Publicado en
octubre 15, 2009
Durante casi dos años, en Polonia, una joven protegió a 13 judíos de la amenaza nazi.
Por Thomas Fleming.
Cuando llamaron a la puerta, Stefania Podgorska sintió mucho miedo. Acababa de acostar a su hermanita Helena. Corría el año de 1942, y la parte suroriental de Polonia había formado parte del imperio de Hitler desde hacía más de tres años. Przemysl, ciudad de poco más de 50,000 habitantes, estaba llena de agentes de la Gestapo y de soldados alemanes en camino al frente ruso.
La rubia y hermosa joven de 19 años había sentido más de una vez cómo la miraban esos hombres cuando entraba en la casa donde su hermana de ocho años y ella vivían solas. Su padre había muerto antes de la guerra, y a su madre y su hermano los habían deportado a Alemania, a hacer trabajos forzados. Para mantenerse a sí misma y a su hermana, Stefania operaba una máquina herramienta en una fábrica de la localidad.
Con el corazón desbocado, entreabrió la puerta. Apoyado en el marco estaba un hombre robusto, maltrecho y cubierto de lodo, que le dijo en voz baja:
—Fusia, necesito ayuda.
Fusia. Sólo sus amigos más cercanos la llamaban así. En ese momento lo reconoció; era Josef Burzminski, de 27 años, hijo del matrimonio en cuya casa trabajaba Stefania cuando los alemanes ocuparon Przemysl. Hacía unos meses que los nazis habían conducido a la familia al gueto, junto con los otros 20,000 judíos de la ciudad. Antes de marcharse, los esposos le pidieron a Stefania, en quien confiaban plenamente por considerarla una buena amiga, que se quedara en la casa y la cuidara.
Stefania ayudó a Josef a sentarse en una silla. Y él le pidió:
—¿Puedo quedarme una noche? Te juro que me iré mañana, Fusia. No quiero comprometerte.
La muchacha se esforzó por dominar el terror que se había apoderado de ella. Los alemanes habían puesto avisos por toda la ciudad amenazando con ejecutar a cualquier persona que ocultara judíos. Stefania quería tenderle la mano a ese hombre desesperado, pero, ¿debía arriesgar no sólo su vida, sino también la de su hermana?
Sin embargo, sabía lo que tenía que hacer. Además de una profunda fe religiosa, debía a sus padres, y en particular a su madre, Katarzyna Podgorska, un claro sentido del bien y el mal.
Stefania volvió los ojos a la recámara, donde había una pintura de la Virgen. Era la misma que se había encontrado un día en una feria, cuando tenía nueve años, y que le había rogado a su madre que le comprara. Desde entonces, todas las noches, cuando rezaba, aquel semblante sereno le infundía paz y fortaleza.
Debes hacerlo, le aconsejó una voz interior. La chica le tocó a Josef una mejilla lastimada, y le dijo:
—Claro que puedes quedarte.
MIENTRAS STEFANIA preparaba té, Josef le contó que la SS había arrasado el gueto, obligando a sus padres y a muchos más a subir a los vagones de carga de un tren que partió rumbo a los campos de exterminio. A Josef y a uno de sus hermanos los metieron en otro tren. Cuando este arrancaba, el muchacho logró cortar con una navaja de bolsillo el alambre de púas de una estrecha y alta ventana del vagón. Haciendo pasar apretadamente por la abertura su cuerpo musculoso y bajo de estatura, cayó al suelo con fuerza terrible y perdió el conocimiento.
Cuando volvió en sí se encaminó con paso vacilante a Przemysl, siguiendo la vía del tren y ocultándose en el bosque.
—No se me ocurrió otro lugar a dónde ir —le explicó a Stefania mientras engullía, agradecido, el pan que ella había puesto frente a él.
DOS SEMANAS después, Josef había recuperado las fuerzas y estaba listo para irse. Regresó subrepticiamente al gueto y encontró a Henek, su hermano menor, y a la esposa de Henek, Danuta, muriéndose de hambre. También encontró en condiciones terribles al doctor William Shylenger, un viejo amigo de su familia, a Judy, hija del doctor, a un dentista viudo de casi 60 años, amigo del médico, y al hijo del dentista, de 20 años.
Josef sobornó a un impresor para que le hiciera una tarjeta de identidad falsa, con la que pudo moverse por toda la ciudad y, con ayuda de Stefania, llevar alimentos a los otros. Pero después de que perdió la tarjeta y tuvo que golpear a un agente de la SS que lo detuvo, el recio y osado judío comprendió que aquel juego no podía continuar. Y fue a la casa de Stefania.
—Fusia —le dijo—: ¿puedes escondernos? Sin tu ayuda estamos perdidos.
La muchacha pensó por un momento que Josef había enloquecido, y respondió:
—No puedo meter a toda esa gente bajo mi cama cada vez que alguien llame a la puerta.
—Tienes que encontrar una casa donde puedas ocultarnos a todos —le propuso Josef.
Stefania sabía que su hermana y ella podían morir si seguía protegiendo a ese hombre, pero también sabía que, si lo abandonaba, moriría en espíritu. Entonces se decidió.
—Si encuentro la casa, lo haré.
Buscó y dio con el número 3 de la calle Tatarska, una casita bastante independiente de las próximas, con dos habitaciones, cocina y ático. Después de consultar a Josef la tomó en alquiler, la limpió y puso en las ventanas cortinas oscuras para que nadie pudiera mirar hacia dentro.
Los prófugos empezaron a llegar. Primero fueron Josef y el hijo del dentista. Después el doctor Shylenger y su hija, seguidos por el dentista, un hombre serio y de barba que lloró de alivio al verse a salvo.
No acababan de instalarse cuando recibieron una nota de una amiga del dentista, una viuda que seguía en el gueto y que deseaba que la acogieran junto con su hijo y su hija. La nota daba a entender que si se negaban, ella podría denunciarlos. Enojada, Stefania accedió.
Después, el dentista le suplicó a Stefania que permitiera que se sumaran al grupo su sobrino y la esposa de este, quienes hasta el momento estaban escondidos en un edificio abandonado. Más adelante llegaron Henek y Danuta.
El último fue un cartero judío que se había enterado de lo que pasaba en aquella casa. Stefania aceptó una vez más, aunque con ese hombre aumentó a 13 el número de refugiados. Que hizo bien quedó terriblemente claro cuando todos los judíos que quedaban en el gueto de Przemysl fueron enviados a campos de exterminio.
STEFANIA COMPRÓ unos tablones con los que Josef construyó en el ático una pared falsa. Tras la puerta, muy ingeniosamente disimulada, apenas había espacio para que durmieran las 13 personas.
Apenas había terminado Josef el trabajo cuando Stefania llegó con una aterradora noticia:
—¡En la casa de al lado vive un hombre de la SS!
El miedo de hacer ruido fue aún mayor.
UNA FRÍA mañana de invierno el dentista anunció:
—Tenemos un caso de tifo.
La viuda había enfermado. Trataron de aislarla para evitar que los demás se contagiaran. La fiebre le subió mucho.
Stefania entró en su habitación, se arrodilló ante la imagen de la Virgen y oró: Por favor, sálvanos. No por mí, sino por Helena.
Cuando se volvió vio en la puerta a Josef, que le preguntó:
—¿Fue escuchada tu oración?
—Sí —le aseguró la joven, muy serena—. Estaremos bien. Los alemanes no vendrán.
Semanas después se presentó una nueva dificultad para los prófugos: se estaban quedando sin dinero para comprar víveres.
—Vamos a tener que ganarnos el pan con nuestras manos —propuso Stefania.
Al día siguiente, durante la hora del almuerzo en la fábrica, empezó a tejer un suéter con el estambre de otro que había desbaratado en la casa. Una compañera le preguntó si le podía hacer uno a ella, por dinero.
—Claro que sí —aceptó Stefania.
Pronto tuvo más de diez pedidos. En el número 3 de la calle Tatarska se trabajaba noche y día. Los agradecidos compradores nunca se dieron cuenta de la enorme cantidad de prendas tejidas que la joven era capaz de entregar.
A fines de 1943, Stefania oyó rumores de que los alemanes estaban perdiendo la guerra y retirándose. Josef le aconsejó que no abrigara demasiadas esperanzas.
—Todavía no se han ido, y es posible que se vuelvan más feroces al sentirse derrotados.
Una mañana, cuando Stefania salía a trabajar, se oyó una sirena de la policía. A unas manzanas de distancia, la joven vio cómo unos agentes de la SS rodeaban una casa y sacaban a unos aterrorizados judíos y a la familia polaca que los había escondido, y los arrojaban contra una pared.
—¡Fuego! —gritó el comandante, y las víctimas cayeron acribilladas por las balas.
Stefania, aturdida, se quedó mirando los cadáveres sangrantes. Después no pudo dormir durante varias semanas. Y una noche, de regreso en su domicilio, se preguntó cuánto tiempo más podría resistirlo.
Al entrar en la casa vio a Helena, que jugaba al escondite con Josef y algunos de los otros. Los ojos de la niña brillaron cuando pasó corriendo y dijo:
—¡Ahora sí te voy a encontrar, Josef!
Stefania sintió que esa gente era su familia. No podía abandonarlos.
—¡ALLI VIENE LA SS! —anunció un día, meses más tarde, la persona que vigilaba desde una ventana.
Los prófugos corrieron a esconderse en el ático, y Stefania abrió la puerta.
Un oficial le informó secamente que disponía de dos horas para desalojar la casa.
—¿Por qué? —preguntó ella—. ¿De qué se me acusa?
—El ejército va a instalar un hospital aquí enfrente, y necesitamos esta casa para que sea dormitorio de enfermeras.
Cuando el oficial se fue, Stefania corrió a preguntarle a Josef qué podían hacer.
—Helena y tú deben irse inmediatamente y esconderse en el campo —dijo él.
—¿Y ustedes?
—Moriremos peleando.
—Antes de que hagamos nada —replicó Stefania—, voy a rezar pidiendo ayuda.
—Vamos a rezar todos —propuso Josef, quien desde su escapatoria del tren había sentido cada vez más claramente la mano protectora de Dios.
Todos se dirigieron a la habitación de la joven, y se arrodillaron.
Hacía mucho tiempo, la Virgen de Czestochowa había prometido proteger a Polonia de sus enemigos. Stefania se concentró y le rogó a la Virgen que la histórica promesa incluyera también a su familia judía.
Le pareció que una voz bondadosa le decía: No se vayan. No tienen nada que temer. Manda a los 13 al ático; luego abre las ventanas y limpia la casa como si pensaras quedarte. Canta mientras trabajas.
Ya tranquila, Stefania le pidió a Josef que llevara a todos al ático.
—No los voy a dejar —les aseguró—. Estaremos bien.
Luego, Helena y ella abrieron las ventanas y se enfrascaron en una limpieza general de la casa.
Al rato volvió el oficial de la SS para decirles:
—No tienen que irse. Sólo necesitamos una habitación para dos de nuestras enfermeras.
¿Se habrían salvado? ¿Cómo iban a sobrevivir con dos alemanas bajo el mismo techo?
Una semana más tarde llegaron las enfermeras. Pasaban casi todo el día en el hospital, pero por la noche llevaban frecuentemente soldados alemanes a la casa y armaban ruidosas francachelas en su habitación.
Los prófugos eran presa del terror y la tensión. Una tarde, las enfermeras llegaron antes de lo acostumbrado, acompañadas por dos soldados armados con rifles. Los cuatro hablaban en voz baja. De pronto, una de las mujeres subió la escalera de mano que conducía al ático.
Josef, oculto tras la pared falsa, oyó pasos y les hizo a los demás una señal de que se quedaran inmóviles. Por un agujerito vio aparecer la cabellera rubia de la enfermera. La mujer miró a su alrededor y frunció el entrecejo. Momentos después, los cuatro alemanes salieron de la casa. El escondite había pasado su prueba de fuego.
Al día siguiente, en su trabajo, Stefania se topó con un problema nuevo: el gerente anunció que la fábrica iba a ser desmantelada para reinstalarse en Alemania. El salario de la muchacha se convirtió en humo.
Todos se pusieron a tejer con más empeño que nunca. La venta de un suéter les daba apenas lo suficiente para comer tres días, y el mercado para sus productos no era constante. Pasaban días enteros sin que pudieran llevarse nada a la boca.
Un día, una de las enfermeras volvió corriendo del hospital.
—¡Nos vamos a Alemania! —le dijo a Stefania—. Y tú vienes con nosotros. Necesitamos una criada.
Otra vez se vislumbraba un desastre. Josef, temeroso de lo que pudiera ocurrirle a su benefactora si se negaba, habló de nuevo de luchar hasta la muerte. Ella sólo movió la cabeza en señal de desacuerdo.
Hizo una maleta, vistió a Helena con su mejor ropa y platicó alegremente con las enfermeras sobre lo mucho que la entusiasmaba el viaje. Cuando las alemanas ya habían subido al camión que llegó a recogerlas, el chofer llamó con la bocina a Stefania, pero ella simplemente dio media vuelta y se alejó, diciendo:
—Cambié de opinión. No voy.
Las enfermeras la amenazaron a gritos, pero el chofer tenía prisa y arrancó. Stefania corrió muerta de risa a la casa, y allí abrazó a Josef y comentó:
—Si hubieran querido obligarme a ir les habría propinado un buen puñetazo.
Poco después empezó a oírse ruido de artillería por las calles. Y una mañana, Josef, que estaba de vigía, de pronto anunció:
—¡Vienen unos alemanes!
Por la calle Tatarska caminaban cansadamente tres maltrechos miembros de las antes victoriosas fuerzas armadas nazis. Esos fueron los últimos enemigos que vieron los prófugos.
Por fin, cuando ya no tuvieron duda de hallarse a salvo, bajaron del ático y salieron a la calle. Se veían muy estragados.
—¡Se fueron los alemanes! —dijo Josef, riendo.
En todos los rostros había sonrisas de alegría. Los moradores de aquella casa de la calle Tatarska se abrazaron. Josef apretó a Helena entre sus brazos, para luego hacerlo más largamente con la heroica Stefania.
En 1945, unos meses después de terminada la guerra, Josef Burzminski le propuso matrimonio a Stefania. Ella bromeó:
—Me pediste que te permitiera quedarte una noche. ¿Ahora quieres que sea toda la vida?
La pareja emigró a Estados Unidos en 1961, Josef abrió en las afueras de Boston un consultorio dental. Allí criaron a su hijo y a su hija. Helena se casó, se recibió de médica y actualmente ejerce en la ciudad de Breslau, Polonia.
En 1993, Stefania y Josef asistieron a la inauguración del Museo del Holocausto, en Washington, D. C, a la cual asistieron también los jefes de Estado de Israel, Polonia, Estados Unidos y muchos otros países. Ese acto sirvió para recordar que, aun en medio del mayor mal causado por el ser humano, puede haber muchísimo bien.