Publicado en
mayo 02, 2010
CAPITULO 1
ABARRACH
Abarrach, mundo de piedra, mundo de oscuridad iluminada por el fuego del mar de magma fundido, mundo de estalagmitas y estalactitas, mundo de dragones de fuego, mundo de aire ponzoñoso de vapores sulfurosos, mundo de magia...
Abarrach, mundo de los muertos.
Xar, Señor del Nexo y, ahora, Señor de Abarrach, se recostó en el asiento y se restregó los ojos. Las estructuras rúnicas que estaba estudiando empezaban a hacerse borrosas. Había estado a punto de cometer un error (algo inexcusable), pero se había dado cuenta a tiempo y lo había enmendado. Cerró los ojos, doloridos, y repasó mentalmente la estructura una vez más.
Empezar por la runa del corazón. Conectar el pie del signo mágico a la base de una runa contigua. Inscribir los signos en el pecho, ascendiendo hasta la cabeza. Sí, allí era donde se había equivocado las primeras veces. La cabeza era importante, vital. Después, trazar las rimas sobre el tronco y, finalmente, sobre brazos y piernas.
Un trabajo perfecto. Xar no apreció el menor fallo. En su imaginación, ya veía levantarse y revivir el cuerpo muerto en el que había estado afanándose. Una forma de vida corrupta, era cierto, pero muy provechosa. El cadáver resultaba mucho más útil así que si se hubiera descompuesto bajo tierra.
Xar mostró una sonrisa de triunfo, pero la mueca tuvo en su rostro una vida aún más corta que la de su imaginario difunto. Sus pensamientos siguieron, más o menos, esta secuencia:
Soy capaz de resucitar a los muertos.
Al menos, estoy bastante seguro de poder resucitar a los muertos.
Pero no puedo estar seguro.
Allí estaba el freno a su entusiasmo. No disponía de muertos a quienes resucitar. O mejor dicho, disponía de demasiados. Pero no lo bastante muertos.
Presa de la frustración, Xar descargó las manos sobre la enrevesada estructura de signos mágicos.
Las tabas rúnicas se estremecieron, resbalaron de la mesa y se precipitaron al suelo.
El Señor del Nexo no prestó atención a las fichas. Siempre podía recomponer la estructura. Una y otra vez. Ahora, la conocía tan bien como la magia para invocar el agua. Aunque, para lo que le había de servir...
Xar necesitaba un cadáver, un cuerpo que llevara muerto no más de tres días y que no hubiese caído en poder de aquellos malditos lázaros Irritado barrió la mesa con el brazo, arrojando al suelo las pocas tabas rúnicas que aún quedaban sobre ella.
Abandonó la estancia que utilizaba como estudio y se dirigió a sus aposentos privados. De camino, pasó por la biblioteca y allí encontró a Kleitus, el dinasta, antiguo gobernante (hasta su muerte) de Necrópolis, la ciudad más extensa de Abarrada. A su muerte, Kleitus se había convertido en un lázaro, uno de aquellos muertos vivientes. Desde entonces, la horrenda forma del dinasta —que no estaba vivo ni muerto— vagaba por los corredores y salones del palacio que una vez había sido suyo. El lázaro creía que seguía siéndolo y Xar, pese a saber que no era así, no veía ninguna razón para sacar a Kleitus de su error.
El Señor del Nexo se preparó para hablar con el Señor de los Muertos Vivientes. Xar había combatido a muchos enemigos terribles durante sus esfuerzos por liberar a su pueblo del Laberinto. Dragones, lobunos, caodines y otras fieras...
Xar no temía a ninguno de los monstruos que el Laberinto pudiera crear. No temía a ningún ser vivo. Aun así, no pudo evitar un nudo en las entrañas cuando contempló el rostro del lázaro, como una horrible mascara mortuoria en permanente cambio, y vio el odio en su mirada. El odio que los muertos sienten por los vivos en Abarrach.
Los encuentros con Kleitus no resultaban nunca agradables, y Xar solía evitar al lázaro. Al Señor del Nexo le resultaba incómodo hablar con un ser que sólo tenía una idea en su mente: la muerte. La muerte de su interlocutor.
Los signos mágicos de la piel de Xar emitieron un leve resplandor azulado, para defenderlo de un posible ataque. La luz azul se reflejó en los muertos ojos del dinasta, que emitieron un destello de disgusto. El lázaro había intentado matar al patryn en una ocasión, a su llegada a Necrópolis. El combate entre ellos había sido breve y espectacular. Kleitus no había vuelto a intentarlo, pero soñaba con ello durante las interminables horas de su atormentada existencia. Y nunca dejaba de mencionarlo cuando vían a encontrarse.
—Algún día, Xar —dijo Kleitus, el cadáver parlante—, te cogeré por sorpresa, Y entonces te unirás a nosotros.
—... a nosotros —repitió el triste eco del alma del lázaro. Las dos partes del muerto siempre hablaban juntas, aunque el alma iba un poco más lenta que el cuerpo.
—Debe de ser magnífico para ti tener todavía un objetivo —replicó Xar con cierta acritud. No podía evitarlo: el lázaro lo ponía nervioso. Pero el Señor del Nexo necesitaba ayuda, información, y, hasta donde él sabía, Kleitus era el único que podía proporcionársela—. Yo también tengo uno. Un objetivo que me gustaría tratar contigo... si tienes tiempo para ello, claro. —El nerviosismo de Xar provocó el comentario sarcástico.
Por mucho que se empeñara, el patryn era incapaz de mantener durante mucho rato la mirada fija en el rostro del lázaro. Era el rostro de un cadáver, de un cadáver asesinado, pues Kleitus había muerto a manos de otro lázaro y, a continuación, había sido devuelto a aquella existencia penosa. El rostro era en ocasiones el de un cuerpo que llevaba mucho tiempo muerto y luego, de pronto, adquiría las facciones que Kleitus tenía cuando estaba vivo. La transformación se producía cuando el alma penetraba en el cuerpo y pugnaba por renovar la vida y por recuperar lo que una vez había poseído. Frustrados sus intentos, el alma fluía Riera del cuerpo en un vano esfuerzo por liberarse de su prisión. La rabia y la frustración permanente del alma proporcionaban una calidez antinatural a la carne muerta, fría.
Xar dirigió una nueva mirada a Kleitus y la retiró rápidamente.
— ¿Me acompañas a la biblioteca? —preguntó con un gesto de cortesía y con la vista en cualquier sitio menos en el cadáver.
El lázaro lo siguió de buena gana. Kleitus no tenía un especial interés en servir de ayuda al Señor del Nexo, como éste bien sabía. Si lo acompañó, fue porque siempre cabía la posibilidad de que Xar pudiera descuidarse y bajar sus defensas sin advertirlo. Kleitus fue con él con la esperanza de poder matarlo.
A solas con el lázaro en la estancia, Xar pensó por un instante en llamar a otro patryn para que montara guardia, pero abandonó la idea de inmediato, horrorizado consigo mismo por el mero hecho de que se le hubiera ocurrido tal pensamiento. Tomar tal precaución sólo lo haría parecer débil a los ojos de su pueblo, que lo adoraba: además, no deseaba que nadie más conociera el tema de la conversación.
En consecuencia, aunque con bastante recelo, Xar cerró la puerta, hecha de hierba kairn trenzada, y la marcó con runas patryn de protección para que no pudiera ser abierta. Cuando trazó sus signos mágicos, lo hizo sobre unas borrosas runas sartán, cuya magia había dejado de actuar hacía mucho tiempo.
Los ojos inanimados de Kleitus recobraron de repente un destello de vida y concentraron la mirada en el cuello de Xar. Los dedos muertos temblaron de expectación.
—No, no, amigo mío —dijo Xar con tono afable—. Otro día, quizás. ¿O prefieres verte de nuevo en mí círculo de poder? ¿Quieres experimentar otra vez cómo mi magia empieza a desbaratar tu existencia?
Kleitus lo miró sin pestañear, inflamado de odio.
— ¿Qué es lo que quieres, Señor del Nexo?
—... Nexo —repitió el triste eco.
—Lo que quiero es sentarme —dijo Xar—. No me tengo en pie. He pasado dos días y dos noches concentrado en la estructura rúnica. Pero ya la he resuelto.
Ahora conozco el secreto del arte de la nigromancia. Ahora, también yo sé resucitar a los muertos.
—Felicidades —apostilló Kleitus. Sus labios se fruncieron en una mueca burlona—. Ahora podrás destruir a tu pueblo como hicimos nosotros con el nuestro.
Xar no hizo caso del comentario. Los lázaros tenían, por lo general, una perspectiva bastante sombría de las cosas, pero el patryn lo encontraba comprensible.
Tomó asiento ante una gran mesa de piedra cuya superficie estaba cubierta de úmenes polvorientos: un tesoro de conocimientos sartán. Xar había dedicado al estudio de aquellas obras todo el tiempo posible, teniendo en cuenta las mil y una obligaciones de un caudillo que se disponía a conducir a su pueblo a la guerra, pero aquel tiempo que había pasado entre los libros sartán era mínimo en comparación con los años que Kleitus había dedicado a tal labor. Además, Xar estaba en desventaja: estaba obligado a leer el material en un idioma ajeno: la lengua sartán. Aunque había aprendido el idioma mientras permanecía en el Nexo, la tarea de descomponer la estructura rúnica sartán y, luego, reconstruirla según el pensamiento patryn resultaba agotador y exigía mucho tiempo.
Xar no podría nunca, en ninguna circunstancia, pensar como un sartán.
Kleitus tenía la información que Xar necesitaba. Había hurgado a fondo en aquellos libros y él mismo era —o había sido— un sartán. Kleitus sabía. Y entendía. Pero ¿cómo sonsacar al cadáver? Allí estaba la dificultad.
Xar no se dejó engañar por el caminar arrastrado del lázaro ni por su ademán sediento de sangre. El juego de Kleitus era mucho más sutil. Un ejército de seres vivos, de sangre caliente, había llegado recientemente a Abarrach. Un ejército de patryn, trasladado allí por Xar con el propósito de instruirlo para la guerra. Los lázaros codiciaban a aquellos seres vivos, anhelaban destruir la vida que canto envidiaban y que, a la vez, tan detestable les resultaba. Los lázaros no podían atacar a los patryn, demasiado poderosos para ellos.
Con todo, los patryn necesitaban un despliegue inmenso de su magia para convertir las oscuras cavernas de Abarrach en un lugar capaz de sostener la vida.
Y el esfuerzo empezaba a debilitarlos, aunque sólo fuera muy ligeramente. Lo mismo les había sucedido A los sartán, en el pasado; así habían terminado por morir tantos de ellos.
Tiempo. Los muertos tenían tiempo. No seria pronto pero un día u otro, inevitablemente, la magia patryn empezaría a desmoronarse. Y entonces sería el momento de los lázaros. Xar no pensaba prolongar tanto su estancia allí. Ya había descubierto lo que había acudido a buscar en Abarrach. Ahora sólo tenía que determinar si el descubrimiento era o no real.
Kleitus no se sentó. Los lázaros no pueden descansar mucho tiempo en el mismo sitio, sino que se mantienen en constante movimiento, deambulando como si buscaran algo que han perdido toda esperanza de encontrar.
Xar no miró al cadáver viviente que se desplazaba adelante y atrás delante de él, sino que dirigió la mirada a los polvorientos úmenes esparcidos sobre la mesa.
—Quiero poder probar mis conocimientos de nigromancia —declaró—. Deseo saber si realmente puedo resucitar a los muertos.
— ¿Y qué te lo impide? —inquirió Kleitus.
— ¿...te lo impide?
Xar frunció el entrecejo. El molesto eco era una especie de zumbido en sus oídos. Siempre se producía cuando él se disponía a decir algo, interrumpiéndolo y cortándole el hilo de los pensamientos.
—Necesito un cadáver. Y no me digas que utilice a uno de mi pueblo. Eso es inaceptable. Yo, personalmente, he salvado la vida de cada patryn que he rescatado y llevado al. Nexo.
—Les has dado la vida —apuntó Kleitus—. Tienes derecho a quitársela.
—... a quitársela.
—Tal vez —concedió Xar, alzando la voz para imponerse al eco—. Quizá lo que dices sea verdad. Y, si hubiera mayor número de los míos, si fuéramos muchos más, tal vez lo tomara en consideración. Pero somos pocos y no me atrevo a desperdiciar a uno solo.
— ¿Qué quieres de mí, Señor del Nexo?
— ¿... del Nexo?
—He hablado con otro de los lázaros, una mujer llamada Jera. Mencionó que en Abarrach aún había sartán. Sartán vivos. Un hombre llamado... hum... —Xar titubeó, como si no consiguiera recordar el nombre.
— ¡Balthazar! —susurró Kleitus.
—... Balthazar—gimió el eco.
—Sí, ése era el nombre —se apresuró a decir Xar—. Balthazar. Él es quien los dirige. Un informe anterior que recibí de un tal Haplo, un patryn que visitó Abarrach, me indujo a creer que ese sartán, Balthazar, y todo su pueblo habían perecido a vuestras manos. No obstante, Jera me asegura que no fue así.
—Haplo... Sí, lo recuerdo. —La evocación no parecía ser muy del agrado de Kleitus, que permaneció largo rato meditabundo mientras el alma penetraba en su cuerpo, pugnaba por quedarse y se separaba de nuevo. El lázaro se detuvo delante de Xar y lo contempló con ojos evasivos—. ¿Te contó Jera lo sucedido?
La mirada del cadáver llenó de perplejidad a Xar.
—No —mintió, obligándose a permanecer sentado cuando su primer impulso habría sido levantarse y huir a algún rincón lejano—. Jera no me lo contó. Pensé que quizá tú...
—Los vivos huyeron de nosotros. —Kleitus reanudó su inquieto deambular—.
Los seguimos. No tenían ninguna posibilidad de escapar. Nosotros no nos cansamos nunca, no necesitamos reposo, ni comida, ni agua. Finalmente, logramos atraparlos. Entonces organizaron una débil resistencia, dispuestos a luchar por salvar sus miserables vidas. Entre nosotros teníamos a su propio príncipe, muerto. Yo mismo lo había devuelto a la vida. El príncipe conocía lo que los vivos habían hecho a los muertos y comprendía que sólo cuando todos los vivos hubieran muerto podríamos ser libres los muertos. El príncipe había jurado conducirnos en la lucha contra su propio pueblo.
»Nos preparamos para la matanza. Pero en aquel instante intervino uno de los nuestros, el que fue marido de esa Jera, precisamente. Ahora es un lázaro; su propia esposa lo mató, lo resucitó y le proporcionó el poder que nosotros poseemos. Pero él nos traicionó. De algún modo, en alguna parte, había adquirido un poder propio. Posee el don de la muerte, igual que ese otro sartán que llegó a este mundo a través de la Puerta de la Muerte...
— ¿A quién te refieres? —quiso saber Xar. De pronto, las palabras de Kleitus despertaron su interés, adormecido durante el prolijo discurso del lázaro.
—No sé quién era. Un sartán, sin duda, pero tenía un nombre mensch — respondió Kleitus, irritado ante la interrupción.
— ¿Alfred?
—Tal vez. ¿Qué más da el nombre? —El lázaro parecía obsesionado por continuar su narración—. El marido de Jera rompió el hechizo que mantenía cautivo el cadáver del príncipe, y el cuerpo de éste murió. Los muros carcelarios de su carne se desmoronaron y el alma flotó libre.
La voz de Kleitus sonó irritada, llena de acritud.
—... flotó Ubre.
El eco tenía un tono anhelante, nostálgico. Xar se impacientó. El «don de la muerte»... ¡Bobadas de los sartán!
— ¿Qué fue de Balthazar y los suyos? —inquirió.
—Se nos escaparon —siseó Kleitus entre dientes, furioso. Sus cerúleos puños se cerraron—. Intentamos ir tras ellos, pero el esposo de Jera resultó ser demasiado poderoso y nos lo impidió.
—Entonces, es cierto que aún existen sartán vivos en Abarrach —murmuró Xar, haciendo tamborilear los dedos sobre la mesa—. Sartán que pueden proporcionarme los cadáveres que necesito para mis experimentos. Y para convertirlos en soldados de mi ejército. ¿Tienes alguna idea de dónde están?
—Si la tuviéramos, no estarían vivos todavía —declaró Kleitus, con una mirada de odio—. ¿Verdad que no, Señor del Nexo?
—Supongo que tienes razón —murmuró Xar—. Ese esposo de Jera... ¿dónde se encuentra? Sin duda, él sabe cómo dar con Balthazar...
—Tampoco sé dónde se ha ocultado. Hasta que tú y tu gente llegasteis, él ocupaba Necrópolis. Y nos mantenía fuera de la ciudad. Me mantenía apartado de mi palacio. Pero cuando os presentasteis aquí, se marchó.
—Atemorizado de mi presencia, sin duda —comentó Xar despreocupadamente.
— ¡Ese lázaro no le teme a nada, Señor del Nexo! —Replicó Kleitus con una desagradable risotada—. Él es ese de quien habla la profecía.
—He oído hablar de una profecía —dijo el patryn, restando importancia al asunto con un gesto de la mano—. Haplo me comentó algo al respecto, pero su opinión respecto a los oráculos coinciden con la mía. Les doy poco crédito. Para mí, no son más que deseos.
—Pues a ésta deberías prestarle más atención. Esto es lo que dice la profecía:
«Él traerá vida a los muertos y esperanza a los vivos. Y para él se abrirá la Puerta».
Así proclama la profecía y así se ha cumplido.
—... se ha cumplido —Sí, se ha cumplido. —Xar repitió las últimas palabras del eco—. Pero soy yo quien le ha dado cumplimiento. La profecía se refiere a mí, y no a un cadáver ambulante.
—Me temo que no...
—... temo que no.
— ¡Claro que sí! —Exclamó Xar con irritación—. «La Puerta se abrirá...» ¡La Puerta se ha abierto!
— ¡La que se ha abierto es la Puerta de la Muerte!
— ¿Acaso existe alguna otra? —preguntó Xar sin prestar mucha atención, molesto e impaciente por retomar la conversación donde la habían iniciado.
—La Séptima Puerta —respondió Kleitus. Y, esta vez, el eco guardó silencio.
Xar alzó la vista, preguntándose a qué venía aquello. Kleitus le dedicó un rictus que quería ser una sonrisa y prosiguió—: Hablas de ejércitos, de conquistas, de viajes de mundo en mundo... ¡Qué pérdida de tiempo y de esfuerzo, cuando lo único que necesitas hacer es entrar en la Séptima Puerta!
— ¿De veras? —Xar torció el gesto—. He cruzado muchas puertas en mi vida.
¿Qué tiene ésta de especial?
—Fue dentro de esa cámara, dentro de la Séptima Puerta, donde el Consejo de los Siete realizó la separación de los mundos.
—...la separación de los mundos.
Xar guardó silencio, lleno de asombro. Las consecuencias, las posibilidades que se abrían si Kleitus estaba en lo cierto, si lo que decía era cierto, si aquel lugar existía todavía...
—Existe —afirmó Kleitus.
— ¿Qué hay en esa..., en esa cámara? —quiso saber Xar, cauto, sin terminar de creer al lázaro.
Kleitus aparentó no haber oído la pregunta y se vió hacia las estanterías de úmenes que cubrían las paredes de la biblioteca. Sus ojos muertos, iluminados esporádicamente por el alma fugaz, buscaron algo. Por último, su marchita mano, manchada todavía con la sangre de aquellos a los que había dado muerte, se alzó para escoger un delgado de pequeñas dimensiones.
El lázaro arrojó el libro sobre la mesa, delante de Xar.
—Lee —le indicó.
—... lee —llegó la triste coletilla.
—Parece la primera cartilla de un chiquillo —dijo Xar, examinando el con cierto desdén. Él también había utilizado libros parecidos a aquél, encontrados en el Nexo, para enseñar el lenguaje de las runas sartán a Bane, el niño mensch.
—Lo es —asintió Kleitus—. Procede de los tiempos en que nuestros hijos vivían y alborotaban. Lee.
Xar estudió el libro con recelo, pero parecía auténtico. Era antiguo, muy antiguo, a juzgar por su olor rancio y por su pergamino quebradizo y amarillento.
Con cuidado, temeroso de que las páginas se convirtieran en polvo al contacto con su mano, abrió la tapa de piel y leyó en silencio para sí mismo:
La Tierra fue destruida.
Cuatro mundos fueron creados de sus ruinas. Cuatro mundos para
nosotros y los mensch: Aire, Fuego, Piedra y Agua. Cuatro Puertas
conectan cada mundo con los otros: Ariano, Pryan,
Abarracb y Chelestra. Para nuestros enemigos se construyó un
correccional: el Laberinto.
El Laberinto está conectado con los demás mundos a través de la
Quinta Puerta: el Nexo.
La Sexta Puerta está en el centro y permite la entrada en el Vórtice. Y
todo se consumó a través de la Séptima Puerta.
El final fue el principio.
Aquél era el texto impreso. Debajo, escrita a mano con letra tosca, había otra frase: El principio fue nuestro final.
— ¿Eso lo has escrito tú? —inquirió Xar.
—Con mi propia sangre —asintió Kleitus.
—... propia sangre.
A Xar le temblaron las manos de expectación. El sartán, la profecía, la nigromancia; nada de eso importaba. Lo que revelaba el libro: ¡eso era lo realmente valioso!
— ¿Sabes dónde está esa puerta? ¿Me conducirás a ella? —dijo Xar, poniéndose de pie con impaciencia.
—Sí, lo sé. Los muertos lo sabemos. Y me encantaría conducirte a ella, Señor del Nexo... —El rostro de Kleitus se contorsionó mientras el alma entraba y salía agitadamente del cadáver ambulante. Sus manos se flexionaron—. Me encantaría, si tú cumplieras un requisito. Podríamos disponer tu muerte y...
Xar no estaba de humor para chanzas.
—No seas ridículo. Llévame allí ahora o, si tal cosa no es posible —el Señor del Caos tuvo la repentina idea de que aquella Séptima Puerta se encontraba quizás en otro mundo—, dime dónde encontrarla.
Kleitus pareció meditar la respuesta. Por fin, movió la cabeza en gesto de negativa:
—No creo que lo haga.
—... que lo haga.
— ¿Por qué no? —Xar dejó entrever su enfado.
—Digamos que... por lealtad.
— ¡Que hable así quien ha sacrificado a su propio pueblo! —replicó Xar burlón—. ¿Por qué, pues, me hablas de la Séptima Puerta, si te niegas a llevarme a ella? —De pronto, le vino una idea a la cabeza—: Quieres algo a cambio, ¿no es eso? ¿De qué se trata?
—De matar. Y seguir matando. De librarme del olor de la sangre caliente que me atormenta cada instante de mi existencia... ¡y voy a vivir eternamente! Lo que quiero es la muerte. Respecto a la Séptima Puerta, no necesitas que te la muestre.
Ese secuaz tuyo ya ha estado allí. Pensaba que él ya te habría informado.
—... muerte... informado.
— ¿Qué secuaz? ¿Quién? —Tras un instante de perplejidad, Xar inquirió—:
¿Haplo?
—Sí, puede que ése fuera el nombre... —Kleitus estaba perdiendo el interés por el tema.
—... nombre.
— ¿Que Haplo conoce la ubicación de la Séptima Puerta? —resopló Xar con aire burlón—. ¡Imposible! Jamás lo ha mencionado...
—Eso es porque el no sabe... Ningún vivo lo sabe. Pero su cadáver sí que lo reconocería. Y querría ver a ese lugar. Resucita el cuerpo de ese Haplo, Señor del Nexo, y él te conducirá a la Séptima Puerta.
«Me gustaría saber qué te propones», pensó Xar y fingió seguir hojeando el libro infantil mientras observaba disimuladamente al lázaro. « ¡Me gustaría saber qué es lo que persigues! ¿Qué representa para ti esa Séptima Puerta? ¿Y por qué quieres a Haplo? Sí, ya veo adonde quieres llevarme pero, mientras sea en la misma dirección que yo he tomado...» Se encogió de hombros, levantó el libro y leyó en voz alta:
—«Y todo se consumó a través de la Séptima Puerta.» ¿Cómo? ¿Qué significa eso, dinasta? ¿O acaso no significa nada? No es fácil saberlo; a vosotros, los sartán, os produce un gran placer jugar con las palabras.
—Yo diría que significa mucho, Señor del Nexo. —Por un instante, un leve destello de siniestra diversión dio auténtica vida a los ojos muertos—. En cuanto a cuál sea ese significado, no lo sé ni me importa.
Kleitus alargó una mano, de piel blancoazulada salpicada de sangre y uñas negras, y, vuelto hacia la puerta, pronunció una runa sartán.
Los signos patryn que protegían la puerta se desmoronaron. Kleitus se abrió paso y abandonó la estancia.
Xar habría podido mantener las runas en su lugar frente a la magia del dinasta, pero no deseaba malgastar sus energías. ¿Para qué molestarse? Que se marchara; el lázaro ya no le sería de más utilidad, La Séptima Puerta. La cámara donde los sartán habían separado el mundo.
¿Quién sabía qué poderosa magia existía aún en tal lugar?
Si era cierto que Kleitus conocía la ubicación de la Séptima Puerta, reflexionó el Señor del Nexo, no necesitaba de Haplo para que lo condujera. Era evidente, pues, que el lázaro quería a Haplo por sus propios motivos. ¿Por qué? Era cierto que Haplo había escapado de las manos del dinasta y a la persecución asesina de los lázaros, pero resultaba improbable que Kleitus le tuviera un especial rencor por ello. El lázaro odiaba a todos los seres vivos, sin excepción. No destacaría a uno en concreto si no tuviera un motivo especial para ello.
Haplo tenía o sabía algo que Kleitus codiciaba. ¿Qué podía ser? Era preciso preservar a Haplo, se dijo Xar. Al menos, hasta que descubriera el misterio.
Se concentró de nuevo en el libro y fijó la vista en las runas sartán hasta que las hubo grabado en su memoria. Un revuelo en el pasillo y unas voces que pronunciaban su nombre lo perturbaron.
Se levantó de la mesa, cruzó la estancia y abrió la puerta. Varios patryn deambulaban arriba y abajo por el corredor.
— ¿Qué queréis?
— ¡Mi Señor! ¡Te hemos buscado por todas partes!
La mujer que había respondido hizo una pausa para recuperar el aliento. Xar advirtió su excitación. Los patryn eran disciplinados; de ordinario, no dejaban exteriorizar sus emociones.
— ¿Qué sucede, hija?
—Hemos capturado dos prisioneros, mi Señor. Los hemos cogido cuando salían de la Puerta de la Muerte.
— ¿De veras? Una excelente noticia. ¿Qué...?
— ¡Escúchame, mi Señor! —En circunstancias normales, ningún patryn habría osado interrumpir a Xar; sin embargo, la mujer era presa de tal agitación que no pudo contenerse—: Los dos son sartán. Y uno de ellos es...
— ¡Alfred! —conjeturó Xar.
—No, mi Señor. Uno de ellos es Samah...
¡Samah! El presidente del Consejo de los Siete sartán.
Samah, que había permanecido durante largos siglos en estado de animación suspendida en Chelestra.
Samah. El mismo Samah que había provocado la destrucción de los mundos.
Samah, que había arrojado a los patryn al Laberinto.
En aquel instante. Xar casi habría creído en la existencia de aquel poder superior del que Haplo no dejaba de parlotear. Y casi habría creído en él por poner en sus manos a Samah.
CAPITULO 2
ABARRACH
Saman. Él, entre todas las espléndidas presas. Samah el sartán que había urdido todo el complot para separar el mundo, El sartán que había vendido tal idea a su pueblo. El sartán que había tomado en pago la sangre de los suyos y las de incontables miles de inocentes. El sartán que había encerrado a los patryn en la infernal prisión del Laberinto.
Y el sartán que, sin duda, conocía la localización de la Séptima Puerta, se dijo de pronto.
—No sólo eso —masculló Xar por lo bajo, mientras vía la vista al libro una vez más—, sino que probablemente se negará a decirme dónde está o a contarme nada al respecto, —Xar se frotó las manos—. ¡Así tendré el inmenso placer de obligar a Samah a hablar!
En el palacio de piedra de Abarrach había mazmorras. Haplo había informado a Xar de su existencia, después de haber estado al borde de la muerte entre sus muros.
¿Para qué habían utilizado aquellas mazmorras los antiguos sartán? ¿Como prisiones para los mensch descontentos? ¿O tal vez los sartán habían intentado incluso alojar a los mensch allí abajo, lejos de la corrompida atmósfera de las cavernas de arriba, aquella atmósfera que emponzoñaba lentamente a todos los seres vivientes que los sartán habían llevado con ellos a aquel mundo? Según el informe de Haplo, allí abajo había otras estancias, además de celdas. Salas grandes, de tamaño suficiente para contener a gran número de personas. Unas runas sartán trazadas en el suelo mostraban el camino a aquellos que conocían los secretos de su magia.
En unos candelabros de pared ardían unas antorchas; a su luz, Xar distinguió aquí y allá los trazos de aquellas runas sartán. Pronunció una palabra —una palabra sartán— y observó cómo los signos mágicos cobraban vida con un débil resplandor; brillaban tenuemente durante unos instantes y vían a apagarse, con su magia disgregada y agotada.
Xar se rió por lo bajo. Aquél era un juego que practicaba por todo el palacio y del cual nunca se cansaba. Las runas resultaban simbólicas: al igual que sucedía con la magia de aquellos signos mágicos, el poder de los sartán había brillado brevemente para luego apagarse, disgregado y agotado.
Tal como, ahora, moriría Samah. Xar se frotó las manos otra vez, con expectación.
En esta ocasión, las catacumbas estaban vacías. En los días anteriores a la creación accidental de los terribles lázaros, las dependencias habían sido empleadas para acoger a los muertos; es decir, a las dos clases de muertos: a los que habían sido reanimados y a los que aguardaban la resurrección. Allí se conservaban los cuerpos mientras transcurría el plazo de tres días que debía respetarse antes de proceder a deverles la vida. Allí, también, se encontraban los esporádicos casos de muertos que, una vez reanimados, habían demostrado ser una molestia para los vivos. Uno de ellos había sido la propia madre de Kleitus.
Pero, ahora, las celdas estaban vacías. Todos los muertos habían sido liberados. Algunos, convertidos en lázaros; otros —como la reina madre—, fallecidos hacía demasiado tiempo como para resultar de utilidad a los lázaros, vagaban a su antojo por las estancias subterráneas. A la llegada de los patryn, estos muertos habían sido agrupados y encuadrados en ejércitos, que ahora aguardaban la llamada a la batalla.
Las catacumbas eran un lugar deprimente en un mundo de lugares deprimentes. A Xar no le había gustado en ningún momento la idea de descender allí abajo y, en realidad, no había vuelto a hacerlo desde su primera y breve visita de inspección. La atmósfera era cargada, rancia y gélida. El olor a podredumbre que impregnaba el aire resultaba fétido. Incluso podía captar su sabor. Las antorchas chisporroteaban y humeaban lánguidamente.
Sin embargo, en esta ocasión, Xar no se percató de ese sabor o, en cualquier caso, le dejó un regusto dulzón en la boca. Cuando emergió de los pasadizos en la zona de celdas, vio dos siluetas que lo observaban entre las sombras. Una de ellas correspondía a la mujer que le había anunciado la noticia, una joven llamada Marit, a quien había enviado por delante para que preparase su llegada. Aunque no la distinguía con claridad en aquella lóbrega penumbra, Xar la reconoció por el leve resplandor azulado de los signos mágicos de su piel, en permanente actividad para mantenerla con vida en aquel mundo de muertos vivientes.
Respecto a la otra silueta, la del hombre, Xar la reconoció precisamente porque no se apreciaba el menor resplandor en su piel. Por eso y por el hecho de que, en cambio, lo que brillaba en ella era uno de sus ojos, de un rojo encendido.
—Mi Señor... —Marit hizo una profunda reverencia.
—Mi Señor... —La serpiente dragón con forma humana saludó también con una venia, pero aquel único ojo rojo (el otro le faltaba) no perdió de vista a Xar ni un solo instante.
Al Señor del Nexo no le gustó aquello. No le agradaba el modo en que aquel ojo lo observaba siempre; parecía aguardar el momento en que bajara la guardia para atravesarlo con su roja mirada como si fuese una espada. Y tampoco le agradaba la risa secreta que estaba seguro de reconocer en aquel único ojo encarnado. Lo cierto era que la mirada de aquel ojo siempre resultaba obsequiosa y servil y que Xar nunca descubría tal risa secreta cuando lo observaba directamente, pero el Señor del Nexo tenía la permanente sensación de que el ojo emitía un destello burlón tan pronto como él apartaba la vista de la criatura.
Xar no dejaba traslucir jamás lo mucho que lo irritaba aquel ojo rojo, la incomodidad que le producía. Incluso había convertido a Sang-drax (el nombre mensch de la serpiente dragón) en su ayudante personal. Así Xar podía mantener la vigilancia sobre la criatura.
—Todo está dispuesto para tu visita, señor Xar. —Sang-drax pronunció las palabras con el más absoluto respeto—. Los prisioneros están en celdas separadas, como has ordenado.
Xar vió la mirada hacia la hilera de celdas. Resultaba difícil distinguir algo a la débil luz de las antorchas, que también parecían sofocarse en aquel aire viciado. La magia patryn había podido iluminar aquel lugar nefasto con todo el brillo de un día en el soleado mundo de Pryan, pero los patryn habían aprendido por amarga experiencia que no se debía malgastar la magia en tales lujos. Además, después de su prolongada existencia en el peligroso mundo del Laberinto, la mayoría de los patryn se sentían más cómodos bajo la protección de la oscuridad.
El Señor del Nexo se mostró disgustado:
— ¿Dónde está la guardia que he ordenado colocar? —Se vió a Marit y añadió—: Esos sartán son peligrosos. Podrían ser capaces de liberarse de nuestros hechizos.
La mujer se giró hacia Sang-drax. Su mirada no fue amistosa; era evidente que Marit desconfiaba de la serpiente dragón y sentía aversión por la criatura.
—Yo quería hacerlo, mi Señor. Pero éste me lo ha impedido.
Xar dirigió una mirada ominosa a Sang-drax. La serpiente dragón con forma de patryn le dedicó una sonrisa de disculpa y extendió las manos. Runas patryn, similares en apariencia a las que tatuaban las manos de Xar y de Marit, adornaban el revés de aquéllas. Pero los signos mágicos de las manos de la criatura no resplandecían y, si otro patryn hubiera intentado descifrarlos, habría advertido que carecían de sentido. Aquellas runas eran un mero disfraz; no formaban ninguna estructura. Sang-drax no era ningún patryn.
De lo que Xar no estaba seguro era en dónde encajarlo. Sang-drax se llamaba a sí mismo «dragón», decía proceder del mundo de Chelestra y proclamaba que él y otros de su especie eran leales a Xar y sólo vivían para servir al Señor del Nexo y para apoyar su causa. Haplo se refería a aquellas criaturas como «serpientes dragón» e insistía en que eran seres traicioneros en quienes no se debía confiar.
Xar no tenía motivos para dudar del dragón, serpiente dragón o lo que fuera.
Al servir a Xar, Sang-drax no hacía más que mostrar buen juicio. Con todo, al Señor del Nexo no le gustaba aquel ojo encendido, que no parpadeaba jamás, ni la risa burlona que nunca lograba ver pero que, estaba seguro, aparecería en la criatura tan pronto como le viera la espalda.
— ¿Por qué has contrariado mis órdenes? —quiso saber.
— ¿Cuántos patryn serían necesarios para custodiar al gran Samah? —fue la respuesta de Sang- rax—. ¿Cuatro? ¿Ocho? ¿Bastaría con éstos? ¡Estamos hablando del sartán que obró la separación de los mundos!
—De modo que, como los guardianes no iban a ser de utilidad, has mandado retirarlos a todos... ¡Una decisión muy lógica! —exclamó Xar con un bufido.
Sang-drax captó la ironía del comentario y sonrió, pero recuperó inmediatamente la seriedad.
—Ahora, Samah está privado de sus poderes. En su estado actual, hasta un chiquillo podría vigilarlo.
— ¿Está herido? —inquirió Xar con aire preocupado.
—No, mi Señor. Está mojado.
— ¿Mojado?
—Es cosa del mar de Chelestra, mi Señor. Su agua anula los poderes mágicos de tu especie. —La voz de la serpiente dragón hizo especial hincapié en las dos últimas palabras.
— ¿Y cómo ha sido que Samah se empapó de agua de ese mundo antes de penetrar en la Puerta de la Muerte?
—No sabría decirte, Señor del Nexo, pero ha resultado muy oportuno.
— ¡Hum! De todos modos, Samah no tardará en secarse y entonces sí que serán precisos los guardias...
—Sería una pérdida, de tiempo y de energías, mi Señor Xar. Tu gente no es muy numerosa y tiene demasiados asuntos urgentes de suma importancia de que ocuparse. Los preparativos para tu viaje a Pryan...
— ¡Ah! De modo que iré a Pryan, ¿no?
Sang-drax se mostró algo desconcertado.
—Creía que ésta era tu intención, mi Señor. Cuando tratamos el asunto, dijiste...
—Dije que estudiaría la idea de ir a Pryan, no que hubiera tomado la decisión.
—Xar dedicó una mirada de severidad a la serpiente dragón—. Te noto insólitamente interesado en hacerme viajar a ese mundo en concreto. Me pregunto si tienes alguna razón especial para ello...
—Tú mismo has dicho, mi Señor, que los titanes de Pryan serían un formidable refuerzo para el ejército. Además, creo muy probable que pudieras encontrar la Séptima Puerta en...
— ¿La Séptima Puerta? ¿Cómo te has enterado de su existencia?
Decididamente, Sang-drax dio muestras de perplejidad.
—Bueno... Kleitus me ha contado que la buscas, mi Señor.
— ¿Eso ha hecho?
—Sí, mi Señor. Hace un momento.
— ¿Y qué sabes tú de la Séptima Puerta?
—Nada, Señor, te lo aseguro...
—Entonces, ¿por qué hablas de ello?
—Ha sido el lázaro quien ha sacado el tema a colación. Yo sólo quería...
Xar rara vez se había sentido tan furioso. Parecía como si él fuese el único que no había oído hablar nunca de la Séptima Puerta. Muy bien, se dijo; aquello se acabaría enseguida.
— ¡Ya basta! —Exclamó, al tiempo que lanzaba una mirada de soslayo a Marit—, Hablaremos de este asunto más tarde, Sang-drax. Cuando nos hayamos ocupado de Samah. Confío en que obtendré de él respuestas a mis preguntas. Y, respecto a los guardias...
—Permíteme que te sirva, mi Señor. Utilizaré mi propia magia para custodiar a los prisioneros. No necesitarás nada más.
— ¿Insinúas que tu magia es más poderosa que la nuestra, que la magia patryn? —Xar hizo la pregunta en un tono ligero. Un tono peligroso, para quienes lo conocían.
Y Marit lo conocía. La patryn se apartó un par de pasos de la serpiente dragón.
—No es cuestión de cuál sea más poderosa, mi Señor —replicó Sang-drax humildemente—, pero afrontemos los hechos: los sartán han aprendido a defenderse de la magia patryn igual que vosotros, mi Señor, podéis defenderos frente a la suya. En cambio, los sartán no han aprendido a enfrentarse a nuestra magia. Como recordarás, mi Señor, los derrotamos en Chelestra...
—Por muy poco.
—Pero eso fue antes de que se abriera la Puerta de la Muerte. Ahora, nuestra magia es mucho más poderosa. —De nuevo, Xar percibió su amenazadora suavidad—. He sido yo quien ha capturado a esos dos.
Xar se vió a Marit, que confirmó el hecho con un gesto de asentimiento.
—Sí —murmuró la patryn—. Él los trajo hasta nuestro puesto de guardia, a las puertas de Necrópolis.
El Señor del Nexo permaneció pensativo. Pese a las explicaciones de Sangdrax, a Xar no le gustaba el engreimiento implícito en la declaración de la serpiente dragón. Tampoco le gustaba tener que reconocer que la criatura tenía razón en parte. Samah. El gran Samah. ¿Quién entre los patryn podría custodiarlo con eficacia? «Sólo yo mismo», se dijo.
Sang-drax parecía dispuesto a seguir discutiendo, pero Xar atajó sus intenciones con un gesto impaciente de su mano.
—Sólo hay un modo seguro de impedir que Samah escape, y es matarlo.
La serpiente dragón puso objeciones a cal propuesta:
—Pero, mi Señor, sin duda querrás sonsacarle información...
—Desde luego —asintió Xar, tranquilo y satisfecho—. Y la obtendré... ¡de su cadáver!
— ¡Ah! —Sang-drax hizo una reverencia—. Has adquirido el arte de la nigromancia. Mi admiración por ti es ilimitada, Señor del Nexo.
La serpiente dragón se acercó un poco más con aire furtivo; su roja pupila brilló a la luz de una antorcha.
—Samah morirá corno ordenas, mi Señor, pero... no hay necesidad de apresurarse. Creo que el sartán debería experimentar lo mismo que ha sufrido tu pueblo. Creo que deberías obligarlo a soportar una parte, al menos, del tormento que tu pueblo ha tenido que soportar.
—Sí —Xar tomó aire con un temblor en los labios—. ¡Sí, Samah sufrirá, te lo aseguro! Yo, personalmente...
—Permíteme, mi Señor —le rogó la serpiente dragón—. Tengo un talento bastante especial para esos asuntos. Tú limítate a observar y verás cómo quedas complacido. Si no es así, sólo tienes que ocupar mi lugar.
—Está bien. —Xar observó, con sorpresa, que la serpiente dragón casi jadeaba de impaciencia—. Pero antes quiero hablar con él. A solas —añadió cuando Sang-drax se aprestó a acompañarlo—. Tú espérame aquí. Marit me conducirá hasta él.
—Como desees, mi Señor. —La criatura disfrazada de patryn hizo una nueva reverencia y, al incorporarse, añadió en tono solícito—: Ten cuidado, mi Señor, de que no te alcance una gota de esa agua de mar.
Xar le lanzó una mirada furiosa. Después, desvió la vista, pero vió a dirigirla hacía la criatura y, una vez más, le pareció advertir un destello de burla en aquel ojo encarnado.
El Señor del Nexo no replicó al comentario. Dio media vuelta sobre sus talones y se alejó, adentrándose en el pasadizo de celdas vacías. Marit avanzó a su lado. Los signos mágicos de los brazos y las manos de ambos patryn emitían un fulgor rojo azulado que era algo más que una mera respuesta a la atmósfera ponzoñosa de Abarrach.
—No confías en él, ¿verdad, hija? —preguntó Xar a su acompañante, —No me corresponde a mí confiar o desconfiar de aquel a quien mi Señor distingue con su favor —respondió Marit ceremoniosamente—. Si mi Señor confía en ese ser, yo acepto el juicio de mi Señor.
Xar aprobó la respuesta con un gesto de asentimiento.
—Tú eras una corredora, ¿verdad?
—Sí, mi Señor.
Xar aminoró la marcha y posó su nudosa mano en la suave piel tatuada de la joven.
—Yo también. Y ninguno de los dos sobrevivimos al Laberinto confiando en nada ni en nadie más que en nosotros mismos. ¿Tengo razón hija?
—Sí, mi Señor. —La mujer pareció aliviada.
—Entonces, ¿querrás no perder de vista a esa serpiente tuerta?
—Desde luego, mi Señor. —Al observar que Xar miraba a su alrededor con gesto nervioso, Marit añadió—: La celda de Samah está por aquí. El otro prisionero está encerrado en el otro extremo de la hilera de celdas. He considerado preferible no colocarlos demasiado cerca, aunque el segundo prisionero parece inofensivo.
—Sí, había olvidado que eran dos. ¿Quién es el otro? ¿Un guardaespaldas?
¿El hijo de Samah?
—No lo creo, mi Señor. —Marit sonrió al tiempo que movía la cabeza en gesto de negativa—. Ni siquiera estoy segura de que sea un sartán. Si lo es, está trastornado. Resulta extraño —añadió, pensativa—. Si fuese un patryn, yo diría que sufre la enfermedad del Laberinto.
—Probablemente, finge. Si estuviera loco, cosa que dudo, los sartán no permitirían jamás que se lo viera en público. Podría perjudicar su consideración de semidioses. ¿Cómo se hace llamar?
—Un nombre muy raro: Zifnab.
— ¡Zifnab! —Xar se puso a pensar—. He oído ese nombre en alguna parte...
Bane lo mencionó... Sí, en relación con...
Dirigió una rápida mirada hacia Marit y cerró la boca de golpe.
— ¿Señor?
—Nada importante, hija. Estaba pensando en voz alta. ¡Ah!, veo que ya hemos llegado a nuestro destino.
—Ésta es la celda de Samah, mi Señor. —Marit dirigió una mirada fría y desapasionada al ocupante de la mazmorra—. Iré a ocuparme de nuestro otro prisionero.
—Creo que ése se las arreglará bastante bien a solas —apuntó Xar en tono ligero—. ¿Por qué no le haces compañía a nuestro amigo, la serpiente dragón? — Con un gesto de la cabeza indicó la entrada de los túneles de las mazmorras, donde Sang-drax permanecía observándolos—. No quiero que nadie me moleste durante mi conversación con el sartán.
—Comprendo, mi Señor. —Tras hacer una reverencia, Marit se retiró y desanduvo el camino por el pasadizo largo y oscuro, flanqueado por las puertas de las celdas desocupadas.
Xar aguardó hasta que la patryn hubo llegado al fondo del corredor y la oyó hablar con Sang-drax. Cuando el encarnado ojo de éste se desvió de él para concentrarse en Marit, el Señor del Nexo se acercó a la puerta de la celda y se asomó al interior.
Samah, líder del órgano de gobierno sartán, conocido como el Consejo de los Siete, era —en años de edad— mucho más viejo que Xar. Sin embargo, debido a su letargo mágico —estado en el que había previsto permanecer durante sólo una década, pero que, accidentalmente, se había prolongado largos siglos—, Samah era todavía un hombre en el esplendor de su madurez.
Alto y fuerte, en otro tiempo había tenido unas facciones duras, grabadas a cincel, y un porte imponente. Ahora, la piel cetrina le colgaba de los huesos y sus músculos estaban fláccidos y sin tono. Su rostro, que debería haber reflejado sabiduría y experiencia, estaba surcado de arrugas, demacrado y ojeroso. Samah estaba sentado sobre el frío catre de piedra, abatido, con la cabeza gacha y los hombros hundidos. Era la imagen de la aflicción y la desesperación. Sus ropas y su piel estaban empapadas.
Xar cerró las manos en torno a los barrotes y acercó más el rostro para observar mejor. Esbozó una sonrisa.
—Sí —murmuró suavemente—, ya sabes qué destino te aguarda, ¿verdad Samah? No hay nada peor que el miedo, que la espera. Incluso cuando llega el dolor y tu muerte será muy dolorosa, sartán, te lo aseguro), no alcanza a ser tan terrible como ese miedo.
Sus dedos se aferraron con más fuerza a los barrotes. Los mágicos signos azules tatuados en el revés de sus nudosas manos eran trazos nítidos en su piel tirante; los prominentes nudillos estaban tan blancos que parecían huesos a la vista. Apenas podía respirar y, durante unos largos segundos, fue incapaz de articular palabra. No había previsto experimentar tal apasionamiento ante la presencia de su enemigo pero, de pronto, vieron a su memoria todos aquellos años de lucha y de sufrimiento, todos aquellos años de miedo.
— ¡Ojalá —estuvo a punto de sofocarse con sus propias palabras—, ojalá pudiera hacerte vivir mucho, mucho tiempo, Samah! ¡Ojalá pudiera dejarte vivir con ese miedo, como ha tenido que vivir mi gente! ¡Ojalá pudiera dejarte vivir siglos y siglos!
Los barrotes de hierro se disolvieron bajo las manos de Xar. El ni siquiera se dio cuenta. Samah no había levantado la cabeza y tampoco entonces alzó la vista a su torturador. Permaneció sentado en la misma postura, pero ahora con las manos juntas.
Xar entró en la celda y se detuvo ante él.
—No puedes escapar del miedo ni por un instante. Ni siquiera mientras duermes. Siempre está ahí, en tus sueños. Corres y corres hasta que piensas que el corazón te va a reventar y entonces despiertas y oyes el sonido aterrador que te ha sacado del sueño y te levantas y corres y corres sin parar... sabiendo en todo instante que es inútil. La zarpa, el colmillo, la flecha, el fuego, la ciénaga, el hoyo terminará por atraparte.
«Nuestros hijos maman el miedo en la leche de su madre. Nuestros bebés no lloran. Desde el momento en que nacen, se les enseña a callar... por miedo. Y nuestros chiquillos tampoco se ríen, por temor a quien podría escucharlos.
»Según me han dicho, tienes un hijo. Un hijo que se ríe y llora. Un hijo que te llama «padre» y que sonríe como su madre.
Un estremecimiento recorrió a Samah. Xar no sabía qué fibra sensible había tocado, pero se recreó en el descubrimiento y continuó hurgando:
—Nuestros hijos rara vez conocen a sus padres. Es un favor, uno de los pocos que podemos hacerles. Así no se sienten vinculados a sus progenitores y no los afecta tanto cuando los encuentran muertos. O cuando los ven morir ante sus ojos.
El odio y la furia iban sofocando poco a poco a Xar. Abarrach no tenía aire suficiente para sus pulmones. Notaba el latir de la sangre en las sienes y, por un instante, el Señor del Nexo pensó que iba a estallarle el corazón. Levantó la cabeza y soltó un alarido, un grito salvaje de angustia y de rabia, como si la sangre de aquel corazón manara de su boca.
El alarido resultó espeluznante. Al resonar a través de las catacumbas, por algún truco de la acústica, se hizo aún más sonoro y mis potente, como si los muertos de Abarrach hubieran abierto la boca y estuvieran sumando sus gritos horripilantes al del Señor del Nexo.
Marit palideció y, espantada, se apretó con un gemido contra la helada pared de las mazmorras. El propio Sang-drax parecía algo amilanado. La roja pupila se agitó con nerviosismo, lanzando rápidas miradas hacia las sombras como si buscara a algún enemigo oculto allí.
Samah se estremeció. El grito pareció producirle el efecto de una lanza que le atravesara el pecho. Cerró los ojos.
— ¡Ojalá no te necesitara! —Masculló Xar, lanzando espumarajos y con la saliva rebosando de sus labios—. Me gustaría no necesitar la información que guardas en ese negro corazón. Me gustaría llevarte al Laberinto y que tuvieras en brazos a los niños agonizantes como los he tenido yo. Te dejaría murmurarles, como he hecho yo: «Todo irá bien. Pronto se acabará el miedo». ¡Y me gustaría que sintieras la envidia, Samah! La envidia que te embarga cuando contemplas esa carita fría y pacífica y te das cuenta de que, para ese chiquillo, el miedo ha terminado mientras que, para ti, acaba de empezar...
Ahora, Xar estaba en calma. La furia había pasado y sentía un gran cansancio, como si hubiera pasado horas combatiendo contra un poderoso enemigo. Cuando quiso dar un paso, notó que le fallaba la pierna y se vio obligado a apoyarse en el muro de piedra de la celda.
—Pero, por desgracia, preciso de ti, Samah. Te necesito para que respondas a una... cuestión. —Xar se pasó la manga de la túnica por los labios y se secó el sudor frío del rostro. Después, exhibió una sonrisa melancólica y desanimada—.
¡Para ser sincero, Samah, cabeza del Consejo de los Siete, espero..., deseo fervientemente que decidas no responder!
Samah levantó el rostro. Tenía los ojos hundidos y la piel muy pálida. Parecía realmente como si lo hubiera atravesado la lanza de su enemigo.
—No te culpo por odiarme así. No pretendíamos... —Se vio obligado a hacer una pausa para humedecerse los labios—. Nunca fue nuestra intención someteros a tales sufrimientos. No fue nuestra intención que la prisión se convirtiera en una trampa mortal. La concebimos como un lugar donde someteros a prueba... ¿No lo entiendes? —Samah miró a Xar con expresión de abierta súplica—. Era una prueba, nada más. Una prueba difícil, destinada a enseñaros humildad y paciencia.
Una prueba dirigida a aplacar vuestra agresividad...
—A hacernos más débiles —intervino Xar en un susurro.
—Sí —confirmó Samah, al tiempo que bajaba lentamente la cabeza—. A debilitaros.
—Nos teníais miedo.
—Sí, os temíamos.
—Esperabais que muriésemos allí...
—No. —Samah movió la cabeza.
—El Laberinto —insistió Xar— fue la forma concreta que adoptó esa esperanza. Una esperanza secreta que no os atrevíais a reconocer ni siquiera a vosotros mismos, pero que quedó susurrada en las palabras mágicas que crearon el Laberinto. Y fue esa terrible esperanza secreta lo que proporcionó a éste su maléo poder.
Samah no respondió. vió a hundir la cabeza.
El Señor del Nexo se apartó de la pared de piedra y se plantó ante Samah; alargó la mano hasta colocarla bajo la mandíbula del sartán y tiró de ella hacia arriba y hacia atrás, obligando a Samah a levantar la vista.
El sartán se encogió en un gesto defensivo. Cerró las manos en torno a las muñecas del viejo patryn e intentó liberarse de la presa, pero Xar era poderoso y su magia estaba intacta. Las runas azules emitieron un destello. Samah exhaló un gemido de dolor y apartó las manos como si hubiera tocado unas brasas encendidas.
Los delgados dedos de Xar se hundieron profunda y dolorosa—mente en la mandíbula del sartán.
— ¿Dónde está la Séptima Puerta?
Samah lo miró con perplejidad y Xar, complacido, vio — ¡por fin!—el miedo en los ojos del sartán.
— ¿Dónde está la Séptima Puerta? —repitió, estrujando la cara de Samah.
—No sé... de qué me hablas —murmuró a duras penas el sartán.
—Me alegro —replicó Xar con satisfacción—. De momento, tendré el placer de enseñarte. Entonces me lo dirás.
Samah logró sacudir la cabeza.
— ¡Antes muerto! —jadeó.
—Sí, es probable que antes te mate —asintió Xar—. Y entonces me lo dirás.
Tu cadáver me lo dirá. He dominado el arte, ¿sabes? Ese arte que tú has venido a aprender. Haré que te lo enseñen también a ti, aunque para entonces no te servirá de mucho.
Xar soltó al sartán y se limpió las manos en la ropa. No le gustaba la sensación del agua de mar en la piel y ya podía apreciar el erecto debilitador sobre su magia rúnica. Se dio la vuelta con gesto cansino y abandonó la celda. Los barrotes de hierro reaparecieron en la puerta cuando el Señor del Nexo la hubo dejado atrás.
—Lo único que lamento es no tener fuerza suficiente para enseñarte yo mismo. Pero te espera uno que, como yo, también desea venganza. Creo que lo conoces; intervino en tu captura.
Samah se puso en pie y sus manos se aferraron a los barrotes.
— ¡Me equivoqué! ¡Mi pueblo cometió un error, lo reconozco! No puedo ofrecerte ninguna excusa salvo, que tal vez, que nosotros también sabemos qué es vivir en el miedo. Ahora me doy cuenta. Alfred, Orla... Ella tenía razón. —Samah cerró los ojos con una mueca de dolor y exhaló un profundo suspiro. Cuando vió a abrirlos, clavó la vista en Xar y sacudió los barrotes—. Pero tenemos un enemigo común —dijo—. Un enemigo que nos destruirá a todos. A nuestros dos pueblos, a los mensch... ¡A todos!
— ¿Y qué enemigo es ése? —Xar estaba jugando con su víctima.
— ¡Las serpientes dragón! O la forma que adopten. Esas criaturas pueden transformarse en cualquier cosa, Xar. Eso es lo que las hace tan peligrosas y tan poderosas. Ese Sang-drax, el que me capturó... es una de ellas.
—Sí, lo sé—respondió Xar—. Me ha resultado muy útil.
— ¡Eres tú quien está siendo utilizado! —exclamó Samah con frustración.
Hizo una pausa, tratando desesperadamente de encontrar algún modo de demostrar lo que decía—. Seguro que uno de los tuyos te habrá alertado. Ese joven patryn, el que llegó a Chelestra... El descubrió la verdad acerca de las serpientes dragón e intentó avisarme, pero no le hice caso. No le creí. Y abrí la Puerta de la Muerte. El y Alfred... ¡Haplo! Ése era el nombre que utilizaba: Haplo.
— ¿Qué sabes de Haplo?
—Él descubrió la verdad —insistió Samah tétricamente—. Intentó hacerme entender... Estoy seguro de que también te habrá alertado a ti, su Señor.
« ¿De modo que así me muestras tu agradecimiento, Haplo? —preguntó Xar a las cerradas sombras—. Ésta es tu gratitud por haberte salvado la vida, hijo. Me pagas con la traición.» —Tu plan ha fracasado, Samah —replicó con frialdad—. Tu intento de corromper la fidelidad de mi sirviente ha sido vano. Haplo me lo contó todo, lo reconoció todo. SÍ quieres hablar, sartán, hazlo de algo interesante. ¿Dónde está la Séptima Puerta?
—Es evidente que Haplo no te lo ha contado todo —dijo Samah con una mueca de ironía en los labios—. De lo contrario, ya conocerías la respuesta. Él estuvo allí. Él y Alfred; al menos, eso es lo que he deducido de algo que dijo Alfred.
Al parecer, tu Haplo no confía en ti más de lo que Alfred en mí. Me pregunto dónde nos equivocaríamos...
Xar estaba molesto, aunque tuvo buen cuidado de no demostrarlo. ¡Haplo otra vez! Haplo sabía... ¡y él, no! Era enloquecedor.
—La Séptima Puerta —repitió Xar, como si no hubiese oído nada.
—Eres un estúpido —murmuró Samah con gesto abatido. Soltó los barrotes y se dejó caer de nuevo en el banco de piedra—. Un estúpido. Igual que yo lo fui.
Estás condenando a tu pueblo. —Con un suspiro, hundió la cabeza entre las manos—. Igual que yo he condenado al mío.
Xar hizo un gesto seco e imperioso. Sang-drax se apresuró por el pasadizo en penumbra, desagradablemente húmedo.
El Señor del Nexo estaba en un dilema. Deseaba ver sufrir a Samah, desde luego, pero también lo quería muerto. Notaba una comezón en los dedos. En su cerebro, ya estaba trazando las runas de la nigromancia que darían inicio a la terrible resurrección.
Sang-drax entró en la celda. Samah no alzó la mirada, aunque Xar notó que el cuerpo del sartán se ponía tenso en una reacción inuntaria, disponiéndose a soportar lo que se avecinaba.
Xar se preguntó qué sería esto. ¿Qué se proponía hacer la serpiente dragón?
La curiosidad le hizo olvidar por un instante su impaciencia por ver terminado todo aquello.
—Empieza —dijo a Sang-drax.
La serpiente dragón no se movió. No levantó la mano contra Samah, ni invocó el fuego ni el metal. Pero, de pronto, Samah echó atrás la cabeza. Sus ojos, abiertos de terror, contemplaron algo que sólo él veía. Levantó las manos e intentó emplear las runas sartán pata defenderse pero, empapado como estaba con el agua del mar de Chelestra que anulaba su magia, ésta no surtió efecto.
Y quizá no habría funcionado en ningún caso, pues Samah combatía contra un enemigo surgido de su propia mente, un enemigo salido de las profundidades de su propia ciencia al que habían dado vida las insidiosas facultades de la serpiente dragón.
Samah soltó un grito, se incorporó de un salto y se lanzó contra la pared de piedra en un esfuerzo de escapar.
No había escapatoria. Se tambaleó como si hubiera recibido un golpe tremendo y lanzó un nuevo grito, esta vez de dolor. Quizás unas zarpas afiladas le estaban desgarrando la piel, o unos colmillos le desgarraban la carne o acababa de acertarle en el pecho una flecha. Se derrumbó en el suelo, retorciéndose de agonía.
Después, tras un estremecimiento, se quedó inmóvil.
Xar lo miró un momento y torció el gesto.
— ¿Está muerto? —El patryn estaba decepcionado. Aunque ahora podía empezar a practicar sus artes nigrománticas, la muerte había llegado demasiado deprisa; había sido demasiado fácil.
— ¡Espera!— le previno la serpiente dragón, y pronunció una palabra en sartán.
Samah se incorporó hasta quedar sentado en el suelo, con las manos en una herida inexistente. Miró a su alrededor con pánico, recordando lo sucedido. Se puso en pie, prorrumpió en un alarido grave y hueco y corrió al otro extremo de la celda. El fantasma que lo atacaba se abatió sobre él otra vez. Y otra.
Xar escuchó los aritos aterrorizados del sartán v asintió satisfecho.
— ¿Cuánto durará esto? —preguntó a Sang-drax, quien permanecía apoyado en uno de los muros, contemplando la escena con una sonrisa.
—Hasta que muera..., hasta que muera de verdad. El miedo, el agotamiento, el terror, acabarán por matarlo. Pero morirá sin una marca en el cuerpo. ¿Cuánto tiempo? Depende de lo que a ti te plazca, mí Señor Xar.
—Deja que continúe —decidió éste por último, tras reflexionar—. Iré a interrogar al otro sartán. Quizás él esté mucho más dispuesto a hablar, con los gritos de su compatriota resonando en los oídos. Cuando vuelva, preguntaré una vez más a Samah por la Séptima Puerta. Después, podrás poner fin al tormento.
La serpiente dragón asintió. Xar dedicó un momento más a contemplar cómo el cuerpo de Samah se contorsionaba y sacudía entre terribles dolores; después, abandonó la celda del enemigo ancestral y avanzó por el pasadizo hasta llegar junto a Marit, que aguardaba ante la mazmorra del otro sartán.
El llamado Zifnab.
CAPITULO 3
ABARRACH
El viejo estaba acurrucado en la celda. Tenía un aspecto patético y macilento.
En el momento en que un alarido explosivo de tormento insoportable surgió de los labios de Samah, el viejo se estremeció y se llevó a los ojos la punta de su barba cana amarillenta. Xar lo observó desde las sombras y llegó a la conclusión de que aquel despojo sartán se desmoronaría en un amasijo tembloroso si le daba un puntapié.
Xar se acercó a la puerta y, con un gesto, indicó a Marit que utilizara la magia rúnica para disolver los barrotes.
Las ropas empapadas del viejo se adherían a su cuerpo, lastimosamente flaco.
El cabello le caía por la espalda en una masa goteante y el agua también rezumaba de su barba desordenada. Sobre el lecho de piedra, a su lado, había un ajado sombrero puntiagudo. Según todas las apariencias, el viejo había intentado escurrir el agua del sombrero, que ofrecía un aspecto retorcido y maltratado. Xar observó el sombrero con suspicacia, pensando que podía ser una fuente oculta de poder, y recibió la extraña impresión de que el sombrero estaba resentido del trato.
—Ése que oyes gritar es tu amigo —comentó Xar con despreocupación, al tiempo que tomaba asiento junto al prisionero con buen cuidado de no mojarse.
—Pobre Samah —dijo el viejo, temblando—. Algunos dirían que tiene su merecido, pero —su tono se hizo más suave— sólo hizo lo que creía que era más acertado. Lo mismo que tú, Señor del Nexo.
El prisionero levantó la cabeza y lanzó una penetrante mirada a Xar con una mueca de astucia desconcertante.
—Lo mismo que tú —repitió—. ¡Ah!, si hubieras sido más razonable... Si él hubiera sido más razonable... —inclinó la cabeza en dirección a los gritos y emitió un leve suspiro.
Xar frunció el entrecejo. No era así como había previsto que se desarrollaran las cosas.
—Eso mismo te espera a ti dentro de poco, Zifnab.
— ¿Dónde...? —El viejo miró alrededor con curiosidad.
— ¿Dónde, que? —Xar estaba irritándose por momentos.
— ¿Zifnab? Creía... —el prisionero parecía profundamente ofendido—, creía que ésta era una celda privada.
—No intentes uno de tus trucos conmigo, viejo estúpido. No me dejaré engañar... como le sucedió a Haplo.
Los gritos de Samah cesaron por un instante; luego, se reanudaron. El viejo miraba a Xar con cara inexpresiva, aguardando a que el Señor del Nexo continuara.
— ¿Quién? —inquinó por último.
Xar estuvo tentado de empezar a torturarlo allí mismo y sólo logró contenerse gracias a un poderoso esfuerzo de untad.
—Haplo. Lo conociste en el Nexo, junto a la Ultima Puerta, laque conduce al Laberinto. Alguien te vio y te escuchó allí, de modo que no te hagas el tonto.
— ¡Yo nunca me hago el tonto! —El prisionero se irguió con arrogancia—.
¿Quién me vio?
—Un niño, un tal Bane. ¿Qué sabes de Haplo? —inquinó Xar.
—Haplo... Sí, me parece que recuerdo... —El viejo dio nuevas muestras de inquietud y alargó una mano mojada y temblorosa—. ¿Un tipo bastante joven, con tatuajes azules, al que acompaña un perro?
—Sí —masculló Xar—, ése es Haplo.
El viejo agarró la mano de Xar y la estrechó calurosamente.
—Haz el favor de darle recuerdos míos...
Xar apartó la mano al instante y dirigió la vista hacia ella; percibió con disgusto la debilidad de los signos allí donde d agua de Chelestra había tocado la piel.
—De modo que he de darle a Haplo, un patryn, recuerdos de un sartán... —Se secó la mano en la ropa y añadió—; Así pues, mi enviado es un traidor, como vengo sospechando desde hace mucho tiempo.
—No, Señor del Nexo, te equivocas —replicó el prisionero en tono franco y bastante apenado—. De todos los patryn, Haplo es el más leal a ti. Él os salvará a ti y a tu pueblo, si le concedes la oportunidad.
— ¿Que él me salvará? ¿A mí? —Xar se quedó boquiabierto de asombro. Por fin, sonrió tétricamente—. Será mejor que se preocupe de salvarse a sí mismo. Lo mismo que deberías hacer tú, sartán. ¿Qué sabes de la Séptima Puerta?
—La ciudadela—dijo el viejo.
— ¿Qué? —Inquirió Xar con fingida despreocupación—. ¿Qué has dicho de la ciudadela?
El prisionero abrió la boca, dispuesto a responder, cuando de pronto soltó un grito de dolor, como si hubiera recibido una patada.
— ¿Por qué has hecho eso? —exclamó, viéndose en redondo y dirigiéndose al vacío—. No he dicho nada que... Bueno, por supuesto, pero pensaba que tú...
¡Oh, muy bien!
Con gesto mohíno, se vió otra vez y dio un respingo al ver a Xar.
— ¡Oh, hola! ¿Nos han presentado?
— ¿Qué has dicho de la ciudadela? —repitió Xar. El Señor del Nexo tenía la certeza de haber oído algo acerca de una ciudadela, pero no era capaz de recordar qué.
— ¿La ciudadela? ¿Qué ciudadela? —El anciano prisionero parecía desconcertado.
Xar emitió un suspiro.
—Te he preguntado por la Séptima Puerta y tú has mencionado la ciudadela.
—Pero no está ahí. Rotundamente, no —aseguró el viejo con un enérgico gesto de cabeza. Ganó tiempo dirigiendo la mirada con aire nervioso a todos los rincones de la celda y, por fin, añadió en voz alta—: Lo lamento por Bane.
— ¿Qué hay de Bane? —quiso saber Xar, entrecerrando los ojos.
—Ha muerto, ¿sabes? Pobre chiquillo.
Xar se quedó sin habla, tan grande fue su sorpresa. El prisionero continuó desvariando:
—Hay quien diría que no tenía la culpa de ser como era, teniendo en cuenta cómo fue criado y todo eso. Una infancia desdichada y sin amor, un padre que era un hechicero maléo... El pequeño no tenía la menor posibilidad. ¡Esa historia no me convence! —El viejo parecía terriblemente acalorado—. Ahí está el problema del mundo. Ya nadie está dispuesto a asumir la responsabilidad de sus actos. Adán culpa del incidente de la manzana a Eva. Ella dice que obró por influencia de la serpiente. La serpiente dice que, en primer lugar, la culpa es de Dios por poner el árbol allí. ¿Lo ves? Nadie quiere asumir su responsabilidad.
De alguna manera, Xar había perdido el control de la situación. Ni siquiera disfrutaba ya con el eco de los gritos de Samah.
— ¿Qué hay de Bane? —insistió.
— ¡Y tú! —Gritó el viejo, sin hacerle caso—. Has fumado cuarenta paquetes de cigarrillos al día desde que cumpliste los doce y ahora culpas a un anuncio de producirte cáncer de pulmón.
— ¡Eres un chiflado delirante! —Xar empezó a dar media vuelta—. Mátalo — ordenó a Marit—. No sacaremos nada más de este idiota mientras siga vivo...
— ¿De qué estábamos hablando? ¡Ah, sí! De Bane. —El viejo suspiró y movió la cabeza. vió la vista hacia Marit y añadió—: ¿Quieres que te cuente algo de él, querida?
Marit guardó silencio y miró a Xar, quien asintió.
—Sí —dijo entonces la patryn, tomando asiento a regañadientes junto al prisionero.
—Pobre Bane —suspiró éste—. Pero todo fue para bien. Ahora habrá paz en Ariano. Y muy pronto los enanos pondrán en funcionamiento la Tumpa-chumpa...
Xar ya había oído suficiente y abandonó la celda como una tromba. Notaba una furia casi irracional, una sensación que no le agradó. Se obligó a pensar con lógica, y la llamarada de cólera se mitigó como si alguien hubiera cerrado uno de los chorros de gas que proveían de luz a aquel palacio, oscuro como una tumba.
Ya fuera, llamó a Marit con un gesto.
La patryn dejó la compañía del viejo y éste, en su ausencia, continuó hablándole a su sombrero.
—No me gusta eso que he oído sobre Ariano —dijo Xar en voz baja—. No creo lo que dice ese viejo bobo y senil, pero hace mucho tiempo que tengo la sensación de que algo anda mal. Ya debería tener noticias de Bane. Viaja a Ariano, hija, y averigua qué está pasando. ¡Pero abstente de intervenir en nada! ¡Y no te des a conocer... a nadie!
Marit hizo un breve gesto de asentimiento.
—Haz los preparativos para la marcha y luego ven a mis aposentos para recibir las instrucciones finales —continuó el Señor del Nexo—. Utilizarás mí nave.
¿Sabrás pilotarla a través de la Puerta de la Muerte?
—Sí, mi Señor —respondió Marit—. ¿Deseas que envíe a alguien aquí abajo para ocupar mi lugar?
Xar reflexionó unos instantes.
—Manda a uno de los lázaros. Pero que no sea Kleitus —se apresuró a añadir—. Cualquier otro. Tal ve/, tenga que hacerle alguna consulta cuando proceda a resucitar el cuerpo de Samah.
—Sí, mi Señor. —Con una respetuosa reverencia, Marit se marchó.
Xar permaneció donde estaba, con la vista fija en la celda de Zifnab. El prisionero parecía haberse olvidado de la existencia del patryn y se mecía de un lado a otro, haciendo chasquear los dedos mientras canturreaba por lo bajo: «Soy un bluesman, ba-dop, daba-dop, daba-dop, ba-dop. Sí, soy un bluesman...».
Xar repuso los barrotes en la entrada de la mazmorra con torvo placer.
—Viejo estúpido, tu cadáver revivido me dirá quién eres de verdad. Y me dirá la verdad acerca de Haplo.
El patryn desanduvo sus pasos por el corredor hacia la celda de Samah. Los gritos habían cesado temporalmente. La serpiente dragón estaba asomada a través de los barrotes. Xar se le acercó por detrás.
Samah yacía en el suelo y parecía al borde de la muerte; su piel había adquirido un color arcilloso y brillaba por el sudor. Su respiración era espasmódica. Su cuerpo seguía contorsionándose y sacudiéndose.
—Lo estás matando —apuntó Xar.
—Ha resultado ser más débil de lo que había creído, Señor —dijo Sang-drax en tono de disculpa—. En fin, podría secarlo y permitirle que se curase a sí mismo.
Incluso así seguiría muy débil, probablemente demasiado como para intentar escapar. De todos modos, correríamos cierto riesgo...
—No. —Xar empezaba a estar harto—. Necesito la información. Reanímalo lo suficiente como para que pueda hablar con él.
Los barrotes de la celda se disolvieron. Sang-drax entró en la mazmorra y sacudió a Samah con la puntera de la bota. El sartán se encogió con un gemido.
Xar se acercó, hincó la rodilla junto al cuerpo de Samah y, tomando entre ambas manos la cabeza del sartán, la levantó del suelo. El gesto no tuvo nada de delicado:
las largas uñas se clavaron en la grisácea carne de Samah y dejaron unos relucientes regueros de sangre.
El sartán abrió los ojos— los vió hacia el Señor del Nexo y se estremeció de terror, pero su mirada no mostraba el menor indicio de reconocimiento. Xar le sacudió la cabeza y clavó los dedos hasta el hueso.
— ¡Reconóceme! ¡Recuerda quién soy!
La única reacción de Samah fue un jadeo, un intento de encontrar aire. Su garganta emitió un barboteo. Xar reconoció los síntomas.
— ¡La Séptima Puerta! ¿Dónde está la Séptima Puerta?
A Samah casi se le salieron los ojos de las órbitas.
—No fue nuestra intención... Muerte... ¡Caos! ¿Qué... fue mal...?
— ¡La Séptima Puerta! —insistió Xar.
—Desaparecida. —Samah cerró los párpados y balbuceó, febril—:
Desaparecida. Nos deshicimos... de ella. Nadie sabe... Los rebeldes... Podrían intentar... perturbar... Nos deshicimos de...
Un borbotón de sangre asomó entre los labios de Samah. Su mirada se perdió en el vacío, fija con horror en algo que sólo el sartán podía ver.
Xar dejó caer la cabeza, que cayó sin oponer resistencia y golpeó el suelo de piedra con un ruido seco. El patryn posó una mano sobre el inerte pecho de Samah y le buscó el pulso en la muñeca con los dedos de la otra. Nada.
—Está muerto —anunció con frialdad, presa de una expectación contenida—, Y sus últimos pensamientos han sido para la Séptima Puerta. Deshacerse de la Puerta, ha dicho. ¡Qué absurdo! Ha demostrado ser más poderoso que tú, Sangdrax.
El sartán ha tenido fuerzas para mantener su discurso hasta el final. ¡Y ahora, deprisa!
Xar arrancó a jirones las ropas mojadas del sartán hasta dejar al descubierto su torso. Sacó una daga cuya hoja llevaba grabadas unas runas, apoyó su aguda punta sobre el corazón de Samah y cortó la piel. La sangre, caliente y carmesí, manó bajo la afilada hoja del arma. Xar empleó la daga para trazar las runas de la nigromancia en la carne muerta de Saman con gestos rápidos y seguros, repitiendo los signos mágicos en un murmullo inaudible al tiempo que los dibujaba en el cadáver.
La piel se enfrió bajo la mano del Señor del Nexo y la sangre fluyó con menos fuerza. La serpiente dragón permanecía en las proximidades, observando la escena con una sonrisa en su ojo bueno. Xar no levantó la vista de su trabajo. Al oír unas pisadas que se aproximaban, se limitó a decir:
— ¿Lázaro? ¿Estás ahí?
—Aquí estoy —anunció una voz.
—... aquí estoy —repitió el eco susurrante.
—Excelente.
El Señor del Nexo se relajó. Tenía las manos bañadas en sangre; la daga también estaba empapada en ella. Colocó la diestra sobre el corazón de Samah y pronunció una palabra. La runa del corazón emitió un brillo azulado. Con la velocidad del rayo, la magia se extendió del signo mágico del corazón a otro contiguo, y de éste al siguiente, y muy pronto el resplandor azulado parpadeaba por todo su cuerpo.
Una forma fantasmagórica, luminosa, se hizo corpórea cerca del cuerpo, como una sombra del sartán compuesta de luz y no de oscuridad. Xar exhaló un jadeo tembloroso de asombro y temor. Aquella pálida imagen era el fantasma, la parte etérea e inmortal de todo ser viviente, lo que los mensch llamaban «el alma».
El fantasma intentó alejarse del cuerpo, liberarse de él, pero estaba atrapado en el entorio de carne helada y ensangrentada y no podía hacer otra cosa que agitarse en una agonía comparable a la experimentada por el cuerpo cuando, aún vivo, lo habían sometido al tormento.
De pronto, el fantasma desapareció. Xar torció el gesto pero, al momento, apreció cómo los ojos muertos se iluminaban patéticamente desde dentro. El espíritu se había unido por un instante con el cuerpo y había producido en éste un remedo de auténtica vida.
— ¡Lo he hecho! —Exclamó Xar con júbilo—. ¡Lo he hecho! ¡He devuelto a la vida a un muerto!
Pero ¿qué hacer con él, ahora? El Señor del Nexo no había visto resucitar a nadie; su única referencia al respecto era la descripción que le había hecho Haplo y éste, pasmado y trastornado, había sido muy sucinto en su exposición.
El cadáver de Samah se incorporó hasta quedar sentado en el suelo, con el cuerpo muy erguido. Se había convertido en un lázaro.
Sobresaltado, Xar retrocedió un paso. Las runas de su piel emitieron un intenso fulgor rojo y azul. Los lázaros son seres poderosos que regresan a la vida con un odio terrible por todos los seres vivos. El lázaro tiene la fuerza de quien es insensible al dolor y a la fatiga.
Desnudo, con el cuerpo cubierto de sangrientos trazos de signos mágicos patryn, Samah miró a su alrededor con aire confuso mientras sus ojos muertos se iluminaban esporádicamente con una penosa imitación de vida cada vez que el fantasma se colaba en el cuerpo por unos instantes.
Emocionado por su logro, admirado de lo que había hecho, Xar necesitó tiempo para pensar, para tranquilizarse.
—Dile algo, lázaro. Háblale.
Con una mano temblorosa de excitación, el Señor del Nexo hizo un gesto al recién llegado y se retiró contra una pared lejana para observar la escena y gozar de su triunfo.
El lázaro se adelantó, obediente. Antes de su muerte —que sin duda había sido violenta, a juzgar por las terribles marcas aún visibles en el gaznare del cadáver—, el hombre era joven y bien parecido. Xar apenas le prestó atención, salvo una breve mirada para asegurarse de que no era Kleitus.
—Tú eres uno de los nuestros —dijo el lázaro a Samah—. Eres un sartán.
—Lo soy.... lo era —dijo la voz del cadáver.
—... lo soy..., lo era —repitió el eco lúgubre del fantasma atrapado.
— ¿Por qué viniste a Abarrach?
—Para aprender nigromancia.
—Viniste aquí, a Abarrach, para aprender el arte de la nigromancia. Para usar a los muertos como esclavos de los vivos.
—Sí, eso hice.
—Pero ahora conoces el odio que los muertos sienten por los vivos, que los mantienen sometidos. Porque te das cuenta de ello, ¿verdad? Te das cuenta... La libertad...
El fantasma se agitó con furia en un vano intento de escapar. El odio en la expresión del cadáver cuando vió sus ojos ciegos —y, a la vez, terriblemente penetrantes— hacia Xar hizo que incluso el patryn palideciera.
—Tú, lázaro —interrumpió con aspereza el Señor del Nexo—, ¿cómo te llamabas?
—Jonathon.
—Jonathon, pues. —El nombre le recordaba algo a Xar, pero no consiguió concretar qué—. Ya basta de hablar de odio. Ahora, vosotros los lázaros estáis libres de las debilidades de la carne que conocíais cuando estabais vivos. Y sois inmortales. Es un gran don el que nosotros, los vivos, os hemos otorgado...
—Un don que compartiríamos contigo gustosamente —replicó el lázaro de Samah con voz grave y pesarosa.
—... gustosamente —repitió el eco aciago.
Xar se sentía irritado, y el resplandor de las runas que despedía su cuerpo se intensificó.
—No me hagas perder más tiempo. Hay muchas preguntas que deseo hacerte, Samah. Muchas cuestiones para las que quiero respuesta. Pero la primera, la más importante, es la que te hice antes de que murieras. ¿Dónde está la Séptima Puerta?
El cadáver contrajo sus facciones; su cuerpo se estremeció. El fantasma asomó a través de los ojos sin vida con una especie de terror.
—No voy a... —Los labios amoratados se movieron, pero no salió de ellos sonido alguno—. No voy a...
— ¡Claro que sí! —replicó Xar con severidad, aunque no estaba muy seguro de qué hacer. ¿Cómo se amenaza a un ser que no siente dolor y que desconoce el miedo? Frustrado, se vió hacia Jonathon—. ¿Qué significa este desafío?
Vosotros, los sartán obligabais a los muertos a revelaros sus secretos. Lo sé porque me lo dijo el propio Kleitus, además de mi siervo, que estuvo aquí antes de mi llegada.
—Este sartán era un ser de poderosa untad cuando vivía —contestó el lázaro—. Quizá lo has resucitado demasiado pronto. Sí hubieras dejado reposar el cuerpo durante los tres días preceptivos, el fantasma habría abandonado el cuerpo y así el alma, la untad, habría dejado de obrar efecto sobre lo que hacía el cuerpo. Pero ahora el ánimo desafiante con el que murió aún permanece en él.
—Pero ¿responderá a mis preguntas? —insistió Xar con creciente frustración.
—Sí. Con el tiempo —repuso Jonathon, y el eco de su voz sonó cargado de pesadumbre—. Con el tiempo olvidará todo lo que, en vida, tuvo importancia para él. Finalmente, sólo conocerá el odio amargo hacia quienes aún viven.
— ¡Tiempo! —Xar hizo rechinar los dientes—. ¿Cuánto tiempo? ¿Un día?
¿Quince?
—No puedo decirte...
— ¡Bah! —Xar se adelantó hasta situarse directamente delante de Saman—.
¡Respóndeme! ¿Dónde está la Séptima Puerta? ¿Qué te importa eso, ahora? — añadió en tono halagador—. Ya no significa nada para ti. Sólo me desafías porque es lo único que aún te acuerdas de hacer.
La luz parpadeó de nuevo en los ojos inertes.
—Nos deshicimos... de ella...
— ¡Imposible! —Xar estaba perdiendo la paciencia. Aquello no estaba dando el resultado previsto. Había sido demasiado impaciente. Debería haber esperado. La próxima vez, lo haría. Sí, cuando diera cuenta de su siguiente víctima: el viejo—.
Deshacerse de ella no tiene sentido. Seguro que la guardaríais donde pudierais utilizarla de nuevo si era preciso. Tal vez tú mismo la usaste... ¡para abrir la Puerta de la Muerte! Dime la verdad. ¿Tiene alguna relación con una ciudadela...?
— ¡Amo!
El grito de alarma llegó del pasadizo. Xar vió la cabeza bruscamente hacia el sonido.
— ¡Amo! —Era Sang-drax quien llamaba, gesticulante, desde el fondo del corredor—, ¡Ven enseguida! ¡El viejo...!
— ¿Ha muerto? —Gruñó Xar—. No importa. Ahora, déjame que siga...
—Muerto, no. ¡Ha desaparecido! ¡Se ha esfumado!
— ¿Qué broma es ésa? ¡No puede ser! ¿Cómo iba a escaparse?
—No lo sé, Señor del Nexo. —El susurro sibilante de Sang-drax vibró con una furia que sobresaltó al propio Xar—. ¡Pero no está! Ven a comprobarlo tú mismo.
No había otro remedio. Xar dirigió una última mirada funesta a Samah, que parecía completamente ajeno a cuanto estaba sucediendo, y se apresuró pasadizo adelante.
Cuando el Señor del Nexo hubo salido, cuando su voz se alzó, estridente y furiosa, desde el otro extremo del bloque de mazmorras, Jonathon habló en un susurro apaciguador.
—Ahora ves. Ahora entiendes.
— ¡Sí! —El fantasma se asomó a través de los ojos muertos con desesperación, como el cuerpo se había asomado entre los barrotes de la celda cuando aún estaba con vida—. Ahora veo. Ahora entiendo.
—Siempre supiste la verdad, ¿no es cierto?
— ¿Cómo podía aceptarla? Teníamos que parecer dioses. ¿En que podía convertirnos la verdad?
—En mortales. Lo que erais.
—Demasiado tarde. Todo está perdido. Todo está perdido.
—No. La Onda se corrige. Descansa en ella. Relájate. Flota con ella y deja que te transporte.
El fantasma de Samah pareció titubear. Se introdujo en el cuerpo y vió a salir de él, pero todavía no pudo escapar.
—No puedo. Debo quedarme. Tengo que aferrarme...
— ¿Aferrarte a qué? ¿Al odio? ¿Al miedo? ¿A la venganza? Reposa. Descansa en la Onda. Nota cómo te eleva.
El cadáver de Samah permaneció sentado sobre la dura piedra. Los ojos contemplaron a Jonathon.
— ¿Podrán perdonarme...? —musitó.
— ¿Puedes perdonarte a ti mismo? —replicó el lázaro con suavidad.
El cuerpo de Samah, con la carne cenicienta y cubierta de sangre, se tendió lentamente sobre el lecho de piedra y, tras un estremecimiento, se quedó inmóvil.
Los ojos se apagaron hasta quedar desprovistos de cualquier chispa de vida.
Jonathon alargó la mano y le cerró los párpados.
Xar contempló la entrada de la celda de Zifnab con resquemor, sospechando algún truco. Novio nada. Ni rastro del viejo sartán empapado y abatido.
— ¡Dame esa antorcha! —ordenó, mirando a un lado y otro con irritada frustración.
El Señor del Nexo disolvió los barrotes de la mazmorra con un gesto impaciente, penetró en la celda y escrutó a la luz de la antorcha cada rincón del recinto.
— ¿Qué imaginas que vas a encontrar, mi Señor? —refunfuñó Sang-drax—.
¿Acaso crees que el viejo está jugando al escondite? ¡Te digo que ha desaparecido!
A Xar no le gustó el tono de la serpiente dragón. Se vió y sostuvo la tea de modo que su luz llameara justo frente al único ojo útil de la criatura.
—Si ha escapado, es culpa tuya. Tú eras el encargado de su custodia. ¡El agua del mar de Chelestra...! —añadió, en tono irónico—. Decías que los privaba de sus poderes... ¡Es evidente que no!
— ¡Te aseguro que lo hacía! —murmuró Sang-drax.
—Pero no podrá ir muy lejos —prosiguió Xar, pensativo—. Tenemos guardias apostados a la entrada de la Puerta de la Muerte.
El viejo...
De repente, la serpiente dragón soltó un siseo, un silbido de furia que pareció rodear a Xar con sus anillos y estrujarlo hasta dejarlo sin aliento. Sang-drax señaló el lecho de piedra con una mano cubierta de falsas runas.
— ¡Ahí, ahí! —fue lo único que alcanzó a articular entre gorgoteos.
Xar movió la antorcha para iluminar el lugar que indicaba y captó un destello, un reflejo producido por algo colocado sobre la piedra. Alargó la mano, lo recogió y lo sostuvo a la luz de la tea.
—Sólo es una escama...
— ¡Una escama de dragón! —Sang-drax la observó con aborrecimiento y no hizo el menor ademán de tocarla.
—Es posible. —Xar no se mostró tan seguro—. Hay muchos reptiles que tienen escamas, y no todos ellos son dragones. ¿Y qué? Esto no tiene nada que ver con la desaparición del viejo. Debe de llevar siglos aquí...
—Seguro que tienes razón, Señor del Nexo. —De pronto, la voz de Sang-drax había adquirido un tono de indiferencia y desinterés, aunque su ojo bueno permaneció fijo en la escama—. ¿Qué relación podría haber entre un dragón, uno de mis primos, por ejemplo, y ese viejo chiflado? Iré a alertar a la guardia.
—Soy yo quien da las órdenes... ——empezó a decir Xar, pero era desperdiciar saliva.
Sang-drax se había esfumado.
Colérico, el Señor del Nexo echó una nueva mirada en torno a la mazmorra vacía al tiempo que notaba bajo la piel un hormigueo, una inquietud perturbadora como nunca había experimentado.
— ¿Qué está sucediendo aquí? —se vio obligado a mascullar. Y el mero hecho de tener que hacerse aquella pregunta indicó al Señor del Nexo que había perdido el control.
Xar había conocido el miedo muchas veces en su vida. Lo conocía cada vez que se introducía , pero a pesar de todo era capaz de entrar; era capaz de dominar el miedo y utilizarlo, de canalizarlo para usar su energía en la auto conservación, porque sabía que dominaba la situación. Quizás ignorase qué enemigo en concreto iba a enviarle el Laberinto, pero conocía todas las clases de enemigo que existían allí y sabía rodos sus puntos fuertes y sus debilidades.
En cambio, esta vez... ¿Qué estaba sucediendo? ¿Cómo había podido escapar aquel viejo atontado? Y otra cosa aún más importante, ¿de qué tenía miedo Sangdrax?
¿Qué le ocultaba la serpiente dragón?
Haplo no confiaba en ellas, se dijo mientras dirigía una mirada colérica a la escama que sostenía en la mano. «Me avisó que desconfiara de ellas —continuó pensando, ceñudo—. Y lo mismo me recomendó ese estúpido que acabo de resucitar en la otra celda. No es que esté dispuesto a creer cualquier cosa de ninguno de los dos, pero empiezo a sospechar que esas serpientes dragón tienen sus propios objetivos, que tal vez coincidan con los míos o tal vez no.» «Sí, Haplo me previno contra ellas pero ¿y si lo hizo sólo para disimular que, en realidad, está aliado con ellas? Una vez lo llamaron "amo"; él mismo me lo contó. Y Kleitus también habla con ellas. Tal vez todos ellos se han conjurado contra mí.» Xar contempló de nuevo la celda. La luz de la antorcha empezaba a vacilar; las sombras se hicieron más oscuras y comenzaron a cerrarse a su alrededor. Al patryn le resultaba indiferente que hubiera luz o no. Los signos mágicos tatuados en su cuerpo podían compensar su ausencia e iluminar las tinieblas, si quería. No le gustaba aquel mundo; en Abarrach se sentía permanentemente asfixiado, sofocado. El aire era nocivo y, aunque su magia anulaba los efectos tóxicos, era incapaz de eliminar la pestilencia de los vapores sulfurosos y de amortiguar el hedor a muerte.
—Tengo que ponerme en marcha, y pronto —murmuró entre dientes.
Empezaría por determinar la ubicación de la Séptima Puerta.
Abandonó la celda de Zifnab y, con paso rápido, regresó por el corredor hasta la celda de Samah. El lázaro Jonathon (¿dónde había oído aquel nombre?, se dijo Xar. En boca de Haplo, sin duda, pero ¿en qué contexto?) estaba en el pasadizo. El cuerpo del lázaro permanecía inmóvil, pero su fantasma se cernía, inquieto, en una actitud que a Xar le resultó sumamente desconcertante.
—Ya has cumplido tu propósito —le dijo—. Puedes irte.
El lázaro no respondió, ni puso reparos. Se limitó a marcharse.
Xar esperó hasta que hubo desaparecido por el pasadizo arrastrando los pies.
A continuación, borró de su mente la perturbadora figura del lázaro y el asunto de Sang-drax y la escama de dragón y concentró la atención en lo importante: Samah.
El cuerpo yacía sobre el catre de piedra, donde parecía dormir apaciblemente.
Al Señor del Nexo, aquello le resultó más irritante que nunca.
— ¡Levántate! —ordenó enérgicamente—. Quiero hablar contigo.
El cadáver no se movió.
Una sensación de pánico atenazó el cuerpo de Xar al advertir que Samah tenía los ojos cerrados. El patryn no había visto ningún lázaro que deambulara con los ojos cerrados, igual que no lo hacían los vivos. Se inclinó sobre el cuerpo yaciente y levantó uno de los fláccidos párpados.
Nada le devió la mirada. Ninguna luz de vida espectral brilló levemente o titiló. Los ojos estaban vacíos. El fantasma se había marchado, había escapado.
Samah estaba libre.
CAPÍTULO 4
NECRÓPOLIS ABARRACH
A Marit no le llevó mucho tiempo prepararse para el viaje. Escogió las ropas que llevaría en Ariano, seleccionándolas de los guardarropas que habían dejado los sartán asesinados por sus propios muertos. Se decidió por una prenda que ocultaba las runas de su cuerpo y cogió otra que le daba el aspecto de una humana. Empacó las ropas junto con varias de sus armas favoritas, llenas de runas grabadas, y llevó el equipo a una nave patryn que flotaba en el mar de lava de Abarrach. Después, regresó al castillo de Necrópolis.
Recorrió las estancias aún manchadas con la sangre vertida la espantosa Noche de los Muertos Alzados, término que empleaban los lázaros para referirse a su triunfo. La sangre derramada era sartán, sangre de sus enemigos, de modo que los patryn no habían hecho el menor intento de eliminarla sino que la habían dejado donde estaba, salpicando suelos y paredes. Los coágulos secos, mezclados con las runas rotas de la magia sartán, eran para los patryn un símbolo de la derrota final de su enemigo ancestral.
Camino del estudio de su señor, Marit se cruzó con otros patryn. Con ninguno intercambió saludos ni perdió tiempo en charlas ociosas. Los patryn que Xar había llevado consigo a Abarrach eran los más duros y capaces de una raza dura y capaz. Casi todos habían sido corredores y todos habían alcanzado la Última Puerta o casi. La mayor parte de ellos había sido rescatada, en último término, por Xar; eran pocos los patryn que no le debieran la vida a su señor.
Marit se enorgullecía del hecho de haber combatido junto a su señor, hombro ton hombro, en la terrible lucha por conseguir su liberación del Laberinto...
Estaba cerca de la Última Puerta cuando fue atacada por unas aves gigantescas de alas coriáceas y dientes afilados que, primero, incapacitaban a sus víctimas vaciándoles los ojos y luego se lanzaban a devorar sus entrañas calientes y aún palpitantes.
Marit combatió a las aves transformándose también en una gran rapaz, un águila gigantesca. Sus espolones abrieron grandes desgarros en muchas alas enemigas; sus vertiginosos picados abatieron a muchas otras criaturas.
Pero, como siempre hacía el Laberinto, su magia infernal se hizo más poderosa ante la amenaza de la derrota. El número de aves de alas coriáceas aumentó, y Marit fue alcanzada incontables veces por los dientes y las garras de los atacantes. Se quedó sin fuerzas y cayó a tierra. La magia ya no podía mantener su forma alterada. vió a tomar la suya y continuó librando una batalla que sabía perdida, mientras las horripilantes criaturas aladas reoteaban en un torbellino ante su rostro, tratando de alcanzarle los ojos.
Herida y ensangrentada, los ataques por la espalda le hicieron hincar la rodilla. Ya se disponía a darse por vencida y dejarse matar, cuando una voz atronó el aire:
— ¡Levántate, hija! ¡Levántate y sigue luchando! ¡Ya no estás sola!
Marit abrió los ojos, ya entornados ante la proximidad de la muerte, y vio a su señor, el Señor del Nexo.
Se presentó como un dios, blandiendo bolas de fuego, y se colocó ante ella en actitud protectora hasta que Marit consiguió incorporarse. Le ofreció su mano, nudosa y surcada de arrugas, pero que a ella le resultó hermosísima pues le traía no sólo vida, sino también esperanza y renovado valor. Juntos, combatieron hasta obligar al Laberinto a retirarse. Las criaturas aladas supervivientes se alejaron entre agudos graznidos de rabia y frustración.
Entonces. Marit se derrumbó. El Señor del Nexo la cogió en sus hierres brazos y atravesó con ella la Ultima Puerta, transportándola a la libertad.
—Te ofrezco mi vida. Señor. Dispón de ella como quieras —le susurró ella antes de perder la conciencia—. Siempre... en cualquier momento...
Xar había sonreído. El Señor del Nexo había oído muchas ofertas parecidas y sabía que todas ellas serían tomadas en cuenta. Marit había sido elegida para viajar a Abarrach como una más de los numerosos patryn que Xar había llevado con él, codos los cuales estaban dispuestos a entregar su vida por quien se la había dado.
Cuando se aproximaba al estudio, Marit vio con extrañeza a un lázaro que deambulaba por las salas anexas. Al principio creyó que era Kleitus y estuvo a punto de ordenarle que se marchara de allí. Era cierto que el castillo había sido suyo en otro tiempo, pero el lázaro ya no tenía nada que hacer allí. Al fijarse con más atención, cosa que la patryn hizo con suma aversión, comprobó que el lázaro era el mismo que había enviado a tas mazmorras a servir a su señor. ¿Qué hacía rondando por allí? Si Marit hubiera creído posible tal cosa, habría asegurado que el lázaro merodeaba por las salas para escuchar lo que se hablaba tras las puertas.
De nuevo, se dispuso a ordenar al lázaro que se fuera cuando otra voz, acompañada por el eco espectral que la identificaba como de otro lázaro, se adelantó a sus palabras.
—Jonathon! —Kleitus se acercó por el corredor arrastrando los pies—. He oído al líder patryn lamentándose a gritos de su fracaso en resucitar a los muertos y se me ha ocurrido que tal vez tengas algo que ver con ello. Parece que no me equivocaba...
—... no me equivocaba —repitió el eco doliente.
Los dos lázaros hablaban en sartán, un idioma que Marit comprendía bastante bien, aunque le resultara desagradable e incómodo de escuchar. Se resguardó entre las sombras con la esperanza de escuchar algo que pudiera resultar útil a su señor.
El lázaro llamado Jonathon se vió lentamente.
—Podría darte la misma paz que he proporcionado a Samah, Kleitus.
El difunto dinasta soltó una risotada, un sonido terrible que aún empeoró con el eco, convertido en un acongojante lamento de desesperación.
. — ¡Sí, estoy seguro de que te alegraría mucho reducirme a polvo! —El cadáver flexionó las manos blancoazuladas y cerró los dedos de largas uñas—.
¡Enviarme a la nada!
—A la nada, no —lo corrigió Jonathon—. A la libertad.
Su voz calmosa y su eco suave fue el contrapunto al tono desesperado de Kleitus; entre ambos produjeron una tonalidad triste, pero armoniosa.
— ¡Libertad! —Kleitus hizo rechinar sus dientes en descomposición—, ¡Yo te daré libertad!
—... libertad —aulló el eco.
Kleitus se abalanzó sobre el otro lázaro y sus esqueléticas manos se cerraron entorno a la garganta de Jonathon. Los dos muertos vivientes quedaron enzarzados; las manos de Jonathon se cerraron en torno a las muñecas de Kleitus y trataron de arrancarlas de allí. El dinasta se resistió, y Jonathon insistió, clavando las uñas en la carne de Kleitus sin que brotara una gota de sangre. Marit contempló la escena con horror, asqueada por lo que veía. No hizo el menor gesto de intervenir. Aquella pelea no le incumbía.
Se escuchó un crujido, y uno de los brazos de Kleitus quedó doblado en un ángulo inverosímil. Jonathon arrojó a su oponente lejos de sí, y el dinasta se tambaleó hacia atrás hasta la pared. Desde allí, mientras se sostenía el brazo roto con el otro, Kleitus observó al otro lázaro con rabia y profunda animosidad.
— ¡Tú le hablaste a Xar sobre la Séptima Puerta! —Contraatacó Jonathon, plantado ante Kleitus—. ¿Por qué? ¿Por qué apresurar lo que necesariamente debes considerar tu destrucción?
Kleitus procedió a frotarse el brazo roto mientras murmuraba unas runas sartán. El hueso empezó a recomponerse; así mantenían operativos los cuerpos descompuestos que utilizaban. El cadáver del dinasta contempló a Jonathon con una sonrisa horripilante.
—No le dije dónde estaba.
—Tarde o temprano lo descubrirá.
— ¡Sí, lo descubrirá! —Kleitus se rió—. Haplo le revelará su ubicación. Haplo lo conducirá a esa sala. Allí se reunirán todos...
—... se reunirán todos—murmuró el eco con un suspiro de desconsuelo.
—Y tú lo estarás esperando, ¿no?—apuntó Jonathon.
—Yo encontré mi «libertad» en esa cámara —respondió Kleitus, con una sonrisa burlona en sus amoratados labios—. ¡Una vez allí, los ayudaré a encontrar la suya! Igual que tú podrás hallar la tuya...
El dinasta hizo una pausa, vió la mirada directamente hacia donde estaba Marit y clavó en ella sus extraños ojos, que a veces eran los de un muerto y, otras veces, los de un vivo.
A la patryn se le erizó la piel, y las runas de brazos y manos despidieron un intenso fulgor azul. Marit se maldijo a sí misma en silencio. Había hecho un ruido, apenas una inspiración un poco más profunda de lo normal, pero había resultado suficiente para delatar su presencia.
La cosa ya no tenía remedio y decidió avanzar resueltamente hacia los lázaros.
— ¿Qué estáis haciendo aquí? ¿Espiar a mi señor? Marchaos —ordenó—. ¿O acaso debo llamar a Xar para que os lo mande el?
El lázaro Jonathon obedeció de inmediato, escabulléndose por el corredor salpicado de sangre seca. Kleitus no se movió de donde estaba y observó a Marit con expresión maléa. Parecía a punto de atacar.
La patryn empezó a urdir en su mente un hechizo rúnico, y los signos mágicos tatuados en su piel se encendieron aún más.
Kleitus se retiró a las sombras y recorrió el largo pasillo con sus andares arrastrados.
Marit se estremeció al tiempo que se decía que cualquier enemigo vivo, por temible que fuese, resultaba mil veces preferible a aquellos muertos ambulantes.
Se disponía a llamar a la puerta cuando escuchó al otro lado de ella la voz de su amo, cargada de cólera.
— ¡Y no me has informado de ello! ¡He tenido que enterarme de lo que sucede en mi universo gracias a un viejo sartán senil!
—Ahora comprendo que cometí un error al no informarte, mi Señor. Mi única excusa es que estabas can concentrado en el estudio de la nigromancia que no me atreví a molestarte con la penosa noticia.
Quien así respondía era Sang-drax. La serpiente dragón empleaba de nuevo su voz lastimosa.
Marit no supo qué hacer. No deseaba verse inucrada en una discusión entre su señor y la serpiente dragón, que le producía un profundo desagrado. Sin embargo, Xar le había ordenado presentarse ante él de inmediato y, por otra parte, no podía quedarse mucho rato ante la puerta so riesgo de parecer una espía, como el lázaro se lo había parecido a ella. Aprovechando una pausa en la conversación (una pausa debida, tal vez, a que Xar no lograba articular palabra de pura indignación), Marit llamó tímidamente a la puerta de hierba kairn.
—Soy yo, Marit, mi Señor.
La puerta se abrió al instante por orden mágica de Xar. Sang-drax recibió a la patryn con una reverencia y su habitual parsimonia viscosa. Haciendo caso omiso de su presencia, Marit miró a Xar.
—Estás ocupado, mi Señor —murmuró—. Puedo ver más tarde...
—No, querida. Entra. Esto tiene que ver contigo y con tu viaje. —Xar había recobrado su aspecto calmado, aunque sus ojos aún llameaban cuando vió la mirada hacia la serpiente dragón.
Mark penetró en el estudio y cerró la puerta después de echar un vistazo para cerciorarse de que la antesala estaba vacía.
—He encontrado a Kleitus y a otro lázaro junto a la puerta, mi Señor —se apresuró a informar—. Creo que estaban espiando tus palabras.
— ¡Que lo hagan! —respondió Xar sin mostrar interés. A continuación, se dirigió a Sang-drax—: Dices que luchaste contra Haplo en Ariano. ¿Por qué?
—Me proponía impedir que los mensch tomaran el control de la Tumpachumpa —respondió la serpiente dragón, encogiéndose—. El poder de esa máquina es inmenso, como tú mismo has supuesto. Una vez en marcha, no sólo cambiará Ariano sino que también afectará a todos los demás mundos. En manos de los mensch... — Sang-drax se encogió de hombros, dejando a la imaginación tan terrible posibilidad.
— ¿Y Haplo ayudaba a los mensch? —insistió Xar.
—No sólo los ayudaba. Incluso les proporcionó información, obtenida sin duda de ese sartán amigo suyo, sobre cómo hacer funcionar la gran máquina.
Xar entornó los ojos.
—No creo lo que dices.
—Haplo tenía un libro, escrito en cuatro idiomas: sartán, elfo, humano y enano. ¿Quién podía habérselo proporcionado, mi Señor, sino ese que se hace llamar Alfred?
—Si lo que dices es verdad, Haplo ya debía de tenerlo en su poder la última vez que se presentó ante mí en el Nexo —murmuró Xar—. ¿Por qué iba a hacer una cosa así? ¿Por qué razón?
—Porque quiere gobernar Ariano, mi Señor. Y quizás el resto de los mundos, también. ¿No resulta evidente?
—Así pues, los mensch están a punto de poner en funcionamiento la Tumpachumpa según las instrucciones de Haplo. —Xar apretó el puño con fuerza—. ¿Por qué no me has contado nada de esto hasta hoy?
— ¿Me habrías creído? —Replicó Sang-drax sin alzar el tono de voz—. Aunque he perdido un ojo, no soy yo quien está ciego, sino tú, Señor del Nexo. ¡Mira!
¡Observa las pruebas que has reunido: unas pruebas que sólo indican una cosa!
Haplo te ha mentido, te ha traicionado una y otra vez, ¡Y tú lo permites! ¡Tú lo amas, mi Señor! Y tu amor te ha cegado más aún de lo que su espada estuvo a punto de cegarme a mí.
Marit se estremeció, asombrada ante la temeridad de la serpiente dragón, y se preparó para la tormenta de furia que, sin duda, iba a desencadenar Xar.
Sin embargo, éste relajó lentamente el puño y, con mano temblorosa, se apoyó en el escritorio y apartó la mirada de Sang-drax y de la patryn.
— ¿Lo mataste? —inquirió por último, con voz hueca.
—No, mi Señor. Es uno de los tuyos, de modo que tuve buen cuidado de no matarlo. Aun así, lo dejé muy malherido. Te presento mis disculpas por ello, pero a veces no advierto mi propia fuerza. Le rompí la runa del corazón. Cuando lo vi al borde de la muerte, me di cuenta de lo que había hecho y, temiendo tu enfado, me retiré de la batalla.
— ¿Y fue así como perdiste el ojo? —Inquirió Xar con ironía, mirando en torno a sí—. ¿Retirándote de la pelea?
Sang-drax se sonrojó; su único ojo sano emitió un destello virulento, y las urnas defensivas de Marit cobraron vida de inmediato. Xar continuó observando a la serpiente dragón con aparente calma, y Sang-drax bajó el párpado. El fulgor rojo se apagó.
—Tu gente son guerreros experimentados, mi Señor. —El ojo enfocó a Marit y emitió otro breve destello; después, recuperó su resplandor mortecino habitual.
— ¿Y en qué estado se encuentra Haplo ahora? —Inquirió Xar—. No muy bueno, supongo. Recomponer la runa del corazón es un asunto lento.
—Es cierto, mi Señor. Está terriblemente débil y no se recuperará en bastante tiempo.
— ¿Cómo murió Bane? —preguntó Xar con bastante comedimiento, aunque sus ojos parpadeaban amenazadoramente—. ¿Y por qué te atacó Haplo?
—Bane sabía demasiado y era leal a ti. Haplo contrató a un mensch llamado Hugh la Mano, un asesino amigo de Alfred, para que lo matara. Cuando lo hubo hecho, Haplo se adueñó del control de la gran Tumpa-chumpa.
Cuando intenté impedírselo... en nombre tuyo, mi Señor, Haplo incitó a los mensch a atacarme a mí y a los míos. — ¿Y ellos os derrotaron? ¿Un puñado de mensch? —Xar contempló a Sang-drax con desprecio.
—No nos derrotaron, mi Señor —respondió Sang-drax, muy digno—. Como he dicho, nos retiramos. Temimos que la Tumpa-chumpa pudiera sufrir daños si continuábamos la lucha y, como sabíamos que querías que la gran máquina permaneciera intacta, decidimos abandonar Ariano en deferencia a ti. —La serpiente dragón alzó la cabeza y miró a Xar con un brillo mortecino en el ojo—.
Controlar la Tumpa-chumpa no era tan urgente. Lo que mi Señor quiera, seguro que lo conseguirá. En cuanto a los mensch, quizás hayan encontrado paz por el momento, pero pronto la perturbarán. Siempre se comportan así.
Xar lanzó una mirada colérica a la serpiente dragón, que permaneció plantada ante él con aire avergonzado y compungido.
— ¿Y qué sucede en Ariano en estos momentos?
— ¡Ay, mí señor! Como te he dicho, toda mi gente se ha marchado de allí.
Puedo enviarla de nuevo, si lo crees realmente necesario. No obstante, mi Señor, si me permites una sugerencia, deberías centrar tu interés en Pryan...
— ¡Otra vez con ésas! ¿Qué hay en Pryan para que insistas en que viaje allí?
—La escama de dragón que descubriste en la celda del viejo...
— ¿Sí? ¿Qué sucede? —inquinó Xar con impaciencia.
—Esas criaturas proceden de Pryan, mi Señor. —Sang-drax hizo una pausa; después, añadió en voz baja—: En tiempos remotos, esos dragones eran servidores de los sartán. Se me había ocurrido que quizá los sartán dejaron en Pryan algo que querían mantener secreto, bien protegido e inalterado... Algo como la Séptima Puerta.
La cólera de Xar se enfrió. De improviso, adoptó una expresión pensativa.
Acababa de recordar dónde había oído hablar de las ciudadelas de Pryan.
—Entiendo. ¿Y dices que esos dragones existen sólo en ese mundo?
—Eso me dijo el propio Haplo, mi Señor. Y fue allí donde descubrió a ese viejo sartán chiflado. Sin duda, el dragón y el viejo han regresado a Pryan, Y, si han sido capaces de viajar aquí, ya Chelestra, ¿quién sabe si la próxima vez regresarán con un ejército de titanes?
Xar no estaba dispuesto a que la serpiente dragón notara su excitación. Con aire indiferente, respondió:
—Quizá te haga caso y vaya a Pryan. Ya hablaremos de ello más tarde, Sangdrax.
Por ahora, sabe que estoy disgustado contigo. Puedes retirarte.
Encogiéndose bajo la amenaza de la cólera de Xar, la serpiente dragón se escabulló de la presencia de éste.
El Señor del Nexo permaneció callado largo rato tras la partida de Sang-drax.
Marit se preguntó si habría cambiado de idea respecto a enviarla a Ariano, después de lo que había contado la serpiente dragón. Al parecer, su señor también le daba vueltas al mismo tema, pues lo oyó murmurar para sí:
— ¡No, no confío en él!
Pero la patryn no tuvo la menor idea de si se refería, a Sang-drax... o a Haplo.
Xar se vió hacia ella. Había tomado una decisión.
—Viajarás a Ariano, hija. Allí investigarás la verdad del asunto. Sang-drax me había ocultado todo esto por alguna razón, y no creo que fuera para ahorrarme un sufrimiento. De todos modos —añadió en un tono más suave—, la traición de uno de los míos, en especial de Haplo... —Guardó silencio un momento, pensativo—.
He leído que en el mundo antiguo, antes de la separación, los patryn éramos un pueblo frío y austero que no amaba, que se enorgullecía de no sentir nunca afecto, ni siquiera entre nosotros. Sólo la lujuria era permitida y estimulada, pues perpetuaba la especie. El Laberinto nos enseñó muchas lecciones amargas, pero me pregunto si no nos enseñaría también a amar. —Exhaló un suspiro—. La traición de Haplo me ha causado más dolor que las heridas que recibí de cualquiera de las criaturas del Laberinto.
—Yo no creo que te traicionase, mi Señor —dijo Marit.
— ¿Ah, no? —Xar la miró con ojos penetrantes—. ¿Y por qué no? ¿Es posible que tú también lo ames?
Marit se sonrojó:
—Ésa no es la razón. Es sólo que... no me cabe en la cabeza que un patryn pueda ser tan desleal.
Xar la observó como si buscara un sentido oculto más profundo a sus palabras. Ella le devió la mirada con aire decidido, y Xar se sintió satisfecho.
—Eso es porque tu corazón es sincero, hija, y por tanto no puedes concebir que exista uno tan falso. —Hizo una pausa antes de añadir—: SÍ Haplo resultara ser un traidor, no sólo a mí sino a todo nuestro pueblo, ¿qué castigo merecería?
—La muerte, mi Señor —respondió Marit sin alterarse.
Él sonrió y asintió con la cabeza. Sin abandonar aquella mirada penetrante, continuó:
—Bien hablado, hija. Dime, Marit, ¿alguna vez has unido tus runas con las de alguien, hombre o mujer?
—No, mi Señor. —Al principio, la patryn pareció desconcertada por la pregunta; luego comprendió a qué se refería en realidad—. Te equivocas, mi Señor, si piensas que Haplo y yo...
—No, no, hija —la interrumpió Xar con suavidad—. No lo pregunto por eso, aunque me alegra saberlo. Me interesa por otra razón más egoísta.
Se acercó a su escritorio y cogió de él un largo punzón. También sobre la mesa había un recipiente de una tinta tan azul que casi era negra. Inclinado sobre el tintero, murmuró unas palabras en el lenguaje rúnico empleado por los sartán.
A continuación, retiró de su rostro la capucha que lo ocultaba parcialmente y apartó los largos mechones que le caían sobre la frente para dejar al descubierto un solitario signo mágico azul, allí tatuado.
— ¿Quieres unir runas conmigo, hija? —preguntó en un susurro.
Marit lo miró con asombro y se dejó caer de rodillas. Con los puños apretados, humilló la cabeza.
—Señor, no soy merecedora de tal honor.
—Sí lo eres, hija. Muy merecedora.
Ella permaneció arrodillada. De pronto, alzó el rostro hacia él.
—Entonces, sí, mi Señor. Uniré runas contigo y será para mí la mayor alegría de mi vida. —Se llevó una mano a la blusa de cuello abierto que llevaba y rasgó el escote hasta dejar al descubierto sus pechos repletos de runas.
Sobre el izquierdo llevaba tatuada su runa del corazón.
Xar retiró de la frente de Marit sus cabellos castaños. Después, su mano buscó los pechos pequeños y firmes que sobresalían, turgentes, en la poderosa musculatura de su torso. La mano se deslizó por el cuello Fino y esbelto hasta coger y acariciar su pecho izquierdo.
Ella cerró los ojos y, al notar el contacto, se estremeció, aunque más de la impresión que de placer.
Xar se percató de ello, y su nudosa mano cesó en sus caricias. Marit lo oyó suspirar.
—Pocas veces echo de menos mi juventud perdida. Ésta es una.
La patryn abrió los ojos con una mirada ardiente, abrumada de vergüenza por el hecho de que su señor la hubiera malinterpretado.
—Mi Señor, con gusto calentaré tu lecho...
—Sí, eso sería lo que harías, hija: calentarme la cama —la interrumpió secamente—. Me temo que no podría deverte el favor. El fuego carnal hace mucho tiempo que se ha apagado en este cuerpo mío. Pero uniremos nuestras mentes, ya que no pueden hacerlo nuestros cuerpos.
Xar colocó la punta del punzón sobre la piel lisa de la frente de Marit y presionó.
Marit vió a estremecerse, aunque no de dolor. Desde el momento de nacer, los patryn reciben diversos tatuajes en diferentes momentos de su vida. No sólo se los acostumbra al dolor, sino que se les enseña a soportarlo sin pestañear. El estremecimiento de Marit se debió al flujo de magia que penetró en su cuerpo, una magia que pasaba del cuerpo de su señor al de ella, una magia que se hacía más y más poderosa a medida que el punzón daba forma al signo mágico que los uniría íntimamente: la runa del corazón de Xar, entremezclada con la de ella.
Una y otra vez, el Señor del Nexo repitió el proceso. Más de un centenar de veces insertó el punzón en la fina piel de Marit hasta que hubo completado los complejos trazos. Xar compartió su éxtasis, que era más de la mente que del cuerpo. Después del clímax de compartir runas, las relaciones sexuales suelen resultar decepcionantes.
Cuando hubo terminado, dejó el punzón manchado de tinta y de sangre sobre el escritorio, hincó la rodilla delante de Marit y la rodeó con sus brazos. Los dos juntaron sus frentes, runa contra runa, y los círculos de sus seres se fundieron en uno. Marit soltó una exclamación de asombrado placer y se entregó en sus brazos, rendida y temblorosa. Él se sintió complacido con ella y continuó estrechándola hasta que Marit recuperó la calma. Entonces, llevó una mano a su barbilla y la miró a los ojos.
—Ahora somos uno. Aunque estemos separados, nuestros pensamientos arán al otro con sólo desearlo.
La retuvo con sus manos y con sus ojos. Ella estaba transfigurada, extasiada.
Su carne era tierna y moldeable bajo los poderosos dedos de su señor. La patryn tenía la sensación de que todos sus huesos se habían disuelto bajo las manos y la mirada de Xar.
—Tú amaste a Haplo, en otra época —murmuró él con voz afable.
Marit no supo qué responder y bajó la cabeza en un gesto silencioso y avergonzado de asentimiento.
—Yo también, hija —continuó Xar en el mismo tono—. Yo también. Eso será un vínculo entre nosotros.
Y, si decido que Haplo debe morir, tú serás quien le quite la vida.
Ella levantó el rostro.
—Sí, mi Señor.
—Te has dado mucha prisa en contestar. —Xar la estudió con expresión dubitativa—. Tengo que estar seguro. ¿Hiciste el amor con él y, sin embargo, estás dispuesta a matarlo...?
—Hicimos el amor, sí. Y tuve un hijo suyo. Pero si mi Señor lo ordena, lo mataré.
Marit hizo su declaración con voz tranquila y firme. Xar no percibió la menor vacilación en su ánimo, la menor tensión en su cuerpo. No obstante, de pronto, la patryn tuvo una sospecha. Quizá todo aquello era un modo de someterla a prueba...
—Mi Señor... —dijo entonces, rodeando las manos de Xar con las suyas—, no habré incurrido en tu desaprobación, ¿verdad? No dudarás de mi lealtad...
—No, hija mía... o, mejor dicho, esposa mía —se corrigió Xar con una sonrisa.
Ella besó las manos que tenía entre las suyas.
—No, esposa mía. Tú eres la más indicada. He visto el fondo del corazón de Haplo. Él te ama. Tú y sólo tú, entre nuestra gente, puedes penetrar en el círculo de su ser. Haplo confiará en ti allí donde no confiaría en nadie más. Y tendrá reparos en hacerte daño, por ser la madre de su hijo.
— ¿Él conoce la existencia de ese hijo? —preguntó Marit, incrédula.
—Sí —confirmó Xar.
— ¿Cómo es posible? Abandoné a Haplo sin decírselo. Y nunca se lo he contado a nadie.
—Alguien lo descubrió. —Xar formuló su siguiente pregunta con expresión ceñuda—: ¿Dónde está ese hijo, por cierto?
Marit tuvo de nuevo la sensación de estar siendo sometida a prueba, pero sólo podía dar una respuesta, y era la verdad. Se encogió de hombros.
—No tengo idea. Entregué el bebé a una tribu de pobladores.
La expresión de Xar se relajó.
—Una decisión muy sensata. —Xar se desasió del abrazo y se puso en pie—.
Es hora de que partas para Ariano. Nos comunicaremos a través de la unión de runas. Me informarás de tus descubrimientos. Sobre todo, deberás mantener en secreto tu llegada a ese mundo. No permitas que Haplo sepa que lo estamos observando. Si decido que debe morir, tendrás que pillarlo por sorpresa.
—Sí, Señor mío.
—«Esposo mío», Marit —corrigió él con un tonillo burlón—. Tienes que llamarme «esposo».
—Es demasiado honor para mí, Se..., esp..., esposo —balbuceó, alarmada ante la dificultad con que había conseguido que sus labios formasen la palabra.
Xar le pasó la mano por la frente.
—Oculta la unión de runas. Si Haplo la viera, reconocería mi marca y sabría de inmediato que tú y yo nos hemos convertido en uno. Entonces, sospecharía.
—Sí, mi Se..., esposo mío.
—Adiós pues, esposa. Infórmame desde Ariano tan pronto como tengas ocasión.
Marit no se sorprendió por la fría y brusca despedida de su reciente marido.
La patryn era lo bastante despierta como para darse cuenta de que la unión de sus runas había sido un recurso de conveniencia para facilitar el envío de informes a su señor desde un mundo lejano. Con todo, estaba satisfecha y complacida. Aquello era una muestra de la fe que Xar tenía en ella. Estaban unidos de por vida y, gracias al intercambio de magia, ahora podían comunicarse a través de los círculos combinados de sus seres. Tal intimidad tenía sus ventajas, pero también sus desventajas... en especial páralos patryn, con su tendencia a la soledad y a la introspección y con su rechazo a permitir que ni sus más íntimos se entremetieran en sus pensamientos y emociones privadas.
Pocos patryn llegaban alguna vez a unir sus runas de manera formal. La mayoría se limitaba, simplemente, a compartir el círculo de sus seres. Xar había otorgado un gran honor a Marit. Le había impuesto su marca y todo el que la viera sabría que los dos se habían unido. Haberse convertido en su esposa aumentaría su consideración entre los patryn. A la muerte de Xar, podría optar al liderazgo de su pueblo.
En favor de Marit, debe decirse que no pensaba en nada de ello. La patryn estaba conmovida, honrada, desconcertada y abrumada, incapaz de experimentar nada salvo un ilimitado amor a su señor. Deseaba que éste viviera eternamente para poder servirle para siempre. Su único pensamiento era complacerlo.
La piel de la frente le ardía de escozor y aún notaba el cacto de la mano nudosa en su pecho desnudo. El recuerdo de aquel dolor y de la caricia la acompañaría el resto de sus días.
Marit abordó la nave y abandonó Abarrach con rumbo a la Puerta de la Muerte. En ningún momento le pasó por la cabeza informar a Xar de la conversación entre los dos lázaros. Con la emoción, se había olvidado por completo del asunto.
En Necrópolis, en su estudio, Xar tomó asiento frente al escritorio y retomó la lectura de uno de los textos sartán sobre necromancia. Se sentía de buen humor.
Era estimulante sentirse adorado, venerado, y había visto adoración y veneración en la mirada de Marit.
La mujer había estado enteramente a sus órdenes en todo instante, pero ahora lo estaba doblemente, unida a él en cuerpo y mente. Marit se abriría a él por completo, como tantos otros habían hecho antes. Sin embargo, por lo que hacía a Xar, él misino era la ley, y había descubierto que unir runas le abría los secretos de muchos corazones. En cuanto a revelar sus secretos a otros, Xar tenía demasiada disciplina mental como para permitir que sucediera tal cosa. Sólo revelaba de sí mismo lo que estimaba necesario, y ni un ápice más.
Estaba tan satisfecho con Marit como lo habría estado con cualquier arma nueva que cayera en sus manos. La patryn haría con presteza todo lo que fuera preciso, aunque se tratara de dar muerte al hombre que una vez había amado.
Y Haplo moriría sabiendo que había sido traicionado.
—Así, tendré mi venganza —masculló el Señor del Nexo.
CAPITULO 5
FORTALEZA DE LA HERMANDAD
SKURVASH,
ARIANO
—Ya ha llegado —anunció el mensajero—. Espera ante la puerta.
El Anciano miró a Ciang con una súplica en los ojos. La formidable elfa sólo tenía que abrir la boca... No, sólo tenía que asentir con la cabeza... y Hugh la Mano moriría. Si la elfa, muy erguida y rígida en su asiento, hacía la menor inclinación con su cabeza calva, lisa y brillante, el Anciano abandonaría su presencia para entregar al arquero un puñal de madera con el nombre de Hugh grabado en la hoja. Y el arquero, sin la menor vacilación, atravesaría el pecho de Hugh con uno de sus dardos.
Hugh la Mano era conocedor de ello. Al regresar a la Hermandad, estaba corriendo un riesgo tremendo. Todavía no se había hecho circular el puñal con su nombre (de lo contrario, ya no estaría vivo), pero había corrido entre los miembros el rumor de que Ciang estaba molesta con él y lo había repudiado. De momento, nadie lo mataría, pero nadie lo ayudaría tampoco. El repudio era el paso previo al envío del puñal. Lo mejor que podía hacer un miembro que se veía repudiado era presentarse enseguida ante la Hermandad y exponer su defensa. Por eso, la llegada de Hugh a la fortaleza no sorprendió a nadie, aunque algunos se sintieron algo decepcionados.
Poder ufanarse de haber dado muerte a Hugh la Mano, uno de los mejores asesinos que había acogido el Gremio... Tal orgullo habría valido una fortuna.
Sin embargo, nadie se atrevería a hacerlo. Hugh era, o había sido, uno de los favoritos de Ciang y, aunque el brazo protector de la elfa estaba deformado, surcado de arrugas y con manchas de vejez, también estaba manchado de sangre.
Nadie tocaría a Hugh a menos que Ciang diera la orden.
La elfa hundió sus dientes, pequeños y amarillentos, en el labio inferior. Al observar aquel gesto, la esperanza del Anciano creció. Ciang estaba indecisa. Tal vez había una emoción que todavía era capaz de afectar su insensible corazón. El amor, no; la curiosidad. Ciang se preguntaba por qué había regresado Hugh, si sabía que su vida dependía de una mera palabra de ella. Y la respuesta no podría dársela su cadáver.
Los dientes amarillentos apretaron el labio con más fuerza.
—Dejadlo llegar a mi presencia.
Ciang pronunció las palabras a regañadientes y con expresión ceñuda, pero las dijo, y el Anciano no necesitaba oír nada más. Temeroso de que cambiara de opinión, se apresuró a dejar la estancia moviendo sus viejas piernas torcidas más deprisa de lo que lo había hecho en los últimos veinte años.
El en persona asió el enorme aro de hierro sujeto a la puerta y la abrió.
—Entra, Hugh, entra. Ciang accede a verte.
El asesino cruzó el umbral y se detuvo en el vestíbulo en penumbra hasta que sus ojos se acomodaron a la escasa luz. El Anciano estudió a Hugh con curiosidad.
Otros individuos a los que había visto en aquel trance durante su larga vida flaqueaban después de la prueba de la puerta. Flaqueaban de tal modo que tenía que cargar con ellos y llevarlos a rastras ante la elfa. Todos los miembros de la Hermandad conocían la existencia del arquero. Hugh sabía que había estado a un breve gesto de cabeza de una muerte segura. Aun así, su rostro no mostraba el menor indicio de ello; sus facciones parecían talladas en un granito más duro que el de los muros de la fortaleza.
Pese a ello, el ojo penetrante del Anciano captó un palpito de emoción, aunque no la que él esperaba. Cuando la puerta que ofrecía la vida en lugar de la muerte se había abierto para Hugh la Mano, éste había parecido, por un instante, decepcionado.
— ¿Ciang me recibirá en este instante? —inquirió el recién llegado con voz ronca y grave, al tiempo que levantaba la mano con la palma al frente para mostrar las cicatrices que la cruzaban. El gesto formaba parte del ritual.
El Anciano contempló las cicatrices detenidamente, aunque conocía a aquel hombre desde hacía más años de los que podía recordar. El examen también era parte de la ceremonia.
—En efecto, señor. Haced el favor de subir. ¿Puedo decir, señor —añadió el Anciano con voz temblorosa—, que me alegro mucho de veros en tan excelente estado?
La expresión corva y sombría de Hugh se relajó. Su mano surcada de cicatrices se posó en el brazo del viejo, de huesos frágiles como los de un pájaro, en gesto de reconocimiento. Después, apretó los dientes, dejó al Anciano y emprendió la larga ascensión de los innumerables peldaños que conducían a los aposentos privados de Ciang.
El Anciano lo siguió con la mirada. Hugh la Mano siempre había sido un individuo extraño. Y quizás eran ciertos los rumores que corrían acerca de él. Eso explicaría muchas cosas. Consciente de que muy probablemente no lo averiguaría nunca, el Anciano meneó la cabeza y vió a su puesto de guardia junto a la puerta.
Hugh subió lentamente la escalera sin mirar a izquierda ni a derecha. De todos modos, no vería a nadie, y nadie lo vería a él. Era una de las reglas de la fortaleza. Una vez en su interior, ya no tenía prisa. Tan seguro había estado de su muerte a manos del arquero que no había dedicado muchas reflexiones a lo que haría si sobrevivía. Mientras avanzaba, dando nerviosos tirones de una de las trenzas de la barba que cubría su sobresaliente barbilla, pensó en qué contar a la elfo y urdió varias explicaciones. Fue en vano; finalmente, se dio por vencido. Con Ciang sólo cabía una solución: decir la verdad.
Lo más probable era que ya la supiera.
Recorrió el pasadizo vacío y silencioso, forrado de paneles de una madera oscura, muy pulimentada y sumamente exótica. Al fondo, la puerta de Ciang estaba abierta.
Hugh se detuvo en el umbral y observó el interior. Esperaba encontraría sentada tras su escritorio, tras aquella mesa marcada con la sangre de incontables iniciados en el Gremio, pero Ciang estaba de pie ante una de las ventanas de forma de rombo, contemplando las tierras vírgenes de la isla de Skurvash.
Desde aquella ventana podía observar todo lo que merecía la pena: la próspera ciudad —refugio de contrabandistas— que se extendía a lo largo de la costa; el bosque fragoso de los quebradizos árboles hargast que separaba la ciudad de la fortaleza; el único sendero que conducía de una a otra (hasta un perro que apareciese en el estrecho camino sería descubierto por los vigías de la Hermandad)
y, al fondo, encima y debajo, el cielo en el cual flotaba la isla de Skurvash.
Hugh cerró el puño; tenía la garganta tan seca que, por un instante, no pudo ni siquiera anunciarse. El corazón se fe aceleró.
La elfa era muy vieja; muchos la consideraban la persona viva más longeva de Ariano. Menuda y frágil, Hugh habría podido estrujarla con una de sus poderosas manos. Ciang vestía las ropas sedosas de brillantes colores que tanto gustan a los elfos e, incluso a su edad, seguía conservando su gracia y delicadeza, así como un asomo de la belleza por la que había sido famosa en otro tiempo. Su cabeza calva, un cráneo de formas exquisitas y de piel fina e inmaculada, formaba un interesante contraste con las arrugas de su rostro.
La ausencia de cabello hacía que sus ojos almendrados parecieran más grandes y brillantes y, cuando se dio la vuelta —no a causa de algún ruido, sino precisamente por la ausencia de éstos—, la penetrante mirada de aquellos ojos oscuros fue la flecha que, hasta aquel momento, no se había alojado en el pecho de Hugh.
—Te arriesgas mucho con tu regreso, Hugh —murmuró Ciang.
—No tanto como pudieras pensar, Ciang—replicó él.
Su respuesta no era sarcástica ni impertinente. La ofreció con voz grave, en un tono apagado y abatido. La flecha del arquero, al parecer, lo habría privado ya de muy poco.
— ¿Has venido hasta aquí con la esperanza de morir? —Ciang puso una mueca de desagrado. La elfa despreciaba a los cobardes. No se había movido de la ventana ni había invitado a Hugh a entrar en la estancia y tomar asiento, lo cual era mala señal. En el ritual de la Hermandad, aquello significaba que ella también lo repudiaba. No obstante, Hugh gozaba del rango de «mano», inmediatamente inferior al de ella, «brazo», que era el grado máximo en la Hermandad. Por eso, Ciang le concedería el favor de escuchar sus explicaciones antes de dictar sentencia.
—No me habría desagradado que la flecha encontrara su objetivo —dijo Hugh con expresión sombría—. Pero no, no he venido aquí en busca de la muerte. Tengo un contrato —acompañó sus palabras de una mueca—. He venido en busca de ayuda y consejo.
—El contrato de los kenkari. —Ciang entrecerró los ojos.
Pese a todo lo que conocía de Ciang, a Hugh lo sorprendió que tuviera noticia de aquello. El encuentro con los kenkari, la secta de elfos que tenía a su cuidado las almas de los elfos muertos, había estado envuelto en el secreto. Así pues, Ciang tenía espías incluso entre aquella piadosa secta.
—No, no es con los kenkari —explicó, frunciendo el entrecejo—. Aunque son ellos quienes me obligan a cumplirlo.
— ¿Te obligan a cumplir un contrato...? ¿Un compromiso sagrado?
¿Pretendes decirme, Hugh la Mano, que no lo habrías llevado a cabo si los kenkari no te forzaran a ello?
Ahora, Ciang estaba realmente irritada. Dos círculos carmesíes aparecieron en sus mejillas arrugadas, que se sostenían sobre el cuello enjuto y acartonado.
Su mano se extendió hacia adelante como una zarpa, señalando a Hugh con un dedo esquelético en un gesto acusador.
—Así pues, los rumores que nos han llegado eran ciertos. Has perdido el ánimo... —La elfa empezó a verse, empezó a darle la espalda. Una vez que lo hiciera, Hugh era hombre muerto. Peor que muerto, pues sin la ayuda de Ciang no podría cumplir el contrato y, por tanto, quedaría deshonrado.
Hugh decidió saltarse las reglas. Penetró en la estancia sin haber sido invitado a hacerlo y cruzó el suelo alfombrado hasta el escritorio de Ciang. Encima de éste había una caja de madera con incrustaciones de gemas rutilantes, y Hugh levantó la tapa.
Ciang se detuvo y miró tras ella. Su expresión se endureció. El hombre había quebrantado su ley no escrita y, si su decisión final era desfavorable, Hugh recibiría por ello un castigo mucho más severo. De todos modos, a Ciang le gustaban los movimientos atrevidos y aquél era, ciertamente, uno de los más osados que nadie había llevado a cabo ante su presencia. Por eso, esperó a ver qué sucedía.
Hugh hurgó en la caja y extrajo de ella una afilada daga cuya empuñadura dorada reproducía la forma de una mano con la palma abierta, los dedos juntos y extendidos y el pulgar separado, formando la cruz. Empuñando la daga ceremonial, Hugh avanzó hasta colocarse ante Ciang.
Ella lo miró fríamente, con distante curiosidad, sin la menor alarma.
— ¿Qué es esto?
Hugh se arrodilló y alzó la daga, ofreciéndole la empuñadura y dirigiendo la punta del arma a su propio pecho.
Ciang la aceptó y su mano se cerró en torno a la empuñadura con gesto amoroso y experto. Hugh se abrió el cuello de la camisa, dejando a la vista el gaznate.
—Húndela aquí, Ciang —dijo con voz áspera y gélida—. En la garganta.
No la miró. Sus ojos estaban vueltos hacia la ventana, hacia el atardecer. Los Señores de la Noche ya extendían sus capas sobre Solaris; las sombras de la noche comenzaban a extenderse sobre Skurvash.
Ciang sostuvo la daga en su diestra y, extendiendo la zurda, agarró con ella las retorcidas guedejas de la barba de Hugh, tiró de ellas para obligarlo a ver el rostro hacia ella... y para tenerlo mejor colocado si decidía rebanarle el cuello.
—No has hecho nada para merecer tal honor, Hugh la Mano —declaró fríamente—. ¿Por qué pides morir a mis manos?
—Quiero ver —dijo él con voz monocorde y apagada.
Ciang rara vez dejaba ver sus emociones pero la declaración de Hugh, realizada con tal calma y simplicidad, la tomó por sorpresa. Soltó su barba, retrocedió un paso y clavó su penetrante mirada en los oscuros ojos del hombre.
No vio en ellos ningún destello de locura; sólo un profundo vacío, como si se asomara a un pozo seco.
Hugh agarró el chaleco de piel que llevaba puesto y lo abrió a tirones. Luego, rasgó de arriba abajo el escote de la camisa.
—Mira mi pecho. Fíjate bien. La marca es difícil de distinguir.
Era un hombre de piel morena y tenía el pecho cubierto de un vello negro, espeso y rizado, que ya empezaba a verse canoso.
—Aquí —dijo, y guío la mano de la elfa, que no ofreció resistencia, hacia la zona situada sobre el corazón.
Ella observó con detenimiento, pasando los dedos entre el vello. Su tacto era como el de las garras de un ave que le rascaran la piel. Hugh se estremeció y notó que se le ponía carne de gallina.
Ciang hizo una profunda inspiración, apartó la mano y miró al hombre hincado ante ella con una asombrada perplejidad que poco a poco se transformó en comprensión.
— ¡La magia de las runas! —jadeó.
Con la cabeza gacha en gesto de derrota, Hugh se derrumbó hasta apoyar las nalgas en los talones. Se llevó una mano al pecho para sujetar convulsivamente la camisa y juntar de nuevo las dos mitades desgarradas. El otro puño se cerró con fuerza. Con los hombros hundidos, clavó la vista en el suelo sin verlo.
Ciang lo contempló, plantada ante él, con la daga balanceándose todavía en su mano pero ya olvidada. La elfa no había conocido el miedo en mucho, muchísimo tiempo. Tanto, que ni siquiera se acordaba ya de la última vez. Y, en esa ocasión, el miedo no había sido como lo experimentaba ahora: como un gusano que se arrastraba por sus entrañas.
El mundo estaba cambiando. Atravesaba un proceso de cambios drásticos.
Ciang lo sabía, y no temía los cambios. Había investigado el futuro y estaba dispuesta a afrontarlo. Y, según cambiara el mundo, también lo haría la Hermandad. Ahora habría paz entre las razas: humanos, elfos y enanos vivirían juntos en armonía. El fin de la guerra y de la rebelión sería un golpe para la organización, al principio; la paz podía significar que elfos y humanos se imaginaran lo bastante fuertes como para atacar a la Hermandad. Sin embargo, Ciang tenía muchas dudas sobre esto último. Eran demasiados los barones humanos y los señores elfos que le debían a la Hermandad incontables favores.
Ciang no temía la paz. La auténtica pacificación sólo se conseguiría cuando se hubiera cortado la cabeza y arrancado el corazón al último elfo, humano y enano.
Mientras hubiera vida, existirían los celos, la codicia, el odio, la lujuria,.. y, mientras hubiese cabezas que pensaran y corazones que sintieran, la Hermandad seguiría actuando.
No, Ciang el Brazo no temía el futuro en un mundo en el cual todas las cosas seguían igual. Esto, en cambio... ¡esto perturbaba el equilibrio! ¡Esto inclinaba la balanza! Tenía que encargarse de ello enseguida, si era posible. Por primera vez en su vida, Ciang dudó de sí misma. Y ésta era la raíz del miedo.
Contempló la daga y la dejó caer al suelo.
Posó sus manos en las mejillas hundidas y macilentas de Hugh y alzó su rostro, esta vez con suavidad.
—Mi pobre muchacho —le susurró dulcemente—. Mi pobre muchacho...
Los ojos del hombre se nublaron de lágrimas. Su cuerpo se estremeció. Hugh no había dormido ni comido desde hacía tanto tiempo que había perdido la necesidad de ambas cosas. Se derrumbó en las manos de la mujer como fruta podrida.
—Debes decírmelo todo —murmuró ella. Ciang estrechó la cabeza del hombre contra su huesudo pecho c insistió con el mismo tono de voz—: Cuéntamelo todo, Hugh. Sólo así podré ayudarte.
Hugh cerró los párpados con fuerza, tratando de contener las lágrimas, pero estaba demasiado débil. Con un sollozo que encogía el ánimo, se cubrió el rostro con las manos.
Ciang lo abrazó, acunándolo.
—Cuéntamelo todo...
CAPÍTULO 6
FORTALEZA DE LA HERMANDAD,
SKURVASH,
ARIANO
—No estoy para nadie esta noche —anunció Ciang al Anciano cuando éste subió hasta sus aposentos con un mensaje de otro miembro de la Hermandad que pedía audiencia.
El Anciano asintió y cerró la puerta al salir, dejando a los dos a solas. Hugh había recobrado el aplomo. Varios vasos de vino y una cena caliente, que devoró de la fuente depositada sobre el escritorio manchado de sangre, le devieron las fuerzas físicas y también, en cierto grado, las mentales. Estaba lo bastante recuperado como para recordar su crisis con desazón y sonrojarse cada vez que pensaba en ello. Ciang movió la cabeza ante las disculpas que le oía balbucear.
—No es una trivialidad, habérselas con un dios —comentó la elfa.
—Un dios... —Hugh sonrió con amargura—, Alfred, un dios...
Había caído la noche; las velas estaban encendidas.
—Cuéntame —repitió Ciang.
Hugh empezó por el principio. Le habló de Bane, el niño cambiado en la cuna, del malvado hechicero, Sinistrad, y de cómo lo habían contratado para matar al chiquillo pero había caído bajo el embrujo del pequeño. Le contó a Ciang cómo había caído también bajo el hechizo de la madre del pequeño, Iridal; no bajo un hechizo mágico, sino de simple y llano amor. Le contó, sin ningún recato, cómo había incumplido el contrato de matar al niño por amor a Iridal y sus planes para sacrificar su propia vida por salvar la del hijo de la mujer.
Y el sacrificio se había llevado a cabo.
—Morí —dijo Hugh, recordando el dolor y el horror de la experiencia con un escalofrío—. Conocí el tormento, un tormento terrible, mucho peor que cualquier agonía que pueda sufrir un hombre. Me vi forzado a mirar dentro de mí, a contemplar la criatura malvada y despiadada en que me había convertido. Y lo lamenté. Me pesó de veras. Y entonces... comprendí. Y, al comprender, pude perdonarme a mí mismo. Y fui perdonado. Conocí la paz,.. Y, entonces, todo esto me fue arrebatado.
—Él... Alfred... te vió a la vida.
Perplejo, Hugh alzó el rostro.
—Entonces, ¿me crees, Ciang? Nunca pensé... Por eso no acudí a ti cuando sucedió...
—Te creo. —La elfa suspiró. Hugh observó un ligero temblor en sus manos, posadas sobre el escritorio—. Ahora, te creo —continuó, con la mirada fija en el pecho del hombre. Aunque cubierta con la ropa, la marca rúnica parecía brillar a través de la tela—. Si te hubieras presentado entonces, quizá no me habría dignado escucharte. Pero lo hecho, hecho está.
—Intente ver a mi vida anterior, pero nadie quería contratarme. Iridal dijo que me había convertido en la conciencia de la humanidad. Quien urdía alguna intriga veía reflejada en mi rostro su propia maldad. No sé si eso es cierto o no — prosiguió con un encogimiento de hombros—. En cualquier caso, fui a ocultarme en el monasterio de los monjes kir. Pero ella me encontró.
— ¿Te refieres a la mujer que te trajo aquí... esa Iridal, la madre del muchacho? ¿Cómo sabía que estabas vivo?
—Ella estaba con Alfred cuando..., cuando hizo esto —Hugh se llevó la mano al pecho—. Después, negó haberlo hecho, pero Iridal sabía muy bien lo que había presenciado. De todos modos, me dejó solo. Estaba asustada...
—El toque del dios —murmuró Ciang con un gesto de asentimiento.
—Y entonces apareció de nuevo Bane, con los elfos. El muchacho era una auténtica maldición. Se proponía destruir la paz que estaban acordando el príncipe Reesh`ahn y el rey Stephen. Con la ayuda de los kenkari, Iridal y yo mis dispusimos a liberar a Bane de los elfos, pero el chiquillo nos traicionó y nos puso en sus manos. Los elfos retuvieron a Iridal como rehén y me obligaron a acceder a matar a Stephen. Bane, como supuesto heredero del trono, se haría con el liderazgo de los humanos y, a continuación, traicionaría a éstos entregándolos a los elfos.
—Y el contrato que has incumplido es el asesinato de Stephen, ¿no es eso? — intervino Ciang.
—Entonces, tú también has tenido noticia del plan, ¿no? Tomé la decisión de dejarme matar. No se me ocurrió otro modo de salvar a Iridal. La guardia de Stephen se ocuparía de mí. El rey sabría que Bane estaba detrás del asunto y se encargaría de él. Pero, de nuevo, no morí. El perro saltó sobre el guardia que estaba a punto de...
— ¿El perro? —Lo interrumpió Ciang—. ¿Qué perro?
Hugh empezó a responder; de repente, una expresión extraña le cruzó el rostro.
—El perro de Haplo —murmuró—. Resulta extraño. No me había acordado de eso hasta ahora.
—Ya nos extenderemos en eso cuando sea el momento oportuno —dijo Ciang, refunfuñando—. Prosigue el relato. Ese Bane murió. Lo mató su madre en el momento en que el muchacho se disponía a matar al rey Stephen. Sí, he oído toda esa historia —reconoció, con una sonrisa ante la mirada de perplejidad de Hugh—.
La misteriarca, Iridal, regresó a los Reinos Superiores. Pero tú no la acompañaste, sino que viste con los kenkari. ¿Por qué?
—Tenía una deuda con ellos —dijo Hugh lentamente, mientras hacía girar el vaso de vino en la mano una y otra vez—. Les había vendido mi alma.
Ciang abrió los ojos como platos y se echó hacia atrás en su asiento.
—Pero los kenkari no se ocupan de almas humanas y, desde luego, no comprarían ninguna — bjetó—. Ni humana, ni elfa.
—Pero querían la mía. O, al menos, yo pensé que la querían. Ya comprendes por qué, supongo... — ugh dio cuenta del vino de un solo trago.
—Por supuesto. —Ciang se encogió de hombros—. Habías regresado de la muerte; por tanto, tu alma habría sido de gran valor. Pero también entiendo por qué la rechazaron.
— ¿Ah, sí? —Hugh, que estaba sirviéndose otro vaso de vino, se detuvo en pleno gesto y se concentró en la elfa. Estaba bebido, pero no lo suficiente. Nunca alcanzaría a estarlo suficientemente.
—Las almas de los elfos están retenidas por la fuerza para prestar servicio a los vivos. A esas almas se les impide ir más allá y tal vez ni siquiera sepan que existe una paz como la que describes. — iang le apuntó con un dedo huesudo—.
Eres un peligro para los kenkari, Hugh la Mano. Y eres más amenaza para ellos muerto que vivo.
Hugh emitió un grave silbido. Su rostro se ensombreció.
—No se me había pasado por la cabeza. ¡Los muy falaces! Y yo que pensé...— —Sacudió la cabeza—. Parecían tan compasivos... y, sin embargo, no hacían más que mirar en su propio provecho.
— ¿Has conocido alguna vez a alguien que no lo hiciera, Hugh la Mano? — Replicó la elfa—. En otro tiempo, no te habrías dejado engañar con tales estratagemas. Habrías visto la maniobra con claridad. Pero has cambiado. Al menos, ahora sé por qué.
—Ahora, veré a ver claro —musitó Hugh.
—Quizá. —Ciang contempló las manchas de sangre del escritorio. Sin darse cuenta de lo que nacía, sus dedos las recorrieron—. Quizá.
Abstraída en sus pensamientos, guardó silencio.
Hugh, preocupado, no la perturbó. Finalmente, ella levantó la mirada y lo observó con perspicacia:
—Has mencionado un contrato. ¿Con quién lo acordaste y para qué?
El hombre se humedeció los labios. Parecía reacio a hablar de aquel detalle.
—Antes de morir —dijo por fin—, Bane me arrancó la promesa de que mataría a cierto individuo en su nombre. Se trata de ese tal Haplo.
— ¿El hombre que viajó contigo y con Alfred? —AI principio, Ciang pareció sorprendida; después, sonrió con aire sombrío. Todo empezaba a tener sentido—.
El hombre de las manos vendadas.
Hugh asintió.
— ¿Por qué debe morir ese Haplo?
—Bane dijo algo de no sé qué «señor» que quería verlo eliminado. El muchacho era muy insistente; no dejaba de acosarme para que accediera. Nos acercábamos a Siete Campos, donde estaba acampado el rey Stephen. Yo tenía demasiado que hacer como para entretenerme con los caprichos de un chiquillo, efe modo que accedí, sólo para que callase. En cualquier caso, no tenía previsto vivir tanto...
—Pero viviste. Y Bane murió. Y ahora tienes un contrato con un muerto.
—Sí, Ciang.
— ¿Y te proponías incumplirlo? —El tono de Ciang era de desaprobación.
— ¡Me había olvidado del condenado asunto! —Replicó Hugh con impaciencia—. ¡Que los antepasados me lleven, estaba seguro de que iba a morir!
Se suponía que los kenkari comprarían mi alma.
—Y eso hicieron... aunque no del modo que tú esperabas.
Hugh asintió con una mueca:
—Ellos me recordaron la existencia del contrato. Dijeron que mi alma está atada a Bane. No puedo disponer de ella libremente para entregársela.
—Muy elegante. —El tono de Ciang era de admiración—. Muy elegante y muy Fino. Y así, con elegancia y finura, evitan el gran peligro que representas para ellos.
— ¿Peligro? —Hugh descargó el puño sobre el escritorio. El mueble estaba impregnado con su propia sangre, vertida en aquella estancia hacía años, cuando había sido iniciado en la Hermandad—, ¿Qué peligro? ¿Cómo es que los kenkarí conocen todo esto? ¡Fueron ellos quienes me mostraron la marca! —Se agarró el pecho como si quisiera arrancarse la carne.
—Respecto a cómo lo saben, los kenkari tienen acceso a los libros antiguos. Y, además, los sartán los privilegiaron, les contaron sus secretos...
—Sartán... —Hugh alzó la vista—, Iridal mencionó esa palabra. Decía que Alfred...
—... es un sartán. En efecto, resulta evidente. Solamente los sartán podían utilizar la magia rúnica. Al menos, eso era lo que decían, Pero había rumores, oscuros rumores, sobre la existencia de otra clase de dioses...
— ¿Dioses con marcas como ésta sobre todo el cuerpo? ¿Unos dioses conocidos como «patryn»? Iridal me habló de ellos, también. Ella sospechaba que ese Haplo era un patryn.
—Patryn... —Ciang hizo una pausa, como si catara el sabor de la palabra.
Después, se encogió de hombros—. Puede ser. Han pasado muchos años desde que leí los textos antiguos y, cuando lo hice, no estaba muy interesada en ellos, ¿Qué tenían que ver con nosotros esos dioses, sartán o patryn? Nada. Ya no.
La elfa sonrió; el contorno rojo de sus labios, finos y fruncidos, que se confundía con sus arrugas, producía la impresión de que acabara de beber la sangre del escritorio.
—Lo cual resulta un alivio —añadió.
Hugh emitió un suspiro:
—Ahora puedes comprender mi problema. Ese Haplo tiene todo el cuerpo tatuado de runas como las mías, que emiten un extraño resplandor. En una ocasión traté de saltar sobre él y fue como si tocara un relámpago. ¿Cómo he de hacer para matar a ese hombre, Ciang? —Inquirió con un gesto de impaciencia—.
¿Cómo se mata a un dios?
— ¿Por eso has venido? —preguntó ella con tos labios apretados—. ¿A buscar ayuda?
—Ayuda... o la muerte, no estoy seguro. —Se frotó las sienes, que empezaban a latirle por efecto del vino—. No tenía otro sitio al que acudir.
— ¿Los kenkari no te prestaron colaboración?
—Por poco se desmayan con sólo hablar de ello. Los obligué a darme una daga... más por reírme de ellos que por otra cosa. Mucha gente me ha contratado para matar por muy diversas razones, pero nunca había visto a nadie que se pusiera a lloriquear por la futura víctima.
— ¿Los kenkari lloraban, dices?
—El que me entregó la daga, el Guardián de la Puerta, sí. Se resistía a soltar el arma. Casi sentí lástima de él.
— ¿Y qué te dijo?
— ¿Decirme? —Hugh arrugó la frente, pensativo, intentando abrirse camino entre los vapores del vino—. No presté mucha atención a sus palabras... hasta que empezó a hablar de esto —Hugh se golpeó el pecho con el puño—. De la magia rúnica. De que no debía perturbar el funcionamiento de la gran máquina. Y de que debía decirle a Haplo que Xar lo quería muerto. Eso es. Xar. Ése es el nombre de su señor. Xar lo quiere muerto.
—Los dioses luchan entre ellos. Un signo esperanzador para nosotros, pobres mortales. —Ciang sonreía de nuevo—. Si se matan mutuamente, seremos libres para desarrollar nuestras vidas sin interferencias.
Hugh la Mano movió la cabeza a un lado y a otro; no entendía a qué se refería, ni le importaba.
— ¿Cómo se supone que voy a matarlo?
—Dame hasta mañana —dijo la elfa—. Estudiaré el asunto esta noche. Como decía, hace mucho tiempo que leí los textos antiguos. Y tienes que dormir, Hugh.
La Mano no la oyó. Él vino y el agotamiento se habían aliado, piadosamente, para dejarlo inconsciente. Ciang lo vio inclinado sobre el escritorio, con el brazo extendido sobre la cabeza y la mejilla apoyada en la madera manchada de sangre.
Y con el vaso de vino aún sujeto entre los dedos.
La elfa se puso en pie. Buscando apoyo en la mesa, rodeó ésta lentamente Hasta llegar junto a él. En sus días de juventud, hacía tantísimo tiempo, habría tomado a Hugh por amante. Siempre había preferido los amantes humanos a los elfos. Los humanos eran apasionados, agresivos: la llama que se consume antes arde con mi luz. Además, los humanos morían a su debido tiempo, dejándola a una en situación de buscar otro. No vivían el tiempo suficiente como para convertirse en un engorro.
La mayoría de los humanos. Aquellos que no estaban tocados por un dios. O malditos por un dios.
—Pobre insecto —murmuró al tiempo que posaba la mano en el hombro del dormido—. ¿En qué horrible especie de telaraña te debates? ¿Y quién es la araña que la ha tejido? Los kenkari, no, sospecho. Empiezo a pensar que estaba confundida. Sus propias alas de mariposa podrían verse prendidas también en este enredo.
» ¿Debo ayudarte? ¿Debo intervenir en esto? Puedo hacerlo, ¿sabes, Hugh? — Sin darse cuenta de lo que hacía, Ciang hundió los dedos en la larga y tupida cabellera negra y cana que caía, enmarañada, sobre los hombros de Hugh—.
Puedo ayudarte pero ¿por qué habría de hacerlo? ¿Qué consigo yo con ello?
Un temblor se apoderó de su mano. La posó en el respaldo del asiento y se apoyó en él pesadamente. Un nuevo acceso de debilidad. Últimamente, los experimentaba cada vez con más frecuencia. La sensación de mareo, la falta de aire... Se aferró a la silla, terca y estoica, y esperó a que pasara. Siempre pasaba.
Pero se acercaba el día en que la sensación no remitiría. El día en que uno de aquellos ataques se la llevaría.
—Dices que morir es duro, Hugh la Mano —murmuró cuando estuvo de nuevo en condiciones de hacerlo—.
No me sorprende: he visto suficiente muerte para saberlo. Pero debo reconocer que estoy decepcionada. Paz, perdón... Pero primero se nos pide cuentas.
»Y yo pensaba que no había nada... Los kenkari, con sus estúpidas cajas de almas. Almas viviendo en los jardines de su cúpula de cristal. Vaya estupidez.
Nada. Todo es nada. Ésa fue mi apuesta. —Sus dedos se cerraron en torno al respaldo—. Y parece que perdí. A menos..., a menos que estés mintiendo.
Se inclinó hacia Hugh y lo contempló minuciosamente, con esperanza.
Después, se enderezó con un suspiro.
—No, el vino no miente. Y tú tampoco lo has hecho, Hugh, en todos los años que te conozco. Pasar cuentas... ¿Qué maldad no he cometido? Pero ¿qué puedo hacer para enmendar las cosas? He echado los dados sobre la mesa y es demasiado tarde para recogerlos. Pero quizás otra tirada, ¿eh? El ganador se lo lleva todo, ¿vale? —Con aire astuto, perspicaz, la anciana elfa clavó la mirada en las densas sombras—. ¿Hace la apuesta?
Unos leves golpes sonaron a la puerta. Ciang contuvo una risilla, medio burlona, medio en serio.
—Adelante.
El Anciano empujó la puerta y entró, renqueante.
— ¡Oh, vaya! —dijo al ver a Hugh la Mano. Se vió a Ciang con un gesto de interrogación—. ¿Lo dejamos aquí?
—Ninguno de los dos tenemos suficiente fuerza para moverlo, mi viejo amigo.
No le sucederá nada si se queda donde está hasta mañana.
La elfa extendió el brazo. El Anciano se apresuró a sostenerlo. Los dos juntos —ella con paso vacilante, él ayudándola con sus escasas fuerzas— recorrieron despacio el corto pasadizo a oscuras hasta la alcoba de Ciang.
—Enciende la lámpara, Anciano. Esta noche me quedaré leyendo hasta muy tarde.
El Anciano hizo lo que le decía, encendió la lámpara y la colocó en la mesilla junto a la cama.
—Ve a la biblioteca. Tráeme todos los libros sobre los sanan que encuentres.
Y tráeme la llave del Cofre Negro. Después, puedes retirarte.
—Muy bien, señora. Y buscaré una manta para tapar a Hugh la Mano.
El Anciano ya empezaba a retirarse con paso tambaleante cuando Ciang lo detuvo.
—Amigo mío, ¿piensas en la muerte alguna vez? En la tuya, me refiero.
El Anciano no parpadeó siquiera.
—Sólo cuando no tengo nada mejor que hacer, señora. ¿Deseas algo más?
CAPITULO 7
FORTALEZA DE LA HERMANDAD,
SKURVASH,
ARIANO
Hugh durmió hasta avanzada la mañana. El vino que le abotagaba la mente permitió que el agotamiento se adueñara de su cuerpo, pero fue el sueño de la embriaguez, pesado y poco reparador, que le hace a uno despertar con la cabeza torpe y dolorida y con náuseas en el estómago. Sabedor de que estaría aturdido y desorientado, el Anciano estaba presente para guiar los pasos inseguros de Hugh hasta un gran tonel de agua colocado en el exterior de la fortaleza para refresco de los vigías. El anciano llenó un cubo y se lo ofreció a Hugh. La Mano derramó el contenido sobre su cabeza y sus hombros, ropa incluida. Tras enjuagarse el rostro, se sintió un poco mejor.
—Ciang te recibirá esta mañana —anunció el Anciano cuando estimó que Hugh era capaz de entender sus palabras. La Mano asintió, todavía sin poder articular una respuesta—. Te concederá audiencia en sus aposentos —añadió su acompañante.
Hugh enarcó las cejas. Aquél era un honor que se otorgaba a pocos. Después, con gesto desconsolado, paseó la mirada por las ropas húmedas, con las que había dormido. El anciano comprendió su muda petición y se ofreció a proporcionarle una camisa limpia. El viejo también le propuso desayunar, pero Hugh dijo que no con un enérgico movimiento de cabeza.
. Una muestra de la riqueza de la Hermandad. En ningún otro lugar del Reino Medio podía encontrarse un tonel de agua en campo abierto, sin vigilancia, con su preciado contenido a disposición de quien quisiera probarlo.
Una vez lavado y vestido, con las punzadas de las sienes reducidas a un dolor sordo tras los globos oculares, Hugh se presentó una vez más ante Ciang, el Brazo de la Hermandad.
Los aposentos de Ciang eran enormes, decorados en el estilo suntuoso y extravagante que los elfos admiran y que a los humanos les resulta ostentoso.
Todo el mobiliario era de madera tallada, un material sumamente raro en el Reino Medio. Agah'ran, el emperador elfo, habría abierto de envidia sus maquillados párpados ante la visión de tantas piezas valiosas y bellas. La cama, inmensa, era una obra de arte. Cuatro postes, tallados en forma de anímales mitológicos —cada uno colocado sobre la cabeza de otro—, sostenían un dosel de madera decorado con las mismas bestias tumbadas en el suelo, con las zarpas extendidas. De cada zarpa colgaba un aro y, suspendida de ellos, había una cortina de seda de urdimbre, colores y dibujo fabulosos. Se rumoreaba que aquella cortina tenía propiedades mágicas y que a ella se debía la longevidad de la elfa, superior a la normal.
Fuera o no cierta su naturaleza mágica, la cortina resultaba deliciosa a la vista y parecía invitar a la admiración. Hugh no había estado nunca en las habitaciones privadas de Ciang. Contempló con asombro la jaspeada cortina multicolor, alargó la mano y la tocó antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo. Sonrojándose, empezó a retirar los dedos pero Ciang, sentada en una especie de trono monstruoso de respaldo alto, le hizo un gesto.
—Puedes tocarla, amigo mío. Te hará bien.
Hugh recordó los rumores y no estuvo seguro de querer tocar de nuevo la cortina, pero no hacerlo habría sido ofender a Ciang. Con cautela, pasó los dedos por ella y notó, sorprendido, un cosquilleo agradable y estimulante que le recorría el cuerpo. Al apreciarlo, retiró la mano pero la sensación continuó hasta que tuvo la cabeza despejada y hubo desaparecido el dolor.
Ciang estaba sentada en el otro extremo de la gran sala. Las ventanas en forma de rombo que se extendían desde el techo hasta el cielo dejaban entrar un chorro de luz. Hugh cruzó las brillantes franjas iluminadas que recorrían las lujosas alfombras hasta llegar ante el asiento de madera de la elfa.
La majestuosa silla había sido tallada por un admirador de Ciang, a quien se la había ofrecido como presente. Realmente, resultaba grotesca. Estaba rematada por una calavera de mirada maliciosa. Los cojines de color rojo sangre en los que reposaba la frágil forma de Ciang estaban rodeados de diversos espíritus fantasmales que se alzaban por parejas. Los pies de la elfa descansaban en un escabel formado por cuerpos desnudos encogidos y acuclillados. Ciang indicó con un grácil gesto de la mano una silla colocada frente a la suya, y Hugh comprobó, con alivio, que tenía un aspecto perfectamente normal.
Ciang se saltó los absurdos preámbulos y galanterías para apuntar, como una flecha, al meollo del asunto.
—He pasado la noche estudiando —declaró al tiempo que apoyaba la mano, nudosa y casi en los huesos, pero de movimientos elegantes y ágiles, sobre la polvorienta tapa de cuero de un libro que tenía en el regazo.
—Lamento haberte perturbado el sueño —empezó diciendo Hugh.
Ciang cortó enseguida sus disculpas.
—Para ser sincera, no habría podido dormir, de todos modos. Eres una influencia perturbadora, Hugh la Mano —añadió, estudiándolo con los ojos entrecerrados—. Cuando te marches de aquí, no lo lamentaré. He hecho cuanto he podido por apresurar ese momento. —Sus párpados (sin pestañas, igual que su cabeza estaba completamente calva) aletearon una sola vez—. Y, cuando te hayas marchado, no regreses.
Hugh comprendió. La siguiente vez no habría vacilaciones. El arquero tendría órdenes muy claras. La expresión de Hugh se vió dura y sombría.
—No lo haría en ningún caso —dijo en un susurro, con la mirada puesta en los cuerpos encogidos e inclinados que sostenían los pies de la elfa, pequeños y de huesos delicados—. Si Haplo no me mata, debo encontrar...
— ¿Qué has dicho? —inquirió Ciang, interrumpiéndolo. Hugh dio un respingo, alzó la mirada hacia ella y frunció el entrecejo.
—He dicho que, si no mato a Haplo...
— ¡No! —exclamó ella con el puño cerrado—. ¡Has dicho «Si Haplo no me mata»! ¿Vas en busca de ese hombre buscando su muerte... o la tuya?
Hugh se llevó una mano a la cabeza:
—Yo... me he confundido, eso es todo. —Su voz era ronca—. El vino...
—... suelta la lengua, dice el refrán. —Ciang meneó la cabeza—. No, Hugh la Mano. No verás con nosotros.
— ¿Harás pasar el puñal contra mí? —inquirió con aspereza.
Ciang reflexionó antes de responder.
—No, hasta que hayas cumplido el contrato. Está en juego nuestro honor y, por tanto, la Hermandad te ayudará, sí es posible. —La elfa lo miró fijamente, con un extraño brillo en los ojos— Y si tú quieres.
Cerró el libro cuidadosamente y lo depositó en la mesilla contigua a la silla.
Cogió de la mesa una llave de hierro que colgaba de una cinta negra y, alargando el brazo, permitió a Hugh el raro privilegio de ayudarla a incorporarse. Ciang rechazó su ayuda para caminar y avanzó con paso lento y digno hasta una puerta de la pared opuesta.
—Encontrarás lo que buscas en el Cofre Negro —indicó.
El Cofre Negro no era tal cofre, ni mucho menos, sino una bóveda en la que se depositaban y guardaban armas, tanto mágicas como corrientes. Por supuesto, las armas mágicas eran muy apreciadas y las leyes de la Hermandad relativas a ellas se cumplían rigurosamente. El miembro que adquiría o confeccionaba una de tales armas podía considerarla una posesión personal, pero debía poner en conocimiento de la Hermandad su existencia y su modo de funcionamiento. La información se guardaba en un expediente en la biblioteca de la Hermandad, donde podía ser consultada en todo momento por cualquier miembro.
Un miembro que necesitara un arma como la descrita en alguno de estos expedientes podía dirigirse al poseedor y solicitársela en préstamo. El propietario podía negarse, pero tal cosa no sucedía casi nunca, pues era muy probable que el dueño también tuviera que pedir un arma a otro en alguna ocasión. Si el arma no era devuelta —otra cosa que tampoco era frecuente—, el ladrón era denunciado y se hacía circular el puñal.
A la muerte del propietario, el arma pasaba a propiedad de la Hermandad. En el caso de los miembros de más edad, como el Anciano, que había acudido a la fortaleza para pasar a su amparo los años de vida que le quedaban, la entrega de armas mágicas era asunto fácil. Por lo que hacía a aquellos otros miembros que encontraban el rápido y violento final que se consideraba un gaje del oficio, recoger las armas de los muertos podía representar un problema.
A veces, se perdían irremisiblemente, como en los casos en que el cuerpo y cuanto llevaba encima terminaba quemado en una pira funeraria, o arrojado desde las islas flotantes al Torbellino. Sin embargo, tan apreciadas eran aquellas armas que, cuando corría la voz (lo cual sucedía con sorprendente celeridad) de que el poseedor de alguna de ellas había muerto, la Hermandad se ponía en acción al momento. Todo se hacía con discreción, en silencio. Muchas veces, la doliente familia del difunto era sorprendida por la repentina aparición de unos desconocidos a su puerta. Los desconocidos entraban en la casa (en ocasiones, cuando el cuerpo aún no estaba frío siquiera) y vían a salir casi de inmediato.
Normalmente, con ellos desaparecía un objeto: el cofre negro. Los miembros de la Hermandad tenían instrucciones de guardar esas valiosas armas mágicas en una sencilla caja negra para facilitar su recuperación. Esta caja acabó por ser conocida como «el cofre». Por tanto, es comprensible que el lugar donde se depositaban tales armas en la fortaleza de la Hermandad recibiera también el nombre genérico de Cofre Negro.
Cuando un miembro solicitaba el uso de un arma allí guardada, debía explicar con detalle por qué la necesitaba y pagar una tarifa proporcional al poder del arma. Ciang tenía la última palabra sobre la concesión, así como sobre el precio que se debía satisfacer.
Plantada ante la puerta del Cofre Negro, Ciang introdujo la llave de hierro en la cerradura y la hizo girar.
El cerrojo chasqueó. La elfa asió el tirador de la pesada puerta metálica y empujó. Hugh se dispuso a ayudarla si ella lo pedía pero la puerta giró silenciosamente sobre sus goznes, abriéndose con facilidad bajo la levísima presión de sus manos.
—Acerca una luz —ordenó.
Hugh obedeció, tras localizar una lámpara colocada, probablemente con ese fin, sobre una mesa próxima a la puerta. La encendió, y los dos penetraron en la bóveda.
Era la primera vez que Hugh la Mano pisaba el Cofre Negro (siempre se había vanagloriado de no haber necesitado jamás recurrir a las armas dotadas de magia)
y se preguntó por qué se le concedería tal honor en aquel momento. A pocos miembros se les permitía entrar allí. Cuando alguno solicitaba un arma, Ciang la iba a buscar ella misma o mandaba al Anciano.
Hugh penetró en la enorme bóveda de losas de piedra con paso silencioso y el corazón encogido. La lámpara hizo retroceder las sombras pero no las despejó. Un centenar de lámparas con la luminosidad de Solaris no habría podido eliminar las sombras que reinaban en la enorme sala. Los instrumentos de muerte creaban su propia oscuridad.
Se acumulaban allí en un número inconcebible. Descansaban sobre mesas, o apoyadas en las paredes, o protegidas en vitrinas. Era demasiado para captarlo todo de una ojeada.
La luz se reflejó en las hojas de puñales y navajas de todas clases y formas imaginables, dispuestos en un círculo enorme, en perpetua expansión; una especie de resplandor solar metálico. En las paredes montaban guardia picas y hachas de guerra. Arcos grandes y pequeños estaban debidamente expuestos, cada uno con su carcaj de flechas, sin duda los famosos dardos explosivos de los elfos que tanto temían los soldados humanos.
En las estanterías había hileras de botellas y frascos, grandes y pequeños, de pócimas mágicas y de venenos, todo perfectamente etiquetado.
Hugh pasó ante una vitrina llena sólo de anillos: anillos de veneno, anillos de cliente de serpiente (que contenían una pequeña aguja cargada de veneno de reptil) y anillos mágicos de todas clases, desde los de encantamiento (que proporcionan poder sobre su víctima a quien los usa) a los de defensa (que protegen a su portador de los efectos de un anillo de encantamiento).
Cada uno de los objetos del Cofre Negro estaba documentado y etiquetado en los dos idiomas, humano y elfo (y, en ciertos casos, también en enano). Las palabras de los hechizos —cuando eran necesarias— estaban registradas. El valor de todo aquello era incalculable. Hugh no pudo contener su asombro. Allí estaba almacenada la verdadera riqueza de la Hermandad, mucho más valiosa que todos los toneles de agua y todas las joyas de los tesoros reales humanos y elfos, juntos.
Allí se guardaba la muerte y los medios de produciría. Allí se guardaba el miedo y el poder.
Ciang lo condujo a través de un verdadero laberinto de estanterías, armarios y cajas hasta una mesa de aspecto sencillo arrinconada en una esquina de la estancia. Sobre aquella mesa descansaba un único objeto, oculto bajo un paño que un día había sido negro pero que, cubierto de polvo, había adquirido un color grisáceo. La mesa parecía encadenada a la pared por unas gruesas telarañas.
Nadie se había aventurado hasta aquella mesa desde hacía muchísimo tiempo.
—Deja la lámpara —indicó Ciang.
Hugh obedeció y colocó la luz sobre una caja que contenía un enorme surtido de dardos. Después, contempló con curiosidad el objeto cubierto con la tela; notó algo extraño en el objeto, pero no pudo precisar qué.
—Fíjate bien en eso —ordenó Ciang, como el eco de sus pensamientos.
Hugh lo hizo, inclinándose sobre la mesa con cautela. Conocía lo suficiente sobre armas mágicas como para sentir respeto por aquélla. No tocaría el objeto o nada relacionado con él hasta que le hubieran explicado con detalle cómo utilizarlo. Ésta era una de las razones por las que Hugh la Mano siempre había preferido no confiar en tales armas. Una buena hoja de acero, dura y afilada, era un instrumento del que uno podía fiarse sin reservas.
Se enderezó con expresión ceñuda y se mesó las trenzas de la barba.
— ¿Te has fijado? —inquirió Ciang, casi como si lo sometiera a prueba.
—Veo polvo y telarañas sobre todo lo demás, pero ni rastro sobre el objeto en sí —respondió.
Ciang exhaló un suave suspiro y lo miró casi con tristeza.
— ¡Ah!, no hay muchos como tú, Hugh. Ojo veloz, mano rápida... Una lástima—sentenció con frialdad.
Hugh no dijo nada. No podía alegar ninguna defensa, pues estaba claro que no había lugar a ella. Observó minuciosamente el objeto bajo el paño y reconoció la forma gracias a que el polvo se acumulaba en torno a ella pero no encima. Era un puñal de hoja considerablemente larga.
—Pon la mano sobre él —dijo Ciang—. No corres ningún riesgo al hacerlo — añadió al advertir un destello en los ojos de la Mano.
Hugh detuvo el gesto, cauteloso, antes de que los dedos tocaran el objeto. No tenía miedo, pero le producía repulsión tocarlo, como la produce tocar una serpiente o una araña peluda. Se repitió mentalmente que sólo era un puñal (aunque, entonces, ¿por qué estaba cubierto con aquel paño negro?) y apoyó las yemas de los dedos sobre él. Con un respingo, retiró la mano al instante y se vió hacia Ciang.
— ¡Se ha movido!
La elfa asintió, impertérrita.
—Un temblor. Como el de un ser vivo. Apenas se nota, pero es lo bastante fuerte como para sacudirse de encima el polvo de siglos y para perturbar a las tejedoras de telarañas. Pero no está vivo, como verás. No lo está según lo que nosotros conocemos por vida —se corrigió.
Retiró la reía. El polvo que la cubría se levantó en una nube que les produjo un cosquilleo en la nariz y los obligó a retroceder, al tiempo que se sacudían y trataban de librarse de la horrible sensación de las telarañas, pegajosas y sedosas, en el rostro y las manos.
Debajo del paño había... un puñal metálico de aspecto vulgar. Hugh había visco armas mucho mejor elaboradas. Aquélla era sumamente tosca en forma y diseño; podía pasar por obra del hijo de un herrero que intentara aprender el oficio de su padre. La empuñadura y la cruz estaban forjadas en un hierro al que parecía haberse dado forma mientras se enfriaba. Las marcas de cada golpe de martillo se observaban claramente en ambas partes del puñal.
La hoja era lisa, tal vez porque estaba hecha de acero, pues resultaba reluciente como un espejo en comparación con el torpe acabado del mango. El acero estaba sujeto a la empuñadura mediante metal fundido; las señales de la soldadura se observaban con claridad.
Lo único notable que tenía el objeto eran los extraños símbolos grabados en la hoja. Unos símbolos que no eran iguales al que Hugh llevaba en el pecho, pero lo recordaban.
—Las runas mágicas —dijo Ciang. Su dedo huesudo se paseó sobre la hoja con buen cuidado de no tocarla.
— ¿Qué hace ese puñal? —preguntó Hugh, mirando el arma con una mezcla de desdén y disgusto.
—No lo sabemos —respondió Ciang. Hugh arqueó una ceja y la miró con una mueca de interrogación. La elfa se encogió de hombros—. El último hermano que lo utilizó, murió al hacerlo.
—No me extraña — refunfuñó la Mano—. Sin duda, trató de acabar con su víctima utilizando esta arma de niño.
Ciang movió la cabeza en gesto de negativa:
—No lo comprendes. —vió hacia él sus rasgados ojos, y Hugh advirtió de nuevo aquel extraño fulgor en su mirada—. Ese hermano murió de una impresión.
—Hizo una pausa, miró de nuevo hacia el arma y añadió, casi con indiferencia—:
Le habían crecido cuatro brazos.
Hugh se quedó boquiabierto. Después, cerró las mandíbulas y carraspeó.
—No me crees. No te culpo. Yo tampoco lo creía hasta que lo vi con mis propios ojos. —Ciang contempló las telarañas como si fueran tiempo tejido—. Fue hace muchos ciclos. Cuando me convertí en el Brazo. El puñal nos había llegado de un señor elfo en tiempos remotos, en la primera época de existencia de la Hermandad. Fue guardada en esta bóveda con una advertencia. Según ésta, el arma tenía una maldición. Un humano, un hombre joven, se burló del aviso; no creyó en la maldición y reclamó el puñal en préstamo, pues está escrito que «quien domine el puñal será invencible contra cualquier enemigo. Ni los propios dioses se atreverán a oponerse a él». —Al decir esto, estudió a Hugh. Después, añadió—: Por supuesto, eso fue en los tiempos en que no había dioses. En que ya no los había.
— ¿Y qué sucedió?—quiso saber Hugh, tratando de ocultar su incredulidad puesto que era Ciang quien hablaba.
—No estoy segura. El compañero de ese hombre, que sobrevivió a la experiencia, no fue capaz de ofrecernos un relato coherente. Al parecer, el joven atacó a su blanco utilizando el puñal y, de pronto, éste dejó de serlo. Se transformó en una espada enorme, de múltiples hojas que giraban como aspas.
Dos brazos normales no podían sostenerla. Entonces fue cuando al hombre le crecieron otros dos brazos... Le salieron del pecho. El joven vio los cuatro brazos y cayó muerto de terror, de la conmoción. Más adelante, su compañero perdió totalmente la razón y se arrojó de la isla. No lo culpo por ello. Yo también vi el cuerpo: tenía esos cuatro brazos. A veces, todavía sueño con él.
Tras esto, Ciang guardó silencio con los labios apretados. Hugh alzó la mirada a aquel rostro severo y despiadado y lo vio palidecer. La presión de los labios la ayudaba a mantener firme la expresión. vió la vista al puñal y notó un nudo en el estómago.
—Ese incidente pudo ser el fin de la Hermandad. —Ciang lo miró de soslayo— . Puedes imaginar en qué habrían convertido el asunto los rumores. Tal vez habíamos sido nosotros, la Hermandad, quienes habíamos lanzado la terrible maldición sobre el joven. Me apresuré a actuar. Ordené que trajeran el cuerpo aquí al amparo de la oscuridad. Ordené traer también a su compañero y lo interrogué ante testigos. Leí a éstos el documento..., el documento que acompañaba al puñal.
»Estuvimos de acuerdo en que era el propio puñal lo que estaba maldito.
Prohibí su uso. Enterramos en secreto el cuerpo grotesco y se ordenó a todos los hermanos y hermanas que guardaran silencio sobre el incidente, so pena de muerte.
»De eso hace mucho tiempo. Ahora —añadió en un susurro—, soy la única que recuerda todavía la historia. Nadie más queda vivo de aquellos tiempos. Nadie, ni siquiera el Anciano, cuyo abuelo aún no había nacido cuando eso sucedió, conoce la existencia del puñal maldito. En mi última untad he escrito una orden para que no se utilice. Pero, hasta este momento, no le había contado la historia a nadie.
—Vuelve a taparlo —dijo Hugh, inflexible—. No lo quiero. Nunca he empleado la magia... —Su semblante se ensombreció.
—Nunca te habían pedido que mataras a un dios... —replicó Ciang con gesto de disgusto.
—Limbeck, el enano, dice que los dioses no existen. Dice que Haplo estaba casi muerto, como un hombre cualquiera, la primera vez que lo vio. ¡No, no lo usaré!
Dos manchas rojas de cólera se encendieron en el cadavérico rostro de la elfa.
Parecía dispuesta a hacer algún comentario mordaz, pero se contuvo. Las manchas rojas se difuminaron y los ojos rasgados se vieron, de pronto, muy fríos.
—Por supuesto, amigo mío, tú decides. Sí insistes en morir con deshonor, es cosa tuya. No diré nada más, salvo recordarte que aquí está en juego otra vida.
Quizá no lo habías tomado en cuenta.
— ¿Qué otra vida? —inquirió Hugh, suspicaz—. El muchacho, Bane, ha muerto.
—Pero su madre sigue viva. Una mujer que te inspira tan profundos sentimientos... ¿Quién sabe si Haplo no irá tras ella, si fracasas en tu intento? Ella sabe quién... qué es Haplo.
Hugh revivió sus recuerdos. Iridal le había dicho algo de Haplo, pero no lograba recordar qué. Habían tenido poco tiempo para hablar y él tenía la cabeza en otras cosas: en el chiquillo muerto que tenía en sus brazos, en el dolor de Iridal, en su propia confusión al encontrarse vivo cuando se suponía que estaría muerto... No; lo que Iridal le hubiera contado acerca del patryn, Hugh lo había olvidado entre las sombras teñidas de horror de aquella noche terrible. ¿Qué importancia podían tener sus palabras en aquellos momentos, cuando él se proponía entregar su alma a los kenkari, cuando iba a regresar a aquel reino de belleza y paz...?
¿Intentaría Haplo encontrar a Iridal? El hombre había tomado cautivo a su hijo. ¿Por qué no a la madre? ¿Podía permitirse correr el riesgo? Al fin y al cabo, se sentía en deuda con ella. Estaba en deuda con ella por haberle fallado.
— ¿Un documento, has dicho? —comentó.
La mano de Ciang se deslizó en los grandes bolsillos de sus uminosas ropas y extrajo varios pliegos de pergamino enrollados y sujetos con una cinta negra. FJ pergamino estaba viejo y descolorido; la cinta, deshilachada y desteñida.
La elfa alisó el documento con la mano.
—Anoche ví a leerlo. Es la primera vez que lo hago desde esa noche terrible. Entonces lo leí en voz alta ante los testigos. Ahora te lo leeré a ti.
Hugh se sonrojó. Lo que él deseaba era leerlo y estudiarlo en privado, pero no se atrevió a insultar a la elfa.
—Te he causado ya tantas molestias, Ciang...
—Debo traducírtelo —respondió ella con una sonrisa que daba a entender que había capeado sus pensamientos—. Está escrito en alto elfo, una lengua que se hablaba después de la separación de los mundos, pero que hoy está completamente olvidado. No podrías descifrarlo.
Hugh no puso más objeciones.
—Tráeme una silla. El texto es largo y estoy cansada de estar de pie. Y acerca la lámpara.
Hugh fue en busca de una silla y la colocó en un rincón junto a la mesa en la que descansaba el puñal «maldito». Después, permaneció fuera del claro de luz, sin lamentar que su rostro quedara oculto en las sombras, disimulando sus dudas.
Seguía incrédulo. No daba crédito a nada de aquello.
No obstante, tampoco habría creído nunca que un hombre pudiera morir y regresar otra vez a la vida.
De modo que prestó atención a la lectura.
CAPÍTULO 8
LA HOJA MALDITA
Puesto que estás leyendo esto, hijo mío, yo he muerto y mi alma ha viajado al encuentro de Krenka- nris para contribuir a la liberación de nuestro pueblo.
Dado que hemos entrado en guerra abierta, confío en que te desempeñarás con honor en la batalla, como lo han hecho todos los que te han precedido en llevar este nombre.
Soy el primero de nuestra familia que expone este relato por escrito. Hasta hoy, la historia de la Hoja Maldita se ha transmitido oralmente de padres a hijos, musitada desde el lecho de muerte. Así lo hizo mi padre conmigo, y el suyo con él, y así hasta remontarnos a antes de la separación de los mundos. Pero, como parece probable que mi lecho de muerte sea el duro suelo de un campo de batalla y que tú, mi querido hijo, estés muy lejos en el momento señalado, te dejo esta narración para que la leas cuando haya muerto. Y también harás juramento, por Krenka-Anris y por mi alma, de transmitir todo esto a tu hijo (quiera la diosa bendecir a tu esposa con un parto normal).
En el armero hay una caja con la tapa adornada de perlas engastadas que contiene las dagas de duelo ceremoniales. Estoy seguro de que sabes a qué caja me refiero porque, de niño, ya expresabas tu admiración por los puñales; una admiración muy mal enfocada, como bien sabes ahora que eres un guerrero experimentado. Sin duda, más de una vez te habrás preguntado por qué he conservado esas dagas y, sobre todo, por qué las tengo guardadas en el armero.
Poco imaginas, hijo mío, lo que ocultan estas dagas.
Escoge un momento en que tu esposa y su séquito hayan dejado el castillo.
Despide a los criados y asegúrate bien de que estás solo. Ve al armero y coge esa caja. En la tapa, observarás que hay una mariposa en cada esquina. Presiona simultáneamente las mariposas de la esquina superior derecha e inferior izquierda. Con eso se abrirá un falso fondo en el lado izquierdo.
¡Por favor, hijo mío, por el bien de mi alma y de la tuya propia, no introduzcas la mano en ese doble fondo!
Dentro encontrarás un puñal mucho menos artístico que el par de dagas que ya conoces. El puñal es de hierro y parece forjado por un humano. Es un objeto muy feo y deforme y confío en que, una vez que lo hayas visto, sientas tan pocos deseos de tocarlo como los que tuve yo la primera vez que lo contemplé. Pero, ¡ay!, seguro que despierta tu curiosidad, como despertó la mía. ¡Te ruego, te suplico, mi amadísimo hijo, que reprimas esa curiosidad! Contempla la hoja y fíjate en su aspecto perverso y atiende la advertencia de tus propios sentidos, que reaccionarán con repulsión ante ese objeto.
Yo no hice caso de esa advertencia y atraje sobre mí una desgracia que ha sido una sombra permanente en mi vida. Con ese puñal, con esa Hoja Maldita, di muerte a mí amado hermano.
Imagino que habrás palidecido de la impresión al leer lo anterior. Siempre se ha dicho que tu tío murió de las heridas sufridas a manos de unos asaltantes humanos, que lo sorprendieron en un trecho solitario del camino, cerca del castillo. Esa historia no es cierta. Tu tío murió a mis manos en el armero, probablemente no muy lejos del lugar en el que te encuentras ahora. ¡Pero te juro, por Krenka-Anris, por los dulces ojos de tu madre, por el alma de mi difunto hermano, que fue ese puñal quien lo mató, y no yo!
Hete aquí lo que sucedió, y perdona la caligrafía. Todavía hoy, mientras te relato esto, me siento atenazado por el horror de ese incidente, que se produjo hace bastante más de un siglo.
Mi padre murió. En su lecho de muerte, nos contó a mi hermano y a mí la historia de la Hoja Maldita, Era un instrumento raro y valioso, nos dijo, que procedía de un tiempo en el que dos razas de dioses terribles dominaban el mundo. Estas dos razas de dioses se odiaban y se temían y cada una trataba de imponer su dominio sobre aquellos a los que llamaban mensch: los humanos, los elfos y los enanos. Entonces se produjeron las Guerras de los Dioses, terribles batallas de magia que arrasaron un mundo entero hasta que, por fin, ante la amenaza de ser derrotada, una de las razas de dioses causó la separación de los mundos.
Los dioses libraron estas guerras entre sí, sobre todo, pero en ocasiones, cuando se veían superados en número, reclutaban mortales para que los ayudaran. Naturalmente, éstos no podían ser rival para los ataques mágicos de los dioses, de modo que los sartán (por este nombre conocemos a los dioses) armaron a sus partidarios mensch con fantásticas armas mágicas.
La mayoría de estas armas se perdió durante la separación, igual que desapareció mucha de nuestra gente. Al menos, así lo cuentan las leyendas. Sin embargo, unas cuantas permanecieron en manos de los supervivientes, que las conservaron en su poder. El puñal, según una leyenda familiar, es una de tales armas. MÍ padre me contó que había visitado a los kenkari para verificarlo.
Los kenkari no pudieron asegurarle que el puñal fuera anterior a la separación, pero estuvieron de acuerdo en su carácter mágico. Le advirtieron que su magia era poderosa y le aconsejaron que no lo utilizara nunca. Mi padre era un hombre tímido y las palabras de los kenkari lo atemorizaron. Hizo construir esa caja especialmente para guardar el arma, que los kenkari habían considerado maldita. Colocó el puñal en la caja y no vió a mirarlo nunca más.
Le pregunté por qué no lo había destruido y me respondió que los kenkari le habían advertido que no lo intentara. Un arma como aquélla no podía ser destruida jamás, dijeron. Lucharía por sobrevivir y ver con su dueño en tanto que, mientras estuviera en posesión de mi padre, éste podía garantizar que el objeto mágico no tendría poder para causar daño. Si intentaba librarse del puñal— arrojándolo al Torbellino, tal vez— el arma terminaría, simplemente, en manos de otro y podría causar grandes daños. Mi padre juró a los kenkari que la mantendría a salvo y nos obligó a efectuar la misma promesa solemne. Después de su muerte, mientras mi hermano y yo arreglábamos los asuntos pendientes de mi padre, recordamos la historia del puñal. Fuimos al armero, abrimos la caja y encontramos el puñal en el doble fondo. Me temo que, conociendo la timidez de mí padre y su amor por los relatos románticos, no dimos mucho crédito a gran parte de lo que nos había contado. ¿Aquél puñal feo y tosco, forjado por un dios? Mi hermano y yo meneamos la cabeza con una sonrisa de incredulidad.
Y, como suelen hacer los hermanos, nos enzarzamos en una parodia de duelo.
(En tiempos de la muerte de mi padre éramos jóvenes. Ésta es la única excusa que puedo ofrecer para nuestra imprudencia.) Mi hermano cogió una de las dagas adornadas y yo empuñé la que llamamos, en son de broma (que la diosa perdone mi escepticismo), la Hoja Maldita.
No creerás lo que sucedió a continuación. Aún hoy, ni siquiera yo mismo estoy seguro de creerlo, pese a que lo vi con mis propios ojos.
Cuando lo tuve en la mano, noté algo extraño en el puñal. Vibraba como si fuera un ser vivo y, de pronto, cuando empecé a lanzar una fingida estocada a mí hermano, se agitó entre mis dedos como una serpiente y..., y me encontré empuñando, en lugar del puñal, una larga espada. Y, antes de que me diera cuenta de qué estaba sucediendo, la hoja de la espada había atravesado limpiamente el cuerpo de mi hermano, rajándole el corazón. Nunca, quizá ni siquiera después de muerto, olvidaré la mueca de horrorizada sorpresa y de dolor que vi en su rostro.
Dejé caer el arma y sostuve a mi hermano, pero no había remedio. Murió en mis brazos, con su sangre empapándome las manos.
Creo que lancé un grito de horror, pero no estoy seguro. Y, cuando al fin levanté la vista, encontré en el umbral de la estancia a nuestro viejo criado.
— ¡Ah! —me dijo el viejo An'lee—, ahora eres el único heredero.
Como ves, dio por sentado que había asesinado a mi hermano para hacerme con toda la herencia de nuestro padre.
Le aseguré que se equivocaba y le conté lo sucedido pero, como es lógico, no me creyó. No se lo tuve en cuenta; al fin y al cabo, yo mismo no acababa de creerlo.
El puñal había cambiado de forma otra vez. vía a ser como lo ves ahora.
Comprendí que, si An'lee no me creía, nadie más lo haría. El escándalo traería la ruina para nuestra familia. El fratricidio se castiga con la muerte y, por tanto, me ahorcarían. El castillo y las tierras serían confiscadas por el rey. Mi madre sería arrojada a las calles y mis hermanas quedarían deshonradas y sin dote. Por grande que fuese mi dolor personal (y con gusto habría confesado el hecho y cumplido la pena), no podía infligir tal perjuicio a la familia.
An`lee era leal y se ofreció a ayudarme a ocultar mi crimen. ¿Qué podía hacer yo, sino seguirle la corriente? Entre los dos, a escondidas, sacamos el cuerpo de mi desdichado hermano del castillo, lo transportamos a un lugar alejado, conocido por ser una zona frecuentada por los bandidos Rumanos, y lo arrojamos allí en una zanja. Después, regresamos al castillo.
Le conté a nuestra madre que mi hermano había oído rumores de partidas de bandidos humanos y había salido a investigar. Cuando fue encontrado el cuerpo, días más tarde, se dio por hecho que había tenido un mal encuentro con el grupo al que buscaba. Nadie sospechó nada. An'lee, fiel servidor, se llevó el secreto a la tumba.
En cuanto a mí, no puedes imaginar, hijo mío, la tortura que he soportado. A veces he creído que el sentimiento de culpa y la pena iban a verme loco. Noche tras noche, permanecía despierto y acariciaba la idea de arrojarme del parapeto y poner fin a la agonía, de una vez por todas. Pero tuve que seguir viviendo, por el bien de otros, ya que no por el mío.
Me propuse destruir el puñal, pero tenía grabada en la cabeza la advertencia de los kenkari a mi padre. ¿Y si caía en otras manos? ¿Y si decidía matar otra vez?
¿Por qué debía nadie más sufrir lo que había pasado yo? No; como parte de mi penitencia, conservaría la Hoja Maldita en mi poder. Y estoy obligado a transmitirte su custodia. Es la carga que lleva nuestra familia, y que deberá seguir acarreando hasta el fin de los tiempos.
Compadéceme, hijo, y reza por mí. Krenka—Anris, que todo lo ve, conoce la verdad y confío en que me perdonará. Como hará, espero, mi querido hermano.
Y te imploro, hijo mío, por lo que más quieras... por la diosa, por mi recuerdo, por el corazón de tu madre, por los ojos de tu esposa, por tu hijo no nacido... te encarezco que conserves en lugar seguro la Hoja Maldita y que nunca, jamás, la toques o vuelvas a mirarla siquiera.
Que Krenka—Anris esté contigo.
Tu padre, que te quiere.
CAPÍTULO 9
FORTALEZA DE LA HERMANDAD
SKURVASH
ARIANO
Ciang concluyó la lectura y levantó la vista hacia Hugh.
Mientras ella leía la cana, la Mano había permanecido en silencio, con las manos en los bolsillos de sus pantalones de cuero y la espalda apoyada en la pared. Por fin, desplazó el cuerpo para apoyar su peso alternativamente sobre ambos pies, cruzó los brazos y bajó la vista al suelo.
—No le das crédito —murmuró la elfa.
Hugh movió la cabeza:
—Un asesino que trata de sacarse de encima un muerto. Dice que nadie sospechó, pero es evidente que no fue así, y el tipo trata de justificarse con su hijo antes de marcharse a la guerra.
Ciang mostró su enfado. Sus labios desaparecieron, convertidos en una fina línea de irritación.
—Si fueras un elfo, lo habrías creído. Incluso hoy, los juramentos que hace no se lanzan a la ligera.
Hugh se sonrojó y se apresuró a disculparse:
—Lo siento, Ciang. No pretendía ser irrespetuoso. Es sólo que... he visto algunas armas mágicas en mi vida y no he conocido ninguna capaz de una cosa así, ni nada parecido.
— ¿Y cuántos hombres has conocido que, después de muertos, hayan sido devueltos a la vida, Hugh la Mano? —inquirió Ciang con voz suave—. ¿Y cuántos son cuatro brazos? ¿O acaso ahora te niegas a darme crédito a mí, también?
Hugh bajó la vista y la clavó otra vez en el sucio. Con expresión torva y sombría, contempló de nuevo el puñal.
—Entonces, ¿cómo funciona?
—No lo sé —respondió Ciang, también con la mirada fija en la tosca arma—.
Tengo algunas suposiciones, pero sólo son eso; suposiciones. Ahora sabes tanto de este asunto como yo.
Hugh se revió, inquieto.
— ¿Cómo llegó a poder de la Hermandad? ¿Sabrías decirme eso?
—Ya estaba aquí cuando llegué, pero la respuesta no es muy difícil de imaginar. La guerra elfa fue larga y costosa y causó la ruina de muchas familias elfas. Quizás esta noble familia pasó tiempos difíciles y uno de los hijos menores se vio obligado a buscar fortuna y se afilió a la Hermandad. Tal vez trajo consigo la Hoja Maldita; ahora, sólo Krenka—Anris sabe qué sucedió en realidad. El hombre que me precedió en el cargo me entregó la caja con la carta; era un humano que no había leído su contenido, ni lo habría entendido, de haberlo hecho. Sin duda, sólo eso explica que permitiera que el puñal se entregara en préstamo.
— ¿Y tú nunca has permitido que nadie lo usara? —preguntó Hugh con una mirada penetrante.
—Jamás. Olvidas, amigo mío —añadió Ciang—, que ayudé a enterrar al hombre de los cuatro brazos. Pero, por otra parte, ninguno de nosotros se ha visto tampoco, hasta hoy, en la obligación de matar a un dios.
— ¿Y crees que con esa arma es posible hacerlo?
—Si crees el relato, fue creada precisamente con ese propósito. He pasado la noche estudiando la magia sartán; aunque ese hombre al que debes matar no es uno de ellos, la base de la magia que utiliza es, en esencia, la misma.
Ciang se puso en pie y se desplazó con paso lento desde la silla hasta las inmediaciones de la mesa sobre la que descansaba la caja del puñal. Sin dejar de hablar, pasó delicadamente la larga uña del índice por la empuñadura, siguiendo las marcas del martillo en el metal, Pero tuvo buen cuidado de no tocar la hoja en sí, la hoja marcada de runas.
—Un mago de Paxaria, que vivió en los tiempos en que los sartán vivían todavía en el Reino Medio, hizo un intento de desentrañar los secretos de la magia sartán. No es un caso raro. Sinistrad, el hechicero, hizo lo mismo, según me han dicho...
La mirada de Ciang se desvió en dirección a Hugh. Él frunció el entrecejo y asintió, pero no dijo nada.
—Según ese mago la magia sartán es muy distinta de la elfa. Y de la humana.
Su magia no se basa en manipular sucesos naturales como la humana, ni se utiliza para potenciar la mecánica, como hacemos los elfos. Vuestra magia y la nuestra funcionan con lo pasado o con lo que existe aquí y ahora; la de los sartán controla el futuro. Y eso es lo que la hace tan poderosa. Y la utilizan controlando el flujo de las posibilidades, Hugh puso expresión de perplejidad. Ciang hizo una pausa para reflexionar.
— ¿Cómo puedo explicártelo? Supongamos, amigo mío, que estamos en esta sala cuando, de repente, trece hombres entran en tromba por esa puerta para atacarte. ¿Qué harías?
Hugh le dedicó una mueca irónica.
—Saltar por la ventana.
Ciang sonrió y apoyó la mano en su hombro.
—Siempre prudente, amigo mío. Gracias a ello has vivido tanto. Sí, ésa sería una posibilidad, desde luego. Y aquí hay numerosas armas que te ofrecen muchas otras alternativas. Podrías utilizar una pica para mantener a raya a los atacantes.
Podrías arrojarles unas flechas explosivas elfas. Incluso podrías echarles una de esas pociones humanas que desencadenan tormentas de fuego. Tendrías a tu alcance todas estas posibilidades.
»Y existen otras, amigo mío. Algunas más extrañas, pero todas posibles. Por ejemplo, el techo podría desplomarse inesperadamente y aplastar a tus enemigos.
El peso de todos ellos podría provocar el hundimiento del suelo bajo sus pies.
Podría entrar ando por la ventana un dragón y devorarlos.
— ¡No es probable! —exclamó Hugh con una breve risa tétrica.
—Pero reconoces que es posible, ¿no?
— ¡Cualquier cosa es posible!
—Casi cualquiera. Aunque, cuanto más improbable es la posibilidad, más poder se necesita para producirla. Los sartán tienen la facultad de escrutar el futuro, estudiar las posibilidades y escoger aquella que más les conviene.
Entonces, la invocan y hacen que cobre realidad. Así fue, amigo mío, como fuiste devuelto a la vida.
Hugh había dejado de reírse.
— ¿De modo que Alfred buscó en el futuro y descubrió la posibilidad...?
—... de que sobrevivieras al ataque del hechicero. Entonces, la escogió y tú viste a la vida.
—Pero ¿eso no significaría que no había llegado a estar muerto, realmente?
— ¡Ah! En este punto topamos con el arte prohibido de la nigromancia. A los sartán no les estaba permitida su práctica, según el mago...
—Sí, Iridal comentó algo al respecto, lo cual provocó que Alfred negara haber utilizado su magia conmigo. «Por cada uno que es devuelto a la vida cuando ha llegado su hora, otro muere antes de la suya», fueron sus palabras. Bane, tal vez.
Su propio hijo.
Ciang se encogió de hombros.
— ¿Quién sabe? Es probable que, si Alfred hubiera estado presente cuando el hechicero te atacó, hubiese podido salvarte la vida. En ese caso, no habrías muerto. Pero ya lo estabas, y ése era un hecho que no podía alterarse. La magia sartán no puede cambiar el pasado; sólo afecta al futuro. Anoche pasé largas horas reflexionando sobre ello, amigo mío, utilizando el texto del mago como referencia aunque el autor no se dignó referirse a la nigromancia, ya que los sartán no la estaban practicando en esa época.
«Sabemos que moriste. Y que experimentaste otra vida después de la muerte.
—Ciang torció levemente el gesto al decirlo—, Y ahora estás vivo. Concibe esto como un niño que juega a la pídola. El niño empieza en este punto. Salta por encima de la espalda del chico que tiene delante y llega al punto siguiente. Alfred no puede cambiar el hecho de que moriste, pero puede saltar por encima de ello, por así decirlo. Avanza de atrás adelante...
— ¡Y me deja atrapado en medio!
—Sí, creo que eso es lo que ha sucedido. No estás muerto, pero tampoco estás vivo de verdad.
Hugh miró a la elfa:
—No pretendo ofenderte, Ciang, pero no puedo aceptarlo. ¡No tiene sentido!
—Quizá yo tampoco. —Ciang movió la cabeza—. Es una teoría interesante. Y me ayudó a pasar las largas horas de la noche. Pero vamos al arma. Ahora que sabemos más acerca del funcionamiento de la magia sartán, podemos empezar a entender cómo actúa ese puñal...
—... dando por sentado que la magia patryn funciona como la sartán.
—Puede haber algunas diferencias, igual que la magia elfa es diferente de la humana. Pero repito que los fundamentos son los mismos. Primero, estudiemos esa historia del señor elfo que mató a su hermano. Concedamos que todo lo que cuenta es cierto. ¿Qué podemos deducir, entonces?
»Los dos hermanos se enzarzan en un duelo amistoso con armas blancas, pero el puñal que nuestro elfo ha escogido no sabe que la lucha es fingida. Sólo sabe que se enfrenta a un oponente que empuña una daga...
—Y, entonces, entra en acción, y lo hace convirtiéndose en un arma superior—asintió Hugh, observando la hoja con más interés—. Eso tiene sentido.
Un hombre te acomete con un puñal. Si tienes la posibilidad de escoger tu arma, optarás por una espada. Así, el oponente no tiene ocasión de penetrar en tu guardia.
Hugh levantó la vista hacia Ciang, perplejo.
— ¿Y tú crees que el arma escogió por sí misma convertirse en espada?
—Eso —respondió la elfa, muy despacio—, o reaccionó al deseo del señor elfo.
¿Y si éste pensó en aquel instante, como mera conjetura, desde luego, que una espada sería el arma perfecta frente a un adversario que empuñaba una daga... y, de pronto, se encuentra con la espada en la mano?
—Pero... estoy seguro de que el hombre de los cuatro brazos no deseó que le saliera el par extra — rotestó Hugh.
—Quizá deseó tener una espada más grande y terminó con una de tal tamaño y peso que eran precisos cuatro brazos para sostenerla. —Ciang dio unos golpecitos en el mango del puñal con la uña—. Es como el cuento de hadas que oíamos de niños: la hermosa doncella que anhelaba la vida inmortal y se le concedió su deseo. Pero se le olvidó pedir la eterna juventud, de modo que se hizo más y más vieja, y su cuerpo se marchitó hasta convertirse en un pellejo. Y así se vio condenada a vivir sinfín...
Hugh tuvo una súbita visión de sí mismo condenado a una existencia parecida. Miró a Ciang, que había vivido mucho tiempo más que el elfo más longevo...
—No —respondió ella a su muda pregunta—. Yo nunca encontré un hada.
Nunca la he buscado. Moriré. Pero tú, amigo mío..., no estoy tan segura. Ese sartán, Alfred, es el que tiene el control de tu fu—curo. Debes encontrarlo para recobrarla libertad de tu alma.
—Lo haré —afirmó Hugh—. Tan pronto como haya librado al mundo de ese Haplo. Cogeré el puñal. Tal vez no lo use, pero podría resultar útil. Posiblemente...
—añadió con una sonrisa torcida.
Ciang le dio permiso con un gesto de cabeza.
Hugh titubeó un instante, flexionó las manos con nerviosismo y, notando los ojos rasgados de la elfa fijos en él, se apresuró a enver el puñal en su paño de terciopelo negro y lo levantó de la caja. Después, lo sostuvo en la mano y lo observó con suspicacia, manteniéndolo lejos del cuerpo.
El puñal no hizo nada, aunque a Hugh le pareció notar que temblaba, que latía con la misteriosa vida mágica que poseía. Empezó a ceñírselo a la cintura, pero entonces lo pensó mejor y lo mantuvo en la mano. Necesitaría una vaina para llevarlo; una vaina que pudiera colgarse al hombro, para evitar el contacto con el metal. La sensación del arma en la mano, culebreando como una anguila, era desconcertante.
Ciang dio media vuelta para dirigirse a la salida. Hugh le ofreció el brazo y la elfa lo aceptó, aunque se esmeró en no apoyarse en el. Avanzaron con paso lento.
Un pensamiento le vino a la cabeza a Hugh. Sonrojándose, se detuvo Bruscamente.
— ¿Qué sucede, amigo mío?
—Yo... no tengo con qué pagar esto, Ciang —reconoció, avergonzado—. Las riquezas que poseía las entregué a los monjes kir. A cambio de haberme dejado vivir con ellos.
—Ya pagarás —respondió Ciang, y la sonrisa que apareció en su rostro resultó sombría y melancólica—. Llévate la Hoja Maldita, Hugh la Mano. Llévate también tu maldita persona. Éste será el pago que des a la Hermandad. Y, si alguna vez regresas, el siguiente pago será cobrado en sangre.
CAPÍTULO 10
TERREL FEN DREVLIN
ARIANO
Marit no tuvo dificultades para cruzar la Puerta de la Muerte. El tránsito era mucho más sencillo ahora, con la Puerta abierta, que en los primeros viajes aterradores que había realizado su compatriota, Haplo. El abanico de destinos se desplegó ante sus ojos: las terribles calderas de lava del mundo que acababa de dejar, la joya de zafiros y esmeraldas que era el mundo acuático de Chelestra, las frondosas junglas bañadas por el sol de Pryan, las islas flotantes y la gran máquina de Ariano. E, insertado en aquellos cuatro, un mundo de paz y belleza maravillosas que resultaba irreconocible, pero que le producía un extraño vuelco del corazón.
Marit hizo caso omiso de aquellas sensaciones, debilitadoras y sentimentales.
No les encontraba mucho sentido, pues no tenía idea de qué mundo era aquél y se negaba a dejarse llevar por conjeturas sin base. Su señor, su marido, le había hablado de los otros mundos y no había mencionado aquél. Si Xar lo hubiera considerado importante, no habría dejado de informarle.
Seleccionó un destino: Ariano.
En el tiempo que se tarda en parpadear, la nave cubierta de runas se deslizó por la abertura de la Puerta de la Muerte y Marit se vio sumergida casi al instante en las violentas tormentas del Torbellino.
A su alrededor crepitaron los relámpagos, estallaron los truenos, sopló el vendaval y la lluvia azotó la nave. Marit capeó la tormenta con calma, contemplándola con cierta curiosidad. Había leído los informes de Haplo sobre Ariano y sabía qué debía esperar. La furia de la tormenta no tardaría en amainar y entonces podría atracar la nave sin riesgos.
Hasta entonces, se dedicó a observar y esperar.
Poco a poco, los relámpagos se hicieron menos violentos y los truenos sonaron más lejanos. El chapaleteo de la lluvia sobre el casco de la nave persistió, pero más ligero.
Marit empezó a apreciar, a través de las nubes impulsadas por el viento, varias islas flotantes de coralita dispuestas como peldaños de una escalera.
La patryn supo dónde estaba. La descripción de Ariano que Haplo había ofrecido a Xar, y que éste había repetido a Marit, era muy precisa y detallada.
Reconoció las islas como los Peldaños de Terrel Fen. Pilotó la nave entre ellos y llegó al vasto continente flotante de Drevlin. Atracó la nave en el primer lugar accesible de la costa pues, aunque la embarcación estaba protegida por la magia rúnica y, por tanto, no sería visible para los mensch a menos que la buscaran específicamente, Haplo se percataría de su presencia y sabría enseguida qué estaba sucediendo.
Según la información de Sang-drax, el último paradero conocido de Haplo era la ciudad que los enanos de aquel mundo llamaban Wombe, en la parte occidental de Drevlin. Marit no tenía una idea muy precisa de dónde se encontraba pero, dada la proximidad de Terrel Fen, dedujo que había tocado tierra cerca del borde del continente; posiblemente, cerca de donde el propio Haplo había sido conducido para recuperarse de las heridas sufridas en su primera visita, cuando su nave se había estrellado contra los Peldaños.
A través de la portilla de la nave, Marit alcanzó a ver lo que, supuso, era una parte de aquella máquina asombrosa conocida como la Tumpa-chumpa. La encontró admirable. La descripción de Haplo y las explicaciones añadidas de su señor no la habían preparado para algo semejante.
Construida por los sartán para proveer de agua a Ariano y de energía a los otros tres mundos, la Tumpa-chumpa era un monstruo enorme que se extendía a lo largo y ancho del continente. La inmensa máquina, de forma y diseño fantásticos, estaba hecha de oro y plata, de bronce y acero. Sus diversas partes estaban construidas a semejanza de partes del cuerpo de un ser vivo, fuese humano o de algún animal. Hacía muchísimo tiempo, aquellos brazos y piernas, zarpas y espolones, oídos y ojos —todo ello, metálico— habían formado tal vez un todo reconocible. Sin embargo, abandonada a su propia suerte durante siglos, la máquina los había distorsionado por completo, hasta convertirse en una visión dantesca.
El vapor escapaba de lo que parecían bocas humanas en pleno grito.
Colosales espolones de ave se clavaban en la coralita; colmillos de felino arrancaban pedazos de suelo y los escupían.
Al menos, éste habría sido el panorama, de haber estado en funcionamiento la máquina. Pero, hacía algún tiempo, la Tumpa-chumpa se había detenido por completo, misteriosamente. Ahora, una vez descubierta la causa de la paralización —la apertura de la Puerta de la Muerte—, los enanos tenían los medios pata poner en actividad de nuevo la gran máquina.
Por lo menos, eso era lo que había contado Sang-drax. A ella le correspondía descubrir si era verdad.
Escrutó el horizonte, que parecía sembrado de restos de un cuerpo descuartizado. Ya no sentía un especial interés por la máquina, pero continuó observando para comprobar si alguien había advertido la arribada de la nave. Las runas invocarían la posibilidad de que cualquier extraño que no buscara específicamente una nave en aquel lugar pasara de largo sin verla, lo cual hacía casi invisible la embarcación.
Con todo, siempre existía el riesgo, por mínimo que fuese, de que algún mensch estuviese mirando precisamente hacia allí y se hubiera percatado de su presencia. Los mensch no podrían causar daños en la nave; las runas se encargarían de ello. Pero un ejército de aquellos mensch arrastrándose en torno al casco sería una evidente molestia, por no hablar del hecho de que la noticia podía llegar a oídos de Haplo.
Pese a sus temores, no vio aparecer sobre el terreno empapado por la lluvia ningún ejército de enanos. Otra tormenta empezaba a oscurecer el horizonte. Gran parte de la máquina quedaba ya cubierta de nubes amenazadoras, cargadas de relámpagos. Marit sabía, por la experiencia anterior de Haplo, que los enanos no se aventuraban bajo la tormenta. Satisfecha y sintiéndose a salvo, se cambió de ropas y se puso las prendas sartán que había escogido en Abarrach.
— ¿Cómo pueden soportar esto esas mujeres? —murmuró.
Era la primera vez que se probaba un vestido, y la falda larga, junto con el corpino ceñido, le resultaba oprimente, engorrosa y difícil de llevar. Observó la ropa con aire ceñudo. El tacto del tejido sartán le resultaba irritante. Aunque se dijo a sí misma que todo era cosa de su mente, de repente se sintió terriblemente incómoda con las ropas de una enemiga. De una enemiga muerta, además. Decidió quitarse el vestido.
Al momento, contuvo su impulso. Estaba actuando irracionalmente, como una estúpida. Su señor, su marido, no se sentiría satisfecho. Al estudiar su imagen reflejada en el cristal de la portilla, tuvo que reconocer que el vestido era un camuflaje perfecto. Con él, resultaba idéntica a los mensch cuyas imágenes había visto en los libros de su señor..., de su marido. Ni siquiera Haplo, si por casualidad la veía, sería capaz de reconocerla.
—Aunque, de todas formas, no creo que se acordara de mí —murmuró para sí mientras daba unos pasos por la cabina de la nave, tratando de acostumbrarse a la falda larga, con la que tropezaba continuamente hasta que aprendió a caminar con pasos cortos—. Los dos hemos cruzado demasiadas puertas desde nuestro encuentro.
Acompañó sus palabras con un suspiro, y el sonido de éste la alarmó. Hizo una pausa en su deambular y se detuvo a reflexionar sobre sus sentimientos, a examinarlos en busca de algún punto débil como inspeccionaría sus armas antes de marchar al combate. Aquel encuentro. Aquel tiempo que habían pasado juntos...
El día había sido largo y cansado. Marit lo había pasado batallando, no contra un monstruo del laberinto, sino contra un pedazo del Laberinto mismo. Había tenido la impresión de que el propio terreno estaba poseído por la misma magia maléa que gobernaba aquel mundo prisión al que habían sido arrojados los patryn. El destino de Marit, la siguiente puerta, estaba al otro lado de una cresta montañosa de laderas cortadas a pico. Había alcanzado a divisar la puerta desde la copa del árbol en el que había pasado la noche, pero no encontraba el modo de alcanzarla.
Por el lado que tenía que escalar, la sierra era de una roca lisa, resbaladiza como el hielo, por la que resultaba casi imposible subir. Casi, pero no del todo. En el Laberinto no había nada que resultase absolutamente imposible, Todo ofrecía alguna esperanza; una esperanza burlona y provocadora. Un día más y alean/aras tu objetivo. Una batalla más y podrás descansar a salvo. Sigue luchando, sigue escalando, sigue caminando, sigue corriendo...
Y lo mismo sucedía con aquellos riscos. La pared era de roca lisa, pero rota por pequeñas fisuras que proporcionaban una vía de ascenso, si se era capaz de introducir en ellas los dedos despellejados y sangrantes. Y, justo cuando se disponía a encaramarse a lo más alto, el pie resbalaba... ¿o tal vez la hendidura en la que había apoyado las puntas de los dedos se cerraba deliberadamente? ¿En qué momento la superficie firme que tenía bajo los pies se transformaba, bruscamente, en arena suelta? ¿Cuál era la causa de que le resbalaran las manos:
el sudor o aquella extraña humedad que exudaba de la propia roca?
Entonces, Marit caía deslizándose entre maldiciones, asiéndose a las plantas para tratar de frenar el descenso. Unas plantas que le clavaban sus ocultas espinas en las palmas de las manos o que, cuando la patryn se agarraba a ellas, se desprendían del suelo y la acompañaban en la caída.
Dedicó una jornada entera a intentar superar la cresta montañosa, recorriéndola arriba y abajo en un esfuerzo por encontrar un paso. La búsqueda resultó infructuosa. Se aproximaba la noche y no estaba más cerca de su objetivo que con las primeras horas del día. Le dolía todo el cuerpo y tenía las palmas de las manos y las plantas de los pies (se había quitado las botas para intentar la escalada) llenas de cortes y ensangrentadas. Estaba hambrienta y no tenía nada que comer, pues se había pasado el día escalando, sin cazar.
Al pie de la sierra corría un arroyo. Marit se lavó los pies y las manos en el agua fría y buscó algún pescado que le sirviera de cena. Vio varios pero, de pronto, el esfuerzo preciso para capturarlos le resultó excesivo. Estaba cansada, mucho más cansada de lo que habría sido de esperar, y comprendió que el suyo era el agotamiento de la desesperación. Un agotamiento que podía resultar mortal en el Laberinto.
Aquel cansancio significaba que una dejaba de preocuparse, que una buscaba un rincón tranquilo donde dejarse morir.
¿Tanto empeño, para qué?, se preguntó, chapoteando con la mano en el agua, insensible ya al dolor, insensible ya a cualquier cosa. ¿De qué servía, tanto esfuerzo? Si lograba superar aquella cadena de montañas, detrás sólo encontraría otra. Más alta. Más difícil.
Marit observó el reguero de sangre que manaba de los cortes de las manos, lo vio fluir entre el agua clara y descender con la corriente. En su mente aturdida, vio brillar su sangre en la superficie del agua, formando un reguero que conducía a un saliente en la ribera del arroyo. Al levantar la mirada, distinguió la cueva.
Era pequeña y se abría en el terraplén de la orilla. Podía resguardarse en su interior y allí nada la encontraría. Podía refugiarse en sus sombras y dormir.
Dormir todo el tiempo que quisiera. Dormir para siempre, tal vez.
Marit se introdujo en el agua y vadeó la corriente. Cuando llegó al otro lado, avanzó despacio y con cautela por las aguas poco profundas junto a la orilla, bajo la protección de los árboles que bordeaban el arroyo. , las cavernas rara vez estaban desocupadas, pero una ojeada a la piel tatuada de runas le confirmó que, si había algo en el interior, no era demasiado grande ni amenazador.
Lo más probable era que pudiese dar buena cuenta de lo que fuese, sobre todo si conseguía sorprenderlo. O quizá, por una vez en la vida, la suerte le sonriese.
Quizás encontrase vacía la cueva.
Cuando estuvo en las inmediaciones sin haber visto u oído nada y sin que sus tatuajes ofrecieran ninguna advertencia de peligro, Marit salió del agua de un salto y cubrió a la carrera la escasa distancia que la separaba de la entrada. Llegó a desenvainar el puñal en una concesión a los posibles riesgos, pero lo hizo más por un impulso natural que por temor a ser atacada. Finalmente, se había convencido de que la cueva estaba vacía y de que era suya.
Por eso se llevó una sorpresa morrocotuda al descubrir a un hombre instalado cómodamente en su interior.
Al principio, Marit no se percató de su presencia, deslumbrada por el reflejo de los inclinados rayos del sol poniente sobre el agua del arroyo. En el interior de la caverna reinaba la oscuridad y el hombre estaba sentado, muy quieto. A pesar de ello, Marit percibió su presencia por el olor y, al cabo de un instante, por el sonido de su voz.
—Quédate ahí, a la luz —dijo el desconocido con voz pausada y tranquila.
Por supuesto que estaba tranquilo. La había visto acercarse y había tenido tiempo para prepararse. Marit se maldijo a sí misma, pero maldijo aún más al individuo.
— ¡Al carajo con la luz! —exclamó ella. Penetró en la cueva y se encaminó hacia donde había sonado la voz, parpadeando rápidamente para intentar localizar a su dueño—. ¡Fuera! ¡Sal de mi cueva!
Marit estaba arriesgándose a morir a manos del desconocido y lo sabía. Quizá lo deseaba. La advertencia del hombre de que se quedara a la luz tenía una razón.
En ocasiones, el Laberinto enviaba contra los patryn copias mortíferas de sí mismos; «espantajos»> las llamaban. Eran idénticos a los patryn en todos los detalles, excepto en que los signos mágicos de su piel estaban del revés, como si uno viera su propio reflejo en un lago.
El ocupante de la cueva se puso en pie en un abrir y cerrar de ojos. Marit ya estaba en condiciones de verlo y, a pesar de sí misma, se sintió impresionada con la facilidad y rapidez de sus movimientos. Podría haberla matado, pues iba armada y había irrumpido ante él de mala manera, pero no lo hizo.
— ¡Fuera! —insistió. Dio un enérgico pisotón en el suelo y exhibió el puñal.
— ¡No! —replicó el hombre, y vió a sentarse.
Al parecer, Marit lo había interrumpido en mitad de alguna tarea, pues el desconocido cogió algo entre las manos —la patryn no pudo distinguir qué era a causa de las sombras y de las lágrimas que, de pronto, le escocían los ojos— y se puso a trabajar.
—Pero... quiero morir aquí —dijo ella—, y me estorbas.
Él levantó el rostro y asintió fríamente.
—Lo que necesitas es comer. Supongo que no has probado bocado en todo el día, ¿me equivoco? Coge lo que quieras. Hay pescado fresco y bayas.
Marit movió la cabeza en gesto de negativa. Seguía de pie con el puñal en la mano.
—Como prefieras —continuó el hombre, encogiéndose de hombros—. ¿Has estado tratando de escalar la sierra? —Debía de haber observado los cortes de sus manos—. Yo, también —prosiguió, por propia iniciativa. Marit no lo había invitado en absoluto a hacerlo—.
Durante una semana. Cuando te oí acercarte, estaba aquí sentado, pensando que dos personas podrían conseguirlo, trabajando en equipo, y si tuvieran una cuerda.
Entonces, levantó lo que tenía entre las manos. Eso era lo que estaba haciendo: trenzar una cuerda.
Marit se dejó caer en el suelo. Alargó la mano, cogió un pedazo de pescado y empezó a comer con voracidad.
— ¿Cuántas puertas? —preguntó él, entrelazando las enredaderas con habilidad.
—Dieciocho—respondió ella, estudiando el movimiento de sus manos., El patryn levantó la vista con expresión ceñuda.
— ¿Por qué me miras así? Es verdad —dijo Marit en tono defensivo.
—Me sorprende que hayas vivido tanto, teniendo en cuenta lo descuidada que eres. Te he oído acercarte desde que te has metido en el agua.
—Estaba cansada —respondió ella con enfado—. Y, en realidad, no me importaba. Y tú no puedes ser mucho mayor que yo, así que no me hables como un conductor.
—Es peligroso —dijo él, sin alterarse. Todos sus actos eran tranquilos. Su voz era serena; sus movimientos, calmados.
— ¿El qué?
—Despreocuparse.
Sus ojos se clavaron en ella. Marit notó un hormigueo en las venas.
—Más peligroso es preocuparse —replicó—. Le impulsa a uno a hacer cosas estúpidas, Como no matarme. Con ese breve vistazo inicial, no podías estar seguro de que no fuera un espantajo.
— ¿Alguna vez has luchado con un espantajo?
—No —reconoció ella.
El patryn le dedicó una sonrisa. Una sonrisa tranquila.
—Normalmente, un espantajo no comienza un ataque irrumpiendo de improviso y exigiéndome que salga de su cueva.
Marit no pudo contener una carcajada. Empezaba a sentirse mejor. Debía de ser cosa de la comida.
—Eres una corredora, ¿verdad?
—Sí. Dejé el campamento cuando tenía doce años, de modo que, en realidad, suelo ser bastante más juiciosa de lo que he demostrado en esta ocasión —explicó, sonrojada—. No era capaz de razonar con coherencia. —Su tono de voz se apagó un poco—. Ya sabes lo que sucede a veces...
Él asintió y continuó trabajando. Sus manos eran fuertes y hábiles. Marit se acercó un poco más.
—Dos personas juntas podrían salvar esos riscos. Me llamo Marit.
Abrió el chaleco de cuero y dejó a la vista la runa del corazón tatuada en su pecho. Era una muestra de confianza.
Él dejó la cuerda, se subió el chaleco y mostró la suya.
—Yo soy Haplo, —Permite que te ayude —se ofreció ella.
Levantó un enorme retijo de enredaderas y empezó a separarlas para que Haplo pudiera trenzar una buena soga con ellas. Mientras trabajaban, se dedicaron a charlar.
Sus manos se rozaron a menudo y muy pronto, por supuesto, ella tuvo que sentarse muy próxima a Haplo para que él pudiera enseñarle cómo se entrelazaba correctamente la cuerda. Y, un rato después, arrojaron ésta al fondo de la cueva para que no los estorbara...
Marit se obligó a revivir aquella noche y comprobó, complacida, que no la atenazaban emociones poco recomendables, que no quedaba en ella ni un rescoldo de atracción por Haplo. Ahora, el único contacto que podía inflamar su ser era el de su señor, Xar. No la sorprendía que así fuese. Al fin y al cabo, había habido otras cuevas, otras noches, otros hombres. Ninguno como Haplo, tal vez, pero incluso Xar había reconocido que Haplo era distinto de los demás patryn.
Resultaría interesante ver de nuevo a Haplo. Sería interesante comprobar cómo había cambiado.
Marit estimó que estaba preparada para pasar a la acción. Había aprendido a moverse con la falda larga, aunque seguía sin gustarle y continuaba preguntándose cómo una mujer, aunque fuera una mensch, podía soportar permanentemente una prenda tan molesta.
Otra tormenta descargó sobre Drevlin, pero Marit prestó poca atención al azote de la lluvia y al retumbar del trueno. No tendría que aventurarse bajo ella, pues la magia la conduciría a su destino. La magia la conduciría a Haplo. Sólo debía tener cuidado de que no la condujera demasiado cerca.
Se echó sobre los hombros una larga capa y se cubrió la cabeza con la capucha. Después, se contempló por última vez y quedó satisfecha. Haplo no la reconocería. En cuanto a los mensch...
Marit se encogió de hombros. No había conocido a ningún humano, ni a ningún otro mensch, y, como la mayoría de los patryn, sentía poco respeto por ellos. En aquel momento, iba disfrazada como una de ellos y se proponía mezclarse con los otros humanos. Tenía pocas dudas de que llegaran a advertir alguna diferencia.
No pensó que los enanos podían extrañarse de la súbita aparición de una mujer humana entre ellos. Para Marit, todos los mensch eran iguales. ¿Qué importaba una rata más en el grupo?
La patryn empezó a trazar los signos mágicos en el aire, los pronunció y contempló cómo se encendían y ardían. Cuando el círculo estuvo completo, lo atravesó y desapareció.
CAPÍTULO 11
WOMBE, DREVLIN
ARIANO
En cualquier otro momento de la larga —y algunos calificarían de ignominiosa— historia de Drevlin, la visión de una mujer humana recorriendo los pasadizos iluminados de la Factría habría provocado un considerable desconcierto, por no decir asombro. Ninguna mujer humana, desde el principio del mundo, había pisado el suelo de la Factría. Incluso los pocos varones humanos que lo habían hecho sólo habían entrado allí en fechas muy recientes, formando parte de la tripulación de una nave que había ayudado a los enanos en la histórica batalla de la Tumpa-chumpa.
Si la hubieran descubierto, Marit no habría corrido ningún peligro, salvo quizá ser acosada a porqués, comos y qués hasta la muerte... la muerte de los enanos, porque Marit no era una patryn que hubiese aprendido la lección de la paciencia . Lo que quería, lo cogía. Si algo se interponía en su camino, lo apartaba. Sin contemplaciones.
Pero la visitante tuvo la fortuna de llegar a la Factría en uno de esos momentos de la historia que son a la vez el más oportuno y el más inoportuno.
Llegó en el instante más oportuno para ella, y en el más inoportuno para Haplo.
En el preciso momento en que Marit se materializaba en el interior de la Factría y emergía del círculo de su magia, que había alterado la posibilidad de encontrarse allí y no en otra parte, un contingente de elfos y humanos se reunía con los enanos para formar una histórica alianza. Como suele suceder en estas ocasiones, los nobles y poderosos no podían llevar a cabo aquel acto sin ser observados por los seres más corrientes y humildes. Así, un número enorme de representantes de todas las razas mensch deambulaba por el suelo de la Factría por primera vez en la historia de Ariano. Entre ellos había un grupo de humanas del Reino Medio, damas de compañía de la reina Ana.
Marit permaneció entre las sombras, observó y escuchó. A] principio, cuando advirtió el gran número de mensch, temió haber caído accidentalmente en plena batalla mensch, pues Xar le había contado que éstos se peleaban entre ellos casi constantemente. No obstante, pronto cayó en la cuenta de que aquél no era un encuentro bélico, sino que parecía una especie de... de fiesta. Los tres grupos se sentían visiblemente incómodos entre ellos pero, bajo los ojos vigilantes de sus gobernantes, ponían todo su empeño en llevarse bien.
Los humanos hablaban con los elfos; los enanos se acariciaban las barbas y se esforzaban por trabar conversación con los humanos. Cada vez que varios miembros de una raza se distanciaban para formar un grupo propio, alguien se acercaba a dispersarlos. En aquella atmósfera tensa y confusa, no era probable que nadie se fijara en Marit.
La patryn añadió a tal posibilidad un hechizo que aumentaba su protección potenciando la probabilidad de que nadie que no la buscara alcanzase a verla. Así pudo pasar de grupo en grupo, distante y solitaria pero pendiente de sus conversaciones. Mediante su magia, comprendía todos los idiomas mensch, de modo que no tardó en averiguar qué sucedía allí.
Una enorme estatua, no lejos de ella, llamó su atención. Era la figura de un hombre encapuchado y con capa al que reconoció, con desagrado, como un sartán.
Tres mensch se hallaban junto a la estatua; un cuarto personaje estaba sentado en la peana. Por lo que les oyó hablar, los tres hombres eran dirigentes mensch. El cuarto individuo era el heroe aclamado por todos, que había hecho posible la paz en Ariano.
Aquel cuarto hombre era Haplo.
Siempre a cubierto de las sombras, Marit se acercó a la estatua. Tenía que ser cuidadosa pues, si Haplo la veía, podía reconocerla. De hecho, lo vio levantar la cabeza y lanzar una rápida y penetrante mirada en torno a la Factría, como si hubiera oído una vocecilla que pronunciaba su nombre.
Marit deshizo enseguida el encantamiento para protegerse de la vista de los mensch y se retiró más aún entre las sombras. Notaba lo mismo que debía percibir Haplo: un hormigueo en la sangre, el roce de unos dedos invisibles en la nuca. Era una sensación extraña pero no desagradable: como una llamada de la especie.
Marit no había previsto que pudiera suceder algo así y no podía creer que los sen— cimientos que compartían fueran tan intensos. Se preguntó si aquel fenómeno sucedería entre cualquier par de patryn que se encontraran a solas en un mundo... o si era algo personal entre Haplo y ella.
Analizando la situación, Marit llegó pronto a la conclusión de que dos patryn que se encontraran en cualquier lugar de un mundo de mensch siempre se sentirían atraídos, como el hierro al imán. Respecto a que fuese un efecto de la atracción que Haplo despertaba en ella, no lo creyó probable. Apenas lo reconocía.
Haplo parecía viejo, mucho más de lo que ella recordaba. No era raro, pues el Laberinto envejecía rápidamente a sus víctimas, pero el suyo no era el aspecto áspero y duro de quien ha luchado cada día por la supervivencia. Su rostro, macilento y ojeroso, era el de quien ha luchado por su alma. Marit no comprendió, no reconoció las marcas de la lucha interior, pero percibió ésta vagamente y la desaprobó con firmeza. Haplo le pareció enfermo; enfermo y derrotado.
Y, en aquel momento, también parecía desconcertado, tratando de ubicar la voz silenciosa que le había hablado, de ver la mano invisible que lo había tocado.
Por último, se encogió de hombros y borró el asunto de su mente. vió a lo que estaba haciendo y prestó atención a lo que hablaban los mensch mientras acariciaba a su perro.
El perro.
Xar le había hablado del perro. A Marit le había costado creer que un patryn pudiera caer en semejante debilidad. No había dudado de las palabras de su señor, por supuesto, pero había considerado que quizá se había equivocado. Ahora sabía que no era así. Observó a Haplo acariciar la suave cabeza del animal y torció los labios en una mueca burlona.
Después, dejó de prestar atención a Haplo y su perro y se concentró en la conversación de los tres mensch. Un enano, un humano y un elfo formaban un pequeño grupo bajo la estatua del sartán. Marit no se atrevió a formular un hechizo que le llevara sus palabras, de modo que tuvo que acercarse a ellos.
Así lo hizo, moviéndose sin hacer ruido y manteniéndose a cubierto de sus miradas tras la mole de la estatua. Su mayor temor era ser descubierta por el perro, pero éste parecía totalmente absorto y ocupado con su amo. El animal tenía fijos en éste sus brillantes ojos y, de vez en cuando, posaba la pata sobre su rodilla como en una caricia de consuelo.
—Por cierto, majestad, ¿te sientes ya completamente recuperado? —le decía el elfo al humano, — í, gracias, príncipe Reesh'ahn. —El humano, un monarca de su raza al parecer, se llevó una mano a la espalda con una mueca—. La herida era profunda pero, afortunadamente, no afectó ningún órgano vital. Noto cierta rigidez que me acompañará el resto efe la vida, según Ariano, pero al menos sigo vivo, de lo que doy gracias a los antepasados... y a la dama Iridal.
Con una expresión ceñuda, el monarca sacudió la cabeza.
El enano miraba alternativamente a los otros dos mensch, levantando mucho la cabeza para observar sus rostros con los ojos entrecerrados, como si fuese sumamente corto de vista.
— ¿Dices que un niño te atacó? ¿Ese chiquillo que teníamos aquí abajo, ese Bane? —El enano parpadeó repetidas veces—. Disculpa, rey Stephen, pero ¿es ésta una conducta normal entre los niños humanos?
El rey humano reaccionó a la pregunta con manifiesta irritación.
—No pretende ofenderos, majestad —explicó Haplo con su calmosa sonrisa—.
El survisor jefe, Limbeck, sólo siente curiosidad.
— ¿Oh? ¡Por supuesto! —afirmó Limbeck con ojos saltones—. No pretendía insinuar... No es que importe mucho, claro. Es sólo que me preguntaba si tal vez rocíos los humanos...
—No —lo cortó en seco Haplo—. Nada de eso.
— ¡Ah! —Limbeck se acarició la barba—. Lo lamento —añadió, algo nervioso— . O sea, no quiero decir que lamente que todos los niños humanos no sean asesinos. Me refiero a que lamento mucho...
—Está bien. —En esta ocasión fue el rey Stephen quien lo interrumpió, algo tenso pero con un asomo de sonrisa en la comisura de los labios—. Te comprendo perfectamente, survisor jefe. Y debo reconocer que Bane no es un representante muy bueno de nuestra raza. Como tampoco lo es su padre, Sinistrad.
—Tienes razón. —Limbeck reaccionó al nombre con aire alicaído—. Lo recuerdo.
—Una situación trágica, en conjunto —intervino el príncipe Reesh'ahn—, pero al menos algo bueno ha salido de tanta maldad. Gracias a nuestro amigo, Haplo — el elfo posó una de sus manos largas y finas en el hombro de éste—, y a ese asesino humano.
Marit se sintió abrumada de disgusto. Un mensch que se comportaba con aquella familiaridad, tratando a un patryn como si fueran iguales... ¡Y Haplo lo toleraba!
— ¿Cómo se llamaba el asesino, Stephen? —continuó Reesh'ahn—. Era un nombre extraño, incluso para un humano...
—Hugh la Mano —apuntó Stephen con desagrado.
Reesh'ahn no apartó la mano del hombro de Haplo; a los elfos les gustaba el contacto, los abrazos... Haplo parecía incómodo con la caricia del mensch, y Marit lo comprendió perfectamente. El patryn consiguió librarse de él con suavidad, poniéndose en pie y apartándose ligeramente.
—Yo esperaba hablar con ese hombre, Hugh la Mano ——comentó—. ¿Por casualidad no sabrás dónde está, majestad?
Stephen endureció la expresión.
—Lo ignoro. Y, con franqueza, no quiero saberlo. Y tú tampoco deberías. El asesino le dijo a Ariano que tenía otro «contrato» que cumplir. Mi mago está convencido —añadió el monarca, viéndose hacia Reesh'ahn— de que ese Hugh es miembro de la Hermandad.
El príncipe elfo tomó la palabra en este punto, con semblante ceñudo.
—Una organización inicua. Cuando quede establecida la paz, debemos marcarnos como una de nuestras máximas prioridades borrar de la existencia ese nido de víboras. Tú, señor —añadió, viéndose a Haplo—, quizá puedas ayudarnos en esta empresa. Según nos ha contado nuestro amigo, el survisor jefe, tu magia es muy poderosa.
De modo que Haplo había revelado sus poderes mágicos a los mensch. Y, según todos los indicios, los mensch estaban totalmente encandilados con él. Lo reverenciaban. Como era debido, se apresuró a admitir Marit. Pero deberían haberlo venerado como a sirviente de su señor, no como a tal señor. Y aquélla era la oportunidad perfecta para que Haplo les informara de la venida de Xar. El Señor del Nexo se encargaría de librar al mundo de aquella Hermandad, fuera lo que fuese.
Haplo se limitó a mover la cabeza.
—Lo siento, no puedo ayudaros. En cualquier caso, creo que mis poderes han sido exagerados. Aquí, nuestro amigo —añadió, viéndose a Limbeck con una sonrisa— es un poco corto de vista.
— ¡Lo vi todo! —declaró Limbeck con aire terco—. Te vi combatir con esa horrible serpiente dragón. Os ví, a ti y a Jarre. Ella la atacó con el hacha. —El enano gesticuló enérgicamente, imitando los movimientos—. Entonces, tú lanzaste una estocada con la espada, ¡zas!, y la heriste en el ojo. Todo el lugar quedó salpicado de su sangre. ¡Te aseguro que lo vi, rey Stephen! —insistió el enano.
Por desgracia, dirigió su vehemente declaración a la reina Ana, que se había acercado para acompañar un rato a su esposo.
Una enana le dio un enérgico codazo en las costillas al survisor jefe.
— ¡Bobo! ¡El rey está allí, Limbeck! —exclamó la enana, al tiempo que agarraba a éste por la barba y tiraba de ella hasta forzarlo a mirar en la dirección correcta.
Limbeck no dio la menor muestra de turbación por la confusión.
—Gracias, jarre, querida —dijo, y dedicó una sonrisa y una caída de ojos al perro.
La conversación de los mensch pasó a otros asuntos. Hablaron de la guerra de Ariano. Una fuerza conjunta de humanos y elfos estaba atacando la isla de Aristagón contra el emperador y sus seguidores, que se habían refugiado en uno de sus palacios.
Marit no estaba interesada en las andanzas de los mensch. Quien le interesaba de verdad era Haplo. La tez de éste había adquirido de pronto un tono ceniciento y se le había borrado la sonrisa. Lo vio llevarse una mano al corazón, como si la herida le doliese todavía, y apoyar la espalda en la estatua para disimular su debilidad. El perro, con un gañido, se arrastró al lado de su amo y se apretó contra su pierna.
Marit reconoció entonces que Sang-drax había dicho la verdad: que Haplo había recibido una herida gravísima. En privado, la patryn había dudado de ello.
Marit conocía y respetaba el poder de Haplo; en cambio, no tenía buena opinión de la serpiente dragón, la cual, hasta donde ella sabía, poseía unas capacidades mágicas mínimas, quizá de la misma categoría que los mensch. Desde luego, en absoluto comparables a la magia patryn. Marit no acababa de entender cómo tal criatura podía haber infligido una herida casi mortal a Haplo, pero ahora no le quedaban dudas de ello. Reconocía los síntomas de una rotura en la runa del corazón, un golpe que alcanzaba lo más hondo del ser de un patryn. Una herida difícil de curar, sin ayuda.
Los mensch continuaron su charla acerca de cómo pondrían en marcha la Tumpa-chumpa y qué sucedería cuando lo hicieran. Haplo permaneció en silencio durante la conversación, sin dejar de acariciar la suave cabeza del perro. Marit, que no sabía de qué hablaban prestó atención sólo a medias. No era aquello lo que quería escuchar. De pronto, Haplo se irguió y habló, interrumpiendo una compleja explicación del enano acerca de «granajes giratorios» y «zum—zum rotores».
— ¿Habéis prevenido a vuestra gente para que tome precauciones? — Preguntó Haplo—. Según los escritos sartán, cuando la Tumpa-chumpa entre en funcionamiento, los continentes empezarán a moverse. Los edificios podrían derrumbarse y la gente podría morir de miedo sí no sabe qué está sucediendo.
—Todo el mundo está informado —respondió Stephen—. He enviado a la guardia real a todos los confines de nuestras tierras para llevar la noticia... pero que la gente haga caso es otro cantar. La mitad no da crédito a la advertencia y los demás han sido convencidos por los barones de que se trata de un complot elfo.
Ha habido disturbios y amenazas de derrocarme. No me atrevo a pensar qué sucederá si esto no funciona... —La expresión del monarca se ensombreció.
Haplo movió la cabeza con gesto grave.
—No puedo prometerte nada, majestad. Los sartán se proponían coordinar los continentes al cabo de pocos años de establecerse aquí. Proyectaban hacerlo antes de que los continentes estuvieran habitados siquiera. Pero, cuando sus planes se torcieron y los sartán desaparecieron, la Tumpa- humpa continuó funcionando, construyéndose y reparándose a sí misma... aunque sin ningún control. ¿Quién sabe si no se habrá causado algún daño irreparable, en todo este tiempo?
»Lo único a nuestro favor es esto: durante generaciones, los enanos han continuado haciendo exactamente lo que los sartán les enseñaron. Nunca se han desviado de sus instrucciones originales, sino que las han transmitido religiosamente de padre a hijo, de madre a hija. Y, así, los enanos no sólo han mantenido viva la Tumpa-chumpa, sino que han evitado que enloqueciera, por así decirlo.
—Resulta todo... tan extraño —dijo Stephen con una mirada de desconfianza a las lámparas y pasadizos de la Facería y a la silenciosa figura encapuchada del sartán que sostenía en la mano un misterioso globo ocular—. Extraño y aterrador.
Totalmente incomprensible.
—De hecho —añadió con suavidad la reina Ana—, mi esposo y yo empezamos a preguntarnos si no habremos cometido un error. Quizá deberíamos limitarnos a dejar que el mundo siguiera como es. Hasta ahora nos las hemos arreglado bastante bien.
—Pero nosotros, no —replicó Limbeck—, Vuestras dos razas han librado guerras por el agua desde que se tiene recuerdo. Elfos contra elfos. Humanos contra humanos. Luego, todos contra todos hasta estar a punto de destruir cuanto teníamos. Quizá mi vista no sea muy aguda para otras cosas, pero esto lo veo clarísimo. Si no tenemos necesidad de luchar por el agua, habrá una oportunidad para alcanzar una verdadera paz.
Limbeck rebuscó en la chaqueta, extrajo un pequeño objeto y lo sostuvo en alto.
—Tengo esto, el libro de los sartán. Haplo me lo dio. Él y yo lo hemos repasado y creemos que la máquina funcionará, pero no podemos garantizarlo. Lo único que puedo decir es que, sí algo empieza a funcionar mal de verdad, siempre podemos detener la Tumpa-chumpa e intentar repararla.
— ¿Qué opinas tú, príncipe? —Stephen se vió a Reesh'ahn—. ¿Qué nos dices de tu gente? ¿Qué piensa?
—Los kenkari les han informado que juntar los continentes es la untad de Krenka—Anris. Nadie se atrevería a oponerse a los kenkari; por lo menos, abiertamente —añadió el príncipe con una sonrisa triste—. Nuestro pueblo está preparado. Los únicos a quienes no se ha podido avisar son el emperador y los encerrados con él en el Imperanon. Se niegan a permitir la entrada a los kenkari; incluso les han disparado flechas, algo que no había sucedido jamás en toda la historia de nuestro pueblo. Mi padre, sin duda, se ha vuelto loco. —La expresión de Reesh'ahn se endureció—. Siento poca simpatía por él, pues mató a su propia gente para conseguir sus almas. Pero entre los sitiados del Imperanon hay algunos inocentes de cualquier fechoría y que lo apoyan por malentendida lealtad. Ojalá hubiera alguna forma de ayudarlos, pero se niegan a parlamentar aun bajo la bandera de tregua. Tendrán que arreglarse como puedan.
— ¿Entonces, estáis de acuerdo en llevar adelante el plan? —Haplo los miró de uno en uno.
Reesh'ahn contestó que sí. La barba de Limbeck se agitó de abierto entusiasmo. Stephen miró a su reina, y ésta titubeó y asintió una sola vez, brevemente.
—Sí, estamos de acuerdo —dijo el monarca por fin—. El survisor jefe tiene razón. Parece nuestra única posibilidad para alcanzar la paz.
Haplo se separó de la estatua contra la que había permanecido apoyado.
—Así pues, queda decidido. Dentro de dos días pondremos en funcionamiento la máquina. Tú, príncipe Reesh'ahn, y vuestras majestades debéis ver a vuestros reinos para intentar controlar el pánico de la gente. Podéis dejar aquí vuestros representantes.
—Sí, yo regresaré al Reino Medio. Triano se quedará en mi lugar —anunció Stephen.
—Y yo dejaré al capitán Bothar'el, amigo tuyo según tengo entendido, survisor jefe... —dijo el príncipe Reesh'ahn.
— ¡Magnífico, magnífico! —Exclamó Limbeck con un aplauso—. Entonces, codos manos a la obra.
—Si no me necesitáis para nada mas —dijo Haplo—, veré a mi nave, — ¿Te encuentras bien, Haplo? —preguntó la enana con un destello de inquietud en los ojos.
Él bajo la vista hacia ella con su tranquila sonrisa.
—Sí, me encuentro bien. Estoy cansado, eso es todo. Vamos, perro.
Los mensch se despidieron de él con manifiesta deferencia y con una expresión de evidente preocupación en los rostros. Haplo se mantuvo erguido y enérgico, con paso firme, pero rodos los observadores —entre ellos la única observadora clandestina— se dieron cuenta de que recurría a todas sus fuerzas para continuar avanzando. El perro lo siguió. Incluso él miraba a su amo con preocupación.
Los demás movieron la cabeza con gesto pesaroso y hablaron de él en tono ansioso. Marit hizo una mueca de desdén al verlo alejarse en dirección a la puerta abierta de la Factría como un mensch cualquiera, sin utilizar su magia.
La patryn pensó en seguirlo, pero abandonó la idea de inmediato. Lejos de los mensch, Haplo percibiría claramente su presencia. Además, Marit ya había oído todo lo que necesitaba. Sólo se quedó allí un momento más para escuchar lo que decían los menchs, pues éstos se referían a Haplo.
—Es un hombre sabio —comentaba el príncipe Reesh'ahn—. Los kenkari están muy impresionados con él. Me han insistido en que le pregunte si querría actuar como gobernante provisional de todos nosotros durante este período de transición.
—No es mala idea—reconoció Stephen después de reflexionar en ello—. Es probable que los barones rebeldes acepten que un tercero resuelva las disputas que, inevitablemente, surgirán entre nuestro pueblo. Sobre todo, porque Haplo parece un humano, salvo en esos extraños tatuajes de su piel. ¿Qué opinas tú, survisor jefe?
Marit no esperó a oír el comentario del enano. ¿A quién le importaba su opinión? De modo que Haplo iba a gobernar Ariano... ¡No sólo había traicionado a su señor, sino que lo había suplantado!
La patryn se apartó de los mensch, se retiró a rincón más sombrío de la Factría y penetró de nuevo en su círculo mágico.
Si hubiera esperado un momento más, esto es lo que habría podido escuchar:
—No aceptará —respondió Limbeck en voz baja, siguiendo a Haplo con su miope mirada—. Ya le he pedido que se quedara aquí para ayudar a nuestro pueblo. Tenemos mucho que aprender si queremos ocupar nuestro lugar entre vosotros. Pero Haplo ha rechazado la oferta. Dice que debe regresar a su mundo, al lugar de donde procede. Tiene que rescatar a un hijo suyo que está atrapado allí.
—Un hijo... —murmuró Stephen. Su expresión se suavizó y tomó de la mano a su esposa—. ¡Ah!, entonces no le insistiremos más para que se quede. Tal vez así... Tal vez salvando a su hijo compense en cierta medida la pérdida de ese otro chiquillo...
Marit no llegó a oír nada de aquello, aunque los comentarios de los mensch no habrían cambiado en absoluto su opinión. Una vez a bordo de la nave, mientras las violentas rachas de viento de la tormenta sacudían la nave, colocó la mano en la marca de la frente y cerró los ojos.
En su mente apareció una imagen de Xar.
—Esposo mío —dijo Marit en voz alta—, lo que dice la serpiente dragón es cierto. Haplo es un traidor. Ha entregado a los mensch el libro de los sartán y se propone ayudarlos a poner en funcionamiento esa máquina. No sólo eso, sino que los mensch le han ofrecido el gobierno de Ariano.
—Entonces, debe morir —fue la inmediata respuesta de Xar, que sonó en la cabeza de la patryn.
—Sí, mi Señor.
—Cuando lo hayas hecho, esposa, mándame aviso. Estaré en el mundo de Pryan.
— ¿De modo que Sang-drax te ha convencido para que viajes allí...? —apuntó Marit, no muy satisfecha.
—Nadie me convence para que haga algo que yo no quiera hacer, esposa.
—Perdóname, mi Señor. —Marit notó que le ardía la piel—. Tú sabes más que nadie, por supuesto.
—Voy a Pryan acompañado por Sang-drax y un contingente de los nuestros.
En ese mundo espero someter a los titanes para utilizarlos en favor de nuestra causa. Y tengo otros asuntos que llevar a cabo en ese mundo. Asuntos en los que Haplo puede resultar de utilidad.
—Pero Haplo estará muerto... —empezó a replicar Marit, pero se interrumpió a media frase, sobrecogida de espanto.
—Sí, claro que estará muerto. Tú me traerás el cadáver de Haplo, esposa.
A Mark se le heló la sangre. Debería haberlo imaginado; debería haber sabido que Xar le exigiría algo así. Por supuesto. Su señor tenía que interrogar a Haplo, averiguar qué sabía, qué había hecho, y resultaría mucho más sencillo interrogar al cadáver que al vivo. La patryn evocó la figura del lázaro, recordó sus ojos muertos y, a la vez, espantosamente vivos...
—Esposa... —El tono de Xar era suavemente apremiante—. No me rallarás, ¿verdad?
—No, esposo mío —respondió ella—. No te fallaré.
—Así me gusta —asintió Xar antes de retirarse de su mente.
Marit se quedó a solas en la oscuridad iluminada por los relámpagos, escuchando el tamborileo de la lluvia en el casco de la nave.
CAPÍTULO 12
GREVINOR, ISLAS KARAN
ARIANO
— ¿Qué puesto solicitas? —El teniente elfo apenas alzó la vista hacia Hugh la Mano cuando éste llegó ante él. —Remero, patrón —respondió Hugh. El teniente repasó los roles de tripulación.
— ¿Experiencia?
—Sí, patrón.
— ¿Traes referencias?
— ¿Quieres ver las marcas de los latigazos, patrón?
El teniente levantó por fin la cabeza. Un gesto ceñudo estropeaba las delicadas facciones del elfo.
—No necesito camorristas —dijo.
—Sólo soy sincero, patrón. —Hugh soltó una risilla y enseñó los dientes—.
Además, ¿qué mejores referencias quieres?
El elfo estudió los poderosos hombros de Hugh, su ancho pecho y sus encallecidas manos, todo ello característico de los que «vivían con los arneses puestos», como se decía comúnmente: humanos que habían sido capturados y obligados a servir como galeotes a bordo de las naves dragón elfas. El teniente parecía realmente impresionado no sólo con la fuerza de Hugh, sino también con su franqueza.
—Pareces viejo para este trabajo—comentó con una vaga sonrisa.
—Otro punto a mi favor, patrón —replicó Hugh fríamente—. Aún sigo vivo.
Al oír aquello, el elfo quedó decididamente impresionado.
—Tienes razón, es una buena señal. Muy bien, quedas... ¡hum!, quedas contratado.
El teniente apretó los labios como si le costara pronunciar la palabra. Sin duda, estaba evocando con sentimiento los viejos tiempos en que lo único que sacaban sus remeros era agua, comida y látigo.
—Un barl al día, más la comida y el agua. Y el pasajero pagará una prima por tener un viaje tranquilo a la ida y al regreso.
Hugh protestó un poco, para guardar las apariencias, pero no iba a sacar otro barl, aunque consiguió una ración extra de agua. Se encogió de hombros, accedió a los términos y estampó su cruz en el contrato.
—Zarpamos mañana, cuando los Señores de la Noche retiren sus capas.
Preséntate a bordo esta noche, con tus avíos. Dormirás en tu puesto.
Hugh asintió y se marchó. De regreso hacia la destartalada taberna en la que había pasado la noche, un lugar muy adecuado para el papel que estaba representando, se cruzó con el «pasajero», que emergía de entre la multitud que se apiñaba en los muelles. Hugh la Mano lo reconoció: era Triano, el hechicero del rey Stephen.
La gente se había congregado en gran número ante la insólita vista de una nave elfa anclada en la ciudad portuaria humana de Grevinor. Tal visión no se había contemplado allí desde los días en que los elfos ocupaban las islas karan.
Los niños, demasiado pequeños para guardar recuerdo de ello, observaban la nave con excitado asombro y tiraban de sus padres para acercarse más, maravillados de los brillantes colores de la indumentaria de los oficiales elfos y de sus voces aflautadas.
Los padres, en cambio, la miraban con aire sombrío. Ellos sí que se acordaban todavía... Se acordaban demasiado bien de la ocupación elfa y no sentían el menor aprecio por sus antiguos esclaviza—dores. Sin embargo, la guardia real montaba vigilancia en torno a la nave; sus dragones de guerra aban en círculos sobre sus cabezas. Por eso, los comentarios se hacían en voz baja; y todo el mundo cuidaba de que no lo oyera el hechicero regio.
Triano estaba entre un grupo de cortesanos y nobles que lo acompañarían en el viaje, que habían acudido a despedirlo o que intentaban tratar con él asuntos de última hora. El mago se mostraba amable, sonriente y cortés; lo escuchaba todo y parecía prometerlo todo aunque, en realidad, no prometía nada. El joven hechicero era ducho en intrigas palaciegas. Era como un jugador de runas de feria, capaz de jugar cualquier número de partidas a la vez y de recordar cada movimiento, que bacía fácilmente a cualquier oponente.
A casi cualquier oponente Hugh la Mano pasó cerca de él. Triano lo vio —el mago veía a todo el mundo— pero no prestó más atención al marinero andrajoso.
Hugh se abrió paso entre la multitud con una sonrisa sombría. Mostrarse ante Triano no había sido un acto de osadía. Si el mago hubiera reconocido a Hugh como el asesino que una vez había contratado para dar muerte a Bane> habría llamado de inmediato a la guardia. En cuyo caso, Hugh quería tener mucha gente a su alrededor. Y una ciudad en la que esconderse.
Una vez a bordo, no era probable que Triano descendiera a las entrañas de la nave para codearse con los esclavos de la galera —o con los remeros, que era el término oficial que se empleaba en aquellos días—, pero, con un hechicero, no había modo de estar seguro. Por eso era mucho mejor probar su disfraz allí, en Grevinor, que a bordo de la pequeña nave dragón, donde lo único que tendrían que hacer los guardias sería atarlo de manos y pies con cuerdas de arco y arrojarlo por la borda al Torbellino.
Tras obtener un arma con la que matar a Haplo, el siguiente problema de la Mano había sido llegar hasta él. Los kenkari le habían dicho que el patryn estaba en Drevlin, en el Reino Inferior, un lugar casi imposible de alcanzar en las mejores circunstancias. En circunstancias normales, para Hugh no habría sido problema ar a ningún lugar de Ariano, pues era experto jinete de dragones y buen piloto de las pequeñas naves dragón monoplaza.
Pero estas naves pequeñas no se comportaban bien en el Torbellino, como sabía Hugh por amarga experiencia. Y los dragones, incluso los gigantes, no se aventuraban en el traicionero remolino. Había sido Gane quien había descubierto, a través de sus numerosos contactos, que el mago Triano aría a Drevlin el día anterior a la ceremonia que marcaría la puesta en funcionamiento de la Tumpachumpa.
El hechicero, uno de los consejeros reales más apreciados, se había quedado en el continente para vigilar a los barones levantiscos. Cuando los monarcas estuvieran de vuelta para retomar el poder con mano férrea, Triano viajaría a Drevlin para asegurarse de que los intereses humanos estuvieran representados cuando la máquina gigantesca se pusiera en marcha y empezara a hacerlo que se suponía que hacía.
En una ocasión, Hugh había servido como galeote forzado a bordo de una nave dragón elfa y calculó que los elfos, probablemente, necesitarían hombres de refresco cuando tocaran tierra en Grevinor para recoger a Triano. Maniobrar las alas de las naves dragón era una tarea difícil y peligrosa; rara era la travesía que terminaba sin que algún remero resultase herido o muerto.
Hugh no se había equivocado en su cálculo; una vez en puerto, lo primero que hizo el capitán elfo fue colocar un anuncio en el que solicitaba tres remeros, uno para trabajar y dos para cubrir posibles bajas. No sería fácil encontrar gente dispuesta a ar al Torbellino aunque la paga fuera de un barl diario, una fortuna para muchos en las islas itaran.
La Mano vió a la taberna, se dirigió a la sala común donde había pasado la noche en el suelo, recogió la manta y el macuto, pagó la cuenta y se marchó.
Antes, se detuvo un instante a estudiar el reflejo de su imagen en el cristal de la ventana, sucio y cuarteado.
No era extraño que Triano no lo hubiera conocido. Hugh apenas se reconocía a sí mismo. Se había afeitado todo el vello de la cabeza: rostro y cuero cabelludo, absolutamente rasurados. Incluso se había arrancado la mayor parte de sus cejas, negras y espesas —al precio de un dolor que le llenó los ojos de lágrimas—, dejando sólo una línea rala que se alzaba oblicua hacia la frente, dando un aspecto anormalmente grande a sus rasgados ojos.
La palidez del cráneo y del mentón, protegidos del sol hasta entonces gracias al cabello y a la barba, contrastaba con el tono del resto de la cara. Hugh había empleado una cocción de corteza de hargast para teñir la piel descolorida; ahora daba la impresión de haber sido calvo toda la vida. Triano no había tenido la menor oportunidad de reconocerlo.
Haplo tampoco la tendría.
Hugh la Mano regresó a la nave. Sentado en un tonel en los muelles, observó detenidamente a todo el que iba y venía, vio llegar a Triano y estudió a los otros miembros del grupo del mago que subieron a bordo con él.
Cuando se hubo asegurado de que no había en la nave nadie más que reconociera, Hugh subió también a la nave. Le había causado una ligera inquietud (¿o era una ligera esperanza?) la idea de que entre el grupo de misteriarcas que acompañaba al hechicero del rey pudiera estar Iridal. Lo único seguro era que Hugh se alegraba de que ella no estuviera. Iridal sí que lo habría reconocido. Los ojos del amor eran difíciles de engañar.
Hugh apartó de su cabeza, enérgicamente, a la mujer. Tenía un trabajo que hacer. Se presentó al teniente, quien lo asignó a un marinero; éste lo condujo a la bodega de la nave, le mostró su arnés y lo dejó allí para que conociera a sus compañeros de tripulación.
Los humanos, abolida su condición de esclavos, se enorgullecían ahora de su trabajo. Querían conseguir la prima por un viaje tranquilo e hicieron más preguntas a Hugh sobre su experiencia en las naves dragón de las que le había formulado el teniente elfo para contratarlo.
La Mano respondió con frases breves y concisas. Prometió que trabajaría como el que más y, a continuación, dejó muy claro que quería que lo dejaran en paz.
Los remeros vieron a sus tabas y juegos; se ganarían unos a otros la prima cien veces, antes de que la tuvieran en los bolsillos. Hugh palpó la bolsa para asegurarse de que la Hoja Maldita estaba a buen recaudo; después, se tumbó en la cubierta bajo sus correajes y fingió dormir.
Los remeros no consiguieron la prima en aquel viaje. Ni siquiera tuvieron oportunidad de aspirar a ella. Hubo ocasiones en que Hugh la Mano pensó que Triano debía de lamentar no haber ofrecido un premio mayor a cambio, simplemente, de ser depositado en Drevlin sano y salvo. Hugh no debería haberse preocupado de que Triano pudiera reconocerlo, pues el hechicero no se dejó ver en todo el viaje hasta que, por fin, la nave atracó con un estremecimiento.
Los Levarriba estaban situados en el ojo de la tormenta perpetua que barría Drevlin. Los Levarriba eran el único lugar del continente donde las tormentas amainaban en ocasiones, permitiendo que los rayos de Solaris penetraran entre el vértigo de nubes. Las naves elfas habían aprendido a esperar a tales ocasiones — los únicos momentos de calma— para posarse en el continente. La nave de Hugh tocó tierra durante una relativa calma y aprovechó ese breve período (otra tormenta se preparaba ya en el horizonte) para desembarcar a los pasajeros.
Triano apareció. Llevaba el rostro parcialmente cubierto pero, aun así, su tez estaba decididamente verdosa. Del brazo de una atractiva joven que lo ayudaba, Triano descendió la pasarela con paso vacilante y aspecto desfallecido. O bien el hechicero no tenía una curación mágica para el mareo, o fingía para ganarse la simpatía de la joven. Fuera como fuese, Triano no vió la mirada a ninguna parte, sino que se alejó del lugar a toda prisa, como si no viera el momento de abandonar la nave. Una vez en tierra, fue recibido por un contingente de enanos y de otros humanos, los cuales, ante la amenaza de la nueva tormenta, abreviaron los discursos y se llevaron rápidamente al mago a otro lugar más seco y seguro.
Hugh sabía cómo se sentía Triano. Al asesino le dolían todos los músculos del cuerpo. Tenía las manos ensangrentadas y en carne viva y la mandíbula hinchada y magullada, pues una de las correas que controlaban las alas de la nave se había soltado durante la tormenta y lo había alcanzado en el rostro. Cuando la embarcación hubo tocado tierra, permaneció un buen rato tendido en cubierta preguntándose si no estarían todos muertos.
Pero no disponía de tiempo para recrearse en su padecimiento, Y, por lo que hacía a la hinchazón del rostro, no habría podido comprar con dinero un aderezo mejor para su disfraz. Con un poco de suerte, el dolor de cabeza y el pitido en el oído desaparecerían en unas horas. Se concedió hasta entonces para descansar, esperar una tregua en la tormenta y llevar a cabo el siguiente movimiento.
A los tripulantes no se les permitiría desembarcar, aunque, después de haber capeado la terrible tormenta, no era probable que ninguno tuviese ganas de aventurarse bajo ella. La mayoría se había dejado caer en la cubierta, agotada.
Uno de los remeros, que había recibido el impacto de una viga rota en la cabeza, yacía inconsciente.
Tiempo atrás, antes de la alianza, los elfos habrían encadenado a los esclavos galeotes, pese a la tormenta, tan pronto la nave hubiera atracado. Los humanos tenían fama de imprudentes, atolondrados y faltos de sentido común. A Hugh no lo habría sorprendido demasiado ver a los guardias bajar a la bodega de todos modos, pues las viejas costumbres tardan en desarraigarse. Esperó con tensión a ver qué hadan; su presencia habría sido un grave inconveniente para él. Pero no se presentó nadie.
Hugh reflexionó y llegó a la conclusión de que era lo más lógico, al menos desde el punto de vista del capitán. ¿Por qué poner vigilancia a unos hombres que le costaban un barl diario (pagadero al término del viaje)? Si alguno quería saltar del barco sin cobrar su paga, era asunto suyo. Todos los capitanes llevaban tripulantes de reserva, dado el elevado índice de mortalidad que se registraba.
Era posible que el capitán armara un buen revuelo cuando descubriera que faltaba uno de los miembros de la tripulación, pero Hugh lo dudaba. El capitán tendría que informar del asunto a un oficial superior en tierra firme y éste, ocupado en atender a los dignatarios, se mostraría muy irritado de que lo molestaran con semejante minucia. Cabía, pues, en lo posible que quien se llevara la bronca fuera el propio capitán de la nave: « ¿Cómo es posible, en nombre de los antepasados, que no seas capaz de controlar a tus humanos, capitán? El alto mando te cortará las orejas por esto cuando regreses a Pasaríais.
No; lo más probable era que la desaparición de Hugh quedara silenciada. O, en cualquier caso, sería convenientemente olvidada poco después.
El vendaval estaba amainando y los truenos rugían a lo lejos. Hugh no disponía de mucho tiempo. Se incorporó a duras penas, cogió el macuto y se dirigió a la proa, la cabeza del dragón, tambaleándose. Los pocos elfos que encontró a su paso no le prestaron atención. La mayoría estaba tan agotada por los rigores del vuelo que era incapaz hasta de abrir los ojos.
En la cabeza de la nave, imitó de la forma más convincente el ruido de unas náuseas. Entre gemidos, sacó del macuto un bulto que sólo parecía el propio interior de la bolsa.
Sin embargo, una vez que lo hubo extraído, el bulto —una prenda— empezó de inmediato a cambiar de color y de textura, imitando a la perfección el casco de madera de la nave. Si alguien lo hubiera observado, habría creído ver algo muy raro, como si el remero humano estuviera enviéndose con la nada. Y, acto seguido, su contorno habría desaparecido por completo de la vista del observador.
Muy contra su untad, los kenkari le habían proporcionado las ropas mágicas de la Guardia Invisible, que camuflaban a su portador como un camaleón.
Los kenkari no habían tenido mi remedio que acceder a las demandas de Hugh. Al fin y al cabo, eran ellos quienes querían matar a Haplo. Las ropas tenían el poder mágico de confundirse con el paisaje, viendo prácticamente invisible a quien las llevaba. Hugh se preguntó si serían las mismas que vestía en el palacio la aciaga noche en que él e Iridal habían caído en la trampa de Bane. No tenía modo de estar seguro y los kenkari no habían querido aclararlo. En cualquier caso, no tenía importancia.
La Mano se despojó de su tosca indumentaria, propia de un marinero, y se vistió los pantalones, largos y holgados, y la túnica de la Invisible. Las prendas, confeccionadas para elfos, le quedaban bastante ajustadas. Una capucha le cubría la cabeza, pero las manos quedaban al descubierto, pues no había modo de introducirlas en los guantes para elfos. Pero, la última vez que había llevado aquellas ropas» había aprendido a mantener las manos ocultas bajo los pliegues de la túnica hasta que llegara el momento de usarlas. Para entonces, si alguien lo veía, sería demasiado tarde.
Hugh recuperó el macuto, que contenía otro disfraz y la pipa, aunque no se atrevió a utilizar ésta. No había muchos fumadores de estregno y era probable que Triano y Haplo percibieran que alguien lo hacía y evocaran el recuerdo de Hugh la Mano. La Hoja Maldita, segura en la vaina, colgaba de su hombro oculta bajo la ropa.
Con movimientos lentos para dar tiempo a la tela mágica a adaptarse al entorno, el asesino se deslizó entre los centinelas elfos, que habían salido a cubierta durante la breve calma entre tormentas para aprovechar aquellos fugaces instantes de sol y aire fresco.
Mientras hablaban entre ellos de las maravillas que pronto presenciarían cuando la gran máquina se pusiera en funcionamiento, vieron la vista directamente hacia donde estaba Hugh y no advirtieron nada. El humano se deslizó fuera de la nave elfa con la misma facilidad con que el viento refrescante se deslizaba en torno a su casco.
Hugh la Mano había estado en Drevlin anteriormente, con Alfred y Bane.
Conocía el lugar donde estaba como conocía todos los lugares donde había estado y algunos que jamás había visitado. Los nueve enormes brazos de latón y oro que se alzaban del suelo eran conocidos como los Levarriba. La nave elfo se había posado justo en el centro del círculo formado por los brazos. Cerca del perímetro del círculo se levantaba otro brazo, éste más corto que los demás, conocido como el Brazo Corto. Dentro de éste había una escalera de caracol que conducía hasta las manos colgantes e inanimadas que remataban cada uno de los nueve brazos.
Hugh penetró como una centella en el pozo de la escalera y lanzó una rápida mirada a su alrededor para cerciorarse de que el lugar estaba vacío. Se quitó las ropas de la Invisible y efectuó el que iba a ser su último cambio de indumentaria.
Tenía tiempo de sobra, pues había estallado otra tormenta sobre Drevlin, y aprovechó para vestirse cuidadosamente. Tras examinarse en el metal bruñido de la pared interior de la escalera, decidió que estaba demasiado seco como para resultar creíble y salió al exterior. En un abrir y cerrar de ojos, quedó calado hasta el rico forro de piel de su capa bordada. Satisfecho, regresó al abrigo del Brazo Corto y esperó con la paciencia que todo asesino con experiencia sabe que es el auténtico fundamento de su oficio.
La cortina de lluvia se rasgó lo suficiente como para distinguir la nave elfa. La tormenta empezaba a amainar. Hugh la Mano se disponía a aventurarse fuera cuando observó a una enana que se aproximaba hacia donde estaba. Decidió que sería más apropiado esperar a su llegada y se quedó donde estaba pero, cuando la enana estuvo más cerca, Hugh soltó una maldición entre dientes.
¡Perra suerte! ¡La conocía! ¡Y ella lo conocía a él!
Era Jarre, la compañera de Limbeck.
La situación ya no tenía remedio. Tendría que confiar en su disfraz y en sus considerables dotes de actor.
Jarre venía chapoteando entre los charcos, sin mirar dónde pisaba y con la vista fija en el cielo. Hugh dedujo que debía de estar a punto de llegar otra nave, en la que venía probablemente el contingente de dignatarios elfos. Excelente: eso mantendría ocupada a la enana y evitaría» tal vez, que le prestara demasiada atención. Se preparó para el encuentro. Jarre abrió la puerta y entró a toda prisa.
— ¡Caramba! —Hugh se puso en pie con gesto altivo—. ¡Ya era hora!
Jarre frenó y sus pies patinaron por el suelo antes de detenerse. Miró a Hugh con perplejidad y la Mano observó, complacido, que la enana no daba la menor muestra de reconocerlo. Hugh conservó puesta la capucha, que dejaba sus facciones en sombras, pero evitó ocultar demasiado el rostro pues esto podía levantar sospechas.
— ¿Qué..., qué haces aquí? —balbuceó la enana en su idioma.
— ¡No me hables en esa lengua extraña! —respondió Hugh con tono quisquilloso—. Tú hablas el idioma humano, lo sé. Todo el mundo que se precie lo habla. —Soltó un violento estornudo, aprovechó la ocasión para subirse el cuello de la capa en torno a la mitad inferior del rostro y empezó a tiritar—. ¿Lo ves?, he pillado un resfriado de muerte. Estoy calado hasta los huesos —y vió a estornudar.
— ¿Qué haces aquí, señor? —repitió Jarre en un humano bastante aceptable—. ¿Te han dejado atrás?
— ¿Dejado atrás? ¡Claro que me han dejado atrás! ¿Crees que he buscado refugio en este lugar espantoso por gusto? ¿Fue culpa mía que estuviera demasiado mareado como para bajar a tierra cuando llegamos? ¿Me esperó alguien? ¡No, no y no! Se largaron como flechas y me dejaron a los solícitos cuidados de los elfos. Cuando me he encontrado en condiciones de asomarme a cubierta, mis amigos ya no estaban a la vista. He conseguido llegar hasta aquí cuando ha estallado la tormenta y ahora, mírame. —Hugh estornudó una vez más.
Jarre frunció los labios. Estuvo a punto de soltar una carcajada, lo pensó mejor y la transformó en un cortés carraspeo.
—Estamos esperando otra nave, señor, pero si quieres esperar, con mucho gusto te acompañaré a los túneles...
Hugh vió la vista hacia el exterior y vio a un grupo numeroso de enanos que avanzaban entre los charcos. La mirada penetrante de la Mano distinguió al líder, Limbeck. Después, estudió con detalle el resto del grupo pensando que Haplo podía tomar parte de él, pero no lo vio. Se vió a la enana, muy erguido, con aire de ofendida dignidad.
— ¡No! ¡Nada de esperar! Estoy a punto de morir de pulmonía. Simplemente, si tienes la bondad de indicarme la dirección correcta...
—Bueno... —Jarre titubeó, pero era evidente que tenía entre manos asuntos más importantes que perder el tiempo con un humano empapado y atontado—.
¿Ves ese edificio enorme de allá lejos? Es la Factría. Todo el mundo está allí. Si te das prisa — ñadió, con una breve mirada a las nubes de tormenta, aún distantes—, puedes llegar justo a tiempo antes de que descargue el próximo chaparrón.
—Eso ya no importaría mucho —dijo Hugh con una expresión de desdén—.
Ya no puedo empaparme más, ¿no te parece? Bien, querida mía, muchas gracias.
—Hugh le tendió una mano que parecía un pescado mojado, movió levemente los dedos hasta casi rozar los de ella y retiró la mano antes de que la enana llegara a tocarla—. Has sido muy amable.
Enviéndose en su capa, Hugh salió de los Levarriba y se topó con las desconcertadas miradas de los enanos (salvo Limbeck, que miraba a su alrededor con su feliz miopía y no alcanzaba a distinguirlo). Hugh les dedicó un ademán que los encomendaba a todos desfavorablemente a sus antepasados, se echó la capa sobre el hombro y se abrió paso entre ellos hasta dejarlos atrás.
Una segunda nave elfa que transportaba a los representantes del príncipe Reesh'ahn estaba descendiendo sobre Drevlin. El comité de bienvenida no tardó en olvidarse de Hugh, quien avanzó entre los charcos hasta alcanzar la Factría, en la que logró refugiarse al tiempo que la nueva tormenta empezaba a descargar sobre Wombe.
Una multitud de elfos, humanos y enanos se había reunido en la enorme Factría que, según la leyenda, había sido el lugar de nacimiento de la fabulosa Tumpa-chumpa. Todos los presentes se dedicaban a comer y a beber y a tratarse con la nerviosa cortesía de unos enemigos ancestrales que, de pronto, se reconcilian. Hugh buscó de nuevo a Haplo entre los congregados.
Tampoco estaba allí.
Mejor. Aquél no era el momento adecuado.
Se encaminó hacia un fuego encendido dentro de un barril de hierro. Se secó las ropas, probó el vino y saludó a sus congéneres humanos con los brazos abiertos, dejándolo con la confusa sensación de que lo conocían de alguna parte.
Cuando alguien intentó, con circunloquios, preguntarle quién era, Hugh miró al hombre con aire algo ofendido y respondió vagamente que estaba «en el séquito de ese caballero de ahí, el barón [estornudo, toses], el hombre que está de pie junto a la cosa esa [un gesto de la mano]». Añadió a esto un cortés saludo al barón, agitando los dedos. Al ver que aquel caballero, bien vestido y evidentemente rico, lo saludaba, el barón correspondió a la atención deviéndole el saludo. El hombre que había preguntado se dio por satisfecho.
La Mano tuvo buen cuidado de no hablar demasiado rato con la misma persona, pero se aseguró de cruzar alguna frase con todo el mundo.
Al cabo de varias horas, todos los humanos de la Factría, incluido un Triano pálido y de aspecto enfermo, habrían estado dispuestos a jurar que eran amigos de toda la vida de aquel caballero cultivado y bien vestido.
Se llamaba... ¡Ah!, todos tenían el nombre en la punta de la lengua...
CAPÍTULO 13
WOMBE, DREVLÍN
ARIANO
Amaneció el día señalado para la puesta en marcha de la gran máquina. Los dignatarios se reunieron en la Factría, formando un círculo en torno a la estatua del Dictor. El survisor jefe de los enanos, Limbeck Aprietatuercas, tendría el honor de abrir la estatua y ser el primero en descender a los túneles, abriendo la marcha hacia el corazón y el cerebro de la Tumpa-chumpa.
Aquél fue el gran momento triunfal de Limbeck. Sosteniendo en la mano el preciado libro de los sartán (aunque no era necesario que hiciera tal cosa, pues se lo había aprendido de memoria, de cabo a rabo; además, con su cortedad de vista, era incapaz de leerlo amenos que lo colocara justo delante de sus narices), con Jarre (ahora, «señora del survisor jefe») a su lado y acompañado de una muchedumbre de dignatarios, Limbeck Aprietatuercas se acercó al Dictor.
Cediendo a sus propios temores —sobre todo, a los humanos—, los kenkari ocultaron el libro y cualquier rastro suyo durante mucho tiempo. Finalmente, el presente Portavoz del Alma —un kenkari estudioso que, como Limbeck, padecía de una curiosidad insaciable— había descubierto el libro y había comprendido al momento que milagros maravillosos podía proporcionar al mundo. Sin embargo, también el tenía miedo de los humanos... hasta que se produjo un incidente que le hizo ver el auténtico mal. Entonces, el kenkari entregó el libro a Haplo para que lo llevara a los enanos.
El enano, que había iniciado todos aquellos prodigiosos cambios con un simple.
« ¿Por qué?», dio un suave empujón a la estatua.
La figura del sartán envuelto en la capa y encapuchado giró sobre la peana.
Antes de iniciar el descenso, Limbeck se detuvo un momento y escrutó la oscuridad con la mirada.
—Baja los peldaños uno a uno —le aconsejó Jarre en un murmullo nervioso, rodeada de dignatarios impacientes por empezar la marcha—. No vayas demasiado deprisa y agárrate de mi mano; así no te caerás.
— ¿Qué? —Limbeck parpadeó—. ¡Ah! No se trata de eso. Veo perfectamente.
Esas luces azules facilitan mucho las cosas, ¿sabes? Sólo estaba... recordando.
El enano suspiró, y los ojos se le nublaron; de repente, veía las luces azules aun más borrosas que antes, si tal cosa era posible.
—Han sucedido muchas cosas y la mayoría de ellas aquí, en la Factría. Aquí se celebró mi juicio, cuando me di cuenta por primera vez de que el Dictor intentaba decirnos cómo funcionaba la máquina; más tarde, la lucha con los gardas...
—Cuando Alfred cayó por la escalera y yo quedé atrapada aquí dentro con él y vimos a su gente, tan hermosa, todos muertos. —Jarre tomó de la mano a Limbeck y apretó con fuerza—. Sí, lo recuerdo.
—Y cuando encontramos al hombre de metal y descubrí esa sala donde humanos, elfos y enanos convivían armoniosamente. Entonces comprendí que nosotros también podíamos vivir así. — nsayó una sonrisa y suspiró otra vez—. Y luego llegó ese terrible combate con las serpientes dragón. Estuviste realmente heroica, querida —comentó, mirándola con orgullo. La veía perfectamente, aunque fuera lo único en el mundo que podía distinguir con claridad.
Jarre movió la cabeza a un lado y otro.
—Lo único que hice fue enfrentarme a una serpiente dragón. Tú combatiste con monstruos mucho mayores y diez veces más terribles. Tú luchaste contra la ignorancia y la apatía. Combatiste el miedo, que habían adoptado formas de mensch para pasar inadvertidas en aquel mundo. Haplo sabe la verdad pero, viendo a Limbeck tan embelesado con la idea de que las razas pueden vivir y colaborar en paz, no le ha revelado nunca al enana qué fue lo que vio en realidad obligaste a la gente a pensar, a hacer preguntas y a exigir respuestas. Tú eres el verdadero héroe, Limbeck Aprietatuercas, y te quiero, aunque a veces seas un poco borrico.
Jarre dijo esto último en un susurro y luego se inclinó hacia él para darle un beso en las patillas delante de todos los dignatarios y de la mitad de la población enana de Drevlin.
Hubo grandes vítores y carcajadas, y Limbeck se sonrojó hasta las raíces de la barba.
— ¿A qué viene el retraso? —inquirió Haplo con suavidad. Silencioso y al amparo de las sombras, lejos de los demás mensch, el patryn permanecía cerca de la estatua del Dictor—. Puedes empezar a bajar cuando quieras. El lugar es seguro. Las serpientes dragón se han marchado.
«Al menos, ya no están en los túneles», añadió, pero lo hizo para sus adentros.
El mal estaba presente en el mundo y siempre lo estaría, pero en aquel momento, con la perspectiva de una paz entre las razas mensch, la influencia del mal había decrecido.
Limbeck pestañeó y se vió hacia donde estaba Haplo, aproximadamente.
—Y Haplo, también —le dijo a Jarre—. Haplo también es un héroe. Él es el verdadero artífice...
—No, nada de eso —se apresuró a replicar Haplo con gesto de irritación—.
Mirad, será mejor que os deis prisa con este asunto. La gente de los demás continentes debe de estar esperando. Si la cosa se retrasa, es probable que empiece a ponerse nerviosa.
—Haplo tiene razón —asintió la enana, siempre pragmática, y tiró de Limbeck hacia la entrada de la escalera.
Los dignatarios se arremolinaron en tomo a la estatua, disponiéndose a seguirlos. Haplo se quedó donde estaba. Se sentía inquieto y no podía determinar la causa.
Observó por centésima vez los signos tatuados en su piel, las runas que le advertían de los peligros. No vio que despidieran su resplandor mágico como harían si lo amenazara algún riesgo; si las serpientes dragón acecharan en algún lugar allá abajo, por ejemplo. Sin embargo, la sensación no desaparecía: el hormigueo de la piel, el cosquilleo de las terminaciones nerviosas... Allí había algo raro.
Se retiró a las sombras con la intención de inspeccionar detenidamente a los presentes, uno por uno. Las serpientes dragón podían adoptar perfectamente la forma de los mensch, pero sus brillantes ojos rojos de reptil los delataba.
Haplo esperaba pasar inadvertido, olvidado. Pero el perro, excitado por el ruido y la actividad, no estaba dispuesto a quedar excluido de las celebraciones.
Con un alegre ladrido, se apartó del lado de Haplo y corrió hacia la escalera.
— ¡Perro! —Haplo alargó el brazo para coger al animal y lo habría conseguido, pero en aquel preciso instante percibió un movimiento a su espalda, más notado que visto: alguien acercándose a él, un aliento en la nuca...
Perturbado, vió la mirada y no logró dar alcance al perro. El animal, juguetón, saltó a la escalera y se enredó rápidamente entre las augustas piernas del survisor jefe.
Hubo un momento delicado en que pareció que Limbeck y perro iban a celebrar aquella ocasión histórica rodando escalera abajo en un confuso ovillo de barba y pelambre pero Jarre, rápida de reflejos, agarró por sus respectivas nucas a su renombrado líder y al perro y consiguió impedirlo, con lo que salvó el día.
Con el perro firmemente agarrado en una mano y Limbeck en la otra, Jarre vió la cabeza. En realidad, no había sido nunca muy amante de los perros.
— ¡Haplo! —gritó en tono severo de desaprobación.
El patryn no tenía a nadie cerca. Estaba solo, si no contaba a los diversos dignatarios que formaban en fila a la entrada de la angosta escalera, esperando su turno para descender por ella. Haplo echó un vistazo a la mano. Por un instante, había pensado que las runas estaban a punto de activarse, de prepararse para defenderlo de un ataque inminente. Pero los tatuajes mágicos permanecieron apagados.
Era una sensación extraña, que nunca antes había experimentado. Le recordaba la llama de una vela, apagada de un soplo. Tenía la perturbadora sensación de que alguien, de un soplo, había apagado su magia. Pero tal cosa no era posible.
— ¡Haplo! —vió a gritar Jarre—. ¡Ven a coger este perro tuyo!
No había nada que hacer. Todos los presentes en la Factría lo miraban entre sonrisas. Haplo había perdido cualquier oportunidad de mantener su cómodo anonimato. Mientras se frotaba el revés de la mano, avanzó hasta la boca del pasadizo y, con expresión sombría, ordenó al animal que viera a su lado.
Conocedor, por el tono de voz de su amo, de que había hecho algo malo pero no muy seguro de a que venía la bronca, el perro trotó dócilmente hacia Haplo.
Sentado sobre los cuartos traseros ante la estatua, el animal levantó una pata delantera con aire contrito, pidiendo perdón. El gesto provocó la admiración de los dignatarios, quienes le dedicaron una salva de aplausos.
Limbeck creyó que el aplauso era para él y correspondió con una solemne reverencia. Después, se encaminó escalera abajo. Haplo, empujado por la multitud, no tuvo más remedio que unirse a la comitiva. Dirigió una rápida mirada a su espalda, pero no vio nada. Nadie acechaba en las inmediaciones de la estatua.
Nadie le prestaba especial atención.
Quizás habían sido imaginaciones suyas. Quizá la herida lo había dejado más débil de lo que creía.
Confundido, Haplo siguió los pasos de Limbeck y jarre. Las runas sartán iluminaron su descenso hacia los túneles.
Hugh la Mano permaneció junto a una pared, al amparo de las sombras, observando al resto de los mensch desfilar escalera abajo. Cuando lo hubiera hecho el último, él los seguiría, en silencio y sin ser visto.
Estaba satisfecho, complacido consigo mismo. Ahora sabía lo que necesitaba saber. Su experimento había sido un éxito. Recordó las palabras de Ciang:
—Se dice que la magia de los patryn los previene de los peligros, de forma parecida a como actúa lo que llamamos nuestro sexto sentido, aunque el suyo es mucho más preciso, mucho más refinado. Las tunas que llevan tatuadas en la piel emiten un brillante fulgor y no sólo les avisan del peligro sino que actúan como escudo defensivo.
En efecto; Hugh guardaba todavía un doloroso recuerdo de la ocasión en que había intentado atacar a Haplo, en el Imperanon. Una luz azul se había encendido como una llamarada y una descarga como un rayo había atravesado el cuerpo del asesino.
—Considero bastante lógico que, para que esta arma funcione, deba penetrar o desbaratar de algún modo la magia patryn. Te sugiero que experimentes —le había aconsejado Ciang—. Que pruebes cómo funciona.
Y eso había hecho Hugh. Aquella mañana, cuando el grupo de dignatarios se congregó en la Factría, la Mano estaba entre ellos. El asesino distinguió a su presa tan pronto como entró.
Recordando lo que conocía de Haplo, intuyó que el patryn taciturno y reservado se mantendría en segundo plano —«lejos de los focos», como dice la expresión— y bajo la protección de las sombras, lo cual facilitaría relativamente la tarea de Hugh.
La Mano acertó: Haplo se mantuvo apartado, cerca de la enorme estatua del que los mensch denominaban el Dictor. Sin embargo, Hugh masculló una maldición al ver al perro junto al patryn. No se había olvidado del animal, pero lo asombraba encontrarlo junto a su amo. La última vez que había visto al perro, estaba con él y con Bane en el Reino Medio. Poco después de salvarle la vida, el perro había desaparecido. El asesino no había estado especialmente agradecido al animal por su acto y no se había molestado en buscarlo.
Hugh no tenía idea de cómo había podido viajar el animal desde el Reino Medio hasta el Reino Inferior, ni le importaba. El perro iba a resultar una molestia añadida. Si era preciso, acabaría con él antes que con su amo. Hasta entonces, la Mano tenía que comprobar hasta qué distancia podía aproximarse al patryn y observar sí la Hoja Maldita mostraba alguna reacción.
Desenvainó el puñal, lo mantuvo oculto entre los pliegues de la capa y se retiró a las sombras. Las lámparas que habrían convertido la noche de la Factría en un día luminoso permanecían apagadas, puesto que la Tumpa-chumpa que les daba vida no funcionaba. Humanos y elfos estaban equipados con lámparas de aceite y antorchas, pero sus luces apenas conseguían penetrar en la oscuridad cavernaria del enorme edificio. Hugh la Mano, enfundado en las ropas de la Invisible, no tuvo ninguna dificultad para sumarse a aquella oscuridad y confundirse con ella.
Avanzó lenta y silenciosamente tras su presa, hizo un alto y aguardó con paciencia el momento oportuno para efectuar su movimiento. En el oficio de Hugh había muchos que, impulsados por el miedo, el nerviosismo o la impaciencia, se precipitaban en atacar en lugar de esperar, observar y prepararse mental y físicamente para el momento correcto, que siempre se presentaba. Y, cuando lo hacía, uno tenía que reaccionar, a menudo en apenas un abrir y cerrar de ojos.
Era esta capacidad para esperar el momento con paciencia, para reconocer la oportunidad y aprovecharla, lo que había dado fama a Hugh la Mano.
Aguardó su ocasión y, mientras lo hacía, pensó que el puñal se había adaptado maravillosamente a su mano. No habría encontrado un herrero capaz de forjar una empuñadura que se ajustara mejor. Era como si el arma se hubiera amoldado a su mano. Hugh esperó y observó, más pendiente del perro que de su amo.
Y el momento llegó.
Limbeck y Jarre se disponían a iniciar el descenso cuando, de pronto, el survisor jefe se detuvo. Haplo se inclinó hacia él para comentarle algo; Hugh no pudo captar lo que decían, ni le importó. A continuación, los enanos se pusieron en marcha escalera abajo.
—Ojalá ese maldito perro siga sus pasos —murmuró para sí.
Y, en aquel preciso instante, el animal saltó tras ellos.
Hugh la Mano se quedó perplejo ante la coincidencia, pero reaccionó rápidamente para aprovechar la oportunidad. Se deslizó hacia adelante y la mano del puñal asomó entre los pliegues de su capa.
No lo sorprendió apreciar que Haplo, de pronto, percibía su presencia. La Mano tenía un saludable respeto por su oponente y, por tanto, no había esperado que el asunto resultara sencillo. El puñal se agitó entre los dedos de Hugh produciéndole una sensación repulsiva, como si tuviera en la mano una serpiente.
Avanzó hacia Haplo esperando que en cualquier momento se encenderían las runas de advertencia del patryn, en cuyo caso Hugh se quedaría inmóvil, amparado por la ropa mágica de la Invisible que le permitía confundirse con la noche.
Sin embargo, las runas no mostraron el menor cambio. No apareció ningún fulgor azulado. Esto pareció inquietar a Haplo, que había percibido una amenaza y se miraba la piel buscando la confirmación, sin encontrar nada.
Hugh supo en aquel instante que podía matar a Haplo, que la magia del patryn había follado, que el puñal debía de haber ejercido algún efecto sobre ella, y que así vería a suceder.
Pero no era el momento de actuar. Demasiada gente. Además, habría perturbado la ceremonia y los kenkari habían sido muy precisos en sus instrucciones: Hugh no debía, bajo ningún concepto, perturbar la puesta en marcha de la Tumpa-chumpa. Aquello sólo había sido una prueba del arma. Ahora sabía que funcionaba.
Era una lástima haber alertado a Haplo de un posible peligro, pues el patryn estaría en guardia, pero esto último no era necesariamente malo para sus propósitos. «Un hombre que vuelve la vista a su espalda es un hombre que tropezará y caerá de bruces», decía una conocida broma de la Hermandad. Hugh no se proponía emboscar a su víctima, ni tomarlo por sorpresa. Una cláusula de su contrato —otro detalle sobre el cual los kenkari habían sido muy explícitos— decía que la Mano debería revelarle a Haplo, en sus últimos momentos, el nombre de quien había ordenado su muerte.
Hugh observó el desfile desde la oscuridad. Cuando el último noble elfo hubo desaparecido por la escalera, el asesino lo siguió, invisible y silencioso. Ya llegaría el momento, la ocasión en que Haplo quedara separado de la multitud, aislado. Y, en ese momento, al patryn le fallaría su magia. La Hoja Maldita se encargaría de ello. Hugh la Mano sólo tenía que seguir, observar y esperar.
CAPÍTULO 14
WOMBE, DREVLIN
ARIANO
— ¡Mirad! —exclamó Limbeck, y se detuvo tan de improviso que varios de los que seguían sus pasos se le echaron encima—. ¡Eso de ahí es mi calcetín!
Los túneles sartán eran sombríos y fantasmagóricos, iluminados únicamente por las runas azules que brillaban débilmente en la parte inferior de las paredes.
Estas runas conducían al grupo hacia su destino; al menos, así lo esperaban todos fervientemente, aunque algunos empezaban a albergar serias dudas. Nadie había llevado antorchas ni lámparas, pues Limbeck había asegurado que los túneles estaban bien iluminados (y así era, para un enano).
Desde la partida de las serpientes dragón, la sensación de maleencia que había invadido los túneles como el hedor repugnante de algo muerto y descompuesto había desaparecido. Con todo, allí abajo seguía percibiéndose una sensación de persistente tristeza, de pesar por unos errores cometidos en el pasado, de pesadumbre de no disponer de un futuro en el cual repararlos. Era como si los espíritus de los constructores de la Tumpa-chumpa anduvieran entre ellos, benéos pero desconsolados. Lo lamentamos, parecían susurrar las sombras. Lo lamentamos muchísimo...
Los ánimos se enfriaron. Los dignatarios se apelotonaron en la oscuridad, contentos de notar el contacto de una mano cálida, no importaba que fuera humana, elfa o enana. Triano estaba visiblemente emocionado y Jarre empezaba a notar un nudo en la garganta cuando Limbeck hizo su descubrimiento.
— ¡Mi calcetín!
El enano se apresuró a acercarse a la pared y señaló con orgullo una hebra de hilo que corría por el suelo.
—Disculpa, survisor jefe... —Triano no estaba seguro de haber comprendido la exclamación, pues la había hecho en idioma enano—. ¿Has dicho algo de un...
un...?
— ¡Calcetín! —repitió Limbeck por tercera vez, y se dispuso a narrar la emocionante historia, que se había convertido en una de sus preferidas: cómo habían descubierto al hombre metálico, la captura de Haplo por los elfos y cómo él, Limbeck, se había quedado solo y perdido en los túneles, sin salida y sin otra cosa que sus calcetines entre él y el desastre.
— ¡Querido! —intervino Jarre, retorciéndole la barba— ¡No tenemos tiempo!
—Pero estoy seguro de que lo habrá cuando la máquina esté en funcionamiento —se apresuró a añadir Triano al observar la extrema decepción del enano—. Me encantaría escuchar tu relato.
— ¿De veras? —A Limbeck se le iluminó la expresión.
—Por supuesto —asintió Triano con tal entusiasmo que Jarre lo miró con suspicacia.
—Por lo menos, ahora estoy seguro de que vamos en la dirección correcta— dijo Limbeck, poniéndose en marcha de nuevo con Triano a su lado. Sus palabras reconfortaron visiblemente al resto de la comitiva, que siguió los pasos de Limbeck. Sin embargo, Jarre se rezagó un poco.
Se sentía triste y malhumorada el día que habría debido ser el más feliz de su vida y no entendía por qué.
Un hocico frío y húmedo le hurgó en la corva de la pierna.
—Hola, perro —murmuró con desánimo, y le dio unas suaves palmaditas en la cabeza.
— ¿Qué sucede? —inquirió Haplo, apareciendo a su lado.
Jarre se quedó perpleja. Había creído que Haplo estaba delante, con Limbeck.
Pero Haplo casi nunca estaba donde debía.
—Todo está cambiando —respondió con un suspiro.
—Eso es bueno, ¿no? Es lo que querías. Para eso habéis trabajado Limbeck y tú. Para eso habéis arriesgado la vida.
—Sí —reconoció Jarre—, Lo sé. Y el cambio será favorable. Los elfos han ofrecido permitir a nuestra gente trasladarse a sus hogares ancestrales en el Reino Medio. Nuestros hijos jugarán al sol. Y, por supuesto, quienes quieran quedarse aquí abajo a trabajar en la máquina, podrán hacerlo.
—Ahora, vuestro trabajo tendrá un sentido, un propósito —dijo Haplo—. Y dignidad. Ya no será labor de esclavos.
—Todo eso ya lo sé. Y no quiero ver al pasado. De verdad que no. Es sólo que... bueno, había muchas cosas buenas, mezcladas con lo malo. Entonces no me daba cuenta, pero ahora lo echo de menos. ¿Sabes a qué me refiero?
—Sí —repuso Haplo con calma—, te entiendo. A veces, a mí también me gustaría que las cosas vieran a ser como eran en mi vida. Nunca pensé que diría esto. No tenía gran cosa pero, lo poco que tenía, no lo valoraba. Tratando de conseguir otra cosa, se me escapó lo que importaba de verdad. Y, cuando conseguí lo que quería, resultó ser inútil sin lo otro. Ahora podría perderlo todo. O quizá ya lo he perdido sin remedio.
Jarre comprendió sin comprender. Deslizó su mano en la de Haplo y, juntos, echaron a andar lentamente tras Limbeck y los otros. Se preguntó por un instante por qué habría preferido Haplo quedarse en la retaguardia del grupo; era casi como si estuviera vigilando. Lo vio ver la mirada continuamente en una dirección y otra, pero no parecía tener miedo (eso sí que habría asustado a la enana). Su expresión era, sencillamente, de desconcierto.
—Haplo —dijo de pronto, recordando otra ocasión en la que había recorrido aquellos túneles de la mano de otra persona—, voy a contarte un secreto. Ni siquiera Limbeck lo conoce.
Haplo no dijo nada pero le dirigió una sonrisa de estímulo.
—Me ocuparé de que nadie... —al decirlo, clavó la mirada en la silueta del hechicero Triano—, de que nadie perturbe jamás a los hermosos muertos. De que nadie los descubra. Todavía no sé cómo lo haré, pero daré con el modo. —Se pasó la mano por los ojos—. No soporto imaginar a los humanos reviendo en esa cripta silenciosa con sus voces estentóreas y sus manos fisgonas. O los elfos, con sus gorjeos y sus risillas agudas. O a mi propio pueblo, deambulando entre los sepulcros con sus botas recias y pesadas. Me aseguraré deque todo permanezca como está. Creo que así lo querría Alfred, ¿no te parece?
—Sí —respondió Haplo—. Alfred lo querría así. Y no creo que debas preocuparte de eso —añadió, apretando los dedos de la enana—. La magia sartán se ocupará por sí sola. Nadie que no esté destinado a ello encontrará esa cripta.
— ¿Eso crees? ¿Entonces, no es preciso que me preocupe?
—No. Ahora, será mejor que vuelvas con Limbeck. Me parece que te está buscando.
En efecto, la comitiva había hecho un nuevo alto para esperar a los rezagados. Al frente se distinguía a Limbeck a la luz mortecina de las runas sartán, escrutando las sombras con sus miopes ojos.
— ¿Jarre? —le oyeron decir.
—Es tan tonto —musitó la enana cariñosamente, y se dispuso a partir a la carrera hacia la vanguardia del grupo—. ¿No quieres venir también? —preguntó a Haplo antes de hacerlo. Y añadió, titubeante—: ¿Te encuentras bien?
—Un poco débil, nada más —mintió Haplo sin alterarse—. Olvida el pasado, Jarre. Agarra el futuro con ambas manos. Será bueno, para ti y para los tuyos.
—Lo haré —dijo Jarre con firmeza—. Al fin y al cabo, has sido tú quien nos ha dado ese futuro.
De repente, la enana tuvo la extraña sensación de que no vería a verlo.
— ¡Jarre! —El tono de Limbeck era de creciente preocupación.
—Será mejor que vayas enseguida —le aconsejó Haplo.
—Adiós... —musitó ella, con un dolor lacerante en el pecho. Inclinándose ligeramente, abrazó al perro con tal fuerza que estuvo a punto de asfixiar al animal; después, echó a correr por fin hacia Limbeck mientras reprimía unas lágrimas inesperadas e inexplicables.
Los cambios —incluso los cambios para bien— eran duros. Muy duros, realmente.
La comitiva se detuvo ante una puerta en la que había grabadas más runas sartán de resplandor azulado. Bañado por su suave luminosidad, Limbeck avanzó hasta la puerta y, siguiendo las directrices de Jarre (ella tenía el libro y leía las instrucciones), trazó con sus rechonchos dedos el signo mágico sartán que completaba el círculo de runas en la piedra.
La puerta se abrió.
Se oyó un extraño sonido metálico procedente del interior, que se acercaba a ellos. Elfos y humanos se mantuvieron a distancia, curiosos pero alarmados.
Limbeck, en cambio, avanzó resueltamente. Jarre se apresuró a colocarse a su lado. Triano, el hechicero, siguió a la enana casi pisándole los talones.
La sala en la que entraron estaba brillantemente iluminada por unos globos que colgaban del techo. La luz era tan potente, en comparación con la penumbra de los túneles, que tuvieron que protegerse los ojos unos momentos.
Un hombre totalmente hecho de metal —plata, oro y bronce—salió a su encuentro. Los ojos del hombre de metal eran joyas. Sus movimientos eran rígidos.
Todo su cuerpo estaba cubierto de runas sartán.
—Es un autómata—anunció Limbeck, recordando el término que había empleado Bane, y movió la mano presentando al hombre metálico con el mismo orgullo que si lo hubiera construido él mismo.
Asombrado, Triano contempló al autómata y los enormes ojos que cubrían las paredes, cada uno de los cuales observaba atentamente una parte de la gran máquina. El mago, asombrado, recorrió con la mirada los paneles de metal reluciente adornados con cajas de cristal y pequeñas ruedas, palancas y otros objetos fascinantes e incomprensibles.
Ninguna de las palancas, pedales y ruedas se movía. Todo estaba absolutamente quieto, como si la Tumpa-chumpa se hubiera dormido y estuviese esperando a que la luz del sol tocara sus párpados, en cuyo instante despertaría.
—La puerta está abierta. ¿Cuáles son mis instrucciones? —preguntó el hombre de metal.
— ¡Habla! —Triano se quedó boquiabierto.
— ¡Por supuesto! —Dijo Limbeck con orgullo—. Si no lo hiciera, no nos serviría para mucho.
El enano tragó saliva, excitado, y alargó su temblorosa mano hacia Jarre. Ella la cogió con una de las suyas mientras, con la otra, sostenía el libro. Triano temblaba de expectación.
Uno de los misteríarcas humanos, que había asomado la cabeza por la puerta con aire nervioso, se había descompuesto y lloraba des—controladamente.
— ¡Todo perdido! —Balbuceaba, apenas coherente—, ¡Todo perdido durante tantos siglos...!
—Y ahora encontrado —susurró Triano—. Y legado a nosotros. Que los antepasados nos hagan merecedores de ello.
— ¿Qué le digo al hombre metálico, querida? —preguntó Limbeck con voz trémula—. Yo... quiero asegurarme de hacerlo bien.
—«Pon la mano en la rueda de la vida y gírala» —Jarre leyó las instrucciones en lenguaje enano.
Triano tradujo las palabras al elfo y al humano para todos los que se apiñaban a la puerta.
—Pon la mano en la rueda de la vida y gírala—ordenó Limbeck al autómata.
La voz del enano se quebró al principio, pero enseguida cogió confianza y pronunció las palabras finales con tal potencia que incluso Haplo, a solas y olvidado en el pasadizo, las escuchó perfectamente.
Fijada a una de las paredes metálicas había una gigantesca rueda de oro, cubierta de runas grabadas en él. El autómata, obediente, se desplazó con su chirrido metálico hasta situarse ante ella. Colocó las manos sobre la rueda y, a continuación, vió el rostro con sus ojos de gemas hacia el enano.
— ¿Cuántas veces la hago girar? —inquirió la voz metálica.
—«Una por cada mundo» —dijo Jarre, con tono dubitativo.
—La respuesta es correcta —dijo el hombre de metal—. Y bien, ¿cuántos mundos hay?
Ninguno de los que conocían el libro estaba seguro de la respuesta. No venía en sus páginas. Era como si los sartán hubieran dado por sentado que el número sería de conocimiento común.
Cuando, anteriormente, habían tratado el asunto con Haplo, éste había cerrado los ojos como si estuviera viendo en su mente imágenes en movimiento (como las de la linterna mágica sartán).
—Probad el número siete —les había aconsejado Haplo, pero no había querido explicar cómo había llegado a tal conclusión—, Pero no estoy muy seguro...
—Siete —apuntó Jarre, entre escéptica e impotente.
—Siete —repitió Limbeck.
—Siete mundos... —murmuró Triano—. ¿Es posible tal cosa?
Al parecer, lo era, pues el autómata asintió y, levantando las manos, asió la rueda y le dio un vigoroso tirón.
La rueda se estremeció; sus engranajes chirriaron debido a la prolongada inactividad, pero se movió.
El hombre metálico empezó a hablar, pronunciando una palabra cada vuelta que daba a la rueda. Nadie entendió lo que decía, excepto Haplo.
—El primer mundo, el Vórtice —dijo el autómata en sartán.
La rueda giró con un chirrido quejumbroso.
—El Vórtice —repitió Haplo—. Me pregunto qué...
Sus reflexiones fueron interrumpidas en seco.
—El Laberinto —anunció el autómata.
La rueda giró de nuevo.
—El Nexo —prosiguió el hombre de metal.
—El Laberinto; luego, el Nexo. —Haplo reflexionó sobre lo que estaba escuchando. Tranquilizó al perro, que había roto en aullidos quejumbrosos (el chirriar de la rueda taladraba sus sensibles oídos) —. Los dos por este orden.
Quizás esto significa que el Vórtice está en...
—Ariano —dijo el hombre de metal.
— ¡Eh, ése es el nuestro! —exclamó Jarre con regocijo, reconociendo el término sartán para denominar su mundo.
—Pryan. Abarrach. Chelestra. —A cada nombre de la lista, el hombre metálico dio otra vuelta a la rueda. Cuando llegó al último nombre, se detuvo.
— ¿Y ahora, qué? —inquirió Triano.
—«El fuego del cielo prenderá la vida» —leyó jarre.
—Me temo que nunca hemos tenido una idea muy clara de a qué se refiere esta parte —musitó Limbeck en tono de disculpa.
— ¡Mirad! —exclamó Triano, señalando uno de los ojos de cristal que observaban el mundo.
Terribles nubes de tormenta, más oscuras y amenazadoras que cualquiera que se hubiera visto hasta entonces en Drevlin, se arremolinaban en el cielo sobre el continente. La tierra se vió negra como la brea. La propia sala en la que estaban, tan iluminada, pareció oscurecerse un poco pese a que estaban a mucha profundidad bajo el suelo.
— ¡Por todas las cavernas! —balbuceó Limbeck con los ojos como platos.
Incluso sin las gafas, podía ver las nubes hirvientes que giraban sobre su tierra.
— ¿Qué hemos hecho? —murmuró Jarre, apretándose contra Limbeck.
— ¡Nuestras naves...! —Exclamaron elfos y humanos—. Eso destrozará nuestras naves. Nos quedaremos inmovilizados aquí...
Un relámpago zigzagueante surgió de las nubes y descargó en una de las manos metálicas de los Levarriba. Unos arcos de fuego rodearon la mano y descendieron, centelleando, por el brazo metálico. El brazo se agitó.
Simultáneamente, cientos de relámpagos más llovieron del cielo y alcanzaron cientos de manos y brazos metálicos a lo largo y ancho de Drevlin. Los ojos de cristal de la sala se concentraron en cada uno de ellos. Los mensch pasaron la vista de un ojo al siguiente con aterrorizado asombro.
—« ¡El cielo está ardiendo!» —anunció Triano de improviso.
Y, en aquel preciso instante, toda la maquinaria de la sala cobró vida. La rueda de la pared empezó a girar por sí sola. En los ojos de cristal, las imágenes comenzaron a parpadear y moverse, viéndose hacia diferentes partes de la gran máquina. Las flechas guardadas en las cajas de cristal fueron ascendiendo poco a poco.
Por todo el continente de Drevlin, la Tumpa-chumpa vía a la vida.
De inmediato, el hombre de metal dejó la gran rueda y se encaminó hacia las palancas y las ruedas pequeñas. Los mensch se apartaron de su camino a toda prisa, pues el autómata no permitía que nada lo detuviera.
— ¡Mira! ¡Oh, Limbeck, fíjate! —Jarre estaba sollozando sin darse cuenta.
Las ruedas giratorias empezaban a girar, los lectrozumbadores zumbaban de nuevo, las flechas se movían y las centellas rodantes centelleaban. Las zarpas excavadoras herían el suelo furiosamente, los engranajes funcionaban y las poleas levantaban sus pesos. Las lámparas se encendieron de nuevo a lo largo y ancho de la enorme máquina; los fuelles aspiraron grandes bocanadas de aire para expulsarlas luego con un gran silbido, y una corriente de aire cálido se extendió nuevamente por la red de túneles.
Se pudo ver a los enanos saliendo de sus hogares en tropel, abrazándose entre ellos y abrazando a la parte de la máquina que cada cual podía abrazar cómodamente. Los capítaces de truno aparecieron entre ellos y empezaron de inmediato a dar órdenes, que era lo que se suponía que hacía un capítaz de truno, de modo que nadie protestó. Todos los enanos vieron al trabajo como habían hecho anteriormente.
El hombre de metal también seguía trabajando, y los mensch ocupándose de apartarse de su camino. Nadie tenía idea de qué estaba haciendo. De pronto, Limbeck señaló uno de los ojos de cristal.
— ¡Los Levarriba!
Las nubes de tormenta giraban en un remolino en torno al círculo de los nueve brazos enormes, formando un agujero a través del cual el sol brillaba sobre un surtidor que había dejado de funcionar.
En la antigüedad, el surtidor había conducido el agua recogida del Torbellino a una tubería que descendía de Aristagón. Los elfos se habían hecho con el control de la tubería y del agua, imprescindible para la vida. Lo cual provocó la primera de muchas guerras. Pero, cuando la Tumpa- humpa había dejado de funcionar, el surtidor también había dejado de hacerlo... para todos.
¿vería a funcionar ahora?
—Según esto —apuntó, sin levantar la vista del libro—, parte del agua recogida de la tormenta será calentada hasta convertirla en vapor y agua caliente; entonces, ese vapor y esa agua caliente saldrán disparados hacia el cielo...
Lentamente, las nueve manos unidas a los nueve brazos se irguieron en el aire. Todas las manos se abrieron y vieron la palma hacia el sol. Entonces, cada mano pareció coger algo, una especie de cuerda invisible atada a una cometa invisible» e inició el gesto de tirar de la cuerda y recoger la cometa.
Arriba, en el Reino Medio y en el Superior, los continentes se estremecieron, se desplazaron y empezaron lentamente a modificar su posición.
Y, de pronto, un chorro de agua espumeante surgió del surtidor y se alzó más y más, envuelto en nubes de vapor de agua que lo ocultaban a la vista.
—Está empezando —dijo Triano en un susurro reverente.
CAPÍTULO 15
ISLAS KARAN
ARIANO
De pie en el exterior del pabellón real, Stephen contempló el campo donde se había librado la batalla de Siete Campos. El monarca aguardaba con expectación lo que muchos en su reino creían que sería el fin del mundo. Su esposa, la reina Ana, se encontraba a su lado sosteniendo entre los brazos a su hija recién nacida.
—Esta vez he notado algo —dijo Stephen, mirando fijamente el suelo bajo sus pies.
— ¿Por qué insistes en eso? —replicó Ana con fingida exasperación—. Yo no he notado nada.
El monarca refunfuñó, pero no respondió. Los dos habían decidido poner término a sus constantes disputas (las cuales, de todos modos, eran una comedía entre la pareja desde hacía tiempo). Ahora, Stephen y Ana habían proclamado públicamente su mutuo amor. Durante aquellas primeras semanas tras la firma del tratado de paz con los elfos, había sido muy curioso y divertido observar la reacción desconcertada de las diversas facciones que creían estar consiguiendo sus propósitos de enfrentar al rey con la reina.
Unos cuantos barones trataban todavía de provocar agitación y lo estaban consiguiendo, en gran parte porque la mayoría de los humanos desconfiaba todavía de los elfos y tenía grandes reservas respecto a la paz entre las razas.
Stephen guardaba silencio y esperaba su oportunidad. Tenía el buen juicio suficiente como para saber que el odio era una mala hierba que no se agostaría por el mero hecho de que la iluminara el sol. Sería precisa mucha paciencia para arrancarla. Con suerte y dedicación, su hijita llegaría a verla extinguirse. En cambio, era muy probable que él no alcanzara a vivirlo, pensó el monarca.
Aun así, había hecho cuanto había podido por colaborar en ello y se sentía satisfecho. Y si aquella máquina desquiciada de los enanos funcionaba, mucho mejor. De lo contrario... Bien, de lo contrario, él y Reesh'ahn y aquel enano (¿cómo se llamaba? No-sé-que Tuercas) encontrarían el modo de conseguirlo.
Un súbito vocerío procedente de la orilla atrajo la atención de Stephen. La guardia del rey estaba desplegada y prevenida y, en aquel momento, casi todos sus componentes se asomaban con cautela al borde de la isla flotante, señalando algo entre exclamaciones.
— ¿Qué diablos...? —Stephen echó a andar para observar por sí mismo qué sucedía y tropezó con un mensajero que acudía a informarle.
— ¡Majestad! —El mensajero era un joven paje, tan excitado que se mordió la lengua cuando intentó hablar—. ¡A... a... agua!
Stephen no necesitó dar un paso más para ver... y notar. Una gota de agua en la mejilla. Miró a su alrededor con asombro. Ana, a su lado, se cogió de su brazo.
Un chorro de agua se elevaba en el aire cerca de la isla, ganando altura hasta perderse en el cielo. Stephen extendió el cuello hasta casi caer de espaldas, tratando de ver el final. El geiser ascendía hasta una altura que, según el cálculo del monarca, casi debía de alcanzar el firmamento; a continuación, se precipitaba hacia abajo en una cascada suave y centelleante, como una mansa llovizna primaveral.
Casi hirviendo cuando surgía de Drevlin, el agua era enfriada por el aire a través del cual se alzaba, y aún más por la fría atmósfera de las cercanías de los témpanos de hielo que formaban el firmamento. Cuando las gotas bañaron los rostros de los humanos, levantados con expresión de asombro hacia el milagro que caía sobre ellos, el agua ya estaba tibia.
— ¡Es..., es maravilloso! —susurró Ana.
Los potentes rayos de Solaris penetraron las nubes e iluminaron la cascada, transformando la cortina transparente en brillantes franjas de colores. Anillos de arco iris envieron el geiser. Las gotitas de agua centelleantes empezaron a acumularse en las cubiertas combadas de las tiendas de campaña. La pequeña se rió hasta que una gota le acertó en la punta de la nariz; entonces, se echó a llorar.
—Estoy seguro de que esta vez he notado moverse el suelo —declaró Stephen, exprimiendo el agua de su barba.
—Sí, querido —respondió Ana con tono paciente—. Voy a llevar a la niña a cubierto antes de que pille un resfriado de muerte.
Stephen se quedó en el exterior, disfrutando del aguacero, hasta que estuvo empapado hasta la piel y aún más. Se rió al ver a los campesinos afanándose con cubos, dispuestos a recoger hasta la última gota de aquel bien, tan preciado que se había convertido en la unidad de cuenta en las tierras humanas (un barl equivalía a un barril de agua). Stephen podría haberles dicho que estaban perdiendo el tiempo. El agua caía y seguiría cayendo sin cesar mientras la Tumpa-chumpa continuara funcionando. Y, conociendo a los trabajadores enanos, seguiría haciéndolo indefinidamente.
Deambuló durante horas por el campo de batalla, convertido ahora en símbolo de paz pues era allí donde él y Reesh'ahn habían firmado el acuerdo de alianza. De pronto, vio descender entre la cortina de agua la centelleante silueta de un dragón cuyas alas mojadas brillaban bajo los rayos del sol. Tras posarse en el suelo, la bestia se sacudió desde el hocico hasta la cola, dando muestras de satisfacción por la ducha.
Stephen se protegió los ojos de la luz e intentó distinguir al jinete. Una mujer, a juzgar por la indumentaria. Vio a la guardia ofrecerle una respetuosa escolta.
Y entonces supo de quién se trataba. La dama Iridal.
El re) frunció el entrecejo, resentido. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Tenía que venir a estropearle aquel día maravilloso? Aquella mujer, en el mejor de los casos, lo hacía sentirse terriblemente incómodo. Y ahora, después de que Iridal se viera obligada a sacrificar a su propio hijo para salvarle la vida, Stephen se sentía aun peor. Dirigió una mirada anhelante hacia su tienda con la esperanza de que Ana acudiera a rescatarlo, pero la cortina de la entrada no sólo permaneció echada, sino que pudo observar cómo asomaba una mano para anudar las cuerdas que la cerraban.
La reina Ana tenía aún menos deseos de ver a Iridal que su esposo.
La dama Iridal era una misteriarca, una de las hechiceras más poderosas del mundo de Ariano. Stephen tenía que ser cortés y acudió a su encuentro chapoteando entre los charcos.
—Señora... —dijo con aspereza, y le tendió su mojada mano.
Iridal la estrechó fríamente. Estaba sumamente pálida, pero su porte era sereno. Mantuvo la capucha sobre su cabeza para protegerse del agua. Sus ojos, que en otro tiempo brillaban luminosos como arco iris en el agua, estaban ahora apagados, nublados por una pena que la acompañaría hasta su muerte. No obstante, parecía en paz consigo misma y con las trágicas circunstancias de su vida. Stephen todavía se sentía incómodo en su compañía, pero la sensación que experimentaba ahora era de comprensión, no de culpabilidad.
—Te traigo noticias, majestad —anunció Iridal tras concluir las formalidades de rigor y el intercambio de comentarios admirados acerca del agua—. He estado con los kenkari en Aristagón. Me envían para decirte que el Imperanon ha caído.
— ¿Y el emperador? ¿Ha muerto? —preguntó el rey con voz ansiosa.
—No, majestad. Nadie está seguro de qué sucedió pero, según todos los indicios, Agah'ran se disfrazó con las ropas mágicas de la Invisible y, con su ayuda, consiguió evadirse al amparo de la noche. Cuando su gente descubrió que el emperador había huido, abandonándolos a la muerte, se rindieron sin condiciones al príncipe Reesh'ahn.
—Una magnífica noticia, señora. Sé que al príncipe le repugnaba la idea de tener que matar a su propio padre. De todos modos, es una lástima que Agah'ran escapara. Así, aún podría causar daño.
—Hay mucho en este mundo que todavía ha de causar daño —apuntó Iridal con un suspiro—. Y siempre lo habrá. Ni siquiera este milagro de agua puede eliminar eso.
—Pero quizás ahora estamos protegidos frente a ello —respondió Stephen con una sonrisa—, ¡Otra vez! —Exclamó, dando una fuerte pisada—. ¿No lo has notado?
— ¿Notar qué, majestad?
—El suelo tiembla. ¡La isla se mueve, te lo aseguro! Tal como prometía el libro.
—Si sucede como dices, Stephen, dudo mucho que puedas percibirlo. Según el libro, el movimiento de las islas y continentes se producirá muy lentamente.
Transcurrirán muchos ciclos hasta que todo quede ordenado como es debido.
Stephen no dijo nada. No tenía el menor deseo de discutir con una misteriarca. Estaba convencido de haber notado cómo se movía el suelo. Con libro o sin él, estaba seguro de ello.
— ¿Qué harás ahora, dama Iridal? —Inquirió, cambiando de tema—.
¿Regresar al Reino Superior?
Tan pronto como hubo formulado la pregunta, se sintió incómodo y deseó no haberlo hecho. Allá arriba estaba enterrado su hijo, y también su esposo.
—No, majestad. —La palidez de su rostro se acentuó, pero su respuesta fue muy calmada—. El Reino Superior está muerto. El caparazón que lo protegía se ha resquebrajado. El sol abrasa la tierra y el aire es demasiado caliente para poder respirar.
—Lo siento, señora —fue el único comentario que se le ocurrió al monarca.
—No lo sientas, Stephen. Es mejor así. En cuanto a mí, voy a hacer de contacto entre los misteriarcas y los kenkari. Vamos a juntar nuestros conocimientos mágicos y aprender unos de otros para beneficio de todos.
— ¡Excelente! —dijo el rey, de corazón. Que se entendieran entre ellos, aquellos condenados hechiceros, y dejaran en paz a la gente normal y corriente.
Stephen nunca había confiado demasiado en ninguno de ellos.
Iridal acogió su entusiasmo con una leve sonrisa. Sin duda se preguntaba qué estaba pensando, pero era lo bastante discreta como para no hacer comentarios.
Esta vez fue ella quien cambió de tema.
—Acabas de regresar de Drevlin, ¿verdad, majestad?
—En efecto, señora. Mi esposa y yo hemos estado allí con el príncipe, supervisando las cosas.
— ¿No verías, por casualidad, a Hugh la Mano, el asesino?
Una mancha carmesí se extendió por las mejillas de Iridal cuando sus labios pronunciaron aquel nombre. Stephen frunció el entrecejo.
—No, gracias a los antepasados. ¿Por qué había de verlo? ¿Qué podría hacer allí? A menos que tenga otro contrato...
El sonrojo de Iridal se hizo aún más intenso.
—Los kenkari... —empezó a decir; después, se mordió el labio y guardó silencio.
— ¿A quién le han encargado eliminar? —Inquirió Stephen, sombrío—, ¿A mí o a Reesh'ahn?
—No... por favor... yo... no me has interpretado bien. —Iridal puso una expresión de alarma—. No digas nada...
Con una breve inclinación de cabeza, Iridal ocultó aún más su rostro bajo la capucha, se vió y regresó corriendo a su dragón. La bestia estaba disfrutando del baño y no quería ar. La misteriarca apoyó la mano en su cuello y le murmuró unas palabras tranquilizadoras que reforzaron su control mágico sobre el dragón. Éste sacudió la cabeza y batió las alas con expresión arrobada.
Stephen regresó apresuradamente a su tienda, como si quisiera alcanzaría antes de que a iridal se le ocurriese algo más y viera a llamarlo. Una vez en su pabellón, informó a la guardia que no quería ser molestado. Probablemente debería averiguar algo más acerca del asesino, pero no iba a conseguir la información de ella. Cuando Triano regresara, pondría al hechicero tras aquel misterio.
Sin embargo, en definitiva, Stephen se alegró de haber hablado con Iridal. La noticia que le había traído era favorable. Ahora que el emperador elfo había desaparecido de la escena, el príncipe Reesh'ahn podría tomar el mando de su gente y contribuir a la paz. Stephen esperaba que los misteriarcas se sintieran tan interesados en la magia kenkari como para no preocuparse de los asuntos mundanos. En cuanto a Hugh la Mano, era posible que los kenkari sólo hubiesen querido quitarse de en medio al asesino y lo hubieran enviado a su destino, el Torbellino.
—Sería muy propio de un puñado de elfos, urdir algo tan retorcido — murmuró entre dientes. Al darse cuenta de lo que había dicho, se apresuró a mirar a su alrededor para cerciorarse de que no le había oído nadie.
Sí, los prejuicios tardarían mucho tiempo en desaparecer.
Camino de la tienda, sacó la bolsa y arrojó todos los barls a un charco.
CAPITULO 16
WOMBE, DREVLIN
ARIANO
El perro se aburría.
No sólo se aburría. También estaba hambriento.
El animal no le echaba la culpa de aquel estado de cosas a su amo. Haplo no estaba bien. La herida abierta en la runa del pecho había sanado, pero había dejado una cicatriz, una costura blanquecina que cruzaba el signo mágico que constituía el centro del ser de Haplo. El patryn había intentado extender sus tatuajes sobre ella para cerrar la runa pero, por alguna causa desconocida para ambos, perro y amo, el pigmento no producía efecto sobre el tejido cicatricial; su magia, por tanto, no funcionaba.
—Probablemente es algún tipo de veneno dejado por la serpiente dragón — había razonado Haplo cuando se hubo tranquilizado lo suficiente como para razonar.
Los primeros instantes posteriores al descubrimiento de que su herida no curaría por completo habían rivalizado en furia, según la estimación del perro, con la tormenta que rugía fuera de la nave. El animal había considerado conveniente retirarse, en los peores momentos, a un rincón seguro bajo la cama.
El perro, sencillamente, no alcanzaba a comprender todo aquel alboroto. La magia de Haplo era tan poderosa como siempre; al menos, así se lo parecía al animal, el cual, al fin y al cabo, algo debía de saber sobre la cuestión pues no sólo había sido testigo de algunas de las hazañas más espectaculares de Haplo, sino también participante untario en ellas.
El conocimiento de que su magia funcionaba como era debido no había satisfecho a Haplo como el perro esperaba. Haplo se había vuelto taciturno, esquivo, preocupado. Y, si se olvidaba de dar de comer a su fiel compañero de andanzas, el perro no podía tenérselo en cuenta porque, muchas veces, Haplo se olvidaba de alimentarse él mismo.
Pero llegó el momento en que el perro ya no pudo escuchar las exclamaciones de alegría de los mensch, que festejaban el maravilloso funcionamiento de la Tumpa-chumpa, porque el ruido de sus propias tripas acallaba todo lo demás.
El animal decidió que ya había suficiente.
Estaban en los túneles. La cosa metálica que parecía un hombre y caminaba como un hombre, pero olía como una caja de herramientas de Limbeck, deambulaba con su rechinar de metal sin hacer nada interesante, según el parecer del perro, aunque recibiendo toda clase de encendidos elogios. Únicamente Haplo mostraba desinterés, apoyado en una de las paredes del túnel, en las sombras, con la mirada en el vacío.
El animal echó un vistazo a su amo y soltó un ladrido que expresaba estos pensamientos: «Muy bien, amo. Ese hombre—cosa sin olor ha puesto en marcha la máquina que nos destroza el oído. Nuestros amigos, grandes y pequeños, están contentos. Vámonos a comer».
— ¡Silencio, perro! —ordenó Haplo, y le dio unas palmaditas en la testuz, distraídamente.
El animal suspiró. Allá afuera, a bordo de la nave, había ristras y ristras de morcillas, aromáticas y apetitosas. Con la imaginación, podía verlas, olerías, saborearlas. Un verdadero tormento, pues la lealtad lo impulsaba a permanecer junto a su amo, que se podía meter en algún problema grave, si lo dejaba solo.
«De todos modos —reflexionó el animal—, un perro desmayado de hambre no sirve de mucho en una pelea.» Emitió un gañido, se frotó contra la pierna de Haplo y dirigió una mirada anhelante hacia el túnel por el que habían venido.
— ¿Tienes que salir? —inquirió Haplo, mirándolo con irritación.
El perro meditó la respuesta. No era aquello lo que pretendía. Y, en realidad, no tenía que salir fuera; por lo menos, en el sentido que lo decía Haplo. De momento, no era necesario. De todos modos, al menos, los dos estarían fuera. En cualquier otra parte que no fuese aquel túnel iluminado por las runas.
Así pues, irguió las orejas, muy tiesas, para indicar que sí, que tenía necesidad de salir. Una vez en el exterior, había un corto trecho hasta la nave y las morcillas.
—Ve, pues —dijo Haplo, impaciente—. No me necesitas. No te pierdas en la tormenta, ¡Perderse en la tormenta! ¡Mirad quién hablaba de perderse! En cualquier caso, el perro había recibido permiso para irse y eso era lo principal, aunque su amo se lo hubiese concedido gracias a un malentendido. Al animal, este detalle le producía punzadas en la conciencia, pero las punzadas del hambre eran mucho más dolorosas y se alejó al trote sin profundizar más en el asunto.
Solamente cuando estuvo a medio camino de la escalera que conducía a la boca de los túneles, cerca de otro hombre que no olía como Alfred pero se le parecía, se dio cuenta de que tenía un problema.
No podría ver a bordo sin ayuda.
El animal desfalleció. Sus pisadas vacilaron. La cola, que agitaba frenéticamente momentos antes, cayó fláccida entre sus cuartos traseros. Se habría dejado caer sobre el vientre, de desesperación, de no haberse encontrado en aquel momento subiendo por la escalera, lo que hacía muy incómoda tal postura.
Se arrastró, pues, peldaños arriba. Cerca del hombre que parecía Alfred aunque no tenía su olor, se detuvo un momento a rascarse y a reflexionar sobre su problema más inmediato.
La nave de Haplo estaba completamente protegida por la magia rúnica patryn, pero ésta no era traba para el perro, que podía colarse en los signos con la misma facilidad que si estuviera embadurnado de grasa. En cambio, las patas no servían para abrir puertas y, aunque puertas y paredes no lo habían detenido cuando había acudido al rescate de su amo, tales obstáculos podían perfectamente impedirle colarse en el interior para robar morcillas, Incluso el animal era capaz de reconocer que había una clara diferencia.
También estaba el desgraciado contratiempo de que Haplo guardaba las morcillas colgadas cerca del techo, fuera del alcance de un perro hambriento. Era otro detalle que el animal no había tenido en cuenta.
«Sencillamente, no es mi día», se dijo el perro, o algo parecido.
Acababa de exhalar otro suspiro de frustración y ya pensaba en echar el diente a otra cosa, cuando captó un olor.
Se puso tenso. Era un olor familiar, de una persona que el perro conocía bien.
El aroma de aquel hombre era muy peculiar, compuesto por una mezcla de elfo y humano, mezclado con el olor del estregno y atado todo ello por un penetrante tufo a peligro, a nerviosa expectación.
Se incorporó a cuatro patas de un brinco, buscó el origen del aroma en la sala y dio con él casi de inmediato.
Era su amigo, el amigo de su amo, Hugh la Mano. Se había afeitado todo el pelo, por alguna razón que el perro no se molestó en intentar descubrir. Pocas de las cosas que hacía la gente tenían sentido para él.
El perro enseñó los dientes en una sonrisa y agitó la cola en señal de amistoso reconocimiento.
Hugh no respondió. Parecía desconcertado ante la presencia del perro.
Refunfuñando, le soltó un puntapié. El animal comprendió que no era bien recibido.
No se conformó. Posado sobre los cuartos traseros, levantó una pata para que Hugh la sacudiera. Por alguna razón que siempre se le escapaba, a la gente le resultaba encantador aquel gesto estúpido.
Al parecer, dio resultado. El perro no alcanzaba a ver la cara del hombre, oculta bajo una capucha (¡qué rara era la gente!), pero sabía que Hugh lo observaba ahora con interés. El hombre se puso en cuclillas y lo incitó a acercarse.
El animal captó el ruido del movimiento de la mano bajo la capa, aunque el hombre ponía todo su empeño en hacerlo en silencio. Con un chirrido, Hugh sacó un objeto. El perro olfateó a hierro impregnado de sangre vieja, un olor que no le gustó demasiado, pero no era momento para andarse con remilgos.
Hugh aceptó la pata del perro y la sacudió con gesto grave.
— ¿Dónde está tu amo? ¿Dónde está Haplo?
Bien, a aquellas alturas el perro no estaba dispuesto a lanzarse a una explicación detallada. Se puso de nuevo a cuatro patas, impaciente por marcharse.
Allí tenía a alguien que podía abrir puertas y descolgar morcillas de sus ganchos.
Así pues, le contó una mentira.
Soltó un ladrido y vió la cabeza hacia la puerta de la Factría, en dirección a la nave de Haplo.
Es preciso añadir que el perro no lo consideró tal mentira. Se trataba simplemente de coger la verdad, mordisquearla un poco y, luego, enterrarla para más adelante. Su amo no estaba a bordo en aquel preciso momento, como quería hacer creer a Hugh, pero pronto llegaría.
Mientras lo esperaban, el perro y Hugh podrían hacer una agradable visita y compartir un par de morcillas. Ya habría tiempo para explicaciones más adelante.
Pero, naturalmente, el hombre no fue capaz de reaccionar de forma sencilla y lógica. Hugh la Mano miró en torno a él con desconfianza, como si esperara que Haplo saltara sobre él en cualquier momento. Tras comprobar que no estaba, Hugh lanzó una mirada iracunda al animal.
— ¿Cómo ha pasado junto a mí sin que lo viera?
El perro sintió crecer dentro de él un aullido de frustración, ¡Condenado hombre, había muchos modos en que Haplo podía haberse deslizado junto a él, inadvertido! La magia, por ejemplo...
—Supongo que habrá utilizado la magia —murmuró Hugh al tiempo que se incorporaba. Se escuchó de nuevo aquel sonido chirriante y el olor a hierro y sangre se redujo considerablemente, para alivio del perro—. ¿Y por qué se escabulle? —Continuó diciéndose Hugh la Mano—. Tal vez sospecha que se está tramando algo. Eso debe de ser. Haplo no es de los que corren riesgos. Pero, entonces, ¿qué haces tú suelto por aquí? No te habrá mandado él a buscarme, ¿verdad?
El hombre vía a mirarlo fijamente. ¡Oh, por el amor de todo lo grasiento!, pensó el perro. Con gusto habría mordido al tipo. ¿Por qué tenía que ser todo tan complicado? ¿Acaso el hombre no había tenido hambre nunca?
Con aire de inocencia, ladeó la cabeza y, dedicando al hombre una mirada enternecedora de sus oscuros ojos, gimió un poco para protestar de la falsa acusación.
—Supongo que no —dijo Hugh, clavando la vista en el perro—. Y seguro que no puede saber de ninguna manera que soy yo quien lo sigue. Y tú..., tú podrías ser mi billete a bordo de la nave. Haplo te dejaría subir. Y, cuando vea que yo te acompaño, me dejará hacerlo también. Vamos, pues, chucho. Guíame.
Cuando aquel hombre tomaba una decisión, se ponía en marcha enseguida.
Él tuvo que reconocérselo, de modo que prefirió hacer caso omiso, de momento, del uso de aquel término tan ofensivo, «chucho».
Tras dar unas vueltas en torno a sí mismo, el perro salió corriendo por la entrada a la Factría. El hombre lo siguió de cerca. Pareció algo amilanado ante la visión de la tremenda tormenta que se abatía sobre Drevlin pero, tras unos momentos de vacilación, se caló la capucha y avanzó decidido bajo el viento y la lluvia.
El perro, respondiendo con ladridos a los truenos, avanzó chapoteando alegremente en los charcos en dirección a la nave, una enorme mole de oscuridad tachonada de runas, apenas visible entre la cortina inclinada de lluvia.
Por supuesto, llegaría el momento en que, ya a bordo de la nave, Hugh la Mano descubriría que Haplo no estaba a bordo. Un momento que podía resultar delicado. Sin embargo, el perro tenía la esperanza de que no llegara antes de que hubiera convencido al hombre de que le alcanzara unas cuantas morcillas.
El animal se sentía capaz de cualquier cosa, una vez que tuviera el estómago lleno.
CAPITULO 17
WOMBE, DREVLIN
ARIANO
A solas en el pasadizo, Haplo echó una ojeada a la sala del autómata. Los mensch hablaban animadamente entre ellos, moviéndose de un ojo de cristal al siguiente para contemplar las maravillas del nuevo mundo. Limbeck estaba plantado en el centro de la sala, desde donde pronunciaba un discurso. La única que lo escuchaba era Jarre, pero el enano no se enteraba de lo reducido de su público, ni le hubiese importado. Jarre lo miraba con ojos tiernos: los suyos verían perfectamente por los dos.
—Adiós, amigos míos —dijo Haplo a los enanos desde el pasadizo, a suficiente distancia como para que no pudieran oírlo. Dio media vuelta y se alejó.
Ahora, Ariano estaría en paz. Una paz inquieta, salpicada de grietas y desgarros. Una paz que temblaría y se tambalearía y amenazaría más de una vez con desmoronarse y aplastar debajo a todos ellos, pero los menschs guiados por sus sabios líderes, apuntalarían la paz aquí, la remendarían allá, y lograrían mantenerla en pie, fuerte en su imperfección.
No era aquello, precisamente, lo que su señor le había ordenado.
—Tenía que hacerse así, Xar. De lo contrario, las serpientes dragón...
Sin darse cuenta de lo que hacía. Haplo se llevó la mano al pecho. A veces, la herida le molestaba. El tejido cicatricial estaba inflamado y resultaba dolorosa al tacto. Lo rascó con aire ausente, torció el gesto y apartó la mano al tiempo que mascullaba una maldición.
Bajó la vista y observó unas manchas de sangre en la camisa. Acababa de reabrirse la herida.
Emergió de los túneles, subió la escalera y se detuvo en lo alto, frente a la estatua del Dictor. La contempló y, mas que nunca, le recordó a Alfred.
—Xar no querrá escucharme, ¿verdad? —Preguntó a la estatua—. Igual que Samah no quiso escucharte a ti.
La estatua no respondió.
—Pero tengo que intentarlo —insistió Haplo—. Tengo que conseguir que mí señor comprenda. De lo contrario, estaremos todos en peligro. Entonces, cuando Xar conozca el peligro que representan las serpientes dragón, podrá combatir contra ellas. Y yo podré regresar al Laberinto a buscar a mi hijo.
Extrañamente, la idea de ver al Laberinto ya no lo aterrorizaba. Ahora, por fin, podía cruzar de nuevo la Última Puerta. Su hijo. El hijo que ella había parido.
Tal vez la encontrara a ella, también. Así podría corregir el error que había cometido entonces dejándola marchar.
—Tenías razón, Marit —dijo en un susurro—. «El mal dentro de nosotros», dijiste. Ahora comprendo...
Se quedó mirando la estatua. La primera vez que la había visto, la efigie del sartán le había parecido imponente y majestuosa. En esta ocasión parecía cansada, melancólica y ligeramente aliviada.
—Resultaba difícil ser un dios, ¿verdad? Tanta responsabilidad... y nadie que prestara atención. Pero, ahora, tu pueblo va a descansar en paz. —Haplo apoyó la mano en el brazo de metal—. Ya no tienes que seguir preocupándote por ellos.
Y yo, tampoco.
Una vez en el exterior de la Factría, Haplo se dirigió a su nave. La tormenta empezaba a amainar y las nubes emprendían la retirada. Hasta donde el patryn alcanzaba a ver, no se preparaba ninguna nueva en el horizonte. Pronto, el sol podría brillar sobre Drevlin; sobre toda la extensión de Drevlin, no sólo sobre la zona de los Levarriba. Haplo se preguntó cómo recibirían aquello los enanos.
Conociéndolos, lo más probable era que se opusieran, se dijo, y el pensamiento le provocó una sonrisa.
Haplo avanzó chapoteando, con buen cuidado de mantenerse a distancia de cualquier parte de la ruidosa Tumpa-chumpa que pareciera capaz de arrollarlo, aplastarlo, golpearlo o algo semejante. El aire estaba saturado de los diversos sonidos de la intensa actividad de la máquina: silbidos y resoplidos, pitidos y chirridos, el zumbido de la electricidad... Un puñado de enanos incluso se había aventurado en el exterior y miraba al cielo con aire dubitativo.
Haplo miró rápidamente hacia su nave y comprobó con satisfacción que no había nadie ni nada cerca de ella (ni siquiera alguna parte de la Tumpa-chumpa).
No le agradó tanto advertir que el perro tampoco aparecía por ninguna parte, pero tuvo que reconocer que últimamente no había sido muy buena compañía para el animal. Tal vez el perro estaba persiguiendo ratas.
Las nubes de la tormenta se entreabrieron y, por los resquicios, penetraron con toda su fuerza los rayos de Solaris. A lo lejos, una cascada de colores irisados brillaba tenuemente en torno al poderoso geiser. La luz del sol proporcionó una insólita belleza a la gran máquina, arrancó un intenso brillo a los bruñidos brazos plateados y se reflejó en los fantásticos dedos dorados. Los enanos se detuvieron a admirar la prodigiosa vista; luego, se apresuraron a protegerse los ojos y empezaron a quejarse de la intensidad de la luz.
Haplo se detuvo a echar una prolongada mirada a su alrededor.
—No veré aquí nunca más... —murmuró para sí, de improviso. La certeza de aquel hecho no le produjo pesar, sino sólo una especie de tristeza nostálgica muy parecida a la que había visto en el rostro de la estatua del sartán. No era una sensación de mal presagio, pero sí de absoluta certidumbre.
En el fondo, lamentaba no haberse despedido de Limbeck. Y no haberle dado las gracias por salvarle la vida. Haplo no recordaba haberlo hecho nunca. Estuvo a punto de ver sobre sus pasos pero, finalmente, continuó avanzando hacia la nave. Era mejor dejar las cosas como estaban.
Eliminó las runas de la entrada y se disponía a abrir la escotilla cuando, de nuevo, se detuvo a echar un vistazo.
— ¡Perro!
Llegó a sus oídos un apagado ladrido de respuesta, procedente de dentro de la nave. De muy adentro. De las bodegas, tal vez, donde estaban colgadas las morcillas...
— ¿De modo que es eso lo que andabas haciendo? —masculló Haplo, ceñudo.
Abrió la compuerta y entró.
Una punzada de dolor atravesó su nuca, estalló detrás de sus ojos y lo sumió, debatiéndose, en la oscuridad.
El agua helada, arrojada sobre su rostro, devió el conocimiento a Haplo al instante. A pesar del dolor de cabeza, estaba despierto y alerta. Se encontró tumbado de espaldas, con las muñecas y los tobillos firmemente atados con fragmentos de su propia cuerda. Alguien le había tendido una emboscada, pero ¿quién? ¿Y por qué? ¿Y cómo había podido subir a bordo de su nave, quienquiera que fuese?
Sang-drax. La serpiente dragón. Pero su magia le habría advertido de su cercanía...
Haplo parpadeó y abrió los ojos inuntariamente cuando el agua le cayó encima, pero vió a cerrarlos casi al instante. Con un gemido, dejó caer la cabeza a un costado, fláccidamente. Después, permaneció quieto, fingiéndose aún inconsciente, y esperó a captar algún sonido que le indicara qué estaba sucediendo.
— ¡Vamos, deja de disimular!
Algo, probablemente un pie o una bota, lo golpeó en el costado. La voz le resultó familiar.
—Es un truco muy viejo —continuó la voz—. Estás despierto, lo sé. SÍ quieres, puedo demostrarlo. Una buena patada en el costado de la rodilla. Sientes como si alguien te atravesara con un atizador al rojo. Nadie puede hacerse el muerto con ese dolor.
Haplo abrió los ojos, más por efecto de la perplejidad al reconocer la voz que a causa de la amenaza, pues ésta, frente a las runas protectoras del patryn, no era tal.
Contempló con desconcierto al hombre que había hablado.
— ¿Hugh la Mano? —inquirió, vacilante.
Hugh asintió con un gruñido. Estaba sentado en un banco de madera bajo, situado contra los mamparos, y tenía una pipa en los labios. El nocivo olor del estregno se extendía por la nave. Aunque parecía relajado, estaba vigilante y, sin duda, tenía un arma a mano.
Ninguna arma mensch podía herir a un patryn, por supuesto, pero también era imposible que un mensch penetrase su magia para colarse a bordo de la nave.
O que le tendiera una emboscada con éxito.
Ya aclararía eso más tarde, cuando se hubiera librado de las cuerdas. Invocó la magia que desataría los nudos y disolvería la soga, que la quemaría...
No sucedió nada.
Perplejo, Haplo tiró de las cuerdas sin ningún resultado.
Hugh la Mano lo observó, dio una chupada a la pipa y permaneció callado.
Haplo tuvo la extraña sensación de que el humano sentía tanta curiosidad como él ame lo que estaba sucediendo.
Hizo caso omiso del asesino y se dedicó a analizar la magia para ver si se había olvidado de algo, pues invocar un hechizo de aquel tipo era casi automático para él Examinó las posibilidades y descubrió que sólo existía una: aquella en la que estaba, perfectamente inmovilizado mediante gruesas sogas. Todas las demás posibilidades habían desaparecido.
No; desaparecido, no. Todavía estaban presentes. Haplo podía verlas, pero le resultaban inalcanzables. Acostumbrado a forzar la apertura de incontables puertas, al patryn lo desconcertó encontrarse con que, de pronto, todas menos una estaban cerradas a cal y canto.
Frustrado, tiró de las ataduras tratando de liberarse. La soga le produjo dolorosas rozaduras en las muñecas, y un reguero de sangre se deslizó sobre los signos mágicos de sus antebrazos, Unos signos mágicos que deberían estar encendidos con todo su fulgor azul y rojo; unos signos mágicos que deberían estar trabajando para deverle la libertad.
— ¿Qué has hecho? —preguntó Haplo. No estaba atemorizado; sólo sorprendido—. ¿Cómo lo has logrado?
Hugh movió la cabeza en gesto de negativa y se sacó la pipa de la boca.
—Si te lo dijera, quizá podrías encontrar una manera de combatirlo. Me parece una lástima dejarte morir sin que lo sepas, pero... —el asesino se encogió de hombros— no puedo correr el riesgo.
—Morir...
Haplo tenía un dolor de cabeza terrible. Nada de aquello tenía sentido. vió a cerrar los ojos, pero esta vez ya no trataba de engañar a su captor. Sólo pretendía calmar el dolor que le taladraba el cráneo durante el tiempo suficiente como para hacerse una idea de qué estaba sucediendo.
—He jurado revelarte una cosa antes de matarte —dijo la Mano mientras se ponía en pie—. Se trata del nombre de la persona que te quiere muerto: Xar. ¿Te dice algo este nombre? Xar quiere verte muerto.
— ¡Xar! —Haplo abrió los ojos y surgió de ellos una llamarada de furia—, ¿Cómo es que conoces a Xar? El nunca te contrataría. No recurriría a un mensch.
¡No, maldita sea, todo esto no tiene sentido!
—No fue él quien me contrató. Fue Bane, antes de morir. Me dijo que debía informarte de que Xar te quiere muerto.
Haplo se quedó anonadado. «Xar te quiere muerto.» No podía creerlo. Xar podía estar decepcionado con él, o furioso, pero ¿quererlo muerto?
No, se dijo; eso significaría que Xar tenía miedo de él. Y Xar no le temía a nada.
Bane. Aquello era cosa de Bane. Tenía que serlo.
Pero, ahora que había resuelto aquel punto, ¿qué se proponía hacer al respecto?
Hugh se acercó a él. Haplo lo vio llevarse la mano bajo la capa, sin duda para empuñar el arma que se proponía usar para terminar su trabajo.
—Escúchame, Hugh —Haplo esperaba distraer al asesino con su charla mientras, sigilosamente, trataba de aflojar los nudos—. Te han engañado. Bane te mintió. ¡Era él quien me quería ver muerto!
—No importa. —Hugh sacó un puñal de la vaina que llevaba atada a la espalda—. Un contrato es un contrato, no importa quién lo hiciera. Lo acepté y mi honor me obliga a cumplirlo.
Haplo no lo escuchó. Sólo miró fijamente el puñal. ¡Runas sartán! ¿Pero cómo...? ¿Dónde...? ¡No, maldición, eso no importaba! Lo importante era que ahora sabía, de alguna manera, qué era lo que anulaba su magia. Si lograra comprender cómo actuaban las runas...
—Hugh, eres un buen hombre, un buen luchador. —Haplo no apartó la vista del puñal—. No quiero tener que matarte...
—Magnífico —replicó la Mano con una siniestra sonrisa—. Porque no vas a tener la oportunidad de hacerlo.
Oculta en la bota, Haplo tenía su propia daga cubierta de runas. Invocó la posibilidad de que el arma no estuviera en la bota, sino en su mano.
La magia dio resultado. La daga apareció en su mano. Pero, en el mismo instante, el puñal del asesino se convirtió en un hacha de doble hoja.
La pesada hacha estuvo a punto de caérsele de las manos, pero Hugh reaccionó y consiguió sostenerla.
De modo que así funcionaba su magia, reflexionó Haplo. Ingenioso. El puñal no podía detener su magia, pero limitaba sus opciones. Le permitiría luchar, porque podía contrarrestar cualquier arma que él escogiera. Y era evidente que el puñal actuaba por sí solo, a juzgar por la mirada que observó en Hugh. El humano estaba más perplejo, incluso, que él mismo.
Todo aquello no servía de mucho, puesto que el puñal sartán siempre le daría ventaja al asesino, pero ¿reaccionaba a toda la magia, o sólo a una amenaza...?
Emitió un silbido grave.
El perro, con el hocico embadurnado en grasa de morcilla, apareció al trote procedente de la bodega. Se detuvo a contemplar a su amo y a Hugh con sorpresa y curiosidad. Evidentemente, se trataba de un juego.
¡Atácalo!, le ordenó Haplo en silencio.
El perro puso cara de perplejidad. ¿Atacarlo, amo? ¡Pero si es amigo nuestro!
Le salvé la vida. Y ha tenido la consideración de regalarme un par de morcillas.
Seguro que te confundes, amo.
¡Hazlo!, insistió Haplo.
Por primera y única vez en su vida, el perro quizás habría desobedecido. Pero, en aquel momento, Hugh blandió el hacha en alto.
El perro se quedó desconcertado. De pronto, el juego había dejado de gustarle. Aquello no podía permitirse. El hombre debía de estar cometiendo un error. En silencio, sin un gruñido o un ladrido, el perro saltó sobre Hugh.
La Mano no se enteró de lo que le venía encima. El animal lo golpeó de lleno por la espalda. El asesino perdió el equilibrio; el hacha ó de sus manos y se estrelló contra la pared sin causar daños. Hugh trastabilló y cayó con todo su peso sobre el cuerpo de Haplo. Emitió un gran gemido y su cuerpo se puso rígido. Haplo notó que un torrente de sangre caliente le empapaba manos y antebrazos.
— ¡Maldición!
Haplo empujó por el hombro al asesino, que rodó hasta quedar boca arriba.
La daga del patryn sobresalía del vientre del humano.
— ¡Maldita sea! Yo no quería... ¿Por qué diablos tuviste...? —Entre maldiciones, Haplo se agachó sobre el hombre. Le había segado una arteria principal y la sangre brotaba de la herida del ritmo de los latidos. Hugh aún vivía, pero no sería por mucho tiempo.
—Hugh, ¿puedes oírme? —Murmuró Haplo—. No tenía intención de hacer esto.
La Mano abrió los ojos con un parpadeo. Casi parecía sonreír. Intentó hablar pero la sangre anegaba su voz. Abrió la mandíbula, fláccida. La mirada quedó fija.
La cabeza cayó a un costado.
El perro se acerco y tocó al muerto con la pata. El juego ha terminado. Ha sido divertido. Ahora, levántate y vamos a jugar.
—Déjalo en paz, muchacho —dijo Haplo, apartando al animal.
El perro no lo entendía, pero tuvo la sensación de que era culpable de alguna cosa y se tumbó con el vientre aplastado contra el suelo. Con el hocico entre las patas, vió la mirada de su amo al hombre, que ahora yacía totalmente inmóvil.
Esperaba que alguien le explicara de qué se trataba todo aquello.
—Precisamente tú —dijo Haplo al cadáver—. ¡Maldita sea! —Se golpeó ligeramente el muslo con un puño cerrado—. ¡Maldito sea todo! ¡Bane! ¿Por qué Bane... y por qué esto? ¿Qué destino maldito puso esa arma en tus manos?
El arma sartán yacía en la cubierta salpicada de sangre, junco al cuerpo. El objeto, que había sido un hacha, vía a ser un tosco puñal. Haplo no lo tocó. No quería hacerlo. Las runas sartán grabadas en el metal eran espantosas, repulsivas; le recordaron las corrompidas runas sartán que había visto en Abarrach. Dejó el puñal donde estaba.
Furioso con Hugh, consigo mismo y con el destino, o como uno quisiera llamarlo, Haplo se incorporó y dirigió una mirada sombría por la portilla de la nave.
El sol derramaba sus rayos sobre Drevlin con cegadora intensidad. El arco iris del geiser brillaba y bailaba. Más y más enanos salían a la superficie y miraban a su alrededor con asombro y aturdimiento.
— ¿Qué voy a hacer con el cuerpo? —Se preguntó Haplo—. No puedo dejarlo aquí, en Drevlin. ¿Cómo explicaría lo sucedido? Y si me limito a arrojarlo por la borda, los humanos sospecharán que la muerte es obra de los enanos. Se desencadenará un infierno y todos verán a estar como al principio... Lo deveré a los kenkari —decidió—. Ellos sabrán qué hacer. Pobre desdichado...
Un grito de rabia y angustia, poderoso y terrible, que sonó directamente a su espalda, paralizó el corazón de Haplo con un pasmo helado. Por un instante, fue incapaz de moverse, con el cerebro y los nervios paralizados de miedo e incredulidad.
El grito se repitió. La sangre helada de Haplo se esparció por su cuerpo en oleadas estremecedoras. El patryn se vió, muy despacio.
Hugh la Mano estaba sentado en el suelo contemplando el mango del puñal que le sobresalía del vientre. Con una mueca como en recuerdo del dolor, el asesino agarró la empuñadura y extrajo la hoja. Profiriendo una amarga maldición, arrojó lejos de sí el arma, manchada con su propia sangre. Después, hundió el rostro entre las manos.
El desconcierto inicial sólo tardó unos instantes en desvanecerse, pues Haplo cayó enseguida en la cuenta de lo que había sucedido. Murmuró un nombre:
—Alfred.
Hugh la Mano levantó la vista. Su rostro estaba demacrado y sus ojos, febriles.
— ¿Estaba muerto, verdad? —inquinó con aire de total abatimiento.
Haplo asintió sin decir palabra.
Hugh cerró los puños con fuerza; las uñas se le clavaron en la carne.
—Yo... no podía marcharme. Estoy atrapado. Ni aquí, ni allí, ¿Será siempre así? ¡Dime! ¿Lo será? —Se puso en pie como impulsado por un resorte. Estaba al borde del desvarío—. ¿Debo conocer el dolor de la muerte sin conocer jamás el descanso? ¡Ayúdame! ¡Tienes que ayudarme!
—Lo haré —asintió Haplo sin alzar la voz—. Puedo hacerlo.
Hugh guardó silencio y miró a Haplo con suspicacia. Se llevó la mano al pecho y rasgó la camisa empapada en sangre hasta dejar la piel al descubierto.
— ¿Puedes hacer algo con esto? ¿Puedes librarme de ello?
Haplo vio el signo mágico y movió la cabeza en gesto de negativa.
—Una runa sartán... No, no puedo, Hugh. Pero puedo ayudarte a encontrar a quien puede. Alfred te la puso, y él es el único que puede quitártela. Te llevaré hasta él, si quieres... si tienes valor para ello. Está aprisionado en...
— ¡Valor! —Hugh soltó una carcajada estentórea—. ¡Valor! ¿Para qué quiero valor? ¡No puedo morir! —Puso los ojos en blanco—. ¡No le temo a la muerte! ¡Lo que me da miedo es la vida! Todo está del revés, ¿no lo entiendes? ¡Todo está del revés!
Estalló en una nueva risotada interminable. Haplo captó en ella una fina nota aguda de locura. No era de extrañar, después de lo que había soportado el humano, pero no podía permitirle que se entregara a ella. Cogió por las muñecas al asesino y éste, sin apenas darse cuenta délo que hacía, se debatió violentamente para intentar desasirse.
Haplo lo mantuvo agarrado. Las runas de las manos y los brazos del patryn emitieron una luz azulada que extendió su sedante resplandor a Hugh la Mano. La luz lo envió y se adhirió a su cuerpo.
Hugh contempló el resplandor con una exclamación de asombro. Después, cerró los ojos. Entre sus párpados escaparon unas lágrimas que resbalaron por sus mejillas. Finalmente, se relajó.
El patryn no lo soltó. Atrajo a Hugh al círculo de su ser, le dio su fuerza y tomó de él su tortura.
Una mente fluyó en la otra; los recuerdos se enmarañaron, compartidos.
Haplo se encogió y lanzó un grito de dolor. Fue Hugh la Mano, su potencial asesino, quien lo sostuvo en pie. Los dos permanecieron unidos, encajados en un abrazo que era a la vez físico, mental y espiritual.
Poco a poco, la luz azul se desvaneció. Cada cual vió a su propio reducto individual. Hugh se tranquilizó. A Haplo se le alivió el dolor.
La Mano levantó la cabeza. Tenía la cara muy pálida y brillante de sudor, pero sus oscuros ojos estaban serenos.
—Ya lo sabes —murmuró.
Haplo exhaló un suspiro tembloroso y asintió, incapaz de hablar.
El asesino retrocedió unos pasos, tambaleándose, y tomó asiento en un banco bajo. Debajo de éste asomaba la cola del perro. Al parecer, la resurrección de Hugh había sido demasiado para él.
Haplo llamó al animal.
—Vamos, muchacho. No ha sido nada. Ya puedes salir.
El rabo barrió la cubierta una vez y desapareció de la vista. Haplo sonrió y movió la cabeza:
—Está bien, quédate ahí. Que te sirva de lección por haber robado esas morcillas.
Cuando echó un nuevo vistazo por la portilla, Haplo vio a varios enanos que miraban con curiosidad hacia la nave, parpadeando bajo la intensa luz. Algunos incluso señalaban la nave y empezaban a caminar hacia ella.
Cuanto antes dejaran Ariano, mejor.
El patryn posó las manos en el mecanismo de gobierno de la embarcación y empezó a pronunciar las runas para asegurarse de que todas estaban intactas y de que estaba preparada la magia que los conduciría a través de la Puerta de la Muerte.
El primer signo mágico de la piedra de gobierno se encendió. Las llamas se extendieron al segundo y así, sucesivamente. Pronto, la nave flotaría en el aire.
— ¿Qué sucede? —preguntó Hugh, observando con recelo el brillo de las runas.
—Nos preparamos para zarpar. Vamos a Abarrach. Tengo que informar a mi señor... —Haplo dejó la frase a medias.
Xar quiere verte muerto.» ¡No! ¡Imposible! Era Bane quien quería verlo muerto. Después iremos a buscar a Alf... —empezó a decir el patryn. Pero no terminó la frase.
De repente, todo lo tridimensional se vió plano, como si a todos los objetos y seres a bordo de la nave les hubiera exprimido todo el jugo la pulpa, el hueso y la fibra. Sin dimensión, quebradizo como hoja marchita, Haplo se notó aplastado contra el tiempo, incapaz de moverse, incapaz hasta de respirar.
En el centro de la nave refulgieron unos signos mágicos. Un agujero en el tiempo llameó, se ensanchó, se expandió... y a través de él penetró una figura, una mujer alta y nervuda de cabello castaño jaspeado de blanco que le caía sobre los hombros y la espalda. Un largo flequillo le cubría la frente, dejando los ojos en sombras. Vestía la ropa del Laberinto: pantalones de cuero, botas, chaleco de piel y blusa de mangas anchas. Sus pies tocaron la cubierta y, al momento, el tiempo y la vida vieron a todas las cosas.
vieron a Haplo.
El patryn miró a la mujer con asombro.
— ¡Marit!
— ¿Haplo? —preguntó ella con voz grave y clara.
— ¡Sí, soy yo! ¿Por qué estas aquí? ¿Cómo...? —Haplo tartamudeó de asombro.
Marit le dirigió una sonrisa. Avanzó hacía él y le tendió la mano.
—Xar quiere verte, Haplo. Me ha pedido que te lleve de vuelca a Abarrach.
Haplo le tendió la suya...
CAPÍTULO 18
WOMBE, DREVLIN
ARIANO
— ¡Cuidado! —exclamó Hugh la Mano. Incorporándose de un salto, se abalanzó sobre Marit y la asió por la muñeca.
El fuego azul chisporroteó. Los signos mágicos del brazo de Marit se encendieron. La Mano salió despedido hacia atrás por la descarga. Se estrelló contra la pared y se deslizó lentamente hasta el suelo, con un intenso hormigueo en el brazo.
— ¿Qué...? —Haplo los observó a ambos alternativamente.
Los dedos del asesino tocaron un objeto de frío hierro: era su puñal, olvidado en el suelo. El entumecimiento, provocado por la descarga que había sometido sus músculos a aquellos dolorosos espasmos, desapareció. Los dedos de Hugh se cerraron en torno a la empuñadura.
— ¡Bajo la manga! —gritó—. ¡Una daga!
Haplo lo miró con incredulidad, incapaz de reaccionar.
Marit extrajo la daga de la vaina que llevaba sujeta al antebrazo y la arrojó contra él, todo en un único movimiento fluido.
Si lo hubiera pillado desprevenido, el ataque de la mujer habría tenido éxito.
La magia defensiva de Haplo no habría reaccionado para protegerlo de otro patryn.
En especial, de ella.
Pero, antes incluso de la advertencia de Hugh, Haplo había experimentado un asomo de desconfianza, de inquietud.
«Xar quiere verte», le dijo Marit.
Y, en su mente. Haplo escuchó el eco de las palabras de Hugh: «Xar quiere verte muerto».
Se agachó. La daga chocó contra el mamparo y rebotó inofensivamente sobre su cabeza y su pecho antes de caer al suelo con un tintineo.
Marit se lanzó a recuperar el arma caída. El perro saltó de debajo del banco, decidido a interponer su cuerpo entre su amo y el peligro. La patryn tropezó con el animal y cayó sobre Haplo. Este perdió el equilibrio y, para no terminar en el suelo, alargó el brazo y se asió a la piedra de gobierno.
Hugh la Mano alzó su puñal con la intención de defender a Haplo.
Pero la Hoja Maldita tenía otros planes. Forjada en una época remota y diseñada específicamente por los sartán para combatir a sus acérrimos enemigos, el puñal advirtió que tenía dos patryn que destruir, y no uno solo. Las intenciones de Hugh la Mano no contaban para nada. El humano no tenía control sobre la hoja; al contrario, era ésta quien lo usaba a él. Así era como la habían fabricado los sartán, con su habitual desdén por los mensch. La hoja necesitaba un cuerpo caliente, la energía de ese cuerpo, y nada más.
El puñal se convirtió en un ser vivo en la mano de Hugh. Vibró y se agitó y empezó a crecer. Pasmado, el asesino lo soltó, pero la hoja no se inmutó. Ya no lo necesitaba. Adoptando la forma de un gigantesco murciélago de alas negras, se abatió sobre Marit.
Haplo palpó las runas de la piedra de gobierno bajo sus dedos. Marit había recuperado la daga y se disponía a clavarla. Su magia defensiva, que habría reaccionado al instante para protegerlo del ataque de un mensch o de un sartán, era incapaz de responder al peligro de un congénere patryn. Las runas de su piel permanecieron apagadas, sin ofrecerle protección.
Levantó un brazo para zafarse del ataque mientras, con la otra intentaba activar la magia de la piedra de gobierno. Su fulgor rojo y azul aumentó rápidamente, y la nave se elevó del suelo.
— ¡La.... la Puerta de la Muerte! —consiguió balbucear Haplo.
El brusco movimiento de la embarcación desequilibró a Marit y la hizo fallar.
La daga hizo un corte en el antebrazo de Haplo, del que manó un reguero de sangre roja y brillante. Sin embargo, el patryn seguía caído en la cubierta en una posición torpe y vulnerable.
Marit recobró el equilibrio enseguida. Con la determinación, eficiencia y concentración de una combatiente bien entrenada, hizo caso omiso del movimiento errático de la nave y se lanzó al ataque una vez más.
Haplo no la miró a ella, sino a algo situado más arras.
— ¡Marit! —exclamó—. ¡Cuidado!
La mujer no iba a dejarse engañar con un truco que había aprendido a evitar desde niña. Estaba más preocupada por el maldito perro...
De repente, algo de gran tamaño, con zarpas aguzadas, la atacó por la espalda. Unos dientes pequeños y afilados, cuyo mordisco era como una llama torturadora, se clavaron en su nuca por encima de los tatuajes protectores. Unas alas batieron el aire y le golpearon la cabeza. Marit reconoció a su atacante: un chupasangre. El dolor de su mordisco era un tormento; peor aun, los dientes de la criatura inoculaban un veneno paralizante a sus víctimas para reducirías. En unos momentos, quedaría inmovilizada e impotente para evitar que la criatura le sorbiera la sangre y la vida.
Reprimiendo el pánico, dejó caer la daga. Llevó las manos atrás por encima de la cabeza y agarró el peludo cuerpo de la bestia. El murciélago había clavado sus zarpas profundamente en la carne. Sus dientes mordisqueaban y hurgaban, a la busca de una vena principal. Marit, mareada y con vómitos, notaba el veneno como un fuego que se extendía por su cuerpo.
— ¡Quítatelo de encima! —Gritaba Haplo—. ¡Deprisa!
Intentó ayudarla, pero el cabeceo de la nave le dificultaba acercarse.
Marit supo qué debía hacer. Apretando los dientes, agarró al aleteante murciélago con ambas manos y tiró de él con todas sus fuerzas. La criatura se llevó entre las zarpas fragmentos de carne y, con un chillido, le mordió los dedos.
Cada mordisco le inyectó una nueva dosis de veneno.
La patryn se quitó de encima al horrible ser y lo arrojó contra la pared con todas las fuerzas que le quedaban. Después, cayó de rodillas. Haplo pasó junto a ella. El perro saltó por encima de su cuerpo. Marit notó la daga bajo la palma de la mano. Sus dedos se cerraron en torno a ella y la deslizó en la manga de la blusa.
Con la cabeza baja. Esperó a que pasara el mareo, a recuperar fuerzas...
Escuchó detrás de ella un gruñido y unos golpes; después, la voz de Haplo:
— ¡Hugh, detén ese condenado puñal!
— ¡No puedo!
El sol que brillaba poco antes por la portilla había desaparecido. Marit observó la vista. Ariano había sido reemplazado por un vertiginoso caleidoscopio de imágenes que se sucedían a gran velocidad. Un mundo de jungla verde, un mundo de agua azul, un mundo de fuego rojo, un mundo de crepúsculo, un mundo de terrible oscuridad y una radiante luz blanca.
Los golpes cesaron. La patryn escuchó la respiración pesada y trabajosa de los dos hombres y los jadeos del perro.
Las imágenes se repitieron como torbellinos de color para su mente confusa:
verde, azul, rojo, gris perla, claros, oscuros... Marit conocía el funcionamiento de la Puerta de la Muerte. Se concentró en el verde.
—Pryan —musitó—. ¡Llévame a Xar!
La nave modificó el rumbo inmediatamente.
Haplo contempló al perro con rostro inexpresivo. El animal estaba observando atentamente la cubierta. Con un gruñido, preguntándose dónde había ido a parar su presa, empezó a rascar con sus patas el casco de madera de la nave, cubierto de runas; quizás el murciélago había conseguido, de algún modo, colarse en algún resquicio.
El patryn sabía que no era así. vió la mirada en otra dirección.
Hugh sostenía el arma, un tosco puñal de hierro, en sus manos. Pálido y perturbado, lo dejó caer.
—Si estuviéramos en tierra firme, enterraría ese maldito objeto en un hoyo muy profundo. —Miró por la portilla con expresión sombría e inquirió— ¿Dónde estamos?
—En la Puerta de la Muerte —respondió Haplo. Preocupado, hincó la rodilla juntó a Marit—: ¿Cómo estás?
La mujer temblaba intensa, casi convulsivamente.
Haplo le cogió las manos. Con gesto de irritación, ella las retiró y se apartó de él.
— ¡Déjame en paz!
—Tienes fiebre. Puedo ayudarte a... —empezó a decir, al tiempo que empezaba a apartar el sedoso flequillo castaño que cubría la frente e Marit.
Ella titubeó. Algo en su interior la impulsaba a revelarle la verdad, pues sabía que le dolería más incluso que la herida de la daga. Pero Xar la había prevenido que no revelara el poder secreto que ella gozaba, el vínculo que la unía a él.
Marit rechazó de un manotazo la ayuda de Haplo.
— ¡Traidor! ¡No me toques!
—No soy ningún traidor. —Haplo bajó la mano.
Marit le dedicó una sonrisa torva.
—Nuestro señor sabe lo de Bane. La serpiente dragón se lo ha dicho.
— ¡La serpiente dragón! —A Haplo le centellearon los ojos—. ¿Cuál de ellas?
¿Esa que se hace llamar Sang-drax?
— ¿Qué importa cómo se haga llamar esa criatura? La serpiente dragón le ha hablado a nuestro señor acerca de la Tumpa-chumpa y de Ariano. Le ha contado cómo trajiste la paz a ese mundo, cuando tenías órdenes de provocar la guerra. ¡Y todo por tu propia gloria!
— ¡No! —Rugió Haplo—. ¡Miente!
Marit rechazó sus protestas con un gesto impaciente de su mano.
—Yo misma oí lo que decían los mensch, allá en Ariano. Escuché lo que conversaban tus amigos mensch. —Con una agria sonrisa en los labios, la mujer dirigió una mirada desdeñosa a Hugh la Mano—, Unos amigos mensch dotados con armas sartán... ¡fabricadas por nuestro enemigo para nuestra destrucción!
¡Unas armas que, sin duda, te propones utilizar contra tu propia gente!
El perro, con un gañido, empezó a acercarse a Haplo. Hugh lanzó un silbido y masculló con voz ronca:
—Aquí, muchacho. Quédate aquí, conmigo.
El animal, afligido, miró a su amo. Haplo parecía haberse olvidado de su existencia. Despacio, con las orejas gachas y el rabo entre las patas, el perro vió junto a Hugh y se echó flojamente a su lado.
—Has traicionado a Xar—insistió Marit—. Tu acción le ha dolido profundamente. Por eso me ha enviado.
— ¡Pero sí yo no lo he traicionado! ¡Soy leal a nuestro pueblo, Marit! Todo lo que he hecho ha sido por él, por su bien. Los verdaderos traidores son esas serpientes dragón que...
—Haplo—intervino la Mano en tono de alarma, al tiempo que indicaba la portilla con una mirada de inteligencia—, parece que hemos cambiado de rumbo.
El patryn apenas necesitó echar un vistazo.
—Esto es Pryan. —Se vió hacia Marit—. Tú nos has traído aquí. ¿Por qué?
Ella se incorporó hasta ponerse en pie, tambaleante.
—Xar me ordenó que te trajera aquí. Desea interrogarte.
—Y no podrá tener ese placer si estoy muerto, ¿verdad? —Haplo hizo una pausa, recordando Abarrach—. Aunque, pensándolo mejor, intuyo que sí. De modo que nuestro señor ha aprendido el arte prohibido sartán de la nigromancia, ¿no es eso?
Marit decidió hacer caso omiso del sarcasmo.
— ¿Vendrás conmigo por las buenas, Haplo? ¿Te someterás a su juicio? ¿O tengo que matarte?
Haplo vió la vista hacia la portilla y contempló Pryan; una esfera de roca, hueca, con el sol brillando en el centro. Gracias a la perenne luz de día, las plantas de Pryan crecían en tal profusión que los mensch habían construido enormes ciudades en las ramas de sus árboles gigantescos. Naves mensch surcaban océanos que llenaban amplias extensiones de musgo e incalculable altura sobre el suelo.
Haplo tenía Pryan ante sí, pero no lo veía. A quien estaba viendo era a Xar.
Qué fácil sería postrarse de rodillas ante Xar, inclinar la cabeza y aceptar su destino. Abandonar la lucha. Olvidar su pugna interior.
Si no lo hacía, tendría que matar a Marit.
Conocía a la mujer, sabía cómo pensaba. En otro tiempo, los dos habían pensado igual. Ella sentía veneración por Xar. Él, también. ¿Cómo no iba a sentirla? Xar le había salvado la vida, la de todo su pueblo. Los había arrancado de aquella prisión infame.
Pero el Señor del Nexo se equivocaba. Igual que Haplo se había equivocado.
—Eras tú quien tenía razón, Marit —murmuró a ésta—. Entonces no podía entenderlo, pero ahora es evidente para mí.
Ella lo miró con recelo; no sabía a qué se refería.
—«El mal está en nosotros», dijiste. Somos nosotros mismos quienes damos fuerza al laberinto. Ese lugar se alimenta de nuestro odio, de nuestro miedo.
Engorda con nuestro miedo —explicó con una sonrisa amarga, recordando las palabras de Sang- rax.
—No sé de qué me hablas —murmuró ella con desprecio. Se sentía mejor, más fuerte. El efecto del veneno estaba remitiendo gracias a su propia magia, que actuaba para contrarrestarlo—. Entonces dije muchas cosas que no sentía. Era joven.
Mentalmente, en silencio, estableció contacto con Xar. Estoy en Pryan, esposo. Tengo a Haplo. No, no está muerto. Condúceme al lugar de reunión.
Apoyó la mano en la piedra de gobierno. Las runas se encendieron. La nave había estado flotando al pairo; de pronto, empezó a deslizarse rápidamente por el cielo teñido de un tono verdoso. La voz de su señor fluía en el interior de Marit, atrayéndola hacia él.
— ¿Qué decides? —Establecido el rumbo, Marit soltó la piedra. Sacó la daga de la manga y la blandió con firmeza.
El perro, detrás de ella, emitió un gruñido muy grave. Hugh tranquilizó al animal con unas suaves palmaditas. La Mano observó la escena con interés; estaba en juego su destino, que estaba vinculado a Haplo, quien había de conducirlo a Alfred. Marit mantenía al humano en su campo de visión, pero le prestaba escasa atención.
—Xar ha cometido un error terrible, Marit —le aseguró Haplo sin alzar la voz—. Su auténtico enemigo son las serpientes dragón. Son ellas quienes lo traicionarán.
— ¡Las serpientes dragón son sus aliados!
— ¡Sólo fingen que lo son! Le darán a Xar lo que desea. Lo coronarán gobernante de los cuatro mundos y se inclinarán ante él. Luego, lo devorarán. Y nuestra gente será destruida tan completamente como lo fueron los sartán.
"Fíjate —continuó Haplo—. Fíjate lo que nos han hecho. ¿Cuándo se ha visto, en la historia de nuestro pueblo, que dos patryn luchen entre ellos como hemos hecho nosotros?
— ¡Desde que uno de ellos traicionó a su gente! —replicó ella con aire despectivo—. Ahora eres más sartán que patryn. Eso dice Xar.
Haplo suspiró y llamó al perro a su lado. El animal, con las orejas erguidas y meneando el rabo de contento, trotó hasta él. Haplo le rascó la cabeza.
—Si se tratara sólo de mí, Marit, me entregaría. Iría contigo y moriría a manos de mi señor. Pero no estoy solo. Está nuestro hijo. Diste a luz a nuestro hijo, ¿verdad?
—Sí. Yo sola. En una choza de pobladores. —Su voz era dura, afilada como la hoja que empuñaba—. Una niña.
Haplo permaneció callado; finalmente, repitió:
— ¿Una niña?
—Sí. Y, si te propones ablandarme, no te dará resultado. Aprendí muy bien la única lección que me enseñaste, Haplo: encariñarse con algo sólo produce dolor. Le puse un nombre, tatué la runa del corazón en su pecho y la dejé allí.
— ¿Qué nombre le pusiste?
—Rué.
Haplo vaciló y palideció; el nombre significaba «desengaño», en patryn. Sus dedos se cerraron y se clavaron en la pelambre del perro.
Al animal soltó un gañido y le dedicó una mirada de reproche.
—Lo siento —murmuró su amo.
La nave había descendido hasta casi rozar las copas de los árboles y avanzaba a una velocidad increíble, mucho más deprisa que durante la primera visita de Haplo a aquel mundo.
La magia de Xar los atraía hacia él.
Debajo, la jungla era un vertiginoso torbellino verde. Un destello de azul, apenas entrevisto antes de desaparecer, era un océano. La nave caía más y más. A lo lejos. Haplo observó la deslumbrante belleza de una ciudad blanca. Era una de las ciudadelas sanan; probablemente, la misma que él había descubierto.
Era lógico que Xar visitara la ciudadela; podía guiarse por la descripción que le había hecho Haplo.
¿Qué esperaba de su cadáver?, se preguntó. ¿Qué creía que le diría? Xar, evidentemente, sospechaba que le ocultaba algo, que se reservaba algún dato secreto. Pero ¿qué? Se lo había contado todo... casi... Y lo demás no era importante para nadie, aparte de él.
— ¿Y bien? —Inquirió Marit, impaciente— ¿Has tomado una decisión?
Las torres y agujas de la ciudad se cernieron sobre ellos. La nave sobreó la muralla y descendió en un patio abierto. Haplo no distinguió a Xar, pero el Señor del Nexo no debía de andar muy lejos.
Sí tenía que tomar una decisión, se dijo, tenía que ser en aquel instante.
—No voy a ver, Marit —declaró—, Y no voy a luchar contigo. Eso es lo que Sang-drax quiere que hagamos.
Apartó la vista de la portilla, la paseó por la nave con calculada lentitud y se detuvo brevemente en Hugh la Mano antes de concentrarse de nuevo en Marit.
Se preguntó cuánto habría entendido el humano de lo sucedido. Haplo había empleado el idioma humano en consideración a él, pero Marit había utilizado el lenguaje de los patryn.
Bien, si a Hugh se le había escapado algo, ahora lo captaría.
—Supongo que tendrás que matarme —sentenció.
La Mano se agachó para coger el puñal. No la Hoja Maldita, sino el arma de Haplo, que yacía en cubierta empapada de sangre del propio Hugh. El humano sabía que no tenía la menor posibilidad de detener a Marit; sólo se proponía distraerla.
La patryn lo oyó, se vió en redondo y alargó la mano. Los signos mágicos de su piel emitieron un destello. Las runas danzaron en el aire y se enlazaron en una cuerda de fuego llameante que se enredó en torno al humano. Hugh lanzó un grito de dolor y cayó en la cubierta, aprisionado por las runas azules y rojas.
Haplo aprovechó la distracción para posar la mano en la piedra de gobierno.
Pronunció las runas y ordenó a la nave alejarse de allí.
Notó una resistencia. La magia de Xar los retenía.
El perro lanzó un ladrido de aviso, y Haplo se vió. Marit había dejado caer la daga y se disponía a utilizar su magia para matarlo. Las runas del revés de la mano emitieron su mortecino resplandor.
La Hoja Maldita cobró vida de nuevo.
CAPITULO 19
LACIUDADELA
PRYAN
La espada maldita cambió de forma. Ante ellos se alzó un titán, uno de aquellos gigantes aterradores y mortíferos de Pryan.
Las enormes manos del titán se cerraron en unos puños del tamaño de peñascos. Su ciego rostro se contrajo de rabia, y la criatura descargó un golpe brutal sobre los ocupantes de la nave, a quienes percibía sin ver.
Marit oyó rugir al titán encima de ella y observó en Haplo una expresión de miedo y asombro que en modo alguno era fingida. La magia de la patryn cambió inmediatamente de un ataque ofensivo a un escudo protector.
Haplo se abalanzó sobre ella y se arrojó al suelo, arrastrándola consigo. El puño del gigante pasó sobre ellos sin alcanzarlos. Marit pugnó por incorporarse de nuevo, concentrada todavía en su intención de matar a Haplo. No dio muestras de temor al monstruo hasta que, de pronto, observó que su escudo mágico defensivo empezaba a desmoronarse.
Haplo vio que las runas de Marit comenzaban a derramarse y observó su expresión de desconcierto.
— ¡Los titanes conocen la magia sartán! —gritó a Marit para hacerse oír entre los rugidos del gigante.
El propio Haplo no daba crédito a lo que sucedía, y su contusión limitaba su capacidad de respuesta. O bien la nave se había agrandado para albergar al gigante, o bien éste había encogido para caber dentro de la embarcación.
Hugh la Mano, liberado del hechizo de Marit, yacía junto a uno de los mamparos entre gemidos. El sonido atrajo la atención del titán, que se vió, levantó uno de sus pies enormes sobre el humano postrado en la cubierta y se dispuso a aplastarlo. Entonces, inexplicablemente, el titán retiró el pie y dejó en paz a Hugh. La atención del titán se concentró de nuevo en los patryn.
Haplo cayó en la cuenta. ¡El puñal sartán! La criatura no era real, sino una creación de la Hoja Maldita. Por eso, no haría daño a su amo.
Pero la Mano estaba semiinconsciente; en aquel momento, no podía en modo alguno controlar el arma... y Haplo empezaba a dudar de que lo hubiera hecho alguna vez.
La Puerta de la Muerte. Tal vez había sido una mera coincidencia, pero el murciélago había desaparecido; la magia del puñal había fallado al entrar en la Puerta de la Muerte.
— ¡Perro, ataca! —gritó.
El perro se colocó detrás del titán y le mordió el talón. El ataque del animal debería de haber tenido menos efecto que una picadura de abeja, pero el titán se dolió del mordisco lo suficiente como para distraerse. Se vió, con un pisotón furioso. El perro saltó a un lado ágilmente y atacó otra vez, clavando los dientes en el otro talón.
Haplo invocó un hechizo defensivo. Unas runas azules se encendieron a su alrededor, encerrándolo en una especie de cascarón que parecía tan frágil como el de un pollo. Se vió hacia Marit, que estaba agachada en la cubierta con la vista en el gigante. Los signos mágicos de la mujer estaban difuminándose y la oyó murmurar unas runas, como si se dispusiera a lanzar otro hechizo.
— ¡No puedes detenerlo! —Exclamó él, sujetándole las manos—. Tú sola no podrás. Tenemos que crear el círculo.
Marit lo rechazó de un empujón.
El titán alcanzó al perro; de un puntapié, lo mandó ando al otro extremo de la cubierta y el animal se estrelló contra un mamparo, se estremeció y quedó inmóvil. La cabeza sin ojos del titán se vió en una dirección y otra, olfateando a su presa.
— ¡Creemos el círculo! —gritó Haplo a la mujer con gesto feroz—. ¡Es nuestra única posibilidad! ¡Ese monstruo es un arma sartán y se propone matarnos a los dos!
El puño del gigante se descargó sobre el escudo mágico de Haplo. Los signos mágicos empezaron a cuartearse y difuminarse. Marit lo miró. Quizás empezaba a comprender la situación, o tal vez fue el instinto de conservación, agudizado en el Laberinto, lo que la impulsó a reaccionar. Alargó las manos y asió las de Haplo. Él las retuvo con fuerza. Juntos, pronunciaron velozmente las runas al unísono.
Sus magias, combinadas, se reforzaron y formaron un escudo mas resistente que el acero más templado. El titán descargó el puño en la resplandeciente estructura rúnica. Los signos mágicos se tambalearon pero resistieron. Con todo, Haplo percibió una pequeña brecha en ellos. El escudo mágico no resistiría mucho.
— ¿Cómo vamos a combatirlo? —inquirió Marit, reacia a colaborar pero consciente de la necesidad de hacerlo.
—No lo haremos —respondió él con expresión sombría—. No podemos.
Tenemos que salir de aquí. Préstame atención: la criatura que te atacó se desvaneció cuando entramos en la Puerta de la Muerte. La magia de la Puerta debe de perturbar la del arma.
El titán, rabioso de frustración, descargó golpe tras golpe sobre el escudo resplandeciente, machacándolo con los puños y con los pies. Las grietas se agrandaron.
— ¡Yo lo mantendré ocupado! —Gritó Haplo, haciéndose oír por encima de los rugidos del titán—. ¡Tú llévanos de vuelta a la Puerta de la Muerte!
—Todo esto es un truco —exclamó ella, viéndose hacia él con una mirada de odio—. Sólo intentas escapar a tu destino. Yo puedo enfrentarme a esa criatura.
Se desasió de las manos de Haplo. El escudo que los rodeaba estalló en llamas, que alcanzaron las manos del titán. Este soltó un bramido de dolor y retiró las manos. Hizo una profunda inspiración, lo expulsó sobre el niego con un poderoso soplido y, de pronto, las llamas envieron a Marit.
La patryn lanzó un grito. Su magia rúnica actuó para protegerla, pero los signos tatuados en su piel empezaban a ajarse por efecto del calor.
Haplo se apresuró a transformar sus runas en una enorme lanza que arrojó al titán. El arma acertó en el pecho del gigante. La punta penetró en el músculo y las vísceras. El titán estaba herido, aunque no de gravedad, y acusó el golpe. Las llamas que envían a Marit se extinguieron.
Haplo la sostuvo y la arrastró hasta donde estaba la piedra de gobierno de la nave. Al otro lado de la portilla distinguió a dos mensch, un elfo y un humano, que agitaban las manos y corrían frenéticamente en torno a la nave como si buscaran un acceso. Apenas les prestó atención. Colocó las manos sobre la piedra y pronunció las runas.
Estalló una luz cegadora. Los signos mágicos de las paredes de la nave brillaron con un fulgor deslumbrador. Los mensch desaparecieron de la vista, igual que la ciudadela y que la jungla que la rodeaba.
Estaban de nuevo en la Puerta de la Muerte. El titán había desaparecido.
De nuevo, empezó el torbellino centelleante de colores: azul agua, rojo fuego, verde jungla, gris tormenta, oscuridad, luz... Las imágenes se sucedieron, cada vez más deprisa. Haplo se vio atrapado en un caleidoscopio de colores. Intentó concentrarse en una sola imagen, pero todas pasaban ante sus ojos demasiado deprisa. No podía distinguir nada, salvo los colores. Perdió de vista a Marit, a Hugh, al perro...
Perdió de vista todo, excepto el puñal sartán.
Estaba en mitad de la cubierta. Aquella fuerza maléa y trepidante vía a ser un puñal de hierro. La habían derrotado otra vez, pero él y Marit estaban casi acabados y la magia del arma era poderosa. El puñal había perdurado a través de los siglos. Había sobrevivido a sus creadores. ¿Cómo podría él destruirla?
Los colores, las posibilidades, continuaron girando en torno a él. Azul.
Existía una fuerza que podía destruir el puñal. Por desgracia, también podía destruirlos a todos.
Cerró los ojos a los colores y escogió el azul.
La nave abandonó la Puerta de la Muerte y se estrelló en un muro de agua.
El torbellino de colores desapareció. Haplo vio de nuevo el interior de la embarcación y, al otro lado de la portilla, el pacífico océano que constituía el acuático mundo de Chelestra.
— ¿Dónde diablos estamos ahora? —preguntó la Mano—, que había recobrado el conocimiento y miraba por la ventana con expresión perpleja.
—En el cuarto mundo.
Haplo percibió unos sonidos de mal agüero en la nave. Un gemido procedente de algún lugar de la bodega, unos extraños suspiros, como si la embarcación se lamentara de su destino.
Marit cambien los captó. Tensa y alarmada, vió la cabeza.
— ¿Qué es eso?
—La nave se está rompiendo —respondió Haplo, sombrío, con la vista fija en el puñal, cuyas runas brillaban tenuemente.
— ¿Qué? —Exclamó Marit—. ¡Es imposible! ¡La magia rúnica la protege! Eso es.... es mentira.
—Está bien, estoy mintiendo. —Haplo estaba demasiado cansado, demasiado malherido, demasiado preocupado para discusiones. Pendiente del puñal con el rabillo del ojo, buscó con la mirada la piedra de gobierno de la nave, situada en un pedestal de madera a buena altura sobre la cubierta. Cuando la nave empezara a partirse, pensó, aquella posición no serviría de nada.
—Dame tu chaleco —dijo a Marit.
— ¿Qué?
— ¡El chaleco! ¡Dame tu chaleco de cuero! —Repitió, fulminándola con la mirada—. ¡Maldita sea, no hay tiempo para explicaciones! ¡Dámelo y basta!
Ella lo miró con suspicacia, pero los crujidos se hacían más audibles; los suspiros desconsolados habían dado paso a secos chasquidos. Marit se despojó de la prenda, cubierta de runas de protección, y la arrojó a Haplo, que envió con ella la piedra de gobierno.
Las runas de la Hoja Maldita emitieron un repulsivo resplandor verdoso. El perro, al parecer ileso y dando muestras de morbosa curiosidad, se acercó al puñal arrastrándose sobre el vientre y lo olisqueó. De pronto, el animal se apartó de un salto con el pelo del cuello erizado.
Haplo dirigió la vista al techo y recordó la última vez que había llegado a Chelestra: la destrucción de la nave, la desaparición de la magia de las runas, el agua que empezaba a filtrarse por las rendijas. Entonces había reaccionado con perplejidad, con rabia, con miedo. Ahora, rogó que llegaran enseguida unas gotas.
¡Y así sucedió! Un fino reguero de agua de mar se deslizó por uno de los mamparos.
— ¡Hugh! —Gritó Haplo—. ¡Coge el puñal! ¡Mételo en el agua!
La Mano no respondió. No se movió. Permaneció agachado, pegado al casco de la nave, agarrado a él como si le fuera la vida, contemplando el agua boquiabierto y con ojos desorbitados.
El agua. Haplo lamentó su torpeza. Él humano procedía de un mundo en el que la gente libraba guerras por el agua; un cubo del preciado líquido era una fortuna. Sin duda, jamás en su vida había visto tanta agua. Y, desde luego, no la había visto como un puño aterrador que se cerraba sobre la nave estrujando lentamente su casco de madera.
Era posible que los idiomas de los mensch de Ariano no tuvieran un término para ^ahogarse», pero Hugh no necesitó ninguna palabra para imaginarse vividamente tal muerte. Haplo lo comprendió; él había pasado por la misma experiencia.
El ahogo, el sofoco, los pulmones a punto de estallar... Era inútil intentar explicarle a Hugh que podría respirar el agua con la misma facilidad que el aire.
Inútil explicarle que, si actuaban deprisa, podrían marcharse antes de que la nave se hiciera pedazos. Inútil recordarle que no podía morir. En aquel instante, tal cosa no le parecería una bendición, precisamente.
Una gota de agua que se filtraba por una de las grietas que, poco a poco, se ensanchaban en el casco de madera, cayó sobre el rostro de Hugh. El humano se estremeció de pies a cabeza y emitió un grito sordo.
Haplo cruzó la cubierta como un rayo y, agarrando al asesino, le clavó los dedos en el brazo.
— ¡El puñal! ¡Cógelo!
El arma ó de la cubierta a la mano de Hugh. No había cambiado de forma, pero su resplandor verdusco se había intensificado. Hugh la Mano lo contempló como si no lo hubiera visto nunca.
Haplo retrocedió inmediatamente.
— ¡Hugh! —El patryn hizo un intento desesperado de penetrar en el terror del humano—. ¡Pon el puñal en el agua!
Un grito de Marit lo hizo detenerse.
La mujer señalaba la portilla con una mueca de horror en la cara.
— ¿Qué..., qué es eso?
Un légamo repulsivo, como sangre, teñía el agua. El hermoso océano aparecía ahora oscuro y siniestro. Dos ojos brillantes, rojo—verdosos, los observaban. Unos ojos que eran más grandes que la propia nave. Una boca desdentada les dedicaba una sonrisa silenciosa y burlona.
—Las serpientes dragón... en su verdadera forma —respondió Haplo.
El puñal. Por eso no había cambiado la Hoja Maldita. No necesitaba hacerlo.
Estaba tomando fuerza de la mayor fuente de maldad de los cuatro mundos.
Marit no podía apartar la mirada.
—No —dijo con voz apagada, moviendo la cabeza a un lado y otro—. No lo creo... Xar no lo permitiría... —Hizo una pausa y susurró, casi para sí misma—:
Los ojos rojos...
Haplo no respondió. Tenso, esperó que la serpiente dragón atacara, que destrozara la embarcación, los capturara y los devorara.
Pero la criatura no lo hizo, y Haplo comprendió que no se proponía nada parecido. «Me cebo con tu miedo», le había dicho Sang-drax. A bordo de la nave había suficiente miedo, odio y desconfianza a alimentar a una legión de serpientes dragón. Y, con la embarcación desmoronándose lentamente, la criatura sólo tenía que esperar a que sus víctimas vieran desvanecerse su magia y a que se dieran cuenta de su absoluta indefensión. Su terror no haría sino incrementarse.
Otro chasquido y una serie de crujidos en la parte de popa. Unas gotas de agua cayeron en la mano de Haplo. Los signos mágicos, que habían irradiado un intenso fulgor rojo y azulado ante la aparición de la serpiente dragón, empezaron a perder intensidad; el resplandor, la magia, estaba debilitándose.
Muy pronto, su magia se rompería en pedazos como estaba haciendo la nave.
Con un nudo de repulsión en el estómago, el patryn alargó el brazo y tomó la Hoja Maldita de la mano de Hugh, que no se resistió.
El dolor fue peor, mucho peor que si hubiera cogido un atizador al rojo. El instinto lo impulsó a soltarlo, pero apretó los dientes para resistir el dolor y lo sostuvo. El hierro ardiente laceró su piel, se fundió con su carne y pareció fluir de su mano a sus propias venas.
La hoja cobró vida, se retorció y, enviéndole la mano, penetró insidiosamente en su carne. Le devoró el hueso. Empezó a devorarle todo el cuerpo.
Tambaleándose, en un esfuerzo ciego y frenético por librarse del dolor, hincó la rodilla y llevó la mano a un charco de agua que se formaba en la cubierta.
Al instante, la Hoja Maldita quedó apagada y fría.
Tembloroso, sujetándose la mano herida con miedo a mirarla, Haplo se encogió de rodillas y echó el cuerpo hacia adelante, mareado y con náuseas.
La nave recibió un golpe. Encima del humano, una viga crujió y cedió. Hugh la Mano emitió un gran alarido. El agua cayó encima de él, encima de ambos.
Haplo quedó empapado. Su magia desapareció de golpe.
El perro ladró una advertencia. Un resplandor rojo iluminó el interior de la cabina.
Haplo se asomó a la ventana. La Hoja Maldita estaba inutilizada, al parecer, pero la serpiente dragón, a diferencia del titán y del murciélago, no había desaparecido. El puñal la había llamado y ahora no había modo de obligarla a marcharse. Pero la serpiente dragón vio que la nave empezaba a romperse; los ocupantes tenían una oportunidad de escapar. La criatura no podía permitirse esperar. La cola golpeó de nuevo el casco de la embarcación. —Marit —musitó Haplo. Tenía la boca seca y casi no podía hablar.
La patryn estaba a cierta distancia de la vía de agua y, como la nave escoraba en la dirección opuesta, aún permanecía relativamente seca.
— ¡La piedra de gobierno! —Las palabras salieron de su boca como un graznido; Haplo tuvo la certeza de que Marit no le había entendido y probó otra vez—: ¡La piedra! Utilízala...
Ella lo oyó, o tuvo la misma idea por su cuenta. Un vistazo le había bastado para percatarse del efecto que ejercía el agua sobre su magia; por fin comprendía por qué Haplo había envuelto la piedra de gobierno con el chaleco.
Los ojos de la serpiente dragón emitieron un fulgor repulsivo. La criatura leyó los pensamientos de la patryn, comprendió sus intenciones y abrió de par en par sus fauces desdentadas.
Marit le dirigió una mirada atemorizada pero enseguida, con gesto resuelto, hizo caso omiso de la amenaza. Descubrió la piedra, se inclinó sobre ella para proteger su magia de las gotas que se filtraban del techo y rodeó la piedra con las manos.
La serpiente dragón atacó. La nave pareció estallar. El agua barrió a Haplo, y el patryn notó que se hundía bajo ella.
De pronto, unos brazos poderosos lo agarraron y lo retuvieron. Una voz tranquilizadora le habló.
Todos sus dolores desaparecieron y Haplo descansó, flotando en la superficie del agua, en paz consigo mismo.
La voz habló de nuevo.
El patryn abrió los ojos, miró hacia arriba y vio...
A Alfred.
CAPÍTULO 20
LA CIUDADELA PRYAN
— ¡No! ¡No os marchéis! ¡Llevadnos con vosotros! ¡Llevadnos con vosotros!
— ¡Oh, basta, Roland, por el amor de Orn! —Dijo el elfo con irritación—, ¡Ya se han ido!
El humano lanzó una mirada colérica a su acompañante y, más por desafiar a éste que por creer que podía conseguir algo positivo, continuó agitando los brazos y lanzando gritos a la extraña nave, que ya había desaparecido de la vista.
Finalmente, cuando se sintió ridículo y se cansó de mover las manos por encima de la cabeza, Roland dejó de gritar y se vió para car su frustración en el elfo.
— ¡Es culpa tuya que los hayamos perdido, Quindiniar!
— ¿Culpa mía? —exclamó Paithan con asombro.
—Sí, tuya. Si me hubieras dejado hablar con ellos tan pronto como llegaron, habría establecido contacto. ¡Pero tú has creído ver un titán dentro de la nave!
¡Qué ocurrencia! ¡Uno de esos enormes monstruos no podría meter el dedo pequeño del pie en esa nave! —se mofó Roland.
—Vi lo que vi —replicó Paithan, con evidente malhumor—. Y, de todos modos, no podrías haber hablado con ellos. La nave estaba completamente cubierta de esos extraños dibujos, como los de la embarcación de Haplo cuando estuvo aquí.
¿Te acuerdas de Haplo?
— ¿De nuestro salvador? Claro que me acuerdo. Él nos trajo a esta maldita ciudadela. Él y ese viejo. Me gustaría tenerlos delante en este momento.
Roland levantó un puño amenazador y, de forma totalmente accidental, golpeó en el nombro a Paithan.
— ¡Oh, lo siento! —murmuró el humano.
— ¡Lo has hecho adrede! —Paithan se frotó la zona del impacto.
—Tonterías. Te has puesto en medio. Siempre andas estorbando...
— ¿Estorbando? ¡Eres tú el que siempre se cruza en mi camino! Dividimos la ciudad en dos mitades; si te quedaras en tu mitad como acordamos, no me encontrarías en medio.
— ¡Eso te gustaría! —dijo Roland, burlón—. Que Rega y yo nos quedemos en nuestro lado a morirnos de hambre mientras tú y la zorra de tu hermana engordáis...
— ¿Engordar? ¿Qué dices? —Paithan había empezado a hablar en elfo, como solía hacer cuando se exasperaba... y últimamente tenía la impresión de emplearlo casi continuamente—. ¿Y dónde crees que conseguimos la comida?
—No lo sé, pero pasas mucho tiempo en esa ridícula Cámara de la Estrella, o como sea que la llames. —Roland, terco e irritado, no se apeó del uso del lenguaje humano.
—Sí, cultivo alimento, ahí. A oscuras. Aleatha y yo vivimos de hongos. Y no llames así a mi hermana.
— ¡Te creo muy capaz! ¡Os creo capaces a los dos! Y a tu hermana la llamaré exactamente lo que es: una zorra intrigante...
— ¿Una qué? —inquirió una voz adormilada desde las sombras.
Roland enmudeció, y se vió hacia donde había sonado la voz.
— ¡Oh, hola, Thea! —Paithan recibió a su hermana sin entusiasmo—. No sabía que estuvieras aquí.
Una elfa apareció bajo el eterno resplandor del sol de Pryan. Por su expresión lánguida, se adivinaba que acababa de despenar de una siesta. A juzgar por la mirada de sus azules ojos, el descanso había estado lleno de dulces sueños.
Llevaba el cabello rubio ceniza algo revuelto y parecía haberse vestido apresuradamente, pues sus ropas estaban levísimamente desarregladas. Las ropas y los encajes parecían desear una enérgica mano varonil que los acabara de poner en su sitio... o que lo quitara todo para empezar otra vez desde el principio.
Aleatha sólo permaneció a la luz unos instantes, lo suficiente como para que iluminara sus cabellos. Después, se retiró de nuevo a la sombra que extendía la altísima muralla de la ciudadela que cerraba la plaza. El fiero sol hería su pálida tez y le producía arrugas. Con gesto displicente, se apoyó en la muralla y observó a Roland con aire divertido; bajo sus pestañas largas y soñolientas refulgían dos zafiros azules.
— ¿Qué ibas a llamarme? —inquirió de nuevo, cuando se aburrió por fin de oírlo balbucear y farfullar.
—Sabes muy bien lo que eres —logró articular Roland, al cabo.
—No, no lo sé. —Aleatha abrió los ojos durante una fracción de segundo, lo suficiente para absorber al humano con ellos; después, como si el esfuerzo fuera demasiado agotador, bajó de nuevo las pestañas y despidió al humano—. Pero ¿por qué no vienes a verme al jardín del laberinto a la hora del vino y me lo cuentas?
Roland murmuró por lo bajo que antes la vería en el infierno y abandonó el lugar con gesto mohíno.
—No deberías burlarte así de él, Thea —dijo Paithan cuando Roland ya no podía oírlos—. Los humanos son como perros salvajes. Cuando uno los azuza, sólo consigue...
— ¿Hacerlos más salvajes? —apuntó Aleatha con una sonrisa.
—A ti tal vez te resulte muy divertido jugar con él, pero eso hace muy difícil la convivencia — omentó Paithan a su hermana.
Emprendió el regreso hacia la parte principal de la ciudadela atravesando el sector humano de la ciudad. Aleatha se puso en marcha a su lado, con paso pausado.
—Me gustaría que lo dejaras en paz —añadió Paithan.
— ¡Pero es la única fuente de entretenimiento que tengo en este lugar tan horrible! —Protestó Aleatha y miró a su hermano; una mueca levemente ceñuda emborronó la delicada belleza de su rostro—. ¿Qué te sucede, Pait? Antes no me regañabas así. Te juro que cada vez te pareces más a Cal. Te comportas como una solterona gruñona...
— ¡Basta, Thea! —Paithan la asió por la muñeca y la obligó a mirarlo—. No hables así de ella. Ahora, Calandra ha muerto y nuestro padre, también, y todos vamos a morir y...
Aleatha se desasió y usó la mano para abofetear el rostro de su hermano.
— ¡No digas eso!
Paithan se frotó la mejilla, ardiente, y contempló a Aleatha con aire tétrico.
—Pégame todo lo que quieras. Thea, pero eso no cambiará las cosas. Al final, nos quedaremos sin comida. Cuando eso suceda... —se encogió de hombros.
—Saldremos a buscar más —dijo ella. Dos manchas rojas, como si tuviera fiebre, ardían en sus mejillas—. Ahí fuera hay toda la comida que queramos:
hortalizas, frutas...
—Y titanes —añadió Paithan secamente.
Aleatha se remangó la larga falda, cuyo borde empezaba a notarse un poco deshilachado, y se adelantó a su hermano con un paso mucho más rápido que el que había llevado hasta entonces.
—Se han ido —respondió, viendo la cabeza.
Paithan tuvo dificultades para llegar a su altura.
—Eso fue lo que dijo el último grupo antes de salir. Y ya sabes qué sucedió.
—No, no lo sé —replicó Aleatha, avanzando a toda prisa por las calles vacías.
—Claro que sí. —Su hermano la alcanzó por fin—. Tú oíste los gritos. Todos los oímos.
— ¡Fue un truco! —Aleatha alzó el rostro—. Un truco para engañarnos, para hacernos quedar aquí. Probablemente, los demás están ahí fuera saciándose de...
de todo tipo de comidas maravillosas y riéndose de nosotros,.. —A pesar de sus esfuerzos, le tembló la voz—. Cook dijo que allí fuera había una nave. Ella y sus hijos la encontraron y se marcharon ando de este lugar espantoso...
Paithan abrió la boca para discutir, pero vió a cerrarla. Aleatha conocía la verdad. Sabía perfectamente qué había sucedido aquella noche terrible. Ella y Roland, Paithan, Rega y Drugar, el enano, reunidos en la escalinata, habían presenciado con zozobra cómo Cook y los demás abandonaban la seguridad de la ciudadela y penetraban en la remota selva. Fue el vacío y la soledad lo que los impulsó a dejar la seguridad de los muros de la ciudadela. Eso y el constante discutir, las peleas sobre la menguante reserva de alimentos. La antipatía y la desconfianza habían dado paso al temor y al odio.
Ninguno de ellos había visto u oído indicios de los titanes, aquellos gigantes aterradores que vagaban por Pryan, desde hacía mucho tiempo. Todos —excepto Paithan— se habían convencido de que las monstruosas criaturas se habían marchado. Paithan, en cambio, sabía que aún seguían allí; lo sabía porque había leído un libro que había encontrado en una biblioteca polvorienta de la ciudadela.
El libro era un manuscrito elfo, redactado en un estilo y con unos términos muy anticuados y en desuso, y estaba ilustrado con numerosas imágenes, razón que había impulsado a Paithan a escogerlo.
En la biblioteca había otros libros escritos en aquel elfo antiguo, pero tenían más texto que ilustraciones; sólo con verlos, le entraba sueño.
Una especie de divinidades que se llamaban a sí mismas «sartán» eran quienes, según ellas, habían llevado a elfos, humanos y enanos a aquel mundo.
Su hermana Calandra habría tachado todo aquello de «tonterías heréticas».
El mundo de Pryan, el mundo de fuego, era presuntamente uno de cuatro mundos distintos.
Paithan no podía dar crédito a ello, aunque había encontrado un diagrama del supuesto «universo»: cuatro esferas flotando en el aire como si un prestidigitador las hubiera lanzado a lo alto y se hubiera marchado, dejándolas suspendidas allí.
¿Por qué clase de estúpidos los estaban tomando?
Según el libro, Pryan era un mundo tropical, de vegetación exuberante, cuyos soles, localizados en el centro del planeta hueco, brillaban constantemente; aquel mundo, de acuerdo con el libro, tenía que proveer de luz y alimento a los otros tres.
Respecto a la primera, Paithan no tuvo reparos en aceptar que tenía más luz de la que podía desear. La comida era otro cantar. Era cierto que la jungla rebosaba de ella, si uno estaba dispuesto a enfrentarse a los titanes para conseguirla. ¿Y cómo se suponía que iba a mandarla a esos otros mundos, en cualquier caso?
«Arrojándosela, supongo», pensó para sí, bastante divertido ante la idea de arrojar frutos de pua al universo. Realmente, aquellos sartán debían de tomarlos a todos por idiotas, si esperaban que se tragaran aquella historia.
Los sartán habían construido aquella ciudadela y, según el libro, habían construido muchas más. A Paithan, aquella idea le resultó intrigante. Casi le resultaba creíble. Había visto brillar las luces en el cielo. Y los sartán decían haber llevado a elfos, humanos y enanos para que vivieran con ellos en las ciudadelas.
Paithan también aceptó aquella parte de la historia, sobre todo porque podía constatar con sus propios ojos que en otro tiempo, gente como él había habitado aquella ciudad. Había edificios construidos en el estilo que gustaba a los elfos, con profusión de adornos y utas y columnas inútiles y ventanas en arco. También había casas destinadas a albergar humanos: sólidas, bajas y poco vistosas. Incluso había túneles bajo tierra para los enanos. Paithan lo sabía porque Drugar lo había llevado allá abajo en una ocasión, poco después de su llegada a la ciudad, cuando los cinco todavía se hablaban entre ellos.
La cíudadela era muy hermosa y práctica y el redactor de aquel libro parecía desconcertado ante el hecho de que no hubiera funcionado como estaba previsto.
Habían estallado guerras; elfos, humanos y enanos («las razas mensch» los llamaba «autor) habían renunciado a vivir en paz y habían empezado a luchar entre ellos.
Paithan, en cambio, lo entendía perfectamente. En aquel momento, sólo quedaban en la ciudad dos elfos, dos humanos y un enano... y ni siquiera podían entenderse entre los cinco. Podía imaginar cómo serían las cosas en esa época...
fuera cuando fuese.
La población mensch (Paithan empezó a odiar el término) había aumentado a un ritmo alarmante. Incapaces de controlar su creciente número, los sartán (que Orn les arrugara las orejas y cualquier otra parte del cuerpo que tuviera a bien)
habían creado a unos seres temibles llamados titanes, los cuales, al parecer, tenían que actuar como niñeras de los mensch y trabajar en las ciudadelas.
La luz que surgía de la Cámara de la Estrella de la ciudadela era tan brillante que cualquier común mortal que mirara hacia ella quedaba ciego, de modo que los sartán crearon a los titanes sin ojos.
Para compensar la discapacidad (y para controlarlos mejor), los dotaron de facultades telepáticas, de modo que los titanes podían comunicarse mediante el mero pensamiento. Sus creadores también les proporcionaron una inteligencia muy limitada (seres tan grandes y poderosos podrían haber resultado una amenaza, de haber sido más listos) y los iniciaron en la magia de las runas, o algo parecido.
Paithan no era muy amante de la lectura y se había saltado los párrafos más aburridos.
Al parecer, el plan había dado resultado. Los titanes rondaban por las calles, y elfos, humanos y enanos estaban demasiado intimidados por la presencia de los monstruos como para enfrentarse entre ellos.
Todo iba a pedir de boca pero ¿qué había sucedido después de aquello? ¿Por qué los mensch habían abandonado las ciudades para aventurarse en la jungla?
¿Cómo habían quedado fuera de control los titanes? ¿Y dónde estaban ahora aquellos sartán y qué se proponían hacer con todo aquel caos?
Paithan no tenía las respuestas, ya que el libro terminaba precisamente allí.
El elfo se sentía frustrado. A pesar de sus opiniones, la historia le había interesado y quería saber cómo había terminado, pero el libro no lo explicaba.
Daba la impresión de que el autor se proponía hacerlo, pues el libro tenía más páginas, pero todas éstas estaban en blanco.
No obstante, Paithan había leído suficiente como para saber que los titanes habían sido creados en las ciudadelas, de modo que parecía más que probable que se sintieran atraídos a ellas. Sobre todo, porque los titanes no dejaban de preguntara todo el que encontraban (antes de machacarle los sesos) cosas como « ¿Dónde está la ciudadela?». Una vez que la encontraran, difícilmente querrían salir de ella.
Eso era lo que había vaticinado ante los demás.
—Yo me quedo aquí, dentro de las murallas. Los titanes aún siguen ahí fuera, ocultos en la jungla, esperándonos. Haced caso de lo que os digo —los previno.
Y había tenido razón. Sus aciagos presagios se habían cumplido. A veces, Paithan despertaba en plena noche bañado en un sudor frío y creyendo oír los gritos de agonía procedentes de la jungla, más allá de las murallas.
Paithan se había negado a acompañar a Cook y los demás. Y, como él se negaba, Rega —hermana de Roland y amante de Paithan—también se había negado. Y, como Rega se quedaba, Roland había decidido hacer lo mismo. O quizá la verdadera causa de su decisión había sido saber que Aleatha, la hermana de Paithan, se proponía no abandonar a éste. Nadie estaba seguro de las razones de Aleatha para quedarse, salvo que tenía mucho cariño por su hermano y que le habría costado un esfuerzo terrible abandonarlo.
En cuanto a Drugar, el enano, estaba allí porque el grupo que se disponía a partir había dejado muy claro que no lo querían con ellos.
Tampoco era especialmente bien acogido entre los que se quedaban, pero nunca se habrían atrevido a decírselo en voz alta ya que el enano era quien los había salvado de ser devorados por el dragón. En cualquier caso, el enano hizo lo que le vino en gana y se mantuvo en una gran reserva, sin apenas cambiar palabra con ninguno de los demás.
Con todo, al parecer, Drugar coincidía en su opinión con Paithan; el áspero enano no había mostrado el menor deseo de abandonar la ciudadela y, cuando habían empezado los gritos angustiosos, se había limitado a acariciarse la barba y asentir con la cabeza, como sí lo esperase.
Paithan reflexionó sobre todo aquello y, con un suspiro, pasó el brazo por los hombros de su hermana.
— ¿Qué andabais haciendo tú y Roland en la plaza? —preguntó ésta. El cambio de tema quería indicar que lamentaba haberle pegado—. Cuando os he visto desde la muralla parecíais un par de idiotas, saltando y gritándole al cielo.
—Una nave... —contestó Paithan—. Una nave descendió... Salió de la nada...
— ¿Una nave? —Aleatha abrió los ojos como platos; de puro perpleja, olvidó que estaba desperdiciando su belleza en un simple hermano—. ¿Qué clase de nave? ¿Por qué no se ha quedado? ¡Oh, Paithan, quizá regrese y nos saque de este lugar tan horrible!
—Quizá —dijo él. Personalmente, tenía sus dudas, pero no quería desanimar sus esperanzas y ganarse otro bofetón—. Respecto a por qué no se han quedado...
bien, Roland no opina igual, pero yo juraría que los ocupantes de la nave estaban luchando contra un titán. Sé que parece una locura, que la nave era pequeña, pero estoy seguro de lo que vi. Y vi también otra cosa. Vi a un hombre que parecía Ha— pío.
— ¡Ah! Bien, entonces me alegro de que se haya marchado —declaró Aleatha fríamente—. No habría ido a ninguna parte con él. Ese Haplo nos condujo a esta prisión insoportable fingiendo ser nuestro salvador y, luego, nos abandonó. El es la causa de todas las desgracias que nos han sucedido. No me sorprendería que fuera él quien azuzó a los titanes contra nosotros.
Paithan dejó que su hermana continuara sus divagaciones. Necesitaba tener a alguien a quien echar las culpas y, gracias a Orn esta vez no le tocaba a él.
Pero no podía dejar de pensar que Haplo había tenido razón. Si las tres razas se hubieran aliado para combatir a los titanes, sus pueblos quizás estarían vivos todavía. Pero, tal como habían sucedido las cosas...
—Por cierto, Thea —Paithan salió de sus sombrías meditaciones cuando lo asaltó un pensamiento—, ¿que hacías ahí en la plaza del mercado? Nunca llegas tan lejos en tus paseos.
—Estaba aburrida. No tengo a nadie para hablar, aparte de esa golfa humana.
Hablando de Rega, me ha pedido que te dijera que está sucediendo algo raro en esa Cámara de la Estrella que tanto aprecias.
— ¿Por qué no me lo has dicho antes? —Paithan le dirigió una mirada de ira—. ¡Y no llames golfa a Rega!
A la carrera, el elfo cruzó las calles de la reluciente ciudad de mármol, una ciudad de torres y agujas y cúpulas, de maravillosa belleza. Una ciudad que tenía muchas probabilidades de convertirse en su tumba.
Aleatha lo observó alejarse y se preguntó cómo podía gastar todas aquellas energías en algo tan inútil como acudir a una sala gigantesca y manosear unas máquinas que nunca hacían nada y que, con toda seguridad, nunca lo harían.
Nada constructivo, al menos, como producir comida.
Bien, por lo menos no pasaban hambre todavía. Paithan había intentado imponer algún tipo de sistema de racionamiento, pero Roland se había negado a aceptarlo con el argumento de que los humanos, al ser más corpulentos, necesitaban comer más que los elfos y que, por tanto, era injusto que Paithan adjudicara a Roland y a Rega la misma cantidad de comida que a el y Aleatha.
Ante lo cual Drugar había dejado oír su voz —un hecho excepcional en él— y había afirmado que los enanos, con su masa corporal mis pesada, necesitaban el doble de comida que un elfo o un humano.
Llegados a aquel punto, se había armado una trifulca y, finalmente, no había habido reparto de ninguna clase.
Aleatha contempló la calle y se estremeció bajo el radiante sol. Las paredes de mármol siempre estaban frías. El sol no conseguía calentarlas, sin duda a causa de la extraña oscuridad que se extendía sobre la ciudad cada noche. Habiendo crecido en un mundo de luz perpetua, Aleatha había llegado a disfrutar de la noche artificial que caía sobre la ciudadela y en ninguna otra parte de todo Pryan.
Le gustaba pasear en la oscuridad, disfrutando del misterio y de la suavidad aterciopelada del aire nocturno.
Especialmente agradable resultaba pasear en la oscuridad acompañada. Miró a su alrededor. Las sombras se hacían más densas. La extraña noche no tardaría en caer. Podía hacer dos cosas: ver a la Cámara de la Estrella y llorar de aburrimiento observando a Paithan enfrascado en su estúpida máquina, o ir a ver si Roland acudía a la cita en el jardín del laberinto.
Aleatha contempló su imagen reflejada en el cristal de la ventana de una casa vacía. Estaba un poco más delgada, pero aquello no desmerecía su belleza. Si acaso, su cintura de avispa hacía más uptuosos sus generosos pechos. Con destreza, se arregló el vestido lo mejor posible y hundió los dedos entre los tupidos cabellos.
Roland la estaría esperando. Lo sabía.
CAPÍTULO 21
LA CIUDADELA
PRYAN
El jardín del laberinto estaba en la parte de atrás de la ciudad, en una suave pendiente que descendía desde la ciudad propiamente dicha hasta el muro protector que la circundaba. A ninguno de sus compañeros le agradaba demasiado aquel laberinto; Paithan se quejaba de que producía una sensación extraña, pero Aleatha se sentía atraída por el lugar y solía rondar por allí a la hora del vino. Si tenía que estar sola, y en aquellos tiempos era cada vez mis difícil encontrar compañía, era allí donde más le gustaba estar.
—El jardín del laberinto fue construido por los sartán —le había contado Paithan, que había descubierto el dato en uno de los libros que se vanagloriaba de haber leído—. Lo hicieron para ellos, porque les gustaba pasear al aire libre y les recordaba el lugar del que procedían. Nosotros, los mensch —en sus labios se había formado una mueca al pronunciar la palabra—, teníamos prohibido el acceso. No sé por qué se molestaban. No puedo imaginar a ningún elfo en sus cabales que quisiera entrar ahí. No te lo tomes a mal, Thea, pero ¿qué encuentras de fascinante en este rincón tan lúgubre?
— ¡Oh!, no lo sé —había respondido ella con un encogimiento de hombros—.
Tienes razón, quizá sea un poco tétrico. Pero aquí todo... todos resultan tan aburridos...
Según Paithan, en el pasado, el laberinto —una serie de setos, árboles y arbustos— había sido cuidado y conservado con gran atención. Sus caminos conducían, a través de intrincadas rutas, hasta un anfiteatro situado en el centro.
Allí, lejos de los ojos y oídos de los mensch, los sartán celebraban sus reuniones secretas.
—Yo, en tu lugar, no entraría ahí, Thea —le había advertido Paithan—. Según el libro, esos sartán dotaron al laberinto de algún tipo de magia, destinada a atrapar a cualquiera que no estuviera autorizado a entraren él.
A Aleatha, la advertencia le resultó emocionante, del mismo modo que encontraba fascinante el laberinto.
Con el paso del tiempo, abandonado y olvidado, el laberinto se había asilvestrado. Los setos que en otra época eran recortados con todo cuidado se alzaban de forma desigual, crecían en los caminos y formaban una cúpula verde entretejida de modo que impedía el paso de la luz y mantenían el laberinto fresco y oscuro incluso en las cálidas horas diurnas. Penetrar en él era como aventurarse en un túnel de vida vegetal, pues algo mantenía despejado el centro de los caminos: quizás eran las extrañas marcas grabadas en la piedra, aquellas marcas que podían verse en los edificios de la ciudad y en sus murallas y que, según Paithan, eran algún tipo de magia.
Una verja de hierro (una rareza en Pryan, donde poca gente llegaba a ver el suelo en algún momento de su vida) conducía a un arco Formado por un seto sobre un sendero de piedra. Cada losa del camino llevaba grabado uno de los signos mágicos. Paithan había prevenido a su hermana de que las marcas podían causarle daño, pero Aleatha sabía que no era así. La elfa las había recorrido muchas veces sin prestarles atención, antes de enterarse de qué eran, y nunca le habían causado el menor mal.
Desde la verja, el camino conducía directamente al laberinto. Unos altos muros de vegetación se elevaban por encima de su cabeza, y las flores llenaban el aire con su dulce fragancia.
El camino avanzaba recto durante un breve trecho; después se dividía en dos direcciones distintas que se adentraban aún más . La bifurcación era lo más lejos que se había adentrado Aleatha en sus paseos: los dos caminos que partían de ella la llevaban fuera de la vista de la verja, y la elfa, aunque atrevida y temeraria, no carecía de sentido común.
En la bifurcación había un banco de mármol y un estanque. Aleatha solía sentarse allí bajo la fresca sombra y escuchar el trino de unos pájaros ocultos mientras admiraba su imagen reflejada en el agua y se preguntaba ociosamente que encontraría si se internaba más . Después de ver un dibujo del laberinto en el libro de Paithan, había llegado a la conclusión de que no había allí nada interesante que mereciera el esfuerzo. Se había llevado una tremenda decepción al enterarse de que los caminos sólo conducían a un círculo de piedra rodeado de filas de asientos.
Mientras recorría la calle vacía (¡tan vacía!) que conducía al laberinto, Aleatha sonrió. Allí estaba Roland, meditabundo, deambulando arriba y abajo ante la verja sin dejar de lanzar miradas indecisas y sombrías hacia la vegetación.
Aleatha permitió que su falda crujiera audiblemente y, al captar el sonido, Roland irguió los hombros, hundió las manos en los bolsillos y empezó a pasear con aire calmoso, contemplando el seto con interés como si acabara de llegar.
Aleatha reprimió una carcajada. Llevaba todo el día pensando en Roland, en lo mucho que le desagradaba. En realidad, lo detestaba. Roland era tan tosco, tan arrogante y tan... en fin, tan humano... Al evocar lo mucho que lo odiaba, le vino a la cabeza espontáneamente el recuerdo de la noche en que había hecho el amor con él. Naturalmente, aquello había sucedido en circunstancias excepcionales.
Ninguno de los dos había tenido la culpa. Los dos estaban recuperándose del terrible trance de haber estado a punto de ser devorados por un dragón. Roland estaba herido y ella sólo había querido reconfortarlo...
¿Por qué no podía borrar de su mente aquella noche, ni olvidar los fuertes brazos de Roland, sus labios tiernos y su manera de hacerle el amor como no se había atrevido a hacer ningún otro hombre...?
Aleatha no se había acordado de que Roland era un humano hasta el día siguiente; entonces, le había ordenado terminantemente que no viera a tocarla jamás. El, al parecer, había obedecido con sumo gusto, a juzgar por la respuesta que había dado a la elfa. Sin embargo, desde entonces, ella se dedicó con entusiasmo a burlarse de él. Era el único placer que le quedaba. Roland, a su vez, parecía encontrar igual deleite en provocar su irritación.
La elfa llegó a las proximidades de la verja. Roland, apoyado en el seto, le dirigió una mirada de soslayo con una sonrisa que ella consideró aviesa.
— ¡Ah!, veo que has venido —comentó el humano, dando a entender que Aleatha había acudido a la cita por él. Sus palabras frustraron el comentario que la elfa había preparado como salutación (una insinuación de que Roland había acudido allí por ella), lo cual desató de inmediato su cólera.
Y, cuando Aleatha estaba furiosa, se mostraba más dulce y más encantadora que nunca.
— ¡Vaya, Roland! —Exclamó en un tono de sorpresa que sonó muy natural—.
De modo que eres tú, ¿eh?
— ¿Y quien más podría ser? ¿El noble Dumdum, tal vez?
Aleatha se sonrojó. El noble Durndrun había sido su prometido elfo y, aunque ella no había estado enamorada de él y sólo iba a casarse por el dinero del novio, ahora estaba muerto y aquel humano no tenía derecho a burlarse de él y... ¡Bah, mejor dejarlo estar!
—No estaba segura —contestó, echándose el cabello hacia atrás sobre el hombro desnudo (la manga del vestido ya no le ajustaba como era debido porque había perdido peso y se le deslizaba por el brazo dejando a la vista un hombro blanco de excepcional belleza) —. ¿Quién sabe qué cosa viscosa podría haber surgido de Abajo?
La blancura de su piel atrajo la mirada de Roland. Ella le permitió mirarla y desearla (confió en despertar su deseo); Luego, despacio y con suavidad, se cubrió el hombro con un chal de encaje que había encontrado en una casa abandonada.
—Bueno, si realmente apareciera de la nada algún ser viscoso, estoy seguro de que lo espantarías, —Roland dio un paso hacia ella y vió a fijar la vista en su hombro con una mueca de sarcasmo—, 'le estás quedando en los huesos.
¡En los huesos! Aleatha le dirigió una mirada de odio, tan furiosa que olvidó cualquier asomo de dulzura y se lanzó contra él con el puño levantado para golpearlo.
Roland la asió por la muñeca, le retorció el brazo, se inclinó sobre ella y la besó. Aleatha se resistió el tiempo preciso, no demasiado (lo cual quizás habría desanimado al humano), pero sí el suficiente como para obligarlo a emplear la fuerza para dominarla. Después, se relajó en sus brazos.
Los labios de Roland se deslizaron por su cuello.
—Sé que te vas a llevar una decepción —susurró él—, pero sólo he venido a decirte que no voy a venir. Lo siento.
Y, con esto, la soltó.
Aleatha había apoyado todo su peso en el cuerpo de Roland y, cuando éste retiró los brazos, la elfa se desplomó en el suelo a cuatro pies. El hombre la miró con una mueca burlona.
— ¿Me estás suplicando que me quede? Me temo que es inútil.
A continuación, le dio la espalda y abandonó el lugar.
Aleatha, furiosa, intentó incorporarse pero su falda larga y uminosa le obstaculizó los movimientos.
Cuando por un estuvo en pie v dispuesta para sacarle los ojos al humano, éste ya había doblado la esquina de un edificio y había desaparecido de la vista.
La elfa se detuvo, con la respiración acelerada. Sí echaba a correr tras él, produciría la impresión de estar haciendo precisamente eso: correr tras él. (De haber ido tras sus pasos, habría descubierto a Roland acurrucado contra una pared, tembloroso y secándose el sudor del rostro.) Aleatha, enfurecida clavó las uñas en la palma de las manos, cruzó la verja que daba acceso al laberinto, avanzó por las piedras marcadas con las runas sartán y se arrojó sobre el banco de mármol.
Convencida de encontrarse a solas, resguardada de la curiosidad donde nadie vería si se le enrojecían los ojos o se le hinchaba la nariz, la elfa se echó a llorar.
— ¿Te ha hecho daño? —preguntó una voz áspera.
Sobresaltada, Aleatha levantó la vista.
— ¿Que...? ¡Ah!, Drugar... —murmuró con un suspiro. En un primer momento se sintió aliviada; después, no tanto. El enano era un tipo extraño y adusto. ¿Quién sabía qué le rondaba en la cabeza? Además, ya había intentado matarlos a todos en una ocasión.. .
—No, claro que no —respondió pues, desdeñosamente, mientras se secaba los ojos y se sorbía la nariz—. No estoy llorando —añadió con una risilla— Me ha entrado algo en el ojo, ¿Cuánto,.., cuánto tiempo llevas aquí? —inquirió con tono ligero, despreocupado.
El enano soltó un gruñido.
—El suficiente—murmuró, y Aleatha no tuvo modo de concretar qué quería decir con ello.
Entre los humanos, Drugar recibía el apodo de Barbanegra, que le cuadraba perfectamente. Su barba era larga y tan tupida y abundante que apenas alcanzaba a distinguirse la boca y uno nunca sabía si estaba serio o sonriente. Sus brillantes ojos negros, que refulgían bajo unas cejas pobladas y despeinadas, no ofrecían ninguna pista de sus pensamientos o de sus emociones, —Tú lo amas y él te quiere. ¿Por qué, pues, os dedicáis a haceros daño con estos juegos?
— ¿Yo? ¿Amarlo, yo? —Aleatha emitió una nueva risilla—. No seas ridículo, Drugar. Lo que dices es imposible. Roland es un humano, ¿verdad? Y yo, una elfa.
Es como si le pidieras a un gato que amara a un perro.
—No es imposible. Yo lo sé muy bien —replicó el enano.
Sus ojos oscuros se cruzaron con los de ella y, al instante, los dos apartaron la mirada. Drugar fijó la suya en el seto, sombrío y silencioso.
« ¡Madre santa!», pensó Aleatha, muda de sorpresa. Aunque Roland no la quisiera (y, en aquel momento, estaba totalmente convencida de que el humano no sentía amor por ella y nunca lo sentiría), allí tenía a alguien que sí la amaba.
Aunque lo que había visto en aquellos ojos anhelantes no era mero amor. Era mucho más. Casi adoración.
De haberse tratado de cualquier otro, elfo o humano, Aleatha se lo habría tomado a broma, habría aceptado su enamoramiento como un tributo y habría colgado aquel amor como un trofeo más de su colección. Sin embargo, la sensación que tuvo en aquel momento no fue de triunfo ante una nueva conquista. Lo que sintió fue pena, una profunda lástima.
Si Aleatha se mostraba a menudo insensible, era porque le habían roto tantas veces el corazón que había decidido encerrarlo en una caja y ocultar la llave. Todos aquellos a los que había querido en su vida la habían abandonado. Primero, su madre; después, Calandra y su padre. Incluso el petimetre de Durndrun —un verdadero zopenco, pero un zopenco adorable— había conseguido hacerse matar por los titanes.
Y, si una vez se había sentido atraída por Roland (Aleatha tuvo buen cuidado de formular el pensamiento en pasado), era porque el humano no había mostrado nunca el menor interés por encontrar la llave de la caja que contenía su corazón, lo cual hacía el juego más seguro y divertido. La mayor parte del tiempo.
Pero esta vez no se trataba de un juego. Drugar no bromeaba. El enano estaba solo; tan carente de compañía como ella. Más, incluso, pues todo su pueblo, toda la gente a la que había querido, todos los que habían significado algo para él, habían muerto, destruidos por los titanes. Drugar no tenía nada. No le quedaba nadie.
La pena quedó barrida por la vergüenza. Por primera vez en MÍ vida, Aleatha no encontraba palabras. No necesitaba decirle que su amor era imposible: Drugar era consciente de ello. La elfa no tenía que preocuparse de que el enano fuera a convertirse en un latoso. Seguro que no vería a mencionar el asunto. Lo sucedido momentos antes había sido un accidente; Drugar había abierto la boca para reconfortarla. En adelante, el enano estaría prevenido. Ella no podía evitar que .se sintiera herido.
El silencio se hizo sumamente incómodo. .Aleatha bajó la cabeza y dejó que el cabello le cayera en torno al rostro, ocultándolo de la vista del enano y ocultando a éste de la suya. Sus dedos hurgaron en los pequeños agujeros del encaje del chal.
«Drugar, —deseó decirle—. Soy una persona horrible. No valgo nada. Tú no me has visto nunca como soy en realidad. Por dentro soy repugnante.
¡Verdaderamente repugnante!» Tragó saliva y empezó a decir:
—Drugar, yo...
— ¿Qué es eso? —gruñó el enano de pronto, al tiempo que vía la cabeza.
— ¿Qué es qué? —preguntó ella, incorporándose del banco con un respingo.
La sangre afluyó a su rostro. Lo primero que pensó fue que Roland había regresado furtivamente y los había estado espiando. De ser así, él sabría... ¡Ah!, eso sería intolerable...
—Ese sonido —contestó Drugar frunciendo el entrecejo—. Como SÍ alguien tarareara una tonada. ¿No lo oyes?
Aleatha lo captó por fin. Una especie de tarareo, como había dicho el enano.
El sonido no resultaba desagradable. De hecho, era dulce y tranquilizador y le evocó el recuerdo de su madre cantándole una nana. Exhaló un suspiro. Una cosa era segura: quien canturreaba de aquella manera no era Roland, pues éste tenía una voz como un rallador de queso.
—Qué curioso —comentó mientras se alisaba la falda y se llevaba las yemas de los dedos a los ojos para comprobar que había borrado cualquier asomo de lágrimas—. Supongo que deberíamos ir a ver de dónde procede.
—Sí—dijo Drugar, con los pulgares por dentro del cinturón. El enano aguardó cortésmente a que Aleatha abriera la marcha por el camino, sin atreverse a caminar a su lado.
A la elfa le enterneció su delicadeza y, al llegar a la verja, se detuvo y se vió hacia él, Con una sonrisa que no tenía nada de coqueteo, sino de entendimiento entre dos personas solitarias, inquirió:
—Drugar, ¿te has adentrado mucho ?
—Sí —repuso el enano, bajando la vista.
—Me encantaría internarme en él alguna vez. ¿Querrías llevarme? Sólo a mí.
A los demás, no —se apresuró a añadir Aleatha cuando vio que el enano empezaba a torcer el gesto.
Drugar la miró con cautela, como si pensara que la elfa bromeaba. Su rostro se relajó.
—Sí, te llevaré —asintió. Sus ojos adquirieron un brillo poco común—. Ahí dentro hay cosas extrañas que merece la pena ver.
— ¿De veras? —Aleatha olvidó el canturreo fantasmagórico—. ¿Cuáles?
El enano se limitó a mover la cabeza en gesto de negativa.
—Pronto oscurecerá —apuntó— y no llevas ninguna luz. No podrás encontrar el camino de vuelta a la ciudadela. Tenemos que marchamos.
Drugar sostuvo la verja hasta que Aleatha hubo cruzado la entrada; después, la cerró. Se vió hacia la elfa, hizo una torpe reverencia y murmuró algo en voz baja, probablemente en la lengua de los enanos, porque Aleatha no entendió nada.
Aun así, sus palabras le sonaron a una especie de bendición.
Tras esto, Drugar dio media vuelta y se alejó.
Aleatha notó un leve pálpito de inusual calidez en su corazón, encerrado en su caja.
CAPITULO 22
LA CIUDADELA
PRYAN
Subiendo los peldaños de dos en dos, presa de una gran agitación, Paithan ascendió la escalera de caracol que conducía a la torre más alta de la ciudadela y penetró en una gran estancia a la que había puesto el nombre de Cámara de la Estrella. Desde allí pudo ver —y oír— por sí mismo que su máquina estelar (casi la consideraba propiedad suya, al haber sido su descubridor} había experimentado un cambio de algún tipo, y maldijo a Roland por haberle privado de observar el cambio mientras se producía.
A Paithan también lo sorprendía bastante —y le producía una considerable alarma— que fuera Rega quien le había enviado el mensaje acerca de la máquina.
Los humanos no se sentían cómodos entre la maquinaria. En general, desconfiaban de los artilugios mecánicos y, cuando tenían que habérselas con ellos, solían romperlos. Y Rega, en concreto, había demostrado ser peor que la mayoría.
Aunque al principio había fingido interés por la máquina y la había contemplado con admiración mientras Paithan le enseñaba sus características más destacadas, más tarde había desarrollado gradualmente una aversión irracional a aquel aparato maravilloso. Rega se quejaba del tiempo que él pasaba en aquella sala y acusaba al elfo de interesarse más por la máquina que por ella.
— ¡Oh Pait!, eres tan obtuso —le había dicho Aleatha en una ocasión—. Está celosa, es evidente. Si esa máquina tuya fuera otra mujer, Rega ya le habría arrancado el cabello a tirones.
Paithan se había tomado a broma el comentario. Rega era demasiado juiciosa como para sentir celos de un montón de relucientes mecanismos metálicos, aunque fuera el artilugio mecánico más complejo que había visto en su vida, imponente con aquellas piedras refulgentes llamadas «diamantes» y aquellos objetos creadores de arco iris llamados «prismas» y otras maravillas. Esta vez, sin embargo, Paithan empezaba a pensar que su hermana quizá tenía razón y por eso había, subido los peldaños de dos en dos.
Tal vez Rega había roto la máquina.
Abrió la puerta de un empujón, entró precipitadamente en la Cámara de la Estrella... y vió a salir de inmediato. Dentro de la estancia reinaba una luz cegadora que le impidió ver nada. Acurrucado en una sombra que formaba la puerta abierta, se frotó los ojos doloridos. Después, entreabriéndolos ligeramente, intentó distinguir qué estaba sucediendo pero sólo alcanzó a apreciar los hechos más evidentes: su máquina producía una luz multicolor, vertiginosa, al tiempo que chirriaba, giraba, emitía un tictac... y parecía canturrear.
— ¿Rega? —exclamó desde detrás de la puerta.
Llegó hasta sus oídos un sollozo sofocado.
— ¿Paithan? ¡Oh, Paithan!
—Sí, soy yo. ¿Dónde estás?
— ¡Estoy..., estoy aquí dentro!
— ¡Vamos, sal de ahí! —dijo él con cierta exasperación.
— ¡No puedo! —gimoteó ella—. Hay tanta luz que no veo nada. Tengo miedo de moverme. Yo... ¡tengo miedo de caer en el agujero!
—No puedes caer por ningún «agujero», Rega— Ese diamante, lo que tú llamas roca, está encajado en él.
— ¡Ya no! ¡La roca se ha movido, Paithan! ¡Lo he visto! Uno de esos brazos loha levantado. Dentro del agujero había una especie de ruego ardiente y la luz era tan brillante que no podía mirar, y luego se ha empezado a abrir el techo de cristal...
— ¡Se ha abierto! —Exclamó el elfo—. ¿Cómo ha sido? ¿Los paneles se deslizaban unos sobre otros como una flor de loto gigante? ¿Como en la ilustración de...?
Rega le informó, con chillidos casi incoherentes, de lo que podía hacer con su ilustración y sus flores de loto. Por último, con un estallido de nervios, exigió a Paithan que la sacara de allí de una vez por todas.
En aquel preciso instante, la luz se apagó. El murmullo cesó. La sala quedó oscura y silenciosa. La oscuridad y el silencio se extendieron por toda la ciudadela, por todo el mundo. Al menos, ésa fue la impresión que produjo.
Pero, en realidad, no reinaba tal oscuridad. Nada tenía que ver con aquella extraña «noche» que se extendía sobre la ciudadela por alguna razón desconocida, ni con la ausencia de luz de Abajo. Porque, aunque cayera la noche sobre la ciudadela, la luz de los cuatro soles de Pryan continuaba bañando la Cámara de la Estrella, convertida en una isla en un mar de niebla negra. Cuando sus ojos se hubieron acostumbrado a la luz normal del día, en contraste con la cegadora luz irisada de unos momentos antes, Paithan estuvo en condiciones de entrar en la cámara.
Encontró a Rega aplastada contra una pared con las manos sobre los ojos.
Dirigió una mirada rápida y nerviosa en torno a la cámara. Desde el momento en que entró, supo que la luz no se había apagado definitivamente; sólo estaba descansando, por así decirlo. El mecanismo situado sobre el hoyo del suelo (él lo llamaba «el pozo») continuó su tictac. Los paneles del techo estaban cerrándose.
Extasiado, se detuvo a contemplar la escena. ¡El libro estaba en lo cierto! Los paneles de cristal, cubiertos de extrañas imágenes, empezaban a cerrarse como los pétalos de una flor de loto. Y se percibía una atmósfera de expectación, de espera impaciente. La máquina vibraba de vida.
Paithan estaba tan excitado que casi se lanzó a examinarla, pero primero debía ocuparse de Rega. Corrió hasta ella y la tomó entre sus brazos con suavidad.
La mujer se agarró a él como si fuera a caerse, con los ojos cerrados con fuerza.
— ¡Ay! ¡No me claves los dedos! —Se quejó el elfo—. Ya te tengo. Ya puedes mirar —añadió con más suavidad. Rega era presa de un temblor incontrolable—.
La luz se ha apagado.
Rega entreabrió los párpados con cautela, echó una ojeada, vio los paneles del techo en movimiento y, al momento, cerró los ojos otra vez.
—Rega, mira—la animó Paithan—. Es fascinante.
—No —replicó ella con otro estremecimiento—. No quiero. Yo... ¡Sácame de aquí!
—Si te tomaras la molestia de estudiar la máquina, querida, le perderías el miedo.
—Eso es lo que trataba de hacer, Paithan. Estudiarla —dijo Rega con un sollozo—. Estuve mirando esos condenados libros que siempre andas leyendo y vine..., entré aquí a la hora del vino para... para echar un vistazo... —prosiguió entre hipidos—.
Tú estabas tan... tan interesado en esa máquina que pensé que te complacería que yo...
—Y así es, querida, así es —le aseguró Paithan mientras le acariciaba los cabellos—. Entraste y echaste un vistazo. Dime querida, ¿tocaste algo?
Ella abrió los ojos con un destello de odio. Paithan notó cómo se ponía tensa entre sus brazos.
—Crees que esto es obra mía, ¿verdad?
—No, Rega. Bien, tal vez no a propósito, pero...
— ¡Pues no he sido yo! ¡No he hecho nada! ¡Odio esa máquina!
Acompañó sus palabras de una tuerte pisada.
Un mecanismo se movió como un péndulo, y el brazo que sostenía el diamante sobre el pozo empezó a girar con un chirrido. Rega se arrojó a los brazos de Paithan.
El la retuvo mientras contemplaba fascinado una luz roja, pulsante, que empezaba a elevarse de las profundidades del pozo, — ¡Paithan! —gimió Rega.
—Sí, sí querida. Ya nos vamos. —Pero no fue hacia la puerta.
Los libros proporcionaban un diagrama completo del funcionamiento de la Cámara de la Estrella y explicaban al detalle cuál era su propósito. Paithan alcanzaba a entender la parte que trataba de los mecanismos, pero era un lego absoluto en la parte que se refería a la magia.
De haberse tratado de magia élfica, al menos habría podido hacerse una idea de qué tenía entre manos pues, aunque no tenía gran interés por las artes mágicas, había trabajado con hechiceros elfos en el negocio familiar de las armas el tiempo suficiente como para haber aprendido los rudimentos.
Pero la magia sartán —que trataba con conceptos como las «probabilidades» y utilizaba aquellos signos mágicos conocidos como «runas»— quedaba fuera de su alcance.
Paithan se sentía tan abrumado y lleno de temor reverencial en presencia de aquella magia como, sin duda, la humana Rega debía de sentirse en presencia de la magia de los elfos.
Despacio y en silencio, con elegancia, la flor de loto del techo empezó a abrir de nuevo sus pétalos.
—Así..., así es como ha empezado antes, Paithan —gimoteó Rega—. ¡No había tocado nada, lo juro! ¡Lo..., lo hace todo ella sola!
—Te creo, querida. En serio, te creo —asintió él—. Resulta tan..., tan maravilloso.
— ¡No! ¡Nada de eso! ¡Es horrible! Es mejor que nos vayamos, ¡Deprisa, antes de que vuelva esa luz!
—Sí, supongo que tienes razón. —Paithan se encaminó a la puerta con paso lento, a regañadientes.
Rega avanzó agarrada a él, tan apretada contra su cuerpo que sus pies tropezaban a cada paso.
— ¿Por qué te detienes?
—Rega, querida, así no puedo caminar...
— ¡No me sueltes! ¡Y date prisa, por favor!
—Con tus pies encima de los míos, querida, no hay forma de apresurarse...
Cruzaron el suelo de mármol pulimentado de la sala y rodearon el pozo — taponado con su inmensa joya de múltiples facetas— y las siete sillas enormes que se asomaban a éste.
—Ahí se sentaban los titanes —explicó Paithan, apoyando la mano en la pata de una de las sillas, una pata que se alzaba muy por encima de su cabeza—.
Ahora comprendo por qué esas criaturas son ciegas.
—Y por qué están locas —murmuró Rega, tirando de él.
La luz roja que surgía de las profundidades del pozo se hacía cada vez más potente. La mano mecánica que sostenía el diamante movió éste en un sentido y en otro. La luz se refractó y centelleó en las facetas, perfectamente pulidas, de la piedra. Los rayos de sol que penetraban a través de los paneles —que seguían abriéndose lentamente— frieron dispersados en colores por los prismas.
De pronto, el diamante pareció encenderse con un estallido de luz. El mecanismo de relojería aceleró su tictac y la máquina cobró vida. La luz de la sala se hizo más y más intensa, e incluso Paithan reconoció que era el momento de irse. Rega y él cubrieron a la carrera el resto de la distancia, resbalando sobre el suelo pulimentado, y dejaron atrás la puerta en el preciso instante en que empezaba a oírse de nuevo aquel extraño murmullo.
El elfo se apresuró a cerrar la puerta. La brillante luz multicolor escapaba por las rendijas e iluminaba el pasadizo.
Los dos se apoyaron en una pared para recuperar el aliento. Paithan contempló la puerta con añoranza.
— ¡Cuánto me gustaría ver qué sucede ahí dentro! ¡Así, tal vez podría averiguar cómo funciona!
—Por lo menos, has visco cómo empezaba —replicó Rega. La humana ya se sentía mucho mejor. Ahora que su rival, en esencia, había despreciado la devoción de un rendido seguidor, Rega podía permitirse ser generosa—. Ese canturreo es muy agradable, ¿no te parece?
—Capto una especie de palabras —asintió Paithan, frunciendo el entrecejo—.
Como si estuviera llamando...
—Mientras no te llame a ti —comentó Rega en voz baja, al tiempo que cerraba la mano en torno a la del elfo—. Ven, siéntate aquí conmigo y hablemos un momento.
Paithan, con un suspiro, obedeció deslizando la espalda por la pared. Rega se enroscó en el suelo, acurrucada a su lado. Él la miró con afecto y pasó el brazo en torno a sus hombros.
Formaban una pareja rara, tan distinta en su aspecto exterior como lo era en casi todo lo demás. Él era elfo; ella, humana. Él era alto y delgado, de piel lechosa y rostro alargado, zorruno; ella era baja y algo rolliza, de tez oscura y un cabello castaño, lacio, que le caía por la espalda. Él tenía cien años: estaba en la flor de su juventud. Ella también: apenas había cumplido los veinte. Paithan era un aventurero y un tenorio; ella, una timadora y contrabandista, despreocupada en sus relaciones con los hombres. Lo único que tenían en común era el amor, un amor que había sobrevivido a titanes y a salvadores, a dragones, perros y viejos hechiceros chiflados.
—Últimamente te he descuidado bastante, Rega —murmuró Paithan con la mejilla apoyada en su cabeza—. Lo siento.
—Me has estado evitando —lo corrigió ella con voz tajante.
—No ha sido a ti en especial. He intentado evitar a todo el mundo.
Rega esperó a que él le ofreciera alguna explicación.
— ¿Por alguna razón? Sé que andabas liado con esa máquina...
— ¡Oh! La máquina... ¡Orn la confunda! —Gruñó Paithan—. Me interesa, es cierto. Pensaba que tal vez podría hacerla funcionar, aunque en realidad no sé qué estaba destinada a hacer. Supongo que esperaba que pudiera ayudarnos, pero no creo que lo haga. Por mucho que murmure, nadie la escuchará.
Rega no entendió a qué se refería.
—Escucha. Paithan, sé que Roland resulta insoportable a veces...
—No se trata de Roland—la interrumpió él, impaciente—. Si hablamos de eso, lo que sucede con él es, sobre todo, culpa de Aleatha. Se trata de otra cosa...
Verás... —Paithan titubeó; luego, lo soltó de golpe—: He encontrado nuevos depósitos de comida.
— ¿De veras? —Rega juntó las manos con una palmada—. ¡Oh, Paithan, es una noticia maravillosa!
—No lo es —murmuró él.
— ¡Claro que sí! ¡Dejaremos de pasar hambre! Hay..., hay suficiente, ¿verdad?
— ¡Oh!, mas que suficiente —respondió Paithan en tono lúgubre—. Suficiente para toda una vida humana, incluso para una vida elfa. Tal vez hasta para un longevo enano. Sobre todo si no hay más bocas que alimentar, y no las habrá.
—Lo siento, Paithan, pero la noticia me parece estupenda y no alcanzo a entender por qué te preocupa tanto...
— ¿Ah, no? —El elfo le lanzó una mirada iracunda y añadió, casi fuera de sí— : No habrá más bocas que alimentar. ¡Sólo quedamos nosotros! Es el fin. ¿Qué importa si vivirnos sólo dos mañanas más o dos millones? No podemos tener hijos. Con nuestra muerte, probablemente, se acabarán los últimos humanos, elfos y enanos de Pryan. Y no verá a haber ninguno. Nunca más.
Rega lo miró, abatida.
—Pero... seguro que te equivocas. Este mundo es muy grande. Tiene que haber más de los nuestros... en alguna parte.
Paithan se limitó a mover la cabeza.
Rega probó de nuevo.
—Tú mismo me dijiste que cada una de esas luces que vemos brillar en el cielo es una ciudad como ésta. Allí tiene que haber gente como nosotros.
—No estoy seguro —se vio obligado a reconocer Paithan—. Pero el libro dice que, antiguamente, los habitantes de las ciudades podían comunicarse con las demás. Nosotros no hemos recibido comunicaciones, ¿verdad?
—Pero es posible que, sencillamente, no sepamos cómo... El canturreo... —A Rega se le iluminó el rostro—. Quizá sea eso lo que está haciendo. Llamar a las otras ciudades.
—Sí, yo diría que llama a alguien —concedió Paithan con aire pensativo, y aguzó el oído. Sin embargo, no tuvo ningún problema para reconocer el siguiente sonido. Era una voz humana, resonando con estruendo.
— ¡Paithan! ¿Dónde estás?
—Es Roland —dijo d elfo con un suspiro—. Y ahora, ¿que?
— ¡Estamos aquí arriba! —gritó Rega. Se puso en pie y se asomó sobre la barandilla de la escalera—. Con la máquina.
Escucharon las pisadas de las botas peldaños arriba. Roland llegó jadeante y vió la vista hacia la luz que escapaba por debajo de la puerta cerrada.
— ¿Es ahí... de donde sale... ese sonido?—preguntó con la respiración entrecortada.
— ¿Que quieres? —respondió Paithan en cono defensivo. Se había incorporado y observaba al humano con cautela. A Roland, la máquina le gustaba tan poco como a su hermana.
—Será mejor que detengas el maldito artefacto. Eso es lo que quiero —dijo Roland con semblante torvo.
—No podemos... —empezó a explicar Rega, pero dejó la frase a medias cuando Paithan le pisó el píe.
— ¿Por qué habría de hacerlo? —lo desafió el elfo, levantando la barbilla alargada y prominente.
—Echa un vistazo por la ventana, elfo.
Paithan se encrespó.
— ¡Sigue hablándome así y no veré a asomarme a una ventana mientras viva!
Pero Rega conocía a su medio hermano y adivinó que tras su apariencia belicosa se ocultaba el miedo. Corrió a la ventana y miró unos instantes sin ver nada. Después, emitió un gemido apagado.
— ¡Oh, Paithan! Será mejor que vengas a ver esto.
A regañadientes, el elfo se desplazó hasta su lado y se asomó.
— ¿Qué? No veo...
Y, entonces, él también lo vio.
Parecía como si la jungla entera se hubiera puesto en movimiento y avanzara sobre la ciudadela. Grandes masas de verdor ascendían lentamente por la montaña. Sólo que no se trataba de vegetación. Era un ejército.
— ¡Madre santa! —exclamó Paithan.
— ¡Tú mismo has dicho que la máquina llamaba a alguien! —musitó Rega con un gemido.
Y así era. La máquina llamaba a los titanes.
CAPITULO 23
FUERA DE LA CIUDADELA
PRYAN
¡Marit! ¡Esposa mía! ¡Escúchame! ¡Respóndeme!
Xar envió su orden en silencio, y el mensaje vió a él en silencio. No hubo respuesta.
Frustrado, repitió el nombre varias veces antes de darse por vencido. Marit debía de estar inconsciente... o muerta. Eran las únicas dos circunstancias en las que un patryn dejaría de responder a una llamada semejante.
Xar medicó su siguiente movimiento. Su nave ya había llegado a Pryan y Xar estaba intentando guiar a Marit hacia el lugar de aterrizaje escogido cuando había perdido el contacto con ella. El Señor del Nexo consideró la posibilidad de un cambio de rumbo, ya que el último mensaje frenético de Marit procedía de Chelestra, pero finalmente decidió proseguir hacia la ciudadela. Chelestra era un mundo océano cuyas aguas anulaban la magia y Xar no tenía mucho interés en visitarlo, pues allí sus poderes se verían debilitados. Viajaría a Chelestra cuando hubiera descubierto la Séptima Puerta.
La Séptima Puerta.
Se había convertido en una obsesión para el Señor del Nexo. Desde la Séptima Puerta, los sartán habían enviado a los patryn a su prisión. Desde la Séptima Puerta, él los liberaría.
En la Séptima Puerta, Samah había provocado la separación del mundo y había creado nuevos mundos a partir del viejo. Mí, en aquella misma puerta, Xar forjaría su propio nuevo mundo... y éste sería todo suyo. Ésta era la verdadera razón de su viaje a Pryan.
El motivo aducido ante los demás, la razón que había dado a su pueblo (y a Sang-drax) para acudir a aquel mundo verde, era ganar influencia sobre los titanes e incorporarlos a su ejército. El auténtico objetivo de la visita era descubrir k ubicación de la Séptima Puerta.
Xar estaba convencido de que ésta se hallaba en la ciudadela. Su deducción se basaba en dos hechos: el primero, que Haplo había estado en la fortaleza y sabía dónde se encontraba la Puerta, según las declaraciones coincidentes de Kleitus y de Samah; el segundo, que, como había dicho Sang-drax, sí los sartán tenían algo que proteger, ¿qué mejores guardianes que los titanes?
Siguiendo las indicaciones de Haplo, que conducían a la ciudadela, el Señor del Nexo había llegado finalmente a Pryan, acompañado por Sang-drax y una pequeña escolta de una veintena de patryn. La ciudadela no había resultado difícil de localizar. Una luz intensísima, formada por franjas de brillantes colores, surgía de ellas como una baliza de orientación.
En su fuero interno, Xar estaba asombrado ante el inmenso tamaño de Pryan.
Nada de cuanto Haplo había escrito había preparado a su señor para lo que se encontró al llegar. Xar se vio obligado a revisar sus planes y pensar que la conquista de aquel mundo enorme con sus cuatro soles brillando permanentemente en lo alto iba a ser imposible, incluso con la ayuda de los titanes.
Pero no lo sería si lograba adueñarse de la Séptima Puerta.
—La ciudadela, mi Señor—anunció uno de los suyos.
—Posad la nave dentro de las murallas —ordenó Xar.
Distinguió un lugar perfecto para el aterrizaje, una gran zona despejada justo al otro lado de la muralla; probablemente, una plaza de mercado. Aguardó con impaciencia a que la nave tocara el suelo.
Pero la embarcación no pudo posarse. Ni siquiera pudo acercarse al lugar escogido. Cuando llegó a la altura de la muralla de la ciudadela, dio la impresión de chocar contra una barrera invisible, de estrellarse contra ella suavemente, sin sufrir daños pero incapaz de traspasarla. Los patryn lo intentaron una y otra vez, sin éxito.
—Debe de ser la magia sartán, mi Señor—apuntó Sang-drax.
— ¡Por supuesto que es la magia sartán! —Exclamó Xar, irritado—, ¿Qué otra protección iba a tener una ciudad sartán?
Pero ni el propio Señor del Nexo había previsto aquello. No lo esperaba y esto era lo que lo ponía más furioso. Haplo había entrado en la ciudadela. ¿Cómo? La magia sartán era poderosa. Xar era incapaz de descifraría; no lograba encontrar el principio de la estructura rúnica. El patryn sabía que no era una tarea imposible, pero le podía llevar años.
El Señor del Nexo releyó el informe de Haplo con la esperanza de encontrar una clave:
La ciudad está edificada muy por encima de la jungla, tras una enorme muralla que se alza mus arriba que la copa más alta. En el mismo centro, en equilibrio sobre una cúpula de arcos de mármol, se eleva una inmensa torre de cristal sobre pilares. La aguja que remata la torre debe de ser uno de los puntos más elevados de este mundo. Esa torre central es el punto en que la luz irradia con más brillo.
Pero, en el relato de Haplo, esa luz era blanca. Al menos, así lo recordaba Xar.
No había referencias a aquel vertiginoso despliegue de colores. ¿Qué había provocado aquel cambio? Y otra cosa importantísima: ¿cómo podría entrar en la ciudadela para descubrirlo?
Xar continuó leyendo:
La torre central está enmarcada por otras cuatro, no tan altas pero idénticas a la primera, que arrancan de la plataforma que sostiene la cúpula. A un nivel inferior, se alzan otras ocho torres iguales. Detrás de estas últimas se suceden ocho enormes terrazas de mármol escalonadas. Y, finalmente, a cada extremo de la muralla de defensa se levanta otra torre rematada con su correspondiente aguja. Hay cuatro de estas torres, situada cada una en un punto cardinal.
Un camino conduce directamente hasta una gran puerta metálica en forma de hexágono con inscripciones rúnicas. Es la entrada de la ciudad.
La puerta está sellada.
Conozco el mapa de los sartán y podría haberla utilizado para abrir esa puerta, pero preferí no hacerlo. Entré atravesando la muralla de mármol y utilicé una configuración rúnica normal con poderes disolventes.
Así pues, reflexionó Xar, ahí estaba la diferencia: Haplo había entrado a través de la muralla, La magia sartán debía de extenderse por encima de los muros como una cúpula invisible para impedir el paso de enemigos adores como los dragones. La magia de la propia muralla era más débil desde el momento de su creación, o bien había perdido fuerza con el paso del tiempo.
—Posad la nave en la jungla, tan cerca de la ciudadela como sea posible— ordenó.
La tripulación hizo descender la embarcación en un claro a cierta distancia de las murallas. La enorme nave de guerra era una de los dragones impulsados a vapor que utilizaban los sartán de Abarrach para surcar sus mares de roca fundida. La embarcación había sido completamente remodelada para acomodarla a los patryn y sobreó con facilidad las copas de los árboles para descender sobre un enorme lecho de musgo, en el que se posó.
La luz estriada y multicolor se filtraba a través del denso follaje que los rodeaba y sus rayos acariciaron la nave, moviéndose en torno a ella en un juego de colores en permanente cambio.
— ¡Mi Señor! —Uno de los patryn señaló la portilla.
Un ser gigantesco había aparecido cerca de la nave, tan cerca que, si hubieran estado en la proa, sus ocupantes podrían haberlo tocado con sólo alargar el brazo. Aquel ser tenía forma humana, pero su piel era del color y la textura de la jungla, de modo que se confundía perfectamente con los árboles (lo cual explicaba que la embarcación se hubiera posado casi encima de él y no hubieran advertido su presencia hasta aquel momento). La cabeza enorme de la criatura carecía de ojos, pero parecía estar mirando fijamente hacia alguna parte. El ser permanecía inmóvil, casi como si se hallara en trance.
— ¡Un titán! —Xar dio muestras de un enorme interés por la criatura. Cuando se puso a buscar en las inmediaciones, vio otras. Alrededor de la nave había media docena de ellas, aproximadamente.
Recordó el informe de Haplo:
Son unos seres de cuarenta palmos de altura. Tienen una piel que se confunde con el paisaje, lo cual dificulta verlos. Carecen de ojos; son ciegos, pero tienen otros sentidos que compensan largamente la falta de visión. Una cosa los tiene obsesionados: las ciudadelas. Preguntan por ellas a todo el mundo a quien encuentran y, cuando no obtienen una respuesta satisfactoria (y nadie ha descubierto todavía cuál pueda ser), esas criaturas montan en una cólera asesina y dan muerte a todo ser vivo que tensan cerca. Creados por los sartán para supervisar a los mensch (y, probablemente, con algún otro propósito relacionado con la luz), los titanes utilizan una forma tosca de magia sartán...
Estas criaturas estuvieron muy cerca de destruirme y de destrozar mi nave. Son poderosas y no conozco ningún modo de controlarlas.
—Está claro que tú no conocías ningún modo de controlar a un titán —asintió Xar—. Pero también es evidente, Haplo, hijo mío, que tú no eres yo.
Se vió hacia Sang-drax con visible satisfacción al tiempo que exclamaba:
— ¡Nada podría resistirse a una fuerza de combate formada con estos seres! Y no parecen tan peligrosos. Desde luego, no nos han molestado en absoluto.
A pesar de todo, la serpiente dragón parecía nerviosa.
—Es cierto, Señor. Me parece muy probable que se encuentren bajo algún tipo de hechizo. Si te propones acudir a la ciudadela, deberías hacerlo ahora, antes de que desaparezcan los efectos del hechizo.
—Tonterías, Sang-drax. Puedo ocuparme de ellas —replicó con desdén—.
¿Qué te sucede?
—Percibo la presencia de un gran mal... —dijo Sang-drax en voz baja—. Una fuerza maléa...
—Seguro que no son estos seres estúpidos —lo interrumpió Xar, indicando con un gesto a los titanes.
—No. Es una presencia inteligente, astuta. —Sang-drax guardó silencio unos instantes; después, añadió en un susurro—: Me parece que tal vez hemos caído en una trampa, Señor del Nexo.
—Fuiste tú quien me aconsejó venir —le recordó Xar.
—Pero no fui yo quien te metió la idea en la cabeza, mi Señor... —contestó la serpiente dragón, entornando los párpados de su único ojo sano.
Xar mostró su disgusto.
—Primero me insistes que venga aquí y ahora me recomiendas que nos vayamos. Como sigas por ese camino, amigo mío...
—Sólo me preocupa la seguridad de mi Señor...
— ¿Y no temes por tu propia piel? Basta ya, Sang-drax. Y ahora, si piensas acompañarme, vamos allá de una vez. ¿O prefieres quedarte aquí y esconderte de esa «fuerza maléa»?
La serpiente dragón no respondió, pero tampoco mostró la menor intención de abandonar el barco.
Xar abrió la escotilla y descendió la pasarela de la nave. Antes de pisar el campo de musgo, dirigió una apresurada mirada a su alrededor y observó con recelo a los titanes.
Los monstruos no le prestaron atención. Xar era poco más que un insecto a sus pies. Todos tenían la cabeza vuelta en dirección a la ciudadela. La luz irisada bañaba a las gigantescas criaturas con su fulgor.
Y fue entonces cuando Xar captó el murmullo.
— ¿Quién hace ese sonido irritante? —inquirió. Dirigió un gesto a un patryn que esperaba en la cubierta superior de la nave, preparado para cumplir con diligencia cualquier encargo que su señor le hiciera—. Averigua de dónde procede este extraño murmullo y hazlo callar.
El patryn se retiró rápidamente. Cuando se presentó de nuevo, informó a su señor:
—Todo el mundo a bordo lo ha oído, pero nadie tiene la menor idea de qué lo causa. No parece proceder de la nave. Si prestas atención, mi Señor, parece sonar más fuerte aquí fuera que dentro de la embarcación.
Xar le dio la razón. En efecto, el sonido era más audible al aire libre. Ladeó ligeramente la cabeza y le pareció que procedía de la dirección en que se hallaba la ciudadela.
—En ese sonido hay palabras —añadió, aguzando el oído.
—En efecto, Señor. Es como si estuviera hablándole a alguien —asintió el patryn.
— ¡Hablando! —Repitió Xar en un murmullo—. Sí, pero ¿qué dice? ¿Ya quién?
Continuó escuchando con suma atención. Alcanzó a distinguir diferencias de tono e intensidad que debían de indicar una sucesión de palabras. Le parecía estar a punto de entenderlas, pero no lograba descifrar una sola. Y se dio cuenta de que era eso, precisamente, lo que hacía tan irritante aquel sonido.
Una razón más, se dijo el Señor del Nexo, para alcanzar la ciudadela. Por fin, pisó el musgo y echó a andar en dirección a ésta. No se molestó en buscar un camino despejado, pues su magia abriría un sendero entre la vegetación más enmarañada. Con todo, no apartó la vista de los titanes y avanzó con cautela, preparado para defenderse.
Los titanes no le prestaron atención. Sus ciegos rostros seguían vueltos hacia la ciudadela.
Xar apenas se había alejado unos pasos de la nave cuando, de improviso, Sang-drax apareció a su lado.
—Si la ciudadela funciona, podría significar que los sartán están dentro, controlándola —dijo la serpiente dragón en tono de advertencia.
—Según Haplo, estaba deshabitada...
— ¡Haplo es un traidor y un mentiroso! —masculló Sang-drax con un siseo.
Xar no vio motivos para replicar a sus palabras. Siempre pendiente de los titanes, se aventuró cada vez más lejos de la nave. Ninguno de los monstruos dio muestras de sentir el menor interés por él.
—Es más probable que la luz tenga algo que ver con la puesta en marcha de la Tumpa-chumpa — puntó Xar con frialdad.
—Quizá sea ambas cosas —insistió Sang-drax—. O algo aún peor... —añadió con voz casi inaudible.
Xar le dirigió una brevísima mirada.
—Entonces, yo mismo me ocuparé de averiguarlo. Te agradezco que te preocupes por mí. Ahora, puedes ver a la nave.
—He decidido ir contigo, mi Señor.
— ¿Ah, sí? ¿Y qué hay de esa «fuerza maléa» que tanto te asustaba?
—No me asusta —replicó Sang-drax en tono hosco—. La respeto, y te recomendaría que tú también lo hicieras, Señor del Nexo, porque esa fuerza es tan enemiga mía como tuya. Me han pedido que la investigue.
— ¿Te lo han pedido? ¿Quién? Yo no te he dado ninguna orden...
—Mis hermanas, Señor. Confío en que no tendrás inconveniente en ello, ¿verdad?
Xar apreció una nota de sarcasmo en la siseante voz de su consejero. La insinuación le desagradó.
—No hay en el universo mayor enemigo que los sartán, ni fuerza más poderosa que la suya... y la nuestra. Harás bien en recordarlo. Tú y tus hermanas.
—Sí, mi Señor —murmuró Sang-drax con aire sumiso, como si la reprimenda lo hubiera afectado— No pretendía faltarte al respeto. He sabido que la Tumpachumpa ha sido puesta en marcha en Ariano. Mis hermanas me han pedido que investigue si existe alguna relación con lo que sucede aquí.
Xar no alcanzaba a entender cómo podría haberla, ni por qué. No le dio más vueltas al asunto. Abandonó el claro y penetró en la jungla. Su magia hizo que las ramas de los árboles se levantaran para permitirle avanzar y que las enmarañadas lianas se desenredasen para abrirle paso. Se vió hacia su gente, alineada en la cubierta y preparada para acudir en su defensa si era necesario. Con un gesto de la mano, indicó que continuaba adelante. Los demás debían permanecer con la nave, protegerla y mantenerla a salvo.
Xar rodeó el tronco de un árbol y, de pronto, se topó de bruces con la espinilla de uno de los titanes. La criatura emitió un gruñido y empezó a moverse. De inmediato, el Señor del Nexo se aprestó a defenderse, pero el titán no dio muestras de haberse percatado de su presencia. Simplemente, había dado un paso lento y vacilante.
Cuando alzó la mirada para observar al gigante, Xar vio una expresión de felicidad en su rostro sin ojos.
Y entonces pudo distinguir las palabras de aquel canturreo:
Regresad..., regresad...
Y, en el preciso instante en que creía que iba a ser capaz de descifrar el resto, el murmullo cesó. La luz irisada se apagó. Y, aunque los cuatro soles de Pryan continuaron brillando en el cielo, la jungla pareció mucho más oscura y sombría en comparación.
El deán vió la cabeza. Su rostro ciego se fijó en Xar. La expresión de felicidad había desaparecido.
CAPÍTULO 24
LA CIUDADELA
PRYAN
— ¡Detén la máquina! —gritó Roland.
— ¡No puedo! —aulló Paithan.
— ¡Está llamando a los titanes!
—Tal vez sí, tal vez no. ¿Quién sabe? Además, mira a los titanes. Se mueven como si estuvieran bebidos...
— ¿Bebidos? ¡Un cuerno! Lo que sucede es que no quieres parar tu preciosa máquina. ¡Piensas más en ese condenado artefacto que en nosotros!
— ¡Oh, Roland!, eso no es verdad... —inició una protesta Rega.
— ¡No me vengas con « ¡Oh, Roland!», ahora! —Replicó su hermano—. ¡No hago sino repetir lo que tú misma dijiste anoche!
—Pero no lo decía en serio —se apresuró a explicar ella, viéndose hacia Paithan con una sonrisa de disculpa.
— ¿Por qué no intentas detener la máquina tú mismo? ¡Adelante! —exclamó Paithan, señalando la puerta.
— ¡Quizá lo haga! —contestó Roland con altivez, un poco intimidado pero incapaz de rechazar el desafío.
Dio un paso hacia la puerta y, en ese preciso instante, la luz se apagó y el murmullo cesó.
Roland también se detuvo.
— ¿Qué has hecho? —quiso saber Paithan, abalanzándose sobre él con gesto colérico.
— ¡Nada, lo juro! ¡Ni me he acercado a la maldita máquina!
— ¡La has estropeado!
Paithan cerró los puños. Roland lo imitó y se aprestó a una pelea.
— ¡Ahí fuera hay alguien! —exclamó Rega.
— ¡No me vengas con trucos, Rega! —dijo su hermano. Él y Paithan se observaban atentamente, girando en círculos en torno al adversario—. No te dará resultado. Voy a coger a ese elfo por sus puntiagudas orejas y voy a hacer un nudo con ellas alrededor de su cuello.
— ¡Basta! ¡Dejadlo ya los dos! —Rega agarró a Paithan y tiró de él, casi arrastrándolo, para obligarlo a asomarse de nuevo por la ventana—, ¡Mira ahí, maldita sea! Ahí fuera hay dos personas..., dos humanos, a juzgar por su aspecto.
— ¡Por las orejas de Orn, tienes razón! ¡Ya los veo! —exclamó Paithan, asombrado—. Están huyendo de los titanes.
— ¡Oh, Paithan! ¡Entonces, estabas equivocado! —Dijo Rega, con gran excitación—. ¡Hay más gente en el mundo, aparte de nosotros!
—Esos dos no seguirán en él mucho tiempo más —auguró Paithan en tono tétrico—. No tienen la menor oportunidad. Ahí fuera debe de haber unos cincuenta monstruos...
— ¡Los titanes! ¡Los van a atrapar! ¡Tenemos que ayudarlos!
Rega hizo ademán de echar a correr. Paithan la retuvo, cogiéndola por la cintura.
— ¿Estás loca? No podemos hacer nada por ellos.
—Tiene razón, hermana. —Roland había bajado los puños y miraba hacia la ventana—. Si salimos ahí, sólo conseguiremos que nos maten a nosotros también...
—Además —añadió Paithan con un tono de admiración temerosa en la voz—, no parece que esos dos necesiten nuestra ayuda. ¡Madre santa! ¿Habéis visto eso?
Llevado de su asombro, Paithan relajó la presión de sus manos en torno a Rega y se asomó a la ventana. Roland se apretó a su lado. Rega se puso de puntillas para mirar por encima de los hombros de ambos.
La ciudadela estaba construida en una de las pocas montañas de Pryan lo bastante alta como para sobresalir de la masa de vegetación de aquel enorme mundo. La jungla la rodeaba, pero no la había invadido. Un camino tallado en la roca conducía desde la espesura hasta los muros de la ciudadela, hasta la gran puerta metálica de forma hexagonal en la que había grabado gran número de aquellos pictogramas que los libros denominaban «runas».
Hacía ya muchos ciclos, el quinteto encerrado en la ciudadela había recorrido aquel camino, perseguido por un dragón devorador de carne. En esa ocasión había sido Drugar, el enano, quien había descubierto la manera de abrir aquella puerta mágica. Gracias a él, habían conseguido refugiarse en el interior y dejar fuera al dragón.
Ahora, de nuevo, dos figuras corrían por aquel sendero traicionero en un intento de alcanzar el refugio de la ciudadela. Los titanes, blandiendo ramas en sus enormes puños, pisaban los talones a los fugitivos, que parecían pequeños y frágiles como insectos.
De pronto, uno de los desconocidos, vestido con ropas negras, dio media vuelta y se plantó ante los titanes. El humano levantó los brazos; un resplandor azulado envió su cuerpo, se agitó y danzó en torno a él para, a continuación, extenderse y formar una enorme cortina azul, una muralla azul que estalló en llamas.
Ante la presencia de aquel fuego mágico, los titanes retrocedieron. Los perseguidos aprovecharon los momentos de confusión de los monstruos para continuar su carrera, camino arriba.
—Haplo... —murmuró Paithan.
— ¿Qué? —exclamó Rega.
— ¡Ay! ¡No es preciso que me claves las uñas en el hombro! Digo que ese fuego azul me recuerda a ese Haplo, eso es todo.
—Tal vez. Pero fíjate, Paithan: ¡el fuego no detiene a los titanes!
El fuego mágico estaba parpadeando, apagándose. Los monstruos continuaron su avance.
— ¡Pero los humanos casi han alcanzado la puerta y llevan suficiente ventaja como para conseguirlo!
Los tres guardaron silencio y contemplaron su carrera a vida o muerte. Los desconocidos —el de las ropas negras y el que iba vestido con ropas humanas normales— alcanzaron la puerta metálica y se detuvieron ante ella.
— ¿Por qué se detienen? —preguntó Roland.
— ¡No pueden entrar! —exclamó Rega.
—Claro que pueden —replicó su hermano—. Cualquier mago capaz de obrar un hechizo como esa cortina de Riego ha de poder abrir una simple puerta.
—Ese Haplo consiguió entrar —apuntó Paithan—. Al menos, dijo que lo había hecho.
— ¿Quieres dejar en paz a Haplo? —Le gritó Rega—. ¡Te digo que no pueden entrar! Tenemos que bajar a abrirles.
. Probablemente, ésta fue la causa de que Paithan tomara a Xar por un humano.
Ningún elfo viste jamás de negro, pues este color está considerado de mal augurio.
Paithan y Roland cruzaron una mirada. Ninguno de los dos se movió un ápice.
Rega les lanzó una mirada furiosa; después, dio media vuelta y se dirigió a la escalera.
— ¡No! ¡Espera! ¡Si les abres la puerta, también se colarán los titanes!
Paithan alargó la mano para cogerla pero, esta vez, Rega estaba prevenida. Se escabulló fuera de su alcance y echó a correr por el pasadizo antes de que el elfo pudiera detenerla.
Mascullando algo en su idioma, Paithan fue tras ella pero, cuando advirtió que estaba solo, se detuvo y vió la cabeza.
— ¡Roland! ¡Vamos! Tenemos que colaborar los dos, si queremos mantener a raya a los titanes...
—No es necesario —respondió Roland. Con un gesto, instó al elfo a mirar de nuevo por la ventana—. Drugar está ahí abajo. Y está abriendo la puerta.
El enano había cogido en la mano el colgante que llevaba al cuello y, en aquel instante, procedía a colocarlo en el centro de las runas como había hecho en otra ocasión, sólo que esta vez se encontraba dentro del recinto y no al otro lado. La inscripción mágica del colgante se encendió en un fuego azulado que empezó a expandirse. Allí donde el fuego tocaba una runa de la puerta, el signo mágico prendía en llamas azules. Pronto, un círculo de magia ardía con brillante fulgor.
La puerta se abrió. Los dos desconocidos la cruzaron a toda prisa con los titanes rugiendo a sus talones. El mego mágico, sin embargo, intimidó a los monstruos y los hizo retroceder. La puerta se cerró y las llamas se apagaron.
Los titanes empezaron a golpear la puerta con sus puños.
— ¡Están atacando la ciudadela! —exclamó Paithan, horrorizado—. Nunca habían hecho algo semejante. ¿Crees que podrán entrar?
— ¿Cómo quieres que lo sepa?—replicó Roland—. ¡El experto eres tú! ¿Quién, si no, se ha dedicado a leer esos condenados libros? Quizá deberías poner en marcha otra vez esa máquina tuya. Parece que eso los calma.
Paithan habría puesto en funcionamiento la máquina con mucho gusto, pero no tenía la menor idea de cómo hacerlo. No podía confesárselo a Roland, quien, de momento, parecía mostrar cierto respeto hacia él a pesar de sí mismo.
El elfo se dejó guiar por la teoría de que cuanto menos supiera el humano, mejor sería para éste. Era preferible que Roland siguiera considerándolo un genio de la mecánica. Si tenía suerte, la máquina vería a funcionar por sí misma. De lo contrario, y si los titanes conseguían derrumbar la muralla... En fin, en ese caso tampoco importaría mucho la verdad, de todos modos.
—La máquina... ejem... tiene que descansar. Pronto se pondrá en marcha otra vez. — Paithan rogó a Orn que así sucediera.
—Será mejor que así sea. De lo contrario, ya nos podemos ir preparando para descansar... para descansar en paz, ¿entiendes a qué me refiero?
A través de la ventana abierta les llegó con nitidez el estruendo de los rugidos y golpes de los titanes contra la muralla en su frenético esfuerzo por penetrar en la fortaleza. Rega ya había aparecido allá abajo y la vieron hablar con el humano de la indumentaria negra.
—Uno de nosotros debería bajar ahí —sugirió Paithan, estimulando a Roland a ofrecerse para ello.
—Sí. Hazlo tú —asintió Roland, deviéndole la pelota.
De pronto, una silueta enorme llenó la ventana ocultando la luz solar. Un olor rancio y pestilente los sofocó.
Medio muertos de miedo, elfo y humano se agarraron el uno al otro y se agacharon a la vez. Un cuerpo enorme de escamas verdes se deslizó ante la ventana.
— ¡Un dragón! —exclamó Paithan con un temblor en la voz.
Roland murmuró algo irreproducible.
Un gigantesco espolón penetró por la ventana.
— ¡Oh, dios! —Paithan se desasió del humano y se abrazó al suelo.
Roland levantó los brazos para cubrirse la cabeza.
Pero el espolón desapareció tras romper un fragmento de la pared de mármol.
Daba la impresión de que el dragón había utilizado la ventana para impulsarse. El cuerpo escamoso pasó ante el hueco y la luz entró de nuevo por la ventana.
Aún temblorosos, los dos se asieron al alféizar, se incorporaron lentamente y se asomaron con cautela.
El dragón descendió reptando por la torre, enroscando su cuerpo sin alas en torno a las esbeltas agujas, hasta alcanzar el patio del fondo. Los que estaban en el patio —Rega, Drugar y los dos recién llegados—parecían paralizados de terror.
Ninguno de ellos hizo el menor movimiento. El dragón se lanzó hacia ellos.
Paithan se cubrió los ojos con un gemido. Roland sacó el cuerpo por la ventana:
— ¡Rega! ¡Corre! —gritó.
Pero el dragón pasó zumbando junto a ellos sin prestarles atención y se dirigió como una flecha hacia la puerca. Las runas sartán emitieron su resplandor rojo y azul, pero la criatura atravesó la barrera mágica y dejó atrás la puerta hexagonal.
Al otro lado de la muralla, el dragón se irguió en toda su pasmosa altura, con la cabeza casi al nivel de Tas torres más elevadas de la ciudadela. Los titanes dieron media vuelta y huyeron, moviendo sus cuerpos enormes con una gracia y una fluidez inesperadas.
— ¡Nos ha salvado! —exclamó Paithan.
—Sí..., ¡para zampársenos él! —apuntó Roland en tono tétrico.
— ¡Tonterías! —dijo una voz a su espalda.
Paithan dio un respingo y se golpeó en la cabeza con el bastidor de la ventana. Afortunadamente, Paithan sintió la súbita necesidad de asirse a algo sólido y se agarró al humano. Los dos se quedaron mirando.
Un viejo de barba blanca deshilachada, ropas pardas y gorro desgarbado venía por el pasadizo agitando las manos con expresión de extrema complacencia.
—El dragón está por completo bajo mi control. De no ser por mí, ahora mismo seríais mermelada de guayaba. He aparecido en el momento justo... sea quien sea ese Justo. Deus ex machina, podría decirse.
FJ viejo se plantó ante Paithan y Roland con gesto triunfal, cruzó los brazos sobre el pecho y se balanceó adelante y atrás sobre los talones.
— ¿Cómo dices? —murmuró el elfo débilmente.
—Deus ex machina —repitió el viejo con una mirada severa—. Con unas orejas de ese tamaño, deberías tener mejor oído. He bajado a salvaros la vida y he llegado en el momento oportuno. Deux ex machina. Es latín —añadió, dándose importancia—. Significa... bien, significa que... en fin, que he aparecido en... en el momento oportuno.
—No comprendo... —Paithan tragó saliva.
Roland estaba sin habla.
— ¡Claro que no comprendes! —Dijo el anciano—. Hay que ser un hechicero grande y poderoso para comprender. ¿No serás tú, por casualidad, un hechicero grande y poderoso? —preguntó de inmediato, con cierro nerviosismo.
— ¿Que? ¡Oh, no! —Paithan movió la cabeza a un lado y a otro.
— ¡Aji! ¿Lo ves? —asintió el anciano, complacido de sí mismo.
Roland tomó aliento y, con un titubeo, inquirió:
— ¡Tú no eres..., no eres Zifnab!
— ¿Quién? ¡Espera! —El viejo cerró los ojos y levantó las manos—.
No me digas más; déjame adivinar... ¿Zifnab, dices? No, no; creo que no soy ése.
—Entonces, ¿quién diablos eres? —insistió Roland.
El anciano enderezó el cuerpo, sacó pecho y se acarició la barba.
—Me llamo Bond, James Bond.
—No, señor, nada de eso —resonó una voz sepulcral desde el fondo del pasillo—. Me temo que hoy no toca, señor.
El anciano, acobardado, se acercó más a Paithan y a Roland.
—No hagáis caso —murmuró a éstos—. Probablemente es sólo Moneypenny.
Está colada por mí.
— ¡Nosotros te vimos morir! —exclamó Paithan.
— ¡El dragón te mató! —añadió Roland con voz ronca.
— ¡Bah!, esas criaturas tratan de eliminarme cada vez que tienen ocasión, pera yo siempre salgo bien librado en el último rollo de la película. Deus ex machina y todo eso. ¿No tendréis por ahí un buen Martini seco, verdad?
Unas pisadas acompasadas resonaron en el pasadizo en dirección a ellos y, aunque el anciano dio visibles muestras de poner todo su empeño en hacer caso omiso del inquietante sonido, cuanto más cerca sonaban los pasos, más nervioso se lo veía.
Un caballero muy alto, de aspecto imponente, hizo acto de presencia y avanzó hasta el viejo. El recién llegado vestía de riguroso negro: chaqueta negra, chaleco negro, calzones negros con cordones negros, medias negras y zapatos negros con hebillas de plata. Llevaba el cabello, largo y blanco, recogido en la nuca con una cinta negra, pero su rostro era joven y había en él una expresión de cierta severidad.
El caballero saludó a los presentes con una reverencia.
—Maese Quindiniar... Maese Hojarroja... Me alegro de ver a veros. Espero que os encontréis bien de salud.
— ¡Zifnab murió! —Insistió Paithan—. ¡Nosotros lo vimos!
—No se puede tener todo, ¿verdad? —El imponente caballero exhaló un suspiro de resignación—. Disculpadme, por favor. —Se vió al anciano, que tenía la mirada fija en el techo, y continuó—: Lo siento, señor, pero hoy no puedes ser James Bond.
El anciano empezó a tararear una musiquilla:
— ¡Tan, tararán, tan—tan—tan— tan tararán...!
—Señor... —La voz del caballero sonó esta vez ligeramente irritada—. Debo insistir en ello.
El viejo pareció desinflarse. Se quitó el sombrero y, cogiéndolo por el ala con ambas manos, le dio vueltas y vueltas al tiempo que lanzaba breves miradas a hurtadillas al imponente caballero.
—Por favor... —suplicó el anciano con un gemido.
—No, señor.
—Sólo por un día...
—Señor, eso no serviría de nada, simplemente.
El anciano exhaló un nuevo suspiro.
—Bien, ¿quién soy, entonces?
—Eres Zifnab, señor —respondió el caballero con un resoplido.
— ¡Ese idiota senil! —masculló el anciano, profundamente indignado.
—Si culo dices, señor...
El viejo resopló y se agitó, al tiempo que hacía un auténtico ovillo con el sombrero. De pronto, exclamó:
— ¡Ah! ¡Aja! ¡No puedo ser Zifnab! ¡Zifnab está muerto! —Señaló a Paithan y a Roland con un dedo huesudo y añadió—: ¡Ellos lo han dicho! ¡Qué caramba, si hasta tengo testigos!
—Deus ex machina, señor. Te salvaste en el último rollo, como antes has dicho.
— ¡Malditos latinajos! —clamó Zifnab con creciente irritación.
—Sí, señor —dijo el caballero con voz tranquila—. Y ahora, si me permites que te lo recuerde, el Señor del Nexo está en el patio...
—El patio... ¡Madre santa, el dragón!—Paithan dio media vuelta y estuvo a punto de caer por la ventana. Consiguió sujetarse y parpadeó—. Ha desaparecido.
Roland se vió.
— ¿Qué? ¿Dónde...?
— ¡El dragón! ¡Ha desaparecido!
—No exactamente, señor —intervino el caballero imponente tras una nueva reverencia—. Creo que estás refiriéndote a mí. Yo soy el dragón. —Se vió de nuevo hacia Zifnab y añadió—: Y yo también tengo un asunto pendiente ahí abajo, señor.
El anciano lo miró, alarmado.
—Entonces, ¿esto va a terminar en una pelea?
—Confío en que no, señor —respondió el dragón. Después, suavizó su tono de voz—. Pero me temo que voy a ausentarme una larga temporada. De todos modos, sé que te dejo en buena compañía.
Zifnab extendió una mano temblorosa.
—Sabrás cuidar de ti mismo, ¿verdad, viejo camarada?
—Sí, señor. Y tú te acordarás de tomar tu bebida reconstituyente cada noche, ¿verdad? De poco servirá si no la tomas con regu...
—Sí, sí, el reconstituyente. Me acordaré. —Zifnab se sonrojó y miró de soslayo a Paithan y Roland.
—Y no pierdas de vista al Señor del Nexo. No permitas que descubra... lo que tú ya sabes.
— ¿Lo que ya sé? ¿Estás seguro de eso? —inquirió Zifnab, desconcertado.
—Sí, señor. Lo sabes.
—Si tú lo dices... —murmuró el anciano con resignación.
El dragón no pareció demasiado complacido con ello, pero el viejo había vuelto a cubrirse la cabeza con el manoseado sombrero y ya se alejaba a toda prisa por el pasadizo.
—Señores... —El dragón dedicó una última reverencia a Paithan y Roland antes de desaparecer tras Zifnab.
Roland se secó el sudor de la frente.
—Me parece que he tenido una alucinación...
— ¡Eh, vosotros! —Zifnab hizo un alto en su avance y vió la cabeza para mirarlos—. ¿No vais a venir? —Señaló la escalera con gesto majestuoso y añadió—:
Tenéis un invitado. Ha llegado el Señor del Nexo.
—... quienquiera que sea —murmuró el elfo al humano.
No sabiendo qué otra cosa hacer, sin la menor idea de qué estaba sucediendo pero con la desesperada esperanza de descubrirlo, Paithan y Roland echaron a andar a regañadientes tras los pasos del anciano.
Y, en el instante en que pasaban ante la puerta de la Cámara de la Estrella, la máquina se puso en marcha otra vez.
CAPÍTULO 25
LA CIUDADELA
PRYAN
Xar estaba de pésimo humor. Primero, había tenido que huir de un puñado de gigantes ciegos; después, una magia que incluso un mensch podía descifrar le había impedido atravesar una puerta. Por último, ahora le debía, si no la vida, sí al menos su dignidad y bienestar a un dragón. Todo aquello lo irritaba profundamente. Todo aquello y el conocimiento de que Haplo había podido entrar en la ciudadela y él, el Señor del Nexo, había sido incapaz de hacerlo.
—Eso si Haplo no mentía —apuntó Sang-drax en su susurro.
El patryn y Sang-drax se encontraban en el patio, a poca distancia de la puerta de la muralla. Tres mensch los contemplaban con la expresión embobada que Xar esperaba encontrar en ellos.
—Haplo dijo la verdad —replicó el Señor del Nexo con aire ceñudo—.
Recuerda que hurgué en su corazón. Estuvo aquí. Estuvo en el interior de esta ciudadela. Y eso..., esos mensch toscos y primitivos también han conseguido entrar. —Xar hablaba en patryn para poder expresar sin trabas sus sentimientos— . ¿Y a ti qué te sucede?
Sang-drax llevaba un rato mirando a un lado y otro con nerviosismo, viendo su único ojo sano para contemplar todas las partes de la ciudadela: las murallas, las torres, las ventanas, las sombras del suelo y el cielo verdeazulado sobre sus cabezas.
—Me pregunto adonde habrá ido el dragón, señor.
— ¿Qué importa eso? La fiera ha desaparecido. ¿No? Deja las cosas como están. Tenemos otros asuntos más importantes de que ocuparnos.
La serpiente dragón prosiguió con sus miradas nerviosas. Los mensch la observaban ahora atentamente, preguntándose sin duda qué le sucedía.
— ¡Basta! —Ordenó Xar a Sang-drax, en un tono aún mas colérico—. ¡Pareces atontado! Casi estoy por pensar que tienes miedo.
—Sólo temo por ti y por tu seguridad, mi Señor —respondió la serpiente dragón con una sonrisa untuosa que se notaba algo tensa. El solitario ojo rojo dejó de vagar de un lado a otro y se concentró en los mensch.
Uno de ellos, una mujer humana, se adelantó a los otros.
—Bienvenidos, señores —los saludó en idioma humano—. Gracias por ahuyentar a los titanes. ¡Vuestra magia es maravillosa!
La mujer miraba a Xar con respeto y temor. El Señor del Nexo se sintió complacido y su ánimo mejoró.
—Gracias a ti, señora, por permitirme entrar en vuestra ciudad. Y a ti, señor —dedicó una reverencia al enano— por la ayuda que nos has prestado en la puerta.
Xar observó minuciosamente el colgante que el enano llevaba alrededor del cuello. El patryn había reconocido al instante las runas sartán del objeto.
El enano, con una mirada ceñuda, se llevó la mano al colgante y lo ocultó de nuevo bajo su recia coraza de cuero.
—Te pido disculpas, señor —dijo Xar en tono contrito—. No pretendía ser desconsiderado. Estaba admirando tu amuleto. ¿Puedo preguntarte dónde lo adquiriste?
—Puedes preguntarlo —masculló el enano con aspereza.
Xar esperó.
El enano permaneció callado.
La humana dirigió una mirada colérica al enano, se colocó delante de él y se acercó a Xar.
—No se lo tomes en cuenta, señor. Drugar es un enano —añadió, como si eso lo explicara todo—. Me llamo Rega Hojarroja y ésta es Aleatha Quindiniar.
Con un gesto de la mano, señaló a la tercera componente del grupo de mensch, una elfa. Ésta era bellísima, para tratarse de una mensch. Xar le dedicó un saludo, inclinando la cabeza.
—Encantado, señora.
Ella correspondió al saludo con un frío y lánguido gesto de asentimiento.
— ¿Te ha enviado ese Haplo?
Sang-drax se apresuró a intervenir.
—Estás hablando con Xar, el Señor del Nexo. Haplo es un simple subdito de mi señor. Fue él quien envió a Haplo, y no a la inversa.
Rega se mostró impresionada, la expresión ceñuda de Drugar se hizo aún más marcada y Aleatha reprimió un bostezo como si estuviera aburrida de tanta palabrería.
Rega continuó las introducciones, puesto que dos nuevos mensch, un humano y un elfo, acababan de hacer acto de presencia en la plaza.
—Éste es mi hermano, Roland, y ése es mi... mi amigo, Paithan Quindiniar.
—Hola, señor. —Paithan dirigió una breve mirada a Xar y se vió de inmediato hacia Rega—. ¿Lo has visto? ¿No ha pasado por aquí?
— ¿Dónde has estado durante todo el jaleo, Roland? —inquirió Aleatha en tono melifluo—. ¿Escondido bajo la cama?
— ¡Claro que no! —respondió Roland airadamente, viéndose en redondo hacia ella—. Estaba...
—Roland... —Rega tiró de la manga de su hermano—. Estás olvidando la cortesía. Te presento a Xar, el Señor del Nexo.
—Encantado de conocerte, señor. —Roland dedicó un gesto de asentimiento a Xar; después, se vió otra vez hacia Aleatha—. Por si te interesa, Paithan y yo estábamos atrapados en la torre con un...
— ¡Bajaba justo delante de nosotros! —Lo interrumpió Paithan—. ¡Tiene que estar aquí!
— ¿De quién hablas?
— ¡Del dragón! —exclamó Roland.
— ¡De Zifnab! —dijo Paithan al mismo tiempo.
— ¿Quién dices? —preguntó Rega.
—Zifnab.
Rega miró al elfo con perplejidad.
Xar y Sang-drax cruzaron varias rápidas miradas. El patryn apretó los labios.
—Zifnab... —repitió Rega, desconcertada—. Eso es imposible, Paithan. El viejo está muerto.
—No, hermanita. No lo está.
Aleatha se echó a reír.
—No es broma, Thea —intervino Paithan—. Era él. Y ese dragón era el suyo.
¿No lo has reconocido?
Sang-drax tomó aire con un jadeo. Un destello rojo escapó entre los párpados entornados de su único ojo sano. Su boca emitió un siseo.
— ¿Qué sucede? —preguntó Xar en patryn.
—Ese viejo del cual hablan. Ya sé quién es.
— ¿Un sartán...?
—No. O, mejor dicho, lo fue, pero ya no lo es. ¡Se ha convertido en uno de ellos!
— ¿Adónde vas? —preguntó Xar. Sang-drax había empezado a retroceder hacia la puerta.
—Ten cuidado con el viejo, mi Señor. Ten mucho cuidado...
Un caballero de aspecto imponente, vestido de negro de pies a cabeza, se materializó de entre las sombras. Tan pronto como lo vio Sang-drax lo señaló con el dedo.
— ¡Es el dragón, mi Señor! ¡Mires el dragón! ¡Atrápalo! ¡Mátalo! ¡Deprisa, mientras está en ese cuerpo débil!
Xar no necesitaba sus advertencias. Los signos mágicos tatuados dos en la pies del patryn emitían ya su resplandor rojo y azulado, ardiendo con aquel fuego que le advertía de la presencia de un enemigo —El eterno cobarde, ¿verdad? —El dragón se plantó ante Sang-drax—. Esta vez lucharemos tú y yo.
— ¡Mátalo, mi Señor! —insistió la serpiente dragón. Después, se vió a los demás, que contemplaban la escena con perplejidad sin entender una palabra de lo que hablaban—. Hermanos míos —dijo esta vez en humano—, no os dejéis engañar. Ese hombre no es lo que parece. ¡Es un dragón y se propone matarnos a rodos! ¡Acabad con él! ¡Deprisa!
—Id a buscar refugio, amigos míos, yo me ocuparé de esto —indicó Xar a los mensch.
Pero éstos no se movieron, fuera por miedo, por confusión o por estupidez supina. En cualquier caso, estaban justo en medio.
— ¡Corred, estúpidos! —gritó Xar, exasperado.
El caballero imponente no prestó la menor atención a Xar ni a los mensch y continuó avanzando hacia Sang-drax. Este siguió, retrocediendo lentamente, entre maldiciones, hacia la puerta de la muralla.
— ¡Mátalo, mi Señor! —siseó.
Xar hizo rechinar los dientes. No podía lanzar un hechizo que matara al dragón sin acabar también con la vida de los mensch, y necesitaba a éstos para interrogarlos.
Tal vez, si veían al dragón en su forma verdadera, el susto los empujaría a salir huyendo.
El patryn trazó una única runa en el aire. Era un encantamiento sencillo, no un acto de magia de combate. El signo mágico emitió una llamarada roja, se expandió y surcó el aire como un fogonazo en dirección al caballero vestido de negro.
En aquel preciso instante, el caballero agarró por el cuello al gimoteante Sang-drax. La runa ardiente los alcanzó a ambos y los rodeó, enviéndolos en una cortina de llamas mágicas.
Un enorme dragón sin alas, de escamas brillantes y relucientes del color verde de la jungla en que vivía, se alzó sobre las murallas de la ciudad. Frente a él apareció una enorme serpiente, con el repulsivo cuerpo cubierto de légamo viscoso y despidiendo una pestilencia que hedía a siglos de muertos. En su cabeza lucía un único ojo rojo.
Aquella aparición produjo en Xar casi el mismo asombro que en los mensch.
El Señor del Nexo no había visto nunca a una serpiente dragón con su auténtica forma. Había leído la descripción que había hecho Haplo tras su encuentro con ellas en Chelestra, pero sólo ahora comprendía de verdad el asco, la repulsión, incluso el miedo que habían provocado en su enviado. El propio Xar, Señor del Nexo, que había batallado contra innumerables enemigos terribles , estaba perturbado y acobardado.
El dragón abrió unas fauces enormes y las cerró en torno al cuello de la serpiente, justo por debajo de la desdentada cabeza de ésta. La serpiente agitó la cola como un látigo y se enroscó en torno al dragón con todas sus fuerzas en un intento de acabar con su enemigo comprimiéndolo hasta asfixiarlo. Retorciéndose entre bramidos furiosos, las dos criaturas se debatieron y se golpearon, amenazando con destruir la ciudadela. Las murallas se estremecieron; la puerta tembló bajo el impacto de los cuerpos enormes. Si los muros caían, los titanes tendrían acceso a la ciudad.
Los mensch no huyeron, sino que permanecieron clavados donde estaban, paralizados de terror. Xar no podía utilizar su magia, fuera por miedo a causar daño a Sang-drax... o, tal vez, por miedo al propio Sang-drax. El Señor del Nexo no estaba seguro de cuál de ambas cosas y aquella confusión lo irritó profundamente, lo que lo hizo titubear aún más.
Y, de pronto, las dos criaturas desaparecieron. El dragón y la serpiente unidos en un abrazo letal, se desvanecieron en el aire.
Los mensch se quedaron mirando el vacío con expresión estúpida. Xar trató de poner orden en sus perplejos pensamientos. Un anciano de ropas pardas apareció de entre las sombras.
— ¡Cuídate, mal remedo de reptil! —exclamó Zifnab, al tiempo que agitaba la mano en un compungido adiós.
CAPÍTULO 26
LA CIUDADELA PRYAN
Xar se quedó mirando, asombrado. Las dos criaturas habían desaparecido. De golpe. Extendió su mente para encontrar su rastro. Buscó en la Puerta de la Muerte. Buscó en los otros mundos. Se habían esfumado por completo. Y no tenía idea de adonde habían ido.
Si había que creer a Haplo...
Pero no lo hizo. Xar apartó tal idea de su cabeza.
Estaba desconcertado, enfurecido..., intrigado. Si el dragón y su rival habían desaparecido de aquel mundo, tenían que haber encontrado una salida de él. Lo cual significaba que tal salida existía.
— ¡Pues claro que existe! —Una mano dio una sonora palmada en la espalda de Xar—. Una salida. Un camino al Inmortal.
El Señor del Nexo se dio la vuelta rápidamente y frunció el entrecejo:
— ¡Tú!
— ¿Quién? —Al anciano se le iluminó el rostro.
— ¡Zifnab! —Xar escupió el nombre.
— ¡Oh! —El viejo hundió los hombros, desalentado—. ¿Seguro que no soy otro? ¿No estabas esperando a otra persona? ¿A un tal señor Bond, quizás?
Xar recordó la advertencia de Sang-drax: «Cuidado con el viejo». Casi resultaba gracioso. Con todo, el anciano había escapado de las prisiones de Abarrach.
— ¿Qué estás diciendo? —preguntó, observando a su interlocutor con más interés.
—No tengo ni idea —respondió Zifnab, tan contento—. ¿De qué estaba hablando? Apenas me acuerdo. En realidad, intento no recordar.
Su tez se vió cenicienta. Sus ojos perdieron la expresión vaga y, de pronto, miraron con fijeza, con un destello de dolor.
—Recordar... duele. No lo hago. Mis recuerdos, no. Los de otros... Sí, los de otros son más fáciles, mucho más fáciles...
Xar lo miró, ceñudo.
—«Una salida», has dicho. «Un camino al Inmortal»...
Zifnab entrecerró los ojos.
—La pregunta final del concurso, ¿verdad? Tengo treinta segundos para escribir la pregunta. Tictac, tictac, ¡tachan! ¡Ya está! Creo que ya la tengo. —Miró a Xar con aire triunfante—. ¿Qué es la Séptima Puerta?
— ¿Qué es la Séptima Puerta...? —repitió Xar con indiferencia.
— ¡Ésa es la pregunta!
— ¿Pero cuál es la respuesta? —La paciencia de Xar se estaba agotando.
— ¡Ésa es la respuesta! A la pregunta. ¿He ganado? —inquirió Zifnab esperanzadamente—. ¿Tendré ocasión de concursar en el próximo programa?
— ¡Quizá te dé ocasión de terminar vivo el día de hoy! —exclamó Xar.
Extendió el brazo, asió el del mago y apretó con fuerza—. ¡Basta de tonterías, anciano! ¿Dónde está la Séptima Puerta? Es evidente que tu compañero lo sabía...
— ¡Bueno, el tuyo también! —Replicó Zifnab—. ¿No te lo dijo él? Oye, haz el favor de no arrugarme la ropa...
— ¿Mi compañero? ¿Sang-drax? Tonterías. Sólo sabe que la estoy buscando.
Si Sang-drax conociera su paradero, me habría conducido hasta ella.
Zifnab adoptó una expresión de extrema perspicacia e inteligencia; al menos, ésa fue su intención. Acercó el rostro al oído de Xar y le susurró:
—Al contrario. La serpiente no hace más que despistarte y confundirte.
Como respuesta, Xar retorció dolorosamente el brazo del viejo.
— ¡Vamos! ¡Tú sabes dónde está la Séptima Puerta!
—Sé dónde no está —repuso Zifnab dócilmente—. Si eso te sirve de ayuda...
— ¡Déjalo en paz!
Ocupado con el viejo sartán, Xar se había olvidado por completo de los mensch, uno de los cuales había tenido la osadía de entrometerse. El Señor del Nexo vió la cabeza.
La mujer elfa (Xar no lograba recordar su nombre) intentaba obligarlo a abrir la mano y soltar el brazo de Zifnab.
— ¡Le haces daño! ¡Déjalo en paz! No es más que un viejo chiflado. ¡Paithan, ven a ayudarme!
Xar se recordó otra vez que necesitaba a aquellos mensch, por lo menos hasta que le hubieran enseñado los secretos de la ciudad. Retiró la mano del brazo de Zifnab y se dispuso a improvisar unas palabras de disculpa cuando otro mensch se acercó corriendo. Éste parecía escandalizado.
— ¡Aleatha! ¿Qué estás haciendo? Esto no es asunto tuyo. Señor, te ruego que disculpes a mi hermana. Es un poco... en fin, un poco... —el elfo titubeó.
— ¿Testaruda? —apuntó un humano, varón, al tiempo que se colocaba detrás de la elfa. Ésta, al oírlo, se vió en redondo y le cruzó la cara de un bofetón.
En aquel punto, entró en la disputa una mujer humana.
— ¿Por qué has pegado a Roland? ¡No te ha hecho nada!
—Rega tiene razón —asintió el humano llamado Roland mientras se acariciaba una mejilla enrojecida—. No he hecho nada.
— ¡Me has insultado! —declaró Aleatha con arrogancia.
—Sólo ha dicho que eres testaruda, hermana —intentó explicar Paithan—.
Los humanos no emplean esa palabra en el mismo sentido que nosotros...
— ¡Vamos, Paithan, no intentes disculparla! —Intervino Rega—. Aleatha sabe perfectamente qué ha querido decir Roland. Tu hermana domina el idioma humano mejor de lo que aparenta.
—Disculpa, Rega, pero éste es un asunto entre Aleatha y yo...
—Sí, Rega —terció la elfa, arqueando las cejas—. No necesitamos que ninguna intrusa se entremeta en nuestros asuntos familiares.
— ¡Intrusa! —Rega, sofocada, dirigió una mirada iracunda a Paithan—. ¿De modo que eso es lo que opinas de mí? ¡Me consideras una intrusa! Roland, ven conmigo. Tú y yo, los intrusos, nos vemos a nuestra parte de la ciudad.
La humana agarró del brazo a su hermano y tiró de él, arrastrándolo calle abajo.
—Rega, yo no he dicho en ningún momento... —Paithan corrió unos pasos tras los humanos; después, se detuvo y vió la vista a Xar—. ¡Hum...!
Discúlpame un momento, ¿quieres?
— ¡Oh, Paithan, por el amor de Orn, un poco de seriedad! —exclamó Aleatha.
Paithan no respondió. Continuó en pos de Rega mientras Aleadla se alejaba en otra dirección, contoneándose.
El único mensch que no se movió fue el enano, que no había dicho una sola palabra. Drugar estudió con mirada ceñuda y sombría a Xar y a Zifnab; después, sin un gruñido de despedida, dio media vuelta sobre los talones y se marchó.
Mucho tiempo atrás, sartán y patryn habían combatido por el control de aquellas criaturas. ¿Para qué molestarse?, se preguntó Xar. Lo que deberían haber hecho con ellas era meterlas todas en un saco y echarlas a un pozo.
—Haplo lo sabe —anunció Zifnab.
—Eso me han dicho —asintió Xar con irritación.
—No sabe que lo sabe, pero lo sabe. —Zifnab se quitó el desvencijado sombrero y se frotó la cabeza hasta que los cabellos le quedaron de punta.
—Si estás probando alguna estratagema para intentar que Haplo siga vivo, no te dará resultado — asculló Xar, colérico—. Haplo morirá. Tal vez haya muerto ya. Y su cadáver me conducirá a la Séptima Puerta.
—Una estratagema... —Zifnab suspiró—. Me temo, colega, que el lazo te lo estás echando tú. Morir... Sí, Haplo podría morir, sin duda... ¡en un lugar donde tú nunca lo encontrarás!
— ¡Ah! Entonces, sabes dónde está... —Xar no lo creía, pero le seguía la corriente al anciano con la esperanza, todavía, de descubrir algo que le resultara útil.
— ¡Pues claro que lo sé! —afirmó Zifnab en tono ofendido—. Está en... ¡gulp!
El anciano se cubrió la boca con una mano.
— ¿Sí? —probó Xar.
—No puedo decírtelo. Es un asunto confidencial.
Xar tuvo una idea.
—Quizá me he precipitado en mi decisión de ejecutar a Haplo —dijo, meditabundo—. Es un traidor, pero puedo permitirme ser generoso. Sí, seré generoso. Perdono a Haplo. Ya lo ves: lo perdono... como un padre debe perdonar los yerros de un hijo. Y ahora dices que corre alguna clase de peligro. Iremos a encontrarlo, tú y yo. Tú me conducirás a él.
Xar empezó a guiar al viejo hacia la puerta de la ciudad.
—Acudiremos a rescatar a Haplo en mi nave y...
—Estoy conmovido, verdaderamente conmovido —murmuró Zifnab con los ojos humedecidos—. Mi dragón dice a menudo eso mismo de mí, ¿sabes?, pero es de todo punto imposible, realmente...
Xar empezó a trazar un signo mágico.
—Vendrás conmigo, viejo...
— ¡Oh!, te acompañaría gustosísimo —dijo Zifnab en tono jovial—si fueras a alguna parte. Pero no es así. Como ves, tu nave...
El anciano levantó la vista al cielo. La nave de Xar se elevaba por encima de las copas de los árboles, alejándose cielo arriba. El Señor del Nexo la observó unos instantes con asombro; después, se apresuró a formular un hechizo que debería haberlo llevado a bordo instantáneamente. Las runas de su cuerpo emitieron su resplandor y Xar inició el salto a través del tiempo y del espacio, pero quedó frenado como si hubiera topado con una pared. Magia sartán, se dijo. Hizo un nuevo intento y vió a chocar contra la barrera invisible.
Enfurecido, se vió en redondo hacia el anciano, dispuesto a lanzarle un hechizo que abrasara la carne que cubría sus frágiles huesos.
El caballero de aspecto imponente vestido de negro de pies a cabeza reapareció de entre las sombras. Esta vez venía ensangrentado y desgreñado, con las ropas desgarradas y aspecto agotado. Pese a ello, asió la muñeca de Xar entre sus dedos y la retuvo con una fuerza que ni el Señor del Nexo con toda su magia fue capaz de vencer.
— ¡Déjalo en paz! —Dijo el caballero—. Él no tiene la culpa. Tu amigo, la serpiente dragón a quien conoces como Sang-drax, se me ha escapado. Es él quien anula tu magia. Y quien te ha robado la nave.
— ¡No te creo!
La nave de Xar ya no era más que una mota de polvo en el cielo.
—Ha tomado tu aspecto, Señor del Nexo —insistió el caballero—. Tu gente ha caído en el engaño. Obedecerá todas sus órdenes... y Sang-drax, probablemente, los recompensará a todos con la muerte.
—Si es cierto lo que dices, Sang-drax debe de tener urgente necesidad de la nave por alguna razón —afirmó Xar, en tono confiado, e intentó tranquilizarse, aunque se le escapó una mirada ceñuda hacia la nave que desaparecía.
El caballero de negro estaba hablando con Zifnab.
—No tienes buen aspecto, señor.
—No es culpa mía—respondió el anciano, enfurruñado. Señaló a Xar con dedo acusador y añadió— Le he dicho que era Bond, James Bond, pero no me ha creído.
— ¿Qué más le has dicho, señor? —preguntó el caballero con tono severo—.
Nada que no debieras, espero.
—Bueno, eso depende. —Zifnab se frotó las manos con gesto nervioso y rehuyó la mirada de su interlocutor—. La verdad es que hemos tenido una conversación muy agradable.
El caballero imponente asintió lúgubremente.
—Me lo temía. Ya has hecho suficiente daño por hoy, señor. Es hora de que entres a tomar tu reconstituyente. La humana te lo preparará con mucho gusto.
— ¡Desde luego que le gustaría! ¡La haría feliz! ¡Pero no dejaré que lo haga! — Zifnab soltó un gemido quejumbroso—. La mensch no sabría prepararlo. Nadie lo hace como tú...
—Sí, señor. Gracias, señor, pero lo siento mucho. No voy a poder... prepararte la bebida esta noche. —El caballero de negro mostraba una palidez extrema.
Consiguió esbozar una débil sonrisa y añadió—: No me siento muy bien. Te acompañaré a tu alcoba, señor...
Cuando se hubieron marchado, Xar pudo dar rienda suelta a su cólera y contempló con rabia las murallas de la ciudad, unas murallas que, de pronto, se habían transformado en muros de prisión pues, aunque podía cruzar su puerta con facilidad (si no tenía en cuenta a los titanes, convertidos ahora en la menor de sus preocupaciones), se había quedado sin nave y no tenía modo de ver a cruzar la Puerta de la Muerte. No tenía modo de llegar a Haplo, vivo o muerto.
Esto es, si tenía que creer lo que había dicho el anciano.
Xar se sentó en un banco bajo la extraña oscuridad que parecía estar cayendo sobre la ciudadela y solamente sobre ella. Se sentía débil, viejo y cansado, sensaciones insólitas para el Señor del Nexo. Intentó de nuevo ponerse en comunicación con Marit, pero no tuvo respuesta a sus urgentes llamadas.
¿Lo habría traicionado su esposa? ¿Lo habría hecho Sang-drax?
— ¿Vas a creer la palabra de mi enemigo?
El susurro surgió de la noche y sobresaltó a Xar. Escrutó las sombras y observó el resplandor rojo de un único ojo. Se puso en pie.
— ¿Eres tú? ¡Sal donde pueda verte!
—No estoy aquí en presencia tangible, mi Señor. Sólo mis pensamientos están contigo.
—Preferiría tener conmigo mi nave, Sang-drax —dijo Xar, irritado—.
Devuélvemela.
—Si así lo ordenas, lo haré —asintió Sang-drax con humildad—. Pero permíteme que te proponga un plan alternativo. He oído tu conversación con ese viejo chiflado, que quizá no es tan estúpido como quería hacernos creer.
Permíteme a mí buscar a Haplo mientras tú prosigues el asunto que te ha traído aquí.
Xar meditó la propuesta. No era una mala idea. Tenía demasiado que hacer, demasiado en juego, como para marcharse en aquellos momentos. Su gente estaba en Abarrach, presta para la guerra. Tenía que seguir buscando la Séptima Puerta; aún tenía que determinar si había dominado el arte de resucitar a los muertos.
Varios de aquellos objetivos podía alcanzarlos allí. Además, así descubriría si Sang-drax era leal.
Empezaba a perfilar el esbozo de un plan.
—Si accedo a dejarte buscar a Haplo, ¿cómo veré a Abarrach? —inquirió.
Quería evitar que Sang-drax pensara que tenía el dominio de la situación.
—Existe otra nave de la cual puedes disponer, mi Señor. Los mensch conocen su paradero.
«Supongo que en algún lugar de la ciudad», pensó Xar. El Señor del Nexo concedió magnánimamente su permiso.
—Está bien. Tan pronto como tenga noticias de Marit, te lo comunicaré.
Mientras tanto, haz lo que puedas para encontrarlo por tu cuenta. Recuerda que quiero el cadáver de Haplo... ¡y en buen estado!
—Sólo vivo para servirte, Xar —declaró Sang-drax. El ojo rojo se cerró en una muestra de respeto y, al instante, la presencia se desvaneció.
—Discúlpame, señor —dijo una voz en el idioma de los elfos.
Hacía bastante rato que Xar había percibido la presencia del joven mensch pero, abstraído en su conversación mental con Sang-drax, no le había prestado atención. Sin embargo, había llegado el momento de empezar a poner en marcha su plan.
El Señor del Nexo dio un respingo de fingida sorpresa y escrutó las sombras.
—Disculpa, joven elfo. No te he oído llegar. ¿Puedes repetirme tu nombre?
Perdona que lo pregunte, pero soy viejo y me falla la memoria.
—Paithan —respondió el elfo de buen grado—. Paithan Quindiniar. He vuelto para disculparme por nuestro comportamiento. De un tiempo a esta parte, todos hemos estado bajo una gran tensión. Y, además, con la presencia de Zifnab, del dragón y de esa horrible serpiente... Por cierto, ¿has visto al anciano, últimamente?
—No, me temo que no —respondió Xar—. Debo de haberme quedado dormido.
Cuando he despertado, ya no estaba.
Paithan, con una mueca de alarma, dirigió una nerviosa mirada a su alrededor.
—Ese viejo bribón chiflado, ¡que Orn lo lleve! Me pregunto dónde se habrá metido. De todos modos, no merece la pena buscarlo esta noche. Estarás cansado y hambriento. Ven, si gustas, y comparte la cena con mi hermana y conmigo.
Normalmente..., normalmente comemos con los demás, pero me temo que esta noche no van a acompañarnos.
— ¡Oh!, gracias, muchacho. —Xar extendió la mano—. ¿Te importaría ayudarme? Estoy un poco débil...
—Desde luego, señor —Paithan le ofreció su brazo.
El Señor del Nexo se asió del elfo y, pegado a él, avanzaron lentamente por las calles hacia la ciudadela.
Y, mientras caminaban, Xar recibió por fin una respuesta a sus llamadas.
Marit, dijo en silencio. Llevo mucho tiempo esperando noticias tuyas...
Parte 2