CATEGORIA: REVISTA SELECCIONES - ECUADOR - SEPTIEMBRE 1974
Se yerguen en la campiña bretona como visitantes de otro planeta. ¿Quién las colocó ahí? ¿Con qué propósito? ¿Por qué dejaron de erigirlas de pronto?
Por Robert Wernick.
A DOS kilómetros y medio de la playa veraniega de Carnac, en la costa meridional de Bretaña (en Francia), viajábamos en automóvil a la difusa luz de la Luna cuando avistamos las primeras piedras: grandes peñas talladas a la izquierda, a la derecha, en la curva que teníamos delante, al parecer desperdigadas al azar por los campos, los bosques y las afueras de las aldeas. De pronto nos pareció que las había por todas partes: hileras interminables que proyectaban trémulas sombras negras en los pantanos. Y eran de todos tamaños: desde la alzada de un perro hasta la de un elefante; nos parecían extrañas, inquietantes e incluso terroríficas.
Al día siguiente, a la luz brillante del Sol, cuando unos niños trepaban por ellas como en un colosal gimnasio de la selva, los megalitos (o "grandes piedras", según la etimología griega de esta palabra) seguían pareciéndonos insólitos, como fuera de lugar. A la luz del día podíamos contarlos; su número es muy grande, pero el grupo más impresionante (conocido como los Alineamientos de Carnac) se compone de unos 3000 menhires o piedras hincadas, distribuidos en tres terrazas escalonadas, en filas de 11 y 12 de frente, a lo largo de unos cuatro kilómetros en dirección este-oeste. Con ser tan vasto, el conjunto es quizá un fragmento apenas del original, porque otras piedras desparramadas más hacia el oeste indican que posiblemente las filas se extendían a lo largo de unos 10 kilómetros.
Los valientes chicos que escalan las piedras más altas preguntan: "¿Para qué servían, papá?" El padre probablemente les relatará la leyenda local de que las hileras de menhires fueron filas de legionarios romanos convertidos en piedra por uno de los primeros evangelizadores, San Cornelio, a quien amenazaban con matar. O, hablando en serio, acaso les diga que son monumentos construidos por sus antepasados, los galos, a manera de templos de los sacerdotes druidas. Si les da esta última explicación, estará en un error, porque la ciencia moderna ha comprobado que los monumentos pétreos de Carnac anteceden en unos 20 siglos a los galos y a los druidas.
El que se conserven unos vestigios tan antiguos en un rincón del continente va contra las ideas de la mayoría de los europeos, e incluso cuando les presentan las pruebas científicas se resisten a creerlo: Madame Mauricette Bailloud, la morena y vivaracha curadora del Museo de Carnac, sonreirá comprensiva ante tal incredulidad, porque ha visto cambiar una y otra vez las hipótesis al respecto desde que empezó a jugar de niña entre esas piedras.
Podríamos decir que nació para estudiarlas; tanto su padre como su abuelo eran curadores del museo. El abuelo, Zacharie Le Rouzic, es el hombre a cuyo mérito se debe que las piedras se mantengan en su estado actual. A mediados del siglo XIX corrió el rumor de que ocultaban grandes montones de oro. Armados con pico y dinamita, un ejército de buscadores de tesoros resquebrajaron o destruyeron decenas de las que más tarde se convirtieron en piezas insustituibles del patrimonio nacional. Fue necesaria toda una vida consagrada al estudio, como la de Zacharie Le Rouzic, para que, suplicando, escribiendo y dando conferencias, el gobierno y el pueblo de Francia apreciaran el valor inestimable de los menhires y los salvaran de su total destrucción.
Al mismo tiempo, en el extranjero, trabajaban en ello otros entusiastas prehistoriadores, y pronto fue posible establecer que los monumentos pétreos de Bretaña forman parte de un gran conjunto que dibuja un enorme arco desde el sur de Suecia, pasando por las Islas Británicas, Francia, España y Portugal, hasta llegar a las islas mediterráneas de Córcega, Cerdeña y Malta. Aún quedan alrededor de 50.000 (algunas piedras pesan cientos de toneladas) que desafían a los elementos y a las hordas de turistas.
El más famoso de tales monumentos es, por supuesto, la alineación de Stonehenge, en el sur de Inglaterra. Los más complejos y misteriosos se encuentran en Malta. Pero su mayor concentración está en Bretaña, en los alrededores de Carnac. En realidad, en un radio de unos 30 kilómetros podemos ver las más asombrosas obras del hombre prehistórico. Los más hermosos dibujos abstractos de la edad de piedra, por ejemplo, son las espirales entrelazadas y los símbolos que recubren las paredes y la bóveda de la tumba de piedra situada debajo de un montículo en la isla de Gávrinis. La más alta de estas piedras aún en pie (de 12 metros) está en Kerloas. Y la más voluminosa que se haya utilizado en una construcción es el Gran Menhir Roto de Locmariaquer, quebrado en cinco pedazos, no se sabe por qué. Cuando era de una sola pieza pesaba más de 350 toneladas.
En la época de Zacharie Le Rouzic se decía que los salvajes nativos de la Europa neolítica habían erigido sus megalitos como tosca imitación de las maravillas arquitectónicas creadas por las civilizaciones más avanzadas de Egipto, Mesopotamia, Grecia y el Oriente Medio, de las que tenían noticias por los mercaderes. Pero en 1967 el profesor Colin Renfrew, de la Universidad de Southampton (Inglaterra), demostró con la prueba del carbono radiactivo que los primeros monumentos megalíticó se habían construido antes que las pirámides o que cualquiera otra gran obra de piedra del Oriente, y que, sin duda alguna, se habían levantado en una época en que los egipcios y babilonios aún construían con adobe. Además, el más antiguo monumento bretón, fechado en 3800 a. de J. C., o sea en el cuarto milenio, es también, que se sepa, el más antiguo de la Tierra. Puesto que otros megalitos pertenecían al final del segundo milenio, resultaba que en aquella pedregosa tierra había existido durante 2000 años lo que podría llamarse un estilo de vida megalítico.
La gente que lo creó era, evidentemente, bien dotada e ingeniosa. No disponían de caballos, ni de carros, de ruedas o herramientas de metal; nada con que arrastrar o empujar, sino correas de cuero de buey y su propia fuerza muscular. Sin embargo, resolvieron problemas de ingeniería que nadie, durante miles de años, soñó con afrontar. No obstante, casi no sabemos nada de esos antiquísimos hombres. Como no sabían escribir, no dejaron libros ni documentos. Todo lo que queda de su paso por el planeta son unos cuantos huesos y cuentas, hachas, puntas de flecha, tazas, botones y, por supuesto, aquellas enormes piedras silenciosas.
Pero la ciencia moderna, al estudiar los escasos vestigios, ha llegado a columbrar por lo menos cómo vivían y cuál era su lugar de origen. Por ejemplo, se piensa que llegaron de Asia occidental y que trajeron de allí las recién descubiertas artes de la agricultura y el pastoreo. Gradualmente se mezclaron con las poblaciones de cazadores y pescadores que durante decenas de miles de años habían recorrido los bosques europeos. Se asimilaron estos grupos y desmontaron las tierras vírgenes para instalar colonias, de manera muy semejante a lo que harían milenios después los pioneros de Norteamérica.
Según cierta hipótesis, las asombrosas creaciones de piedra eran templos para adorar a un dios solar. Sin embargo, en los últimos años Alexander Thom, profesor jubilado de ingeniería en la Universidad de Oxford, llegó a una conclusión distinta. Después de estudiar las colinas y los pantanos de las Islas Británicas y de la actual Bretaña, y tras hacer incontables levantamientos de círculos y alineamientos, este sabio tiene por cierto que algunos fueron observatorios lunares megalíticos. Las piedras están colocadas para señalar las posiciones importantes de la Luna en el firmamento. El Gran Menhir Roto fue erigido porque los astrónomos necesitaban un punto de observación alto que les proporcionara un amplio campo visual desde ocho estructuras megalíticas en un radio de 16 kilómetros. Si se trazan líneas de estas estructuras al Gran Menhir se llega a puntos del horizonte que marcan las máximas declinaciones de la Luna, tanto hacia el norte como hacia el sur, observables en esa latitud.
¿Por qué un pueblo de cazadores y cultivadores, que ya tenían bastante con nutrirse y vestirse en un clima tan riguroso, sin más lujos que algunas cuentas, dedicó años de su existencia a arrastrar peñascos inmensos sin otro fin que ayudar a los astrónomos a observar los moimientos de los cuerpos celestes? La respuesta es que los desplazamientos aparentes de las luminarias podían tener una gran influencia en la vida del grupo. Un calendario preciso les ayudaba a escoger el momento óptimo para sembrar los cereales. Les permitía predecir las mareas que periódicamente barren las costas de Europa occidental y que podían hundir sus frágiles embarcaciones, o estrellarlas contra las rocas si se hacían a la mar cuando no convenía.
Quizá aquellos hombres primitivos veían en los eclipses de Sol y de Luna motivos de pasmo y terror, presagios de grandes calamidades, e incluso del fin del mundo. Si eran capaces de seguir con precisión los movimientos de esos cuerpos celestes, los antiguos astrónomos pronosticaban los eclipses. Al realizarse sus predicciones seguramente adquirían un enorme poder sobre el pueblo, pues sostendrían que también eran capaces de gobernar las fuerzas sobrenaturales, y de ahí que pudieran imponer a la población millones de horas-hombre de extenuante trabajo. Los documentos escritos de Egipto nos muestran que una casta de sabios sacerdotes de un culto solar recurrió precisamente a esta política para erigir sus majestuosos monumentos a orillas del Nilo.
El astrónomo inglés Fred Hoyle cree que, si los sacerdotes megalíticos utilizaron sus conocimientos astronómicos para imponerse al pueblo, al final esto mismo los perdió. Porque si bien en un principio sus observaciones acaso eran maravillosamente precisas, pasaron por alto (o quizá lo olvidaron tras varias generaciones) que necesitaban hacer sin cesar pequeñas rectificaciones. Porque las posiciones relativas de los cuerpos celestes cambian imperceptiblemente. Durante muchos años, quizá siglos, los cambios afectarían poco los cálculos de los astrónomos, por lo cual sus predicciones de eclipses siguieron siendo exactas. Pero un buen día aquello se acabó. El eclipse pronosticado no se produjo y se disipó el poder de los sacerdotes sobre la gente.
Acaso haya sido un episodio de esta índole el que hace unos 3700 años interrumpió de pronto la erección de menhires. Sin embargo, actualmente sólo podemos conjeturar en torno a las motivaciones de los constructores de estos monumentos, y asombrarnos de su inteligencia. Cada nueva investigación subraya su habilidad. Por ejemplo, el profesor Thom ha comprobado que todos los monumentos estudiados se construyeron ajustándose a una unidad de medida común, que él llama yarda megalítica, de 82,9 centímetros. Según esto, hubo una casta de bien adiestrados albañiles o arquitectos que deben de haber viajado centenares de kilómetros por Europa para intercambiar datos y técnicas de construcción. Así se explicaría la presencia de estos monumentos, diseminados por tierras tan distantes entre sí, pero con semejanzas tan marcadas.
Solía pensarse que si la forma de un megalito era muy diferente de la de otro, tal circunstancia era achacable a diferentes creencias religiosas, y a que los megalitos habían sido erigidos por diferentes pueblos en épocas distintas. Pero surgió uno de esos descubrimientos arqueológicos que periódicamente nos obligan a rectificar nuestros conceptos del pasado. Un contratista de caminos estaba cavando en una colina de, Barnenez, en el norte de Bretaña, a unos 130 kilómetros de Carnac, con la esperanza de encontrar buena grava. Sus motoconformadoras habían desgajado cerca de la cuarta parte de la colina, cuando descubrió que ésta en realidad era un gran montículo artificial de guijarros blancos, apilados sobre 11 tumbas megalíticas de granito. La prueba del carbono radiactivo les da una antigüedad de 6000 años. Aunque se construyeron simultáneamente estas tumbas, al parecer de familia, difieren entre sí en forma, tamaño y decoración. Se piensa que los antiguos arquitectos gustaban de experimentar con varios estilos, igual que lo hacen los de nuestro tiempo.
Al visitar lugares como Barnenez o Carnac casi compartimos la emoción y la admiración de aquellos arquitectos, y las de quienes trabajaban para ellos ahí, hace miles de años, esforzándose juntos para producir algo nunca visto. Por desgracia, sabemos muy poco de ellos; la impresión que recibimos al ver cómo la luz de la Luna cae oblicuamente entre las piedras, proyectando en el terreno sus vastas sombras negras, es la de un misterio que se antoja indescifrable.
Pero más tarde o más temprano surgirán nuevos descubrimientos, teorías y conjeturas. Y se acentúa la fuerte impresión que nos deja nuestra visita a Carnac cuando pensamos que acaso un día descifraremos su mensaje y podremos responder a la eterna pregunta infantil de para qué se erigieron las piedras de Carnac y por qué, de pronto, los hombres dejaron de erigirlas.