EL TIEMPO Y LA MUERTE (Domingo Santos)
Publicado en
febrero 28, 2022
El visitante puso el reloj sobre la mesa, y el anticuario lo tomó con extremo cuidado. La manos del anticuario eran delgadas y frágiles, manos blanquecinas y nudosas como , las ramas de un sarmiento seco blanqueado por el sol. Las manos del visitante, en cambio, eran fuertes y vigorosas, de tono oscuro y fino vello, manos movidas por una energía vital que las hacía estremecerse y palpar por sí mismas.
El anticuario tomó el reloj y lo examinó con cuidado, acercándolo mucho a su rostro. Era un hermoso reloj de bolsillo, antiguo, de plata labrada, con una filigrana finísima en los bordes y un hermoso dibujo en la tapa y la contratapa, rematadas en su centro por una corona de pequeñas y brillantes piedras preciosas. El anticuario lo abrió y observó la esfera con ojos expertos; abrió la contratapa y miró la maquinaria con la ayuda de una lente. Gorjeó de satisfacción.
—Sí, sí, no hay duda. Es un Coriot auténtico, probablemente de principios del siglo XVIII. ¿Perteneció a su familia?
El visitante miraba toda la habitación, sumida en una penumbra apenas disipada por una lámpara de pie en un rincón y el pequeño foco que el anticuario mantenía cerca de sus ojos y que trazaba un redondel de luz en torno a sus manos. Había relojes por todas partes: en las paredes, en los estantes de las vitrinas, sobre las mesas. Relojes de pared, relojes de cuco, relojes de pesas, relojes de péndulo, relojes de sobremesa, relojes de bolsillo, cajas de música combinadas con relojes... Ninguno de ellos estaba parado: todos funcionaban, y el conjunto de sus incesantes tic-tacs sonaba como una marea de fondo, desde todos lados y en todos los tonos, causando una extraña borrachera en quien los escuchaba, el deseo de seguir aquel ritmo que carecía de ritmo, aquel conjunto de minúsculos golpecitos imperceptibles que sonaban cada cual en un tempo distinto.
—Es hermoso, ¿verdad? —dijo el anticuario. Y luego—: Dígame, joven; ¿perteneció este reloj a su familia?
El visitante pareció despertar de un sueño.
—Sí... sí. Lo heredé de mi padre, y supongo que éste lo heredaría de mi abuelo, y éste a su vez de mi bisabuelo... Bueno, lo que sucede en las familias antiguas. Es de plata y lleva incrustadas piedras preciosas, calculo que debe valer un buen precio.
—Sí, sí, tal vez.
El anticuario lo acercó a su oído. El tic-tac de todos los relojes sonaba a su alrededor como la música del universo, como la deliciosa música de las esferas. Cerró los ojos para escuchar mejor.
—Es hermoso —dijo.
—¿Cuánto me da por él? —preguntó el visitante.
El anticuario no le escuchaba. Con los ojos cerrados, seguía el compás del tiempo con la cabeza: tic-tac, tic-tac. Se encontraban en la trastienda, en una especie de altillo donde el anticuario tenía su reino particular. Era de noche ya, y la tienda estaba cerrada al público. Pero eso no le importaba al anticuario si iban a venderle un buen reloj. Sobre todo si se trataba de un Coriot.
—Hay muy pocos Coriot en el mundo, ¿sabe usted? —le dijo al visitante—. Yo tengo un par o tres, pero todos son más modernos que éste. Hay uno, déjeme ver, de 1914, y otro de 1876. Y hay otro más cuya fecha aún no he podido precisar, pero que supongo debe rondar el 1850. ¡Ah, aquellos relojes! Eran verdaderas maravillas, auténticas obras de arte. No como los que hacen hoy en día, todo acero y cristal, con un alma electrónica.
—¿Cuánto me da por él? —insistió el visitante.
El anticuario parecía no escucharle: con los ojos cenados, seguía el compás de la música de los relojes: tic-tac, tic-tac, tic-tac. Una leve sonrisa vagaba por sus exangües labios.
—Joven —dijo—, en este reloj tiene usted una maravilla. Claro que no está bien que yo se lo diga, habiéndolo traído para vender, pero yo no compro relojes para hacer negocio con ellos. Otras cosas sí, pero no relojes. Mire: tengo cientos de ellos aquí. Todos funcionando perfectamente, todos señalando la hora exacta. Cuando dan las horas, todos a la vez, ¡es tan bonita su música! Es la música del tiempo. Mírelos bien: hay aquí una de las mejores colecciones del mundo. Dígame: ¿le gustan a usted los relojes?
—No sé —dijo el visitante—. La verdad, nunca me he preocupado demasiado por ellos, salvo cuando necesito saber la hora. Un reloj, para mí, no es más que un instrumento de trabajo como tantos otros.
—Los relojes modernos tal vez sí, pero estos relojes antiguos, estas maravillas... ¡oh, no!
Había dejado el reloj— sobre la mesa, y sus manos sarmentosas se entrelazaban a su alrededor, como acariciándolo imperceptiblemente. El visitante lo miraba, y su mirada era de burla.
—Ya sé que ustedes —dijo el anticuario—, los de las nuevas y tan cacareadas generaciones, no ven en el tiempo nada más allá de un mero auxiliar, como un torno o una perforadora. Pero están equivocados. El tiempo es algo más, mucho más. Mire a su alrededor: hay cientos de relojes aquí, y todos ellos funcionan, y todos señalan la misma hora. ¿No le parece maravilloso? Ellos son el tiempo.
—Si, pero...
—Escuche, joven. Está usted equivocado, están todos equivocados si piensan que el tiempo es sólo esto: una medida arbitraria que sólo sirve para saber qué hora es. Se han acostumbrado a llevarlo siempre de la mano, a tironear de él a cada momento; han creído que el tiempo está aquí para obedecerles, y no es en absoluto así. Porque el tiempo que hemos creado nosotros no existe, y el que conocemos no es otra cosa que el reflejo de nuestros propios intereses, nada más.
—Pero nosotros nos guiamos...
—¡Oh, no, olvídelo! Eso no es más que un pretexto. Nuestro tiempo existe solamente porque existimos nosotros, y en tanto que sigamos existiendo. Imagínese un lugar donde no exista el hombre. Mire el cielo, por ejemplo. Nosotros vemos las estrellas, y pensamos que hemos descubierto algo nuevo. Y sin embargo nuestros primeros padres vieron ya ese mismo espectáculo sobre sus cabezas, y mucho antes de que ellos existieran el firmamento estaba ya inmóvil sobre nuestro planeta. No nos damos cuenta de que ni siquiera representamos el lapso de un segundo dentro de la eternidad del universo, somos un accidente efímero para el tiempo cósmico. ¿Cree que habrá cambiado algo de lo que nos rodea cuando desaparezcamos? No. ¿Cree que nuestro tiempo, ese tiempo que nos hemos creado, tiene algún significado para la eternidad de las estrellas? En absoluto. Hemos fraccionado una minúscula parte del tiempo cósmico para adaptarlo a nuestras pobres necesidades, y lo hemos vuelto a fraccionar, y aún lo hemos fraccionado de nuevo. Años, meses, semanas, días, horas, minutos, segundos... No son más que una ínfima ilusión con la que hemos querido inmortalizar el fugaz paso de nuestras vidas. Por eso hemos creado los relojes.
—Pero el tiempo existe en todas partes.
—No, el tiempo es sólo una abstracción. El tiempo existe sólo para marcar un principio y un final, el nacimiento y la muerte. Lo demás, todo lo que hay entre esos dos acontecimientos, no tiene importancia. Es sólo el lapso de un segundo.
—Entonces, si el tiempo en sí es una ilusión... ¿por qué colecciona usted relojes?
El anticuario rió suavemente. Sus manos seguían acariciando el reloj, como si fuese una criatura viva.
—Porque yo también soy un hombre —dijo—. Porque el tiempo es una creación de los hombres, y por lo tanto me siento algo orgulloso de esa creación. Porque estos relojes marcan mi vida, la desmenuzan, la convierten en un numeroso conjunto de pequeños instantes que la hacen más larga a mis ojos. Porque ellos marcarán también el instante de mi muerte, cuando se produzca. Obsérvelos, fíjese bien en ellos: todos funcionan al unísono, marcan de forma cronometrada el mismo segundo a la vez. Son el tiempo de mi vida. Y también el de mi muerte.
El visitante miró hacia las paredes y, por unos instantes, el desacompasado tic-tac de los cientos de relojes sonó obsesivo a sus oídos.
—Está usted loco —murmuró.
El anticuario volvió a echarse a reír.
—Eso es lo que le han dicho todos, ¿verdad? —murmuró—. El loco de la casa vieja, ese que colecciona relojes. No es peligroso, pero tiene manías muy raras. Cree que el tiempo le pertenece, que él es el tiempo. Está ya muy viejo, chochea el pobre. Eso es lo que le habrán dicho, ¿vedad?
El visitante intentó apartar su atención de los relojes. Cerró los ojos y respiró muy hondo.
—Bien —dijo—. ¿Me lo compra?
El anticuario pareció despertar de un sueño.
—¿Comprar? ¿Qué? ¡Oh, sí, el reloj! Es verdad, lo había olvidado. Es un reloj muy interesante, sí. Vale la pena. ¿De veras quiere venderlo?
—Por supuesto.
—Es una lástima. Yo en su lugar no lo vendería. ¿Para qué necesita el dinero?
—Bueno, creo que eso a usted no debe importarle.
El anticuario no se ofendió por aquellas palabras.
—Sí, claro, no me importa. Pero me sorprende cada vez que alguien acude a venderme un reloj antiguo. Nadie conoce su valor, nadie sabe lo que representa para él el reloj que me trae. Este reloj, éste, no es sólo su tiempo lo que marca: señala su propia vida. Mientras usted viva desmenuzará cada momento, cada instante de su existencia. Será su fiel compañero toda su vida: estará a su lado en todo instante, y latirá al unísono con su corazón, si usted sabe entenderlo. Y cuando usted muera,, este tiempo, su tiempo, morirá con usted, y su reloj morirá con el tiempo. Esto es exactamente un reloj: la prueba de su existencia, la señal de que está usted vivo.
El visitante se agitó en su asiento.
—No crea que me impresionan sus estúpidas historias —dijo—. Simplemente necesito dinero, y por eso le traigo el reloj. Este viejo trasto no me sirve para nada: hasta ahora lo tuve arrinconado en mi casa. No me importa conservarlo o desprenderme de él.
—¿De veras lo cree un trasto viejo? No lo es, se lo aseguro: nunca lo ha sido. Dígame, ¿ha comprobado alguna vez si funcionaba? ¿Ha intentado darle cuerda en alguna ocasión?
—No, ni nunca me ha interesado. Supongo que estará descompuesto. Claro que usted lo reparará y lo pondrá de nuevo en funcionamiento.
La sonrisa del anticuario tenía una leve sombra de ironía. Sus sarmentosas manos empujaron el reloj hacia su visitante.
—Escuche su reloj —pidió—, Compruebe si funciona, por favor.
El visitante tomó el reloj y lo llevó a su oído. Fueron sólo unos segundos: luego lo apartó bruscamente.
—Usted le ha dado cuerda —acusó.
—Usted ha visto que no —dijo el anticuario.
—Pero el reloj no ha funcionado. Nunca ha funcionado desde hacía no sé cuántos años.
—Sí funcionaba —dijo el anticuario—. Ha funcionado siempre para usted. Sólo que usted no se había dado cuenta hasta ahora.
—Esto es absurdo —dijo el visitante.
—No es absurdo, en absoluto. Usted no creía que fuese cierto, no había oído hablar nunca de ello. Y sin embargo es así. Estos viejos relojes son algo más que máquinas para marcar el tiempo: poseen un alma, son el latido de nuestra propia vida, la vida del que lo posee. Todos estos relojes funcionan simplemente porque estamos vivos, y siguen funcionando mientras nuestros corazones continúen latiendo; y en el momento mismo en que dejemos de existir, ellos se pararán también. Morirán, en el mismo momento en que muramos nosotros. Porque ellos son como nuestros segundos corazones, están firmemente ligados a nuestras vidas. ¿Entiende ahora?
El visitante depositó bruscamente el reloj sobre la mesa, y las sarmentosas manos del anticuario se apresuraron a recogerlo.
—Váyase al diablo, usted y sus historias —dijo el visitante—. No crea que me va a impresionar con sus estupideces. ¿Qué es lo que pretende, que le venda el reloj a un precio inferior al que vale?
El anticuario acariciaba suavemente el reloj. Negó con la cabeza.
—No me importa el precio. Si le compro su reloj será porque desee poseerlo, no por lo que valga.
—Entonces me lo compra.
—Sí.
—Es curioso —señaló de pronto el anticuario—, ¿Ha observado que su reloj va un poco atrasado con respecto a los demás? Marca un par de minutos menos que mi hora. Sí, es muy curioso.
—¿Cuánto me da por él? —preguntó secamente el visitante.
El anticuario dudó.
—¿Cuánto pide?
—No pido nada. Desconozco su valor. Haga usted la oferta.
—Muy bien. Le doy cinco mil.
El visitante alargó la mano.
—Devuélvame el reloj.
El anticuario atrajo el reloj hacia sí, riendo entre dientes.
—Creí que desconocía su valor. No se impaciente, joven. Tiene razón, vale más de cinco mil. ¿Le parecen bien veinte mil?
—Bueno, sí. Está bien.
El anticuario se levantó.
—De acuerdo —dijo—. Entonces el reloj ya es mió. Voy a darle su dinero.
Detrás del anticuario había un gran reloj de pesás, de enorme esfera labrada. El anticuario lo abrió y sacó una pequeña caja metálica de su interior. La puso sobre la mesa y la abrió con una pequeña llave que llevaba colgada del cuello. Estaba llena de billetes. Escogió unos cuantos y los apartó.
—Aquí está el dinero, joven —dijo—. Cuéntelo.
El visitante tenía los ojos muy abiertos, fijos en la caja. Se semilevantó de su silla. El anticuario vio aquella mirada, y sin saber por qué se estremeció. Fue a cerrar de nuevo la caja.
—No lo haga —dijo el visitante, y su voz se había vuelto de repente muy ronca y fría—. Déjela abierta.
El anticuario miró primero la caja, luego los billetes separados, luego el reloj sobre la mesa.
—Bien —dijo—, de modo que al fin prefiere no vender su reloj. Piensa que hay aquí mucho más dinero del que le he ofrecido, y que le resultará más provechoso robarme. —Agitó la cabeza con aire de duda—. Le aconsejo que no lo haga, joven. Ya sé que a usted no le importa eso; necesita dinero, pero le aseguro que robándolo no solucionará su problema. Cuando se le agote el dinero que consiga aquí, ¿qué hará para obtener más? Robar de nuevo, ¿eh? Ya le habrá encontrado el gusto, y no le importará hacerlo otra vez. Es un mal principio.
El visitante se humedeció los labios.
—Calle. Vacíe la caja y deje el dinero y el reloj sobre la mesa. Vamos.
El anticuario no se movió. La sinfonía del tic-tac de todos los relojes en marcha parecía ir ascendiendo lentamente de volumen en medio del silencio, hasta llenar con su sonido toda la habitación.
—¡Haga lo que le digo! —gritó el visitante, poniéndose en pie—. La caja está aquí encima, abierta; ya no le necesito a usted. Puedo matarle si quiero.
El viejo sonrió ligeramente.
—¿Y qué conseguirá matándome? —dijo—. Detener la marcha de todos los relojes de esta habitación junto con mi vida; nada más.
—¡Al diablo usted y sus relojes, cállese!
El viejo movió negativamente la cabeza:
—No sea insensato, joven. Imagino que la idea del robo acaba de ocurrírsele ahora, al ver la caja abierta ante usted, y por eso no ha pensado bien en las consecuencias de lo que pretende hacer. Piense que no va a ganar nada robándome: le conozco, sé quién es, y cuando acuda a la policía le detendrán en seguida. Ni siquiera va a tener tiempo de gastar el dinero.
—¡Por todos los diablos, cállese, cállese de una vez!
Fue un acto impremeditado. Sobre la mesa, junto a él, había un abrecartas de metal dorado, con la empuñadura imitando la forma de un águila imperial. Fue la mano joven y morena, nervuda, la que cogió por propio impulso el abrecartas y. lo esgrimió. Fue la mano joven por sí misma la que se lanzó hacia adelante en un terrible golpe, fue la mano joven la que hirió. El anticuario abrió mucho los ojos. Ningún sonido brotó de sus labios, pero en su mirada había una pregunta, un reproche, un grito. El visitante se dio cuenta entonces de lo que había hecho, y palideció. El abrecartas estaba teñido de rojo. El viejo le miraba fijamente, y sus ojos repetían una dolorosa pregunta: ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?
Fue la mano de nuevo, la mano joven y nervuda. Como empujada por una fuerza propia, ajena a la voluntad de su dueño, quiso ahogar aquella muda pregunta y golpeó, golpeó, una y otra y otra vez. El anticuario se echó hacia atrás, se encogió ante los golpes, y un delgado Millo de sangre apareció en la comisura de sus labios. Sus últimas palabras escaparon entre un rictus de dolor:
—No... Dios... mis relojes...
Cayó al suelo, y en su caída su brazo arrastró consigo todo lo que había sobre la mesa: la caja, el dinero, el reloj del visitante... El dinero que había aún dentro de la caja se esparció revoloteando en torno a su cuerpo, como intentando cubrirlo con un sudario. El reloj dio un golpe sordo contra las maderas del suelo.
El visitante dejó caer el abrecartas y se estremeció. ¿Qué había hecho, Dios mío? Él no había pretendido matarle, sólo necesitaba dinero, y el viejo le había puesto la ocasión sobre la mesa. Todo había sido culpa de aquel viejo estúpido, estúpido y loco. ¿Por qué le había hablado de todas aquellas cosas?
El anticuario estaba ahora tendido en el suelo, y el dinero esparcido por todo su alrededor. El visitante se arrodilló a su lado y empezó a recogerlo. El anticuario tenía firmemente cogido el reloj de su asesino por la cadena, como si quisiera retenerlo en un último ademán. Intentó recuperarlo, pero las agarrotadas manos lo sujetaban con tal fuerza que le fue imposible. Decidió dejarlo: un reloj más entre tantos no importaba. El dinero, eso era lo importante. Tenía que irse cuanto antes de allí. Terminó de recoger los billetes y meterlos apresuradamente en sus bolsillos. Los ojos del anticuario, muy abiertos tras los cristales de sus viejas gafas, parecían mirarle fijamente con una última mirada de reproche.
Y entonces empezó a suceder algo extraño. De pronto, el sonido de fondo que llenaba la habitación fue menguando. El visitante levantó sorprendido la cabeza, con un puñado de billetes aún en la mano, y miró asustado a su alrededor. Poco a poco, muy lentamente, el múltiple tic-tac de los relojes parecía irse alejando, hacerse más débil. El visitante se puso en pie, con un escalofrío recorriendo todo su cuerpo. Porque repentinamente comprendió.
Los relojes de la habitación, uno a uno, se iban parando.
El visitante sintió deseos de gritar. Un pesado silencio se había adueñado de pronto de la habitación. El anticuario, desde el suelo, parecía estarle mirando fijamente. ¿Qué conseguirá matándome? Detener la marcha de todos mis relojes junto con la de mi vida: nada más. No, no era posible. El viejo estaba loco, y aquello no era más que una estúpida colección de relojes antiguos. Pero el silenció, pesado como la losa de un sepulcro, había llenado de repente toda la habitación. Los cientos de relojes, silenciosos, muertos, marcaban todos la misma hora con sus manecillas, semejantes a crispados brazos alzados al cielo en una muda súplica. El tiempo existe sólo para marcar un principio y un final, el nacimiento y la muerte. Mientras viva, este reloj le marcará cada instante, cada segundo de su propia existencia. Y cuando usted muera, este tiempo, su tiempo, morirá con usted, y su reloj morirá con el tiempo. No, gran Dios, no. El dinero que aún sujetaba en su mano cayó blandamente de entre sus dedos y revoloteó como leves plumas hasta el suelo. En el silencio que de repente se habla adueñado de la habítación sólo se oía ahora, muy débil, un único tic-tac: el del reloj del propio visitante, sujeto aún entre los crispados dedos del anticuario. Y aquel tic-tac era como el encerebrador latido de un corazón.
El visitante se estremeció. No importaba ya su reloj, no importaba el dinero. Sólo importaba huir, marcharse de allí. El anticuario seguía mirándole desde el suelo con sus grandes y fijos ojos aumentados tras los cristales de las gafas, y en aquella mirada había todo el reproche y toda la acusación de un mundo. El abrecartas estaba rojo de sangre, y aquélla no era sólo la sangre de un hombre, sino también la sangre de cientos de relojes a los que había matado al mismo tiempo. Hubiera querido reír y llorar a la vez. El anticuario estaba loco, pero él también, él se había contagiado de sus propias locuras. Retrocedió lentamente, sin dejar de mirar al cuerpo caído, hasta que encontró la puerta. La abrió, descendió las estrechas escaleras, muy lentamente, de espaldas. La tienda de abajo también estaba vacía y silenciosa, tan muerta como su dueño. Abrió lentamente la puerta de la calle, y los sonidos del tráfico y de la gente le abofetearon como una bendición. Aquello le devolvió al mundo real. Sintiendo que la adrenalina se derramaba a ríos en su torrente sanguíneo, salió corriendo de la tienda, sin mirar, sin siquiera cerrar la puerta tras él.
El silencio de la trastienda, entre los cientos de relojes asesinados, se vio entonces truncado bruscamente. Fueron tan sólo unos breves sonidos rápidos, concisos, que parecieron llenar por unos momentos con sus ecos la habitación. Primero un grito, luego un espantoso chirriar de frenos, un golpe. Más gritos, carreras, voces. Luego, de nuevo el silencio.
Al caer el anticuario al suelo arrastrando el reloj del visitante, la esfera de éste había golpeado violentamente el piso de madera. El cristal se había roto. La maquinaria también debió sufrir algún daño, puesto que, tras seguir funcionando aún un par de minutos, el reloj pareció dar unos cuantos estertores, la aguja segundera se estremeció, y finalmente se paró definitivamente.
Entonces, el silencio más absoluto cayó sobre la penumbra de la habitación.
Fin