Publicado en
mayo 02, 2010
INTRODUCCIÓN
A LOS CUATRO REINOS
Me llamo Haplo.
Mi nombre significa solitario, singular. Me lo pusieron mis padres como una especie de profecía, pues sabían que no sobrevivirían al Laberinto, la prisión dominada por una magia siniestra y terrible a la que mi pueblo, los patryn, había sido arrojado.
Con el tiempo, me convertí en un corredor, un patryn que se enfrenta al Laberinto. Y soy uno de los afortunados que consiguió cruzar la Puerta Final, aunque casi perdí la vida en el intento. De no ser por este perro ladrón de salchichas que yace a mi lado, no me encontraría aquí, escribiendo este relato. El perro me dio la voluntad de vivir cuando yo me habría dado por vencido y habría muerto. El perro me salvó la vida.
Sí, el perro me dio la voluntad de vivir, pero fue Xar, mi señor, quien me dio una razón para vivir, un objetivo.
Xar fue el primer patryn en escapar del Laberinto. Xar es viejo y poderoso, muy experto en la magia rúnica que nos proporciona nuestra fuerza tanto a los patryn como a nuestros enemigos, los sartán. Mi señor escapó del Laberinto y, de inmediato, volvió a entrar en él. Nadie ha vuelto a demostrar el valor necesario para hacer tal cosa, y aún hoy sigue arriesgando su vida cada día para rescatarnos.
Somos ya muchos los patryn que hemos emergido del Laberinto y vivimos ahora en el Nexo, que hemos transformado en una hermosa ciudad. Sin embargo, ¿hemos sido rehabilitados como pretendían quienes nos encerraron en esa prisión?
En tan severa escuela, los patryn, un pueblo impaciente, aprendimos a tener paciencia. Egoístas, aprendimos a ser abnegados y leales. Y, por encima de todo, aprendimos a odiar.
El objetivo de mi señor Xar —el de todos nosotros— es recuperar el mundo que nos fue arrebatado, gobernarlo como siempre fue nuestro destino hacerlo e infligir el castigo más terrible a nuestros enemigos.
Los mundos que existen hoy fueron en otro tiempo uno solo, un hermoso mundo verdeazulado que nos pertenecía a nosotros y a los sartán, pues nuestra magia rúnica nos hacía poderosos. Las otras razas inferiores, a las que llamamos mensch —los humanos, los elfos y los enanos—, nos adoraban como a dioses.
Pero los sartán creyeron que los patryn estábamos consiguiendo demasiado dominio. El equilibrio de poder empezó a romperse a nuestro favor y los sartán, furiosos, hicieron lo único que estaba en su mano para impedirlo. Mediante su magia rúnica —la magia basada en las probabilidades—, separaron el mundo y nos encerraron en el Laberinto.
Con los restos del antiguo, los sartán formaron cuatro mundos nuevos, cada uno con un elemento del original: aire, fuego, piedra y agua. Los cuatro mundos están conectados por la mágica Puerta de la Muerte, un conducto por el cual pueden viajar sanos y salvos aquellos que poseen los secretos de la magia rúnica.
Esos cuatro mundos deberían haber funcionado coordinadamente, complementándose unos a otros. Así, Pryan, el mundo del fuego, tenía que proporcionar energía a Abarrach, el mundo de la piedra. Abarrach proporcionaría rocas y minerales a Chelestra, el mundo del agua, etcétera. Y todo tenía que ser coordinado e impulsado por una máquina asombrosa, la Tumpa-chumpa, que los sartán construyeron en Ariano.
Sin embargo, los planes de los sartán se torcieron. Sus colonias en los mundos que habían creado empezaron a perder población y a extinguirse. Desde cada uno de ellos, lanzaron llamadas de auxilio a los demás, pero sus peticiones no tuvieron respuesta. En cada mundo, los sartán tenían sus propios problemas.
Yo descubrí lo sucedido porque Xar, mi señor, me encomendó la misión de viajar a cada uno de esos mundos para investigarlos y para descubrir qué había sido de nuestro enemigo ancestral. Y, así, he podido visitar todos esos reinos. La crónica completa de mis aventuras en ellos puede encontrarse en mis diarios, que han terminado por conocerse como El ciclo de la Puerta de la Muerte.
Lo que hallé en ellos fue una absoluta sorpresa. Mis descubrimientos han cambiado mi vida, y no para mejor. Cuando emprendí mis viajes, tenía todas las respuestas. Ahora, en mi cabeza sólo hay preguntas.
Mi señor achaca mi estado de ánimo inquieto y perturbado a un sartán al que conocí durante mis viajes, un sartán que utiliza un nombre mensch: Alfred Montbank. Y, al principio, estuve de acuerdo con mi señor: la culpa era de Alfred.
Sin duda, el sartán me estaba embaucando.
Pero ahora no estoy tan seguro. Ahora dudo de todo: de mí mismo, de mi señor...
Permitid que intente resumiros lo que me sucedió.
ARIANO
El primer mundo que visité fue el reino del aire, Ariano, que está formado por continentes flotantes repartidos en tres niveles. El reino inferior es el hogar de los enanos y es allí, en Drevlin, donde los sartán colocaron la Tumpa-chumpa, esa máquina asombrosa. Pero antes de que pudieran ponerla en funcionamiento, los sartán empezaron a morir. Sobrecogidos de pánico, esos sartán colocaron a sus jóvenes en un estado de animación suspendida con la esperanza de que, cuando despertaran, la situación ya se habría normalizado.
Pero sólo uno de ellos, Alfred, sobrevivió al trance. Y, al despertar, descubrió que era el único aún con vida de todos sus amigos y parientes. El hallazgo lo dejó abrumado, aterrado. Alfred se sintió responsable del caos en el que se había sumido su mundo, pues los mensch, naturalmente, estaban al borde de una guerra abierta. Pese a ello, Alfred tuvo miedo de revelar su verdadera identidad. Su magia rúnica le proporcionaba el poder de un semidiós sobre los mensch, y tuvo miedo de que los mensch trataran de obligarlo a utilizar esa magia para sus propósitos destructores. Así pues, ocultó sus poderes y se negó a Utilizarlos incluso para salvarse a sí mismo. Ahora, cada vez que se siente amenazado, en lugar de responder con su poderosa magia, Alfred recurre a un oportuno desmayo. El perro y yo nos estrellamos en Ariano y estuvimos a punto de morir. Nos rescató un enano llamado Limbeck. Los enanos de Ariano son esclavos de la Tumpa-chumpa, de la que se ocupan ciegamente mientras la máquina trabaja, también a ciegas, carente de cualquier dirección. Pero Limbeck es un revolucionario, un librepensador. En la época de mi viaje, los enanos estaban bajo el dominio de una poderosa nación de elfos que habían establecido una dictadura en el Reino Medio de Ariano. Así pues, los elfos dominaban la única fuente de agua dulce de ese mundo, un agua que produce la Tumpa-chumpa.
Los humanos, que también habitan en el Reino Medio, han estado en guerra con los elfos por el agua durante la mayor parte de la historia de Ariano. La contienda estaba en pleno fragor durante mi estancia allí y continúa todavía, aunque ahora con una importante diferencia. Ha surgido un príncipe elfo que desea la paz y la unidad entre las razas. Este príncipe ha organizado una rebelión contra su propio pueblo, pero lo único que ha conseguido con ello, hasta el momento, ha sido provocar más caos.
Durante mi estancia allí, me las ingenié para ayudar a Limbeck, el enano, a encabezar una revuelta de su pueblo contra los humanos y los elfos. Y, cuando abandoné ese mundo, llevé conmigo a un niño humano, Bane, que había suplantado en la cuna al verdadero hijo de un rey. Desde entonces, Bane ha desentrañado el secreto de la Tumpa-chumpa. Una vez que la máquina empiece a funcionar como los sartán tenían pensado, mi señor utilizará su energía para empezar la conquista de los otros mundos.
También me habría gustado llevar conmigo a otro mensch, un humano llamado Hugh la Mano. Este Hugh, un asesino muy hábil y experimentado, era uno de los escasos mensch que he conocido al que podría aceptar como un aliado de confianza. Por desgracia, Hugh la Mano murió luchando contra el verdadero padre de Bane, un perverso hechicero humano. ¿Y a quién tengo ahora por compañero de viaje?
A Alfred.
Pero no nos adelantemos a los hechos.
Durante mi estancia en Ariano, tropecé con Alfred, que actuaba como sirviente del pequeño Bane. Me avergüenza reconocerlo, pero Alfred descubrió mi condición de patryn mucho antes de que yo supiera que él era un sartán. Cuando lo averigüé, me propuse matarlo pero, en aquellos momentos, bastante trabajo tuve para salvar mi propia vida...
Pero ésta es una larga historia. Baste con decir que me vi obligado a dejar Ariano sin ajustar las cuentas al único sartán que había tenido a mi alcance.
PRYAN
El siguiente mundo que visité con el perro fue Pryan, el mundo del fuego.
Pryan es un mundo gigante, una esfera hueca de roca de un tamaño casi incomprensible para la mente, en cuyo centro arde un sol. La superficie interior de la esfera de roca sostiene la vegetación y la vida. Como ese mundo no gira, el sol de su centro luce permanentemente y no existe noche. En consecuencia, Pryan está cubierto por una jungla tan tupida y gigantesca que pocos de los que habitan el planeta han visto el suelo alguna vez. Ciudades enteras se levantan en los vástagos de árboles enormes cuyas poderosas ramas sostienen lagos, océanos incluso.
Los primeros personajes que conocí en Pryan fueron un viejo mago delirante y el dragón que parece ocuparse de su cuidado. Ese mago se hace llamar Zifnab (¡cuando es capaz de recordar su propio nombre!) y produce toda la impresión de estar chiflado, pero hay ocasiones en que su locura es demasiado lúcida. Ese viejo alucinado conoce demasiadas cosas: sabe demasiado de mí, de los patryn, de los sartán, de todo en general. Sabe demasiado, pero no suelta prenda.
En Pryan, igual que en Ariano, los mensch están en guerra entre ellos. Los elfos odian a los humanos, éstos desconfían de los elfos, y los enanos odian y desconfían de ambos. Lo sé muy bien, pues tuve que viajar con un grupo de humanos, elfos y un enano y nunca he visto tantas disputas, discusiones y peleas.
Me harté de ellos y los dejé. Estoy seguro de que, a estas alturas, ya deben de haberse matado entre ellos. Eso, o han acabado con ellos los titanes.
Estos titanes... En el Laberinto encontré muchos monstruos temibles, pero pocos de ellos comparables con los titanes de Pryan. Humanoides gigantes, ciegos y de inteligencia muy limitada, son creaciones mágicas de los sartán, que los utilizaban como vigilantes de los mensch. Mientras sobrevivieron, los sartán tuvieron bajo su control a los titanes, pero también en ese mundo, como en Ariano, la raza sartán empezó a menguar misteriosamente. Los titanes se quedaron sin tarea que cumplir y sin supervisión y ahora vagan por Pryan en grandes grupos, preguntando a todos los mensch que encuentran: « ¿Dónde están las ciudadelas?
¿Cuál es nuestro propósito?
Cuando no reciben respuesta a esas extrañas preguntas, los titanes son presa de una rabia incontenible y hacen pedazos al desgraciado mensch. Nada ni nadie puede resistirse a estos seres espantosos, pues los titanes poseen una forma rudimentaria de magia rúnica de los sartán. De hecho, estuvieron en un tris de acabar conmigo, pero eso también es otra historia.
En cualquier caso, yo también empecé a hacerme sus mismas preguntas:
¿Dónde estaban esas ciudadelas? ¿Qué eran, en realidad? Y di con la respuesta, al menos en parte.
Las ciudadelas son recintos maravillosos y relucientes construidos por los sartán a su llegada a Pryan. Por lo que he podido deducir de los registros y documentos que dejaron los sartán, las ciudadelas tenían como propósito captar energía del sol perpetuo de Pryan y transmitirla a los otros mundos a través de la Puerta de la Muerte, mediante la acción de la Tumpa-chumpa. Sin embargo, la máquina no funcionó y la Puerta de la Muerte permaneció cerrada. Las ciudadelas quedaron vacías, desiertas, y su luz no pasó de un leve resplandor, como mucho.
ABARRACH
A continuación, viajé a Abarrach, el mundo de piedra.
Y fue en este viaje cuando recogí en mi nave a mi indeseado compañero de travesía: Alfred, el sartán.
Alfred había estado rondando la Puerta de la Muerte en un vano intento de localizar al pequeño Bane, el niño humano que me había llevado de Ariano. Por supuesto, sus intentos resultaron fallidos. Alfred, un individuo que no sabe andar sin tropezar con los cordones de sus propios zapatos, se equivocó de blanco y fue a aterrizar en mi nave.
En ese trance, cometí una equivocación. En aquel momento, tenía a Alfred en mis manos y debería haberlo llevado inmediatamente ante mi señor. Xar habría podido arrancar, dolorosamente, todos los secretos del alma de aquel sartán.
Pero mi nave acababa de entrar en Abarrach y no quise marcharme, no quise volver a hacer el viaje, temible y perturbador, a través de la Puerta de la Muerte. Y, para ser sincero, quise tener cerca a Alfred durante un tiempo. Al atravesar la Puerta de la Muerte, Alfred y yo habíamos experimentado, de forma totalmente involuntaria, un cambio de cuerpos. Durante unos breves instantes, me había encontrado en la mente de Alfred, compartiendo sus pensamientos, sus miedos, sus recuerdos. Y, al propio tiempo, el sartán se había encontrado en la mía. Muy pronto, los dos regresamos a nuestro cuerpo respectivo, pero me di cuenta de que yo ya no era el mismo, aunque me costó mucho tiempo aceptarlo.
Aquella experiencia me había permitido conocer y comprender a mi enemigo, y eso me hacía difícil seguir odiándolo. Además, como pudimos comprobar, Alfred y yo nos necesitábamos mutuamente para nuestra propia supervivencia.
Abarrach es un mundo terrible. Fría piedra en el exterior, roca fundida y lava en el interior. Los mensch que los sartán instalaron allí no pudieron sobrevivir mucho tiempo en sus cavernas infernales. Alfred y yo tuvimos que recurrir a todos nuestros poderes mágicos para sobrevivir al calor ardiente que surgía de los océanos de magma y a los vapores ponzoñosos que impregnaban el aire.
No obstante, en Abarrach vive gente.
Y también viven los muertos.
Fue allí, en Abarrach, donde Alfred y yo descubrimos a unos descendientes envilecidos de su raza, los sartán. Y fue allí, también, donde encontramos la trágica respuesta al misterio de qué había sido de esa raza. Los sartán de Abarrach se habían dedicado al arte prohibido de la nigromancia y despertaban a sus propios muertos, proporcionándoles una penosa y execrable apariencia de vida, para utilizarlos como esclavos. Según Alfred, este arte arcano estaba prohibido antiguamente porque se había descubierto que, por cada muerto devuelto a la vida, uno de los vivos perdía la suya. Pero esos sartán de Abarrach habían olvidado la prohibición, o bien habían decidido saltársela.
Yo, que había sobrevivido al Laberinto, me consideraba endurecido e insensible a casi cualquier atrocidad, pero los muertos vivientes de Abarrach aún pueblan mis peores pesadillas. Intenté convencerme de que la nigromancia podía resultar un instrumento muy valioso para mi señor, pues un ejército de muertos es indestructible, invencible, imbatible. Con un ejército así, mi señor podía conquistar fácilmente los demás mundos y ahorrarse la trágica pérdida de vidas de mi pueblo.
En ese mundo, estuve muy cerca de acabar convertido también en un cadáver. La idea de que mi cuerpo continuara viviendo en una perpetua esclavitud idiotizada me horrorizaba, y la posibilidad de que tal cosa les sucediera a otros me resultó insoportable. Decidí, por tanto, no informar a mi señor de que los sartán de aquel mundo maldito practicaban las artes nigrománticas. Éste fue mi primer acto de rebelión contra mi señor.
Pero no iba a ser el último.
También allí, en Abarrach, tuve otra experiencia que me produjo dolor, perplejidad, irritación y confusión, pero que aún me inspira un temor reverencial cada vez que la evoco.
Huyendo de una persecución, Alfred y yo penetramos en una sala conocida como la Cámara de los Condenados. Mediante la magia del lugar, fui transportado al pasado y me encontré de nuevo dentro de un cuerpo ajeno, el de un sartán. Y fue entonces, durante esta experiencia mágica y extraña, cuando descubrí la existencia de un poder superior. Me fue revelado que yo no era ningún semidiós, como siempre había creído, y que la magia que yo dominaba no era la fuerza más poderosa del universo.
Existe otra aún más poderosa, una fuerza benévola que sólo persigue la bondad, el orden y la paz. En el cuerpo de ese sartán desconocido, deseé vehementemente entrar en contacto con esa fuerza, pero, antes de que pudiera hacerlo, otros sartán —temerosos de la verdad que acabábamos de descubrir— irrumpieron en la cámara y nos atacaron. Los reunidos en aquella sala morimos allí y todo rastro de nosotros y de nuestro hallazgo se perdió, salvo una misteriosa profecía.
Cuando desperté, en mi propio cuerpo y en mi propio tiempo, sólo guardaba un recuerdo bastante impreciso de lo que había visto y oído, pero puse todo mi empeño en olvidar incluso eso. No quería afrontar el hecho de que, comparado con ese poder, yo era tan débil como cualquier mensch. Acusé a Alfred de intentar engañarme, de haber creado aquella fantasía. Él lo negó, por supuesto, y juró que había experimentado exactamente lo mismo que yo. Me negué a creerle.
Juntos, escapamos de Abarrach salvando la vida por muy poco. Cuando lo abandonamos, los sartán de ese mundo espantoso estaban ocupados en destruirse unos a otros, convirtiendo a los vivos en «lazaros», cuerpos muertos cuyas almas quedan atrapadas eternamente dentro de sus cáscaras sin vida. Diferentes de los cadáveres ambulantes, los lazaros son mucho más peligrosos porque poseen inteligencia y voluntad. Y una determinación siniestra y espantosa.
Me alegré de abandonar un mundo así. Una vez dentro de la Puerta de la Muerte, dejé que Alfred siguiera su camino mientras yo tomaba el mío. Al fin y al cabo, el sartán me había salvado la vida. Y yo estaba harto de tanta muerte, de tanto dolor, de tantos padecimientos. Ya había visto suficiente y sabía muy bien el trato que Alfred recibiría de Xar, si caía en manos de mi señor.
CHELESTRA
Cuando regresé al Nexo, efectué mi informe sobre Abarrach en forma de un mensaje escrito a mi señor, pues temí no poder ocultarle la verdad si me presentaba ante él. Pero Xar supo que le había mentido y me pilló antes de que tuviera ocasión de abandonar el Nexo. Mi señor me castigó, estuvo a punto de matarme. Yo merecía el castigo. El dolor físico que me produjo fue mucho más soportable que la aflicción que me causó el sentimiento de culpabilidad. Así, terminé por contarle a Xar todo lo que había descubierto en Abarrach. Le hablé de las artes nigrománticas, de la Cámara de los Condenados y de ese poder superior.
Mi señor me perdonó y me sentí limpio, renovado. Todas mis preguntas habían tenido respuesta. Una vez más, conocía mi propósito, mi objetivo. Eran los de Xar. Yo pertenecía a Xar. Cuando viajé a Chelestra, el mundo del agua, lo hice con la firme determinación de ganarme otra vez la confianza de mi señor.
Y, en aquel punto, se produjo una circunstancia extraña. El perro, mi permanente compañero desde que me había salvado la vida en el Laberinto, desapareció de mi lado. Yo me había acostumbrado a tenerlo cerca, aunque a veces fuera una molestia, de modo que me dediqué a buscarlo, pero se había esfumado. Lo lamenté, pero no por mucho rato. Tenía cosas más importantes en la cabeza.
Chelestra es un mundo compuesto casi únicamente de agua, que vaga a la deriva en las frías profundidades del espacio. Su superficie exterior está formada de hielo sólido; en cambio, en el interior, los sartán colocaron un sol que arde mágicamente en el agua y proporciona luz y calor a ese mundo.
Los sartán tenían la intención de controlar ese sol, pero se encontraron con que carecían de la energía necesaria para ello, de modo que el sol se mueve a la deriva por las aguas, calentando sólo ciertas zonas de Chelestra cada vez, mientras otras zonas quedan congeladas hasta el regreso del sol. En Chelestra, en lo que se conoce como lunas marinas, viven varios grupos de mensch. Y una de esas lunas está habitada por los sartán, pero eso no lo supe hasta más adelante.
Mi llegada a Chelestra no fue muy afortunada. Mi nave penetró en sus aguas y, al instante, empezó a romperse. Tal destrucción resultaba incomprensible, ya que todo el exterior de mi nave estaba protegido con runas y muy pocas fuerzas — desde luego, no el agua de mar normal y corriente— podían desbaratar su poderosísima magia.
Pero, por desgracia, aquélla no era un agua normal.
Me vi obligado a abandonar la nave y me encontré nadando en un océano inmenso. Pensé que iba a ahogarme sin remedio, pero pronto descubrí, para mi asombro y mi satisfacción, que podía respirar aquella agua con la misma facilidad que respiraba aire. También descubrí, con mucha menos satisfacción, que el agua tenía el efecto de destruir por completo las runas de protección tatuadas en mi piel, lo que me dejaba impotente y desvalido como un mensch.
En Chelestra encontré nuevas pruebas de la existencia de un poder superior.
Sin embargo, este poder no busca el bien, sino el mal. Se refuerza con el miedo, se alimenta del terror y se complace en infligir dolor. Y sólo vive para fomentar el caos, el odio y la destrucción.
Encarnado en forma de enormes serpientes dragón, este poder maléfico estuvo muy cerca de seducirme para que le sirviera. Me salvaron de ello tres chiquillos mensch, uno de los cuales murió en mis brazos más tarde. Así pues, tuve ocasión de ver el mal cara a cara y de comprender que su propósito era destruirlo todo, incluso a nosotros, los patryn. Y decidí enfrentarme a él, aunque sabía que no podía vencerlo. Este poder es inmortal, pues vive dentro de cada uno de nosotros. Nosotros lo hemos creado.
Al principio, creí que luchaba solo, pero luego advertí que alguien acudía en mi apoyo. Era mi amigo, mi enemigo: Alfred.
El sartán había llegado también a Chelestra casi al mismo tiempo que yo, pero habíamos ido a parar a lugares muy diferentes y alejados. Alfred se encontró en una cripta sartán parecida a aquella de Ariano donde yacía muerta la mayoría de su pueblo. Pero, en Chelestra, los ocupantes de la cripta estaban vivos. Y resultaron ser los miembros del Consejo Sartán, los responsables de la Separación de los mundos y de nuestro encierro en el Laberinto.
Ante la amenaza de las maléficas serpientes dragón, contra las cuales no podían luchar porque el agua del mar anulaba su magia, los sartán lanzaron una llamada de ayuda a sus hermanos y, a continuación, se sumieron en un estado letárgico a la espera de la llegada de otros sartán.
Pero el único que acudió, y por pura casualidad, fue Alfred.
No es preciso decir que no era, precisamente, lo que el Consejo esperaba.
Samah, el jefe del Consejo, es un calco de mi señor, Xar (¡aunque ninguno de los dos me agradecería la comparación!). Los dos son orgullosos, despiadados y ambiciosos. Los dos creen ejercer el poder supremo del universo y la idea de que pudiera existir una fuerza superior, un poder más alto, es anatema para ambos.
Samah descubrió que Alfred no sólo creía en este poder superior, sino que incluso había estado cerca de establecer contacto con él, y consideró esto como una abierta rebelión. Intentó someter a Alfred, quebrantar su fe, pero fue como querer hacer añicos una masa de pan. Alfred soportó mansamente cada golpe, cada ataque, negándose a retractarse y a aceptar los dictados de Samah.
Debo reconocer que casi sentí lástima de Alfred. Cuando por fin había encontrado a los suyos, tras buscarlos con tanto ahínco y esperanza, descubría que no podía confiar en ellos. No sólo eso, sino que tuvo conocimiento de una verdad terrible sobre el pasado de los sartán.
Con la ayuda de un aliado inesperado (mi propio perro, para ser exacto), Alfred tropezó (textualmente) por casualidad con una biblioteca secreta de los sartán. Allí descubrió que Samah y el Consejo habían sospechado la existencia de ese poder superior. La Separación no había sido necesaria. Con la ayuda de ese poder, los sartán habrían podido promover la paz.
Pero Samah no había querido la paz. El Gran Consejero quería regir el mundo a su modo, y sólo al suyo. Y por eso forzó la Separación. Por desgracia, cuando intentó recomponerlo, el mundo se desmenuzó en fragmentos cada vez más pequeños y empezó a escurrírsele entre los dedos.
Alfred descubrió la verdad. Y eso lo convirtió en una amenaza para Samah.
Sin embargo, fue Alfred —el débil y torpe Alfred, que se desmayaba ante la mera mención de la palabra «peligro»—quien vino en mi ayuda en la lucha contra las serpientes dragón. Su intervención me salvó la vida, salvó la de los mensch y, muy probablemente, la de su propia raza desagradecida.
A pesar de ello —o tal vez a causa de ello—, Samah sentenció a Alfred a un destino terrible. El Gran Consejero arrojó a Alfred y a Orla, su amante sartán, al Laberinto.
Ahora, soy el único que conoce la auténtica verdad del peligro al que nos enfrentamos. Las fuerzas maléficas encarnadas en las serpientes dragón no pretenden dominarnos. No, sus deseos no son tan constructivos. El sufrimiento, la agonía, el caos, el miedo: éstos son sus objetivos. Y los alcanzarán, a menos que nos unamos todos para encontrar algún modo de detenerlas. Porque las serpientes dragón son poderosas, mucho más que cualquiera de nosotros. Mucho más que Samah. Mucho más que Xar.
Ahora tengo que convencer de esto a mi señor y la tarea no resultará sencilla.
Para Xar, ya soy sospechoso de traición. ¿Cómo podría demostrarle que mi lealtad a él y a mi pueblo nunca ha sido más firme?
Y Alfred... ¿Qué voy a hacer con Alfred? Ese sartán calmoso, indeciso y torpe no sobrevivirá mucho tiempo en el Laberinto. Si me atreviera, podría regresar allí a salvarlo.
Pero debo reconocerlo: tengo miedo.
Estoy atemorizado como nunca en mi vida. El mal es muy grande, muy poderoso, y me enfrento a él a solas, como si mi nombre fuese profético.
A solas, con la única excepción de un perro.
. Escrita por Haplo en el idioma de los humanos, esta anotación se encuentra en el diario entregado al patryn por Grundle. Los patryn utilizan el idioma humano para registrar sucesos y pensamientos, pues consideran su lenguaje demasiado poderoso para utilizarlo indiscriminadamente.
. Referencia al hecho de que el agua del mar de Chelestra anula la poderosa magia que utilizan tanto los patryn como los sartán.
. «Serpiente dragón» es un término mensch, acuñado por Grundle. La palabra sartán para estas criaturas es sólo «serpiente». Haplo adopta en este volumen el vocablo sartán, a diferencia de sus escritos anteriores. Una de las explicaciones para este cambio es que Haplo quiere evitar confusiones entre estos falsos «dragones» y los auténticos que pueblan los mundos. Haplo utiliza una palabra sartán porque los patryn, que no han tenido nunca contacto con estas criaturas, carecen de una palabra concreta para denominarlas.
PRÓLOGO
Escribo esto mientras aguardo mi libertad, sentado en una celda de una prisión sartán. La espera será larga, sospecho, porque el nivel del agua de mar que me liberará sube muy lentamente. Sin duda, el nivel del agua está siendo controlado por los mensch, que no quieren causar daño a los sartán sino, simplemente, despojarlos de su magia. El agua del mar de Chelestra es respirable como el aire, pero una muralla de agua que arrasara la costa provocaría una destrucción considerable. Los mensch han demostrado tener una mentalidad práctica bastante notable al haberlo tenido en cuenta, pero sigo preguntándome cómo habrán conseguido obligar a las serpientes dragón a colaborar.
Las serpientes de Chelestra...
Yo sé bastante de maldad, pues he nacido y sobrevivido en el Laberinto, y escapado de él, pero jamás he conocido algo tan maléfico como esas bestias. Han sido ellas quienes me han enseñado a creer en un poder superior, un poder sobre el cual tenemos escaso control y que es intrínsecamente perverso.
Alfred, mi antiguo adversario, se horrorizaría si leyera esta afirmación. Casi puedo oírlo balbucear y tartamudear una protesta: « ¡No, no! ¡Existe un poder benéfico equivalente! Los dos lo hemos visto».
Sí, eso es lo que me dirías. ¿De veras lo viste, Alfred? Y si es así, ¿dónde? Tu propia gente te ha declarado hereje y te ha enviado al Laberinto o, al menos, ésa fue su amenaza. Y Samah no parece de los que amenazan a la ligera. Dime, Alfred, ¿qué opinas de tu poder benéfico ahora... mientras luchas por sobrevivir en el Laberinto?
Te diré lo que pienso yo. Pienso que ese bien se parece mucho a ti: es débil y torpe. Aunque debo reconocer que fuiste tú quien nos salvó en nuestra lucha contra las serpientes... si es cierto que fuiste tú quien se convirtió en el mago de las serpientes, como afirmó Grundle.
Pero, cuando llegó el momento de defenderte ante Samah (y voy a concederte que pudieras haber vencido a ese maldito), «no pudiste recordar el hechizo» y aceptaste mansamente que os llevaran — ti y a la mujer que amas— a un lugar donde, si aún estás vivo, probablemente desearías no estarlo.
El agua del mar ya empieza a colarse por debajo de la puerta. El perro no sabe qué pensar de ella. Le ladra como si intentara convencerla para que dé media vuelta y desaparezca. Comprendo cómo se siente. No puedo hacer otra cosa que sentarme aquí tranquilamente y esperar, esperar a que el líquido tibio suba por encima de la puntera de la bota, esperar la terrible sensación de pánico que me atenaza cada vez que noto cómo mi magia empieza a disolverse al contacto con el agua.
Pero esta agua es mi salvación, debo recordarlo. Ahora mismo, las runas sartán que me mantienen encerrado en esta celda ya empiezan a perder su fuerza.
Su resplandor rojo se difumina. Finalmente, se apagará por completo y entonces quedaré libre.
¿Libre para ir adonde? ¿Para hacer qué?
Debo regresar al Nexo y advertir a mi señor del peligro de las serpientes. Xar no me creerá; no querrá creerme. Siempre se ha considerado la fuerza más poderosa del universo y, desde luego, tenía buenas razones para pensar que lo era.
El poder siniestro y amenazador del Laberinto no podía aplastarlo. Aun hoy, lo desafía continuamente para sacar a más de los nuestros de esa prisión terrible.
Pero, contra el poder mágico de las malévolas serpientes —y empiezo a creer que éstas sólo son instrumentos del mal—, Xar tiene que inclinarse. Esta fuerza espantosa y caótica no sólo es poderosa, sino también astuta y falaz. Impone su voluntad diciéndonos lo que queremos escuchar, complaciéndonos, adulándonos y sirviéndonos. No le importa degradarse, no tiene dignidad ni sentido del honor.
Emplea mentiras cuya fuerza reside en que son falsedades que uno se dice a sí mismo.
Si esta fuerza del mal penetra en la Puerta de la Muerte y no se hace nada por detenerla, preveo un día en que este universo se convertirá en una cárcel de sufrimientos y desesperación. Los cuatro mundos —Ariano, Pryan, Abarrach y Chelestra— quedarán arrasados. El Laberinto no será destruido, como era nuestra esperanza. Mi pueblo saldrá de una prisión para encontrarse en otra.
¡Debo conseguir que mi señor me crea! ¿Pero cómo, si a veces no estoy seguro de creerlo yo mismo...?
El agua me llega al tobillo. El perro ha dejado de ladrar. Me mira con gesto de reproche, exigiendo saber por qué no abandonamos este lugar incómodo. Cuando ha intentado lamer el agua, ésta se le ha metido por el hocico.
Desde la ventana no veo a ningún sartán en la calle, donde el agua fluye ya en un río caudaloso y continuo. Oigo a lo lejos la llamada de unas trompas: los mensch, probablemente, avanzando hacia el Cáliz, como llaman los sartán a su refugio. Magnífico; eso significa que habrá naves cerca. Sumergibles mensch. Mi nave, el sumergible de los enanos que modifiqué con mi magia para que me condujera a través de la Puerta de la Muerte, está amarrada en Draknor, la isla de las serpientes.
No tengo ningún deseo de volver allí, pero no tengo más remedio. Potenciada con las runas, esa nave es el único vehículo de este mundo que puede conducirme sano y salvo a través de la Puerta de la Muerte. No tengo más que bajar la mirada a las piernas, ya bañadas en el agua marina, para ver cómo se borran las runas azules tatuadas en mi piel. Pasará mucho tiempo hasta que vuelva a estar en condiciones de utilizar mi magia para modificar otra embarcación. Y se me acaba el tiempo. A mi pueblo se le acaba el tiempo.
Con un poco de suerte, conseguiré colarme en Draknor sin ser detectado, recuperar la nave y marcharme. Las serpientes deben de estar concentradas en colaborar al asalto al Cáliz, aunque me resulta extraño y, tal vez, un mal presagio no haber visto todavía ninguna de ellas. Pero, como antes he dicho, son astutas y falsas. ¿Quién sabe qué estarán tramando?
Sí, perro, ya nos vamos. Espero que los perros sepan nadar. Me parece haber oído en alguna parte que todas las especies de cuadrúpedos saben nadar lo suficiente como para mantenerse a flote.
Es el hombre el que piensa, se deja llevar por el pánico y se ahoga.
CAPÍTULO1
SURUNAN CHELESTRA
El agua del mar avanzó perezosamente por las calles de Surunan, la ciudad levantada por los sartán. Poco a poco, aumentó de nivel, fluyó a través de puertas y ventanas y rebosó sobre tejados de poca altura.
Fragmentos de la vida sartán flotaron sobre el agua: un cuenco de cerámica intacto, una sandalia de hombre, un peine femenino, una silla de madera.
El agua penetró en la sala de la casa de Samah que éste utilizaba como celda.
La sala estaba situada en uno de los pisos altos y, durante un rato, permaneció por encima del nivel de la inundación, pero al fin el agua se coló por debajo de la puerta, bañó el suelo y ganó altura en las paredes de la estancia. Su contacto borró la magia, la anuló, la eliminó. Las runas deslumbrantes, cuyo calor lacerante impedía a Haplo incluso acercarse a la puerta, se apagaron con un chisporroteo. Los signos mágicos que protegían la ventana eran los únicos aún intactos. Su brillante resplandor se reflejó en el agua.
Prisionero de la magia, Haplo permaneció sentado en forzosa inactividad, contemplando el reflejo de las runas que se agitaban, vibraban y danzaban con las corrientes y remolinos de las aguas en ascenso. En el momento en que el agua rozó el trazo inferior de los signos mágicos de la ventana y su resplandor empezó a debilitarse y desaparecer, Haplo se incorporó. El agua le llegaba por las rodillas.
El perro emitió un gañido. Con la cabeza y el lomo por encima del agua, el animal estaba incómodo.
—Ya está, muchacho. Es hora de irnos.
Haplo guardó el libro en el que había estado escribiendo, dentro de la camisa, se ciñó ésta a la cintura y la introdujo entre los pantalones y la piel.
Al hacerlo, advirtió que las runas tatuadas en su cuerpo se habían borrado casi por completo. El agua marina que era su bendición y le permitía escapar, también era su calamidad. Privado de sus poderes mágicos, estaba desvalido como un recién nacido y ni siquiera tenía los brazos reconfortantes y protectores de una madre que lo acunaran.
Débil e impotente, con la mente perturbada y el ánimo inquieto, tenía que abandonar aquella sala y sumergirse en el vasto mar cuyas aguas le daban la vida y lo despojaban de ella, y que lo llevarían a una arriesgada travesía.
Haplo abrió la ventana e hizo una pausa. El perro miró a su amo con aire inquisitivo. La idea de quedarse allí, a salvo en aquella prisión, resultaba tentadora. Fuera, en algún lugar más allá de aquellos muros acogedores, aguardaban las serpientes. Aquellas criaturas lo destruirían; tenían que hacerlo, pues él conocía la verdad. Sabía que eran la encarnación del caos.
Y este conocimiento de la verdad era también la causa por la que debía marcharse. Era preciso que avisara a su señor. Un enemigo mayor que cualquier otro al que se hubieran enfrentado, más cruel y más astuto que ningún dragón del Laberinto, más poderoso que los sartán, se proponía destruirlos.
—Vamos —dijo Haplo al perro, con un gesto.
Contento ante la perspectiva de abandonar por fin aquel lugar húmedo y aburrido, el animal saltó alegremente por la ventana y se sumergió en el agua con un chapoteo. Haplo llenó los pulmones de aire —una reacción instintiva, innecesaria en realidad, pues el agua del mar era tan respirable como el aire— y saltó tras él.
Haplo encontró un pedazo de madera, se asió a él y lo empleó para mantenerse a flote. El Cáliz era la única masa de tierra estable en el mundo acuático de Chelestra. Construido por los sartán para que evocara mejor el mundo que habían separado y del cual habían huido, el Cáliz estaba encerrado en una burbuja de aire protectora. El agua que la rodeaba producía el efecto de un cielo en el cual brillaba con radiante fulgor el sol marino de Chelestra. Las serpientes habían horadado esta contención y, ahora, el Cáliz estaba inundándose.
Entre chapoteos, Haplo miró a su alrededor, intentó hacerse una idea de su situación y vio con alivio la cúpula del Salón del Consejo, que se levantaba en la cima de una colina y sería el último lugar en caer víctima de la marea. Sin duda, allí se habían refugiado los sartán. Se protegió del resplandor del sol que se reflejaba en el agua y creyó distinguir unas figuras en el tejado, gente que intentaba permanecer seca, libre del agua debilitadora de la magia, mientras ello fuera posible.
—No os resistáis —les aconsejó, aunque estaban demasiado lejos para oírlo—.
En el fondo, eso sólo empeora las cosas.
Por lo menos, ahora tenía una idea de dónde estaba. Se propulsó hacia adelante, en dirección a las torres de la muralla de la ciudad que asomaban por encima del agua. La muralla separaba el sector sartán de lo que en otro tiempo habían sido los barrios mensch. Y más allá quedaba la orilla del Cáliz; la orilla y las partidas de desembarco mensch y una nave para llevarlo a Draknor. En aquella luna marina torturada estaba amarrado su sumergible, una embarcación de los enanos modificada con la magia de las runas y reforzada para llevarlo a través de la Puerta de la Muerte. Su única esperanza de huida.
Pero allí, en Draknor, esperaban también las serpientes.
—Si es así, el nuestro va a ser un viaje muy corto —dijo al perro, que nadaba a su lado con valentía, moviendo las patas delanteras como una máquina mientras las traseras no sabían muy bien cómo tomarse aquel extraño asunto de nadar, pero hacían cuanto podían por mantener elevado su extremo.
Los planes de Haplo eran vagos; no podría concretarlos hasta que supiera dónde estaban las serpientes... y cómo evitarlas.
Siguió adelante, apoyado en el madero y batiendo el agua con los pies. Habría podido soltarse de la tabla y abandonarse al mar, donde no le habría costado más esfuerzo respirar, pero detestaba aquellos primeros momentos de pánico que producía el hecho de ahogarse voluntariamente, el rechazo del cuerpo a aceptar las seguridades que le ofrecía la mente, diciéndole que sólo era un retorno al útero, a un mundo que una vez había experimentado. Asido a la plancha, batió los pies hasta que le dolieron las piernas.
De pronto, se le ocurrió que el madero era una señal de mal agüero. O mucho se equivocaba, o procedía de uno de los sumergibles de madera de los enanos, y se notaba partida, con ambos extremos astillados.
¿Era cosa de las serpientes? ¿Se habían aburrido de aquella toma pacífica de Surunan y se habían vuelto contra los mensch, causando una carnicería?
—Si es así, tendré que echarme la culpa.
Necesitaba con urgencia saber qué había sucedido. Pataleó con más fuerza, más deprisa, pero pronto se sintió cansado, con los músculos ardientes y acalambrados. Nadaba contra la marea, contra la corriente del agua que penetraba en la ciudad. La pérdida de su magia, como bien sabía de amargas experiencias anteriores, lo hacía sentirse inusualmente débil.
La marea lo condujo hasta la muralla de la ciudad. Se agarró a una torreta y ascendió por sus piedras con la idea no sólo de descansar, sino también de efectuar un reconocimiento y observar qué sucedía en la orilla. El perro intentó detenerse, pero la corriente lo arrastró. Haplo alargó el brazo arriesgadamente y logró agarrar al perro por el pellejo del cuello; lo elevó del agua —mientras el animal batía las patas traseras en busca de apoyo— y lo subió a la balaustrada a la que el patryn se había encaramado.
Desde aquel puesto de observación, Haplo tenía una visión excelente del puerto de Surunan y la costa. Haplo echó una ojeada y asintió con gesto sombrío.
—No era preciso que nos preocupáramos, muchacho —murmuró mientras daba unas palmaditas en el flanco del perro, empapado y desgreñado—. Por lo menos, las naves están a salvo.
El animal sonrió y se sacudió.
La flota de sumergibles mensch estaba dispuesta en el puerto en una fila más o menos ordenada. Los cazadores del sol se mecían en la superficie con la proa abarrotada de mensch que señalaban y gritaban, asomaban el cuerpo por la borda y saltaban al agua. Numerosas embarcaciones de pequeño tamaño iban y venían entre el barco y la orilla; probablemente, trasladaban a los enanos, que no sabían nadar. Humanos y elfos, mucho más habituados al agua, dirigían el trabajo de varias ballenas enormes que arrastraban hacia el puerto unas balsas de construcción tosca, llenas a rebosar.
Al ver las balsas, Haplo volvió la mirada al madero que había alzado con él a la torreta. Los mensch estaban desembarcando con la idea de asentarse; por eso habían empezado a desguazar las naves.
—Pero... ¿dónde están las serpientes? —preguntó al perro, que yacía a sus pies, jadeante.
Decididamente, no aparecían por ninguna parte. Haplo continuó observando todo el tiempo que pudo, movido por la necesidad de escapar de aquel mundo y volver al Nexo y a su señor, pero forzado por la pareja necesidad de alcanzar el Nexo con vida. Paciencia, cautela... Eran asignaturas difíciles de aprender, pero el Laberinto había sido un excelente maestro.
No vio rastro alguno de cabezas de serpientes asomando del agua. Quizás estaban todas bajo la superficie, horadando los agujeros a través de los cuales el agua del mar de Chelestra se colaba en los cimientos del Cáliz.
—Necesito saber más —se dijo Haplo con frustración. Si las serpientes descubrían que estaba vivo y se proponía huir de Chelestra, harían lo posible por detenerlo.
Sopesó las alternativas. Detenerse a hablar con los mensch significaría un retraso, además del riesgo de revelar su presencia a Tas serpientes. Los mensch lo acogerían con alegría y querrían retenerlo y utilizarlo, pero Haplo no tenía tiempo para tontear con los mensch. Sin embargo, no perder algún tiempo en averiguar qué sucedía con las serpientes podía significar un retraso aún mayor. Y quizá mortal.
Haplo aguardó unos momentos, a la espera de algún indicio de las serpientes.
Nada. Y no podía quedarse eternamente en aquella maldita muralla.
Decidido a confiar en la suerte, Haplo saltó de nuevo al agua. El perro, con un potente ladrido, se arrojó tras él.
Haplo penetró en el puerto a nado. Sujeto al madero, se mantuvo a ras del agua evitando el tráfico de embarcaciones. Muchos mensch lo conocían de vista y quería eludirlos cuanto fuera posible. Agarrado a la plancha, estudió con atención las naves enanas. Si conseguía dar con Grundle, hablaría con ella. La enana era más juiciosa que la mayoría de los mensch y, aunque sin duda lo recibiría con grandes muestras de alegría, Haplo estaba seguro de poder librarse de sus abrazos afectuosos sin excesivas dificultades.
Pero no logró encontrar a la enana. Y seguía sin haber rastro de las serpientes. Lo que sí encontró, amarrado a un poste, fue un pequeño sumergible utilizado para rescatar a los enanos que tenían la desgracia de caer al agua. Se acercó a la embarcación y la observó atentamente. No había nadie a la vista; era como si la nave hubiera sido abandonada.
Una balsa tirada por una gran ballena acababa de llegar a la orilla, donde un numeroso grupo de enanos se había congregado para proceder a la descarga.
Haplo supuso que la tripulación del sumergible había acudido a echar una mano.
Nadó hasta la embarcación. Aquel golpe de suerte era demasiado bueno como para desaprovecharlo. Robaría el sumergible y navegaría a Draknor. Si las serpientes estaban allí..., bueno, tendría que ocuparse de eso cuando llegara el momento.
Una cosa grande, viva y de piel lisa y resbaladiza chocó con él. A Haplo le dio un vuelco el corazón. Tomó aire, tragó un poco de agua al mismo tiempo, se atragantó y empezó a toser. A la vez que se apartaba de la criatura batiendo el agua con enérgicas patadas, el patryn pugnó por recobrar el aliento y se aprestó a luchar.
Una cabeza reluciente con dos ojos como cuentas de cristal y una boca abierta en una gran sonrisa emergió del agua delante de él. Otras dos cabezas parecidas asomaron a ambos lados de Haplo y una cuarta nadó en torno a él, alegre y retozona, dándole golpecitos con el morro con aire juguetón. Delfines.
Haplo jadeó y escupió agua. El perro intentó un ladrido furioso en un esfuerzo que causó una gran diversión entre los delfines y estuvo a punto de ahogar al animal. Haplo lo agarró por las patas delanteras y colocó éstas sobre el madero, donde el animal se tumbó jadeante, con una mirada de rabia.
— ¿Dónde están las serpientes dragón? —inquirió Haplo en el idioma de los humanos.
Los delfines, en anteriores encuentros, se habían negado a hablar o a tener cualquier relación con él. Sin embargo, eso había sucedido cuando las criaturas marinas lo consideraban, cosa comprensible, un aliado de las serpientes. Ahora, la actitud hacia él había cambiado. El grupo de delfines empezó a emitir chillidos y silbidos de excitación y alguno empezó a alejarse, impaciente por ser el primero en difundir entre los mensch la noticia de que el hombre misterioso de los tatuajes azules en la piel había reaparecido.
— ¡No! ¡Esperad, no os vayáis! No le digáis a nadie que me habéis visto —se apresuró a decirles—. ¿Qué sucede aquí? ¿Dónde están las serpientes dragón?
Los delfines organizaron un gran revuelo, hablando todos a la vez. En cuestión de segundos, Haplo escuchó todo lo que quería saber y muchas cosas más que ignoraba.
—Nos enteramos de que Saman te había cogido preso...
—Las serpientes han devuelto el cuerpo de la pobre Alake a...
—Sus padres están abatidos de pena...
— ¿Serpientes, has dicho?
—... y el sartán...
—Sí, tú y el sartán fuisteis responsables de...
—Tú has traicionado...
—... has traicionado a tus amigos...
—Cobarde...
—Nadie lo creyó...
—Sí, sí que lo creyeron...
—No. Seguro que no. Bueno, quizá por unos momentos...
—En cualquier caso, las serpientes han utilizado su magia para horadar conductos de acceso al Cáliz...
— ¡Unos agujeros gigantescos!
— ¡Enormes!
— ¡Inmensos!
—Las compuertas.
—Abiertas a la vez: un muro de agua...
—Olas de marea...
—Nada sobrevive... ¡Los sartán, aplastados!
—Arrasados...
—La ciudad, destruida...
—Nosotros alertamos a los mensch acerca de las serpientes dragón y las galerías que estaban horadando...
—Grundle y Devon regresaron...
—Y contaron la verdad de lo sucedido. Eres un héroe...
—No; él, no. El héroe es el otro, ese Alfred.
—Sólo quería ser cortés...
—Los mensch estaban preocupados...
—No quieren matar a los sartán...
—Temen a las serpientes dragón. Unas naves enanas salieron a investigar...
—Pero resulta que las serpientes dragón no aparecen por ninguna parte...
—Los enanos sólo entreabrieron ligeramente las compuertas y...
— ¡Alto! ¡Silencio! —Exclamó Haplo, consiguiendo por fin hacerse oír entre la algarabía—. ¿Qué significa eso de que «las serpientes dragón no aparecen por ninguna parte»? ¿Dónde están?
Los delfines empezaron a discutir entre ellos. Algunos decían que las terribles bestias habían regresado a Draknor, pero la opinión más generalizada era, al parecer, que las serpientes se habían colado por las galerías excavadas y estaban atacando a los sartán de Surunan.
—No es así —replicó Haplo—. Acabo de llegar de Surunan y la ciudad está en calma. Hasta donde sé, los sartán se encuentran a salvo en su Cámara del Consejo, donde tratan de mantenerse secos.
Los delfines acogieron la noticia con patente decepción. No deseaban ningún mal a los sartán, pero habría sido una historia tan espléndida... Después de oír a Haplo, hubo unanimidad en la opinión de las criaturas marinas: las serpientes dragón debían de haber regresado a Draknor.
El patryn no tuvo más remedio que compartir tal opinión. Las serpientes habían regresado a Draknor, pero ¿por qué? ¿Qué razón las había hecho abandonar Surunan tan bruscamente? ¿Por qué desperdiciaban la oportunidad de destruir a los sartán? ¿Por qué abandonaban sus planes de fomentar el caos entre los mensch, volviendo a unos contra los otros?
Haplo no podía contestar a tales preguntas, pero se dijo con amargura que eso no tenía importancia. En aquel momento, lo único importante era que las serpientes estaban en Draknor y su nave, también.
—Supongo que ninguno de vosotros se ha acercado a Draknor para cerciorarse, ¿verdad? — nquirió.
Los delfines lanzaron chillidos de alarma sólo de pensarlo y movieron la cabeza con energía. Ninguno de ellos se aproximaría a Draknor, un lugar terrible de gran maldad y tristeza. Sus propias aguas eran ponzoñosas y envenenaban a cualquiera que nadara en ellas.
Haplo se abstuvo de comentar que él había surcado tales aguas y había sobrevivido. No podía culpar a aquellas apacibles criaturas por no querer acercarse a Draknor. Tampoco a él lo entusiasmaba la perspectiva de regresar a aquella torturada luna marina. Pero no tenía alternativa.
Ahora, su principal problema era quitarse de encima a los delfines. Por suerte, eso era coser y cantar. A aquellas criaturas marinas les encantaba sentirse imprescindibles.
—Necesito que llevéis un mensaje mío a los líderes mensch, para que sea entregado en persona y en privado a cada miembro de la familia real. Es de suma importancia.
—Estaremos encantados de...
—Puedes confiar en que...
—Implícitamente...
—Decirle a todo el mundo...
—No; a todo el mundo, no...
—Sólo a la familia real...
—A todo el mundo, te digo...
—Estoy seguro de que ha dicho...
Cuando consiguió que se callaran y lo escucharan, Haplo les trasmitió el mensaje, teniendo buen cuidado de que fuera complicado y enrevesado.
Los delfines estuvieron muy atentos a sus palabras y, tan pronto como Haplo cerró la boca, se alejaron nadando a toda velocidad.
Cuando el patryn estuvo seguro de que los delfines habían dejado de prestarle atención, se acercó a nado hasta el sumergible, se encaramó a bordo, subió al perro y zarpó.
CAPÍTULO 2
DRAKNOR CHELESTRA
Haplo no había llegado nunca a dominar por completo el sistema de navegación de los enanos, el cual, según Grundle, se basaba en unos sonidos emitidos por las propias lunas marinas. Al principio, le preocupó si sería capaz de encontrar Draknor, pero pronto descubrió que dicha luna marina era fácil de localizar. Demasiado fácil. Las serpientes dragón dejaban a su paso una estela de un légamo repulsivo, un sendero de aguas turbias que conducía a la lóbrega oscuridad del mar que rodeaba la atormentada luna marina.
Una negrura absoluta lo envolvió. Había penetrado en las cavernas de Draknor y la visibilidad era nula. Temeroso de embarrancar, aminoró la velocidad del sumergible hasta que éste apenas se movió. Esperaba que no fuese necesario, pero, si era preciso, nadaría en aquellas aguas inmundas. Ya lo había hecho otras veces.
Hacía rato que tenía secas las manos y los antebrazos hasta las mangas húmedas de la camisa, que se había arremangado hasta el codo. Las runas eran aún sumamente débiles, pero ya volvían a ser visibles y, aunque apenas le proporcionaban la fuerza mágica de un niño de dos años, la presencia de su desvaído color azul resultaba reconfortante. Deseó no tener que mojarse otra vez.
La proa del sumergible rozó una roca. Haplo maniobró rápidamente hacia arriba y exhaló un suspiro al comprobar que la nave obedecía sin contratiempos.
Debía de estar acercándose a la costa. Decidió arriesgarse a llevar la embarcación hasta la superficie.
Contempló de nuevo las runas de sus manos: azules, de un azul desvaído.
Haplo detuvo la nave por completo y estudió los signos mágicos. Se fijó, sobre todo, en su color tenue, más pálido que el de las venas que recorrían el revés de sus manos. Era algo extraño, muy extraño. Por débiles que fueran, las runas de su piel deberían haber brillado con fuerza, como reacción instintiva de su cuerpo al peligro de las serpientes. Sin embargo, esta vez no respondían como en otras ocasiones. Y lo mismo sucedía, advirtió, con sus demás instintos. Si no se había dado cuenta hasta entonces, era porque había estado demasiado concentrado en pilotar el sumergible.
En las anteriores ocasiones, al llegar tan cerca del cubil de las serpientes, Haplo apenas podía moverse, y menos aún pensar con claridad, a causa del terror paralizante y debilitador que emanaba de aquellos monstruos.
Pero, esta vez, Haplo no tenía miedo: al menos, se corrigió, no temía por sí mismo. Su miedo era más profundo. Era frío y lo retorcía por dentro.
— ¿Qué sucede, muchacho? —preguntó al perro, que se había acurrucado contra él y soltaba gañidos pegado a su pierna. Haplo le dio unas palmaditas tranquilizadoras, aunque a él tampoco le habría ido mal que alguien le diera confianza. El perro lanzó un gemido y se apretó todavía más a su amo.
Puso en marcha la nave de nuevo y la pilotó hasta la superficie con la atención dividida entre el agua, cada vez más luminosa, y los signos mágicos de su piel. Las runas no habían cambiado de aspecto.
A juzgar por la reacción de su cuerpo, las serpientes ya no estaban en Draknor. Pero, si no estaban allí, y tampoco con los mensch ni enfrentándose a los sartán, ¿dónde se habían metido?
El submarino emergió. Haplo echó una rápida ojeada a la orilla, localizó su nave y sonrió satisfecho al verla entera e intacta. Pero su miedo se intensificó, aunque los signos mágicos de su piel no le daban pie a sentirse inquieto.
Frente a la nave, entre las rocas, yacía el cuerpo del rey de las serpientes, muerto por el misterioso «mago de las serpientes» (que podía, o no, haber sido Alfred). No había rastro alguno de serpientes vivas.
Haplo varó el sumergible. Cauto y alerta, abrió la escotilla y salió a la cubierta superior. No iba armado, aunque había encontrado una provisión de hachas de guerra en una dependencia de la nave. Pero sólo las hojas potenciadas mediante magia podrían penetrar la piel de las serpientes y, de momento, Haplo estaba demasiado débil como para infundir su poder mágico al metal.
El perro lo siguió, con un gruñido de advertencia. Con las patas rígidas y el pelaje del cuello erizado, el animal tenía la vista fija en la cueva.
— ¿Qué sucede, muchacho? —inquirió Haplo, nervioso.
El perro se estremeció desde el hocico hasta la cola y miró a su amo suplicándole permiso para lanzarse al ataque.
—No, perro. Vamos a nuestra nave. Nos largamos de este lugar.
Haplo saltó de la cubierta, fue a caer sobre una arena repulsiva, cubierta de aquel limo, y se encaminó hacia su nave cubierta de runas siguiendo la línea de la costa. El perro continuó con sus ladridos y gruñidos y siguió los pasos de Haplo a regañadientes, sólo después de repetidas órdenes de su amo.
El patryn estaba a punto de llegar a su nave, cuando advirtió que algo se movía cerca de la boca de la caverna.
Se detuvo a observar por cautela, pero no especialmente preocupado. Ahora estaba lo bastante cerca de la nave como para alcanzar la seguridad de sus runas protectoras. Los ladridos del perro se convirtieron en gruñidos, y el animal levantó los belfos dejando a la vista unos dientes afilados.
Una figura emergió de la cueva.
Samah.
—Calma, muchacho —dijo Haplo.
El jefe del Consejo Sartán avanzaba con la cabeza baja y el paso desganado de quien camina sumido en profundos pensamientos. No había llegado allí en barco, pues no había más sumergibles anclados junto a la costa. Así pues, se había transportado mediante la magia.
Haplo observó de nuevo los signos de sus manos. Las runas tenían un tono un poco más oscuro pero seguían sin brillar, sin avisarle de la proximidad de un enemigo. A la vista de aquello y por deducción lógica, Haplo supuso que la magia de Samah, como la del propio Haplo, debía de ser inoperante. Seguramente, también el sartán se había mojado. Samah también estaba esperando, descansando, para recobrar las fuerzas necesarias para el viaje de vuelta. No significaba ninguna amenaza para Haplo, igual que éste no la representaba para él.
¿O acaso sí? En igualdad de condiciones y privados ambos de su magia, Haplo era el mas joven de los dos, el más fuerte. El combate sería tosco, indigno, propio de los mensch: dos hombres rodando por la arena, golpeándose con los puños. Haplo lo pensó mejor, suspiró y movió la cabeza.
Sencillamente, estaba demasiado agotado.
Además, Samah parecía haber recibido ya una paliza.
Haplo aguardó, quieto y en silencio. Samah no levantó la vista de sus preocupadas meditaciones. Habría sido capaz de pasar por delante del patryn sin advertir su presencia de no ser porque el perro, incapaz de contenerse al recordar pasadas afrentas, soltó un seco ladrido de advertencia: el sártan ya se había acercado suficiente.
Samah alzó la cabeza, sobresaltado por el sonido pero nada sorprendido, al parecer, de ver allí al perro y a su amo. El sartán apretó los labios, y su mirada fue de Haplo al pequeño sumergible que flotaba detrás de él.
— ¿De vuelta con tu señor? —inquirió con frialdad.
Haplo no consideró necesario responder. Samah asintió; él tampoco había esperado que lo hiciera.
—Te alegrará saber que tus esbirros ya están en camino. Te han precedido y, sin duda, te aguarda un recibimiento de héroe.
Su tono de voz era agrio; su mirada, sombría y cargada de odio. Y, acechando debajo, se intuía el miedo.
—En camino... —Haplo miró al sartán y, de pronto, comprendió. Comprendió qué había sucedido y entendió la razón de aquel miedo aparentemente irracional.
Por fin sabía adonde habían ido las serpientes... y por qué.
— ¡Condenado idiota! —Masculló Haplo—. ¡Has abierto la Puerta de la Muerte!
—Te advertí que lo haríamos si tus mensch nos atacaban, patryn.
—Fui yo quien os previno. La enana os contó lo que había oído. Las serpientes querían que abrierais la Puerta de la Muerte. Éste era su plan desde el principio.
¿No escuchaste a Grundle?
— ¿De modo que ahora tengo que seguir los consejos de los mensch? — Samah soltó una risotada burlona.
—Parece que ellos tienen más juicio que tú. ¿Con qué intención has abierto la Puerta? ¿Para huir? No, seguro que no es ése tan plan. ¿Para buscar ayuda? Sí, exacto: pretendías encontrar ayuda. ¡Después de lo que te contó Alfred...! Pero, claro, no creíste ciertas sus palabras. Casi toda tu raza ha muerto, Samah. Los pocos de Chelestra sois los únicos que quedáis, aparte de un par de miles de cadáveres animados en Abarrach. Has abierto la Puerta de la Muerte, pero han sido las serpientes las que la han cruzado. Ahora extenderán su maldad a lo largo y ancho de los cuatro mundos. ¡Espero que se detuvieran lo suficiente como para darte las gracias!
— ¡El poder de la Puerta debería haber detenido a las bestias! —Replicó Samah con voz grave, al tiempo que cerraba el puño—. ¡Las serpientes no deberían haber podido pasar!
— ¿Igual que los mensch? ¿Crees que necesitan tu ayuda para entrar?
¿Todavía no lo has comprendido, sartán? Esas serpientes son más poderosas que tú, que yo, que mi señor o quizá que todos juntos. ¡No necesitan ayuda de nadie!
— ¡No! ¡Ésas bestias tuvieron ayuda! —contestó Samah agriamente—. ¡Ayuda patryn!
Haplo abrió la boca para protestar, pero decidió que no merecía la pena.
Estaba perdiendo el tiempo. El mal estaba extendiéndose y ahora, más que nunca, era imperioso que regresara para poner sobre aviso a su señor. Meneó la cabeza, dio media vuelta y echó a andar hacia su nave.
—Vamos, perro.
Pero el animal ladró otra vez, reacio a moverse, y miró a Haplo con las orejas erguidas.
¿No había algo que querías preguntar, amo?
En efecto, a Haplo le vino a la cabeza un pensamiento, y se volvió.
— ¿Qué ha sido de Alfred?
— ¿Tu amigo? —Samah esbozó otra sonrisa burlona—. Ha sido enviado al Laberinto, el destino de todos los que predican herejías y conspiran con el enemigo.
—Supongo que sabes que era la única persona que podría haber detenido el mal, ¿verdad?
Por un instante, Samah pareció divertido con la idea.
—Si ese Alfred es tan poderoso como dices, podría haberme impedido que lo enviara a prisión. Pero no lo hizo. Al contrario, se dejó llevar al castigo sin apenas resistencia.
—Sí —murmuró Haplo en voz baja—. Eso es muy propio de él.
—Ya que aprecias tanto a tu amigo, patryn, ¿por qué no vuelves tú también a tu prisión para intentar rescatarlo?
—Quizá lo haga. ¡No, muchacho! —Añadió Haplo al advertir que el perro tenía la vista fija en el cuello de Samah—. Te pasarías la noche vomitando.
El patryn subió a su nave, soltó las amarras, arrastró adentro al perro —que aún seguía lanzando gruñidos a Samah— y cerró la escotilla. Una vez a bordo, Haplo corrió a la ventana del puente de mando de la nave para echar un vistazo al sartán. Con magia o sin ella, Haplo no se fiaba de él.
Samah permaneció inmóvil en la arena. Sus blancas ropas estaban mojadas y sucias, con el dobladillo embadurnado de limo y de sangre de las serpientes muertas. Tenía los hombros hundidos y la piel grisácea y parecía a punto de derrumbarse de puro agotamiento, pero, consciente probablemente de que lo estaba espiando, se mantuvo en pie muy erguido, con la mandíbula encajada y los brazos cruzados.
Satisfecho al comprobar que su enemigo seguía siendo inofensivo, Haplo volvió la atención a las runas marcadas a fuego en las planchas de madera del interior de la embarcación. Una a una, las trazó de nuevo mentalmente: runas de protección, runas de poder, runas para llevarlo de nuevo en el viaje extraño y aterrador a la Puerta de la Muerte, runas para asegurar su supervivencia hasta que alcanzara el Nexo. Pronunció una palabra y, en respuesta a ella, los signos mágicos empezaron a despedir un suave fulgor azulado.
Haplo exhaló un profundo suspiro. Por fin estaba a salvo, protegido, y se permitió relajarse un poco por primera vez en mucho, muchísimo tiempo. Tras cerciorarse de que tenía las manos secas, las colocó sobre la rueda del timón de la nave. Esta rueda también había sido potenciada con runas. El mecanismo de gobierno del sumergible no era tan poderoso como la piedra de gobierno que había utilizado a bordo del Ala de Dragón, pero tanto éste como la piedra estaban ahora en el fondo del mar..., si es que el mar de Chelestra tenía un fondo. La magia rúnica de la rueda del timón era tosca, elaborada con prisas, pero lo transportaría a través de la Puerta de la Muerte y eso era lo único que importaba.
Haplo maniobró para separar el sumergible de la orilla y observó de nuevo al sartán, cuya figura fue menguando a medida que se hacía mayor la extensión de aguas oscuras que los distanciaba.
— ¿Qué vas a hacer ahora, Samah? ¿Te atreverás a entrar en la Puerta de la Muerte en busca de tu gente? No, me parece que no lo harás. Tienes miedo, ¿verdad, sartán? Sabes que has cometido un error terrible, un error que puede significar la destrucción de todo lo que te has esforzado en construir. Tanto si crees que las serpientes representan un poder maléfico superior como si no, esas bestias son una fuerza que escapa a tu comprensión y a tu control.
»Samah, has enviado la muerte a través de la Puerta de la Muerte.
CAPÍTULO 3
EL NEXO
Xar, Señor del Nexo, recorría las calles de su tierra apacible y crepuscular, una tierra construida por su enemigo. El Nexo era un lugar hermoso de suaves colinas, prados y bosques llenos de verdor. Sus edificios se alzaban con perfiles suavizados, redondeados, a diferencia de sus habitantes, que eran fríos y afilados como cuchillas de acero. La luz del sol era apagada, difusa, como si brillara a través de un velo de fina gasa. En el Nexo, nunca era totalmente de día, ni noche cerrada. Era difícil distinguir un objeto de su sombra, saber dónde terminaba uno y empezaba la otra. El Nexo parecía una tierra de sombras.
Xar estaba cansado. Acababa de emerger del Laberinto, tras salir victorioso de una batalla con la magia perversa de aquella tierra espantosa. En esta ocasión, la magia había enviado a un ejército de caodines para destruirlo. Estos caodines, criaturas inteligentes parecidas a enormes insectos, miden lo que un hombre y tienen el cuerpo cubierto por un caparazón negro de gran dureza. El único modo de destruir a un caodín es acertarle de lleno en el corazón y matarlo en el acto, pues si vive, aunque sólo sea unos segundos, de una gota de sangre derramada puede hacer surgir una copia de sí mismo.
Y Xar acababa de enfrentarse a un ejército de aquellos seres: cien, doscientos... el número no importaba porque crecía cada vez que hería a uno. El patryn les había hecho frente a solas y sólo había tenido unos momentos para reaccionar antes de que la marea de insectos de ojos bulbosos lo engullera.
Xar había entonado las runas y había creado entre él y la vanguardia de los caodines un muro de llamas que lo había protegido del primer asalto y le había proporcionado tiempo para ampliar más su círculo defensivo.
Los caodines habían intentado entonces eludir las llamas, que se extendían alimentándose de las hierbas del Laberinto, dotadas de una vida mágica gracias a los vientos mágicos que les insuflaba Xar. A los pocos caodines que habían escapado a las llamas, Xar les había dado muerte con una espada rúnica, teniendo buen cuidado de incrustarla bajo el caparazón para alcanzar el corazón. Y, mientras lo hacía, el viento continuó soplando y las llamas crepitaron, alimentadas con los restos de los muertos. El fuego saltaba ahora de una víctima a otra, diezmando las filas de las ominosas criaturas.
La retaguardia de los caodines observó el holocausto que se avecinaba, titubeó, dio media vuelta y huyó.
Con la protección de las llamas, Xar había rescatado a varios de los suyos, más muertos que vivos. Los caodines los habían tomado prisioneros para utilizarlos como cebo y tentar al Señor del Nexo a combatir.
Ahora, los rehenes estaban siendo atendidos por otros patryn, que también debían su vida a Xar. Pueblo severo y sombrío, despiadado, inflexible e inconmovible, los patryn no eran efusivos en su gratitud al señor que una y otra vez ponía en riesgo su vida por salvar las de ellos. Los patryn no proclamaban su lealtad y su devoción hacia él, sino que la demostraban, aplicándose con esfuerzo y sin protestas a cualquier tarea que les asignaba. Todos obedecían sus órdenes sin vacilar. Y, cada vez que Xar entraba en el Laberinto, una multitud se congregaba a la boca de la Ultima Puerta para mantener una silenciosa vigilia hasta su regreso.
Y siempre había algunos, en especial entre los jóvenes, que acudían con la intención de entrar con él. Eran patryn que llevaban en el Nexo el tiempo suficiente como para que se hubiera difuminado en su recuerdo el horror del tiempo pasado en el Laberinto.
—Regresaré contigo —afirmaban—. Me atreveré a hacerlo, mi señor.
Y Xar siempre se lo permitía. Y nunca les hacía la menor re—criminación cuando los veía vacilar ante la Puerta, cuando sus rostros palidecían y se les helaba la sangre, cuando les temblaban las piernas y sus cuerpos se derrumbaban.
Haplo, uno de los más fuertes entre los jóvenes, había llegado más lejos que la mayoría. Ante la Última Puerta, había caído al suelo, torturado por el miedo, pero aun entonces había seguido avanzando a cuatro manos, gateando, hasta que por fin, presa de temblores, había retrocedido hacia las acogedoras sombras del Nexo.
— ¡Perdóname, mi señor! —había gritado con desesperación, como hacían todos.
—No hay nada que perdonar, hijo mío —respondía siempre Xar.
Y era sincero. Él comprendía aquel miedo mejor que cualquiera, pues tenía que afrontarlo cada vez que entraba, y cada vez resultaba peor. Rara era la ocasión en que, ante la Ultima Puerta, sus pasos no vacilaban y su corazón no se encogía.
Cada vez que entraba, lo hacía con la certeza de que no regresaría. Cada vez que salía de nuevo, sano y salvo, se prometía a sí mismo que no lo repetiría.
Pero seguía haciéndolo. Una y otra vez.
—Son las caras —reflexionaba en voz alta—. Las caras de los míos, los rostros de quienes me esperan, de quienes me incluyen en el círculo de su ser. Esos rostros me dan el valor. Son mis hijos, todos y cada uno de ellos. Yo los he arrancado de ese útero terrible donde fueron engendrados. Yo los he traído al aire y a la luz.
»Qué gran ejército harán —continuó murmurando—. Débil en número, pero fuerte en magia, en lealtad y en amor. ¡Qué gran ejército! —repitió con una risilla.
Xar hablaba consigo mismo a menudo. Pasaba mucho tiempo a solas, pues los patryn tenían propensión a la soledad, y por eso hablaba solo muchas veces, pero nunca se reía, nunca soltaba carcajadas.
La risilla era una farsa, un hábil recurso de comedia. El Señor del Nexo continuó hablando, como haría cualquier anciano, haciéndose compañía a sí mismo en las vigilias solitarias en aquella tierra crepuscular. Dirigió una mirada de reojo hacia sus manos, cuya piel mostraba su edad. Una edad que Xar no podía calcular con exactitud, pues no tenía una idea clara de cuándo había empezado su vida. Sólo sabía que era viejo, mucho más que cualquiera de los otros patryn que habían salido del Laberinto.
La piel del dorso de sus manos, surcada de arrugas, estaba tensa y estirada, y en ella se dibujaba claramente el perfil de cada tendón, de cada hueso. Los signos mágicos azules tatuados en el dorso de la mano eran complejos y enrevesados pero su color era intenso, en absoluto desvaído por el paso del tiempo. Y su magia, si acaso, era aún más poderosa. Aquellas runas tatuadas habían empezado a emitir un resplandor azulado.
A Xar no lo habría sorprendido aquel aviso de peligro en el interior del Laberinto, donde su magia actuaba instintivamente para prevenirlo de peligros, para alertarlo de ataques, pero en aquel momento caminaba por las calles del Nexo, unas calles que siempre habían sido seguras, unas calles que eran un refugio.
El Señor del Nexo observó el resplandor azul que brillaba con luz fantasmal en el apacible crepúsculo, notó el ardor de las runas de su piel y percibió el calor de la magia en su sangre.
Continuó andando como si no sucediera nada, sin dejar de murmurar por lo bajo. La advertencia de los signos mágicos se hizo más urgente; las runas brillaron con más intensidad. Xar cerró los puños y los ocultó bajo las anchas mangas de la larga túnica negra. Sus ojos escrutaron cada sombra, cada objeto.
Dejó las calles y tomó un sendero que se adentraba en el bosque que rodeaba su residencia. Xar vivía aparte de su pueblo pues prefería —mejor, necesitaba— tener silencio y tranquilidad. Las sombras más oscuras de los árboles proporcionaban al lugar un remedo de noche. Volvió la vista hacia la mano; la luz de las runas era perceptible a través de las ropas negras. No había dejado atrás el peligro; al contrario, se encaminaba directamente hacia su origen.
El Señor del Nexo estaba más perplejo que nervioso, más enfadado que inquieto. ¿Acaso la maldad del Laberinto se había colado de alguna manera en el Nexo a través de la Ultima Puerta? Tal idea le resultaba inconcebible. Aquel lugar era obra de la magia sartán, igual que la Puerta y la Muralla que rodeaba el mundo prisión del Laberinto. Los patryn, reacios a confiar en un enemigo que los había arrojado a dicha cárcel, habían reforzado la Muralla y la Puerta con su propia magia. No; era imposible que algo pudiera escapar.
El Nexo estaba protegido de los otros mundos —los mundos de los sartán y de los mensch— mediante la Puerta de la Muerte. En tanto ésta permaneciera cerrada, no podía cruzarla nadie que no dominase la poderosa magia necesaria para recorrerla. Xar había aprendido el secreto, pero sólo después de eones de concienzudos estudios de escritos sartán. Lo había aprendido y había trasmitido su conocimiento a Haplo, que se había aventurado en esos otros mundos del universo separado.
—Pero supongamos —se dijo Xar en un leve murmullo, mientras volvía la vista a un lado y a otro tratando de rasgar la oscuridad que siempre le había resultado apacible y que ahora era perturbadora—, ¡supongamos que alguien ha abierto la Puerta de la Muerte! Al salir del Laberinto, he notado un cambio, como si un soplo de aire se agitara de pronto dentro de una casa largo tiempo cerrada y atrancada. Me pregunto...
—No es preciso que te inquietes, Xar, señor de los patryn —lo interrumpió una voz procedente de la oscuridad—. Tu mente es rápida y tu lógica, infalible.
Tienes razón en tus suposiciones. La Puerta de la Muerte ha sido abierta. Y por tus enemigos.
Xar detuvo sus pasos. No podía ver a quien hablaba, oculto entre las sombras, pero distinguía unos ojos que brillaban con una tenue y extraña luz rojiza, como si reflejaran las llamas de una fogata lejana. Su cuerpo le advertía que quien hablaba era poderoso y podía resultar peligroso, pero Xar no percibía la menor nota de amenaza en la voz sibilante. Sus palabras, como su tono, estaban llenas de respeto, incluso de admiración.
Pese a ello, Xar se mantuvo en guardia. Si había llegado a viejo en el Laberinto, no había sido prestando oídos a voces seductoras. Y la que ahora oía había cometido un grave error. De algún modo, había penetrado dentro de su mente y había descubierto el secreto. Xar había hecho sus comentarios en voz muy baja. Era imposible que nadie lo oyera desde aquella distancia.
—Me llevas ventaja, señor —respondió calmosamente—. Acércate donde estos viejos ojos míos, a los que las sombras confunden fácilmente, puedan veros.
Su vista era aguda, más penetrante de lo que había sido en su juventud, pues ahora sabía qué mirar. Su oído también era excelente, pero esto no tenía por qué saberlo su interlocutor. Era mejor, se dijo Xar, que creyera estar ante un frágil anciano.
Pero el desconocido no se dejó engañar.
—Sospecho que tus viejos ojos ven mejor que la mayoría, señor. Pero incluso los tuyos pueden dejarse cegar por el afecto, por la confianza mal otorgada.
El desconocido emergió del bosque y salió al camino. Se detuvo ante el Señor del Nexo y abrió las manos para indicar que no portaba armas. Con una llamarada, una tea encendida se materializó en sus manos y, bajo su luz, permaneció inmóvil donde estaba, sonriendo con serena confianza.
Xar lo contempló y pestañeó. Una duda asaltó su mente e incrementó su cólera.
—Eres un patryn, uno de los míos —dijo, estudiando al recién aparecido—, pero no te reconozco. ¿Qué truco es éste? —Su voz adquirió un tono duro—. Será mejor que hables enseguida. Hazlo mientras puedas, que no será mucho.
—Realmente, señor, tu fama no es exagerada. No me extraña que Haplo te admire, aunque te traicione. No soy ningún patryn, como has creído. En tu mundo, he adoptado esta apariencia para mantener en secreto mi verdadera forma. Puedo mostrarme con ella si eso te complace, mi señor, pero te advierto que resulta bastante desagradable. He considerado preferible que tú mismo decidas si quieres revelar mi presencia a tu pueblo.
— ¿Y cuál es tu verdadero aspecto, entonces? —inquirió Xar, sin hacer caso por el momento de la acusación vertida contra Haplo.
—Entre los mensch, se nos conoce por «dragones», mi señor.
Xar entrecerró los ojos:
—He tratado con tu especie en otras ocasiones y no veo ninguna razón por la que deba dejarte vivir más que tus congéneres. Sobre todo, estando en mi propio reino.
El falso patryn sonrió y sacudió la cabeza.
—Esos a los que te refieres con ese nombre no son verdaderos dragones, sino meros primos lejanos. Igual que los simios, . Naturalmente, la serpiente miente a Xar. Dado que esta criatura maléfica no tiene una forma propia definida, toma prestada en cada ocasión la que mejor convenga a sus intereses.
Se dice, son primos lejanos de los humanos. Nosotros somos mucho más inteligentes y nuestra magia es mucho más poderosa.
—Razón de más para que te mate...
—Razón de más para que vivamos, sobre todo porque sólo vivimos para servirte, Señor de los Patryn, Señor del Nexo y, en breve, Señor de los Cuatro Reinos.
— ¿Quieres servirme, eh? Y has hablado en plural: ¿cuántos sois?
—Nuestro número es enorme. Nunca ha sido contado.
— ¿Quién os creó?
—Vosotros, los patryn, hace mucho tiempo —respondió la serpiente con un suave siseo.
—Ya. ¿Y dónde habéis estado todo este tiempo?
—Te contaré nuestra historia, señor —contestó la serpiente con frialdad, haciendo oídos sordos al tono sarcástico de Xar—. Los sartán nos tenían miedo; temían nuestro poder igual que os temían a vosotros, patryn. Los sartán encerraron a tu pueblo en una prisión mientras que a nosotros, por ser de una raza diferente, decidieron exterminarnos. Nos hicieron caer en una falsa sensación de seguridad fingiendo firmar la paz con nuestra especie y, cuando se produjo la Separación, nos pilló completamente desprevenidos e indefensos. Logramos escapar con vida por muy poco y, por desgracia, poco pudimos hacer por salvar a tu pueblo, del cual hemos sido siempre amigos y aliados. Escapamos, pues, a uno de los mundos recién creados y nos ocultamos allí para atender nuestras heridas y recuperar fuerzas.
«Nuestra intención era buscar el Laberinto y liberar a tu pueblo. Juntos, podíamos reagrupar a los mensch, que habían quedado aturdidos e indefensos por la terrible prueba, y derrotar a los sartán. Por desgracia, el mundo al que decidimos huir, Chelestra, fue también el escogido por el Consejo Sartán. El poderoso Samah en persona fundó y edificó allí una ciudad, Surunan, y la pobló con miles de mensch esclavizados.
»No tardó en descubrir nuestra presencia y nuestros planes para derrocarlo.
Samah juró que nunca abandonaríamos Chelestra con vida. Cerró y selló la Puerta de la Muerte, condenándose al aislamiento a sí mismo y al resto de los sartán dispersos por los demás mundos. Tal situación tenía que durar poco; al menos, ésa era su intención, pues pensaba acabar con nosotros enseguida. Pero demostramos ser más fuertes de lo que él había previsto. Le plantamos batalla y, aunque muchos de los nuestros perdieron la vida, lo obligamos a liberar a los mensch y, al final, lo forzamos a buscar la seguridad de la cámara donde los sartán dormían su sueño mágico.
»Antes de abandonar aquel mundo, los sartán se vengaron de nosotros.
Samah dejó a la deriva el sol marino que calienta las aguas de Chelestra y el frío terrible del hielo que envuelve ese mundo de agua se apoderó de nosotros sin darnos tiempo a escapar. Lo único que pudimos hacer fue regresar a nuestra luna marina y refugiarnos en sus cavernas. El hielo nos encerró en su interior, condenándonos a una hibernación forzosa que ha durado siglos.
»Con el tiempo, el sol marino regresó y trajo consigo el calor y una nueva vida para nosotros. Con el sol llegó un sartán, uno al que se conoce como el Mago de la Serpiente, un poderoso hechicero que ha cruzado la Puerta de la Muerte. Él despertó a los sartán y los liberó de su largo sueño. Pero para entonces, mi señor, tú y algunos de los tuyos habíais alcanzado también la libertad y, a pesar de la lejanía, lo percibimos. Notamos que vuestra esperanza nos iluminaba y nos daba más calor que el propio sol. Y entonces Haplo se presentó ante nosotros y nos inclinamos ante él y le ofrecimos nuestra ayuda para derrotar a los sartán. Para derrotar a Samah, el enemigo ancestral.
La serpiente bajó la voz y continuó:
—Haplo nos causó admiración. Confiamos en él. Teníamos a nuestro alcance la victoria sobre Samah. Nos proponíamos traer ante ti al líder de los sartán como muestra de nuestra devoción a tu causa. Pero, ay, Haplo nos traicionó. Te traicionó a ti, mi señor. Samah huyó, igual que el Mago de la Serpiente, el sartán que le envenenó la cabeza a Haplo. Los dos sartán escaparon, ¡pero sólo después que Samah, movido por el miedo a nosotros y a ti, gran Xar, abriera la Puerta de la Muerte!
»Los sartán ya no podían impedir que regresáramos para ayudarte. Hemos cruzado la Puerta de la Muerte y nos presentamos ante ti, gran Xar. Te reconocemos como nuestro dueño y señor.
La serpiente hizo una suerte de reverencia.
— ¿Y cuál es el nombre de ese «poderoso» sartán al que no cesas de mencionar? —inquirió Xar.
—Se hace llamar «Alfred». Un nombre mensch, mi señor.
— ¡Alfred! —Xar olvidó su compostura. Bajo la túnica negra, sus puños se cerraron con fuerza—. ¡Alfred! —repitió en un susurro. Alzó la cara y vio el brillo rojo de los ojos de la serpiente. Rápidamente, recobró la calma—. ¿Haplo está con ese Alfred?
—Sí, señor.
—Entonces, Haplo me lo traerá. No debes preocuparte. Evidentemente, has malinterpretado los motivos de Haplo. Es un patryn muy astuto. Inteligente y avispado. Quizá no sea enemigo para Samah (si se trata realmente del mismo Samah, cosa que dudo mucho), pero Haplo será más que rival para ese sartán de nombre mensch. Haplo no tardará en volver, ya lo verás. Y traerá con él a Alfred. Y todo tendrá explicación.
«Mientras tanto —añadió, interrumpiendo a la serpiente antes de que ésta pudiera responder—, estoy muy cansado. Soy un viejo y los viejos necesitamos descansar. Te invitaría a mi casa pero tengo a un niño alojado conmigo. Un chico muy listo, de una inteligencia sorprendente en un mensch. Me haría preguntas que prefiero no responder. Ocúltate en el bosque y evita el contacto con mi gente, pues reaccionará como lo he hecho yo.
—El Señor del Nexo extendió la mano y mostró los tatuajes mágicos que resplandecían con un azul eléctrico—. Y quizá no sea tan paciente.
—Tu preocupación me halaga, mi señor. Haré lo que ordenes.
La serpiente hizo una nueva reverencia. Xar dio media vuelta para marcharse.
A su espalda sonaron las palabras de la serpiente:
—Espero que este Haplo, en quien mi señor ha puesto tanta fe, resulte merecedor de ella.
¡Pero, muy sinceramente, lo dudo!
Las sombras crepusculares susurraron aquellas palabras no pronunciadas.
Xar las captó claramente. O quizá fue él quien les dio forma en su mente, si no en voz alta. Volvió la vista atrás, irritado con la serpiente, pero ésta ya no estaba. Al parecer, se había retirado a la oscuridad del bosque sin un ruido, sin el crepitar de una hoja seca, sin el chasquido de una ramita al quebrarse. Xar se irritó aún más, y luego se enfureció consigo mismo por permitir que la serpiente lo alterara.
—Perder la confianza en Haplo es perderla en mí mismo. Yo le salvé la vida, lo saqué del Laberinto, lo eduqué y lo preparé. Le asigné esta importantísima misión de viajar a través de la Puerta de la Muerte. La primera vez que mostró dudas, lo castigué. Ya entonces limpié de su ser la ponzoña que le había inoculado ese sartán, Alfred. Haplo me es muy querido. ¡Descubrir que me ha fallado es descubrir que yo he fallado!
El resplandor de los signos mágicos de la piel de Xar empezaba a amortiguarse, pero aún bastaba para iluminar el camino del señor por el lindero del bosque. Irritado, reprimió la tentación de mirar atrás otra vez.
Desconfiaba de la serpiente pero, bien pensado, no se fiaba de casi nadie. Le habría gustado suprimir el «casi», decir que no confiaba en nadie. Pero no era así.
Sintiéndose más viejo y cansado de lo habitual, el Señor del Nexo pronunció las runas e invocó de las probabilidades mágicas un bastón de roble, recio y firme, para ayudar sus cansados pasos.
—Hijo mío... —susurró con tristeza, apoyado y encorvado sobre el bastón—.
¡Haplo, hijo mío!
CAPÍTULO 4
LA PUERTA DE LA MUERTE
La travesía de la Puerta de la Muerte es un viaje terrible, una colisión espeluznante de paradojas que golpean la conciencia con tal fuerza que la mente queda en blanco. En una ocasión, Haplo había tratado de permanecer consciente durante el tránsito¹¹ y todavía se estremecía al recordar la espantosa experiencia.
Incapaz de encontrar refugio en el vacío, su mente había saltado a otro cuerpo, al que tenía más cerca: el de Alfred. El sartán y él habían intercambiado sus conciencias y habían revivido las experiencias vitales más profundas del otro.
Cada uno había descubierto algo del otro, y ninguno de los dos había podido seguir viendo al otro igual que antes. Haplo sabía lo que se sentía cuando uno se creía el último miembro de su raza, a solas en un mundo de extranjeros. Alfred sabía qué era estar prisionero en el Laberinto.
—Supongo que ahora lo sabe de primera mano —dijo Haplo mientras se instalaba junto al perro, disponiéndose a conciliar el sueño como hacía ahora cada vez que iba a entrar en la Puerta de la Muerte—. Pobre estúpido. Dudo que aún siga vivo. Él y esa mujer que llevó consigo... ¿cómo se llamaba? ¿Orla? Sí, eso es:
Orla.
A la mención del nombre de Alfred, el perro lanzó un gañido y apoyó la cabeza en el regazo de Haplo. El patryn lo rascó bajo el hocico mientras murmuraba:
—Supongo que lo mejor que puedo desear para Alfred es que tenga una muerte rápida.
El perro suspiró y miró hacia la ventana con ojos tristes y esperanzados, como si esperara ver en cualquier momento a Alfred, regresando a bordo con su habitual paso vacilante.
Guiada por la magia de las runas, la nave dejó atrás las aguas de Chelestra y entró en la enorme bolsa de aire que rodeaba la Puerta de la Muerte. Haplo apartó de su cabeza unos pensamientos que no le ofrecían ayuda ni consuelo y procedió a verificar si la magia estaba actuando como debía, protegiendo la nave, sosteniéndola, propulsándola hacia adelante.
El patryn, sin embargo, comprobó con perplejidad que su magia apenas actuaba. Los signos mágicos estaban inscritos en el interior de la nave y no en el exterior del casco, como en anteriores ocasiones, pero esto no debería haber importado. Si acaso, las runas deberían estar actuando con más intensidad para compensar tal hecho. La sala de gobierno debería haber estado iluminada por un intenso resplandor rojo y azul, pero apenas reinaba en ella un agradable fulgor mortecino de un difuminado tono púrpura.
Haplo reprimió un breve instante de vacilación y de pánico y repasó meticulosamente toda la estructura de runas grabada en el interior del pequeño sumergible. No descubrió ningún error, lo cual no lo sorprendió puesto que, previamente, ya había revisado dos veces las inscripciones.
Corrió a la gran claraboya de la sala de gobierno, observó el exterior y alcanzó a ver la Puerta de la Muerte como un pequeño agujero que parecía demasiado angosto para cualquier nave de un tamaño mayor de...
Parpadeó y se frotó los ojos.
La Puerta de la Muerte había cambiado. Por unos instantes, Haplo se quedó en blanco, incapaz de encontrar explicación a lo que sucedía. Momentos después, tuvo la respuesta.
La Puerta de la Muerte estaba abierta.
No se le había ocurrido pensar que la apertura de la Puerta significara ninguna diferencia a la hora de cruzarla pero, por supuesto, tenía que haberla. Los sartán que habían diseñado la Puerta debían de haberla concebido como un conducto de acceso rápido y fácil a los otros tres mundos. Era lógico que así lo hicieran, y Haplo se reprendió por haber sido tan estúpido para no haber caído antes en ello. Probablemente, se habría ahorrado tiempo y preocupaciones.
¿O no?
Frunció el entrecejo y reflexionó. La entrada en la Puerta de la Muerte quizá fuese más sencilla pero, ¿qué haría una vez dentro? ¿Cómo se controlaba la travesía? ¿Funcionaría su magia? ¿O la nave se desmontaría por las junturas?
—Muy pronto conocerás la respuesta —se dijo en un murmullo—. Ya no puedes volver atrás.
Domino el impulso de ponerse a deambular por la pequeña cabina de pilotaje con paso nervioso y concentró la atención en la Puerta de la Muerte.
El agujero, que momentos antes parecía demasiado pequeño como para que pasara por él un mosquito, se había hecho enorme. La entrada, antes oscura y siniestra, estaba ahora llena de luz y color. Haplo no estaba seguro, pero le pareció captar visiones fugaces de los otros mundos. Unas imágenes pasaron velozmente por su mente y desaparecieron enseguida, como en un sueño, demasiado deprisa como para concentrarse en alguna en particular.
Las junglas cálidas y húmedas de Pryan, los ríos de roca fundida de Abarrach, las islas flotantes de Ariano: todo pasó aceleradamente ante sus ojos.
Haplo vio también el tenue resplandor del suave crepúsculo del Nexo. La visión se difuminó y surgió de ella el erial yermo y aterrador del Laberinto. Luego, por un instante —tan breve que no estuvo seguro de haberlo visto realmente—, captó una fugaz visión de otro lugar, un sitio extraño que no reconoció, un paraje de tal paz y tal belleza que el corazón se le contrajo de dolor cuando la imagen se desvaneció.
Perplejo, Haplo contempló la rápida sucesión de imágenes, que le recordaba un juguete élfico¹² que había visto en Pryan. Las imágenes empezaron a repetirse.
Era extraño, se dijo, aunque no sabía por qué. El torbellino de visiones giró de nuevo en su mente, en el mismo orden, y por fin entendió qué significaba.
La Puerta le estaba dando a elegir destino. ¿Adonde quería ir?
Haplo sabía muy bien adonde quería dirigirse, pero esta vez no estaba seguro de cómo llegar. En otras ocasiones, la decisión había estado vinculada a su magia; sólo había tenido que buscar entre las posibilidades y seleccionar un lugar. La estructura rúnica necesaria para llevar a efecto tal selección era muy compleja y había sido extremadamente difícil de diseñar. Su señor había pasado incontables horas estudiando los textos sartán hasta dar con la clave; luego, había dedicado otro tiempo considerable a traducir el idioma sartán al patryn para enseñárselo a Haplo.
Pero ahora todo había cambiado. Haplo estaba cada vez más cerca de la Puerta, su nave avanzaba cada vez más deprisa y él no tenía la menor idea de cómo controlarla.
Sobreponiéndose a su creciente pánico, llegó a la conclusión de que los sartán debían de haber concebido la Puerta como un lugar seguro y de fácil acceso. Las imágenes se sucedieron de nuevo ante sus ojos en un torbellino cada vez más acelerado. Tuvo la sensación horrible de estar cayendo, como experimenta uno en los sueños: las junglas de Pryan, las islas de Ariano, el agua de Chelestra, la lava de Abarrach... Todo daba vueltas en torno a él, debajo de él. La nave caía girando hacia ellos y Haplo no podía detenerla. El crepúsculo del Nexo...
Haplo se agarró a aquella imagen con desesperación, se asió a ella y la fijó en su mente. Pensó en el Nexo, lo recordó, evocó las imágenes de sus bosques umbríos, de sus calles ordenadas, de su gente. Cerró los ojos para concentrarse mejor y para olvidar la visión aterradora del torbellino caótico. El perro empezó a lanzar aullidos, no de advertencia, sino de alegría, excitación y reconocimiento.
Haplo abrió los ojos. La nave sobrevolaba tranquilamente una tierra a media luz, bañada por un sol que nunca terminaba de alzarse, que nunca se ponía por completo.
Estaba en casa.
No perdió un segundo. Tan pronto como hubo posado la nave, se encaminó directamente a la morada de su señor en el bosque para presentarle su informe.
Caminaba deprisa, abstraído, absorto en sus pensamientos y sin apenas prestar atención a su entorno. Estaba en el Nexo, un lugar libre de peligros para él. Por eso se sobresaltó bastante cuando el gruñido agresivo del perro lo sacó de sus meditaciones.
El patryn dirigió automáticamente la vista hacia los signos mágicos de su piel y observó con sorpresa que despedían un leve fulgor azulado.
Ante él, en el camino, había alguien.
Haplo calmó al perro posando sobre su testuz una mano cuyas runas brillaban con más fuerza a cada momento. Notó el calor y el hormigueo de los signos mágicos tatuados en su piel y aguardó, inmóvil, en mitad del camino.
De nada servía esconderse. El desconocido, fuera quien fuese, ya lo había visto y oído. Haplo decidió quedarse, averiguar qué peligro acechaba tan cerca de la mansión de su señor y ocuparse de él, si era preciso.
El perro tensó las patas. Se le erizó el pelaje del cuello y lanzó desde lo más hondo un gruñido amenazador. La figura en sombras avanzó sin molestarse en ocultarse, pero cuidando de evitar los escasos charcos de luz que se filtraban por los huecos entre el follaje. Tenía la forma y la altura de un hombre y se movía como tal, pero no era un patryn. La magia defensiva de Haplo no habría reaccionado nunca de aquella manera a uno de su propia raza.
Su desconcierto aumentó. La idea de que pudiera existir un enemigo de cualquier clase en el Nexo era impensable. Lo primero que le vino a la cabeza fue Samah. ¿Acaso el jefe del Consejo Sartán había penetrado en la Puerta de la Muerte y había llegado hasta allí? Cabía tal posibilidad, aunque no era muy probable. ¡Aquél era el último lugar al que viajaría Samah! Con todo, a Haplo no se le ocurría otra explicación. El desconocido se acercó más, y Haplo observó, con asombro, que sus temores habían sido infundados. El hombre era un patryn.
Haplo no lo reconoció, pero no había nada de insólito en ello. Haplo había estado ausente bastante tiempo; su señor habría rescatado del Laberinto a muchos patryn, mientras tanto.
El desconocido mantuvo la mirada baja, observando a Haplo bajo unos párpados entornados. Tras un gesto seco y austero de saludo con la cabeza como es costumbre entre los patryn, que son gente solitaria y poco expresiva, pareció disponerse a continuar su camino sin una palabra. El desconocido venía en dirección contraria a la de Haplo, es decir, alejándose de la casa de su señor.
De ordinario, Haplo habría respondido con igual reserva y habría olvidado al desconocido. Pero la comezón y el ardor de los signos mágicos de su piel casi lo volvieron loco. El resplandor azul iluminó las sombras. Los demás tatuajes del patryn no habían alterado su aspecto y permanecían apagados. Haplo observó las manos del desconocido y percibió algo raro en sus tatuajes.
El extraño había llegado a su altura. Haplo tuvo que sujetar al perro y obligar al animal a permanecer donde estaba pues, de lo contrario, se habría lanzado a la garganta del individuo. Era otra cosa muy extraña.
— ¡Espera! —exclamó—. ¡Tú, espera! No te conozco, ¿verdad? ¿Cómo te llamas? ¿Cuál es tu Puerta?
Haplo preguntaba por preguntar; de hecho, casi no prestó atención a lo que decía. Lo único que quería era echar una mirada más detenida a las manos y los brazos del individuo, a los signos tatuados en ellos.
—Te equivocas. Ya nos hemos encontrado —dijo el desconocido con una voz susurrante que le resultó familiar.
No conseguía recordar dónde la había oído, pero pronto tuvo algo más preocupante en qué pensar.
Los signos mágicos en las manos y en los brazos del individuo eran falsos; garabatos sin sentido que cualquier chiquillo patryn habría dibujado mejor. Cada signo individual estaba formado correctamente, pero no encajaba con los demás como era debido.
Los tatuajes en los brazos del hombre deberían haber sido runas de poder, de defensa, de curación, pero eran, por el contrario, un trabalenguas sin inteligencia.
De pronto, Haplo recordó el juego de las tabas rúnicas practicado por los sartán de Abarrach, en el que se arrojaban las runas al azar sobre una mesa. Las de aquel individuo habían sido arrojadas al azar sobre su piel.
Haplo se abalanzó sobre el falso patryn con la intención de reducirlo y averiguar quién o qué estaba intentando espiarlos.
Sus manos se cerraron en el aire.
Desequilibrado, Haplo trastabilló y cayó al suelo de bruces. Al instante, se incorporó y miró en todas direcciones.
El falso patryn había desaparecido. Se había esfumado sin dejar rastro. Haplo miró al perro. El animal soltó un gañido y se estremeció de hocico a rabo.
Haplo tuvo ganas de imitarlo. Buscó sin ánimo entre los árboles y matorrales que bordeaban el camino, convencido de no hallar nada y no muy seguro de querer descubrirlo. Fuera lo que fuese, la misteriosa aparición se había ido. Las runas de sus brazos empezaban a apagarse y la sensación ardiente de alarma se enfriaba.
El patryn reemprendió la marcha sin perder más tiempo. El misterioso encuentro era una razón añadida para darse prisa. Evidentemente, la aparición del desconocido y la apertura de la Puerta de la Muerte no eran coincidencia. Ahora, Haplo sabía dónde había oído aquella voz y lo sorprendía cómo no había conseguido reconocerla.
Quizás había querido olvidarla.
Por lo menos, ahora podía dar un nombre al desconocido.
CAPÍTULO 5
EL NEXO
—Serpientes, mi señor —dijo Haplo—. Pero no como las que conocemos. ¡El áspid más mortífero del Laberinto es una lombriz comparada con éstas! Son bestias antiguas; tanto, creo, como el propio hombre. Tienen la astucia y el conocimiento de su edad. Y tienen un poder, señor... Un poder que es vasto y... y...
Haplo vaciló e hizo una pausa.
— ¿Y qué, hijo mío? —lo estimuló Xar con suavidad.
—Todopoderoso —respondió Haplo.
— ¿Un poder omnipotente? —Musitó Xar—. ¿Sabes qué estás diciendo, hijo mío?
Haplo percibió el tono de advertencia de su voz.
Ten mucho cuidado con tus pensamientos, tus conjeturas y tus deducciones, hijo mío, lo prevenía el tono. Ten cuidado con tus afirmaciones y con tus juicios.
Porque, al calificar ese poder como «todopoderoso», lo estás colocando por encima de mí.
Haplo tuvo cuidado. Permaneció largo rato sentado sin responder, con la mirada fija en el fuego que calentaba el hogar de su señor, contemplando el juego de luces de las llamas sobre las runas azules tatuadas de manos y brazos. Evocó una vez más las runas de los brazos del falso patryn: caóticas, ininteligibles, sin orden ni concierto. La visión le trajo el recuerdo del miedo torturador, debilitante, que había experimentado en el cubil de las serpientes en Draknor.
—Jamás he experimentado un miedo igual —dijo de pronto, dando voz a los pensamientos de su mente.
Y, aunque las palabras correspondían a la conversación mental de Haplo, Xar comprendió a qué se refería. El señor de los patryn siempre comprendía.
—Un miedo que me hizo desear esconderme en algún rincón oscuro, mi señor. Quise hacerme un ovillo y quedarme allí encogido, acurrucado. Tuve miedo... del propio miedo que sentía. No podía entenderlo, ni superarlo. —Haplo sacudió la cabeza—. Y eso que he nacido y he crecido en el espanto del Laberinto.
¿Por qué esa diferencia, mi señor? No lo entiendo.
Reclinado en su asiento, imperturbable, Xar no respondió. El Señor del Nexo era un oyente silencioso y atento; jamás revelaba una emoción, su atención jamás se desviaba y su interés siempre estaba concentrado por entero en el interlocutor.
Ante un tipo de oyente tan especial, la gente suelta la lengua; habla con vehemencia, a menudo incautamente, y concentra sus pensamientos en lo que está diciendo, en lugar de en quien las escucha. Y así Xar, con su poder mágico, era capaz de captar a menudo lo que no se decía, además de lo que se hablaba. La gente volcaba su mente en el pozo vacío del señor de los patryn.
Haplo cerró el puño, observó cómo los signos mágicos se estiraban uniformes y protectoramente en su piel y respondió a su propia pregunta:
—Yo sabía que el Laberinto podía ser derrotado —dijo en un susurro—. Ahí está la diferencia, ¿verdad, señor? Incluso cuando creí que iba a morir en ese terrible lugar, me acompañaba en mi última hora la certeza de un amargo triunfo.
Había estado muy cerca de derrotarlo y, aunque yo hubiese fracasado esta vez, me seguirían otros que finalmente triunfarían. El Laberinto, pese a todo su poder, es vulnerable. —Haplo alzó la cabeza y miró a Xar antes de proseguir—: Tú lo demostraste, mi señor. Tú lo venciste. Y has seguido derrotándolo una y otra vez.
Incluso yo acabé por vencerlo... con ayuda.
Bajó la mano y rascó la testuz del perro. El animal yacía a sus pies, dormitando al calor de las llamas. De vez en cuando, entreabría los ojos y los fijaba en Xar.
Mera vigilancia, parecía decir. Desde su posición, Haplo no advirtió la cauta y atenta observación de su perro. Xar, sentado frente a él, sí se fijó.
Haplo cayó en un completo silencio, con la vista fija en el fuego y la expresión sombría y desconsolada.
—Estás diciendo que ese poder no puede ser derrotado, ¿no es eso, hijo mío?
Haplo se revolvió, inquieto e incómodo. Dirigió una mirada preocupada a su señor y volvió a fijarla en las llamas rápidamente. Sus mejillas se sonrojaron, y su mano soltó y volvió a agarrar el brazo del asiento.
—Sí, señor. Eso es lo que estoy diciendo —respondió por fin con voz grave y pausada—. Creo que ese poder puede ser desafiado, detenido, controlado y forzado a retroceder, pero jamás puede ser vencido. Jamás puede ser destruido definitivamente.
— ¿Ni siquiera por nosotros, los tuyos, fuertes y poderosos como somos? — Xar hizo la pregunta con suavidad. No discutía sus palabras; sólo pedía más información.
—Ni siquiera por nosotros, señor. Por muy fuertes y poderosos que seamos. — Algún pensamiento secreto hizo asomar en sus labios una sonrisa sarcástica.
El Señor del Nexo se enfureció al verla aunque, para un observador casual, su expresión se mantuvo tan plácida y tranquila como antes. Haplo no se percató, perdido en una maraña de negros pensamientos. Pero había alguien más pendiente de su conversación, escuchando a escondidas lo que decían. Y este alguien no era un observador casual, sino que sabía perfectamente qué le rondaba por la cabeza al Señor del Nexo.
Aquel observador, oculto en una estancia a oscuras, idolatraba a Xar y por ello había llegado a reconocer hasta la más leve expresión de su rostro. Y el observador invisible advertía en aquel instante, a la luz de la chimenea, el mínimo entrecerrar de ojos de Xar, el levísimo ensombrecimiento de ciertas arrugas entre la telaraña de ellas que le cubría la frente. El observador invisible sabía que su señor estaba furioso y que Haplo había cometido un error. Sabía ambas cosas, y estaba complacido de conocerlas.
Tal era su regocijo que, imprudente, se estremeció al pensarlo, con el resultado de que el taburete donde estaba sentado se movió de sitio. El perro levantó la cabeza al instante, atento al ruido, con las orejas muy erguidas.
El observador permaneció paralizado. Conocía al perro, lo recordaba y lo respetaba. Lo quería. No volvió a moverse y se mantuvo quieto hasta el punto de contener el aliento, temiendo que incluso su respiración fuera a delatarlo.
Al no oír nada más, el perro pareció llegar a la conclusión de que había sido una rata y reanudó su intermitente duermevela.
—Tal vez piensas —apuntó Xar como si tal cosa, acompañándose de un leve gesto de la mano— que los sartán son los únicos capaces de derrotar a este «poder todopoderoso».
Haplo movió la cabeza y dirigió una sonrisa hacia los rescoldos del fuego agonizante.
—No, señor. Ellos están tan ciegos como... —midió las palabras, asustado de lo que había estado a punto de decir.
—... como yo, ¿no es eso? —terminó la frase Xar, en tono adusto.
Haplo alzó enseguida la vista, y el rubor de sus mejillas se acentuó. Era demasiado tarde para volverse atrás, para decir que no. Cualquier intento de explicarse lo haría parecer un chiquillo lloriqueante tratando de escabullirse de un castigo merecido.
Así pues, se puso en pie y plantó cara al Señor del Nexo, que permaneció sentado y lo miró con ojos sombríos e insondables.
—Mi señor, es cierto que hemos estado ciegos. E igual les ha sucedido a nuestros enemigos. A ambos nos han cegado las mismas cosas: el odio y el miedo.
Las serpientes, o la fuerza que representan, sea cual sea, se han aprovechado de ello. Se han hecho fuertes y poderosas. «El caos es la sangre de nuestra vida», decían. «La muerte, nuestra comida y nuestra bebida.» Y, ahora que han penetrado en la Puerta de la Muerte, pueden extender su influencia a lo largo y ancho de los cuatro mundos. Esas criaturas buscan el caos, el derramamiento de sangre.
¡Desean que vayamos a la guerra, señor!
— ¿Y por eso aconsejas que no la emprendamos, Haplo? ¿Dices de veras que no debemos buscar venganza por los siglos de padecimientos infligidos a nuestro pueblo? ¿Que no venguemos la muerte de nuestros padres? ¿Que no intentemos derrotar al Laberinto y liberar a los aún atrapados en él? ¿Hemos de permitir que Samah continúe su tarea donde la dejó? Eso es lo que hará, hijo mío, bien lo sabes. Y esta vez no nos encarcelará. ¡Esta vez nos destruirá, si se lo permitimos!
¿Y aun así nos aconsejas, Haplo, que no nos opongamos?
—No lo sé, mi señor —dijo Haplo con voz rota, mientras abría y cerraba los puños—. No lo sé...
Xar suspiró, bajó la vista y apoyó la cabeza en la mano. Si hubiera reaccionado con cólera, si hubiera gritado y reclamado, acusado y amenazado, habría perdido a Haplo.
Pero no dijo nada, ni hizo otra cosa que suspirar.
Haplo se derrumbó de rodillas y, tomando la mano de su señor, se la llevó a los labios, la besó y la retuvo con fuerza.
—Padre, veo dolor y disgusto en tus ojos. Te ruego que me perdones si te he ofendido, pero la última vez que estuve en tu presencia, antes de partir hacia Chelestra, me enseñaste que mi salvación estaba en decirte la verdad y eso he hecho, padre. Te he desnudado mi alma, aunque me avergüenza haber puesto al descubierto mi debilidad.
»Yo no ofrezco consejo, señor. Soy un patryn despierto y estoy presto para actuar, pero no soy sabio. El sabio eres tú, padre mío. Por esto te he venido a plantear este gran dilema. Las serpientes están aquí, padre —añadió Haplo en un tono de voz tétrico—. Están aquí. He visto una de ellas. Iba camuflada como uno de nuestro pueblo, pero la reconocí sin ninguna duda.
—Estoy al corriente de ello, Haplo. —Xar agarró la mano que retenía la suya.
— ¿Lo sabes? —Haplo se sentó sobre sus talones con expresión de desconcierto y preocupación.
—Naturalmente, hijo mío. Dices que soy sabio, pero no debes de considerarme muy brillante — urmuró Xar con cierta aspereza—. ¿Imaginas que no sé lo que sucede en mi propia tierra? He visto a la serpiente y he hablado con ella, tanto anoche como hoy.
Haplo lo miró en silencio, asombrado.
—Como dices, es poderosa —concedió Xar con aire magnánimo—. He quedado impresionado. Un enfrentamiento entre nosotros, los patryn, y esas criaturas resultaría interesante, aunque no tengo la menor duda de quién saldría vencedor. Sin embargo, no hay que temer tal enfrentamiento pues no se producirá jamás, hijo mío. Las serpientes son nuestros aliados en esta campaña. Me han jurado fidelidad. Se han inclinado ante mí y me han llamado amo.
—También lo hicieron conmigo —replicó Haplo en voz baja—, y luego me traicionaron.
—Eso te sucedió a ti, hijo mío —dijo Xar, y de nuevo se hizo presente la cólera, ahora patente tanto para los observadores visibles como para los invisibles—. ¡Pero esta vez me han jurado lealtad a miiii!
El perro se incorporó de un brinco con un bufido y miró a su alrededor con gesto de ferocidad.
—Tranquilo, muchacho —dijo Haplo sin pensarlo—. Sólo era un sueño.
Xar contempló al animal con desagrado.
—Creía que te habías librado de esta criatura.
—Volvió a mí —respondió Haplo, atormentado e inquieto. Se incorporó y se quedó inmóvil donde había hincado la rodilla, como si pensara que la entrevista había llegado a su fin.
—No exactamente. Alguien te lo devolvió, ¿no es así?
Xar se puso en pie. Su estatura era prácticamente igual que la de Haplo y, muy probablemente, la fuerza física de ambos era pareja, pues el Señor del Nexo no había permitido que la edad debilitara su cuerpo. Pero en poderes mágicos era muy superior a Haplo. En una ocasión —ésa a la que se había referido el patryn, esa vez en que mintió a su señor—, Xar había desarmado a Haplo. En aquel momento podría haberlo matado, pero había decidido dejarlo vivir.
—Sí, mi señor —reconoció Haplo. Bajó la vista al perro y añadió—: Alguien me lo devolvió.
— ¿El sartán llamado Alfred?
—Sí, señor —respondió con un hilo de voz.
Xar suspiró. Haplo captó el suspiro, cerró los ojos e inclinó la cabeza. Su señor posó la mano sobre su joven hombro.
—Hijo mío, te has dejado engañar. Yo sé lo sucedido. Las serpientes me lo han contado. No te traicionaron; vieron el peligro que corrías e intentaron ayudarte, pero te volviste contra ellas y las atacaste. No tuvieron más remedio que defenderse...
— ¿De unos chiquillos mensch? —Haplo levantó la cabeza con un centelleo en la mirada.
—Una verdadera lástima, hijo mío. Me han contado que la chica te gustaba.
Pero debes reconocer que los mensch actuaron como siempre: de forma desordenada, estúpida, sin pensar. Tenían aspiraciones demasiado altas y se entrometieron en asuntos que no podían entender. Al final, como bien sabes, las serpientes fueron indulgentes y ayudaron a los mensch a derrotar a los sartán.
Haplo movió la cabeza en un gesto de negativa y volvió la vista de su señor al perro.
La expresión de Xar se hizo más ceñuda. La mano posada en el hombro de Haplo aumentó su presión.
—Hijo mío, he sido muy indulgente contigo. He escuchado con toda paciencia lo que algunos llamarían quiméricas especulaciones metafísicas. Pero no te confundas —continuó, cuando Haplo se disponía a responder—. Me complace que hayas expuesto y compartido conmigo estos pensamientos pero, una vez respondidas tus dudas y preguntas, como creo que he hecho cumplidamente, me disgusta comprobar que sigues empeñado en tu error.
»No, hijo mío, déjame terminar. Afirmas confiar en mi sabiduría, en mi juicio.
Y así era antes, Haplo, sin ninguna duda. Ésta fue la principal razón por la que te escogí para estas delicadas tareas que, hasta hoy, has llevado a cabo a mi entera satisfacción. Pero dime, Haplo, ¿todavía confías ciegamente en mí? ¿O has puesto tu fe en otro?
—Si te refieres a Alfred, mi señor, te equivocas —replicó Haplo con expresión burlona y un rápido gesto de negativa con la mano—. Y, de todos modos, ya no cuenta. Probablemente, está muerto.
El patryn bajó la vista al fuego, al perro o a ambos a la vez, durante un largo rato; de pronto, volvió a alzar la cabeza y, con aire resuelto, miró a los ojos a Xar.
—No, mi señor, no he puesto la fe en ningún otro. Soy leal a ti. Por eso he venido a tu presencia: para ponerte en conocimiento de lo que he visto. ¡No sabes cuánto me gustaría equivocarme!
— ¿De veras, hijo mío? —Xar estudió a Haplo con mirada inquisitiva y, satisfecho al parecer con lo que veía, se relajó, sonrió y le dio unas afectuosas palmaditas en el hombro—. Excelente. Tengo otra tarea para ti. Ahora que la Puerta de la Muerte está abierta y nuestros enemigos, los sartán, conocen nuestra situación, tenemos que movernos deprisa, más de lo que había proyectado. Dentro de poco, partiré hacia Abarrach para aprender allí las artes nigrománticas...
Hizo una pausa y dirigió una mirada penetrante a Haplo. La expresión de éste no varió un ápice ni mostró la menor oposición a tal plan. Xar continuó:
—No tenemos un número de patryn suficiente para formar un ejército pero, si podemos contar con batallones de muertos que combatan por nosotros, no tendremos que desperdiciar las vidas de los nuestros. Y, para conseguirlo, es imprescindible que vaya a Abarrach, y que lo haga lo antes posible, pues soy lo bastante sabio —hizo un seco énfasis en el término— como para comprender que deberé dedicar mucho tiempo y esfuerzo al estudio antes de poder dominar el arte de resucitar a los muertos.
»Pero este viaje representa un problema. Tengo que ir a Abarrach pero, al mismo tiempo, es indispensable que acuda a Ariano, el mundo del aire. Te explicaré: esa necesidad de viajar allí tiene que ver con esa gran máquina de Ariano, ese gigantesco artefacto al que los mensch denominan, un tanto estrafalariamente, la Tumpa-chumpa.
»En tu informe, Haplo, decías que descubriste informaciones dejadas por los sartán según las cuales habían construido la Tumpa-chumpa para conseguir la alineación de las islas flotantes de Ariano.
Haplo asintió.
—No sólo para alinearlas, señor, sino también para enviar a continuación un chorro de agua que alcanzara las islas superiores, en la actualidad secas y yermas.
—Quien gobierne la máquina, domina el agua. Y quien domina el agua, gobierna a quienes deben bebería para no perecer.
—Sí, señor.
—Refréscame la memoria sobre la situación política en Ariano cuando abandonaste ese mundo.
Xar permaneció de pie. El resumen tenía que ser breve, evidentemente, e iba destinado al propio Haplo, más que a su señor. Xar había releído muchas veces el informe de su subordinado y lo conocía de memoria. Haplo, en cambio, había visitado otros tres mundos desde su estancia en Ariano. Por eso habló con un titubeo, tratando de refrescar la memoria.
—Los enanos, que en Ariano son conocidos como «gegs», viven en las islas inferiores, cerca del Torbellino. Ellos son quienes hacen funcionar la máquina, o más bien quienes la atienden, ya que la máquina funciona sola. Los elfos descubrieron que la máquina podía suministrar agua para su imperio, situado en el Reino Medio de ese mundo. Ni los humanos ni los elfos que habitan en el Reino Medio pueden acumular reservas de agua en su territorio, debido a la naturaleza porosa de los continentes flotantes.
»Los elfos viajaban a los reinos inferiores en sus mágicas naves dragón, compraban el agua a los enanos y les pagaban con chucherías sin valor y artilugios inútiles desechados en los reinos élficos. Un enano llamado Limbeck descubrió la explotación a que sometían los elfos al pueblo enano y en estos momentos (o, al menos, cuando abandoné ese mundo) encabeza la rebelión contra el imperio elfo mediante el corte del suministro de agua.
»Los elfos también tienen otros problemas. Un príncipe exiliado ha organizado otra rebelión contra el régimen tiránico que actualmente ostenta el poder. Los humanos, a su vez, se están uniendo bajo el mando de un rey y una reina y están plantando resistencia al dominio elfo.
—Un mundo en caos —dijo Xar con satisfacción.
—Sí, señor —respondió Haplo, sonrojándose. Se preguntó si el comentario no sería un sutil reproche por las palabras pronunciadas antes, un recordatorio ole que los patryn querían ver los mundos sumidos en el caos.
—El pequeño Bane debe volver a Ariano —declaró Xar—. Es vital que tomemos el control de la Tumpa-chumpa antes de que los sartán regresen y la reclamen. Bane y yo hemos llevado a cabo un estudio pormenorizado de la máquina. Ese chiquillo la pondrá en funcionamiento e iniciará el proceso para realinear las islas. Sin duda, esto perturbará aún más la vida de los mensch y causará pánico y terror. Entonces, en medio del tumulto, entraré en Ariano con mis legiones, restauraré el orden y, gracias a ello, seré visto como un salvador. — Con un encogimiento de hombros, Xar añadió—: Conquistar Ariano, el primero de los mundos en caer bajo mi poder, será sencillo.
Haplo se dispuso a preguntar algo, pero se detuvo antes de abrir la boca y contempló las brasas medio apagadas con aire pensativo.
— ¿Qué sucede, hijo mío? —Inquirió Xar con suavidad—. Sé franco. Tienes dudas, ¿verdad? ¿Cuáles?
Haplo asintió.
—Las serpientes, señor. ¿Qué hay de las serpientes?
Xar apretó los labios y entrecerró los ojos alarmantemente. Con las manos a la espalda y los dedos largos y firmes entrelazados, mantuvo el círculo tranquilizador de su ser. El Señor del Nexo rara vez se había sentido tan furioso.
—Las serpientes harán lo que yo les ordene. Igual que tú, Haplo. Igual que todos mis súbditos.
Su voz no había subido de volumen ni había cambiado su tono apacible, pero el observador invisible de la estancia en sombras se estremeció y se encogió en su taburete, agradeciendo no ser él quien se consumía bajo el calor de la ira del poderoso Xar.
Haplo comprendió que había disgustado a su señor y recordó el castigo que había recibido una vez. Instintivamente, se llevó la mano al nombre rúnico tatuado sobre su corazón, al signo que era la raíz y fuente de todo su poder mágico, el inicio del círculo.
De improviso, Xar se inclinó hacia adelante y posó una mano vieja y nudosa sobre las de Haplo y la otra sobre el corazón de su siervo.
Haplo se encogió y exhaló un breve suspiro, pero no se movió de donde estaba. El observador invisible apretó los dientes. Por mucho que lo complaciera presenciar la caída de Haplo, también sentía unos profundos celos del patryn por su evidente proximidad al Señor del Nexo, una proximidad que el observador sabía que no podría alcanzar jamás.
—Perdóname, padre —dijo Haplo simplemente, con una dignidad nacida de una sincera contrición, no del miedo—. No te fallaré. ¿Cuáles son tus órdenes?
—Escoltarás al pequeño Bane hasta Ariano. Una vez allí, lo ayudarás en la puesta en funcionamiento de la Tumpa-chumpa. También harás todo lo que sea necesario para fomentar el caos y la revuelta en ese mundo. Esto último debería resultar sencillo. Ese líder enano, el tal Limbeck, te aprecia y confía en ti, ¿verdad?
—Sí, señor. —Haplo no se había movido un ápice al contacto de la mano de su señor con su pecho, a la altura del corazón—. ¿Y cuando lo haya conseguido?
—Aguardarás en Ariano mis instrucciones.
Haplo asintió en muda aceptación.
Xar lo retuvo un momento más y percibió bajo las yemas de sus dedos el latido vital de Haplo, consciente de que podía penetrar en aquella vida en un abrir y cerrar de ojos, si se lo proponía, y consciente de que Haplo también se daba cuenta de ello.
Haplo exhaló otro suspiro, esta vez profundo y estremecido, e inclinó la cabeza. Su señor se le acercó aún más.
—Hijo mío... Mi pobre hijo atormentado. Soportas mi contacto con tal entereza...
Haplo alzó la cabeza. Con el rostro sonrojado, encorajinado, respondió:
—Porque, mi señor, ni tú ni nadie podría infligirme un dolor peor al que soporto dentro de mí.
Desasiéndose de la mano de Xar, Haplo abandonó bruscamente la sala, retirándose de la presencia de su señor. El perro se incorporó de un brinco y corrió tras él acompañado del leve traqueteo de sus pezuñas. Instantes después, se oyó un portazo.
Xar contempló la marcha de Haplo sin gran satisfacción.
—Me estoy cansando de esas dudas, de esos gimoteos. Te daré una oportunidad más de demostrar tu lealtad —murmuró.
El observador abandonó su taburete y se deslizó hasta la sala, ahora envuelta en sombras puesto que el fuego se había extinguido casi por completo.
—No te ha pedido permiso para marcharse, abuelo —apuntó con voz aguda—.
¿Por qué no lo has detenido? Yo lo habría mandado azotar.
Xar miró a su alrededor sin sorprenderse de la presencia del chiquillo o del hecho de que hubiera estado escuchando la conversación; incluso le resultaba divertido el tono vehemente que utilizaba.
— ¿De veras, Bane? —Inquirió Xar, sonriendo afectuosamente al muchacho y alargando una mano para revolver sus rubios cabellos—. Recuerda una cosa, pequeño: el amor rompe el corazón; el odio lo fortalece. Quiero a Haplo abrumado, contrito y arrepentido.
—Pero Haplo no te ama, abuelo —exclamó Bane, sin terminar de entender. Se acercó a Xar y lo miró con adoración—. El único que te ama soy yo, y te lo demostraré. ¡Ya lo verás!
— ¿Lo dices en serio, Bane? —El anciano Señor del Nexo dio unas palmaditas de aprobación al muchacho y lo acarició con afecto.
Un niño patryn jamás habría sido estimulado a experimentar tal cariño, y mucho menos a demostrarlo, pero Xar había tomado gusto por el chiquillo humano. Después de una larga vida solitaria, el poderoso patryn disfrutaba con la compañía del muchacho y se complacía enseñándole. Bane era brillante, inteligente y extraordinariamente hábil para la magia, tratándose de un mensch.
Y, además de todo esto, al Señor del Nexo le resultaba muy agradable sentirse adorado.
— ¿Vamos a estudiar las runas sartán esta noche, abuelo? —Preguntó Bane con expectación—. He aprendido algunas nuevas. Y puedo hacerlas actuar. Te lo enseñaré...
—No, pequeño. —Xar retiró la mano de la cabeza del muchacho y apartó de su cuerpo el firme abrazo del chiquillo—. Estoy cansado y debo estudiar ciertas cosas antes de viajar a Abarrach. Ve a jugar por ahí.
El muchacho se quedó cabizbajo, pero guardó silencio pues ya había aprendido la dura lección de que discutir con Xar era tan inútil como peligroso.
Bane recordaría el resto de su vida la primera vez que había organizado un berrinche de pataleos y sofocos en un esfuerzo por conseguir sus propósitos. El truco siempre le había dado resultado con otros adultos, pero con el Señor del Nexo no tuvo éxito.
Y el castigo había sido inmediato, duro y severo.
Bane no había respetado a ningún adulto hasta aquel momento. En adelante, respetó a Xar, lo temió y terminó por amarlo con toda la pasión de la naturaleza afectuosa que había heredado de su madre, ensombrecida y corrompida por su malévolo padre.
Xar se encaminó a la biblioteca, una dependencia en la que Bane no tenía permitido entrar. El pequeño regresó a sus aposentos para trazar de nuevo la elemental estructura rúnica sartán que finalmente, tras muchos y concienzudos esfuerzos, había conseguido reproducir y hacer actuar. Una vez a solas en su habitación, Bane se detuvo.
Acababa de tener una idea. La revisó para asegurarse de que no tenía ningún punto débil, pues era un chico muy listo y había aprendido muy bien las lecciones de Xar acerca de avanzar con cautela y con muchas reflexiones en cualquier empresa.
El plan parecía impecable. Si lo descubrían, siempre podría salirse con la suya a base de lamentos, lágrimas o encanto. Aquellos trucos no funcionaban con el hombre al que había adoptado como abuelo, pero Bane no sabía que fallaran jamás con otros adultos.
Incluido Haplo.
Bane agarró una capa oscura, se la echó sobre sus enclenques hombros, salió de la casa de Xar y se confundió con las sombras crepusculares del Nexo.
CAPÍTULO 6
EL NEXO
Preocupado, Haplo abandonó la casa de su señor y echó a andar sin una idea clara de adonde iba. Deambuló por los senderos del bosque, varios de los cuales se entrecruzaban en dirección a diferentes partes del Nexo. La mayor parte de sus pensamientos estaba concentrada en reconstruir la conversación con su señor, tratando de encontrar en ella alguna esperanza de que Xar hubiera escuchado su advertencia y estuviese en guardia contra las serpientes.
No tuvo mucho éxito en su búsqueda, pero no podía culpar de ello a su señor.
En Chelestra, aquellas bestias lo habían seducido también a él con sus lisonjas, con su actitud de abyecta degradación y de adulador servilismo. Era evidente que las serpientes habían engañado al Señor del Nexo y él, Haplo, tenía que encontrar el modo de convencerlo de que el verdadero peligro eran aquellas criaturas, y no los sartán.
Con la mayor parte de su mente ocupada en este tema preocupante, Haplo buscó a su alrededor algún rastro de la serpiente, con la vaga idea en la cabeza de que quizá pudiera sorprender a la criatura en un momento de descuido y obligarla a confesar ante Xar sus verdaderas intenciones. Sin embargo, no vio señal del falso patryn. Probablemente, era lo mejor, reconoció para sí de mal talante. Las malévolas criaturas eran astutas y sumamente inteligentes. Cabían pocas esperanzas de que alguna se dejara engatusar. Haplo continuó caminando y reflexionando. Por fin, abandonó el bosque y se encaminó a la ciudad del Nexo entre prados bañados por la media luz.
Después de haber visto otras ciudades sartán, Haplo sabía que la del Nexo también era obra suya.
Una altísima torre helicoidal de cristal, sostenida por columnas, se alzaba sobre una cúpula formada por arcos de mármol en el centro de la ciudad. La aguja central estaba enmarcada por otras cuatro, en un conjunto armonioso. En un nivel inferior había otras ocho enormes torres y entre ambos niveles se extendían grandes terrazas de muros de mármol. Allí, en las terrazas, se alzaban viviendas y tiendas, escuelas y bibliotecas, todo aquello que los sartán consideraban necesario para una vida civilizada.
Haplo había visto una ciudad idéntica en el mundo de Pryan y otra muy similar en Chelestra. Observando la ciudad desde la distancia, contemplándola con los ojos de quien ha visto a sus hermanas y reconoce un desconcertante parecido de familia, Haplo creyó comprender por fin la razón de que su señor hubiera decidido no vivir dentro de sus paredes de mármol.
—No es más que otra prisión, hijo mío —le había dicho Xar—. Una prisión diferente del Laberinto y, en cierto modo, aún más peligrosa. Aquí, en su mundo crepuscular, los sartán esperaban que nos haríamos tan apacibles como el aire, tan grises como las sombras. Planeaban nacernos caer presa de los lujos y de la vida fácil. De cumplirse sus intenciones, nuestras espadas de afilada hoja se oxidarían en sus vainas tachonadas de piedras preciosas.
—Entonces, nuestra gente no debería vivir en la ciudad —había protestado Haplo—. Deberíamos abandonar esos edificios e instalarnos en el bosque —había propuesto. En aquel tiempo, Haplo era joven y estaba lleno de rabia.
Pero Xar se había encogido de hombros.
— ¿Y desperdiciar todas estas excelentes construcciones? No. Los sartán nos subestiman si creen que nos dejaremos seducir tan fácilmente. Volveremos su plan contra ellos: nuestro pueblo descansará y se recuperará de su terrible prueba y nos haremos fuertes como nunca lo hemos sido. Y entonces estaremos dispuestos para la lucha.
Así pues, los patryn —los pocos cientos que habían escapado del Laberinto— ocuparon la ciudad y la adaptaron a sus necesidades. Al principio, a muchos les resultó difícil instalarse y sentirse cómodos entre cuatro paredes, pues procedían de un ambiente primitivo y áspero. Pero los patryn son gente práctica, estoica, adaptable. La energía mágica que en otro tiempo habían dedicado a la lucha por la supervivencia se canalizaba ahora en otros usos más constructivos: el arte de la guerra, el estudio del control de mentes más débiles, la preparación de los suministros y equipo necesarios para llevar a cabo una campaña bélica en unos mundos con enormes diferencias.
Haplo entró en la ciudad y recorrió sus calles, que brillaban como perlas a la media luz. Hasta entonces, siempre que vagaba por el Nexo había experimentado un orgullo y una exaltación desbordantes. Los patryn no son como los sartán. Los patryn no se detienen en las esquinas para charlar de encumbrados ideales, para comparar filosofías o para complacerse en agradables muestras de camaradería.
Serios y adustos, estoicos y decididos, ocupados en cuestiones importantes que sólo eran asunto de cada cual, los patryn se cruzaban por la calle deprisa y en silencio, con un seco gesto de reconocimiento a veces, como mucho.
Pero, a pesar de todo, existe entre ellos un sentido de comunidad, de proximidad familiar. Una mutua confianza, completa y absoluta.
O, al menos, la había habido hasta entonces. Ahora, Haplo miraba a su alrededor con inquietud y recorría las calles con cautela. Se había descubierto a sí mismo mirando ceñudo a cada uno de sus compatriotas patryn, estudiándolos con recelo. Él había visto a las serpientes como áspides gigantescos en Chelestra y, hacía muy poco, se había encontrado con una que tenía el aspecto de uno de los suyos. Ahora, para él no cabía duda de que las perversas criaturas podían adoptar cualquier forma que quisieran.
Los demás patryn empezaron a notar la extraña conducta de Haplo y a dirigirle miradas sombrías y perplejas que instintivamente pasaban a defensivas si los suspicaces ojos de Haplo parecían amenazar con invadir el terreno personal.
A Haplo le dio la impresión de que había un montón de extraños en el Nexo, más de los que recordaba. No era capaz de reconocer ni la mitad de las caras que veía. Los que creía reconocer estaban cambiados, diferentes.
Los signos mágicos de su piel empezaron a emitir un leve resplandor y notó su escozor, su quemazón. Se frotó la mano y miró furtivamente a todos cuantos pasaban cerca de él. El perro, que avanzaba a su lado con un trotecillo alegre, advirtió el cambio experimentado por su amo y, al instante, se puso en guardia él también.
Una mujer con ropas de mangas largas y anchas que le cubrían los brazos y las manos pasó demasiado cerca de él, o eso le pareció a Haplo.
— ¿Qué andas haciendo? —exclamó. Alargó la mano, agarró a la mujer por el brazo con rudeza y remangó la ropa para observar las runas de su piel.
— ¿Pero qué demonios significa esto? —La mujer le lanzó una mirada iracunda, se desasió de él con un ágil y experto giro de muñeca e insistió—: ¿Qué diablos te sucede?
Otros patryn hicieron un alto en sus cavilaciones privadas y se agruparon al instante frente a la posible amenaza.
Haplo se sintió ridículo. La mujer era, efectivamente, una patryn.
—Lo siento —murmuró al tiempo que alzaba las manos, mostrando las palmas desnudas y desprotegidas en señal de que no tenía intención de causar daño y de que no haría uso de la magia— Silencio, perro. Yo... he creído que...
No podía decirles lo que había creído, lo que había temido. No le habrían creído, igual que había sucedido con Xar.
—La enfermedad del Laberinto —dijo otra mujer de más edad en tono neutro, práctico—. Yo me ocuparé de él.
Los demás asintieron; el diagnóstico era correcto. Habían visto reacciones como aquélla a menudo, sobre todo entre los recién llegados del Laberinto. Un terror insensato se adueñaba de la víctima y lo impulsaba a correr por las calles creyéndose de nuevo en aquel lugar espantoso.
La mujer alargó las manos para tomar entre ellas las de Haplo, para compartir el círculo de sus respectivos seres, para reponer sus sentidos confundidos y desvariantes.
El perro miró a su amo, inquisitivo. ¿Debo permitirlo? ¿O no?
Haplo se descubrió mirando fijamente las runas de las manos y los brazos de la segunda mujer. ¿Tenían sentido? ¿Había en ellas orden, sentido y propósito? ¿O era otra serpiente?
Retrocedió un paso y hundió las manos en los bolsillos.
—No —murmuró—. Gracias, pero ya estoy bien. Yo... lo siento mucho — repitió sus disculpas a la primera mujer, que lo observaba con fría piedad.
Con los hombros encogidos y las manos todavía en los bolsillos, Haplo se alejó rápidamente con la esperanza de perderse por las calles zigzagueantes. El perro, confundido, lo siguió pegado a los talones con una mirada desdichada fija en su amo.
A solas, fuera de la vista de los transeúntes, Haplo se apoyó contra un edificio e intentó contener el temblor que lo atenazaba.
— ¿Qué me sucede? No confío en nadie, ¡ni siquiera en mi propio pueblo, en mi propia gente! ¡Es cosa de las serpientes! Me han metido el miedo en el cuerpo.
En adelante, cada vez que vea a alguien, me asaltará la duda: ¿será un enemigo?, ¿será una de ellas? ¡Ya nunca podré confiar en nadie! ¡Y, pronto, todo el mundo en todos los mundos se verá obligado a vivir así! ¡Xar, mi señor! —Gritó con angustia—. ¿Por qué no te das cuenta?
» ¡Tengo que hacerle entender! —murmuró, febril—. Tengo que nacer que mi pueblo comprenda. ¿Cómo? ¿Cómo puedo convencerlo de algo que yo mismo no estoy seguro de entender? ¿Cómo puedo convencerme yo mismo?
Anduvo y anduvo sin saber adonde y sin que le importara. Y, por fin, se encontró fuera de la ciudad, en una llanura desolada. Una muralla cubierta de runas sartán de advertencia le impedía el paso. Los signos mágicos, con suficiente poder como para matar, prohibían que nadie se acercara a la muralla desde ninguno de los dos lados. Sólo había un estrecho pasadizo por donde cruzarla.
Haplo estaba ante la Ultima Puerta, ante el conducto que conducía fuera... o dentro... del Laberinto.
Se detuvo ante la Puerta sin una idea muy clara de por qué estaba allí, de qué lo había conducido a aquel lugar. La contempló y experimentó la mezcla de sensaciones de repulsión, miedo y amenaza que lo asaltaba cada vez que se aventuraba a acercarse a aquel lugar.
La tierra a su alrededor estaba en silencio, e imaginó oír las voces de los atrapados al otro lado, sus súplicas de ayuda, sus gritos de desafío, las sonoras maldiciones en sus estertores de muerte contra aquellos que los habían encerrado en tal lugar.
Haplo se sentía abrumado, como siempre que se acercaba allí. Quería entrar a ayudar, quería unirse a la lucha, quería aliviar a los moribundos con promesas de venganza. Pero sus recuerdos, su temor, eran manos poderosas que lo retenían, que lo paralizaban.
Pero había acudido allí por alguna razón y, desde luego, no para quedarse plantado ante la Puerta.
El perro le tocó la pierna con la pata y soltó un gañido, como si quisiera decirle algo.
—Silencio, muchacho —le ordenó, apartándolo de sí.
El perro se puso más inquieto. Haplo miró a su alrededor y no vio nada ni distinguió a nadie. Sin prestar atención al animal, volvió a contemplar la Puerta con creciente frustración. Había acudido allí por alguna razón, pero no tenía la más remota idea de cuál.
—Ya sé lo que es eso —tronó una voz justo a su espalda, en tono conmiserativo—. Ya sé cómo te sientes.
Haplo acababa de comprobar que estaba absolutamente a solas. Ante las inesperadas palabras, pronunciadas junto a su oído, saltó como un resorte, instantáneamente a la defensiva. Las runas se activaron, esta vez con una agradable sensación de protección.
Lo único que descubrió fue la figura nada alarmante de un hombre muy anciano, de larga barba rala, vestido con ropas de color plomizo y tocado con un sombrero de punta de aspecto desgarbado. Haplo se quedó mudo de asombro, pero su silencio no preocupó al viejo, que continuó su cháchara.
—Sé exactamente cómo te sientes. Yo me he sentido igual. Recuerdo que una vez caminaba por ahí pensando en algo tremendamente importante... ¿Qué era?
Déjame ver... ¡Ah, sí! La teoría de la relatividad. «E igual a eme ce al cuadrado.» ¡Caramba, ya lo tengo!, me dije. Por un instante vi la Imagen Completa y luego, al momento siguiente, ¡zas!, había desaparecido. Sin ninguna razón. Desaparecido, sin más. —El viejo parecía afligido—. ¡Después, un sabiondo llamado Einstein afirmó que se le había ocurrido a él! ¡Hum! Desde entonces, siempre anotaba las cosas en la manga de la camisa, aunque tampoco me daba resultado. Mis mejores ideas... planchadas, dobladas y almidonadas.
El viejo exhaló un suspiro, y Haplo recuperó el habla.
— ¡Zifnab! —murmuró con disgusto, pero no relajó su postura defensiva. Las serpientes podían adoptar cualquier forma. Aunque, pensándolo bien, no era ésta precisamente la que escogería una de aquellas criaturas.
— ¿Zifnab, has dicho? ¿Dónde está? —preguntó el viejo, sumamente airado.
Con la barba erizada, se volvió en redondo—. ¡Esta vez te voy a dar tu merecido! — exclamó en tono amenazador, agitando el puño hacia el vacío—. ¡Otra vez siguiéndome, pedazo de...!
—Déjate de comedias, viejo chiflado —intervino Haplo. Puso su mano firme sobre el hombro frágil y delgado del hechicero, lo obligó a volverse hacia él y lo miró fijamente a los ojos.
Los vio cansados, llorosos e inyectados en sangre. Pero no emitían ningún fulgor rojizo. El viejo quizá no fuese una serpiente, se dijo Haplo, pero desde luego tampoco era quien fingía.
— ¿Aún afirmas que eres humano? —inquirió en tono burlón.
— ¿Y qué te hace creer que no lo soy? —replicó Zifnab, con aire profundamente ofendido.
—Si acaso, subhumano —retumbó una voz grave.
El perro gruñó, y Haplo se acordó del dragón del viejo. Un dragón auténtico, quizá no tan peligroso como las serpientes, pero también de cuidado. El patryn echó un rápido vistazo a sus manos y observó que los signos mágicos de su piel empezaban a emitir un ligero fulgor azul. Buscó al dragón, pero no distinguió nada con claridad. La parte alta de la muralla y la propia Ultima Puerta estaban envueltas en una niebla gris teñida de rosa.
— ¡Cállate, rana obesa! —exclamó Zifnab. Al parecer, estaba hablando con el dragón, pero miró a Haplo con incomodidad—. ¿De modo que no humano, eh? — Zifnab se llevó de pronto los índices enjutos al rabillo de los ojos—. ¿Qué, entonces? ¿Un elfo? —dijo, imitando los ojos sesgados de éstos.
El perro ladeó la cabeza como si encontrara aquello muy divertido.
— ¿No? —Zifnab hizo un gesto de decepción. Permaneció unos instantes pensativo y, de nuevo, se le iluminó el rostro—. Ya sé: ¡un enano con una tiroides hiperactiva!
— ¡Viejo...! —empezó a replicar Haplo, impaciente.
— ¡Espera! ¡No me lo digas! Lo adivinaré. ¿Soy más grande que una caja de pan? ¿Sí, o no? Vamos, responde. —Zifnab parecía un poco confundido. Con el cuerpo inclinado hacia adelante, cuchicheó audiblemente—: Oye, ¿tú no sabrás por casualidad qué es una caja de pan o qué tamaño tiene más o menos, verdad?
— ¡Eres un sartán! —exclamó Haplo.
—No, no, nada de eso, muchacho. No estoy seguro de qué es, exactamente, pero desde luego no es lo que dices. Ese bicho no es ningún sartán.
— ¡No hablo de tu dragón! Me refiero a ti.
— ¡Ah! No te había entendido. Así que me tomas por un sartán, ¿eh, muchacho? Bueno, debo decirte que me siento muy halagado, pero...
— ¿Puedo sugerirte que le cuentes la verdad, señor? —dijo la voz atronadora del dragón.
Zifnab pestañeó y miró a su alrededor.
— ¿Tú has oído algo?
—Creo que sería lo más conveniente, señor —insistió el dragón—. De todos modos, ahora ya está al corriente...
Zifnab se acarició la larga barba blanca y estudió a Haplo con una mirada que, de pronto, se había hecho penetrante y astuta.
— ¿De modo que crees que debería decirle la verdad, eh?
—Lo que recuerdes de ella, señor —precisó el dragón con un tonillo melancólico.
— ¿Recordar? —Zifnab montó en cólera—. Recuerdo muchas cosas, boca de lagarto, y seguro que lamentas escucharlas. Veamos... Berlín, : Tanis el Semielfo estaba en la ducha cuando...
—Disculpa, señor, pero no tenemos todo el día —lo interrumpió el dragón con voz severa—. El mensaje que recibimos era muy claro: « ¡Grave peligro! ¡Acude inmediatamente!».
Zifnab asintió, cabizbajo.
—Sí, supongo que tienes razón. La verdad, ¿eh? Muy bien. Como si me la hubieses arrancado a la fuerza, con astillas de bambú debajo de las uñas y todo eso. Sí... —El viejo exhaló un profundo suspiro, hizo una pausa teatral y completó la frase—: Soy un sartán, efectivamente.
El raído sombrero cónico le resbaló de la cabeza y cayó al suelo. El perro se acercó, lo olisqueó y soltó un poderoso estornudo. Zifnab recuperó el sombrero con gesto ofendido.
— ¿Qué significa esto? —Dijo al perro—. ¡Estornudar sobre mi sombrero!
¡Mira esto! ¡Mocos de perro...!
— ¿Y? —inquirió Haplo, mirando con furia al viejo hechicero.
—...y gérmenes de perro y no sé qué más...
—No, no. Que eras un sartán, ya lo sabía. Lo deduje en Pryan y ahora lo has confirmado. Tienes que ser uno de ellos, para haber podido cruzar la Puerta de la Muerte. Lo que quiero saber es por qué estás aquí.
— ¿Que por qué estoy aquí? —Repitió Zifnab vagamente, alzando la vista al cielo—. ¿Por qué estoy aquí?
El dragón no lo ayudó. El viejo cruzó los brazos y se llevó una mano a la barbilla.
— ¿Por qué estoy aquí? ¿Por qué estamos cada uno de nosotros? Según el filósofo Voltaire, estamos...
— ¡Maldita sea! —Estalló Haplo al tiempo que agarraba por el brazo al anciano—. Ven conmigo. Ya le contarás al Señor del Nexo acerca de ese Voltaire...
— ¡El Nexo! —Zifnab dio un respingo de alarma. Con las manos sobre el corazón, retrocedió unos pasos, vacilante—. ¿Qué significa eso del Nexo? ¡Estamos en Chelestra!
—No, hechicero —replicó Haplo con aire severo—. Estás en el Nexo, y mi señor...
— ¡Tú! —Zifnab agitó el puño en dirección al cielo—. ¡Tú, penosa imitación de ómnibus! ¡Nos has traído al lugar equivocado!
—No, nada de eso —lo contradijo el dragón, indignado—. Dijiste que nos detendríamos aquí, primero, y luego continuaríamos hacia Chelestra.
— ¿Eso dije? —Zifnab parecía terriblemente nervioso.
—Sí, señor, eso dijiste.
— ¿Y no te comentaría, por casualidad, por qué quería pasar por aquí? No apuntaría a que éste es un gran lugar para comer caparazón de caodín a la barbacoa o algo parecido, ¿verdad?
El dragón suspiró y respondió:
—Me parece que mencionaste que querías hablar con este caballero.
— ¿Qué caballero?
—Ese con el que hablas en estos momentos.
— ¡Ah, ése! —exclamó Zifnab con tono triunfal. Alargó la mano y estrechó la de Haplo—. Bien, muchacho, es un placer volver a verte. Lamento las prisas, pero tenemos que marcharnos enseguida, de verdad. Me alegro de que recuperaras el perro. Ahora que te observo, me recuerdas a Harold Square. Buen chico, ese Harold. Trabajaba en una tienda de comestibles de la Quinta Avenida. Y ahora, ¿dónde tengo el sombrero...?
—Lo tienes en la mano, señor —apuntó el dragón con sufrida paciencia—. Y acabas de volverlo del revés.
—No, no, éste no es el mío, seguro. Debe de ser el tuyo. —Zifnab intentó poner el sombrero en las manos de Haplo—. El mío era mucho más nuevo. Estaba en mejor estado. Este está cubierto de tónico capilar por todas partes. ¡No intentes engañarme cambiando nuestros sombreros, muchacho!
— ¿Dices que vais a Chelestra? —inquirió Haplo, tomando a su cuidado el sombrero con gesto despreocupado—. ¿Para qué?
—No es idea nuestra. ¡Nos han convocado! —Declaró Zifnab dándose aires de importancia—. Una llamada urgente a todos los sartán: «Grave peligro. Acude inmediatamente». Yo no estaba haciendo nada de provecho en este momento así que... Oye —añadió, mirando al patryn con cierto nerviosismo—, eso que tienes en la mano, ¿no es mi sombrero?
Haplo había vuelto del derecho el capirote y lo sostenía justo fuera del alcance del viejo.
— ¿Quién envió el mensaje?
—No venía firmado. —Zifnab no apartó la vista del sombrero.
— ¿Quién envió el mensaje? —insistió Haplo, y empezó a dar vueltas al sombrero entre las manos.
Zifnab alargó la suya, temblorosa.
— ¿Te importaría no estrujar el ala...?
Haplo apartó el sombrero. Zifnab tragó saliva.
—Samuel. Sí, señor. Así se llamaba quien lo envió: Samuel... ¿o era Samil?
—Samuel, Samil... ¡Te refieres a Samah! De modo que anda reuniendo a sus huestes. ¿Qué se propone hacer, dime?
Haplo bajó el sombrero hasta dejarlo a la altura del hocico del perro. Esta vez, el animal lo olisqueó con cautela antes de ponerse a roer la punta ya informe.
Zifnab soltó un grito agudo.
— ¡Ay! ¡Oh, cielos! Yo... creo que dijo algo... ¡No, por favor! ¡Anda, sé un buen perrito y no lo babees! Algo acerca de... de Abarrach. Nigromancia. No..., no sé nada más, me temo. —El viejo se cogió las manos y lanzó una mirada de súplica a Haplo—. ¿Me devuelves el sombrero, ahora?
—Abarrach... Nigromancia. De modo que Samah piensa ir a Abarrach a aprender el arte prohibido. Ese mundo va a hacerse muy visitado. A mi señor le interesará mucho la noticia. Creo que será mejor que te lleve conmigo...
—A mí no me lo parece.
La voz del dragón había cambiado. Hendía el aire como un trueno. Los signos mágicos de la piel de Haplo se encendieron en un destello. El perro se incorporó de un brinco, con los dientes al aire, y buscó a su alrededor la amenaza invisible.
—Devuélvele el sombrero a ese viejo senil —ordenó la voz—. Ya te ha dicho todo lo que sabe. Ese señor tuyo no le sacaría nada más. No trates de enfrentarte conmigo, Haplo —añadió el dragón con tono serio y amenazador—. Podría verme obligado a matarte... y sería una lástima.
—Sí —intervino Zifnab, aprovechando la preocupación de Haplo por el dragón para avanzar la mano con agilidad. El hechicero recuperó el maltrecho sombrero y empezó a retroceder sobre sus pasos en la dirección de la que procedía la voz del dragón—. Sería una lástima. ¿Quién encontraría a Alfred en el Laberinto? ¿Quién rescataría a tu hijo?
Haplo lo miró con los ojos como platos.
— ¿Qué has dicho? ¡Espera!
Se lanzó tras el viejo. Zifnab se encogió y apretó el sombrero contra el pecho con gesto protector.
— ¡No, no intentes cogerlo! ¡Déjame!
— ¡Al diablo tu sombrero! Mi hijo, has dicho... ¿Qué significa eso? ¿Me estás diciendo que tengo un hijo?
Zifnab miró a Haplo con cautela, sospechando que aún quería arrebatarle el sombrero.
—Respóndele, viejo idiota —exclamó el dragón—. ¡Es lo que hemos venido a contarle, en primer lugar!
— ¿De veras? —El anciano dirigió una sonrisa de disculpa hacia lo alto y luego, ruborizado, añadió—: ¡Oh, sí! ¡Es cierto!
—Un hijo... —repitió Haplo—. ¿Estás seguro?
—Pues sí, querido muchacho, un retoño. Mis felicitaciones. —Zifnab alargó la mano y estrechó de nuevo la de Haplo—. Aunque, para ser precisos, es una niña —añadió, después de algunas cavilaciones.
Haplo no prestó atención al último comentario y murmuró con aire agitado:
—Un hijo. Me estás diciendo que he tenido un descendiente y que..., que está atrapado ahí dentro, en el Laberinto —y señaló la Última Puerta.
—Me temo que sí —respondió Zifnab con voz grave. De pronto, había adoptado una expresión seria, solemne—. La mujer, esa a la que amaste..., ¿no te lo dijo?
—No. —Haplo casi no se daba cuenta de lo que decía, ni a quién—. No me dijo... Pero creo que siempre supe... Y, hablando de saber, ¿cómo es que tú...?
— ¡Aja! ¡Ahí te ha pillado! —Exclamó el dragón—. ¡Explícale eso, si puedes!
Zifnab bajó la mirada, azorado.
—Bueno, verás, una vez... Es decir, conocí a un tipo que conocía a alguien que había conocido una vez a...
— ¿Qué estoy haciendo? —se preguntó Haplo en voz alta. Cruzó por su cabeza la idea de si se estaría volviendo loco—. ¿Cómo ibas a saber nada? Es un truco. Sí, eso es. Un truco para obligarme a volver al Laberinto...
— ¡Oh, no, querido! ¡Nada de eso, muchacho! —Protestó Zifnab con vehemencia—. Lo que pretendo es evitar eso, precisamente.
— ¿Y para eso me dices que un hijo mío está atrapado dentro?
—No digo que no debas volver, Haplo. Pero no debes hacerlo ahora. No es el momento. Te queda mucho por hacer, antes. Y, sobre todo, no debes volver solo. — El viejo hechicero entrecerró los ojos—. Al fin y al cabo, eso es lo que estabas pensando hacer cuando nos hemos presentado aquí, ¿me equivoco? ¿No te disponías a entrar en el Laberinto para buscar a Alfred?
Haplo frunció el entrecejo y no respondió. El perro, al oír el nombre de Alfred, meneó el rabo y alzó el hocico con expectación.
—Proyectabas encontrar a Alfred y llevarlo contigo a Abarrach —continuó Zifnab sin alzar la voz—. ¿Por qué? Porque allí, en Abarrach, en la llamada Cámara de los Condenados, es donde encontraréis las respuestas. Tú no puedes entrar allí sin ayuda, pues los sartán tienen el lugar muy bien guardado. Y Alfred es el único sartán que se atrevería a desobedecer las órdenes del Consejo y desactivar las runas de protección. Era eso lo que estabas pensando, ¿verdad, Haplo?
El patryn se encogió de hombros mientras contemplaba la Última Puerta con expresión sombría.
— ¿Y qué, si así era?
—Todavía no es el momento. Antes, tienes que poner en funcionamiento la máquina. Entonces, las ciudadelas empezarán a brillar y los durnais despertarán.
Cuando todo eso suceda, si realmente se produce algún día, el Laberinto empezará a cambiar. Es lo mejor para ti. Y lo mejor para ellos —añadió, con una ominosa indicación de cabeza hacia la Puerta.
Haplo lo miró, colérico.
— ¿Alguna vez dices algo coherente?
Zifnab puso una mueca de alarma y sacudió la cabeza.
—Intento que no. Me da marcha. Pero me has interrumpido y ya no sé qué más iba a decir...
—Que no debe ir solo —le apuntó el dragón.
— ¡Ah, sí! No debes ir solo, muchacho —dijo Zifnab con énfasis, como si la idea se le acabara de ocurrir—. Ni al Laberinto, ni al Vórtice. Y menos aún a Abarrach.
El perro lanzó un ladrido, herido en lo más hondo.
— ¡Oh, perdóname! —Añadió Zifnab y, alargando la mano, dio unas tímidas palmaditas en la cabeza al animal—. Mis sinceras disculpas y todo eso. Sé que tú estarás con él, pero me temo que no será suficiente con eso. Me refería más bien a un grupo. A un escuadrón de comandos. Los Doce del patíbulo, Los héroes de Kelly, Los siete magníficos o El equipo A. Una cosa así. Bueno, quizás El equipo A, no; demasiado perfeccionismo, tal vez, pero...
—Señor —intervino el dragón, exasperado—, ¿necesito recordarte que estamos en el Nexo? ¡Éste no es, precisamente, el lugar que yo escogería para dedicarme a fantasías de chiquillo!
— ¡Ah, sí! Tal vez tengas razón. —Zifnab agarró el sombrero y miró a su alrededor con nerviosismo—. Este sitio ha cambiado mucho desde la última vez que estuve aquí. Los patryn habéis hecho maravillas. Supongo que no tengo tiempo para echar una mirada a...
—No, señor —dijo el dragón con firmeza.
— ¿Y tal vez...?
—Tampoco, señor.
—Supongo que tienes razón. —Zifnab suspiró y se echó sobre los ojos el ala del sombrero raído y deformado—. La próxima vez, entonces. Adiós, querido muchacho. —Tanteando a ciegas, el viejo estrechó con gesto solemne la pata del perro, tomándola aparentemente por la mano de Haplo—. La mejor de las suertes.
Te dejo con el consejo que Gandalf le dio a Frodo Bolsón: «Cuando viajes, hazlo bajo el nombre de señor Sotomonte». Un consejo bastante inútil, en mi opinión; creo que, como hechicero, Gandalf estaba muy sobrestimado. De todos modos, algo debía de significar ese dicho; de lo contrario, ¿para qué se habrían molestado en escribirlo? Para mí, deberías considerar en serio la idea de cortarte las uñas...
—Llévatelo de aquí —aconsejó Haplo al dragón—. Mi señor podría presentarse en cualquier momento.
—Sí, señor. Creo que será lo mejor.
Una enorme cabeza de escamas verdes asomó entre las nubes.
Las runas de la piel de Haplo se iluminaron al máximo, y el patryn retrocedió hasta que su espalda chocó con la Última Puerta. El dragón, sin embargo, no le prestó atención. Unos colmillos enormes, que le sobresalían de ambas mandíbulas, ensartaron al hechicero por las aberturas de sus ropas de color ceniciento y, sin la menor delicadeza, lo levantaron del suelo.
— ¡Eh, suéltame, sapo deforme! —gritó Zifnab, agitando furiosamente brazos y piernas en el aire. Luego, empezó a estornudar y a toser—. ¡Puaj! Con ese aliento podrías tumbar al mismísimo Godzilla. ¡Que me bajes, te digo!
—Sí, señor —dijo el dragón entre dientes, mientras sostenía al mago a una decena de metros del suelo—. Si es eso lo que quieres realmente, señor.
Zifnab levantó el ala del sombrero y vio dónde estaba. Con un escalofrío, volvió a calarse el sombrero hasta los ojos.
—No. He cambiado de idea. Llévame a... ¿dónde dijo Samah que nos reuniéramos con él?
—En Chelestra, señor.
—Sí. Rumbo a allí, pues. Esperemos que no sea un viaje sólo de ida. A Chelestra, y veamos qué sucede.
—Sí, señor. Con toda diligencia.
El dragón desapareció entre las nubes transportando al hechicero, que parecía, desde aquella distancia, un auténtico ratoncillo sin fuerzas. Haplo permaneció alerta hasta estar seguro de que el dragón había desaparecido. Poco a poco, la luz azulada de las runas tatuadas se apagó. El perro se relajó y se echó para rascarse.
Haplo volvió la vista hacia la Ultima Puerta. Tras los barrotes de acero se distinguían las tierras del Laberinto. Una llanura desolada, sin un árbol, matorral o seto tras el que refugiarse, se extendía desde la Puerta hasta los bosques sombríos de la lejanía.
La última travesía, la más mortífera. Desde aquellos árboles se alcanza a ver la Puerta, la libertad. Parece tan cercana...
Uno echa a correr. Sale a campo abierto, desnudo y desprotegido. El Laberinto le permite llegar hasta media planicie, a medio camino de la libertad, y entonces le envía sus maléficas legiones de caodines, lobunos y dragones. La propia hierba se alza y le traba los pies; las enredaderas lo aprisionan. Y eso es cuando uno intenta salir.
Volver a entrar resultaba mucho peor. Haplo lo sabía por—que había visto a su señor luchar contra aquella prisión siniestra cada vez que cruzaba la Puerta. El Laberinto odiaba a aquellos que habían escapado de sus garras y no quería otra cosa que arrastrar de nuevo tras el muro a su antiguo prisionero y castigarlo por su temeridad.
— ¿A quién intento engañar? —Preguntó Haplo al perro—. El viejo tiene razón. Yo solo no llegaría vivo a la primera línea de árboles. Me pregunto qué habrá querido decir ese viejo chiflado con eso del Vórtice. Me parece recordar haber oído a mi señor mencionar algo al respecto en una ocasión. Se supone que es el centro mismo del Laberinto. ¿Y Alfred está ahí? ¡Sí, sería muy propio de Alfred hacerse llevar justo al centro de un lugar así!
Haplo dio un puntapié a un montón de guijarros. Una vez, hacía mucho tiempo, los patryn habían intentado derribar la muralla. Su señor los había detenido, y les había hecho ver que, aunque la muralla les impedía entrar, también impedía la salida al mal.
«Quizás el mal está dentro de nosotros», había dicho ella antes de dejarlo.
—Un hijo —murmuró Haplo, con la mirada fija en la Puerta—. Solo y desamparado, igual que yo. Quizás ha visto morir a su madre, como yo. ¿Qué edad tendrá ahora, seis, siete...? Si aún sigue vivo.
Haplo cogió del suelo una piedra de buen tamaño y la arrojó a través de la Puerta. La lanzó con todas sus fuerzas, alargando el brazo hasta casi dislocarse el hombro. El dolor que le recorrió el cuerpo le sentó bien. Al menos, mejor que la punzada amarga que le atravesaba el corazón.
Aguardó a ver dónde caía la piedra; a una buena distancia en la planicie yerma. Sólo tenía que cruzar la reja y caminar hasta ella. Sin duda, tenía valor suficiente para aquello. Sin duda, era capaz de hacer aquello por su hijo...
Bruscamente, dio media vuelta y se alejó. El perro, pillado por sorpresa por el inesperado movimiento de su amo, se vio obligado a correr para ponerse a su altura.
Haplo se llamó cobarde, pero sabía que la acusación era infundada. Era consciente de su propia valentía, de que su decisión no estaba basada en el miedo sino en la lógica. El viejo tenía razón.
—Hacerme matar no sería útil a nadie. Ni al pequeño, ni a su madre, si todavía vive, ni a mi pueblo. Ni a Alfred.
»Pediré a mi señor que me acompañe —decidió, apretando el paso con creciente determinación y vehemencia—. Y mi señor vendrá. Estará impaciente por hacerlo, cuando le haya contado lo que ha dicho el viejo. Juntos nos internaremos en el Laberinto como nunca lo ha hecho él solo. Encontraremos el Vórtice, si existe. Encontraremos a Alfred y... y a quien sea. Después, iremos a Abarrach.
Llevaré a mi señor a la Cámara de los Condenados y allí descubrirá por sí mismo...
—Hola, Haplo. ¿Cuándo has vuelto? —inquirió una voz infantil.
— ¡Oh! ¡Bane! —murmuró.
—Yo también me alegro de verte —dijo el niño con una sonrisa irónica de la que Haplo no hizo caso.
Estaba otra vez en el Nexo. Había entrado en la ciudad sin darse cuenta.
Tras el saludo, Bane se marchó corriendo. Haplo lo miró mientras se alejaba y no lamentó perderlo de vista. Necesitaba estar a solas con sus pensamientos. En su carrera por las calles del Nexo, Bane sorteó a los patryn que le salían al paso, quienes lo observaron con paciente tolerancia. Los niños eran seres escasos y preciados: la continuación de la raza.
Haplo recordó vagamente que le habían adjudicado la tarea de llevar a Bane de vuelta a Ariano y ayudarlo a poner en acción la máquina.
Poner en acción la máquina.
Bueno, aquello podía esperar. Esperar a que volviera del Laberinto y...
«Tienes que poner en funcionamiento la máquina. Entonces, las ciudadelas empezarán a brillar y los durnais despertarán. Cuando todo eso suceda, si realmente se produce algún día, el Laberinto empezará a cambiar. Es lo mejor para ti. Y lo mejor para ellos.» — ¿Oh, qué sabrás tú, viejo hechicero? —Murmuró Haplo—. Sólo eres otro sartán chiflado...
CAPÍTULO 7
EL NEXO
Bane había estudiado detenidamente a Haplo durante unos momentos, después de su saludo, y había advertido que el patryn estaba más atento a sus meditaciones que a los elementos externos.
Excelente, pensó el chiquillo, y siguió corriendo. Ya no importaba si Haplo lo veía. Probablemente, ni siquiera habría importado si lo hubiera visto un rato antes, mientras lo observaba.
Los adultos tenían una marcada tendencia a no fijarse en la presencia de un niño, a tratarlo como si fuera un animal estúpido e incapaz de entender lo que sucedía a su alrededor, lo que se hablaba. Bane había descubierto esta tendencia muy temprano en su corta vida, y la había utilizado para su provecho.
Pero Bane había aprendido también a tener cuidado con Haplo. Aunque el pequeño lo despreciaba, como a casi todos los adultos, se había visto forzado —a regañadientes— a guardar cierto respeto a aquel patryn, que no era tan estúpido como la mayoría de los adultos. Por eso, Bane había adoptado precauciones extraordinarias. Pero ahora ya no eran necesarias; ahora, lo urgente era darse prisa.
Siguió corriendo por un sendero del bosque y tropezó con un patryn al que estuvo a punto de derribar al suelo y que volvió la cabeza para seguir la carrera del chiquillo con unos ojos que reflejaban el crepúsculo con un destello rojo.
Cuando llegó a la casa del señor, Bane abrió la puerta de un empujón y corrió al estudio.
El señor no estaba allí.
Por un instante, se dejó llevar por el pánico. ¡Xar ya se había marchado a Abarrach! Entonces, se detuvo un momento a recuperar el aliento y reflexionó.
No, imposible. El señor no le había dado sus instrucciones finales ni se había despedido. Bane respiró más tranquilo y, con la cabeza más clara, supo dónde encontrar a su «abuelo» adoptivo.
Deambuló por la gran mansión hasta llegar a una puerta de la parte posterior y sanó a una gran explanada de suave y verde césped.
En el centro se encontraba una nave cubierta de runas. Haplo la habría reconocido, pues era idéntica hasta el menor detalle a la que había pilotado a través de la Puerta de la Muerte hasta Ariano. Limbeck, el geg de Ariano, también la habría reconocido, pues era igual a la que había descubierto embarrancada en una de las islas de Drevlin, en Ariano.
La nave era perfectamente redonda y había sido forjada de metal y magia. El casco exterior estaba cubierto de signos mágicos que envolvían el interior del vehículo en una esfera de poder protector. La escotilla estaba abierta, y de ella salía una luz brillante. Bane vio una silueta moviéndose en el interior.
— ¡Abuelo! —exclamó, y corrió hacia la nave.
El Señor del Nexo hizo un alto en su actividad y se asomó por la escotilla.
Bane no alcanzaba a ver su rostro, recortado contra la potente luz, pero el pequeño sabía, por la rigidez de su porte y la leve inclinación de sus hombros, que Xar estaba irritado por la interrupción.
—Estaré contigo enseguida —le dijo Xar antes de desaparecer de nuevo en el interior de la nave para continuar sus quehaceres—. Vuelve a tus lecciones...
— ¡Abuelo! ¡He seguido a Haplo! —El chiquillo jadeó, recuperándose del esfuerzo—. Se disponía a entrar en el Laberinto, pero ha aparecido un sartán que lo ha convencido para que no lo hiciera.
Dentro de la nave se hizo el silencio y cesó toda actividad. Bane aguardó junto a la boca de la escotilla, respirando a grandes bocanadas. La excitación y la falta de oxígeno se combinaban en su cabeza, mareándolo. Xar reapareció como una silueta oscura recortada contra la potente luz.
— ¿Qué estás diciendo, pequeño? —inquirió. Su tono de voz era suave, amable—. Cálmate. Relaja esos nervios.
La mano recia y encallecida del Señor del Nexo acarició los rizos dorados de Bane, empapados en sudor.
—Yo... temía que te marcharas... sin saberlo —Bane tomó aliento.
—No, no, pequeño. Estoy haciendo ajustes de última hora, preparativos para la colocación de la piedra de gobierno. Veamos, ¿qué es eso que me contabas de Haplo?
La voz de Xar era suave, pero su mirada era dura y helada. A Bane no le dio miedo su frialdad, pues aquel hielo tenía por destino quemar a otro.
—Seguí a Haplo sólo por ver adonde iba. Ya te dije que él no te ama, abuelo.
Lo vi vagar por el bosque largo rato, buscando a alguien, sin dejar de hablar con ese perro suyo acerca de unas serpientes. Después, al volver a la ciudad, ha estado a punto de organizar una pelea.
Bane explicó todo aquello con los ojos desorbitados y una expresión de asombro y temor.
— ¿Haplo? —inquirió Xar con tono incrédulo.
—Puedes preguntar a quien te parezca. Todo el mundo lo vio. —Bane exageraba ligeramente—. Una mujer dijo que Haplo tenía no sé qué enfermedad.
Se ofreció a ayudarlo, pero él la apartó de un empujón y se alejó del grupo. Me fijé en su expresión y no era nada agradable.
—La enfermedad del Laberinto —murmuró Xar, y su expresión se relajó—.
Nos afecta a todos...
Bane comprendió que había cometido un error al mencionar la enfermedad, pues con ello había proporcionado una salida a su enemigo, y se apresuró a cerrar tal vía de escape.
—Haplo se ha acercado hasta la Última Puerta y eso me da mala espina, abuelo. ¿Por qué razón ha tenido que hacerlo? Tú le ordenaste que me llevara a Ariano y ya debería estar aquí, ayudándote a poner a punto la nave. ¿Tengo razón o no?
Xar entrecerró los ojos, pero se encogió de hombros.
—Todavía tiene tiempo. La Última Puerta atrae a muchos. Tú no lo entenderías, pequeño...
— ¡Estaba a punto de entrar ahí, abuelo! —Insistió Bane—. Estoy seguro de ello. Y eso habría sido desafiarte, ¿verdad? Tú no quieres que Haplo entre ahí, ¿verdad? Lo que quieres es que me lleve a Ariano.
— ¿Cómo sabes que iba a entrar, muchacho? —inquirió Xar. Su voz seguía siendo calmada, pero había en ella un tonillo amenazador.
— ¡Porque el sartán lo dijo y Haplo no lo negó! —respondió Haplo con aire triunfal.
— ¿Qué sartán? ¿Un sartán en el Nexo? —Xar casi soltó una carcajada—.
Debes de estar soñando. O lo has inventado. ¿Se trata de eso, Bane?
El Señor del Nexo preguntó esto último con voz severa y miró a Bane fijamente.
—Todo lo que te cuento es cierto —le aseguró Bane con aire solemne—. Un sartán apareció de la nada. Era un viejo que vestía ropas grises e iba ataviado con un sombrero viejo de forma extravagante...
— ¿Se llamaba Alfred, acaso? —lo interrumpió Xar, ceñudo.
— ¡No, no! Yo conozco a Alfred, ¿recuerdas, abuelo? No era él. Haplo lo llamó «Zifnab». Dijo que Haplo entraría en el Laberinto para buscar a Alfred, y Haplo aceptó hacerlo. Al menos, no se negó. Luego, el viejo le dijo a Haplo que entrar allí él solo, por su cuenta y riesgo, sería un error; que no conseguiría llegar hasta Alfred con vida. Y Haplo respondió que era preciso que encontrase vivo al sartán porque se proponía llevarlo a la Cámara de los Condenados de Abarrach y demostrarte que estás equivocado, abuelo.
—Demostrarme que estoy equivocado... —repitió Xar.
—Eso es lo que dijo Haplo. —Bane no tuvo ningún inconveniente en apartarse de la verdad—. Que iba a demostrarte que estás equivocado.
Xar movió lentamente la cabeza en gesto de negativa y apuntó:
—Debes de haberte confundido, muchacho. Si Haplo hubiera descubierto a un sartán en el Nexo, lo habría traído a mi presencia.
—Desde luego, yo sí que te habría traído a ese viejo, abuelo —dijo Bane—.
Haplo pudo hacerlo, pero decidió que no. —El chiquillo no hizo ninguna referencia al dragón—. Y alertó al sartán a marcharse enseguida, porque podías presentarte en cualquier momento.
Xar emitió un siseo entre dientes y la mano nudosa que había estado acariciando los rizos de Bane se cerró en un espasmo, dando un involuntario tirón del cabello al chiquillo. Bane aguantó el dolor con una mueca, pero por dentro se complació ante aquella reacción. Se dio cuenta de que Xar experimentaba otro dolor mucho más intenso que el suyo, y de que sería Haplo quien sufriría las consecuencias.
De pronto, Xar agarró conscientemente el pelo del chiquillo, le echó la cabeza hacia atrás y lo obligó a fijar sus azules ojos en los suyos, negros como el azabache. El Señor del Nexo mantuvo al niño prendido de su mirada intimidadora largo rato, buscando, penetrando hasta el fondo del alma de Bane. Para ello, no tuvo que hurgar mucho.
Bane sostuvo su mirada sin un parpadeo, impertérrito entre las ásperas manos de Xar. Éste conocía a fondo al pequeño, sabía de su habilidad y astucia para las mentiras, y Bane sabía que Xar lo sabía. El chiquillo había dejado flotar suficientes verdades como para ocultar las mentiras bajo su superficie. Y, gracias a aquel profundo conocimiento de la conducta de los adultos que había adquirido en las largas horas de soledad cuando no tenía otra cosa que hacer más que estudiarlos, Bane calculó que Xar se sentiría demasiado dolido por la traición de Haplo como para hurgar más profundo.
—Ya te lo dije, abuelo —dijo pues, de todo corazón—: Haplo no te quiere. El único que te quiere soy yo.
La mano que sujetaba a Bane se quedó sin fuerzas súbitamente. Xar soltó al muchacho y volvió la vista hacia el crepúsculo con el dolor patente en su demacrado rostro, en el gesto hundido de sus hombros, en la flaccidez de la mano.
Bane no esperaba aquello y no le gustó. Envidió a Haplo su capacidad para causar tal dolor.
El amor rompe el corazón.
Pasó sus brazos en torno a las piernas de Xar y se apretó contra ellas.
— ¡Lo odio, abuelo! Lo odio por hacerte sentir así. Debería ser castigado, ¿verdad, abuelo? Esa vez que te mentí, me castigaste. Y Haplo ha hecho algo mucho peor. Me contaste que a él también lo castigaste antes de su viaje a Chelestra, que podrías haberlo matado pero no lo hiciste porque querías que aprendiera del castigo. Debes volver a hacerlo, abuelo. Castígalo otra vez.
Molesto, Xar inició un gesto para desasirse del pegajoso abrazo de Bane, pero se detuvo. Con un suspiro, revolvió de nuevo el cabello del muchacho y su mirada se perdió en el cielo a media luz.
—Te conté eso, pequeño, porque quería que entendieras la razón de tu castigo, y del suyo. Yo no inflijo dolor a capricho. Del dolor, se aprende; por eso lo siente nuestro cuerpo. Pero algunos, al parecer, prefieren hacer caso omiso de la lección.
— ¿Entonces, vas a castigarlo otra vez? —Bane alzó la mirada.
—El tiempo de los castigos ha pasado, muchacho.
Aunque Bane llevaba un año esperando escuchar aquellas palabras, no pudo evitar un escalofrío al oír pronunciarlas en aquel tono.
— ¿Vas a matarlo? —susurró, sin aliento.
—No, hijo —respondió el Señor del Nexo mientras sus dedos jugaban con los rizos dorados—. Lo harás tú.
Haplo llegó a la mansión de su señor. Una vez dentro, cruzó un salón en dirección a la biblioteca de Xar.
—Se ha marchado —le anunció Bane, sentado en el suelo con las piernas cruzadas, los codos apoyados en las rodillas y la barbilla en las manos. Estaba estudiando runas sartán.
—Se ha marchado... —Haplo se detuvo, miró a Bane, ceñudo, y volvió la cabeza hacia la puerta que conducía a la biblioteca—. ¿Estás seguro?
—Compruébalo tú mismo —replicó el chiquillo, encogiéndose de hombros.
Haplo lo hizo. Penetró en la biblioteca, miró a su alrededor y volvió al salón.
— ¿Adonde ha ido? ¿Al Laberinto?
Bane levantó una mano.
— ¡Ven, perro! ¡Aquí, muchacho!
El perro se acercó y olisqueó con precaución el libro de runas sartán.
—El abuelo se ha marchado a ese mundo..., el que está hecho de fuego. Ése donde están los muertos que caminan. —Bane alzó la cabeza y lo miró con sus grandes y brillantes ojos azules—. ¿Querrás hablarme de ese mundo? El abuelo ha dicho que tal vez...
— ¿A Abarrach? —Inquirió Haplo con incredulidad—. ¿Se ha marchado ya?
¿Sin...? —El patryn abandonó el salón a toda prisa—. Perro, quédate —ordenó al animal, que ya se disponía a seguirlo.
Bane oyó al patryn dando portazos en la parte de atrás de la mansión. Haplo se dirigía en busca de la nave de Xar. Bane sonrió y se estremeció de placer; luego, se serenó rápidamente y siguió fingiendo que estudiaba las runas. Con sus largas pestañas entornadas, dirigió una mirada a hurtadillas al perro, que se había echado sobre la panza y lo observaba con amistoso interés.
—Te gustaría ser mi perro, ¿verdad? —Preguntó Bane en un murmullo—. Nos pasaríamos el día jugando y te pondría un nombre...
Haplo regresó con pasos lentos.
—No puedo creer que se haya marchado. Sin decirme..., sin decirme nada.
Bane fijó la vista en las runas y recordó las palabras de Xar: «Está claro que Haplo me ha traicionado. Está aliado con mis enemigos. Será mejor, me parece, que no vuelva a verlo cara a cara. No estoy seguro de poder controlar mi cólera».
—El abuelo ha tenido que irse precipitadamente —dijo al patryn—. Sucedió algo. Alguna noticia inesperada.
— ¿Qué noticia es ésa?
¿Eran imaginaciones de Bane, o Haplo parecía inquieto y compungido? El chiquillo hundió de nuevo el mentón entre las manos para disimular una sonrisa.
—No sé —murmuró, encogiéndose de hombros—. Cosas de adultos. No presté atención.
«Debo dejar vivir a Haplo un poco más. Una desafortunada necesidad pero ahora no puedo prescindir de él y tú, tampoco. No discutas mis decisiones. Haplo es el único entre nuestro pueblo que ha estado en Ariano. Limbeck, ese geg que se ocupa del control de la gran máquina, conoce a Haplo y confía en él. Necesitarás ganarte la confianza de los enanos, Bane, si quieres llegar a dominarlos, a dominar la Tumpa-chumpa y, finalmente, el mundo.
—El abuelo ha dicho que ya te había dado sus órdenes. Tienes que conducirme a Ariano...
—Ya lo sé —lo interrumpió Haplo, impaciente—. Ya lo sé.
Bane se arriesgó a echar un vistazo. El patryn no estaba pendiente de él; no le prestaba la menor atención. Haplo, sombrío y pensativo, tenía la mirada fija en el vacío.
El chiquillo tuvo un brusco sobresalto. ¿Y si Haplo se negaba a ir? ¿Y si decidía entrar en el Laberinto y emprender la búsqueda de Alfred? Xar había dicho que no lo haría, que obedecería sus órdenes. Pero el propio Xar lo había tachado de traidor.
Bane no quería perderlo: Haplo era suyo. El chiquillo decidió ponerse en acción por su cuenta. Se incorporó de un salto, excitado e impaciente, y se plantó ante el patryn.
—Estoy preparado para la marcha cuando tú digas. Va a ser divertido, ¿verdad? Ver otra vez a Limbeck, y la Tumpa-chumpa. Ahora sé hacerla funcionar.
He estudiado las runas sartán, ¿sabes? ¡Será glorioso! —Bane agitó los brazos con medido abandono infantil—. El abuelo Xar dice que los efectos de la máquina se sentirán en todos los mundos, ahora que la Puerta de la Muerte está abierta. Dice que todas las construcciones edificadas por los sartán cobrarán vida y asegura que él notará esos efectos, incluso en un lugar tan remoto como Abarrach.
Bane estudió con detenimiento a Haplo, tratando de adivinar sus pensamientos. Era difícil, prácticamente imposible. El patryn permanecía impasible, inexpresivo, casi como si no lo hubiera oído. Pero no era así: había estado muy atento. Bane lo sabía.
«Haplo lo escucha todo y habla poco. Eso es lo que lo hace útil. Y lo que lo hace peligroso.» Y Bane había advertido una ligera, una levísima vibración en sus párpados al mencionar el mundo de Abarrach. ¿Qué era lo que había despertado el interés del patryn: la idea de que la Tumpa-chumpa tuviera algún efecto sobre Abarrach o más bien el recordatorio de que, incluso en Abarrach, Xar conocería qué estaba haciendo, o dejando de hacer, su siervo? Xar sabría cuándo cobraba vida la Tumpa-chumpa. Y, si no notaba nada, empezaría a preguntarse qué había salido mal.
Bane rodeó la cintura de Haplo con sus brazos.
—El abuelo me dijo que te diera este abrazo. Me insistió en que te dijera que confiaba en ti, que ponía toda su fe en ti. Está seguro de que no le fallarás. Ni a mí.
Haplo asió por los brazos a Bane y lo apartó de sí como si se quitara de encima una sanguijuela.
— ¡Ay! ¡Me haces daño! —gimió el chiquillo.
—Escúchame bien, muchacho —dijo Haplo con voz torva, sin aflojar la presión—. Dejemos en claro una cosa: te conozco bien, ¿recuerdas? Sé perfectamente que eres un pequeño monstruo intrigante, artero y manipulador.
Obedeceré la orden de mi amo y te llevaré a Ariano. Me ocuparé de que tengas ocasión de hacer lo que tengas que hacer con esa condenada máquina. Pero no creas que vas a deslumbrarme con la luz de tu aureola, muchacho, porque ya he visto antes esa aureola, y muy de cerca.
—No te caigo bien —dijo Bane con aire lloroso—. No le caigo bien a nadie, salvo al abuelo. No le he caído nunca bien a nadie.
Haplo se enderezó con un gruñido.
—Por eso nos entendemos. Y otra cosa más: yo llevo el mando. Y tú haces lo que te diga. ¿Entendido?
—Tú me caes bien, Haplo —respondió Bane con otro gimoteo.
El perro, enternecido, se acercó al pequeño y le lamió el rostro. Bane rodeó el cuello del animal con su brazo.
«Yo te cuidaré —prometió en silencio al can—. Cuando Haplo haya muerto, serás mi perro. Resultará divertido.» —Por lo menos, a él le gusto —añadió en voz alta, enfurruñado—. ¿Verdad que sí, muchacho?
El perro meneó el rabo.
—A este condenado animal le cae bien todo el mundo —murmuró Haplo—.
Incluso los sartán. Y ahora, ve a tu cuarto y recoge tus cosas. Esperaré aquí a que estés preparado.
— ¿Puede venir conmigo el perro?
—Si quiere... Vamos, date prisa. Cuanto antes lleguemos, antes podré volver.
Bane dejó el salón en una muestra de callada obediencia. Le divertía hacer la comedia ante Haplo, burlarse de él. Le divertía fingir obediencia a un hombre cuya vida tenía entre sus manitas. El chiquillo evocó una conversación, casi la última, que había tenido con Xar.
«—Cuando hayas completado tu tarea, Bane, cuando la Tumpa-chumpa esté en funcionamiento y te hayas adueñado de Ariano, Haplo dejará de ser imprescindible. Tú te ocuparás de que sea eliminado. Creo que conocías a un asesino en Ariano...» «—Hugo la Mano, abuelo. Pero ya no vive. Mi padre lo mató.» «—Habrá otros asesinos a sueldo. Pero hay algo muy importante que debes prometerme. Tienes que conservar el cadáver de Haplo en buen estado hasta mi llegada.» «— ¿Vas a resucitar a Haplo, abuelo? ¿Piensas hacerlo tu servidor después de muerto, como hacen con los difuntos en Abarrach?» «—Sí, hijo. Sólo entonces podré confiar en él otra vez...» El amor rompe el corazón.
— ¡Vamos, muchacho! —exclamó Bane de improviso—. ¡Date prisa!
Acompañado del perro, el chiquillo echó a correr alocadamente hacia sus aposentos.
CAPÍTULO 8
WOMBE, DREVLIN REINO INFERIOR
El viaje a través de la Puerta de la Muerte transcurrió sin incidentes. Haplo sumió a Bane en un sueño mágico casi inmediatamente después de su partida del Nexo. Al patryn se le había ocurrido que el paso de la Puerta de la Muerte se había hecho tan sencillo que incluso un mago mensch con cierta habilidad podía intentarlo, y Bane era un mensch observador, inteligente... e hijo de un hechicero avezado. Por un instante, Haplo había tenido una visión de Bane revoloteando de un mundo a otro... No. Era mejor dormirlo.
No tuvieron ninguna dificultad en alcanzar Ariano, el mundo del aire.
Imágenes de los otros mundos pasaron como centellas antes los ojos de Haplo, quien reconoció las islas flotantes de Ariano con facilidad. Pero, antes de concentrarse en ellas, dedicó unos instantes a contemplar los demás mundos que desfilaban ante sus ojos, con radiantes destellos tornasolados como pompas de jabón, antes de estallar y dar paso al siguiente. Todos ellos eran lugares que reconocía, excepto uno. Y éste era el más hermoso, el más intrigante.
Haplo contempló la visión todo el tiempo que pudo, que apenas fueron unos fugaces segundos. Hubiera querido preguntarle a Xar qué era, pero su señor se había marchado sin darle ocasión a consultarle nada.
¿Existía un quinto mundo?
Haplo rechazó la idea. En ningún escrito de los antiguos sartán aparecía la menor mención a algo semejante.
El antiguo mundo, entonces.
A Haplo le pareció mucho mas probable esto último. La imagen deslumbrante que captaba coincidía con las descripciones del mundo antiguo. Pero éste ya no existía, había sido destruido mediante la magia. Tal vez aquello no era más que una evocación vivida, mantenida como estaba para recordar a los sartán lo que un día había sido.
Pero, si así era, ¿por qué se le ofrecía como una opción? Haplo vio pasar una y otra vez ante sus ojos el carrusel de posibilidades. Siempre en el mismo orden: el extraño mundo de cielo azul y sol luminoso, luna, estrellas, océanos ilimitados y amplias panorámicas; después, el Laberinto, tenebroso y confuso; luego, el Nexo crepuscular y, por fin, los cuatro mundos elementales.
Si Haplo no hubiera llevado consigo a Bane, habría tenido la tentación de explorar aquel mundo, de seleccionar la imagen en su mente y ver qué sucedía.
Volvió la vista al niño, que dormía apaciblemente con el brazo en torno al perro, tendidos ambos en un jergón que Haplo había arrastrado hasta el puente para no perder de vista al chiquillo.
El perro, percibiendo la mirada de su amo, abrió los ojos, parpadeó ociosamente, dio un gran bostezo y, viendo que no era inminente ninguna acción, exhaló un gañido de satisfacción y se apretujó contra el niño, casi derribándolo del catre. Bane murmuró algo en sueños, algo acerca de Xar, y de pronto cerró los dedos en torno al pelaje del animal como si fueran zarpas.
Con un gemido de dolor, el animal alzó la testuz y miró al muchacho con aire sorprendido, como si se preguntara qué había hecho para merecer aquel trato.
Luego, sin saber muy bien qué hacer para desasirse, se volvió hacia Haplo en petición de auxilio.
El patryn, con una sonrisa, forzó al durmiente a abrir los dedos y soltar el pellejo del can; luego, acarició la cabeza de éste, disculpándose. El perro dirigió una mirada desconfiada a Bane, saltó del jergón y se enroscó a los pies de Haplo en la seguridad de la cubierta.
Haplo volvió a fijar su atención en las visiones, se concentró en la de Ariano y apartó las demás de su cabeza.
La primera vez que Haplo había viajado a Ariano casi había resultado la última. Poco preparado para las fuerzas mágicas de la Puerta de la Muerte y para las violentas fuerzas físicas existentes en el mundo del aire, se había visto obligado a estrellar la nave en lo que más tarde sabría que era un archipiélago de pequeñas islas flotantes conocido como los Peldaños de Terrel Fen.
En esta ocasión, estaba preparado para los terribles efectos de la feroz tormenta perpetua que rugía en el Reino Inferior. Los signos mágicos de protección que sólo habían brillado débilmente durante el tránsito de la Puerta de la Muerte, refulgieron con un azul vibrante cuando la primera ráfaga de viento zarandeó la embarcación. Los relámpagos eran casi continuos, deslumbrantes, cegadores. Los truenos retumbaban a su alrededor y el viento los sacudía. El granizo barrió el casco de madera, y la lluvia golpeó la claraboya formando una cortina maciza de agua que impedía la visión.
Haplo detuvo el avance de la nave y la dejó flotar en el aire. Gracias a la temporada que había pasado en Drevlin, la isla principal del Reino Inferior, sabía que aquellas tormentas eran fenómenos cíclicos. Sólo tenía que esperar a que aquélla terminara; a continuación, vendría un período de relativa calma hasta la siguiente. Durante esta calma, buscaría un lugar para posarse y establecer contacto con los enanos.
Pensó en la conveniencia de mantener dormido a Bane, pero decidió dejarlo despertar. Tal vez le resultara útil. Un rápido gesto de su mano borró la runa que había trazado sobre la frente del chiquillo.
Bane se incorporó hasta quedar sentado, pestañeó durante unos instantes, confuso, y por fin dirigió una mirada acusadora al patryn.
— ¡Me has obligado a dormir!
Haplo no vio la necesidad de corroborar, comentar o disculpar su acción. Sin dejar de prestar atención a la claraboya bañada por la lluvia, lanzó una breve ojeada al muchacho.
—Revisa la popa; comprueba si hay alguna grieta o filtración en el casco.
Bane se sonrojó, enfurecido con el tono imperioso y despreocupado del patryn. Haplo observó la oleada carmesí que se extendió desde el blanco cuello hasta las mejillas. En los ojos azules apareció un destello de rebelión. Xar no había estropeado al chico, que ya llevaba más de un año al cuidado de su señor; no, Xar había hecho mucho por mejorar el carácter de Bane, pero el muchacho tenía la educación de un príncipe de la casa real y estaba acostumbrado a dar órdenes, no a recibirlas.
En especial, de Haplo.
—Si has hecho bien tu magia, no debería haber ninguna grieta —replicó en tono irritado.
—La he hecho como es debido, pero tú ya sabes cómo son las runas. Ya conoces lo delicado que es su equilibrio. La menor astilla podría iniciar una resquebrajadura que podría terminar por partir la nave entera. Es mejor asegurarse, detenerla ahora, antes de que se haga más amplia.
Se produjo un momento de silencio y Haplo creyó percibir la lucha interior del pequeño.
— ¿Puedo llevar al perro? —preguntó Bane con voz hosca.
—Claro —concedió Haplo con un gesto. El niño pareció alegrar el ánimo.
— ¿Puedo darle una salchicha?
El perro, al escuchar su palabra favorita, se incorporó de un brinco con la lengua fuera y agitando el rabo.
—Sólo una —dijo Haplo—. No estoy seguro de cuánto va a durar la tormenta.
Quizá tengamos que alimentarnos con esas salchichas.
—Siempre puedes invocar más —dijo Bane alegremente—. Vamos, perro.
Los dos se alejaron del puente en dirección a la proa de la nave.
Haplo continuó con la vista fija en la lluvia que se deslizaba por el cristal de la claraboya y recordó el día en que había llevado al pequeño al Nexo...
—El pequeño se llama Bane, mi señor —informó Haplo—. Ya sé —añadió al momento, al ver el gesto ceñudo de Xar—, es raro que un niño humano lleve un nombre que en la lengua antigua significa veneno, o causa de aflicción, pero, una vez que conozcas la historia, verás que es muy indicado. Encontrarás un relato sobre él aquí, mi señor, en mi diario.
Xar pasó los dedos por la tapa del documento pero no lo abrió. Haplo permaneció de pie en respetuoso silencio, a la espera de que su señor hablase. La siguiente pregunta no le resultó del todo inesperada.
—Te pedí que me trajeras de ese mundo un discípulo, Haplo. Ariano es, según lo describes, un mundo en pleno caos: elfos, enanos y humanos combaten entre ellos, y los elfos, entre sí. Una grave escasez de agua, debido al fracaso de los sartán en su intento de alinear las islas flotantes y hacer actuar según lo previsto su máquina fabulosa. Cuando empiece mi conquista, necesitaré un lugarteniente, preferiblemente un mensch, que se instale en Ariano y se ocupe de dominar a sus pueblos en mi nombre mientras yo me dedico a otra cosa. ¿Y tú, ahora, me traes para esa tarea a... un niño de diez años?
El niño al que se refería estaba dormido en una alcoba de la parte de atrás de la mansión de Xar. Haplo había dejado al perro con él, para que avisara a su amo si el pequeño despertaba. El patryn no se intimidó ante la severa mirada de su señor. Xar no dudaba de su siervo; sencillamente, estaba desconcertado, perplejo...
Una sensación que Haplo podía comprender muy bien. Había estado preparado para la pregunta y tenía dispuesta la contestación.
—Bane no es un niño mensch normal, señor. Como verás en el diario...
—Ya leeré ese diario más tarde, a mi conveniencia. Ahora, estoy muy interesado en escuchar tu informe sobre el niño.
Haplo asintió sumiso y tomó asiento en la silla que Xar le ofreció con un gesto de la mano.
—El muchacho es hijo de dos humanos conocidos entre su pueblo como «misteriarcas», unos hechiceros muy poderosos (al menos para lo habitual entre los mensch). El padre se llama Sinistrad y la madre, Iridal. Estos misteriarcas, con su gran conocimiento de la magia, llegaron a considerar al resto de sus congéneres humanos como toscos patanes. Finalmente, abandonaron el caos de luchas del Reino Medio y viajaron hasta el Reino Superior, donde descubrieron una tierra de gran belleza que, por desgracia para ellos, resultó ser una trampa mortal.
»E Reino Superior había sido creado por la magia rúnica de los sartán, y los misteriarcas no sabían interpretar la magia sartán mejor de lo que un bebé entendería un tratado de metafísica. Las cosechas se agostaban en los campos, el agua era escasa y el aire enrarecido era difícil de respirar. Su gente empezó a morir.
Los misteriarcas comprendieron que tendrían que abandonar aquel lugar y volver al Reino Medio pero, como la mayoría de los humanos, temían a sus congéneres. Les daba miedo reconocer su debilidad. Y, así, decidieron que, cuando volvieran, lo harían como conquistadores y no como suplicantes.
»Sinistrad, el padre del muchacho, elaboró un plan notable. El rey humano del Reino Medio, un tal Stephen, y su esposa, Ana, acababan de dar un heredero al trono. Aproximadamente por la misma época, la esposa de Sinistrad, Iridal, también había dado a luz un hijo. Sinistrad cambió a los recién nacidos, llevando a su hijo al Reino Medio y arrebatando al hijo de Stephen a las tierras del Reino Superior. Sinistrad se proponía con ello utilizar a Bane (como heredero al trono)
para conseguir el control del Reino Medio.
»Por supuesto, en las tierras del rey Stephen todo el mundo se dio cuenta del cambio de los bebés, pero Sinistrad había tenido la astucia de envolver a su hijo en un hechizo que hacía que quien lo miraba se quedara prendado del pequeño.
Cuando Bane cumplió un año, Sinistrad se presentó ante Stephen y le informó de su plan. El rey Stephen se vio impotente ante el misteriarca. En sus corazones, Stephen y Ana odiaban y temían al niño cambiado (de ahí que le pusieran ese nombre) pero el encantamiento que lo protegía era tan poderoso que les impedía hacer nada, personalmente, para librarse de él. Por último, llevados de la desesperación, contrataron a un asesino para que se llevara a Bane y le diera muerte.
»Pero, según resultaron las cosas —añadió con una sonrisa—, fue Bane quien casi asesina al asesino.
— ¿De veras? —Xar parecía impresionado.
—Sí, y encontrarás los detalles ahí. —Haplo señaló el diario—. Bane llevaba un amuleto, regalo de Sinistrad, que trasmitía al muchacho las órdenes del mago y hacía llegar a éste todo cuanto el chiquillo escuchaba. De este modo, los misteriarcas espiaban a los humanos y conocían todos los movimientos del rey Stephen. Y no era que Bane necesitara muchas lecciones de intrigante. Por lo que he visto de ese pequeño, podría enseñarle un par de cosas a su propio padre.
»Bane es inteligente y perspicaz. Posee clarividencia y, aunque no está instruido, tiene grandes dotes para la magia, tratándose de un humano. Fue él quien dedujo cómo funciona la Tumpa- humpa y cuál es su propósito. El diagrama que he incluido ahí es suyo, mi señor. Y es ambicioso. Cuando asimiló la idea de que su padre no se proponía en absoluto gobernar el Reino Medio junto a él, como equipo de padre e hijo, Bane decidió quitar de en medio a Sinistraa.
»La trama de Bane tuvo éxito, aunque no salió exactamente como él había proyectado. Por una ironía de la vida, la del muchacho fue salvada, precisamente, por el hombre a quien se había contratado para matarlo. Una lástima, por cierto — añadió Haplo, pensativo—. Hugh la Mano era un humano interesante, un combatiente experto y capaz. Me pareció exactamente lo que andabais buscando como discípulo, mi señor. Tenía pensado traerlo conmigo a tu presencia pero, por desgracia, murió combatiendo al hechicero. Una lástima, repito.
El Señor del Nexo sólo le estaba prestando atención a medias. Había abierto el diario, había descubierto el diagrama de la Tumpa-chumpa y estaba estudiándolo detenidamente.
— ¿Esto lo ha hecho el niño? —inquirió.
—Sí, señor.
— ¿Estás seguro?
—Yo los estaba espiando cuando Bane le mostró el dibujo a su padre.
Sinistrad se quedó tan impresionado como tú ahora.
—Asombroso. Y dices que el niño es encantador, cautivador y atractivo. El encantamiento que le proporcionó su padre no puede ejercer efecto sobre nosotros, desde luego, ¿pero funciona todavía con los mensch?
Haplo se encogió de hombros.
—Alfred, el sartán, opinaba que el hechizo ya había sido levantado. Pero Hugh la Mano estaba bajo el influjo del muchacho, fuera por la magia o por mera compasión por un niño a quien nadie había querido nunca y que durante toda su vida no había sido más que un peón. Bane es listo y sabe utilizar su juventud y su encanto para manipular a los demás.
— ¿Qué hay de la madre del chico? ¿Cómo has dicho que se llamaba, Iridal?
—Podría traer problemas. Cuando nos marchamos, andaba en busca de su hijo en compañía del sartán, Alfred.
—Supongo que ella quiere al muchacho para sus propios planes.
—No; creo que lo quiere porque es su hijo, sin más. En realidad, ella nunca consintió en los proyectos de su esposo, pero Sinistrad ejercía algún tipo de poder terrible sobre ella, que le tenía un gran temor. Y, con la desaparición de Sinistrad, el valor de los demás misteriarcas se vino abajo. A mi marcha, había rumores de que se disponían a abandonar el Reino Superior y proyectaban establecerse entre los demás humanos.
— ¿Costaría mucho eliminar a la madre?
—Sería fácil hacerlo, mi señor.
Xar pasó sus nudosos dedos por las hojas del diario, pero ya no prestaba atención al documento. Ni siquiera lo miraba.
—«Un niño los conducirá.» Es un viejo dicho humano, Haplo. Has actuado con tino, hijo mío. Incluso diría que tu elección ha sido inspirada. Los mismos mensch que se sentirían amenazados si llegara un adulto para encabezarlos, se sentirán completamente desarmados por este chiquillo de aspecto inocente. El muchacho tiene los típicos defectos humanos, por supuesto: es atolondrado y le falta paciencia y disciplina. Pero, con la debida tutela, creo que puede ser moldeado hasta convertirlo en un ser extraordinario, para tratarse de un mensch. Ya empiezo a ver los trazos maestros de mi plan.
—Me alegra haberte complacido, mi señor —murmuró Haplo.
—Sí —respondió en el mismo tono el Señor del Nexo—. «Un niño los conducirá...» La tormenta amainó. Haplo aprovechó la calma relativa para sobrevolar la isla de Drevlin en busca de un lugar donde posar la nave. Había llegado a conocer muy bien aquella zona, en la que había pasado un tiempo considerable durante su anterior visita, preparando la nave elfa para el regreso a través de la Puerta de la Muerte.
El continente de Drevlin era llano y sin hitos destacables, una simple masa de lo que los mensch denominaban «coralita» flotando en el Torbellino. Con todo, se podían apreciar rasgos identificativos en su superficie gracias a la Tumpa-chumpa, la máquina gigantesca cuyas ruedas, motores, engranajes, brazos, poleas y tenazas se extendían por Drevlin y penetraban profundamente en el interior de la isla.
Haplo buscaba los Levarriba, nueve brazos mecánicos inmensos hechos de acero y oro que se alzaban hasta las nubes de la vertiginosa tormenta. Estos Levarriba eran la parte más importante de la Tumpa-chumpa, al menos por lo que hacía a los mensch de Ariano, pues estas conducciones aprovisionaban de agua a los reinos áridos situados más arriba. Los Levarriba estaban situados en la ciudad de Wombe, y era allí donde Haplo esperaba encontrar a Limbeck.
Haplo no tenía idea de cómo había podido variar la situación política durante su ausencia, pero, cuando había abandonado Ariano, Limbeck tenía instalada su base de operaciones en Wombe. Era preciso que encontrara al líder de los enanos, y el patryn se dijo que Wombe era un sitio tan bueno como cualquier otro para iniciar la búsqueda.
Los nueve brazos, cada uno con su correspondiente mano dorada extendida, eran fáciles de distinguir desde el aire. La tormenta había quedado atrás, aunque nuevas nubes empezaban a acumularse en el horizonte. Los relámpagos se reflejaban en el metal, y la silueta de las manos heladas se recortaba contra las nubes. Haplo se posó en un terreno vacío dejando la nave a la sombra de una parte de la máquina aparentemente abandonada. Al menos, eso fue lo que pensó al observarla, pues no surgía de ella ninguna luz, ni se movía ningún engranaje, ni giraba ninguna rueda, ni había «letricidad», como la denominaban los gegs, que emulara a los relámpagos con su voltaje azulamarillento.
Una vez a salvo en el suelo, Haplo advirtió que no había luces por ninguna parte. Desconcertado, escrutó el exterior por la claraboya, de cuyo cristal ya se había secado la lluvia. Según recordaba, la Tumpa-chumpa convertía la oscuridad tormentosa de Drevlin en un día artificial perpetuo. Numerosas lámparas brillaban por doquier y varios «lectrozumbadores» enviaban rayos chispeantes hacia el aire.
Ahora, en cambio, la ciudad y sus alrededores sólo estaban bañados por la luz del sol, la cual, después de filtrarse a través de las nubes del Torbellino, resultaba plomiza y apagada y más deprimente que la oscuridad.
Haplo se quedó plantado ante el mirador, recordando su última visita y tratando de evocar si había habido luces en aquella parte de la Tumpa-chumpa o si, en realidad, la estaba confundiendo con otra sección de la enorme máquina.
—Tal vez eso era en Het... —murmuró para sí. Pero enseguida movió la cabeza—. No, no; era aquí, definitivamente. Recuerdo...
Un golpe sordo y un ladrido de advertencia lo sacaron de sus reflexiones.
Regresó a la popa. Bane estaba junto a la escotilla, sosteniendo una salchicha justo fuera del alcance del perro.
—Te la daré —le prometía al perro—, pero sólo si dejas de ladrar. Deja que abra esto, ¿de acuerdo? Buen chico.
Bane guardó la salchicha en el bolsillo, volvió a la escotilla y empezó a manosear el cerrojo que, normalmente, debería haberse abierto sin esfuerzo.
El cerrojo, sin embargo, se resistió a sus intentos. Bane lo miró con irritación y descargó su pequeño puño sobre él. El perro mantuvo la vista fija en la salchicha, muy atento a ella.
— ¿Ibas a alguna parte, Alteza? —inquirió Haplo, apoyado en uno de los mamparos con aire relajado. El patryn había decidido emplear el tratamiento debido a un príncipe humano, con el fin de destacar la figura de Bane como legítimo heredero del trono de las Volkaran, y se había dicho que era mejor empezar a acostumbrarse enseguida, antes de aparecer en público. Naturalmente, tendría que reprimir el tonillo irónico que se le había escapado en esta ocasión.
Bane dirigió una mirada de reproche al perro, hizo un último y vano intento de forzar el cerrojo recalcitrante y, por fin, se volvió hacia Haplo con una mirada gélida.
—Quiero salir fuera. Aquí dentro hace calor y me sofoco. Y huele a perro — añadió despectivamente.
El animal escuchó su nombre y, creyendo que se referían a él con algún comentario amistoso —tal vez en relación con la salchicha—, meneó el rabo y se relamió por anticipado.
—Has usado la magia para cerrar eso, ¿verdad? —continuó Bane en tono acusador, al tiempo que daba otro empujón a la escotilla.
—La misma que para el resto de la nave, Alteza. Tuve que hacerlo. De nada serviría dejar una sola parte de ella sin proteger, igual que sería absurdo lanzarse a la batalla con un agujero en mitad de la armadura. Además, no creo que quieras salir ahí fuera ahora mismo. Se avecina otra tormenta, y recuerdas cómo eran las tormentas de Drevlin, ¿verdad?
—Lo recuerdo. Soy tan capaz como tú de ver aproximarse una tormenta. Y no habría estado demasiado rato fuera. No pensaba ir muy lejos.
— ¿Adonde ibas, pues, Alteza?
—A ninguna parte. A estirar un poco las piernas, simplemente.
— ¿No pensarías entrar en contacto con los enanos por tu cuenta y riesgo?, ¿verdad?
—Claro que no, Haplo —respondió Bane con los ojos como platos—. El abuelo dijo que me quedara a tu lado. Y yo siempre obedezco al abuelo.
Haplo apreció el énfasis en esta última palabra y, con una sonrisa torva, murmuró:
—Bien. Recuerda que estoy aquí para protegerte, ante todo. En este mundo no estás muy seguro. Ni siquiera siendo un príncipe. Hay quien querría matarte sólo por eso.
—Ya lo sé —dijo Bane con aire sumiso y algo contrito—. La última vez que estuve aquí, casi perdí la vida a manos de los elfos. Creo que no había pensado en ello. Lo lamento, Haplo. —Sus claros ojos azules se alzaron hacia el patryn—. El abuelo ha acertado de lleno al elegirte como mi protector. Tú también obedeces siempre a Xar, ¿verdad, Haplo?
La pregunta pilló por sorpresa al patryn, que dirigió una rápida mirada a Bane mientras se preguntaba qué pretendía insinuar el chiquillo con sus palabras.
Nada, tal vez, pero... Por un instante, Haplo creyó distinguir un destello de astucia, socarrón y malévolo, en aquellos grandes ojos azules. Pero no; Bane lo miraba con candidez y no vio en él más que a un niño que hacía una pregunta infantil. Dio media vuelta y anunció:
—Vuelvo a la sala de gobierno para seguir la vigilancia.
El perro soltó un gañido y dirigió una mirada patética a la salchicha, aún guardada en el bolsillo de Bane.
—No me has preguntado si he visto alguna grieta en el casco —le recordó el pequeño.
— ¿Y bien? ¿Has visto alguna?
—No. Has obrado la magia bastante bien. No tanto como el abuelo, pero bastante bien.
—Gracias, Alteza —dijo Haplo y, con una reverencia, se alejó.
Bane extrajo la salchicha y dio con ella un golpecito juguetón en el hocico al animal.
—Esto, por delatarme —dijo con un leve tono de reproche.
El perro clavó la mirada en la salchicha, hambriento y babeante.
—De todos modos, supongo que ha sido mejor así —continuó Bane, con gesto enfurruñado—. Haplo tiene razón. Me había olvidado de esos malditos elfos. Me gustaría encontrar al que me arrojó de la nave en esa ocasión. Le diría a Haplo que lo arrojara al Torbellino. Y me quedaría mirando mientras cae hasta el mismo fondo. Seguro que oiría sus gritos mucho, muchísimo rato. Sí, el abuelo tenía razón, ahora lo comprendo. Haplo me resultará útil hasta que encuentre a otro.
Aquí tienes. —Bane bajó la salchicha. El perro la cogió con avidez y la engulló de un bocado. El muchacho le acarició el sedoso pelaje de la cabeza con afecto—.
Entonces serás mío. Y tú, yo y el abuelo viviremos juntos y no dejaremos que nadie le haga daño nunca más. ¿Verdad, muchacho?
Bane acercó la mejilla a la testuz del animal y abrazó su peludo cuerpo.
— ¿Verdad, muchacho?
CAPÍTULO 9
WOMBE REINO INFERIOR, ARIANO
La gran Tumpa-chumpa se había detenido.
Y, en Drevlin, nadie sabía qué hacer. Nunca, en toda la historia de los gegs, había sucedido nada parecido.
La fabulosa máquina venía funcionando desde que los gegs alcanzaban a recordar (y, tratándose de enanos, eso significaba realmente mucho tiempo).
Funcionaba y funcionaba; febril, serena, frenética y torpemente, no había dejado de funcionar jamás. Incluso cuando se descomponía alguna parte, la máquina seguía funcionando; otras partes se ponían en acción para reparar las estropeadas. Nadie estaba completamente seguro de qué hacía la Tumpa-chumpa, pero todos sabían que funcionaba bien, o al menos lo daban por sentado.
Pero, ahora, se había detenido.
Los lectrozumbadores ya no zumbaban, sino que emitían un leve murmullo (de mal agüero, según algunos). Las girarruedas ya no giraban ni impulsaban engranajes, sino que permanecían absolutamente inmóviles, salvo un ligero temblor. Las centellas rodantes también se habían detenido, interrumpiendo el transporte a través del Reino Inferior. Las mordazas metálicas de los vehículos, que se cerraban en torno al cable del cual iban suspendidos éstos y —con la ayuda de los lectrozumbadores— tiraban de ellos, estaban quietas. Como manos metálicas con las palmas abiertas, las mordazas se alzaban en un vano intento de tocar el cielo.
Los silbatos estaban callados, salvo algún suspiro que escapaba de ellos de vez en cuando. Las flechas negras del interior de las cajitas acristaladas —unas flechas que no debía permitirse que alcanzaran el tramo rojo— habían apuntado a la mitad inferior de las cajas, primero, y ahora ya no apuntaban a nada.
Tan pronto como la Tumpa-chumpa se detuvo, se extendió una inmediata consternación general. Todos los gegs —hombres, mujeres y niños; incluso los que no estaban de servicio, incluso los militantes en las guerrillas contra los welfos— habían dejado sus puestos y habían corrido a contemplar a la gran máquina, ahora inactiva. Algunos habían pensado que volvería a funcionar. Los gegs congregados habían aguardado con esperanza... pero la espera se había hecho interminable. La hora del cambio de turno había quedado atrás y la máquina maravillosa había seguido sin hacer nada.
Y aún estaba así.
Lo cual significaba que los gegs tampoco hacían nada. Peor aún, parecía que iban a verse obligados a permanecer inactivos, sin calor y sin luz. Debido a las constantes y feroces tormentas del Torbellino que barrían continuamente las islas, los gegs vivían bajo tierra. La Tumpa-chumpa había proporcionado siempre el calor para los calderos de burbujas y para las linternas parpadeantes. Los calderos habían dejado de burbujear casi al instante; las linternas habían continuado ardiendo algún tiempo después del parón de la máquina, pero sus llamas ya empezaban a apagarse. A lo largo y ancho de Drevlin, las luces vacilaban, perdían fuerza e iban consumiéndose.
Y, por todas partes, se extendía un silencio terrible.
Los gegs vivían en un mundo de ruido. Lo primero que oía un niño al nacer era el reconfortante estruendo de la Tumpa-chumpa en acción. Ahora, había dejado de funcionar y había enmudecido. Y los gegs estaban aterrorizados ante aquel silencio.
— ¡Ha muerto! —fue el lamento que se alzó simultáneamente de mil gargantas gegs, de un extremo a otro de la isla de Drevlin.
—No, no ha muerto —replicó Limbeck Aprietatuercas, estudiando una porción de la Tumpa- humpa con expresión grave a través de sus gafas nuevas—. Ha sido asesinada.
— ¿Asesinada? —repitió Jarre en un susurro asombrado—. ¿Quién haría algo así?
Pero sabía la respuesta antes de formular la pregunta.
Limbeck Aprietatuercas se quitó las gafas, las limpió minuciosamente con un pañuelo limpio de tela blanca, una costumbre que había adquirido hacía poco.
Después, se puso de nuevo las gafas, contempló la máquina a la luz de una antorcha hecha con un rollo de pergamino que contenía uno de sus discursos, y que había encendido acercando el extremo a las llamas vacilantes de una linterna a punto de extinguirse.
—Los elfos.
— ¡Oh, Limbeck, no! —exclamó Jarre—. No puede ser. Fíjate, si la Tumpachumpa deja de funcionar, se interrumpe la producción de agua y los welfos..., los elfos necesitan el agua para sus pueblos. Sin ella, morirían. Necesitan la máquina tanto como nosotros. ¿Por qué iban a paralizarla?
—Tal vez tienen agua almacenada —dijo Limbeck con frialdad—. Ahí arriba tienen el control, ¿entiendes? Tienen ejércitos enteros apostados en torno a los elevadores. Ya entiendo su plan: se proponen detener el funcionamiento de la máquina y matarnos de hambre, de sed y de frío.
Limbeck volvió la mirada hacia Jarre, y ella apartó la suya de inmediato.
— ¡Jarre! —Exclamó el enano—. ¡Ya estás otra vez con eso!
Jarre se sonrojó e intentó con todas sus fuerzas mirar a Limbeck, pero no le gustaba nada hacerlo cuando llevaba puestas aquellas gafas. Eran nuevas, de un diseño original y, según decía él, mejoraban increíblemente la visión. Sin embargo, por alguna extraña peculiaridad del cristal, le hacían los ojos pequeños y severos.
«Igual que su corazón», pensó Jarre con tristeza, poniendo todo su empeño en mirar a Limbeck a la cara y fracasando estrepitosamente. Por fin, se dio por vencida y ocultó los ojos tras un pañuelo que terminó por ser un deslumbrante retal blanco asomando entre la masa oscura de sus patillas, largas y tupidas.
La antorcha se consumió muy pronto. Limbeck hizo una seña a uno de sus guardaespaldas, el cual cogió rápidamente otro discurso, hizo un canuto con él y lo encendió antes de que el anterior se apagara.
—Siempre he dicho que tus discursos eran incendiarios —dijo Jarre.
Limbeck frunció el entrecejo ante el intento de chiste.
—No es momento para ligerezas. No me gusta tu actitud, Jarre. Empiezo a pensar que estás volviéndote débil, querida. Que estás perdiendo el ánimo...
— ¡Tienes razón! —dijo Jarre de pronto, hablándole al pañuelo. Le resultaba más fácil hablar al pañuelo que a su dueño—. Me estoy desanimando. Tengo miedo...
—No soporto a los cobardes —declaró Limbeck—. Si estás tan asustada de los elfos como para no poder desarrollar tu labor como sectraria del Partido UAPP...
— ¡No son los elfos, Limbeck! —Jarre se agarró las manos con fuerza para evitar que éstas le arrancaran las gafas a Limbeck y las hicieran trizas—. ¡Somos nosotros! ¡Tengo miedo por nosotros! ¡Tengo miedo por ti... y por ti —señaló a uno de los guardaespaldas, que parecía muy complacido y orgulloso de sí mismo—y por ti y por ti! Y también por mí. Tengo miedo de lo que vaya a ser de mí. ¿En qué nos hemos convertido, Limbeck? ¿En qué nos hemos convertido?
—No entiendo qué quieres decir, querida. —La voz de Limbeck sonó tan cortante y nítida como sus gafas nuevas, que se quitó y empezó a limpiar por enésima vez.
—Antes éramos amantes de la paz. Nunca, en la historia de los gegs, dimos muerte a nadie...
— ¡«Gegs», no! —le recordó Limbeck con severidad.
Jarre no le hizo caso.
— ¡Ahora vivimos para matar! Algunos de los jóvenes ya no piensan en otra cosa. Matar welfos...
—Elfos, querida —la corrigió Limbeck—. Ya te lo he explicado. El término «welfos» es una palabra de esclavos, que nos enseñaron nuestros «amos». Y nosotros no somos gegs, sino enanos. El término «geg» es despreciativo, utilizado para mantenernos en nuestro lugar.
Se puso las gafas de nuevo y dirigió una mirada de furia a su interlocutora.
La luz de la antorcha que brillaba por debajo de su rostro (el enano que la portaba era extraordinariamente bajo) dibujaba las sombras de las gafas hacia arriba, lo que proporcionaba a Limbeck una apariencia sumamente siniestra. Esta vez, Jarre no pudo evitar mirarlo; contempló a Limbeck con una extraña fascinación.
— ¿Quieres volver a ser una esclava, Jarre? —Inquirió el enano—. ¿Acaso debemos rendirnos y arrastrarnos hasta los elfos y arrojarnos a sus pies y besarles sus posaderas peladas y decirles que lo sentimos, que en adelante seremos buenos gegs? ¿Es eso lo que quieres?
—No, claro que no. —Jarre suspiró y se secó una lágrima que le rodaba por la mejilla—. Pero podríamos hablar con elfos. Negociar. Creo que los Wheel... los elfos están tan cansados de esta lucha como nosotros.
—Tienes mucha razón, están cansados —asintió Limbeck con satisfacción—.
Saben que no pueden ganar.
— ¡Y nosotros, tampoco! ¡No podemos acabar con todo el imperio de Tribus!
¡No podemos remontar los cielos y volar a Aristagón para combatir allí!
— ¡Y elfos tampoco pueden acabar con nosotros!
¡Podemos vivir durante generaciones aquí abajo, en nuestros túneles, sin que den con nosotros jamás...!
— ¡Generaciones! —exclamó Jarre—. ¿Es eso lo que quieres, Limbeck? ¿Una guerra que dure generaciones? ¿Niños que crezcan sin conocer jamás otra cosa que no sea el miedo, que no sea huir y ocultarse?
—Por lo menos, serán libres —sentenció Limbeck mientras se sujetaba de nuevo las gafas a las orejas.
—No lo serán. Mientras uno tiene miedo, no es nunca libre —replicó la enana sin alzar la voz.
Limbeck no dijo nada. Permaneció silencioso.
Aquel silencio era terrible. Jarre no lo soportaba. Era triste, lastimero y pesado, y le recordaba algo, algún lugar, alguien. Alfred. Alfred y el mausoleo. Los túneles secretos bajo la estatua del dictor, las hileras de sepulcros de cristal con los cuerpos de los hermosos jóvenes muertos. Allí abajo también había silencio, y Jarre se había asustado con aquella quietud.
«— ¡No pares! —le había dicho a Alfred.» «— ¿Parar, qué? —Alfred había parecido bastante obtuso.» «— ¡Parar de hablar! ¡Es el silencio! ¡No soporto escucharlo!» Y Alfred la había consolado.
«—Éstos son mis amigos... Aquí nadie puede causarte daño. Ya no. Y no es que te lo hubieran hecho en otro momento: al menos, no conscientemente.» Y entonces Alfred había dicho algo que Jarre había recordado, algo que se había estado diciendo a sí misma muchas veces.
«—Pero ¡cuánto daño hemos causado involuntariamente, con la mejor intención!» «—Con la mejor intención —repitió, hablando para llenar el espantoso silencio.» —Has cambiado, Jarre —le dijo Limbeck en tono severo.
—Tú también —replicó ella.
Y, tras esto, no quedó mucho por hablar y se quedaron allí plantados, en la casa de Limbeck, escuchando el silencio. El guardaespaldas arrastró los pies e intentó aparentar haberse vuelto sordo y no haber oído una palabra.
La discusión tenía lugar en los aposentos de Limbeck, en su presente vivienda de Wombe, no en su antigua casa de Het. Era una vivienda excelente para lo acostumbrado entre los gegs, digna de acoger al survisor jefe, que es lo que Limbeck era ahora. Ciertamente, el habitáculo no era tan perfecto como el tanque de almacenaje donde tenía su morada el anterior survisor jefe, Darral Estibador.
Pero el tanque de almacenaje estaba demasiado cerca de la superficie y, en consecuencia, demasiado cerca de los elfos, que se habían adueñado de la superficie de Drevlin.
Limbeck, junto con el resto de su pueblo, se había visto obligado a excavar más lejos de la superficie y buscar refugio en las profundidades de la isla flotante.
Esto no había sido un problema grave para los enanos. La gran Tumpa-chumpa estaba excavando, taladrando y horadando continuamente. Apenas pasaba un ciclo sin que se descubriera un nuevo túnel en algún lugar de Wombe, de Het, Lek, Herot o cualquier otra de las ciudades gegs de Drevlin.
Lo cual era una suerte, pues la Tumpa-chumpa, sin ninguna razón aparente que nadie fuera capaz de descubrir, también solía enterrar, aplastar, rellenar o destruir de alguna otra manera túneles existentes previamente. Los enanos se tomaban todo ello con filosofía, se escabullían de los túneles hundidos y se dedicaban a buscar otros nuevos.
Por supuesto, ahora que la Tumpa-chumpa había dejado de funcionar, no se producirían más derrumbes ni se crearían nuevos túneles. No habría más luz, ni sonido, ni calor. Jarre se estremeció y deseó no haber pensado en calor. La antorcha empezaba a vacilar y a apagarse. Rápidamente, Limbeck enrolló otro discurso.
Los aposentos de Limbeck se encontraban a gran profundidad, en uno de los puntos más distantes de la superficie de Drevlin, directamente debajo del gran edificio conocido como la Factría. Una serie de escaleras de peldaños pronunciados y estrechos descendía de un pasadizo al siguiente, hasta llegar al que daba acceso al refugio de Limbeck.
Las escaleras, los peldaños, el pasillo y el refugio no estaban tallados en la coralita, como la mayor parte de los túneles excavados por la Tumpa-chumpa. Los peldaños eran de piedra lisa, el pasadizo tenía las paredes lisas y el suelo era liso, igual que el techo. El refugio de Limbeck incluso tenía una puerta, una puerta auténtica con una inscripción. Ninguno de los enanos sabía leer, de modo que todos aceptaban sin vacilar la interpretación de Limbeck de que SALA DE CALDERAS significaba SUR—VISORJEFE.
En el interior del refugio no había mucho espacio libre, debido a la presencia de una pieza enorme de la Tumpa-chumpa, de aspecto absolutamente imponente.
El gigantesco artilugio, con sus innumerables tuberías y depósitos, ya no funcionaba ni lo había hecho desde hacía muchísimo tiempo, igual que la propia Factría había permanecido inactiva desde que los enanos tenían recuerdo. La Tumpa-chumpa había seguido en otra dirección, abandonando tras sí aquella parte de ella misma.
Jarre, reacia a mirar a Limbeck con las gafas puestas, fijó la vista en el artefacto y suspiró.
—El Limbeck de antes ya habría desmontado todo eso, a estas alturas —se dijo en un susurro, para llenar el silencio—. Se habría pasado el rato quitando tornillos por aquí, dando martillazos por allá, y todo el rato preguntando por qué, por qué, por qué. ¿Por qué está eso ahí? ¿Por qué funcionaba? ¿Por qué se ha parado?
»Ya nunca preguntas por qué, ¿te das cuenta, Limbeck? —dijo en voz alta.
— ¿Por qué, qué? —murmuró el enano, pensativo.
Jarre exhaló otro suspiro, pero Limbeck no lo oyó, o no hizo caso.
—Tenemos que ir a la superficie —dijo—. Tenemos que descubrir cómo han conseguido esos elfos detener la Tumpa-chumpa...
Lo interrumpió el rumor de unas pisadas que avanzaban lentamente, arrastrándose por el suelo. Eran las de un grupo que intentaba descender un empinado tramo de escaleras en completa oscuridad, e iban acompañadas de esporádicos tropiezos y maldiciones apenas contenidas.
— ¿Qué es eso? —preguntó Jarre, alarmada.
— ¡Elfos! —exclamó Limbeck con aire aguerrido.
Dirigió una mirada torva a su escolta personal; el geg también parecía alarmado pero, al advertir el gesto enfurruñado de su líder, varió su expresión y adoptó también un aire de ferocidad.
Unos gritos de « ¡Survisor! ¡Survisor jefe!» se filtraron a través de la puerta cerrada.
—Son los nuestros —murmuró Limbeck, irritado—. Supongo que vienen a que les diga qué hacer.
—Tú eres el survisor jefe, ¿no? —le recordó Jarre con cierta aspereza.
—Sí, bien... Claro que les diré qué hacer —soltó Limbeck, enérgico—. ¡Luchar!
¡Luchar y seguir luchando! Los elfos han cometido un error al parar la Tumpachumpa.
Una parte de nuestro pueblo no era muy favorable al derramamiento de sangre hasta ahora, ¡pero después de esto, cambiará de opinión! Los elfos lamentaran el día en que...
— ¡Survisor! —Gritaron varias voces a coro—. ¿Dónde estás?
—No ven nada —dijo Jarre y, tomando la antorcha de manos de Limbeck, abrió la puerta y salió al pasillo apresuradamente.
» ¿Lof? —Inquirió, al reconocer la voz de uno de los enanos—. ¿Qué sucede?
¿A qué viene esto?
Limbeck llegó a su lado.
—Saludos, Compañeros de Armas en la Lucha por Acabar con la Tiranía.
Los enanos, afectados por el peligroso viaje escaleras abajo en la oscuridad, dieron muestras de desconcierto. Lof miró a su alrededor con aire nervioso, buscando algún grupo que encajara con apelativo tan amenazador.
—Se refiere a vosotros —explicó Jarre, lacónica.
— ¿Sí? —Lof se quedó impresionado, hasta el punto de olvidar por un instante la razón de su presencia allí.
—Me habéis llamado —dijo Limbeck—. ¿Qué queréis? Si se trata de la Tumpa-chumpa, estoy preparando una declaración...
— ¡No, no! ¡Una nave, Seoría! —Respondieron varias voces—. ¡Una nave!
—Una nave ha aterrizado en el Exterior —Lof señaló hacia arriba con gesto vago—..., Seoría — ñadió con cierto retraso y algo malhumorado. Limbeck nunca le había gustado.
— ¿Una nave elfa? —Inquirió Limbeck con expectación—. ¿Estrellada? ¿Sigue ahí todavía? ¿Se ha visto a algún elfo con vida? ¡Prisioneros! —añadió en un aparte a Jarre—. ¡Es lo que estábamos esperando! Los interrogaremos y luego los utilizaremos como rehenes...
—No —dijo Lof, tras reflexionar.
—No, ¿qué? —inquirió Limbeck, irritado.
—No, Seoría.
—Quiero decir, ¿qué significa ese no?
Lof meditó la respuesta.
—Que la nave no se ha estrellado, que no es una nave welfa y que no vi a nadie a bordo.
— ¿Cómo sabes que no es una nave wel... elfa? ¡Claro que ha de serlo! ¿Qué otra clase de nave podría ser?
—Eso, no lo sé. Pero te aseguro que reconocería inmediatamente una nave welfa —declaró Lof—. Una vez estuve a bordo de una de ellas.
Al decir esto, dirigió la mirada a Jarre con la esperanza de haberla impresionado. Jarre era la principal razón de que a Lof no le gustara Limbeck.
—Por lo menos, estuve cerca de una, la vez que atacamos la nave en los Levarriba. La de ahora no tiene alas, para empezar. Y no ha caído de los cielos, como hacen las welfas. Ésta bajó flotando suavemente, como si lo hiciera a propósito. Y, además —añadió con la vista aún fija en Jarre, pues había reservado lo mejor para el final—, está completamente cubierta de dibujos.
—Dibujos... —Jarre miró con inquietud a Limbeck, cuyos ojos mostraban un brillo intenso y firme tras las gafas—. ¿Estás seguro, Lof? En el Exterior está oscuro y seguramente caía una tormenta...
—Claro que estoy seguro. —Lof no estaba dispuesto a renunciar a su momento de gloria—. Estaba junto a los Soplarresopla de vigilancia, cuando de pronto vi esa nave que parecía..., parecía..., bueno, se parecía a él. —Lof señaló a su exaltado líder—. Grueso y orondo en el medio y prácticamente plano en los extremos.
Por fortuna, Limbeck se había quitado las gafas y estaba limpiándolas con aire pensativo, por lo que no advirtió el gesto de Lof.
—En fin —continuó éste, dándose importancia al advertir que todos, incluido el survisor jefe, estaban pendientes de sus palabras—, la nave apareció de entre las nubes y descendió hasta posarse allí. Y está completamente cubierta de dibujos. Los vi a la luz de los relámpagos.
— ¿Y no observaste que estuviera dañada? —preguntó Limbeck, con los anteojos de nuevo en su sitio.
—No tenía ni un rasguño. No sufrió el menor daño ni siquiera cuando le cayó encima un granizo de tu tamaño, Seoría. Ni siquiera cuando el viento levantó por los aires piezas de la Tumpa-chumpa. La nave se quedó allí, tan campante.
—Quizás esté muerta —murmuró Jarre, tratando de no parecer demasiado esperanzada.
—No. Vi una luz y a alguien moviéndose en el interior. No está muerta.
—No, claro que no —dijo Limbeck—. Es Haplo. Tiene que ser él. Una nave con dibujos, como la que encontré en Terrel Fen. ¡Haplo ha vuelto!
Jarre se aproximó a Lof, lo agarró por la barba, lo olfateó y arrugó la nariz.
—Lo que pensaba: ha metido la cabeza en el barril de la cerveza. No le hagas caso, Limbeck.
Tras dar al asombrado Lof un empujón que lo mandó rodando hacia atrás hasta sus compañeros, Jarre agarró a Limbeck por el brazo e intentó forzarlo a dar la vuelta para arrastrarlo al interior del refugio.
Pero Limbeck, como todos los enanos, era difícil de mover una vez que se plantaba con firmeza en el suelo (Jarre había pillado desprevenido a Lof). El enano se desasió de Jarre, apartándole el brazo como si fuera una mota de polvo.
— ¿Sabes si avistó la nave algún elfo, Lof? —Inquirió a continuación—.
¿Sabes si alguno de ellos hizo algún intento de ponerse en contacto con ella o de ver quién viajaba dentro?
Limbeck tuvo que repetir las preguntas varias veces. El perplejo Lof, a quien sus compañeros habían ayudado a incorporarse, miraba a Jarre con dolido desconcierto.
— ¿Pero qué he hecho yo? —exclamó.
—Limbeck, por favor... —suplicó Jarre, dando un nuevo tirón de la manga al enano.
—Déjame solo, querida —respondió él, mirándola a través de las brillantes gafas. Su tono era severo, áspero incluso. Jarre bajó la mano poco a poco.
—Ha sido Haplo quien te ha hecho esto —murmuró en voz baja—. Ha sido él quien nos ha hecho esto a todos.
—Sí, le debemos mucho, en efecto. —Limbeck apartó la vista de ella—.
Vamos, Lof. ¿Viste rondar por allí a algún elfo? De ser así, Haplo podría estar en peligro.
—Nada de welfos, Seoría. —Lof meneó la cabeza—. No he visto a ningún welfo desde que la máquina dejó de funcionar. Yo... ¡ay!
Jarre le acababa de dar un puntapié en la espinilla.
— ¿Por qué narices has tenido que hacer esto? —rugió Lof.
Jarre no respondió y desfiló delante de él y del resto de los enanos sin dedicarles una sola mirada. Regresó a la SALA DE CALDERAS, se volvió en redondo y señaló a Limbeck con dedo tembloroso.
— ¡Haplo será la ruina de todos nosotros! ¡Ya lo verás!
Y cerró de un portazo.
Los enanos se quedaron absolutamente inmóviles, sin osar moverse. Jarre se había llevado la antorcha.
Limbeck frunció el entrecejo, se encogió de hombros y continuó la conversación donde había sido interrumpido con tal violencia.
—Haplo podría estar en peligro. No querríamos que lo capturaran.
— ¿Alguien tiene una luz? —se aventuró a preguntar uno de los compañeros de Lof.
Limbeck no le prestó atención, considerando que la pregunta carecía de importancia, y añadió:
—Tenemos que ir a rescatarlo.
— ¿Salir al Exterior? —Los demás enanos lo miraron, estupefactos.
—Yo he estado allí —les recordó Limbeck sucintamente.
—Bien. Entonces, ve otra vez y tráelo. Nosotros montaremos guardia — propuso Lof.
—No. Sin luz, no lo haremos —murmuró otro.
Limbeck miró con enfado a sus camaradas, pero la irritación era bastante ineficaz cuando nadie podía verla.
Lof, que al parecer había estado pensando en el asunto, alzó la voz:
— ¿No es ese Haplo el dios que...?
—No existen dioses —lo cortó Limbeck.
—Está bien, Seoría... Entonces —no había modo de detener a Lof—, ¿es ese Haplo que se enfrentó al mago de quien siempre andas hablando?
—Sinistrad. Sí, es ese Haplo. Ahora veréis...
— ¡Entonces, no necesitará que nadie lo rescate! —sentenció Lof, triunfal—.
¡Seguro que puede rescatarse solo!
—Cualquiera que pueda enfrentarse a un mago puede hacerlo a los elfos — dijo otro, con la firme convicción de quien no ha visto nunca a un elfo de cerca—.
No son tan duros.
Limbeck contuvo el impulso de lanzarse al cuello de sus Compañeros de Armas en la Lucha por Acabar con la Tiranía. Se quitó las gafas y las limpió con un gran paño blanco. Estaba muy orgulloso de sus gafas nuevas, que le permitían ver con una sorprendente nitidez. Por desgracia, los cristales eran tan gruesos que se le deslizaban por la nariz a menos que los sostuviera con unas varillas de alambre resistentes sujetas en torno a las orejas. Las varillas le presionaban dolorosamente, las gruesas lentes le provocaban dolores en el globo ocular y la montura de la nariz se le incrustaba en la carne, pero veía estupendamente.
Sin embargo, en ocasiones como aquélla, Limbeck se preguntaba por qué se molestaba. Por alguna razón, la revolución, como una centella rodante fuera de control, se había salido del camino marcado y había descarrilado. Limbeck había tratado de encauzarla otra vez, de devolverla a la línea trazada, pero había sido en vano. Ahora, por fin, veía un destello de esperanza. Después de todo, no había descarrilado. Sencillamente, había entrado en una vía muerta. Y lo que al principio había considerado un desastre terrible, la detención de la Tumpa-chumpa, podía servir finalmente para poner de nuevo en marcha la revuelta. Se colocó de nuevo las gafas y empezó a decir:
—La razón de que no tengamos luz es que...
— ¿Que Jarre se ha llevado la antorcha? —apuntó Lof, solícito.
— ¡No! —Limbeck tomó aire profundamente y cerró los puños para evitar que sus manos saltaran al cuello de su interlocutor—. ¡Que los elfos han detenido la Tumpa-chumpa!
Hubo un silencio. Después, la voz de Lof inquirió, dubitativa:
— ¿Estás seguro?
— ¿Qué otra explicación puede haber? Los elfos la han detenido. Proyectan matarnos de hambre y de frío; tal vez utilizar su magia para invadirnos al amparo de la oscuridad y matarnos a todos. ¿Qué vamos a hacer, quedarnos aquí sentados, esperando, o plantarles cara y luchar?
— ¡Luchar! —gritaron los enanos, y su cólera tronó a través de la oscuridad como las tormentas que barrían la superficie de Drevlin.
—Para eso necesitamos a Haplo. ¿Estáis conmigo?
— ¡Sí, Seoría! —exclamaron los compañeros de armas.
Pero su entusiasmo se mitigó bastante cuando dos de ellos emprendieron la marcha y se dieron de bruces contra una pared.
— ¿Cómo vamos a luchar, si no podemos ver? —refunfuñó Lof.
—Podemos ver —replicó Limbeck, impertérrito—. Haplo me contó que, mucho tiempo atrás, unos enanos como nosotros pasaban toda su vida bajo tierra, en lugares oscuros. Y así aprendieron a ver en la oscuridad. Hasta ahora hemos dependido de la luz pero, ya que nos hemos quedado sin ella, tendremos que hacer como nuestros antepasados y aprender a ver, a luchar y a vivir en la oscuridad.
Los gegs no podrían arreglárselas. Los gegs no podrían hacerlo. Pero los enanos sí podemos. Ahora, todo el mundo adelante —añadió tras un profundo suspiro—.
¡Seguidme!
Dio un paso, y luego otro, y otro. No tropezó con nada. ¡Y se dio cuenta de que, en efecto!, ¡veía! No muy claro, es cierto; no podría haber leído uno de sus discursos, por ejemplo. Pero parecía como si las paredes hubieran absorbido una parte de la luz que había estado brillando sobre los enanos desde hacía tanto tiempo como podían recordar y ahora, como acto de gratitud, les devolvieran un poco de esa luz. Limbeck alcanzaba a distinguir un leve resplandor en las paredes, el suelo y el techo. Distinguió el hueco por el que ascendía la escalera y los peldaños de ésta, en un juego de sombras y de leves luces fantasmales.
Detrás de él, escuchó las exclamaciones de asombro reverente de los demás enanos y supo que no estaba solo. Ellos también veían. A Limbeck se le llenó el pecho de orgullo por su pueblo.
—Ahora, las cosas cambiarán —murmuró para sí mientras emprendía la ascensión de los peldaños, seguido de cerca por el paso firme de los demás. La revolución volvía a estar en marcha y, aunque no fuera a paso acelerado, precisamente, al menos avanzaba de nuevo.
Casi debía agradecérselo a los elfos.
Jarre se enjugó unas lágrimas y permaneció tras la puerta, apoyada de espaldas contra ella, esperando a que Limbeck llamara con los nudillos y pidiera mansamente la antorcha. Entonces se la daría, decidió, y la acompañaría de unas palabritas. Prestó atención a las voces y escuchó una que recordaba la de Limbeck, enfrascado en un discurso. Exhaló un impetuoso suspiro y golpeó el suelo con un taconeo nervioso.
La antorcha casi se había consumido. Jarre agarró otro pliego de discursos y le aplicó la llama. « ¡Luchar!», oyó exclamar en un sonoro rugido; después, notó un golpe contra la pared. Jarre soltó una carcajada, pero había en ella un tono amargo. Posó la mano en el picaporte.
Y entonces captó el insólito sonido de unos pasos firmes y acompasados, las poderosas vibraciones de muchos pares de rancias botas enanas avanzando por el pasadizo.
— ¡Dejemos que se den un par de coscorrones en esas cabezotas! — murmuró—. Ya volverán.
Pero sólo volvió el silencio.
Jarre entreabrió la puerta y se asomó.
El pasadizo estaba vacío.
— ¿Limbeck? —Gritó, abriendo de par en par—. ¿Lof? ¿Hay alguien ahí?
No tuvo respuesta. A lo lejos, le llegó el sonido de unas botas que ascendían los peldaños con paso firme. Fragmentos de discurso de Limbeck, convertidos en ceniza, se desprendieron de la antorcha y cayeron a los pies de la enana.
CAPÍTULO 10
WOMBE, DREVLIN REINO INFERIOR
Haplo había utilizado a menudo al perro para escuchar las conversaciones de otros, escuchando sus voces a través de los oídos del animal. En cambio, no se le había ocurrido nunca escuchar las conversaciones que alguien pudiera mantener con el perro. Éste había recibido la orden de vigilar al muchacho y alertar a Haplo de cualquier fechoría que intentara cometer, como intentar abrir la escotilla.
Aparte de eso, a Haplo no le importaba lo que Bane dijera o pensara.
Aunque tuvo que reconocer que lo había inquietado la pregunta del muchacho, presuntamente inocente, respecto a su obediencia al Señor del Nexo.
En otro tiempo, Haplo lo sabía muy bien, habría respondido a aquella pregunta al instante, sin reservas y con toda rotundidad.
Ahora, no. Ya no.
De nada le valía decirse que, en realidad, no había llegado en ningún momento a la desobediencia. La verdadera lealtad está en el corazón, además de en la mente. Y, en su corazón, Haplo se había rebelado. Las evasivas y las medias verdades no eran tan malas como las negativas rotundas y las mentiras, pero tampoco eran tan buenas como la sincera franqueza. Ya hacía mucho tiempo, desde su estancia en Abarrach, que Haplo no era sincero y franco con su señor. Y ser consciente de ello lo había hecho sentirse culpable, incómodo, durante gran parte de ese tiempo.
—Pero ahora —se dijo Haplo por lo bajo, contemplando por la claraboya la tormenta que arreciaba por momentos—, ahora empiezo a dudar de si mi señor ha sido sincero conmigo.
La tormenta descargó sobre la nave, que se agitó entre las amarras bajo el viento enfurecido pero resistió sin problemas, segura. El centelleo constante de los relámpagos en el fragor de la tormenta iluminaba el paisaje con más intensidad que el sol durante los períodos de calma. Haplo apartó de la cabeza las dudas sobre su señor. Aquello no era problema suyo; al menos, no en aquellos momentos. Lo importante ahora era la Tumpa-chumpa. Instalado tras la claraboya, estudió lo que alcanzaba a ver de la gran máquina.
Bane y el perro se presentaron en el puente. El perro olía a salchichas. Bane estaba visiblemente aburrido y malhumorado. Haplo no les prestó atención. Ahora estaba seguro de que la memoria no le jugaba una mala pasada. Decididamente, había algo que no andaba bien...
— ¿Qué miras? —Preguntó Bane con un bostezo, dejándose caer en un banco—. Ahí fuera no hay nada más que...
Un rayo alcanzó el suelo cerca de la nave y levantó fragmentos de roca por los aires. Un trueno sobrecogedor reventó a su alrededor. El perro se aplastó contra el suelo, y Haplo se apartó instintivamente del mirador, aunque volvió a él al cabo de un instante y clavó la vista en el exterior. Bane bajó la cabeza y se cubrió con los brazos.
— ¡Odio este lugar! —chilló—. Yo... ¿Qué era eso? ¿Lo has visto?
El pequeño se incorporó de un salto y señaló algo.
— ¡Las rocas! ¡Se han movido!
—Sí, lo he visto —dijo Haplo, contento de que alguien confirmara lo que había presenciado. Por un instante, se había preguntado si el rayo no le habría afectado la vista.
Cerca de la nave descargó otro. El perro se puso a aullar. Haplo y Bane apretaron la cara contra el cristal y contemplaron la tormenta.
Fuera, varios peñascos de coralita estaban comportándose de la manera más extraordinaria. Parecían haberse separado del suelo y avanzaban por él a gran velocidad, dirigiéndose por el camino más derecho —de eso ya no cabía la menor duda— hacia la nave.
— ¡Vienen hacia nosotros! —dijo Bane con asombro.
—Enanos —apuntó Haplo. Pero, ¿por qué unos enanos se arriesgarían a salir al Exterior, y sobre todo bajo una tormenta?
Los peñascos empezaron a rodear la nave en busca de una vía de acceso.
Haplo corrió a la escotilla con Bane y el perro pegados a los talones. Tuvo un instante de duda, reacio a romper el sello protector de la magia rúnica. Pero, si las rocas móviles eran realmente enanos, éstos corrían peligro de ser partidos por un rayo en cualquier instante mientras estuvieran expuestos a la tormenta.
El patryn concluyó que los empujaba la desesperación. Y que aquello tenía algo que ver con el cambio en la Tumpa-chumpa. Colocó la mano sobre un signo mágico trazado en el centro de la escotilla y lo dibujó a la inversa. De inmediato, su luminoso fulgor azul empezó a perder intensidad y a desvanecerse. Otros signos en contacto con el primero comenzaron a oscurecerse a su vez. Haplo esperó a que todas las runas de la escotilla estuvieran prácticamente apagadas y, tras descorrer el pestillo, abrió la compuerta de par en par.
Una ráfaga de viento estuvo a punto de derribarlo. La lluvia lo empapó al instante.
— ¡Volved atrás! —gritó, alzando un brazo para proteger el rostro del diluvio de pedrisco.
Bane ya se había retirado de la abertura y, al retroceder, estuvo a punto de caer sobre el perro. Los dos se acurrucaron a prudente distancia de la escotilla abierta.
Haplo se sujetó con fuerza y asomó la cabeza bajo la tormenta.
— ¡Deprisa! —exclamó, aunque dudaba que alguien pudiera oírlo entre el estampido de los truenos. Para llamar la atención, agitó un brazo.
El peñasco que encabezaba la marcha, y que ya completaba la segunda vuelta de inspección en torno a la nave, vio la luz azul que surgía de la escotilla abierta y se encaminó hacia ella directamente. Los otros dos peñascos, al ver a su líder, se deslizaron detrás de él. El que abría la marcha golpeó el costado de la nave, giró sin control unos instantes y, al fin, se impulsó hacia arriba.
El rostro de Limbeck con gafas, jadeante y sonrojado, asomó ante la claraboya.
La nave había sido construida para navegar por las aguas y no por los aires y, debido a ello, la escotilla se encontraba a una buena distancia del suelo. Haplo había añadido al casco una escala de cuerda para su propia comodidad y la desenrolló para que Limbeck la utilizara.
El enano, casi aplastado contra el casco por el viento, empezó a subir con esfuerzo mientras dirigía miradas preocupadas a los otros dos bultos, que se habían pegado al costado de la nave. Uno de los enanos consiguió desembarazarse de su concha protectora pero el otro daba muestras de tener dificultades para lograrlo.
Un lamento lastimero se alzó sobre el rugido del viento y sobre el retumbar del trueno.
Limbeck, con aire de extrema irritación, masculló una exclamación de impaciencia y empezó a desandar sus pasos, descendiendo lenta y cautelosamente al rescate de su compañero de armas.
Haplo echó una rápida mirada a su alrededor. El resplandor azul se estaba haciendo más débil a cada instante.
— ¡Sube aquí! —Gritó a Limbeck—. ¡Yo me ocuparé de eso!
Limbeck no alcanzó a oír las palabras, pero captó el sentido y reinició la ascensión. Haplo saltó al suelo con un ágil salto. Los signos de su piel refulgían, rojos y azules, protegiéndolo de las cortantes piedras de granizo y —esperaba fervientemente—también de los rayos.
Medio cegado por la lluvia que le azotaba el rostro, estudió el artefacto en el que se había quedado atrapado el enano. El tercero de ellos había introducido las manos debajo del artilugio y, a juzgar por los resoplidos y jadeos, era evidente que intentaba levantarlo. Haplo sumó sus fuerzas — otenciadas por la magia— a las del enano. Cogió el falso peñasco y lo alzó del suelo con tal ímpetu que el enano perdió el apoyo y cayó de bruces en un charco.
Haplo incorporó al geg de un tirón para evitar que se ahogara y agarró el enano atrapado, que miraba a su alrededor con desconcierto, perplejo ante su inesperado rescate. Haplo los condujo a ambos escaleras arriba, entre maldiciones por la lentitud de aquellos enanos de piernas rechonchas. Por fortuna, un rayo que cayó alarmantemente cerca los impulsó a todos a darse más prisa. Envueltos en el fragor de los truenos, ascendieron la escala a toda velocidad y se zambulleron de cabeza por la escotilla de la nave.
Haplo, en la retaguardia del grupito, cerró la compuerta y la selló, volviendo a trazar rápidamente los signos mágicos. El resplandor azul empezó a cobrar intensidad, y el patryn respiró más tranquilo.
Bane, más previsor de lo que Haplo habría esperado de él, se presentó con unas mantas, que distribuyó entre los empapado enanos. Ninguno de éstos, jadeantes a causa del esfuerzo, el miedo y el asombro de ver el resplandor azul de la piel de Haplo, fue capaz de articular palabra. Se escurrieron el agua de las barbas, recobraron el aliento con profundas inspiraciones y contemplaron al partryn con considerable perplejidad. Haplo se secó la cara y rechazó con un gesto la manta que le ofreció Bane.
—Me alegro de volver a verte, Limbeck —dijo Haplo con una sonrisa serena y amistosa. El calor de los signos mágicos hacía que el agua de la lluvia se evaporara rápidamente de su piel.
—Haplo... —murmuró Limbeck con voz algo vacilante. Tenía las gafas cubiertas de agua. Se las quitó y se dispuso a secarlas con su pañuelo blanco, pero lo que sacó del bolsillo fue un retal de tela empapada. El enano contempló el pañuelo chorreante con frustración.
—Toma —ofreció Bane, solícito, tendiéndole el faldón de su camisa, que sacó de debajo de sus calzones de cuero.
Limbeck aceptó su colaboración y se limpió cuidadosamente las gafas con la camisa de Bane. Cuando se las puso de nuevo, observó largo rato al muchacho, se volvió hacia Haplo y, de nuevo, miró al chiquillo.
Era extraño, pero Haplo habría jurado que Limbeck los veía a ambos por primera vez.
—Haplo —saludó el enano con voz solemne. Miró de nuevo a Bane y titubeó, sin saber cómo dirigirse a aquel muchacho que, al principio, le había sido presentado como un dios, luego como un príncipe humano y, por fin, como el hijo de un hechicero humano tremendamente poderoso.
—Recordarás a Bane... —dijo el patryn con soltura—. Príncipe real y heredero del trono de las islas Volkaran.
Limbeck asintió con una expresión de extrema astucia y viveza en los ojos. La gran máquina de Drevlin quizás hubiera dejado de funcionar, pero en la cabeza del enano seguían en acción todos los engranajes. Sus pensamientos se reflejaban con tanta claridad en su rostro que Haplo podría haberlos proclamado en voz alta.
« ¿De modo que ésta es la historia, no?», y « ¿Cómo me afectará esto?».
Haplo, recordando al enano impreciso, idealista y nada práctico que había dejado allí, se sorprendió ante el cambio experimentado por Limbeck y se preguntó qué significaría. Aquello no lo complacía especialmente. Cualquier clase de cambio, incluso para mejor, era una incomodidad. Desde aquellos primeros momentos del reencuentro, se dio cuenta de que iba a tener que tratar con un Limbeck completamente nuevo y diferente.
—Alteza... —saludó el enano, el cual, a juzgar por la sonrisa taimada de sus labios, había llegado a la conclusión de que la situación podía resultarle conveniente.
—Limbeck es survisor jefe, Alteza —apuntó Haplo, esperando que Bane captara la indirecta y tratara al enano con el respeto que éste merecía.
—Survisor jefe Limbeck... —respondió Bane en el tono de fría cortesía utilizado por un gobernante real para dirigirse a su igual—. Me complace verte de nuevo. ¿Y quiénes son esos otros gegs que te acompañan?
— ¡Gegs, no! —Replicó Limbeck con severidad, y su expresión se hizo sombría—. ¡«Geg» es una palabra esclava, un insulto, un desprecio!
Sorprendido ante la vehemencia del enano, Bane se volvió rápidamente a Haplo para que le explicara a qué venía aquello. El patryn también se quedó desconcertado pero enseguida creyó entender qué sucedía, al recordar algunas de sus conversaciones con Limbeck en el pasado. De hecho, incluso era posible que Haplo fuera responsable de ello, en parte.
—Tienes que entender, Alteza, que Limbeck y su pueblo son enanos. Éste es el término antiguo y adecuado para referirse a su raza, igual que tú y tu pueblo sois conocidos como «humanos». El término «gegs»...
—... nos fue puesto por los elfos —terminó la frase Limbeck, al tiempo que volvía a quitarse las gafas, que empezaban a empañarse debido a la humedad que ascendía de su barba—. Perdón, Alteza, me permitirías otra vez... ¡Aja, gracias!
Limpió de nuevo los cristales con el faldón de la camisa que le ofrecía Bane.
—Lamento haberte hablado así, Alteza —añadió luego con frialdad, mientras se ajustaba otra vez las gafas en torno a las orejas y observaba a Bane a través de ellas—. Naturalmente, no tenías manera de saber que, ahora, esa palabra se ha convertido en un insulto intolerable para nosotros, los enanos. ¿No es verdad?
Miró a sus camaradas de armas en busca de apoyo, pero Lof seguía con la vista fija en Haplo, cuyos tatuajes mágicos aún no habían perdido por completo su fulgor. El otro enano estaba pendiente del perro, con evidente inquietud.
— ¡Lof! —Exclamó Limbeck—. ¿Has oído lo que acabo de decir?
Lof dio un respingo, puso una expresión absolutamente contrita y dio un codazo a su compañero. La voz de su líder resonó, severa:
—Estaba diciendo que el término «geg» es un insulto para nosotros.
De inmediato, los otros dos enanos intentaron aparentar que se sentían mortalmente ofendidos y profundamente dolidos, aunque era evidente que no tenían la más ligera idea de qué estaba sucediendo.
Limbeck frunció el entrecejo e hizo ademán de decir algo pero, al fin, guardó silencio con un suspiro.
— ¿Puedo hablar contigo... a solas? —preguntó de pronto a Haplo.
—Claro —respondió el patryn, encogiéndose de hombros.
Bane se sonrojó y abrió la boca, pero Haplo lo hizo callar con una mirada.
Limbeck miró al muchacho.
—Tú eres el que dibujó un diagrama de la Tumpa-chumpa. El que descubrió cómo funcionaba, ¿no es verdad, príncipe Bane?
—Sí, fui yo —reconoció Bane con la debida modestia.
Limbeck se quitó las gafas y buscó el pañuelo inconscientemente. Al sacarlo, descubrió la tela empapada. Volvió a colgarse las gafas de la nariz.
—Entonces, tú también puedes venir. —Se volvió a sus compañeros de armas e impartió unas órdenes—. Vosotros, quedaos aquí y montad guardia. Avisadme cuando la tormenta empiece a amainar.
Los dos enanos asintieron con gesto solemne y se apostaron ante la claraboya.
—Lo que me preocupa son los elfos —explicó Limbeck a Haplo mientras se encaminaban hacia la parte delantera de la nave, donde Haplo tenía sus aposentos—. Verán tu nave y vendrán a investigar. Tendremos que regresar a los túneles antes de que cese la tormenta.
— ¿Elfos? —repitió Haplo, desconcertado—. ¿Aquí abajo, en Drevlin?
—Sí —dijo Limbeck—. Es uno de los asuntos que debo contarte.
Ya en el camarote de Haplo, el enano se instaló en una banqueta, que una vez había pertenecido a los enanos de Chelestra. Haplo estuvo a punto de hacer un comentario al respecto, pero se contuvo. Limbeck no tenía ningún interés por los enanos de otros mundos. Demasiados problemas tenía sólo en éste, al parecer.
—Cuando fui nombrado survisor jefe, mi primera orden fue cerrar los elevadores. Los elfos vinieron a buscar su suministro de agua... y no lo encontraron. Entonces, decidieron luchar; imaginaron que nos asustarían con su brillante acero y con su magia.
» ¡Huid, gegs!», nos gritaban. « ¡Huid, antes de que os aplastemos como los insectos que sois!» Pero con ello sólo consiguieron hacerme el juego —explicó Limbeck mientras se quitaba las gafas y las hacía girar por la patilla—. Muy pocos enanos estaban de acuerdo conmigo en que debíamos luchar. Los ofinistas, sobre todo, no querían que las cosas cambiaran e insistían en que siguiéramos llevando la misma vida de siempre.
Pero, cuando oyeron que los elfos nos llamaban insectos y hablaban como si realmente no tuviéramos más inteligencia ni más sentimientos que esos bichos, hasta el barbicano más amante de la paz estuvo e acuerdo en darles un buen tirón de sus puntiagudas orejas a esos elfos.
»Así, rodeamos a los elfos y su nave. Ese día, había allí cientos de enanos, quizás un millar...
Limbeck fijó la mirada en el vacío con una expresión soñadora y nostálgica y, por primera vez desde que había reencontrado al enano, Haplo percibió en él un asomo del Limbeck idealista de antaño.
—Los elfos se pusieron furiosos de frustración, pero no podían hacer nada.
Los superábamos en número y los obligamos a rendirse. Entonces nos ofrecieron dinero.
»Pero no quisimos su dinero. ¿Para qué nos servía? Y tampoco queríamos ya su basura y sus desperdicios.
— ¿Qué queríais, entonces? —inquirió Haplo, con curiosidad.
—Una ciudad —respondió Limbeck con un brillo de orgullo en los ojos.
Parecía haberse olvidado de las gafas, que colgaban libremente de su mano—. Una ciudad ahí arriba, en el Reino Medio, por encima de la tormenta. Una ciudad donde nuestros hijos puedan sentir el sol en el rostro y ver árboles y jugar en el Exterior. Y naves dragón elfas que nos llevaran allí.
— ¿Y eso le gustaría a tu pueblo? ¿No echaría en falta su... esto? —Haplo indicó con un gesto vago el paisaje iluminado por los relámpagos y los relucientes brazos esqueléticos de la Tumpa-chumpa.
—No tenemos muchas alternativas —explicó el enano—. Aquí abajo somos demasiados. Nuestra población aumenta pero los túneles, no. En una ocasión empecé a estudiar el asunto y descubrí que la Tumpa-chumpa ha estado destruyendo más zonas habitables de las que ha proporcionado. Estamos al borde de la superpoblación. Y ahí arriba, en el Reino Medio, hay zonas montañosas en las que nuestro pueblo podría construir túneles y habitarlos. Con el tiempo, aprenderían a ser felices allí.
El enano suspiró y guardó silencio, con la mirada en un suelo que no alcanzaba a ver sin las gafas.
— ¿Y qué sucedió? ¿Qué dijeron los elfos?
Limbeck se revolvió, inquieto, y alzó la cara.
—Nos mintieron. Supongo que fue culpa mía. Ya sabes cómo era yo, entonces:
confiado, ingenuo... —Se colocó una vez más las gafas y miró a Haplo como desafiándolo a discutir, pero el patryn permaneció callado—. Los elfos nos prometieron acceder a todas nuestras condiciones. Dijeron que volverían con naves acondicionadas para llevar a nuestro pueblo al Reino Medio. Y volvieron, es cierto.
En su voz había un resabio de amargura.
—Con un ejército.
—Sí. Afortunadamente, estábamos sobre aviso. ¿Recuerdas al elfo que te trajo desde el Reino Superior, el capitán Bothar'el?
Haplo asintió.
—Se ha unido a los rebeldes elfos que encabeza ese... ¿cómo se llama? Me temo que lo he olvidado. En fin, Bothar'el bajó hasta aquí para avisarnos que los elfos de Tribus habían puesto en acción todas sus fuerzas navales para aplastar nuestra resistencia. No tengo reparos en confesarte, amigo mío, que me sentí abrumado.
» ¿Qué podíamos hacer frente al poder del imperio elfo? —Limbeck descargó con fuerza el puño sobre su propio pecho—. Los enanos no sabíamos nada de combatir. La primera vez, los habíamos obligado a rendirse por pura superioridad numérica. En esa ocasión, tuvimos mucha suerte de que no nos atacaran pues, de haberlo hecho, la mitad de los enanos habría huido al instante.
»Ningún enano vivo había alzado jamás un arma contra nadie. Parecía que no teníamos la menor oportunidad, que deberíamos rendirnos. Pero Bothar'el dijo que no, que debíamos resistir, y nos enseñó la manera.
Tras las gafas, los ojos de Limbeck brillaron con un súbito destello de astucia, casi de crueldad.
—Por supuesto —continuó su relato—, Bothar'el y ese jefe rebelde tenían sus propias razones para querer que lucháramos. Eso no tardé en deducirlo. De este modo, en lugar de concentrar todas sus fuerzas en los elfos rebeldes, el imperio de Tribus se veía forzado a dividir sus ejércitos y enviar la mitad de ellos aquí, para combatirnos. Tribus daba por descontado que sería una campaña corta y que pronto podrían volver para hacer frente a la revuelta de su propio pueblo y, quizá, también a los humanos. Así que ya ves, amigo mío, que a Bothar'el y a sus rebeldes les convenía ayudarnos a mantener ocupados a los ejércitos de Tribus.
»Cuando llegaron en sus enormes naves dragón, los elfos no nos encontraron por ninguna parte. Se apoderaron de los elevadores, pero eso era inevitable desde el principio. Después, intentaron bajar a los túneles, pero pronto se dieron cuenta de que cometían un error.
»Hasta entonces, a la mayoría de mi pueblo le daba igual que los elfos nos invadieran. Lo único que les importaba de verdad era cuidar de la Tumpa-chumpa y de su familia. ¡De hecho, los ofinistas incluso intentaron hacer las paces con los invasores! Enviaron una delegación a su encuentro. Pero los elfos mataron a los emisarios. A todos. Y, entonces, los demás nos enfurecimos.
Haplo, que había visto combatir a los enanos en otros mundos, podía imaginar muy bien qué había sucedido a continuación. Los enanos estaban estrechísimamente unidos entre ellos. La filosofía de los enanos podía resumirse en un lema: «Lo que le sucede a un enano, les sucede a todos».
—Los elfos que salvaron la vida huyeron —continuó Limbeck con una sonrisa hosca—. Al principio, creí que abandonaban Drevlin definitivamente, pero debería haber sabido que no lo harían. Se hicieron fuertes en torno a los elevadores.
Algunos de los nuestros querían continuar la lucha, pero Bothar'el nos hizo ver que esto era precisamente lo que querían los elfos: que saliéramos a campo abierto, donde estaríamos a merced de los hechiceros de sus naves y de sus armas mágicas. Así pues, dejamos en sus manos los elevadores y el aguar También se han apoderado de nuestra Factría. Pero ya no bajan a los túneles.
—Estoy seguro de ello —apostilló Haplo.
—Y desde entonces les hemos hecho difícil la existencia —continuó Limbeck— . Saboteamos tantas de sus naves dragón que ya no se atreven a posarlas en Drevlin. Tienen que transportarse a través de los elevadores y se ven obligados a mantener un gran ejército aquí abajo para proteger el suministro de agua.
Y tienen que reemplazar a sus soldados con mucha frecuencia, aunque creo que esto último se debe más al Torbellino que a nosotros.
»Los elfos no soportan la tormenta, según nos ha contado Bothar'el. No soportan estar encerrados en un recinto, y el ruido constante y combinado de la tormenta y la Tumpa-chumpa vuelve locos a algunos. Continuamente, tienen que enviar nuevos hombres. Y han traído esclavos (rebeldes elfos capturados, a los que se ha cortado la lengua, o a todos los nuestros que consiguen atrapar) para ocuparse de su parte de la Tumpa-chumpa.
«Nosotros los atacamos en pequeños grupos, los acosamos. Nos hemos convertido en una molestia que los obliga a mantener en Drevlin un gran ejército, en lugar del pequeño destacamento simbólico que habían previsto. Pero ahora...
Limbeck frunció el entrecejo y sacudió la cabeza.
—... pero ahora estáis en un callejón sin salida —terminó la frase Haplo—.
Vosotros no podéis recuperar los elevadores y los elfos no pueden sacaros de vuestros túneles. Y ambas partes dependéis de la Tumpa-chumpa, de modo que debéis seguir como estáis.
—Todo eso es verdad —asintió Limbeck, sacándose las gafas para frotarse las marcas rojas de la nariz, donde se apoyaban los anteojos—. Así estaban las cosas, hasta ahora.
—¿Estaban? —inquirió Haplo, sorprendido—. ¿Qué ha cambiado?
—Todo —respondió Limbeck con voz lúgubre—. Los elfos han puesto fuera de funcionamiento la Tumpa-chumpa.
CAPÍTULO 11
WOMBE, DREVLIN REINO INFERIOR
— ¡Fuera de funcionamiento! —Exclamó Bane—. ¡La máquina entera!
—Ya hace siete ciclos de eso —asintió Limbeck—. Mira ahí fuera y tú mismo lo verás. Está oscuro y en silencio. No se mueve nada. No funciona nada. No tenemos luz, ni calor. —El enano exhaló un suspiro de frustración—. Hasta ahora, no habíamos sabido lo mucho que la Tumpa-chumpa hacía por nosotros. Culpa nuestra, por supuesto, pues a ningún enano se le había ocurrido nunca pensar por qué se ocupaba de nosotros.
»Ahora que las bombas se han detenido, muchos de los túneles más profundos se están llenando de agua. Mi pueblo tenía hogares en ellos y muchos enanos se han visto obligados a marcharse para no morir ahogados. Las viviendas que nos quedan están abarrotadas.
»En Herot teníamos unas cuevas especiales donde cultivábamos nuestra comida. Unas linternas que brillaban como el sol nos proporcionaban luz para las cosechas. Pero, cuando la Tumpa-chumpa dejó de funcionar, las linternas se apagaron y desde entonces estamos a oscuras. Las plantas empiezan a marchitarse y pronto morirán.
»Pero, además de todo eso —continuó Limbeck, frotándose las sienes—, mi pueblo está aterrorizado. Cuando los elfos atacaron, nadie mostró miedo, pero ahora están paralizados de pánico. Es el silencio, ¿sabéis? —Miró en torno a sí con un pestañeo—. No pueden soportar el silencio.
Naturalmente, era más que eso y Limbeck lo sabía, se dijo Haplo. Durante siglos, la vida de los enanos había girado en torno a su gran y amada máquina, a la que servían con fidelidad, con devoción, sin molestarse nunca en preguntar cornos y porqués. Y, ahora que el corazón del amo había dejado de latir, los siervos no tenían idea de qué hacer de sí mismos.
— ¿A qué te refieres, survisor jefe, cuando dices que «los elfos han puesto fuera de funcionamiento la Tumpa-chumpa»? ¿Cómo? —preguntó Bane.
— ¡No lo sé! —Limbeck se encogió de hombros en un gesto de impotencia.
—Pero ¿estás seguro de que han sido los elfos? —insistió Bane.
—Disculpa, príncipe Bane, pero, ¿qué importa eso? —inquirió el enano con acritud.
—Podría tener importancia, y mucha —explicó Bane—. Si los elfos han puesto fuera de funcionamiento la Tumpa-chumpa, podría ser que hubieran descubierto cómo ponerla en marcha...
A Limbeck se le ensombreció la expresión. Se llevó las manos a las gafas y terminó con éstas colgadas de una sola oreja en un ángulo inverosímil.
— ¡Eso significaría que controlarían nuestras vidas! ¡Es intolerable! ¡Tenemos que luchar!
Mientras el enano hablaba, Bane observaba a Haplo por el rabillo de sus azules ojos, con una leve sonrisa en los labios suavemente curvados. El muchacho estaba complacido consigo mismo; sabía que le llevaba un paso de ventaja al patryn en la partida que jugaban, fuera la que fuese.
—Ten calma —pidió Haplo al enano—. Pensemos en esto un momento.
Si Bane tenía razón en lo que decía, y Haplo se vio obligado a reconocer que la sugerencia parecía sensata, era muy probable que los elfos hubieran aprendido a hacer funcionar la Tumpa-chumpa, algo que nadie había conseguido hacer desde que los sartán habían abandonado misteriosamente su gran máquina, tantos siglos atrás. Y, si los elfos sabían ponerla en acción, también sabrían controlarla, controlar sus acciones, el alineamiento de las islas flotantes, el agua y, en definitiva, todo aquel mundo.
«Quien domina la máquina, domina el agua. Y quien domina el agua, gobierna a quienes deben bebería para no perecer.» Palabras de Xar. El Señor del Nexo esperaba llegar a Ariano como salvador, para imponer el orden en un mundo en caos. No le interesaba presentarse en un mundo forzado a la sumisión por el puño de hierro de los elfos de Tribus, que no cederían su dominio por las buenas.
Haplo reflexionó y comprendió que estaba cometiendo la misma torpeza que Limbeck. Dejaba que lo preocupase algo que podía no tener la menor importancia.
Lo primero que debía hacer era averiguar la verdad. Era posible que la condenada máquina se hubiera descompuesto, sencillamente, aunque la Tumpa-chumpa, por lo que le había contado Limbeck en el pasado, era muy capaz de repararse a sí misma y así lo había hecho durante todos aquellos años.
Pero cabía otra posibilidad, se dijo el patryn. Y, si tenía razón y ésa era la verdadera situación, los elfos debían de estar tan desconcertados y preocupados como los enanos ante la inactividad de la Tumpa-chumpa. Se volvió hacia Limbeck.
—He entendido que sólo os desplazáis por el Exterior durante las tormentas y que utilizáis éstas como camuflaje, ¿es así?
Limbeck asintió. Finalmente, consiguió ajustarse las gafas.
—Y ésta no va a durar mucho más —apuntó.
—Tenemos que descubrir la verdad acerca de la máquina. No querrás enviar a tu pueblo a una guerra sangrienta que tal vez sea innecesaria, ¿verdad? Tengo que entrar en la Factría. ¿Puedes ayudarme?
Bane asintió enérgicamente y murmuró:
—Allí debe de estar el control central.
—Pero ahora la Factría está vacía. Allí no ha habido nada desde hace mucho tiempo.
—En la Factría, no. Debajo de ella —replicó Haplo—. Cuando los sartán (los dictores, como vosotros los llamáis) vivían en Drevlin, construyeron una red de salas y túneles subterráneos que ocultaron bajo la protección de su magia de modo que nadie pudiera encontrarlas nunca. Los controles de la Tumpa-chumpa no están en ningún lugar de la superficie de Drevlin, ¿verdad? — reguntó, mirando a Bane.
El muchacho sacudió la cabeza.
—No sería lógico que los sartán los dejaran al aire libre —respondió—. Más bien procurarían protegerlos, ponerlos a salvo. Naturalmente, los controles podrían encontrarse en cualquier lugar de Drevlin, pero lo más lógico es pensar que estarán en la Factría, que es donde nació la Tumpa- humpa..., por decirlo de algún modo. ¿Qué sucede?
Limbeck parecía terriblemente excitado.
— ¡Tienes razón! ¡Existen esos túneles secretos, ahí abajo! ¡Unos túneles protegidos por la magia! Jarre los vio. Ese..., ese otro hombre que estaba con vosotros, el criado de Su Alteza. El que andaba siempre tropezando con sus propios pies...
—Alfred —apuntó Haplo con una ligera sonrisa.
— ¡Sí, Alfred! ¡Él llevó a Jarre ahí abajo! Pero ella —Limbeck recuperó su anterior expresión sombría— dijo que lo único que vio allí fue gente muerta.
« ¡De modo que es ahí donde estuve!», se dijo Haplo. Y no lo sedujo especialmente la idea de volver.
—Aquí abajo hay más que eso —dijo, esperando que fuera verdad—. Veréis...
— ¡Survisor! ¡Survisor jefe! —De la parte delantera de la nave les llegaron unos gritos, acompañados de un ladrido—. ¡La tormenta está amainando!
—Tenemos que irnos. —Limbeck se puso en pie—. ¿Queréis venir con nosotros? Aquí, en la nave, no estaréis seguros, una vez que los elfos la vean.
Aunque, probablemente, la destruirán. Eso, o sus magos intentarán apoderarse de ella y...
—No te preocupes —lo interrumpió Haplo con una sonrisa—. Yo también tengo poderes mágicos, ¿recuerdas? Nadie se acercará a la nave si no lo permito.
Pero iremos contigo. Necesito hablar con Jarre.
Haplo mandó a Bane a recoger sus ropas y, sobre todo, el diagrama de la Tumpa-chumpa que el muchacho había dibujada Luego se ciñó una espada con inscripciones rúnicas y guardó una daga con parecidos signos mágicos en la caña de la bota.
Se miró las manos y observó los tatuajes azules visibles en su piel. La vez anterior que había visitado Ariano, había ocultado los signos mágicos bajo unas vendas y tampoco había revelado su condición de patryn. En esta ocasión, no era necesario que ocultara su identidad. Ese momento ya había quedado atrás.
Se unió a Limbeck y a los dos enanos cerca de la escotilla. La tormenta soplaba con la misma fuerza de siempre, por lo que Haplo pudo calcular, aunque consideró posible que el huracán hubiera menguado un ápice para convertirse en un chaparrón torrencial. Granizos enormes continuaban golpeando el casco de la nave, y los rayos abrieron tres cráteres en la coralita durante el breve rato en que Haplo permaneció observando. Podía utilizar la magia para transportarse y hacer lo propio con Bane pero, para que funcionaran las posibilidades que regían su magia, tenía que visualizar exactamente adonde quería ir, y el único lugar de Drevlin que recordaba con claridad era la Factría.
De pronto, lo asaltó la ominosa idea de aparecer entre un círculo de llamas azules justo en medio del ejército elfo.
Estudió lo mejor que pudo, a través de la cortina de agua de la claraboya, los artilugios que utilizaban los enanos para viajar a través de la tormenta.
— ¿Qué son esas cosas?
—Carretillas de la Tumpa-chumpa —explicó Limbeck. Se quitó las gafas y esbozó una sonrisa vaga que recordó por fin al Limbeck de antes—. Idea mía. Es probable que no lo recuerdes, pero te llevamos en una cuando estabas herido, esa vez que las zarpas excavadoras los llevaron arriba. Ahora hemos vuelto las carretillas del revés y hemos puesto las ruedas en la parte abierta, en lugar de en el fondo, y las hemos cubierto de coralita. Cabrás en una de ellas, Haplo —añadió en un afán tranquilizador—, aunque estarás bastante justo e incómodo. Yo iré con Lof. Tú puedes ocupar la mía...
—No me preocupa si quepo en ella —lo interrumpió Haplo, ceñudo—. Pensaba en los relámpagos. —Su magia lo protegería, pero no a Bane ni a los enanos—. Si un rayo alcanza ese metal...
— ¡Ah, no debes inquietarte por eso! —Respondió Limbeck, con el pecho henchido de orgullo—. Observa esas varillas metálicas en la parte superior de cada carretilla. Si cae un rayo, la varilla transporta la centella por el costado del vehículo y a través de las ruedas hasta el suelo. Yo las llamo «atraparrayos».
— ¿Funcionan?
—Bueno —concedió Limbeck a regañadientes—, en realidad no se ha comprobado nunca. Pero la teoría parece sólida. Algún día —añadió con tono esperanzado—, nos caerá un rayo encima y entonces lo veremos.
Los demás enanos parecieron sumamente alarmados ante tal perspectiva. Era obvio que no compartían el entusiasmo de Limbeck por la ciencia. Tampoco Haplo lo hacía. Llevaría a Bane en su vehículo y usaría la magia para invocar un hechizo en torno a ambos que los protegería de cualquier daño.
Haplo abrió la escotilla. La lluvia entró con fuerza, el viento aullaba y el trueno hacía vibrar el suelo bajo sus pies. Bane, ahora con la furia desatada de la tormenta a su alrededor, estaba pálido y con los ojos desorbitados. Limbeck y los enanos salieron a toda prisa. Bane se detuvo junto a la escotilla abierta.
—No tengo miedo —dijo, aunque le temblaban los labios—. Mi padre podría detener el rayo.
—Sí, claro. Pero papá no está. Y dudo que ni siquiera Sinistrad pudiera hacer mucho por dominar esta tormenta.
Haplo agarró al muchacho por la cintura, lo levantó a pulso y corrió a la primera carretilla, con el perro trotando a sus talones. Limbeck y sus compañeros de armas ya habían alcanzado las suyas. Los enanos levantaron los artilugios y se escabulleron debajo con notable rapidez. Las carretillas cayeron sobre ellos, ocultándolos por entero y poniéndolos a cubierto de la terrible tormenta.
Los signos mágicos de la piel de Haplo emitieron su resplandor azul y formaron en torno a él un escudo protector que los puso a salvo de la lluvia y el granizo. Allí donde el brazo del patryn u otra parte de su cuerpo entraba en contacto con Bane, éste también quedaba protegido, pero Haplo no podía apretarlo contra sí y, al mismo tiempo, meterlo en el vehículo.
En la oscuridad completa, Haplo manoseó con torpeza la carretilla. Los lados estaban resbaladizos y no lograba introducir los dedos bajo el borde metálico. Un relámpago iluminó el cielo, y una piedra de granizo golpeó en la mejilla a Bane. El pequeño se llevó la mano al corte, pero no gritó. El perro respondió al trueno con unos ladridos, como si fuera una amenaza viva que el animal podía ahuyentar.
Por último Haplo consiguió levantar la carretilla lo suficiente como para introducir en ella a Bane. El perro se deslizó dentro junto al muchacho.
— ¡Quédate quieto! —le ordenó Haplo, y corrió otra vez a la nave.
Los enanos ya avanzaban a campo abierto en sus cascarones, camino de la seguridad. Haplo tomó nota de la dirección que seguían y volvió a sus asuntos.
Rápidamente, trazó un signo mágico en el casco exterior de la nave. La runa emitió un destello azul y otras, en cadena, prendieron el fuego mágico. Luces rojas y azules se extendieron en dibujos por el casco. Haplo permaneció bajo la tormenta, observando minuciosamente que la magia hubiera cubierto por completo la nave.
Una leve luz azulada irradiaba de ella y Haplo asintió satisfecho, seguro de que nadie —elfo, humano o enano— podía ahora causar daño a la embarcación. Dio media vuelta, corrió a la carretilla y se arrastró a su interior. Bane estaba acurrucado en el centro, con los brazos en torno al perro.
—Largo, desaparece —ordenó Haplo al animal, y éste se desvaneció.
Bane miró a su alrededor, perplejo, y olvidó el miedo.
— ¿Eh, qué ha pasado con el perro? —chilló.
—Silencio —gruñó Haplo. Doblándose por la cintura, encajó la espalda contra la parte superior de la carretilla—. Ponte debajo de mí —dijo a Bane.
El chiquillo se colocó a duras penas bajo los brazos extendidos de Haplo.
—Cuando empiece a gatear, haz lo mismo.
Moviéndose torpemente, con muchos altos y vacilaciones, sin dejar de tropezar a cada instante, avanzaron penosamente. Un agujero abierto en la plancha de la carretilla permitía a Haplo ver por dónde iban, y el camino era mucho más largo de lo que había calculado. La cordita, donde era dura, resultaba resbaladiza debido al agua; en otros lugares, se hundían hasta el codo en el fango y chapoteaban entre los charcos.
La lluvia seguía cayendo y el granizo repiqueteaba sobre la cubierta de la carretilla metálica con un estrépito ensordecedor. Fuera, se oía al perro responder a los truenos con sus ladridos.
— ¡«Atraparrayos»! —murmuró Haplo.
CAPÍTULO 12
WOMBE, DREVLIN REINO INFERIOR
— ¡No voy a deciros nada de la estatua! —declaró Jarre—. ¡Sólo causaría más problemas, estoy segura!
Limbeck enrojeció de furia y lanzó una mirada colérica a la enana a través de las gafas. Al instante, abrió la boca para soltar algún improperio contra Jarre; un improperio que no sólo habría puesto fin a sus relaciones sino que le habría deparado la rotura de las gafas, probablemente. Haplo se apresuró a dar un pisotón al enano, disimuladamente. Limbeck comprendió la indicación y guardó silencio a duras penas.
Se encontraban de nuevo en la SALA DE CALDERAS, la vivienda de Limbeck, iluminada ahora por lo que Jarre llamaba un «guingué». Harta de quemar discursos de Limbeck y harta también de oír que podía ver en la oscuridad si se concentraba en ello, Jarre había salido a dar una vuelta y le había quitado de las manos el guingué a un compañero de armas, diciendo que lo necesitaba el survisor jefe. El compañero de armas, según resultó, no sentía mucho aprecio por el survisor jefe, pero Jarre era muy corpulenta y perfectamente capaz de subrayar con los músculos su influencia política.
Así pues, se quedó con el guingué, un desecho de los elfos, reliquia de los días en que éstos pagaban el agua a los enanos con sus desperdicios. El guingué, colgado de un gancho, resultaba bastante útil cuando una se acostumbraba a la llama humeante, al olor y a la grieta de uno de los lados, por la que rezumaba hasta el suelo una sustancia obviamente muy inflamable.
Jarre lanzó una mirada de desafío al grupo. La luz del guingué endureció aún más su expresión ceñuda y terca. Haplo pensó que la cólera de la enana era un disfraz que enmascaraba su afectuosa preocupación, tanto por su pueblo como por Limbeck. Aunque no necesariamente por este orden.
Bane llamó la atención del patryn arqueando una ceja.
Yo puedo manejarla, se ofreció el muchacho. Si me das permiso.
Haplo respondió con un encogimiento de hombros. No podía hacer ningún mal. Además de una insólita intuición, Bane poseía clarividencia. A veces podía ver los pensamientos más íntimos de otra gente..., es decir, de otros mensch. El muchacho no tenía manera de penetrar en la mente de Haplo.
Bane se deslizó junto a Jarre y tomó las manos de la enana entre las suyas.
—Puedo ver las criptas de cristal, Jarre. Puedo verlas y no te culpo por tener miedo de volver allí. Realmente, es muy triste. Pero Jarre, querida Jarre, es preciso que nos digas cómo entrar en los túneles. ¿Acaso no quieres descubrir si los elfos han dejado fuera de servicio la Tumpa-chumpa...? —insistió en tono halagador.
— ¿Y qué harás, si es así? —inquirió Jarre, retirando las manos—. ¿Y cómo sabes lo que vi? Estás imaginándolo todo. Eso, o Limbeck te lo ha contado.
—No, te aseguro que no —gimoteó Bane, dolido en su orgullo.
— ¿Ves lo que has hecho ahora? —intervino Limbeck, pasando el brazo en torno a los hombros del muchacho para consolarlo.
Jarre se sonrojó de vergüenza.
—Lo siento —murmuró, retorciendo entre sus rechonchos dedos la falda de su vestido—. No quería chillarte. Pero insisto: ¿qué vais a hacer? —Levantó la cabeza y miró a Haplo con los ojos nublados por las lágrimas—. ¡No podemos luchar contra los elfos! ¡Muchísimos de nosotros moriríamos, lo sabéis muy bien!
¡Sabéis lo que sucedería! ¡Tenemos que rendirnos, decirles que cometimos un error, que nos equivocamos! ¡Así, tal vez se marcharán y nos dejarán en paz y todo volverá a ser como antes!
Hundió el rostro entre las manos. El perro se acercó a ella y le ofreció su silenciosa comprensión.
Limbeck se hinchó hasta que Haplo creyó que el enano iba a estallar. Al tiempo que le dirigía un gesto de advertencia con el índice extendido hacia arriba, el patryn habló con voz serena y firme.
—Ya es demasiado tarde para eso, Jarre. Nada puede volver a ser como antes.
Los elfos no se marcharán. Ahora que tienen el control del suministro de agua de Ariano, no lo entregarán. Y, tarde o temprano, se cansarán de vuestros hostigamientos y vuestra táctica de guerrillas. Enviarán un gran ejército y esclavizarán a vuestro pueblo o lo barrerán de Drevlin. Es demasiado tarde, Jarre. Habéis ido demasiado lejos.
—Lo sé. —Jarre se enjugó las lágrimas con la punta de la falda y suspiró—.
Pero para mí es evidente que los elfos se han apoderado de la máquina. Y no sé qué crees que puedes hacer tú —añadió en tono sombrío, sin esperanza.
—Ahora no te lo puedo explicar —dijo Haplo—, pero existe la posibilidad de que no hayan sido los elfos quienes han dejado fuera de servicio la Tumpachumpa.
Y tal vez están más preocupados que vosotros, incluso, ante lo sucedido.
Y, si es así y Su Alteza puede ponerla en funcionamiento otra vez, será el momento de coger a los elfos y decirles que ya pueden ir saltando de cabeza al Torbellino.
— ¿Quieres decir que podemos recuperar el control de los Levarriba? — preguntó Jarre, no muy convencida.
—No sólo los Levarriba —intervino Bane con una sonrisa de oreja a oreja—.
¡De todo Ariano! ¡De todo el mundo! ¡Todas sus gentes, elfas y humanas, bajo vuestro mando!
Jarre puso una expresión más alarmada que complacida ante tal perspectiva e incluso Limbeck pareció un tanto desconcertado.
—En realidad, no queremos tenerlos bajo nuestro mando —empezó a decir; luego hizo una pausa, meditando la cuestión—. ¿O sí?
—Claro que no —sentenció Jarre, enérgica—. ¿Qué haríamos con un montón de humanos y de elfos en nuestras manos, siempre peleándose, siempre insatisfechos?
—Pero, querida...
Limbeck parecía dispuesto a discutir y Haplo se apresuró a cortarlo.
—Perdonad, pero aún estamos muy lejos de todo eso; no es preciso que nos preocupemos de ello, de momento.
Por no mencionar el hecho, añadió el patryn en silencio, de que Bane estaba mintiendo por aquella boquita de dientes blancos como perlas. Sería el Señor del Nexo quien gobernaría Ariano. ¡Pues claro que su señor dominaría aquel mundo!
No se trataba de eso, sino de que a Haplo le desagradaba engañar a los enanos, impulsarlos a arriesgarse con falsas esperanzas, con falsas promesas.
—Hay otro aspecto que no habéis tomado en cuenta. Si no han sido los elfos quienes han detenido el funcionamiento de la Tumpa-chumpa, probablemente pensarán que es cosa vuestra. Lo cual significa que estarán aún más preocupados por vosotros de lo que vosotros lo estáis por ellos. Al fin y al cabo, con la máquina inactiva, se han quedado sin agua para su pueblo.
— ¡Tal vez están preparando un ataque ahora mismo! —murmuró Limbeck, abatido. Haplo asintió.
— ¿De veras crees que los elfos tal vez no se han hecho con el control de la...?
—Jarre empezaba a titubear.
—No saldremos de dudas hasta que lo veamos con nuestros propios ojos.
—La verdad, querida —dijo Limbeck con voz suavizada—. En eso creemos.
—En eso creíamos —murmuró la enana. Con un suspiro, añadió—: Está bien, os diré lo que pueda de la estatua del dictor, pero me temo que no sé gran cosa.
Resultó todo tan confuso, con la pelea y los gardas y...
—Hablanos de la estatua —sugirió Haplo—. Tú y el otro hombre que estaba con nosotros, ése tan torpe, Alfred. Tú entraste en la estatua con él y lo acompañaste por los túneles.
—Sí —murmuró Jarre, alicaída—. Y resultó muy triste, mucho. Toda aquella gente tan bella, muerta. Y Alfred, tan abrumado de pena. No me gusta recordarlo.
El perro, al oír el nombre de Alfred, meneó la cola y soltó un gañido. Haplo le dio unas palmaditas y le recomendó silencio. El perro jadeó y se dejó caer en el suelo con el hocico entre las patas.
—No pienses en eso —dijo Haplo—. Háblanos de la estatua. Empieza por el principio.
—Bien... —Jarre frunció el entrecejo, pensativa, y se mordisqueó las largas patillas—, la lucha continuaba. Yo andaba buscando a Limbeck y lo vi cerca de la estatua. El survisor jefe y los gardas intentaban llevárselo y corrí a ayudarlo pero, cuando llegué, ya no estaba allí. Miré a mi alrededor... ¡Y vi que la estatua se había abierto!
Jarre asintió enérgicamente.
—Vi sus pies, que sobresalían de un hueco bajo la estatua.
Por aquel hueco descendían unos peldaños, y Alfred estaba caído de espaldas en ellos, con los pies en el aire. En aquel momento, vi acercarse más gardas y comprendí que debía ocultarme o me encontrarían. Me colé por el hueco y entonces tuve miedo de que vieran los pies de Alfred, de modo que lo arrastré conmigo escaleras abajo.
»Entonces sucedió algo extraño. —Jarre sacudió la cabeza—.
Cuando arrastré a Alfred hacia abajo, la estatua empezó a cerrarse. Estaba tan asustada que fui incapaz de reaccionar. Allí abajo estaba oscuro y silencioso. — Jarre se estremeció y miró a su alrededor—. Un silencio horrible. Como éste de ahora Yo me eché a gritar.
— ¿Qué sucedió después?
—Alfred despertó. Se había desmayado, creo...
—Sí, tiene esa costumbre —apuntó Haplo tétricamente.
—En fin, yo estaba aterrorizada y le pregunté si podía abrir la estatua, pero él dijo que no. Yo insistí en que lo intentara— al fin y al cabo, ya la había abierto una vez, ¿no? Alfred lo negó y dijo que no lo había hecho voluntariamente. Se había desmayado y había caído sobre la estatua y sólo podía suponer que esta se había abierto por accidente.
—Te mintió —murmuró Haplo—. Alfred sabía abrirla. ¿No lo viste hacerlo?
Jarre movió la cabeza en gesto de negativa.
— ¿No lo viste acercarse a la estatua en algún momento? ¿Durante la batalla, por ejemplo?
—Mal pude hacerlo. Yo había corrido hasta el lugar de los túneles donde se ocultaban los nuestros para anunciarles que era el momento de atacar. Cuando volví, la lucha había empezado y no pude ver nada.
—Pero... ¡ahora lo recuerdo! —intervino Limbeck de improviso—. ¡Yo vi a ese otro hombre, el asesino...!
— ¡A Hugh la Mano!
—Sí. Yo estaba con Alfred, y Hugh corrió hacia nosotros gritando que se acercaban los gardas. Alfred se puso pálido y Hugh le gritó que no se desmayara, pero Alfred lo hizo a pesar de la advertencia. ¡Y cayó justo a los pies de la estatua!
— ¡Y ésta se abrió! —exclamó Bane, excitado.
—No. —Limbeck se rascó la cabeza—. Creo que no. Me temo que tengo las cosas un poco confusas, desde ese momento. Pero recuerdo que lo vi allí tendido y me pregunté si estaría herido. Creo que me habría fijado en la estatua, de haber estado abierta.
Haplo no compartía esa opinión, teniendo en cuenta la pobre vista del enano.
El patryn intentó ponerse en el lugar de Alfred e intentó recrear en su mente lo que podía haber sucedido. El sartán, temeroso como siempre de utilizar su poder mágico y descubrirse, se ve atrapado en el fragor de la batalla. Se desmaya —su reacción normal ante situaciones violentas— y cae a los pies de la estatua.
Cuando despierta, la lucha ya está entablada. Debe escapar.
Abre la estatua con la intención de colarse por ella y hacer mutis, pero se lleva algún otro susto y termina perdiendo de nuevo el sentido y cayendo por el hueco. Eso, o recibe algún golpe en la cabeza. La estatua queda abierta y Jarre aprovecha la ocasión.
Sí, eso era lo que debía de haber ocurrido, se dijo Haplo, aunque de poco les servía saberlo. Salvo por el detalle de que Alfred estaba semiinconsciente y con la cabeza bastante espesa en el momento de abrir la estatua. Era una buena señal: el artilugio no debía de ser demasiado difícil de abrir. Si estaba protegido por la magia sartán, la estructura rúnica no podía ser demasiado compleja. Lo más difícil sería encontrarla... y evitar a los elfos el tiempo suficiente para abrirla.
Haplo se dio cuenta, gradualmente, de que todos los demás habían dejado de hablar y lo miraban con expectación. Al parecer, se había perdido algo.
— ¿Qué? —inquirió.
— ¿Qué hacemos una vez que lleguemos a los túneles? —inquirió Jarre con pragmatismo.
—Buscar los controles de la Tumpa-chumpa —respondió el patryn.
Jarre sacudió la cabeza.
—No recuerdo que nada de lo que vi pareciera pertenecer a la Tumpachumpa.
—Bajó el tono de voz para añadir—: Sólo recuerdo a toda esa gente tan bella... muerta.
—Sí, bien... Los controles tienen que estar ahí abajo, en alguna parte — aseguró Haplo con firmeza, preguntándose a quién trataba de convencer—. Su Alteza los encontrará. Y allí abajo estaremos bastante a salvo. Tú misma dijiste que la estatua se cerró detrás de ti. Lo que necesitamos es un elemento de diversión que haga salir a los elfos de la Factría el tiempo suficiente para que podamos entrar. ¿Crees que tu pueblo podrá ocuparse de eso?
—Una de las naves dragón de los elfos está anclada junto a los Levarriba — apuntó Limbeck—. Podríamos atacarla y...
— ¡Nada de atacar!
Jarre y Limbeck se enzarzaron en una discusión que casi al instante se hizo borrascosa. Haplo se echó hacia atrás en su asiento y los dejó debatir el asunto, satisfecho del cambio de tema. No le importaba qué hicieran los enanos, con tal que cumplieran. El perro, tumbado sobre un costado, soñaba que perseguía o era perseguido por algo. Las patas le temblaban y sus flancos se agitaban aceleradamente.
Bane observó al perro dormido, contuvo un bostezo e intentó dar la impresión de que no tenía un ápice de sueño. Pero se le cerraron los ojos y se le cayó hacia adelante la cabeza. Haplo lo despertó.
—A la cama, Alteza. No haremos nada hasta mañana.
Bane asintió, demasiado cansado para discusiones. Con paso tambaleante y ojos nublados, se dirigió a la cama de Limbeck, se derrumbó sobre ella y cayó dormido casi al instante.
Haplo notó un dolor agudo y extraño en el corazón al contemplarlo. Dormido, con los párpados cerrados sobre aquellos ojillos azules en los que brillaba una astucia y una sutileza propia de un adulto, Bane parecía un chiquillo de diez años como cualquier otro. Su sueño era profundo y relajado. Correspondía a otros, mayores y más sabios, ocuparse de su bienestar.
«Así podría estar durmiendo, en este mismo instante, un hijo mío —dijo el patryn para sí con un dolor que le resultaba casi insoportable—. ¿Dónde lo hará él? En la choza de algún residente, probablemente, si su madre lo ha dejado en la seguridad del grupo (toda la seguridad que uno puede tener en el Laberinto), antes de seguir su camino. O estará con su madre, si sigue viva. Y si el chico sigue vivo.
Seguro que sí. Sé que sigue vivo, igual que supe que había nacido. Siempre lo he sabido. Lo sabía cuando ella se marchó, y no hice nada. Nada en absoluto, salvo intentar hacerme matar para no tener que seguir pensando en ello.» «Pero volveré allí. Volveré por ti, hijo. El viejo quizá tenía razón. Aún no es el momento. Y no puedo hacerlo solo. —Alargó la mano y apartó de la frente de Bane un rizo de cabello húmedo—. Debo esperar un poco más. Sólo un poco más...» En la cama, Bane se enroscó en un ovillo. Hacía frío allí abajo, en los túneles, sin el calor de la Tumpa-chumpa. Haplo se puso en pie, cogió la manta de Limbeck y la colocó sobre el muchacho, cubriendo cuidadosamente sus hombros aún enclenques.
Volvió a su asiento y, mientras escuchaba la discusión entre Limbeck y Jarre, sacó la espada de la vaina y empezó a repasar los signos mágicos grabados en la empuñadura. Necesitaba otra cosa en la que pensar. Y se le ocurrió una mientras depositaba con cuidado la espada sobre la mesa que tenía ante sí.
«No estoy en Ariano porque me haya mandado mi señor. No estoy aquí porque quiera conquistar el mundo.» «Estoy aquí para hacer seguro el mundo para ese niño. Para mi hijo, atrapado en el Laberinto.» Pero eso mismo era lo que impulsaba a Xar en su plan, comprendió Haplo. El Señor del Nexo hacía aquello por sus hijos. Por todos sus hijos atrapados en el Laberinto.
Reconfortado, reconciliado por fin consigo mismo y con su señor, Haplo pronunció las runas y observó el llamear de los signos mágicos en la hoja del arma. Su resplandor eclipsaba el del guingué de la enana.
CAPÍTULO 13
WOMBE, DREVLIN REINO INFERIOR
—En realidad, esta necesidad de un elemento de diversión no podía llegar en mejor momento — firmó Limbeck, estudiando a Haplo a través de las gafas—. He desarrollado una nueva arma y tenía ganas de probarla.
— ¡Hum! —resopló Jarre—. ¡Armas!
Limbeck no le hizo caso. La discusión de los planes para la maniobra de distracción había sido larga y enconada y, en ocasiones, peligrosa para los espectadores. Incluso faltó poco para que a Haplo lo alcanzara un cuenco de sopa volante. El perro se Había retirado prudentemente bajo la cama. Bane continuó durmiendo durante toda la trifulca.
Y Haplo advirtió que, si bien la enana no tenía ningún freno en arrojar utensilios de cocina, tenía mucho cuidado de no acertar con ellos al survisor jefe y augusto líder de la UAPP. Jarre parecía nerviosa e inquieta por Limbeck y lo observaba por el rabillo del ojo con una extraña mezcla de frustración y ansiedad.
En los primeros tiempos de la revolución, Jarre acostumbraba estampar sonoros besos en las mejillas del enano, o tirarle de la barba —juguetona, aunque dolorosamente— para devolverlo a la realidad. Pero ya no lo hacía. Ahora, parecía reacia a acercarse a él. Haplo observó cómo retorcía las manos en más de una ocasión durante la discusión y le pareció que nada le habría gustado tanto como agarrar a su líder por las patillas y darles un buen tirón. Pero sus manos siempre terminaban retorciendo su propia falda o revolviendo tenedores.
—He diseñado esa arma yo mismo —explicó Limbeck con orgullo. Revolvió entre un montón de discursos, la sacó de debajo y la mostró a la luz vacilante del guingué—. La llamo lanzadora.
Haplo lo habría catalogado de juguete. Los humanos del Reino Medio la habrían denominado «honda». Sin embargo, el patryn se guardó de cualquier comentario despectivo y, por el contrario, manifestó su admiración y preguntó cómo funcionaba. Limbeck hizo una demostración teórica.
—Cuando la Tumpa-chumpa hacía nuevas piezas para sí misma, solía fabricar muchas de éstas. — ostuvo en alto un fragmento de metal de bordes afilados y de aspecto especialmente amenazador—. Entonces las arrojábamos al fundetodo, pero se me ocurrió que, arrojados contra las alas de las naves dragón elfas, estos fragmentos metálicos producirían agujeros en ellas...
Y sé por propia experiencia que un objeto no puede viajar por el aire con agujeros en las alas. Si se llena ésta de suficientes agujeros, me parece razonable deducir que la nave dragón no podrá volar.
Haplo tuvo que reconocer que él también lo encontraba lógico y contempló el arma con más respeto.
—Esto podría hacer bastante daño, si acertara a alguien —murmuró, sosteniendo entre sus dedos con cuidado el fragmento de metal, afilado como una cuchilla—. Incluidos los elfos.
—Sí, también había pensado en eso —asintió Limbeck con satisfacción.
Detrás de él estalló una tremenda zarabanda. Jarre estaba golpeando amenazadora el horno frío con una sartén de hierro. Limbeck se volvió y la miró a través de sus gafas. Jarre dejó caer la sartén con un estrépito que hizo recular al perro hasta el rincón más alejado, debajo de la cama, y se encaminó hacia la puerta con la cabeza muy erguida.
— ¿Adonde vas? —preguntó Limbeck.
—A dar un paseo —respondió ella, desdeñosa.
—Necesitarás el guingué —apuntó él.
—No, quédatelo —murmuró la enana, llevándose una mano a los ojos y la nariz.
—Necesitamos que vengas con nosotros, Jarre —dijo Haplo—. Eres la única que ha estado en esos túneles.
—No puedo ayudaros —replicó ella con voz entrecortada, vuelta de espaldas todavía—. Yo no hice nada. No sé cómo bajamos allí ni cómo volvimos a salir. Me limité a ir por donde ese Alfred me decía.
—Vamos, Jarre, esto es importante —insistió Haplo con voz serena—. Podría significar la paz, el final de la guerra.
Ella volvió la cabeza por encima del hombro y lo miró entre una maraña de cabellos y patillas. Después, con los labios tensos, anunció que volvería y se marchó dando un portazo.
—Lo lamento, Haplo —dijo Limbeck con las mejillas coloradas de cólera—. Ya no la entiendo. En los primeros días de la revolución, Jarre era la más militante...
—Se quitó las gafas y se frotó los ojos—. ¡Fue ella quien atacó la Tumpa-chumpa!
Aunque a quien detuvieron y casi matan fue a mí. —Con voz más calmada y con una sonrisa nostálgica, revivió el pasado con su borrosa visión y añadió—: Era ella la que deseaba un cambio. Y ahora que ya lo tiene, ahora... ¡se pone a tirar sartenes!
Haplo se recordó a sí mismo que las preocupaciones de los enanos lo traían sin cuidado. No se entrometería. Los necesitaba para que lo condujeran a la máquina, eso era todo.
—Me parece que a Jarre no le gusta matar —dijo, esperando apaciguar a Limbeck y poner fin a la controversia.
—A mí tampoco —replicó el enano, al tiempo que se ponía de nuevo las garras—. Pero se trata de nosotros o ellos. No fuimos nosotros quienes empezamos. Fueron ellos.
Haplo le dio la razón y dejó de lado el tema. Al fin y al cabo, ¿qué le importaba a él? Cuando llegara Xar, el caos y la muerte acabarían y la paz llegaría a Ariano.
Limbeck continuó urdiendo sus planes para la maniobra de diversión. El perro, tras asegurarse de que Jarre se había marchado, salió de debajo de la cama.
Haplo dedicó también unas horas al descanso y, al despertar, encontró a un contingente de enanos arremolinado en el pasillo ante la puerta de la SALA DE CALDERAS. Cada enano iba armado con su lanzador y sus proyectiles metálicos, guardados en bolsas de lona resistente. Haplo se lavó las manos y el rostro (que apestaban al aceite del guingué), miró y escuchó. La mayoría de los enanos había hecho prácticas con el arma y parecía bastante experta en su uso, a juzgar por lo que vio en la tosca exhibición de tiro al blanco que tenía lugar en el pasadizo.
Por supuesto, una cosa era tirar contra la silueta de un enano dibujada en la pared y otra muy distinta hacerlo a un elfo vivo que le respondía a uno con otra arma.
—No queremos que nadie salga herido —aleccionó Jarre a los enanos. La enérgica enana había regresado y, con su típica energía, había tomado el control de la situación—. Por lo tanto, manteneos a cubierto, quedaos cerca de las puertas y accesos a los Levarriba y estad preparados para echar a correr si os persiguen los elfos. Nuestro objetivo es distraerlos y mantenerlos ocupados.
— ¡Para ello bastará con hacer suficientes agujeros en su nave dragón! — exclamó Lof con una sonrisa.
—Mejor sería hacerles esos agujeros a los elfos —añadió Limbeck, y hubo un grito general de asentimiento.
—Sí, y ellos os los harán a vosotros y ya estaremos otra vez —replicó Jarre, airada, lanzando una torva mirada a Limbeck.
El enano, impertérrito, asintió y sonrió. Pero su mueca pareció sombría y fría, rematada por los cristales de los anteojos.
—Recordad esto, compañeros de armas —prorrumpió—: Si conseguimos abatir la nave elfa, habremos conseguido una gran victoria. Los elfos ya no volverán a amarrar sus naves dragón en Drevlin y evitarán incluso acercarse. Eso significa que pensarán mejor lo de tener tropas desplegadas aquí abajo. Éste podría ser el primer paso para expulsarlos.
Los enanos lanzaron nuevos vítores.
Haplo fue a comprobar que su nave seguía a salvo.
Regresó satisfecho. Las runas que había activado no sólo protegían la nave sino que creaban también una especie de camuflaje que la hacía confundirse con los objetos y las sombras del entorno. Haplo no podía hacer invisible la nave, pues tal cosa no entraba en el abanico de las posibilidades probables y, por tanto, no podía conseguirse con su magia. Pero sí podía hacerla tremendamente difícil de ver, y así sucedía. Un elfo habría tenido que tropezar físicamente con ella para advertir su presencia, y tal cosa era imposible porque los signos mágicos creaban en torno al casco un campo de energía que repelía cualquier intento de acercarse.
Cuando regresó, los enanos marchaban ya a atacar los Levarriba y la nave elfa que estaba allí amarrada, flotando en el aire y sujeta a los brazos mediante cabos. Haplo, Bane, Limbeck, Jarre y el perro se encaminaron en dirección opuesta, hacia los túneles que corrían bajo la Factría.
Haplo había recorrido aquella ruta una vez, en la anterior ocasión que había visitado la Factría. Sin embargo, no habría recordado el camino y se alegró de llevar una guía. El tiempo y las maravillas presenciados en otros mundos habían hecho borroso su recuerdo de la Tumpa-chumpa, pero, al llegar a la presencia de la enorme máquina, volvió a experimentar la misma sensación de asombro y respeto. Una especie de temor reverencial al que se unía esta vez una sensación de incomodidad, de inquietud, como si estuviera en presencia de un cadáver. Recordó la enorme máquina latiendo, llena de vida: los lectrozumbadores zumbando, las girarruedas dando vueltas, las manos de hierro machacando y moldeando, las zarpas de cavar hurgando el suelo. Ahora, todo estaba quieto. Todo estaba en silencio.
Los túneles lo condujeron más allá de la máquina, debajo de ella, encima, alrededor, a través... Y de pronto lo asaltó el pensamiento de que se había equivocado. La Tumpa-chumpa no era un cadáver. La máquina no estaba muerta.
—Está esperando —dijo Bane.
—Sí —contestó Haplo—. Creo que tienes razón.
El chico se acercó al patryn y lo miró con los párpados entrecerrados.
—Cuéntame lo que sabes de la Tumpa-chumpa.
—No sé nada.
—Pero dijiste que había otra explicación...
—Dije que podía haberla, nada más. —Se encogió de hombros—. Llámalo una suposición, un presentimiento.
—No quieres decírmelo.
—Veremos si mi conjetura es acertada cuando lleguemos, Alteza.
— ¡El abuelo me ha encargado esa máquina a mí! —le recordó Bane, enfurruñado—. ¡Tú sólo estás aquí para protegerme!
—Eso es precisamente lo que me propongo hacer, Alteza —replicó Haplo.
Bane le dirigió una mirada hosca, malévola, pero no dijo nada. Sabía que sería inútil discutir. No obstante, al cabo de un rato, o bien el muchacho olvidó el agravio, o decidió que no era propio de su dignidad mostrar resentimiento.
Abandonando la compañía del patryn, Bane corrió unos pasos hasta llegar a la altura de Limbeck. Haplo envió al perro para escuchar la conversación entre ambos.
A decir verdad, el perro no captó nada interesante. De hecho, escuchó muy pocas palabras. La visión de la Tumpa-chumpa inmóvil y callada producía un efecto deprimente sobre todos ellos. Limbeck la estudió a través de las gafas con expresión seria y tensa. Jarre contempló con profunda tristeza la máquina que un día había atacado. Al llegar a una parte en la que había trabajado, la enana se acercó a unos conductos y les dio unas palmaditas de consuelo, como si fueran un niño enfermo.
Pasaron entre numerosos enanos que permanecían en la zona en una forzada inactividad con un aspecto desvalido, asustado y abatido. La mayoría de ellos había seguido acudiendo a su trabajo todos los días desde que la máquina se había detenido, aunque ahora no había ningún trabajo que hacer.
Al principio habían confiado en que todo aquello no era más que un error, una avería pasajera, un desajuste temporal de proporciones monumentales. Los enanos permanecían sentados o plantados en la oscuridad, iluminados sólo por aquellas luces que podían improvisar, y contemplaban la Tumpa-chumpa con expectación, esperando que reviviera con un rugido. Cuando terminaba su turno, volvían a sus casas y otro turno ocupaba su lugar. Pero, a aquellas alturas, la esperanza empezaba a desvanecerse.
—Volved a casa —les decía Limbeck en sus discursos—. Volved a casa y esperad allí. Aquí sólo malgastáis luz.
Algunos le habían hecho caso, otros se habían quedado. Algunos se habían marchado y habían vuelto. Otros se habían quedado y, más tarde, se habían marchado.
—No podemos seguir así —declaró Limbeck.
—Sí, tienes razón —lo apoyó Jarre, asintiendo a sus palabras por una vez—.
Sucederá algo terrible.
— ¡Un juicio! —gritó una voz ronca y crispada desde la oscuridad excesivamente silenciosa—. ¡Un juicio, eso es de lo que se trata! ¡Has traído la cólera de los dioses sobre nuestras cabezas, Limbeck Aprietatuercas! ¡Yo digo que nos presentemos ante los welfos y nos rindamos! Les diremos a los dioses que lo sentimos. Quizás así nos devuelvan la Tumpa-chumpa.
—Sí —murmuraron otras voces, al amparo de las sombras—. Queremos que todo vuelva a ser como antes.
— ¿Lo ves? ¡Ya te lo dije! —indicó Limbeck a Jarre—. Cada día se extiende más este tipo de comentarios.
—Pero... ¡es imposible que crean que los elfos son dioses! —protestó Jarre, volviendo la vista hacia las sombras susurrantes con una mueca de preocupación—. ¡Los hemos visto morir!
—No lo creen —respondió Limbeck con aire sombrío—. Pero estarían dispuestos a jurar su fe si ello significara recuperar la luz y el calor y el tranquilizador estruendo de la Tumpa-chumpa.
— ¡Muerte al survisor jefe! —se oyó entre los susurros.
— ¡Entreguémoslo a los welfos!
— ¡Aquí tienes una tuerca para que la aprietes, Aprietatuercas!
Algo cruzó la oscuridad con un zumbido: una tuerca, del tamaño de la mano de Bane. La pieza de metal no se acercó en absoluto al objetivo, sino que golpeó el muro posterior sin causar daños. Los enanos aún sentían cierto respecto por su líder, que les había proporcionado dignidad y esperanza durante un breve tiempo.
Pero aquel respeto no se mantendría mucho tiempo. El hambre, la oscuridad, el frío y el silencio alimentaban el miedo.
Limbeck no dijo nada, no agachó la cabeza ni pestañeó. Sus labios se apretaron en una mueca sombría y continuó caminando. Jarre, pálida de preocupación, se apostó a su lado y lanzó miradas desafiantes a cuantos enanos aparecían a su paso. Bane se apresuró a volver junto a la protección de Haplo.
El patryn notó un hormigueo en la piel; bajó la mirada y vio que los tatuajes mágicos empezaban a despedir un leve fulgor azulado, reaccionando a un peligro.
Era extraño, se dijo. La magia de su cuerpo no reaccionaría así en respuesta a un puñado de enanos asustados, unas cuantas amenazas y el lanzamiento de una pieza de maquinaria. Allí, en alguna parte, había algo o alguien verdaderamente peligroso, una amenaza para él. Para todos ellos.
El perro gruñó y enseñó los dientes.
— ¿Qué sucede? —inquirió Bane, alarmado. Había vivido entre patryn lo suficiente como para reconocer las señales de advertencia.
—No lo sé, Alteza —contestó Haplo—. Pero, cuanto antes volvamos a poner en funcionamiento la máquina, mejor. Por tanto, démonos prisa.
Penetraron en los túneles, que, según recordaba Haplo de su última estancia allí, se bifurcaban, se dividían y se entrecruzaban debajo de la Tumpa-chumpa.
Allí abajo no encontraron enanos. Aquellos túneles permanecían vacíos normalmente, ya que no conducían a ninguna parte que alguien tuviera motivos para visitar. La Factría no había sido utilizada desde hacía tiempo inmemorial, salvo como lugar de reunión, y esto último había terminado cuando los elfos se habían adueñado del lugar y lo habían convertido en acuartelamiento.
Lejos de los cuchicheos y de la visión de la máquina exánime, todos se relajaron perceptiblemente. Todos, menos Haplo. Las runas de su piel sólo emitían un levísimo resplandor, pero éste aún permanecía. El peligro seguía presente, aunque no conseguía imaginar dónde o en qué forma. El perro también estaba inquieto y, de vez en cuando, prorrumpía en un sonoro y bronco gruñido que sobresaltaba a todo el grupo.
— ¿No puedes hacer que se calle? —Se quejó Bane—. Va a conseguir que me moje en los pantalones.
Haplo posó la mano con suavidad en la cabeza del animal. El perro se tranquilizó, pero no estaba satisfecho. Y tampoco Haplo.
¿Los elfos? Haplo no recordaba que su cuerpo hubiera reaccionado nunca a un peligro procedente de los mensch, pero los elfos de Tribus tenían fama de crueles y perversos. ¿Era posible que...?
— ¡Vaya, mirad! —exclamó Jarre, señalando con el dedo—. ¡Mirad eso! ¡Nunca he visto nada parecido! ¿Y tú, Limbeck?
Señaló una marca en la pared. Una marca que emitía un luminoso resplandor rojizo.
—No —reconoció el enano, y se quitó las gafas para contemplarla. Su voz estaba impregnada del mismo tono de asombro y curiosidad infantiles que lo había llevado, tiempo atrás, a plantearse los primeros porqués acerca de los welfos y de la Tumpa-chumpa—. ¿Qué será?
— ¡Yo lo sé! —Exclamó Bane—. ¡Es una runa sartán!
—Chist! —le avisó Haplo, cogiendo la mano del muchacho y apretándola enérgicamente.
— ¿Una qué? —Limbeck se volvió hacia ellos con los ojos como platos.
Dominado por la curiosidad, había olvidado la razón que los había levado allí abajo y su necesidad de darse prisa.
—Los dictores hacían marcas como ésa. Luego te lo explicaré —dijo Haplo, dirigiendo al grupo hacia adelante.
Jarre continuó avanzando, pero no miraba por dónde andaba. Sus ojos seguían fijos en la runa.
—Vi algunos de esos curiosos dibujos luminosos cuando el hombre y yo bajamos al lugar de los muertos. Pero aquéllos eran azules, no rojos.
« ¿Por qué, entonces, la sigla que hemos encontrado es roja?», se preguntó Haplo. Las runas sartán eran parecidas a las patryn en muchos aspectos. El color rojo era una advertencia.
—La luz se está apagando —anunció Jarre, aún vuelta hacia atrás. De inmediato, dio un traspié.
—La estructura de runas está rota —indicó Bane a Haplo—. Ya no puede hacer nada..., nada de lo que se suponía que debía hacer.
Sí, Haplo sabía que el armazón de signos mágicos se había desestructurado.
Era algo evidente: grandes extensiones de la pared habían quedado enterradas, bien por obra de la Tumpa-chumpa o bien de los enanos. Las runas sartán estaban apagadas; algunas habían desaparecido por entero y otras, como aquélla, aparecían resquebrajadas y privadas de su poder. Fuera cual fuese su propósito — advertir, detener, impedir la entrada—. Habían perdido el poder para llevarlo a cabo.
—Tal vez eres tú —sugirió Bane, mirando al patryn con una sonrisa picara—.
Tal vez no les gustas a esas runas.
«Tal vez», pensó Haplo. Pero la última vez que había bajado allí, ninguna runa había emitido aquel fulgor rojo.
Continuaron caminando.
—Es por aquí —anunció Jarre. Se detuvo bajo una escalerilla y alzó el guingué hacia el hueco.
Haplo miró a su alrededor. Sí, ya sabía dónde se encontraban. Lo recordaba.
Estaban justo debajo de la Factría. Una escalerilla conducía hacia arriba y, allí, una pieza del techo del túnel se deslizaba a un lado y permitía el acceso a la Factría propiamente dicha. Haplo estudió la escalerilla y volvió la vista a Limbeck.
— ¿Tienes idea de qué hay ahí arriba, ahora? No me gustaría aparecer en mitad del comedor de los elfos en pleno desayuno.
Limbeck movió la cabeza.
—No —respondió—. Ninguno de los nuestros ha estado en la Factría desde que los elfos se apoderaron de ella.
—Iré a ver —se ofreció Bane, sediento de aventuras.
—No, Alteza —Haplo se mostró firme—. Tú, quédate aquí. Perro, vigílalo.
—Iré yo. —Limbeck miró a un lado y otro con aire confuso—. ¿Dónde está la escalerilla?
— ¡Ponte las gafas! —se burló Jarre.
Limbeck se sonrojó, llevó la mano al bolsillo, encontró los anteojos y se los ajustó a las orejas.
—Quedaos todos aquí. Seré yo quien vaya a echar un vistazo —resolvió Haplo, que ya tenía un pie en el primer peldaño—. ¿Cuándo has dicho que empezaba esa maniobra de distracción?
—Según lo previsto, en cualquier momento —respondió Limbeck, mirando hacia las sombras de lo alto con expresión cegata.
— ¿Esto..., quieres el guingué? —preguntó Jarre con un titubeo. La enana estaba visiblemente impresionada ante el resplandor azulado de la piel de Haplo, algo que no había visto nunca en su vida.
—No —fue la lacónica respuesta de Haplo. Su cuerpo despedía suficiente luz.
Podía pasarse sin el estorbo del guingué de la enana. Empezó a escalar los peldaños.
Había recorrido la mitad del camino cuando escuchó un revuelo a sus pies y escuchó un agudo lamento de Bane. Al parecer, el muchacho había intentado seguirlo y el perro había clavado los dientes con firmeza en los fondillos de los calzones de Su Alteza.
— ¡Chist! —siseó el patryn, con una mirada furiosa.
Prosiguió la ascensión y llegó a la plancha metálica. Según recordaba de la vez anterior que había hecho aquello, la plancha se deslizaba fácilmente y —algo aún más importante— en silencio. Ahora, a no ser que algún elfo hubiera colocado algún mueble justo encima...
Apoyó los dedos en el metal y lo forzó con cuidado.
Se movió, y por la rendija entró una luz que lo bañó. Se detuvo y esperó, aguzando el oído. Nada.
Empujó de nuevo la plancha, no más que la longitud de su índice. Luego, hizo otra pausa, absolutamente inmóvil y en completo silencio.
Arriba se oían voces. Voces ligeras y delicadas de elfos. Los ojos de Haplo tardaron un rato en acostumbrarse a la luz brillante. El hecho de que los elfos tuvieran luz resultaba inquietante. Tal vez se había equivocado; tal vez era cierto que los elfos habían aprendido a hacer funcionar la Tumpa- humpa y habían dejado sin luz y sin calor a los enanos.
Pero una mirada más detenida reveló la verdad. Los elfos —conocidos por sus artes mágicas mecánicas— habían organizado su propio sistema de iluminación.
Las lámparas dependientes de la Tumpa-chumpa que un día habían iluminado la Factría estaban frías y apagadas.
Y en aquel extremo de la Factría no había ninguna luz encendida. Aquella parte del local estaba vacía, desierta. Los elfos estaban acampados en el otro extremo, cerca de la entrada. Haplo estaba a ras de una ordenada fila de camastros colocados contra la pared. Los elfos estaban en movimiento, unos barriendo el suelo, otros comprobando las armas. Algunos dormían. Vio a varios en torno a una olla de la que salía una nube de vapor y un aroma fragante. Un grupo estaba acuclillado en el suelo, dedicado a algún tipo de juego según se deducía de sus comentarios sobre «apuestas» y de sus exclamaciones de triunfo o de desengaño. Nadie prestaba la menor atención a la zona de la Factría donde estaba Haplo. El sistema de iluminación ni siquiera llegaba hasta aquella parte.
Justo delante de donde se encontraba, distinguió la estatua del dictor: la figura cubierta con capa y capucha de un sartán que sostenía en una mano un único globo ocular, que miraba fijamente. Haplo dedicó un instante a examinar el ojo y se alegró de comprobar que estaba tan oscuro y sin vida como la máquina.
Una vez activado, aquel globo ocular revelaría el secreto de la Tumpa-chumpa a cualquiera que observara sus imágenes animadas. O bien los elfos no habían descubierto el secreto del ojo, o, si lo habían hecho, no le habían dado importancia, como había sucedido con los enanos durante todos aquellos años.
Quizá, como los enanos, los elfos sólo utilizaban aquella parte del enorme edificio para reuniones. O quizá no le daban ningún uso en absoluto.
Haplo deslizó de nuevo la placa en su lugar, dejando abierto sólo un resquicio, y descendió la escalerilla.
—Está bien —dijo a Limbeck—. Los elfos están en la parte delantera de la Factría pero, o tu plan no ha dado resultado, o esos elfos ni se han inmutado con...
Se interrumpió. Desde arriba les llegó el lejano sonido de una corneta. A continuación, se produjo un revuelo de gritos, rechinar de armas, arrastrar de camas y voces estentóreas de irritación o de satisfacción, según los soldados tomaron la alarma por una agradable interrupción de su aburrida rutina o por una molestia.
Haplo se apresuró a subir los peldaños otra vez y se asomó por la rendija.
Los elfos estaban ciñéndose las espadas, recogiendo los arcos y el correspondiente carcaj lleno y corriendo a la llamada, entre las maldiciones y los gritos de sus oficiales para que se dieran prisa.
La maniobra de los enanos había comenzado. Haplo no estaba seguro de cuánto tiempo tenían, de cuánto tiempo conseguirían los enanos tener entretenidos a los elfos. No mucho, probablemente.
— ¡Vamos! —Dijo, gesticulante—. ¡Deprisa! Está bien, perro. Déjalo subir.
Bane fue el primero en ascender, trepando como una ardilla. Limbeck lo siguió, más despacio. Detrás lo hizo Jarre. La enana, con el ardor del lanzamiento de objetos de cocina, había olvidado cambiarse la falda por unos pantalones, más cómodos, y tenía problemas con los peldaños. El perro permaneció en el fondo, observándolos con interés.
Haplo mantuvo la vigilancia y aguardó a que el último elfo hubiera abandonado la Factría.
— ¡Ahora! —Exclamó entonces—. ¡Corred!
Apartó la plancha metálica y se encaramó al suelo del enorme recinto.
Volviéndose, tendió la mano a Bane y lo ayudó a subir. Bane estaba sonrojado y le brillaban los ojos de excitación.
—Iré a ver la estatua...
—Espera.
El patryn dirigió una rápida mirada a su alrededor, al tiempo que se preguntaba por qué vacilaba. Los elfos se habían marchado. Él y su grupo estaban solos en la Factría. A no ser, claro, que los elfos hubieran estado sobre aviso de su llegada y les hubiesen tendido una celada. Pero era un riesgo. La magia de Haplo podía afrontar sin apuros cualquier emboscada. A pesar de ello, persistía aquel hormigueo en su piel, y aquel leve resplandor azul, tan perturbador.
—Adelante —asintió, enfadado consigo mismo—. Perro, ve con él.
Bane echó a correr, acompañado por el perro.
Limbeck asomó la cabeza del agujero. Observó al animal que daba brincos al lado de Bane, y los ojos estuvieron a punto de salírsele de las órbitas.
—Habría jurado... —El enano miró hacia el fondo del conducto—. El perro estaba ahí abajo...
— ¡Deprisa! —refunfuñó Haplo. Cuanto antes abandonaran aquel sitio, más tranquilo se sentiría. Ayudó a salir a Limbeck y tendió la mano para nacer lo mismo con Jarre cuando, de pronto, escuchó un grito y un ladrido excitado. Se volvió tan deprisa que estuvo a punto de desencajarle el brazo a la enana.
Bane, tendido boca abajo a los pies de la estatua, señalaba hacia abajo.
— ¡Lo he encontrado!
El perro, firme a su lado con las patas separadas, miraba el hueco con profunda suspicacia, desconfiando de cualquier cosa que pudiera haber allí abajo.
Antes de que Haplo pudiera impedírselo, Bane se deslizó como una anguila por el hueco y desapareció.
La estatua del dictor empezó a girar sobre su base, cerrando la abertura.
— ¡Ve tras él! —gritó Haplo.
El perro saltó al hueco que empezaba a cerrarse. Lo último que Haplo vio de él fue la punta de una cola plumosa.
— ¡Limbeck, evita que se cierre!
Haplo casi arrojó al suelo a Jarre y echó a correr hacia la estatua. Pero Limbeck le llevaba la delantera.
El rechoncho enano corrió cuanto pudo por el suelo de la Factría, impulsando furiosamente sus cortas y gruesas piernas. Al llegar a la estatua, se arrojó físicamente a la abertura, que seguía cerrándose lentamente, y se encajó como una firme cuña entre la base de la estatua y el suelo. Dio un empujón a aquélla para obligarla a abrirse otra vez de par en par y se inclinó a examinar la base.
— ¡Ah!, de modo que funciona así... —murmuró, al tiempo que se ajustaba las gafas en el puente de la nariz. Luego, alargó la mano para someter a prueba su teoría manipulando una lengüeta que había descubierto.
Haplo plantó el pie, suavemente pero con firmeza, sobre los dedos del enano.
—No toques eso. La estatua podría cerrarse de nuevo y quizá esta vez no pudiéramos impedirlo.
— ¿Haplo? —Le llegó la voz de Bane desde el interior del hueco—. Aquí abajo está terriblemente oscuro. ¿Me podrías pasar el guingué?
—Su Alteza debería haber esperado a los demás —fue la severa réplica de Haplo.
No hubo respuesta.
—Quédate quieto. No te muevas —dijo Haplo al muchacho—. Bajaremos en un momento. ¿Dónde está Jarre?
—Aquí —murmuró ella con una vocecilla, acercándose hasta detenerse frente a la estatua con la cara muy pálida—. Alfred dijo que no podríamos volver a salir por aquí.
— ¿Alfred dijo eso?
—Bueno, no con esas palabras. No querría asustarme, probablemente. Pero ésa tuvo que ser la razón por la que nos internamos en los túneles. Si hubiéramos podido escapar por la estatua, seguro que lo habríamos hecho, ¿no te parece?
—Con Alfred, ¿quién sabe? —Murmuró Haplo—. Pero es probable que tengas razón. Este artilugio debe de cerrarse cada vez que alguien se cuela por el hueco.
Lo cual significa que debemos encontrar la manera de mantenerlo abierto.
— ¿Lo consideráis prudente? —Inquirió Limbeck con inquietud, mirándolos desde su posición, mitad dentro y mitad fuera de la abertura—. ¿Y si vuelven los elfos y lo encuentran abierto?
—Si lo hacen, ya veremos —respondió Haplo, aunque no consideraba muy probable tal cosa, pues parecía que los elfos evitaban aquella zona de la Factría—.
No quiero terminar atrapado ahí abajo.
—Las luces azules nos condujeron a la salida —apuntó Jarre en un susurro, casi como si hablara consigo misma—. Unas luces azules que se parecían a ésas — añadió, señalando los tatuajes luminosos de la piel del patryn.
Haplo no hizo más comentarios y se alejó sigilosamente en busca de algo que utilizar como cuña. Regresó con un pedazo de tubería de sólido metal, indicó a Jarre y a Limbeck que se metieran en el hueco y siguió sus pasos. Tan pronto como hubo cruzado el umbral de la peana, la estatua empezó a deslizarse de nuevo a su lugar, lentamente y en silencio. Haplo colocó el tubo en la abertura. La estatua se cerró hasta presionar el obstáculo y éste resistió. El patryn probó a empujar y notó que la estatua cedía.
—Ya está. No es probable que los elfos se den cuenta, y así podremos abrir cuando regresemos. Y, ahora, veamos dónde estamos.
Jarre alzó el guingué, y la luz bañó el lugar.
Una angosta escalera de caracol de piedra conducía hacia el subsuelo en tinieblas. Unas tinieblas que, como había dicho Jarre, resultaban increíblemente silenciosas. El silencio daba la impresión de cubrirlo todo como una gruesa capa de polvo acumulada durante siglos sin la menor perturbación.
Jarre tragó saliva, la mano con que sostenía el guingué fue presa de un temblor y la luz se volvió vacilante. Limbeck sacó el pañuelo pero lo empleó para secarse la frente, no para limpiar las gafas. Bane, acurrucado al fondo de la escalera con la espalda apoyada en la pared de piedra, parecía alicaído e impresionado.
Haplo se frotó los signos mágicos que le escocían en el revés de las manos y reprimió con firmeza el impulso de marcharse de allí. El patryn había supuesto que, al bajar a aquellos túneles, eludirían el peligro invisible que los amenazaba, fuera cual fuese. Sin embargo, las runas de su cuerpo seguían emitiendo su leve resplandor azul, ni más intenso ni más apagado que minutos antes, en la Factría.
Lo cual resultaba incomprensible pues, ¿cómo podía la amenaza estar a la vez arriba y abajo?
— ¡Ahí! Esas cosas son las que hacen luz —dijo Jarre, e indicó una pared.
Haplo bajó la mirada y vio una hilera de runas sartán que orlaba la parte inferior de la pared. Recordó haber visto la misma serie de runas en Abarrach, donde Alfred las había empleado como guía para salir de los túneles de la Cámara de los Condenados.
Bane se agachó a estudiarlas y sonrió para sí. Satisfecho de sus conocimientos, puso un dedo en uno de los signos mágicos y lo pronunció en voz alta.
Al principio, no sucedió nada. Haplo entendió las palabras en idioma sartán, aunque el acento le resultó desagradable y chirriante como el chillido de una rata.
—Lo has pronunciado mal —dijo.
Bane alzó la mirada hacia él con un destello de rabia, pues no le gustaba que lo corrigieran, pero procedió a repetir la runa tomándose tiempo para articular debidamente los sonidos, extraños y difíciles.
El signo mágico se encendió con un centelleo, y su luz prendió al signo contiguo. Una tras otra, las runas continuaron iluminándose. En la parte inferior de la pared se formó una estela azulada que indicaba el camino escaleras abajo.
—Sigámosla —dijo Haplo, pero no era necesario que lo hiciera porque Bane, Limbeck y el perro ya descendían los peldaños de piedra.
Sólo Jarre se quedó atrás con la cara pálida y una expresión solemne, retorciendo los dedos y manoseando entre ellos un pequeño pliegue de tela de su falda.
—Es tan triste... —murmuró.
—Ya lo sé —respondió Haplo con un susurro.
CAPÍTULO 14
WONBE, DREVLIN REINO INFERIOR
Limbeck hizo un alto al pie de la escalera.
— ¿Y ahora, qué?
Desde el túnel en el que se encontraban, iluminado por las runas azules del zócalo, se abría un auténtico hormigueo de conductos. Los signos mágicos no iban más allá, casi como si aguardaran instrucciones.
— ¿Qué camino tomamos?
El enano habló en un susurro. Todos hablaban en voz baja, aunque no había ninguna razón para que no lo hicieran en un tono normal. El silencio se cernía sobre ellos, estricto e imponente, cortando todo asomo de conversación. Hasta el menor cuchicheo los hacía sentirse inquietos y culpables.
—La vez que estuve aquí, las luces azules nos condujeron al mausoleo — murmuró Jarre—. No quiero volver allí.
Haplo compartía sus deseos.
— ¿Recuerdas dónde estaba?
Jarre, agarrada con fuerza a la mano de Haplo como una vez había asido la de Alfred, cerró los ojos y se concentró.
—Creo que era el tercero por la derecha —dijo, señalando el túnel correspondiente.
Al instante, los signos mágicos se iluminaron y se dirigieron hacia el lugar indicado. Jarre soltó una exclamación y se acercó más a Haplo, asiéndose a él con ambas manos.
— ¡Vaya! —Bane emitió un leve silbido.
—Pensamientos —dijo Haplo, al tiempo que recordaba algo que Alfred le había contado mientras recorrían los túneles de Abarrach para ponerse a salvo—. Los pensamientos pueden afectar a las runas. Pensemos adonde queremos ir, y la magia nos conducirá hasta allí.
—Pero ¿cómo podemos pensar en un lugar si no sabemos cómo es ni dónde está?
Haplo seguía con el hormigueo y el escozor en la piel. Se frotó una mano con la pernera del pantalón y se obligó a mantener la paciencia y la calma.
—Tú y mi señor debéis de haber hablado de cómo funcionaría el control central de la máquina, ¿verdad, Alteza? ¿Qué idea tienes al respecto?
Bane guardó silencio unos momentos, meditando la respuesta.
—Le mostré al abuelo mis dibujos de la Tumpa-chumpa, y él se dio cuenta de que las partes de la máquina tenían un parecido con los órganos de nuestro cuerpo o los de los animales: las manos y los brazos dorados de los Levarriba, los silbatos con forma de bocas, las garras como patas de aves para excavar la coralita. Así pues, los controles deben de ser...
— ¡Un cerebro! —apuntó Limbeck, impaciente.
—No —replicó Bane con suficiencia—. Eso fue lo que dijo el abuelo, pero yo apunté que si la máquina tuviera un cerebro sabría lo que debía hacer y que resultaba obvio que carecía de él, ya que no cumplía su cometido. Alinear las islas, me refiero. Si tuviera un cerebro, la máquina lo haría por su cuenta; la Tumpachumpa funciona, le dije a Xar, pero sin un propósito. Más bien creo que lo que buscamos es el corazón.
— ¿Y qué dijo a eso mi señor? —inquirió Haplo con tono escéptico.
—Estuvo de acuerdo conmigo —contestó Bane con un aire de altiva superioridad.
— ¿Y qué hemos de hacer? ¿Pensar en corazones? —intervino Limbeck.
—Merece la pena intentarlo. —Haplo frunció el entrecejo y se rascó la mano—.
Al menos, es mejor que quedarse aquí sin hacer nada. No podemos permitirnos perder un momento más.
Concentró sus pensamientos en la imagen de un corazón gigantesco, un corazón que bombeaba vida a un cuerpo sin mente que lo dirigiera. Cuanto más pensaba en ello, más sentido cobraba la idea, aunque no estaba dispuesto a reconocerlo de ningún modo ante Bane. Además, encajaba con la teoría del propio patryn.
— ¡Las luces se están apagando! —Jarre se agarró de la mano de Haplo, clavándole los dedos.
— ¡Concéntrate! —soltó el patryn.
Los signos mágicos que iluminaban el pasadizo por la derecha parpadearon y perdieron intensidad hasta apagarse. Todos esperaron, conteniendo el aliento y pensando en corazones; todos eran, en aquel instante, profundamente conscientes de los latidos de sus propios corazones, que sonaban con fuerza en sus oídos.
A la izquierda, los signos mágicos mantuvieron su leve fulgor. Haplo deseó con fervor que las runas cobraran vida. En efecto, la luz se hizo más intensa, más firme, iluminando el camino en una dirección opuesta a la del mausoleo.
Bane lanzó una exclamación de triunfo. El grito le llegó rebotado, pero la voz que le devolvía el eco ya no parecía humana. Sonaba hueca, vacía, y le evocó a Haplo el desagradable recuerdo de la voz inánime de los muertos de Abarrach, los lazaros. Los signos tatuados en la piel del patryn centellearon de pronto y su luz aumentó de intensidad.
—Yo, de ti, no volvería a hacer eso, Alteza —advirtió entre dientes—. No sé qué hay ahí afuera, pero tengo la sensación de que alguien te ha oído.
Bane, con los ojos como platos, se acurrucó contra la pared.
—Creo que tienes razón —susurró con labios temblorosos—. Lo..., lo siento.
¿Qué hacemos?
Haplo soltó un bufido exasperado y trató de desasirse de los dedos contraídos de Jarre, que le estaban cortando la circulación.
—Vamos allá. ¡Pero démonos prisa!
Nadie del grupo necesitaba que le metieran prisa. A aquellas alturas, todos, incluido Bane, estaban impacientes por terminar su tarea y salir cuanto antes de aquel lugar.
Los signos luminosos los condujeron a través de los mil y un pasadizos.
— ¿Qué haces? —Preguntó Bane al tiempo que se detenía a observar a Haplo, que había hecho un alto en su avance por cuarta vez desde que habían penetrado en los túneles—. Creía haberte oído decir que no nos entretuviéramos.
—Así estaremos seguros de encontrar la salida, Alteza —replicó Haplo con frialdad—. Si te fijas, los signos mágicos se apagan una vez que los dejamos atrás.
Quizá no vuelvan a encenderse, o nos lleven en otra dirección. Una dirección que bien podría conducirnos a los brazos de los elfos.
El patryn estaba frente al arco de entrada del ramal del túnel en el que acababan de penetrar y, con la punta de la daga, trazaba su propio signo mágico en la pared. La runa no sólo era útil; a Haplo le producía cierta satisfacción dejar una marca patryn en un santuario sartán.
—Las runas sartán nos enseñarán la salida —protestó Bane, irritado.
—De momento, no nos han enseñado gran cosa —contestó Haplo.
Pero al cabo, tras unas cuantas vueltas y revueltas más, las runas los condujeron a una puerta cerrada al final de un pasillo.
Los signos mágicos luminosos que corrían a ras del suelo y saltaban otras puertas y bocas de túneles, dejándolas a oscuras, seguían ahora el arco de la puerta, enmarcándola con su luz. Recordando las runas de advertencia de Abarrach, Haplo se alegró de comprobar que, esta vez, los signos mágicos despedían un fulgor azulado y no rojizo. La puerta tenía la forma de un hexágono en cuyo centro había grabado un pequeño círculo de runas en torno a un punto sin inscripciones. A diferencia de la mayoría de runas sartán, éstas no estaban completas sino que parecían apenas a medio terminar.
La forma extraña de la puerta y la disposición de los signos mágicos le recordó a Haplo algo que ya había visto o encontrado antes, pero su memoria no le ofreció ayuda y apenas volvió a pensar en ello. Parecía un sencillo sistema de apertura cuya llave eran los signos grabados en el centro.
—Esto lo conozco —apuntó Bane tras estudiar la puerta unos instantes—. El abuelo me lo enseñó. Estaba en sus libros antiguos. Pero necesito estar más alto.
—Se volvió hacia Haplo—. Y necesito tu daga.
—Ten cuidado con ella —indicó el patryn, entregándole el arma—. Está muy afilada.
Sin duda, este recuerdo que no conseguía ubicar era el de las puertas de la ciudad sartán de Pryan, que Haplo describe en su diario, Pryan, mundo del fuego.
Bane contempló la hoja por unos instantes con añoranza y frustración. Haplo encaramó al muchacho y lo sostuvo a la altura de la estructura rúnica que guardaba la puerta.
Ceñudo y asomando la lengua en gesto de concentración, Bane clavó la punta de la daga en la madera de la puerta y empezó a trazar lentamente un signo mágico. Cuando lo hubo ultimado, la runa se encendió. Su llama se extendió a las runas que la rodeaban. Toda la estructura de signos mágicos brilló por unos instantes y se apagó de nuevo. La puerta se entreabrió, y una luz blanca y potente los hizo parpadear después de la prolongada oscuridad de los túneles.
Del otro lado de la puerta les llegó un sonido mecánico, metálico.
Haplo devolvió a Su Alteza al suelo sin miramientos, colocó al muchacho detrás de él y alargó la mano para sujetar a Limbeck, que ya se disponía a empujar la puerta para cruzar el umbral. El perro emitió un gruñido ronco y profundo.
— ¡Ahí dentro hay algo! —Los previno Haplo en un siseo—. ¡Atrás! ¡Todos atrás!
Más alarmados por la tensión de Haplo que por el ruido que les llegaba amortiguado, Bane y Limbeck obedecieron y retrocedieron hacia la pared. Jarre se unió a ellos con cara de susto.
— ¿Qué...? —empezó a decir Bane.
Haplo le dirigió una mirada furiosa, y el muchacho se apresuró a cerrar la boca. El patryn hizo una pausa y continuó escuchando por la rendija de la puerta entreabierta, desconcertado por los sonidos procedentes del otro lado. El tintineo metálico rechinante seguía a veces un patrón rítmico, otras veces era un matraqueo caótico y, en ocasiones, cesaba por completo, para recomenzar acto seguido. Y el ruido se desplazaba, primero acercándose a él y luego alejándose.
El patryn habría jurado que el ruido que escuchaba era el de . Haplo debería haber reconocido este signo mágico, que también había tenido ocasión de ver en Pryan. El enano Drugar lo llevaba grabado en un amuleto que pendía de su cuello. Estos signos mágicos, un sistema de apertura común entre los sanan, eran más ornamentales que funcionales pues —como demuestra Bane en este episodio— incluso los mensch pueden aprender a manejar la magia de los elementos. Los lugares que los sartán querían proteger de verdad y cuya entrada pretendían prohibir estaban rodeados de runas de advertencia y protección, una persona vestida con armadura completa que deambulaba por una gran sala. Sin embargo, en toda la historia de sus poderosas razas, ningún sartán o patryn había llevado jamás un artilugio tal, propio de los mensch. Y ello significaba que quien estaba detrás de la puerta, fuera quien fuese, tenía que ser un mensch. Probablemente, un elfo.
Limbeck tenía razón: los elfos habían detenido la Tumpa-chumpa.
Haplo prestó atención de nuevo a los sonidos metálicos que se desplazaban de un lugar a otro lentamente, con determinación, y sacudió la cabeza. No; si los elfos hubieran descubierto aquel lugar, habría gran número de ellos tras aquella puerta y el túnel donde se hallaban sería un hormiguero. En cambio, hasta donde Haplo alcanzaba a determinar, era una sola persona quien hacía aquellos ruidos extraños en el interior de la sala iluminada.
Echó un vistazo a sus tatuajes. Los signos mágicos seguían emitiendo un resplandor azul de advertencia, pero bastante mortecino.
— ¡Quedaos aquí! —Haplo dio la orden moviendo los labios sin emitir el menor sonido, y la acompañó de una severa mirada a Bane y Limbeck.
El muchacho y el enano asintieron.
Haplo desenvainó la espada, abrió la puerta de un enérgico puntapié y entró en la sala como una tromba, con el perro pegado a sus talones. De pronto, se detuvo, boquiabierto de asombro. El arma casi le resbaló de la mano.
Un hombre se volvió para recibirlo. Un hombre hecho totalmente de metal.
— ¿Cuáles son mis instrucciones? —preguntó el hombre metálico con voz monocorde, en el idioma de los humanos.
— ¡Un autómata! —exclamó Bane, que había desobedecido a Haplo y había penetrado en la estancia tras él.
El autómata era de la estatura de Haplo, o un poco más alto. Su cuerpo, réplica del de un humano, era de latón. Manos, brazos, dedos, piernas, pies; todo estaba articulado y se movía de una manera bastante natural, si bien un poco rígida. El rostro metálico había sido moldeado artísticamente para que recordara un rostro humano, con nariz y boca, aunque esta última no se movía. Las cejas y los labios estaban perfilados en oro, y en las cuencas de sus ojos brillaban unas piedras preciosas. Unas runas —runas sartán— cubrían todo su cuerpo de modo muy parecido a los tatuajes del patryn y, probablemente, con el mismo objeto.
Todo lo cual le resultaba a Haplo bastante curioso, aunque algo insultante, también.
El autómata estaba a solas en una sala circular vacía, de grandes dimensiones. En torno a él, instalados en las paredes de la sala, había globos oculares, cientos de ellos, idénticos al que sostenía en sus manos la estatua del dictor de la Factría, allá arriba. Cada uno de aquellos ojos fijos retrataba en su visión una parte distinta de la Tumpa-chumpa.
Haplo tuvo la impresión fantasmagórica de que aquellos ojos le pertenecían.
Se encontró mirando a través de cada una de aquellas pupilas. Entonces, comprendió: los ojos pertenecían al autómata. El traqueteo metálico que Haplo había escuchado procedía de los movimientos del autómata desplazándose de un ojo a otro, haciendo su ronda, manteniendo la vigilancia.
— ¡Ahí dentro hay alguien vivo! —exclamó Jarre en la puerta de la sala, sin osar aventurarse en ella. Los ojos de la enana estaban tan desorbitados que parecían a punto de saltarse del rostro—. ¡Tenemos que sacar a Haplo de aquí!
— ¡No! —Bane desechó la propuesta con resolución—. Sólo es una máquina, como la Tumpa- humpa.
—Yo soy la máquina —declaró el autómata con voz inanimada.
— ¡Eso es! —Exclamó Bane, agitado, mientras se volvía hacia Haplo—. ¿No lo ves? ¡Él es la máquina! ¿Ves esas runas que lo cubren? Todas las piezas de la Tumpa-chumpa están conectadas con él mediante la magia. ¡Él ha dirigido su funcionamiento durante todos estos siglos!
—Sin cerebro... —murmuró Haplo—. Obedeciendo sus últimas instrucciones, fueran cuales fuesen...
— ¡Esto es maravilloso! —Limbeck exhaló un suspiro. Los ojos se le llenaron de lágrimas, y el cristal de sus gafas se empañó. El enano se las quitó de la nariz y se quedó mirando al hombre máquina con sus ojos miopes y una expresión de temor reverente, sin hacer el menor movimiento para acercarse a él, satisfecho con adorarlo a distancia—. Jamás imaginé algo tan maravilloso.
—A mí me parece espantoso —intervino Jarre con un estremecimiento—. Y, ahora que lo hemos visto, vamonos. No me gusta este lugar. Y tampoco me gusta esa cosa.
Haplo compartía sus sentimientos. A él tampoco le gustaba aquel lugar. El autómata le recordaba a los cadáveres vivientes de Abarrach, cuerpos muertos devueltos a la vida por el poder de la nigromancia. El patryn tenía la sensación de que allí estaba actuando el mismo tipo de magia negra, sólo que en este caso había dado vida a algo que no estaba destinado a tenerla. Aquello era un poco mejor, pensó, que devolver a la vida un cuerpo en putrefacción. O tal vez no. Al menos, los muertos poseían alma. Aquel artefacto de metal carecía no sólo de mente, sino también de espíritu.
El perro olisqueó los pies del autómata y alzó la cabeza hacia Haplo, desconcertado, como preguntándose por qué aquello, que se movía como un hombre y hablaba como un hombre, no olía como tal.
—Ve a la puerta a vigilar —ordenó Haplo al animal.
Harto del autómata, el perro obedeció de buena gana.
Limbeck, pensativo, recurrió a su pregunta favorita:
— ¿Por qué? Si ese hombre de metal ha estado dirigiendo la máquina todos estos años, ¿por qué se ha detenido la Tumpa-chumpa?
Bane meditó la respuesta y sacudió la cabeza.
—No tengo idea —se vio obligado a reconocer, encogiéndose de hombros.
Haplo se rascó los tatuajes luminosos de la mano, consciente de que el peligro que acechaba al grupo no se había reducido.
—Quizá tiene algo que ver con la apertura de la Puerta de la Muerte, Alteza.
—Mucho sabes tú de... —empezó a decir Bane en tono de suficiencia, pero lo interrumpió el autómata, que se volvió hacia Haplo.
—La Puerta está abierta. ¿Cuáles son mis instrucciones?
—Ahí está —apuntó Haplo con satisfacción—. Ya lo imaginaba. Ésa es la razón de que la Tumpa- humpa se haya detenido.
— ¿Qué puerta? —inquirió Limbeck con expresión ceñuda. Se limpió las gafas y volvió a colocarlas en su sitio—. ¿De qué estáis hablando?
—Supongo que puedes tener razón —murmuró Bane, al tiempo que dirigía una mirada torva a Haplo—. Pero, ¿y si es así? ¿Qué hacemos entonces?
— ¡Exijo saber qué está sucediendo! —Limbeck les dirigió una mirada de furia.
—Te lo explicaré en cuatro palabras —dijo Haplo—. Míralo así, Alteza: los sartán pretendían que los cuatro mundos funcionaran conjuntamente. Digamos que la Tumpa-chumpa no estaba destinada sólo a provocar el alineamiento de las islas de Ariano. Supongamos que la máquina tenía otras tareas, aparte de ésta; tareas que tienen algo que ver con los demás mundos.
—Mi verdadera tarea empieza con la apertura de la Puerta —dijo el autómata—. ¿Cuáles son mis instrucciones?
— ¿Cuál es tu verdadera tarea? —fue la astuta respuesta de Bane.
—Mi verdadera tarea empieza con la apertura de la Puerta. He recibido la señal. La Puerta está abierta. ¿Cuáles son mis instrucciones?
« ¿Dónde están las ciudadelas?» De pronto, Haplo evocó el recuerdo de los titanes de Pryan. Otras criaturas sin alma cuya frustración al no tener respuesta a su pregunta las había conducido a dar muerte a cualquier desventurado ser vivo que se cruzara en su camino. « ¿Dónde están las ciudadelas? ¿Cuáles son mis instrucciones?» —Bien, dadle las instrucciones. ¡Decidle que ponga en funcionamiento la máquina y vayámonos de aquí! —dijo Jarre, cambiando el peso de su cuerpo de su pie a otro con gesto nervioso—. La maniobra de diversión no puede durar mucho más.
—No pienso ir a ninguna parte hasta que sepa exactamente qué sucede aquí —declaró Limbeck con firmeza.
—Jarre tiene razón, Alteza —terció Haplo—. Indícale qué debe hacer y marchémonos.
—No puedo —respondió Bane, mirando al patryn por el rabillo del ojo con ademán socarrón.
— ¿Cómo es eso, Alteza?
—O sea, sí que puedo, pero me llevará mucho tiempo. Muchísimo. Primero, tengo que averiguar cuál es el propósito de cada parte de la máquina. Después, tendré que dar instrucciones específicas a cada una de ellas...
— ¿Estás seguro? —Haplo miró al muchacho con suspicacia.
—Es el único método seguro —replicó Bane, envuelto en un halo de inocencia—. Y quieres que haga todo esto de la manera más segura, ¿verdad? Si cometiera un error, o lo cometieras tú, y la máquina empezara a funcionar caóticamente... tal vez dispersando las islas al azar o enviándolas al fondo del Torbellino... —El pequeño se encogió de hombros—: Miles de personas podrían morir...
Jarre ya tenía el borde de la falda hecho un nudo de tanto retorcerlo.
—Marchémonos de aquí ahora mismo. Sabremos arreglárnoslas tal como estamos. Aprenderemos a vivir sin la Tumpa-chumpa. Cuando los elfos descubran que no volverá a funcionar, se marcharán...
—No lo harán —replicó Limbeck—. Si lo hicieran, morirían de sed. Se quedarán y buscarán y hurgarán hasta descubrir al hombre de metal y entonces serán ellos los que se apoderen de...
—El survisor jefe Limbeck tiene razón —lo apoyó Bane—. Debemos...
El perro empezó a gruñir y lanzó su ladrido de advertencia. Haplo se observó la mano y el brazo y advirtió que las runas brillaban con más intensidad.
—Viene alguien. Probablemente, han descubierto el agujero de la estatua.
—Pero, ¿cómo? ¡Ahí arriba no había ningún elfo!
—No lo sé —murmuró Haplo con tono sombrío—. O bien la maniobra de los enanos no ha dado resultado, o los elfos han sido puestos sobre aviso. Pero, ahora, eso no importa. ¡Tenemos que marcharnos de aquí, enseguida!
— ¡Qué tontería! —Bane se plantó ante él con una mirada colérica y desafiante—. No seas estúpido. ¿Cómo van a encontrarnos esos elfos? Las runas que nos han conducido hasta aquí se han ido apagando a nuestro paso. Sólo tenemos que ocultarnos aquí y...
El muchacho tenía razón, reflexionó Haplo. Se estaba comportando como un estúpido. ¿De qué tenía miedo? Podían cerrar la puerta y esconderse allí dentro.
Los elfos podían batir los túneles durante años sin dar con ellos.
Abrió la boca para dar la orden, pero no surgió de sus labios palabra alguna.
El patryn había sobrevivido hasta allí gracias a confiar en su intuición. Y la intuición, ahora, le decía que se marchara de aquel lugar lo antes posible.
—Haz lo que digo, Alteza.
Haplo agarró a Bane por un brazo y empezó a arrastrarlo hacia la puerta, pese a la resistencia del pequeño.
—Mira esto. —El patryn colocó la mano, cuyos tatuajes brillaban intensamente, ante las narices de Bane—. No sé cómo han averiguado que estábamos aquí abajo, pero lo saben, créeme.
Nos están buscando y, si nos quedamos en esta sala, será aquí donde nos encuentren. Aquí... con el autómata. ¿Es eso lo que quieres? ¿Es eso lo que querría Xar?
Bane lo miró, furioso; el odio brillaba en los ojos del pequeño, frío y desnudo como la hoja de un puñal. La intensidad de aquel odio y la malicia que lo acompañaba dejaron perplejo a Haplo y perturbaron sus pensamientos por unos momentos. La mano aflojó la presión, y Bane se desasió con un enérgico tirón.
— ¡Eres un completo estúpido! —masculló por lo bajo, amenazador—. ¡Te demostraré que eres un estúpido de pies a cabeza! —Y, dando media vuelta, empujó a Jarre a un lado, llegó a la puerta y echó a correr pasadizo adelante.
— ¡Vete tras él! —ordenó Haplo al perro, y éste obedeció en el acto.
Limbeck se quitó las gafas y contempló con añoranza al autómata que, impertérrito, seguía inmóvil en el centro de la estancia.
—Sigo sin comprender... —empezó a decir.
— ¡Ya te lo explicaré más tarde! —respondió Haplo con exasperación.
Jarre se hizo cargo de la situación. Agarrando al augusto líder de la UAPP como solía, arrastró a Limbeck al otro lado de la puerta, a la antesala.
— ¿Cuáles son mis instrucciones? —inquirió el autómata.
—Cierra la puerta —le gruñó Haplo, satisfecho de alejarse de aquel cadáver metálico.
Ya en el pasadizo, hizo una pausa para orientarse. Llegaron hasta él las ruidosas pisadas de Bane mientras corría túnel adelante, desandando el camino por el que habían venido. El símbolo mágico patryn que Haplo había grabado sobre el arco emitía un mortecino y vacilante resplandor verdeazulado. Por lo menos, Bane había tenido el buen juicio de echar a correr en la dirección adecuada, aunque era muy posible que ello lo condujera directamente a los brazos de sus perseguidores.
Se preguntó qué le rondaría por la cabeza a aquel chiquillo estúpido.
Cualquier cosa, con tal de crear problemas, se respondió. Aunque, en realidad, poco importaba. Bane era un mensch, igual que los elfos. Podía ocuparse de todos ellos con suma facilidad. Ni siquiera se enterarían de lo que se les venía encima.
Entonces, ¿por qué estaba asustado, tan asustado que el miedo casi le impedía pensar?
—No me lo explicó —se respondió en un murmullo. Se volvió a Limbeck y a Jarre—. Tengo que detener a Su Alteza. Vosotros dos seguidme lo más rápido que podáis y alejaos todo lo posible de esa sala. Esos signos no seguirán encendidos mucho tiempo —añadió, señalando el símbolo patryn—. Si los elfos capturan a Bane, ocultaos y dejadme actuar a mí. No intentéis haceros los héroes.
Dicho esto, echó a correr pasadizo adelante.
— ¡Te seguiremos! —prometió Jarre, y se volvió hacia Limbeck. El enano, con las gafas en la mano, contemplaba con ojos miopes la puerta que se había cerrado tras él.
— ¡Limbeck, vamos! —ordenó la enana.
— ¿Y si no volvemos a encontrar este sitio nunca más? —apuntó él en tono lastimero.
« ¡Espero que así sea!», estuvo a punto de replicar Jarre, pero se mordió la lengua. Tomó de la mano al abstraído survisor jefe (algo que no había hecho en mucho tiempo, advirtió la enana) y tiró de él con insistencia.
—Tenemos que irnos, querido. Haplo tiene razón. No podemos permitir que los elfos encuentren a ese..., ese autómata.
Limbeck exhaló un profundo suspiro. Se puso las gafas y, plantándose ante la puerta, cruzó los brazos sobre su amplio pecho y declaró resueltamente:
—No. Yo no me voy.
CAPÍTULO 15
WOMBE, DREVLIN REINO INFERIOR
—Como sospechaba, los gegs han efectuado esa maniobra para desviar nuestra atención —declaró el capitán elfo junto a la estatua del dictor, tras inspeccionar el hueco que se apreciaba tras la rendija de la peana—. Uno de vosotros, quitad ese pedazo de tubería.
Ninguno de los miembros del escuadrón de elfos se apresuró a cumplir la indicación del capitán. Sin mover los pies de donde los tenían, los soldados se limitaron a mirarse unos a otros o a lanzar miradas de reojo a la estatua.
El capitán se volvió para ver por qué no se cumplía su orden.
— ¿Y bien? ¿Qué os sucede?
Uno de los elfos, tras un marcial saludo, tomó la palabra.
—La estatua está maldita, capitán Sang-Drax.. Todo el que haya pasado un poco de tiempo aquí lo sabe...
El comentario era una referencia, nada sutil, al hecho de que el capitán era un recién llegado a Drevlin.
—Si los gegs han bajado ahí, están perdidos —dijo otro soldado.
— ¡Maldita sea! —Sang-Drax soltó un bufido—. ¡Malditos vosotros, si no obedecéis las órdenes! ¡Y, si pensáis que ese feo pedazo de roca os puede hacer algún mal, esperad a ver las consecuencias de mi maldición! —Con una mirada furiosa, añadió—: ¡Teniente Ban'glor, quite ese tubo!
A regañadientes, temeroso de la maldición de la estatua pero más temeroso de su capitán, el elfo elegido dio un paso adelante. Con cautela, pálido y con un reguero de sudor en el rostro, alargó la mano y sujetó el objeto. Los demás soldados retrocedieron un paso inconscientemente, captaron la mirada colérica del oficial y se detuvieron. Ban'glor tiró del tubo y casi cayó de espaldas, pues no esperaba que se deslizara con tanta facilidad. La base de la estatua giró y se abrió, dejando a la vista los peldaños que se perdían en las tinieblas.
—Oigo ruidos ahí abajo.
El capitán se acercó y miró hacia el fondo del hueco. Los demás elfos lo observaron en un silencio incómodo. Todos sabían cuál iba a ser la siguiente orden.
— ¿De dónde ha sacado el alto mando a este imbécil con ardor guerrero? —le cuchicheó un soldado a otro.
—Ha llegado en el último embarque de tropas —respondió el otro en tono tenebroso.
—Vaya una suerte, haber caído en sus manos. Primero, el capitán Ander'el va y se mata...
— ¿Nunca te has preguntado cómo pudo suceder eso? —lo interrumpió su compañero.
El capitán Sang-Drax tenía la mirada fija en el hueco de la peana de la estatua, pendiente de la posible repetición del sonido que había atraído su atención.
—Silencio ahí atrás —exclamó, volviéndose con gesto irritado.
Los dos soldados enmudecieron y se quedaron inmóviles, inexpresivos. El oficial reanudó su reconocimiento y se introdujo a medias por la abertura en un vano intento de ver algo en la oscuridad.
— ¿Cómo pudo suceder, qué? —cuchicheó el soldado a espaldas del capitán.
—La muerte de Ander'el.
—Se emborrachó, salió al descubierto bajo la tormenta y... —El soldado se encogió de hombros.
— ¿Ah, sí? —Replicó su compañero—. ¿Y cuándo has visto que el capitán Ander'el no aguantara el licor?
El otro soldado dirigió una mirada sorprendida al que acababa de hablar.
— ¿Qué estás diciendo?
—Lo que comentan muchos. Que la muerte del capitán no fue ningún accidente...
Sang-Drax se volvió.
—Vamos a entrar —anunció. Señaló a los dos soldados que estaban hablando y les ordenó—: Vosotros dos, abrid la marcha.
Los dos soldados cruzaron una mirada. Desde aquella distancia, se dijeron en silencio el uno al otro, era imposible que los hubiera oído. Displicentemente, sin prisas, se dispusieron a obedecer. El resto del escuadrón avanzó tras ellos, lanzando nerviosas miradas a la estatua y dando un amplio rodeo para no pasar cerca de ella. El capitán Sang-Drax, el último en descender, siguió a sus hombres con una leve sonrisa en sus finos y delicados labios.
Haplo corrió tras Bane y el perro. Mientras lo hacía, echó una ojeada a su piel, que ahora despedía un intenso resplandor azulado teñido de un rojo subido, y masculló una maldición. No debería haber acudido allí, ni debería haber permitido la presencia de Bane y de los enanos. Debería haber hecho caso de a advertencia que intentaba transmitirle su cuerpo aunque no le encontrara sentido. En el Laberinto, no habría cometido nunca tal error.
—Me he vuelto demasiado arrogante, maldita sea —murmuró—. Demasiado seguro de mí mismo, creyéndome a salvo en un mundo de mensch.
Pero lo más inexplicable, lo más desquiciante, era que, efectivamente, estaba a salvo. Y, no obstante, sus runas de protección y defensa brillaban en la oscuridad, aún más intensas y, ahora, rojas además de azules.
Aguzó el oído tratando de captar las recias pisadas de los dos enanos, pero no las escuchó. Tal vez habían tomado otra dirección. Los pasos de Bane sonaban más cercanos, pero aún a cierta distancia. El muchacho corría con toda la rapidez y todo el descuido de un chiquillo asustado. Estaba haciendo lo acertado, evitar que los elfos descubrieran la sala del autómata, pero dejarse coger para conseguirlo no parecía una buena solución.
Haplo dobló un recodo y se detuvo un momento a escuchar. Oyó voces; voces de elfos, estaba seguro, aunque era incapaz de calcular a qué distancia estaban, pues los sinuosos pasadizos distorsionaban los sonidos impidiéndole precisar si se hallaba o no cerca de la estatua.
El patryn envió un mensaje urgente al perro: ¡Deteen a Bane! ¡Y no te separes de él! Después, emprendió de nuevo la persecución a la carrera. Si conseguía alcanzar al muchacho antes de que los elfos...
Un grito, ruidos de pelea y los gruñidos y ladridos del perro, urgentes y furiosos, lo hicieron detenerse en seco. Delante de él había problemas. Dirigió una breve mirada sobre el hombro. Los enanos seguían sin aparecer por ninguna parte.
Bueno, tendrían que arreglarse por su cuenta. Haplo no podía ocuparse de ellos, pues debía hacerlo de Bane. Además, Limbeck y Jarre estarían más cómodos en aquellos túneles, donde sin duda serían capaces de encontrar un escondrijo.
Así pues, los apartó de su mente y siguió avanzando, esta vez con sigilo.
¡Silencio, perro!, ordenó al animal. ¡Y sigue atento!
Los ladridos del perro cesaron.
— ¡Vaya!, ¿qué tenemos aquí, teniente?
— ¡Un niño! Un cachorro humano, capitán. —El elfo parecía sumamente perplejo—. ¡Ay! ¡Deja eso, pequeño bastardo!
— ¡Suéltame! ¡Me haces daño! —exclamó Bane.
— ¿Quién eres? ¿Qué haces aquí, muchacho? —preguntó el oficial en el tono brusco que utilizaba la mayoría de los elfos para dirigirse a los humanos, convencidos de que era el único que éstos entendían.
—Y cuida tus modales, muchacho. —Sonó un bofetón; seco, frío e impersonal—. El capitán te ha hecho una pregunta. Responde, pues.
El perro emitió un gruñido. ¡No, muchacho!, le ordenó Haplo en silencio.
Quieto.
Bane soltó un jadeo de dolor, pero no lloriqueó ni se quejó.
—Lamentarás lo que has hecho —dijo en un susurro amenazador.
El elfo soltó una risotada y golpeó de nuevo al chiquillo.
— ¡Habla!
Bane tragó saliva, y tomó aire entre dientes. Cuando volvió a hablar, lo hizo con fluidez en el idioma de los elfos.
—Estaba buscándoos cuando encontré la estatua abierta y bajé por curiosidad. No soy un humano cualquiera. Soy el príncipe Bane, hijo del rey Stephen y de la reina Ana de Volitaran y Ulyndia. Será mejor que me tratéis con el debido respeto.
«Bravo, muchacho.» Haplo, a su pesar, tuvo que dar su aplauso a Bane.
Aquella declaración haría que los elfos se detuvieran a pensar.
El patryn se deslizó en silencio hasta la boca del pasadizo donde los elfos habían capturado al chiquillo. Desde allí podía verlos: seis soldados y un oficial elfos, situados cerca de la escalera que conducía de nuevo a la estatua.
Los soldados se habían desplegado por el pasadizo con las espadas desenvainadas y lanzaban miradas nerviosas a un lado y a otro. Era evidente que se sentían incómodos, allí abajo. Sólo el oficial parecía frío y despreocupado, aunque Haplo apreció que la respuesta de Bane lo había tomado por sorpresa. El capitán elfo se frotó la puntiaguda barbilla y estudió al humano con aire pensativo.
—El cachorro del rey Stephen ha muerto —dijo el soldado que retenía a Bane—. Lo sabemos muy bien, pues nos ha acusa—o de asesinarlo.
—Entonces, deberíais saber que no lo habéis hecho —replicó el muchacho con astucia—. Soy el príncipe, podéis estar seguros. El hecho mismo de que esté aquí, en Drevlin, debería ser una demostración de lo que digo. —El muchacho hablaba con desdén. Se llevó la mano a la mejilla dolorida para frotársela, pero reprimió el gesto y se mantuvo firme donde estaba, lanzando miradas iracundas a sus captores, demasiado orgulloso como para reconocer que le habían hecho daño.
— ¿Ah, sí? —Dijo el capitán—. ¿Cómo es eso?
Era evidente que el oficial estaba impresionado. ¡Qué caramba!, el propio Haplo lo estaba. Por un instante, había olvidado la astucia y la capacidad de manipulación del pequeño. El patryn se relajó y se dedicó a estudiar a los soldados para decidir qué clase de magia podía usar para dejar fuera de combate a los elfos sin que Bane sufriera daño.
—Estoy prisionero. Prisionero del rey Stephen. Estaba esperando una oportunidad para escapar y, cuando esos estúpidos gegs se marcharon para atacar vuestra nave, se presentó la ocasión. HuÍ y vine en vuestra busca, pero me perdí y he terminado aquí abajo. Llevadme de vuelta a Tribus. Veréis cómo sois recompensados por las molestias. —Bane les dirigió una sonrisa candorosa.
— ¿Llevarte de vuelta a Tribus? —El capitán elfo parecía sumamente divertido—. ¡Tendrás suerte si decido malgastar las energías necesarias para llevarte a lo alto de esa escalera, siquiera! La única razón de que no te haya matado todavía, pequeño gusano, es que tienes razón en una cosa: en efecto, siento una gran curiosidad por saber qué hace aquí, en el Reino Inferior, un mocoso humano como tú. Y te recomiendo que esta vez digas la verdad.
—No veo la necesidad de decirte nada. ¡Y no estoy solo! —exclamó Bane en un chillido agudo. Luego, volviéndose, señaló el túnel por el que había llegado hasta allí—. Se ocupa de mí un guardián, uno de los misteriarcas. Y tiene con él a algunos gegs. ¡Ayúdame a escapar de él antes de que pueda detenerme!
Bane se agachó bajo el brazo del capitán elfo y corrió hacia la escalera. El perro, tras una breve mirada a Haplo, salió tras el muchacho.
— ¡Vosotros dos, coged al mocoso! —Se apresuró a ordenar el capitán—. ¡Los demás, venid conmigo!
El oficial extrajo una daga de la vaina que llevaba al cinto y se encaminó hacia el pasadizo que había señalado Bane.
« ¡Pequeño miserame!», pensó Haplo entre maldiciones. Invocó la magia y pronunció y trazó los signos mágicos que llenarían el pasadizo con un gas tóxico.
En cuestión de segundos, todos, incluido Bane, quedarían inconscientes. Elevó la mano y, mientras el primer signo mágico ardía en el aire bajo sus dedos, se preguntó de quién intentaba escapar Bane, en realidad.
De pronto, una silueta rechoncha apareció de detrás del patryn.
— ¡Estoy aquí! ¡No me hagáis daño! ¡Estoy sola, no hay nadie más conmigo!
Era la voz de Jarre. Avanzando con paso trabajoso por el pasadizo, la enana se encaminó directamente hacia los elfos.
Haplo no había advertido la cercanía de la enana y no se atrevió a detener su magia el tiempo necesario para cogerla y ponerla fuera del campo de acción de su hechizo. Jarre recibiría el efecto del gas somnífero, pues el patryn no tenía más remedio que continuar. Más tarde, cuando volviera a buscar a Bane, recogería también a Jarre.
Salió de su escondite. Los elfos se detuvieron, confusos. Vieron las runas que brillaban en el aire y, ante ellos, a un hombre que irradiaba un resplandor rojo y azul. Aquél no era ningún misteriarca. Ningún humano podía obrar una magia parecida. Los soldados se volvieron hacia el capitán en espera de órdenes.
Haplo terminó de trazar la ultima runa. El hechizo estaba casi ultimado. El capitán elfo se dispuso a arrojar su daga, pero el patryn apenas le prestó atención.
Ningún arma mensch podía hacerle nada. Terminó el signo mágico, dio un paso atrás y aguardó a que el hechizo obrara efecto.
No sucedió nada.
La primera runa, inexplicablemente, parpadeó y no tardó en apagarse. Haplo lo presenció, perplejo. La segunda runa, que dependía de la primera, empezó a difuminarse también. El patryn no podía creer lo que veía. ¿Había cometido algún error? No, imposible. El hechizo era muy sencillo y...
Una llamarada de dolor le traspasó el hombro. Bajó la vista y descubrió la empuñadura de un puñal sobresaliendo de su camisa. Debajo de ésta se formó al instante una gran mancha oscura de sangre. La rabia, la confusión y el dolor le nublaron cualquier pensamiento coherente. ¡Nada de aquello debería estar sucediendo! ¡Las runas tatuadas en su piel deberían haberlo protegido! ¡El maldito hechizo debería estar surtiendo efecto! ¿Por qué no había sucedido nada de ello?
Miró a los ojos —los encendidos y almendrados ojos— del capitán elfo y vio la respuesta.
Agarró la daga, pero no tuvo fuerzas para extraerla. Un calor horrible, mareante, había empezado a extenderse por su cuerpo. El calor le revolvió las entrañas, le dio náuseas. La terrible sensación le debilitó los músculos, y la mano le cayó al costado, flácida e inerte. Le fallaron las rodillas. Se tambaleó, estuvo a punto de caer y trastabilló hasta la pared en un esfuerzo por mantenerse en pie.
Pero el calor se extendía ya hasta su cerebro. Se derrumbó en el suelo... Y ya no supo nada más.
CAPÍTULO 16
WOMBE, DREVLIN REINO INFERIOR
Jarre estaba sentada con las piernas cruzadas en el suelo de la Factría, cerca de la estatua del dictor, tratando de mantener la vista apartada de la peana de la estatua, de la abertura que conducía a los extraños túneles. Pero, cuantos más esfuerzos hacía por no mirar hacia allí, más a menudo se descubría con los ojos fijos en ella.
Clavó la mirada en cualquier otra parte: en uno de los centinelas elfos, en Bane, en el perro inquieto... Cuando se dio cuenta, volvía a tener la mirada puesta en la abertura.
Esperando ver aparecer a Limbeck.
Había pensado al detalle lo que haría cuando viera a Limbeck asomar torpemente por el hueco. Crearía una maniobra de distracción como la que había llevado a cabo en los túneles. Simularía que intentaba escapar. Echaría a correr hacia la puerta principal de la Factría, alejándose de la estatua. Eso le daría tiempo a Limbeck para salir, cruzar el suelo sin ser visto y colarse de nuevo en los túneles que empleaban los enanos y que los habían conducido hasta allí.
«Sólo espero que no se le ocurra hacer nada estúpido y caballeroso —se dijo Jarre, mientras la mirada se le escapaba una vez más hacia la estatua—. Aleo así como intentar rescatarme. Eso es lo que habría hecho el Limbeck de antes.
Afortunadamente, ahora es más razonable.» Sí, ahora era más razonable. Sumamente razonable. Era muy razonable por su parte dejar que ella se sacrificara, que se dejara capturar por los elfos, que fuera ella quien los despistara y los alejara de la sala del autómata. Al fin y al cabo, el plan había sido de ella, pero Limbeck lo había aceptado de inmediato. Una actitud muy razonable por su parte: no había protestado, no había intentado convencerla de que se quedara, no se había ofrecido a acompañarla.
—Cuídate, querida —le había dicho, mirándola a través de aquellas gafas infernales—, y no les digas nada de esta sala.
Todo muy razonable.
Jarre admiraba a la gente razonable. Lo cual le hacía preguntarse por qué tenía el incontenible deseo de romperle de un puñetazo aquella boca tan razonable.
Con un suspiro, contempló la estatua y siguió recordando su plan y las consecuencias que había tenido.
Mientras corría por el túnel, la había asustado más la visión de Haplo, de su piel deslumbrante de magia luminosa, que la presencia de los elfos. Allí, casi se había sentido incapaz de continuar con su plan de acción, pero entonces Bane había gritado algo en elfo acerca de los gegs y había señalado el túnel, en dirección a la sala del autómata.
A partir de aquel momento, todo había sido muy confuso. Aterrorizada ante la posibilidad de que descubrieran a Limbeck, Jarre se puso al descubierto y echó a correr, gritando que estaba sola. Bane desapareció escaleras arriba, algo pasó zumbando junto a su cabeza y oyó una exclamación de dolor de Haplo. Cuando volvió la cabeza, lo vio retorciéndose en el suelo mientras el resplandor mágico de su piel se desvanecía rápidamente. En el momento en que se disponía a acudir en su ayuda, dos elfos la atraparon y la inmovilizaron.
Uno de los elfos se inclinó sobre Haplo y lo examinó con detenimiento. Los demás se mantuvieron a distancia. Un grito procedente de arriba, seguido de un lamento de Bane, indicó que los elfos habían conseguido capturar al muchacho.
El elfo arrodillado junto a Haplo alzó la vista a sus subordinados, dijo algo que Jarre no comprendió e hizo un gesto imperioso. Los dos elfos la llevaron escaleras arriba y la depositaron donde estaba ahora, en el suelo de la Factría.
Sentado a su lado, la enana encontró a Bane. El muchacho tenía un aspecto contrito; el perro estaba agazapado a su lado y Bane tenía la mano sobre el lomo del animal. Cada vez que el perro intentaba incorporarse, probablemente para ir a ver qué le sucedía a su amo, el muchacho lo obligaba a quedarse donde estaba.
— ¡No te muevas! —ordenaron los elfos a Jarre en un tosco idioma enano.
Ella obedeció con bastante docilidad y se dejó caer al lado de Bane.
— ¿Dónde anda Limbeck? —preguntó éste a Jarre en un susurro, utilizando también el idioma de la enana.
¿Cuándo lo había aprendido? La última vez que Bane había estado allí, no sabía hablar su lengua. Hasta aquel momento, Jarre no le había oído una palabra en el idioma de los enanos y el descubrimiento de que lo dominaba le produjo una profunda irritación.
Como única respuesta, Jarre le dirigió una mirada absolutamente inexpresiva, como si le hubiera hablado en elfo y no hubiese entendido una palabra. Con una mirada a hurtadillas a sus guardianes, los vio concentrados en una conversación en voz baja y observó cómo volvían mas de una vez la mirada hacia la abertura en la base de la estatua.
Jarre se volvió hacia Bane, le hundió dos dedos en el brazo y le susurró:
—Estoy sola. No lo olvides.
Bane abrió la boca para soltar un grito pero, tras echar un vistazo a la expresión de Jarre, decidió que era mejor guardar silencio. Mientras se acariciaba el brazo dolorido, se apartó de la enana y permaneció sentado a cierta distancia, callado y malhumorado, urdiendo probablemente alguna nueva diablura.
Jarre no pudo evitar pensar que, en cierto modo, todo aquello era culpa del muchacho. Y llegó a la conclusión de que Bane no le agradaba.
De momento, no sucedió mucho más. Los otros elfos deambulaban inquietos en torno a la estatua, vigilando a los prisioneros sin dejar de dirigir miradas nerviosas hacia el hueco en sombras. El capitán elfo y Haplo no aparecieron. Y no había el menor rastro de Limbeck.
En situaciones como aquélla, el tiempo transcurría muy despacio. Jarre lo sabía y aguantó con paciencia. Pero, incluso con esa paciencia, llegó un momento en que se dijo que llevaba allí sentada muchísimo rato. Se preguntó cuánto durarían iluminados los símbolos mágicos que Haplo había trazado sobre los arcos para señalar el camino de salida; seguramente, pensó, ya se habían apagado.
Limbeck no vendría. No acudiría en su rescate, no se uniría a ella. El enano iba a ser... razonable.
Las recias pisadas de unas botas atronaron sobre el suelo de la Factría. Una voz gritó algo, y los centinelas se pusieron firmes. Jarre, esperanzada, se dispuso a correr. Pero quien apareció no fue el respetable líder de la UAPP, con sus gruesas gafas.
Sólo era un elfo. Y venía de otra dirección, procedente de la parte delantera de la Factría. Jarre emitió un suspiro.
El elfo señaló a los dos prisioneros y dijo algo que Jarre no entendió. Los guardianes se apresuraron a responder, con evidente alivio.
Bane se incorporó al instante, con aire más animado. El perro también se levantó con un gimoteo anhelante. Jarre permaneció donde estaba.
—Vamos, Jarre —dijo el muchacho con una sonrisa magnánima que lo perdonaba todo—. Se nos llevan de aquí.
— ¿Adonde? —preguntó la enana con suspicacia, poniéndose en pie lentamente.
—A ver al comandante jefe. No te preocupes, todo irá bien. Yo me ocuparé de ti.
Jarre no le creyó. Miró con irritación a los elfos que se acercaban y cruzó los brazos sobre el pecho, dispuesta a resistirse, si era necesario.
— ¿Dónde está Haplo? —inquirió.
— ¿Cómo voy a saberlo? —Replicó Bane, encogiéndose de hombros—. La última vez que lo vi estaba ahí abajo, a punto de hacer alguno de sus trucos de magia. Supongo que no le ha funcionado —añadió.
Con una nota de presuntuosidad, en opinión de Jarre.
—Tienes razón, no le dio resultado —dijo la enana—. Haplo estaba herido. El elfo le arrojó un puñal.
—Una verdadera lástima —murmuró Bane con sus azules ojos muy abiertos—. ¿Y Limbeck? ¿Estaba con él?
Jarre miró al muchacho con rostro inexpresivo.
— ¿Quién?
Bane enrojeció de rabia pero, antes de que pudiera replicar, un guardián elfo interrumpió el diálogo.
—Muévete, geg —ordenó en idioma enano.
Jarre no quería moverse. No quería ir a presencia de aquel comandante jefe.
No quería marcharse sin saber qué había sido de Limbeck y de Haplo. Adoptó un aire desafiante y se dispuso a plantar una resistencia que probablemente le costaría un par de golpes del soldado, cuando de pronto se le ocurrió que Limbeck podía estar oculto allí abajo, esperando el momento más oportuno. Es decir, aguardando a que los centinelas se marchasen, para poder escapar con garantías.
Mansamente, se puso a la altura de Bane.
Detrás de ellos, uno de los elfos hizo una pregunta a gritos. El elfo recién llegado respondió en un tono que sonó a orden.
Inquieta, Jarre volvió la vista.
Varios elfos se estaban apostando en torno a la estatua.
— ¿Qué hacen? —preguntó a Bane con temor.
—Vigilando la abertura —respondió Bane con una sonrisa socarrona.
— ¡Mirad por dónde vais! Y tú, gusano, sigue adelante —ordenó el elfo al tiempo que daba un brusco empujón a Jarre.
La enana no tuvo más remedio que obedecer y se encaminó hacia la entrada de la Factría. Detrás de ella, los elfos habían tomado posiciones cerca de la estatua, pero no demasiado próximos a la amenazadora abertura.
— ¡Oh, Limbeck! —suspiró Jarre—. Sé razonable.
CAPÍTULO 17
WOMBE, DREVLIN REINO INFERIOR
Haplo despertó dolorido, alternando escalofríos y ardores febriles. Al abrir los ojos, encontró ante sí los del capitán elfo, que despedían un fulgor rojizo pasado por un filtro que lo amortiguaba.
Unos ojos rojos.
El capitán elfo estaba acuclillado a su lado, con sus largas y finas manos, de dedos delgados, colgando entre las rodillas flexionadas. Al ver a Haplo consciente y mirándolo, sonrió.
—Saludos, amo —dijo con voz obsequiosa, en un tono ligero y festivo—. ¿Te sientes mareado, verdad? Sí, supongo que sí. Yo no he experimentado nunca el efecto del veneno nervioso, pero tengo entendido que provoca unas sensaciones bastante desagradables. No te preocupes. El veneno no es mortal y sus efectos pasan pronto.
Haplo apretó los dientes para detener su castañeteo y cerró los ojos. El elfo hablaba en patryn, el lenguaje rúnico del pueblo de Haplo, un idioma que ningún elfo vivo o muerto había hablado jamás, ni sería nunca capaz de dominar.
Una mano lo tocaba, se deslizaba sobre su hombro herido.
Abrió los ojos de inmediato y lanzó instintivamente un golpe al elfo... Al menos, ésa era su intención. En realidad, apenas alcanzó a mover el brazo. El elfo sonrió con burlona compasión y soltó un cloqueo como una gallina aturdida. Unas manos fuertes sostuvieron al debilitado patryn, y lo ayudaron a incorporar el cuerpo hasta quedar sentado con la cabeza en alto.
—Vamos, vamos, amo. No es para tanto —dijo el capitán con voz animosa, esta vez en la lengua de los elfos—. Desde luego, si las miradas matasen, ya tendrías colgada del cinto mi cabeza. —Los ojos encarnados brillaron, divertidos—.
O tal vez debería decir la cabeza de una serpiente, ¿no te parece?
— ¿Qué..., quién eres tú?
Al menos, eso fue lo que Haplo trató de decir. Las palabras se formaron claramente en su cerebro, pero lo que salió de sus labios fue una serie de sonidos inarticulados.
—Supongo que aún te resulta difícil hablar, ¿verdad? —Apuntó el elfo, hablándole de nuevo en patryn—. No es necesario que digas nada. Puedo entender tus pensamientos. Ya sabes qué soy. Me has visto en Chelestra, aunque es probable que no lo recuerdes. Allí tenía un cuerpo distinto. Serpientes dragón, nos llamaban los mensch de ese mundo. ¿Qué nombre podríamos adoptar?
¿Serpientes elfo? Sí, me suena bastante bien.
Aquellos seres, pensó Haplo con una vaga sensación de horror, podían cambiar de forma a voluntad... Se estremeció y masculló algo para sí.
—En efecto, podemos adoptar cualquier forma —asintió la serpiente elfo—.
Pero ven conmigo. Te llevo a presencia del Regio. Desea hablar contigo.
Haplo ordenó a sus músculos obedecer sus instrucciones, ordenó a sus manos estrangular, golpear, aporrear, cualquier cosa. Pero el cuerpo no le respondió. Sus músculos se contrajeron y vibraron en sacudidas espasmódicas.
Apenas consiguió ponerse en pie y enseguida se vio obligado a apoyarse en el elfo.
En la serpiente, se corrigió de inmediato. Era mejor empezar a hacerse a la idea, supuso el patryn.
—Empieza a hacerte a la idea de que tienes que sostenerte por ti solo, patryn.
Aja, así está muy bien. Y, ahora, camina. Llegamos con retraso. Así, un pie delante del otro.
La serpiente elfo guió los pasos vacilantes del patryn como si éste fuera un anciano achacoso. Haplo avanzó arrastrando los pies, tropezándose con ellos, y moviendo las manos a sacudidas, sin control. Un sudor frío le bañó la camisa. Los nervios le hormigueaban y le ardían. Los signos tatuados en su piel permanecían apagados, con su magia desorganizada. El patryn se estremeció, presa sucesivamente de escalofríos y acaloramientos; se apoyó de nuevo en el falso elfo y continuó adelante.
Limbeck se detuvo en mitad de aquella oscuridad que resultaba tan extraordinariamente oscura — ucho más oscura que cualquier otra oscuridad que recordara— y empezó a pensar que había cometido un error. El signo mágico que Haplo había dibujado sobre el arco del pasadizo aún brillaba, pero no despedía ninguna luz útil y, si acaso, su resplandor solitario a tanta altura sobre la cabeza del enano sólo servía para acentuar la sensación de oscuridad.
Y, entonces, la luz del signo mágico empezó a perder intensidad.
—Voy a quedar atrapado aquí abajo, a ciegas —murmuró para sí. Se quitó las gafas y empezó a mordisquear el extremo de la patilla, cosa que solía hacer cuando estaba nervioso—. Atrapado a solas. Nadie volverá a buscarme.
Hasta aquel momento, no se le había pasado por la cabeza tal posibilidad.
Limbeck había visto a Haplo realizar prodigios maravillosos con su magia. Sin duda, un puñado de elfos no sería ningún problema para alguien que había ahuyentado a un dragón merodeador. Había dado por sentado que Haplo ahuyentaría a los elfos y regresaría; entonces, él podría continuar investigando aquella criatura metálica maravillosa de la sala de los ojos.
Pero Haplo no volvía. Había pasado mucho rato, el signo mágico empezaba a apagarse, y Haplo no se presentaba todavía. Algo había salido mal.
Limbeck titubeó. La idea de abandonar aquel lugar, quizá para siempre, resultaba perturbadora. Había estado tan cerca...
Sólo era preciso dar las instrucciones precisas al hombre metálico y éste pondría a latir de nuevo el corazón de la gran máquina. Limbeck no estaba muy seguro de cuáles eran las instrucciones, cómo había que darlas o qué sucedería una vez que la gran máquina se pusiera en marcha, pero confiaba en que todo se aclararía en el momento oportuno, igual que sucedía cuando se ponía las gafas.
Pero, por ahora, la puerta estaba cerrada y Limbeck no podía entrar. Lo había comprobado tras un par de intentos de abrirla a empujones, después de que Jarre se marchara. El enano supuso que, por lo menos, debía alegrarse de que el hombre metálico estuviera cumpliendo la orden de Haplo, aunque habría preferido una actitud más relajada, menos disciplinada, por parte del autómata.
Limbeck consideró la posibilidad de golpear la puerta, de pedir a gritos que lo dejara entrar.
—No —se dijo enseguida, con una mueca de asco ante el desagradable sabor que le había dejado en la boca la patilla de las gafas—, las voces y los golpes podrían alertar a los elfos. Acudirían a investigar y descubrirían el Corazón de la Máquina —así había bautizado Limbeck la sala del hombre metálico—. Si tuviera luz, podría estudiar el símbolo que Bane trazó en la puerta y quizá podría abrirla.
Pero no tengo nada para iluminarme, ni manera de conseguirlo como no sea yendo a buscarlo a otra parte y volviendo con ello. Pero, si voy a buscar una luz, ¿cómo podré volver con ella si no conozco el camino?
Con un suspiro, Limbeck se colocó las gafas una vez más. Su mirada se concentró en el arco del túnel, en el signo mágico que un rato antes brillaba con intensidad pero que apenas era ya un pálido fantasma de sí mismo.
—Puedo dejar un rastro, como hizo Haplo —murmuró, arrugando la frente con una expresión de profunda concentración—. Pero, ¿con qué? No tengo nada con que escribir. Ni siquiera —se palpó rápidamente los bolsillos— llevo encima una sola tuerca.
De pronto, había recordado un cuento de su infancia en el que dos jóvenes gegs, antes de entrar en los túneles de la gran máquina, habían marcado su ruta dejando tras ellos un rastro de tuercas y tornillos.
Entonces tuvo una idea que casi le dejó sin aliento.
— ¡Los calcetines!
Rápidamente, se sentó en el suelo. Con un ojo en el signo mágico, cuyo resplandor se apagaba por momentos, y el otro en lo que estaba haciendo, se quitó las botas y las colocó ordenadamente junto a la puerta. Después de sacarse uno de sus calcetines de lana, altos y gruesos, que él mismo había tejido, tanteó a ciegas el borde, buscando el nudo que marcaba el extremo del hilo. No le costó mucho encontrarlo, pues no se había molestado en intentar disimularlo entre el resto del tejido. Tras cortarlo con un rápido y preciso mordisco de sus incisivos, tiró del hilo.
El siguiente problema fue encontrar dónde sujetarlo. Las paredes, igual que la puerta, eran lisas. Limbeck las palpó a ciegas buscando algún saliente, pero no encontró ninguno. Finalmente, ató el hilo a la hebilla de su bota e introdujo la caña de ésta bajo la puerta hasta que sólo sobresalió de ella la parte de la suela.
—Y tú, deja eso como está, ¿de acuerdo? —dijo al hombre metálico del otro lado de la puerta, pensando que quizás al autómata se le metía en su metálica cabeza la idea de que debía echar fuera aquello que asomaba por debajo de la puerta o, si le gustaba la bota, de tirar de ella para tener todo el resto.
La bota, no obstante, permaneció como estaba. Nada la importunó.
Rápidamente, Limbeck cogió el calcetín, empezó a deshilarlo y avanzó por el pasadizo dejando tras él un rastro de lana.
Había pasado bajo tres arcos marcados con los signos mágicos y ya llevaba desenrollada la mitad del calcetín cuando cayó en la cuenta de que su plan tenía un punto débil.
— ¡Vaya fastidio! —se dijo con irritación.
Porque, lógicamente, si él podía encontrar el camino de vuelta siguiendo el hilo, también podrían hacerlo los elfos. Sin embargo, aquello ya no tenía remedio; sólo le quedaba la esperanza de dar pronto con Haplo y Bane y regresar con ellos al Corazón de la Máquina antes de que los elfos lo descubrieran.
Los signos a las entradas de los túneles seguían despidiendo su resplandor mortecino. Limbeck los siguió hasta terminar el calcetín. Entonces, se quitó el otro, ató el extremo al cabo suelto del primero y prosiguió la marcha, mientras resolvía qué hacer si también se le terminaba el hilo del segundo. Empezaba a pensar cómo servirse de la camisa, incluso a considerar que ya debía de estar cerca de las escaleras que conducían a la estatua, cuando dobló un recodo y casi se dio de bruces con Haplo.
Pero el patryn no le era de ninguna utilidad a Limbeck, por dos razones:
porque no estaba solo, y porque no tenía en absoluto buen aspecto. Un elfo llevaba a Haplo, medio a rastras.
Desconcertado, Limbeck se ocultó en el hueco de un túnel. El enano, que avanzaba con los pies descalzos, apenas hizo el menor ruido. El elfo, que había pasado sobre sus hombros el brazo flojo y sin fuerzas de Haplo, venía hablando con su derrengado acompañante y no había oído acercarse al enano, ni captó su retroceso. El elfo y Haplo avanzaron sin detenerse por un pasadizo que se desviaba del que ocupaba Limbeck.
A éste le dio un vuelco el corazón. El elfo avanzaba por los túneles confiadamente, lo cual significaba que los conocía a fondo. ¿Conocía también la existencia del Corazón de la Máquina y del hombre metálico? ¿Eran los elfos, entonces, los responsables de que la Tumpa-chumpa no funcionara?
Limbeck se dijo que tenía que descubrirlo de una vez por todas, y el único medio de hacerlo era espiar a los elfos. Averiguaría dónde llevaban a Haplo y, a ser posible, qué hacían con él. Y qué les hacía él.
Hizo un ovillo con lo que quedaba del segundo calcetín, lo depositó en un rincón y, moviéndose con más sigilo (sin las botas) de lo que había hecho ningún enano en toda la historia de su raza, avanzó por el pasadizo tras Haplo y el elfo.
Haplo no tenía idea de dónde estaba, salvo que lo habían llevado a uno de los túneles subterráneos excavados por la Tumpa-chumpa. Aquél no era un túnel sartán... No. Una rápida mirada a la pared le confirmó su impresión. No había runas sartán por ninguna parte. Reprimió el pensamiento tan pronto como le vino a la mente.
Por supuesto, si no lo conocían previamente, las serpientes ya estaban, a aquellas alturas, al corriente de la existencia de los túneles secretos de los sartán.
Aún así, era mejor no ponerlas al corriente de nada más, si podía evitarlo.
A no ser porque Bane...
— ¿El muchacho? —La serpiente elfo se volvió hacia él—. No te preocupes. Lo he mandado con mis hombres. Elfos verdaderos, naturalmente. Yo soy su capitán, Sang-Drax; es mi nombre en elfo. Muy adecuado, ¿no te parece? Sí, he mandado a Bane con los elfos. Será mucho más útil para nosotras en sus manos. Un mensch muy notable, ese Bane. Tenemos depositadas en él grandes esperanzas.
»No, no, te lo aseguro, amo. —Sus ojos centellearon—. El chiquillo no está bajo nuestro control. No es necesario. ¡Ah!, ya hemos llegado. ¿Te sientes mejor?
Estupendo. Queremos que estés en condiciones de concentrar toda tu atención en lo que el Regio tiene que decirte.
—... antes de que me matéis —murmuró el patryn.
Sang-Drax sonrió y sacudió la cabeza, pero no respondió. Dirigió una mirada despreocupada a un extremo y otro del pasadizo. Después, sujetando al patryn con firmeza, la serpiente elfo alargó la mano y llamó a una puerta.
Abrió un enano.
—Échame una mano —dijo Sang-Drax, señalando a Haplo—. Pesa.
El enano asintió. Entre los dos, condujeron al patryn, aún semiinconsciente, al interior de la estancia. El enano dio un puntapié a la puerta para cerrarla, pero no se molestó en comprobar si lo había hecho realmente. Era evidente que se sentían seguros en aquel reducto.
—Lo he traído, Regio —anunció Sang-Drax.
—Entra y acomoda a nuestro invitado —fue la respuesta, en el idioma de los humanos.
Limbeck, en su avance tras la pareja, pronto se sintió completamente desorientado. Sospechó que el elfo había vuelto hacia los túneles por donde él acababa de pasar y prestó atención con nerviosismo, casi temiendo que el elfo tropezaría con el hilo de lana en cualquier momento. Con todo, el enano llegó finalmente a la conclusión de que debía de haberse equivocado, pues en ningún momento dieron con el rastro.
Recorrieron una gran distancia por los pasadizos subterráneos. Limbeck se sentía fatigado de andar. Tenía los desnudos pies helados y los dedos llenos de arañazos y contusiones de tropezar con ellos contra las paredes. Esperaba que Haplo empezara pronto a recuperarse; después, entre los dos, podrían reducir al elfo y escapar.
Sin embargo, Haplo no parecía especialmente animado, y un gruñido vino a confirmarlo. El elfo no demostraba estar preocupado por su prisionero. De vez en cuando hacía una pausa, pero sólo para colocarse la carga mas cómodamente en los hombros. Después, continuaba la marcha, acompañado de una espectral luz rojiza —surgida no sabía de dónde— que iluminaba el camino a su paso.
« ¡Caramba, esos elfos son poderosos! —Se dijo Limbeck—. ¡Mucho más de lo que había imaginado!» Tomó nota mental del dato para tenerlo en cuenta en el caso de que alguna vez se produjera una guerra a plena escala contra el enemigo.
Dieron muchas vueltas y revueltas por los sinuosos pasadizos hasta que, por fin, el elfo hizo un alto. Apoyó al herido patryn contra la pared y echó una mirada somera en una y otra dirección del corredor.
Limbeck se encogió en la boca de un oportuno túnel situado directamente enfrente de donde se encontraba el elfo y se aplastó contra la pared. En aquel momento, descubrió la fuente del fantasmagórico resplandor rojizo: emanaba de los ojos del elfo.
Los extraños ojos de feroz mirada brillaron como llamas en dirección a Limbeck. Su luz espantosa, antinatural, casi lo cegó. El enano sabía que lo habían descubierto y se agachó, aguardando el momento de la captura. Pero la mirada encendida pasó justo por encima de él, barrió el resto del pasadizo y se volvió otra vez hacia adelante.
Limbeck quedó enervado de puro alivio y recordó la ocasión en que uno de los lectrozumbadores de la Tumpa-chumpa se había vuelto loco y se había puesto a escupir grandes centellas hasta que los enanos habían conseguido dominarlo. Una de las chispas había pasado rozándole la oreja. De haber estado cuatro dedos mas a la izquierda de donde se encontraba, lo habría alcanzado. Esta vez, de haber estado cuatro dedos mas adelante en el túnel, el elfo lo habría descubierto sin remedio.
Al cabo, el elfo pareció seguro de que nadie lo observaba, aunque en ningún momento había dado muestras de que tal cosa lo preocupara demasiado. Asintió para sí con aire satisfecho, se volvió y llamó a una puerta.
Cuando se abrió, una luz potente bañó el túnel. Limbeck parpadeó mientras sus ojos se acostumbraban al súbito resplandor.
—Échame una mano —dijo el elfo.
Limbeck, que esperaba ver aparecer a otro elfo en ayuda del primero, se quedó boquiabierto de asombro al ver aparecer en el umbral a un enano.
¡Un enano!
Por fortuna para él, la sorpresa de descubrir a uno de los suyos ayudando a un elfo a transportar al debilitado Haplo al interior de aquella sala secreta subterránea fue tan extraordinaria que le paralizó el habla y todas las demás facultades. De lo contrario, se le habría escapado un « ¡Eh!», un « ¡Hola!» o un «Por las patillas de la tía abuela Sally, ¿qué crees que estás haciendo?», y se habría descubierto.
Así pues, cuando por fin el cerebro de Limbeck restableció contacto con el resto de su cuerpo, el elfo y el enano ya habían entrado a rastras en la sala a un Haplo aún medio inconsciente. Los dos porteadores cerraron la puerta tras ellos, y a Limbeck se le cayó el alma a los pies. Entonces advirtió una rendija de luz y el corazón le dio un brinco, aunque pareció que no conseguía volver donde estaba antes y se quedaba latiendo no mucho más arriba, daba la impresión, de las rodillas. La puerta había quedado ligeramente entreabierta.
No fue el valor lo que impulsó a Limbeck hacia adelante. Fueron los interrogantes: ¿qué?, ¿por qué?, ¿cómo?
La curiosidad, la fuerza que daba impulso a su vida, lo atrajo a la puerta de la estancia igual que los mágicos lectrozumbadores de la Tumpa-chumpa atraían el hierro. Limbeck se encontró pegado a la puerta, con un ojo tras el correspondiente cristal de las gafas aplicado a la rendija, antes de que se diera cuenta de lo que estaba haciendo o reflexionara sobre el peligro que corría.
¡Enanos que colaboraban con el enemigo! ¿Cómo era posible? Descubriría quiénes eran los traidores y entonces..., bueno, entonces los..., o tal vez...
Limbeck observó por la rendija y pestañeó. Se echó hacia atrás y aplicó ambos ojos a la abertura, como si mirar con uno solo le produjera alucinaciones. Pero no lo eran. Se quitó las gafas, se frotó los ojos y miró otra vez.
¡En la sala había humanos! ¡Humanos, elfos y enanos! Todos juntos, en paz.
Relacionándose los unos con los otros. Todos unidos, aparentemente, en una gran fraternidad.
De no ser porque los ojos de todos ellos despedían aquel fulgor rojo y porque verlos lo llenaba de un terror frío, inexpresable, Limbeck habría dicho que era la visión más maravillosa que había presenciado en su vida.
Humanos, elfos, y enanos, unidos...
Haplo se encontró en la sala y miró a su alrededor. La horrible alternancia de ardores y tiritones había cesado, pero ahora se sentía débil, exánime. Deseaba dormir y reconocía este deseo como un intento de su cuerpo para recuperarse, para restablecer el círculo de su ser, su magia.
Pero estaría muerto mucho antes de que tal cosa pudiera suceder.
La estancia era amplia y estaba iluminada por el débil resplandor de unas cuantas lámparas de luz vacilante colgadas de unos ganchos en las paredes. Al principio, a Haplo lo confundió lo que veía. Pero luego, al pensarlo mejor, lo encontró lógico. Era coherente y brillante. Se dejó caer en una silla que Sang-Drax colocó bajo sus flácidas piernas.
Sí. Era perfectamente lógico.
La sala estaba llena de mensch: elfos como Sang-Drax, humanos como Bane, enanos como Limbeck y Jarre. Un soldado elfo se daba golpecitos en la puntera de la bota con la punta de la espada. Un noble elfo alisaba las plumas de un halcón que sostenía en su puño. Una mujer humana, cubierta con una falda hecha jirones y una blusa deliberadamente provocativa, mataba el tiempo apoyada contra una pared con aire aburrido. A su lado, un hechicero humano se entretenía lanzando una moneda al aire y haciéndola desaparecer. Un enano, con la indumentaria de los gegs, sonreía entre una espesa barba revuelta. Todos mensch, y todos completamente distintos de aspecto y facciones, salvo en una cosa: todos ellos miraban a Haplo con unos brillantes ojos rojos.
Sang-Drax, situado al lado del patryn, hizo una señal a un humano, vestido de obrero común, que se adelantó hasta quedar en el centro del grupo.
—El Regio —anunció la serpiente elfo, en la lengua del patryn.
—Pensaba que habías muerto —dijo Haplo con voz vacilante y pastosa, pero inteligible.
La serpiente humana pareció desconcertada por un instante, pero enseguida soltó una carcajada.
— ¡Ah, sí! Chelestra... No, no estoy muerto. Nosotros no podemos morir.
—Pues a mí bien me pareció que lo estabas, cuando Alfred hubo terminado contigo.
— ¿El Mago de la Serpiente? Reconozco que mató una parte de mí pero, por cada parte de mí que muere, nacen otras dos.
Nosotras vivimos mientras vosotros sigáis vivos. Vosotros nos mantenéis vivas. Estamos en deuda con vosotros.
La serpiente humana hizo una reverencia. Haplo lo contempló, perplejo.
—Entonces, ¿cuál es vuestra verdadera forma? —Quiso saber—. ¿Sois serpientes, dragones, mensch o qué...?
—Somos cualquier cosa que queráis que seamos —respondió la serpiente humano—. Vosotros nos dais forma, igual que nos dais vida.
—Lo cual significa que os adaptáis al mundo en que estáis y utilizáis cualquier forma que sirva a vuestros intereses. —Haplo habló lentamente, mientras sus pensamientos se abrían paso con esfuerzo entre una bruma narcótica—. En el Nexo eras un patryn. En Chelestra, convenía a vuestros propósitos manifestaros en forma de esas aterradoras serpientes...
—Aquí, podemos ser más sutiles —apuntó la serpiente humano con un gesto de despreocupación— No tenemos necesidad de aparecer como monstruos feroces para sembrar en este mundo el caos y la confusión que nos da vida. Nos basta con ser sus habitantes.
El resto de los presentes confirmó su declaración con una carcajada de coro.
«Transformistas», pensó Haplo. El mal podía tomar cualquier forma, asumir cualquier disfraz. En Chelestra, serpientes dragón; en Ariano, mensch; en el Nexo, su propio pueblo. Nadie las reconocería, nadie sabría que estaban allí. Podían ir a cualquier parte, hacer cualquier cosa, fomentar guerras, forzar a luchar a enanos contra elfos, a elfos contra humanos... a sartán contra patryn. «Todos nosotros, demasiado impacientes por dar rienda suelta a nuestro odio, sin darnos cuenta de que ese odio nos debilita, todos estamos abiertos y somos vulnerables al mal que terminará por devorarnos.» — ¿Por qué me habéis traído aquí? —preguntó, casi demasiado abatido y desesperado como para que le importara.
—Para contarte nuestros planes.
Haplo soltó un soplido de ironía.
—Una pérdida de tiempo, si lo que pretendéis es matarme.
— ¡No! Eso sí que sería una pérdida lastimosa.
El rey de las serpientes avanzó entre filas de elfos, enanos y humanos hasta llegar ante Haplo.
—Todavía no has entendido el asunto, ¿verdad, patryn?
El humano alargó la mano, clavó un dedo en el pecho de Haplo y le dio unos golpecitos.
—Nosotras vivimos mientras lo hagáis vosotros. El miedo, el odio, la venganza, el terror, el dolor, el sufrimiento; ése es el légamo repulsivo y turgente del cual nos alimentamos. Si vosotros vivís en paz, todas nosotras morimos un poco. Si vivís en el temor, vuestra existencia nos da vitalidad.
— ¡Os combatiré! —murmuró Haplo.
— ¡Por supuesto! —se rió la serpiente humano.
Haplo se frotó la cabeza dolorida y los ojos llorosos.
—Ya comprendo: eso es lo que queréis que haga.
—Por fin empiezas a entender. Cuanto más te resistas, más fuertes nos harás.
« ¿Qué hay de Xar? —Se preguntó el patryn—. Las serpientes juraron servirle.
¿Será otro truco...?» —Serviremos a tu señor. —La serpiente humana era sincera. Haplo frunció el entrecejo. Había olvidado que aquellas criaturas podían leerle el pensamiento. La serpiente continuó—: Serviremos a Xar con entusiasmo. Ya estamos con él en Abarrach, bajo el aspecto de patryn, naturalmente. Lo estamos ayudando a penetrar en los secretos de la nigromancia. Cuando lance su ataque nos uniremos a su ejército, lo ayudaremos en su guerra, libraremos sus combates y haremos con gusto todo lo que nos pida. Y después...
—Después, lo destruiréis.
—Me temo que nos veremos obligadas a hacerlo. Xar quiere paz y unidad.
Conseguidas mediante la tiranía y el miedo, es cierto, y ello nos procuraría cierto alimento, pero la dieta acabaría por resultar demasiado pobre.
— ¿Y los sartán?
—Sí, claro; nosotras no apostamos por un solo favorito. También estamos colaborando con ellos. Samah ha quedado sumamente complacido de sí mismo cuando varios «sartán» han respondido a su llamada y han acudido a «sus queridos hermanos» a través de la Puerta de la Muerte. Samah también ha ido a Abarrach, pero, en su ausencia, los «sartán» recién llegados están incitando a sus congéneres a declarar la guerra a los mensch.
»Y, muy pronto, incluso los pacíficos mensch de Chelestra terminarán peleándose entre ellos mismos. O quizá debería decir... entre nosotros mismos.
Haplo hundió la cabeza, que le pesaba como si fuera una roca. Sus brazos eran piedras; sus pies, guijarros.
Sang-Drax lo agarró por el pelo, tiró de su cabeza hacia arriba y lo obligó a mirar a la serpiente humano, que se transformó en un ser espantoso. La criatura se agrandó y su cuerpo se hinchó y se expandió. Y, luego, el cuerpo empezó a desmembrarse. Brazos, piernas, manos y pies se separaron del torso y se alejaron flotando mientras la cabeza se encogía de tamaño hasta que Haplo sólo distinguió de ella dos ojos como rendijas llameantes.
Ahora dormirás, dijo una voz en la mente del patryn. Y cuando despiertes, te habrás recuperado por completo. Y recordarás todo lo sucedido. Recordarás claramente todo lo que he dicho y todo lo que ahora voy a añadir. Aquí, en Ariano, corremos cierto peligro. En este mundo existe una tendencia hacia la paz que no nos conviene en absoluto. El imperio de Tribus, débil y corrompido, mantiene una guerra en dos frentes que, según nuestras consideraciones, no podrá ganar. Si Tribus es vencido, los elfos y sus aliados humanos negociarán un tratado con los enanos. No podemos permitir que tal cosa suceda.
A tu señor tampoco le agradaría que se alcanzara ese pacto, Haplo. En los ojos de la serpiente humana brilló una llamarada burlona. Ése será tu dilema. Un dilema torturador. Si ayudas a esos mensch, irás contra los deseos de tu señor. Si ayudas a éste, nos estarás ayudando a nosotras. Ayúdanos a nosotras y terminarás destruyendo a tu señor. Y, acabando con él, destruirás a todo tu pueblo.
La oscuridad, reconfortante y tranquilizadora, borró la visión de los ojos rojos.
Sin embargo, siguió escuchando la voz zahiriente:
Piensa en ello, patryn. Mientras tanto, nosotras nos cebaremos en tu miedo.
Limbeck distinguió claramente a Haplo, a quien habían dejado caer al suelo cerca de la puerta. Vio que el patryn echaba una mirada a su alrededor, al parecer tan asombrado como él mismo ante la visión de aquella concurrencia insólita.
Sin embargo, la expresión de Haplo no parecía de complacencia, precisamente. De hecho, a juzgar por todos los indicios, el patryn parecía tan aterrorizado como se sentía el propio enano.
Un humano, vestido con las ropas de un trabajador normal, avanzó hasta Haplo y los dos empezaron a conversar en una lengua que Limbeck no entendía, pero que sonaba áspera e irritada y que le produjo un escalofrío cargado de sensaciones sombrías y atemorizadoras. No obstante, en cierto momento del diálogo, todos los presentes en la sala soltaron una carcajada e hicieron comentarios de aprobación y se mostraron sumamente contentos, asintiendo a algo de lo que se había dicho.
En aquel punto, Limbeck pudo hacerse cierta idea del tema de la conversación, pues los enanos hablaban en enano, los elfos lo hacían en elfo y los humanos —presumiblemente, ya que Limbeck no conocía una sola palabra en su idioma— hablaban en humano. Pero nada de cuanto escuchaba alegró el ánimo de Haplo; si acaso, el patryn parecía aún más tenso y desesperado que antes.
Limbeck aprecio en él el aspecto de un hombre que se disponía a afrontar un final terrible.
Un elfo agarró por el cabello a Haplo y tiró de él, obligándolo a levantar la cabeza para mirar al humano. Limbeck, con ojos desorbitados, contempló la escena sin tener la menor idea de lo que sucedía, pero completamente seguro —de algún modo— de que Haplo iba a morir.
El patryn pestañeó y cerró los ojos. La cabeza le cayó a un costado y su cuerpo quedó exánime en brazos del elfo. El corazón de Limbeck, que había ascendido trabajosamente desde sus pies hasta su pecho, se le alojó ahora firmemente en la garganta. El enano tuvo la certeza de haber visto morir a Haplo.
El elfo tendió al patryn en el suelo. El humano lo contempló, movió la cabeza y soltó una carcajada. Haplo volvió la cabeza y emitió un suspiro. Sólo estaba dormido, advirtió Limbeck con alivio.
El enano se sintió tan aliviado que se le empañaron las gafas. Se las quitó y procedió a limpiarlas con manos temblorosas.
—Que varios elfos me ayuden a transportarlo —ordenó el elfo que había conducido a Haplo a aquel lugar. De nuevo, empleaba la lengua de los elfos y no aquel extraño idioma incomprensible para Limbeck—. Tengo que llevarlo de vuelta a la Factría antes de que los demás recelen.
Un grupo de elfos —al menos, Limbeck supuso que lo eran; resultaba difícil estar seguro, pues llevaban una indumentaria que los hacía semejar más a las paredes de los túneles que a verdaderos elfos— se congregó en torno al durmiente Haplo. Varios de ellos asieron al patryn por piernas y hombros, lo levantaron del suelo con facilidad, como si no pesara más que un niño, y se encaminaron hacia la puerta.
Limbeck se ocultó rápidamente en el túnel y observó cómo los elfos se llevaban a Haplo en dirección contraria. Lo asaltó la idea de que iba a quedarse de nuevo a solas allí abajo, sin la menor noción de cómo salir. Era preciso que siguiera a aquella comitiva; de lo contrario...
Bueno, quizá podría preguntarle a uno de aquellos enanos. Se volvió para asomarse de nuevo a la sala, y las gafas estuvieron a punto de saltarle de la nariz.
Se apresuró a ajustarse las patillas a las orejas y observó atentamente a través de los gruesos cristales, incapaz de creer lo que veía.
La estancia, que momentos antes estaba llena de luces y de risas, de humanos, elfos y enanos, estaba completamente vacía.
Limbeck tomó aire profundamente y lo expulsó en un suspiro tembloroso. La curiosidad se apoderó de él, y ya se disponía a entrar en la estancia para investigar cuando se dio cuenta de que los elfos —su único recurso para encontrar la salida— estaban dejándolo atrás rápidamente. Limbeck movió la cabeza a un lado y otro pensando en las cosas extrañas e inexplicables que acababa de presenciar y, con las patillas meciéndose al ritmo de su trotecillo, avanzó por el pasadizo siguiendo con cautela a los elfos de tan insólita indumentaria.
El espectral fulgor rojizo de sus ojos iluminaba los pasadizos y les permitía ver por dónde avanzaban. Limbeck no alcanzaba a comprender cómo distinguían un túnel de otro, un corredor de entrada de otro de salida. La comitiva avanzaba a paso rápido, sin hacer altos, sin un paso en falso, sin verse obligada una sola vez a retroceder para tomar otra dirección.
— ¿Qué planes tienes ahora, Sang-Drax? —preguntó uno—. Un nombre muy ingenioso, si me permites el comentario.
— ¿Te gusta? Me pareció el más adecuado —dijo el elfo que había conducido a Haplo allí abajo—. Ahora debo ocuparme de que el chiquillo humano, Bane, y este patryn sean conducidos ante el emperador. El niño tiene en mente un plan que podría fomentar el caos en el reino humano de manera mucho más eficaz que cualquier acción que pudiéramos emprender nosotros. Confío en que correréis la voz entre los círculos más próximos al emperador y le solicitaréis su colaboración.
—El emperador colaborará, si se lo aconseja la Invisible.
—Me asombra que consiguierais incorporaros tan pronto a una unidad tan preparada y poderosa. Mis felicitaciones.
Uno de los elfos de extrañas ropas se encogió de hombros.
—En realidad, resultó muy sencillo. En todo Ariano no existe otro grupo cuyos métodos y medios coincidían tanto con los nuestros. Con excepción de esa malhadada tendencia a respetar escrupulosamente la ley y el orden elfos y a llevar a cabo sus acciones en nombre de ellos, la Guardia Invisible es perfecta para nosotras.
—Es una lástima que no sea tan fácil penetrar en las filas de los kenkari.
—Empiezo a pensar que tal cosa será imposible, Sang-Drax. Como le explicaba hace un rato al Regio, antes de tu llegada, los kenkari tienen una naturaleza espiritual y, gracias a ella, son extraordinariamente sensibles a nosotras. De todos modos, hemos llegado a la conclusión de que no representan una amenaza. Todo su interés se concentra en el espíritu de los muertos, cuyo poder mantiene al imperio. Entre los kenkari, el principal objetivo en la vida es el cuidado y la vigilancia de esos espíritus cautivos.
La conversación continuó pero Limbeck, que debía esforzarse para no quedarse atrás y empezaba a fatigarse con aquel ejercicio al que no estaba acostumbrado, no tardó en perder interés por lo que se decía. De todos modos, apenas había entendido nada de lo que hablaban, y lo poco que había captado lo había llenado de perplejidad. ¿Cómo era que aquellos elfos, que momentos antes hacían tan buenas migas con los humanos, hablaban ahora de «fomentar el caos»?
En cualquier caso, pensó el enano deseando poder sentarse a descansar un rato, nada de cuanto hicieran humanos o elfos podía sorprenderlo. Y, en aquel momento, ciertas palabras oídas a medias en la conversación de los elfos hicieron que Limbeck se olvidara de sus pies llagados y de sus tobillos doloridos.
— ¿Qué harás con la enana que han capturado tus hombres? —inquiría uno de los elfos.
— ¿La han cogido? —Respondió Sang-Drax sin darle importancia—. No me había percatado.
—Sí, la capturaron mientras tú te ocupabas del patryn. Ahora la tienen en custodia con el muchacho humano.
¡Jarre! ¡Estaban hablando de Jarre!, comprendió Limbeck.
Sang-Drax permaneció pensativo unos instantes.
—Bueno, supongo que la llevaré conmigo —dijo por último—. Podría resultarnos útil en futuras negociaciones, ¿no te parece? Si esos estúpidos elfos no la matan antes. El odio que sienten por esos enanos me tiene asombrado.
¡Matar a Jarre! A Limbeck se le heló la sangre al oírlo; después, la misma sangre le hirvió de furia y, por fin, le bajó de la cabeza al estómago y le provocó en éste la náusea del remordimiento.
—Si Jarre muere, será por culpa mía —murmuró para sí, casi sin mirar por dónde iba—. Se sacrificó por mí y...
— ¿No habéis oído algo? —preguntó uno de los elfos que sostenían las piernas de Haplo.
—Sabandijas —dijo Sang-Drax—. Este lugar está lleno de ellas. Los sartán deberían haber puesto más cuidado en lo que hacían. Deprisa. Mis hombres pensarán que me he perdido aquí abajo y no quiero que ninguno de ellos decida hacerse el héroe y venir a buscarme.
—Dudo que lo hagan —apuntó el elfo de extrañas vestiduras, con una risotada—. Por lo que he oído, tus hombres no te aprecian demasiado.
—Es cierto —reconoció Sang-Drax, impertérrito—. Dos de ellos sospechan que la muerte de su anterior capitán fue cosa mía. Y tienen razón, desde luego. A decir verdad, han sido muy sagaces para descubrirlo; es una lástima que esa sagacidad les vaya a costar la vida. ¡Ah, ya estamos aquí! El acceso a la Factría. Ahora, mucho silencio.
Los elfos enmudecieron y aguzaron el oído. Limbeck —indignado, trastornado y confundido— se había detenido a cierta distancia. Ya sabía dónde estaba:
reconocía el pie de la escalera que conducía a la estatua del dictor y aún pudo ver el débil resplandor de la marca rúnica que Haplo había dejado a su paso.
—Ahí arriba se mueve algo —anunció Sang-Drax—. Seguramente, han montado una guardia. Dejad al patryn en el suelo. Yo lo llevaré desde aquí.
Vosotros, volved a vuestras tareas.
—Sí, señor, capitán, señor.
Los demás elfos saludaron burlonamente, entre risas; a continuación —para completo asombro de un Limbeck que no daba crédito a lo que veía—, se desvanecieron en el aire. El enano se quitó las gafas y limpió los cristales, con la vana esperanza de que la desaparición de los elfos fuera cosa de alguna mota de polvo en ellos, pero las gafas limpias no mejoraron mucho las cosas: todos los elfos se habían esfumado, salvo el capitán del escuadrón, que estaba incorporando a Haplo.
—Despierta, patryn —dijo Sang-Drax, al tiempo que le daba unos cachetes en el rostro—. Así está mejor. ¿Qué sucede, te sientes un poco mareado? Tardarás algún tiempo en recuperarte por completo de los efectos del veneno. Para entonces, ya estaremos camino del Imperanon. No te preocupes: me ocuparé de los mensch.
Sobre todo, del muchacho.
Haplo apenas se sostenía en pie y se vio obligado a apoyarse como un saco en el capitán elfo. El patryn parecía sumamente enfermo pero incluso así, en aquel estado de postración, parecía reacio a tener nada que ver con el elfo. No obstante, era evidente que no tenía elección. Estaba demasiado débil para subir los peldaños por sus propias fuerzas. Si quería salir de los túneles, tendría que aceptar la ayuda de los poderosos brazos de Sang-Drax.
Y Limbeck tampoco tenía elección. El enfurecido enano habría querido salir al descubierto y enfrentarse al elfo, exigirle la devolución inmediata de Jarre, intacta.
El Limbeck de antes habría actuado así, sin que le importaran las consecuencias.
Ahora, en cambio, el enano miró a través de sus anteojos y vio a un elfo de una fortaleza física inaudita. Recordó que el capitán había mencionado a otros elfos que montaban guardia arriba y apreció que Haplo no estaba en condiciones de ayudar. Limbeck decidió ser razonable y se quedó donde estaba, oculto entre las sombras, hasta que oyó sus pisadas en los peldaños. Sólo cuando hubo calculado que estaban a mitad de camino de la abertura superior, se atrevió el enano a avanzar, descalzo, y asomarse al hueco del pie de la escalera.
—Capitán Sang-Drax, señor —escuchó una voz en lo alto—. Ya nos preguntábamos si habría sucedido algo.
—El prisionero —explicó Sang-Drax—. Tuve que ir tras él.
— ¿Intentaba huir con un puñal clavado en el hombro?
—Estos malditos humanos son duros, como animales heridos —murmuró el capitán—. Me ha brindado la oportunidad de una buena persecución, hasta que el veneno ha surtido efecto.
— ¿Quién es, señor? ¿Una especie de hechicero? Nunca había visto a un humano cuya piel despidiera ese resplandor azul.
—Sí. Es uno de esos llamados misteriarcas. Probablemente, está aquí abajo para cuidar del muchacho.
—Entonces, señor, ¿hemos de dar por cierta la historia del chico? —el elfo parecía escéptico.
—Creo que deberíamos esperar a que el emperador decida qué tenemos que dar por cierto. ¿De acuerdo, teniente?
—Sí, señor. Supongo que sí, señor.
— ¿Adonde han llevado al chico?
«Al diablo con el chico —pensó Limbeck con irritación—. ¿Dónde tienen a Jarre?» El elfo y Haplo habían llegado a lo alto de la escalera. El enano contuvo el aliento con la esperanza de oír algo más.
—Al cuartel de la guardia, capitán. Esperan allí tus órdenes.
—Necesitaré una nave, dispuesta para volver a Paxaria...
—Tendré que solicitarla al comandante en jefe, señor.
—Hazlo enseguida, teniente. Llevaré conmigo al muchacho, a ese mago y a la otra criatura que capturamos...
— ¿La enana, señor? —El elfo puso cara de estupefacción—. Habíamos pensado ejecutarla, para dar ejemplo...
Limbeck no escuchó más. Un sonido atronador en sus oídos lo dejó mareado y confuso. Las rodillas casi dejaron de sostenerlo, y tuvo que apoyarse en una pared. Jarre, ¡ejecútala! ¡Jarre, que lo había salvado a él de la ejecución! ¡Jarre, que lo quería más de lo que él merecía! ¡No! ¡Nadie ejecutaría a la enana! Nadie, si él podía impedirlo... y...
El rugido remitió, reemplazado por un vacío helado que lo hizo sentirse hueco y oscuro por dentro, tan frío, oscuro y vacío como los túneles donde estaba. Ahora sabía qué hacer. Tenía un plan.
Y volvía a oír la conversación.
— ¿Qué hemos de hacer con esa abertura, señor?
—Cerrarla —dijo Sang-Drax.
— ¿Estás seguro, señor? No me gusta la sensación que produce ese lugar.
Parece... maléfico. Tal vez deberíamos dejarlo abierto y mandar escuadrones a investigar...
—Muy bien, teniente —asintió Sang-Drax con gesto despreocupado—. Yo no he visto nada de interés ahí abajo, pero, si quieres investigar, adelante. Aunque tendrás que investigar tú solo, por supuesto. No puedo desprenderme de ningún hombre para que te ayude. De todos modos...
—Me ocuparé de cerrar, señor —se apresuró a decir el elfo.
—Como a ti te parezca. La decisión es tuya. Necesitaré una litera y algunos porteadores. Yo sólo no podría llegar muy lejos, cargado con ese desgraciado.
—Permite que te ayude, señor.
—Déjalo en el suelo. Después, cierra esa abertura. Mientras, yo voy a...
Las voces de los elfos se alejaron. Limbeck no se atrevió a esperar más. Subió los peldaños con sigilo y mantuvo la cabeza agachada hasta poder echar un vistazo desde la boca del hueco. Los dos elfos ocupados en arrastrar al semiinconsciente Haplo lejos de la peana de la estatua estaban vueltos de espalda.
Otros dos elfos que montaban guardia estaban distraídos contemplando al humano herido, uno de los famosos misteriarcas de terrible reputación. También ellos le daban la espalda.
Era ahora o nunca.
Se ajustó las gafas a la nariz, salió a gatas de la abertura y corrió desesperadamente hacia el agujero del suelo de la Factría que conducía al sistema de túneles que daba cobijo a los gegs.
Aquella parte de la Factría apenas estaba iluminada. Los centinelas elfos, inquietos ante la proximidad de aquella estatua extraña y ominosa, procuraban no pasar demasiado cerca de ella. Limbeck consiguió llegar a un refugio seguro sin ser visto.
En su asustada huida, estuvo a punto de caer de cabeza por la boca del pozo, pero consiguió frenarse en el último instante; se arrojó al suelo, tanteó el primer peldaño metálico de la escalerilla, se agarró con fuerza y, ejecutando una especie de salto mortal, dejó caer el cuerpo al interior. Permaneció suspendido en el vacío un instante, con las manos torpemente asidas al primer peldaño y los pies pataleando frenéticamente en busca de apoyo. El pozo era muy profundo.
Por fin, consiguió tocar el peldaño con los gordos dedos y pronto tuvo ambos pies apoyados más o menos firmemente en el frío metal. Desasiendo con cuidado las sudorosas manos, se volvió en el peldaño y se aplastó contra la escalerilla.
Contuvo el aliento y trató de captar algún ruido de persecución.
— ¿No has oído algo? —preguntaba uno de los elfos.
Limbeck permaneció absolutamente inmóvil en el pozo.
— ¡Tonterías! —replicó la voz del teniente, tajante. Es ese maldito hueco. Hace que oigamos cosas raras. El capitán Sang-Drax tiene razón: cuanto antes lo cerremos, mejor.
El enano escuchó un leve rechinar producido por la estatua al deslizarse sobre su peana. Descendió la escalerilla y, al llegar al pie, emprendió el regreso a su cuartel general, con expresión ceñuda y embargado por una fría cólera, para perfilar los detalles de su plan.
El hilo que conducía al autómata, el propio hombre metálico, la impensable unión pacífica de humanos, elfos y enanos; nada de aquello importaba ahora.
Y quizá no volviera a importar nunca más.
Recuperaría a Jarre. Eso o...
CAPÍTULO 18
LA CATEDRAL DEL ALBEDO
ARISTAGÓN REINO INFERIOR
La weesham experimentó una sensación abrumadora de gratitud al aproximarse a la Catedral del Albedo. No era la belleza del edificio lo que la conmovía, aunque la catedral tenía la merecida consideración de ser la estructura más hermosa de todas las levantadas por los elfos de Ariano. Tampoco estaba demasiado influida por la veneración temerosa que sentía la mayoría de los elfos cuando se acercaba al centro depositario de las almas de las familias reales elfas.
La weesham estaba demasiado asustada para apreciar la belleza, demasiado amargada y desgraciada para sentir veneración. Lo único que sentía era alivio por haber alcanzado, al fin, un refugio seguro.
Con la cajita de lapislázuli y calcedonia sujeta con firmeza entre las manos, ascendió los peldaños de coralita apresuradamente. Los bordes dorados de los escalones brillaban al sol y parecían iluminarse al paso de la weesham, que rodeó el edificio octogonal hasta llegar ante la puerta central. Mientras avanzaba, la maga echó más de una mirada a su espalda, un acto reflejo que era producto de tres días de terror.
Debería haberse dado cuenta de que allí, en aquel recinto sagrado, no podía seguirla nadie, ni siquiera la Invisible. Sin embargo, el miedo le impedía cualquier pensamiento racional. El miedo la había consumido como el delirio de una fiebre, le hacía ver cosas inexistentes y escuchar palabras que nadie había pronunciado.
Palidecía y le temblaban las piernas a la vista de su propia sombra y, cuando alcanzó la puerta del santuario, en lugar de llamar con suavidad y veneración como debía, empezó a descargar en ella fuertes golpes con el puño cerrado.
El Guardián de la Puerta, cuya estatura excepcionalmente alta y su complexión delgadísima, casi demacrada, lo señalaba como uno de los elfos kenkari, se sobresaltó al escuchar los golpes. Apresurando el paso hasta la puerta, echó un vistazo por la mirilla acristalada y torció el gesto. El kenkari estaba acostumbrado a ver llegar a los weesham —o geir, nombre menos ceremonioso, pero más acertado, que también recibían— en diversos grados de aflicción. Estos grados iban desde la pena serena y resignada de los ancianos, que habían convivido con sus pupilos desde la juventud, hasta el dolor de labios apretados del weesham soldado que había visto al noble a su cargo perder la vida en la guerra que se libraba en aquellos días en Ariano, o el pesar torturado del weesham que ha perdido a un niño. El sentimiento de pesar por parte del weesham era aceptable, incluso encomiable. Pero, últimamente, el Guardián de la Puerta había estado observando otra emoción relacionada con el duelo, una emoción que resultaba inaceptable: el miedo.
Apreció signos de miedo en aquella geir, igual que los había apreciado en demasiados otros weesham, en los últimos tiempos. Los golpes apresurados a la puerta, las miradas inquietas por encima del hombro, la tez pálida, ajada por sombras grises de noches de insomnio. El Guardián abrió la puerta con la parsimonia y la solemnidad de costumbre, recibió a la geir con semblante grave y la obligó a llevar a cabo toda la ceremonia ritual antes de permitirle el acceso. El kenkari, experto en aquellos temas, sabía que las familiares palabras del rito, aunque parecían tediosas en aquel momento, proporcionaban consuelo a los que sufrían y a los que tenían miedo.
— ¡Por favor, permíteme entrar! —exclamó la mujer cuando la puerta de cristal se abrió en silencio sobre sus goznes.
El Guardián le impidió la entrada con su esbeltísimo cuerpo, al tiempo que alzaba los brazos en alto. Los pliegues de su ropa, bordada con hilos de seda en un tornasol de tonos rojos, amarillos y anaranjados con orlas negras, semejaban las alas de una mariposa. Todo él pareció convertirse, de hecho, en una mariposa: su cuerpo era el del insecto sagrado de los elfos, y las alas se abrían a ambos lados.
La visión era deslumbrante para el ojo y para la mente, y también resultaba reconfortante. La exhibición sirvió para que la geir recordara de inmediato sus obligaciones. Su mente evocó de nuevo toda su instrucción, su preparación. El color volvió a sus pálidas mejillas, recordó la forma correcta de presentarse y, al cabo de unos momentos, dejó de temblar.
Dio su nombre, el de su clan y el de la persona real a su cargo. Este último nombre lo pronunció con un nudo en la garganta y tuvo que repetirlo para que el Guardián lo entendiera. El mago kenkari buscó rápidamente en los datos de su memoria y localizó enseguida el nombre, entre cientos de otros, certificando que el alma de aquella joven princesa tenía derecho a ser acogida en la catedral.
(Resultaba difícil de creer pero, en aquella época de degeneración, había elfos de sangre común que intentaban infiltrar a sus propios antepasados plebeyos en la catedral.
El Guardián de la Puerta —gracias a su profundo conocimiento del árbol genealógico de la familia real con sus numerosas ramas, tanto legítimas como no— descubría a los impostores, los hacía prisioneros y los entregaba a la Guardia Invisible.)
En esta ocasión, el Guardián no tuvo ninguna duda y tomó su decisión al momento. La joven princesa, prima segunda del emperador por el lado de su abuela paterna, había tenido renombre por su belleza, su inteligencia y su espíritu. Debería haber vivido muchos más años, haber sido esposa y madre y educar a muchos hijos a su semejanza para bien de aquel mundo.
Así lo expresó el Guardián cuando, terminada la ceremonia de admisión, permitió el paso a la catedral a la geir y cerró la puerta de cristal tras ella. Al hacerlo, advirtió que la mujer casi lloraba de alivio pero no olvidaba aún seguir mirando a un lado y otro con expresión asustada.
—Sí —respondió la geir en un susurro, como si temiera hablar en voz más alta incluso en aquel santuario—. Mi hermosa muchacha debería haber vivido más. ¡Yo debería haber cosido las sábanas de su lecho nupcial, no el borde de su sudario!
Sosteniendo la cajita en la palma de la mano, la geir —una elfa de unos cuarenta ciclos de edad— acarició la tapa delicadamente labrada con las yemas de los dedos y murmuró unas palabras entrecortadas de afecto por el alma desdichada contenida en su interior.
— ¿Cuál fue la causa de su muerte? —inquirió el Guardián, solícito—. ¿La peste?
— ¡Ojalá hubiera sido eso! —Exclamó la geir con amargura—. Una muerte así habría podido soportarla... —Cubrió la caja con la otra mano, como si con ello pudiera proteger todavía al ser cuya esencia guardaba en ella—. Fue asesinada.
— ¿Quién lo hizo?, ¿los humanos? —La expresión del Guardián era severa y sombría—. ¿O algún rebelde?
— ¿Y qué trato podía tener mi ovejita, una princesa de sangre real, con ningún humano o con esa escoria rebelde? —replicó la geir; por un instante, la pena y la rabia le hicieron olvidarse de que estaba hablando a un superior.
El Guardián le recordó su lugar con una mirada. La geir bajó los ojos y acarició la cajita.
—No —continuó—. ¡Fue su propia carne, su propia sangre!
—Vamos, vamos, mujer. Estás histérica —la interrumpió el Guardián con severidad—. ¿Qué razón podía tener nadie para...?
—Como era joven y fuerte, su espíritu también lo es. Y para algunos —añadió la geir sin ocultar las lágrimas que le corrían por las mejillas—, tales cualidades son más valiosas en la muerte que en la vida.
—No puedo creer que...
—Entonces, cree esto. —La geir hizo algo impensable. Alargó la mano y, asiendo por la muñeca al Guardián, lo atrajo hacia ella para que escuchara las palabras, llenas de espanto, que tenía que contarle—. Mi ovejita y yo siempre tomábamos un vaso de negus caliente antes de retirarnos. Esa noche también compartimos la bebida. Me pareció que tenía un sabor extraño, pero supuse que el vino no estaba muy bueno. Ninguna de las dos terminó su vaso porque nos acostamos enseguida. Mi ovejita había sufrido varias pesadillas...
La geir tuvo que hacer una pausa para recobrar la compostura. Después, continuó su relato:
—Mi ovejita cayó dormida casi al momento. Yo estaba poniendo un poco de orden en la estancia, recogiendo sus preciosos lazos y preparando el vestido para la mañana, cuando noté una sensación extraña. Noté los brazos y las manos muy pesados, y la lengua hinchada y reseca. Apenas conseguí alcanzar mi cama tambaleándome y, al momento, caí en un estado extraño. Estaba dormida y, al mismo tiempo, no lo estaba. Podía ver y oír cosas, pero era incapaz de responder.
Y, en ese estado, lo vi.
La geir apretó la mano del Guardián con más fuerza. Él inclinó la cabeza hacia ella para oír mejor, pero apenas logró comprender lo que le decía con palabras rápidas y apenas susurradas.
— ¡Vi cómo la noche se introducía por su ventana!
El Guardián frunció el entrecejo y se echó hacia atrás.
—Ya sé qué estás pensando —se apresuró a decir la geir—. Que debí de beber demasiado o que estaba dormida. Pero te juro que es verdad. Vi un movimiento, unas siluetas negras que se colaban por el marco de la ventana y avanzaban por la pared. Eran tres y, por un instante, fueron tres agujeros de negrura contra la pared. Luego, se quedaron quietas, ¡y, de pronto, eran la pared!
»Pero yo aún seguía viéndolas moverse, aunque era como si la propia pared se ondulara o respirara. Las sombras se deslizaron hasta el lecho de mi protegida.
Intenté gritar, alertarla, pero no salió sonido alguno de mi garganta. No podía hacer nada. ¡Nada en absoluto! —La geir se estremeció—. Entonces, un cojín, uno de los cojines de seda bordados que mi ovejita había cosido con sus propias manitas queridas, se alzó en el aire, sostenido por unas manos invisibles que lo depositaron sobre su rostro... y apretaron. Mi ovejita se resistió. Incluso en medio de su sopor, luchó por su vida. Pero las manos invisibles mantuvieron el cojín contra su cara hasta..., hasta que dejó de moverse. Y allí quedó, exánime.
»Entonces percibí que una de las sombras venía hacia mí. No había nada más visible, ni siquiera un rostro, pero tuve la certeza de que tenía una cerca. Una mano se posó en mi hombro y me sacudió.
»«Tu protegida está muerta, geir», me dijo entonces una voz. «Deprisa, coge su espíritu.» »La sensación terrible de la resaca se me pasó de golpe. Lancé un grito e, incorporándome en la silla, alargué la mano para sujetar a la horrible criatura, para retenerla hasta que pudiera avisar a los centinelas, pero mis dedos atravesaron la negrura sin encontrar más que aire. Las sombras habían desaparecido.
Ya no eran las paredes, sino que volvían a formar parte de la noche. Se habían marchado.
»Corrí junto a mi ovejita pero, efectivamente, estaba muerta. Los latidos de su corazón se habían apagado y la vida escapaba de ella por instantes. Ni siquiera le habían dado ocasión de liberar su propia alma y tuve que cortarla. ¡Ay, su piel pálida y fina! Tuve que...
La geir rompió en incontenibles sollozos y no vio la expresión del Guardián, las arrugas que se le formaban en la frente, la sombra que le cubría los ojos.
—Debes de haberlo soñado, querida —fue su única respuesta a la mujer.
—No —replicó ella con voz hueca, una vez derramadas las lágrimas—. No fue ningún sueño, aunque eso es lo que quisieron hacerme creer. Y desde entonces he notado su presencia, siguiéndome allí adonde voy. Pero eso no me importa. No tengo ninguna razón para seguir viviendo; lo único que quería era contárselo a alguien. Y esas sombras no podrían matarme antes de que cumpliera mi deber, ¿verdad?
Dirigió una última mirada emocionada y pesarosa a la cajita antes de depositar ésta en la mano del Guardián con suavidad y veneración.
—Sobre todo, porque lo que pretendían esas sombras era ver completada esta ceremonia.
Tras esto, con la cabeza agachada, la geir dio media vuelta y abandonó la catedral por la puerta acristalada, que el Guardián se apresuró a abrir para facilitarle la salida. El kenkari musitó unas palabras de consuelo, pero sonaron vacías de convicción y tanto quien las pronunciaba como quien las escuchaba —si la geir llegaba a oírlas siquiera— lo sabían. Con la cajita de lapislázuli y calcedonia en la mano, el Guardián observó a la mujer mientras ésta descendía los peldaños de cantos dorados y se alejaba por el patio, grande y vacío, que rodeaba la catedral. El sol brillaba con fuerza, y el cuerpo de la geir formaba tras ella una larga sombra.
El Guardián experimentó un escalofrío y continuó mirando atentamente a la mujer hasta que la perdió de vista. La cajita aún estaba caliente del contacto con la mano de la maga. Con un suspiro, el kenkari se volvió y llamó a un pequeño gong de plata situado en un nicho de la pared, junto a la puerta.
Otro kenkari, vestido con las ropas multicolores de mariposa, se acercó por el pasillo silenciosamente, calzado con unas babuchas.
—Relévame en mis obligaciones —le ordenó el Guardián—. Debo llevar esto al Aviario. Llámame si me necesitas.
El kenkari, principal ayudante del Guardián, asintió y ocupó su lugar junto a la puerta, dispuesto para recibir las almas que fueran llevadas hasta allí. Con la cajita entre las manos y el entrecejo fruncido, el Guardián dejó la gran puerta y se encaminó al Aviario.
La Catedral del Albedo es una edificación de planta octogonal. La coralita, dirigida y podada mediante la magia, se eleva del suelo majestuosamente para formar una cúpula altísima, de paredes muy pronunciadas. Unos muros de cristal llenan el espacio entre los pilares y nervaduras de coralita, y sus paneles cristalinos reflejan con un brillo cegador la luz del sol de Aria—no, Solarus.
Las superficies acristaladas crean una ilusión óptica por la que a un observador casual (a quienes nunca se permite acercarse demasiado) tiene la impresión de poder ver todo el edificio, de lado a lado, sin obstáculos. En realidad, esos muros de cristal del interior del octógono actúan como espejos y reflejan la cara interna del muro exterior. Así pues, desde fuera no se puede ver el interior, pero desde dentro se observa todo a la perfección. El patio que rodea la catedral es vastísimo y desprovisto de cualquier objeto. Ni siquiera una oruga podría cruzarlo sin ser observada. Así es como los kenkari mantienen preservados sus antiguos misterios.
En el centro del octógono está el Aviario. Formando un círculo en torno a él se encuentran las salas de estudio y de meditación. Debajo de la catedral se hallan los aposentos permanentes de los kenkari y los temporales de sus aprendices, los weesham.
El Guardián dirigió sus pasos hacia el Aviario.
Éste, la cámara de mayores dimensiones de la catedral, es un lugar hermoso, lleno de árboles y plantas vivos traídos de todo el reino elfo para que crezcan allí.
El agua, el preciado líquido elemento que resultaba tan escaso en el resto del mundo, debido a la guerra con los gegs, corría libremente por el Aviario, derrochada para mantener la vida en lo que, irónicamente, era una cámara destinada a los muertos.
En aquel Aviario no volaba ningún pájaro. Las únicas alas que se extendían dentro de sus paredes de cristal eran invisibles y efímeras: las alas de las almas de los elfos regios, capturadas, mantenidas cautivas, obligadas a cantar eternamente su música silenciosa por el bien del imperio.
El Guardián se detuvo a la puerta del Aviario y se asomó al interior.
Resultaba verdaderamente bello. Los árboles y las plantas de flores crecían allí como en ningún otro lugar del Reino Medio. Ni siquiera el jardín del emperador estaba tan exuberante, pues el racionamiento de agua había afectado incluso a Su Majestad Imperial.
El agua del Aviario fluía a través de conducciones enterradas a buena profundidad bajo la tierra de cultivo que, según la leyenda, había sido traída desde la isla jardín de Hesthea, en el Reino Superior abandonado hacía ya mucho tiempo. Salvo el trabajo de plantarlas, nadie dedicaba más cuidados a los vegetales, a no ser que los muertos se ocuparan de ellos (como el Guardián gustaba de imaginar, en ocasiones). Sólo en rarísimas ocasiones se permitía a los vivos la entrada en el Aviario; tal cosa no había sucedido en toda la larguísima existencia del Guardián, o en la de ningún kenkari del que se guardara recuerdo.
En la cámara sellada no soplaba viento alguno. Ni una corriente de aire, ni una brizna de brisa, podía penetrar en su interior. Y, a pesar de ello, el Guardián vio cómo las hojas de los árboles se agitaban y vibraban, vio cómo los pétalos de las rosas temblaban y cómo los tallos de las flores se doblaban. Las almas de los muertos revoloteaban entre el verdor de la vida vegetal. El Guardián contempló el Aviario unos instantes más, antes de volverle la espalda. Aquel recinto, en otro tiempo lugar de paz, de tranquilidad y de esperanza, había terminado por producirle una siniestra tristeza. Bajó la mirada a la cajita que tenía entre las manos, y las profundas arrugas de su demacrado rostro se hicieron aún más marcadas.
Apretando el paso hasta la capilla anexa al Aviario, pronunció la oración ceremonial y empujó con suavidad la puerta de madera, adornada con un bello trabajo de marquetería. En la pequeña estancia se encontraba la Guardiana del Libro, sentada ante su escritorio y ocupada en anotar unos datos en un volumen grande y grueso, encuadernado en piel. La Guardiana del Libro tenía por deber tomar nota del nombre, linaje y hechos más importantes de la vida de quienes llegaban encerrados en las cajitas.
«El cuerpo al fuego, la vida al libro, el alma al cielo.» Así decía el ritual. Al oír que entraba alguien, la Guardiana del Libro hizo un alto en su escritura y alzó la vista.
—Un alma quiere ser admitida —dijo el Puerta con aplomo.
La Libro (los títulos completos se abreviaban, para mayor fluidez) asintió e hizo sonar un pequeño gong de plata colocado en un extremo del escritorio. Un tercer kenkari, el Guardián del Alma, entró en la capilla por otra puerta. La Libro se puso en pie respetuosamente, y el Puerta hizo una reverencia. Guardián del Alma era el mayor rango que podía alcanzar un kenkari. Quien ostentaba el cargo —necesariamente, un mago de la Séptima Casa— no sólo era el primero en su clan, sino uno de los elfos más poderosos del imperio. En otras épocas, una palabra del Guardián de las Almas había bastado para que los reyes hincaran la rodilla; sin embargo, el Puerta no estaba seguro de que las cosas siguieran igual.
El Alma extendió las manos y aceptó la cajita con respeto. Dando media vuelta, la depositó sobre el altar y se arrodilló para iniciar sus oraciones. El Puerta comunicó el nombre de la difunta y recitó todos los datos que conocía sobre el linaje y la historia de la muchacha a la Libro, quien tomó nota de todo. Cuando tuviera tiempo, registraría los detalles con mas precisión.
—Qué joven —murmuró la Libro con un suspiro—. ¿Cuál ha sido la causa de la muerte?
El Puerta se humedeció los resecos labios.
—Asesinato.
La Libro alzó la vista, lo contempló y se volvió hacia el Alma. Éste hizo un alto en sus plegarias y volvió la cabeza.
—Esta vez pareces seguro.
—Había un testigo. La pócima no le surtió efecto por completo. Al parecer, nuestra weesham tiene paladar para el buen vino —añadió el Puerta con una sonrisa torcida—. Al menos, sabe distinguirlo del malo y no lo apuró.
— ¿Lo sabe la Guardia?
—La Invisible lo sabe todo —intervino la Libro en voz baja.
—La weesham dice que la siguen. Que la han venido siguiendo —informó el Puerta.
— ¿Aquí? No habrán entrado en el recinto sagrado, ¿verdad? —inquirió el Alma con fuego en los ojos.
—No. Por el momento, el emperador no se atreve a tanto.
Las palabras «por el momento» flotaron en el aire como un mal presagio.
—Cada día se vuelve más descuidado —dijo el Alma.
—O más atrevido —apuntó el Puerta.
—O más desesperado —tercio la Libro sin alzar la voz.
Los kenkari se miraron. El Alma sacudió la cabeza y pasó la mano, temblorosa, entre sus canosos cabellos.
—Y ahora sabemos la verdad —murmuró.
—Hace tiempo que la conocíamos —replicó el Puerta, pero lo dijo casi en silencio y el Alma no lo oyó.
—El emperador está matando a su propia estirpe para tener sus almas y hacer que lo ayuden en su causa. El nombre libra dos guerras y lucha contra tres enemigos: los rebeldes, los humanos y los gegs del Reino Inferior. El odio y la desconfianza ancestrales mantienen divididos a esos tres grupos, pero ¿y si sucediera algo que los uniese? Eso es lo que teme el emperador y lo que lo impulsa a esa locura.
—Ciertamente, es una locura —asintió el Puerta—. Está diezmando la línea genealógica real, cortándole la cabeza y arrancándole el corazón. ¿A quién está ordenando matar sino a los jóvenes, a los fuertes, a aquellos cuyas almas se agarran con más fuerza a la vida? Con ello espera que esas almas unan sus voces llenas de energía a la palabra sagrada de Krenka-Anris, que proporcionen más poder mágico a nuestros hechiceros, que fortalezcan el brazo y la voluntad de nuestros soldados.
—De todos modos, ¿por quién habla ahora Krenka-Anris? —preguntó el Alma.
El Guardián de la Puerta y la Guardiana del Libro permanecieron callados, sin atreverse a responder.
—Preguntémosle —dijo entonces el Guardián del Alma, y se volvió hacia el altar.
El Guardián de la Puerta y la Guardiana del Libro se arrodillaron junto a él, uno a la izquierda del Alma, la otra a su derecha. Una hoja de cristal transparente sobre el altar les permitía ver el interior del Aviario. El Guardián del Alma cogió del altar una campanilla de oro y la tañó. La campanilla no tenía badajo y no hacía ningún sonido que pudieran captar los oídos humanos. Sólo los muertos podían escucharlo, o eso creían los kenkari.
—Krenka-Anris, te invocamos —clamó el Guardián de las Almas, alzando los brazos—. Sacerdotisa sagrada, la primera que conoció el prodigio de esta magia, escucha nuestra plegaria y acude para darnos consejo. He aquí nuestra oración:
Krenka-Anris, sacerdotisa sagrada.
Tres hijos bienamados mandaste a la batalla; en torno a sus cuellos,
relicarios y cajitas mágicas trabajadas con tu propia mano. El dragón
Krishach, con su aliento de fuego y veneno, mató a tus tres hijos
bienamados. Sus almas escaparon. Los relicarios se abrieron. Las tres
almas fueron capturadas. Tres voces silenciosas
[te llamaron.
Krenka-Anris, sacerdotisa sagrada.
Acudiste al campo de batalla.
Encontraste a tus tres hijos bienamados
y lloraste su pérdida, un día por cada uno.
El dragón Krishach, con su aliento de fuego y ponzoña,
escuchó a la madre doliente
y llegó volando para matarte.
Krenka-Anris,
sacerdotisa sagrada.
Con un grito, llamaste a tus hijos bienamados.
El alma de cada uno de ellos salió del relicario
y fue como una espada reluciente en el vientre del dragón.
Krishach murió, cayó de los cielos.
Y los kenkari fueron salvados.
Krenka-Anris,
sacerdotisa sagrada.
Bendijiste a tus tres hijos bienamados.
Guardaste sus espíritus contigo, para siempre.
Para siempre, sus espíritus luchan por nosotros, su pueblo.
Tú nos enseñaste el secreto sagrado, el modo de capturar
[las almas .
Krenka-Anris, sacerdotisa sagrada, danos consejo en este trance,
pues varias vidas han sido arrebatadas antes de que llegara
[su hora
para prestar servicio a una ambición ciega. La magia que nos trajiste, la
que un día fue tu bendición, es ahora un recurso perverso, oscuro e
impío. Dinos qué hacer, Krenka-Anris, sacerdotisa sagrada. Ilumínanos,
te suplicamos.
Los tres permanecieron arrodillados ante el altar en profundo silencio, aguardando sus respectivas respuestas. No sonó ninguna voz, no se encendió repentinamente ninguna llamarada en el altar, ni apareció ante ellos ninguna visión trémula e incorpórea, pero cada uno de los tres escuchó la respuesta en su propia alma, igual que cada uno de ellos escuchó el tintineo de la campanilla sin lengua. Después, se incorporaron y se miraron entre ellos con mejillas pálidas y ojos desorbitados de confusión e incredulidad.
—Tenemos nuestra respuesta —dijo el Guardián del Alma con voz solemne, llena de admiración y temor.
— ¿De veras? —Susurró el Puerta—. ¿Y quién puede entenderla?
—Otros mundos... Una puerta de muerte que conduce a la vida... Un hombre que está muerto pero no lo está... ¿Qué podemos sacar en claro de todo eso? — inquirió la Libro.
—Cuando llegue el momento propicio, Krenka-Anris nos lo hará saber a todos —declaró el Alma con firmeza, recobrada ya la serenidad—. Hasta entonces, nuestro camino es claro. Guardián de la Puerta, ya sabes qué hacer.
El Puerta asintió con una reverencia, hizo una última genuflexión ante el altar y se alejó para llevar a cabo su labor. El Guardián de las Almas y la Guardiana del Libro permanecieron en la capilla, aguardando con el aliento contenido y el corazón acelerado a captar el sonido que ninguno de los dos había imaginado que llegaría a escuchar jamás.
Y entonces lo oyeron: un estruendo hueco y grave. Un enrejado hecho de oro, trabajado en forma de mariposas, había descendido hasta ocupar el lugar que tenía destinado. Delicado, delicioso, de aspecto frágil, el enrejado estaba imbuido de una magia que lo hacía más resistente que cualquier rastrillo de hierro forjado que sirviera para el mismo propósito.
La gran puerta central que conducía al interior de la Catedral del Albedo había sido cerrada y no volvería a abrirse.
CAPÍTULO19
EN CIELO ABIERTO, REINO MEDIO
Haplo deambulaba hecho una furia por una celda carcelaria tan amplia, espaciosa y abierta como el mundo entero. Con desesperación, intentó romper unas rejas frágiles como hilos de una telaraña. Recorrió un espacio no limitado por pared alguna, trató de derribar una puerta inexistente que no vigilaba ningún centinela. Y, pese a todo, como hombre nacido en una cárcel, sabía que no había prisión peor que aquella en la que se encontraba. Al dejarlo libre, al dejarlo marchar, al concederle el privilegio de hacer lo que se le antojara, las serpientes lo habían encerrado en una jaula, habían pasado el cerrojo y habían arrojado la llave.
Porque el patryn no podía hacer nada, no podía ir a ninguna parte, no tenía modo de escapar.
Pensamientos y planes febriles se sucedieron en su cabeza aceleradamente.
Lo primero que había descubierto al despertar era que se encontraba a bordo de una de las naves dragón elfas, rumbo —según Sang-Drax— a la ciudad elfa de Paxaria, situada en el continente del Aristagón. Haplo consideró la posibilidad de matar a Sang-Drax, de apoderarse de la nave elfa o de saltar por la borda de la nave y arrojarse a la muerte a través de los cielos vacíos de Ariano. Al repasar sus planes de modo más frío y racional, esta última le pareció la única alternativa que podía tener algo de positivo.
Tal vez pudiera matar a Sang-Drax pero, como le había explicado la serpiente, su malévola presencia no sólo regresaría, sino que lo haría con el doble de fuerza.
También podía adueñarse de la nave elfa, pues la magia del patryn era demasiado poderosa como para que la pudiese contrarrestar el insignificante mago de la nave.
Pero la magia de Haplo no podía hacer volar la nave dragón y, aunque hubiese podido, ¿adonde la habría dirigido? ¿De vuelta a Drevlin? Las serpientes estaban allí. ¿De regreso al Nexo? Las serpientes también habían llegado allí. ¿Camino de Abarrach? Lo más probable era que las maléficas criaturas también hubieran llegado a aquel mundo.
Podía avisar a alguien, pero, ¿a quién? ¿A Xar? ¿Para alertarlo de qué? ¿Y por qué iba a creerle Xar, si ni siquiera él mismo estaba convencido de que fuera cierto?
Aquel estado febril, aquel constante urdir planes y fantasías, sus posteriores reflexiones en frío y el rechazo de sus locas ideas no fueron lo peor del tormento de Haplo en aquella prisión sin rejas. Lo peor de todo era tener la certeza de que Sang-Drax conocía cada uno de sus planes, cada uno de sus pensamientos desesperados.
Y saber que la serpiente elfo los aprobaba todos y hasta lo incitaba mentalmente a ponerlos en práctica. Y así, como única forma de rebelión contra la serpiente elfo y contra su prisión, el patryn se abstuvo de emprender acción alguna. Sin embargo, poca satisfacción obtuvo con ello, puesto que Sang-Drax también mostró su absoluta aprobación ante tal decisión.
Haplo no hizo nada durante el viaje y mantuvo su postura con una torva tenacidad que inquietó al perro, asustó a Jarre y dejó visiblemente intimidado a Bañe, pues el chiquillo tuvo buen cuidado de no cruzarse en el camino del patryn.
Bañe estaba dedicado a otras estratagemas. Una de las fuentes de entretenimiento de Haplo era observar los arduos esfuerzos del muchacho por congraciarse con Sang-Drax.
—No es precisamente el tipo de persona que yo escogería para depositar en él mi confianza — puntó Haplo al chiquillo.
— ¿A quién, entonces? ¿A ti? —replicó Bañe con una sonrisa burlona—. ¡Para lo que me has servido! Has permitido que los elfos nos capturaran. De no haber sido por mí y mi rapidez de reacción, a estas alturas ya estaríamos todos muertos.
— ¿Qué ves cuando miras a Sang-Drax?
—Veo un elfo, por supuesto. —El tono de Bañe era sarcástico—. ¿Por qué?
¿Qué ves tú?
—Ya entiendes a qué me refiero. ¿Qué imágenes sugiere en tu mente, si empleas esa facultad tuya para la clarividencia?
De pronto, Bañe se mostró incómodo.
—Lo que vea es asunto mío. Sé lo que me hago, así que déjame en paz.
Sí, el muchacho creía saber lo que se hacía, se dijo Haplo con fastidio. Y quizá fuera verdad, en el fondo. Él, desde luego, no tenía la menor idea.
El patryn tenía una esperanza. Era muy vaga y ni siquiera estaba seguro de que fuera tal esperanza, ni de qué hacer con ella. Había llegado a la conclusión de que las serpientes ignoraban la existencia del autómata y su relación con la Tumpa-chumpa.
Haplo lo había descubierto mientras escuchaba a escondidas una conversación que tenía lugar entre Sang-Drax y Jarre. Al patryn le resultaba siniestramente fascinante observar a la serpiente en acción, verla difundir el contagio del odio y las disensiones, observar cómo infectaba a quienes hasta entonces habían sido inmunes a su efecto.
Poco después de su llegada al Reino Medio, la nave dragón sobrevoló Tolthom, una comunidad agrícola elfa, para desembarcar una cargamento de agua. No se quedaron allí mucho tiempo, sino que procedieron a la descarga con la mayor rapi- dez posible, pues la isla era uno de los objetivos predilectos de los piratas del agua humanos. Todos los elfos de a bordo permanecieron armados y en alerta para repeler posibles ataques. Los galeotes humanos, esclavos que accionaban las alas gigantescas de la nave dragón, fueron subidos a cubierta, a la vista de todos.
Junto a ellos se apostaron centinelas con los arcos a punto, preparados para atravesar el corazón de los prisioneros en el caso de un ataque de los humanos.
Las naves dragón de la propia Tolthom sobrevolaron la de Sang-Drax mientras se procedía al bombeo de la preciada agua desde la nave a los inmensos tanques contenedores del continente.
Haplo se hallaba en cubierta siguiendo la descarga del agua, contemplando el brillo del sol sobre su rutilante superficie, e imaginó su vida como un chorro parecido a aquél. Y se dio cuenta de que era tan incapaz de detenerla como de cortar aquel flujo de agua. No le importó. No tenía importancia. Nada la tenía.
El perro, plantado cerca de él, lanzó un gañido de nerviosa inquietud y frotó la testuz contra las rodillas de su amo en un intento de atraer su atención.
Haplo habría bajado la mano para acariciar al animal, pero hacerlo le habría costado demasiado esfuerzo.
—Vete —ordenó al can. Éste, dolido, se acercó a Jarre y se enroscó a sus pies con aire desgraciado.
Haplo se inclinó sobre los pasamanos y contempló fijamente el chorro de agua.
—Lo siento, Limbeck. Ahora comprendo.
Las palabras llegaron hasta Haplo a través del oído del perro.
Jarre, a cierta distancia del patryn, contemplaba con asombro y temor la isla de coralita que flotaba en el cielo azul perla. Las calles bulliciosas de la ciudad portuaria estaban llenas de gente. Unas pulcras casitas salpicaban los farallones de coralita. Por las calles traqueteaban los carros de los agricultores que, en fila india, aguardaban pacientemente para recibir su cuota de agua. Los elfos reían y charlaban relajadamente mientras sus hijos jugaban y corrían bajo el sol, al aire libre.
A Jarre se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Podríamos vivir aquí. Nuestro pueblo se sentiría feliz, aquí. Quizá le llevaría algún tiempo...
—No tanto como crees —intervino Sang-Drax, mientras avanzaba por la cubierta con su andar relajado y despreocupado de costumbre. El perro se incorporó hasta quedar sentado sobre las patas traseras y lanzó un gruñido.
Haplo, en silencio, ordenó al animal que prestara atención, aunque al mismo tiempo se preguntó por qué se molestaba.
—En otro tiempo, existieron en estas islas diversas colonias de enanos. De eso hace muchísimo — ñadió la serpiente elfo, encogiendo sus delgadísimos hombros— pero, según la leyenda, esos asentamientos fueron muy prósperos. Por desgracia, la carencia de facultades mágicas causó vuestra ruina. Los elfos de esa época obligaron a los enanos a abandonar el Reino Medio, los embarcaron rumbo a Drevlin y los forzaron a sumarse a los demás que ya trabajaban al servicio de la Tumpa- humpa. Una vez expulsados los enanos, los elfos se apropiaron de sus casas y de sus tierras.
Sang-Drax extendió una mano elegante, bien formada y señaló algo al tiempo que añadía:
— ¿Ves ese grupito de casas, esas que horadan la ladera de aquella colina?
Fueron construidas por enanos y son antiquísimas, pero aún se sostienen en pie.
Son las entradas de unas galerías subterráneas que se adentran hasta el corazón de las montañas y resultan refugios confortables y secos; tu pueblo descubrió un modo de sellar la cordita para impedir que el agua de lluvia se filtrara en ella.
Hoy, los elfos las utilizamos como almacenes.
Jarre examinó las construcciones, apenas visibles en la lejana ladera.
—Podríamos volver e instalarnos en ellas. ¡Esta riqueza, este paraíso que debía pertenecemos, podría volver a nuestras manos!
—En efecto, podría —asintió Sang-Drax, apoyándose en la barandilla de la borda—. Aunque para ello tendríais que organizar un ejército lo bastante numeroso y fuerte como para expulsarnos de las islas. Eso es lo que necesitaríais.
Reflexiona, geg: ¿de veras crees que permitiríamos a vuestra raza volver a vivir entre nosotros?
Los dedos cortos y rechonchos de Jarre se asieron a las tablillas del pasamanos. La enana, demasiado baja para mirar por encima de la barandilla, se veía obligada a observar entre los balaustres de ésta.
— ¿Por qué me atormentas con estos comentarios? —preguntó con voz fría y tensa—. Ya te odio lo suficiente.
Haplo permaneció en la cubierta viendo fluir el agua y escuchando el flujo de comentarios en torno a él, y llegó a la conclusión de que todo, en conjunto, se resumía en lo mismo: nada. Con una especie de ociosa curiosidad, advirtió que sus defensas mágicas ya no reaccionaban a la cercanía de Sang-Drax. Haplo ya no reaccionaba a nada. Pero, en lo más hondo de su ser, una parte de él se resistía todavía a su prisión y pugnaba por liberarse. Y esa parte de él sabía que si era capaz de encontrar la energía necesaria, podría liberarse y entonces... entonces...
... entonces podría seguir viendo fluir el agua.
De no ser porque ésta había dejado de hacerlo. Y los aljibes sólo estaban llenos a medias.
—Hablas de odiar —seguía diciéndole Sang-Drax a la enana—. Observa ahí abajo. ¿Sabes qué sucede?
—No —respondió Jarre—. Ni me importa.
La caravana de carros, cargados de toneles, había empezado a desfilar ante los tanques de almacenamiento pero, una vez atendidos los primeros, los campesinos hicieron una pausa y empezaron a lanzar exclamaciones furibundas.
La noticia no tardó en correr y, pronto, una multitud se arremolinaba en torno a los aljibes con los puños en alto.
—Se acaba de comunicar a mi pueblo que el agua queda racionada y que, en adelante, los cargamentos que lleguen de Drevlin serán muy escasos. Ahora, los elfos saben que vosotros, los gegs, habéis cortado el suministro.
— ¡Pero eso no es verdad! —protestó Jarre, sin reflexionar lo que decía.
— ¿Ah, no? —dijo Sang-Drax con interés.
Con un interés indudable.
Haplo despertó de su letargo. Mientras escuchaba a través del oído del perro, el patryn estudió detenidamente a la serpiente elfo.
Jarre observó el agua de los aljibes, y se le endureció la expresión. Frunció el entrecejo y permaneció callada.
—Me parece que estás mintiendo —dijo Sang-Drax tras una breve pausa—.
Me parece que será mejor para ti que me estés mintiendo, querida.
Acto seguido, la serpiente dragón se alejó de la enana. Terminada su misión, los elfos que iban a bordo de la nave condujeron a los esclavos humanos de vuelta a la bodega. Unos centinelas escoltaron al patryn, a su perro y a la enana a sus camarotes. Jarre se agarró de la barandilla para echar una última mirada interminable a tierra, con los ojos fijos en los edificios medio en ruinas de la ladera. Los elfos tuvieron que soltarle las manos casi con palancas y se la llevaron prácticamente a rastras.
Con una sonrisa amarga, Haplo sacudió la cabeza. ¡Construidas por enanos hacía siglos! ¡Vaya tontería! Pero Jarre se lo había tragado. Y había empezado a sentir odio. Sí, la enana empezaba a odiar de verdad. «Nunca tienes suficiente, ¿verdad, Sang-Drax? —Pensó para sí—. Siempre necesitas más odio, ¿no es eso?» El patryn se dejó llevar con docilidad. ¿Qué importaba adonde? Fuera donde fuese, siempre llevaría con él su celda. El perro dejó a Jarre, volvió junto a Haplo y no dejó de gruñir a cualquier elfo que se acercara demasiado a su amo.
Pero el patryn había descubierto algo. Las serpientes no sabían la verdad acerca de la Tumpa- humpa. Daban por sentado que la habían puesto fuera de funcionamiento los enanos. Y esto debía de ser buena cosa, se dijo, aunque fue incapaz de determinar qué importancia podía tener.
Sí, buena cosa para él. Buena cosa para Bañe, que tal vez podría despertar la máquina y ponerla en marcha. Buena cosa para los enanos y para Limbeck.
Pero no, probablemente, para Jarre.
Aquélla fue la única incidencia digna de mención en todo el viaje, salvo una última conversación con Sang-Drax, poco antes de que la nave dragón arribara a la capital imperial.
Una vez que zarparon de Tolthom (después de una agria disputa con la multitud enfurecida, que había descubierto que la nave llevaba más agua a bordo, con destino al continente), el viaje a Aristagón se completó rápidamente. Los esclavos humanos de la bodega fueron obligados a trabajar hasta el borde del agotamiento, en cuyo momento fueron sometidos al látigo para que se esforzaran aún más. La nave dragón cruzaba el cielo abierto a solas y era un objetivo fácil para los piratas.
Apenas un año antes, las naves dragón cargadas de agua como aquélla, lentas y pesadas, habrían sido escoltadas por una flota de pequeñas naves de guerra. Éstas, construidas a semejanza de las naves dragón de mayor tamaño, eran capaces de maniobrar con rapidez en el aire y transportaban a varios magos pirotécnicos cuya misión era combatir a los corsarios humanos. Sin embargo, últimamente, las escoltas habían desaparecido y las naves como la de Sang-Drax debían hacer la travesía sin escolta alguna.
La posición pública oficial del emperador era que los humanos se habían convertido en una amenaza tan débil que las escoltas se habían hecho innecesarias.
—La verdad del asunto —informó la serpiente elfo a Haplo la última noche del viaje— es que los ejércitos de Tribus están demasiado dispersos. Las naves de guerra se están utilizando para mantener al príncipe Reesh'ahn y a sus rebeldes confinados en las Remotas Kirikai. De momento, lo está consiguiendo. Reesh'ahn no cuenta con ninguna nave dragón. Pero, si se alía con Stephen, el rebelde conseguirá suficientes dragones para lanzar una invasión en toda regla. Así pues, las naves de guerra no sólo están impidiendo que Reesh'ahn salga de su encierro, sino también se ocupan de que Stephen no entre.
— ¿Qué les ha impedido aliarse antes? —inquirió Haplo en tono grosero.
Detestaba hablar con la serpiente elfo, pero estaba obligado a hacerlo si quería enterarse de qué estaba pasando.
Sang-Drax sonrió. Comprendía el dilema de Haplo y se recreaba con él. Vuelto hacia el patryn, susurró:
—Viejos miedos, viejas desconfianzas, viejos odios, viejos prejuicios. Llamas que son fáciles de avivar y difíciles de apagar.
—Y vosotras, las serpientes, ponéis todo vuestro empeño en aventarlas.
—Por supuesto. Tenemos gente trabajando para ambos bandos... o más bien debería decir contra ambos bandos. Pero no me importa decirte que ha sido difícil y que no estamos muy confiadas todavía. Por eso apreciamos a Bañe. El chiquillo posee una astucia sorprendente. Algo que debemos atribuir a su padre... y no me refiero a Stephen.
— ¿Por qué? ¿Qué tiene que ver Bañe con todo esto? Debes saber que todo ese galimatías que te contó en el túnel era un montón de mentiras.
Haplo se inquietó. ¿Le habría contado el chiquillo algo acerca de la Tumpachumpa?
—Estamos al corriente, por supuesto. Pero otros no lo saben. Ni lo sabrán.
—Mi señor se ha encaprichado del muchacho —dijo Haplo en tono de advertencia, sin alzar la voz—. No le gustaría que le sucediera algo malo.
— ¿Insinúas que tal vez querríamos hacerle daño? Te aseguro, patryn, que protegeremos a ese niño humano con el mismo cuidado que si fuera uno de nuestros propios retoños. Todo ha sido idea suya, ¿sabes? Y hemos comprobado que vosotros, los mortales, trabajáis con mucha más eficacia cuando os impulsa la codicia y la ambición personal.
— ¿Cuál es el plan?
—Vamos, vamos. La vida debe tener algunas sorpresas, patryn. De lo contrario, uno se aburriría mortalmente.
A la mañana siguiente, la nave dragón atracó en Paxaria, cuyo nombre significa «Tierra de Almas Pacíficas».
Antiguamente, los paxarias (Almas en Paz) eran el clan dominante en los territorios elfos.
El fundador del clan, según la leyenda elfa, fue Paxar Kethin, de quien se afirmaba que «cayó del cielo» siendo un recién nacido y que fue a aterrizar en un hermoso valle, del cual tomó el nombre. Para él, los minutos fueron como años: se hizo un adulto en un abrir y cerrar de ojos y decidió que fundaría una gran ciudad en ese lugar, pues había tenido una visión de los tres ríos y del Pozo Eterno cuando todavía estaba en el útero de su madre.
Cada uno de los clanes de Aristagón posee una historia similar, que difiere en casi todos los detalles, excepto uno: todos los elfos creen que «llegaron de arriba», lo cual es verdad, en cierto modo. Los sartán, al llegar a aquel mundo del aire, instalaron a los mensch en el Reino Superior mientras trabajaban en la construcción de la Tumpa-chumpa y esperaban la señal de los otros mundos.
Pero, como esta señal se retrasó indefinidamente, los sartán se vieron obligados a recolocar a los mensch —cuya población aumentaba rápidamente—, repartiéndolos entre los Reinos Medio e Inferior. Y, para llevar agua a los mensch hasta que la Tumpa-chumpa funcionase por fin como era debido, construyeron el Pozo Eterno.
Para ello, edificaron tres enormes torres en Fendi, Gonster y Templar.
Imbuidas de la magia sartán, estas torres cubiertas de runas recogían el agua de lluvia, la almacenaban y la repartían de manera controlada. Una vez al mes, las tres torres abrían sus esclusas y enviaban tres ríos de agua turbulenta a través de sendos canales horadados en la coralita, unos canales sellados mágicamente para evitar que el agua se filtrara por el material poroso.
Los tres ríos convergían en un punto central formando una especie de Y, para desplomarse allí en una espléndida cascada hasta el fondo del Pozo Eterno, una cavidad subterránea cuyas paredes eran de roca traída de la antigua Tierra. Del centro de la cavidad brotaba una fuente llamada WaTid, que proporcionaba agua a todo el que la necesitaba.
Este sistema estaba pensado para ser provisional y para proveer de agua a una población reducida, pero el número de mensch crecía con rapidez, al tiempo que la población sartán menguaba. El suministro de agua —un día tan abundante que nadie había pensado en conservarla— empezaba a contarse casi gota a gota.
Después de la Guerra del Firmamento, los elfos paxarias, reforzados por los kenkari, emergieron como los clanes más poderosos. Reclamaron la propiedad del Pozo Eterno, colocaron centinelas en la fuente Wal´id y levantaron el palacio real del clan junto a tal emplazamiento.
Los paxarias continuaron compartiendo el agua con los demás clanes elfos e incluso con los humanos, que en un tiempo habían vivido en Aristagón, pero luego se habían trasladado a las Volkaran y a Ulyndia. Los paxarias no cortaron nunca el acceso al agua ni cobraron por ella. El dominio paxaria fue benévolo y bien intencionado, aunque paternalista.
Pero la amenaza de perturbación del vital sistema de suministro de agua se mantuvo omnipresente.
El agresivo clan de Tribus consideraba deshonroso y humillante ser obligado a suplicar —así lo consideraban ellos— el agua. Tampoco les gustaba tener que compartir ésta con los humanos. Esta disputa condujo finalmente a la Sangre Hermana, una guerra entre los elfos de Tribus y los paxarias que duró tres años y que concluyó con la caída de Paxaria en poder de Tribus.
El golpe definitivo para los paxarias llegó cuando los kenkari, autoproclamados neutrales en el conflicto, incitaron a las almas elfas conservadas en la Catedral del Albedo a apoyar el bando de Tribus. (Los kenkari siempre han negado tal extremo. Insisten en que mantuvieron la neutralidad pero nadie, y menos aún los paxarias, da crédito a sus alegaciones.)
Los vencedores saquearon el palacio real de los paxarias y edificaron otro mayor en las inmediaciones del Pozo Eterno. Conocido como el Imperanon, es casi una pequeña ciudad por sí solo. Cuenta con el palacio, los parques del Refugio (para uso exclusivo de la familia real), la Catedral del Albedo y, bajo el suelo, los salones de la Invisible.
Una vez al mes, las torres construidas por los sartán mandan el agua dadora de vida. Pero, ahora, el líquido estaba bajo el control de Tribus. Los demás clanes elfos fueron obligados a pagar una tasa, supuestamente para atender los costes de mantenimiento y conservación. A los humanos se les negó el agua tajantemente.
Las arcas de Tribus engordaron. Los otros clanes, irritados con la tasa, buscaron suministros alternativos de agua y los encontraron abajo, en Drevlin.
Esos otros clanes, y en especial el de los trataros, inventor de las famosas naves dragón, empezaron a prosperar. Tribus habría podido terminar colgado de su propia soga pero, por fortuna para el clan, grupos de humanos desesperados empezaron a atacar las naves dragón para robar el agua. Enfrentados a tal amenaza, los diversos clanes elfos olvidaron viejas diferencias, se coaligaron y formaron el imperio de Tribus, cuyo corazón es el Imperanon.
La guerra contra los humanos iba bien para los elfos, que ya estaban cerca de la victoria. Pero entonces su estratega militar más carismático y experto, el príncipe Reesh'ahn, cayó bajo el influjo (algunos dicen que mágico) de una canción entonada por un humano de piel negra conocido como Cornejalondra. Esta canción hace recordar a los elfos los ideales de Paxar Kethin y de Krenka- nris.
Los elfos que escuchan la canción ven la verdad, ven el corazón siniestro y corrupto del imperio dictatorial de Tribus y comprenden que significa la destrucción de su mundo.
Ahora, las torres de los sartán siguen enviando agua, pero a lo largo de su ruta se encuentran apostados guarniciones elfas. Corre el rumor de que grandes partidas de esclavos humanos y de elfos rebeldes capturados están construyendo acueductos secretos que conducen directamente desde los ríos al Imperanon. Cada mes, el caudal de agua que fluye de las torres es menor que el del precedente. Los magos elfos, que han estudiado a fondo las torres, dicen que la magia que las sostiene empieza a fallar, por alguna causa desconocida.
Y ninguno de ellos sabe qué hacer para evitarlo.
CAPÍTULO 20
EL IMPERANON, ARISTAGÓN REINO MEDIO
—No pueden hacer eso —afirmó Agah'ran, encogiéndose de hombros. Le estaba dando de comer un gajo de naranja a un pájaro hargast y no volvió la vista mientras hablaba—. Sencillamente, no pueden.
— ¡Ah, mi venerado señor, sí que pueden! —replicó el conde Tretar, cabeza de su clan y, en aquellos momentos, el consejero más valorado y escuchado por Su Majestad Imperial—. Más aun: lo han hecho.
— ¿Cerrar la Catedral del Albedo? ¿No aceptar más almas? Me niego a permitirlo. Mándales aviso, Tretar, de que han provocado nuestro disgusto más profundo y que la catedral debe ser reabierta al instante.
—Eso es precisamente lo que Su Majestad Imperial no debe hacer.
— ¿Que no debemos? Explícate, Tretar.
Agah'ran alzó sus maquillados párpados con lentitud, lánguidamente, como si el esfuerzo casi fuera superior a sus fuerzas. Al propio tiempo, movió las manos en un gesto de impotencia. Tenía los dedos manchados de zumo y la sensación pegajosa le desagradaba.
Tretar hizo una seña al ayuda de cámara, quien llamó a un esclavo. Éste corrió con presteza a ofrecer una toalla húmeda y tibia al emperador. Agah'ran posó los dedos en el paño con gesto lánguido, y el esclavo los limpió reverentemente.
—Los kenkari no han proclamado nunca su fidelidad al imperio. A lo largo de la historia, mi señor, siempre han sido independientes y han servido a todos los clanes sin deudas de lealtad con ninguna.
—Pero aprobaron la formación del imperio... —Era casi la hora de la siesta y Agah'ran empezaba a sentirse malhumorado.
—Porque les complacía ver la unión de los seis clanes. Y por eso han servido a Su Majestad Imperial y han apoyado la guerra de Su Majestad contra su hijo rebelde, Reeshahn. Incluso lo han proscrito, como Su Majestad Imperial ordenó, y han obligado a su weesham a abandonarlo, y condenar así irremisiblemente a su alma a vivir fuera del Reino Sagrado.
—Sí, sí, todo eso ya lo sabemos, Tretar. Ve al grano. Nos sentimos cansados, y Solarus calienta mucho. Si no tenemos cuidado, empezaremos a sudar.
—Si la Luz del Imperio me permite un momento más...
Agah'ran movió la mano en un gesto que, en cualquier otro, habría sido el acto de apretar el puño.
—Necesitamos esas almas, Tretar. Tú estabas presente y escuchaste el informe. Nuestro desagradecido hijo, Reesh'ahn (que los antepasados lo devoren), ha mantenido conversaciones secretas con ese enemigo bárbaro, Stephen de Volkaran. Si se alían... ¡Ah!, fíjate la perturbación que esto nos ha causado. Estamos temblando. Nos sentimos débiles; debemos retirarnos.
Tretar chasqueó los dedos. El ayuda de cámara dio unas palmadas, y unos esclavos acercaron una silla de mano que habían custodiado hasta entonces.
Otros esclavos alzaron delicadamente en sus brazos a Su Majestad Imperial, lo trasladaron a peso desde los cojines donde estaba recostado hasta la silla y lo instalaron en ella con gran revuelo y alharacas, acomodado entre almohadones.
Los esclavos cargaron la silla a hombros.
—Con suavidad, con suavidad —ordenó el ayuda de cámara—. No levantéis tan deprisa. Su Majestad se marea con el movimiento.
Lenta y solemnemente, la silla se puso en marcha. El weesham real se levantó y la siguió. El conde Tretar se unió a la marcha detrás del weesham. El ayuda de cámara, con aire solícito, no se separó del costado de la silla por si a Su Majestad le daba un vahído. La comitiva, encabezada por la litera, se trasladó desde el jardín hasta el salón del emperador, un fatigoso trayecto de unos diez pasos.
Agah'ran, un elfo de extraordinaria belleza (bajo el maquillaje) y de unos doscientos años recién cumplidos, no estaba impedido, como suponían algunos la primera vez que lo veían. A las extremidades de su Majestad Imperial no les sucedía absolutamente nada. Agah'ran (en la mitad de su vida, para lo habitual en un elfo) era muy capaz de caminar y lo hacía, cuando era necesario. Sin embargo, tan inhabitual actividad lo dejaba fatigado durante varios ciclos.
Una vez llegados al salón, lujosamente amueblado, Agah'ran hizo un lánguido gesto con los dedos.
—Su Majestad desea parar —anunció Tretar.
El ayuda de cámara repitió las órdenes del conde, y los esclavos obedecieron.
La silla de mano fue bajada hasta el suelo con lentitud para no causar mareos a Su Majestad Imperial. El emperador fue alzado de ella y colocado en un diván, de cara al jardín.
—Volvednos un poco a la izquierda. La vista nos resulta menos fatigante desde este ángulo. Servidnos un poco de chocolate. ¿Te apetece tomar una taza conmigo, Tretar?
—Me honra que Su Majestad Imperial piense en mí —respondió el conde Tretar con una reverencia. Detestaba el chocolate, pero jamás se le ocurriría ofender al emperador con una negativa.
Uno de los esclavos acercó el samovar. El weesham, visiblemente inquieto (como no podía ser menos, dado que la conversación se refería a sus verdaderos amos, los kenkari), vio en aquello una vía de escape e intervino:
—Me temo que el chocolate está demasiado tibio, venerado monarca. Me complacería mucho traer más a Su Majestad Imperial. Conozco la temperatura exacta a la que le gusta a Su Majestad Imperial.
Agah'ran miró a Tretar, y el conde asintió.
—Está bien, weesham —dijo el emperador con su habitual languidez—.
Puedes ausentarte de nuestra real presencia. Seis grados por encima de la temperatura ambiente, ni uno más.
—Sí, mi señor. —El geir se despidió con una reverencia, escondiendo las manos nerviosamente bajos sus negras ropas. Tretar movió la mano, y el ayuda de cámara hizo salir de la estancia a los esclavos. El propio criado desapareció de la vista.
— ¿Crees que es un espía? —preguntó Agah'ran, refiriéndose al weesham—.
¿Los kenkari lo han descubierto a través de él?
—No, mi señor. Los kenkari no recurrirían a algo tan tosco. Quizá sean magos poderosos, pero en política son gente sencilla, infantil. El geir es leal a un solo deber, y éste es la salvaguarda del alma de Su Majestad Imperial. Se trata de un deber sagrado con el que no deben interferir las cuestiones de clan. —Tretar se inclinó hacia adelante y bajó la voz hasta convertirla en un susurro—. Por lo que he podido saber, mi señor, ha sido la ineptitud de la Invisible lo que ha precipitado esta crisis.
El rabillo de uno de los ojos maquillados vibró ligeramente.
—La Guardia Invisible no comete errores, Tretar —sentenció el emperador.
—Son hombres, Luz del Imperio, y son falibles como todos los hombres, a excepción de Su Majestad Imperial. Y he oído decir —Tretar se acercó aún más— que la Invisible ha tomado medidas para castigar a los elfos participantes. Ya no existen. Y tampoco la geir que llevó la noticia del asesinato de la princesa a los kenkari.
Agah'ran se mostró visiblemente aliviado.
—Entonces, el asunto está solucionado y no volverá a repetirse. Tú te ocuparás de ello, Tretar. Expresa nuestros deseos a la Invisible con la debida contundencia.
—Desde luego, mi señor —asintió el conde, que no tenía la menor intención de obedecer la orden. ¡Que aquellos demonios de sangre fría se ocuparan de sus propios asuntos! Él no quería participar en ellos.
—De todos modos, esto no nos ayuda en nuestro problema actual, Tretar — insistió Agah'ran con suavidad—. Los nuevos se han roto, por así decirlo. No vemos manera de volver a meterlos en las cáscaras.
—No lo hay, Luz del Imperio —asintió Tretar, satisfecho de volver a un tema menos peligroso y de mucha más importancia—. Y, por tanto, propongo a Su Majestad Imperial que haga una tortilla.
—Muy astuto, Tretar. —Los maquillados labios del emperador se fruncieron ligeramente—. ¿Y nos tomamos esa tortilla, o se la damos a los kenkari?
—Ninguna de las dos cosas, Majestad. Se la damos a nuestro enemigo.
— ¿Una tortilla envenenada, entonces?
Tretar hizo una reverencia de homenaje.
—Veo que Su Majestad me lleva mucha ventaja.
—Te refieres a ese chiquillo humano... ¿cómo se llama? El que trajeron ayer al Imperanon.
—Bane, Majestad.
—Sí. Un muchacho encantador, por lo que hemos oído. Un aspecto aceptable para tratarse de un humano, hemos oído. ¿Qué vamos a hacer con él, Tretar?
¿Merece credibilidad esa desquiciada historia que cuenta?
—He hecho algunas averiguaciones, Majestad Imperial. Si os interesa oír lo que he descubierto...
—Al menos, nos entretendrá —asintió el emperador con un pestañeo de sus pintados párpados.
—Su Majestad tiene entre sus esclavos a un humano que una vez sirvió en la casa del rey Stephen. Un siervo menor, que fue obligado a alistarse en el ejército de Volkaran. Me he tomado la libertad, mi señor, de enfrentar a ese hombre con el niño, Bane. El esclavo lo ha reconocido de inmediato. De hecho, ese desgraciado casi se ha desmayado, convencido de haber visto un fantasma.
—Esos humanos... supersticiosos hasta la médula —comentó Agah'ran.
—Sí, mi señor. Y no sólo el hombre reconoció al niño, sino que éste también reconoció al esclavo. ¡Lo llamó por su nombre!
— ¿Por su nombre? ¿A un criado? ¡Bah, ese Bane no puede haber sido un príncipe!
—Los humanos tienden a tener una mentalidad democrática, señor. He oído que el rey Stephen admite en su presencia a cualquier humano, incluso a los de condición más baja y común, si tienen una queja o demanda que plantearle.
— ¡Oh! ¡Qué espanto! Me siento a punto de desmayarme —anunció Agah'ran—. Acércame esas sales, Tretar.
El conde tomó un frasquito decorado en plata e hizo un gesto al ayuda de cámara, quien llamó a un esclavo que tomó el frasco y lo sostuvo a la distancia adecuada bajo la nariz imperial. Varias inhalaciones de las sales aromáticas devolvieron a Agah'ran la atención y la agilidad mental, aliviando la conmoción de enterarse de aquellas prácticas bárbaras de los humanos.
—Sí os habéis recuperado por completo, mi señor, continuaré mi relato.
— ¿Adonde conduce todo esto, Tretar? ¿Qué tiene que ver el muchacho con los kenkari? No podéis engañarnos, conde. Somos listos y aquí vemos establecerse una relación.
El conde hizo una nueva reverencia de homenaje.
—El cerebro de Su Majestad Imperial es una verdadera trampa para dragones. Si puedo abusar de la paciencia de Su Majestad, os ruego que me permitáis traer al niño a vuestra real presencia. Creo que Su Majestad Imperial encontrará muy interesante la historia que quiere contarle ese Bane.
— ¿Un humano en nuestra presencia? Supón, conde... —Agah'ran parecía aturdido. Incluso movió la mano—. Imagina que me contagia algo...
—El muchacho ha sido lavado y restregado convenientemente, Majestad — aseguró el conde con la debida seriedad.
Agah'ran hizo una señal al ayuda de cámara, quien dirigió un gesto a un esclavo, el cual ofreció al emperador un frasco de perfume. Llevándoselo a la nariz, el emperador indicó con un leve gesto de cabeza que Tretar podía proceder. El conde chasqueó los dedos, y dos miembros de la guardia imperial entraron en la estancia, conduciendo entre ellos al pequeño.
— ¡Alto! ¡Alto ahí! —ordenó Agah'ran, aunque el muchacho apenas había penetrado cuatro pasos en el amplio salón.
—Guardias, dejadnos —indicó el conde—. Majestad Imperial, os presento a Su Alteza Bane, príncipe de Volkaran.
— ¡Y de Ulyndia! ¡Y del Reino Superior, ahora que mi verdadero padre ha muerto! —añadió el muchacho y, con aire imperioso, se adelantó e hizo una elegante reverencia doblándose por la cintura. El príncipe mostraba respeto por el emperador, pero dejaba claro con su porte que se lo ofrecía de igual a igual.
Agah'ran, acostumbrado a ver a su pueblo postrarse de hinojos ante su emperador, se quedó considerablemente perplejo ante tal arrogancia y presunción.
Al cualquier elfo, aquello le habría costado el alma. Tretar contuvo el aliento y pensó que tal vez había cometido un grave error.
Bane alzó la cabeza, enderezó su menudo cuerpo y sonrió. Había sido bañado y vestido con las mejores ropas que Tretar pudo encontrarle (los chicos humanos eran considerablemente más corpulentos que los elfos). Sus rizos dorados habían sido peinados con esmero y brillaban bajo la luz. Su piel era como la porcelana fina y sus ojos lucían, mas azules que el lapislázuli de la caja que portaba el geir del emperador. Agah'ran se quedó impresionado ante la belleza del pequeño, o así le pareció a Tretar, advirtiendo que su monarca enarcaba una ceja y apartaba ligeramente el frasco aromático.
—Acércate, muchacho...
Tretar carraspeó con disimulo. Agah'ran captó la insinuación.
—Acercaos, Alteza, para que pueda veros.
El conde respiró de nuevo. El emperador estaba encantado. No textualmente, por supuesto. Agah'ran llevaba poderosos talismanes que lo protegían de la magia.
Tretar, en su primera entrevista con Bane, se había sorprendido de ver que éste intentaba obrar en él alguna especie de magia tosca, algún tipo de encantamiento.
La magia no había surtido efecto, pero su uso había sido uno de los primeros indicios que Tretar había tenido de que el muchacho podía estar diciendo parte, al menos, de la verdad (si no toda).
—Pero no demasiado —se apresuró a añadir Agah'ran. Ni todo el perfume de Aristagón podía enmascarar el olor de un humano—. Ahí, donde estás, es suficiente. De modo que afirmas ser el hijo del rey Stephen de Volkaran.
—No, Majestad, nada de eso —respondió Bane, con aire algo ceñudo.
Agah'ran dirigió una severa mirada a Tretar, quien inclinó la cabeza.
—Paciencia, mi señor —dijo en un susurro—. Reveladle a Su Majestad Imperial el nombre de vuestro verdadero padre, Alteza —añadió en voz más alta.
—Sinistrad, Majestad Imperial —respondió Bane con orgullo—. Un misteriarca del Reino Superior.
— ¿Misteriarca?
—Es un término humano para referirse a un mago de la Séptima Casa, mi señor —explicó Tretar.
—De la Séptima Casa... ¿Y cómo se llama vuestra madre?
—Ana de Ulyndia, reina de Volkaran y Ulyndia.
— ¡Vaya, vaya! —murmuró Agah'ran, sorprendido, aunque él mismo era padre de más hijos ilegítimos de los que podía contar—. Nos tememos que has cometido un error, conde. Si este bastardo no es el hijo del rey, no puede ser príncipe.
— ¡Sí que lo soy, señor! —exclamó Bane con un ímpetu infantil que resultaba muy apropiado y, más aún, muy convincente—. Stephen me proclamó hijo suyo legítimo y me convirtió en heredero. Mi madre lo obligó a firmar documentos al respecto; los he visto con mis propios ojos. Stephen tiene que hacer lo que diga mi madre, porque ella está al mando de su propio ejército y el rey necesita su apoyo si quiere seguir manteniéndose en el trono.
Agah'ran volvió la mirada a Tretar, y éste puso los ojos en blanco como si dijera: « ¿Qué se puede esperar de unos humanos?». El emperador casi inició una sonrisa, pero se contuvo. La mueca le habría estropeado la pintura facial.
—Tal situación parece muy satisfactoria para todos los interesados, Alteza.
Imaginamos que debió de suceder algo que la perturbara, ya que has sido encontrado en esa tierra geg, ¿cómo se llama...?
—Drevlin, mi señor —apuntó Tretar.
—Sí, Drevlin. ¿Qué hacías ahí abajo, muchacho?
—Estaba prisionero, Majestad Imperial. —En los ojos de Bane brillaron de pronto unas lágrimas—. Stephen contrató a un asesino, un hombre llamado Hugh la Mano...
— ¡No puede ser! —Los maquillados párpados de Agah'ran pestañearon.
—Mi señor, os ruego que no interrumpáis —lo reconvino con suavidad el conde Tretar.
—Hugh la Mano viajó al Reino Superior y allí mató a mi padre. Iba a hacer lo mismo conmigo pero, antes de morir, mi padre consiguió herir de muerte también al sicario. Entonces, fui capturado por un capitán elfo, llamado Bothar'el, que está aliado con los rebeldes, según tengo entendido.
Agah'ran miró de nuevo a Tretar, que confirmó las palabras de Bane con un gesto de asentimiento. El chiquillo continuó hablando.
—Bothar'el me llevó de vuelta a las Volkaran, imaginando que Stephen pagaría por recuperarme sano y salvo. —En los labios del muchacho se formó una mueca burlona—. Pero el rey le dio dinero para que me quitara de en medio y Bothar'el me envió con los gegs, a quienes pagó para que me retuvieran prisionero.
—Su Majestad recordará —intervino Tretar— que por esa época Stephen proclamó entre los humanos que el príncipe había sido hecho prisionero y asesinado por los elfos. Y fue esta acusación lo que levantó a los humanos contra nosotros.
—Pero dinos, conde, ¿por qué no se limitó Stephen a deshacerse del pequeño sin más complicaciones? —inquirió Agah'ran, observando a Bane como si fuera una especie de animal exótico liberado de su jaula.
—Porque, para entonces, los misteriarcas se habían visto obligados a abandonar el Reino Superior, que, según nuestros espías, se ha hecho inhabitable para su raza. Esos misteriarcas se trasladaron a Volkaran y le advirtieron que, si quería seguir vivo, no debía tocar un solo cabello al hijo de Sinistrad, quien había sido un líder poderoso entre los magos del Reino Superior.
—Pero la reina aceptó que su hijo permaneciera prisionero. ¿Cómo iba tu madre a consentir tal cosa? —preguntó el emperador a Bane.
—Porque, si el pueblo se enteraba de que había sido la ramera de un misteriarca, la quemaría en la hoguera por bruja —respondió el chiquillo con un aire inocente que suavizaba y hacía aceptable el empleo de unas palabras tan crudas, si bien descriptivas.
El conde carraspeó, incómodo.
—Creo que hay algo más, Majestad Imperial. Según nuestros espías, la reina Ana aspira a sentarse en el trono. Ya lo intentó en alianza con ese misteriarca, Sinistrad, el padre del muchacho. Pero Sinistrad murió y, ahora, ni ella ni los magos supervivientes son lo bastante poderosos como para derrocar a Stephen y adueñarse de Volkaran.
—Pero yo, sí —añadió Bane con candidez.
Agah'ran pareció muy divertido. Incluso apartó el frasco de perfume para dirigirle una mirada más detenida.
— ¿De veras, muchacho?
—Sí, Majestad. Le he estado dando vueltas al asunto. ¿Y si, de pronto, apareciera de nuevo en Volkaran, sano y salvo? Podría proclamar que los elfos me raptasteis pero que había conseguido escapar. El pueblo me quiere y eso me convertiría en un héroe. Stephen y Ana no tendrían más remedio que acogerme.
—Pero Stephen intentaría librarse de ti otra vez —replicó Agah'ran con un bostezo, al tiempo que se pasaba una mano cansada por la frente. La hora de la siesta ya había quedado atrás—. Y, aunque tú sacaras algún provecho, no alcanzamos a ver qué saldríamos ganando nosotros.
—Mucho, mi señor —dijo Bane con frialdad—. Si el rey y la reina muriesen de pronto, si los dos desaparecieran, yo heredaría el trono.
— ¡Vaya, vaya! —murmuró Agah'ran, abriendo tanto los ojos que la pintura de sus párpados se cuarteó.
—Ayuda de cámara, llama a los guardias —ordenó Tretar, interpretando sus gestos—. Que se lleven al muchacho.
Bane le dirigió una mirada furibunda.
— ¡Señor, estáis hablándole a un príncipe de Volkaran!
Tretar miró al emperador y observó un parpadeo de diversión en sus maquillados ojos. El conde hizo una reverencia ante el príncipe.
—Os pido disculpas, Alteza. Su Majestad Imperial ha quedado sumamente complacido con la entrevista, pero ahora se siente fatigado.
—Y padecemos una fuerte jaqueca —añadió Agah'ran, llevándose las yemas de los dedos a las sienes.
—Lamento que Su Majestad esté indispuesto —proclamó Bane con gran seriedad—. Me retiraré.
—Gracias, Alteza —dijo Tretar, mientras hacía un cortés esfuerzo por contener la risa—. Guardias, haced el favor de escoltar a Su Alteza Real a sus aposentos.
Los guardias entraron en la sala y se llevaron a Bane. El chiquillo dirigió una mirada disimulada e inquisitiva a Tretar. El conde sonrió, indicando que todo estaba en orden. Bane, visiblemente satisfecho, salió entre los guardianes avanzando con un garbo y una elegancia que pocos jóvenes elfos igualarían.
—Admirable —comentó el emperador, aunque había recurrido de nuevo al frasco de esencia.
—Confío en que no será necesario recordar a Su Majestad que estamos tratando con humanos y que no debemos dejarnos afectar por sus costumbres bárbaras.
—Gracias por comentarlo, conde, pero puedes tener por seguro que ese relato nauseabundo de asesinos y rameras ha borrado por completo nuestro apetito.
Tenemos un sistema digestivo sumamente delicado, Tretar.
—Soy conocedor de ello, Majestad, y os pido mis más humildes disculpas por haberos perturbado.
—Aun así —reflexionó el emperador—, si el muchacho accediera al trono de Volkaran, tendría razones para estarnos profundamente agradecido.
—Así es, Luz del Imperio —respondió Tretar—. Como poco, seguro que se negaría a aliarse con el príncipe Reesh'ahn, dejaría que los rebeldes se las arreglaran solos y, tal vez, incluso se lo podría convencer para que les declarara la guerra. También sugiero a Su Majestad Imperial que podría ofrecerse para actuar como protector del joven rey Bane. Podríamos enviar una fuerza de ocupación para ayudarlo a mantener la paz entre las diversas facciones enfrentadas de humanos.
Por su propio bien, naturalmente.
A Agah'ran le brillaron las pupilas bajo el maquillaje.
— ¿Insinúas, Tretar, que este muchacho podría entregarnos Volkaran sin más?
—Sí, mi señor, eso opino. A cambio de una sustanciosa compensación, desde luego.
— ¿Y qué hay de esos magos, los «misteriarcas»? —El emperador puso una mueca de asco al verse obligado a pronunciar aquella palabra humana. El conde se encogió de hombros.
—Están agonizando, Majestad Imperial. Son arrogantes, tercos y desagradables; incluso los de su propia raza desconfían de ellos. Dudo que nos molesten, pero, si lo hacen, el muchacho los mantendrá a raya.
— ¿Y los kenkari? ¿Qué hay de nuestros hechiceros?
—Que hagan lo que quieran, mi señor. Una vez conquistados y sometidos los humanos, podréis concentrar vuestras fuerzas en la liquidación de los rebeldes.
Aplastados éstos, podréis barrer a los gegs de Drevlin y adueñaros de la Tumpachumpa.
Entonces ya no tendréis más necesidad de las almas de los muertos, Luz del Imperio. ¿Para qué las querréis, cuando estarán a vuestras órdenes las almas de todos los vivos de Ariano?
—Muy ingenioso, conde Tretar. Os alabamos.
—Gracias, mi señor —murmuró el conde con una profunda reverencia.
—Pero tu plan llevará tiempo.
—Sí, Majestad Imperial.
— ¿Y qué vamos a hacer con esos condenados gegs que han detenido la máquina y nos han cortado el suministro de agua?
—El capitán Sang-Drax... por cierto, un oficial excelente (llamó la atención de Su Majestad acerca de él)... nos ha traído una prisionera geg.
—Eso hemos oído. —El emperador sostuvo el frasco bajo su nariz como si el olor hubiera conseguido filtrarse en su mitad del palacio—. Y no entendemos por qué. Ya tenemos un par de ellos en el jardín zoológico, ¿verdad?
—Su Majestad está de un humor excelente, esta mañana —comentó Tretar, añadiendo la carcajada que Agah'ran, como bien sabía el conde, estaba esperando.
—No lo estamos —declaró el monarca, repentinamente malhumorado—. Nada anda bien. Pero suponemos que esa geg tiene alguna importancia para ti, ¿no es eso?
—Sí, mi señor. Como rehén. Os sugiero que ofrezcamos a los gegs un ultimátum: o vuelven a poner en funcionamiento la Tumpa-chumpa, o recibirán en varias cajitas los restos de la enana.
— ¿Y qué es un geg más o menos, Tretar? Se reproducen como ratas. No veo qué...
—Su Majestad Imperial me perdone, pero los gegs son una raza muy unida.
Comparten la creencia, bastante peregrina, de que lo que le sucede a un geg les sucede a todos. Me parece que la amenaza debería bastar para persuadirlos a cumplir nuestras indicaciones.
—Si así lo crees, conde, daremos esa orden.
—Gracias, mi señor. Y ahora, ya que Su Majestad parece fatigado...
—Lo estamos, Tretar, lo estamos. Son las cargas del estado, querido conde, las presiones del cargo... Sin embargo, se nos ocurre una pregunta.
— ¿Sí, Luz del Imperio?
— ¿Cómo devolvemos al muchacho a Volitaran sin despertar las sospechas de los humanos? Y, si lo enviamos, ¿cómo haremos para impedir que el rey Stephen, sencillamente, se deshaga de él a escondidas? —Agah'ran movió la cabeza y quedó casi exhausto del esfuerzo—. Vemos demasiadas dificultades...
—Descansad tranquilo, Monarca Magnífico. Ya he pensado en todo eso.
— ¿De veras?
—Sí, mi señor.
— ¿Y qué propones que hagamos, conde?
Tretar echó un vistazo a los esclavos y al ayuda de cámara. Luego, se inclinó hacia su perfumada Majestad Imperial y le cuchicheó algo al oído. Agah'ran miró a su ministro, perplejo por unos instantes. Después, una lenta sonrisa asomó en los labios pintados con coral molido. El emperador era consciente de la inteligencia de su ministro, igual que éste sabía que el monarca, pese a las apariencias, no era ningún estúpido.
—Lo aprobamos, conde. ¿Te encargarás de disponerlo todo?
—Dadlo por hecho, Majestad Imperial.
— ¿Qué le dirás al muchacho? Estará impaciente por marcharse...
—Debo reconocer, mi señor —dijo el conde con una sonrisa—, que fue el chico quien me sugirió el plan.
—Ese astuto diablillo... ¿Todos los niños humanos son como éste, Tretar?
—Supongo que no, Majestad, o los humanos ya nos habrían derrotado hace mucho.
—Sí, bien... Éste, al menos, merece ser vigilado. No lo pierdas de vista, Tretar.
Nos encantará conocer más detalles del asunto, pero en otra ocasión. —Agah'ran se pasó la mano por la frente con gesto lánguido—. La jaqueca aumenta por momentos.
—Mi señor padece mucho por su pueblo —musitó Tretar con una profunda reverencia.
—Lo sabemos, Tretar. Lo sabemos. —Agah'ran exhaló un suspiro dolorido—.
Y el pueblo no lo aprecia.
—Al contrario, mi señor. Todos os adoran. Ayudad a Su Majestad —ordenó el conde, chasqueando los dedos.
El ayuda de cámara reaccionó con un respingo. Varios esclavos acudieron apresuradamente desde todas direcciones para ofrecerle compresas frías, toallas calientes, vino tibio y agua helada.
—Llevadnos a nuestra alcoba —dijo Agah'ran con voz desmayada.
El ayuda de cámara se hizo cargo de las operaciones y dirigió la compleja maniobra. El conde Tretar aguardó hasta que el emperador fue alzado del diván, colocado entre cojines de seda en una litera dorada y transportado en procesión, a la velocidad de un gusano del coral (para no trastornar el sentido del equilibrio del monarca), hacia la cámara real. Ya cerca de la puerta, Agah'ran hizo un débil gesto.
Tretar, que había estado observando atentamente, acudió a su lado de inmediato.
— ¿Sí, mi señor?
—El muchacho tiene a alguien con él. Un humano extraño cuya piel se ha vuelto azul.
—Sí, Majestad Imperial —respondió Tretar, quien no creyó necesario extenderse en su explicación—. Así me han informado.
— ¿Qué hay de él?
—No tenéis de qué preocuparos, mi señor. Me llegaron rumores de que el hombre era uno de los misteriarcas e interrogué al capitán Sang-Drax. Al respecto; según el capitán, el individuo de la piel azulada sólo es el sirviente personal del muchacho.
Agah'ran asintió, se recostó entre los cojines y cerró los párpados. Los esclavos se lo llevaron. Tretar esperó hasta estar seguro de que el emperador ya no lo necesitaba y a continuación, con una sonrisa de satisfacción, se dirigió a poner en marcha los primeros pasos de su plan.
CAPÍTULO 21
PALACIO REAL, ISLAS VOLKARAN REINO MEDIO
El castillo del rey Stephen en la isla de Providencia tenía un aspecto muy distinto del de su correspondiente en Aristagón. El Imperanon era una vasta acumulación de edificios de diseño bello y elegante, con torres de esbeltas agujas y delicados minaretes decorados con mosaicos, motivos pintados y volutas talladas.
La fortaleza del rey Stephen, en cambio, era sólida, recia y construida a base de rectas; sus torres sombrías, erizadas de almenas, se alzaban oscuras y ominosas hacia el cielo de color humo. Tal casa, tal dueño, decía el refrán.
La noche en el Imperanon se iluminaba con hachones y candelabros. En Volkaran, el suave resplandor del Firmamento se reflejaba en la piel escamosa de los dragones vigías, apostados en lo alto de las torres. Las fogatas de vigilancia brillaban intensamente en la media luz, señalando el camino a los corsarios de dragones que regresaban y proporcionando calor a los centinelas, cuyos ojos nunca dejaban de escrutar los cielos en busca de las naves dragón elfas.
El hecho de que ninguna nave dragón de los elfos se hubiera atrevido a surcar los cielos de Volkaran desde hacía muchísimo tiempo no relajaba la guardia de los centinelas. Pero en la ciudad de Festfol, situada en las inmediaciones de las murallas del castillo, había quienes murmuraban que Stephen no temía la presencia de las naves dragón elfas. No; los enemigos de los que estaba pendiente se hallaban más cerca y procedían del kiracurso, no del kanacurso.
Alfred, quien vivió durante un tiempo entre los humanos, escribió la siguiente descripción de esta raza. Su título es Una historia desconcertante.
Los elfos de Ariano no se habrían hecho fuertes y poderosos si los humanos hubieran sido capaces de unirse. Juntos como raza, los humanos podrían haber formado una muralla que los elfos no habrían podido penetrar. Podrían haber aprovechado fácilmente las diversas guerras entre los clanes elfos para haber establecido posiciones firmes en Aristagón (o, por lo menos, para evitar que los expulsaran).
Pero los humanos, que consideran a los elfos débiles y vanidosos, cometieron el error de despreciarlos. Las diversas facciones humanas, con su larga historia de disputas sangrientas, estaban más interesadas en pelearse entre ellas que en defenderse de los ataques de los elfos. En pocas palabras, los humanos se derrotaron a sí mismos y quedaron tan exhaustos que los poderosos paxarias sólo tuvieron que patalear y gritar « ¡buuu!», para que sus enemigos huyeran aterrorizados.
Los humanos fueron expulsados de Aristagón y escaparon a las islas Volkaran y al extenso territorio continental de Ulyndia, donde habrían podido reagrupar sus fuerzas. Durante la guerra de la Sangre Hermana que se desencadenó entre los elfos, los humanos habrían conseguido recuperar con facilidad todo el territorio que habían perdido. No es exagerado decir que incluso habrían logrado adueñarse del Imperanon, pues los humanos contaban en aquel tiempo con la ayuda de los misteriarcas, cuyas facultades mágicas estaban mucho más desarrolladas que las de cualquier elfo, a excepción de los kenkari, y éstos se mantenían neutrales, supuestamente, en la guerra civil de los clanes.
Sin embargo, las luchas intestinas de su propia raza irritaban a los poderosos misteriarcas. Hastiados, tras decidir que sus esfuerzos por traer la paz entre las belicosas facciones eran inútiles, los grandes magos abandonaron el Reino Medio y viajaron al Superior, a las ciudades construidas allí por los sartán, donde esperaban vivir en paz.
Su partida dejó a los humanos vulnerables al ataque de los elfos de Tribus que, tras haber derrotado y unido por la fuerza a los demás clanes elfos, volvieron su atención a los corsarios humanos que habían estado atacando y pirateando los transportes elfos de agua desde Drevlin.
El imperio de Tribus conquistó muchos reinos humanos en las Volkaran, utilizando no sólo la espada, sino también el soborno y la traición, para dividir y vencer. Los humanos vieron a sus hijos e hijas sometidos a la esclavitud, vieron cómo la mayor parte de su comida iba a parar a bocas elfos, vieron a los señores elfos matar dragones por diversión. Y, finalmente, llegaron a la conclusión de que odiaban a los elfos más de lo que se odiaban entre ellos.
Los dos clanes humanos más poderosos, tras negociaciones secretas, formaron una alianza sellada por el matrimonio de Stephen de Volkaran y Ana de Ulyndia. Los humanos empezaron a expulsar de Volkaran a las fuerzas ocupantes en una lucha que alcanzó su punto culminante en la famosa batalla de los Siete Campos, un combate memorable por el hecho de que el perdedor terminó siendo el vencedor.
La posterior rebelión entre los elfos, encabezada por el príncipe Reesh'ahn, forzó la retirada de las tropas de ocupación elfos.
La historia de Alfred concluye con una nota triste:
Ulyndia y Volkaran vuelven a estar bajo control humano. Pero ahora, una vez eliminada la amenaza elfa, los humanos han decidido que ya pueden permitirse de nuevo empezar a odiarse entre ellos. Las facciones se enardecen y se lanzan a la garganta de sus rivales. Poderosos barones de ambos bandos murmuran en las sombras que la alianza de Stephen y Ana ha dejado de tener utilidad. El rey y la reina se ven obligados a llevar a cabo un juego peligroso.
La pareja se ama profundamente, con sentimientos sinceros. El matrimonio de conveniencia, sembrado en el légamo de años de odio, ha florecido en afecto y respeto mutuo. Pero los dos saben que la flor se marchitará y morirá prematuramente, a menos que puedan mantener el control de sus seguidores.
Así, los dos fingen odiar lo que más aprecian en el mundo: al otro. Se pelean a gritos en público, se abrazan con amor en la intimidad.
Seguros de que el matrimonio —y, por tanto, la alianza— se está desmoronando, los miembros de las facciones opuestas cuchichean sus intrigas sin disimulo a uno u otro monarca, sin darse cuenta de que rey y reina son, en realidad, uno solo. De este modo, Stephen y Ana han logrado controlar y apagar unas brasas que habrían podido incendiar al reino.
Pero ahora surge un nuevo problema: Bane. No consigo imaginar qué vamos a hacer con él. Pero tengo miedo por los mensch. Por todos los mensch.
El problema se había solucionado. Bane había desaparecido, supuestamente trasladado a un reino lejano por un hombre de piel azul; al menos, ésta había sido la vaga información que había recibido el rey Stephen de la verdadera madre de Bane, Iridal del Reino Superior.
Para Stephen, cuanto más lejos se llevaran a Bane, mejor. El pequeño había desaparecido hacía un año y, con él, parecía haberse desvanecido una maldición que había pesado sobre el reino entero.
La reina Ana había quedado embarazada otra vez y dio a luz felizmente una niña. La pequeña era princesa de Ulyndia y, aunque, por ley, la corona de Volkaran no podía ceñir una cabeza femenina, las leyes podían cambiarse con los años, sobre todo si Stephen no engendraba más hijos varones. Los reyes adoraban a su hija y, para asegurarse de que esta vez no aparecía en la cuna ningún bebé ajeno y aciago, contrataron magos de la Tercera Casa para que montaran guardia en torno a ella día y noche.
Por otra parte, durante aquel año trascendental, la rebelión de los gegs del Reino Inferior había debilitado todavía más a los elfos, agotando sus fuerzas. Los ejércitos de Stephen habían conseguido expulsar a los elfos de su últimos reductos en las islas Volkaran más exteriores.
Una nave dragón elfa cargada de agua acababa de caer en manos humanas.
La recogida de agua había sido abundante aquel año. Stephen había podido levantar el racionamiento, con gran satisfacción del pueblo. No existían apenas enfrentamientos entre las facciones en disputa y las peleas que se producían entre ellas esporádicamente eran ahora bastante moderadas. La única sangre que corría era la que brotaba de alguna nariz partida, y no la que goteaba de la hoja de los puñales.
—Incluso empiezo a pensar seriamente, querida, en anunciar al mundo que te quiero —dijo Stephen, inclinándose sobre el hombro de su esposa para hacer carantoñas a la pequeña.
—No vayas demasiado lejos —respondió Ana—. Eso de pelearnos en público ha terminado por gustarme. Creo que nos conviene a los dos. Cada vez que me siento furiosa contigo, vuelco todo el enfado en la siguiente pelea fingida y me siento mucho mejor. ¡Oh, Stephen, qué cara tan espantosa! Vas a asustarla...
La pequeña, sin embargo, se rió complacida y alargó la manita para intentar asir la barba del rey, bastante canosa ya.
— ¿De modo que, todos estos años, me has estado diciendo en serio todas esas cosas terribles? — nquirió Stephen, burlón.
—Ojalá se te quede la cara paralizada en esa mueca. ¡Así aprenderías! Qué feísimo está papá, ¿verdad, cariño? —Dijo Ana a la niña—. ¿Por qué no vas volando y atacas a un papá tan espantoso? Vamos, mi dragoncito, vuela hasta papá.
Levantando a la pequeña, Ana la llevó «volando» hacia Stephen, que cogió entre las manos a su hija y la impulsó repetidas veces en el aire. La niña rió y gorjeó y probó de nuevo a agarrarlo de la barba.
Los tres estaban en el cuarto de la pequeña, disfrutando de un breve y precioso momento juntos. Tales momentos eran sumamente escasos para la familia real, y el hombre que acababa de aparecer a la puerta se detuvo a observar, con una sonrisa apenada en los labios. El instante iba a terminar. Él mismo iba a ponerle fin. No obstante, se detuvo a disfrutar de aquellos escasos segundos extra de felicidad abierta que se disponía a perturbar.
Stephen tal vez percibió la sombra de la nube de tristeza pasando sobre él. El visitante no había hecho el menor ruido, pero el rey percibió su presencia. Triano, el mago real, era el único que tenía permiso para abrir puertas sin llamar y sin haber sido anunciado. Stephen alzó la cabeza y observó al hechicero, de pie a la puerta de la estancia.
El rey sonrió al verlo y se dispuso a hacer alguna broma, pero la expresión de Triano era aún más espantosa que la mueca que Stephen había ensayado para entretener a su hijita. La sonrisa del rey se difuminó y se volvió fría. Ana, que había contemplado amorosamente el juego del padre con la pequeña, vio nublarse su expresión y volvió la cabeza, alarmada. Al distinguir a Triano, la reina se puso en pie.
— ¿Qué es? ¿Qué sucede?
Triano dirigió una rápida mirada al pasillo sin apenas alzar las pestañas e hizo un leve gesto con la mano para indicar que había alguien escuchando.
—Ha llegado un mensajero del barón Fitz Warren, Majestad —anunció el mago en voz alta—. Una escaramuza sin importancia con los elfos en Kurinandistai, creo. Lamento sinceramente apartar a Sus Majestades de ocupaciones más agradables, pero ya conocéis al barón...
Tanto el rey como la reina conocían al barón, en efecto, y aquella misma mañana habían recibido un informe suyo en el que decía que no había visto a un elfo desde hacía semanas, se quejaba airadamente de la inactividad (que consideraba mala para la disciplina) y pedía permiso para ir en persecución de las naves elfas.
—Fitz Warren es demasiado fogoso —apuntó Stephen, respondiendo al hechicero. Dejó a la pequeña en manos de la niñera, que había entrado en la estancia a una indicación de Triano—. Es uno de tus primos, mi reina. Un ulyndiano —añadió con una sonrisa burlona.
—El barón es un hombre que no rehuiría una batalla, lo cual es más de lo que puede decirse de los hombres de Volkaran —replicó Ana con buen temple, aunque sus mejillas estaban muy pálidas.
Triano exhaló el suspiro apenas audible y cargado de paciencia de quien querría administrar una buena azotaina a un niño malcriado, pero no lo tenía permitido.
—Si Sus Majestades son tan amables de querer escuchar al mensajero, lo tengo en mi estudio. Fitz Warren ha pedido un encantamiento para protegerse de las congelaciones. Se lo prepararé mientras Sus Majestades entrevistan a su enviado; así ahorraremos tiempo.
Una reunión en el estudio de Triano. El rey y la reina cruzaron una mirada de preocupación. Ana apretó los labios y posó sus helados dedos en la mano de su esposo. Stephen frunció el entrecejo y acompañó a su esposa pasillo adelante.
El estudio de Triano era la única estancia del castillo donde los tres podían reunirse en privado con la seguridad de que sus conversaciones no serían escuchadas. El castillo era campo abonado para las intrigas y los chismorreos; la mitad de los sirvientes estaba a sueldo de un barón u otro, y la otra mitad revelaba gratis lo que llegaba a su conocimiento.
Situado en una planta aireada y bien iluminada de un torreón, el estudio del mago estaba muy apartado del ruido y el alboroto de la bulliciosa vida castellana.
El propio Triano era amigo de las juergas; su porte juvenil y atractivo y sus modales encantadores le permitían que, si bien soltero, rara vez pasara una noche sin compañía en la cama, a menos que él quisiera. Nadie en el reino bailaba con más elegancia, y muchos nobles habrían pagado sumas incalculables por conocer el secreto del mago para ingerir grandes cantidades de vino sin dar jamás la menor muestra de ebriedad.
Pero, aunque Triano dedicara las noches a la parranda, durante el día se volcaba con seriedad y empeño en su responsabilidad de colaborar al gobierno del reino. El hechicero estaba total, completa y devotamente dedicado a sus reyes, a quienes estimaba como amigos además de respetar como soberanos. Conocía todos sus secretos y podría haber decuplicado su fortuna traicionando a uno de los dos. Pero, antes de hacer tal cosa, Triano habría preferido arrojarse al Torbellino. Y, aunque veinte años más joven que Stephen, el mago era consejero, ministro y mentor de su monarca.
Al entrar en el estudio, los reyes encontraron a dos personas esperándolos.
Una de ellas era un hombre al que no conocían, aunque les sonó vagamente familiar. A la otra, una mujer, la conocían muy bien, y su presencia hizo que la nube de tormenta que había cubierto a la real pareja se hiciera más espesa y oscura.
La mujer se puso en pie y dedicó una respetuosa reverencia a los monarcas.
Stephen y Ana correspondieron al saludo con igual respeto pues, aunque la mujer y sus seguidores los habían reconocido como soberanos, el vínculo establecido era incómodo. Resultaba difícil gobernar a quienes eran más poderosos que uno mismo y podían, con sólo murmurar una palabra, hacer que el castillo de uno se desmoronara a su alrededor.
—Creo que ya conocéis a la dama Iridal, Majestades —dijo Triano innecesariamente, en un cortés esfuerzo por conseguir que todo el mundo se relajara antes de soltar la bomba que iba a destrozar sus vidas.
Se produjo un intercambio de ceremoniosos saludos en los que todos utilizaron fórmulas establecidas, sin reflexionar en las palabras que pronunciaban.
Así, los «Me alegro de volver a veros» y «Ha pasado mucho tiempo» y «Gracias por el precioso regalo para la niña» dejaron paso rápidamente a un incómodo silencio.
Sobre todo, cuando se mencionó a la niña. Una palidez mortal se adueñó de Ana, quien tuvo que dejarse caer en una silla. Iridal apretó las manos entrelazadas y bajó la vista a los dedos, sin verlos. Stephen carraspeó y miró con recelo al desconocido que presenciaba la escena, tratando de recordar dónde lo había visto.
—Bien, Triano, ¿de qué se trata? —preguntó—. ¿Por qué nos has traído aquí?
Supongo que no tiene nada que ver con Fitz Warren —añadió con marcada ironía al tiempo que volvía la mirada hacia la dama Iridal, pues ésta, pese a vivir cerca de palacio, rara vez se aventuraba a visitarlo, consciente de que su presencia hacía revivir recuerdos dolorosos y desagradables a la pareja real, además de despertar parecidas evocaciones en la propia misteriarca.
— ¿Su Majestad quiere hacer el honor de tomar asiento? —ofreció Triano.
Ninguno de los presentes podía sentarse antes de que lo hiciera el rey.
Stephen, ceñudo, ocupó el lugar que le indicaba su consejero.
—Procedamos —murmuró.
—Si me permitís un momento, Majestad... —dijo Triano. Alzó las manos, agitó los dedos en el aire e imitó el trino de unos pájaros—. Ya está. Ahora podemos hablar con libertad.
Cualquiera que escuchase al otro lado de la puerta, fuera del círculo del encantamiento, escucharía sólo lo que le parecía el gorjeo animado de unas aves.
Los situados dentro del alcance del hechizo, en cambio, se oirían y se entenderían perfectamente.
Triano miró con modestia a la dama Iridal. La misteriarca era una maga de la Séptima Casa, mientras que él no pasaría nunca de la Tercera; Iridal podía convertirlos a todos en pájaros canoros, si se lo proponía.
La dama respondió a su mirada con una sonrisa tranquilizadora.
—Muy bien hecho, mago —fue su comentario. Triano se sonrojó de satisfacción, pues no era inmune a los elogios sobre su arte. No obstante, tenía entre manos asuntos de gran importancia y se concentró en ellos rápidamente.
Posó la mano en el brazo del desconocido, que se había puesto en pie a la entrada de sus reyes y ahora había vuelto a sentarse en su banqueta junto al escritorio del hechicero. Stephen seguía mirando al desconocido como si lo conociera, pero no consiguiera situarlo.
—Veo que Su Majestad reconoce a este hombre. Su aspecto ha cambiado mucho, es cierto. Cosas de la esclavitud. Es Peter Hamish, de Exilio de Pitrin, en otro tiempo criado de la casa real.
— ¡Por los antepasados, tienes razón! —Exclamó Stephen, descargando una palmada en el brazo del asiento—. Te marchaste para servir como escudero de mi señor Guinido, ¿no es así, Peter?
—En efecto, señor —asintió el hombre con una amplia sonrisa, rojo de satisfacción por el hecho de que el rey lo recordara—. Estaba con él en la Batalla del Pico. Los elfos nos habían rodeado. Mi señor resultó abatido y yo fui hecho prisionero. No fue culpa de mi señor, rey Stephen. Los elfos nos acometieron por sorpresa y...
—Sí, Peter, Su Majestad conoce perfectamente lo sucedido —lo interrumpió Triano con suavidad— Haz el favor de continuar tu relato. No te pongas nervioso.
Explícalo todo a Sus Majestades y a la dama Iridal como me lo has contado a mí.
Triano observó que el hombre dirigía una mirada al vaso vacío que tenía junto a la mano. De inmediato, el mago lo llenó de vino. Peter tomó el vaso entre los dedos con aire satisfecho pero, al darse cuenta de que estaba en presencia del rey, detuvo el gesto antes de que el cristal llegara a sus labios.
—Adelante, haz el favor —dijo Stephen, complaciente—. Es evidente que has pasado por un trance horrible.
—El vino es bueno para fortalecer la sangre —añadió Ana, serena por fuera pero temblando por dentro.
Peter tomó un trago reconfortante de aquel dulce vino, que se sumó al vaso que ya le había ofrecido el mago previamente, y que ya le había fortalecido la sangre.
—Fui hecho prisionero, señor. La mayoría de mis compañeros terminó en las bodegas de esas maléficas naves dragón, como galeotes de los elfos. Mis captores, en cambio, se enteraron por algún medio de que en una época había servido en la casa real. Entonces me llevaron aparte y me hicieron toda clase de preguntas acerca de vos, mi señor. Pero aunque me golpearon y me azotaron hasta dejar a la vista los cartílagos de mis costillas, os aseguro que no dije una sola palabra a esos elfos perversos.
—Alabo tu valor —respondió Stephen con expresión seria, buen conocedor de que Peter, probablemente, había contado cuanto sabía al primer golpe del látigo.
Igual que debía de haber proclamado su condición de antiguo sirviente de la familia real para salvarse de las galeras.
—Cuando nuestros perversos enemigos comprendieron que no podrían conseguir nada de mí, Majestad, me encerraron en su propio palacio real, que llaman el «Imprenón». —Peter estaba visiblemente orgulloso de sus conocimientos del idioma de los elfos—. Imaginé que querían que les enseñara cómo deben hacerse las cosas en una casa de reyes, pero sólo me pusieron a barrer suelos y hablar con otros prisioneros.
— ¿Qué otros...? —empezó a preguntar Stephen, pero Triano movió la cabeza en un gesto de negativa y el rey guardó silencio.
—Haz el favor de contar a Su Majestad lo del prisionero más reciente que has visto en el palacio de los elfos.
—No era ningún prisionero, señor —lo corrigió Peter, ya por el cuarto vaso de vino—, sino más bien un huésped de honor. Los elfos le ofrecen un trato excelente, señor. No debéis inquietaros por eso.
—Dinos de una vez a quién viste —le insistió Triano con suavidad.
—A vuestro hijo, señor —dijo Peter, ya un poco afectado por la bebida—. El príncipe Bane. Me alegro de anunciarte que está vivo. Pude hablar con él, y lo habría sumado al grupo con el que me proponía intentar la fuga, pero me dijo que estaba demasiado vigilado y que su presencia sólo perjudicaría nuestro plan.
Vuestro pequeño, señor, es un verdadero héroe.
»E príncipe Bane me entregó esto. —El sirviente señaló un objeto depositado sobre la mesa de Triano—. Dijo que se lo trajera a su madre. Ella lo reconocería y sabría que era él quien lo enviaba. Lo hizo para ella.
Peter alzó el vaso con mano temblorosa y lágrimas en los ojos.
—Un brindis por Su Alteza y por Sus Majestades.
La mirada borrosa de Peter estaba concentrada en el vaso que acariciaba entre los dedos (todo lo que era capaz de fijarla en su estado, ya lamentable).
Gracias a ello, no advirtió el hecho de que la gozosa noticia de la reaparición de Bane había dejado a Stephen totalmente rígido, como si lo hubiera golpeado un hacha de guerra.
Ana miró al sirviente, horrorizada, y se hundió en su asiento con la tez pálida.
En los ojos de la dama Iridal llameó una súbita esperanza.
—Gracias, Peter, esto es todo por ahora —dijo Triano. Tomó del brazo al criado, lo arrancó de la banqueta y se lo llevó, tambaleante y haciendo reverencias, lejos de los reyes y de la misteriarca—. Me ocuparé de que no guarde ningún recuerdo de esto, Majestad —prometió el consejero en voz baja—. Y sugiero a sus Majestades que no prueben ese vino.
Triano abandonó la sala con Peter y cerró la puerta tras ellos. El mago estuvo fuera mucho rato. La guardia del rey no había acompañado a Su Majestad al estudio de Triano, sino que había tomado posiciones a una distancia prudencial, unos treinta pasos, en el otro extremo del pasadizo. Triano condujo a Peter por éste, dejó al criado embriagado en manos de los guardias y ordenó a éstos que lo condujeran a algún sitio a dormir la borrachera. El dulce vino del hechicero producía tal efecto que, cuando el aturdido Peter despertara, no recordaría ni siquiera haber estado en el «Impernón».
Cuando regresó al estudio, apreció que la conmoción producida por la noticia había remitido en parte, aunque la alarma era, si acaso, aún más intensa.
— ¿Es posible que haya dicho la verdad? —preguntó Stephen, que se había puesto en pie y deambulaba por la estancia con paso agitado—. ¿Cómo podemos fiarnos de ese redomado idiota?
—Sencillamente, porque es un redomado idiota, señor —respondió Triano con aire deliberadamente tranquilo y apacible, cruzando los brazos delante del pecho— . Ésta es una de las razones por las que he querido que escucharais la historia de sus propios labios. Desde luego, ese hombre no es lo bastante sagaz como para haber inventado una historia tan extraordinaria. He podido interrogarlo más a fondo y estoy seguro de que no miente. Y, además, está esto.
El mago tomó del escritorio el objeto que había traído Peter, el regalo de Bane a su madre, y lo mostró directamente a Iridal, no a Ana.
La misteriarca lo observó. En un primer momento, se sonrojó; luego, su palidez se hizo aún más marcada que antes. El objeto era una pluma de halcón decorada con cuentas de cristal y suspendida de una cinta de cuero. Tenía el aspecto inocente del regalo que prepararía un chiquillo, siguiendo las instrucciones de su niñera, para complacer el tierno corazón de su madre. Pero aquel collar con la pluma era obra de un hijo de magos, de un descendiente de misteriarcas. La pluma era un amuleto y, a través de él, el chiquillo podía comunicarse con su madre. Con su verdadera madre. Iridal alargó una mano temblorosa, cogió la pluma y la apretó entre sus dedos.
—Es de mi hijo, sin duda —dijo, aunque no se oyó su voz.
Triano asintió.
—Tened la seguridad, Majestades, dama Iridal, de que no os habría sometido a este trance si no hubiera estado seguro de que Peter dice la verdad. El chico al que vio era Bane.
Stephen se sonrojó ante la reprimenda insinuada en aquellas palabras y murmuró en un susurro apenas audible algo que tal vez quería ser una disculpa.
Con un profundo suspiro, se dejó caer en su asiento. El rey y la reina se acercaron imperceptiblemente, dejando a la dama Iridal a solas, ligeramente aparte.
Triano se situó delante de los tres y corroboró con palabras firmes y serenas lo que todos sabían ya pero tal vez no habían terminado de aceptar todavía.
—Bane está vivo y en manos de los elfos.
— ¿Cómo es posible? —inquirió Ana con voz sofocada, llevándose una mano al cuello como si tuviera dificultades para respirar. Se volvió hacia Iridal y exclamó—: ¡Tú dijiste que se lo habían llevado! ¡A otra tierra! ¡Dijiste que Alfred se lo había llevado!
—Alfred, no —la corrigió Iridal. La sorpresa inicial estaba remitiendo; la misteriarca empezaba a darse cuenta de que su deseo más acariciado se estaba cumpliendo—. El otro hombre, ese Haplo.
— ¿Ese que me describiste, el de la piel azul? —intervino Triano.
—Sí. —En los ojos de Iridal apareció un destello de esperanza—. Sí, ése fue quien se llevó a mi hijo...
—Pues ahora parece que lo ha traído de vuelta —continuó Triano con sequedad—. Porque el hombre también está en el castillo elfo, según he sabido. El criado vio a un hombre de piel azul en compañía del príncipe. Tal vez ha sido ese detalle, más que cualquier otro, lo que me ha convencido de que su historia era cierta. Aparte de la dama Iridal, Sus Majestades y yo mismo, nadie más en el reino conoce la existencia del hombre de la piel azul o su relación con el príncipe Bane.
Si se añade a ello el hecho de que Peter no sólo vio a Bane, sino que habló con él, y que el príncipe reconoció al criado y lo llamó por su nombre... No, señor. Os lo repito: no me cabe la menor duda.
—De modo que el chico es rehén de los elfos —dijo Stephen con aire sombrío—. Seguro que los elfos proyectan utilizarlo para obligarnos a detener nuestros ataques a sus naves; tal vez incluso para intentar perturbar las negociaciones con Reesh'ahn. Pues no se saldrán con la suya. Pueden hacer lo que les plazca con él. No negociaré una sola gota de agua a cambio de...
— ¡Querido, por favor! —musitó Ana, posando la mano en el brazo de su marido al tiempo que, con los párpados entornados, dirigida una mirada a la dama Iridal. La misteriarca, pálida y fría, permanecía sentada con las manos juntas en el regazo y la mirada perdida en el vacío, fingiendo no escuchar—. ¡Es su madre!
—Me doy perfecta cuenta de que el chico es hijo de la dama. ¿Puedo recordarte, querida, que Bane tenía también un padre..., un padre cuya maldad estuvo a punto de destruirnos a todos?
Discúlpame por hablar con esta franqueza, dama Iridal —añadió, sin dejarse conmover por la mirada suplicante de su esposa—, pero debemos afrontar la verdad. Tú misma has dicho que tu esposo ejercía una influencia poderosa y siniestra sobre el muchacho.
Un leve rubor iluminó las ebúrneas mejillas de Iridal, y un escalofrío le recorrió el esbelto cuerpo. Sin embargo, permaneció callada y Stephen se volvió hacia Triano.
—Incluso me pregunto hasta qué punto todo esto es obra de Bane —añadió el monarca—. Pero, sea como fuere, estoy decidido. Los elfos descubrirán que han intentado una maniobra en falso.
El leve rubor de vergüenza de Iridal había dado paso a un rojo más intenso, producto de la ira. Se disponía a replicar a Stephen, cuando Triano alzó la mano para detenerla.
—Si me permitís, dama Iridal —se le adelantó—. Las cosas no son tan sencillas, mi señor. Los elfos son astutos. Peter, ese desgraciado, no escapó gracias a su astucia; ellos le permitieron la huida adrede. Los elfos sabían que te traería esta información, y es probable que incluso lo animasen sutilmente a hacerlo.
Seguro que dieron una apariencia muy real y convincente a la «fuga». Igual que hicieron con todos los otros.
— ¿Otros? —Stephen alzó el rostro, ceñudo y con la mirada borrosa.
Triano suspiró. Había estado posponiendo el momento de comunicar las malas noticias, pero era el momento de hacerlo.
—Me temo, señor, que Peter no ha sido el único que ha vuelto con la noticia de que Su Alteza, el príncipe Bane, está vivo. Más de una veintena de esclavos humanos «escapó» con él, y cada cual ha vuelto a su lugar de procedencia contando la misma historia. He borrado los recuerdos de Peter, pero la situación no habría cambiado si no lo hubiera hecho. Dentro de pocos ciclos, la noticia de que Bane está vivo y en manos de los elfos será el comentario general en todas las tabernas desde Exilio de Pitrin a Winsher.
—Que los benditos antepasados nos protejan —murmuró Ana.
—No dudo que estáis al corriente, mi señor, de los maliciosos rumores que se han extendido respecto a la condición de ilegítimo de Bane —continuó Triano, escogiendo las palabras con cuidado—. Si arrojas al muchacho a los lobos, por así decirlo, el pueblo dará por ciertos esos rumores y dirá que intentas librarte de un bastardo. La reputación de la reina sufrirá un perjuicio irreparable. Los barones de Volkaran exigirán que os divorciéis y toméis por reina a una mujer de su clan. Los barones de Ulyndia se pondrán del lado de la reina Ana y se alzarán contra vos. La alianza que tanto tiempo y esfuerzo hemos dedicado a consolidar se desmoronará como un castillo de arena, y la consecuencia final podría ser una guerra civil.
Stephen se encogió en su asiento, con el rostro ceniciento y demacrado.
Normalmente, su cuerpo firme y musculoso no aparentaba sus cincuenta años; aún se batía dignamente con los caballeros más jóvenes en los torneos, y con frecuencia derrotaba a los mejores. Pero en esta ocasión, con los hombros hundidos y la cabeza caída hacia adelante, parecía de pronto un anciano.
—Podríamos contarle la verdad al pueblo —propuso la dama Iridal.
Triano se volvió hacia ella con una triste sonrisa.
—Un ofrecimiento muy magnánimo, señora. Sé lo doloroso que eso resultaría para vos. Sin embargo, sólo empeoraría las cosas. Desde su regreso del Reino Superior, vuestra gente adoptó la sabia decisión de mantenerse apartada de la vista del pueblo. Los misteriarcas han vivido desde entonces discretamente, ayudándonos en secreto. ¿Queréis que se conozcan los terribles planes que nos tenía reservados Sinistrad? El pueblo sospecharía de todos los misteriarcas y se volvería contra ellos. Quién sabe qué terrible persecución podría desencadenarse...
—Estamos perdidos —murmuró Stephen, abatido—. Tendremos que ceder.
—No —respondió Iridal, con la voz y el porte muy fríos—. Hay otra alternativa.
Bane es responsabilidad mía. Es mi hijo y quiero recuperarlo. Yo misma lo rescataré de los elfos.
— ¿Piensas ir sola al reino de los elfos y rescatar a tu hijo?
Stephen apartó la mano de la frente y alzó la mirada hacia su mago. El rey necesitaba de la poderosa magia de los misteriarcas y era preferible no ofender a la hechicera, de modo que se limitó hacer una leve indicación con la cabeza para que Triano instara a Iridal a abandonar el estudio. Tenían importantes asuntos que tratar, a solas.
«La mujer se ha vuelto loca», dijo su mirada, aunque, naturalmente, las palabras no salieron de sus labios.
Triano respondió con una breve sacudida de cabeza. «Escucha la propuesta de la mujer», fue su mudo consejo al rey. En voz alta, dijo:
— ¿Sí, mi señora? Continuad, por favor.
—Cuando lo haya recuperado, llevaré a mi hijo al Reino Superior. Nuestra vivienda allí aún es habitable, al menos durante un tiempo. A solas conmigo, sin nadie más que lo influya, Bane se apartará de la senda que sigue, del camino que su padre le enseñó a seguir. —Se volvió hacia el monarca e insistió—: ¡Tienes que dejarme ir, Stephen! ¡Es preciso!
—Bien, señora, no necesitas mi permiso para ello —replicó el rey con brusquedad—. Si te lo propones, puedes arrojarte de la almena más alta del castillo. ¿Qué podría hacer yo para evitarlo? Pero estás hablando de viajar a tierras elfas. ¡Una mujer humana, y sola! Te propones entrar en las mazmorras elfas y volver a salir. ¿Acaso los misteriarcas habéis descubierto un medio de volveros invisibles?
Ana y Triano intentaron contener el torrente de palabras, pero fue Iridal quien hizo callar a Stephen.
—Tienes razón, Majestad —reconoció con una vaga sonrisa de disculpa—. Iré, con tu permiso o sin él. Lo he pedido por pura cortesía, por mantener las buenas relaciones entre todas las partes. Soy consciente de los peligros y de las dificultades. No he estado nunca en tierras elfas y no tengo medios para llegar a ellas... todavía. Pero lo haré. Y no me propongo ir sola.
En un gesto impulsivo, Ana alargó la mano, tomó la de Iridal y la estrechó con fuerza.
— ¡Yo también iría a donde fuere y afrontaría cualquier peligro por encontrar a mi pequeña, si la hubiese perdido! Sé cómo te sientes y te comprendo. Pero, querida dama, debes atender a razones y...
—Exacto, dama Iridal —asintió Stephen en tono aún áspero—. Disculpa si al principio he sido demasiado rudo. Es el peso de la carga que ha caído sobre mí, cuando parecía que por fin mis hombros habían quedado libres de lastre, lo que me ha hecho perder la paciencia. Dices que no irás sola. Señora mía, . Los sartán construyeron un escudo mágico en torno al Reino Superior para adaptar su enrarecida atmósfera a las necesidades de los mensch. Este escudo estaba empezando a romperse, y nadie conocía el secreto de su reconstrucción.
Una legión entera no bastaría para... —El rey se encogió de hombros.
—No quiero una legión. Sólo quiero un hombre. Uno que vale por un ejército.
El mejor de todos: tú mismo lo dijiste. Si no estoy equivocada, registraste todo el reino en su busca y lo salvaste del tajo del verdugo. Conoces su temple y su valor mejor que nadie, puesto que lo contrataste para hacer un trabajo peligroso y delicado.
Stephen contempló a la mujer con espanto; Triano, con preocupada perplejidad. Ana soltó la mano de Iridal y, atenazada por el sentimiento de culpa, se acurrucó en su asiento.
Iridal se puso en pie, alta y majestuosa, orgullosa e imperial.
—Contrataste a ese hombre para matar a mi hijo.
— ¡Que nuestros bondadosos antepasados nos amparen! —Clamó Stephen con voz ronca—. ¿Acaso los misteriarcas habéis adquirido el poder de resucitar a los muertos?
—Nosotros, no —musitó Iridal—. Nosotros, no. Y doy gracias por ello, pues es un don terrible. — urante unos instantes interminables permaneció callada; luego, con un suspiro, levantó la cabeza con gesto resuelto—. ¿Y bien? ¿Tengo el permiso real para intentarlo? No tienes nada que perder. Si fracaso, no estarás peor que antes. Diré a mi gente que regreso al Reino Superior. Si no vuelvo, puedes decirles que he muerto allí. Nadie podrá achacarte la culpa. Concédeme unos días, Stephen.
El monarca se incorporó, juntó las manos tras la espalda y deambuló por la estancia. Hizo una pausa y consultó con Triano.
— ¿Bien, qué dices tú, mago? ¿Hay alguna alternativa?
—Ninguna que tenga posibilidades de éxito, por remotas que sean. La dama Iridal está en lo cierto, señor. No tenemos nada que perder y sí mucho que ganar.
Si está dispuesta a correr el riesgo...
—Lo estoy, Majestad —asintió la misteriarca.
—Entonces, estoy conforme, señor —dijo Triano.
Stephen miró a su esposa.
— ¿Qué dice la reina?
—No tenemos alternativa. —Ana habló sin levantar la cabeza—. Ninguna alternativa. Y después de lo que hicimos... —Se cubrió los ojos con la mano.
—Si te refieres a contratar a un asesino para matar al pequeño, tampoco entonces tuvimos otra alternativa —replicó Stephen, serio y enérgico—. Está bien, dama Iridal, te concedo quince días. Al término de este plazo, nos reuniremos con el príncipe Reesh'rahn en Siete Campos para elaborar los planes para la alianza de nuestros tres ejércitos y el derrocamiento definitivo del imperio de Tribus. Si Bane aún está en manos elfas para entonces...
— ¡No te preocupes, Stephen! No fallaré. ¡Esta vez, no le fallaré a mi hijo! — Con estas palabras, la misteriarca dedicó una profunda reverencia a cada miembro de la real pareja.
—Os acompañaré a la salida, mi señora —se ofreció Triano—. Será mejor que salgáis por donde habéis entrado. Cuanta menos gente sepa que habéis estado aquí, mejor. Si Sus Majestades...
—Sí, sí, puedes marcharte. —Stephen agitó la mano con brusquedad.
Mientras Triano abandonaba la estancia, el rey le dirigió una mirada de inteligencia. Triano bajó la vista, indicando que había entendido.
Mago y misteriarca salieron del estudio, donde Stephen se sentó de nuevo a esperar el regreso de su consejero.
Los Señores de la Noche extendieron sus capas sobre el cielo, y la luz del Firmamento se amortiguó. La sala en la que rey y reina esperaban juntos, callados e inmóviles, quedó en penumbra, pero ninguno de los dos se movió para encender alguna luz. Las sombras nocturnas acompañaban perfectamente sus lúgubres pensamientos.
Una puerta se abrió discretamente; no la que habían usado el mago y la dama Iridal para salir, sino otra, una puerta secreta situada al fondo del estudio y oculta tras un cuadro de la pared. De ella emergió Triano, portando una lámpara de hierro que iluminaba su camino.
Stephen parpadeó y levantó la mano para proteger los ojos de la súbita luminosidad.
—Apaga eso —ordenó. Triano obedeció. El rey continuó hablando—: La propia Iridal nos dijo que Hugh la Mano había muerto. Ella misma nos contó cómo había sido su muerte.
—Es evidente que nos ha mentido, señor. Eso, o se ha vuelto loca, y no creo que haya perdido la razón. Más bien me inclino a pensar que la misteriarca previo el día en que su conocimiento sería de utilidad para ella.
Stephen refunfuñó y calló otra vez. Luego, lenta y pesadamente, murmuró:
—Ya sabes lo que debe hacerse. Supongo que por eso la trajiste aquí.
—Sí, señor. Aunque debo confesar que no había imaginado que se ofrecería ella misma para ir a buscar al niño. Sólo esperaba que Iridal pudiera establecer contacto con él. Desde luego, esto simplifica mucho las cosas.
— ¿Es preciso hacerlo, Stephen? —La reina Ana se puso en pie—. ¿No podríamos dejar que lo intentara...?
—Mientras el muchacho siga vivo, no importa si es en el Reino Superior, en el Inferior, en el nuestro o en cualquier otro, será un peligro para nosotros... y para nuestra hija.
CAPÍTULO 22
MONASTERIO KIR, ISLAS VOLKARAN REINO MEDIO
Los perfiles angulosos de las paredes de granito que formaban el monasterio kir se alzaban, negros y severos, contra la luz mortecina y suavemente radiante que despedía la coralita de las colinas de alrededor. El edificio estaba oscuro y silencioso; de su interior no escapaba luz o sonido alguno. Un quinqué solitario que ardía con una débil llama sobre la entrada —una señal para quienes precisaban socorro— era el único indicio de que el lugar estaba habitado.
Iridal desmontó de su dragón y dedicó unos momentos a calmarlo, acariciándole el cuello. La criatura estaba nerviosa, inquieta, y no respondió de inmediato al hechizo de sueño que la mujer intentó lanzarle. Los jinetes siempre hacían dormir a sus dragones después de un vuelo; el hechizo no sólo proporcionaba a la criatura el descanso preciso, sino que la volvía inofensiva, evitando que se le ocurriera arrasar los alrededores en ausencia de su jinete.
Pero aquel dragón se resistía a dejarse hechizar. Apartaba la cabeza, tiraba de las bridas y agitaba la cola a un lado y a otro. De haber sido una jinete de dragones experimentada, Iridal habría reconocido en aquellas reacciones una señal de que había otro dragón en las proximidades.
Los dragones son criaturas muy sociables, amantes de la compañía de sus congéneres, y el de Iridal prefería claramente una charla amistosa a una siesta. El dragón estaba demasiado bien entrenado como para lanzar una llamada (las criaturas aprenden a guardar silencio para no delatar su posición a un posible enemigo), pero no necesitaba emplear la voz pues podía percibir a un compañero por muchos otros medios: el olfato y el oído, entre otros más sutiles.
Si el otro dragón hubiera respondido, Iridal habría tenido que recurrir a medidas mas firmes para dominar a su montura. Sin embargo, la otra criatura no dio ni la más pequeña muestra de haberse percatado de su presencia.
El dragón que le habían prestado a Iridal —una criatura mansa, de una inteligencia nada excepcional— se mostró dolido, pero era demasiado estúpido como para sentirse ofendido gravemente. Fatigado del largo viaje, el dragón se relajó por fin y atendió a las palabras tranquilizadoras de Iridal.
Cuando vio que los párpados se cerraban y la cola empezaba a enroscarse en torno a sus patas, y que las garras se hundían con firmeza en el suelo para quedar bien apoyado, Iridal se apresuró a entonar el encantamiento. El dragón no tardó en quedar profundamente dormido. No volvió a preocuparse por la causa de la inquietud de su montura; concentrada en sus reflexiones sobre el inminente encuentro, que la misteriarca sabía que no sería en absoluto agradable, Iridal borró de su mente la extraña conducta del dragón y empezó a recorrer la corta distancia que la separaba del monasterio.
El edificio carecía de muralla exterior protectora, y ninguna verja impedía la entrada. Los monjes de la muerte no necesitaban de tales protecciones. Cuando los elfos habían ocupado las tierras humanas, habían saqueado y arrasado poblaciones enteras, pero los monasterios kir habían permanecido intactos. Hasta el elfo más ebrio de vino y de sangre recobraba la sobriedad al momento cuando se acercaba a aquellos muros negros y helados.
Iridal reprimió un escalofrío y se concentró de nuevo en lo importante, la recuperación de su hijo perdido. Envuelta en la capa, avanzó con paso firme hasta la puerta de barro cocido, iluminada por el quinqué. Sobre la puerta colgaba una campanilla de hierro. Iridal tiró de la cadena. El tintineo metálico sonó amortiguado y quedó absorbido de inmediato, engullido por las gruesas paredes del edificio. Aceptada como una necesidad para el contacto con el mundo exterior, los monjes permitían que la campanilla hablase, pero no que cantase.
Captó un ruido chirriante. En la puerta apareció una abertura y, en ésta, un ojo.
— ¿Dónde está el cadáver? —preguntó sin interés una voz monocorde.
Iridal, con los pensamientos en su hijo, se quedó paralizada, sorprendida y alarmada ante la pregunta. Tomó las palabras como un presagio siniestro y estuvo a punto de dar media vuelta y escapar de allí, pero la lógica se impuso. La misteriarca se recordó que la pregunta —tan espantosa para ella— era perfectamente natural para los residentes entre aquellos muros.
Los monjes kir veneran la muerte y consideran la vida una especie de estancia en una cárcel que debemos soportar hasta que el alma pueda escapar y encontrar la paz y la felicidad verdaderas en otra parte. Así pues, los kir no prestan ayuda a los vivos, no cuidan a los enfermos ni dan de comer a los hambrientos ni atienden a los heridos. En cambio, asisten a los muertos y celebran el hecho de que el alma haya abandonado su cautiverio. A los kir no les perturba la muerte ni siquiera en sus formas más horribles. Se ocupan de la víctima cuando el asesino ha terminado, recorren el campo de batalla cuando la lucha ha cesado, entran en la ciudad apestada cuando todos los demás han huido...
El único servicio que los monjes ofrecen a los vivos es la custodia de los niños varones desamparados: huérfanos, bastardos, hijos que sus padres no pueden mantener. Todos ellos son educados en la Orden, en el culto a la muerte, y así pervive la tradición kir.
La pregunta que el monje había hecho a Iridal era la que formulaba a cualquiera que llegara a la puerta del monasterio a aquellas horas de la noche, pues, ¿qué otra razón podía tener nadie para acercarse a aquellos muros ominosos?
—No vengo por los muertos —respondió Iridal, recobrando el dominio de sí misma—. Vengo por los vivos.
— ¿Se trata de algún niño? —inquirió el monje.
—Sí, hermano —contestó la mujer. «Aunque no en el sentido que lo has dicho», añadió en silencio para sí.
El ojo desapareció, y la mirilla se cerró con un chasquido. La puerta se abrió, y el monje se hizo a un lado con el rostro oculto bajo la capucha negra que le cubría la cabeza. El monje no le dio la bienvenida, no inclinó la cabeza como saludo ni le dedicó ninguna otra muestra de respeto; se limitó a mirar a la recién llegada con muy poco interés. La mujer estaba viva y los vivos apenas contaban para los kir.
El monje avanzó por un corredor sin volver la mirada a Iridal en ningún momento, dando por supuesto que la mujer decidiría si quería seguirlo o no. La condujo a una sala de grandes dimensiones, no lejos de la entrada; desde luego, demasiado cerca como para permitirle más que una fugaz visión del interior de los muros del monasterio. Estaba más oscuro dentro que fuera, pues, en el exterior, la coralita despedía su leve fulgor plateado. En el interior, no había lámparas que iluminasen los pasillos y las salas. Aquí y allá, Iridal distinguió el resplandor de una vela cuya débil luz vacilante permitía a su portador avanzar sin tropiezos. El monje invitó a Iridal a entrar en la estancia, le dijo que aguardara y le anunció que el abad acudiría en breve. Después, se marchó y cerró la puerta con llave, dejando a Iridal incomunicada y a oscuras.
La misteriarca sonrió, al tiempo que se estremecía y se arrebujaba bajo la capa. La puerta era de barro cocido, como todas las del monasterio. Con su magia, Iridal podía hacerla añicos como si fuera hielo. Sin embargo, decidió sentarse a esperar pacientemente, consciente de que no era el momento indicado para recurrir a amenazas. Eso llegaría más tarde.
La puerta se abrió, y entró un hombre portando una vela. Era un anciano de considerable estatura, delgado y enjuto hasta el punto de parecer que no tenía carne suficiente para cubrir todos sus huesos. Estaba completamente calvo, o tal vez llevaba el cráneo rasurado. Apenas dedicó una mirada a Iridal mientras pasaba por delante de ella y, sin la menor cortesía, tomó asiento tras un escritorio. Cogió una pluma, alargó la mano, colocó debidamente una hoja de pergamino y —sin mirar a la mujer ni siquiera entonces— se dispuso a escribir.
—No ofrecemos dinero, ya lo sabes —anunció el hombre (el abad, probablemente, aunque no se había molestado en presentarse) —. Acogeremos al niño, eso es todo. ¿Eres la madre?
De nuevo, la pregunta fue a dar dolorosamente cerca de la herida. Iridal sabía muy bien que el abad daba por sentado que había acudido allí para desprenderse de una carga no deseada; precisamente, la mujer había elegido aquella artimaña para poder entrar en el monasterio. Pese a ello, la hechicera se descubrió a sí misma respondiendo a la pregunta.
Sí, era la madre de Bane. Y había entregado a su hijo. Había dejado que su esposo cogiera al niño y lo diera a otros. ¿Qué podía haber hecho ella para impedírselo? Estaba asustada, y Sinistrad la amenazaba con dar muerte a su padre. Y, cuando Bane había vuelto a ella, Iridal había intentado ganárselo otra vez. Sí, había puesto todo su empeño pero, de nuevo, se había visto impotente.
Sinistrad había amenazado con matar a los acompañantes de Bane. El geg, el hombre de la piel azul y...
—En fin, señora —dijo por fin el abad con voz fría, alzando la cabeza y mirando a su interlocutora por primera vez desde su entrada en la sala—.
Deberías haber tomado una decisión antes de venir a importunarnos. ¿Quieres que nos hagamos cargo del muchacho, sí o no?
—No he venido para entregaros a ningún muchacho —repuso Iridal, desterrando de su mente aquellos recuerdos del pasado—. He venido para hablar con alguien que reside en esta casa.
— ¡Imposible! —declaró el abad. Los ojos hundidos en su flaco y demacrado rostro miraron a la mujer con impaciencia desde unas cuencas en sombras, y reflejaron la luz de la vela como dos llamitas vacilantes en sus pupilas brillantes—.
Una vez que un hombre o un muchacho cruza ese umbral, deja atrás el mundo y ya no tiene padre ni madre, hermano ni hermana, amigo ni amante. Respeta sus votos, mujer. Vete y no lo molestes más.
El abad se puso en pie. Lo mismo hizo Iridal. El monje esperaba verla marcharse, de modo que se mostró algo sorprendido y bastante disgustado —a juzgar por su expresión torva y exasperada— cuando observó que la mujer daba un paso adelante y se plantaba ante él.
—Respeto vuestras costumbres, venerable abad. Mi asunto no tiene que ver con ninguno de tus hermanos, sino con alguien que nunca ha hecho los votos.
Con alguien a quien se permite residir aquí quebrantando, podría añadir, todas las normas establecidas y haciendo caso omiso de la tradición. Me refiero a Hugh la Mano.
El abad ni siquiera pestañeó.
—Estás confundida —respondió, con tal convicción en la voz que Iridal no habría dudado de su palabra, de no haber sabido positivamente que el monje mentía—. Alguien que empleaba ese nombre vivió aquí, es cierto, pero eso fue cuando era un niño. Hace mucho tiempo que se marchó y no sabemos nada de él.
—Lo primero es cierto —replicó Iridal—. Lo segundo, no. Ese hombre volvió a vosotros hace un año, más o menos. Os contó una historia extraña y os suplicó cobijo. Vosotros disteis por cierto su relato, o bien lo tomasteis por loco y os apiadasteis de él. No —se corrigió al momento—. Vosotros no os apiadáis de nadie.
Así pues, le creísteis. Me pregunto por qué.
El abad movió una ceja, la enarcó y cruzó los brazos ante su descarnado pecho.
—Si lo vieras, no tendrías que volver a preguntártelo. Pero no perdamos más tiempo en charlas ociosas, señora. En efecto, el que se hace llamar Hugh la Mano reside aquí y, como dices, no ha hecho los votos que nos apartan del mundo, pero aun así permanece apartado de él. Así lo ha decidido por propia voluntad. No volverá a ver absolutamente a nadie del mundo exterior. Sólo admite el contacto con nosotros, y únicamente para llevarle comida y bebida.
Iridal experimentó un escalofrío pero se mantuvo firme.
—Digas lo que digas, abad, estoy dispuesta a verlo. —Abriendo la capa, Iridal dejó al descubierto un vestido gris plateado, guarnecido de símbolos cabalísticos en el dobladillo, en el cuello, en los puños de las mangas y en el cinto que le ceñía el talle—. Soy una de los que llamáis misteriarcas y vengo del Reino Superior. Mi magia podría hacer pedazos esas puertas de barro, estos muros y hasta tu cabeza, si me lo propongo. Llévame a presencia de Hugh la Mano y no se hable más.
El abad se encogió de hombros. La amenaza lo dejaba indiferente. Antes de permitir a la misteriarca el encuentro con alguien que hubiera tomado los votos, el kir habría dejado que destruyese el monasterio piedra por piedra. En cambio, el caso de Hugh era distinto. El hombre estaba allí por la tolerancia de los monjes.
Que se ocupara, pues, de sus propios asuntos.
—Por aquí —dijo con displicencia, pasando ante la mujer camino de la puerta—. No hables con nadie ni levantes los ojos para mirar a nadie. So pena de expulsión.
Al parecer, las amenazas no lo habían impresionado demasiado. Al fin y al cabo, para un monje kir, un misteriarca no era más que otro futuro cadáver.
—He dicho que respetaba vuestros votos y, por tanto, haré lo que me indicas —respondió Iridal con firmeza—. No me importa en absoluto lo que suceda aquí.
Lo único que me interesa —hizo hincapié en la palabra— es ver a Hugh la Mano.
El abad abrió la marcha. Como única luz portaba una vela, la mayor parte de cuyo resplandor obstruía con sus propias ropas. Iridal, detrás de él, tenía dificultades para ver dónde ponía os pies y, como los suelos del viejo edificio eran desiguales y estaban salpicados de grietas, se veía forzada a no levantar la mirada del suelo. Los pasadizos estaban desiertos y silenciosos. La misteriarca tuvo la vaga impresión de que a ambos lados de los pasillos se sucedían las puertas cerradas y, en cierto momento, le pareció oír el llanto de un bebé; su corazón se compadeció del pobre pequeño, abandonado y a solas en un lugar tan deprimente.
Llegaron a una escalera, en cuyo rellano se detuvo el abad a buscar otra vela para ella antes de iniciar el descenso. Iridal llegó a la conclusión de que el monje, más que preocuparse por su seguridad, deseaba evitarse la molestia de tener que atenderla si se caía y se rompía algún hueso. Abajo, al pie de la escalera, se hallaban los aljibes del agua. Una serie de puertas cerradas a cal y canto protegían el preciado líquido, que no sólo era empleado para beber y cocinar, sino que formaba parte de las riquezas del monasterio.
Pero, por lo visto, no todas las puertas guardaban agua. El abad se acercó a una de ellas, alargó la mano y movió el picaporte con un chirrido.
—Tienes una visita, Hugh.
No hubo respuesta. Sólo el ruido de algún objeto, quizás una silla, arrastrado por el suelo.
El abad hizo sonar el picaporte con más fuerza.
— ¿Está encerrado? ¿Le tenéis prisionero? —inquirió Iridal en voz baja.
—Sólo es prisionero de sí mismo, señora —contestó el abad—. Tiene la llave consigo, ahí dentro. Nadie puede entrar, y tú tampoco debes hacerlo, a menos que él nos entregue la llave.
Iridal vaciló en su determinación y estuvo muy cerca de dar media vuelta y marcharse. En aquellos momentos, dudaba que Hugh pudiese ayudarla y tenía miedo de descubrir en qué se había convertido. Con todo, si él no la ayudaba, ¿quién lo haría? Stephen, no, desde luego; lo había dejado muy claro. Tampoco los demás misteriarcas. La mayor parte de ellos eran magos poderosos, pero no sentían el menor aprecio por su difunto esposo ni tenían motivo alguno para desear que les fuera restituido el descendiente de Sinistrad.
Respecto a otros humanos, Iridal conocía muy pocos y ninguno de ellos la había impresionado demasiado. Sólo Hugh cumplía todos sus requisitos: sabía pilotar una nave dragón elfa, había viajado a tierras de elfos, hablaba su idioma con fluidez y estaba familiarizado con sus costumbres. Era un hombre valiente y osado que se había ganado la vida como asesino profesional y se había labrado la fama de ser el mejor en su oficio. Como la propia Iridal le había recordado a Stephen, él mismo —un rey que podía permitirse lo mejor— lo había contratado en cierta ocasión.
—Hugh, tienes visita —repitió el abad.
— ¡Dejadme en paz! —exclamó una voz al otro lado de la puerta.
Iridal suspiró. La voz sonó pastosa y ronca de fumar esterego (la mujer apreció el olor de la pipa desde el pasadizo), de beber en exceso y de falta de uso.
Pero la reconoció.
Su esperanza era aquella llave. Hugh la guardaba en su poder por temor a que, si la dejaba en otras manos, pudiera sentir la tentación de pedir que le abrieran. Por lo tanto, debía de quedar en él una parte que deseaba salir.
—Hugh la Mano, soy Iridal, del Reino Superior. Necesito ayuda desesperadamente. Tengo que hablar contigo. Yo... quiero contratarte.
La misteriarca tenía pocas dudas de que Hugh se negaría y, al observar la leve sonrisa desdeñosa de los finos labios del abad, supo que éste pensaba de igual manera.
—Iridal... —repitió Hugh en tono perplejo, como si el nombre se abriera paso a duras penas en su mente empapada de alcohol—. ¡Iridal!
Esta última fue una exclamación, un jadeo áspero, un susurro que surgía de muy adentro, como de algo largo tiempo anhelado y conseguido por fin. Pero en la voz no había amor ni anhelo; al contrario, había una rabia que habría podido fundir el granito.
Un cuerpo pesado golpeó la puerta de barro cocido y, tras unos chasquidos, se abrió en ella una mirilla. Un ojo inyectado en sangre, cubierto en parte por una mata de cabello inmundo, miró afuera, localizó la figura de la mujer, y se fijó en ella sin un parpadeo.
—Iridal...
La mirilla se cerró bruscamente.
El abad se volvió hacia la misteriarca, curioso por ver su respuesta y esperando, probablemente, que la mujer daría media vuelta y saldría corriendo.
Pero Iridal se mantuvo firme, aunque los dedos de una mano, oculta bajo la capa, se le clavaron en la carne. La otra mano, la que sostenía la vela, no tembló un ápice.
Del interior llegaron ruidos de una actividad frenética, de muebles volcados y arrastrados, como si Hugh estuviera buscando algo. Una exclamación de triunfo y el golpe de un objeto metálico con la parte inferior de la puerta. Tras una nueva exclamación, ésta de frustración, una llave asomó por debajo de la plancha de barro cocido.
El abad se agachó, recogió la llave y la sostuvo un momento entre los dedos, estudiándola con aire pensativo. Después, se volvió a Iridal y le preguntó con la mirada si quería que abriera la puerta.
Con los labios apretados y un frío gesto de cabeza, la misteriarca indicó que procediera. El abad se encogió de hombros y obedeció.
En el mismo instante en que saltó el pestillo, la puerta se abrió desde dentro.
En el umbral apareció una figura fantasmagórica, recortada contra la penumbra ahumada de la celda e iluminada por la vela que ardía ante ella.
La aparición saltó sobre Iridal. Unas manos fuertes la asieron por los brazos, la arrastraron al interior de la celda y la inmovilizaron con la espalda contra la pared. La mujer soltó la vela, que cayó al suelo; la luz se apagó en un charco de cera licuada.
Hugh la Mano se plantó ante el abad, impidiéndole el paso por el hueco de la puerta.
—La llave —exigió. El abad se la entregó—. ¡Ahora, déjanos! —añadió la Mano.
Cerrando la celda de un portazo, Hugh se volvió hacia Iridal. La mujer oyó las suaves pisadas del abad alejándose, desinteresado.
La estancia era pequeña. El mobiliario constaba de un tosco catre, una mesa, una silla —volcada— y, en un rincón, un balde que el inquilino utilizaba, a juzgar por el hedor, para recoger sus necesidades. Presidía la mesa un grueso cirio y, junto a él, la pipa de Hugh. También sobre la mesa había una jarra, un plato de comida a medio terminar y una botella de un licor que olía casi tan mal como el esterego.
Iridal abarcó todos estos objetos en una rápida mirada que también buscaba posibles armas. No temía por ella, naturalmente, pues iba protegida por su poderosa magia, con la que podía dominar al hombre más fácilmente de lo que había hecho con su dragón. No: por quien temía era por Hugh. Le daba miedo que el hombre pudiera hacerse daño antes de que ella pudiera evitarlo, pues su aspecto era el de una persona ebria hasta el punto de la locura.
Hugh se quedó plantado ante ella, mirándola. Su rostro —con la nariz aguileña, la frente despejada y los ojos hundidos y entrecerrados— resultaba espantoso, semioculto por las sombras ondulantes y el halo de humo amarillento.
Su respiración era pesada debido al ejercicio frenético, al licor y a una ávida excitación que lo hacía temblar de pies a cabeza. De pronto, se abalanzó sobre ella tambaleándose, con las manos extendidas al frente. La luz bañó de lleno sus facciones y, al verlas, Iridal sí temió por sí misma, pues el licor había inflamado la piel de Hugh, pero no había afectado su mirada.
Una parte de él, en lo más hondo, estaba sobria; una parte de su ser que no podía sentir los efectos del vino por mucho que bebiera, una parte que no podía ser ahogada. Su rostro era casi irreconocible, deformado por el remordimiento y el tormento interior. Sus negros cabellos estaban veteados de canas y su barba, un día cuidadosamente trenzada, aparecía ahora muy larga, rala y despeinada.
Llevaba las ropas negras de un monje kir, prendas de desecho a juzgar por su estado lamentable y por el hecho de que le iban demasiado pequeñas. La firme musculatura de su cuerpo se había vuelto fofa pero Hugh poseía una fuerza nacida del vino, pues Iridal aún notaba la presión de sus dedos en los brazos doloridos.
Dio un nuevo paso tambaleante hacia ella. Iridal señaló la llave que mostraba el hombre en su mano temblorosa. Tenía las palabras del hechizo en la punta de la lengua, pero no las pronunció. Ahora podía distinguir con claridad el rostro de Hugh y se habría echado a llorar. La pena, la compasión, el recuerdo de que aquel hombre había entregado su vida y había tenido una muerte horrible por salvar a su hijo la impulsaron a extender las manos hacia él.
Hugh la cogió por las muñecas con una presión intensa y dolorosa; luego, cayó de rodillas ante ella.
— ¡Pon fin a la maldición! —le suplicó con voz quebrada—. ¡Te lo suplico, señora! ¡Pon fin a la maldición que lanzaste sobre mí! ¡Libérame! ¡Levántame la pena!
El hombre hundió la cabeza. Unos sollozos ásperos, secos, le estremecieron el cuerpo. Entre temblores incontenibles, sus manos sin fuerzas soltaron las muñecas de Iridal, y la misteriarca se inclinó sobre él, derramando lágrimas sobre sus cabellos canosos, que acarició con dedos helados.
—Lo siento —murmuró, también con voz rota—. ¡Lo siento tanto...!
Hugh alzó la cabeza.
— ¡No quiero tu maldita lástima! ¡Libérame! —repitió. Su tono era áspero, cargado de urgencia. Sus manos asieron nuevamente las de ella—. ¡No sabes lo que me has hecho! ¡Ponle fin... ahora!
Iridal lo miró largamente, incapaz de hablar.
—No puedo, Hugh —musitó por último—. No fui yo.
— ¡Sí! —Exclamó él con violencia—. ¡Te vi allí! Cuando desperté...
Pero ella movió la cabeza, insistiendo en su negativa.
—Un hechizo así está muy lejos de mi alcance, lo cual agradezco a los antepasados. Debes saberlo —añadió, contemplando los ojos desesperados y suplicantes de Hugh—. Sí, tienes que saberlo. Fue Alfred.
— ¡Alfred! —Hugh repitió el nombre con un jadeo—. ¿Dónde está? ¿Ha venido contigo...?
Vio la respuesta en los ojos de la mujer y echó la cabeza hacia atrás como si la agonía le resultara insoportable. Dos gruesas lágrimas escaparon de sus párpados entrecerrados y rodaron por sus mejillas hasta la barba rala y enmarañada. Exhaló un suspiro hondo y estremecido y, de pronto, se volvió loco y empezó a soltar terribles gritos de rabia, a arrancarse el pelo a tirones y a arañarse el rostro con las uñas. Luego, tan de improviso como había empezado, se dejó caer al suelo boca abajo y se quedó quieto, inmóvil como un muerto.
Como ya había estado una vez.
Parte 2