Publicado en
octubre 15, 2009
"Algún día este niño va a curar tigres", solía decir la abuela de David Taylor.
No parecía un destino muy probable para un niño que crecía en una pequeña población de Inglaterra. Pero el joven Taylor poseía un asombroso talento para curar ranas, carpas doradas y toda clase de criaturas heridas.
Su sueño más grande era llegar a curar animales exóticos de tierras lejanas. En este relato de sus hazañas como médico de fieras, David Taylor comparte con nosotros las divertidas e increíbles aventuras que protagonizó en su camino hacia la realización de ese sueño.
Por David Taylor.
MI ESPOSA Shelagh y yo salimos del auto a toda prisa. Ella acababa de contestar una llamada para mí de Ray Legge, director del Zoológico Belle Vue de Manchester. Crystal, un oso polar hembra, había dado a luz a dos cachorros.
Crystal había estado preñada en dos ocasiones anteriores y en ambos casos los oseznos habían muerto al poco tiempo de nacidos. La madre parecía no saber cómo cuidar de ellos. Durante dos años me había sentido frustrado por mi incapacidad de salvar a su progenie.
—¿Qué dijo Ray? —le pregunté a Shelagh mientras conducía a toda velocidad hacia el zoológico.
—Dijo que el panorama no era muy bueno —respondió.
Se me encogió el corazón. Me alegré de que Shelagh estuviera conmigo. Aunque había estudiado para ser técnica médica, era experta en el manejo de animales y a menudo colaboraba conmigo. Yo sabía que en este asunto en particular iba a necesitar toda la ayuda posible.
Como veterinario de planta del Zoológico Belle Vue, el cuidado de los animales exóticos que tenía a mi cargo a menudo representaba un reto. Más delicados y difíciles de tratar que los animales domésticos, muchos de ellos morían en cautiverio porque pocas personas sabían cómo tratar sus enfermedades.
Los cachorros de Crystal representaban un caso especialmente desalentador. La segunda ocasión que perdimos a uno de ellos, Ray Legge y yo nos habíamos sentido muy abatidos.
—Bueno —dije—; la próxima vez nos ocuparemos del cachorro desde su nacimiento.
—¿Cómo piensas quitárselo a la madre? —preguntó Ray.
—Planeo tener un rifle de dardos cargado con la dosis exacta de tranquilizante fuera de su cubil. En el momento en que el guardia oiga un chillido, la dormiremos y tomaremos a la cría —propuse.
Lo único que habíamos tenido que hacer entonces era esperar 11 largos meses para ver si nuestro plan funcionaba. A juzgar por la llamada de Ray, había sido un éxito. Ray había usado el dardo anestésico al oír chillar a las crías. Al parecer, había secuestrado a un par de gemelos.
Cuando Shelagh y yo llegamos al zoológico, Ray y los cachorros estaban en el dispensario. En el rostro del director se leía la desilusión.
—Creo que ya es demasiado tarde —dijo al vernos entrar.
Junto a él, en silencio, estaba su asistente, Matt Kelly, jefe de guardias del zoológico. Dos cuerpecillos regordetes yacían inertes sobre la mesa.
—¿Qué ocurrió? —pregunté, abriéndole a uno de ellos las diminutas fauces para verle las pálidas encías.
—El guardia creyó oír un débil chillido, así que de inmediato le disparé el dardo a la madre y entramos en el cubil. La osa, después de quitar toda la paja de una esquina, había empujado a los oseznos al concreto desnudo. Creemos que nacieron esta mañana. Cuando llegué hasta ellos, estaban fríos, húmedos e inmóviles. La madre los volvió a descuidar.
Desatendidas, las crías estaban sufriendo de hipotermia. Tomé una en cada mano y les oprimí el pecho con firmeza. Traté de sentir el pulso, pero fue en vano. Sus cuerpos siguieron inertes y fríos al tacto. Era evidente que no nos quedaba mucho tiempo.
—¡Pronto! —dije—. Traigan un cubo de agua caliente del grifo.
Matt Kelly trajo el cubo y yo metí a los cachorros en el agua, sumergiéndolos por completo, con excepción de sus pequeños hocicos. Mientras tanto, seguí oprimiendo y aplicándoles masaje en el pecho, aun debajo del agua.
—Shelagh, tú encárgate de uno y yo me encargaré del otro —dije, dándole uno de los cachorros—. Bombea rítmicamente, pero no con demasiada fuerza.
A veces, cuando la resucitación cardiopulmonar se aplica con demasiado entusiasmo a criaturas tan pequeñas, los pulmones y el corazón sufren daños irreparables.
Trascurrieron varios minutos. De pronto, Shelagh exclamó:
—¡El mío se está moviendo!
Miré el interior de la boca del animal. Definitivamente, se veía más rosado. Le pedí a Shelagh que siguiera dándole masaje, mientras yo hacía otro tanto con el mío.
—Traiga más agua caliente, Matt —pedí.
Matt llenó el cubo. Percibí una débil tensión muscular en el bultito peludo que tenía entre las manos. Luego sentí que mi osezno se movía levemente.
—¡El estetoscopio!—grité. . Le puse el instrumento en el pecho a una de las crías y oí el débil y apagado latido de su corazón. Luego se lo puse a la otra y oí lo mismo.
—¡Están vivos! —grité—. Al agua de nuevo. Hay que seguir dándoles masaje.
Ahora ya no había duda. Ambos cachorros se retorcían en el agua.
—¡Afuera! —ordené.
Tomé a los dos ositos y los sostuve por las patas traseras, uno en cada mano, con los brazos extendidos. Luego moví los brazos rápidamente en círculos, con la esperanza de que la fuerza centrífuga eliminara cualquier mucosidad que les estuviera obstruyendo la tráquea.
En seguida, volvimos a meterlos en el agua caliente. Los cachorros luchaban ahora valerosamente por su vida, pero aún no emitían el menor chillido.
—Tendremos que darles respiración de boca a boca —dije.
De nuevo Shelagh se hizo cargo de uno de los oseznos y yo del otro. Metiéndonos sus hocicos en la boca, soplamos suavemente. Los pechos de los animalitos se expandieron, pero no hubo respuesta. No nos detuvimos. Un soplido para inhalar, un apretón para exhalar.
Para entonces, los cuerpecillos de los gemelos estaban empezando a adquirir la saludable firmeza de un resorte metálico. Hicimos una pausa y esperamos. Entonces abrieron los hocicos un poco, y dos lengüitas rechonchas y rosadas se asomaron tímidamente para explorar el mundo exterior. Por fin, ambos ositos inhalaron profundamente.
Shelagh se regocijó. Matt y Ray gritaron de alegría. Después todos nos echamos a reír cuando los cachorros hicieron esfuerzos para ponerse de pie, que es la posición que prefiere todo animal que se respete.
En cuestión de minutos empezamos a suministrarles una solución intravenosa de proteína y glucosa. Después los pusimos en una incubadora de rayos infrarrojos.
Todo había salido mucho mejor de lo que yo había esperado, pero si habían de sobrevivir, los cachorros tendrían que aprender a mamar leche condensada de un biberón.
—Vamos, Shelagh —dijo Ray, al tiempo que le daba a mi esposa dos pequeños biberones.
Contuvimos el aliento mientras se los ofrecía a las crías. Hubo un momento de silencio. Luego los gemelos se aferraron vorazmente a las tetinas y comenzaron a chupar. La expresión de satisfacción de sus caras me dijo todo lo que necesitaba saber.
EL REGALO DE LA ABUELA
EMPECÉ a dirigir mis pasos hacia esa habitación del Zoológico Belle Vue y hacia esos animosos oseznos hace ya muchos años, cuando todavía era niño. En aquel entonces yo tenía un inagotable interés en toda criatura salvaje que volara, nadara, reptara o se arrastrara. Paseando por los campos y páramos que había en los alrededores de mi casa en Rochdale, cerca de Manchester, me encontraba un sinnúmero de pacientes que necesitaban tratamiento.
Al principio mis padres toleraban a todos los animales enfermos que yo traía a casa: a los sapos que convalecían en el armario del baño, al buho paralítico que vivía encima del reloj de péndulo, a los conejos heridos que yo metía en tinas de zinc.
Pero al crecer el número de pacientes, también crecieron los problemas. Por ejemplo, el buho que vivía sobre el reloj hizo que el antiguo artefacto se detuviera cuando olvidé cambiar la hoja de periódico en la que hacía sus necesidades. Su excremento penetró en la caja de madera y dañó la maquinaria, y el reloj nunca volvió a dar correctamente la hora.
Por fortuna, hubo un miembro de la familia que apoyó gustosamente mis primeros experimentos: mi abuela. Si otro pariente mencionaba el desventurado reloj, ella se cruzaba de brazos y les recordaba a los presentes que el reloj le pertenecía, que así le gustaba, y que, de cualquier manera, nunca había dado bien la hora, lo que no era verdad. Luego, acalladas las protestas, mi abuela se volvía y me guiñaba el ojo con gran solemnidad.
En todas mis aventuras con el reino animal, mi abuela era mi protectora y mi cómplice. Era una mujer animosa y activa, de rostro color miel y ojos brillantes enmarcados por una cara redonda. Ella y yo formábamos un buen equipo.
Más que una aliada, mi abuela era una maravillosa e ingeniosa maestra. Un principio que no cesaba de repetirme, y por el que aún me guío, es que para todo problema, por complicado que sea, siempre existe una solución.
Recuerdo cierta ocasión en que estaba yo tratando de curar de ciertos padecimientos de la piel a animales como carpas doradas, salamandras y ranas. Me sentía terriblemente frustrado porque, en cuanto les cubría las úlceras con cremas y lociones, el agua se llevaba el medicamento. Una y otra vez tuve que enterrar mis fracasos en el jardín.
Un día, al verme sepultar a la víctima más reciente, una carpa dorada, mi abuela me dijo:
—David, tengo una idea. Ve a traerme la pasta que uso para ponerme los dientes postizos. —Cuando le di el recipiente de la pegajosa pasta gris, comentó—: Es una sustancia curiosa. En cuanto se moja, se endurece como la cera. La próxima vez que nos llegue uno de estos animalitos con una llaga, le untaremos la loción como de costumbre, pero antes de devolverlo al agua lo cubriremos de pasta.
Tomé un poco de aquel menjunje y me lo puse en la lengua. Sentí cómo cambiaba de consistencia y se me pegaba al paladar. A la mañana siguiente la pasta no se había movido un ápice de su sitio, así que empecé a darme cuenta de las posibilidades de la sustancia. Ahora sólo necesitábamos un paciente.
No tuve que esperar mucho tiempo. Al cabo de unas semanas, un amigo me trajo una hermosa rana. Verde y brillante, el batracio se posó en la palma de mi mano. Vi entonces que en uno de los dedos de una pata delantera tenía lo que parecía ser un furúnculo.
—La pasta para dientes postizos —le recordé a mi abuela—. Esta es nuestra oportunidad.
Mi abuela estaba entusiasmada.
—Trae la pasta de mi habitación y se la pondremos sobre el ungüento.
Tomó a la rana suavemente mientras yo le ponía ungüento en el dedo inflamado y le cubría toda la pata con pasta. Luego puse a la rana en un tarro de vidrio con agua.
Mientras el animalito nadaba de un lado a otro, vi con gusto que la pasta se le quedaba adherida a la pata. Al día siguiente seguía ahí. Al cabo de tres días, se la quitamos con un trapo.
No cabía la menor duda: la inflamación estaba cediendo y el dedo se veía más sano. Volví a aplicarle el ungüento. La rana y mi abuela pasaron a los anales de la historia de la medicina veterinaria porque el batracio sanó en una semana, el tiempo más corto logrado por uno de estos animales en mi clínica. Finalmente lo soltamos en un estanque que había en un parque del vecindario. Hasta la fecha sigo usando una pasta similar para curar las heridas cutáneas de delfines y leones marinos.
MANCHA NEGRA
AUN DE niño me di cuenta de que a mi abuela le daba un gusto enorme la relación tan especial que teníamos. Amaba a los animales que tratábamos de curar, pero creo que lo que más satisfacción le daba era saber que estaba ayudándome a sentar las bases para mi futuro como veterinario. Jamás se nos ocurrió que yo pudiera escoger otra profesión. Recuerdo que les decía a sus escépticas amigas:
—Algún día este niño va a curar tigres.
Mi abuela no perdía oportunidad alguna para ayudarme a realizar ese sueño. Una prueba de su apoyo tuvo lugar durante la Segunda Guerra Mundial. Mi padre había trasformado el sótano donde guardábamos el carbón en un refugio antiaéreo. Rochdale fue un lugar muy tranquilo durante la guerra, por lo que la familia usaba poco el refugio.
Decidí sacar partido de la situación y le informé a mi abuela que pensaba albergar ahí a algunos de mis animales más revoltosos. Al principio trató de disuadirme, pero al final accedió a brindarme su ayuda.
Al poco tiempo, el refugio estaba atestado de cajas, frascos y jaulas que alojaban a mis pacientes. Cuando nadie la veía, mi abuela bajaba a hurtadillas al sótano y me ayudaba con ellos.
Mi laboratorio hubiera seguido siendo un secreto de no ser porque, una noche, la sirena que anunciaba los ataques aéreos convenció a mis padres de que debíamos dormir en el refugio. Al trasponer la puerta ya en pijama, mi sufrida madre, mi padre y mi hermana se encontraron con que el sótano ya estaba ocupado por una diversidad de criaturas peludas, escamosas y emplumadas.
Lo que es peor, mi padre descubrió que yo había usado casi todas sus reservas de carne enlatada para alimentarlas. Y lo que es peor aún, al sentarse en una de las literas, a mi hermanita la mordió la pequeña zorra huérfana que la ocupaba.
Una vez más, mi abuela se ocupó de tranquilizar a todo el mundo, y aseguró que había sido ella quien había dado la carne a los animales. Parecía que siempre estaba dispuesta a mediar entre mis exasperados padres y yo cuando una de mis estratagemas salía mal.
Y la misma firmeza mostraba cuando estimulaba mi sentido de la capacidad. Una y otra vez me enseñó, con su trabajo arduo y su determinación, que nuestros muchos problemas veterinarios podían resolverse con ingenio.
—Se me ocurre —dijo cierto día, mientras examinábamos el agujero que un gato le había hecho a una tortuga en el caparazón— que para proteger los tejidos suaves que se encuentran debajo, deberíamos sellar este agujero. Trae tu caja de herramientas.
En ese entonces debo de haber tenido unos 12 años, y mi caja de herramientas —que contenía cola y pequeños parches de hule para cámaras— era algo que yo usaba para reparar los neumáticos pinchados de mi bicicleta. Eso está bien para los neumáticos, pensé, pero, ¿para una tortuga? Sin embargo, era inútil discutir con la abuela.
Cortamos el tejido infectado y aplicamos una loción curativa.
—Procede como si la tortuga fuera un neumático —dijo.
Le unté el pegamento a la enojada tortuga y le pegué el parche de hule sobre el orificio.
—Bien —dijo mi abuela—, a juzgar por el tamaño de este agujero, creo que deberías revisarlo en alrededor de un mes.
A la tortuga, a la que puse el nombre de Mancha Negra, no se le despegó el parche, ni siquiera bajo el agua. Pasaron los días y, exactamente un mes después, la llevé a la cocina. Mientras cortaba el parche de hule con un cortaúñas, mi abuela contuvo la respiración. Retiré el parche y ambos nos acercamos para ver mejor.
El agujero se había cerrado por completo, con una nueva y sana capa de concha. Riendo de alivio, mi abuela y yo nos abrazamos.
Ella nunca desaprovechó una oportunidad para fomentar mi interés por los animales, y tal como lo predijo, cursé la carrera de veterinario. Cuando me recibí, mi abuela ya estaba enferma del corazón. Aun así, se sintió muy orgullosa y, con bombo y platillos, colgó mi título sobre su cama.
Unos años después curaba a mi primera tortuga gigante, un enorme galápago de 136 kilogramos. Me preguntaba qué diría mi abuela cuando supiera que había parchado yo a semejante monstruo. Me imaginaba su rostro suavemente arrugado iluminándose con una amplia sonrisa al recordar a Mancha Negra y oírme compararla con este inmenso pariente. Se lo contaría esa misma tarde, cuando fuera a visitarla.
En eso sonó el teléfono. El jefe de los cuidadores de reptiles tomó la llamada.
—Doctor Taylor —dijo—, era su padre. Me temo que hay malas noticias. Su abuela acaba de morir.
EN EL ZOOLÓGICO
EL VACÍO que me produjo la muerte de mi abuela no lo llené en varios años. Pero con el paso del tiempo me di cuenta de que me había dejado un legado maravilloso: la curiosidad por los animales, la pasión por curarlos y la convicción de que la inteligencia y la imaginación son las mejores herramientas del veterinario. Sus lecciones me ayudarían a tomar las decisiones más importantes de mi carrera.
En mi época de estudiante me interesé de manera especial en el cuidado de especies exóticas y animales raros. Aprendí lo más que pude acerca de ellos. Como se sabía tan poco sobre la manera de diagnosticarlos y tratarlos, me pareció que constituían el aspecto más interesante y gratificante de la medicina veterinaria.
Después de recibirme, a fines de los años cincuenta, me asocié con un veterinario mayor que yo, Norman Whittle, para poner un consultorio en Rochdale. Nuestros pacientes eran, en su mayoría, mascotas y animales de granja. Me gustaba trabajar con ellos, pero no eran los fantásticos animales con los que siempre había soñado. Por fortuna, una parte de nuestros pacientes me iba a dar la oportunidad de realizar mi sueño. Uno de los clientes del doctor Whittle era el Zoológico Belle Vue, de Manchester.
Perdido en la mancha gris de la ciudad, el Zoológico Belle Vue era un oasis para las criaturas salvajes de todas partes del mundo. El parque entero no tenía más que unas cuantas hectáreas de escaso césped, pero para mí era un lugar mágico. Ahí vivían leopardos, leones, antílopes africanos y elefantes.
Por desgracia, durante mis primeros años como colaborador de Whittle fui en muy pocas ocasiones al zoológico. El director del parque parecía creer que mi socio y yo no sabíamos gran cosa sobre cómo tratar animales exóticos. En consecuencia, rara vez nos llamaba, y cuando lo llegaba a hacer, generalmente era el doctor Whittle quien acudía al llamado.
Yo me sentía frustrado, pero seguí trabajando cumplidamente, curando gatos y perros, cerdos y vacas, durante alrededor de dos años y medio. Entonces Norman Whittle me dio una noticia extraordinaria.
—El Zoológico Belle Vue ha cambiado de director —observó cierto día—. El hombre se apellida Legge.
Un director nuevo podía entrañar una forma nueva de cuidar a los animales... y una oportunidad para mí de participar en ello. Hablé con Norman de inmediato.
—Tú sabes cuánto me gustan los animales exóticos —le dije entusiasmado—. Déjame hacerme cargo de los animales del zoológico. Siempre he deseado dedicarme a la medicina de especies raras.
Norman sonrió, y luego pronunció una de las frases más memorables que he oído en mi vida:
—Muy bien —dijo—, no tengo inconveniente.
Aún recuerdo el día en que conocí al director, Ray Legge, y a Matt Kelly, el jefe de guardias del zoológico. Me presenté a Legge mientras Kelly observaba la escena en silencio, con expresión de sorpresa a causa de mi aspecto juvenil.
Ray Legge era un hombre delgado de unos 40 años, de pelo oscuro y bigote, nariz aguileña y sonrisa cálida y generosa. Me estrechó la mano con fuerza.
—Encantado de conocerlo.
Matt Kelly me miró con escepticismo. Yo sabía lo que estaba pensando: He aquí un principiante que sólo sabe lo que dicen los libros.
Matt, bajo y robusto, tenía un rostro rubicundo y llevaba el pelo muy corto. Había trabajado ya muchos años en Belle Vue, y antes había prestado sus servicios en el Zoológico de Dublín, que a la sazón gozaba de un prestigio sin igual. Sus experiencias, como pronto descubrí, le habían dado el aire de un sargento instructor, así como un gran acervo de trucos zoológicos.
En una de mis primeras visitas, Ray Legge me informó que uno de los faisanes dorados del zoológico tenía un bulto en un párpado. Cuando examiné el ave, no me cupo la menor duda de que la lesión, dura y amarillenta, era un tumor. No sería muy difícil de operar, pero decidí llevarme el animal a Rochdale, donde podría operarlo con anestesia. Matt me acompañó para observar.
Al colocar a mi paciente sobre la mesa de operaciones, reparé en su espectacular colorido. Dotado de hermosas plumas de colores rojo, verde y castaño, el faisán dorado es una de las aves más bellas del mundo. Y mi paciente era un ejemplar particularmente exquisito.
Anestesié al ave y procedí a extirparle el tumor del ojo. Todo salió a pedir de boca. Después de suturar la herida con un delgado hilo de nailon, le pedí a mi asistente que detuviera el flujo de la anestesia, y di unos pasos hacia atrás para admirar mi obra.
Mi abuela me había enseñado a coser. En su juventud había sido costurera, e insistió en que yo aprendiera el oficio. Argumentaba que, después de todo, el arte de la cirugía no consistía más que en cortar y suturar, y que la destreza para pasar el hilo por la carne viva podía adquirirse con retazos de franela, seda y lana. Pasé muchas horas uniendo trozos cuadrados de tela bajo su vigilante mirada, y más de una vez recibí un golpe en los nudillos con una aguja de tejer metálica cuando mi abuela creía que no estaba poniendo suficiente atención. Pero en momentos como este, años después, le seguía agradeciendo esas horas de práctica.
Matt me había observado trabajar y parecía un tanto impresionado. Mientras tanto, el faisán seguía apaciblemente dormido sobre la mesa. De pronto, como suelen hacer las aves al recuperarse de la anestesia, el faisán parpadeó, se puso de pie y saltó revoloteando de la mesa antes de que pudiéramos impedirlo. Corrió frenéticamente por toda la habitación, derribó parte del equipo y asustó a los gatos que estaban en las jaulas, esperando a ser atendidos.
—¡Déjemelo a mí! —gritó Kelly, poniéndose en cuclillas—. Lo atraparé cuando dé la vuelta.
Ansioso de impresionar al jefe de guardias con mi gran pericia para manejar animales, estiré los brazos con decisión. Pensé que por fin había atrapado al ave, pero lo que tenía en las manos eran en realidad las hermosas plumas de su cola. Horrorizado, vi que el pájaro siguió corriendo hasta que llegó a los brazos de Matt. Privado de sus plumas, el faisán tenía un trasero rechoncho y rosado amarillento.
—¡Maldita sea! —gruñó Matt.
Si bien no estaba lastimada, el ave tenía un aspecto muy poco digno, sentada en brazos del guardia. La expresión de reproche en el rostro de Matt me dijo que había yo reprobado imperdonablemente mi primera prueba de manejo de animales.
EL MORTÍFERO TESORO DEL MONO
ME ESFORCÉ por olvidar mi desafortunado debut, y seguí visitando el zoológico una vez por semana. Sabía que no iba a hacer progresos hasta que consiguiera establecer una relación con Matt Kelly. Este no era ni naturalista profesional ni científico, pero poseía una extraordinaria e innata intuición para el cuidado de los animales, y tenía un gran sentido práctico.
Comencé por decirle lo que era evidente:
—Matt, voy a necesitar su ayuda para aprender lo que un veterinario ignora acerca de un zoológico.
Su rostro se iluminó con una amplia sonrisa.
—Veremos qué podemos hacer con usted, doctor Taylor —replicó.
Tuve la oportunidad de observar una de las mejores demostraciones de su talento en el caso de un mono que estaba en grave peligro. Todo parque zoológico atrae siempre a algunos excéntricos y vándalos entre el público que lo visita. Entiendo el impulso que lleva a algunas personas a hacer caso omiso del letrero que dice: "Favor de no alimentar a los animales", y a lanzarles comida a los elefantes o a los monos. Pero no alcanzo a descifrar la mente del ser humano que arrojó un paquete nuevo de hojas de afeitar de acero inoxidable al interior de la jaula de este mono del Zoológico Belle Vue.
Al parecer, al mono le gustó el brillo de las hojas de metal y, para cerciorarse de que sus compañeros no pudieran robárselas, las puso en un escondite muy seguro: su boca. Como cualquier persona que acaba de recibir un obsequio que le gustó mucho, el mono se sacaba de tanto en tanto las hojas para admirarlas. Fue en uno de esos momentos cuando el guardia las vio y dio la voz de alarma. En un santiamén, el mono se volvió a meter su fascinante colección a la boca.
Cuando llegamos Matt y yo, nos sorprendió ver que no le salía sangre de ella. Tampoco parecía tener heridas en los dedos. Hasta ese momento, el mono había evitado hacerse daño manejando las hojas de afeitar delicadamente con su suave lengua y la aterciopelada mucosa del interior de la boca.
El problema consistía ahora en quitarle las hojas sin alterarlo. Por aquellos días no había anestésicos para uso veterinario que fueran inocuos. La única solución que se me ocurrió fue tratar de atrapar al mono con una red. Pero si lo intentábamos, bien podría hacerse daño en la lucha.
—¿Qué haremos, Matt? —inquirí—. ¿Cómo le quitamos las hojas sin que se corte por todas partes?
Se quedó pensativo unos segundos. Luego me dijo:
—Consígame una escoba.
Obedecí. Matt se metió entonces en la jaula por la puertezuela trasera. El mono corrió a refugiarse en un rincón, lejos de Matt, y se preparó para dar la batalla. Era evidente que el jefe de guardias iba a intentar acorralarlo.
Con todo el espacio de que disponía, el mono quizá supuso que si saltaba rápidamente de los barrotes a una rama, de la rama a la repisa y de esta otra vez a los barrotes podría fatigar al torpe humano que blandía la escoba. Mi propio pronóstico coincidía con el del simio.
Pero estaba equivocado. El plan de Matt era mucho más ingenioso de lo que yo había pensado. De pronto, el fornido irlandés se puso a gritar y a maldecir a voz en cuello. Con el rostro desfigurado por la rabia, agitó la escoba de un lado a otro, golpeando con ella las paredes de la jaula y haciendo un ruido infernal.
Al mono debe de haberle parecido que el jefe de guardias se había vuelto loco. No se trataba de un juego, sino de una cuestión de vida o muerte. En cualquier momento ese demente podría propinarle un escobazo. Tenía que ponerse fuera del alcance del energúmeno a como diera lugar Iba a tener que correr y correr y correr. Cuando uno huye para salvar la vida, lo primero que hace es deshacerse de la carga innecesaria. Siguiendo esta lógica, el mono se sacó las hojas de afeitar de la boca y las tiró al suelo. Entonces Matt dejó de gritar, bajó la escoba y remplazó su expresión de fingida cólera por una de genuina satisfacción.
—Así es como se hace, doctor Taylor —me dijo, recogiendo las hojas de acero—. Ahora podemos atraparlo para que usted lo examine, si quiere.
NO ESTUVO MAL, JOVENCITO
AL CORRER el tiempo fue creciendo mi confianza en el talento del jefe de guardias. Una de sus aptitudes —de la que más dependía yo— era su sentido del momento exacto en que se podía entrar sin riesgo en la jaula o en el cubil de un animal gravemente enfermo, incluso si este era peligroso.
Mi primera aventura de este género con Matt fue un episodio con un leopardo que había enfermado de influenza felina, padecimiento que puede ser mortal. Sin duda se la había contagiado algún gato doméstico que se metió en la jaula de los felinos una noche, en busca de sobras de carne. Como cualquier humano el primer día de un ataque agudo de gripe, el leopardo estaba echado en su jaula, estornudando lastimeramente, babeando y parpadeando con ojos nublados, hinchados y llorosos. Me. quedé muy impresionado cuando Matt sacó sus llaves y abrió sin más la puerta.
—Creo que podemos entrar ahora —dijo—. Permanezca detrás de mí todo el tiempo.
Asentí con la cabeza.
El leopardo estornudaba y resoplaba echado en la paja, pero no parecía haberse dado cuenta de nuestra presencia.
—Le voy a agarrar la cola —susurró Matt—. Quédese detrás de mí y clávele la inyección.
Las inyecciones en la cola ya no se permiten porque pueden causar daño, pero en aquel entonces no teníamos el recurso de inyectar medicamentos a distancia.
El guardia se acercó sigilosamente al leopardo mientras yo lo seguía a corta distancia. Inclinándose con lentitud, levantó la cola del animal y tiró de ella. A pesar de lo mal que se sentía, el enorme felino reaccionó. Con un gruñido de cólera clavó las garras en el suelo de madera y se volvió para fulminar con los ojos a sus atormentadores.
Matt siguió tirando y de pronto las garras del leopardo perdieron su asidero en la madera. El animal resbaló hacia nosotros. Iracundo, hizo girar la parte superior del cuerpo y lanzó un zarpazo. Matt siguió tirando de la cola y empezó a saltar hacia atrás.
—Es preciso mantener la cola completamente estirada —dijo en voz muy alta.
Yo también salté hacia atrás, tratando de hacer coincidir mis pasos con los suyos para evitar que nuestras piernas se enredaran y cayéramos debajo de un leopardo furioso.
Una y otra vez avanzamos y retrocedimos con el felino. Cuanto más se resistía, más rápido nos movíamos. Así continuó nuestra extraña danza alrededor de toda la jaula.
—Bien —gritó Matt, jadeando por el esfuerzo—, ahora extienda el brazo detrás de mí y póngale la inyección.
No era fácil. En el instante en que escogí el sitio para clavar la aguja, el hombro de Matt me obstruyó la vista. Me lancé ciegamente.
—¡Ay! —gritó Matt—. Me picó la mano.
Alarmado, extraje la aguja. Por suerte no había oprimido el émbolo.
—¡Inténtelo otra vez! —gritó—. Pero mire dónde la pone.
Todavía detrás del guardia, que estaba sudando a mares, lo tomé de la cintura para estabilizarme, estiré el cuello torpemente hacia la derecha, vi la cola una vez más y volví a clavar la aguja. El leopardo soltó un rugido de furia.
—Listo—declaré—. ¿Y ahora qué?
—No se detenga hasta que lleguemos a la puerta —respondió Matt—. Entonces empujaré al animal y lo seguiré a usted.
Cuando llegué a la salida, huí sin pérdida de tiempo. Con un hábil giro de sus fuertes muñecas, Matt arrojó al leopardo hacia adelante. Antes de que el animal pudiera prepararse para atacar, Matt salió de la jaula y azotó la puerta.
Jadeando, el jefe de guardias se limpió el sudor de la frente y se llevó la mano herida a la boca para succionar el lugar donde yo lo había picado.
—No estuvo mal, jovencito —dijo—; no estuvo mal.
Yo estaba encantado. La aprobación de Matt valía para mí más que el oro. Sentí que por fin me estaba convirtiendo en un veterinario de zoológico.
EL TOQUE FEMENINO
CUANDO DESPUÉS de un tiempo me gané el respeto de Matt, supe que podía hacer mucho por la salud de sus animales. Esto se debía en parte a los avances tecnológicos. Uno de los momentos culminantes de mi carrera tuvo lugar el día en que me llegó de Estados Unidos mi pistola de dardos, junto con una dotación de un nuevo y prometedor tranquilizante: la fenciclidina. Estos dos elementos me hicieron sentir más optimista con respecto a mi eficiencia como veterinario.
Poner tranquilizante en la comida del animal, como habíamos hecho en el pasado, no era un método muy confiable. Además, la mayoría de los medicamentos que había en aquel entonces estaban concebidos para seres humanos, no para bestias salvajes.
Al experimentar con la pistola de dardos descubrí que la fenciclidina era ideal para monos, chimpancés y gorilas. Los mantenía inconscientes cerca de una hora y sus efectos se desvanecían poco a poco en el trascurso de un día. Yo estaba ansioso de usar mi nueva herramienta cuando recibí la noticia de que uno de los orangutanes estaba enfermo.
Jane, un dócil orangután hembra del Zoológico Belle Vue, había quedado preñada por primera vez. Unos dos meses antes de que finalizara el periodo de gestación dio a luz prematuramente. El pequeño orangután nació muerto.
Esto afectó profundamente a Jane. Se fue a sentar sola en un rincón con el cadáver de su cría en brazos, en una patética imitación de otras hembras, y gimoteaba de dolor.
No soy sentimental en lo tocante a los animales, pero cuando vi por primera vez lo profundo de la pena del simio, los ojos se me llenaron de lágrimas. Su angustia era patente. Por más que lo intentábamos, no conseguíamos que soltara el cuerpo de su cría. Peor aún, se negaba a comer y comenzó a perder peso de manera alarmante. Decidí sedarla con un dardo para poder quitarle al pequeño.
Ese día le pedí a Shelagh que me acompañara al zoológico. El optimismo de mi esposa era inagotable, y su intuición sobre la mejor manera de tratar a mis pacientes nunca fallaba. Yo contaba con ello.
Entramos en la sala de aislamiento, donde estaba Jane, sentada lastimosamente en una gran jaula. Shelagh miró al orangután, y el orangután miró a Shelagh.
—Antes de que le dispares el dardo —dijo Shelagh de pronto—, me gustaría entrar en su jaula. ¿Sería tan amable de abrir la puerta, señor Kelly?
Mi esposa estaba pidiendo entrar en los dominios de un orangután adulto que se hallaba en un estado de ánimo alterado e impredecible, y que podía romperle todos los huesos. Matt comenzó a protestar, pero yo lo interrumpí.
—Ábrala, Matt —dije.
Matt obedeció y cuidadosamente abrió la puerta de barrotes de la jaula. Shelagh entró y se acercó a Jane con cautela. Cuando llegó a su lado, se puso a hablarle en un tono tranquilizador.
—¿Qué ocurre, linda? —murmuró—. ¿Estás sufriendo?
Y siguió hablando durante un buen rato, mientras el orangután la miraba fijamente a los ojos.
Entonces Shelagh se sentó junto a la madre y la abrazó. Encantados y sorprendidos, vimos a Jane acurrucarse junto a ella. Mi esposa empezó a acariciarle el pelo, sin dejar de hablarle en tono consolador.
De pronto, sin que mediara nada, Jane le entregó la cría muerta a Shelagh. Esta la tomó en sus brazos, la acunó, dijo que era hermosa, y lentamente metió el diminuto cadáver en uno de sus bolsillos. Jane no tuvo la menor expresión de protesta.
—Denme algo de comida —nos dijo Shelagh en un susurro.
Le dimos unos cuantos plátanos y uvas, y Shelagh se los ofreció a su compañera. Jane los fue tomando uno por uno.
—Creo que sería conveniente darle un tranquilizante —dije en voz baja—. ¿Puedo entrar contigo en la jaula?
—De ningún modo —respondió Shelagh—. Prepara la jeringa y dime dónde ponerle la inyección.
A regañadientes, llené una jeringa y se la di a mi esposa.
—En el muslo —le dije.
Con un brazo todavía en torno del orangután, Shelagh le inyectó el tranquilizante en el muslo. El animal no se movió ni un milímetro. Al poco rato, Shelagh salió de la jaula. Jane había dejado de lloriquear. Parecía estar más tranquila cuando mi esposa cerró la puerta.
—Volveré mañana —nos dijo Shelagh a Matt y a mí.
Y así fue. Todos los días, Shelagh iba a ver a jane, le daba de comer en la boca y le hablaba cariñosamente.
Jane respondió. Dejó de perder peso. Poco a poco volvió a alimentarse por sí misma. Al cabo de tres semanas parecía haber vuelto a la normalidad.
No pude usar mi pistola de dardos, pero estoy seguro de que eso no importó. También tengo la certeza de que las inyecciones no contribuyeron gran cosa a la recuperación de Jane. A menudo, cuando se trata a animales salvajes, el cariño y el interés pueden ser tan valiosos, o más, que la tecnología.
ADOLF, HEINZ Y DIETER
DESDE LUEGO, antes de tratar a un animal hay que tener contacto con él. Cuando entré a trabajar en el zoológico sentí deseos de aprender más acerca de los mamíferos marinos, sobre todo porque en el Zoológico Belle Vue vivían tres leones marinos californianos. Pero mis intentos de acercarme a ellos se veían frustrados por el celo con que los cuidaba su domadora, una mujer mayor de apellido Schmidt y de nacionalidad alemana.
La señora Schmidt se desvivía cuidando a sus enormes y bulliciosos leones marinos (de 180 kilogramos de peso), y rara vez se tomaba un día de asueto. Todos aceptaban tácitamente que el edificio de los leones marinos era su territorio privado. Nadie, absolutamente nadie —ni siquiera el director del zoológico, y menos aun el veterinario— podía acercarse a sus adorados Adolf, Heinz y Dieter. Hasta a Matt Kelly le infundía respeto.
Yo casi nunca entraba en sus dominios, y cuando lo hacía era sólo para ver, con el resto del público, el espectáculo que ofrecían estos animales. En esas ocasiones me daba la impresión de que las grandes bestias se movían con lentitud y estaban aletargadas, sobre todo si se considera su alto grado de entrenamiento.
Sabía que, en todos los años qué llevaba trabajando en Belle Vue, la señora Schmidt jamás había pedido consejo a un veterinario. En consecuencia, la piscina de los leones marinos no contenía agua salada, no tenía filtros y no contaba con un buen equipo de clorinación. El agua se cambiaba sólo cuando estaba sucia. Además, los leones marinos comían peces traídos directamente del mercado, que no se sometían al proceso de congelación que elimina los parásitos. Ello significaba que Adolf, Heinz y Dieter ingerían constantemente huevecillos de lombriz, que luego excretaban como parásitos adultos.
Cuando esto ocurría, la señora Schmidr corría a la farmacia a comprar su medicamento especial: extracto de santonina, sustancia que usaba desde hacía muchos años. La sustancia surtía efecto. Se trata de un veneno que, ingerido en grandes dosis, ataca el sistema nervioso, pero en dosis pequeñas elimina parásitos sin afectar al huésped.
Con todo, después de tomar la medicina los leones marinos sufrían un intenso dolor intestinal durante algunas horas. Siempre se recuperaban y, para recompensarlos, la señora Schmidt les daba merluzas enteras... que contenían invisibles huevecillos de lombriz, lo que iniciaba todo el proceso de nuevo.
Cierto día, la señora Schmidt observó que el excremento de sus leones marinos contenía una cantidad inusitadamente grande de lombrices. Esta vez decidió tomar medidas más drásticas: duplicó la dosis de santonina. El resultado fue algo que la mujer no previo. Los animales presentaron síntomas alarmantes: temblaban de manera incontrolable, tenían los ojos vidriosos y sacudían la cabeza en una forma extraña. Eran presa de violentos espasmos. Era obvio que los leones marinos estaban muy enfermos.
La señora Schmidt tomó una importante decisión: fue a pedir ayuda al director del zoológico. Ray Legge vio en seguida que algo andaba muy mal, y me llamó.
Por fin tenía la oportunidad de examinar a mamíferos marinos. De haber podido elegir, hubiera preferido un caso más fácil de resolver que el de tres leones marinos que habían tomado una sobredosis de un veneno que no tenía antídoto.
La única solución que se me ocurría era darles un tranquilizante. Era en extremo peligroso usar la pistola de dardos con los leones marinos, porque el dardo puede introducir gérmenes de la piel en el organismo. Tendría que inyectarles la droga con mis propias manos. Resultaría muy difícil inmovilizar a criaturas tan pesadas pues, como la mayor parte de los mamíferos marinos, al león no lo fabrican con asas.
—Traeré una silla —dijo Ray—, y trataré de distraerlos mientras tú les pones la inyección.
La señora Schmidt trajo una silla para el director del zoológico, quien de inmediato adoptó la clásica posición del domador de leones, y dirigió las cuatro patas de la silla hacia la cabeza del pobre Heinz. Era una maniobra peligrosa. Ambos sabíamos que los leones marinos tienen los dientes muy sucios y pueden infligir unas mordidas terribles. La propia señora Schmidt tenía nudosas cicatrices en las manos y en los brazos.
Por suerte, Heinz estaba más preocupado por el intenso dolor que estaba padeciendo que por mí. Cuando pareció estar distraído con Ray y su silla, le salpiqué desinfectante y le clavé la aguja en la cola. Inyecté a Adolf y a Dieter con el mismo método. Después aguardamos.
Poco a poco los leones marinos se relajaron. Las convulsiones disminuyeron y los animales dejaron de vomitar. Sentimos un enorme alivio al ver que los tres parecían estarse recuperando.
—Bien, señora Schmidt —dije, aprovechando la oportunidad—, es la última vez que les dará santonina a nuestros leones marinos. —La mujer parpadeó, pero no dijo ni pío.
—De hoy en adelante —proseguí— les daremos tabletas de piperazina. Son muy efectivas y no son venenosas. Mañana le enviaré un frasco.
Al cabo de unas semanas, Adolf, Heinz y Dieter volvieron a llenarse de parásitos. En esta ocasión la señora Schmidt obedientemente les dio las tabletas de piperazina. Con gran sorpresa y alegría vio que los animales expulsaban los parásitos en unas cuantas horas, sin dolor ni molestias.
La mujer siguió desconfiando del resto de mi arte médico, pero al menos se me permitió ir a examinar a los animales cada vez que lo deseaba. En mis visitas me siguió pareciendo que los leones marinos no realizaban gran actividad física. Se fatigaban con facilidad y pasaban demasiado tiempo echados.
Descubrí entonces que desde hacía años la señora Schmidt les daba a los leones marinos de Belle Vue sólo los mejores trozos de arenque, merluza y caballa, sin espinas. Ella misma elegía y preparaba meticulosamente todos sus alimentos. Un día la vi cortar en filetes los pescados para sus leones marinos: les quitó las espinas, las cabezas, las colas y todos los órganos internos.
Yo sabía que, en su hábitat natural, estos mamíferos se comen los peces enteros: las espinas, los órganos internos y todo lo demás. Sin las espinas, ¿de dónde iban a obtener el calcio que necesitaban?
—Señora Schmidt —pregunté—, ¿alguna vez les da suplementos de minerales y vitaminas?
—En todos los años que llevo a cargo de los leones marinos, nunca lo he hecho —fue su respuesta.
—Bien. Le daré un jarabe multivitaminado —dije—. Déles una cucharada con el pescado todos los días. Y además —añadí—, quiero que les dé el pescado entero.
La señora Schmidt se horrorizó, pero me prometió que lo haría.
Unos días después iba yo conduciendo por las instalaciones del zoológico cuando vi a la señora Schmidt venir corriendo hacia mí, haciendo toda clase de aspavientos.
—Doctor Taylor, tiene que venir en seguida a ver a mis muchachos —dijo, jadeando.
Extrañado, entré en el edificio de los leones marinos. Ahí estaban Adolf, Heinz y Dieter deslizándose, rodando, lanzándose de clavado y saltando en el agua como nutrias jóvenes.
—Nunca los había visto tan vivarachos y activos —cacareó la señora Schmidt—. ¡No cabe duda de que es por las vitaminas!
Así conseguí conquistar a la señora Schmidt y a sus leones marinos. Desde entonces, nadie, absolutamente nadie —excepto yo— podía acercarse a sus queridos muchachos.
UN MISTERIOSO MAL
A PESAR DE uno que otro error ocasional, cada vez desempeñaba mejor mi trabajo en el zoológico, y finalmente tuve la responsabilidad total de la colección de animales de Belle Vue. Era un trabajo tan gratificante y fascinante que a fines de los sesenta decidí ampliar mi práctica y ofrecer mis servicios a zoológicos y a otros dueños de animales salvajes fuera de Inglaterra.
Los primeros días de esta nueva empresa fueron un tanto desalentadores. Me la pasaba sentado junto al teléfono silencioso en la granja que Shelagh había trasformado en oficina, con la esperanza de que el aparato llevara hasta mí apasionantes misiones. Evidentemente, eso iba a tomar cierto tiempo.
Mis contactos, empero, comenzaron a correr la voz. Lenta pero inexorablemente, mi lista de pacientes exóticos creció. Uno de mis casos más desconcertantes fue resultado de una llamada de Fritz Wurms, cuya familia era dueña de un zoológico sin jaulas en Stukenbrock, Alemania. En su mensaje decía que uno de sus tigres parecía haberse atragantado con un trozo de carne, y me pedía que acudiera de inmediato.
A la sazón me encontraba en Alemania, a sólo 15 minutos del parque zoológico en auto, y pude llegar rápidamente. Me condujeron hasta un tigre de un año de edad, que estaba en serias dificultades. Parecía faltarle el aire y jadeaba. Tenía las encías y la lengua de un siniestro color violeta.
Me puse de rodillas y examiné al tigre. No protestó cuando le metí los dedos hasta la garganta y rápidamente le palpé la región de las amígdalas y la epiglotis. Luego le pasé una mano por el cuello. No había señales de obstrucción. No tenía la laringe inflamada. Pensé que probablemente tenía algo atorado en lo más profundo de la tráquea. Decidí practicarle de inmediato una traqueotomía.
—Traigan oxígeno —ordené—. Le voy a abrir la tráquea.
Saqué el escalpelo de mi maletín. No había tiempo para esterilizarlo. Ubicando los anillos cartilaginosos de la tráquea con dos dedos, le hice una incisión en la parte inferior del cuello. El tigre se quejaba sin reparar en mí. Hice girar el escalpelo en la incisión para abrir un agujero, pero la respiración del tigre no mejoró notablemente.
Mientras hacía esto, el tigre emitió un grito ahogado que me hizo estremecer. Luego dejó de respirar. Le oprimí el pecho con fuerza y le di masaje al corazón. Todo en vano. Le toqué la ingle y sentí que su pulso se debilitaba y por último se detenía. El tigre había muerto.
—Tendré que hacerle una autopsia —dije—. Llevémoslo al hospital.
El examen reveló que no tenía nada atascado en la tráquea. El cuerpo de aquel rollizo tigre adolescente parecía estar en buenas condiciones. La causa de su muerte era clarísima. El animal se había ahogado. Tenía los pulmones llenos de agua.
—¿Ahogado? ¿Cómo? ¿En su jaula, provista tan sólo de un pequeño abrevadero automático en la pared? —dijo Herr Wurms, incrédulo.
Era indudable que el tigre se había ahogado, pero no con agua del exterior. Su propio organismo había producido el líquido. Grandes cantidades de este se habían filtrado por los vasos sanguíneos de los pulmones y habían llenado los espacios esenciales para la respiración.
No había señales de inflamación, de pulmonía. Los informes que me proporcionaron los guardianes del animal, que habían sido testigos de todo el proceso de la enfermedad y muerte del tigre, me hicieron pensar que todo había ocurrido tan aprisa que no podía tratarse de una infección común. El guardián que limpió la jaula a primera hora de la mañana había visto al tigre comportarse de manera extraña, respirar con dificultad y finalmente desplomarse sin aliento. El mortífero ataque empezó apenas 30 minutos antes de mi llegada.
Me sentí muy desconcertado. En compañía de Wurms, volví a la jaula de los tigres para examinar a los demás. Pensé que sin duda ese repentino ataque a los pulmones se debía a una alergia, como puede ocurrir cuando a una persona sensible la pican las abejas. Las reacciones alérgicas a veces son extremadamente rápidas. Si, como parecía probable, el tigre había sufrido una reacción alérgica, los otros no corrían peligro alguno.
Nos paseamos lentamente de un lado a otro frente a las jaulas de los tigres. Era un magnífico edificio, con sistemas de calefacción, ventilación e iluminación perfectos. Cada tigre tenía una espaciosa habitación, equipada con todas las comodidades, entre ellas un mullido colchón de paja.
—Los otros tigres parecen estar bien —dije, mientras los grandes felinos bostezaban y se desperezaban al comienzo de un nuevo día.
—Fue una alergia —dije en tono de seguridad—. Había algo en la comida, o quizá en la paja. Realizaremos pruebas microscópicas, desde luego, pero no creo que se repita.
Caminamos hacia la puerta. En ese momento oí un ruido suave. Era un resuello débil y ronco. Me volví. Una magnífica hembra joven me miraba desde detrás de los barrotes. Cada vez que exhalaba hacía un ruido.
—Grrr-rrr —gruñí.
La tigresa me parpadeó, pero no respondió.
—Está comiendo bien. No hay problema —me dijo Wurms.
La reacción de la tigresa no era preocupante. Quizá yo estaba equivocado, pero...
—Le diré qué haremos —dije—. Traiga un palo y persígala por toda la jaula. Sólo lo bastante para que se mueva.
Wurms trajo un mango de escoba y lo metió entre los barrotes. Lo golpeó contra el metal y lo agitó. Irritada, la tigresa gruñó y corrió de un lado a otro en la parte posterior de su jaula, lejos de nuestro alcance.
—Bien. Es suficiente —dije al cabo de un minuto—. Déjela descansar un poco.
Quería ver qué efecto tenía el ejercicio sobre su respiración.
Dimos un paso atrás y esperamos. La tigresa se dejó caer sobre la paja como si estuviera exhausta. Jadeaba con fuerza y tenía la lengua de fuera. Resoplaba como si estuviera asmática. Nos quedamos atónitos. La leve ronquera se había convertido en un ruido rasposo y burbujeante.
Cinco minutos después, la tigresa murió. De nuevo, los pulmones estaban llenos de líquido.
La situación había cambiado por completo. Tal vez estábamos ante un nuevo virus; un mutante mortífero del microbio que causa la influenza felina. Preparándome para lo peor, recordé la máxima de mi abuela: para todo problema, por difícil que parezca, siempre hay una solución.
SIETE TIGRES JADEANTES
PREOCUPADO por la posibilidad de que estuviéramos frente a una verdadera crisis, di instrucciones de urgencia:
—Vigílenlos las 24 horas del día. Tengan oxígeno a la mano en todo momento. Cambien la alimentación de los animales y la paja donde duermen. Maten a cualquier gato que encuentren buscando comida por el parque.
Durante varias horas, Wurms y yo nos paseamos frente a las jaulas, escuchando con atención para detectar la primera señal de ronquera. No tardó en surgir el tercer caso: un ejemplar de un año de edad, de aspecto sano. Mientras su respiración empeoraba, apareció el cuarto caso. Luego surgieron los otros. En menos de 24 horas tenía en mis manos siete tigres que jadeaban y gemían.
Les inyecté a todos una sustancia antialérgica. Por desgracia, era preciso usar la pistola de dardos, lo que enfurecía a las bestias y no contribuía a mejorar su respiración.
Corriendo de un lado a otro con el oxígeno, logramos mantener con vida a los animales. Sin embargo, no había señales de mejoría, y el esfuerzo que tenían que hacer sus corazones era excesivo. Yo me devanaba los sesos en busca de una solución. ¿Por qué no les había ocurrido esto a los leones? Aunque vivían en otro edificio, se les había dado la misma alimentación. Los felinos no habían entrado en contacto con ninguna otra sustancia, excepto la paja.
—¿De dónde proviene esta paja? —le pregunté al director.
—La traen de una granja vecina. La almacenamos en pacas en nuestro granero.
Fui en busca del guardia encargado de ponerles la paja a los tigres todas las noches.
—Dígame exactamente qué hace con la paja nueva —le pedí—. Desde el principio.
Me mostró las pilas de pacas que había en el granero.
—Todas las tardes tomo dos pacas y preparo las camas de los tigres antes de que entren por la noche.
—¿Y el guardia de los leones hace lo mismo?
Asintió con la cabeza.
—Creo que sí.
Caminé hacia el sitio que me había indicado. Había un charco de agua en el piso del granero, debajo de una tabla rota del techo por donde había entrado la lluvia. Algunas pacas de la base de la pila habían absorbido la humedad. Me agaché para examinarlas, y vi que tenían un poco de moho.
—¿Es posible que haya tomado una de las pacas de la base? —le pregunté al guardián de los tigres.
—Sí. No me preocupa un poco de moho. Los tigres no comen paja.
Empezaba yo a ver la luz. Acudí con el guardián de los leones y lo interrogué. Me dijo que sí había notado un charco en el granero, pero que no había tomado ninguna paca de ese sitio.
Desde cualquier ángulo que considerara yo la situación, la única diferencia importante entre los tigres y los leones era la paja que se había usado para hacer sus camas. Pensé que debía de tratarse de un raro brote de alergia a las esporas del moho, una manifestación aguda de una enfermedad que en los humanos se conoce como esporomicosis. Los tigres se habían enfermado a causa de la paja mohosa sobre la que habían dormido.
Les inyecté cortisona y mejoraron perceptiblemente, pero el edificio de los tigres seguía siendo un lugar triste, lleno de resoplidos, estertores roncos y respiraciones dificultosas. Sabía que si les daba más cortisona corría el riesgo de privarlos de la capacidad de combatir los microbios causantes de la pulmonía. Lo que necesitaba era una sustancia que produjera el efecto de la cortisona, pero sin disminuir la resistencia del organismo a la pulmonía.
Había un medicamento, una preparación que normalmente se usaba para tratar el reumatismo y la artritis en humanos y en caballos de salto de exhibición. No tenía yo la menor idea de cuál sería su efecto sobre tigres en proceso de ahogarse. Pero pensaba que no tenía más opción que intentarlo, así que con la pistola de dardos inyecté a los siete tigres una pequeña dosis del fármaco.
Dos horas después, el guardián de los felinos se presentó en el restaurante donde aguardábamos el director y yo, y nos informó que los animales se veían mucho mejor. Fuimos a verlos de inmediato. Era cierto. Los tigres estaban tranquilos, respiraban con mayor facilidad y hasta olisqueaban su comida.
Al día siguiente ya no tuve duda. Los tigres se hallaban en franca recuperación. Todos tenían aún dificultad para respirar, pero ya no gemían. Se habían Terminado toda su comida. Al cabo de una semana, di de alta a siete bulliciosos tigres.
Durante el vuelo a casa reviví una y otra vez la emoción de ver recuperarse a aquellos tigres. Pensé en los gatos y perros de los que podría haber estado ocupándome en ese momento en las calles y praderas de Inglaterra. ¿Qué era mejor: la seguridad y el cómodo prestigio del veterinario de mascotas de Rochdale, o el reto y la satisfacción de curar animales salvajes de todo el mundo? No me cabía la menor duda: había tomado la mejor decisión.
No pude menos que recordar el día en que mi abuela proféticamente dijo: "Algún día este niño va a curar tigres". ¡Cuánta razón tuvo! Me hubiera encantado contarle esta historia. Casi podía verla sonreír.
CONDENSADO DE "DOCTOR IN THE ZOO", © DAVID TAYLOR, 1978, Y "GOING WILD", © DAVID TAYLOR, 1984. ESTE EXTRACTO SE PUBLICÓ MEDIANTE CONVENIO CON HARPER COLLINS, DEL REINO UNIDO. FOTO PORTADILLA, © TOM BRAKEFIELD/BRUCE COLEMAN. ILUSTRACIONES: KAREN BARNES.