Publicado en
febrero 27, 2022
Correspondiente a la edición de Abril de 1982.
Por Alejandro Carrión.
Ese día fue el carnaval quien me demostró, una vez más en mi larga vida, lo peligrosas que son las mujeres. Mientras más guapas, más peligrosas. Me hallaba en una esquina, triste y mohino, planeando una estrategia para cruzar la calle: hay calles en esta ciudad que exigen del osado que pretende cruzarlas una valentía casi ilímite, un sentido de la estrategia y de la previsión verdaderamente extraordinario. Me hallaba, digo, haciendo acopio de esas virtudes para cruzar la calle cuando se detuvo a mi lado, con iguales intenciones, una guambra linda, de las que llenan los ojos, aun los viejos ojos gastados por la vida como son los míos. Reconfortado con su presencia, me sentí muy capaz de intentar la aparentemente imposible empresa cuando... ¡zás!, de donde menos lo esperé, volaron dos bombas de agua: ella, experta y ágil, se hizo el quite y yo las recibí de lleno, a la altura en la que el pantalón se divide en dos partes iguales. Miré con horror lo ocurrido: mi traje, que había ido a la química y estaba planchado en forma espléndida, con unas rayas impecables, se deshacía en humedades y en arrugas y yo me iba convirtiendo, velozmente bajo el sol de la mañana quiteña, en un viejo adefesio. Ella dijo:
—¡Cretinos!
Y yo:
—Para mí fue la mayor parte, linda.
La preciosa me miró, puso en su boquita un mohín delicioso y, sonriendo, me dijo:
—Gracias, papito.
Comprendí, una vez mas, y tarde como siempre, cuán peligrosas son las mujeres. Hecho un verdadero ajango, logré cruzar la calle: la perdí luego de vista y el resto de mi día, a donde llegué, tenía que explicarles el porqué vestía un pantalón en donde se formaban extrañas rodilleras y bolsas, borrado hasta el recuerdo de las hermosas rayas que tenía al vestirlo esa mañana. Entre el carnaval y la belleza me habían dejado en la lona.
Al volver a casa, tras relatarle a mi cónyuge sobreviviente mi atroz y húmeda aventura, que ella celebraba con esa cordialidad con la que las esposas participan de los fracasos de sus compañeros en la vida, recordé algunos episodios del carnaval cuando yo era un adolescente sobre el cual mis padres habían formado castillos en el aire, ¡ilusos!, creyendo que su retoño, flaco como un alambre, estaba destinado a triunfar en la vida.
Por ejemplo, este: vivía yo entonces, estudiante del Mejía, en casa de mi tío Benjamin, una de las muchas que tuvo, pues uno de sus hobbys era edificar casas y luego venderlas: ésta se hallaba situada en la calle Santiago, entonces casi desierta. Los pocos pobladores jugábamos carnaval desde las primeras horas de la mañana, como unos energúmenos. Alegraban la vida en la calle algunas chiquillas buenamozas y habían venido para la húmeda alegría algunos de sus admiradores, a los cuales yo me unía con la inocencia y la gana de vivir de mis dieciseis años. Y bien: unas casas más arriba vivían algunos desterrados peruanos, apristas, perseguidos por el atroz gobierno que en su país hacía un generalote llamado, si mal no me acuerdo, Sánchez Cerro. Entre esos desterrados se hallaba el doctor Luis Alberto Sánchez y su joven y bellísima esposa. El ilustre intelectual peruano, uno de los mayores escritores de su país en este siglo, ocupaba su destierro dictando clases de literatura universal en la Facultad de Filosofía y Letras: eran clases libres y se podía ir a ellas así no se fuera universitario. Yo era un asiduo asistente a esas conferencias, y era notable cómo me iba civilizando con sólo oír al gran hombre...
Por alguna razón el doctor Sánchez y su esposa debían salir de casa esa mañana en la que nosotros nos entregábamos gozosamente a todos los excesos expansivos del carnaval, manguera en mano y balde lleno en retaguardia. No tenían más remedio que pasar por el sitio que nosotros dominábamos y estaba escrito que no serían perdonados. Optaron, pues, por una estratagema: salieron de casa en traje de baño y muy graciosamente pasaron por delante de nosotros, mirándonos y sonriéndonos de reojo. Los dejamos pasar: ni una sola gota de agua los salpicó. Pero al criado que llevaba su ropa en bolsas de celofán y que venía tras ellos lo capturamos: y ante el horror del gran escritor y de su bella esposa, mojamos sus trajes sin piedad, a tiempo que ellos lanzaban gritos de horror. Regresaron a sus casas, y al pasar ante los bárbaros lo hicieron a carrera tendida, sin que les arrojemos una gota de agua. ¡Nadie puede decir que les hubiésemos faltado al respeto!
Recuerdo otra jornada igualmente salvaje: vivía yo entonces en la Pensión Dapsilia, de la señora Rosa Delia Pérez de Román, asentada en la casa de don Alfonso Eguiguren Escudero, a una cuadra de la Plaza Grande, en cuyos bajos estaba la oficina matriz de M.M. Jaramillo Arteaga, atendida entonces por Alfredo Peñaherrera Vergara. Entre los muchos habitantes fijos de la Pensión, además del suscrito, poeta y peregrino, estaban el doctor Gabriel Pino de Ycaza, funcionario de la Cancillería y el doctor Eduardo Carrión Eguiguren, funcionario de la Presidencia y actualmente profesor de la Católica. Entre los pasajeros había siempre chiquillas buenamozas, con las que se hacía transitorias amistades, muy agradables por cierto: venían ellas de Guayaquil, de Cuenca, del norte y permanecían con sus familias en la pensión sus quince días, más o menos. En un sector privilegiado del comedor había una mesa para la gente de primera, de la cual los doctores Pino y Carrión y el suscrito éramos permanentes ocupantes. Y siempre, las más lindas transeúntes...
Ese día de carnaval almorzábamos, todos muy compuestos, pues doña Rosa Delia nos había pedido compostura en forma decidida. "Nada de juegos de carnaval en mi pensión!", había dicho y agregado algo muy verdadero: "¡Esta es una pensión para gente culta y distinguida!", justamente lo que nosotros éramos. Vestidos normalmente conversábamos sobre el carnaval, mientras nos servían una sopa de fideos humeante, que seguía a una entrada de atún con lechuga. Censurábamos la locura del carnaval, admirábamos los esfuerzos que se desarrollaban para culturizarlo y nos sentíamos superiores a todo el mundo porque ya estábamos superculturizados. ¡Cuán vano es el pensar humano! Entonces lo supimos. Pensión fina como era la Dapsilia, en la mesa se ponía agua de Güitig, pura y burbujeante, el champaña de las aguas de mesa y vean ustedes lo que pasó, justo a la hora en que todo el comedor estaba repleto y las primeras cucharadas de sopa, cálidas y reconfortantes, bajaban por nuestros finos guargüeros.
Tuve sed: eso les ocurre a los caballeros más finos. Llené de agua de Güitig mi vaso: cristalina y sabrosa el agua burbujeaba y yo podía oír, entre el amable murmullo de las conversaciones, como estallaban las burbujas en mi vaso. Al frente mío, sonreía una linda pasajera lojana, talvez de unos veintidós años espléndidos: sonreía como lo que era, como una flor. Verla, ver la hermosa agua cristalina de mi vaso y poseerme el demonio del carnaval fue todo uno: me incliné hacia ella con el vaso en la mano y se lo vacié íntegro en su hermosa cabeza. La muchacha saltó como un resorte al recibir la húmeda, caudalosa e inesperada caricia y sin vacilar un instante tomó su plato de sopa de fideos y me lo vació en la cabeza a tiempo que todos los ocupantes de la mesa hacían lo mismo con su vecino de al lado, o del frente... Y no solamente nosotros: mientras doña Rosa Delia gritaba que eso era una locura, que se detengan, que qué les pasa, qué Dios mío, todos sin vacilar nos arrojábamos la salsa de tomate, el agua de Güitig, la sopa de fideo, la ensalada de atún de algunos atrasados, el azúcar y la sal... y todo el espléndido comedor, con losetas de cristal, brillante y lustrado se convertía en algo que es mejor no imaginar, la locura invadía los cuartos de la pensión donde entraba la gente y saqueaba los tocadores, arrojándose polvos de arroz, pintándose con carmín, echándose barniz para las uñas en las cejas...
¡Qué bella es la locura de la vida! La cosa continuó sin fin, hasta que nada pudo ya ser arrojado por haberse arrojado todo. La gente patinaba sobre los alimentos y otros materiales echados al piso y se caía en grandes montones riéndose como locos. La dueña de la pensión y sus dos bellas hijas, Gloria e Hilda, al confesarse impotentes para dominar la locura general, se habían unido a ella como buenas quiteñas. Y cuando todo llegó a su fin natural, nosotros mismos nos dedicamos a la limpieza del piso y al lograrlo bramaron los teléfonos y a poco teníamos allí una orquesta, licores y una fiesta que se prolongó hasta altas horas de la noche... Las chicas repararon como pudieron los estragos del carnaval y se pusieron lindas con sus cabellos recién lavados y todos estábamos dichosos: la dicha del carnaval es única, no se parece a ninguna, su alegría no tiene paralelo ni parangón. Y es por eso que no es posible culturizarlo, pero... pero eso no justifica que a un respetable anciano como el que esto escribe le arrojen dos bombas cuando trata de cruzar una calle.