MI ESPOSO ME ABANDONA (Corín Tellado)
Publicado en
marzo 08, 2025
ARGUMENTO
Ocurrió al regreso del veraneo.
Al principio, ella no se percató, mas, pasado algún tiempo, comprendió que algo se rompía entre ellos.
Gerard siempre fue un esposo amante. Un esposo maravilloso, sin duda alguna. No pasaba un aniversario, un santo, una fecha señalada, que no le hiciera un valioso regalo. Desde hacía un año, en cambio, Gerard parecía vivir muy lejos de ella. Se diría que si acudía a casa a comer y a dormir, era por rutina.
CAPÍTULO I
Ocurrió al regreso del veraneo.
Al principio, ella no se percató, mas, pasado algún tiempo, comprendió que algo se rompía entre ellos.
Gerard siempre fue un esposo amante. Un esposo maravilloso, sin duda alguna. No pasaba un aniversario, un santo, una fecha señalada, que no le hiciera un valioso regalo. Desde hacía un año, en cambio, Gerard parecía vivir muy lejos de ella. Se diría que si acudía a casa a comer y a dormir, era por rutina.
—Mamá, mamá —gritó Yul, desde el piso superior—. ¿Dónde tengo mi camisa?
Kay Wills dejó de pensar. No podía detener sus pensamientos en algo concreto, teniendo dos hijos, un hogar y grandes deberes como esposa y madre. Quizá a Gerard no le ocurría nada y era ella quien pensaba mal, porque lo amaba demasiado.
—¿Dónde estás, mamá?
Julia, la doncella, apareció en el corredor.
—Ya se la llevo yo, señora.
Kay suspiró. Paul y Yul, sus dos gemelos, eran unos impertinentes. Estaban llegando a esa edad de presumir en que les gusta la doncella. Julia era una muchacha estupenda y siempre sabía dónde estaba todo.
—No encuentro mi camisa, mamá.
—Ya sube Julia, Yul. No grites tanto.
Se perdió en el saloncito y se acercó al ventanal. Pegó la frente al cristal y quedó ensimismada. Era una mujer elegante, de porte muy distinguido y femenino. Rubia, peinada con sencillez, formando una melenita hueca. Melados los ojos, de una expresión suavísima. En el fondo de aquellas doradas pupilas había, desde hacía algún tiempo, como una callada renuncia que producía cierta melancolía. Pero Gerard Wills aún no se había dado cuenta de ello.
Esbelta, muy femenina, Kay Wills era la admiración de todo Wyandotte, no solo por sus dotes físicas, sino por su belleza moral, que era, ciertamente, extraordinaria.
Oyó pasos y giró en redondo.
Distinguiría aquellos pasos entre mil. No en vano llevaba oyéndolos diecisiete años. Eran demasiados años para resignarse a perder a su marido.
—Buenos días —saludó Gerard, entrando—. Hace una pésima mañana.
Kay ya estaba a su lado. Vestía un bonito vestido de mañana, de firma cara. Kay siempre vistió elegantemente, aunque fuera dentro de casa. Sus ropas tenían sello. Como ella. Era algo innato en Kay Wills.
—Hola, querido. ¿Cómo has descansado?
Él la besó en la mejilla, a la ligera. Se sentó ante la mesa y desplegó la servilleta.
—Bien, gracias. ¿Y esos chicos?
—Bajan en seguida.
En efecto. Los dos muchachos penetraron en el salón-comedor en aquel instante. Besaron a su madre, le hicieron una carantoña y luego sonrieron a su padre.
Se sentaron los cuatro. Julia les sirvió en silencio.
Kay pensó que en otro momento cualquiera, Gerard la hubiera besado en los labios, le hubiese gastado una broma y a sus hijos les hubiese dicho cualquier cosa graciosa. Desde hacía algún tiempo, Gerard no decía nada, y los pocos ratos que pasaba en casa parecía forzado.
Yul y Paul apenas si se diferenciaban uno del otro. Habían cumplido, unos días antes, los dieciséis años, cursaban el selectivo y tenían aspecto de hombres. Altos como su padre, bellos como su madre, arrogantes, masculinos, nadie les hubiera calculado menos de veinte. Los dos eran cerrados de barba y tenían ojos brillantes. Ya albergaban sus secretillos amorosos. Julia sabía algo de sus impertinencias.
—Supongo —dijo el padre, sin ningún interés— que ingresaréis en la Universidad el próximo año.
—Hum.
—¿Qué pasa, Paul?
—Estamos haciendo lo posible. ¿No es cierto, Yul?
—Hum.
—Necesito que los dos seáis ingenieros —adujo míster Wills sin afabilidad, con irritación.
Los chicos se miraron. Sabían ya, como lo sabía su madre, que su padre había cambiado. Justamente desde que cambió, ni más ni menos. El hogar de los Wills, un año antes, era un maravilloso hogar, como una sociedad, en la que nunca se disputaba. Desde el regreso del veraneo anterior, todo había variado. Ellos sabían muchas cosas, pero nunca las decían. Adoraban a su madre. La consideraban la mujer más bella y más buena del mundo. Ofenderla era herirles en lo más vivo.
—Paul desea complacerte, papá —dijo Yul—. Será ingeniero naval, pero yo...
—¿Tú qué?
—Yo... quisiera ser químico.
—Tonterías.
Se puso en pie, consultando el reloj.
—Se me hace tarde. Ya hablaremos de eso en otra ocasión.
Todas las semanas decía igual. Los dos chicos recordaron a su padre de dos años antes. Cuando hablaba de sus estudios, jamás tenía prisa. ¿Qué le ocurría ahora?
Se inclinó hacia la muda esposa, la besó ligeramente en la frente y se dirigió a la puerta, diciendo:
—No me esperes a comer, Kay. Quizá no pueda venir.
—Está bien —replicó ella, con su habitual mansedumbre.
Pero en el fondo de su ser había como una rebeldía dolorosa y amarga.
Los chicos también se pusieron en pie.
—Hasta luego, mamá.
—No tardéis.
—Vendremos tan pronto dejemos la clase.
Se quedó de pie a la puerta de la terraza, mirándolos. Eran su orgullo. Los adoraba. Un día se irían. Eran ya hombres.
Apretó los labios y retrocedió hacia el interior. Tenía mucho quehacer. No podía entregarse a las reflexiones personales.
* * *
Los dos muchachos se detuvieron ante el garaje, abierto.
—Será mejor que subas la capota —gruñó Paul—. Está lloviendo.
—No hay cosa que más me reviente que la lluvia —rezongó Yul, obedeciendo.
—¿Quién conduce?
—Yo. Tú lo hiciste la semana pasada.
—¿No sería mejor hacerlo un día cada uno?
Consultó el reloj.
—Anda ligero. ¿Sabes qué hora es? Las diez. No nos darán entrada en clase. Y van dos esta semana.
—Bien.
Subieron al auto de cuatro plazas, de un azul pastel ya deslucido, y Yul lo puso en marcha.
Despacio, dejaron el parque y se deslizaron por la carretera, hacia el centro de la ciudad.
—Yul...
Este miró a su hermano. Aquella forma de pronunciar su nombre indicaba algo grave. Conocía a Paul. ¿Qué le ocurriría?
—Estoy pensando.
—¿Cuándo no piensas tú?
—Se trata de papá.
—Hum.
—¿La conoces?
Yul hizo un gesto vago, pero doloroso. Apretó las manos en el volante. Hubo en sus claros ojos como un destello rebelde, furioso.
—No.
—Mamá no merece eso. Lo sabe todo el mundo menos ella.
—Ya.
—Un día se lo digo.
Yul lo miró irritado.
—Tú no harás eso, ¿eh? Mientras lo ignore, se resignará. Las mujeres perdonan a los hombres que estos las abandonen por cientos de ellas. Lo que nunca perdonan es que las abandonen por una determinada.
—¿Quién te dijo eso a ti?
—No lo sé. Tal vez lo haya leído. ¿Qué te parece si le habláramos a papá?
Paul se menguó.
—Si hacemos eso —dijo, roncamente—, nos rompe la crisma.
—No tanto, no tanto —adujo Yul, gravemente—. Somos dos hombres, ¿no? No creo que tuviera él mucha más edad cuando se casó con mamá. Siempre fueron felices. —Suspiró—. ¿Te acuerdas, Paul? Yo creo que eran la pareja más feliz del mundo. Y no fueron felices dos días, sino años y años. ¿Sabes cuántos hace que se casaron? Diecisiete. Mamá tenía dieciséis años. Era una chica de lo más distinguido del país.
A su pesar, Paul se echó a reír.
—¿Quién te dijo a ti todo eso?
—Mi abuela, antes de morir. Era yo un crío y ya me contaba cosas. En ellas, siempre me repetía lo de papá y mamá. ¿Sabes cómo se conocieron?
Paul murmuró:
—Ya lo sé. Nuestra abuela, no solo te contaba a ti esas cosas.
—¡Ah! De modo que tú también sabes...
—¿Que se conocieron cuando ambos eran estudiantes? Claro que sí. Mamá era hija de un alto empleado de los astilleros. Papá estudiaba para ingeniero. Se casaron, sin terminar papá la carrera, y fueron a vivir con la abuela. Cuando papá terminó, entró en los astilleros, de los cuales es hoy presidente, y pusieron su hogar aparte.
—¡Qué lástima!
El auto entraba en el patio del instituto. Un grupo de chicos acudió a su lado. Los hermanos Wills se olvidaron de sus padres y se unieron al grupo.
* * *
Magda siempre representó para ella una compañía grata. Desde hacía algún tiempo no era así. Y no se debía a que tuviera nada contra ella, sino que, dadas sus múltiples preocupaciones, le cansaba.
—Esta noche hay un gran baile en el casino, Kay. ¿Iréis tú y Gerard, verdad?
—No lo sé.
—Ahora salís poco. Antes os tropezaba en todas partes.
—Gerard tiene muchas ocupaciones.
Magda lo sabía. Todos lo sabían en Wyandotte. Todos menos ella. Casi siempre ocurre igual. La interesada es la que más tarda en enterarse.
—Dicen que las fiestas de fin de año serán magníficas.
Tampoco a Kay le interesaban. A veces se detenía a evocar tiempos pasados. Era maravilloso cerrar los ojos y pensar que el tiempo no había transcurrido. Pero lo doloroso era despertar y comprobar que ya nada era igual.
—Desde que falleció tu suegra, apenas si te veo.
—Aún guardo luto.
—¿Desde hace dos años, Kay? No digas tonterías.
—Fue para mí como una madre.
—Mujer, pero aun así.
—¿Meriendas conmigo? —preguntó con el fin de desviar la conversación.
Magda consultó el reloj y dio un salto.
—Cielos —exclamó—. Robert me espera en la cafetería Royal. No puedo detenerme un minuto más, Kay. Lo siento. Te prometo que volveré uno de estos días.
Magda siempre decía igual, y luego no volvía en seis meses. Vivían al otro extremo de la ciudad. Se habían casado por el mismo tiempo que ellos y guardaron siempre una estrecha amistad. Después nombraron a Robert médico de la empresa y les dieron una residencia en las afueras de la ciudad, casi cerca de los astilleros.
Desde entonces, apenas se veían. Y lo prefería así. Ella hubiese querido vivir aislada.
La acompañó hasta la puerta y cuando la vio subir al auto y ponerlo en marcha, retrocedió, se ocultó en la biblioteca, junto a la chimenea encendida, se hundió en un diván y encendió un cigarrillo.
Fumó despacio. Horas y horas esperando. Desde aquel último veraneo, se pasaba la vida esperando por Gerard. Algo ocurría. Algo que ella no acertaba a comprender. ¿Otra mujer en la vida de su esposo? No podía concebirlo y, sin embargo, sus actuaciones lo indicaban así.
Durante años, muchos, fueron infinitamente felices. No creía que existiera en el mundo pareja que fuera más dichosa. Cuando nacieron los dos gemelos, Gerard lloraba. Era indescriptible su emoción. Fue siguiendo aquellas dos vidas paso a paso. Esperaron otro hijo. Nunca llegó. Anhelaron fervientemente una niña. Nunca hubo ni asomos de una realidad tan aguardada.
Pero esto no impidió que ellos fueran felices. Mucho. Se amaban ardientemente. Ella seguía amándolo igual. Solo tenía treinta y tres años. A veces pensaba que estaba empezando a vivir, que sentía en su ser todo el ardor de la juventud... Su amor fue una pasión corriente. Fue una pasión ardiente, compartida, y maravillosa. Aun un año antes, cuando ella se fue de veraneo, Gerard la tomó en sus brazos y la besó en la boca de aquel modo... No parecía dispuesto a desprenderse de ella. Y al regreso..., ya la besó de otro modo. Después, poco a poco, los besos fueron espaciándose. Dormía con ella de tarde en tarde. Ahora, hacía más de seis meses que no traspasaba el umbral de su alcoba. Era horrible aquella situación. Ella no creía que pudiera soportarlo mucho tiempo.
Siempre ocuparon alcobas paralelas, separadas por una puerta, que durante años jamás se cerró. La cerró ella dos meses antes, y Gerard no le pidió que la abriera, Cierto que no tenía el pestillo, pero no creía necesitarlo, porque Gerard hacía mucho tiempo ya que ni hacía ademán de abrirla.
Ocuparon siempre dos habitaciones, pero la criada jamás tuvo que hacer más de una cama. Fue un año antes cuando Gerard empezó a quedarse en su alcoba, pretextando cansancio. Era un hombre fuerte. Tenía solo treinta y siete años. ¿Por qué estaba cansado? Al principio, ella le dijo que tal vez estuviera enfermo. Incluso insistió para que fueran al médico. Gerard se negó en redondo. No insistió más. Comprendió que estaba sano como siempre, y que si no la buscaba era porque no la necesitaba. Y si no la necesitaba..., ¿es que tenía otra? Gerard no era hombre que pasase fácilmente sin mujer. Ella bien lo conocía. ¿Qué ocurría allí? ¿Cómo saberlo y a quién preguntar? Ella era una mujer reservada. Nunca tuvo más amigos que su marido. Si este le fallaba, ¿qué le quedaba? Sus dos hijos, a quienes no podía perturbar con sus inquietudes.
La doncella llegó reclamándola, y Kay se detuvo aquí en sus pensamientos.
* * *
Tocaron a la puerta.
—Pasen.
George Seller entró y cerró tras de sí.
—Aquí tienes dos invitaciones para el baile de esta noche —rio George—. Apuesto a que no vas. Pero como te las mandaron del consejo...
—Déjalas ahí.
—¿Puedo tomar una copa, Gerard?
Este, que se hallaba sentado tras la gran mesa de despacho, llena de papeles, sin levantar los ojos, hizo un movimiento de cabeza.
—Toma lo que quieras.
El vicepresidente de los astilleros abrió el mueble bar y extrajo una botella de whisky y dos vasos.
—¿Quieres, Gerard?
—No. —Y con brusquedad añadió—: Suelta lo que sea y lárgate.
George se echó a reír. Era un hombre de unos cuarenta años, alto, elegante, bien parecido. Con la copa en la mano se dirigió a la mesa. Se sentó en una esquina de esta y balanceó un pie.
—Es canallesco, Gerard —espetó sin preámbulos—. A una mujer como la tuya...
El presidente de los astilleros alzó la mano con violencia.
—¿Qué te pasa? ¿Me meto yo en tus cosas?
—Soy soltero, Gerard.
—¿Y no tienes amigas? —gritó exasperado.
—¿Quién puede impedirlo? Una cosa es ser libre y tener amigas, y otra, estar casado, contar con dos hijos y un hogar magnifico, con una mujer magnífica, y tener una amiga.
Gerard metió el dedo entre el cuello y la camisa. Lo aflojó y lo enderezó nuevamente.
No contestó. Se diría que se sentía consternado.
—Quiero a Kay —dijo—. Nunca podré olvidar que fue mi maravillosa compañera.
—Pero le haces la pascua con una estúpida mujer de la vida...
—Eso no —gritó Gerard, irritado—, no es una mujer de la vida.
George se echó a reír con desenfado.
Con desdén, dijo:
—¿Crees, acaso, que fuiste el primero?
—No. Ya lo sé. Fue una desgraciada.
—Eso es lo que dicen todas para conmover el corazón sentimental de un señor madurito, que está también solo durante los meses de verano.
—George...
—Gerard, siempre fuimos amigos —dijo gravemente el vicepresidente—. Los mejores amigos del mundo. Fui vuestro compañero en muchas reuniones y veladas. Debo confesar que te envidié la esposa más de una vez, y que si no me casé fue porque no encontré una mujer como Kay. Por eso, ahora que veo que vuestra felicidad está al borde del abismo, vengo aquí, por centésima vez, a decirte que te tomes unas vacaciones, que te lleves a tu mujer y te olvides de una vez de Judit Potten.
Gerard llevó los dedos a la frente y la acarició con ademán maquinal.
—No es fácil, George. Nada fácil. Yo no quisiera hacerle daño a Kay. Bien sabe Dios que cada vez que la engaño...
—Y la engañas todos los días.
—Cada vez que la engaño —siguió como si no le oyera—, se me rompen las entrañas. Pero no puedo evitarlo. —Dejó caer la mano sobre los documentos y la arrastró con ademán impotente—. No puedo. Me gusta esa muchacha. Me gusta y me llega dentro. Como un pecado que no puedes evitar. Kay es para mí el hogar, el pasado, los hijos, todo... lo espiritual. Pero Judit...
—El vicio, los placeres, la mezquindad del hombre que siente una pasión por segunda vez.
—Tampoco es eso. No lo sé lo que es.
—Y vas a verla todos los días, y le has puesto un piso, y todo el mundo lo sabe. Y tus hijos, que seguramente no lo ignoran, un día te pedirán cuentas. Y cuando Kay lo sepa, pedirá el divorcio, y tú quedarás solo con una muchacha que te engañará tan pronto no le sirvas para sus fines.
—Ella me ama.
—No seas ingenuo ni majadero. Ella ama tu dinero. Esa clase de mujeres nunca aman a un hombre.
—George, te digo...
—Y yo te digo, que si un día tu mujer pide el divorcio, me caso con ella, y tú te sentirás solo tan pronto pasen unos años, porque Judit buscará otro hombre joven, con dinero, y para entonces ya te habrá comido a ti, la fortuna y la juventud.
—George...
—Ya lo sabes. Piénsalo.
—Te aseguro que solo hace seis meses que engaño a mi mujer.
—Pero hace un año que estás jugando con fuego y la tienes abandonada.
Gerard bajó la cabeza.
—No lo puedo remediar —dijo desalentado—. Te aseguro que cuando dejo a Judit, pienso que no voy a volver. Que amaré a Kay. No puedo. Es algo superior a mis fuerzas. No quisiera hacerle daño a Kay. Pero se lo hago —se agitó—. Se lo hago, y un día, cuando ella se entere y me lo diga, no voy a tener valor para negarlo.
—Y la matarás.
—Kay es fuerte.
—Gerard, eres un majadero. Olvidar a una mujer como la tuya, joven, hermosa, honesta, seguramente que apasionada...
—¿Por qué has de suponerlo? —se irritó—. No la conoces íntimamente.
—Lástima. Lo adivino. Basta mirarla a los ojos.
—Y tú la miras —dijo, sin preguntar, con rabia contenida.
—¿Por qué no? Ahora más que antes. Pienso salir con ella un día cualquiera, si es que Kay no se opone.
—George, que aún es mi esposa.
—Demuéstralo tú.
—Me estás irritando.
George bajó de la mesa y dio algunas vueltas por el amplio y lujoso despacho.
—No concibo —gruñó— que por una fulana de esas que se compran por un puñado de dólares olvides a tu mujer. Tu mujer, Gerard —gritó exasperado—, que es la esencia de las mujeres.
Gerard también se puso en pie y fue hacia su amigo. Lo asió por las solapas y lo sacudió.
—Me molesta —gritó exaltado— que hables así de Kay. ¿Me oyes? Me molesta. Es mi mujer. No soy el primer hombre que engaña a su esposa y sigue viviendo con ella.
—Eso es. Dos a un tiempo. ¿No eres demasiado fanfarrón?
—No me gusta hablar con tanta libertad de mi esposa, George. Creo que ya te lo dije en otra ocasión.
—Pues respétala.
Y salió pisando fuerte.
Gerard Wills se hundió en el sillón giratorio y ocultó el rostro entre las manos. Él quería a Kay. Pero de otra manera. Aquella muchacha llamada Judit lo tenía como condenado.
II
Eran las tres de la madrugada.
Entró con paso torpe. Se sentía asqueado. Esa era la verdad. George tenía mucha razón. Kay no merecía su desprecio ni su desconsideración, pero..., él no podía remediarlo. ¡Si pudiera...!
Se hundió en el borde del lecho y procedió a quitarse los zapatos con mucha calma. Sentía asco de sí mismo. Pena de sus dos hijos y de su mujer, y de aquel hogar que siempre fue maravilloso y se desmoronaba por su culpa.
Fue todo accidental. Él no lo esperaba, la verdad. Él vivía en su casa con las sirvientas, como si Kay estuviera en el hogar. Todos los años ocurría así. Kay se iba con sus hijos a pasar el verano a una finca, a doscientos kilómetros de Wyandotte, en el mismo condado de Michigan. Él iba una vez al mes. Estar separado de Kay durante tanto tiempo era un suplicio, pero a los chicos les convenía. Él se sacrificaba.
Aquel año ocurrió como todos los demás. Pero encontró a Judit. Fue accidental, ya lo dijo. Una noche, al regresar a casa, después de una grata tertulia con George, conducía su coche por la avenida. Vio una figura humana que se precipitaba a las ruedas del auto. Desvió este y estuvo a punto de estrellarse contra el pretil del puente. Frenó en seco y el auto derrapó, pero pudo evitar el accidente. Descendió presuroso. Era una muchacha joven. No sobrepasaría los veintiocho años. Muy hermosa. Morena, con los ojos muy claros. En aquel momento le miraba con ansiedad.
—¿Qué ha hecho, muchacha?
—Quiero morir... —gimió ella—, quiero morir...
—Qué disparate —rio él, levantándola del suelo—. La vida es bella, joven, muy bella.
—Para mí, no.
«Una desgraciada», pensó.
—Ven —dijo—. Sube al auto. Te llevaré a casa.
—No tengo casa.
Consideró que aquello era un problema. Aun así, la metió en el auto y se sentó a su lado. Encendió un cigarrillo.
—Démelo —pidió ella, con ansiedad.
Y casi se lo arrebató de la boca.
Fumó nerviosamente. Expeliendo el humo a borbotones, exclamó sollozante:
—Usted no me mató. Pero ya me matará otro coche cualquiera.
Así empezó todo aquello. Así se dedicó él, como un deber, a convencer a aquella muchacha para que no cometiera una atrocidad. La llevó a una fonda apartada de la ciudad y se cuidó de ella durante una semana.
Creyó, inocente, que la había convencido a fuerza de paciencia. La verdad es que Judit se había convencido sola, pero aprovechó la situación y conquistó poco a poco a aquel hombre que parecía muy rico y vivía solo en un gran chalet, en la avenida residencial.
Cuando supo que era casado, no se inquietó. Ella lo tenía todo perdido; el hecho de que míster Wills tuviera esposa no le causó extrañeza ni pesar.
Pero él no supo nada de eso. El solo pensamiento de que era su gran obra y que gracias a su paciencia y buenos consejos aquella joven empezaba a amar de nuevo la vida, le llenaba de una extraña y honda satisfacción. Fue a ver a Kay y, cosa rara, él, que siempre se lo contaba todo, aquello se lo calló. Notó también que ya no era tan feliz junto a su mujer, y cuando regresó a Wyandotte fue rápidamente a la fonda. Allí encontró a Judit, triste, sola, desesperada.
Trató nuevamente de entretenerla. Y un día, hallándose ya su esposa en la ciudad, comprendió que la amaba. Le propuso ponerle un piso, una vida por detrás de la puerta. Creyó que ella iba a escandalizarse, pero Judit solo supo llorar... y acceder. Así empezó él a serle infiel a Kay. Así empezó a odiarse a sí mismo.
Se puso en pie y, perezosamente, procedió a desvestirse.
Ni siquiera sintió deseos de mirar hacia la puerta de comunicación, que antes siempre permanecía abierta.
No se dio cuenta ni cuando Kay la cerró. Jamás, desde hacía seis meses, pensó en abrirla. ¿Para qué? ¿Engañarse a sí mismo? ¿Engañar aún más vilmente a su esposa? No era hombre hipócrita. Él nunca supo fingir. Cuando amó a Kay, la amó durante muchos años, se lo manifestó ardientemente. Dejó de amarla, de desearla y prescindió de ella. No era él como otros maridos que tienen una amante y la esposa no lo nota. Él nunca podría llevar aquella doble existencia.
Se encerró en el baño y, desnudo, se metió bajo la ducha. El agua, al golpear su cuerpo, le producía cierto alivio.
Odiaba a Judit por haberlo apartado de su esposa, pero a la vez la deseaba como un loco y saciaba en ella todas sus apetencias. Admiraba más a Kay cuanto más deseaba a Judit. Era muy raro todo aquello.
«Tal vez estoy en decadencia —se decía alguna vez, como si pretendiera darse una razón a sí mismo—, y trato por todos los medios de aferrarme a una pasión».
Pero, no. Él era joven y fuerte y amaba la vida y los placeres que esta pudiera proporcionarle. No era decadencia, era, si acaso, hombría. ¿Pero era más hombre tener una amante?
Claro que no.
Indignado consigo mismo salió del baño y se frotó con la felpa. Vistió el pijama y salió con los cabellos húmedos.
Fue entonces, al avanzar por la habitación, cuando vio a Kay, de pie, bellísima, femenina, delicada, en el umbral de aquella puerta que ella misma había cerrado unos meses antes.
* * *
—Kay...
—Hola, Ger.
El hecho de que le llamase Ger le inquietó. Era evocar otros tiempos. Aquellos en que los dos corrían uno hacia el otro y se perdían con ansiedad en sus propia pasiones. Aquella ternura de Kay, que él nunca pudo olvidar, que no había olvidado aún, le produjo una tensión extraña.
—Acabo de llegar...
—Lo sé...
—No te has acostado.
La miró. Ella vestía una bata de casa azul celeste y bajo ella asomaba el pijama blanco. Bellísima, ciertamente, pero a él... ya no le decía nada aquella suave belleza de su mujer.
Creyó que ella iba a reclamar sus derechos. Pero, no. La conocía bien. Kay era una mujer dignísima y jamás se rebajaría, dada la situación, a una humillación semejante.
Esperó.
—Ger, creo que tú y yo debemos hablar. He venido aquí con ese fin... Durante el día, los chicos están en casa. Y cuando ellos no están, tú tampoco. Creo que hay cosas que debemos hablar tú y yo sin testigos.
—Siéntate, Kay.
—No es muy largo, Ger... No necesito sentarme. Gracias, de todos modos.
Él avanzó por la estancia. Quedó delante de ella, a bastante distancia. Parecía cortado. La serenidad de Kay le inquietaba aún más. ¿Qué podía él decirle a aquella mujer? ¿La verdad? Sería tanto como matarla. Y por otra parte..., él jamás dijo mentiras.
Jamás había sido falso con ella. Pero es que aquella verdad era demasiado cruel.
—Ger... Ya sé —añadió seguidamente, tras la breve pausa— que no debiera llamarte así, pero es que... para mí siempre serás Ger.
—¡Kay, no me abrumes!
—¿Te... abrumo?
—Con tu bondad.
—No soy buena, Ger. Soy mujer y no quisiera perder a mi marido. No sé si seguiré siendo buena si lo pierdo.
—Kay..., ¿qué debo decirte?
—La verdad. Por saberla, he venido.
Gerard se hundió en un sillón y quedó allí, menguado. Parecía un ser inútil. La esposa se acercó a la mesa, abrió una caja de laca y extrajo dos cigarrillos.
—Fuma, Ger. Presiento que ambos vamos a necesitar mucha serenidad para decidir un porvenir que consideramos de primordial importancia. Yo por una causa y tú por otra.
Él tomó el cigarrillo y lo encendió precipitadamente.
—Fuma tú, Kay. Y siéntate. Me humilla verte ahí de pie —y sin transición añadió—: me pregunto qué preocupación es la tuya con respecto a nuestro porvenir.
—Tener paz.
—La tienes.
—Sabes que soy mujer que decido las cosas con claridad. No llamo paz a esta inquietud. Necesito que me digas por qué.
—Por qué...
—Sí, por qué. ¿Qué ocurre? ¿Otra mujer?
Gerard se estremeció. La miró y desvió los ojos.
—Siéntate, Kay —pidió roncamente—. Por favor, no me mires así, desde tu altura. Me considero un gusano indecente.
—Pero no puedes rectificar.
Él movió por dos veces la cabeza, mudamente.
—No puedo —dijo—. No, no puedo...
—Es una sola.
Afirmó con un seco golpe de cabeza.
Kay se mantuvo inmóvil. Hacía tiempo que lo presentía, pero nunca creyó que fuera tan sencillo enterarse y tan cruel tener que admitirlo.
—Si fueran varias mujeres a la vez, Ger, si existiera tu hastío por mí...
—Eso no.
Lo dijo con viveza. Creyó que iba a consolarla. Le produjo más pena aún.
—No es hastío, Kay. Por Dios, compréndeme.
—Trato de hacerlo.
—Pero así no. Siéntate.
Kay no se movió. Lo miraba. ¡Cielo santo, qué mirada más triste la suya! Gerard se puso en pie. Trató de asir sus dos manos.
—Kay, Kay... no quiero hacerte daño. Compréndeme. Amo a una mujer. No lo puedo remediar. No puedo engañarte. Durante estos seis meses he vivido un infierno. Tú no comprendes, Kay...
Ella parecía una estatua, pero en ningún momento dejó traslucir su desfallecimiento, aunque este existió.
Existía allí en su ser, en todo, como una daga opresora.
—No puedo comprenderte, Ger. Pero creo que no es este momento para decidir nuestro porvenir. Los dos hemos de reflexionar sobre ello. No a la ligera. Detenidamente.
—Déjame que te explique.
Ella se alteró al fin. Su voz salió de entre sus labios como un silbido.
—No irás a referirme cómo la conociste. Sería..., sería demasiado.
—Kay...
—Mañana..., si te parece..., hablaremos de esto más calmados los dos.
—Tú estás calmada —reprochó—. Es la primera vez en mi vida que no te comprendo.
—Eso es egoísmo, Ger. Por eso no me comprendes.
—Escucha...
—Mañana.
—Nunca pensé —se alteró— que lo tomaras tan fríamente.
Kay, que se dirigía a la puerta, se detuvo en ella y lo miró. Aquellos ojos melados produjeron en Gerard una inmovilidad total. Eran como un duro y despiadado reproche.
—Buenas noches, Ger —dijo la voz serena—. Aunque... más bien buenos días.
—Kay...
—Mañana hablaremos de esto. Mañana o pasado. Ya te buscaré para hallar una solución.
Salió sin esperar respuesta. Cerró la puerta y esta vez pasó el pestillo. Fue hacia el lecho como un autómata y toda la serenidad aparente que la mantuvo erguida frente a su marido se derrumbó en aquel instante, dejándola inmóvil en el lecho, con los ojos llenos de lágrimas.
En su alcoba, Gerard estuvo a punto de trasponer aquella puerta y marcharse con ella muy lejos. George tenía razón. Sí, sin duda la tenía. Un largo viaje... Pero no lo hizo. No pudo hacerlo. Era como si el mismo diablo lo paralizara.
Y tal vez era el diablo, sí, quien le obligaba a sentir de aquel modo.
* * *
Ella era católica.
El sacerdote que los casó aún vivía allí, en su parroquia. Y era viejecito, pero seguía siendo el confesor de Kay.
No la recibió en la iglesia. Ella fue a buscarlo a la casa rectoral y él la saludó con una sonrisa.
—Tengo un grave problema, padre.
—Ya sé.
Abrió mucho los ojos.
—¿Lo sabe?
—Siempre sé todo lo que se relaciona con mis feligreses, sobre todo cuando estos llegan a alcanzar mi afecto personal. Siéntate, Kay. Estás muy pálida. Has desmejorado. Creí que aún ignorabas lo que ocurre. No pensé que te enteraras tan pronto.
—Ello indica que usted lo sabía.
—Por supuesto.
—No me dijo nada la última vez que le vi, padre, hace de ello un mes.
—Consideré que la ignorancia por tu parte era un signo de felicidad, de que las cosas no habían cambiado. Al mismo tiempo pensé que quizá no fuera tan serio el asunto como decían.
—Es una mujer.
—Ya.
—¿La conoce?
—Sí.
—¿No puede hacer nada?
—Lo intenté ya. Cerca de ella, es una cínica, la pobrecita. Cerca de él, es un engañado. Pero todo pasará. Estoy seguro de que Gerard comprenderá un día.
—No soy santa, padre. Soy simplemente una mujer y no puedo sentarme a esperar que mi marido reaccione.
—¿Qué vas a hacer? ¿Quién te lo dijo?
—Yo lo adiviné y se lo pregunté. No lo negó. Lo admitió; con dolor, pero lo admitió.
—Ya. —Contó las cuentas de su rosario. Esperó un segundo. Como Kay nada añadiera, él dijo—: Dime qué habéis decidido.
—Nada aún. Pero sepa usted que yo jamás viviré bajo el mismo techo de Gerard, sabiendo que él... tiene otra mujer.
—Eso es lo terrible. Diecisiete años de felicidad, de convivencia dichosa, dos hijos por medio y el gran problema que no tiene fácil solución.
—No debo vivir con él.
—¿Qué vas a hacer para evitarlo?
—Pedir el divorcio.
—¿Para casarte otra vez? Eres joven. ¿Es eso lo que pretendes?
Kay distendió la boca en una breve y amarga sonrisa.
—Nunca me casaría otra vez, padre, y usted lo sabe. Pero puedo pedir el divorcio y vivir dignamente.
—Será mejor que reflexiones antes de decidirte. No puedo aconsejarte sobre el particular, Kay. No puedo pedirte que vivas con tu marido. Ni puedo pedirte que le abandones.
—Yo no le abandono, padre. Nunca podría abandonar a Gerard. Es él quien me abandona a mí, olvidando sus deberes de esposo y de padre.
—Tal vez si le dices que vas a divorciarte... él rectifique.
—Pienso decírselo hoy mismo.
—Pues ve y vuelve a mi lado cuando él te conteste.
Deseaba que se fuera para ir él a los astilleros. Tal vez si hablaba una vez más, convenciera al loco de Gerard.
* * *
Lo recibió inmediatamente. Quedaban en la antesala muchas visitas, pero la secretaria lo pasó a él nada más llegar.
Gerard se puso en pie y le besó la mano.
—Padre —dijo respetuoso—. Debió llamarme. Hubiese ido yo a verle. ¿Alguna solicitud de limosna para los pobres?
—Sí.
—Mi secretaria le firmará un cheque.
—Tendrás que firmarlo tú, Gerard. El pobre... eres tú mismo.
Comprendió.
—Tome asiento —dijo, apartando una silla—. Ya sé que soy un pobre miserable. Quizá el más pobre de todos los pobres, pero...
—Pero —repitió tomando asiento— no sabes salir de tu pobreza.
Gerard se sentó también y movió agitadamente unos papeles que no miraba. Abrió la caja de laca y extrajo dos cigarrillos.
—Fume, padre.
—Hace tiempo que he dejado de fumar, hijo. Desde que levantaron esa campaña contra el tabaco. Le tengo miedo. Soy viejo, pero deseo vivir. Creo que necesito vivir.
—Por supuesto. Permítame que fume yo.
Hubo un silencio.
—Ger...
—Solo Kay me llama así —susurró él con nostalgia.
—Y yo porque os casé. Dime, Ger..., ¿no hay remedio?
El presidente de los astilleros, que, pese a su gran categoría, a la hora de ser un hombre era solo un ser humano, llevó los dedos a la frente con desesperación y retiró el mechón de cabellos que caía sobre esta.
—No lo creo, padre.
—Deseo camal. ¿Te das cuenta? Hay algo que perdura, Ger. El cariño, la ternura, la estimación. El deseo no. Muere como muere el ser humano afectado de una enfermedad mortal.
—Yo soy humano.
—¿Y qué significa tu humanidad ante el desastre de tu hogar? ¿Qué crees que hará Kay?
—No lo sé aún.
—Pedirá el divorcio.
Gerard se puso en pie como impelido por un resorte.
—No creo que haya quien la convenza de lo contrario, Ger.
Él mojó los labios con la lengua.
—¿Para casarse de nuevo?
Una triste sonrisa distendió los labios del sacerdote.
—No lo sé. ¿Por qué había de saberlo?
—Es usted su confesor —se agitó—. Ella es católica.
—También lo eres tú y estás cometiendo un pecado mortal...
—Padre...
—Gerard, Kay tiene derecho a rehacer su vida.
—¿Y lo dice usted? ¿Usted que predica todos los días contra el divorcio?
Y seguiría haciéndolo hasta el fin de sus días, pero nadie podía censurarle que tratara por todos los medios de unir aquellas dos vidas.
—No tengo por qué saber —añadió— lo que Kay piensa hacer en el futuro. Lo que sí sé ahora es que piensa pedir el divorcio. Con los fines que lo hace, lo ignoro. Tal vez ni ella misma lo sepa. Ahora tú dirás si accedes.
—No lo sé. Estoy endemoniado.
—Coge a Kay de la mano y llévala lejos. La compañía constructora pone un yate a tu disposición todos los años. Emprende esa segunda luna de miel y olvídate de todo lo que dejas atrás. Cuando regreses serás... un nuevo hombre.
—¿Y si no lo soy?
—Inténtalo. Kay no puede negarse a esa prueba.
—Padre... quiero a mi esposa —confesó deshecho—, pero no estoy seguro de amarla. Separarme de ella es como matarme, pero... ¿puede una mujer digna tolerar a un hombre como yo, que busca el placer en otra mujer?
—Una esposa cristiana tiene el deber de someterse a todas las pruebas que Dios quiera imponerle. Sé que Kay accederá a emprender ese viaje de prueba.
—Y la hará aún más infeliz.
—No lo creo. La has amado demasiado.
George entró en aquel instante, sin pedir previo permiso. Besó los dedos del sacerdote y miró a su amigo de frente.
—Se han olvidado ustedes de que mi despacho está al lado...
—No tenemos necesidad de decirte de lo que se trata, George. Como persona neutral, dinos lo que te parece.
—Ve con Kay lejos de aquí. Yo me encargo de tus hijos, Gerard.
El esposo de Kay se hundió en el sillón y ocultó el rostro entre las manos.
—Temo perder a mi esposa para siempre. No podré ser el mismo hombre.
—Prueba.
III
No esperaba verlo regresar a aquella hora.
Los muchachos aún no habían llegado. Ni era probable que llegaran hasta la hora justa de comer, porque nunca lo hacían.
Sospechó que Gerard tenía algo que decirle. Algo que no deseaba que sus hijos oyeran y a la vez no tenía dilación.
Ella se hallaba en la salita, sentada frente a la chimenea encendida, con una labor de punto entre los dedos. Vestía un modelo de tarde de un beige oscuro con cuello alto y manga hasta el codo. Calzaba zapatos de altos tacones y tenía una pierna cruzada sobre la otra, cuando sintió la puerta, miró y vio a su marido.
—Hola —dijo él, avanzando.
—Hola.
Ni siquiera se molestó en besarla. En aquel instante no venía a hacer el papelón de un marido amable, sino a solucionar algo que consideraba de suma importancia.
Se sentó frente a ella.
—Hace mucho frío en la calle —comentó. Acercó las manos a las llamas y luego las frotó una contra otra—. He venido antes para hablar contigo, Kay.
—¿Sobre lo de ayer?
Le molestó aquella indiferencia femenina.
—Se diría que tomas a la ligera —apuntó molesto— algo de suma importancia.
—Tal vez no le dé tanta como tú le das.
—Kay —se alteró, inclinándose hacia ella—. ¿Crees realmente que no la tiene? —y sin esperar respuesta, añadió roncamente—: Escucha, Kay. He reflexionado mucho. He llegado a la conclusión de que no tengo derecho a destruir un hogar como el nuestro, que no se formó en dos días ni en dos años, sino en muchos días y en muchos años. Tal vez yo esté obsesionado. Quizá esto que siento, que te humilla y me mengua a mí, no pase de ser un devaneo de hombre, sin consecuencias.
Kay dejó la labor de punto en el regazo y se le quedó mirando fijamente. Él no pudo leer en sus ojos ni anhelo ni rabia. Era una mirada quieta y profunda, que no decía nada en concreto. Él no estaba habituado a aquella clase de miradas en su mujer. Kay fue en todo momento una mujer expresiva, cariñosa, apasionada. El hecho de que en aquel instante, e incluso el día anterior, cerrara la expresión de su semblante, desconcertó una vez más al hombre que se consideraba pecador y quisiera no haberlo sido.
—He pensado pedir el divorcio, Ger —dijo ella, con firmeza—. Debo confesar que es el extremo más doloroso adonde debo llegar, pero lo considero inevitable.
Gerard apretó los labios y siguió frotando las manos una contra otra, con cierto manifiesto nerviosismo.
—No te permitiré, Kay... —dijo desolado—, no te permitiré que lo hagas. Hemos sido muy felices durante diecisiete años. No puedo concebir que tu vida y mi vida sigan sendas distintas de ahora en adelante.
—No pensarás —reprochó ella, conteniendo el dolor— que voy a tolerar que tu vida irregular siga humillándome.
—Lo sé.
—¿Que crees entonces?
—Escucha. He venido antes porque lo consideraba conveniente. Los dos hemos de hacer algo para evitar una catástrofe semejante. Creo sin lugar a dudas, Kay, que es un deber al que estamos sometidos los dos por nuestra calidad de padres y esposos.
Como ella nada dijera, Gerard añadió al rato, tras una pausa que no parecía tener fin:
—Creo que si realizáramos un viaje...
Kay se alteró a su pesar.
—Los dos... ¿Tú y yo?
El marido asintió con un breve movimiento de cabeza.
—El padre Diego estuvo a verte —dijo ella con voz hueca.
Gerard no sabía negar ni decir mentiras.
—Sí —afirmó—. Estuvo a verme. Me dijo que pensabas pedir el divorcio. Fue como si me arrancaran algo vivo de mi cuerpo. He pensado que un viaje... en el yate que la empresa pone a mi disposición...
—Eso no evitará tu engaño y tu amor por otra mujer, Gerard. No seas débil. Yo lo soy, pero soy mujer a la vez. No trates de engañarte a ti mismo. Ni yo puedo olvidar que me fuiste infiel, ni tú que te interesa otra mujer.
—No tienes derecho a decir eso.
—¿Es que deseas que encima te felicite?
—No, Kay —adujo desalentado—. En realidad, no sé lo que quiero. Pero sí sé que deseo salir de aquí por una temporada. Quiero tenerte cerca de mí. Pensar que eres mi esposa, que ambos fuimos felices uno junto al otro. Que unos lazos como los que nos han unido no se pueden romper fácilmente.
—Somos muy desgraciados, Ger —dijo ella de repente—. Yo por haberte perdido. Tú por amar a otra mujer que nunca te hará feliz...
—Hemos de evitar esa infelicidad, Kay —susurró anhelante, inclinándose hacia ella—. Yo quiero ser para ti el hombre que era, y tú, por favor, olvida esto y sé para mí la esposa amante que siempre fuiste. Nos iremos mañana mismo, Kay. Te lo ruego. Los dos tenemos que evitar el divorcio. Tal vez solos de nuevo, evocando otros tiempos, volvamos a amamos el uno al otro.
Kay curvó la boca en una amarga sonrisa.
—Yo no necesito amarte otra vez, Ger —dijo gravemente—. Nunca dejé de amarte.
El marido se puso en pie y le dio la espalda. Roncamente, murmuró:
—No me digas eso. Me humillas más, Kay. Mereces ser adorada, y yo solo..., solo te hice daño.
—Tal vez nos lo hayamos hecho el uno al otro, Ger. Yo por haberme olvidado un poco de mis deberes de esposa, para pensar solo que era madre, y dejarte solo durante los cálidos veranos. Tú por haber caído en un pecado imperdonable, que no deseaste cometer.
—Fallamos los dos, Kay —suplicó, dando la vuelta y apresando sus dos manos—. Te lo ruego. Empecemos otra vez.
—Nunca segundas partes fueron buenas, Ger —dijo dolida—. Si emprendemos este viaje y comprendemos que es todo inútil, seremos más desgraciados aún.
—Tenemos el deber de probar.
—Está bien. Iremos de viaje.
—Gracias, Kay.
—Con la condición de que... no vayas a despedirte de ella.
Gerard apretó los labios. Hubo un silencio. Al rato dijo:
—Te... lo prometo.
Kay conocía bien a su marido. Supo que no iría. Que aquella noche no saldría de casa. Así fue, en efecto. Hizo velada con sus hijos y su esposa y al retirarse los besó en la frente a los tres, con ternura indescriptible.
* * *
—Deja de pasear, Paul.
Este medía la estancia de un lado para otro, con las manos tras la espalda.
—¿Qué pasa? ¿Has oído lo que dijo papá? Se van de viaje mañana y nosotros nos quedamos en casa del cascarrabias de George.
—Eso es lo de menos.
—Por supuesto. Pero..., ¿por qué?
Yul se sentó en el borde del lecho y encendió un cigarrillo. Paul se le quedó mirando burlón.
—Si entra mamá en este instante y te ve con un cigarrillo en la boca...
—¿Qué pasa? ¿No fumas tú? Ya somos hombres, Paul. ¿No sientes tú la hombría? ¿No te sacude alguna vez?
—Cállate, memo.
—Hum. Yo la siento. Por eso comprendo a mamá.
—¿Y qué tiene que ver mamá con tu hombría?
—Mucho. Se casó a los dieciséis años. Perder al marido ahora... será como matarla. Mi hombría me exige hacer algo. ¿Y sabes lo que haré, Paul? Tan pronto ellos se vayan, yo me dejaré crecer la barba y cortejaré a la amiga de papá.
A su pesar, el gemelo se echó a reír.
—Estoy plenamente seguro de que Judit Potten abandona a papá, considerando que soy un partido más aceptable.
—No te metas en líos —adujo el sesudo Paul— porque saldrás perdiendo. Los jóvenes como nosotros nos enamoramos con facilidad. Suponte que te encaprichas por esa mujer. Sería tanto como tirarte al mar.
—No estoy dispuesto a tolerar que una mujer de esa clase, haga la desgracia de nuestro hogar. Hemos sido siempre felices, Paul. ¿Te acuerdas de cuando éramos unos arrapiezos? Los padres de nuestros amigos siempre andaban en peleas. Varios de nuestros compañeros viven con sus padres seis meses y otros seis con sus madres. No viven, ¿no es cierto? Tú y yo lo comentamos más de una vez. En cambio, aquí en nuestro hogar, todo era armonía. Nunca vi a papá por un lado y a mamá por otro. Siempre juntos. Nos dieron un gran ejemplo, Paul. No puedo soportar la idea de que a estas alturas, cuando casi están llegando al ocaso de su vida, se divorcien. He de evitarlo y si tú no me ayudas...
Se oyeron pasos en el largo pasillo y Yul metió el cigarrillo en el bolsillo de la americana.
—Que se te va a quemar —rio Paul, divertido.
—¿Puedo pasar, muchachos?
Era la voz, siempre grata y querida, de la madre. Yul corrió al baño y Paul dijo:
—Pasa, mamá.
Kay pasó y dilató las narices.
—Si no me equivoco, habéis estado fumando.
—Pues...
—¿Tú, Paul?
Yul apareció en aquel instante, enfundado en pijama y batín.
—Buenas noches, mamá. ¿No te huele a tabaco? Yo desafié a Paul. Una apuesta, ¿sabes? Le dije que era capaz de echar el humo por los ojos y Paul me apostó un dólar. Yo fui al salón, cogí un cigarrillo y subí...
—Yul, te tengo advertido muchas veces que no quiero que fumes. Cuando seas un hombre, hazlo. No podré impedírtelo. Pero ahora eres un chiquillo. Estoy segura de que no hubo tal apuesta, que Paul no es partidario, y que tú, más vicioso que tu hermano y con más imaginación, es quien inventa todo esto...
—Mamá...
—No quiero que lo hagas, Yul. Es por tu bien.
¿Cómo era posible que teniendo sobre sí un problema de tal envergadura, aún pudiera estar pendiente de ellos? Los dos debieron de pensar igual, porque se inclinaron hacia ella e, inesperadamente, la besaron.
—¡Muchachos! —susurró Kay, asombrada.
—Creo que te vas mañana, mamá.
—Nos vamos los dos.
—No tengáis prisa en volver, mamá. Yo cuidaré de que Yul no cometa excesos. Te prometo que seremos muy formales, mamá.
Hubo de salir, porque la ahogaban los sollozos.
Se encerró en su alcoba y miró la puerta cerrada.
Se preguntó, estremecida, qué iba a ocurrir durante aquel viaje forzoso, que nunca daría buenos resultados, porque ella, por muy cristiana que fuera, nunca podría olvidar aquellos seis meses de engaño, el amor que su marido sentía por otra mujer... La humillación que sufrió ante aquella puerta cerrada sin pestillo, que durante seis meses no se abrió.
* * *
Se hallaban en cubierta. Ella era una mujer moderna y desenvuelta. Siempre tuvo dinero. Fortuna propia. Cuando Gerard se casó con ella, su familia la dotó bien. Gerard nunca malgastó aquel dinero. Al contrario, fue engrosando su fortuna. Fue siempre un padre ejemplar y un marido amantísimo, en todo momento pendiente de ella, delicado, apasionado y valiente, dispuesto a defender con su vida a los suyos. En aquel instante se hallaba tendido en una extensible, con su cigarrillo entre los labios, cuya espiral subía hacia el cielo y se desvanecía en el aire.
Ella vestía pantalones negros, estrechos, perfilando sus bellas formas. Tenía treinta y tres años y nadie le hubiera calculado más de veintiséis. En aquel instante, ataviada con los pantalones negros y el suéter oscuro, abierto hasta el principio del seno, femenina y delicada, aún parecía más joven.
Habían salido del puerto al amanecer y eran ya las diez de la noche. Acababan de dejar el comedor. Sus charlas, en el transcurso del día, fueron banales, intrascendentes, de dos personas que conviven y prefieren hablar en armonía a disputar sin sentido. Pero, evidentemente, los dos hubieran permanecido en silencio sin el menor esfuerzo.
Kay, acodada en la borda, comentó sin mirar a su esposo:
—Apuesto a que amanece lloviendo. No me gustan nada aquellas nubes.
—Dejaremos este mar durante la noche —adujo él—. Posiblemente nos encontraremos al amanecer a muchas millas de distancia, y luzca el sol.
—Sería agradable. Los chicos —añadió— estarán ahora pensando en nosotros.
—Ya son mayorcitos...
—Pero aún nos necesitan.
—A ti, sí —rio, él calmoso—. Eres una madre excepcional y ellos lo saben. Yo no soy un padre excepcional.
Kay se volvió, apoyando la espalda en la borda.
—Hemos quedado en que no recordaríamos nada.
—Es cierto. Perdóname.
Se notaba que ambos hacían esfuerzos para evitar los ingratos recuerdos. No era tan fácil como ambos creyeron.
Kay miró el reloj que aprisionaba su fina muñeca.
—Es tarde, Ger. He madrugado mucho. Con tu permiso me voy a la cama.
—Espera. —Se puso en pie con pereza—. Vamos los dos.
¿Juntos? ¿Al mismo camarote? ¿No era una prueba demasiado dura para ambos? Él, porque no la amaba; ella, porque lo sabía y no podría tolerar que al tenerla en sus brazos pensara en otra mujer.
No dijo nada, no obstante. Caminaron uno junto a otro. Él le pasó un brazo por los hombros y, sonriendo, comentó:
—Ya veremos cómo se las arregla George en los astilleros.
—Sabe de ellos tanto como tú.
—Ciertamente, pero no creo que el consejo lo piense así. De todos modos, míster Lagun me dijo ayer que realizara el viaje sin preocupaciones. Tienes buenos amigos, Kay —sonrió con ternura—. Todos apoyaron el proyecto.
—Nos conocen desde hace muchos años.
—Y nunca les hemos defraudado.
Llegaron junto al camarote. Ella se detuvo. No quería que Ger pasara con ella a la intimidad. No podía, no, tolerar aquella humillación. Más adelante, si ambos se necesitaban de verdad, quizá fuera un acierto y se doblegara. Pero así, no, no podía.
—Kay...
Esperó.
—Kay..., ¿puedo pasar contigo?
Ella alzó la cabeza. Lo miró de frente, con aquella expresión leal y sincera.
—Sería... como un pecado, Ger.
—¿Cómo un pecado? Eres mi esposa. No quiero separarme de ti. Nos hemos querido.
—Yo aún te quiero —admitió con cierta rudeza desusada en ella—. Pero tú no podrás ser para mí lo que eras. Sería pecado pasar la noche juntos, Ger, y gozar de esa unión que nos pesaría al día siguiente. Somos una mujer y un hombre. Para ambos, olvidando nuestros pesares, nos sería sumamente fácil sentirnos como tales. Una mujer y un hombre. Pero eso no basta. Al menos, para mí no...
—No sé qué decirte.
—Dame las buenas noches y descansa.
—Kay...
—Te lo ruego.
—Sí, Kay. Buenas noches...
La besó ligeramente en los labios. Ella no los movió. Gerard abrió la puerta de enfrente y penetró en su camarote despacio, cerrando sin ruido.
Kay sintió algo húmedo que resbalaba por su bello semblante.
* * *
Una semana sin tocar puerto. Una semana tratándose con afecto, incluso con ternura, pero sin que él la reclamara. Era noble hasta para eso: para evitar un vil engaño.
Cierto que había sido infiel, que la había engañado durante seis meses. Mas, porque ya antes la engañaba, pese a que ella lo ignoró. Y sin embargo, allí, los dos con la verdad real, no trataba de conquistar un corazón que quizá poco a poco se alejaba del suyo.
Tenía un mes de vacaciones concedido por el consejo de accionistas. Un mes del que ya iba transcurrida una semana. Y ambos parecían tan alejados el uno del otro como el primer día.
Una semana. Sus charlas eran interminables. Jamás rozaban el tema personal, ni hacían una alusión al ingrato pasado.
A los quince días, cuando ambos se retiraban a sus respectivos camarotes, él la asió por el brazo.
—Kay.
En la forma de pronunciar su nombre ella comprendió que al fin iba a dilucidarse aquella situación. Supo también que Ger la necesitaba. Como esposa y como mujer, pero lo cierto es que la necesitaba.
—Kay...
—Dime, Ger...
—Quiero..., quiero pasar contigo.
—Puede resultarte penoso.
—Lo necesito.
—Por tu calidad de hombre, Ger.
—No. Porque eres mi esposa y quiero volver a ti, cerrarme en tu ternura, perderme en tu pasión, olvidarme de que más allá existe otra vida, otros seres, diversos pecados.
—Y mañana, Ger... —susurró ella, temblorosa.
Por toda respuesta, Ger empujó la puerta y entró tras ella en aquella pieza pequeña donde ella había llorado las últimas noches.
Ger cerró la puerta y quedó con la espalda pegada a la pared y la mano de Kay entre las suyas. Todo era igual. Ella cerró los ojos. Ger la atrajo hacia sí y la besó largamente en la boca. Fue un beso como los de antes, como si jamás hubiera cometido un pecado con otra mujer. Ella notó que Ger la amaba y la deseaba como antes. Que si ella le faltara en aquel instante, hubiera enloquecido. Quiso olvidar. Tenía el deber de olvidar y deseaba olvidar.
Besó a su vez. Con ardor, como si jamás dejara de ser la esposa que él siempre deseó y amó.
—Kay —susurró él, perdiéndola en su cuerpo—. Kay, querida Kay, somos los de siempre...
—Sí.
—Nos necesitamos.
—Sí.
—Estás temblando.
—Es..., es como volver a vivir, Ger...
—¡Ger! Cada vez que me llamas Ger, se agita todo dentro de mí. ¡Oh, Kay, perdóname! ¡Nunca debí pensar...! Dios santo, si jamás podré vivir sin tu pasión y tu ternura... ¿Te das cuenta, Kay?
Se la daba. Los besos de Ger eran como antes. Apasionados, absorbentes, posesivos, acaparadores.
En aquel instante no quiso o no pudo pensar que así había besado Ger a otra mujer. ¡Oh, no! Cerraba el cerebro a todo pensamiento lejano qué no fueran ellos en aquel instante.
Era maravilloso empezar otra vez y empezar así. Estaba segura de que Ger nunca podría olvidar aquella noche. Era como una segunda noche de miel. Pero en aquel entonces, cuando emprendieron el primer viaje, ella apenas si sabía lo que era un hombre y lo que era una noche de bodas. En cambio, ahora sí lo sabía. Sabía muchas cosas de Ger, de sus gustos, de sus pasiones, de sus ternuras incontenibles.
No fue aquella noche sola. Fueron muchas noches, en medio de un mar sereno y bajo un cielo armonioso, cuajado de estrellas. Bajo el sol del mediodía, bajo la luz crepuscular de un atardecer, bajo la misma noche en aquellas extensibles, ella apretada en sus brazos, él susurrando frases cálidas, ardientes en su oído.
Todo había pasado ya. Volvían a ser los de siempre. Los esposos ejemplares, los amantes fervientes que viven uno pendiente del otro.
Pero un día él miró el calendario.
—Kay, amadísima —rio—, se nos han terminado las vacaciones.
—Oh...
—Pero no temas —susurró alzándole la barbilla con el dedo—. Todo seguirá igual. No se puede amar tanto a una mujer, Kay, preciosa, y olvidarla así, creyendo que se tira una colilla. Has calado demasiado hondo en mí, Kay... Y, además eres maravillosa.
Kay le creyó. Él era sincero en aquel instante. Ni remotamente se le ocurrió pensar que podía engañar de nuevo a su mujer. Consideraba que aquellas vacaciones habían sido una cura de reposo de la que se sale con un vigor nuevo.
Pero se equivocaba. Él no lo sabía. Kay no se lo imaginaba, pero Gerard Wills, pese a sus buenos propósitos, se equivocaba.
IV
—¿Qué crees? —preguntó Paul, propinando un codazo a su hermano.
—Hum.
—Dilo. Tú tienes más ojo que yo para juzgar esto.
Los padres charlaban en el salón con George, el padre Diego y un grupo de amigos. Todos habían acudido a saludarlos.
Paul y su hermano, en la terraza, parecían pensativos y contrariados.
—Te he preguntado, Yul.
—No lo sé. Se diría que son felices. ¿Sabes una cosa, Paul? Mataría a esa mujer que se interpone en la vida de nuestros padres. ¿Sabes otra cosa? Tengo algunos ahorros...
Paul lo miró interrogante. Yul lo asió del brazo y dijo:
—Demos un paseo por el jardín. Hemos de hablar tú y yo. ¿Has visto la expresión de los ojos de mamá?
—Sí.
—Es la mujer más feliz del mundo. No podemos permitir que esa expresión se enturbie. Papá también es un hombre dichoso, de eso no cabe la menor duda. Tú y yo estamos aquí para evitar que esa felicidad desaparezca. Tú también tienes ahorros, Paul.
—Sí, pero no sé que quieres decir.
—Esa mujer se ha encerrado en su casa. No hemos podido verla en todo el mes. ¿Sabes lo que eso significa?
—Que espera.
—Eso es. Espera que papá pierda de nuevo la cabeza. Lo que no me explico es cómo la ha perdido la primera vez. Es bella, pero mamá vale más. No es una jovencita cínica, Paul, es una mujer cínica, simplemente, se ha propuesto cazar a papá y estuvo a punto de conseguirlo. Reflexiona. ¿Por amor? No, qué disparate. Esas mujeres no aman jamás. En vez de corazón, tiene un fósil. Pero poseen cerebro y hay que temer a una mujer cerebral.
—Estoy de acuerdo en todo —cuchicheó Yul—. Pero no acabo de comprender para qué mencionaste nuestros ahorros.
—Papá, me prometió que si aprobaba me compraría un auto —siguió Yul, reflexivo—. Con tu dinero, el mío y el importe del auto que no nos compraremos, reuniremos una cantidad respetable, capaz de tentar a cualquiera.
—¿Y qué?
—¿Es que no has comprendido aún? Voy a visitar mañana mismo a Judit Potten.
Paul dio un salto.
—¿Qué? ¿Cómo? Si se entera mamá te rompe la cara.
—Mamá no tiene por qué enterarse.
—¿Y si se entera papá?
—Hemos de evitar que papá vuelva a verla.
Paul suspiró. Estaba seguro de que Yul nunca llegaría a ser ingeniero, pero escribiría grandes cosas si se lo propusiera. Tenía demasiada imaginación.
—¿Piensas secuestrarla? —rio, desdeñoso.
Yul apretó impaciente su brazo.
El padre Diego y George ya se iban. Yul empujó a su gemelo hasta la espesura del jardín.
—No deseo que nos interrumpan.
—Mamá nos llamará en seguida. Empiezan a marchar todos.
—Paul, escucha. Esto es muy grave, sumamente grave. Iremos a ver a esa mujer y le ofreceremos todo nuestro dinero. Mañana mismo pienso pedir a papá el importe del auto.
—¿Y cuando vea que no lo compras?
—Papá es muy amigo de hacer obras de caridad. Le diré que se lo di al padre Diego para sus pobres.
—Hum.
—Iré yo a casa de esa mujer y le pediré que tome el dinero y se largue y no aparezca más por Wyandotte.
—Y eres tan ingenuo, que piensas que lo hará.
—Puede que sí o puede que no. Tendré que verlo por mi mismo.
—¡Yul, Paul...! ¿Dónde os habéis metido?
—Vamos, es mamá. —Y en voz alta—: ¡Estamos aquí, mamá!
—Venid, hijos míos. Vamos a comer.
A los postres, Yul le pidió el dinero del auto a su padre. Gerard estaba contento. En aquel instante hubiera comprado un tren a su hijo, si este se lo hubiera pedido.
—Ve mañana por la oficina, Yul —dijo, complacido—. Mi secretaria te dará el cheque. No compres un cacharro, ¿eh? No quiero pensar que tengas un accidente.
—Creo que haces mal, Ger. Yul es impulsivo y le ocurrirá algo.
—¿No cojo el tuyo muchas veces, mamá, y no me ocurre nada?
—Porque sabes que si un día tienes un accidente, jamás te lo volveré a dejar.
—Háblale tú, Paul. Diles cómo soy yo con el volante.
—Pues... es muy prudente.
Los padres se echaron a reír. El hogar volvía a ser el de antes. No había más diferencia que un breve pasado que ya nadie recordaba, o que, mejor aún, preferían no recordar.
Los muchachos se retiraron temprano. Necesitaban hacer recuento de sus ahorros, añadir lo que suponían que les entregaría el padre al día siguiente y disponer el plan para atacar a Judit Potten.
* * *
La chimenea ardía chisporroteando, despidiendo llamas rojizas que subían y caían de nuevo entre el fuego. Gerard Wills, repantigado en el diván, frente a la chimenea, fumaba, un largo habano. Contemplaba todo cuanto le rodeaba con gesto complaciente.
—Sabes que aún me siento mareado, Kay —rio, buscando a su esposa con los ojos.
La vio allí, de pie junto al bar, preparando dos vasos de whisky. Gentil, femenina. Era una mujer que llenaba un hogar. La mujer indispensable en la vida del hombre. La mujer maravillosa que llenó todos los rincones de una vida y un corazón.
—Kay —susurró—. Ven aquí. Deja eso.
Ella se volvió despacio. Lo miró con ternura.
—¿No quieres un vaso de whisky?
—Te quiero a ti, aquí, cerca de mí.
Con los dos vasos fue hacia él y se dejó caer a su lado. Gerard, con ademán posesivo, pero lleno de ternura, le quitó los vasos de la mano, los depositó en la mesa de centro y la cerró en sus brazos. Le echó la cabeza hacia atrás, de modo que ella hubo de apoyarla en el respaldo. Gerard la miró largamente a los ojos.
—Kay...
Ella abatió los párpados. Con ellos cerrados, sintió a Ger en su boca. Se la besaba larga y apasionadamente. Ella se agitó y se oprimió instintivamente contra él.
—Ger —susurró—. Ger...
—Me parece Imposible, Kay, amor mío.
—Es cierto.
Jamás habían recordado en alta voz lo ocurrido en aquellos seis meses. Recordar era romper la armonía y ninguno de los dos lo deseaba. Ambos se aferraban a aquella pasión renacida, como si tuvieran miedo de un fantasma. No podemos decir que el miedo solo radicara en Kay. Tal vez existía con mayor intensidad en el propio Gerard. Él nunca podría dejar de querer a su mujer, pero no solo necesitaba quererla, sino desearla nuevamente, con aquella misma sinceridad con que la quería. Él era hombre de este mundo. Siempre lo fue con Kay. Los dos sabían que eran esposos, que tenían deberes, que eran padres y regían un hogar. Pero jamás olvidaban que eran un hombre y una mujer y que a la vez se necesitaban y gozaban juntos.
Y aquella sensación de goce, de posesión verdadera, de ansiedades compartidas, la sentía él de nuevo. Kay jamás dejó de sentirla. Pero él sí que dejó, y el hecho de volver a olvidar aquella su felicidad junto a Kay le aterraba. Tal vez por eso se aferraba más a su esposa, buscando en ella un placer juvenil que volvía a sentir pese a todo.
—Lo es, sí, lo es...
Estuvieron allí minutos interminables, y después, cuando subieron a su alcoba, Ger, con la mayor naturalidad, abrió la puerta de comunicación y dijo:
—No la cerraremos más, Kay.
Ella sintió aquel miedo que la atenazaba desde su llegada al hogar. Si un día aquella puerta volvía a cerrarse, ya no le quedaba ninguna esperanza. Sabía que tenía mucho que olvidar y perdonar, pero ella sabia olvidar y perdonar y lo había hecho ya.
Sabía también que un hombre puede perder la cabeza en un momento dado, y si la esposa no le ayudaba a encontrarla, faltaba a su deber como mujer y como madre. Por eso accedió a realizar aquel viaje, por eso trató de ayudarle a centrarse y por eso, al recuperarle, tenía miedo, un miedo indescriptible a perderle de nuevo.
La doncella, al día siguiente, dijo en la cocina:
—Los señores han dormido juntos.
Y todos respiraron, como si durante mucho tiempo contuvieran un suspiro.
—Gracias a Dios —dijo, fervorosa, la cocinera—. La señora no merece ser desgraciada.
* * *
George entró y fue directamente a la mesa de su amigo. Como tenía por costumbre, se sentó a medias en el tablero de la mesa y balanceó el pie. Tenía un habano entre los dientes y fumaba afanoso, mirando a Gerard con expresión alegre.
Gerard hablaba por el dictáfono.
—Mucho han madrugado —gruñó—. ¿Tanta prisa les corre el auto? Dele un cheque, Mitsy. Y que vuelvan a clase.
—Sí, señor.
Cerró el dictáfono y miró complacido a su amigo.
—Son los chicos —explicó Gerard brevemente—. Ayer les dije que vinieran por un cheque para comprar un auto y son las nueve y media de la mañana.
—Y ya han venido.
—Así es. Yul es demasiado impulsivo. Va a sufrir.
—¿A quién se parece?
Gerard sonrió tibiamente. Era un hombre interesante. Alto, fuerte, de elegante porte, muy señor. Tenía el pelo negro y los ojos grises, de un gris acerado, de expresión penetrante.
—A mí, por supuesto. Kay es demasiado perfecta.
—No necesito preguntarte cómo va todo.
Gerard cruzó los brazos sobre el tablero de la mesa y miró a su amigo. Había en sus ojos una expresión complacida, satisfecha. Como si de pronto hallara en la vida algo que buscaba durante mucho tiempo.
—Me pregunto, George, cómo pude cometer la locura de serle infiel a mi mujer.
—Eso es lo que se preguntan todos los hombres, después de cometer esa locura. Por eso yo no me he casado.
—Eres joven —rio Gerard—. Aún puedes hacerlo.
George se atusó el bigote. Era ancho y poblado. Miró a su amigo con cierta ironía.
—Solo dejaría mi celibato por una mujer como la tuya, Gerard. Fíjate si seré insensato, que durante un tiempo tuve la esperanza de que le cansaras, de que Kay pidiera el divorcio y yo... No me mires así. Desarruga el ceño. Soy lo bastante leal como para serte sincero, ¿no? Esperaba conquistarla una vez tú la abandonaras.
—En ningún momento de mi vida —replicó Gerard gravemente— pensé abandonar a mi esposa. Fue ella la que pensó en el divorcio. Yo, nunca.
—No supondrás que una mujer como Kay iba a tolerar ciertas cosas.
—No. Por eso me dije que debía rectificar.
—Tal como estaban las cosas, aquí no hubieras podido hacerlo. Tuviste que salir, persuadirte de lo que habías perdido y recuperarlo.
—Pero —dijo de súbito, con sinceridad un poco ruda—, tengo miedo...
—¿Miedo?
—A mí mismo. Al condenado atractivo de esa mujer.
—¿Quieres que intervenga y trate de alejarla? Ella se vio ya casada contigo... Una mujer de esas no ceja.
—No creo que sea preciso, George. No soy tan cobarde como para pedir la colaboración de un amigo en un asunto tan personal... Estoy seguro de que si algún día vuelvo a verla... no me inquietará en absoluto. Son nubes que pasan. Que solo se detienen un instante para verter un poco de agua.
—¿Y si el agua te moja?
—Está Kay, con su cálida brisa, para secarla.
—Más vale así.
Sonó el timbre del dictáfono en aquel instante y Gerard abrió la palanca.
—Diga, Mitsy.
—No olvide, señor, que a las doce tiene una reunión.
—Diantre, es cierto. Gracias, Mitsy. —Miró a su amigo—. George, largo de aquí. Tengo que firmar aún muchos documentos y consultar otros. Apresura tu trabajo porque a las doce tenemos reunión.
—Lo había olvidado. Vendré a buscarte. Hasta luego, amigo dichoso.
Gerard se echó a reír.
Cuando la puerta del despacho contiguo se cerró y antes de empezar con su trabajo, marcó el número de su casa. Necesitaba oír de nuevo la voz de Kay. Era como si se aferrará a ella, temiendo perderla de nuevo. No lo sabía, pero así era en realidad. La doncella le dijo que la señora había ido a misa y aún no había regresado. Sonrió complacido. El padre Diego, al oír la confesión de Kay, se sentiría satisfecho de los resultados obtenidos con aquel viaje.
Empezó su trabajo...
* * *
—Lo llevo aquí, bien apretado —dijo Yul, al tiempo de oprimir la cartera de los libros.
—Mira que si lo perdemos...
—Claro que no. ¿Crees que soy tonto?
—Yul...
—Sí, dime.
Caminaban los dos presurosos, avenida abajo. Sabían dónde vivía aquella mujer, porque lo comentó un amigo delante de ellos, hacía algún tiempo.
—¿Y si no nos recibe?
—Hum...
Llegaron ante la casa y ambos, sin decirse nada, se miraron un tanto turbados.
—Vamos, Yul —le empujó el gemelo, haciéndose el valiente.
—Sí —admitió Yul, disipando o tratando de disipar su temor—. Vamos...
Les abrió la puerta una mujer entrada en años, muy estirada, con cierto aire de patrona cara.
—Deseamos ver a miss Judit. ¿Será posible?
—No creo que les espere.
—No. No nos espera —se apresuró a decir Yul—. Venimos a visitarla. Le traemos un recado.
La mujer los miró de arriba abajo. Elegantes, jóvenes. Parecían «niños bien». Dudó un segundo. Quizá le trajeran dinero a Judit y podría pagarle lo que le debía por sus servicios.
—Pasen —dijo—. Avisaré a miss Judit.
—Gracias.
Los pasó a un recibidor amueblado con dudoso gusto.
—La avisaré al instante.
Los dejó solos. Se miraron uno a otro con recelo.
—Yul..., ¿estaremos haciendo una tontería?
—Nunca es hacer una tontería defender la felicidad del hogar.
—Hum. Tal vez papá... no piense más en esto.
—Papá, no, seguro. Pero ella no soltará la presa fácilmente.
—Mucho sabes tú de esas cosas —rezongó Paul.
Su gemelo hizo un ademán de suficiencia. Después comentó brevemente:
—Uno es hombre y tiene experiencia.
—Ji.
—¿Qué pasa? ¿No la tengo?
—Como yo.
—Qué va. Tú no sabes asimilar.
—Oye...
—Buenos días.
Los dos se volvieron como dos flechas. Allí tenían a Judit. Era guapa, demonio. Muy guapa, pero le faltaba alma. Era una mujer solamente. Ni más ni menos que eso. Una mujer bonita, quizá hermosa. Pero solo eso. Aquella ternura de su madre, aquella femineidad, aquella suavidad de su mirada, no podían compararse con la expresión de esta mujer.
—¿Qué desean? —preguntó, sin cortesía.
—Somos... Ejem... —Yul miró a su hermano. Se diría que le pedía ayuda. Pero Paul no hubiese podido pronunciar una sola palabra en aquel instante. Yul hinchó el pecho, tragó saliva y añadió—: Este es mi hermano. Yo soy Yul Wills.
Si esperaron impresionarla, se equivocaron. Judit quedó tan tranquila, mirándoles interrogante.
Yul volvió a tragar saliva.
—Nuestros padres regresaron ayer de un largo viaje por mar —siguió Yul, un tanto desconcertado ante aquella inmovilidad de la mujer—. Amamos a nuestros padres, ¿comprende?
Como si nada. Judit seguía tan tranquila, silenciosa, mirándolos sin expresión definida. No había en su mirada ni odio, ni repugnancia, ni siquiera interés.
—Verá usted... Nosotros... consideramos que quizá usted necesita salir de Wyandotte. Hemos traído dinero para..., para...
Judit, mudamente, alargó sa mano.
Como Yul permaneciera cortado, con la cartera apretada bajo el pecho, ella, secamente, dijo:
—Démelo. Le comprendo.
—¡Oh, es usted muy amable!
Ella no contestó. Seguía con la mano extendida. Yul permaneció desconcertado, sin abrir la cartera. Paul le propinó un codazo.
—Dáselo —gruñó—. ¿Qué esperas?
—Es verdad —se aturdió Yul—. Es verdad. A eso hemos venido. Tendrá usted suficiente para vivir dos o tres años —la miró significativamente. En aquel instante parecía un joven cínico—. Mientras no se case...
Paul, nerviosamente, extrajo el gran fajo de billetes y se lo entregó con mano vacilante.
—¿Cuándo..., cuándo se irá? —preguntó Paul, aturdido:
Judit lo miró un segundo, para apartar inmediatamente la mirada y posarla en el montón de billetes.
—¿Cuántos son? —preguntó.
—No lo sabemos. Muchos...
—Pueden marchar.
—¿Cuándo..., cuándo se irá? —volvió a preguntar tercamente Paul.
—Pronto.
Se encaminó hacia la puerta y la abrió.
—Buenos días.
Ambos se vieron en el rellano, mirándose perplejos uno a otro.
—¿Lo has entendido?
Yul llevó los dedos al pelo y se rascó sin elegancia alguna.
—No.
—¿Y el dinero?
—Se lo hemos dado, ¿no?
—Eso parece. ¿No hemos sido idiotas? Ella no hizo promesa alguna. Ni siquiera nos dio las gracias.
—Paul, me parece que nos hemos portado como dos tontos.
—Pues no lo digas a nadie, porque se reirían de nosotros.
—Presiento —rezongó Paul— que nos hemos quedado sin auto, sin ahorros y esa mujer no se irá.
Mohínos y cabizbajos, cruzaron la calzada y se dirigieron a clase.
Transcurrieron los días.
Judit seguía en la ciudad.
Una mañana, Yul, al levantarse de la cama, asió a Paul por un brazo.
—Tenemos derecho a una explicación, ¿no? Aquí, en casa, nuestros padres parecen muy felices. Ayer fueron al teatro. Los oí regresar a las tantas de la madrugada. Y nosotros, como dos cándidos absurdos, le dimos el dinero a esa mujer y ella continúa en la ciudad. ¿Cuánto crees que tardará papá en preguntamos por el auto?
—Piensa ya lo que le vamos a decir.
—Hum. Creo, Paul, que no me resigno a perder el dinero. Esa mujer tendrá que salir de aquí o devolvemos lo que es nuestro.
—No cuentes conmigo para ir a reclamarlo. No quiero ver a esa estatua delante.
—Te digo que yo no me quedo sin el dinero.
Al otro lado de la puerta, la voz suave de su madre advirtió:
—Es tarde, muchachos. ¿Qué esperáis?
—Ya vamos, mamá.
Su padre desayunaba cuando ellos llegaron al comedor.
—¿Qué pasó con el auto, Yul? Todos los días espero que me sorprendas con un descapotable y no lo veo.
—Está al llegar.
—Es que si no lo compras, ya puedes ir devolviendo el dinero.
Miró a Paul. El zorro de su gemelo tenía los ojos fijos en el tazón de chocolate.
V
Gerard Wills hubo de realizar un viaje a Nueva York por asuntos de negocios. Debido a lo precipitado de dicho viaje, Kay no pudo acompañarle, y fue al regreso cuando ella notó una cierta frialdad en su marido. Nada le dijo ni nada le reprochó. Pero sintió el dolor en lo más profundo de su ser. Como mujer sensible e intuitiva, se dio cuenta de que aquella mujer tenía de nuevo ascendiente en la vida de Ger.
Según los días fueron transcurriendo, se percató más de ello. Ger iba poco a poco apartándose de su vida. Hacía más de quince días que ni siquiera la besaba, ni le pedia que lo acompañase al teatro. Aquel breve lapso de tiempo, durante el cual creyó vivir una segunda luna de miel, no volvería a repetirse nunca más.
Tampoco esperaba una disculpa por parte de Ger. Lo conocía lo suficiente para saber que nunca diría mentiras, ni se disculparía a base de falsedades. Rumió su dolor a solas, cuando nadie la veía. Ni siquiera fue a desahogar su dolor con el confesor. ¿Para qué? Nadie sería capaz de arreglar el desastre de su matrimonio. Notó también la dura expresión de sus hijos al mirar a su padre, durante las comidas y las breves reuniones familiares. Ellos sabían algo. O quizá lo sabían todos. La ciudad no era grande. Se conocían todos los habitantes y más a ellos, que eran personas respetables y de dinero. Ella tenía su propia fortuna. Sus hijos ingresarían en la escuela de ingenieros al curso siguiente. ¿Qué le quedaba por hacer? Nada. Como mujer digna, no podía reclamar a su esposo. Ni siquiera como esposa lo haría. La puerta de comunicación permanecía abierta, pero Ger nunca la traspasaba.
Kay notó en él esa vergüenza humillante del hombre que se consideraba culpable y no sabe cómo disculpar sus pecados. Le hurtaba los ojos. A veces, ella le sorprendía mirándola fugazmente, con pesar, como si le doliera muy hondo el daño que le estaba haciendo.
Kay sonreía como si nada hubiese ocurrido y Ger enrojecía. Así fueron pasando los días.
Una noche, cuando sintieron a su padre llegar, Yul y su hermano salieron de su alcoba y se deslizaron con los zapatos en la mano, escaleras abajo. Lo habían tramado durante el día, no solo aquel, sino durante muchos anteriores.
Abrieron la puerta del jardín y se vieron en la terraza. Mudamente, sin decirse nada, se calzaron y, como de mutuo acuerdo, se deslizaron parque abajo.
Eran las cuatro de la madrugada. Algún borracho caminaba vacilante calle abajo. Otros trasnochadores cantaban junto al muelle. Nuestros dos amigos caminaban firmes en dirección a la casa de Judit Potten.
—Esta vez —dijo Yul de súbito— no habrá remedio, Paul. Papá no dará, quizá, explicaciones, pero creo que, aunque lo pretendiera, no las admitiría mamá.
—¿Y si habláramos con papá?
Yul sonrió desdeñoso.
—Papá quiso hacer un esfuerzo y lo hizo. No creo que esté dispuesto a dar más. ¿Pero no te das cuenta? Mamá es una mujer hermosa. Mil veces más hermosa que esa fulana.
—¿Conoces a míster Coll, el catedrático de Historia?
Paul hizo un gesto vago, como diciendo que no comprendía.
En alta voz, manifestó:
—¿Cómo no voy a conocerlo, si es un hueso?
—¿Y a su esposa?
—Por supuesto que no.
—Pues escucha. Míster Coll llegó aquí hace dos años. Se echó de novia a Alice Powell. Supongo que también la conocerás.
—No.
—Es igual. Te diré cómo es. Pea, horriblemente fea y desgarbada. Ni siquiera tiene mucho dinero. Un poco quizá, pero escaso para cubrir las necesidades de una vida. Míster Coll empezó a pasear con ella. De pronto, a los seis meses de estar aquí llegaron a Wyandotte unos señores con un cochazo tremendo. Traían con ellos a una mujer muy bonita. Era la novia de Coll y sus padres. Parece que Coll cortejó a aquella joven seis años y, como desde su llegada aquí no se comunicaba con ella los padres de dicha joven quisieron saber qué ocurría. Coll se disculpó como pudo y se casó con Alice Powell. ¿Qué te parece? Dejó la belleza y el dinero por una mujer menos joven que su novia, menos guapa y más pobre. Eso indica que el amor es caprichoso.
—Todo eso lo considero casi razonable. Pero lo que no considero razonable es que un padre de familia olvide su hogar, sus buenas costumbres y la felicidad de su casa para cometer una vileza sexual.
—Eso es verdad —admitió el gemelo, con doblegada desesperación.
Ambos se detuvieron ante la casa de Judit.
—Tendrá que darme el dinero del auto —dijo Yul, con los dientes apretados— o salir de aquí pitando.
—¿No somos un poco atrevidos, Yul?
Miró a su gemelo con desdén.
—Si tienes miedo, yo voy a subir. Quédate aquí.
Paul, de mala gana, contestó:
—Te acompaño.
Y juntos penetraron en el portal y subieron de dos en dos las escaleras.
Sin una vacilación, Yul descargó un puñetazo sobre la puerta y como nadie respondiera en el interior de la casa, apretó el botón del timbre y lo oprimió hasta que se oyeron pasos en el interior.
—¿Quién llama de ese modo? —gritó una voz al otro lado de la puerta, sin abrir esta.
—Abra —exclamó Yul—. Somos los hijos de Gerard Wills.
Inmediatamente se oyeron pasos que retrocedían y dejaban de oírse.
Yul y su hermano se miraron. Entonces, comprendiendo, Paul puso el dedo en el timbre y lo oprimió insistentemente.
Silencio absoluto.
—Vamos —dijo Yul, a punto de llorar—. No nos abrirán. Hemos cometido la mayor tontería al decir quiénes éramos.
Bajaron lentamente las escaleras. Se perdieron en la calle como dos sombras.
* * *
No fue un estallido. Pero Kay consideró conveniente poner las cosas en claro y actuar cuanto antes. Aquel día sus hijos se habían ido de cacería con unos amigos. Empezaba la primavera. Los días eran más largos y más cálidos.
Gerard llegó a casa a las siete dispuesto, al parecer, a vestirse y salir de nuevo.
Su esposa, que cortaba flores en el jardín le detuvo.
—Ger...
Él frenó en seco. Miró en tomo y vio a Kay entre las flores.
—Una sola palabra, Ger —dijo ella serenamente—. ¿Puedes escucharla?
—Por..., por supuesto.
—Creo que será mejor en el saloncito de la planta baja.
Él admiró aquella serenidad de Kay. Aquel su mirar inalterable, aquella su voz grata al oído, que ya no deseaba sentir junto a si en la penumbra de la alcoba matrimonial.
—¿Puedes esperarme en el saloncito, Ger? —preguntó ella quedamente—. Voy a dejar estas flores en poder de la doncella. —Y con una sonrisa cautivadora, intima, como para sí misma, añadió—. Estamos cambiando todas las flores de los búcaros.
Él la contempló un segundo con expresión reflexiva. Era detallista para todo. El hogar sabía a ella, olía a ella, se parecía a ella; suave, cómodo, íntimo, femenino...
¿Cómo era posible que él dejara de amar a aquella mujer que siempre admiró, que aún seguía admirando? Pues así era. No lo podía remediar.
Toda al culpa la tuvo aquel viaje. Si lo hubiera hecho acompañado de Kay... Pero fue demasiado precipitado. Kay no tuvo tiempo ni siquiera de preparar su maletín, ni él se molestó mucho de que lo hiciera, pues sabía que el regreso a la ciudad sería inmediato. Iba también a Nueva York. El encuentro fue inevitable y todo empezó otra vez. Empezó sin que él pudiera remediarlo, y esta vez... ya no habría forma de huir de aquella atracción, porque la tomaba con más impetuosidad.
Le dolía. Hacerle aquello a Kay era como matarla y matarse a sí mismo. El bien sabía que se había portado, y se estaba portando, como un canalla. Hasta en al oficina lo miraban con oculto desdén. George hacía dos días que no le dirigía la palabra. Y él... tuvo la osadía de no recibir al padre Diego cuando este solicitó una entrevista. Su degeneración ya no tenía limites. Y aun comprendiéndolo todo, considerándose un canalla, un indigno amigo y esposo, no estaba dispuesto a retroceder, porque no podía...
—Ya estoy aquí —dijo Kay, entrando.
Vestía un modelo de tarde de entretiempo, ajustado a las redondas caderas, perfilando su túrgido seno de pechos menudos, muy femeninos. Pero a Ger ya no le llamó la atención su mujer, ni la auténtica belleza de esta. Ger estaba como endemoniado, y él bien lo sabía.
—Ger..., creo que no será preciso pronunciar muchas palabras.
Él no contestó. Encendió un cigarrillo y fumó aprisa. Expelía el humo por la boca y la nariz y sus facciones quedaban como difuminadas.
—Espero que esta vez me permitas solicitar el divorcio.
Él se estremeció.
Pudo prometerle allí mismo que rectificaría. Pero sería una promesa falsa, que no iba acorde con su hombría. Calló. Bajó la cabeza como avergonzado.
—Ger —susurró ella suavemente—. Voy a pedirlo.
—No lo hagas. Me iré de casa. No creo que sea preciso el divorcio.
—Tal vez tú quieras casarte con ella.
¿Cómo era posible que hablara con aquella serenidad? ¿Es que también ella había dejado de amarle?
La miró analítico, casi ofendido, pero de su boca no salió ni un reproche, ni una súplica.
Kay, aparentemente serena, añadió con la misma suavidad que para él resultaba ofensiva:
—Iré a ver mañana mismo a mi abogado, Ger.
—Quisiera —dijo él al fin, sin comprender que resultaba mortalmente cruel— que nos separásemos como dos buenos amigos, Kay. Hemos formado una sociedad durante años..., muchos años. La vamos a disolver sin zaherimos.
Era como si le clavara un puñal, pero Kay lo soportó estoicamente.
—Está bien, Ger —dijo, con la misma suavidad—. Estoy de acuerdo.
Dio media vuelta. Él, dolido, egoísta sin duda, fue hacia ella y la sujetó por un brazo. Fue como si a Kay le quemaran la carne. Se agitó, dio la vuelta, lo miró y dijo fríamente:
—No me toques, Ger.
—Quisiera... comprenderte.
—Ya sabes que tú, lo primero que haces cuando te conviene es no comprender a los demás. Pero, como tú mismo has dicho hace un instante, separémonos sin violencias.
—No quiero ser una pesadilla para ti —dijo él, sin darse cuenta de lo mucho que la hería—. Hoy mismo me iré de casa, y cuando pidas el divorcio..., no me opondré y daré orden a mi abogado para que admita como buenas todas las razones que el tuyo quiera exponer.
Kay no contestó. No pudo hacerlo. De haberlo hecho, su voz habría estallado en sollozos.
Giró en redondo, se dirigió a la puerta y salió.
Llegó a la alcoba y quedó como rígida en mitad de la estancia. No veía. Un velo de lágrimas enturbiaba su mirada.
De súbito, con rabia, dio la vuelta a la llave en una puerta y luego fue hacia la otra y pasó el pestillo. Después se dirigió a la cama y se derrumbó en ella como un fardo. Su dolor era indescriptible. Nadie podría comprender jamás aquel desgarramiento. Era como si le arrancaran de cuajo las entrañas.
* * *
—Ya está decidido, George. No insistas.
—Pero..., ¿te das cuenta de lo que vas a hacer? ¿Es que pretendes casarte con ella, ingenuo?
—No sé lo que haré. Lo único que sé es que no quiero dañar más a Kay y mi presencia la daña, aunque —aquí una desdeñosa sonrisa curvó sus labios— me da la sensación de que ella desea echarme cuanto antes.
—No conoces a tu mujer, Gerard.
Lo miró indignado.
—¿La conoces más tú?
—En ese sentido, sí.
—Voy a preguntarme —gritó, exasperado— por qué la conoces.
—No puedo hablar contigo, dada tu excitación. Pero te diré —y lo apuntó con el dedo extendido— que me das pena, mucha pena... Los hombres sentimos las pasiones con intensidad y las vivimos. Pero hay algo sagrado, Gerard, que debemos respetar siempre. Y ese algo es el hogar, la familia, la esposa. Pudiste ser más discreto con tu fácil conquista. Menos dañino para tu mujer.
—No soy hombre de engaños.
—Eres un estúpido vanidoso, Gerard. Eso es lo que eres. Y me pregunto qué ocurrirá cuando salgas de tu hogar, te metas en el de esa mujer y veas la diferencia. Cuando conozcas a esa mujer de verdad, porque hasta ahora solo conoces de ella lo que ella desea que conozcas. No vayas a pensar que vivirás feliz sin Kay. Será entonces, cuando ya no puedas recuperarla, cuando sabrás lo que significó para ti.
—Sé muy bien lo que Kay significó para mí, George —dijo, cansado—. Pero tú lo has dicho. Significó, ya no lo significa.
—El padre Diego quiere verte.
—No pienso recibirlo. No voy a realizar un viaje nuevamente, del que seré vencido por necesidad pasional. Está dicho lo que está dicho. Me separo de Kay, admito cuantas acusaciones queráis hacerme. No puedo hacer más por ella, excepto facilitarle el camino para recuperar la libertad.
—Le cortas la vida —dijo George, dolido—. Tú quizá te cases de nuevo con tu amiguita. Kay es católica. Se limitará a separarse de ti, pero no creo que vuelva a casarse.
—No voy a impedir que lo haga —replicó rotundo.
George le miró espantado.
—A ese grado de indiferencia has llegado —murmuró, reprobador—. Me parece imposible, Gerard.
—¿Has terminado?
—¡Oh, no! Podría decirte mucho más, pero ya veo que no merece la pena.
—Tengo mucho trabajo. Regresa a tu oficina.
—Gerard..., aún puedes reflexionar. Estoy seguro de que Kay admitirá una tregua.
—Está decidido —cortó—. Déjame en paz.
George salió dando un portazo.
Gerard miró ante sí y, de súbito, se apretó las sienes con ambas manos. Le estallaban. Era mucha su desesperación, pero ya no podía evitar todo aquel desastre familiar.
* * *
Sonó el dictáfono.
—Diga, Mitsy.
—Sus hijos están aquí, señor. Desean verle.
Gerard alzó una ceja. ¡Sus hijos! Jamás habían solicitado verle en su despacho. ¿Qué podían desear de él? Ya les había entregado el dinero para el auto. No lo habían comprado. Sonrió de modo indefinible. Eran hombres, al menos empezaban a sentir como hombres, y quizá se habían gastado aquel dinero en sus asuntillos privados. No podía impedirlo.
—Que pasen.
Nada más verlos comprendió por lo adusto de su semblante que iban a reprocharle. ¡Oh, no! No permitiría que se inmiscuyeran en su vida. Pronto tendrían ellos la suya y jamás permitirían, a su vez, que el padre les indicara un camino que ellos no quisieran recorrer.
—¿Qué ocurre? —preguntó, secamente.
Como siempre, fue Yul quien tomó la palabra.
—Mamá acaba de decirnos que os vais a divorciar.
—Así es.
—Hemos comprendido que mamá no quiere divorciarse. Que si lo hace es obligada por las circunstancias.
—No lo sé, hijos. Pero, por mi parte, considero que es lo mejor.
Paul, que era tímido y nunca decía nada, exclamó de pronto:
—Mamá no lo merece.
Y Yul se apresuró a añadir:
—Nosotros vamos a maldecirte, papá.
—¿Cómo? ¿Cómo os atrevéis?
—Ya somos hombres. Tenemos derecho a dar una opinión. Además, la mujer con quien te vas a casar...
—No he dicho que fuera a casarme, Yul —susurró Gerard, como avergonzado—. No lo he dicho. Tal vez no lo haga nunca. Tengo mis creencias, como vuestra madre. Ambos hemos sido siempre católicos. Pero hay cosas que vosotros aún no comprendéis.
Otra vez Paul, con fiereza que maravilló a su gemelo:
—Sí, las comprendemos. Ya no somos niños. Mamá es buena. Mamá te ama. Tú amas a mamá, papá. Es tamos seguros de que la amas.
—Muchachos...
—No puedes hacer eso, papá —susurró Yul a punto de sollozar—. No puedes destruir nuestro hogar. Nuestro hogar, papá. Todos nos admiran por la gran familia que formamos, y ahora eres tú, por una idea obsesionante, absurda, quien pretende destruir la montaña que fabricamos tod os con tanto cuidado.
—Muchachos...
—No puedes, papá. Además, esa mujer...
—No quiero que nombres a nadie, Yul.
—Hemos de decirlo —gritó Paul, asombrado de nuevo a su hermano—. Lo vamos a decir. Nosotros la conocemos...
—Cállate, Paul.
—Debo hablar. Nos diste dinero para u n auto. Nunca pensamos comprar ese auto.
—Cállate, Paul —dijo Yul, impresionado—. Cállate.
—No quiero. Papá ha de saber.
A Gerard ya le había picado la curiosidad.
—¿Qué pasa? ¿Qué es lo que tu hermano debe callar, Yul?
Los dos quedaron como desconcertados. Tenían los ojos llenos de lágrimas y parecían asustados.
—No puedes olvidar —dijo Paul, bajisimo— lo felices que hemos sido todos en nuestra casa. Los cuidados de mamá, nuestra ternura. Recuerda cuando el año pasado estuviste malo. Mamá no se movió de tu lado y nosotros, en vez de correr con los amigos, subíamos a tu alcoba y te contábamos cosas. ¿Recuerdas, papá?
Gerard apretó los labios. Aquel muchacho, con su voz pausada, casi estrangulada por los sollozos, lo había conmovido. Pero él no podía. Ya no podía. No era cuestión de decir no. Era algo hondo, como una llaga, que producía pesar de continuo. Se odiaba a sí mismo por destruir sin piedad aquello que Paul decía. Paul, que jama s levantaba la voz, porque su timidez se lo impedía. Yul, en cambio, el gallito, el inteligente, el imaginativo, lo miraba tan solo. Gerard presintió que si Yul hablaba, estallarla en sollozos. A veces, las grandes revelaciones se acusan en un momento extraño. Como aquel, por ejemplo. Paul se atrevía a suplicar y a recriminar y en cambio, el audaz de la familia apenas si podía balbucir una palabra.
Se sintió culpable. Culpable por despertar aquella audacia dormida en su hijo Paul, y doblemente culpable por anular la audacia natural de su hijo Yul.
—Muchachos, muchachos... —susurró, emocionado—. Algún día, cuando seáis hombres, comprenderéis ciertas cosas.
—Nunca —dijo Paul, desgarradoramente— comprenderé ni admitiré el sufrimiento de una mujer como mamá. Comprenderlo, sí; disculpar a quien la hace sufrir, no, papá.
Gerard miró a Yul.
—¿Qué dices tú?
—Ya lo ha dicho Paul.
—Mencionabais el auto. ¿Dónde está el dinero que os entregué para comprarlo?
—Pues...
—No hables, Paul —gritó Yul desesperadamente—. Déjalo. ¿No lo ves? Ni siquiera le conmueve nuestro dolor. Vamos, Paul. Vámonos lejos de aquí.
Aquel desgarramiento produjo en Gerard mayor dolor que los reproches silenciosos de Paul. Se puso en pie. Los miró ansiosamente.
—Yo no pedía vuestra madre que se separara de mí.
—Y crees —gritó Yul, perdido el control de sus nervios— que una mujer como mamá va a soportar tus vicios.
—¡Yul!
—Eso es. Eres mi padre y te debo respeto, pero ante esto y dada mi edad no respeto ni siquiera el respeto que pudiera tenerte o que debo tenerte. —Asió a su hermano por el brazo y tiró de él.
—Esperad.
—Solo si nos prometes que no te irás de casa.
—Es tu madre quien me obliga.
—Eres tú quien abandona a mamá. Vamos, Paul. Vamos...
Salieron los d os precipitadamente. Gerard se hundió en el sillón giratorio y quedó allí ensimismado, quieto, como una estatua.
VI
—Mamá.
—¿Decías algo, Yul?
Este apretó los labios.
Se hallaban los tres en el salón, ante el televisor. Kay miraba, pero sus dos hijos estaban seguros de que no veía nada.
—Creo que me has dicho algo, Yul.
—Hemos terminado las clases, mamá. Los dos hemos aprobado. ¿Qué te parece si nos fuéramos a una playa?
Kay sonrió enternecida. Habían transcurrido dos días y esperaba la respuesta de su abogado. Gerard no había vuelto por casa, lo cual le agradecía. Había estado con ella el padre Diego. Sus consejos fueron santos en verdad, pero ella ya no pudo atenderlos. No quería su libertad para casarse otra vez, sino para vivir dignamente y dar buen ejemplo a sus hijos.
De ningún modo podía permitir que la humillación a la que la sometía su esposo le privara de alzar la cabeza con dignidad. Era mucho su dolor, pero también era mucho su orgullo de mujer.
—Tenemos una casita en el norte, mamá —añadió Paul, ayudando a su hermano—. Nada ni nadie nos impide marchar.
—Ya.
—¿Por qué no, mamá?
—Lo pensaré.
—Yo creo...
—No, Yul, no me digas lo que crees.
—Hemos ido a ver a papá —dijo Paul, como si no pudiera contenerse más.
Kay los miró censora. Había en sus ojos, a la vez, una gran dulzura.
—No debisteis hacerlo.
—Papá se arrepentirá, mamá. ¿Por qué no nos vamos y dejas el asunto del divorcio? Solo si papá te lo pide, y nosotros estamos seguros de que nunca te lo pedirá, porque nunca se casará con esa mujer. Él te ama a ti, mamá.
—No me gusta que habléis de eso.
—Es necesario.
—Ya somos hombres —ayudó Paul a su hermano—. Nosotros siempre estaremos a tu lado, como estaríamos al de papá, si él tuviera la razón. Os queremos a los dos por igual, mamá.
—Sí, Yul, ya sé. Y prefiero que sea así.
—Papá está obcecado. Cuando recapacite...
—¿Por qué no os vais a la cama? Es tarde ya.
—No debemos dejarte sola.
Estaba sentada en medio de los dos. Solo tuvo que extender sus manos para asir sus dedos.
—Sois muy buenos, hijos míos.
—Te queremos, mamá.
—Me vais a hacer llorar.
La besaron a la vez, uno por cada lado.
—Queridos míos —susurró—. Mis queridos muchachos.
Después los empujó blandamente y ambos, de mala gana, se pusieron en pie.
—Quisiéramos —dijo Yul suavemente— eternizar la noche, mamá, y obligarte a ti a no pensar en cosas... que no debes pensar.
—Si el pensamiento pudiera detenerse, la vida sería maravillosa, Paul. Y no lo es.
—Hasta ahora lo ha sido para nosotros. Para ti, para papá, para el hogar que habéis creado y en el que nosotros hemos crecido.
—Debemos resignamos.
—Pero tú eres mujer, mamá.
—Paul..., no te exaltes.
—Es que si no nos participas tu sufrimiento, vas a sufrir más.
—Queridos míos, idos a la cama.
—Vamos a odiar a papá —dijo Yul, rencoroso.
Los miró largamente, con infinita ternura.
—No lo hagáis. Seríais crueles. Papá está pasando por un punto crucial en su vida. Todos los hombres pasan por él, antes o después. Papá no pudo escapar a ese destino varonil. Pero... no debéis odiarle. Tal vez un día vuelva a nosotros. Y los tres tenemos el deber de recibirle.
—¿Después de cuanto te está haciendo sufrir?
—Aun así.
—Yo, no.
—Yul, no seas tan apasionado.
—Es odioso lo que hace contigo.
—Aún no conocéis la vida. No tenéis derecho a juzgar a vuestro padre.
Ninguno se había percatado de la sombra quieta que había en el umbral. Cuando se dieron cuenta, los tres enmudecieron. Silenciosos, se dirigieron a la puerta, y al pasar junto a su padre, dijeron tan solo:
—Buenas noches, papá.
Él respondió quedamente, con acento ahogado, un poco enronquecido:
—Buenas noches, hijos míos.
* * *
Se miraron de frente. Era indudable que ambos estaban dispuestos a ultimar aquel asunto, fuera para bien o para mal. Hacía muchos días que Gerard no pasaba por su casa, y ver a su mujer en aquel instante le produjo una extraña sensación de culpabilidad.
—Has enflaquecido, Ger —dijo ella con la misma dulzura de siempre.
Por toda respuesta, él preguntó secamente:
—¿Por qué eres así? ¿Por qué?
—No sé cómo soy, Ger.
El hombre dio la vuelta y apretó los puños. De espaldas a ella, gritó:
—Soy un desalmado. Hacerte daño a ti es como si me lo hiciera a mí mismo, y no obstante, te lo estoy haciendo.
—No eres tú quien me lo hace, Ger. Es ese demonio que llevas en el cuerpo.
—Y crees que un día ese demonio desaparecerá —dijo él, sin preguntar.
—No. Ya no sé si eres capaz de destruirlo.
—Y aun así, me disculpas.
—No te disculpo —dijo agriamente—. Ante tus hijos, sí. Ante mí misma, te condeno.
—Y harás todo lo posible por olvidarme.
—Por supuesto.
—Supongo que creerás conseguirlo.
—No hables de espaldas, prefiero verte la cara.
Él dio la vuelta despacio. Tan despacio, que ella consideró una eternidad el tiempo que tardó en verle el rostro. Estaba pálido y sus ojos apagados.
—No te esfuerces más, Ger. Vete y olvídate de nosotros.
—Vosotros también me olvidaréis.
—No es fácil olvidar a un hombre con el que se ha convivido durante diecisiete años, pero lucharé hasta conseguirlo.
—Te casarás de nuevo. Amarás a otro hombre como me has amado a mí.
Era absurdo. ¿Qué le importaba a él? Por supuesto que no estaba dispuesta a amar a otro y mucho menos a casarse. Pero no tenía por qué poner al descubierto sus intenciones ni sus sentimientos, algo que ya nadie podría robarle, porque le pertenecía en exclusiva.
—No lo sé —dijo con súbita energía, tras la cual ocultaba un gran desaliento de mujer fracasada—. No puedo saberlo. Es algo que nunca se puede predecir...
—Tú harás lo posible.
Sonrió de modo indefinible.
—Desde este instante, Ger, todo lo que sienta o desee, me pertenece.
—No censures, pues, que yo haga igual.
—¿No eres muy cruel, Ger? ¿No eres muy egoísta? Antes no eras así.
El hombre dio un paso al frente.
Súbitamente se detuvo, ya casi junto a la puerta, y dijo con ronco acento:
—Solo he venido a recoger mis cosas y a decirte que tus hijos se han tomado la libertad de ir a verme esta mañana.
—Lo sé.
Lo miró agudamente. ¡Qué diferente era este hombre de aquel otro que la hizo feliz!
—¿Los has enviado tú? ¿Pretendes que dos mocosos me convencieran?
Lo miró dolida. A Ger le resultó más ofensiva aquella mirada que un reproche en voz alta.
—Hablas de tus hijos como si fueran parientes lejanos.
Gerard se llevó los dedos a la frente y los retiró nuevamente con ademán nervioso.
—Perdóname.
—Vete, Ger, y no nos ofendamos más.
—No volveré, Kay.
—Lo sé.
—Pero si algún día comprendo que no puedo vivir sin ti...
—No sé lo que ocurrirá entonces, Ger —dijo ella serenamente—. No estoy segura de que pueda recibirte.
—Hace un instante decías a tus hijos...
—Lo que decía a nuestros hijos es algo que dicta mi deber de madre. Es indudable que siempre tendrás tu casa, pero no puedo decir otro tanto de tu mujer.
Él, a su pesar, se estremeció. Se sintió solo y desamparado. Pero no lo demostró.
—Adiós, Kay.
—Adiós, Gerard.
Él giró en redondo, como si le hirieran.
—Ya... ya... —su voz era como un balbuceo—. Ya... no soy Ger para ti.
—Desde el momento que pises esa puerta para afuera, ya no serás para mí más que Gerard o míster Wills. Y no tomes esto como ofensa o falta de consideración. Tómalo como lo que es en realidad: la indiferencia que tú me obligas a sentir por ti.
—No es posible que te sea indiferente.
—Cuán egoísta te has vuelto.
—Kay...
—Vete, Gerard. Terminemos cuanto antes.
—Me echas...
—Te digo adiós.
Dio la vuelta y se perdió por una puerta lateral.
Gerard Wills se sintió de nuevo solo y desconcertado. Se sentía molesto, descentrado. Le ocurría algo, sin duda, pero no sabía con exactitud qué era ni de dónde nacía. Giró en redondo y se dirigió a su alcoba. Miró la puerta cerrada. Tuvo deseos de darle un empellón. ¿Pero a qué fin? ¿No lo esperaba otra mujer en alguna parte?
* * *
Un mes, dos...
Seis meses en aquellas soledades acompañadas.
Era como un suplicio.
Se lo dijo a George.
Este lo miró, asombrado.
—Kay no está en Wyandotte. Precisamente fue a pasar el fin de semana con sus hijos. Están en la casita de la playa. Los tres. Son muy felices. No me digas que tú los echas de menos.
Gerard bajó la cabeza. Estaba envejecido, pálido, ojeroso, deslucidamente vestido.
—Kay tiene en trámite el divorcio —dijo bajo.
—No. Lo ha detenido. Sus hijos se lo han pedido así. Una cosa, Gerard... ¿Por qué vives con esa mujer si no te hace feliz? Tú no eres hombre de doble vida, ni admites las falsedades, ni las cochinadas. Y esa mujer...
—No vivo con ella.
Fue como si a George le aplacaran la ira de un solo manotazo. Se inclinó hacia él. Bajó precipitadamente de la mesa.
—¿Qué dices? ¿Que no vives con ella? ¿Desde cuándo?
Gerard se alzó de hombros.
Miró al frente y habló en voz alta, como si se diera una razón a sí mismo.
—Lo falso se descubre siempre. Sale a la superficie aunque no quieras. Es tremendo ver claro en uno mismo cuando ya no tienen remedio las cosas. Todo era muy distinto a mi hogar. Aquella paz de mi casa, aquella ternura de Kay, aquella suavidad de su voz, aquel amor de mis hijos..., aquellas comidas familiares, intimas, llenas de cariño. —Se alzó de hombros nuevamente—. Lo noté en seguida. Yo no podía vivir con aquella mujer. Le di dinero... Creo que se ha ido uno de estos días.
—Gerard, ve a la casita de la playa.
Lo miró espantado.
—Pordiosear una limosna de cariño, después de haberlo despreciado yo mismo.
—Kay te admitirá.
—No quiero su caridad —gritó, exasperado—. De querer, querría su amor.
—Eso es pedir demasiado, Gerard.
—Lo sé —admitió bajísimo—. No me explico cómo estuve tan loco. Ella era mezquina y solapada. Me engañaba con otros hombres. Vivir en aquella casa era como huir del cielo y meterse en el infierno. Aquella mujer zafia, sucia, vulgar...
—Querido Gerard, yo lo sabía. Sabía que un hombre como tú no puede nunca salir de su camino. Tú no viviste de joven y pretendiste apresar la vida en tu madurez, creyendo que hallarías un milagro. Ha caído del pedestal, has destruido tu ídolo. Vuelve a Kay. Dile lo que te pasa.
—Sería tanto como pedirme que me suicidara.
—¿Y qué vas a hacer? La casa de tu mujer te pertenece. Es tu casa. Kay no se ha divorciado de ti. Kay no necesitaba la libertad, porque nunca pensó en volver a casarse.
Lo miró y hubo en sus ojos una chispa de ira.
—¿No se lo has pedido tú? ¿Tú, que siempre la admiraste tanto?
—Kay es para mí la mujer que más respeto. Quizá la única que respeto. Lástima, en efecto —dijo con dureza—, que no sea como tú, porque le hubiera pedido que se casara conmigo. No puedo pedírselo, porque sé que sería completamente inútil.
—Perdóname. Estoy destrozado.
—Vuelve a ella.
—¡Volver! Nunca podré imponerle mi presencia. No soy hombre pordiosero.
—Tus hijos...
—Me desprecian tanto como ella.
George le puso una mano en el hombro y se lo oprimió afectuoso.
Hubo un silencio. De súbito, se inclinó hacia él y dijo quedamente:
—¿Quieres que yo hable con ellos, con tu mujer y tus hijos...?
Fue como si le pinchara un animal venenoso.
—No —gritó—. No. No lo hagas, George. Nunca... —Apretó los labios. Su voz salió de ellos como un silbido—, nunca te lo perdonaría.
—Pero Kay tiene que saber que tú... ya no vives con esa mujer.
—¿Por qué? ¿Acaso ello sería una solución?
—Para tu vida de hogar, por supuesto.
Alzó los hombros.
—Mi vida de hogar ya no existe. Ni existirá nunca más. —Sonó el dictáfono—. Dígame, Mitsy.
—Unos señores desean verle.
—¿Los tengo citados? —preguntó con acento monótono.
—Para las doce y media, señor. Faltan unos minutos.
—Que pasen. —Cerró el dictáfono. Miró a su amigo—. Puedes marchar, George. Te los pasaré luego. El asunto que los trae aquí, sobre la construcción de un yate, es cosa tuya. La visita a mi despacho es simple formulismo.
George lo miró fijamente.
—¿Sabes que te estoy conociendo ahora? Nunca creí que fueras capaz de sentir esa amargura y pudieras, a la vez, tratar de negocios con esa frialdad.
Gerard se limitó a alzar los hombros.
—¿Comemos juntos, Gerard?
—No.
—¿Qué temes? ¿Que yo también te compadezca?
—Puede.
En aquel instante se abrió la puerta y la secretaria anunció la visita. George se apresuró a desaparecer.
* * *
Yul frenó el auto ante el lujoso restaurante. Saltó al suelo y se dirigió a la puerta principal.
Se sentía feliz en Wyandotte. Estaba solo. Paul tenía una conquista y prefirió quedarse. Él no tenía compromisos como Paul. Él tenía amigas. Era más divertido tener amigas que medias novias. Y más aún, que su madre le encargara recoger algunas cosas en la casa y llevar unos papeles al Banco. Podía subir al auto y regresar al pueblecito costero, pero no pensaba hacerlo. Le ilusionaba detenerse allí, en mitad de la ciudad, comer solo y considerarse un hombre importante. Además, él ya se sentía hombre. Estaba seguro de que Paul no sentía las cosas con la impetuosidad que él. Paul era más inocente. Cuando besó a una muchacha por primera vez, se lo contó ruborizado. ¡Ji! Él besó a muchas chicas. Todas las del Instituto lo preferían. Había besado a algunas de ellas y no se ruborizó. Claro, que cuando se lo refirió a Paul, este no le creyó. Peor para él.
Empujó la puerta encristalada, dándose importancia. Cualquiera que le viera con aquel atuendo veraniego, con el pelo crespo y la sonrisa de suficiencia, lo consideraría lo que era en realidad. Un chiquillo de diecisiete años, jugando a ser hombre.
Eran las dos de la tarde y casi todas las mesas estaban ocupadas. Un camarero le salió al paso.
—¿Mesa, señor?
Yul se hinchó como un pavo real.
—Por supuesto —admitió con una sonrisa enfática—. Junto al ventanal, si puede ser.
—No faltaba más. Sígame.
Y fue entonces, al dar la vuelta, cuando vio a su padre. Se hallaba allí, a dos pasos de él, de espaldas, solo, se diría que desmadejado. Quedó rígido como un poste. La reacción fue inmediata. Dio un paso al frente y mirando al camarero, dijo bajo:
—Me quedo a comer con este señor.
—Míster Wills —dijo respetuoso el camarero— nunca admite compañía, señor.
Pese a todo, Yul sintió orgullo al decir:
—Es mi padre.
E inmediatamente se inclinó hacia él, que aún no le había visto.
—Papá.
¡Cielos! Para Gerard aquel «papá» fue como un disparo. Volvió la cabeza, miró fijamente a su hijo y dijo bajísimo, deletreando la palabra:
—Yul...
—Hola, papá.
Y subconscientemente, pensó: «¿Cómo es posible que papá esté comiendo aquí solo y que el camarero le conozca como un comensal habitual?».
—Si me permites comer contigo, papá...
—Desde luego. Yul. Siéntate. —Y sin transición—: No te contaba en Wyandotte.
Lo miró un segundo, sin que el muchacho respondiera.
—¿Qué haces aquí? —añadió al fin.
—Mamá me envió por unos recados. Pensé —añadió ruborizándose, él que se consideraba un «duro»— que se me haría muy largo el camino sin comer y entré aquí.
—Ya te comportas como un hombre, Yul.
Él asintió, cerrando los ojos, pero volvió a abrirlos inmediatamente.
—Me gusta, papá.
—Bien, hijo, bien.
¿Qué le pasaba a su padre? ¿No estaba emocionado? ¿No le temblaban las manos? ¿Y por qué se hallaba solo? ¿Dónde estaba aquella mujer? ¿La maldita mujer que lo separó de ellos?
Era muy extraño aquello. Él no podía comprenderlo.
—¿Cómo está tu madre? —preguntó bajo, al rato, deteniendo los pensamientos de su hijo.
—Muy bien. —Y riendo inconscientemente—. Está muy morena. Se baña en la playa, juega con nosotros y con George cuando va. —Y como si dijera mucho, añadió presuroso—: Lo pasamos bien...
—Ya.
—Paul tiene media novia.
—Muy pronto empieza.
El camarero se aproximó. Los dos parecían cortados de pronto.
—Pide lo que quieras, Yul.
—Pues... no tengo mucho apetito.
—¿No has venido aquí a comer? Además, tú siempre fuiste buen comedor.
—Sí, es verdad. Pero..., bueno, pediré lo que tú.
—Sirva para dos, Tom.
—Sí, míster Wills.
Otro silencio. Ni uno ni otro sabían qué decirse.
—¿Cuándo pensáis volver? —preguntó a los postres, tras de hablar de puerilidades.
—No lo sé. Tal vez mamá se quede en la casita del pueblo. Ya sabes que nosotros pretendemos ingresar en la escuela este año.
A las tres y media se despedían en la puerta. Yul subió a su coche y fue todo el camino haciéndose preguntas mudas, para las cuales no hallaba respuesta.
No le dijo a su madre nada del encuentro, cuando llegó. Pero a la noche, cuando se reunieron en el salón los tres, Yul dijo...
VII
—He visto a papá. Comí con él...
Kay, que hacía una labor de punto, levantó los ojos y miró a su hijo fijamente. Ni Paul ni su hermano se percataron de que su madre temblaba en aquel instante.
Kay no preguntó. No hubiera sido capaz de pronunciar una sola palabra en aquel instante. Fue Paul, despertada su curiosidad, quien se inclinó hacia su gemelo, preguntando:
—¿Y cómo ha sido eso?
—Lo encontré.
—¿Dónde?
Lo explicó todo, hasta lo hinchado de satisfacción que se sentía cuando se disponía a comer. Concluyó diciendo:
—Está delgado. —Miró a su madre, que aún no había dicho una sola palabra—. Me preguntó por ti, mamá.
Kay se limitó a sonreír. Era una sonrisa débil, como una mueca.
—También por ti, Paul.
—¿Y qué hacía en un restaurante, solo? —preguntó el joven, sin poderlo remediar.
Kay lo miró. La boca de Paul se cerró violentamente. Llevaban allí muchos meses, todos los de las vacaciones y aun antes. Jamás, en ningún momento, pronunciaron el nombre de su padre para censurar su actitud. En una ocasión en que quisieron hacerlo, su madre los frenó en seco. Por eso en aquel instante, bajo la fría y severa mirada de la dama, Paul enmudeció.
Pero Yul era más valiente. Haciendo caso omiso de su madre y de la mirada que pretendía contener su lengua, añadió:
—Es muy raro. Comiendo solo en un restaurante y con aspecto aviejado. No me dio la impresión de un hombre feliz. Además, cuando le vi y le dije al camarero que comería con aquel señor, el camarero me dijo: «Míster Wills nunca admite compañía». Lo cual quiere decir que es habitual cliente de aquel establecimiento.
Paul se olvidó de su madre para preguntar con cierta oculta ansiedad:
—¿Y ella? ¿No la has visto a ella?
—Paul —reconvino la madre.
—Perdóname, mamá, pero es que es muy extraño que papá...
—Idos a la cama. Es tarde ya.
Se pusieron en pie de mala gana y le dieron un beso. Ya en mitad de la escalera, camino de su cuarto, Yul gruñó:
—Parece que no le afecta la soledad de papá.
Paul se indignó:
—No digas necedades, Yul. ¿No has comprendido aún? Mamá sufre, sufre en todo momento, pero no quiere que nosotros lo notemos y, a la vez, le molesta que hablemos de papá a la ligera, y teme asimismo que censuremos su proceder.
—¿Y no es censurable?
—Por supuesto. Pero tú has comido con él y el hecho te emocionó.
Yul se mordió los labios.
—Es mi padre, ¿no? Por mucho que haga, nunca dejará de serlo.
Penetraron juntos en la alcoba. Dormían en camas paralelas, con dos ventanas cayendo sobre la pequeña playa. Yul se asomó a una de ellas y al estilo de un hombre, encendió un cigarrillo. Fumo con placer.
—¿Qué tal la chica que has conquistado?
—Hum.
—¿Va viento en popa o tengo que echarte una mano?
Paul se enojó.
—Me sobro para conquistarla.
—Ji, ji. —Miró a lo alto—. ¿Sabes una cosa, Paul? A papá le temblaban las manos cuando encendió un cigarrillo, y me pareció que le costaba esfuerzo hablar conmigo con naturalidad. No soy un lince en psicología, pero... hubiera jurado que papá... se siente solo y triste.
—No me enternezcas —gruñó Paul—. Lo que hizo con mamá fue demasiado.
Yul dio la vuelta sobre sí mismo y miró a su hermano fijamente.
—¿Crees que mamá no lo perdonó?
—Mamá no es capaz de guardar rencor, pero olvidar totalmente... Al fin y al cabo es mujer.
—¿Qué te parece si fuéramos tú y yo a ver a papá? Podríamos ir a la ciudad con cualquier pretexto y acercamos a los astilleros. No sería nada extraño, ¿verdad?
—A mamá le disgustaría.
—¿Nos dijo ella alguna vez algo contra papá? Nunca. ¿No te has fijado en este detalle? Jamás mencionó el asunto de papá. Cuando habla de él, lo hace con la mayor naturalidad, como si los dos fuéramos tontos.
—Tal vez considera que somos demasiado jóvenes para saber ciertas cosas.
—Pero nos dijo que pensaba divorciarse.
—Y no lo hizo.
—Lo que indica que sigue amando a papá.
—O no.
—Paul..., un día de estos buscaré un pretexto cualquiera e iré a la ciudad. Si quieres acompañarme, bien; si no, iré solo.
—Lo pensaré. Por nada del mundo disgustaré a mamá.
* * *
No fueron a la ciudad, porque eran dos inconscientes y se olvidaron de aquel asunto. Se entretuvieron con las chicas, veraneantes como ellos, y organizaron fiestas y bailes, excursiones y regatas.
George fue aquel fin de semana a visitarles.
—Tu marido no vive con esa mujer, Kay —dijo en un momento en que se encontraron a solas, descansando en las extensibles del jardín.
Kay no movió un músculo de su bonita cara. Se diría que no lo había comprendido, o que el asunto no le afectaba.
George le ofreció un cigarrillo y Kay lo tomó con aparente naturalidad.
—Está delgado.
Tampoco Kay respondió. Fumaba despacio y expelía el humo a lo alto, con cierta mueca desusada en ella.
—Kay...
La joven lo miró. Había en sus ojos como un reproche.
—¿Por qué hablas de eso? —dijo reprobadora—. Ya sabes que me desagrada.
—Gerard está solo. Kay, no me digas que todo ha terminado.
—¿Y me dices tú eso? ¿Tú has visto mi dolor? No quiero ser cruel, George, pero ya no soy blanda. No puedo serlo, aunque quiera. Las mujeres tenemos el deber de olvidar muchas cosas, de ser tolerantes y pacientes, pero no estúpidas mendigas de cariño. No creo que Ger haya dejado de amar a esa mujer. Yo sabía que terminaría solo. Es Ger mucho Ger y muy especial para adaptarse a una vida al revés. Pero es tarde para rectificar. Al menos en lo que respecta a mí.
George entornó los párpados. Por lo visto, Kay no era tal cual él se la imaginaba. O quizá aquella dura expresión y sus frías palabras, se debían a lo mucho que había sufrido.
—No irás a decirme que has dejado de creer en Gerard.
Lo miró de frente. Su voz sonó acre:
—Naturalmente que he dejado de creer en él. ¿Me consideras tal vez una santa? ¿O una estúpida inmoral? He creído en Gerard cuando accedí a aquel viaje por mar. Te aseguro, George, que aunque me lo hubiese jurado, no hubiera creído que Gerard volviera a faltarme. Y lo hizo. ¿Te imaginas lo que eso supone para mí? Te diré la verdad: fue como si me mataran aquella primera noche que le sentí llegar a altas horas de la madrugada. Y, desde entonces, vivo porque tengo el deber de vivir, pero no porque yo haga nada por lograrlo. Creo que esto te dará una idea exacta de lo que la infidelidad de Ger supuso para mí.
—Pero ha rectificado. No vive con esa mujer.
—¿Quieres que te diga por qué?
—¿Es que lo sabes?
—Conozco a mi marido. No en vano viví a su lado, compartiendo sus penas y alegrías, durante diecisiete años. Más, porque mis hijos van a cumplir dieciocho y nacieron a los nueve meses justos de casamos. Cuando salí de Wyandotte supe que Ger no tardaría en rectificar. No por mí, ni por el hogar, ni siquiera por los hijos. Rectificaría por sí mismo, porque aquella mujer nunca podría llegar al fondo de su alma y Ger no es un carnero que se conforma con carne.
—Te has vuelto cínica —sonrió George, dolido.
—Sí. La situación me endureció y me hizo ver las cosas con realidad dolorosa y desagradable. Una mujer de ese tipo, jamás es espiritual. Jamás podrá ser la mujer adecuada para el hombre que yo conozco.
—Me asombras.
—¿Repito acaso sus mismas palabras?
—Muy parecidas.
—Es lógico.
—Dime, Kay. ¿Cuándo regresas a la ciudad?
—La semana próxima. Los chicos ingresarán en la escuela. O, al menos, lo pretenderán. De todos modos, tendré que pasar los inviernos sola, ya que ellos no podrán volver a Wyandotte hasta las vacaciones. En principio pensé quedarme aquí. Pero el invierno en estas casas húmedas y sin calefacción es incómodo, y yo, George, me habitué a la comodidad.
—Encontrarás a Gerard en la ciudad.
—Supongo.
—¿Y no te inquieta?
Lo miró asombrada.
—¿Cómo no va a inquietarme, George? ¿Qué mujer crees que soy? Podré haberme vuelto una cínica, pero sigo amando a mi marido.
—Y, no obstante..., no le invitarás a vivir contigo.
Kay se agitó como si le arrancaran algo del interior del cuerpo, sin ninguna piedad.
—No le negaré el hogar ni la cama donde durmió siempre. No tengo derecho a hacerlo —dijo sibilante—. No puedo hacerlo, además, porque mi hogar aún le pertenece a él, puesto que yo no pedí el divorcio, ni lo haré, mientras él no me fuerce a ello. Solo si Ger me pide que lo haga para casarse otra vez, cosa que no creo posible, porque tiene creencias católicas como yo, lo haré. Por tanto, jamás le negaré la entrada en el hogar, pero nunca, jamás, le pediré que vuelva a él.
—Entonces, Kay, creo que no volverá. Quiero que sepas que vive en una fonda.
—Ya.
—¿Lo sabías?
—No. Pero si ha dejado aquella casa, es fácil suponer que no andará por los bancos del parque.
—Vuelvo a pensar que la amargura te ha vuelto cínica.
—Quizá.
—¿Quieres que le diga algo?
Lo miró enojada.
—Naturalmente que no, George. ¿No me has oído ya? ¿Es que aún no te has dado cuenta de lo que pienso?
George asintió con un breve movimiento de cabeza.
—Lástima, Kay, que no te divorcies y pueda yo pedirte que sigas la vida asida de mi mano.
—No me ofendas —pidió molesta—. Ya sabes cómo pienso y cómo siento.
* * *
Conducía su coche a través de la ciudad. Vestía un modelo de hilo de un verde muy oscuro, descotado y sin mangas. Parecía una jovencita. Llevaba un pañuelo recogiendo la mata de su pelo y gafas ahumadas cubriendo la belleza auténtica de sus ojos azules.
Tenía que recoger una cosas en su casa. Los chicos se habían ido de excursión bien de mañana y no regresarían hasta el anochecer. Además, era preciso disponerlo todo para regresar al hogar verdadero. Daría orden a la servidumbre para que lo prepararan.
Aparcó el auto ante la casa y saltó al suelo.
Atravesó el parque a paso elástico. Una doncella sacudía una alfombra al otro lado de la terraza. Gentilísima, Kay se dirigió hacia ella.
—Buenos días, Julie.
La doncella dio un salto.
—¡Oh, señora! No la había visto llegar. El señor —añadió nerviosa— ha venido hoy.
Kay palideció.
—Dice usted... —balbució— que...
—Ha venido a recoger un traje de etiqueta. Se va de viaje mañana...
—Ya.
Giró en redondo. Con energía se encaminó a la casa. Subió despacio las escaleras. No podía amilanarse. Si lo encontraba allí... hablaría con él con la mayor naturalidad, como si el corazón no se le partiera. Pero se le partía. Tendría que realizar un gran esfuerzo.
Al llegar al vestíbulo superior, lo vio salir de su cuarto con un maletín en la mano. Al verla a ella quedó envarado.
—Kay —susurró.
Aquella vez era ella más dueña de sí que él.
—Hola, Gerard. ¿Qué haces por aquí?
Flaco, pálido, envejecido... Sintió piedad, pero no se lo manifestó.
—He venido a recoger un traje de etiqueta. Siento haberme tomado esta libertad, Kay. No sabía que tú... pudieras venir.
—He de dar órdenes. Las vacaciones terminan.
—Ya. ¿Y los chicos? He visto a Yul el otro día. Me extrañó que no hubiese comprado el auto. Sigue intrigándome en qué pudieron gastar esos muchachos una cantidad semejante de dinero. Además..., temiendo que hicieran algo desagradable, me tomé la libertad de revisar sus cuentas del Banco. Están a cero los dos.
Kay se asombró...
—¿Qué dices? Si casi tenían una fortuna.
—Pues así es.
Sin darse cuenta, ambos estaban tratando de sus hijos como si jamás se hubiesen separado. Los dos, como de mutuo acuerdo, descendieron a la vez. Se dirigieron al salón.
—Tendrán que darme una explicación —dijo Kay, reflexiva—. No les veo gastar dinero. Se pasan la vida en la playa y en el campo. Hoy mismo, se han ido de excursión a la montaña, con la comida. No me explico en qué pudieron gastar ese dinero. —Y sin mirarle añadió—: Nunca debiste dar orden al Banco para que les permitieran hacer y deshacer con su dinero. Unos muchachos de diecisiete años, no saben aún lo que quieren ni lo que deben querer.
Se hallaban ambos en mitad del salón. Ella recostada en la repisa de la chimenea. Él, frente a ella, con el maletín en la mano.
—¿Puedo sentarme un rato, Kay? —preguntó de súbito.
Ella hizo un gesto aquiescente. Gerard la admiró. Más bella que nunca, más femenina si cabe, con aquel pañuelo en la cabeza y aquel atuendo veraniego de sencilla distinción. Y sus ojos..., aquellos ojos azules que ya no brillaban al mirarlo. Y aquellos suaves párpados que ya no se entornaban...
Sintió como si la sangre saltara a borbotones por su cuerpo. Evocó las veces que la tuvo en sus brazos sumisa, apasionada, ardiente... Los besos de Kay. Hondos, suaves a la vez, ardientes como llamas al mismo tiempo. Y las caricias de sus manos, y el aliento perfumado de su boca...
Desvió los ojos de aquel cuerpo de mujer que había sido suyo, y dijo despacio, al tiempo de sentarse en el borde de una butaca y posar el maletín en el suelo:
—Un padre no debe presionar a sus hijos. Los hijos deben tener cierta libertad de acción. Además, nuestros hijos siempre fueron modosos. Muchachos sin vicios, pegados al hogar y a la autoridad de sus padres. Y como tú misma habrás podido observar, no han sido suspendidos nunca.
—Pero han gastado el dinero que tú les diste para un auto y el importe de las cuentas corrientes del Banco.
—Tendrán que darte una explicación.
—Naturalmente. Pienso pedírsela hoy mismo.
Hubo un silencio. Se diría que, de súbito, no tenían ya de qué hablar.
Fue él, quizá más valiente o más amargado, quien dijo:
—Estás muy guapa.
—¿Debo agradecértelo, Gerard?
Le miró dolido.
—Ya no me llamas Ger.
—Por supuesto que no. —Y haciendo rápida transición, añadió—: Tengo mucho que hacer, Gerard. No he venido a la ciudad a dar un paseo.
—¿Quieres... quieres comer conmigo?
Kay esbozó una tibia sonrisa. No era de piedad ni de desdén. Una sonrisa únicamente.
—Gracias, Gerard. No sé si tendré tiempo de comer.
—¿Puedo ayudarte en algo?
—No, claro. Pero gracias de todos modos.
—Kay...
Se había puesto en pie y la miraba desde su altura. Ella lo miró a su vez. No con valentía, pero sí interrogante.
—Te pido perdón por todo el daño que te hice, Kay.
Ella parpadeó.
—No te preocupes, Gerard —dijo bajo—. Ya te perdoné.
—Te... te... encuentro distinta.
—Por mucho que una quiera, no puede olvidar.
—No has olvidado.
—No.
—¿Nunca lo harás?
—No lo sé.
—Kay..., ¿qué puedo decirte? Soy un derrotado, ya lo ves.
—No lo veo.
—Pero lo soy.
—Lo siento, Gerard.
—¿No podemos hablar con más calma?
—Imposible.
—Puedo volver, Kay, cuando hayas comido. A la tarde, cuando tú digas...
—Pienso comer y regresar inmediatamente. Además, tú te vas...
Y señaló el maletín.
—Solo por esta vez. Tomaré el avión a las once. Voy a una reunión comercial. Estaré de regreso mañana.
—Que tengas feliz viaje.
—¿No puedes decirme más?
Lo miró con dureza. Aquella dureza que él nunca vio en ella, fue lo que le dolió más. Kay, la muchacha amante, resignada, que nunca reprochó..., convertida de pronto en una mujer diferente. Fría, lejana, insensible. Era peor que si le mataran, ver a aquella Kay para él desconocida. Y lo peor de todo era que no insultaba, ni se alteraba, ni siquiera le reprochaba. Pero su frialdad, sin duda, nacía de dentro, de lo hondo, como una acusación silenciosa, que hacía más daño que si la manifestara a gritos.
—No, Gerard. Ya no tengo nada más que decirte.
—¿Y si yo te dijera a ti?
Kay se alzó de hombros. Estuvo a punto de lanzar un alarido. Que la dejara en paz. Que no la inquietara de nuevo. Pero no dijo ni hizo nada. Simplemente, yendo hacia la puerta, susurró:
—No creo que tú tengas nada que decir, ni yo nada que escuchar. Adiós, Gerard.
—Quisiera demostrarte...
—¿A estas alturas?
—¿No es siempre tiempo para rectificar?
—No, Gerard. Ya no lo es.
—Y me condenas a una soledad perpetua.
—Eso no. Tienes aquí la casa. Puedes volver cuando quieras, si tanto la necesitas. Nadie soy yo para prohibírtelo.
—Pero tú...
—No —rotunda—. No. Yo, no.
—¿Qué supone el hogar para mí sin ti?
—¿Quieres oír mis reproches? ¿Te dije yo algo a ti cuando sin piedad me dejaste sola?
Gerard bajó la cabeza. Se inclinó hacia el suelo y asió el maletín.
—Me verás como un pordiosero —dijo de súbito.
—Te veo como un hombre fracasado.
—¿Por qué no has pedido el divorcio? Pudiste rehacer tu vida. Creo que George te visita...
—¡No me ofendas!
—Tal vez él te hiciera feliz.
—Te pido que no me ofendas. He amado una vez. Solo una, y por nada del mundo quisiera volver a empezar.
La miró largamente.
—No me explico, Kay, cómo pude encontrar virtudes en otra mujer.
—Jamás has encontrado virtudes —dijo agriamente—. Encontraste placeres morbosos.
—¡Kay!
—¿Eres capaz de negártelo a ti mismo? Bien que lo hagas ante mí. Pero ante ti...
—Te has vuelto agresiva.
—Tú me obligaste.
—Estás llena de hiel.
—Toda la que tú vertiste en mi corazón.
—Kay... Kay..., no sé lo que me pasa. A veces, cuando me siento como en este instante, solo y desamparado, quisiera terminar de una vez. Miro en tomo mío y no veo nada. Desolación espiritual. Materia repugnante. Solo aquí he tenido la verdad, y no supe aprovecharla.
—Lo siento por ti. Pero, repito, aquí tienes tu hogar.
Él se encaminó a la puerta, tambaleante.
—¿De qué me serviría el hogar sin la mujer que vive en él? ¿No sería para mí peor que una cárcel? Kay, tú me amabas...
—De eso prefiero no hablar. Buenos días, Gerard.
Él la miró aún. Quedamente, susurró:
—Buenos días.
Y echó a andar con paso vacilante. Kay estuvo a punto de correr tras él, pero no pudo. Recordó aquellas interminables noches de soledad. Aquella frialdad para decirle que amaba a otra mujer...
VIII
—Ger...
—Buenas tardes, padre Diego.
—Ya te veo —sonrió enternecido el sacerdote—. Derrotado, solo... como todos los que cometen pecados sin mirar hacia atrás ni medir las consecuencias. Siéntate, hijo, siéntate.
—No vengo a nada determinado —dijo, tomando asiento con desgana—. He de asistir a una reunión comercial, seguida de una fiesta... —Se alzó de hombros—, para fiestas estoy yo.
—Ya sé que no vives con esa mujer.
—¿Lo sabe?
—Siempre lo sé todo respecto a mis amigos. Te he confesado muchas veces, Ger. Sé que no eres un pecador cínico. Eres solo un pobre pecador.
—He visto a Kay esta mañana.
—Ya.
—¿También lo sabe?
—No, por supuesto. Hace mucho tiempo que Kay no viene por aquí. Ni siquiera vino cuando tú dejaste la casa. Pero vinieron tus hijos.
Gerard alzó la cabeza con violencia.
—¿Mis hijos? —deletreó.
—Sí. Estaban muy afligidos. Además, la mujer que tú..., por la que tú dejaste la casa, tu vida y el amor de tu familia, les había engañado.
Ger se puso en pie con precipitación y se sentó de nuevo con desaliento, sin dejar de mirar al sacerdote.
—¿Qué tuvieron ellos que ver en todo esto?
—Le fueron a llevar dinero para que se marchara.
—¡Dinero...! —repitió—. Dinero...
—Sí, todos sus ahorros y el importe del auto, que tú les diste. Ella prometió que se iría..., y se quedó.
—¿Cuándo fue eso? —preguntó en un balbuceo.
El padre Diego lo contempló un segundo analíticamente. Era un hombre desconocido. Acabado, sin arrogancia, hundido en el lodazal de sus fracasos.
—¿Qué importa, Ger? Después tú dejaste la casa. Tus hijos pretendían denunciar a esa mujer, pero yo les aconsejé que olvidaran el asunto.
—Y por esa... perdí yo mi hogar, el cariño de mis hijos, el amor de Kay...
—Ocurre muchas veces, Ger, cuando los hombres solo miramos al frente, obsesionados por un deseo mezquino y vulgar.
—He sido un loco y caro lo estoy pagando.
—Tienes una esposa honesta, Ger. Ella olvidará.
—No lo creo.
—¿Le has dicho que todo había terminado?
—No. Pero en mi actitud estaba clara mi decisión.
—Pues espera.
—¿Esperar? ¿Qué debo esperar? Mi vida es como un cadáver. ¿Quién puede resucitar un cadáver?
—Dios hace milagros. Y, además, tu vida no es un cadáver, querido Ger. Es un fracaso visto a tiempo. Tienes que ganar a Kay, a tus hijos, ese hogar que has perdido.
—¿Cómo?
—Vuelve a casa.
—Y sentir a Kay fría y distante.
—Es tu deber.
—No puedo. Soy hombre. La amo. No podré dominar mis pasiones y mi ternura.
—No pensarás que después de lo ocurrido, Kay te perdone una vez más, y te admita en sus brazos y en su corazón.
—No aspiro a tanto. Pero, al menos..., a su consideración.
—Los hombres somos muy egoístas, Ger. ¿Nunca has pensado en eso?
—Solo dejé de pensar cuando creía que amaba a una mujer. A otra mujer que no era la mía.
—Ese fue tu mayor error. No se pueden vivir diecisiete años de una vida amando a una mujer, para, en unos meses amar a otra. No eres tú de esos hombres, Ger. Por eso, querido amigo, te propuse el viaje. Creí que aquello sería más que suficiente para hacerte comprender la verdad de tu vida y de tu hogar.
—Yo también lo creí. Pero la encontré de nuevo. Era como el mismo demonio tentándome.
—Creí que eras más fuerte.
—Y lo soy. Pero hay cosas que a los hombres nos ciegan, padre.
—Lástima de ceguera, amigo Ger. Una ceguera estúpida, que nunca hiere los ojos.
Hablaron mucho, sin grandes resultados. Cuando se despedían, el padre Diego insistió:
—Baja de tu pedestal soberbio. Ve a humillarte a Kay y dile que te permita vivir con ella.
—No quiero las cosas así.
—¿Acaso esperas que te llame ella?
—No quiero su piedad, padre. Necesito su amor. No soy hombre que viva sin él.
El sacerdote distendió la boca en una sonrisa comprensiva.
—Tú lo has destruido, Ger. Tendrás que ganarlo nuevamente.
—Usted sabe que no será fácil.
—Tratándose de Kay, lo será para bien tuyo. Y repitiendo el tópico, te diré que donde hubo fuego siempre quedan rescoldos.
* * *
Kay acababa de llegar a la casita de la costa, cuando vio el auto de su marido penetrar en el pequeño jardín.
Se quedó paralizada. ¿Qué deseaba Ger? ¿Hacer más dolorosa aún su agonía?
Lo vio saltar al suelo y caminar presuroso hacia ella. Se puso en pie. Lo esperó bajo el porche.
—Kay —dijo quedamente, un tanto nervioso—, me creí en el deber de venir, porque tengo algo que decirte. Ya sé que no quieres saber nada de mí.
—Eso no es cierto —cortó secamente—. Una cosa es que no desee ser de nuevo tu mujer y otra que lo sea. Y, pese a todo, lo soy.
—Gracias, Kay —susurró tristemente—. No he venido a hablar de ti ni de mí, sino de nuestros hijos. Ya sé en qué gastaron el dinero. Por favor, no les preguntes nada.
—Yo..., ¿no puedo saberlo?
—No creo que merezca la pena.
—Entonces, ¿a qué has venido?
Quedó desconcertado. Cierto. ¿A qué había ido? ¿Por verla a ella otra vez? ¿Por oír su voz? ¿Por ver a sus hijos?
—Permíteme que me siente, Kay. Un rato nada más.
—Puedes hacerlo.
Se dejó caer en la extensible y encendió un cigarrillo. Los dedos que sostenían el encendedor temblaban perceptiblemente.
—Tus hijos, nuestros hijos —rectificó con ronco acento, sin mirarla a ella, que seguía de pie, esperando— han querido evitar la destrucción de nuestro hogar. Reunieron dinero y se lo llevaron... a aquella mujer. Ella los engañó. No se fue. Nada supe...
—Mis hijos —susurró Kay— hicieron eso...
—Sí, Kay. Y yo... —apretó las sienes con ambas manos—, yo, insensato de mí, yo...
—No te recrimines ahora, Gerard. Ya no merece la pena. Lo que me asombra es que, siendo el hombre que eres, el hombre que yo siempre creí que eras, te apasionaras por una basura así.
—Kay, Kay, compréndeme...
—¿Qué debo comprender? —preguntó con rudeza—. ¿Tu desolación de hoy, o tu soberbia de ayer?
—Nunca me perdonarás.
—Te perdoné, sí, pero no sé si podré jamás disculparte. Marchas de viaje esta noche —añadió sin transición—. Vas a perder el avión.
—Y cuando vuelva —susurró él, como para sí mismo— sentiré sobre mí la soledad del hotel, la calle, que parece hundirse bajo mis pies, el aire, que parece hundirme el pecho, la oficina, donde todos me miran con asombro...
—Vuelve a casa —dijo ella como una estatua. Tal era su indiferencia y su frialdad.
Era imposible que aquella misma mujer fuera la Kay de antes. La muchacha apasionada, llena de ternura, que se arrodillaba junto a él y le acariciaba las sienes, y cuando llegaba cansado a casa, le daba masajes, y la que pedía con suavidad y ternura que le refiriera todo cuanto había ocurrido en los astilleros. La mujer que lo comprendía y compartía sus penas, sus noches de amor, sus alegrías íntimas. Y era aquella mujer hermosa, atractiva, morena por el sol, de carne prieta y mórbida, que lo miraba con suma frialdad. Aquella mujer que no tenía matices en la voz, ni brillo en los ojos, ni sonrisa en su boca.
La había perdido para siempre y él iba a enloquecer.
—Siento cuanto ocurre, Gerard —dijo Kay nuevamente—, pero no puedo remediar tus males. Ni siquiera mitigarlos.
La miró largamente.
—No sientes nada por mí.
—Piedad.
Gerard se puso en pie con precipitación.
—Piedad —repitió, dolido—. Piedad. Lo que sentirías por un mendigo que llegara a tu puerta pidiendo un mendrugo de pan.
—Sí. Con la diferencia —admitió despiadada, con el corazón desgarrado, pero ocultando aquel desgarramiento— de que el mendigo es el padre de mis hijos.
—Tú no te has olvidado de lo felices que fuimos.
—No —rotunda—. Y eso es lo que más me hiere. Que hayamos sido tan felices y que tú lo hayas olvidado.
—Yo, no.
—Para huir de mí, sí. Para despreciarme, si.
—Nunca, nunca te he despreciado.
—Los hechos demostraron lo contrario, Gerard. Además, nunca pensé hablar de nuevo de esto. Quiero olvidar. Vete a casa, si quieres, vive de nuevo con nosotros, siente Junto a ti el cariño de tus hijos, mi presencia.
—Tu presencia vacía.
—No querrás que encima te ame y te admire.
—No, Kay, no. No pido tanto. En realidad, ya no sé lo que pido.
Se puso en pie y la miró desde su altura.
—Me pregunto —dijo, dando un paso hacia el auto— cómo pude estar tan ciego. Cómo pude destruir mi felicidad, por algo tan falso y tan ruin.
—Porque los hombres sois unos inconformistas.
—No puedo responder a tus reproches, Kay. No debo responder, porque realmente nada tengo que decir en mi defensa. Eso es lo terrible. Que me encuentro atado de pies y manos, solo y desengañado, y no tengo dónde desahogarme.
—Vas a perder el avión, Gerard.
—Gracias, Kay... Muchas gracias.
—¿De qué?
—Por haberme oído, al menos. Adiós.
* * *
Regresaron a Wyandotte a finales de semana.
Instalarse de nuevo en el hotel de la avenida residencial era recordar. Era vivir en evidencia. Gerard en un hotel, ellos en el hogar. La gente murmuraba. No era una capital grande, donde todo pasa inadvertido. Era como un pueblo de treinta mil habitantes, donde cada vecino conoce la vida del otro.
Además, ellos eran demasiado conocidos para pasar inadvertidos.
Los dos hijos la miraban interrogantes, como si no se atrevieran a formular la pregunta que quemaba sus labios. Aquella noche, Yul fue, como siempre, el atrevido.
—Vas a quedarte sola, mamá, cuando nosotros marchemos.
—Aún tenéis un mes para estar aquí.
—Pasa pronto.
—No me asusta la soledad —mintió.
—Yo creo, mamá, que si papá...
—Yul —cortó con violencia desusada en ella—. No te metas a redentor. Te ruego que vivas un poco al margen de este asunto.
Yul bajó la cabeza y cuando se retiró con su hermano, dijo a este:
—Mañana iré a ver a papá a la oficina.
—¿Qué vas a decirle?
—No lo sé. Soy hombre y no sé aún lo que podré hacer de mi vida. Quizá caiga en el mismo pecado.
—Eso no evitará la tragedia de nuestro hogar.
—Quizá sirva de precedente para el mío, cuando lo tenga.
Fue a ver a su padre.
George y Gerard se hallaban juntos en el despacho, cuando Mitsy anunció la visita de Yul.
Los dos hombres se miraron.
—Han llegado ayer —explicó George.
—Tú siempre sabes las cosas de mi familia. —Y con rabia añadió—: No puedo sentir celos. No puedo, y los siento como tenazas apresarme el pecho. Eres mi mejor amigo y jamás me diste motivos de queja. Y no obstante, cuando supe que estuviste junto a ella, sentí odio. Te odio, George, cuando te imagino al lado de Kay.
—Cálmate, Gerard. Y recibe a tu hijo.
Dicho esto, se perdió en la puerta giratoria. Yul entró en aquel instante. Se acercó a su padre con timidez, le besó en la mejilla y sonrió como aturdido.
—He venido a verte, papá.
—Ya te veo, hijo —susurró, emocionado a su pesar—. Estás muy bien. ¿Y tu madre? ¿Y Paul?
—Paul quedó abajo. No se atrevió a subir. Dice que soy muy audaz.
Gerard se sintió pequeño. Audaz un hijo por visitar a su padre. Era demasiada crueldad.
—Siéntate, Yul. Ya sé que fumas —rio, haciéndose el humorista—, pero no me gusta que lo hagas delante de mí.
Yul, a su pesar, se ruborizó.
—¿Quieres comer hoy conmigo, hijo?
Yul dudó un segundo. Quería decir algo y no sabía cómo decirlo.
—¿No quieres, Yul?
—Sí, papá. Pero quizá sería mejor que vinieras tú a comer a casa, con nosotros.
Gerard se menguó. Con reprimido anhelo, preguntó:
—¿Te... te... mandó tu madre?
Yul bajó la cabeza.
—No.
—¡No! —repitió Gerard—. Ya. No, Yul. Agradezco tu buena intención, pero no puede ser.
—Sí mamá me enviara..., ¿irías?
—Tendría que decírmelo tu madre por teléfono o personalmente. No quiero ser un intruso en vuestro hogar.
—Eres mi padre.
—Sí, hijo mío, y nunca supe que me enorgulleciera tanto de serlo. Pero hay cosas que tú aún no comprendes.
—Las comprendo. Soy hombre.
Por encima de la mesa, Gerard alargó la mano y puso los dedos sobre los de Yul. Se los oprimió suavemente.
—Eres un gran muchacho, Yul. Un gran muchacho, pero aún te falta mucho para ser hombre. Cuando lo seas, no cometas estos errores. Se pagan caros. —Con rápida transición, añadió—: Iremos a comer al restaurante de aquel día. ¿Quieres? Los dos, y hablaremos de ti, de tus estudios...
—Sí, papá.
—Ve y dile a Paul que nos acompañe.
—No puede dejar sola a mamá.
Sonrió enternecido. Volvió a oprimir sus dedos.
—Es cierto, hijo. Es muy cierto.
* * *
Paul no se atrevía a decirlo. Adoraba a su madre. También quería a su padre, pero le dolía lo que había hecho con su madre.
—¿Dónde está Yul? Ya sabes, querido, que no me agradan los atrasos a la hora de comer.
—Pues...
Kay notó algo raro en su hijo.
Se inclinó hacia él, alarmada.
—¿Qué le pasa a Yul? —preguntó anhelante—. ¿Dónde ha ido?
—Pues... a..., a la oficina de papá. Se ha ido a comer con él.
Kay sonrió tan solo. Tal vez Paul consideraba que aquello era una ofensa para ella. No lo era. Gerard nunca dejaría de ser para ella el Ger que amó siempre. Y el hecho de que sus hijos no lo olvidaran la llenaba de orgullo, a pesar de todo.
—¿Por qué no has ido tú, Paul? Debiste acompañarles.
El muchacho abrió mucho los ojos.
—¿Yo? ¿Con ellos? Claro que no.
—¿Por qué?
—Papá...
—Papá os ama, Paul.
—Pero a ti...
—Querido Paul, a mi me ama también. Tú no puedes comprender ciertas cosas. Hay algo, Paul, hijo mío, en la vida de dos seres que viven juntos durante años, que tienen hijos en común, que no se rompe nunca. Deseo que no olvides eso, Paul, y lo tengas presente cuando seas hombre y formes tu hogar.
El chico bajó la cabeza.
—Sí, mamá.
—Ahora, cuando hayamos terminado de comer, irás al restaurante donde sabes que comieron ellos. Irás a tomar el café en su compañía.
—Mamá...
—¿Es que no quieres a tu padre?
—Te hizo daño —dijo, rencoroso.
—No me hizo daño a mí, Paul querido. Se lo hizo a sí mismo. Yo le amo. Nunca dejaré de quererlo, ¿no comprendes?
—No, mamá.
—Es que te faltan muchos años para comprenderlo. Ve, hijo. Y mira a tu padre de frente. No olvides que los santos, antes de ser santos, fueron pecadores.
—No concibo que haya mujeres como tú, mamá.
—Cuando lo concibas, busca una que no guarde rencor en su corazón, y serás feliz.
—Te admiro mucho.
—No me admires —dijo con una sonrisa llena de ternura, al tiempo de inclinarse y besarle en la frente—. Piensa que te hablo desde mi posición de madre y esposa. Pero no desde mi posición de mujer.
* * *
Al anochecer, cuando ya sus dos hijos se hallaban en el estudio, el padre Diego llegó a visitarla.
—Padre, no lo esperaba tan pronto.
—Soy viejo —rio el sacerdote—, pero aún tengo fuerzas para visitar a mis amigos. Ya sé —añadió con su habitual franqueza— que esta mañana tu hijo Yul comió con su padre en un restaurante. ¿Sabes lo que eso significa? Poner más en evidencia vuestro lío familiar.
—Padre.
—Tienes que morder tu ira de mujer, Kay, y permitir que Ger vuelva al hogar. Vivid separados, no os habléis, pero, por favor, evitad el escándalo, no solo por el mundo, sino también por vuestros hijos.
—Que venga —dijo bajo—, no le echaré.
—No basta eso. Tienes que poner de tu parte algo mucho más importante, Kay. Tu resignación, tu paciencia, tu piedad y, sobre todo, tu perdón y tu olvido.
—Me pide demasiado.
—Es tu deber. Nunca suelo pedir a mis feligreses más de lo que puedan dar y de lo que su deber les permite.
—¿Y qué debo hacer? Dígalo usted.
—Recíbelo cuando llegue a esta casa de simple visitante, y ayúdalo cuando te hable del futuro de vuestro hogar.
—En las condiciones que él pretende volver, no, padre. No puedo.
La miró fijamente a los ojos.
—No puedo, ni quiero.
—Díselo así, pero al mismo tiempo, comprended la situación de vuestros hijos y haced algo los dos en bien de ellos.
—Se lo prometo, padre.
—Sabía que lo harías, Kay.
IX
La visita de Gerard la recibió al día siguiente.
No le sorprendió cuando se la anunciaron. La doncella lo hizo de modo especial, pero ello no consiguió inquietar a Kay.
Hermosa, gentil, más femenina que nunca, si esto era posible, Kay se dirigió al salón con lentitud. Se diría que jamás aquel hombre la había conmovido. No era así. Lo amaba aún. Tal vez lo amara más que nunca y por varias razones. Primera y principal, porque jamás, en ningún momento, dejó de amarlo. Segunda, porque sabía que él la amaba a ella. Y la tercera, porque además de sentir aquella intensidad sentimental, experimentaba una honda piedad.
Pero nada de esto era suficiente para evitar que pensara de otro modo con respecto a la convivencia con su marido. El hecho de que él se hubiera ido de casa, de que ella estuviera a punto de pedir el divorcio, de que aunque solo fuera por un instante, hubiera amado a otra mujer o la hubiera deseado, revolvía cuanto de sereno había en ella. Y Kay siempre fue la serenidad hecha mujer.
En aquel instante, que consideraba decisivo en su vida de mujer, lo estaba demostrando. Ni un músculo de su bello rostro se contrajo, ni se alteró la expresión de sus melados ojos.
Vestía un modelo de mañana, de hilo color cereza. Destocado y sin mangas, haciendo destacar su carne morena y prieta. Sobre los altos tacones, gentil, atractiva en verdad, Kay Wills se presentó en el salón como si se dispusiera a recibir una visita de cumplido. Cierto que el corazón se le desgarraba. Cierto que estaba dispuesta a admitir a Gerard en su hogar, cierto asimismo que lo amaba con intensidad, pero no era menos cierto también que no estaba dispuesta a ceder ni un ápice en su posición de mujer digna.
Fue fácil perdonar a Ger cuando aún creía en él. Cuando salieron juntos en el yate y realizaron aquel viaje maravilloso e inolvidable. Pero no era tan fácil perdonar y olvidar lo que Ger hizo después. No. Ella no era una santa. Ella era una mujer y estaba herida.
Cuando empujó la puerta y apareció ante Gerard, este, de espaldas, contemplaba absorto un viejo cuadro pintado mucho antes por un amigo, representando un paisaje y, al fondo, él sentado a su lado, mirándola...
Cuando se realizó aquel cuadro, acababan de casarse. Estaban en viaje de luna de miel.
—Buenos días, Gerard —saludó con la mayor naturalidad.
Él se volvió como impulsado por un resorte.
Se la quedó mirando embobado. Aquella era su mujer. Había tenidos dos hijos con ella. Habían convivido durante diecisiete años. Jamás hubo entre ambos una discusión, hasta que él falló... Y aun así, Kay se limitó a reprocharle con suave acento. Y ahora aquella mujer lo miraba como hubiese mirado, como siempre miró, a cualquier personá desconocida que estuviera libre, no ligada a ella por nada.
—Kay... he venido.
Lo dijo a lo simple. Ella movió los labios en una sonrisa indefinible.
—Ya te veo.
—No me queda ni siquiera la dignidad de poder vivir lejos de vosotros.
—Ya.
—Necesito volver a sentirme hombre de hogar, Kay. Solo deseo que consideres eso. Ya no pido tu ternura, ni tu amor.
—Sería el colmo que lo hicieras.
—No volverás a creer en mí, ¿verdad?
—No lo sé, Gerard. Tampoco deseo levantar una polémica sobre esto. Has venido a quedarte: quédate. Después de todo, aquí están tus hijos y el hogar que siempre te perteneció.
—Será triste para mí vivir así.
—Más triste para mí fue verte marchar.
—Y no me detuve —dijo él, quedamente, como reprochándose a sí mismo.
Ella no respondió.
Estaba envejecido. Más aún que cuando lo vio por última vez. Envejecido, como acabado.
—¿Has traído tus cosas? —preguntó con naturalidad.
—Sí. Las tengo en el auto.
—Diré a una doncella que las suba a tu alcoba.
—¿Cuál, Kay?
Lo miró censora.
—La tuya, por supuesto.
—Con la puerta cerrada.
—Naturalmente —admitió con frialdad.
—Nunca creí que serías tan..., tan... dura.
Kay se volvió con cierta violencia desusada en ella.
—¿Qué quieres? ¿Qué esperas? ¿Que encima te felicite? Me has dejado en evidencia delante de todos. Me has humillado y postergado. Pero ten presente que nada de esto tomo en cuenta. Lo que me duele, lo que no puedo olvidar, es que hayas pensado, solo pensado, porque nunca consideré realidad lo ocurrido, que amabas a otra mujer.
—No la amé, Kay.
—Es que sería una aberración por tu parte lo contrario. Y tú no eres hombre que sienta aberraciones.
—Y reconociéndolo así...
—¿Para qué, Gerard? ¿Para qué vamos a hablar de algo que nos lastima a los dos? Pareces cansado. Ve a tu cuarto. Descansa. Olvida el pasado.
—¿Y tú? —preguntó roncamente—. ¿Y tú? ¿Olvidarás tú el daño que te hice?
Lo miró sin expresión.
—No creo que sea este el momento propicio para hablar de ello.
Le señaló la puerta. Gerard estuvo a punto de echar a correr, pero ya no podía. Aquel era su hogar. Allí estaban sus dos hijos y ella. Sabía ya demasiado de sus dolorosas soledades. Dio un paso al frente y salió seguido de ella.
* * *
Dejó la ventana y miró a su hermano.
—Papá ha vuelto.
Paul no se inmutó. Lo esperaba. Tenía un libro entre las manos y leía algo con verdadero interés. Ni siquiera levantó los ojos cuando oyó a Yul.
—¿Me has entendido, Paul?
—Sí —admitió este, sin moverse—. Lo he oído. No quisiera estar en su situación. No entiendo mucho de estas cosas. Voy dándome cuenta de que cada día entiendo menos. Pero, repito, no quisiera estar jamás en la situación de mi padre.
—Ha faltado, Paul —susurró, sentándose en el borde del lecho, junto a él—, pero es bueno. Papá siempre fue buen padre y buen marido.
Paul lo miró serenamente.
—Jamás vi llorar a mamá. ¿Me entiendes, Yul? Jamás. Y la vi llorar ahora muchas veces, a escondidas, cuando papá se fue sin piedad alguna.
—Son cosas de hombres —rezongó Yul.
Su gemelo se puso en pie y fue a poner el libro en el estante. Al dar la vuelta encontró los ojos de Yul fijos en él, esperando tal vez una respuesta.
—Nunca haré estas cosas, por muy hombre que sea. —Y sin transición, añadió—: No sé lo que harán ellos cuando nosotros nos vayamos a Nueva York. Me imagino que no les será fácil la convivencia.
—Se han amado.
—Tú lo has dicho. Se han amado.
—Volverán a amarse.
—Puede que si, Yul. Pero si no es así, será muy duro para mamá vivir en este suplicio.
—¿Es que tú preferías que papá viviera lejos de nosotros?
—Lo que no quiero es que mamá sufra. Lo demás, no me importa.
Yul se inclinó hacia él como una catapulta.
—Admiro y quiero a mamá tanto como tú. Pero también admiro y quiero a mi padre, y encuentro para él una disculpa.
—Yo, no.
—Porque no le quieres.
—Porque le condeno, ¿te enteras? No soy un aventurero, nunca lo seré. No considero las pasiones humanas tan fuertes como para dominar a un hombre del temple de papá y hacerle olvidarse de su hogar, de sus deberes de marido y de padre. Te diré algo más, Yul... Hay algo que no haré jamás. ¿Sabes qué es? Tener una amiga. Seré amigo de todas las mujeres, si quieres, pero jamás seré amigo de una determinada, excepto de mi mujer, al día que me case. Y sabré muy bien cuáles son mis responsabilidades, pues te aseguro que este fue un precedente que no olvidaré jamás.
Yul no supo qué responder. Para él también lo había sido, pero no era tan real y tan contundente como su hermano. No sabía lo que haría aún en el futuro de su vida. Pero aun así, no le cupo duda alguna de que Paul haría como decía. Eran gemelos, nacieron el mismo día y casi a la misma hora, con solo unos minutos de diferencia, y no obstante, eran muy distintos.
—Siento piedad por papá —dijo Yul, reflexivo—. Ayer, cuando estábamos comiendo, parecía un pobre hombre; papá, que siempre fue un gran hombre, de una personalidad anuladora.
—Ello me afianza más en mi modo de pensar. Los errores de esa índole se pagan caros. Pierde uno hasta el modo de andar. Por otra parte, querido Yul, siento por papá tanta piedad como tú, pero aún no aprendí a disculpar sus ligerezas. Ya no somos críos, ¿verdad? Somos hombres y comprendemos las cosas. Ya no se nos puede engañar con un caramelo. Ya sabemos también lo que es una mujer y lo que son los deseos. Ya sabemos, asimismo, que ambas cosas pueden doblegarse con un poco de voluntad.
—Vas a ser un héroe —rio Yul, irónico.
—Te equivocas. Solo pretendo ser un hombre. Un hombre digno, eso si. Respetaré a mis semejantes y exigiré que se me respete de igual modo. Nunca seré un muñeco. Y no trataré a los demás como si lo fueran.
—¿Pretendes que te admire?
—No —rotundo—. Pretendo tan solo que comprendas que para mí, lo que hizo papá no fue un juego. Fue algo muy grave, que caló hondo.
—Y se lo vas a demostrar.
—No lo sé. —Y haciendo rápida transición, al tiempo de dirigirse a la puerta, añadió—: Voy a dar un paseo.
* * *
Durante los primeros días, Gerard Wills vivió en su hogar como una sombra. Se diría que toda aquella arrogancia del hombre que suponía Gerard antes de dejar la casa, ya no existía. Salía muy de mañana para el trabajo y regresaba a la hora de comer. Lo esperaban ya sentados en torno a la mesa del comedor. Saludaba en general y se sentaba. Comía en silencio. Solo Yul hablaba con él. A veces hablaba demasiado. Después de tomar el café en el salón, se despedía con un suave «hasta luego». Regresaba a las siete de la tarde. Sus hijos no se hallaban en casa. Kay sí. Siempre en su puesto. Bonita, gentil, femenina. Unas veces sentada en la terraza, otras en el saloncito, bajo la ventana abierta, haciendo punto, las más en el jardín, cortando flores.
Donde quiera que estuviera, él, suave, galante, amable, iba a su lado. Si se hallaba en la terraza, se sentaba junto a ella y comentaba algo del tiempo. Siempre una puerilidad que ella contestaba con la misma indiferencia amable. Si cortaba flores en el jardín, asía el cesto y, silencioso, iba tras ella. Si estaba en el salón, saludaba y se sentaba a su lado. La conversación entre ambos era simple, sencilla y banal, como si por medio de aquellos tópicos trataran de ahuyentar lo que verdaderamente sentían.
Yul, cuando se hallaba en casa, estaba siempre pendiente de su padre. En cambio, Paul apenas si reparaba en él. Se diría que no lo notaba.
Tanto fue así que un día hallándose Kay en el salón haciendo punto cuando llegó su marido, este avanzó, se dejó caer en un sillón frente a ella y dijo de súbito:
—Cierto es que entre tú y yo pasaron cosas. Cosas que te hice yo y de las cuales me siento responsable y arrepentido.
Ella alzó la cabeza y lo miró suspensa, interrogante. ¿Qué iba a decir? ¿A pedirle que fuera para él lo que siempre había sido? Sería demasiada tortura oírle y tener que apartarlo de sí. En realidad la vida junto a él era un suplicio constante. Porque amarlo y renunciar por no poder olvidar, era tanto como una lenta y agotadora agonía.
—Me refiero a Paul, Kay.
—¿Paul? —se asombró.
—Bien está que tú me censures y soporte pacientemente tu desdén...
—No siento desdén —cortó breve.
—Lo que sea. ¿Qué más da, si el resultado es el mismo? Pero tu hijo...
—Nuestro hijo —rectificó ella.
—A veces pienso que Paul es tu hijo tan solo.
—No digas eso.
Él se alzó de hombros.
—Me huye, y si por fuerza tiene que dirigirme la palabra, lo hace sin mirarme de frente. Él no perdona.
—No he visto en Paul actitud distinta a la de su hermano.
—Pues existe. —Encendió un cigarrillo y fumó aprisa—. Es doloroso para un padre vivir... como vivo yo. Cierto que cometí errores, pero hasta los santos los cometieron. He pagado bien caro dichos errores. ¿No es suficiente, que aún tengo que soportar el desdén de tu hijo?
Hablaría con Paul. No podía soportar el que los hijos hicieran a su padre responsable de lo ocurrido. Tal vez lo era, pero no por completo. Muchas cosas habían concurrido para que Gerard perdiera la cabeza. Y aun cuando no existiera ninguna, Paul no era nadie para censurarlo hasta aquel extremo.
—Lo siento, Kay. No pensaba decirte nada, pero...
—Cállate, Gerard.
—Ya no me llamas nunca Ger.
Ella apretó los labios. Deseaba llamárselo. La verdad era que cada día transcurrido olvidaba más la humillación sufrida por la absurda actitud de su marido. Pero no quería. No podía olvidar totalmente. Nunca se había propuesto olvidar definitivamente.
Gerard se inclinó súbitamente hacia ella y metió la cabeza bajo la de Kay. La miró largamente a los ojos. Ella entrecerró los suyos. En aquel instante era como si el tiempo no hubiese transcurrido y ella y Ger fueran dos enamorados que iban a echarse uno en brazos del otro en cualquier instante.
—Kay..., ¿no me lo volverás a llamar?
—No lo sé.
—Aunque solo sea por consideración al pasado...
—¿Te bastaría?
—No.
—Entonces...
—Perdóname, Kay. Fue todo tan absurdo, tan inconcebible... Cuando lo pienso, me pregunto si fui yo o el demonio, que me guio adrede para perder aquella felicidad infinita que sentía junto a ti. ¿Qué habré hecho para que mi castigo sea así? ¿Tan difícil de llevar?
—Cállate, Gerard.
—No puedo. Si pudiera, hubiera huido, Kay. Pero no puedo. Eres toda mi vida, y mi hogar, como un refugio del que no se puede prescindir, y mis hijos... como si fueran los pilares de mi vida. Tú comprendes, ¿verdad?
Kay asintió con un breve golpe de cabeza. Aún tenía a Ger allí mismo, quemándole con su aliento. Con sus ojos muy cerca de los suyos... Unos ojos ávidos, de inteligente expresión... Los mismos ojos de antes.
Apartó los suyos, pero Ger no se retiró.
—Kay, Kay vivir a tu lado es una ventura y una tortura. ¿Tú comprendes eso? Me conoces...
—Sí, te conozco...
—¿No queda en ti un poco de afecto para mí? Un poco tan solo. No te pido tu pasión, Kay. Por Dios, no. Pero sí tu tolerancia.
—Te he amado demasiado —susurró ella agotada— para darte tan solo mi tolerancia. Además, aparte de que yo no podría darte tan poco, de darte algo, tú no te conformarías.
—No, tal vez. Pero vivo demasiado solo. Tú no sabes lo que es vivir así —su voz apenas era perceptible—. Estar en el trabajo, pendiente de volver a casa, vivir en casa como un invitado, vivir por las noches viendo aquella puerta cerrada... es una agonía, Kay.
No respondió. Para ella también lo era.
—Un día —añadió Ger bajísimo, como si se diera una razón a sí mismo— no podré más. Me iré lejos..., Kay.
—No seas loco.
—Me iré, si.
Se oyeron pasos en el vestíbulo y las voces de los gemelos.
Ambos se apartaron bruscamente.
* * *
Alcanzó a Paul en la cancela, cuando este se marchaba.
Kay cortaba flores como todas las mañanas y vio salir a su hijo.
—Paul —llamó.
—Te he buscado por la casa para despedirme, mamá. ¿Qué haces con tantas flores? Déjame que te diga que tú pareces otra más.
—Piropeador —rio ella, irónica—. ¿Dices eso a las chicas?
—Hace tiempo que no tengo chicas —gruñó Paul—. Hay algo más importante que las mujeres.
—¿Como qué?
—Los estudios, la dignidad personal...
—No vas a perderla por salir con chicas —rio Kay, sabiendo por dónde iba Paul—. Ven, hijo. Quiero hablar contigo.
Se colgó de su brazo y añadió:
—Demos un paseo por el jardín. Yul ya se ha ido.
—Lo sé.
—¿No haces tertulia con tu gemelo?
—Él tiene sus gustos.
—De los cuales tú no participas.
—Eso es.
—¿Por considerarte superior a Paul?
—¡Mamá!
—Sí. Eso me pregunto. Te vengo observando desde que papá llegó a casa... nuevamente. Me pregunto intrigada qué es lo que sientes. Si complejos de superioridad o de inferioridad. Cualquiera de los dos son peligrosos.
—No te comprendo, mamá.
—Me comprendes. Y no quisiera ser más explícita. Ten presente que todos los seres cometemos errores. No vayas a pensar que tú, por ser como eres, y no pasear con chicas, vas a dejar de cometerlos. Son cosas que Dios da a cada uno de nosotros para probamos.
—¿Y dices tú eso? ¿Tú, que tanto te han ofendido?
Kay suspiró.
—Tal vez esa ofensa es algo enviado por Dios para probarme.
—Mamá...
—Por favor, Paul, baja de las nubes y mira con ojos humanos cuanto te rodea. No quiero que vuelvas a dirigirte a tu padre con desdén.
—Te ha humillado.
—Y yo, desgraciadamente, le estoy humillando a él. ¿Te parece poco castigo?
—Yo nunca cometeré ese error.
—Cometerás muchos más, porque ya estás cometiendo uno. Censurar a tu padre, cuando eres un chiquillo que aún desconoce la vida. ¿Quién te dice a ti que lo ocurrido no fuera provocado por mi actitud? ¿Quién te asegura que tu padre no hizo más que probarse a sí mismo?
—Mamá...
—Te lo ruego, Paul. Vuelve a ser para tu padre lo que siempre has sido.
—No te comprendo, mamá. Yo te admiro.
—¿Y bien?
—Y no concibo que aún defiendas a papá.
—Le amo. Y él me ama a mí. Los dos hemos cometido errores.
—Tú, no.
—Yo sí. Y te ruego que lo admitas así y cambies tu actitud absurda.
—Escucha, mamá. En cierta ocasión sacamos todos nuestros ahorros del Banco y el importe del auto, que él nos había dado, para dárselo todo a aquella mujer, con el fin de que se fuera de aquí.
—Lo sé.
Paul abrió mucho los ojos.
—¿Lo sabes?
—Naturalmente. Me lo dijo tu padre. A él se lo dijo el padre Diego.
—¡Oh!
—Cometisteis un terrible error.
—Pero...
—No más conversación sobre esto, Paul. Tu padre está aquí, en esta casa, ocupa el lugar que le corresponde, y tendré que censurarte mucho si no lo consideras así.
—Me pides tú eso.
—No te lo pido, hijo mío. Te lo exijo —y con ternura añadió—: Ya sé que me quieres mucho, pero olvidas que yo no soy feliz si no quieres igualmente a tu padre.
—Eres muy buena, mamá... —dijo él, admirativo.
—No, Paul. Soy mujer, madre, esposa... y os amo a todos, a pesar de lo ocurrido.
X
Se lo dijo a la hora de comer. Sus hijos estaban presentes.
—Me gustaría ir al teatro, Kay. ¿Tienes inconveniente en acompañarme?
Claro que lo tenía. Se sintió sofocada, sin poderlo remediar. Ir al teatro con él, exponerse a que todos la vieran. Desde luego, a ella los prejuicios la tenían muy sin cuidado. Lo peor era el tête-à-tête con su marido.
—No, Gerard. No tengo ganas.
Él pareció desilusionado. No se atrevió a insistir. Pero, entonces, Yul exclamó:
—¿Y por qué no, mamá? Es una compañía estupenda. ¿Verdad, Paul? —Sin esperar el asentimiento de su hermano, añadió—: Hemos ido nosotros esta tarde. Además, hace un siglo que no sales de casa.
—Querido, no te metas en estas cosas.
—El chico tiene razón.
Entonces intervino Paul, con su voz de hombre maduro:
—Debes ir, mamá. Aparte de que la compañía es muy buena, es hora, como dice Yul, de que ambos salgáis de este agujero.
Gerard miró a su hijo y le sonrió con ternura, como si le diera las gracias. Después miró de nuevo a su esposa.
—Te lo ruego, Kay.
—Pero... si no lo deseo.
—Cuando salgas a la calle —insistió él— te parecerá imposible haber estado tanto tiempo sin salir.
—Yo opino como papá —exclamó Paul.
El otro gemelo intervino también.
Los tres contra ella. Era demasiado. Terminó por ceder.
—Está bien, está bien, pesados. Iré a vestirme.
Se sentía nerviosa. Por primera vez, desde que Gerard regresó a casa, sentía como una nerviosidad extraña, como si estuviera cohibida.
—Entonces, iré yo a vestirme también —dijo Gerard, poniéndose en pie.
Salieron juntos.
—Si es un sacrificio para ti, Kay... —dijo él, tímidamente.
—No.
—Temo haberte forzado.
—Claro que no.
—Los chicos se han portado como héroes.
—Sí.
Subían las escaleras a la par. En el vestíbulo superior se detuvieron.
—Kay...
Lo miró interrogante.
—Quisiera que te sintieras feliz. Soy absurdo, porque tal vez pretenda un imposible.
—Vayamos a vestimos. Hasta luego.
Se perdió en su alcoba. Ger, lentamente, se dirigió a la suya, separada de la de su esposa solo por una puerta.
Kay se vistió con cuidado. Peinó su cabello hacia arriba, formando un moño que la hacía más femenina. Calzó altos zapatos y se puso un vestido descotado, ajustado a las caderas, haciéndola aún más esbelta. Pintóse un poco el rostro. Nunca se pintaba mucho. Un rabito, haciendo más rasgados el dibujo de los ojos y una pincelada en los labios. Se perfumó. Dio una vuelta ante el espejo.
—Kay...
Se estremeció. Quedó erguida en mitad de la habitación.
—Kay, ¿puedo pasar un segundo?
Como un autómata ella fue hacia la puerta.
Descorrió el pestillo con mano temblorosa. La puerta se abrió. Allí estaba Ger, como antes, como si nada hubiese ocurrido. Con el cabello aún húmedo, la corbata a medio poner y sonriente.
—No soy capaz de hacer el nudo de la corbata, Kay.
—Dame.
Se acercó a él. Quedaron ambos en mitad del umbral.
Tan cerca, aspirando su perfume... Fue fácil elevar los brazos y apresarla.
—Ka...
—Suelta —dijo ella con un hilo de voz—. Te estoy haciendo el nudo.
—Kay...
—Por favor...
Sus dedos temblaban en la garganta de Ger. Este la cerraba en su cuerpo. Sentía el cuerpo de él con ardor, pegado al suyo. Un calor extraño la invadió.
—Kay..., no sé lo que me pasa.
Sí lo sabía. Le pasaba lo que a ella.
Pero en vez de decirlo, susurró tan solo con ahogado acento:
—No..., no me dejas hacerte el nudo.
—Es que...
—Estate quieto.
El nudo quedó hecho. Ger no la soltó. Era tan maravilloso tenerla así...
—Vamos..., vamos a llegar tarde.
Se inclinó. La dobló en su cuerpo. Buscó su boca. Antes de llegar a ella, sus ojos chocaron.
—Kay... uno solo...
Ella entrecerró los ojos. Aunque en aquel instante hubiera querido apartarse de él, no hubiese podido. Había algo, como un aleteo del pasado que los aprisionaba.
—Kay...
—Déjame.
Estaban muy cerca. Tanto, que fue sumamente fácil abrir los labios y apresar los de Kay. Fue una eternidad. Ella sintió que todo volvía. Que aquella boca jamás le sería desconocida. Él sintió que aquella mujer jamás dejó de ser para él la única mujer. Fue como un milagro. Pero aun así, se apartaron, ambos cohibidos. Él se la quedó mirando largamente. Kay alisó maquinalmente el cabello. Estaba sofocada, violenta, inquietísima.
—Llegaremos..., llegaremos tarde —susurró.
En silencio, Ger se puso la americana.
—Sí —dijo bajísimo, asiendo a su mujer por el brazo—. Vamos, querida.
—Mi chal...
—Deja. Sé dónde está. Supongo que no lo habrás cambiado de sitio.
No lo había cambiado. Se dirigió al armario y se acercó después a ella. Se lo puso cuidadosamente. Le pasó un brazo por los hombros con naturalidad, y ella no lo apartó.
—Vamos —susurró Ger quedamente—. Vamos, querida Kay.
* * *
Puede que la obra fuera Interesante, como decían sus hijos, Pero ella no se enteró. Aquel beso, aquella escena vivida en la alcoba, le producía en su ser una extraña inquietud. Además, sentía todas las miradas convergiendo en ellos. Su palco..., el palco que siempre ocuparon en aquel teatro... Muchos prismáticos se clavaban en él. Pero eso era lo de menos. Ella no tenía prejuicios. Jamás hizo vida social. Lo indispensable nada más. Fue demasiado egoísta. Acaparó a Ger y a sus hijos. Vivió para ellos y exigió que ellos vivieran para ella.
Quizá aquella actitud fuera contraproducente.
Ger estaba junto a ella. Pendiente de su mirada, de su sonrisa, de su voz. Pero ella no habló durante toda la función. Solo al terminar el primer acto lo miró y curvó los labios en una sonrisa. Ger, inclinado hacia ella, susurró:
—¿Te gusta?
—No está mal.
Pero lo cierto es que ignoraba toda la trama.
Acudieron algunos amigos a saludarles. Los miraban con curiosidad. Nadie ignoraba lo ocurrido. El hecho de que los Wills se presentaran en público juntos de nuevo indicaba paz. Resultaba un poco incomprensible, dada la campanada y el escándalo.
Kay habló con naturalidad y Ger la imitó. Al empezar el segundo acto, los dejaron tranquilos. No habían saciado su curiosidad sin duda, pues esperaban hallar a dos seres estirados y hallaron una pareja corriente y moliente, como siempre.
Al terminar la función salieron los primeros. Subieron al auto y Ger condujo despacio.
—Kay...
—Dime.
—Voy a realizar un viaje. He solicitado ayer el permiso. Me lo han concedido inmediatamente.
—¿Lejos?
—No pienso ir solo.
—Ah.
La miró un segundo.
—Pienso que tú me acompañes.
No respondió.
Hubo un silencio.
—¿Es imposible, Kay?
—Creo..., creo que lo es.
—¿Por los hijos?
—Ellos marcharán en seguida a Nueva York. No es por ellos.
—No quieres ir conmigo —dijo, sin preguntar.
Kay no respondió. El corazón le saltaba dentro del pecho con una fuerza loca. Aquello tocaba a su fin. Bien conocía a Ger. Estaba segura de que no insistiría mucho. Volvía a recuperar la dignidad perdida. Era hombre ante todo, un hombre sincero, que ni siquiera supo ocultar su desliz.
—Kay..., yo voy a marchar en el yate. Estaré fuera un mes.
—Ya.
—No voy a insistir mucho —ella lo sabia—. Voy a decirte tan solo si quieres acompañarme. No debo insistir, pero quiero que sepas que es el mayor anhelo de mi vida.
El auto se detenía ante la casa. Saltaron al suelo, uno por cada portezuela. Se juntaron en la escalinata. Él la asió del brazo con naturalidad.
—Yo he faltado —dijo gravemente, al llegar al vestíbulo—, pero ya conoces mi arrepentimiento. No se puede estar amando a una mujer durante años y dejarla de amar así, como si se tratara de tirar un fardo que estorba.
Calló. Ella siguió adelante sin responder. Iniciaron el ascenso hacia el vestíbulo superior.
—Kay, te amo. ¿Me entiendes? Te necesito en mi vida tanto como la vida misma.
—Estoy cansada. Creo que debemos dejar esto para mañana.
—¿Y por qué? Quisiera que solucionásemos hoy nuestra vida futura.
Kay dio un paso hacia su alcoba. Ger no se retiró. Entró tras ella. La puerta de comunicación estaba aún abierta.
—Kay...
Ella, nerviosamente, se quitó el chal.
—Kay...
—Vete..., vete a dormir...
—Necesito dormir contigo, Kay. Lo sabes, ¿verdad? —Ya la tenía en sus brazos. Kay entrecerró los ojos, Dios del cielo, también ella lo necesitaba, pero...— Kay, vida mía..., piensas...
¿Pensar? No era fácil pensar en nada en aquel momento. Ger le hablaba quedamente, sobre la boca. Se la besaba a la vez. Se la besaba de aquel modo. Ella conocería los besos de Ger aun después de muertos los dos.
—Kay...
Instintivamente, se oprimió contra él. Fue como si el mundo se perdiera para ambos. Para la vida misma que palpitaba dentro de ellos. Porque de súbito se dieron cuenta de que se deseaban, se amaban y se necesitaban intensamente. Y sin aquel amor, sin aquel deseo, sin aquella necesidad, la vida no significaba nada.
Sí, los dos se dieron cuenta de esto al fundirse sus cuerpos y sus bocas y buscarse los ojos afanosamente.
—Kay, Kay, amor mío, vida mía. Muchacha...
Kay alzó los brazos. Cercó con su dogal el cuello de su marido. Miró la puerta abierta. Si un día tenía que volver a cerrarla... Si un día tenía..., se moriría de dolor.
—Kay...
—Ger... ¡Oh, Ger...!
* * *
—Yo no puedo responderte, Yul. Díselo a tu padre.
—Papá, dirá lo que tú digas.
Kay, una Kay de distinción innata, miró a su hijo complacida.
—¿No eres demasiado joven? Has terminado la carrera este año. Aún no sabes lo que es el amor.
Yul gruñó:
—Quiero casarme, mamá. Te lo digo. Vengo diciéndotelo hace más de dos meses.
—¿Por qué no se lo dices a tu padre?
Yul volvió a gruñir.
—Papá no quiere saber nada. Dice, como tú, que soy muy joven, pero vosotros os casasteis siendo niños como quien dice. Tengo más edad que papá cuando se casó.
Hablan pasado muchos años. Siete ya. Ella ya había entrado en los cuarenta. Le parecía imposible que hubiera transcurrido tanto tiempo. Paul y Yul habían terminado la carrera. Trabajaban en los astilleros. Eran, según decían, ingenieros inteligentes, aunque un poco revolucionarios.
Yul deseaba casarse. Suspiró.
—Lo hablaré con tu padre cuando llegue, Yul.
—Te dirá lo que me dijo a mí.
—De modo que ya le hablaste.
—Lo creí un deber. Además, los hombres entienden más a los hombres. Pero me equivoqué con papá. Dice que viva la vida, y cuando me canse, que me case. Añade que así evitaré muchos errores.
Kay sonrió. Fue un gran error el de Ger, pero también... fue su único error en la vida. Al menos, el único que la afectaba a ella. Vivir desde aquello junto a Ger fue una luna de miel continua. Nunca podría olvidar aquellos maravillosos años.
—Pretendo —insistió Yul, interrumpiendo los pensamientos de su madre— que tú le convenzas.
—Tu padre dice las cosas una sola vez.
—No cuando tú intervienes.
—Está bien, Yul. Lo haré. Pero ten presente que me has sorprendido desde que me hablaste de eso hace dos meses. Te consideraba más... maduro.
—¿No lo soy?
—Al menos, tu actitud indica lo contrario. Un hombre debe conocer varias mujeres antes de decidir su destino como esposo.
—¿Conoció muchas papá?
—Siempre atacas bien. No hablemos más de ello. Se lo diré a tu padre.
Ger llegó tarde. Abrazó a su mujer con el mismo entusiasmo de siempre. La besó en la boca largamente.
—Kay...
—Me ahogas.
—¿No quieres?
—Tonto. Bien sabes lo que quiero. Pero ahora vamos a olvidamos de nosotros mismos y pensar un poco en nuestros hijos.
—Ya sé.
—Y no estás dispuesto.
—Claro que no. ¿Quieres que Yul deje a su mujer cuando se canse de ella?
—Tú a mí...
—¡Oh, no, Kay! No ataques por ahí. Tú y yo fuimos una excepción.
Pero aun así, se casó aquel mismo año. Y Paul, pese a la oposición de sus padres, se casó un año después.
* * *
Se hallaban los dos sentados en el salón. El invierno era crudo y Gerard descargaba mucho trabajo sobre sus dos hijos, de modo que a veces solo pasaba por el despacho un rato, para regresar al lado de su mujer.
Aquel día, Kay parecía preocupada.
—¿Sabes, Ger? No debo ocultártelo por más tiempo. Yul pretende separarse de su esposa.
Ger se inclinó hacia ella, asió su mano y la besó en la palma una y otra vez. Sentía por Kay la misma veneración y la misma ansia que cuando comprendió que la había perdido.
—No seas loco.
—¿Sabes, Kay, que te amo con la misma intensidad que en mi juventud?
—No eres un viejo —rio ella enternecida.
—Pero tengo canas, muchas. Mis cabellos ya son grises...
Ella le pasó una mano por el pelo y se lo alisó suavemente.
—No digas eso. Para mí siempre seguirás siendo el mismo. Como si acabáramos de casarnos, Ger.
—Gracias, vida mía. Hablemos de Yul. Ya sé. Todo lo sé.
—¿Y qué has decidido?
—Recordarle un pasaje de su vida que quizá olvidó ya. El dinero que le di para un auto que nunca compró. Los tengo citados aquí, a él y a Paul, y a sus dos monísimas esposas. Pienso contarles la historia a los cuatro.
—Tus hijos —susurró Kay con ternura—, ya la conocen.
—La han olvidado, Kay. Solo tú y yo no la olvidaremos, porque la sentimos y la palpamos. Ellos ya lo han olvidado.
Los cuatro se presentaron en el hogar de los padres al anochecer. Yul mohíno y pálido. Paul sereno. Las mujeres afligidas.
—Sentaos. ¿Puedo saber las causas de vuestra decisión, Yul?
Mildred, su esposa, empezó a llorar.
—Me ha sido infiel —gimió—. Y yo no quiero vivir con él.
—¿Y tú. Yul? ¿Estás dispuesto a rectificar?
—Hum.
—¿Lo estás o no lo estás?
—Uno puede echar una canita al aire, ¿no? —gritó, excitado—. Eso fue lo que hice.
—No puede echar una canita al aire de esa índole un hombre casado —saltó Paul con su serenidad habitual—. Papá, mamá, ¿puedo referir una historia dolorosa que nos afectó a todos? Yul parece haberla olvidado.
Kay miró a Ger y este, enternecido, asió los dedos de su mujer y los oprimió cálidamente.
Miró a sus hijos.
—Sí, Paul. Cuéntala. Ya veo que tú tampoco la has olvidado.
Por toda respuesta, Paul atrajo hacia si a Susana, su esposa, y murmuró:
—Fue todo aquello como un timón en mi vida. Jamás podré olvidar el sufrimiento de mamá, tu sufrimiento, papá. Y desde entonces, cuando os sentía vivir junto a mí, pensaba que sería como tú, papá, sin el grave error, y pedirla que mi esposa fuera como tú, mamá.
—¿Aún no recuerdas la historia, Yul?
Este bajó la cabeza y, de súbito, se inclinó hacia su mujer.
—Mildred..., perdóname. Sí que la recuerdo. Yo..., yo te la contaré.
—Yo también quiero conocerla —dijo Susana, mirando a su marido.
—¿Qué os parece, papá? ¿No sería mejor que cada uno de nosotros se la refiriésemos en privado a nuestras esposas?
—Me parece muy bien, hijo. —Miró a Yul—. Espero, querido Yul, que en lo sucesivo sepas ser fiel a tu mujer. Porque de ese modo evitarás muchos sufrimientos.
Mildred lloraba; Yul, aquel Yul impetuoso y temperamental, la acariciaba embobado.
—He sido absurdo. Sí, muy absurdo. Gracias, papá. Y tú, mamá, si algún día me caigo, ven a mí, tómame de la mano y dime que no debo volver a caer.
Kay sonreía con los ojos llenos de lágrimas. Ger seguía apresando su mano. Y cuando las dos parejas se alejaron y la puerta se cerró tras ellas, ambos, como de mutuo acuerdo, se fundieron en un apretado abrazo.
—Kay...
—Ger... Ger...
Este, al otro día, decía a su amigo George:
—Es extraordinario lo que un pasado doloroso hace en la vida del hombre.
—Te refieres a Yul.
—Sí.
—Ha llegado hoy más eufórico que nunca.
Sonrió. Ger Wills se consideraba un hombre feliz.
F I N
Título original: Mi esposo me abandona
Corín Tellado, 1964