manitas como para protegerse.
— ¡Alfred! ¿Qué haces aquí? ¡Vete! ¡No te quiero por aquí! No te necesito...
El chiquillo sólo era capaz de balbucir unas palabras casi incoherentes. La voz fría intervino de nuevo:
—Tranquilízate, Alteza. Aquí no hay nadie.
Bane estalló de cólera.
— ¡Alfred está aquí! Justo sobre el hombro de Hugh! ¡Lo veo perfectamente, te lo aseguro...!
De pronto, el muchacho parpadeó y miró a Hugh con los ojos entrecerrados.
Tragó saliva y ensayó una sonrisa, astuta y socarrona.
—Estaba tendiendo una trampa, conde. Trataba de averiguar si este hombre tenía un cómplice, pero tú lo has estropeado. ¡Lo has echado todo a perder!
Bane intentó parecer indignado, pero no apartó la vista de Hugh, y éste siguió percibiendo cierta inquietud en los ojos del muchacho.
Hugh no tenía idea de qué se proponía Bane, ni le importaba. Algún truco, sin duda. La Mano recordó una ocasión en que el muchacho había afirmado ver a un monje kir detrás de su hombro. Se lamió la sangre de la herida del labio y miró a su alrededor tratando de identificar la voz que daba las órdenes.
Descubrió ante él a un elfo alto y bien formado. Ataviado con unas ropas refulgentes, el elfo había salido milagrosamente ileso del torbellino de destrucción que había arrasado gran parte de la estancia. El conde avanzó unos pasos y estudió a Hugh con distante interés, como si inspeccionara una especie de insecto recién descubierta.
—Soy el conde Tretar, señor de los elfos trétaros. Y tú, creo, eres conocido como Hugh la Mano.
—Mí no habla elfo —gruñó Hugh.
— ¿No? —Tretar sonrió—. Pero sabes lucir muy bien nuestras ropas. Vamos, vamos, señor mío... —El conde seguía hablando en elfo—. El juego ha terminado.
Acepta la derrota con elegancia. Yo sé muchas cosas de ti, Hugh: sé que hablas elfo con fluidez, que eres responsable de la muerte de varios de mi raza, que robaste una de nuestras naves dragón... Y tengo una orden de busca y captura contra ti... vivo o muerto.
Hugh miró de nuevo a Bane, que lo contemplaba con la inocencia candida e impertérrita que ponen en práctica los niños como su mejor defensa contra los adultos.
Con una mueca de dolor, Hugh movió el cuerpo con la aparente intención de ponerse más cómodo, aunque lo que pretendía en realidad era probar la firmeza de sus ataduras. Las cuerdas de arco estaban seguras. Si intentaba desatarse, sólo conseguiría que se le hundieran aún más en la carne.
Aquel Tretar no era estúpido. De nada le serviría seguir fingiendo, se dijo.
Quizá si intentaba un trato...
— ¿Qué le ha sucedido a la madre del muchacho? —preguntó—. ¿Qué le habéis hecho?
El conde miró brevemente a Iridal y enarcó una ceja.
—Le hemos inoculado un veneno. ¡Oh!, nada peligroso, te lo aseguro. Es un preparado poco potente, administrado mediante un dardo, que la mantendrá inconsciente e incapacitada durante el tiempo que estimemos necesario. Es el único modo de tratar a esos humanos conocidos como «misteriarcas». Esto, o matarlos directamente, por...
El conde se detuvo a media frase. Su mirada se había vuelto hacia un perro que acababa de entrar en la sala.
El perro de Haplo. Hugh se preguntó dónde se habría metido el patryn y cuál era su papel en todo aquello, pero no encontró respuesta. Y, desde luego, no iba a pedírsela a los elfos por si, por alguna casualidad, éstos no habían contado con Haplo en sus cálculos.
Tretar frunció el entrecejo y se dirigió a sus soldados.
—Ése es el perro del criado de Su Alteza. ¿Qué hace aquí? Lleváoslo.
— ¡No! —Exclamó Bane—. ¡Es mío!
El niño se incorporó de un salto y echó los brazos al cuello del animal. Éste respondió lamiéndole la mejilla y haciéndole fiestas demostrativas de que acababa de recuperar a un amigo al que no veía en mucho tiempo.
—Me prefiere a Haplo —anunció el muchacho—. Me quedo con él.
El conde contempló al niño y su mascota con aire pensativo.
—Está bien, el animal puede quedarse. Ve a averiguar cómo ha escapado el perro —dijo en voz baja a uno de sus subordinados—. Y averigua qué ha sido de su amo.
Bane forzó al perro a tenderse a su lado. El animal se tumbó en el suelo jadeando y miró a su alrededor con ojos brillantes.
El conde volvió de nuevo la atención a Hugh.
—Me has capturado —dijo éste—. Soy tu prisionero. Enciérrame, mátame si quieres. Lo que hagas conmigo no importa, pero deja que la mujer y el muchacho se vayan.
Tretar lo observó, visiblemente divertido.
— ¿De veras me crees tan estúpido, señor mío? ¿Un famoso asesino y una poderosa hechicera caen en nuestras manos y esperas que nos deshagamos de vosotros sin más? ¡Qué desperdicio! ¡Qué estupidez!
— ¿Qué quieres de mí, entonces? —preguntó Hugh con voz ronca.
—Contratarte —respondió Tretar sin alterarse.
—No estoy disponible.
—Todo hombre tiene su precio.
Hugh gruñó y cambió de postura otra vez.
—En este repugnante reino vuestro no hay suficientes barls como para comprarme.
—Dinero, no —replicó Tretar, limpiando cuidadosamente el hollín del asiento de una silla con un pañuelo de seda. La ocupó, cruzó con garbo las piernas, cubiertas con unas medias del mismo material que el pañuelo, y se recostó en el respaldo—. El pago es una vida. La de esa mujer.
—De modo que es eso.
Rodó sobre sí mismo hasta quedar boca arriba y tensó los músculos en un nuevo intento de romper sus ataduras. La sangre, caliente y pegajosa, se deslizó por sus manos.
—Tranquilízate, humano. Con eso sólo consigues hacerte daño. —Tretar exhaló un suspiro afectado—. Reconozco que mis hombres no son combatientes especialmente admirables, pero son expertos en hacer nudos. Es imposible que te sueltes y no somos tan estúpidos como para permitir que mueras intentándolo, si era eso lo que esperabas. Al fin y al cabo, no te pedimos nada que no hayas hecho ya incontables veces. Queremos contratarte para un asesinato. Así de simple.
— ¿Y quién es el objetivo? —inquirió Hugh, creyendo adivinar la respuesta.
—El rey Stephen y la reina Ana.
Sorprendido, Hugh volvió la vista hacia Tretar. El conde asintió, comprensivo.
—Esperabas que dijera el príncipe Reesh'ahn, ¿me equivoco? Cuando supimos que venías, pensamos en ello. Pero el príncipe ha sobrevivido a varios atentados. Se dice que lo protegen unos poderes sobrenaturales y, aunque no creo demasiado en esas tonterías, sí me parece que tú, un humano, tendrías más oportunidades de matar a los gobernantes humanos. Y sus muertes serán tan útiles como la de Reesh'ahn, para nuestros propósitos. Muertos Stephen y Ana, con su hijo en el trono, la alianza con el rebelde se desmoronará.
Hugh miró a Bane con aire torvo.
— ¿De modo que es idea tuya?
—Quiero ser rey —declaró Bane sin dejar de acariciar al perro.
— ¿Y tú confías en este pequeño bastardo? —Dijo Hugh al conde—. ¡Si es capaz de traicionar a su propia madre!
—Es una especie de chiste, ¿verdad? Lo siento, pero nunca he entendido el sentido del humor de los humanos. Su Alteza, el príncipe Bane, sabe muy bien lo que más le interesa.
Hugh dirigió la mirada a Iridal y agradeció que siguiera inconsciente. Casi deseó, por su bien, que estuviera muerta.
—Si accedo a matar a los reyes, la dejarás libre. Ése es el trato.
—De acuerdo.
— ¿Qué seguridad puedo tener de que mantendrás tu palabra?
—Ninguna. Pero tampoco tienes muchas alternativas salvo confiar en nosotros, ¿no te parece? De todos modos, te haré una concesión. El muchacho te acompañará. Está en contacto con su madre y, a través de él, sabrás que la hechicera está viva.
—Y a través de él sabrás si he hecho lo que me pides, ¿no es eso?
—Naturalmente. —Tretar se encogió de hombros—. Y la madre se mantendrá informada del estado de su hijo. Supongo que quedaría desolada si le sucediera algo a su hijo. Sería un sufrimiento tan terrible para ella...
—No debes hacerle daño —ordenó Bane—. Ella va a convencer a todos los misteriarcas para que se pongan de mi parte. Me adora —añadió con una sonrisa picara—. Hará todo lo que yo le diga.
Era cierto, pensó Hugh. Y, aunque le contara la verdad, Iridal no le creería.
De todos modos, continuó pensando, él no tendría ocasión de verlo. Bane se ocuparía de ello. El pequeño diablo no podía dejarlo con vida; sin duda, una vez que hubiera servido a su propósito, sería «capturado» y ejecutado. Pero, ¿cómo encajaba Haplo en todo aquello? ¿Dónde estaba?
—Bien, Hugh, ¿puedo saber tu respuesta? —Tretar tocó al prisionero con la punta de su reluciente zapato.
—No es preciso que te la dé —replicó la Mano—. Me tienes en tu poder y ya la conoces.
—Excelente —asintió Tretar con energía. Se incorporó del asiento e hizo una indicación a varios de sus hombres—. Llevaos a la dama a las mazmorras.
Mantenedla drogada. Salvo eso, ocupaos de que reciba buen trato.
Los elfos pusieron en pie a Iridal. Ella abrió los ojos, miró a su alrededor como si estuviera ebria, vio a su hijo y sonrió. Después, con un parpadeo, ladeó la cabeza y se dejó caer en brazos de sus captores. Tretar le cubrió la cabeza con la capucha para ocultarle las facciones.
—Así, si alguien os ve, pensará que la mujer sólo padece de un exceso de vino. Marchaos.
Los elfos cruzaron la puerta y se alejaron por el pasillo llevando a Iridal medio a rastras. Bane, con el brazo en torno al perro, contempló la escena sin mucho interés. Después, se volvió a Hugh con expectación.
— ¿Cuándo nos vamos?
—Tiene que ser pronto —intervino Tretar—. Reesh'ahn ya está en Siete Campos. Stephen y Ana ya están en camino. Te proporcionaremos todo lo que necesites, Hugh...
—No creo que pueda ir a ninguna parte, así —replicó Hugh desde el suelo.
Tretar lo miró detenidamente y, por fin, hizo un breve y seco gesto de asentimiento.
—Soltadlo. Hugh ya sabe que, incluso si consigue escapar de nosotros y encuentra el camino a las mazmorras, la mujer morirá antes de que llegue hasta ella.
Los elfos cortaron las ataduras del humano y lo ayudaron a ponerse en pie.
—Quiero una espada corta —dijo Hugh mientras se frotaba los brazos, tratando de estimular la circulación en sus venas—. Y quiero recuperar mis dagas.
Y veneno para el acero. Conozco uno que... ¿Tienes algún alquimista? Bien.
Hablaré con él. Y quiero dinero. Mucho, por si tenemos que recurrir al soborno. Y un dragón.
Tretar apretó los labios.
—Esto último será difícil, pero no imposible.
—Necesitaré ropas para el viaje —continuó Hugh—. El muchacho, también.
Ropas humanas. Las que llevaría un buhonero. Y algunas joyas elfas. Nada de valor; sólo algunas piezas baratas y llamativas.
—En esto no habrá problemas. Pero, ¿dónde están tus ropas? —inquirió con una mirada penetrante.
—Las he quemado —respondió Hugh sin alterarse.
Tretar no añadió nada más. El conde ardía en deseos de saber cómo, de dónde y de quién había obtenido Hugh el uniforme mágico de la Invisible, pero daba por descontado que el humano mantendría la boca cerrada al respecto. Y, de todos modos, creía tener una idea bastante aproximada. Por supuesto, a aquellas alturas, sus espías ya habían relacionado a Hugh e Iridal con los dos monjes kir que habían llegado a Paxaua. ¿Y a quién podían recurrir tales monjes, sino a sus hermanos espirituales, los kenkari?
—Voy a llevarme el perro —anunció Bane, excitado, poniéndose en pie de un salto.
—Sólo si le enseñas a volar a lomos de un dragón —replicó Hugh.
Por unos instantes, Bane pareció abatido. Después, dio unos pasos apresurados hasta la cama y ordenó al perro que lo siguiera.
—Fíjate, esto es un dragón —dijo Bane, señalando la cama. Dio unas palmaditas en el colchón y añadió—: Ahora, súbete aquí... Eso es. Y siéntate. No, así no; siéntate. Baja las patas traseras.
El animal, meneando el rabo con la lengua fuera y las orejas en alto, se mostró gustoso de participar en el juego, aunque no parecía saber muy bien qué se requería de él y terminó por ofrecer la pata al muchacho.
— ¡No, no, no! ¡Siéntate! —Bane presionó la parte trasera del animal.
—Un encanto de muchacho —comentó Tretar—. Cualquiera pensaría que se marcha de vacaciones...
Hugh no dijo nada y contempló al perro. El animal era mágico, recordó. Al menos, sospechaba que lo era, después de haberlo visto hacer cosas muy extrañas en varias ocasiones. Y no solía separarse de Haplo; más aún: cuando lo hacía, siempre era por alguna razón concreta. Esta vez, sin embargo, Hugh no conseguía imaginar cuál podía ser ésta. De todos modos, no importaba mucho pues, desde el punto de vista de Hugh, sólo había una salida de todo aquello.
Un elfo entró en la habitación, se acercó a Tretar y le susurró algo. Hugh tenía un oído muy fino.
—Sang-Drax... Todo según el plan. Tiene a la enana... Llegará a Drevlin sana y salva. Explicará la fuga. El orgullo del emperador quedará salvado... La Tumpachumpa, también. El muchacho puede quedarse el perro...
Al principio, Haplo no tuvo dificultades para seguir a Sang-Drax y a la enana.
Jarre, con sus pesadas botas, sus cortas piernas que no alcanzaban a mantener el paso de su supuesto rescatador y sus resoplidos de fatiga ante el ejercicio extenuante al que no estaba acostumbrada, avanzaba con lentitud y haciendo tanto ruido como la mismísima Tumpa— chumpa.
Lo cual hacía aún más inexplicable que Haplo les perdiera la pista.
El patryn los había seguido por el pasillo que arrancaba de la habitación de Bane y escaleras abajo pero, al llegar al pie de éstas, que daba a otro pasadizo —el mismo por el que había entrado—, los dos habían desaparecido de vista sin dejar el menor rastro.
Haplo, con una maldición, echó a correr por el pasillo barriendo con la vista el suelo, las paredes y las puertas cerradas a ambos lados. Ya estaba cerca del final del pasadizo, casi junto a la puerta delantera, cuando cayó en la cuenta de que allí sucedía algo extraño.
Las teas estaban encendidas, cuando antes las había encontrado apagadas. Y en la entrada no había ningún criado bostezando o comentando chismes. De pronto, con súbita perplejidad, advirtió que no había ninguna entrada. Al llegar al fondo del pasillo, donde debía estar la puerta, Haplo descubrió una pared lisa y dos pasadizos más, que se abrían en direcciones opuestas. Estos pasillos eran mucho más largos de lo normal, mucho más de lo que resultaba concebible, tomando en cuenta el tamaño del edificio, y el patryn tuvo la certeza de que si echaba a correr por cualquiera de ellos, descubriría que conducían a otros tantos.
Estaba en un laberinto, una creación mágica de la serpiente elfo, una maquinación frustrante y de pesadilla que haría correr a Haplo de un lado a otro interminablemente, sin conducirlo a otro sitio que a la locura.
Haplo se detuvo y alargó las manos con la esperanza de tocar algo sólido y real que lo ayudara a disipar la magia. Se sentía en peligro pues, aunque le parecía estar en un corredor vacío, en realidad podía encontrarse en mitad de un patio abierto, rodeado por un centenar de elfos armados.
Aquello era peor, mucho peor, que quedarse ciego de repente. Privado de la vista, aún podría haberse fiado de los demás sentidos, haberse apoyado en ellos.
Pero ahora su cerebro estaba obligado a dudar de sus percepciones. El parecido de aquella ilusión con los sueños resultaba enervante. Dio un paso, y el corredor osciló y se cimbreó. El suelo que notaba bajo los pies no era el mismo que veían sus ojos. Las paredes se deslizaban entre sus dedos, pero éstos tocaban algo sólido. Haplo se sentía cada vez más mareado, más desorientado.
Cerró los ojos e intentó concentrarse en los sonidos, pero tampoco podía fiarse de ellos. Los únicos que oía le llegaban a través del perro. Era como si estuviese en la habitación con Hugh y Bane.
Notó en la piel el hormigueo de las runas al activarse. Algo o alguien se acercaba a él. Y allí se quedó plantado, con los ojos cerrados y agitando los puños con impotencia. Captó unas pisadas pero, ¿a quién se acercaban, a él... o al perro?
Haplo reprimió el impulso del pánico que lo urgía a lanzar golpes a ciegas.
Un soplo de brisa le rozó la mejilla, y se volvió.
El pasillo seguía vacío pero, maldita fuera, el patryn sabía que tenía algo o a alguien justo detrás de él. Activó su magia e hizo que los tatuajes mágicos emitieran su resplandor azul, envolviéndolo en un escudo protector.
Funcionaría contra los mensch. Pero no contra...
De pronto, se produjo un estallido de dolor en su cabeza y se notó caer, caer en el sueño. Golpeó el suelo, y la conmoción lo devolvió bruscamente a la conciencia. La sangre le nublaba la vista y le adhería los párpados. Pugnó por mantenerlos abiertos pero acabó por rendirse. La luz deslumbrante que brillaba ante él lo dañaba. Su protección mágica se estaba desbaratando.
Otro estallido de dolor...
CAPÍTULO 35
LA CATEDRAL DEL ALBEDO
REINO MEDIO
—Guardián —dijo el kenkari ayudante del Puerta—, un weesham pide verte.
El weesham del conde Tretar, para ser preciso.
—Dile que no aceptamos...
—Si me perdonas, Guardián, ya se lo he hecho saber, pero es muy terco.
Insiste en hablar contigo personalmente.
El Puerta suspiró, tomó un sorbo de vino, se secó los labios con una servilleta y dejó el almuerzo para ir al encuentro de aquel weesham tan pesado.
Estuvo largo rato de conversación con él y, cuando la conferencia terminó, el Guardián de la Puerta reflexionó un momento, llamó a su ayudante y le informó que estaría en la capilla.
El Guardián de las Almas y la Guardiana del Libro estaban arrodillados ante el altar de la capilla. Viéndolos en plena oración, el Puerta entró en silencio, cerró la puerta tras él y se arrodilló también, con las manos juntas y la cabeza inclinada.
El Alma se volvió.
— ¿Tienes noticias?
—Sí, pero no querría...
—No, no. Haces muy bien en interrumpirnos. Observa.
Puerta levantó la cabeza y contempló el Aviario con un sobresalto. Era como si una tormenta furiosa se hubiera desatado sobre la frondosa vegetación. Los árboles temblaban y se combaban y gemían bajo un viento que era el clamor de miles de almas atrapadas. Las hojas se agitaban, presa de violentas sacudidas, y las ramas crujían y se quebraban.
— ¿Qué es esto? —musitó el Puerta, olvidando en su espanto que no debía hablar hasta que lo hubiera hecho el Guardián de las Almas. Al recordarlo, se encogió y se dispuso a pedir disculpas, pero no le dio tiempo.
—Quizás tú puedes decírnoslo.
Puerta, perplejo, movió la cabeza en gesto de negativa.
—Acaba de estar aquí un weesham, el mismo que nos habló del chiquillo humano, ese Bane. El weesham recibió nuestro aviso y nos ha traído esta noticia:
su pupilo, el conde Tretar, ha capturado a la dama Iridal y a Hugh la Mano. La misteriarca ha sido encerrada en las mazmorras de la Invisible. El weesham no está seguro de qué ha sido de Hugh, pero cree que a él y al muchacho los están conduciendo a alguna parte, lejos de aquí.
El Guardián de las Almas se puso en pie.
—Tenemos que actuar. Y tenemos que hacerlo enseguida.
—Pero, ¿a qué viene el clamor de los muertos? —Insistió el Puerta—. ¿Qué es lo que los perturba?
—No consigo entenderlo. —El Guardián de las Almas tenía un aire perplejo y dolorido—. Tengo la impresión de que tal vez no lo comprendamos nunca, en esta vida. Pero ellas, sí. —Volvió la vista al Aviario, y le cambió la cara; sus facciones expresaban ahora un temor reverencial, una añoranza cargada de melancolía—.
Ellas lo entienden. Y nosotros debemos actuar. Debemos ponernos en marcha.
— ¡Ponernos en marcha! —El Guardián de la Puerta palideció. Jamás, en los incontables años que había dedicado a abrirla a los demás, la habían traspasado sus pies—. En marcha, ¿adonde?
—A unirnos a ellas, tal vez —respondió el Alma con una sonrisa desvaída, como si captara los lamentos silenciosos de los muertos en el interior del Aviario.
En la hora fría y oscura que precede al alba, el Guardián de las Almas cerró la puerta que conducía al Aviario e invocó ante ella un hechizo que la dejó sellada.
Era algo que no había sucedido en toda la historia de la catedral. Ni una sola vez, en todo aquel tiempo, había abandonado su sagrado puesto el Guardián de las Almas.
El Guardián de la Puerta y la Guardiana del Libro intercambiaron una mirada solemne mientras las puertas se cerraban y eran pronunciadas las palabras del hechizo. Abrumados de asombro, los dos kenkari estaban más asustados por aquel brusco cambio en sus vidas que por la vaga sensación de amenaza que percibían, pues interpretaban aquella pequeña alteración como el anuncio de un cambio de proporciones muy superiores que afectaría, para bien o para mal, a todos los pueblos de todas las razas de Ariano.
El Guardián de las Almas abandonó el Aviario y enfiló el corredor. Dos pasos más atrás, como era debido, lo siguieron el Guardián de la Puerta, a la izquierda, y la Guardiana del Libro, a la diestra. Ninguno de los tres dijo nada, aunque el Puerta estuvo a punto de soltar una exclamación cuando pasaron junto al pasillo que conducía a la puerta principal y continuaron adentrándose en la catedral. El Guardián había dado por sentado que deberían abandonar el recinto para encaminarse al Imperanon, pues había supuesto que éste sería su destino. Al parecer, había supuesto mal.
No se atrevió a hacer preguntas, ya que el Alma no decía nada. Lo único que pudo hacer fue intercambiar miradas de muda perplejidad con la Libro mientras acompañaban a su superior escaleras abajo. Llegaron a las cámaras de los weesham, dejaron atrás salas de estudio y almacenes y, finalmente, entraron en la gran biblioteca de los kenkari.
El Alma pronunció una palabra, y las lámparas cobraron vida en paredes y techos, bañando la sala en una suave luz. El Puerta se dijo que tal vez habían acudido en busca de algún volumen de referencia, de algún texto que les proporcionara alguna explicación o instrucción.
En la biblioteca de los kenkari constaba la historia entera de los elfos de Ariano y también, en menor medida, de las otras dos razas. El material sobre los humanos era voluminoso; el que trataba de los enanos, en cambio, era sumamente exiguo, algo comprensible pues los elfos consideraban a los enanos una mera nota a pie de página. Allí, a aquella biblioteca, era donde la Libro llevaba su tarea cuando estaba completa: allí bajaba los enormes volúmenes a medida que los iba llenando de nombres y los colocaba en el orden adecuado en las estanterías, en perpetua expansión, que albergaban el Registro de Almas.
En la biblioteca había también numerosos volúmenes abandonados por los sanan, aunque la colección no era tan extensa como la que podía verse en el Reino Superior.
Los elfos no podían leer la mayoría de las obras de los sartan. Pocas de ellas podían siquiera ser abiertas, pues no había modo de penetrar en los misterios de la magia rúnica empleada por los sartán, a quienes los elfos consideraban dioses.
A pesar de ello, sus libros eran conservados como reliquias sagradas y ningún kenkari entraba en la biblioteca sin dedicar un recuerdo respetuoso y reverente en honor de aquellos seres divinos, desaparecidos hacía tanto tiempo.
El Puerta no se sorprendió, pues, al ver que el Guardián de las Almas se detenía ante la vitrina de cristal que contenía diversos rollos manuscritos y volúmenes encuadernados de los sartán. Tampoco lo hizo la Libro. Ella y el Puerta emularon a su superior y rindieron veneración a los sartán, pero luego observaron con perplejidad cómo el Alma alargaba la mano, posaba sus finos dedos sobre el cristal y pronunciaba unas palabras mágicas. El cristal se hundió al contacto con sus yemas. El Alma traspasó el cristal con la mano y tomó del interior un volumen delgado, de aspecto poco llamativo, que había quedado relegado en el fondo de la vitrina. Estaba cubierto de polvo.
Al retirar el libro, el cristal cubrió rápidamente el hueco, cerrando la vitrina.
El Alma contempló el libro con un aire de añoranza, tristeza y temor.
—Empiezo a creer que hemos cometido un error terrible, pero teníamos miedo. —Levantó la cabeza hacia el techo. Después, volvió a bajarla con un suspiro—. Los humanos y los enanos son distintos de nosotros. Muy distintos.
¿Quién sabe? Tal vez esto nos ayude a todos a comprender...
Guardando el libro en las voluminosas mangas de su túnica multicolor, el Guardián de las Almas condujo a sus desconcertados seguidores por la amplia biblioteca hasta llegar ante una pared desnuda.
Allí se detuvo, y su expresión cambió, se hizo sombría y ceñuda. Se volvió y, por primera vez desde que habían iniciado la expedición, miró a los ojos a sus compañeros.
— ¿Sabéis por qué os he traído aquí?
—No, en absoluto —murmuraron los dos, con absoluta sinceridad, pues ninguno de ellos tenía la menor idea de por qué estaban plantados ante una pared vacía cuando a su alrededor se estaban produciendo grandes y portentosos sucesos.
—Ésta es la razón —dijo entonces el Alma con un tono de severidad en su voz, normalmente dulce. Levantó la mano, la posó en la pared y empujó.
Una parte de la pared se abrió, girando suavemente y sin ruido sobre un eje central, y dejó a la vista unos peldaños toscamente tallados que se perdían en la oscuridad.
La Libro y el Puerta hablaron a la vez.
— ¿Cuánto tiempo lleva esto aquí...?
— ¿Quién ha podido hacer...?
—La Invisible —respondió el Alma, lúgubre—. La escalera conduce a un túnel que lleva directamente a sus mazmorras. Lo sé porque las he seguido.
Los otros dos kenkari miraron a su superior con asombro y desconsuelo, perplejos ante la revelación y temerosos de su significado.
—Respecto a cuánto tiempo lleva aquí, no tengo idea. Apenas hace unos pocos ciclos que lo descubrí. Una noche, no podía dormir y pensé que un rato de estudio me relajaría. Vine aquí a una hora muy avanzada, cuando normalmente no ronda nadie por este lugar. A decir verdad, no llegué a sorprenderlos del todo.
Apenas capté un levísimo movimiento por el rabillo del ojo. Lo habría tomado por un mero efecto óptico causado por el paso de la penumbra a la luz brillante, de no haber ido acompañado por un extraño sonido que atrajo mi atención hacia esta pared. Y entonces vi claramente el contorno de la puerta, que desapareció instantes después.
»Durante tres noches, aceché en la oscuridad esperando que se presentaran otra vez. No lo hicieron. Entonces, la cuarta noche, volvieron. Los vi entrar y salir.
Percibí la cólera de Krenka-Anris ante tal sacrilegio. Envuelto en su cólera, me deslicé tras ellos y los seguí a su guarida. Las mazmorras de la Invisible.
—Pero, ¿por qué? —Inquirió la Libro—. ¿Acaso se han atrevido a espiarnos?
—Sí, creo que sí —respondió el Guardián de las Almas con el rostro muy serio—. Espiarnos y algo peor, quizá. Los dos que vi entrar esa noche se pusieron a revolver entre los libros y parecieron mostrar un especial interés en los volúmenes de los sartán. Trataron de forzar la urna de cristal pero nuestra magia frustró sus intentos. Sin embargo, había algo muy extraño en esos dos agentes. — El Alma bajó la voz y dirigió una mirada a la pared abierta—: Hablaron en un idioma que jamás he oído. No entendí una palabra de lo que decían.
—Quizá la Invisible ha desarrollado un idioma secreto que sólo usan sus miembros —apuntó el Puerta—. Como la jerga que emplean los ladrones entre los humanos...
—Tal vez. —El Alma no parecía muy convencido—. Fuera lo que fuese, resultaba horrible. Sólo de oírlos hablar, me quedé casi paralizado. Las almas de los muertos temblaron y gritaron de espanto.
—Pero, aun así, los seguiste —dijo el Puerta, mirando con admiración a su superior.
—Era mi obligación —se limitó a responder éste—. Krenka—Anris me lo ordenó. Y ahora nos ordena que entremos otra vez. Y que recorramos el camino de esos guardias y empleemos contra ellos sus propios secretos oscuros.
El Alma se detuvo a la entrada del pasadizo secreto. El viento helado y desagradablemente húmedo que fluía del conducto subterráneo hizo vibrar los pliegues sedosos de su túnica multicolor, los extendió, los levantó y alzó consigo el esbelto cuerpo del elfo. Éste menguó de tamaño hasta que no fue mayor que el insecto al que emulaba.
Con un airoso batir de alas, el kenkari cruzó el umbral y penetró volando en el túnel oscuro. Sus dos compañeros también se alzaron del suelo, obraron su magia y entraron tras él. Sus ropas despidieron un fulgor radiante que iluminó su camino, un brillo que se amortiguó, transformándose en un suavísimo terciopelo negro cuando llegaron a su destino.
Sin que nadie advirtiera su presencia, los tres kenkari entraron en las mazmorras de la Invisible.
Unos pájaros gigantescos, unas criaturas espantosas de alas coriáceas, pico afilado como una cuchilla y dientes desgarradores, atacaron a Haplo. El patryn intentó escapar, pero las aves se abatieron sobre él repetidamente, batiendo las alas a su alrededor. Haplo se defendió, pero no podía verlas. Las criaturas le habían sacado los ojos a picotazos.
Trató de escapar de ellas y avanzó a tientas por el terreno áspero y desigual del Laberinto. Las aves descendieron en picado hacia él para desgarrarle la espalda desnuda con sus zarpas. El patryn cayó al suelo, y, al hacerlo, las espantosas criaturas se abatieron sobre él. Haplo volvió las cuencas sanguinolentas de sus ojos hacia la algarabía que producían, hacia los gritos estridentes de regocijo y sus risillas ahogadas de hambre saciada.
Intentó alcanzarlas con los puños y alejarlas a patadas, pero las criaturas se limitaron a revolotear en torno a él, acercándose lo justo como para burlarse de sus esfuerzos y desgastar sus energías. Y, cuando Haplo cayó al suelo, agotado, las aves se posaron sobre su cuerpo, le hundieron las zarpas en la piel, le arrancaron pedazos de carne a picotazos y se cebaron en su cuerpo, alimentándose de su miedo y de su terror.
Las criaturas se proponían matarlo. Pero lo devoraban poco a poco. Le descarnaban los huesos hasta dejarlos limpios y luego pasaban a la porción siguiente de carne aún viva. Y, una vez saciadas, batían las alas y remontaban el vuelo, dejándolo sumido en el dolor y en la oscuridad. Y, cuando el patryn recuperaba las fuerzas, cuando se curaba a sí mismo y trataba de escapar, de nuevo escuchaba el horrible aleteo de las monstruosas criaturas. Y, a cada nuevo ataque de éstas, Haplo perdía un poco más su poder para combatirlas.
Lo perdía... para no recuperarlo más.
Una vez dentro de las mazmorras de la Invisible, los kenkari recuperaron su forma y aspecto normales, con la salvedad de que sus ropas conservaron aquel color negro aterciopelado, más suave que la oscuridad que los rodeaba.
El Guardián de las Almas hizo una pausa y se volvió hacia sus compañeros, preguntándose si percibían lo mismo que él.
A juzgar por sus expresiones, así era.
—Aquí se nota la influencia de algo terriblemente maléfico —apuntó el Alma en voz baja—. En toda mi vida he experimentado nada semejante.
—Y, no obstante —intervino la Libro con timidez—, parece antiguo, como si llevara aquí desde siempre.
—Sí, más antiguo que nosotros —añadió el Puerta—. Más antiguo que nuestro pueblo.
— ¿Cómo vamos a combatirlo? —inquirió la Libro con impotencia.
— ¿Cómo vamos a no hacerlo? —respondió el Alma, y avanzó por el oscuro pasillo del bloque de celdas, en dirección a un charco de luz. Uno de los miembros de la Invisible, encargado de la vigilancia nocturna, acababa de dejar su puesto tras el cambio de guardia. El centinela diurno, con un voluminoso llavero en las manos, se disponía a hacer su primera ronda de la jornada para controlar a los presos y ver cuántos de ellos habían muerto durante la noche.
Una figura emergió de las sombras y se interpuso en su camino.
El Invisible se detuvo al instante y llevó la mano a la espada.
— ¿Qué...? —Murmuró, dando un paso atrás ante el avance del elfo envuelto en ropas negras—. ¿Un kenkari?
El guardia apartó la mano de la empuñadura de la espada y, ya recuperado de la sorpresa inicial, recordó sus deberes.
—Los kenkari no tenéis jurisdicción aquí —murmuró con voz ronca, aunque con el respeto que consideró necesario mostrar ante uno de aquellos poderosos magos—. Accedisteis a no intervenir y debes respetar ese compromiso. En nombre del emperador, te pido que te vayas.
—El compromiso que establecimos con Su Majestad Imperial ha sido roto, y no por nosotros. Nos marcharemos cuando tengamos lo que hemos venido a buscar —respondió el Alma sin alterarse—. Ábrenos paso.
El guardia desenvainó la espada y abrió la boca para pedir refuerzos. El Guardián de las Almas levantó la mano y su gesto paralizó el del Invisible. Éste quedó inmóvil, silenciado.
—Tu cuerpo es una envoltura que abandonarás algún día —dijo el kenkari—.
Ahora le hablo a tu alma, que vivirá eternamente y deberá responder ante los antepasados de lo que ha hecho en esta vida. Si no estás completamente entregada al odio y a la ambición siniestra, ayúdanos en nuestra tarea.
El Invisible empezó a estremecerse violentamente, presa de una lucha interior. Por fin, dejó caer la espada, alargó la mano hacia el llavero y, sin una palabra, se lo entregó al Alma.
— ¿Cuál es la celda de la hechicera humana?
Los ojos del guardia se volvieron hacia un pasadizo a oscuras que parecía en desuso.
—No debéis ir por ahí —dijo con una voz hueca como el eco en una caverna—.
Os encontraríais con ellos. Traen un prisionero.
— ¿Ellos? ¿Quiénes?
—No lo sé, Guardián. Aparecieron entre nosotros no hace mucho. Fingen ser elfos como nosotros, pero no lo son. Todos lo sabemos, pero no nos atrevemos a decir nada. Sean lo que sean, resultan terribles.
— ¿Cuál es la celda?
El Invisible gimoteó entre estremecimientos.
—Yo... no puedo...
—Un miedo poderoso que socava el ánimo —murmuró el Alma—. No importa.
Iremos a su encuentro. Suceda lo que suceda, tu cuerpo no verá ni oirá nada hasta que nos hayamos marchado.
El Guardián de las Almas bajó la mano. El guardia, con un ligero pestañeo como si acabara de despertar de una siesta, se sentó ante el escritorio, cogió el cuaderno de incidencias de la noche y se puso a estudiarlo con profundo interés.
El Alma cogió las llaves con expresión seria y preocupada y se adentró por el oscuro corredor. Sus camaradas avanzaron tras él. Sus pasos vacilaron, sus corazones latieron aceleradamente y un escalofrío de miedo los estremeció, helándolos hasta los huesos.
En el bloque de celdas había reinado hasta entonces un silencio cargado de malos presagios; de pronto, los elfos escucharon unas pisadas y un ruido como de un pesado saco arrastrado por el suelo.
Cuatro figuras surgieron de una pared en el extremo opuesto del corredor, produciendo la impresión de que se materializaban y cobraban forma de la propia oscuridad. Entre las cuatro llevaban una quinta figura, laxa y exánime.
Las cuatro figuras pasaban por soldados elfos a los ojos de todos los demás, pero los kenkari veían más allá de lo que podían hacerlo los ojos mortales. Sin prestar atención a la máscara externa de carne, los tres guardianes de la Catedral del Albedo buscaron las almas. Y no encontraron nada.
Y, aunque no pudieron ver a las serpientes en su verdadera forma, lo que captaron los kenkari fue su absoluta maldad. Una maldad espantosa, indecible, vieja como el inicio de los tiempos y terribles como su final.
Las serpientes elfo percibieron la presencia de los kenkari —una presencia radiante— y desviaron su atención del prisionero. Los falsos elfos miraron con sorna a los hechiceros.
— ¿Qué buscas, viejo senil? —Dijo uno al Guardián de las Almas—. ¿Vienes a ver cómo matamos a este tipo?
— ¿O acaso vienes a capturar su alma? —añadió otro.
—No te molestes —intervino un tercero con una risotada—. Él es como nosotros. Tampoco la tiene.
Los kenkari no pudieron replicar. El terror les había robado la voz. Los tres habían tenido existencias muy largas, más que las de casi cualquier otro elfo, y jamás habían conocido una maldad semejante.
¿O sí? El Guardián de las Almas miró a su alrededor y observó las mazmorras. Con un suspiro, se asomó a su propio corazón. Y en él ya no encontró miedo. Sólo vergüenza.
—Soltad al patryn —dijo—. Soltadlo y, luego, marchaos.
—De modo que sabes quién es... —Las serpientes elfo se mostraron sorprendidas—. Pero tal vez no te das cuenta de lo poderoso de su magia. Sólo nosotras podemos controlarla. Sois tú y tus compañeros quienes debéis marcharos... mientras podáis.
El Alma juntó sus manos y dio un paso adelante.
—Soltadlo —repitió el Guardián sin alterarse—. Y marchaos.
Las cuatro serpientes elfo dejaron a Haplo en el suelo pero no se retiraron.
Abandonando su apariencia de elfo, se fundieron en sombras informes. Sólo quedó visible el resplandor rojizo de sus ojos. La oscuridad avanzó hacia el kenkari, y de ella surgió el siseo de un millar de serpientes:
—Mucho tiempo habéis trabajado para nosotras. Nos habéis servido bien.
Éste es un asunto que no os concierne. La mujer es humana, vuestro enemigo mortal. El patryn se propone someter a todo vuestro pueblo, también a vosotros.
Marchaos, volved a vuestros puestos y vivid en paz.
—Os veo y os escucho por primera vez —respondió el Alma con un temblor en la voz— y grande es mi vergüenza. Sí, os he servido. Lo he hecho por miedo, por malentendidos, por odio. Pero, después de haber visto cómo sois en realidad, después de verme a mí mismo, os repruebo. No volveré a serviros.
El terciopelo negro de sus ropas empezó a brillar tenuemente hasta que recuperó su centelleo multicolor, envolviendo su silueta en un halo luminoso. El kenkari elevó los brazos, y el tejido sedoso flotó en torno a su delgadísimo cuerpo.
El Guardián de las Almas avanzó invocando su magia, la magia de los muertos.
Invocando el nombre de Krenka—Anris y pidiendo su ayuda. La oscuridad se cernió sobre él, terrible y amenazadora. El kenkari no se movió y plantó cara, sin temor. La oscuridad siseó, se retorció en torno a él y se retiró serpenteando.
La Libro y el Puerta contemplaron la escena y lanzaron una exclamación.
— ¡Has hecho que se vayan!
—Porque ya no tenía miedo —explicó el Alma. Dirigió una mirada al patryn inconsciente, aparentemente sin vida, y añadió—: Pero me temo que llegamos demasiado tarde.
CAPÍTULO 36
EL IMPERANON, ARISTAGÓN
REINO MEDIO
Hugh la Mano despertó al alba con la impresión de que alguien lo observaba.
Se incorporó y encontró ante sí al conde Tretar.
—Admirable —dijo éste—. Lo que dicen de ti no es exagerado. Un verdadero profesional, un asesino frío e insensible como no ha habido otro. Imagino que no son muchos los hombres que podrían dormir a pierna suelta la noche antes de intentar matar a un rey.
Hugh, sentado en la cama, se desperezó.
—Más de los que supones. ¿Y qué tal has dormido tú?
—Bastante mal —respondió Tretar con una sonrisa—. Pero confío en que mañana descansaré mejor. He conseguido el dragón. Sang-Drax tiene un amigo humano que resulta muy útil para asuntos así...
—Ese humano... ¿no se llamará Ernst Twist, por casualidad?
—Si, ése es su nombre, en efecto.
Hugh asintió. Aún no tenía idea de qué estaba sucediendo, pero el dato de que Twist estaba involucrado no lo sorprendió.
—El dragón está preparado y espera en las inmediaciones de la muralla del Imperanon. No podía traerlo hasta aquí. El emperador caería en un estado de postración nerviosa que lo incapacitaría durante varios ciclos. Yo mismo os llevaré hasta la bestia, a ti y al muchacho. Su Alteza está impaciente por ponerse en marcha.
Tretar se volvió hacia Bane, que ya estaba vestido y dispuesto. El perro yacía al lado del muchacho.
Hugh estudió al animal y se preguntó qué le sucedía. Hasta aquel momento, había permanecido tumbado con las orejas gachas y un aire profundamente desdichado; ahora, de pronto, Hugh lo vio levantar la cabeza y volver la vista hacia la puerta con expectación, como si esperara una llamada.
Luego, al no captar nada, volvió a tumbarse en el suelo con un suspiro.
Evidentemente, el perro estaba esperando a su amo.
Una espera que podía ser muy larga, pensó Hugh.
—Aquí tienes las ropas que pediste —oyó decir a Tretar—. Se las hemos cogido a uno de los esclavos.
—¿Qué hay de mis armas? —inquirió Hugh. Examinó los calzones de cuero, las botas de suela blanda, la camisa de remiendos y la capa raída. Tras asentir, satisfecho, empezó a vestirse.
Tretar lo contempló con aire desdeñoso y arrugó la nariz al captar el olor del humano.
—Tus armas te esperan con el dragón.
Hugh se esforzó en parecer relajado, despreocupado, y ocultar su decepción.
Había sido una esperanza efímera, un plan medio trazado, urdido antes de rendirse al agotamiento. En realidad, no había esperado que los elfos le entregaran las armas. Si se las hubieran llevado hasta allí...
Pero no lo habían hecho.
Borró la esperanza de su mente y se dijo que debía darse por satisfecho con haber conseguido una salida.
Recogió la pipa de la mesilla contigua al diván donde había dormido. La noche anterior había conseguido que los elfos le llevaran un poco de esterego y había fumado unas chupadas antes de acostarse. Limpió la cazoleta, guardó la pipa en el cinto e indicó que estaba dispuesto para la marcha.
—¿Algo de comer? —le ofreció Tretar, indicando unos pasteles de miel y unas frutas.
Hugh dijo que no con la cabeza.
—Lo que coméis los elfos no es comida. —A decir verdad, tenía tal nudo en el estómago que no se creía capaz de engullir un solo bocado.
—¿Nos vamos por fin? —preguntó Bane, malhumorado. El muchacho empezó a tirar del perro hasta que el animal se incorporó a regañadientes y se quedó plantado ante él con aire lastimero—. ¡Anímate! —le ordenó el príncipe al tiempo que le daba una sonora palmadita festiva en el hocico.
—¿Qué tal tu madre, está mañana? —inquirió Hugh.
—Bien —contestó Bane, mirándolo con una tierna sonrisa. Llevó los dedos a la pluma que le colgaba del cuello y la sostuvo en alto para que Hugh la viera—.
Está durmiendo.
—Eso mismo me dirías, y con idéntica expresión, si Iridal estuviera muerta — murmuró Hugh—. Pero, si le sucede algo, lo sabré. ¡Lo sabré, pequeño bastardo!
A Bane se le heló la sonrisa en los labios. Apartándose los rizos de la frente, musitó en tono socarrón:
—No deberías llamarme eso. Estás insultando a mi madre.
—De eso, nada —replicó Hugh—. Tú no eres hijo suyo. Eres una creación de tu padre.
Dando la espalda a Bane, Hugh tomó la puerta. A una orden del conde, tres guardias elfos armados hasta los dientes rodearon al humano y lo escoltaron pasillo adelante. Bane y Tretar avanzaron detrás, conversando entre ellos.
—Debes encargarte, Alteza, de que sea acusado públicamente de los asesinatos y de que se lo ejecute antes de poder hablar —susurró Tretar al chiquillo—. Los humanos no deben sospechar que los elfos hemos tenido nada que ver con esto.
—No te preocupes por eso, conde —respondió Bane, en cuyas pálidas mejillas habían aparecido dos ardientes círculos de rubor—. Cuando el asesino deje de serme útil, lo haré ejecutar. Y esta vez me ocuparé de que siga muerto. No creo que pueda volver a la vida si hago pedazos su cuerpo, ¿no te parece?
Tretar no tenía idea de a qué se refería Bane, pero supuso que no tenía importancia. Mientras contemplaba al príncipe, que lo miraba con ojos transparentes y una ligera curva en sus labios teñidos de rosa, Tretar casi sintió lástima por los desgraciados que, en breve, serían los súbditos de Bane.
La nave dragón privada del propio conde Tretar transportaría a Hugh y a Bane hasta las montañas donde aguardaba, bien atado, el dragón que la Mano había exigido.
En el puerto imperial estaban preparando apresuradamente otra nave dragón —una de las grandes, que efectuaban el trayecto hasta Drevlin a través del Torbellino— para zarpar lo antes posible.
Los esclavos humanos eran conducidos a las bodegas, trastabillando con sus cadenas. Los tripulantes elfos recorrían la nave comprobando cabos y alzando y bajando las velas. El capitán subió a bordo mientras terminaba de acomodarse los faldones de la casaca del uniforme, que se había enfundado a la carrera. Un hechicero de la nave siguió los pasos del capitán mientras se restregaba los ojos para sacudirse de encima el sueño.
La pequeña nave dragón de Tretar extendió las alas y se dispuso a remontar el vuelo. Hugh observó la bulliciosa actividad a bordo de la embarcación mayor hasta aburrirse; ya se disponía a volver la vista a otro lado cuando captó su atención una figura familiar.
Dos figuras familiares, se corrigió Hugh, perplejo. La más alta era la de Sang- Drax, sin duda. La segunda, que avanzaba junto al elfo, pertenecía ni más ni menos que a una enana.
—Jarre —murmuró Hugh, dando con el nombre después de hacer memoria—.
La novia de Limbeck. ¿Qué demonios estará haciendo, mezclada en todo esto?
Su curiosidad por Jarre pasó fugazmente, pues Hugh no estaba muy interesado en la enana. En cambio, miró fijamente a Sang-Drax deseando tener alguna vez la oportunidad de arreglar cuentas con aquel elfo traicionero. Pero tal cosa no iba a ser posible.
La nave del conde se elevó y surcó los aires en dirección a los picos de las montañas. Tretar no quiso correr riesgos con Hugh. Durante todo el viaje, un soldado elfo permaneció con su espada en el gaznate de la Mano por si éste tenía algún plan desesperado para hacerse con el control de la nave.
Pero los elfos no tenían de qué preocuparse. Cualquier intento de fuga habría resultado inútil y habría puesto en peligro la vida de Iridal. Y todo para nada, comprendió en aquel instante; debería haberse dado cuenta de ello la noche anterior, cuando se había puesto a tramar estúpidos planes desesperados.
Sólo había una única manera de advertir a Stephen del peligro, de entregar a Bane al rey y de mantener al chiquillo con vida para que los elfos no causaran daño a Iridal. Esto último era poco probable, pero Hugh tenía que correr el riesgo.
Iridal hubiera querido que lo corriese.
Y algo aún más importante: aquello abriría los ojos de la misteriarca a la verdad.
Hugh había trazado su plan. Lo tenía decidido y confiaba en que daría resultado. Se relajó, pues, sintiéndose en paz consigo mismo por primera vez en mucho tiempo.
Esperó tranquilamente la llegada del crepúsculo.
Para él, iba a ser una noche interminable.
CAPÍTULO 37
LAS MAZMORRAS DE LA INVISIBLE
REINO MEDIO
Haplo cerró el círculo de su ser, reunió todas las fuerzas que le quedaban y se curó a sí mismo. Sin embargo, aquella vez sería la última. Ya no podía seguir resistiendo, ya no tenía ánimos para ello. Estaba machacado y exhausto. Era inútil luchar; hiciera lo que hiciese, las criaturas aladas terminarían venciéndolo.
Permaneció tendido en el suelo, envuelto en la oscuridad, esperando un nuevo ataque.
Pero éste no llegó.
Y, a continuación, la oscuridad dio paso a la luz.
Haplo abrió los ojos y recordó que no los tenía. Se llevó las manos a las órbitas ensangrentadas, se vio las manos y comprendió que aún tenía los ojos y que conservaba la vista. Se incorporó hasta quedar sentado y se inspeccionó.
Estaba entero e ileso; sólo notaba unas punzadas de dolor en la base del cráneo y una sensación de mareo provocada por sus movimientos, demasiado rápidos.
—¿Te encuentras bien? —le llegó una voz.
Haplo se puso en tensión y pestañeó rápidamente para aclararse la vista.
—No temas. No hemos sido nosotros quienes te han estado torturando. Tus captores se han marchado.
Haplo sólo tuvo que echar una breve ojeada a su antebrazo para saber que la voz decía la verdad. Los signos mágicos estaban apagados. No corría ningún peligro inminente.
El patryn dejó caer de nuevo la cabeza sobre la almohada y cerró los ojos.
Iridal penetró en un mundo terrible, un mundo distorsionado donde cada objeto estaba un poco más allá del alcance de su mano, un mundo donde la gente hablaba un idioma cuyas palabras entendía, pero a las que no encontraba sentido.
La mujer vio transcurrir aquel mundo a su alrededor sin poder influir en él, ni controlarlo. Era una sensación aterradora, como la de existir en una fantasía, soñando despierta.
Y, acto seguido, todo fue oscuridad. Oscuridad y el conocimiento de que estaba encarcelada y de que le habían arrebatado a su hijo. Intentó emplear la magia para liberarse pero la oscuridad ocultaba las palabras del hechizo. Iridal no alcanzaba a verlas y no conseguía recordarlas.
Y, entonces, la oscuridad se transformó en luz. Unas manos fuertes tomaron las suyas y la guiaron hacia la estabilidad, hacia la realidad. Captó nuevas voces y comprendió lo que decían. Alargó la mano, titubeante, hasta tocar a la persona que se inclinaba sobre ella; sus dedos se cerraron en torno a unos huesos finos, frágiles al tacto. Iridal soltó una exclamación de alivio y estuvo a punto de echarse a llorar.
—Vamos, vamos, señora, ya ha pasado todo —dijo el kenkari—. Descansa y tranquilízate. Deja que el antídoto surta efecto.
Iridal hizo lo que le decía la voz, demasiado débil y desorientada todavía para hacer otra cosa, aunque su primero y más importante pensamiento fue el rescate de Bane. Estaba segura de que aquella parte había sido real. Los elfos le habían robado a su hijo pero, con la ayuda de los kenkari, lo recuperaría.
Mientras se esforzaba por disipar las brumas ardientes de su mente, escuchó otras voces en las cercanías. Una de ellas le resultó familiar. Estremecedoramente familiar. Iridal se incorporó para escuchar mejor y apartó con irritación la mano del kenkari cuando éste intentó detenerla.
—¿Quiénes sois? —preguntó la voz.
—Soy un kenkari, el Guardián de las Almas. Y éste es mi ayudante, el Guardián de la Puerta. Aunque me temo que estos títulos no tienen ningún significado para ti.
—¿Qué ha sucedido con las ser... quiero decir, con los..., los elfos que me hicieron prisionero?
—Las criaturas se han ido —respondió el kenkari—. ¿Qué te han hecho?
Pensábamos que habías muerto. ¿Cómo es que aún estás vivito y coleando?
Iridal contuvo una exclamación. ¡Quien hablaba era Haplo, el patryn! El hombre que le había arrebatado a su hijo.
—¡Ayúdame a salir! —pidió la mujer al kenkari—. Tengo que... Él no debe encontrarme...
Probó a ponerse en pie, pero le fallaron las piernas y volvió a caer al suelo. El kenkari la observó, perplejo y nervioso.
—No lo intentes, señora. Aún no te has recuperado lo suficiente...
—Lo que me hicieron a mí no importa —masculló Haplo mientras tanto, con voz áspera—. ¿Qué les habéis hecho vosotros? ¿Cómo habéis luchado contra esas horribles criaturas?
—Les hemos plantado cara —replicó el Alma con semblante muy serio—. Nos hemos enfrentado a ellas sin temor. Nuestras armas son el valor, el honor, la determinación de defender lo justo. Tal vez hemos tardado en descubrirlas —añadió con un suspiro—, pero no nos han fallado cuando las hemos necesitado.
Iridal apartó a un lado al kenkari. Ya se sentía capaz de sostenerse sola; estaba débil, pero no se caería. Los efectos de la droga que le habían administrado los elfos estaban desapareciendo rápidamente, borrados de su sangre por el temor a que Haplo la encontrara... y encontrara a Bane. Avanzó hasta la puerta de la celda y se asomó al exterior. Casi al momento, retrocedió y se refugió en las sombras.
A menos de cuatro pasos de ella, apoyado en una pared, se encontraba Haplo.
Estaba pálido y demacrado, como si hubiera padecido algún tormento espantoso, pero Iridal recordaba su poder mágico y sabía que era mucho más fuerte que el suyo. No podía permitir que la encontrara.
—Gracias por..., por lo que sea —les decía Haplo a los elfos en aquel mismo instante, de mala gana—. ¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?
—Ya es por la mañana —respondió el Puerta.
El patryn masculló un juramento.
—¿No habréis visto, por casualidad, a un elfo con una enana? Un militar elfo, un capitán, acompañado de una enana de Drevlin.
—Sabemos a quién te refieres, pero no hemos visto a ninguno de ambos. El weesham del conde Tretar nos ha informado que los dos han zarpado en una nave dragón con rumbo al Reino Inferior. Se han marchado al alba.
Haplo soltó otra maldición. Murmurando una disculpa, se abrió paso entre los mensch, dispuesto a emprender la persecución de la enana y del capitán elfo. No había dicho una sola palabra sobre Bane; Iridal contuvo el aliento, y le flojearon las piernas de alivio.
En silencio, instó al patryn a marcharse de una vez. «Dejad que se vaya», fue su mudo ruego a los elfos. Pero, para su consternación, uno de éstos posó una mano larga y delgada en el hombro de Haplo. Los demás kenkari cerraron el paso a Haplo.
—¿Cómo piensas ir tras ellos? —dijo el Alma.
—Eso es asunto mío —replicó el patryn, impaciente—. Mirad, quizás a vosotros no os importe, pero van a matar a esa enana a menos que...
—Nos censuras —dijo el Alma, al tiempo que cerraba los ojos y bajaba la cabeza—. Aceptamos tus críticas. Somos conscientes del mal que hemos cometido y sólo pretendemos enmendar nuestros errores, si es posible. Pero tranquilízate.
Tienes tiempo para recuperarte de tus heridas, pues creo que posees facultades mágicas para curarte. De momento, descansa. Tenemos que liberar a la misteriarca.
—¿Misteriarca? —Haplo se disponía a abrirse paso por la fuerza, pero se detuvo—. ¿Qué misteriarca?
Iridal inició una invocación mágica para desmoronar la roca en torno a ellos.
No quería hacer daño a los kenkari, después de lo mucho que habían hecho por ella, pero se disponían a revelarle su presencia a Haplo y no podía permitirlo...
Una mano se cerró en torno a su muñeca.
—No, hechicera —dijo la Libro con voz suave y cansada—. No podemos permitirlo. Espera.
—La dama Iridal —respondió el Alma a la pregunta de Haplo, y volvió la vista hacia ella.
—¿La..., la madre de Bane? ¿Está aquí? —Haplo siguió la mirada del kenkari.
—Libro —añadió el Guardián de las Almas—, ¿está la dama Iridal en condiciones de viajar?
Iridal dirigió una mirada furibunda a la Libro y desasió la mano que le sujetaba la elfa.
—¿Qué es esto, una trampa? Vosotros, kenkari, dijisteis que me ayudaríais a rescatar a mi hijo, ¡Y ahora os encuentro con este hombre, este patryn!
¡Precisamente quien se llevó a Bane! No voy a...
—Sí, claro que lo harás. —Haplo se acercó hasta quedar frente a ella—. Tienes razón, es una trampa, ¡pero tú misma te has metido en ella! Y ha sido ese hijo tuyo quien la ha preparado.
—¡No te creo! —replicó Iridal, cerrando la mano sobre el amuleto de la pluma.
Los kenkari se mantuvieron aparte, intercambiando miradas elocuentes pero sin abrir la boca ni intervenir de ningún modo.
—¡El amuleto! ¡Claro! —exclamó Haplo tétricamente—. Como el que llevaba cuando se comunicaba con Sinistrad. Ahora entiendo cómo se ha enterado Bane de que venías. Tú se lo dijiste. Y le dijiste que venías con Hugh la Mano. Bane tendió la trampa y proyectó la captura. Ahora, él y ese asesino van camino de Siete Campos para dar muerte al rey Stephen y a su reina. Hugh participa en el complot por la fuerza, pues cree que, si se niega a hacerlo, te matarán.
Iridal asió con fuerza el amuleto de la pluma.
—Bane, hijo mío —invocó. Le demostraría a Haplo que sus acusaciones eran falsas—. ¿Me escuchas? ¿Estás bien? ¿Te han hecho daño?
—¿Madre? No, madre, estoy bien. De verdad.
—¿Te tienen prisionero? Yo te rescataré. ¿Cómo puedo dar contigo?
—No soy prisionero de nadie. No te preocupes por mí, madre. Estoy con Hugh la Mano. Vamos a lomos de un dragón. ¡El perro también! Aunque he tenido muchos problemas para conseguir que se encaramara a la bestia. Me parece que no le gustan los dragones. En cambio, a mí me encantan. Algún día tendré uno para mí solo. —Tras una breve pausa, la voz infantil añadió, algo alterada—: ¿A qué viene eso de que me rescatarás madre? ¿Dónde estás?
Haplo la estaba observando. Era imposible que oyera lo que Bane le decía, pues las palabras de su hijo llegaban a la mente de Iridal por arte de magia, a través del amuleto. Pero el patryn intuyó lo que sucedía.
—¡No le digas que irás a buscarlo! —le susurró.
En aquel instante, Iridal comprendió que, si Haplo tenía razón, todo aquello era culpa de ella. Una vez más, era culpa de ella. Cerró los ojos como si con ello pudiera hacer desaparecer a Haplo y a los kenkari con sus expresiones comprensivas. No obstante, aunque se odió a sí misma por hacerlo, siguió el consejo de Haplo.
—Estoy..., estoy en una celda, Bane. Los elfos me han encerrado aquí y me..., me están dando una droga que...
—No te preocupes, madre. —La voz de Bane volvió a sonar animada—. No te harán daño. Nadie te tratará mal. Pronto estaremos de vuelta. Puedo quedarme el perro, ¿verdad, madre?
Iridal retiró la mano del amuleto y alisó la pluma con los dedos. Después, miró a su alrededor y se contempló, en mitad de una mazmorra.
La mano empezó a temblarle. Unas lágrimas le saltaron de los ojos, nublando el brillo de desafío de su mirada. Poco a poco, sus dedos relajaron la presión en torno al amuleto.
—¿Qué quieres que haga? —inquirió con voz grave sin mirar a Haplo.
—Ve tras ellos. Deten a Hugh. Si sabe que estás libre y a salvo, no matará al rey.
—Encontraré a Hugh y también a mi hijo —replicó ella con un temblor en la voz—, pero sólo para demostrarte que estás equivocado. Bane ha sido engañado.
Malas compañías, como la tuya...
—No me importa por qué decides marcharte, señora —interrumpió Haplo, exasperado—. Vete, y no se hable más. Quizás estos elfos puedan ayudarte — añadió, volviendo la vista a los kenkari.
Iridal lo miró con odio. Haciendo caso omiso de él, se volvió a los kenkari y los contempló con igual acritud.
—Vosotros me ayudaréis. ¡Por supuesto que lo haréis! Seguís queriendo el alma de Hugh, ¿verdad? ¡Si lo salvo, os lo devolveré!
—Eso, señora, será decisión suya —replicó el Alma—. Pero, sí, podemos ayudarte, en efecto. Podemos ayudaros a los dos.
Haplo movió la cabeza con un gesto despectivo.
—No necesito la ayuda de ningún... —dejó la frase sin acabar.
—¿... de ningún mensch? —lo ayudó el Alma con una sonrisa—. Necesitarás algún medio para alcanzar la nave dragón que transporta a la enana hacia su muerte. ¿Puede proporcionártelo tu magia?
Haplo lo miró, ceñudo, y preguntó a su vez:
—¿Puede la tuya?
—Creo que sí. Pero antes tenemos que regresar a la catedral. Condúcenos a ella, Puerta.
—Pero... —Haplo titubeó—. ¿Y los guardias?
—No nos molestarán. Tenemos sus almas en nuestro poder, ¿sabes? Ven con nosotros y escucha nuestro plan. Al menos, debes tomarte el tiempo necesario para recuperarte por completo. Así, si decides continuar por tu cuenta, tendrás la fuerza necesaria para hacer frente a tus enemigos.
—¡Está bien, está bien! —exclamó Haplo—. Iré. No pierdas más el tiempo.
El grupo penetró en un túnel oscuro, iluminado solamente por el fulgor tornasolado de las extrañas telas que cubrían a los kenkari. Iridal no prestó gran atención al lugar y se dejó conducir como si no se fijara en nada y nada le importara. No quería creer a Haplo; no podía creerle. Debía de haber otra explicación.
Tenía que haberla.
Haplo continuó vigilando de cerca a Iridal. Ella no le dirigió una sola palabra cuando llegaron a la catedral. Ni siquiera lo miró o hizo ademán de advertir su presencia. Estaba fría y concentrada en sí misma. Cuando los kenkari le hablaban, respondía, pero sólo con monosílabos de cortesía, diciendo lo menos posible.
¿Habría asimilado la verdad? ¿Habría sido Bane lo bastante descuidado como para descubrirse, o mantenía aún el engaño? ¿E Iridal, seguiría engañándose a sí misma? Haplo la observó con atención pero no pudo adivinar las respuestas.
Una cosa era evidente: ella lo odiaba. Lo odiaba por haberle arrebatado a su hijo y por hacerla dudar del muchacho.
Y aún lo odiaría más, se dijo Haplo, si finalmente tenía razón. No podía censurarla por ello. ¿Quién sabía cómo habría salido Bane si lo hubiera dejado con ella? ¿Quién sabía cómo habría sido el pequeño sin la influencia de su «abuelo»?
Pero, entonces, no habrían descubierto nunca el funcionamiento de la Tumpachumpa, ni la existencia del autómata. Era curioso cómo resultaban las cosas.
Y era posible que todo aquello no hubiera tenido trascendencia, de todos modos. Bane sería siempre el hijo de Sinistrad. Y también de Iridal. Sí, ella había tenido algo que ver en la educación del pequeño, aunque sólo fuera absteniéndose de intervenir. Iridal podría haber detenido a su esposo. Podría haber recuperado a su hijo. Pero, ahora, la mujer ya lo sabía. Y quizá, después de todo. Iridal no había podido hacer nada. Quizás estaba demasiado asustada.
Tan asustada como lo estaba él ahora. Asustado de volver al Laberinto, de ayudar él también a su propio hijo...
«Supongo que tú y yo no somos tan distintos, en el fondo —dijo en silencio a Iridal—. Adelante, ódiame, si eso te hace sentir mejor. Volcar tu odio en mí es mucho más fácil que volverlo contra ti misma.» —¿Qué es este lugar? —preguntó en voz alta—. ¿Dónde estamos?
—Ésta es la Catedral del Albedo —respondió el kenkari.
Habían dejado atrás el túnel y habían entrado en lo que parecía una biblioteca. Haplo observó con curiosidad varios volúmenes que mostraban lo que reconoció como runas sartán. Esto lo llevó a pensar en Alfred y recordó otra pregunta que quería hacerle a la dama Iridal. Pero eso tendría que esperar al momento en que estuviera a solas con ella, si tal momento llegaba. Y si ella quería responderle.
—La Catedral del Albedo —repitió Haplo, tratando de recordar dónde había oído aquel nombre con anterioridad. Y, por fin, le vino a la memoria. El abordaje de la nave elfa en Drevlin; el capitán agonizante, un mago que sostenía una caja ante los labios del capitán. La captura de un alma. Ahora cobraba más sentido lo que había dicho el kenkari. O tal vez era el hecho de que el dolor de cabeza empezaba a remitir.
—Ahí es donde vosotros, los elfos, guardáis las almas de vuestros muertos — continuó—. Tenéis la creencia de que este lugar fortalece vuestra magia.
—Sí, así lo creemos.
Después de pasar por las partes inferiores de la catedral, habían llegado a las paredes de cristal que daban al patio bañado por el sol. Todo estaba tranquilo, sereno y silencioso. Otros kenkari deambulaban por el recinto con calzado silencioso y realizaron elegantes reverencias a los tres Guardianes al pasar cerca de ellos.
—Hablando de almas, ¿dónde está la tuya? —inquirió el Guardián de las Almas.
—¿Dónde está mi qué? —Haplo no dio crédito a lo que acababa de escuchar.
—Tu alma. Sabemos que tienes una —añadió el kenkari, tomando por indignación lo que era incredulidad.
—¿Ah, sí? ¡Pues sabéis más que yo! —murmuró Haplo, al tiempo que se frotaba la cabeza dolorida. Nada de aquello tenía sentido. El extraño mensch (y aquéllos eran, sin la menor duda, los más extraños de todos los mensch que había conocido) tenía razón. Definitivamente, iba a tener que dedicar algún tiempo a curarse por completo.
Después, encontraría el modo de robar una nave y...
—Ya estamos. Podéis descansar aquí.
El kenkari los condujo a una sala silenciosa que parecía una pequeña capilla.
Una ventana ofrecía la vista de un invernadero bello y exuberante. Haplo lo contempló sin interés, impaciente por completar la curación y marcharse.
El kenkari señaló unos asientos con un gesto cortés y elegante.
—¿Podemos traeros algo? ¿Comida? ¿Bebida?
—Sí —dijo Haplo—. Una nave dragón.
Iridal se dejó caer en el asiento, cerró los ojos y dijo que no con la cabeza.
—Ahora tenemos que irnos. Nos quedan muchos preparativos por hacer — explicó el Guardián de las Almas—. Volveremos. Si necesitáis algo, llamad con esa campanilla sin badajo.
El patryn se preguntó cómo podría ponerse en contacto con Jarre. Tenía que haber un modo. Robar una nave llevaría demasiado tiempo: cuando llegara hasta ella, la enana ya estaría muerta. Haplo empezó a deambular de un extremo a otro de la pequeña sala. Absorto en sus pensamientos, se olvidó de la presencia de Iridal y se sobresaltó cuando la oyó hablar. Más sorprendido aún se quedó al darse cuenta de que ella estaba respondiendo a sus pensamientos.
—Según recuerdo, tienes unos poderes mágicos considerables —la oyó decir— . Arrebataste a mi hijo del castillo en ruinas mediante la magia. Lo mismo podrías hacer aquí, supongo. ¿Por qué no te limitas a largarte y dejas que tu magia te conduzca a donde quieras?
—Podría hacerlo —replicó Haplo, volviéndose a mirarla—. Si tuviera un lugar concreto en mi mente, un lugar en el que hubiera estado, que conociera previamente... Resulta difícil de explicar, pero entonces podría invocar la posibilidad de estar allí, y no aquí. Puedo viajar a Drevlin porque he estado allí.
Podría llevarte conmigo al Imperanon, otra vez. Pero no puedo proyectarme a una nave dragón desconocida que vuela por algún lugar entre aquí y el Reino Inferior.
Y no puedo llevarte hasta tu hijo, si era eso lo que esperabas.
Iridal lo contempló fríamente.
—Entonces, parece que tendremos que fiarnos de esos elfos. Se te ha vuelto a abrir la herida de la cabeza y está sangrando otra vez. Si es verdad que puedes curarte a ti mismo, patryn, creo que sería conveniente que lo hicieras.
Haplo tuvo que darle la razón. Se estaba agotando sin conseguir nada.
Dejándose caer en una silla, se llevó la mano a la parte lesionada de su cráneo, estableció el círculo de su ser y dejó que el calor de su magia cerrara la fractura del hueso y borrara el recuerdo de las zarpas desgarradoras, de los picos feroces...
Ya se había sumergido en un sueño reparador cuando lo despertó una voz sobresaltada.
Iridal se había puesto en pie y lo miraba con asombro y temor. Haplo, perplejo, no tenía idea de qué había podido hacer para alterarla de aquel modo.
Entonces se miró la piel y vio que el resplandor azulado de sus tatuajes apenas empezaba a difuminarse. Había olvidado que los mensch de aquel mundo no estaban acostumbrados a ver tales cosas.
—¡Eres un dios! —susurró Iridal, con voz respetuosa.
—Así me consideraba, en efecto —replicó Haplo con sequedad mientras se frotaba el cráneo con cuidado. Lo notó entero e intacto bajo las yemas de los dedos—. Pero ya no. En este universo existen fuerzas más poderosas que las mías y de mi pueblo.
—No comprendo... —murmuró Iridal.
—De eso se trata.
Ella lo miró, pensativa.
—Eres diferente de cuando te conocí. Antes tenías confianza, dominio de la situación.
—Creía tenerlo. Desde entonces he descubierto muchas cosas.
—Ahora eres más como nosotros, los... mensch. Creo que fue éste el término que, según Alfred, utilizáis para referiros a nosotros. Pareces... —Iridal titubeó.
— ¿Asustado? —apuntó Haplo con aire sombrío.
—Sí, asustado.
Se abrió una pequeña puerta. Uno de los kenkari entró e inclinó la cabeza.
—Todo está dispuesto. Podéis entrar en el Aviario.
Su mano señaló el invernadero. Haplo, irritado, se disponía a protestar alegando que no era momento para paseos entre las plantas cuando se fijó por un instante en Iridal. La mujer estaba contemplando la frondosa vegetación con una mueca de horror, apartándose de ella y encogiéndose.
—¿Tenemos que entrar ahí? —susurró Iridal.
—No sucederá nada malo —la tranquilizó el kenkari—. Ellas entienden. Y quieren colaborar. Sois bien recibidos.
—¿Quién? —preguntó Haplo al kenkari—. ¿Quién entiende? ¿Quién quiere colaborar?
—Los muertos —respondió el Guardián.
Haplo recordó Pryan, el segundo mundo que había visitado. Aquellas junglas exuberantes de la cúpula de cristal podrían haber sido desarraigadas de él y trasplantadas aquí. Después, observó que el follaje estaba colocado para que produjera la impresión de crecer salvaje. En realidad, estaba atendido con esmero y alimentado amorosamente.
Quedó asombrado ante la inmensidad de la cúpula. A través de la ventana de la capilla, el Aviario no había parecido tener aquellas dimensiones. En su parte más ancha habrían podido flotar, amura contra amura, dos de las naves dragón más grandes. Pero lo que más lo asombró, lo que lo hizo detenerse a pensar en ello, fue la vegetación: aquellos árboles, helechos y plantas no crecían en el árido Reino Medio.
—¡Vaya! —exclamó Iridal, mirando a su alrededor—, estos árboles son como los del Reino Superior. —Al decir esto, alargó la mano para tocar un gran helecho, suave y plumoso—. Pero ya no crece allí nada parecido. Todo murió hace mucho.
—Todo, no. Estos de aquí proceden del Reino Superior —explicó el Guardián de las Almas—. Nuestro pueblo los trajo a este reino cuando abandonaron aquél, hace mucho tiempo. Algunos de estos árboles son muy viejos, tanto que yo me siento joven entre ellos. Y los helechos...
—¡Deja en paz los malditos helechos! Sigamos con lo nuestro, sea lo que sea —intervino Haplo, impaciente. Empezaba a sentirse incómodo. Al entrar, el Aviario le había parecido un refugio de paz y tranquilidad. Ahora, en cambio, percibía cólera, agitación y miedo. Ráfagas de aire cálido le acariciaban el rostro y le agitaban la ropa. Notó un escalofrío y un escozor en la piel, como si lo estuvieran rozando unas suaves alas.
Las almas de los muertos, guardadas allí como pájaros enjaulados.
En fin, había visto cosas más extrañas, se recordó Haplo. Había visto andar a los muertos. Daría una oportunidad a aquellos mensch para que demostraran su utilidad; después, se ocuparía de las cosas personalmente.
Los kenkari alzaron la mirada a los cielos y empezaron a rezar.
—Te invocamos, ¡oh, Krenka—Anris! —exclamó el Guardián de las Almas—.
Sacerdotisa sagrada, primera en descubrir la maravilla de esta magia, escucha nuestra plegaria y danos consejo. Por ello rezamos.
Krenka-Anris, sacerdotisa sagrada.
Tres hijos bienamados mandaste a la batalla;
en torno a sus cuellos, relicarios y cajitas mágicas
trabajadas con tu propia mano.
El dragón Krishach, con su aliento de juego y veneno,
mató a tus tres hijos bienamados.
Sus almas escaparon. Los relicarios se abrieron.
Las tres almas fueron capturadas.
Tres voces silenciosas
[te llamaron.
Krenka-Anris,
sacerdotisa sagrada,
aconséjanos en esta hora de tribulación.
Una fuerza maligna, oscura e impía,
ha entrado en nuestro mundo.
Se ha presentado a instancias nuestras. Nosotros
[la hemos
traído, nosotros la hemos creado, en nombre del odio
[y del miedo.
Ahora cumplimos la penitencia por ello.
Ahora debemos intentar expulsar este mal
y no tenemos suficientes fuerzas.
Concédenos tu ayuda, Krenka-Anris,
sacerdotisa sagrada, te lo imploramos.
La brisa cálida empezó a soplar con más fuerza, con más ferocidad, hasta adquirir las proporciones de un vendaval furioso. Los árboles se combaron y gimieron, como lamentándose; varias ramas se quebraron y las hojas susurraron de agitación. Haplo imaginó que oía voces, miles de voces silenciosas que añadían sus plegarias a las pronunciadas en voz alta por los kenkari. Y las voces se alzaron hasta la cima del Aviario, por encima de los árboles y demás vegetación.
Iridal soltó una exclamación y se agarró al brazo del patryn. Con la cabeza levantada, fijó la vista en el techo de la cúpula.
—¡Mira! —dijo con un jadeo.
Allá arriba empezaron a formarse, a materializarse, unas nubes extrañas, surgidas y tejidas de la algarabía de cuchicheos.
Y las nubes empezaron a adoptar la forma de un dragón. Un buen truquillo de magia. Haplo quedó moderadamente impresionado, aunque se preguntó con cierta irritación cómo creían los mensch que podía ayudar a nadie una nube con forma de dragón. Se disponía a abrir la boca para preguntar, para intervenir, cuando las runas de su piel se encendieron en señal de advertencia.
—El dragón Krishach —dijo el Alma.
—Viene a salvarnos —añadió la Libro.
—Bendita sea Krenka—Anris —terció el Puerta.
—¡Pero no es real! —protestó Haplo, dirigiendo las palabras hacia sus propios instintos, más que a cualquier otra cosa. Los signos mágicos de su piel intensificaron su resplandor azulado, preparándose para defenderlo.
Y entonces vio que era real.
El dragón era una criatura de nubes y de sombras, insustancial pero dotado de una terrible solidez. Su carne era de un blanco pálido, traslúcido, del color de un cadáver con varios días. El esqueleto del dragón era visible a través de la piel flácida, que le colgaba sobre los huesos. Las cuencas de los ojos estaban vacías y oscuras, salvo la llama abrasadora que surgió deslumbrante por unos momentos, se apagó y volvió a brillar, como ascuas a las que un soplo de viento hiciera revivir.
El dragón fantasma los sobrevoló en círculos, flotando sobre el aliento de las almas de los muertos. Luego, de improviso, descendió en picado.
Haplo se agachó instintivamente y juntó las manos para activar la magia rúnica.
El Guardián de las Almas se volvió y lo miró con sus grandes ojos oscuros.
—Krishach no te hará daño. Son tus enemigos quienes deben temerlo.
—¿Sí? ¿Esperas que crea eso?
—Krenka—Anris ha escuchado tu súplica y te ofrece su ayuda en este trance.
El dragón fantasma se posó en el suelo cerca de ellos. No se quedó quieto, sino que permaneció en un movimiento constante, agitado, levantando las alas y meneando la cola. Su cabeza esquelética, envuelta en aquella carne muerta y fría, se volvía constantemente a un lado y otro, abarcando a todos los presentes con sus vacíos y huecos ojos.
—¿Se supone que he de montar... en eso? —murmuró Haplo.
—Podría ser una trampa para provocar mi muerte. —Iridal tenía los labios temblorosos, del color de la ceniza—. ¡Vosotros, los elfos, sois mis enemigos!
El kenkari asintió.
—Sí, hechicera, tienes razón. Pero algún día, en alguna parte, alguien debe tener la confianza suficiente para tender la mano al enemigo, aunque sepa que con ello corre el riesgo de que esa mano le sea arrancada del brazo.
El Alma introdujo la mano en las voluminosas mangas de su túnica y sacó de ellas un libro pequeño, delgado y de aspecto nada llamativo.
—Cuando llegues a Drevlin —continuó entonces, ofreciendo el libro a Haplo—, dale esto a nuestros hermanos, los enanos. Pídeles que nos perdonen si pueden.
Sabemos que no les será fácil. Ni siquiera nosotros podremos perdonarnos fácilmente.
El patryn cogió el libro, lo abrió y lo hojeó con impaciencia. Parecía de factura sartán, pero estaba escrito en las lenguas de los mensch. Haplo fingió estudiar su contenido. En realidad, lo estaba empleando como excusa para urdir su siguiente movimiento. Se proponía...
Sus ojos recorrieron unas líneas y se alzaron enseguida hacia el kenkari.
—¿Sabes qué es esto?
—Sí —reconoció el Guardián—. Creo que es lo que buscaban esos seres maléficos cuando irrumpieron en nuestra biblioteca. Sin embargo, se equivocaron de lugar. Dieron por sentado que estaría entre los volúmenes sartán, protegidos por las runas de éstos. Pero los sartán escribieron ese libro para nosotros, ¿comprendes?
Nos lo dejaron a nosotros.
—¿Cuánto tiempo hace que conocéis su existencia?
—Mucho —respondió el Guardián, compungido—. Mucho tiempo, para vergüenza nuestra.
—Esto podría dar a los enanos, a los humanos... a cualquiera, un poder tremendo sobre vosotros y vuestro pueblo.
—Eso también lo sabemos.
Haplo guardó el libro bajo su grueso cinturón.
—No es ninguna trampa, dama Iridal. Te lo explicaré por el camino, si tú me cuentas también algunas cosas. Por ejemplo, cómo hizo Hugh la Mano para resucitar.
Iridal contempló a los elfos, al espantoso fantasma y, por último, al patryn que le había arrebatado a su hijo. Las defensas mágicas de Haplo habían empezado a perder intensidad mientras su mente reprimía el miedo y la repugnancia. El resplandor azulado de las runas tatuadas en su piel se amortiguó hasta apagarse.
Recobrada su serena sonrisa, tendió la mano a Iridal.
Lenta, dubitativamente, ella la aceptó.
CAPÍTULO 38
EN CIELO ABIERTO REINO MEDIO
Siete Campos, situado en el continente flotante de Ulyndia, era tema de leyendas y canciones; sobre todo de estas últimas, pues había sido una canción lo que había decidido en favor de los humanos la famosa batalla librada en aquel lugar. Hacía once años, según el cómputo humano, que el príncipe elfo, Reesh'ahn, y sus seguidores habían escuchado la tonada que cambiaría sus vidas evocando una era en que los elfos paxarias habían construido un gran reino basado en la paz.
Agah'ran, rey en la época de la batalla y autoproclamado emperador más adelante, había declarado traidor a su hijo, Reesh'ahn, lo envió al exilio e intentó matarlo en varias ocasiones. Pero los atentados habían fracasado, y Reesh'ahn se había hecho más poderoso con el paso de los años. Cada vez habían sido más los elfos que se habían reunido bajo el estandarte del príncipe, conmovidos por la canción o por su propio sentimiento de indignación ante las atrocidades cometidas en nombre del imperio de Tribus.
La rebelión de los enanos de Drevlin había sido para los rebeldes «un regalo de los antepasados», como dicen los elfos. En la fortaleza recién construida por el príncipe Reesh'ahn en Kirikai se habían entonado cánticos de gratitud. El emperador se había visto obligado a dividir sus fuerzas y librar una guerra en dos frentes. Los rebeldes habían redoblado de inmediato sus ataques, y ahora sus territorios se extendían mucho más allá de los límites de las Remotas Kirikai.
El rey Stephen y la reina Ana se alegraban de ver a los elfos de Tribus mantenidos a raya, pero los inquietaba un poco que los rebeldes empezaran a aproximarse a tierras humanas. Un elfo era un elfo, como rezaba el dicho, y nadie podía estar seguro de que, un mal día, aquellos rebeldes de voz melodiosa no empezarían a cantar una tonada muy diferente.
El rey Stephen había abierto negociaciones con el príncipe Reesh'ahn y, de momento, se sentía sumamente satisfecho con lo que había oído. Reesh'ahn no sólo prometía respetar la soberanía humana sobre las tierras que ya poseían, sino que ofrecía abrir otros continentes del Reino Medio a la colonización humana. El príncipe elfo prometía poner fin a la práctica de utilizar esclavos humanos para mover las naves dragón. En adelante, los humanos que sirvieran en las naves que cubrían la vital ruta del agua entre el Reino Medio y Drevlin serían contratados por un sueldo y, como miembros de la tripulación, recibirían su parte correspondiente del agua y podrían venderla libremente en los mercados de Volkaran y Ulyndia.
Stephen, a su vez, accedió a poner fin a los ataques piratas sobre las embarcaciones elfas y prometió enviar ejércitos, magos y dragones para combatir junto a los elfos rebeldes. Juntos, lograrían derribar el imperio de Tribus.
Las negociaciones habían alcanzado aquel punto cuando se decidió que deberían encontrarse cara a cara los caudillos de ambas partes, para pulir detalles y elaborar los acuerdos finales. Si había que asestar un golpe concertado contra el ejército imperial, era el mejor momento para hacerlo. Últimamente, se habían descubierto algunas grietas en la fortaleza aparentemente inexpugnable que constituía el imperio de Tribus. Tales grietas, según los rumores, se hacían cada vez más extensas y amplias. La defección de los kenkari era el ariete que permitiría a Reesh'ahn derribar las puertas y penetrar en el Imperanon.
La ayuda de los humanos era fundamental para los planes del príncipe. Las dos razas sólo podían tener la esperanza de derrotar al ejército imperial si unían sus fuerzas. Reesh'ahn era consciente de ello, y también los monarcas humanos.
Por eso, todos ellos estaban dispuestos a aceptar un pacto. Por desgracia, entre los humanos había facciones poderosas que desconfiaban profundamente de los elfos y cuyos barones ponían objeciones a la propuesta de alianza de Stephen, invocando públicamente pasados agravios y recordando al pueblo sus terribles padecimientos bajo el dominio de los elfos.
Los elfos, decían los barones, eran astutos e insidiosos. Todo aquello era un truco. El rey Stephen no los estaba vendiendo a los elfos. ¡Los estaba entregando a cambio de nada!
Bane le estaba explicando la situación política, tal como la había oído contar al conde Tretar, a un Hugh silencioso, sombrío y desinteresado.
—La reunión entre Reesh'ahn y mi padre, el rey, es sumamente delicada.
Crítica, yo diría —expuso el muchacho—. Si algo, el menor detalle, saliera mal, toda la alianza se desmoronaría.
—El rey no es tu padre —replicó Hugh. Eran las primeras palabras que pronunciaba casi desde el inicio del viaje.
—Ya lo sé —dijo Bane con su dulce sonrisa—. Pero debo acostumbrarme a llamarle así para no cometer un desliz. El conde Tretar me ha prevenido. Y tengo que llorar en el funeral. No mucho, para que la gente no dude de mi presencia de ánimo, pero seguro que se espera de mí que derrame alguna lagrimilla, ¿no te parece?
Hugh no contestó. El muchacho iba sentado delante de él, sujeto a la perilla de la silla de montar y disfrutando de la emoción del viaje en dragón desde las tierras elfas de Aristagón al territorio de Ulyndia, ocupado por los humanos. Hugh no pudo evitar el recuerdo que la última vez que había hecho aquel trayecto, Iridal, la madre de Bane, iba sentada —acurrucada entre sus brazos— en el lugar que esta vez ocupaba su hijo. Sólo la imagen de la mujer y los pensamientos que le inspiraba refrenaban los impulsos de la Mano, tentado a agarrar a Bane y arrojarlo al vacío.
El muchacho debía de percibirlo, pues, de vez en cuando, se volvía en redondo y hacía oscilar el amuleto de la pluma ante el rostro del asesino.
—Mamá te manda su cariño —le decía con voz socarrona.
El único inconveniente del plan de Hugh era que los elfos podían descargar su rabia contra él en su prisionera, en Iridal. Aunque, ahora que los kenkari sabían que estaba viva (al menos, Hugh esperaba que lo supieran) tal vez pudieran salvarla.
Esto tenía que agradecérselo al perro.
En el mismo instante en que sus ojos y su olfato habían detectado la presencia del dragón, el perro había dirigido una mirada a la bestia y, con un aullido frenético y el rabo entre las patas, había huido a la carrera.
El conde Tretar había sugerido que dejaran allí al animal, pero Bane había iniciado un berrinche de pataletas y sofocos, chillando que no iría a ninguna parte sin él. Finalmente, Tretar había enviado a sus hombres en persecución del aterrorizado can.
La Mano había aprovechado la distracción para susurrar unas palabras al omnipresente weesham de Tretar. Si el weesham era más leal a los kenkari que al conde, llegaría a oídos de los guardianes de la catedral que Iridal había sido capturada.
El weesham no había dicho nada, pero había dirigido a Hugh una mirada de inteligencia que parecía una promesa de que llevaría el mensaje a sus maestros.
Los elfos habían tardado algún tiempo en capturar al perro. Sujetándolo por el hocico, se habían visto forzados a envolverle la cabeza con una capa para poder subirlo a pulso a lomos del dragón y atarlo firmemente detrás de la silla, entre los fardos y paquetes.
El animal se pasó la primera mitad del vuelo lanzando quejumbrosos aullidos; después, agotado, se había quedado dormido, y Hugh daba gracias por ello.
— ¿Qué es eso de ahí abajo? —preguntó Bane con voz excitada, mientras señalaba una masa de tierra que flotaba entre las nubes debajo de ellos.
—Ulyndia —respondió Hugh.
— ¿Estamos llegando?
—Sí, Alteza —le ofreció el tratamiento con un tonillo irónico—, ya casi hemos llegado.
—Hugh —dijo el muchacho tras unos instantes de profunda reflexión, a juzgar por su expresión—, cuando hayas hecho ese trabajo para mí, cuando sea rey, quiero contratarte para otro asunto.
—Me siento abrumado, Alteza —respondió Hugh en el mismo tono—. ¿A quién más quieres que asesine? ¿Qué te parece el emperador elfo? Así gobernarías todo el mundo.
Bane hizo caso omiso del sarcasmo.
—Quiero contratarte para que mates a Haplo.
—Probablemente, ya está muerto —dijo Hugh con un gruñido—. Los elfos habrán acabado con él.
—No, lo dudo. Los elfos no podrían hacerlo. Haplo es demasiado listo para ellos. En cambio, me parece que tú sí podrías. Sobre todo si te cuento todos sus poderes secretos. ¿Lo harás, Hugh? Te pagaré bien. —Bane se volvió y lo miró a los ojos—. ¿Matarás a Haplo?
Una mano helada atenazó las entrañas de Hugh. Lo habían contratado hombres de toda condición para que asesinara a otros hombres de toda calaña, por toda suerte de razones. Pero jamás había visto en los ojos de ninguno de ellos tanta malevolencia, tanto odio y tantos celos como los que percibía en aquel momento en los hermosos ojos azules del chiquillo.
Por unos instantes, fue incapaz de responder.
—Sólo hay una cosa que te pido que hagas —continuó Bane, dirigiendo la mirada al perro que dormitaba detrás de ellos—. Cuando esté agonizando, debes decirle a Haplo que es Xar quien ha ordenado su muerte. ¿Recordarás el nombre?
Xar es quien ordena la muerte de Haplo.
—Claro —dijo Hugh, encogiéndose de hombros—. Lo que el cliente diga.
—Entonces, ¿aceptas el trabajo? —dijo Bane, radiante.
—Sí, lo acepto —asintió Hugh. Habría asentido a cualquier cosa con tal de hacer callar al muchacho.
Hugh guió al dragón en una espiral descendente, volando despacio y con parsimonia, dejándose ver por los vigías avanzados que sin duda estarían apostados allá abajo.
—Se acercan más dragones —anunció Bane, escrutando el cielo entre las nubes.
Hugh no dijo nada.
Bane continuó mirando un rato más; luego, se volvió y miró a Hugh con una expresión de desconfianza.
—Vienen hacia aquí. ¿Quiénes son?
—Escoltas. La guardia de Su Majestad. Nos detendrán y nos interrogarán.
Recuerdas lo que tienes que hacer, ¿verdad? Cúbrete con la capucha. Algún soldado podría reconocerte.
— ¡Ah, sí! Ya lo sé —asintió Bane.
Hugh se dijo que, por lo menos, no tenía que preocuparse de que el muchacho los delatara. El disimulo y el engaño eran sus derechos de primogenitura.
Muy abajo, Hugh distinguió el contorno de Ulyndia y las llanuras conocidas como los Siete Campos. La inmensa extensión de cordita, normalmente vacía y solitaria, bullía de movimiento de hombres y animales. Rectas hileras de pequeñas tiendas atravesaban los campos: el ejército elfo, a un lado; el ejército humano, al otro.
En el centro se levantaban dos grandes tiendas de brillantes colores. Una enarbolaba la enseña elfa del príncipe Reesh'ahn, con su emblema de un cuervo, un lirio y una alondra alzando el vuelo, en honor de la humana, Cornejalondra, que había forjado el milagro de la canción entre los elfos. La otra tienda lucía el estandarte del rey Stephen, el Ojo Alado. Hugh se fijó en esta última, tomó nota de la distribución de tropas en torno a ella y estudió la mejor vía de entrada posible.
Respecto a la vía de escape, no debía preocuparse.
Frente a la costa flotaban, ancladas, las naves dragón de los elfos. Los dragones de los humanos estaban agrupados a cierta distancia tierra adentro, a contraviento de las naves elfas, que utilizaban el pellejo y las escamas de dragones muertos en su construcción. Si un dragón vivo hubiera captado el olor que producían, se habría enfurecido hasta el extremo de romper el hechizo que lo sometía y habría podido crear una barahúnda terrible.
La guardia real, la escolta personal de Stephen, tenía un destacamento de vigilancia aérea. Dos de los gigantescos dragones de guerra, cada uno con su contingente de tropas montado en el lomo, mantenían la vigilancia sobre el suelo.
Los dragones de menor tamaño, mucho más ágiles y rápidos, recorrían los cielos ocupados por dos hombres. Eran dos de estas bestias las que habían descubierto a Hugh y se lanzaban hacia él.
Hugh controló el descenso de su dragón y le ordenó planear en el aire, sin apenas batir las alas, desplazándose con las corrientes térmicas que se alzaban desde la tierra a sus pies. El perro despertó, alzó la cabeza y reanudó sus aullidos.
Aunque la actitud de Hugh al refrenar su montura era una señal que denotaba intenciones pacíficas, la guardia aérea no corrió ningún riesgo. Los dos soldados del primero de los dragones empuñaban sus arcos, con la saeta en la cuerda, apuntando a Hugh y al dragón, respectivamente. El soldado que conducía el segundo dragón sólo se acercó cuando estuvo seguro de que sus compañeros tenían bien cubierto a Hugh. Pero éste observó una sonrisa en el adusto rostro del soldado cuando vio —y oyó—al perro.
Hugh se agachó y se llevó la mano a la frente en una muestra de humilde respeto.
— ¿Qué te trae aquí? —Preguntó el soldado—. ¿Qué quieres?
—Soy un simple buhonero, señoría. —Hugh tuvo que gritar para hacerse oír por encima de los aullidos del perro y del aleteo del dragón. Señaló los fardos que llevaba tras él y continuó—: Mi hijo y yo hemos venido a ofrecer muchas cosas maravillosas de gran valor a los muy ilustres y valientes soldados de su señoría.
—Lo que quieres decir es que has venido a desplumarlos de su paga con tus burdas mercancías de mala calidad, ¿no es eso?
Hugh protestó, indignado.
—No, mi general, señor, te lo aseguro. Mi mercadería es de lo mejor: variados utensilios de cocina, pequeñas alhajas para hacer brillar los bellos ojos de las que lloran tu partida...
—Vete a otra parte con tu hijo, tus cachivaches, tu perro y tu labia, buhonero.
Esto no es ningún mercado. Y no soy ningún general —añadió el soldado.
—Ya sé que no es un mercado —replicó Hugh, sumiso—. Y si no eres general es sólo porque quienes mandan no te valoran como te mereces. Pero veo las tiendas de muchos de mis cama— adas instaladas ya ahí abajo. Seguro que el rey Stephen no le negará a un hombre honrado como yo, con un hijo pequeño que mantener y doce más como él en casa, por no contar a dos hijas, la oportunidad de ganarse la vida decentemente.
El soldado tomó con escepticismo la historia familiar del buhonero, pero comprendió que había perdido la discusión. En realidad, sabía que la había perdido antes de empezar. La noticia del encuentro pacífico de los dos ejércitos en las llanuras de Siete Campos era como el aroma dulzón de la fruta de bua al pudrirse: atraía a toda clase de moscas. Prostitutas, jugadores, buhoneros, artesanos de armas, aguadores; todos acudían a chupar su parte. Y el rey sólo podía hacer dos cosas: tratar de expulsarlos, lo cual significaría derramamiento de sangre y resentimiento entre el pueblo, o tolerar su presencia y mantenerlos vigilados.
—Está bien —dijo el soldado con un gesto de la mano—. Puedes posarte en tierra. Preséntate en la tienda del supervisor con una muestra de tus productos y veinte barls para la licencia de ventas.
— ¡Veinte barls! ¡Qué barbaridad! —refunfuñó Hugh.
— ¿Qué dices, buhonero?
—Digo que te estoy sumamente agradecido por tu gran amabilidad, mi general. Mi hijo te presenta sus respetos. Preséntale tus respetos al ilustre general, hijo...
Bane, convenientemente sonrojado, inclinó la cabeza y se llevó las manitas al rostro como debía hacerlo un chiquillo campesino en presencia de la nobleza. El soldado quedó encantado. Tras hacer una señal a los arqueros, se alejó en su dragón al encuentro de otro viajero más, con aspecto de calderero, que se aproximaba.
Hugh ordenó al dragón abandonar el planeo, y reiniciaron el descenso.
— ¡Lo hemos logrado! —exclamó Bane con satisfacción, despojándose de la capucha.
—En ningún momento he dudado de ello —murmuró Hugh—. Y cúbrete la cabeza otra vez. A partir de ahora, llevarás la capucha mientras yo no indique que te la quites. Sólo faltaría que alguien te reconociera antes de que estemos preparados para actuar.
Bane lo miró con un destello de odio en sus azules ojos, fríos y rebeldes. Pero el chiquillo era inteligente y sabía que el comentario de Hugh era sensato. Con aire hosco, volvió a ocultar la cabeza y el rostro bajo la capucha de la capa andrajosa.
Vuelto de espaldas, permaneció sentado con la barbilla apoyada en las manos, tenso y rígido, contemplando el panorama que se extendía allá abajo.
«Seguramente estás pensando en todos los modos imaginables de torturarme —pensó Hugh mientras lo observaba—. Pues bien, Alteza, el último placer que tendré en esta vida será frustrar tus expectativas.» También tenía asegurada otra satisfacción. El perro se había quedado afónico de tanto aullar y ahora sólo alcanzaba a emitir unos patéticos graznidos.
En el cielo abierto del Reino Medio, volando por otra ruta distinta muy por debajo de Ulyndia, el dragón fantasma avanzaba hacia su destino a toda velocidad, casi demasiado deprisa para que sus pasajeros se sintieran cómodos. Pero ninguno de los dos pasajeros estaba preocupado por la comodidad; sólo les interesaba la rapidez y, por tanto, Haplo e Iridal inclinaron la cabeza contra el viento ululante que soplaba a su alrededor, se agarraron con fuerza al dragón y el uno al otro, y trataron de distinguir algo entre el lagrimeo que les empañaba los ojos.
Krishach no necesitaba ser guiado, o quizá conocía el rumbo que debía tomar porque lo leía en la mente de los pasajeros. Éstos montaban sin silla, sin riendas.
Una vez que los dos se habían encaramado a su lomo, a regañadientes y con grandes precauciones, el dragón fantasma había alzado el vuelo con un salto y había atravesado las paredes de cristal del Aviario. Las cristaleras no habían saltado en pedazos, sino que se habían fundido en una brillante cortina de agua, permitiéndoles el paso con absoluta facilidad. Al dirigir la vista atrás, Haplo había comprobado que el cristal volvía a solidificarse tras ellos, como tocado por un soplo helado.
Krishach sobrevoló el Imperanon. Los soldados elfos los contemplaron con asombro y terror, pero, antes de que pudieran tensar los arcos, el dragón fantasma se alejó, ganando altura.
Haplo e Iridal, acercando la cabeza para oírse, discutieron su destino. Iridal quería volar inmediatamente a Siete Campos.
Haplo quería volar hasta la nave dragón.
—La vida de la enana es la que corre un peligro más inmediato. Hugh proyecta matar al rey esta noche. Tendrás tiempo de dejarme en la nave de Sang- Drax y volar a Siete Campos. Además, no quiero montar a solas esta bestia diabólica.
—Si sigue así, no creo que ninguno de los dos consiga mantenerse sobre él — respondió Iridal con un escalofrío. Tuvo que poner en juego toda su energía y toda su resolución para mantenerse agarrada a los pliegues de carne muerta, helada, y para soportar aquel frío espantoso, tan terriblemente distinto del calor de los dragones vivos—. Además, cuando dejemos de necesitarlo, Krishach estará más que impaciente por volver a su descanso.
Iridal guardó silencio un momento; luego, miró a Haplo con un aire más triste y conciliador.
—Si encuentro a Bane y lo llevo conmigo al Reino Superior, ¿vendrás a buscarlo allí?
—No —respondió Haplo en el mismo tono—. Ya no lo necesito.
— ¿Por qué no?
—Ahora tengo ese libro que me han dado los kenkari.
— ¿De qué trata? —preguntó la mujer.
Haplo se lo dijo.
Iridal prestó atención, al principio con asombro, luego con perplejidad, finalmente con incredulidad.
—De modo que lo han sabido, todo este tiempo..., y no han hecho nada. ¿Por qué? ¿Cómo han podido?
—Como ellos decían: el odio, el miedo...
Iridal se quedó pensativa, con los ojos en el cielo vacío que los rodeaba.
—Y ese señor, ese amo tuyo, ¿qué hará él, cuando se presente en Ariano?
Porque vendrá, ¿no es cierto? ¿Querrá él arrebatarme a Bane otra vez?
—No lo sé —respondió Haplo lacónicamente. No le gustaba pensar en ello—.
Ignoro las intenciones de mi señor. No me cuenta sus planes; sólo espera que obedezca sus órdenes.
—Pero tú no lo haces, ¿verdad? —Iridal lo miró de nuevo.
«No, no lo hago», reconoció Haplo, pero sólo para sus adentros. No veía ningún motivo para tratar aquello con una mensch. Xar comprendería. Tendría que comprender.
—Ahora es mi turno de hacer preguntas —dijo en voz alta, cambiando de tema—. La última vez que lo vi, Hugh la Mano tenía aspecto de estar muy muerto.
¿Cómo consiguió volver a la vida? ¿Los misteriarcas habéis encontrado un modo de hacerlo?
—Sabes perfectamente que no. Nosotros sólo somos «mensch». —Iridal ensayó una débil sonrisa— Fue Alfred.
Era lo que él había pensado, se dijo el patryn. Alfred había traído de vuelta al asesino de entre los muertos. Precisamente lo había hecho el sartán que había jurado que jamás se rebajaría a practicar el arte oculto de la nigromancia.
— ¿Te explicó por qué lo había resucitado? —inquirió.
—No, pero estoy segura de que lo hizo por mí. —Iridal suspiró y movió la cabeza—. Alfred rehusó hablar del tema. Incluso negó haberlo hecho.
—Sí, ya lo imagino. Es experto en negar cosas. «Por cada persona devuelta a la vida, otra muere antes de su hora.» Esto es o que creen los sartán. Y la vida recuperada por Hugh significa la muerte prematura del rey Stephen. A menos que consigas alcanzarlo y detenerlo..., detener a tu hijo.
—Lo haré —afirmó Iridal—. Ahora tengo esperanza.
Otra vez guardaron silencio. El esfuerzo de hacerse oír entre el estruendo del viento resultaba agotador. El dragón había dejado atrás el último rastro de tierra, y Haplo no tardó en perder cualquier punto de referencia. Lo único que alcanzaba a ver era el cielo azul encima de ellos, debajo, a su alrededor, absolutamente vacío.
Una bruma amortiguaba el resplandor del Firmamento y todavía estaban demasiado lejos, también, para avistar la espiral de nubes cenicientas del Torbellino.
Iridal quedó abstraída en sus pensamientos, en sus planes y esperanzas respecto a su hijo. Haplo se mantuvo alerta, escrutando los cielos en una vigilancia permanente, y fue el primero en distinguir la pequeña mancha negra delante y debajo de ellos. Se concentró en ella y se percató de que Krishach volvía las cuencas vacías de sus ojos en aquella dirección.
—Creo que los hemos encontrado —anunció cuando, finalmente, logró distinguir la cabeza curva y las grandes alas desplegadas de la nave dragón.
Iridal miró hacia donde indicaba. El dragón fantasma había aminorado la velocidad y empezaba a descender en una amplia y lenta espiral.
—Sí, es una nave dragón —dijo tras estudiarla—. ¿Pero cómo sabrás si es o no la que buscamos?
—Lo sabré —le aseguró Haplo en tono lúgubre, al tiempo que dirigía una mirada a las runas tatuadas en su piel—. ¿Te parece que nos ven desde la nave?
—Lo dudo. Pero, aunque así fuera, desde esta distancia seguro que tomarían nuestra montura por un dragón normal y corriente. Y una nave de ese tamaño no se alarmaría por la presencia de un dragón solitario.
En efecto, la nave no parecía alarmada, ni tampoco parecía llevar prisa.
Avanzaba a una velocidad cómoda, aprovechando con sus amplias alas las corrientes de aire, cada vez más intensas. Abajo, muy lejos, el color plomizo del cielo presagiaba el Torbellino.
Distinguió detalles de la nave dragón: la talla de la proa, las alas pintadas...
Unas figuras diminutas se movían en la cubierta. Y en el casco de la embarcación había una insignia.
—La corona imperial —apuntó Iridal—. Creo que, en efecto, es la nave que buscabas.
Haplo notó el escozor ardiente en la piel. Los signos mágicos empezaban a despedir un leve fulgor azulado.
—Lo es.
Lo dijo con tal convicción que Iridal se volvió a mirarlo, preguntándose cómo podía estar tan seguro. Sus ojos se abrieron como platos al observar los trazos luminosos cíe la piel del patryn, pero no dijo nada y volvió a fijar la vista en la nave dragón.
Seguro que desde ella ya los distinguían, pensó Haplo. Y, si él sabía que Sang-Drax estaba allí abajo, sin duda su enemigo sabía que él viajaba a lomos del dragón.
Quizá fue cosa de su imaginación, pero Haplo casi habría jurado que veía la figura brillantemente vestida de la serpiente elfo plantada en el puente, con la vista levantada hacia él. Y Haplo creyó oír también unos débiles gritos, los lejanos alaridos de alguien presa de un dolor terrible.
— ¿Cuánto podemos acercarnos? —preguntó Haplo.
—Si voláramos en un dragón corriente, no mucho —respondió Iridal—. Las corrientes de aire serían demasiado peligrosas, por no hablar de las flechas, y quizá la magia, que sin duda empezarán a lanzar contra nosotros dentro de poco.
Pero tratándose de Krishach... —La maga se encogió de hombros—. Dudo mucho que las corrientes de aire, las flechas o la magia tengan efecto en él.
—Entonces, acerquémonos todo lo posible —dijo Haplo—. Saltaré a la cubierta.
Iridal asintió, aunque fue el dragón fantasma quien respondió. Ya estaban lo bastante cerca como para que Haplo pudiera distinguir a los elfos señalando hacia arriba, algunos corriendo a buscar sus armas y otros apresurándose a cambiar el rumbo. En medio del revuelo, un solo elfo permanecía inmóvil, firme. El resplandor azulado de la piel de Haplo aumentó de intensidad, veteado de rojo.
—Ha sido esa misma maldad que percibo ahora lo que ha movido a los kenkari a entregarte el libro, ¿verdad? —Inquirió Iridal de pronto, con un escalofrío—. Fue eso lo que encontraron en las mazmorras, ¿verdad?
Para entonces, Krishach ya era claramente visible para los elfos, y éstos debían de advertir que no estaban ante un dragón vivo, ante una bestia corriente.
Muchos empezaron a gritar, aterrorizados. Los que empuñaban los arcos arrojaron las armas. Algunos abandonaron sus obligaciones y corrieron a las escotillas.
—Pero, ¿qué es esa maldad? —Exclamó Iridal, haciéndose oír por encima del viento impetuoso, el aleteo de las velas de la nave dragón y los gritos de espanto de la tripulación—. ¿Qué es eso que veo ahí abajo?
—Lo mismo que todos acabaremos por ver, si tenemos el valor de asomarnos a la oscuridad — espondió Haplo, tenso, disponiéndose a saltar—: a nosotros mismos.
CAPÍTULO 39
EN CIELO ABIERTO ARIANO
El dragón fantasma se aproximó a la nave elfa, tal vez incluso demasiado. El ala de Krishach cortó uno de los cabos de guía que sujetaban las velas. El cable saltó, y el ala de estribor se combó como el ala quebrada de un ave herida. Los elfos, paralizados de terror ante la monstruosa aparición, huyeron de ella.
Krishach pareció a punto de abatirse de lleno sobre la frágil nave. Haplo, en precario equilibrio sobre el lomo del dragón, efectuó un vertiginoso salto a la cubierta.
Su magia amortiguó la caída. Golpeó la cubierta, rodó sobre sí mismo y se incorporó, temiendo escuchar el crujido del palo mayor al romperse y temiendo ver al dragón fantasma destruyendo la embarcación. Se agachó por puro reflejo mientras el enorme vientre cadavérico pasaba sobre su cabeza. Una ráfaga de aire helado, producida por las pálidas alas, hinchó la vela restante e impulsó la nave elfa a un peligroso descenso. Cuando alzó la mirada, Haplo contempló las terribles llamas que ardían en las cuencas vacías de la monstruosa calavera y, encima de esta, el aterrorizado rostro de Iridal.
—¡Sigue volando! —le gritó desde la nave—. ¡Vete! ¡Deprisa!
Haplo no vio a Sang-Drax; probablemente, la serpiente elfo estaba bajo cubierta. Con Jarre.
Iridal parecía reacia a dejarlo; Krishach seguía cerniéndose en las inmediaciones de la nave averiada. Pero Haplo no estaba en un peligro inminente, pues los elfos de cubierta habían huido de ella, estaban desquiciados de miedo o habían saltado por la borda.
Haplo lanzó un nuevo grito a Iridal y agitó la mano.
—¡Aquí ya no puedes hacer nada más! ¡Ve a buscar a Bane!
Iridal levantó la mano diciéndole adiós y volvió el rostro hacia lo alto. Krishach batió las alas y se alejó a toda prisa hacia su siguiente destino.
Haplo miró a su alrededor. Los pocos elfos que permanecían en la cubierta superior estaban paralizados de terror, con la mente y el cuerpo entumecidos de asombro. Aquel ser de piel luminosa había descendido entre ellos en alas de la muerte. Haplo cruzó a grandes pasos la cubierta y agarró a uno por el cuello.
—¿Dónde está la enana? ¿Dónde está Sang-Drax?
El elfo puso los ojos en blanco y se desmayó en brazos de Haplo. Pero el patryn escuchó, abajo, los gritos agudos de Jarre, llenos de dolor. Apartando a un lado al inútil mensch, Haplo corrió a una de las escotillas y trató de abrirla.
La puerta estaba bien cerrada, atrancada probablemente por la espantada tripulación que debía de haberse refugiado tras ella. Abajo, alguien gritaba unas órdenes. Haplo prestó atención por si era Sang-Drax, pero no reconoció la voz y llegó a la conclusión de que debía ser el capitán o uno de los oficiales intentando restaurar el orden.
Haplo dio una patada a la puerta. Podía utilizar su magia para hacerla saltar, pero detrás se encontraría con una multitud de mensch desesperados que, a aquellas alturas, ya debían de estar templando los ánimos para plantar batalla. Y no tenía tiempo de luchar. Dejó de oír los gritos de Jarre, ¿Y dónde estaba Sang- Drax? Esperando emboscado, al acecho...
Con un juramento inaudible, Haplo buscó otro acceso al interior de la nave.
El patryn conocía a fondo las naves dragón, pues las había pilotado en otros mundos que había visitado. La embarcación empezaba a inclinarse, a consecuencia del peso del ala rota. Sólo la mantenía a flote la magia del mago de a bordo.
Una ráfaga de viento golpeó la nave dragón y la zarandeó. Un estremecimiento recorrió sus cuadernas. La embarcación había caído demasiado cerca del Torbellino y estaba atrapada en las espirales tormentosas. El capitán debió de darse cuenta de lo que sucedía, puesto que las voces se convirtieron en bramidos.
—¡Poned a trabajar otra vez a esos esclavos de babor! ¡Emplead el látigo, si es preciso! ¿Qué quiere decir, eso de que han cerrado la puerta del cuarto de amarras? Que alguien traiga al mago de a bordo. ¡Echad abajo la maldita puerta!
Los demás, volved a vuestros puestos o, por los antepasados, os juro que vais a terminar destinados en Drevlin. ¿Dónde diablos está ese condenado mago?
El ala de babor había dejado de moverse, pues el cable que la gobernaba se había aflojado. Tal vez los esclavos humanos estaban demasiado locos de miedo como para llevar a cabo su tarea. Al fin y al cabo, era posible que hubiesen visto el fantasma por el escobén, el agujero del casco por el cual pasaba el cable del ancla.
El escoben...
Haplo corrió a la amura de babor y se asomó por la borda. El Torbellino estaba todavía muy lejos, aunque bastante menos que cuando había puesto pie en la nave. Saltó el pasamano y, agarrándose y deslizándose como pudo por el casco inclinado, logró asirse finalmente al cable que gobernaba el ala de babor.
Agarrado del grueso cable, cruzó las piernas en torno a él y avanzó hacia el escobén que se abría como una boca en el costado de la nave. Unos rostros perplejos —rostros de humanos— ontemplaron su acrobacia. Haplo avanzó con la mirada fija en ellos, no en la caída que tenía debajo. Dudaba que ni siquiera su magia lo salvara de una caída en el Torbellino.
Hugh había denominado a aquella maniobra «paseo por el ala del dragón», un término que se había convertido en Ariano en sinónimo de una hazaña atrevida y peligrosa.
—¿Quién es? ¿Y qué es? —preguntó una voz.
—No lo sé. Humano, por su aspecto.
—¿Con la piel azul?
—Lo único que sé es que no tiene ojos rasgados ni orejas puntiagudas, y con eso me basta —dijo un humano con el tono firme de un líder reconocido—. Que venga alguien a echarme una mano.
Haplo alcanzó el escobén y se agarró a los fuertes brazos que lo asieron y lo introdujeron por el edificio. El patryn vio la razón de que el ala de babor hubiera dejado de funcionar. Los galeotes humanos habían aprovechado la confusión para librarse de sus grilletes y reducir a sus guardianes. Ahora, estaban armados con espadas y machetes. Uno de los esclavos tenía una daga apoyada en el gaznate de un joven elfo, vestido con la túnica mago.
—¿Quién eres? ¿De dónde vienes? Te hemos visto cabalgando en ese monstruo...
Los humanos se arremolinaron en torno a él, suspicaces, asustados y casi amenazantes.
—Soy un misteriarca —anunció.
El miedo se transformó en respeto, primero, y luego en esperanza.
—¿Has venido a salvarnos? —preguntó uno del grupo, bajando la espada.
—Sí, claro —respondió Haplo—. Y también para salvar a una amiga mía, una enana. ¿Me ayudaréis?
— ¿Una enana? —Las sospechas crecieron de nuevo.
El que parecía líder de los humanos se abrió paso entre el grupo. Era de más edad que el resto, alto y musculoso, con los hombros y los bíceps enormes de quien había pasado la vida amarrado al banco y moviendo las alas gigantescas de las naves dragón.
—¿Qué significa una maldita enana, comparada con nosotros? —inquirió el humano cuando estuvo ante el patryn—. ¿Y qué hace aquí un misteriarca?
Estupendo. Lo único que le faltaba a Haplo en aquellos momentos era una exhibición de lógica mensch. Se escucharon unos poderosos golpes en la puerta, y la madera saltó hecha astillas. El filo de un hacha asomó a través de ella, fue retirada a tirones y se abatió de nuevo sobre la puerta.
—¿Qué pensáis hacer? —replicó Haplo—. ¿Qué os proponéis hacer, ahora que habéis tomado el control?
La respuesta fue la que el patryn podía esperar:
—¡Matar a los elfos!
—¡Sí! ¡Y, mientras lo hacéis, la nave está siendo aspirada hacia el Torbellino!
La embarcación se estremeció, la cubierta se escoró precariamente y los humanos resbalaron y rodaron por el suelo, uno sobre otros y contra los mamparos.
—¿Sabéis pilotarla? —gritó Haplo, asido de una viga del techo.
Los humanos se miraron, vacilantes. Su líder adoptó una expresión torva y sombría.
—Entonces, moriremos. Pero antes enviaremos sus almas a su preciado emperador.
Sang-Drax. Aquello era obra de Sang-Drax. De pronto, Haplo tuvo una idea bastante precisa de cómo habían llegado aquellas armas a poder de los humanos.
El caos, la discordia, la muerte violenta: comida y bebida para la serpiente elfo.
Por desgracia, no era buen momento para que Haplo intentara explicar a los humanos que habían sido engañados por un jugador de una partida cósmica, ni para lanzarse a una exhortación a amar a quienes habían infligido las marcas sangrantes y abiertas de latigazos que podía ver en sus espaldas.
Demasiado tarde, susurró la voz burlona de Sang-Drax en la cabeza de Haplo.
Es demasiado tarde, patryn. La enana está muerta; yo la he matado. Ahora, los humanos matarán a los elfos y los elfos a los humanos. Y la nave condenada sigue cayendo, llevándolos a todos a la destrucción. Así sucederá con su mundo, patryn. Y así sucederá con el tuyo.
—¡Enfréntate a mí, Sang-Drax! —exclamó Haplo con rabia, cerrando los puños—. ¡Lucha conmigo, maldito seas!
No eres distinto de esos mensch, ¿verdad, patryn? Y yo me cebo con tu miedo.
Nos encontraremos, te lo aseguro, pero cuando yo decida.
La voz calló.
Sang-Drax se había marchado. Haplo notó que el hormigueo de las runas de su piel empezaba a remitir. Y no podía hacer nada. Como había dicho la serpiente elfo, estaba impotente.
La puerta cedió y se abrió de pronto. Los elfos entraron a la carga. Los humanos, olvidándose de Haplo, saltaron a su encuentro. El hombre que retenía al mago de a bordo empezó a hundir la daga en la garganta del joven elfo.
—¡Os he mentido! —exclamó Haplo, agarrando al primer mensch que se puso al alcance de su mano—. ¡No soy un misteriarca!
De los signos mágicos azules y rojos del brazo del patryn surgió una llamarada que envolvió el cuerpo del mensch, un humano, con unas runas oscilantes. Los signos mágicos empezaron a girar en torno al aterrorizado humano como un remolino y, con la velocidad del rayo, saltaron en un arco desde él hasta el elfo con el que había trabado combate. La centella saltó con un chisporroteo del elfo a un humano que luchaba detrás de él. Antes de que ninguno de ellos pudiera expulsar el aliento de sus pulmones, las runas alcanzaron a todos los elfos y humanos presentes en la bodega y se dispersaron con la misma rapidez por el resto de la nave.
Se produjo un brusco silencio, helado.
—Soy un dios —anunció con aire lúgubre.
El hechizo dejó a los mensch inmovilizados, con los músculos en tensión, paralizados en pleno movimiento, frenados en sus estocadas mortales y en sus golpes decisivos. La daga derramó sangre de un corte superficial en el cuello del mago, pero la mano que la empuñaba no pudo penetrar más hondo. Sólo los ojos de cada uno de los mensch continuaron moviéndose libremente.
Al escuchar el anuncio de Haplo, los ojos de los mensch se volvieron hacia él en sus cabezas inmóviles, y lo contemplaron con un terror mudo e impotente.
—No vayáis a ninguna parte hasta que vuelva —les dijo, y se abrió paso entre los mensch, que despedían un leve resplandor azul.
Con cautela, se aventuró a través de la puerta hecha astillas. Mientras recorría la nave, allá donde fuera, lo siguieron los ojos llenos de temor reverencial de los mensch hechizados.
¿Un dios? Y bien, ¿por qué no? Limbeck lo había tomado por tal, en su primer encuentro.
«El dios que no lo era», lo había llamado el enano. Muy adecuado...
Haplo recorrió la embarcación, que, sumida en un silencio fantasmagórico, cabeceaba y se mecía y vibraba como si expresara su terror a las nubes negras que giraban amenazadoras allí abajo. Abrió puertas, derribó a patadas las que se resistían e inspeccionó las dependencias hasta encontrar lo que andaba buscando.
En un camarote, tendida en el suelo empapado de sangre como un guiñapo apaleado y ensangrentado, estaba Jarre.
—Jarre, Jarre —musitó Haplo, llegando hasta el cuello de la enana—. No me hagas esto...
Suavemente, con cuidado, le dio la vuelta hasta ponerla boca arriba. El rostro estaba magullado, amoratado, con los ojos cerrados de puro hinchados, pero, cuando el patryn la examinó, advirtió un leve movimiento en sus párpados. Y la enana tenía la piel caliente.
No le encontró el pulso pero, cuando acercó el oído al pecho de Jarre, captó el leve latir de su corazón. Sang-Drax había mentido: Jarre no estaba muerta.
—Buena chica —le dijo en un susurro, tomándola en brazos—. Resiste un poco más.
Haplo no podía ayudarla en aquel instante. No podía dedicarle las energías necesarias para curarla y, al mismo tiempo, mantener el control sobre los mensch de la nave. Tendría que trasladarla a un lugar tranquilo, a un lugar seguro.
El patryn salió del camarote portando en brazos el cuerpo de la enana, inconsciente y torturado. Se abrió paso lentamente Por la nave. Los ojos que lo seguían dirigieron su interés a la penosa visión de la atormentada enana.
—¿No escuchasteis sus gritos? —preguntó Haplo a los Mensch—. ¿Y qué hacíais, reíros? ¿Los oís todavía? Bien. Espero que sigáis escuchándolos mucho tiempo. Aunque no tenéis tanto. Vuestra nave está cayendo en el Torbellino.
» ¿Qué piensas hacer al respecto, capitán? —preguntó al elfo, Paralizado a medio paso mientras abandonaba el puente a toda prisa—. ¿Matar a los humanos, que son los únicos capaces de gobernar las alas? Sí, me parece una idea muy razonable.
» ¿Y vosotros, estúpidos? —se dirigió a los humanos inmóviles en la sala del cable del ancla—. Adelante, matad al hechicero, cu—ya magia es lo único que os mantiene a flote todavía.
Sosteniendo a Jarre en sus brazos, el patryn empezó a entornar las runas. El hechizo quedó levantado y el resplandor azul que envolvía a los mensch se escurrió de ellos como si fuera agua. Fluyendo a través de la nave, la magia empezó a concentrarse en torno a Haplo. Las runas encendidas formaron un círculo de llamas que envolvió al patryn y a la enana agonizante. Las llamas resultaban cegadoras y obligaron a los mensch más próximos a retirarse rápidamente, entrecerrando los ojos para protegerse de la luz brillantísima.
—Me marcho —les dijo—. Por mí, podéis seguir donde lo dejasteis.
CAPÍTULO 40
SIETE CAMPOS, ULYNDIA REINO MEDIO
Los Señores de la Noche extendieron sus capas, y el resplandor del Firmamento menguó hasta desaparecer. El leve fulgor mortecino de la coralita se perdió ante la luz más potente de los cientos de hogueras de los campamentos. El humo llenaba el aire de una neblina que transportaba el aroma de los asados y los guisos, el sonido de las risas y de los gritos y fragmentos de canciones. Era una ocasión histórica, una noche de celebración.
Aquel mismo día, el príncipe Reesh'ahn y el rey Stephen habían anunciado su acuerdo en los términos de la alianza. Cada parte había expresado su más profunda satisfacción por haber forjado un vínculo entre dos razas que, durante siglos, no habían hecho sino lanzarse la una al cuello de la otra a la menor ocasión.
Para que todo fuera legal y oficial, sólo quedaba cubrir las formalidades: la redacción de los documentos (los escribientes estaban trabajando febrilmente a la luz de los quinqués) y la firma. La ceremonia de esta última tendría lugar en el plazo de dos ciclos, una vez que las partes hubieran tenido tiempo de leer los documentos y el rey Stephen y la reina Ana los hubieran presentado a la consideración de los barones.
Sus Majestades no dudaban que los barones votarían a favor de la firma, aunque algunos descontentos accederían a regañadientes, de mala gana y con torvas miradas de desconfianza hacia el campamento elfo. Pero cada barón sentía sobre su garganta la mano de hierro del rey Stephen o de la reina Ana, y sólo tenían que asomarse al exterior de sus respectivas tiendas y echar un vistazo a la guardia real —fuerte y poderosa y de una lealtad inquebrantable— para imaginar aquel ejército sobrevolando su señorío.
Los barones no expresaron en voz alta sus protestas pero aquella noche, mientras la mayoría de los reunidos celebraba la alianza, un puñado de aquellos nobles permaneció en sus tiendas respectivas, dándole vueltas en la cabeza a la idea de qué sucedería si aquella mano de hierro aflojaba algún día su presión.
Stephen y Ana conocían los nombres de los disidentes, a quienes habían hecho acudir allí adrede. La real pareja se proponía obligar a los barones recalcitrantes a exponer sus quejas en público, a plena vista de la guardia personal de los monarcas y del resto de la nobleza. Sus Majestades estaban al corriente —o pronto lo estarían— de los comentarios que corrían por el campamento aquella noche, pues el mago Triano no se hallaba presente entre quienes celebraban el acontecimiento en la tienda regia. De haber escrutado detenidamente las sombras de sus propias tiendas, los barones reticentes se habrían llevado una desagradable sorpresa.
La guardia real tampoco relajaba su vigilancia, aunque Stephen y Ana habían invitado a sus soldados a beber a su salud y los habían surtido de vino para la celebración. Los que estaban de servicio —sobre todo, los que montaban guardia en torno a la tienda real— sólo podían esperar con impaciencia su momento de incorporarse a la fiesta.
Pero quienes se encontraban fuera de servicio obedecieron complacidos la orden de sus monarcas. Así pues, en el campamento reinaba la alegría y una gozosa confusión. Los soldados se reunían en torno a los fuegos, vanagloriándose de grandes hazañas e intercambiando relatos de supremo heroísmo, mientras los vendedores atendían activamente a sus negocios.
— ¡Joyas! Joyas elfas traídas del propio Aristagón! —anunció Hugh la Mano, yendo de fogata en fogata.
— ¡Ehy, tú! ¡Ven aquí! —gritó una voz estentórea.
Hugh obedeció, sumiso, y penetró en el círculo iluminado por las llamas. Los soldados, con las copas de vino en las manos, abandonaron sus bravatas y se congregaron en torno al buhonero.
—Veamos qué traes ahí.
—Desde luego, honorables caballeros —asintió Hugh con una reverencia—.
Enséñales, muchacho.
El hijo del vendedor ambulante se adelantó y exhibió una gran bandeja que sostenía en ambas manos. El chiquillo tenía la cara sucia de rango y semioculta bajo una amplia capucha que lo cubría hasta la frente. Los soldados no dedicaron la menor atención al muchacho; ¿qué interés podía tener nadie en el hijo de un buhonero? Las miradas de los hombres estaban concentradas en las brillantes baratijas de la bandeja.
El perro se echó, se rascó, bostezó y miró con ojos hambrientos una tira de salchichas puesta a asar sobre una fogata.
Hugh interpretó su papel a la perfección; ya lo había hecho en otras ocasiones y se volcó en el regateo con un ardor y una habilidad que le hubieran reportado una fortuna, de haber sido un verdadero vendedor ambulante. Mientras discutía sobre precios, su mirada recorrió el campamento y midió la distancia que lo separaba de la tienda real, calculando dónde hacer el siguiente alto.
Cerró el trato, entregó las joyas, guardó los barls en la bolsa y, a grandes voces, se lamentó de haber salido perdiendo en el trato.
—Vamos, hijo —murmuró por último, malhumorado, al tiempo que posaba una mano en el hombro de Bane.
El chiquillo cerró la caja de la mercancía y lo siguió, obediente. El perro, después de echar una última mirada melancólica a las salchichas, fue tras ellos.
La tienda de los monarcas se alzaba en el centro del campamento, en mitad de una amplia zona despejada. Un extenso campo de coralita la separaba de las tiendas de su guardia personal. La carpa real era amplia, cuadrada y con un dosel ante la entrada. En torno a la tienda, en cada esquina, había apostado un centinela. Otros dos, bajo el mando de un sargento, vigilaban el acceso al interior.
Y, por un golpe de suerte, también se hallaba presente el capitán de la guardia, quien comentaba en voz baja con el sargento los acontecimientos de la jornada.
—Ven aquí, muchacho. Déjame ver qué nos queda —dijo Hugh con voz áspera, por si alguien lo estaba escuchando. Había escogido para detenerse un rincón en sombras, apartado de la luz directa de los fuegos del campamento y justo enfrente de la entrada a la tienda real.
Bane abrió la caja. Hugh se inclinó sobre ella murmurando para sus adentros y dirigió una penetrante mirada a Bane, cuyo rostro era una máscara blanquecina bajo la luz lejana de las fogatas. Hugh buscó en sus facciones algún signo de debilidad, de miedo, de nerviosismo.
Con un brusco sobresalto, el asesino se dio cuenta de que era como si estuviera mirándose en un espejo.
Los azules ojos del muchacho tenían una mirada fría, dura, radiante de determinación y vacía de cualquier expresión o sentimiento, a pesar de que se disponía a presenciar el brutal asesinato de quienes habían sido sus padres durante diez años. Y, mientras aquellos ojos sostenían la mirada escrutadora de Hugh, los dulces labios del chiquillo se curvaron en una sonrisa.
— ¿Qué hacemos ahora? —susurró con nerviosa impaciencia.
Hugh tardó unos momentos en encontrar palabras con que responder. El amuleto de la pluma que colgaba del cuello del muchacho era lo único que refrenaba al asesino de cumplir el contrato que había cerrado hacía tanto tiempo.
Por el bien de Iridal, su hijo viviría.
— ¿Está el rey en la tienda?
—Están los dos, Stephen y Ana. Seguro. Si la pareja no estuviera, la guardia real no tendría esos centinelas apostados en torno a ella. La guardia personal acompaña siempre al rey, dondequiera que vaya.
—Observa a los centinelas de la entrada —dijo Hugh, en el mismo tono áspero de antes—. ¿Conoces a alguno de ellos?
Bane dirigió la vista hacia la tienda y entrecerró los ojos.
—Sí —dijo al cabo de un momento—. Recuerdo a ese capitán. Y al sargento, también, creo.
— ¿Te reconocería alguno de ellos?
—Seguro que sí. Los dos entraban y salían a menudo de palacio. Una vez, el capitán me hizo una espada de juguete.
Hugh percibió la exactitud con que se desarrollaban las cosas y experimentó la vivificante calidez y la extraña calma que lo embargaba en ocasiones cuando tenía la absoluta certeza de que el destino estaba actuando en su favor y de que nada podía salir mal.
Nada.
—Bien —dijo—. Perfecto. Quédate quieto.
Tomando la cabeza del chiquillo entre las manos, Hugh volvió el rostro de Bane hacia la luz y procedió a restregar el fango y la suciedad con que se había enmascarado para pasar inadvertido. Hugh no se anduvo con miramientos; no había tiempo para ello. Bane puso una mueca de dolor pero no dijo nada.
Cuando hubo concluido, Hugh estudió aquel rostro: las mejillas enrojecidas por la excitación y las enérgicas fricciones, los rizos dorados caídos sobre la frente en un mechón desgreñado.
—Ahora deberían reconocerte —dijo Hugh con un gruñido—. Recuerda bien lo que tienes que decir y lo que debes hacer.
— ¡Claro que lo recordaré! Ya lo hemos repasado más de veinte veces. Tú cumple tu papel — ñadió Bane con una mirada fría y hostil— y yo me ocuparé del mío.
— ¡Oh, sí, Alteza! Cumpliré mi papel —musitó Hugh la Mano—. Pongámonos manos a la obra, antes de que ese capitán tuyo decida marcharse.
Hugh se puso en movimiento y estuvo a punto de caer sobre el perro, que había aprovechado el alto en la marcha para tumbarse en el suelo a descansar. El animal se incorporó de un brinco con un gañido sofocado. Hugh le había pisado una pata.
— ¡Maldito animal! ¡Cállate! —le ordenó, irritado—. Dile a ese condenado perro que se quede aquí.
— ¡No! —replicó Bane con idéntica irritación, agarrando del pelaje del cuello al animal y tirando de él. El animal le ofrecía la pata dolorida con aire afligido—.
¡Ahora es mío! Él me protegerá si es preciso. Nunca se sabe. Podría sucederte algo, y entonces me quedaría solo.
Hugh miró al muchacho. Bane sostuvo su mirada.
No merecía la pena discutir.
—Vamos, pues —murmuró la Mano, y los dos emprendieron la marcha hacia la tienda real.
Olvidando el dolor, el perro fue tras ellos al trote.
En el interior de la tienda, Stephen y Ana disfrutaban de uno de los escasos momentos de intimidad que les permitía el viaje, mientras se disponían al merecido descanso nocturno. Acababan de regresar de una cena de honor con el príncipe Reesh'ahn en el campamento elfo.
—Un tipo admirable, ese Reesh'ahn —comentó Stephen mientras empezaba a despojarse de la armadura que había lucido en la mesa, tanto por protocolo como por seguridad.
Levantó los brazos para que su esposa pudiera desatar las correas que sujetaban el peto. De ordinario, en un campamento militar, habría sido el camarero real quien se encargara de hacerlo, pero esa noche, como todas las noches cuando Stephen y Ana viajaban juntos, los criados tenían vedada la entrada a la tienda.
Entre los sirvientes corría el rumor de que el rey y la reina se libraban de ellos para poder pelearse en privado. Más de una vez, Ana había abandonado la tienda hecha una furia y muchas noches era Stephen quien lo hacía. Pero todo era un simulacro, una ficción que estaba a punto de terminar. Los barones descontentos que esperaran una disputa entre los monarcas esa noche iban a quedar rotundamente decepcionados.
La reina desató las correas y las hebillas con dedos hábiles y expertos; luego, ayudó a Stephen a desembarazarse del pesado peto y del espaldar. Ana procedía de un clan que había adquirido su fortuna sometiendo a sus rivales por la fuerza de las armas y la propia reina había participado en numerosas campañas y había pasado muchas noches en tiendas mucho menos cómodas y provistas que aquélla.
Pero eso había sido en su juventud, antes de su matrimonio. Ahora, estaba disfrutando enormemente con aquella salida, cuyo único pero era haber tenido que dejar a su preciada hija en el castillo, atendida por la niñera.
—Tienes razón respecto a Reesh'ahn, querido. No hay mucha gente, elfa o humana, capaz de seguir luchando pese a todas las penalidades que ha tenido que afrontar —dijo la reina, mientras sostenía la ropa de dormir de su esposo a la espera de que éste terminara de desvestirse—. Acosado como una alimaña, al borde de la inanición, convertido en un traidor ante sus amigos y enfrentándose a asesinos enviados por su propio padre. Mira, querido, aquí tienes un eslabón roto.
Debes hacer que te lo arreglen.
Stephen se despojó de la cota de malla y la arrojó sin miramientos a un rincón de la tienda. Después, se volvió y aceptó la ayuda de Ana para ponerse la ropa de noche (¡no era cierto pues, contra lo que decían los rumores, que el rey durmiera con a armadura puesta!). A continuación, tomó en brazos a su esposa.
— ¡Pero...! ¡Ni siquiera lo has mirado! —protestó la reina, volviendo la vista a la cota de malla tirada en el suelo.
—Ya me ocuparé por la mañana —dijo él, mirándola con una sonrisa festiva— O tal vez no. ¿Quién sabe? Quizá no me la ponga. Quizá no me la ponga mañana, ni pasado, ni el siguiente. Quizá coja la armadura y la arroje lejos de las costas de Ulyndia. Estamos al borde de la paz, mi queridísima esposa, mi reina.
Stephen alargó la mano hacia ella, desató las cintas de la larga trenza recogida sobre su cabeza y ahuecó sus cabellos para que cayeran sobre sus hombros.
— ¿Qué te parecería un mundo donde hombres y mujeres no tuvieran que llevar nunca más los pertrechos de guerra?
—No podría creerlo —respondió ella, moviendo la cabeza con un suspiro—.
¡Ay, esposo mío!, incluso ahora estamos muy lejos de un mundo así. Tal vez sea cierto que Agah'ran está debilitado y desesperado, como asegura Reesh'ahn, pero el emperador elfo es astuto y está rodeado de leales fanáticos. La batalla contra el imperio de Tribus será larga y sangrienta. Y las facciones entre nuestro propio pueblo...
— ¡No! ¡Esta noche, no! —Stephen la hizo callar con sus labios—. Esta noche sólo hablaremos de paz, de un mundo que quizá nosotros no alcancemos a ver, pero que dejaremos en herencia a nuestra hija.
—Sí, cuánto me gustaría eso —murmuró la reina, apoyando la cabeza en el amplio pecho de su esposo—. Ojalá ella no se vea obligada a llevar una cota de malla debajo del vestido de boda.
Stephen echó la cabeza hacia atrás y soltó una carcajada.
— ¡Vaya sorpresa me llevé! No se me olvidará nunca. ¡Abracé a mi esposa y creí que lo estaba haciendo a uno de mis sargentos! ¿Cuánto tiempo pasó hasta que dejaste de dormir con un puñal bajo la almohada?
—Más o menos, el mismo que tú tardaste en renunciar a que un catador probara todo cuanto cocinaba para ti —respondió ella al instante.
—Hacer el amor tenía entonces un morbo extraño. Nunca estaba muy seguro de salir con vida.
— ¿Sabes cuándo supe por primera vez que te quería? —comentó ella, poniéndose de pronto muy seria—. Fue la mañana en que desapareció nuestro hijo, nuestro desdichado chiquitín, y encontramos en su cama al suplantados..
— ¡Silencio! ¡No hables de esas cosas! —La interrumpió Stephen, estrechando a su esposa contra sí—. Ni una palabra de mal agüero. Todo eso quedó atrás, ya se acabó.
—No, todavía no. No hemos tenido noticias de...
— ¿Cómo íbamos a tenerlas, desde tierras elfas? Si eso te tranquiliza, diré a Triano que haga averiguaciones discretamente.
—Sí, por favor. —Ana pareció aliviada—. Y ahora, Majestad, si me sueltas un momento, calentaré un poco de ambrosia para combatir el frío.
—Olvida el vino —murmuró Stephen, depositando un beso en su nuca—.
Revivamos la noche de bodas...
— ¿Con esos soldados montando guardia ahí afuera? —replicó Ana, escandalizada.
—Entonces no nos importó, querida.
—Tampoco nos importó cuando hiciste caer la tienda encima de nosotros y mi tío pensó que me habías asesinado y estuvo a punto de atravesarte con su espada antes de que pudiera detenerlo. Ahora somos una pareja sensata y formal que lleva muchos años casada. Anda, tómate la ambrosia y acuéstate.
Con una amplia sonrisa, Stephen dejó libre a la mujer y la contempló con afecto mientras ella revolvía las especies en el vino caliente. El rey se acercó, tomó asiento junto a ella, apartó un rizo de sus largos cabellos y la besó.
—Apuesto a que aún podría echar abajo la tienda —bromeó.
—Estoy segura de ello —repuso ella, ofreciéndole el vino con una sonrisa.
CAPÍTULO 41
SIETE CAMPOS, ULYNDIA REINO MEDIO
— ¡Alto! —exclamó el centinela, y la guardia real empuñó las lanzas y las sostuvo en alto frente a dos desconocidos embozados en pesadas capas, uno alto y el otro muy bajo, que se habían aproximado demasiado al cinturón de acero que rodeaba a los monarcas—. ¡Volved atrás! ¡Aquí no se os ha perdido nada!
— ¡Claro que sí! —replicó una voz chillona. Bane apartó la capucha que le cubría la cabeza y se adelantó hasta la luz de las fogatas de la guardia—. ¡Soy yo, capitán Miklovich! ¡El príncipe! ¡He vuelto! ¿No me reconoces?
El muchacho asomó la cabeza por debajo de las lanzas cruzadas. Al oír su voz, el capitán se volvió con una mueca de ceñuda sorpresa y escrutó la oscuridad nocturna. La luz de la hoguera se reflejaba en el acero de las espadas, en las puntas de las lanzas y en las armaduras bruñidas, formando extrañas sombras que dificultaban distinguir nada más. Dos de los centinelas se disponían a cerrar sus manos sobre el escurridizo muchacho pero, ante las palabras de éste, vacilaron, se miraron el uno al otro y volvieron la cabeza hacia su capitán.
Éste avanzó unos pasos con expresión severa e incrédula.
—No sé a qué juegas, rapaz, pero...
El resto de la frase quedó silenciado por un jadeo sibilante de perplejidad.
— ¡Que me aspen si...! —Exclamó el capitán Miklovich mientras estudiaba minuciosamente al chiquillo—. ¿Es posible...?
Acércate, muchacho. Deja que te eche un vistazo aquí, a la luz de la fogata.
Guardias, dejadlo pasar.
Bane asió de la mano a Hugh y tiró de él para que lo acompañara. Los centinelas movieron las lanzas impidiéndole el paso. Nadie prestaba atención al perro, que se deslizó entre las piernas de un soldado y se quedó observando a todo el mundo, con la lengua fuera y con evidente interés.
— ¡Este hombre me ha salvado la vida! —Proclamó Bane—. Él me encontró cuando estaba perdido y a punto de morir de hambre. Se ha ocupado de mí, aunque no creía que fuera el príncipe de verdad.
— ¿Es cierto, señoría? —Preguntó Hugh con los modales serviles y el acento marcado de un campesino sin educación—. Perdonadme si no le creí, pero pensé que estaba loco. La curandera del pueblo dijo que el único remedio para su locura era traerlo aquí y hacerle ver que...
— ¡Pero no estoy loco! ¡Soy el príncipe! —Bane irradiaba excitación, belleza y encanto. Sus dorados rizos reflejaban la luz y sus azules ojos despedían un intenso brillo. El niño perdido había vuelto a casa—. Díselo, capitán Miklovich.
Dile quién soy. Prometo que lo recompensaré. Se ha portado muy bien conmigo.
— ¡Por los antepasados! —Musitó el capitán, mirando a Bane—. ¡Sin duda, eres Su Alteza!
— ¿Lo es? —Hugh abrió la boca con asombro y confusión. Arrancándose la gorra de la cabeza, empezó a darle vueltas entre las manos sin dejar de avanzar lentamente entre el círculo de acero—. No lo sabía, señoría. Perdonadme.
Realmente, creía que el muchacho estaba chiflado.
— ¡Que te perdone! —El capitán repitió sus palabras con una sonrisa—.
Acabas de hacer tu fortuna. Vas a ser el campesino más rico de las Volkaran.
— ¿Qué sucede ahí fuera? —Les llegó la voz del rey Stephen desde el interior de la tienda—. ¿Una alarma?
— ¡Una novedad muy gozosa, Majestad! —Respondió el capitán—. ¡Venid a ver!
Los guardias del rey se volvieron para presenciar el reencuentro. Estaban relajados, sonrientes, con las manos flojas en las armas. Bane había seguido a la perfección las instrucciones de Hugh y había arrastrado tras él al asesino.
Llegados a aquel punto, el chiquillo soltó el brazo de Hugh y se hizo a un lado con disimulo, dejándole espacio para sacar el arma. Nadie estaba pendiente del «campesino». Todas las miradas estaban concentradas en el príncipe de cabellos dorados y en la cortina de la entrada de la tienda. Los presentes oyeron a Stephen y a Ana acudiendo precipitadamente hacia ésta. En unos instantes, padres e hijo estarían juntos de nuevo.
El capitán avanzó un poco por delante de Hugh, a su derecha, y un par de pasos detrás de Bane, que corría alegremente hacia la tienda. El perro trotó tras los humanos, inadvertido en el revuelo.
A la izquierda de Hugh, el sargento abrió la cortina de la tienda y empezó a anudaría. Excelente, pensó el asesino. Su mano, oculta bajo la capa y las ropas holgadas de buhonero, rozó el cinturón y se cerró en torno a la empuñadura de una espada corta, un arma poco adecuada para un asesino puesto que su hoja, plana y ancha, reflejaría fácilmente la luz.
Stephen apareció en la entrada y pestañeó, tratando de acostumbrar los ojos al resplandor de las fogatas de la guardia. Unos pasos detrás de él, recogiendo sus ropas en torno a sí, la reina observó la escena.
— ¿Qué sucede...?
Bane se adelantó a la carrera y abrió los brazos.
— ¡Madre! ¡Padre! —exclamó con un grito de alegría.
Stephen palideció y una mueca de horror le cruzó el rostro. Tambaleándose, retrocedió unos pasos.
Bane continuó su impecable interpretación. Llegados a aquel punto, tenía que volverse, llamar a Hugh y decirle que se acercara. Después, tenía que apartarse de la trayectoria del golpe letal de la Mano. Así lo habían ensayado.
Pero Hugh iba a malograr su papel.
La Mano iba a morir. Su tiempo de vida podía medirse en dos, tal vez tres respiraciones. Por lo menos, esta vez la muerte sería rápida: una espada atravesándole la garganta o el pecho. La guardia no correría riesgos con un hombre que se disponía a asesinar a su rey.
—Éste es el hombre que me ha salvado la vida, padre —dijo Bane con su voz aguda. Se volvió y tendió la mano hacia el asesino.
Hugh sacó la espada con movimientos lentos y torpes, la blandió en alto dejando que la luz de las hogueras se reflejara en la hoja y soltó un alarido alarmante. Después, se lanzó hacia Stephen.
La guardia real reaccionó con rapidez, por puro instinto. Al ver el centelleo de la hoja del asesino y escuchar su grito, dejaron caer las lanzas y saltaron sobre él para reducirlo, el capitán hizo saltar la espada de la mano de Hugh, desenvainó la suya y se dispuso a conceder al asesino la muerte rápida que éste había pedido cuando, de improviso, se le vino encima una forma peluda y enorme.
El perro había presenciado todos aquellos acontecimientos con interés, disfrutando de la excitación con las orejas tiesas y los ojos brillantes, pero aquellos últimos movimientos bruscos, los gritos y el revuelo, sobresaltaron al animal.
Zarandeado, trató de salirse de en medio y, en aquel instante, vio al capitán a punto de hacer daño a un hombre a quien el perro tenía por amigo.
Sus mandíbulas se cerraron en torno al brazo del capitán. El animal arrastró al hombre al suelo y los dos rodaron juntos, el perro entre gruñidos y el capitán tratando de desembarazarse de su feroz ataque.
La guardia real retuvo inmovilizado a Hugh. El sargento, espada en mano, se dispuso a acabar con el asesino.
— ¡Alto! —gritó Stephen. Recuperado del primer instante de sorpresa, había reconocido a Hugh.
El sargento obedeció y se volvió hacia su rey. El capitán rodó por el suelo mientras el perro lo acosaba como a una rata. Stephen, perplejo, atraído por la expresión que veía en el rostro del asesino, avanzó de nuevo hacia él.
— ¿Qué...?
Nadie, salvo Hugh, prestaba atención a Bane.
El príncipe había recogido del suelo la espada de Hugh y avanzaba hacia el rey, acercándose a él por la espalda.
— ¡Majestad...! —gritó Hugh e hizo un esfuerzo por desasirse.
El sargento le asestó un golpe en la cabeza con la espada plana. Hugh perdió el sentido y se derrumbó en brazos de sus captores. Pero su acción atrajo la atención de la reina. Ana se percató del peligro, pero estaba demasiado lejos y no podía hacer nada.
— ¡Stephen! —gritó.
Bane asió la empuñadura del arma con ambas manitas.
— ¡Seré rey! —gritó con rabia, y hundió la espada con todas sus fuerzas en la espalda de Stephen.
El rey soltó un grito de dolor y se tambaleó hacia adelante.
Se llevó la mano a la herida con incredulidad y notó que la sangre le empapaba los dedos. Bane extrajo el arma. Tras dar unos pasos vacilantes, Stephen cayó al suelo. Ana abandonó la entrada de la tienda y corrió hacia él.
El sargento, estupefacto, incapaz de asimilar lo que acababa de presenciar, contempló al chiquillo y vio sus manitas bañadas en sangre. Bane preparó otro golpe, una estocada mortal, pero la reina se arrojó sobre el cuerpo de su esposo herido.
Con la espada levantada, Bane se precipitó sobre ella.
De pronto, el cuerpo del chiquillo experimentó un espasmo y sus ojos se abrieron como platos. Dejando caer la espada, se llevó las manos al cuello entre jadeos, como si no pudiera respirar. Lentamente, con una mueca de espanto, volvió la cabeza.
— ¿Madre? —Medio asfixiado, sólo logró articular esta palabra.
Iridal apareció entre las sombras. Sus pálidas facciones tenían una expresión firme y resuelta. Sus movimientos denotaban una calma amenazadora, una determinación terrible. Un extraño sonido susurrante, como si la noche exhalara un suspiro, envolvió a los presentes.
— ¡Madre! —Bane jadeó, cayó de rodillas y extendió una mano suplicante—.
¡Madre, no...!
—Lo siento, hijo mío —dijo Iridal—. Perdóname. No puedo salvarte. Tú mismo te has condenado. Sólo hago lo que debo.
Iridal levantó la mano.
Bane la miró con furia e impotencia; después, puso los ojos en blanco y se derrumbó en el suelo. Su pequeño cuerpo se estremeció y ya no volvió a moverse.
Nadie dijo nada, nadie se movió. Las mentes trataron de asimilar lo sucedido, que incluso en aquel momento parecía inconcebible. El perro percibió que el peligro había pasado y abandonó su ataque. Se acercó a Iridal y tocó con su hocico la mano fría de la mujer.
—Cerré los ojos a lo que era su padre —dijo ella con voz serena, terrible de escuchar—. Y cerré los ojos a aquello en que se había convertido Bane. Lo siento.
En ningún momento fue mi intención que nada de esto sucediera... ¿Está..., está muerto?
Un soldado próximo al cuerpo del muchacho se agachó y le puso la mano en el pecho. Después, alzó la vista a Iridal y asintió sin una palabra.
—Es lo justo. Así fue cómo murió tu hijo, Majestad —dijo Iridal con un suspiro. Su mirada estaba posada en Bane; sus palabras iban dirigidas a Ana—.
El pequeño no podía respirar el aire tenue del Reino Superior. Hice lo que pude, pero el pobrecito murió sofocado.
La reina prorrumpió en un sollozo, volvió la cabeza y se cubrió el rostro con las manos. Stephen se incorporó de rodillas y pasó el brazo en torno a sus hombros. Horrorizado y conmocionado, contempló el cuerpecillo que yacía en el suelo.
—Soltad a ese hombre —dijo Iridal, volviendo hacia Hugh su mirada vacía—.
No tenía ninguna intención de matar al rey.
La guardia real no pareció muy convencida y miró a Hugh con aire amenazador. El asesino tenía la cabeza caída hacia adelante y no la levantó. Su destino lo traía sin cuidado.
—Hugh hizo un intento de agresión deliberadamente torpe —explicó Iridal—.
Un intento con el que quería poner al descubierto ante ti... y ante mí... la traición de mi hijo. Y lo ha conseguido —añadió en un susurro.
El capitán, sucio y desgreñado pero sin mayores males, ya estaba en pie y dirigió una mirada de interrogación al monarca.
—Haz lo que la mujer dice, capitán —ordenó Stephen mientras se incorporaba jadeando de dolor. Apenas podía respirar. La reina lo abrazó por la cintura para ayudarlo—. Soltadlo. En el momento en que ha levantado la espada he sabido que... —El rey intentó andar y estuvo a punto de caer.
— ¡Ayudadme! —gritó la reina mientras lo sostenía—. ¡Que venga Triano!
¿Dónde está Triano? ¡El rey está malherido!
—No hay para tanto, querida —dijo Stephen, esbozando una sonrisa—. He sufrido... otras heridas más graves que ésta...
La cabeza le cayó a un costado y se derrumbó en los brazos de su esposa.
El capitán corrió en ayuda de su desmayado rey, pero se detuvo y volvió la cabeza alarmado al oír la voz de alerta de un centinela. Una sombra se movió contra la luz de las hogueras y se oyó el entrechocar del acero. La guardia real, nerviosa, se aprestó a la acción. Capitán y sargento blandieron las espadas y se plantaron delante de Sus Majestades. Stephen había caído al suelo, y Ana se agachó sobre él en un gesto protector.
—Tranquilizaos. Soy yo, Triano —dijo el joven hechicero, surgiendo de la oscuridad.
Una rápida mirada a Hugh, al chiquillo muerto y a la madre de éste le bastó para hacerse una idea de la situación.
Triano no perdió el tiempo en preguntas, y de inmediato tomó el mando.
—Deprisa. Llevad a Su Majestad a su tienda y cerrad la cortina. ¡Deprisa, antes de que os vea nadie!
El capitán, con una expresión de inmediato alivio, impartió sus órdenes.
Varios hombres condujeron al rey a la tienda. El sargento bajó la cortina de la entrada y se plantó ante ella para montar guardia personalmente. El joven hechicero dedicó unos instantes a dirigir unas breves palabras de ánimo a la reina y la mandó a la tienda para que preparara agua caliente y unas vendas.
—Vosotros, soldados —dijo a continuación, volviéndose hacia la guardia real—, ni una palabra a nadie de lo sucedido, por vuestras vidas.
Los soldados asintieron y saludaron.
— ¿Debemos doblar la guardia, mago? —preguntó el sargento de rostro ceniciento.
—Rotundamente, no —contestó Triano—. Todo debe parecer normal, ¿entendido? El lobo ataca cuando huele la sangre. —Dirigió una mirada a Iridal, inmóvil ante el cuerpo de su hijo—. Apagad esa hoguera y ocultad el cadáver.
Nadie debe abandonar esta zona hasta que yo regrese. Con tacto, soldados —previno a éstos mientras lanzaba otra mirada a Iridal.
La reina Ana, nerviosa, se asomó por la cortina de la tienda reclamando su presencia.
—Triano... —empezó a decir.
—Ya voy, Majestad. Vuelve adentro. Todo irá bien. —El hechicero se dispuso a entrar en la tienda real—. Uno de vosotros, que venga conmigo. Y trae una capa.
El sargento y un soldado se pusieron en movimiento para obedecer las órdenes, pero Hugh levantó la cabeza.
—Yo me ocuparé de ello —dijo.
El sargento contempló el rostro del individuo, gris y demacrado, embadurnado de barro y manchado de la sangre que manaba de una cuchillada profunda que casi dejaba a la vista el hueco del pómulo. Sus ojos eran casi invisibles bajo las cejas fruncidas y sobresalientes; dos puntitos llameantes, reflejo de las hogueras de la guardia, ardían en lo más hondo de sus cuencas envueltas en sombras.
Hugh se movió para cortar el paso al sargento.
—Hazte a un lado —ordenó éste, irritado.
—He dicho que lo haré yo.
El sargento miró a la hechicera, pálida e inmóvil. Luego, miró el cuerpo menudo que yacía a los pies de la mujer. Por último, se volvió hacia Hugh, sombrío y ceñudo.
—Adelante, pues —dijo el sargento, tal vez aliviado. Cuanto menos tuviera que ver con aquellos desconocidos, mejor para él—. ¿Hay algo que...? ¿Necesitarás algo de nosotros?
Hugh dijo que no con la cabeza, se volvió y se acercó a Iridal. El perro yacía en silencio junto a ella. Al aproximarse Hugh, meneó el rabo suavemente.
Detrás de Hugh, los soldados arrojaron agua sobre la fogata. Con un siseo, una lluvia de chispas se alzó en el aire. La oscuridad los envolvió, y el sargento y sus hombres se situaron más cerca de la tienda real.
El leve resplandor perlado de la coralita iluminó el rostro de Bane. Con los ojos cerrados, apagada la luz de aquella ambición y aquel odio tan insólitos, parecía un chiquillo cualquiera, profundamente dormido, que soñara con un día de travesuras normales. Sólo las manos manchadas de sangre desmentían aquel espejismo.
Hugh se despojó de su capa raída y la extendió sobre Bane sin decir nada.
Iridal no se movió. Los soldados ocuparon sus posiciones y cerraron el círculo de acero como si nada hubiera sucedido. A lo lejos se escuchaban retazos de canciones: las celebraciones continuaban.
Triano emergió de la tienda. Con las manos juntas, se acercó rápidamente al lugar donde se encontraban Hugh e Iridal, a solas con el cadáver.
—Su Majestad vivirá —anunció.
Hugh soltó un gruñido y se llevó el revés de la mano a la mejilla sangrante.
Iridal se estremeció de pies a cabeza y dirigió la mirada al hechicero.
—La herida no es grave —continuó Triano—. El acero no ha tocado ningún órgano vital, sino que ha resbalado sobre las costillas. El rey ha perdido bastante sangre, pero está consciente y descansa tranquilo. Asistirá a la ceremonia de la firma, mañana. Una noche de fiesta y el vino elfo explicarán su palidez y su lentitud de movimientos. No es preciso que os diga que todo esto debe mantenerse en secreto.
El hechicero los miró fijamente y se humedeció los labios. Dirigió una brevísima ojeada al cuerpo que yacía en el suelo cubierto con la capa, apartó los ojos enseguida y evitó volver a dirigirlos hacia allí.
—Sus Majestades me piden que os exprese su gratitud... y su comprensión.
No hay palabras que puedan expresar...
—Entonces, no digas nada —lo interrumpió Hugh.
Triano se sonrojó, pero guardó silencio.
— ¿Puedo llevarme a mi hijo? —inquirió Iridal, pálida y fría.
—Sí, señora —respondió Triano con suavidad—. Sería muy conveniente. Si me permites que pregunte adonde...
—Al Reino Superior. Levantaré allí su pira funeraria. Nadie lo sabrá.
— Y tú, Hugh la Mano —Triano volvió la vista al asesino y lo estudió detenidamente—. ¿Irás con ella?
Hugh no parecía muy decidido a responder. De nuevo, se llevó la mano a la mejilla y la retiró empapada en sangre. Fijó la vista en sus dedos por unos instantes, sin apenas darse cuenta de lo que veía, y luego procedió a restregarlos lentamente contra su camisa.
—No —dijo por fin—. Tengo que cumplir otro contrato.
Iridal se estremeció y lo miró. Él evitó su mirada y la mujer exhaló un leve suspiro.
En los finos labios de Triano asomó una sonrisa.
—Otro contrato, por supuesto. Lo cual me recuerda que no has recibido tu paga por éste. Creo que Su Majestad estará de acuerdo en que te lo has ganado.
¿Adonde envío el dinero?
Hugh se agachó y alzó en brazos el cuerpo de Bane, cubierto con la capa. Una de sus manitas, manchada de sangre todavía, resbaló de debajo del tosco sudario.
Iridal tomó la manita, la besó y la depositó otra vez sobre el pecho del pequeño.
—Dile a Stephen —murmuró Hugh— que le entregue ese dinero a su hija.
Será mi regalo para su dote.
CAPÍTULO 42
WOMBE, DREVLIN REINO INFERIOR
Limbeck se quitó las gafas por vigésima vez en casi otros tantos minutos y se frotó los ojos. Tras arrojar las gafas sobre la mesa que tenía delante, se dejó caer en una silla y las miró con irritación. Las había confeccionado con sus propias manos y estaba orgulloso de ellas. Con aquellas lentes, por primera vez en la vida, lo veía todo con claridad: todo resultaba nítido y enfocado, sin zonas borrosas y sin contornos difusos y vagos. Limbeck contempló los anteojos (lo que podía distinguir de ellos, sin llevarlos puestos) con admiración y, al mismo tiempo, con desagrado.
Odiaba aquellas gafas, las detestaba. Y no se atrevía a moverse sin ellas.
Habían empezado a darle unos espantosos dolores de cabeza que se iniciaban detrás de los ojos y le atravesaban la cabeza con lo que le parecían pequeñas descargas eléctricas. Y las descargas ponían en acción un enorme martilleo que marcaba el compás golpeando contra el cráneo.
Pero, con ellas puestas, podía ver a su pueblo con claridad y podía apreciar sus rostros famélicos y contraídos por un miedo que aumentaba cada día que transcurría, cada nuevo día que la Tumpa- humpa se negaba a funcionar y seguía apagada, muerta, silenciosa. Y, cuando Limbeck observaba a su pueblo a través de las gafas, cuando veía su desesperación, sentía crecer el odio.
Odiaba a los elfos que les habían causado todo aquello. Odiaba a los elfos que le habían arrebatado a Jarre y que ahora amenazaban con matarla. Odiaba a los elfos o a quien fuera que había matado a la Tumpa-chumpa. Y, cuando experimentaba aquel odio, los músculos de su estómago se contraían y se enroscaban en torno a sus pulmones y la presión era tal que apenas podía respirar.
Después, hacía planes para grandes y gloriosas batallas y pronunciaba excelentes y apasionados discursos ante su gente, y, durante un rato, ellos también sentían aquel odio y se olvidaban del frío y del hambre y del pánico a aquel silencio aterrador. Pero, finalmente, Limbeck tenía que callar, y entonces los enanos volvían a sus casas y tenían que soportar el llanto de sus hijos.
Tras esto, el dolor era tan insoportable en ocasiones que se le revolvía el estómago. Y, cuando terminaba de vomitar, Limbeck notaba que las entrañas volvían a sus respectivos lugares. Entonces recordaba cómo era la vida antes de la revolución, antes de que se preguntara « ¿Por qué?», antes de su encuentro con el dios que no era dios y que resultó ser Haplo. Recordaba a Jarre y lo mucho que la echaba en falta, lo mucho que añoraba sus regañinas —« ¡memo!»— y sus tirones de barba.
Limbeck sabía que aquel « ¿Por qué?» había sido una buena pregunta. Quizá la respuesta que había dado a ella no había sido tan buena...
—Hay demasiados porqués —murmuró, hablando para sí mismo (el único enano con el que hablaba últimamente, pues al resto de los enanos no le gustaba mucho su compañía, lo cual no extrañaba a Limbeck ya que él tampoco se soportaba demasiado a sí mismo) —. Y muy pocas respuestas. Fui un estúpido al preguntarme. Ahora sé algunas cosas. Cosas como: « ¡Eso es mío!», « ¡Quita las manos!», « ¡Dame eso o te parto la cabeza!» o « ¿Ah, sí? ¡Pues tú, otro!».
Ya estaba muy lejos de ser un memo.
Reclinó la cabeza sobre la mesa y, malhumorado, miró a través de los cristales de las gafas por la parte exterior, lo cual produjo el interesante y bastante consolador efecto de hacer que todo pareciera más lejano y pequeño. Cuando era un memo, se dijo, era mucho más feliz.
Exhaló un suspiro. Todo era culpa de Jarre. ¿Por qué había tenido que echar a correr y dejarse capturar por los elfos? Si no lo hubiera hecho, él no se encontraría en aquel apuro. Estaría amenazando con destruir la Tumpa-chumpa...
—Aunque no podría hacerlo, de todos modos —murmuró—.
Esos estúpidos gegs nunca le causarían daño a su preciosa máquina. Y los elfos lo saben. No se toman en serio mi amenaza. Voy... —Limbeck se detuvo, horrorizado.
Gegs. Había llamado a su pueblo «gegs». A su propio pueblo. Y Fue como si viera a sus congéneres con las gafas puestas del revés: distantes, lejanos, pequeños.
— ¡Oh, Jarre! —Exclamó con un gemido—. ¡Ojalá fuera un memo!
Levantó una mano y dio un tirón seco y doloroso de su propia barba, pero el efecto no fue el mismo. Jarre ponía amor en sus tirones de barba. Jarre lo quería, cuando era un memo.
Limbeck cogió las gafas y las arrojó sobre la mesa con la esperanza de que se rompieran, pero no sucedió así. Mirando a su alrededor con sus miopes ojos, emprendió una búsqueda sombría y frenética de un martillo. Acababa de asir lo que había tomado por uno de éstos —pero que había resultado ser un plumero para el polvo—, cuando escuchó unos golpes a la puerta y una explosión de gritos estentóreos de pánico.
— ¡Limbeck, Limbeck! —aulló una voz que el enano reconoció como la de Lof.
Tropezando con la mesa, Limbeck palpó la superficie de ésta en busca de las gafas, se las colocó en la nariz —ligeramente ladeadas— y abrió la puerta empuñando el plumero.
— ¿Bien, qué sucede? ¿No veis que estoy ocupado? —increpó, adoptando la «voz importante» con la que solía librarse de las visitas incómodas, últimamente.
Lof hizo caso omiso. Presentaba un estado lamentable, con la barba desgreñada, los cabellos erizados y las ropas descompuestas. Además, venía frotándose las manos, y cuando un enano se frotaba las manos era señal de que la situación era desesperada. Durante un momento interminable, fue incapaz de articular palabra y sólo pudo mover la cabeza, estrujarse las manos y emitir un gemido.
Limbeck llevaba las gafas colgando de una oreja. Se las quitó, las guardó en un bolsillo del chaleco y dio unas palmaditas tranquilizadoras en el hombro al desmadejado Lof.
—Cálmate, ¿quieres? ¿Qué ha sucedido?
Lof tragó saliva y exhaló un inesperado jadeo. Estimulado por las palabras de Limbeck, consiguió balbucear:
—Jarre... Es Jarre. Está muerta. Los elfos la han matado. Yo..., yo la he visto, Limbeck.
Hundió el rostro entre las manos y, con un ronco sollozo, se echó a llorar.
Se hizo el silencio. Un silencio que surgía de Limbeck, rebotaba en las paredes y volvía a él. Ni siquiera podía escuchar los lamentos de Lof. No oía nada.
La Tumpa-chumpa llevaba mucho tiempo callada. Y, ahora, Jarre también quedaba en silencio. Para siempre.
Todo quedó en un absoluto silencio.
— ¿Dónde está? —preguntó. Y supo que había hecho la pregunta aunque no alcanzó a escuchar el sonido de su propia voz.
—En..., en la Factría —tartamudeó Lof—. Haplo está con ella. Él dice..., dice que no está muerta... pero yo sé..., yo he visto...
Limbeck vio que Lof movía la boca y formaba palabras en los labios, pero sólo entendió una de ellas: «Factría».
Sacó las gafas del bolsillo, se las ajustó firmemente a la nariz y tras las orejas y agarró por el brazo a Lof. Arrastrándolo consigo, Limbeck se encaminó a los túneles secretos que conducían a la Factría.
Y, en su avance, animó a cuantos enanos se cruzaban con él a que lo acompañaran.
— ¡Venid conmigo! —les dijo—. ¡Vamos a matar elfos!
Haplo se transportó mediante su magia a la Factría, el único lugar de Drevlin, aparte de su nave, cuya imagen podía evocar con detalle. Había considerado la posibilidad de emplear la nave, pues una vez en ella podría salvarle la vida a Jarre, devolverla a su pueblo y, luego, regresar entre los suyos. Viajaría a Abarrach e intentaría convencer a su señor de que las serpientes lo estaban utilizando, que los estaban utilizando a todos.
La idea de usar la nave sólo estuvo en su cabeza unos instantes, y enseguida la descartó. Sang-Drax y las serpientes dragón estaban tramando algo: algo importante, algo terrible. Sus planes para Ariano se estaban torciendo. No habían previsto que Haplo e Iridal escaparan, ni habían tomado en consideración a los kenkari. Tendrían que intentar alguna jugada para contrarrestar todo lo positivo que Iridal fuera capaz de conseguir en el Reino Medio. Y Haplo tenía una idea bastante clara de cuál iba a ser esa jugada.
Se materializó en el interior de la Factría, cerca de la estatua del dictor.
Depositó suavemente a Jarre sobre la peana de la estatua y dirigió una rápida mirada a su alrededor. Su piel despedía un leve resplandor azulado, rescoldos de la magia que había utilizado para transportarse hasta allí con la enana, pero tam- bién señal de advertencia. Las serpientes estaban cerca. Allí abajo, probablemente; en sus cavernas secretas.
Como peligro más inmediato, se preparó para hacer frente a los soldados elfos que tenían establecida su base en el inmenso recinto y para neutralizar a todos los que pudieran estar montando guardia en torno a la estatua. Los elfos se quedarían paralizados de asombro al verlo surgir de la nada y, aprovechando la sorpresa, podría reducirlos.
Pero no encontró a nadie allí. La base de la estatua había sido cerrada otra vez, cubriendo el túnel que se abría debajo. Los elfos todavía ocupaban la Factría, pero estaban todos agrupados a la entrada del enorme edificio, a la máxima distancia posible de la escultura del dictor. Las lámparas se hallaban apagadas, y aquella parte de la Factría estaba sumida en la oscuridad.
Haplo levantó la vista hacia el benigno rostro de la estatua, que reflejaba la luz de los tatuajes. El patryn reconoció en aquel rostro el de Alfred.
—Este miedo te dolería, ¿verdad, mi torpe amigo? —murmuró. Después, las sombras se movieron ligeramente, y el rostro bajo la capucha de la estatua adquirió los severos rasgos de Samah—. En cambio, tú pensarías que su miedo es un tributo apropiado.
Jarre se movió con un gemido. Haplo hincó la rodilla a su lado. La estatua los protegía de la curiosidad de los elfos. Si alguno de ellos acertaba a mirar en aquella dirección —una posibilidad que el patryn no consideraba probable—, sólo advertirían un resplandor azul, mortecino y suave, tan mortecino y suave que probablemente pensarían que la vista los engañaba y no lo tomarían en cuenta.
Pero otros ojos lo observaban. Unos ojos con los que no había contado.
— ¡Jarre! —exclamó una voz horrorizada.
— ¡Maldición! —juró Haplo, dándose la vuelta.
Dos figuras salieron de la oscuridad con cautela, emergiendo del agujero del suelo que conducía a los túneles secretos de los enanos.
Por supuesto, se dijo Haplo. Sin duda, Limbeck había apostado espías para tener vigilados a los elfos. Los enanos podían colarse por la escalera, apostarse entre las sombras y observar los movimientos de los elfos sin correr grandes riesgos. El único inconveniente era la sensación de miedo que fluía de debajo de la estatua, del cubil de las serpientes.
Haplo observó que los enanos dudaban de si acercarse a la estatua, pero eran atraídos hacia ella por la sorpresa y la preocupación por Jarre.
—Vuestra amiga está bien —les dijo, tratando de transmitir confianza y esperando evitar el pánico. Un grito y todo habría acabado: se vería rodeado por el ejército elfo al completo—. Parece que está muy mal, pero voy a...
— ¡Está muerta! —exclamó el enano, con los ojos desorbitados—. Debemos decírselo... a Limbeck.
Sin dar tiempo a Haplo a decir una palabra más, los dos enanos dieron media vuelta y se alejaron a la carrera por el suelo de la Factría hacia la boca del túnel.
El patryn escuchó el estruendo de sus pesadas botas descendiendo los peldaños de la escalerilla; habían olvidado cerrar la tapa metálica.
Bien, estupendo. Si conocía a Limbeck, podía estar seguro de que muy pronto lo tendría allí con la mitad de los enanos de Drevlin.
Pero, en fin, ya se ocuparía de aquello cuando sucediese.
Se inclinó sobre Jarre, puso ambas manos sobre las de ella y extendió el círculo de su ser para abarcarla en él. El resplandor de los signos mágicos se incrementó y viajó desde la mano derecha de Haplo hasta la izquierda de Jarre. La salud y la energía fluyeron a ella mientras él absorbía el dolor y el tormento de la enana.
Haplo había sabido que llegaría el dolor y se había preparado para recibirlo.
La misma sensación experimentó en Chelestra cuando había curado al joven elfo, Devon. Pero esta vez fue más terrible; el dolor fue mucho peor y, como si las serpientes hubieran sabido que finalmente lo alcanzaría, el tormento lo llevó una vez más al Laberinto.
De nuevo, las crueles aves de dientes como cuchillas y picos lacerantes se cebaron en su carne, le desgarraron las entrañas, lo golpearon con las alas coriáceas. Haplo apretó los dientes, cerró los ojos y se mantuvo asido a Jarre, repitiéndose una y otra vez que aquello no era real.
Y parte de la fuerza de la enana, de la resistencia y la bravura que la habían mantenido con vida, fluyó al patryn.
Haplo jadeó y se estremeció. El dolor y el miedo eran tan espantosos que deseó desesperadamente morir en aquel instante. Pero unas manos firmes y poderosas tomaron las suyas y oyó que una voz le decía: «Ya pasó todo. Ya se han ido. Estoy aquí».
Era la voz de una mujer, de una patryn. La reconoció: ¡Era la voz de ella!
Había vuelto a él. Allí, en el Laberinto, ella lo había encontrado otra vez, por fin.
Ella había expulsado a las serpientes. Ahora estaba a salvo, como ella.
Pero sólo por el momento. Las serpientes volverían, y Haplo tenía un hijo que proteger... El hijo de ambos.
— ¿Y nuestro hijo? —preguntó—. ¿Dónde está nuestro hijo?
— ¿Haplo? —Dijo la voz, esta vez con un tono de preocupación—. ¿Haplo, qué sucede? Soy yo, Jarre...
Haplo se incorporó y recobró el aliento. Frente a su rostro estaba la cara asustada y nerviosa (y las patillas oscilantes) de una enana. La decepción que experimentó resultó casi tan terrible, tan insoportable, como el dolor. Cerró los ojos y hundió los hombros. Todo era en vano. ¿Cómo podía seguir? ¿Por qué iba a hacerlo? Había fracasado. Le había fallado a ella, al hijo que habían tenido, a su pueblo, al pueblo de Jarre...
— ¡Haplo! —Esta vez, el tono de Jarre era severo—. ¡Basta ya! ¡Despierta de una vez!
El patryn abrió los ojos y la observó, plantada junto a él. La enana movía las manos con impaciencia y Haplo tuvo la impresión de que, si hubiera llevado barba, Jarre estaría tirando de ella: era su remedio habitual para devolverle el juicio a Limbeck.
Dedicó a la enana una de sus plácidas sonrisas mientras se incorporaba.
—Lo siento —dijo.
— ¿Dónde estaba? ¿Qué me has hecho? —quiso saber Jarre, observándolo con suspicacia. De pronto, la enana palideció y el miedo asomó a sus facciones—.
El..., el elfo... Me hizo daño. —Su rostro expresó perplejidad—. Sólo que no era un elfo. Era un monstruo horrible, con los ojos muy rojos...
—Lo sé —dijo Haplo.
— ¿Se ha ido? Sí, ¿verdad? —En los ojos de la enana brilló una chispa de esperanza—. Tú lo has expulsado.
Haplo la miró en silencio.
Jarre movió la cabeza, viendo apagarse su esperanza.
— ¿No?
—No. Ese monstruo está aquí. Ahí abajo. Y hay más como él. Muchos más.
Sang-Drax, el elfo, sólo era uno de ellos. Pueden entrar en tu mundo de la misma manera que yo.
— ¿Pero cómo...? —gimió ella.
— ¡Chist! —Haplo levantó la mano.
Debajo del suelo, junto a la entrada secreta de los enanos, resonó la vibración de unas pisadas, de muchos pies, calzados con recias botas. Unas voces graves, potentes y cargadas de cólera, tronaron en los túneles. Las pesadas botas empezaron a trepar por la escalerilla que conducía a la Factría.
El ruido era como el rugido de las tormentas que barrían Drevlin, pero esta vez procedía de las entrañas de la Factría. Haplo dirigió una rápida mirada a los elfos al tiempo que corría hacia los enanos. Los soldados elfos estaban ya en pie, buscando sus armas entre los gritos y órdenes de sus oficiales. El esperado ataque de los enanos había empezado. Los elfos estaban preparados.
Haplo alcanzó la entrada del túnel y estuvo a punto de ser arrastrado por la oleada de enanos que se le echaba encima. Los elfos montaban barricadas con sus pertrechos, a toda prisa. Las puertas de la Factría se abrieron y una ráfaga de viento cargada de lluvia penetró en el recinto. El fulgor de los relámpagos y el crepitar de los truenos casi sofocó los gritos de los enanos. Alguien gritó, en elfo, que toda la comunidad humana estaba en armas. Un oficial replicó que eso era lo que habían estado esperando y que ahora podrían exterminar a aquellos pequeños «gegs».
Limbeck pasó ante Haplo, a la carga. Por lo menos, el patryn creyó que era él.
El enano tenía el rostro contraído de odio, de furia y de sed de matar. Haplo no lo habría reconocido de no ser por las gafas, firmemente sujetas a la nariz y atadas en torno a la cabeza con una cinta. En una mano llevaba un hacha de combate de terrible aspecto y en la otra, inexplicablemente, un plumero.
Limbeck pasó ante el patryn, encabezando a sus enanos en una carrera desquiciada y frenética que los llevaría directamente contra la vanguardia de las disciplinadas tropas elfas.
— ¡Venguemos a Jarre! —gritó Limbeck.
— ¡Venguemos a Jarre! —respondieron los enanos al unísono, con una voz atronadora, abrumadora.
— ¡No necesito que nadie me vengue! —chilló Jarre desde su posición en la peana de la estatua del dictor—. ¡No fueron los elfos, Limbeck! —Aulló, estrujándose las manos—. ¡No seas memo!
Muy bien, aquello ya había surtido efecto una vez, se dijo Haplo, y empezó a extender el brazo para invocar el hechizo que dejaría paralizados a todos los presentes. Pero el canturreo murió en sus labios. El patryn se contempló el brazo, vio brillar las runas con un intenso azul resplandeciente, entreverado de rojo, y notó que le ardía la piel en señal de advertencia.
La estatua del dictor cobró vida y empezó a moverse.
Jarre soltó un grito, perdió el equilibrio y cayó dando tumbos de la peana sobre la que se alzaba la estatua. Limbeck no había oído su primer chillido, pero esta vez escuchó el grito. Se detuvo a media carrera, volvió la cabeza en la dirección de la que procedía la voz, vio a Jarre incorporándose con esfuerzo y observó que la estatua del dictor se abría lentamente.
El miedo, el terror y el espanto que fluían del túnel precediendo a las serpientes resultó más efectivo que cualquier hechizo de Haplo para detener el avance de los enanos. Éstos interrumpieron en seco el asalto a los elfos y volvieron la vista hacia la boca del orificio. La furia desafiante que los había llevado hasta allí los abandonó, dejándolos en un frío espantoso. Los elfos, más alejados de la boca del túnel, no podían distinguir con precisión qué estaba sucediendo pero alcanzaron a ver que la enorme estatua se movía y escucharon el ruido sordo que emitía al desplazarse. Y ellos también percibieron el miedo. Agachados tras sus barricadas, empuñaron las armas y dirigieron miradas nerviosas e interrogativas a sus oficiales, cuya expresión también era de sombría inquietud.
—No dará resultado, Sang-Drax —gritó Haplo. A través de los oídos del perro, el patryn podía escuchar a Hugh conversando con Triano y captó sus comentarios sobre la amarga pena de Iridal—. ¡Estás derrotado! Bane ha muerto y la alianza se mantendrá. Llegará la paz ¡Ya no puedes hacer nada por evitarlo!
Oh, sí, claro que sí, susurró Sang-Drax en la mente de Haplo. ¡Observa!
Jarre corrió hacia Limbeck, abriéndose paso a trompicones.
—Tenemos que escapar —exclamó, abalanzándose sobre el enano con tal fuerza que casi lo derribó al suelo—. Díselo a todos. Tenemos que marcharnos.
Se..., acerca un monstruo terrible que vive ahí abajo. Haplo dice...
Limbeck sabía que se acercaba un monstruo horrible, algo siniestro, maléfico y espantoso. Sabía que debía correr, que debía ordenar a todos que escaparan para salvar la vida, pero no consiguió articular palabra. Estaba demasiado asustado. Y no veía nada con claridad. El sudor que le resbalaba de la frente le había empañado las gafas y no podía quitárselas. La cinta con que las había sujetado estaba anudada en la parte posterior de la cabeza y el enano no se atrevía a soltar el hacha que blandía para desatar el nudo.
Unas formas oscuras, unos seres amenazadores, surgieron por la abertura que había dejado la estatua al desplazarse.
Era..., eran...
Limbeck pestañeó y se frotó los cristales de las gafas con las mangas de la camisa.
— ¿Qué..., qué son, Jarre? —preguntó.
— ¡Oh, Limbeck! —La enana exhaló un suspiro estremecido—. Limbeck...
¡somos nosotros!
CAPÍTULO 43
WOMBE, DREVLIN REINO INFERIOR
Un ejército de enanos emergió del túnel bajo la estatua.
—No está mal, Sang-Drax —murmuró Haplo con mal disimulada admiración—. No está nada mal. Eso creará una confusión terrible.
Las serpientes imitaban a los enanos de Drevlin hasta el menor detalle: su aspecto, su indumentaria, las armas que portaban. Surgían del hueco gritando su odio a los elfos y animando a sus congéneres a lanzarse al ataque. Los enanos auténticos empezaron a titubear. Tenían miedo a los recién llegados, pero este temor empezaba a mezclarse con el miedo a los elfos y pronto no serían capaces de distinguir uno de otro.
Y no serían capaces de distinguir a un enano verdadero de uno falso.
Haplo, sí. El patryn sabía reconocer el fulgor rojizo de los ojos que delataba a las serpientes, pero ¿cómo explicarlo a los enanos? ¿Cómo prevenirlos, cómo convencerlos? Los dos ejércitos enanos estaban a punto de juntarse. Unidos, atacarían a los elfos, los derrotarían y los expulsarían de Drevlin. Y luego, aún bajo el disfraz de enanos, las serpientes atacarían la máquina, la Tumpa- humpa, de la que dependía la existencia de todas las razas de Ariano.
Un golpe brillante. Ante esto, poco importaba que los humanos y los elfos se aliaran. Poco importaba que Reesh'ahn y Stephen derribaran el imperio de Tribus.
No tardaría en llegarles la noticia de que los enanos estaban destrozando la Tumpa-chumpa y se disponían a privar de agua al Reino Medio. Humanos y elfos no tendrían más remedio que combatir a los enanos para salvar la enorme máquina...
Caos. Conflictos sin fin. Las serpientes se harían poderosas, invencibles.
— ¡No les hagáis caso! ¡No son de los nuestros! —gritó Jarre con voz agudísima—. ¡No son enanos! Y tampoco son elfos. Son esos monstruos que me hicieron daño. ¡Míralos, Limbeck! ¡Obsérvalos bien!
Limbeck trató de limpiar el vaho de los cristales.
Impaciente, Jarre agarró las gafas por la montura y dio un tirón que rompió la cinta. Arrancándolas de la nariz del enano, las arrojó al suelo.
— ¡Pero...! ¿Por qué has hecho esto? —rugió Limbeck, furioso.
— ¡Ahora puedes ver, memo! ¡Míralos! ¡Fíjate!
Limbeck volvió sus miopes ojos hacia donde Jarre decía. El ejército de enanos sólo era ahora una mancha borrosa y oscura, congelada en una masa alargada y sinuosa. La masa palpitaba y se retorcía y lo miraba con odio a través de incontables pares de ojos como brasas encendidas.
— ¡Una serpiente gigante! —Exclamó Limbeck, enarbolando el hacha de combate—. ¡Nos ataca una serpiente gigante!
— ¿Qué? —Lof, perplejo, volvió la vista en todas direcciones—. ¿Dónde?
—Aquí —intervino Haplo.
Empuñando la espada elfa que había robado del Impera—non, el patryn se lanzó contra el enano de ojos rojos que tenía más cerca. Las runas grabadas en la hoja del arma se encendieron y el acero refulgió. Una cascada de llamas rojas y azules fluyó de la punta de la espada hasta la cabeza del enano.
Pero éste había dejado de ser tal.
Un cuerpo enorme aplanado que recordaba el de una serpiente se alzaba ante el patryn, expandiéndose desde el cuerpo del falso enano como una planta monstruosa que germinara en un plantel. La serpiente cobró forma más deprisa de lo que la vista podía seguir. Con un latigazo de la cola, hizo saltar la espada de la mano del patryn y la envió por los aires. La magia rúnica del arma empezó a disgregarse, los símbolos mágicos se desmoronaron y se derrumbaron en el aire como eslabones de una cadena rota y esparcida.
Haplo retrocedió de un salto, apartándose del alcance de la cola de la criatura, y buscó una oportunidad para recuperar el arma. Lo sucedido, reflexionó, era de esperar: su ataque había sido demasiado apresurado, demasiado al azar. No le había dado tiempo a concentrarse en su magia. Pero había conseguido su objetivo. El patryn sólo se había propuesto perturbar la maja de la criatura y obligarla a mostrar su verdadera forma. Por o menos, ahora, los auténticos enanos verían a la serpiente tal como era.
—Muy hábil por tu parte, patryn —dijo Sang-Drax. La esbelta silueta de la serpiente elfo se adelantó lentamente de las filas de enanos de ojos ígneos—. Pero ¿qué has conseguido con ello, sino la muerte de todos esos amigos tuyos?
Los enanos, entre exclamaciones de espanto, tropezaron y cayeron unos encima de otros en un esfuerzo por escapar de la horrible criatura que se cernía sobre ellos.
Como una centella, Haplo se coló bajo la cola de la serpiente y recuperó la espada. Retrocediendo, se enfrentó a Sang-Drax. Un puñado de enanos, avergonzados ante la cobardía de sus congéneres, acudieron al lado del patryn.
Los demás se arremolinaron en torno a él empuñando pedazos de tubería, hachas de combate y cualquier otra arma que habían podido encontrar.
Pero su demostración de valor duró muy poco. El resto de las serpientes empezó a abandonar sus disfraces de mensch. La oscuridad se llenó con el siseo y el olor nauseabundo a podredumbre y descomposición que despedían las criaturas. El fuego de sus ojos se intensificó. Una cabeza monstruosa descendió.
Una cola se abatió como un látigo. Unas mandíbulas inmensas se cerraron en torno a un enano, lo levantaron hasta el altísimo techo de la Factría y lo dejaron caer. El enano emitió un grito horripilante mientras se precipitaba a la muerte.
Otra serpiente aplastó a uno de los gegs con la cola. La mejor arma de aquellas maléficas criaturas, el miedo, se extendió entre las filas de los enanos como una epidemia.
Entre alaridos de pánico, los enanos arrojaron sus armas. Los más próximos a las serpientes pugnaron por retroceder hacia los accesos a sus túneles, pero toparon con un muro de sus camaradas, a quienes no dio tiempo de apartarse. Las serpientes, con parsimonia, se dedicaron a capturar a algunos de ellos, asegurándose de que tuvieran una muerte horrible entre alaridos espeluznantes.
Los enanos retrocedieron hacia la entrada de la Factría, donde sólo encontraron las barricadas elfas. Los refuerzos elfos habían empezado a llegar pero, a juzgar por el ruido, estaban encontrando resistencia enana en el exterior de la Factría. Elfos y enanos combatían entre las ruedas y engranajes de la Tumpachumpa mientras, en el interior de la Factría, reinaba el caos.
Los elfos gritaron que las serpientes eran una maquinación de los enanos.
Éstos clamaron que las maléficas criaturas eran un truco mágico de los elfos. Las dos razas se lanzaron una contra otra y las serpientes los animaron a ello, los azuzaron a la carnicería.
Sang-Drax era la única que no había cambiado de aspecto y permaneció plantado ante Haplo, con una sonrisa en sus delicadas facciones de elfo.
—Pero no queréis que mueran —dijo el patryn con la espada aún en alto, observando atentamente a su rival para intentar adivinar su siguiente movimiento—. Porque, si ellos mueren, vosotras también.
—Es cierto —respondió Sang-Drax y avanzó hacia Haplo desenvainando su acero—. No tenemos intención de matarlos. Al menos, no a todos. Pero tú, patryn... Tú ya no nos proporcionas alimento. Te has convertido en una rémora, un riesgo, una amenaza...
Haplo aventuró una rápida mirada a su alrededor. No vio en las proximidades a Limbeck ni a Jarre y supuso que los había arrastrado la marea de pánico.
Estaba solo, plantado junto a la estatua del dictor, cuyos ciegos ojos eran testigos del baño de sangre con una expresión severa de absurda y estúpida compasión en su metálico rostro.
—Está todo perdido, amigo mío —continuó Sang-Drax—. Míralos. Estás viendo un prólogo del caos que regirá el universo. Para siempre. Eternamente.
Piensa en ello mientras mueres...
Sang-Drax lanzó una estocada. El metal de su espada brilló con la luz rojiza, mortecina, de la magia de las serpientes. No podría penetrar a la primera el escudo mágico de las runas tatuadas en la piel del patryn, pero intentaría debilitarla, demolerla con golpes sucesivos.
Haplo paró la estocada, cruzando su acero con el de la serpiente elfo. Una descarga eléctrica saltó de la espada de Sang-Drax a la de Haplo, ascendió por la hoja hasta la empuñadura, pasó a la palma de la mano del patryn —la única zona de su piel que no protegían las runas— y desde ella le subió por el brazo. La magia del patryn se vio perturbada. Intentó retener la espada, pero una nueva descarga le quemó la palma de la mano e hizo que los músculos y nervios de su antebrazo se contrajeran y temblaran espasmódicamente. La mano quedó inutilizada y la espada le resbaló de los dedos.
Haplo retrocedió hasta apoyarse en la estatua mientras sostenía el brazo inútil con la otra mano. Sang-Drax se acercó más. La magia corporal del patryn reaccionó de forma instintiva para protegerlo, pero la espada de la serpiente penetró con facilidad en el escudo debilitado y le rajó el pecho.
El acero partió por la mitad la runa del corazón, el signo mágico central del cual extraía Haplo su fuerza y del cual emanaba el círculo de su ser. La hoja penetró en la carne hasta dejar a la vista el esternón.
Para un hombre normal, para un mensch, la herida, aunque grave, no habría sido mortal. Sin embargo, Haplo supo que acababa de recibir una estocada letal.
La espada mágica de Sang-Drax había cortado mucho más que la mera carne.
Había roto la propia magia protectora del patryn dejándolo indefenso, vulnerable.
A menos que tuviera tiempo para descansar, para reestructurar las runas y curarse a sí mismo, el siguiente ataque de la serpiente acabaría con él.
—Y moriré a los pies de un sartán —murmuró Haplo para sí, aturdido, mientras alzaba la vista hacia el rostro de la estatua.
La sangre manaba de su pecho, le empapaba la camisa, corría por sus brazos y sus manos. El resplandor azulado de los signos mágicos menguaba, se apagaba.
Cayó de rodillas, demasiado agotado para seguir luchando. Demasiado...
desesperado. Sang-Drax tenía razón: todo era inútil.
—Acaba conmigo de una vez —masculló—. ¿A qué esperas?
—Lo sabes muy bien, patryn —respondió Sang-Drax con su voz susurrante—.
¡Quiero tu miedo!
El falso elfo empezó a cambiar de forma y sus extremidades se alargaron horriblemente y se soldaron, fundiéndose en un cuerpo de piel fofa y tacto viscoso.
Una luz roja, cada vez más intensa, enfocó a Haplo. El patryn no tuvo necesidad de alzar la vista para saber que la cabeza del gigantesco reptil acechaba encima de él, dispuesta a desgarrarle la carne, estrujarle los huesos y destruirlo.
Recordó la ocasión en que había resultado herido de muerte en el Laberinto.
Recordó cómo se había dejado caer al suelo para morir, demasiado cansado, demasiado malherido...
— ¡No! —exclamó.
Alargando la mano, empuñó la espada y la blandió en la zurda mientras se incorporaba tambaleándose. En la hoja del arma, las inscripciones mágicas no emitían ningún resplandor. Había perdido el poder de la magia. La espada era de acero mensch, sencilla y sin adornos, llena de muescas y golpes. Lo que Haplo sentía era cólera, no miedo. Y, si echaba a correr al encuentro de la muerte, quizá pudiera dejar atrás ese miedo.
Haplo se lanzó contra Sang-Drax y levantó la espada para descargar un golpe, consciente de que no viviría el tiempo suficiente para asestarlo.
Al inicio de la batalla, Limbeck Aprietatuercas andaba a gatas por el suelo tratando de encontrar las gafas.
Dejando caer el hacha de combate, el enano no prestó atención a los gritos y a las voces asustadas de los suyos, ni a los siseos y movimientos de las serpientes, que para él sólo eran, de todos modos, vagas formas oscuras. No prestó atención a la lucha que se desarrollaba en torno a él ni tampoco a Lof, que se quedó clavado donde estaba, paralizado de terror. Y Limbeck no prestó la menor atención a Jarre, que se hallaba de pie delante de él y le golpeaba la cabeza con el plumero.
— ¡Limbeck! ¡Haz algo, por favor! ¡Los nuestros están muriendo! ¡Los elfos están muriendo! ¡El mundo está muriendo! ¡Haz algo!
— ¡Ya voy, maldita sea! —Le replicó él por fin, en un chillido arisco, mientras palpaba desesperadamente el suelo—. ¡Pero antes tengo que ver qué sucede!
— ¡Antes, nunca veías nada! —Jarre chilló con la misma intensidad—. ¡Eso era lo que me encantaba de ti!
La luz de los ojos de la serpiente arrancó un reflejo rojizo de los cristales de las gafas. Limbeck alargó la mano hacia ellas pero, de pronto, desaparecieron ante sus propios dedos. Lof, a quien el grito de Jarre había sacado de su terror paralizante, había dado media vuelta para escapar y había dado un puntapié involuntario a las gafas, que se deslizaron por el suelo un buen trecho.
Limbeck se lanzó tras ellas, arrastrándose sobre su orondo vientre. Se abrió paso entre las piernas de un enano y alargó la mano entre los tobillos de otro. Las gafas parecían haber cobrado vida propia y mantenerse maliciosamente fuera de su alcance. Unas botas pisaron los dedos que las buscaban. Unos talones golpearon el costado del enano. Lof cayó al suelo con un alarido de pánico y su trasero no aplastó las gafas por muy poco. Limbeck gateó por encima del postrado Lof, le clavó una rodilla en la cara a su desventurado camarada y alargó de nuevo la mano.
Concentrado en las gafas, Limbeck no vio lo que había aterrorizado a Lof. A decir verdad, Limbeck no habría visto gran cosa de todos modos. Sólo habría podido distinguir una gran masa gris y escamosa que descendía sobre él. Las yemas de sus dedos ya rozaban la montura de alambre de los anteojos cuando, de pronto, alguien lo agarró con brusquedad por la espalda. Unas manos poderosas lo asieron por el cuello de la camisa y lo mandaron volando por los aires.
Jarre había echado a correr en pos de Limbeck, tratando de alcanzarlo entre la multitud de atemorizados enanos. Lo perdió de vista un instante y lo volvió a encontrar, montado encima de Lof y los dos a punto de quedar aplastados bajo una de las horribles serpientes.
Jarre se lanzó sobre Limbeck, lo agarró por el cuello de la camisa, tiró de él y lo alejó del peligro. El enano estaba salvado, pero no sus gafas. El cuerpo de la serpiente cayó sobre ellas. El suelo vibró y las gafas crujieron. Al cabo de unos instantes, la serpiente se alzó de nuevo, buscando a sus víctimas con sus ojos encendidos.
Limbeck yacía boca abajo, buscando aire sin demasiada suerte. Jarre sólo tenía una idea en la cabeza: evitar que los ojos de la serpiente dragón los descubriesen. De nuevo, asió a su camarada por el cuello y empezó a arrastrarlo (no tenía fuerzas para levantarlo otra vez) hacia la estatua del dictor.
Hacía mucho tiempo, durante otra pelea en la Factría, Jarre se había refugiado bajo aquella estatua. Esta vez, volvería a hacerlo. Pero no había contado con Limbeck.
— ¡Mis gafas! —exclamó el enano tan pronto como consiguió llenar sus pulmones.
Se incorporó a medias, se desasió de Jarre con una sacudida... y estuvo a punto de ser decapitado por la espada de Sang-Drax en el arco que describió ésta tras descargar un golpe contra alguien que Limbeck no distinguía.
Limbeck sólo vio una mancha de fuego al rojo, pero escuchó el silbido de la hoja sobre su cabeza y notó la corriente de aire en la mejilla. Retrocedió apresuradamente y tropezó con Jarre, que volvió a agarrarlo y lo arrastró a su lado junto a la base de la estatua.
« ¡Haplo!», iba a gritar la enana, pero se reprimió a tiempo. El patryn estaba muy atento a su enemigo; el grito sólo podía contribuir a distraerlo. Concentrados el uno en el otro, ni Haplo ni la serpiente advirtieron la presencia de los dos enanos agachados junto a la peana de la estatua, temerosos de moverse.
Limbeck sólo tenía una vaga idea de lo que estaba sucediendo. Para él, todo era un torbellino confuso de luces, movimientos e impresiones borrosas. Haplo estaba luchando con un elfo y, de pronto, parecía que el elfo se había tragado una serpiente... ¿o tal vez era a la inversa?
— ¡Sang-Drax! —susurró Jarre, y Limbeck percibió el miedo y la repulsión de su voz. La enana se acurrucó contra él y le musitó con desconsuelo—: ¡Oh, Limbeck! ¡Haplo está perdido! ¡Está muriéndose, Limbeck!
— ¿Dónde está? —Gritó Limbeck con exasperación—. ¡No veo nada!
Y, cuando se volvió hacia ella, Jarre había desaparecido. El enano escuchó su voz:
—Él me salvó. Ahora, voy a salvarlo yo.
La cola de la serpiente lanzó un latigazo que alcanzó a Haplo, le hizo caer la espada de la mano y lo derribó al suelo. El patryn quedó tendido, aturdido, debilitado por la pérdida de sangre y casi incapaz de respirar. Dolorido y exhausto, esperó el final, el siguiente golpe. Pero no llegó.
Abrió los ojos. Una enana se había plantado ante él en actitud protectora.
Desafiante, intrépida, con las patillas oscilando a un lado y otro y empuñando con ambas manos un hacha de combate, Jarre miraba a la serpiente con una mueca de rabia.
— ¡Vete! —la oyó decir—. ¡Vete y déjanos en paz!
La serpiente hizo caso omiso de la enana. Sang-Drax tenía la mirada y la atención fijas en el patryn.
Jarre se adelantó de un salto, y descargó el hacha en la pútrida carne de la serpiente. La hoja se hundió profundamente y un fluido viscoso manó de la herida.
Haplo trató de reincorporarse. La serpiente, doliéndose de la herida, se abatió sobre Jarre con la intención de librarse de un insecto molesto antes de ocuparse del patryn.
La serpiente bajó la cabeza hacia la enana. Jarre mantuvo su posición y aguardó hasta que la cabeza estuvo al alcance de su hacha. El reptil abrió de par en par sus desdentadas mandíbulas, y Jarre saltó torpemente a un lado, blandiendo el arma. La afilada hoja de ésta golpeó la mandíbula inferior de la serpiente con tal potencia que el metal quedó incrustado en la carne de ésta.
Sang-Drax soltó un alarido de dolor y de rabia y trató de quitarse el hacha a sacudidas, pero Jarre se mantuvo tercamente asida al mango. La serpiente irguió la cabeza con la intención de estrellar a la enana contra el suelo.
Haplo empuñó la espada y la blandió en alto.
— ¡Jarre! —gritó—. ¡Basta! ¡Suelta eso!
La enana aflojó la presión de las manos sobre el mango del hacha y cayó al suelo, ilesa.
Sang-Drax se liberó del hacha. Enfurecido con aquella criatura insignificante que le había infligido un dolor tan terrible, se abatió de nuevo sobre ella con las mandíbulas abiertas para partirla en dos.
Haplo hundió la espada en el llameante ojo de la serpiente.
Un chorro de sangre brotó de la herida. Medio ciega, loca de dolor y de rabia e imposibilitada de seguir sacando energías de su miedo, la repulsiva criatura se debatió en un acceso de furia asesina.
Haplo se mantuvo en pie a duras penas.
— ¡Jarre! ¡Por la escalera! —logró articular.
— ¡No! —gritó ella—. ¡Tengo que salvar a Limbeck! —añadió, y desapareció al instante.
Haplo intentó seguirla, pero resbaló en la sangre de la serpiente y, en su caída, se precipitó dolorosamente peldaños abajo, demasiado débil para conseguir frenarse.
Le pareció que caía durante un rato interminable.
Sin prestar atención a la lucha, interesado sólo en dar con Jarre, Limbeck rodeó la estatua del dictor a tientas y estuvo cerca de caer de cabeza por el hueco que se había abierto de pronto ante sus pies. Se detuvo a inspeccionar su interior desde la abertura y vio sangre en los peldaños, y oscuridad, y el inicio de los túneles que conducían a la pista de sus calcetines deshilachados, al autómata y a la sala misteriosa donde había visto a elfos, enanos y humanos conviviendo en armonía, Miró a su alrededor y vio en el suelo a elfos y enanos yaciendo juntos, muertos.
Le vino a los labios un frustrado « ¿Por qué?», pero no llegó a pronunciarlo.
Por primera vez en su vida, Limbeck veía algo con nitidez: veía lo que tenía que hacer.
Hurgando en el bolsillo, Limbeck sacó el paño blanco que usaba para limpiarse las gafas y se puso a agitarlo con la mano en alto.
— ¡Basta! —Gritó, y su voz sonó potente y enérgica en el silencio—.
¡Detened la lucha! ¡Nos rendimos!
CAPÍTULO 44
LA FACTRÍA REINO INFERIOR
Elfos y enanos se detuvieron el tiempo suficiente como para volver la mirada a Limbeck. Algunos parecían desconcertados; otros, malhumorados; la mayoría, suspicaces, y todos, asombrados. Aprovechando la estupefacción general, Limbeck se encaramó a la pena de la estatua.
—¿Estáis ciegos? —gritó—. ¿Acaso no veis adonde nos conduce todo esto? ¡A la muerte! ¡Esto será nuestra muerte y la de todo nuestro mundo, si no nos detenemos! —Extendió las manos a los elfos y continuó—: Soy el survisor jefe y mi palabra es ley. Hablemos. Negociemos. Los elfos podéis quedaros con la Tumpachumpa.
Y voy a demostrar que hablo en serio. Ahí abajo —indicó el túnel— hay una sala desde la que se puede controlar la máquina. Os la enseñaré...
Jarre lanzó una exclamación. Limbeck tuvo la súbita sensación de que una mole enorme se alzaba sobre él y notó un aliento malsano y siseante que lo envolvía como el viento del Torbellino.
—¡Demasiado tarde! —rugió Sang-Drax—. No habrá paz en este mundo. Sólo caos y terror, y lucha por la supervivencia. ¡En todo Ariano, tendréis que beber sangre en lugar de agua! ¡Destruid la máquina!
La cabeza de la serpiente pasó por encima del desconcertado enano y golpeó la estatua del dictor.
Un estruendo resonante, grave y estremecedor, recorrió la Factría. La estatua del dictor, la severa y silenciosa figura del sartan que se había mantenido allí durante siglos, adorada y reverenciada por innumerables generaciones de enanos, se estremeció y osciló sobre su base. La serpiente se lanzó de nuevo contra ella y la golpeó con furia. El dictor emitió otro retumbo metálico, se inclinó, osciló y se derrumbó sobre el suelo.
El eco estruendoso de la caída sonó como el toque a muertos de una campana a lo largo y ancho de la Factría.
Por todo Drevlin, las serpientes empezaron a golpear los le—trozumbadores, a romper los silbatos y reducir a pedazos de metal la máquina maravillosa. Los elfos vieron lo que sucedía y, de pronto, acudió a su mente una visión de sus naves cisternas regresando al Reino Medio... vacías.
Los enanos detuvieron su retirada, volvieron a tomar las armas y se volvieron para hacer frente a las odiosas criaturas. Los elfos empezaron a arrojar flechas mágicas a sus rojos ojos y, dentro y fuera de la Factría, unidos por la terrible visión de las serpientes atacando la máquina, enanos y elfos combatieron juntos para proteger la Tumpa-chumpa.
Los ayudó en la lucha la oportuna llegada de una nave dragón desarbolada que, merced al esfuerzo conjunto de sus ocupantes elfos y humanos, había conseguido escapar a duras penas del Torbellino. Un grupo de robustos humanos, bajo el mando de un capitán elfo y empuñando armas encantadas con los hechizos de un mago elfo, se unió a los enanos. Los mensch atacaron a las serpientes con tal ferocidad que éstas dieron media vuelta y huyeron.
Era la primera vez en toda la historia de Ariano que humanos, elfos y enanos combatían juntos, y no unos contra otros.
La escena habría enorgullecido al líder de la UAPP, pero, por desgracia, Limbeck no podía verla. El enano había desaparecido, enterrado bajo la estatua rota del dictor.
Jarre, casi sin ver entre las lágrimas, levantó el hacha y se dispuso a combatir a la serpiente cuya ensangrentada cabeza se cernía sobre la estatua, quizá buscando a Haplo, quizás a Limbeck. Jarre se lanzó adelante entre gritos de desafío, blandiendo el hacha... y no encontró a su enemigo.
La serpiente había desaparecido.
La enana trastabilló y no pudo detener el impulso de su violento ataque. El hacha voló de sus manos pringosas de sangre, y Jarre cayó de cuatro manos.
—¿Limbeck? —gritó desesperada, febril, y gateó hacia la estatua rota. Entre los fragmentos apareció una mano que se agitó débilmente.
—Estoy aquí. Yo..., me parece...
—¡Limbeck! —Jarre se arrojó sobre la mano, la tomó entre las suyas, la besó y empezó a tirar de ella.
—¡Ay! ¡Espera! ¡Estoy atrapado! ¡Oh, el brazo...! ¡No...!
Jarre no hizo caso de las protestas. No tenía tiempo para mimos. Agarró firmemente su regordeta mano, apoyó los pies en la estatua y tiró con fuerza. Tras un breve y enérgico esfuerzo, consiguió liberar al enano.
El augusto líder de la UAPP emergió de los pedazos de la estatua despeinado y desaliñado, apurado y confundido, sin un solo botón en sus ropas y con todo el aspecto de haber sido aplastado y estrujado pero, por lo demás, estaba ileso.
—¿Qué..., qué ha sucedido? —preguntó, entrecerrando los ojos para intentar distinguir algo.
—Estamos luchando para salvar la Tumpa-chumpa —explicó Jarre mientras le daba un rápido abrazo. Después, empuñó de nuevo el hacha ensangrentada y se dispuso a sumarse a la refriega.
— ¡Espera! ¡Voy contigo! —gritó Limbeck, cerrando los puños y con una mueca de ferocidad.
—No seas memo —replicó Jarre cariñosamente, y acompañó sus palabras de un tirón de barba—. No ves nada. Sólo conseguirás nacerte daño. Tú quédate aquí.
—Pero... ¿qué puedo hacer? —protestó él, disgustado—. Debe haber algo...
Jarre podría haberle dicho (y lo haría más tarde, cuando estuvieran los dos a solas) que todo había sido obra suya. Que él era el héroe de aquella guerra, el responsable de la salvación de la Tumpa- humpa y de las vidas no sólo de su propio pueblo, sino de todos los habitantes de Ariano.
Pero, en aquel momento, no tenía tiempo para todo aquello.
—¿Por qué no haces un discurso? —se apresuró a sugerir—. Sí, creo que uno de tus discursos sería lo más oportuno.
Limbeck reflexionó en ello. Hacía mucho tiempo que no pronunciaba un discurso; descontado el parlamento de rendición, que había sido interrumpido de una manera bastante brusca. De todos modos, no recordaba muy bien adonde quería llegar con aquella alocución.
—Pero..., es que no tengo ninguno preparado...
—Sí, claro que sí, querido. Aquí.
Jarre buscó en uno de los amplios bolsillos de Limbeck, extrajo una hoja de papel con manchones de tinta y, sacando el bocadillo de su interior, la entregó a Limbeck.
El enano apoyó una mano en la estatua caída del dictor, acercó el papel a la nariz y empezó a declamar:
—¡Operarios de Drevlin! ¡Hundios y liberaos de las cadenas...! No, eso no puede ser. ¡Aja!: ¡Operarios de Drevlin! ¡Unios y liberaos de las cadenas...!
Y así marcharon los enanos a la que más tarde pasaría a la historia como la batalla de la Tumpa- humpa, con las palabras a veces confusas —pero siempre inspiradoras— del líder de la UAPP y héroe mundial en ciernes, Limbeck Aprietatuercas, resonando en sus oídos.
CAPÍTULO 45
WOMBE, DREVLIN REINO INFERIOR
Haplo se sentó en los peldaños de la escalera que conducía desde la abertura en la base de la estatua hacia los túneles secretos de los sartán. Encima de él, Limbeck proseguía su arenga, los mensch combatían contra las serpientes por salvar su mundo y la Tumpa-chumpa permanecía callada y paralizada. Haplo se apoyó en la pared, débil y mareado por la conmoción y la pérdida de sangre.
El perro estaba a su lado, mirándolo con inquietud. Haplo no sabía cuándo había vuelto y se sentía demasiado fatigado para pensar en ello o para preguntarse qué significaba su regreso. Y no podía hacer nada por ayudar a los mensch; a duras penas podía hacer nada por sí mismo.
—De todos modos, parece que no necesitan mucha ayuda, a juzgar por los gritos —dijo al perro.
Había cerrado la terrible herida del pecho, pero necesitaría tiempo, mucho tiempo, para curarse por completo. La runa del corazón, el centro mismo de su ser, estaba rota, desorganizada.
Apoyado en la pared, cerró los ojos y agradeció la penumbra. Su mente divagó. Tenía en las manos el librito que le habían dado los kenkari. Tendría que acordarse de entregar el libro a Limbeck. Le echó una nueva ojeada. Tenía que ir con cuidado, para no manchar de sangre las páginas..., los dibujos..., diagramas..., instrucciones...
—Los sartán no abandonaron los mundos —le explicó a Limbeck... o al perro... que todo el rato tomaba la forma de Limbeck—. Los de este mundo, la gente de Alfred, previeron su propio fracaso. Descubrieron que no podrían completar su magno plan para unir los mundos, para proporcionar aire al mundo de la piedra, agua al mundo del aire y fuego al mundo del agua. Lo expusieron todo por escrito, como legado para quienes, estaban seguros, habían de quedar después de ellos.
»Está todo aquí, en este librito. Las palabras que pondrán al autómata a cumplir sus tareas, que harán volver a funcionar la Tumpa-chumpa, que alinearán los continentes y llevarán a todos ellos el agua imprescindible. Las palabras que enviarán una señal a todos los demás mundos a través de la Puerta de la Muerte.
»Está todo aquí, en este libro, repetido en cuatro idiomas: sartán, elfo, humano y enano.
»Alfred estaría muy complacido de ver esto —añadió finalmente Haplo, dirigiéndose a un Limbeck que seguía transformándose en el perro—. Ese torpe podría dejar de pedir disculpas.
Pero el plan no había dado resultado.
Aquellos antiguos sartán habían previsto que sus congéneres despertarían y utilizarían el libro, pero no había sucedido así. Alfred, el único de los sartán en animación suspendida que había despertado finalmente, o bien desconocía la existencia del libro o bien lo había buscado sin poder encontrarlo. Eran los elfos kenkari quienes lo habían descubierto. Lo habían descubierto... y habían ocultado su existencia con un absoluto hermetismo.
—Y si no hubieran sido los elfos —añadió Haplo—, seguro que los humanos o los enanos habrían actuado igual. Todos ellos estaban demasiado llenos de odio y desconfianza como para colaborar juntos...
— ¡Trabajadores del mundo! —concluyó su alegato Limbeck—. ¡Unios!
Y esta vez no se equivocó.
—Ojalá esta vez lo hayan comprendido por fin —murmuró Haplo con una sonrisa cansada. Exhaló un suspiro. El perro emitió un gañido, se apretó contra su amo y olisqueó preocupado, con los músculos tensos, la sangre que le embadurnaba manos y brazos.
De pronto, se escuchó otra voz:
—Podría arrebatarte ese libro. Podría cogerlo de tu cadáver, patryn.
El perro emitió un gemido y apretó el hocico contra su mano.
Haplo abrió los ojos como una centella. El miedo lo dejó completamente despejado y alerta.
Sang-Drax estaba al pie de la escalera. La serpiente había adoptado de nuevo su forma elfa y volvía a ser el de antes, salvo en la palidez de sus facciones, en su aspecto macilento y en el hecho de que sólo brillaba uno de sus rojos ojos. La otra órbita era un hueco oscuro, como si la serpiente se hubiera arrancado el globo ocular herido y se hubiera desembarazado de él.
Haplo escuchó los gritos de triunfo de los enanos sobre su cabeza y comprendió qué estaba sucediendo.
—¡Están ganando! El valor, la unión de los mensch... Esto te produce un dolor más profundo que la estocada de una espada, ¿verdad, Sang-Drax? Vamos, bestia inmunda, lárgate. Estás tan débil como yo. Ahora no puedes hacerme daño.
—Sí, claro que podría. Pero no voy a hacerlo. Tenemos nuevas «órdenes». — Sang-Drax sonrió y puso el énfasis en esta última palabra, como si la encontrara divertida—. Parece que, finalmente, vas a seguir vivo. O tal vez debería ser más preciso: parece que no voy a ser yo el destinado a matarte.
Haplo hundió la cabeza, cerró los ojos y se apoyó de nuevo en la pared.
Estaba cansado, tan cansado...
—En cuanto a tus amigos mensch —prosiguió Sang-Drax—, todavía no han conseguido poner en funcionamiento la máquina. Puede resultarles una experiencia «estremecedora». Para ellos... y para todos los demás mundos. Lee el libro, patryn. Léelo detenidamente.
La forma elfa de la serpiente empezó a fluctuar y a perder consistencia. Por unos instantes, fue visible en su repulsiva forma de reptil, pero también le resultó difícil mantener aquella apariencia. Como acababa de decir Haplo, la espantosa criatura estaba cada vez más débil. Muy pronto, sólo quedaron de él su voz y el resplandor mortecino de un único ojo rojo en la penumbra de los túneles sartán.
—Estás condenado, patryn. La tuya es una batalla que nunca podrás ganar...
a menos que te derrotes a ti mismo.
CAPÍTULO 46
LA CATEDRAL DEL ALBEDO REINO MEDIO
Las puertas de la Catedral del Albedo permanecieron cerradas. Los kenkari siguieron rechazando a los weesham que, de vez en cuando, acudían ante ellas con aire desvalido y se quedaban allí, contemplando la ornada verja de oro, hasta que salía el Guardián de la Puerta.
—Debéis iros —les decía éste—. No ha llegado el momento.
—Pero, ¿qué hacemos? —se lamentaban los weesham, asiendo con fuerza sus cajitas de lapislázuli—. ¿Cuándo volvemos?
—Esperad —se limitaba a responder el Guardián.
Los weesham no encontraban ningún consuelo en esto, pero no podían hacer nada salvo regresar al Imperanon o a sus ducados y principados y seguir esperando. Todo el mundo, en Paxaria, estaba esperando.
Aguardando su destino.
La noticia de la alianza establecida entre los elfos rebeldes y los humanos se había difundido rápidamente. La Invisible había presentado informes según los cuales las fuerzas elfas y humanas estaban agrupándose para el asalto final. Las tropas imperiales elfas empezaron a retirarse de las poblaciones periféricas de Volkaran para montar un sólido cinturón defensivo en torno a Aristagón. Pueblos y ciudades de la periferia trazaron de inmediato planes para rendirse al príncipe Reesh'ahn, a condición de que no se permitiera ocuparlos a los ejércitos humanos.
(Los elfos recordaban la ocupación tiránica de las tierras humanas que ellos habían realizado y temían ser objeto del mismo trato. Sus temores estaban justificados, desde luego. Algunos dudaban que las heridas, abiertas y supurantes durante siglos, pudieran cerrarse algún día.)
En cierto momento, circuló por el Imperanon un extraño informe cuya fuente, según se descubrió más tarde, resultó ser el conde Tretar. Agah'ran había anunciado públicamente, durante el almuerzo, que el rey Stephen había sido asesinado. Según el mismo informe, los barones humanos se habían levantado contra la reina Ana. El príncipe Reesh'ahn había huido para salvar la vida y la alianza estaba a punto de desmoronarse.
De inmediato, se organizaron fiestas para celebrarlo. Sin embargo, cuando se le pasó la embriaguez, el emperador pudo comprobar que el informe no era cierto.
La Invisible le aseguró que el rey Stephen estaba sano y salvo, aunque se había aprecia—o que el rey caminaba con cierta rigidez y paso algo vacilante como resultado de una caída causada por un exceso de bebida.
Al conde Tretar no volvió a vérselo por la corte.
Pero Agah'ran hizo alarde de confianza. Celebró más fiestas, cada una más brillante y desenfrenada que la anterior. Los elfos que asistían a ellas (cuyo número menguaba con cada noche que pasaba) se burlaban de ciertos miembros de la familia real que, se decía, habían abandonado sus hogares, habían hecho acopio de los bienes que podían transportar y se habían encaminado hacia los territorios fronterizos.
—Dejemos que los rebeldes y esa basura humana se acerquen. Veremos qué hacen cuando se enfrenten a un ejército de verdad —dijo Agah'ran.
Mientras tanto, el emperador y los demás príncipes y princesas, condes, duques y barones, seguían comiendo, bebiendo y bailando regaladamente.
Y sus weesham permanecían sentados en silencio en un rincón, esperando.
El gong de plata sonó una vez más. El Guardián de la Puerta se incorporó con un suspiro. Se asomó a la reja esperando encontrar a otro geir y soltó una ligera exclamación. Con manos temblorosas, se apresuró a abrir la puerta.
—Entra, mi señor. Entra —dijo en tono grave y solemne.
Hugh la Mano penetró en la catedral.
El asesino vestía de nuevo la indumentaria de un monje kir, aunque en esta ocasión no la llevaba como disfraz para viajar por tierras enemigas. Acompañaba a Hugh un monje kenkari encargado de darle escolta desde el campamento del príncipe Reeshahn, en Ulyndia, hasta la catedral de Aristagón. No es preciso decir que ningún elfo se había atrevido a interrumpir su camino.
Hugh cruzó el umbral. No se dignó volver la cabeza para dirigir una última mirada al mundo que pronto abandonaría para siempre. Ya había visto suficiente de aquel mundo. Allí no había felicidad posible para él, y lo abandonaba sin pena.
—Yo me hago cargo de él desde ahora —dijo el Puerta en voz baja al escolta de Hugh—. Mi ayudante te acompañará a tus aposentos.
Hugh permaneció apartado, silencioso y taciturno, con la vista fija al frente.
El kenkari que lo había acompañado susurró una breve bendición y presionó el brazo del humano con sus dedos, largos y de huesos delicados. Hugh agradeció la bendición con un parpadeo en los ojos, profundamente hundidos, y una ligera inclinación de cabeza.
—Ahora iremos al Aviario —dijo el Guardián de la Puerta cuando los dos quedaron a solas—. Si éste es tu deseo.
—Cuanto antes acabemos con esto, mejor —respondió Hugh.
Recorrieron el pasadizo acristalado que conducía el Aviario y a la pequeña capilla anexa.
—¿Cómo lo hacéis? —preguntó el asesino.
El Puerta, abstraído en sus pensamientos, dio un respingo al escucharlo.
—¿Hacer, qué? —inquirió, confuso.
—Ejecutar a la gente —dijo la Mano—. Disculpa la pregunta, pero tengo un interés bastante... personal en saberlo.
El Puerta se volvió con una palidez mortal en las mejillas.
—Perdona, pero no... no puedo contestarte. El Guardián de las Almas... — logró balbucear. Luego se sumió en el silencio.
Hugh se encogió de hombros. Al fin y al cabo, poco importaba. La parte peor era el viaje, la torturadora agonía del alma, reacia a abandonar el cuerpo. Cuando todos los brazos se hubieran cortado, recuperaría la paz.
Entraron en la capilla sin ceremonias, sin llamar siquiera. Era evidente que los esperaban. La Guardiana del Libro estaba tras su escritorio, con el Libro abierto. El Guardián de las Almas se hallaba ante el altar.
El kenkari cerró la puerta y apoyó la espalda en ella.
—Hugh la Mano, acércate al altar —dijo el Alma.
El humano obedeció. Detrás del altar, a través de la ventana, podía distinguir el Aviario. Las hojas verdes estaban muy quietas, en esta ocasión; no apreció ningún movimiento, ninguna perturbación. Las almas de los muertos también estaban esperando.
En breves momentos, la de Hugh se sumaría a ellas.
—Hazlo rápido —pidió—. Nada de oraciones y de cánticos. Limítate al asunto.
—Será como deseas —respondió el Guardián de las Almas en tono apaciguador. Levantó los brazos y las alas de mariposa brillaron tenuemente, cayendo en pliegues en torno a su delgadísima silueta—. Hugh la Mano, has accedido a entregarnos tu alma a cambio de prestaros ayuda a ti y a la dama Iridal. Hemos cumplido nuestra parte. Tu intención de poner a salvo al muchacho ha tenido éxito.
—Sí —respondió Hugh con voz ronca, apenas audible—. Ahora está a salvo.
Igual que él iba a estarlo muy pronto. A salvo en la muerte.
El Guardián de las Almas dirigió una breve mirada a la Libro y al Puerta; después, concentró de nuevo toda su atención en el humano.
—Y tú, Hugh la Mano, te presentas ahora para cumplir tu contrato con nosotros y entregarnos tu alma.
—Eso es —asintió Hugh al tiempo que hincaba la rodilla—. Tómala.
Con las manos entrelazadas delante de sí, llenó los pulmones pensando que era la última vez que lo hacía y se aprestó al final.
—Lo haría —dijo el Guardián con una expresión muy seria—, pero no estás en condiciones de entregarla.
—¿Qué? —Hugh soltó el aire y miró con irritación al Guardián—. ¿A qué te refieres? Aquí me tenéis. He cumplido mi parte...
—Sí, pero no acudes a nosotros libre de ataduras mortales. Has aceptado otro contrato. Has accedido a matar a otro hombre.
Hugh estaba cada vez más encolerizado.
— ¿Qué jugarreta estáis intentando, elfos? ¿A quién me he comprometido a matar?
—A ese llamado Haplo.
—¿Haplo? —Hugh miró al Alma, boquiabierto y desconcertado. Sinceramente, no tenía la menor idea de a qué venía todo aquello.
Y entonces...
«Sólo hay una cosa que te pido que hagas. Cuando esté agonizando, debes decirle a Haplo que es Xar quien ha ordenado su muerte. ¿Recordarás el nombre?
Xar. Él es quien ordena la muerte de Haplo.» El Guardián de las Almas estudió el rostro de Hugh y asintió cuando éste alzó la mirada hacia él, confundido y abrumado al recordar la conversación.
—Se lo prometiste a Bane. Cerraste el contrato con el muchacho.
—Pero yo... en ningún momento...
—Creíste que no ibas a vivir lo suficiente como para tener que cumplirlo, ¿no es eso? Pero sigues vivo. Y el contrato está en vigor.
—¡Pero Bane ha muerto! —protestó Hugh con voz ronca.
—Eso no cuenta para la Hermandad. El contrato es sagrado...
Hugh se incorporó y se plantó ante el Guardián con expresión sombría y siniestra.
—¡Sagrado! —Soltó una amarga risotada—. Sí, es sagrado. Al parecer, es la única cosa sagrada en esta maldita existencia. Pensaba que vosotros, los kenkari, seríais distintos. Pensaba que por fin encontraría algo en que poder creer, algo...
¿Pero qué os importa eso? ¡Bah! —Hugh escupió en el suelo ante los pies del Guardián—. ¡No sois mejores que los demás!
Las hojas de los árboles susurraron y suspiraron en el interior del Aviario. El Alma contempló a Hugh en silencio. La Libro soltó una exclamación contenida. El Puerta desvió la mirada.
Al cabo, en tono calmoso y apacible, el primero de los kenkari murmuró:
—Nos debes una vida. En lugar de la tuya, escogemos la de él.
A la Libro se le cortó el aliento; horrorizada, miró al Alma con ojos desorbitados. El Puerta abrió la boca, a punto de hacer lo más impensable:
protestar. El Guardián de las Almas dirigió una breve mirada severa a sus dos compañeros, y éstos bajaron la vista y guardaron silencio.
—¿Por qué? ¿Qué os ha hecho? —quiso saber Hugh.
—Tenemos nuestras razones. ¿Te parece aceptable este arreglo?
Hugh cruzó los brazos sobre el pecho y se mesó la barba, pensativo.
—¿Con esto queda saldado todo?
El Guardián respondió con una suave sonrisa:
—Todo, quizá no. Pero se acercará mucho.
Hugh reflexionó y estudió al kenkari con suspicacia. Después, se encogió de hombros.
—Está bien. ¿Dónde encontraré a Haplo?
—En la isla de Drevlin. Está herido de gravedad y muy débil. —El kenkari bajó la vista y se sonrojó—. No deberías tener ninguna dificultad para...
La Guardiana del Libro emitió un gemido sofocado y se llevó ambas manos a la boca. Hugh se volvió hacia ella con una sonrisa sarcástica.
—¿Se te revuelve el estómago? No te preocupes, os ahorraré los detalles escabrosos. A menos, naturalmente, que queráis escuchar cómo murió. Esto os lo ofreceré gratis: la descripción de sus estertores de muerte...
La Libro volvió la cabeza y se apoyó débilmente en el escritorio. El Puerta estaba palidísimo y temblaba de la cabeza a los pies. El Guardián de las Almas permaneció inmóvil, en silencio.
Hugh dio media vuelta sobre los talones y se dirigió a la puerta. El Guardián de ésta dirigió una mirada inquisitiva al Alma.
—Acompáñalo —ordenó éste a su colega—. Ocúpate de los preparativos que Hugh considere necesarios para su traslado a Drevlin. Y proporcionarle también cuantas... armas...
El Puerta estaba blanco como la cera.
—Como tú digas —murmuró, casi incapaz de andar. Antes de salir, volvió la vista atrás con aire contrito, como si suplicara a su superior que reconsiderara su decisión. El Guardián de las Almas, sin embargo, se mantuvo firme e implacable.
Con un suspiro, el Puerta se dispuso a escoltar al asesino hasta la salida.
—Hugh la Mano —dijo el Alma.
Ya en el umbral de la puerta, Hugh se volvió.
—¿Qué quieres ahora?
—Recuerda que debes cumplir esa condición a la que accediste: decirle a Haplo que es Xar quien ordena su muerte. ¿Te asegurarás de hacerlo? Es muy importante.
—Sí, se lo diré. Lo que el cliente guste. —Hugh hizo una reverencia burlona.
Después, se volvió hacia el Puerta—. Lo único que necesito es un puñal de hoja afilada y bien templada.
El kenkari se encogió. Pálido y descolorido, dirigió una última mirada al Alma y, al no recibir de él ninguna rectificación a las órdenes, acompañó a Hugh fuera de la capilla y cerró las puertas tras ellos.
Cuando se quedaron solos, la Libro se volvió hacia el Alma, incapaz de contenerse.
—¿Qué has hecho? ¡Nunca, en todos nuestros siglos de existencia, hemos quitado una vida! ¡Ni una sola! Ahora, nuestras manos se teñirán de sangre. ¿Por qué? ¿Qué razón hay para...?
El Guardián de las Almas mantuvo la mirada fija en la puerta tras la que había desaparecido el asesino.
—No lo sé —respondió con voz hueca—. No me lo han dicho. Me he limitado a hacer lo que me ordenaban.
Volvió la vista hacia la ventana de la parte posterior del altar. En el Aviario, las hojas de los árboles se estremecieron suavemente. Las almas estaban satisfechas.
FIN