MISIÓN EN SANTO DOMINGO: DIPLOMACIA ENTRE DOS FUEGOS
Publicado en
noviembre 28, 2021
Informe presentado, como testigo de vista, por el consejero especial del Presidente Johnson sobre la crisis en la República Dominicana.
Por John Bartlow Martin (Ex-embajador de los EE.UU. en la República Dominicana. Antes de ser nombrado embajador, ya había conquistado una brillante reputación en el periodismo. Condensado de Life).
DESDE mi primera visita a Santo Domingo, en 1937, había yo cobrado profundo afecto al pueblo dominicano. Cuando el dictador Trujillo fue asesinado en mayo de 1961, el Presidente Kennedy me envió allá con el propósito de que estudiara la situación, y en marzo de 1962 me nombró embajador de los Estados Unidos en ese país.
En diciembre de ese mismo año, los dominicanos celebraron las primeras elecciones libres que habían visto en 38 años y eligieron Presidente, por arrolladora mayoría, a Juan Bosch, uno de los líderes de la izquierda demócrata no comunista. Como embajador hice cuanto estuvo en mi poder para ayudarle en su tarea de proporcionar a los dominicanos la libertad y una vida mejor. Bosch, sin embargo, contaba con pocos colaboradores experimentados, y su ineficaz gobierno fue una desilusión para su partido y para el pueblo. La falta de tradiciones democráticas de que adolecía su país y su propio y difícil carácter frustraron sus esfuerzos. El ejército dominicano lo derrocó en setiembre de 1963.
El pretexto que esgrimió el ejército fue el de que Bosch era un Castro-comunista, o al menos que estaba entregando la República en manos de los Castro-comunistas. Por mi parte nunca di crédito a tal cosa. Juzgué entonces, como lo juzgo aún ahora, que el derrocamiento de Bosch fue un serio golpe para la democracia dominicana, la política estadounidense y las aspiraciones del común de la gente en toda Iberoamérica.
El 24 de abril de este año, la República Dominicana hizo explosión. Las primeras noticias recibidas indicaban que la revuelta había comenzado como un intento por parte del partido de Bosch, el PRD (Partido Revolucionario Dominicano), con apoyo de algunos jóvenes oficiales del ejército, para reinstalar a Bosch en el poder.
La ley y el orden desaparecieron rápidamente, y se mataba sin distinción de personas; el 28 de abril, el Presidente Johnson ordenó el desembarco de los infantes de marina a fin de proteger la vida de los norteamericanos radicados en Santo Domingo. Muchos opinaban entonces que la revuelta estaba dirigida por elementos comunistas.
Hacia la medianoche del 28 de abril pasado, Bill Moyers, ayudante especial del Presidente, me telefoneó a mi casa en Connecticut. El Presidente deseaba consultarme acerca de la crisis surgida en la República Dominicana. A las 7 de la mañana del 29 ya estaba yo en Washington. Conferencié con los Secretarios Rusk y McNamara y con otros altos funcionarios. El Presidente me invitó a trasladarme a Santo Domingo para que hiciera allí cuanto fuera posible en ayuda del embajador norteamericano en ese país, Tapley Bennett, hijo; estableciera contacto con los rebeldes y mantuviera al Presidente detalladamente informado de la situación de estos; para que ayudara a la OEA (Organización de Estados Americanos) y a los empleados de la embajada estadounidense a poner fin al derramamiento de sangre y restablecer la paz.
Al desembarcar, el 30 de abril, en San Isidro, base de la fuerza aérea dominicana, era yo presa de graves recelos. ¿Existía realmente una seria amenaza comunista? Temía yo que los Estados Unidos corrieran el peligro de equivocarse y que al tomar partido eligieran al que estaba contra el pueblo.
En todo caso, lo más urgente era pactar una tregua. Con objeto de concertarla, monseñor Emanuele Clarizio, el nuncio apostólico que representa al Vaticano en la República Dominicana, y el embajador Bennett celebraban pláticas en San Isidro con el coronel Pedro Bartolomé Benoit, presidente de la junta militar (compuesta de tres personas), con otros oficiales y con un joven emisario de los rebeldes. Las pasiones se habían adueñado de todos los ánimos: todo el mundo deseaba que se acordase una tregua, pero ¿quién querría aceptarla tras de haber visto asesinar a sus amigos? Alguien propuso una tregua temporal para que los camiones de la recolección de basura pudieran levantar los cadáveres que se amontonaban en las calles. La reunión comenzó luego a disolverse; había llegado la noticia de que los rebeldes estaban atacando en masa.
Atraje aparte al general Elías Wessin y Wessin. Este, que había encabezado el movimiento que provocó la caída de Bosch, fue en ese tiempo quien tuvo el poder en sus manos pues disponía entonces de los tanques.
—El Presidente Johnson está profundamente preocupado por la insensata matanza entre el pueblo dominicano —le dije—. Me ha enviado aquí para que trate de evitar que continúe. Le ruego, general, que sea usted el primera en firmar una tregua.
El general Wessin vaciló. En seguida él y yo nos entrevistamos con el nuncio papal y Wessin estampó su firma. Y el nuncio salió para dar al pueblo la buena nueva por la radio.
Reuniones nocturnas. Después el embajador Bennett y yo nos dirigimos a la embajada de los Estados Unidos que, en el centro de la ciudad, tenía las ventanas cerradas y estaba fuertemente custodiada. Me había traído conmigo a Santo Domingo a Harry Shlaudeman, funcionario de carrera en la Secretaría de Estado que había sido agregado político mío en esa república. Ya en la cancillería, que se hallaba atestada de líneas telefónicas tendidas con urgencia y de vasos de papel, Shlaudeman y yo hablamos con el embajador y luego iniciamos una serie de entrevistas con algunas personas conocidas de nosotros.
No había luz en las calles. Fuimos deteniéndonos en los puntos sujetos a vigilancia, de los que cuidaban vagas figuras armadas. A veces, a lo lejos, escuchábamos disparos de armas de fuego, que en ocasiones se oían más cercanos. Como era imposible penetrar por la noche en la zona rebelde, fui a verme con varios dominicanos que estaban en la zona internacional. Uno de estos era el general de brigada Antonio Imbert Barrera, uno de los dos hombres que viven aún de entre los que asesinaron al generalísimo Trujillo. Imbert es hombre de corta estatura, robusto, valeroso, astuto y brusco, que en todas partes dispone de relaciones.
Cuando me contaba cómo había dado comienzo la revuelta, recibí una comunicación urgente: Juan Bosch me llamaba desde Puerto Rico. A través de una débil línea telefónica, Bosch y yo conversamos. Le dije que esperaba ver al coronel Francisco Caamaño Deñó, el comandante de los rebeldes de Bosch, al día siguiente. Bosch me dijo que la noticia de mi llegada a Santo Domingo era la mejor que había recibido.
Serían las 3 de la mañana cuando regresamos por fin a la embajada. La residencia de esta se hallaba atestada de empleados que no habían podido trasladarse a su casa. El embajador y yo dormimos en el suelo. La residencia fue blanco de intermitentes descargas de los rebeldes durante toda la noche.
Por la mañana iniciamos un complicado juego a fin de vernos con el coronel Caamaño. El coronel se negó a abandonar la posición rebelde para hablar conmigo; yo tendría que ir en su busca: cruzar la línea divisoria y salir de la zona internacional, cuyo perímetro estaba custodiado por tropas norteamericanas. Caamaño me hizo saber que trataría de prevenir a los tiradores que tenía apostados por allí, pero que no podía garantizar plenamente la seguridad de mi persona. Acompañados por el emisario de Caamaño, Shlaudeman y yo partimos en el automóvil del nuncio papal; el propio nuncio conducía el vehículo, la tapa de cuyo motor iba cubierta con la bandera vaticana. Ya en territorio rebelde, avanzamos lentamente, con las ventanillas cerradas para que los tiradores supieran que nosotros no teníamos intención alguna de disparar.
Los rebeldes se habían apoderado del centro de la ciudad, incluido el principal sector comercial, pero su posición militar se hallaba en Ciudad Nueva, el viejo barrio de la época colonial española. Allí las ventanas y puertas se mantenían generalmente abiertas a fin de aprovechar cualquier soplo de la brisa. Entonces se encontraban herméticamente cerradas. Las calles, habitualmente abarrotadas, estaban poco menos que desiertas, cubiertas de basuras y desperdicios, vidrios rotos y pedazos de yeso.
Libreto equivocado. Llegamos al fin al cuartel general del coronel Caamaño. Era este un hombre joven (de 32 años), corpulento, moreno de tez, que vestía de caqui y mostraba un aspecto vigoroso aunque un tanto inseguro. Era oficial de la fuerza aérea y se había unido a la rebelión cuando estalló esta. Con él se hallaba un joven de corta estatura que ya me era conocido: Héctor Aristy, un individuo sutil en lo que hacía a la política y los negocios.
—La ciudad entera clama por el restablecimiento de la constitución de 1962 —declaró Caamaño—, con Juan Bosch de presidente.
Aristy se apresuró a corregirlo: la constitución que deseaban restablecer era la de 1963, no la de 1962, herencia de Trujillo. Caamaño había firmado ya la tregua concertada y prometió que la respetaría. ¿Podría dominar a todas sus tropas?, le preguntamos. Aristy, contestando por Caamaño, habló volublemente de política constitucional, e hizo frecuente uso de la palabra.
Cuando llegó la hora de partir, una multitud, que lanzaba entusiastas vítores, alargaba insistenmente las manos hacia el interior de nuestro automóvil por estrechar las mías, a la vez que gritaba:
—¡Confiamos en usted, señor Martin! ¡Querernos la democracia!
Aquel era el pueblo, el de los hambrientos, los indigentes, los enfermos e indefensos, que nada sabían de política. Los que lo componían habrían de ser los que muriesen en caso de un ataque militar generalizado contra Ciudad Nueva. Y esta gente era la que decía contar conmigo.
Con todo, tal manifestación había sido organizada, y bien. Y Shlaudeman observó algo más: un joven de camisa negra, en quien aquel reconoció a un elemento de algún partido terrorista Castro-comunista, había llegado hasta nuestro automóvil para gritar:
—¡Yanquis! ¡Vuélvanse a su tierra!
Inmediatamente apareció una mano que lo asió por el hombro con firmeza y lo alejó de allí. Evidentemente, el joven terrorista había dicho una frase que no estaba en el libreto.
El domingo llegó la misión de paz de la OEA, compuesta de cinco emisarios, que fue precedida por José Mora, secretario general de aquel organismo. Shlaudeman y yo nos retiramos con objeto de estudiar el cúmulo de datos reunidos por las agencias de información norteamericanas y celebrar nuevas conversaciones con los dominicanos de ambos bandos con quienes llevábamos relaciones. Esa misma tarde pasamos revista a la situación general.
Anatomía de una revolución. En un principio la revuelta había obedecido a un movimiento cuidadosamente planeado, dirigido principalmente por el PRD, el partido de Juan Bosch, y especialmente por algunos jóvenes apasionadamente consagrados a los ideales de libertad y de justicia. Casi inmediatamente se habían adherido al movimiento varios militares dominicanos, entre los cuales había algunos que eran simples aventureros, como también los había que eran tropas avezadas, hartas de la corrupción existente entre los generales.
Y casi inmediatamente habíanse incorporado también a la revuelta activos elementos comunistas. Entre estos se contaban algunos que en mi tiempo habían formado entre los líderes de los tres partidos comunistas básicos de Santo Domingo: el PSP, el MPD y el PNR*, así como varios componentes del ala extremista del partido castrista "14 de Junio". Yo mismo reconocí los nombres de cosa de una docena de ellos: individuos que en mi tiempo habían viajado a Cuba, a la China roja o a la Unión Soviética para adiestrarse en la guerra de guerrillas o para empaparse en las teorías comunistas, y habían vuelto a la República Dominicana con grandes sumas de dinero. Las fuentes norteamericanas de información citaban a otros 70 de tales sujetos. Los agentes estadounidenses habían visto a muchos de aquellos hombres en el cuartel general o en las plazas fuertes de los rebeldes. Aparte de esto, de fuentes absolutamente fidedignas Shlaudeman y yo supimos que aquellos comunistas se encontraban en verdad en tales sitios.
Finalmente, centenares, quizá miles de ciudadanos dominicanos corrientes se habían unido a la rebelión; muchos de ellos eran personas pobres y analfabetas, que habían escapado a la tiranía de Trujillo con el anhelo de disfrutar de una vida mejor, y a quienes yo, al igual que otras personas, les había asegurado que los Estados Unidos les ayudarían a alcanzarla y que habían visto desvanecerse sus esperanzas.
Fue así como se inició la revolución. Sin embargo, cambió de aspecto con la rapidez del relámpago.
Los militares rebeldes se habían llevado consigo enormes cantidades de pertrechos; en plena calle distribuían armas de fuego entre quienes las quisieran. A los empleados de las gasolineras los obligaban a llenar de gasolina las botellas que trajera consigo cualquier desconocido a fin de improvisar bombas caseras.
Y comenzó la matanza. La anarquía se adueñó de la ciudad. Tropas dominicanas daban muerte a tropas dominicanas, los civiles se mataban entre sí. Nadie sabe con exactitud cuántas personas perdieron entonces la vida. El coronel Caamaño me dijo que había sufrido 1400 bajas. Los hospitales se hallaban repletos; los médicos operaban a los heridos en el piso mismo de las salas, a la luz de una lámpara y sin emplear anestésico alguno. Lo sucedido fue que con el derrocamiento de Bosch, los odios cristalizaron, la estructura política se fue al traste, y el diluvio de sangre que podría haber ocurrido inmediatamente después del asesinato de Trujillo, se desataba ahora, cuatro años más tarde.
Y el diluvio de sangre arrastró consigo los ideales; desaparecieron las diferencias entre hombres, partidos, móviles. Cuando llegué encontré muy cambiadas a muchas de las personas a quienes había conocido en otro tiempo. Se habían convertido en verdaderos extremistas, en seres dados a la violencia; en bestias o poco menos. Y los hombres caídos en tal estado, encuentran cerradas todas las puertas... salvo las puertas del comunismo.
Cierta señora, que fuera izquierdista moderada, idealista, pero decidida enemiga del comunismo, se encaminó cierto día al cuartel general revolucionario en busca de provisiones. Un adolescente la detuvo para preguntarle si llevaba alguna nota. La señora hizo venir a uno de los jefes rebeldes y acusó al muchacho de "contrarrevolucionario".
Como todo el mundo lo sabe, los comunistas ya no hacen las revoluciones: se adueñan de ellas. La transformación operada en la mente de esa mujer revela el fenómeno ocurrido. Ella se había olvidado de sus convicciones, de los motivos por los cuales luchaba en un principio. En una palabra, estaba trastornada, como tantos otros.
Por esos días parecía imposible llegar a ningún arreglo en lo político. La solución obvia, y que algunas personas aconsejaban, resultaba también inaceptable: consistía en lanzar contra los rebeldes un preponderante ejército estadounidense. La sola esperanza estaba en sostener la tregua y confiar en que las partes interesadas recobraran el buen sentido.
Así se lo comuniqué por teléfono al Presidente Johnson. Lo anuncié así públicamente, cosa que también hizo el Presidente el domingo 2 de mayo. Y esa noche, por recomendación suya, me trasladé a Puerto Rico con el propósito de entrevistarme con Juan Bosch.
"Estoy gastado". Bosch, peliblanco, erguido, me escuchaba en tanto le describía la situación según yo la juzgaba: aventureros y Castro-comunistas habían asumido la dirección del partido de Bosch y su país estaba hecho jirones. Bosch se resistía a dar crédito a mis palabras, y esto era comprensible hallándose él en Puerto Rico. Yo mismo no lo habría creído posible, de no haberlo visto.
En seguida le expliqué cuál era el propósito que perseguía mi gobierno al hacerse presente en Santo Domingo: proteger la vida de los ciudadanos estadounidenses, evitar que el Castro-comunismo se adueñara del poder, restablecer la paz. Bosch y yo estuvimos conversando hasta pasada la una de la mañana sin llegar a solución alguna. En determinado momento, Bosch me expresó su devoción hacia el constitucionalismo; en otro habló de que lo único que podría sustituir a este sería la prolongada ocupación de su país por los infantes de marina norteamericanos.
A la mañana siguiente analizamos juntos todas las soluciones posibles, y pregunté a Bosch si acaso intentaba regresar a su patria. Levantó una mano y replicó:
—No, no puedo. Yo ya estoy... ¿cómo le diré?... gastado.
En todo momento se observaba en el fondo del pensamiento de Bosch una chispa reveladora de su dura comprensión de la realidad.
—¿Regresaría usted a su patria para prestar consejo al gobierno y colaborar en la reconstrucción de su país? —le pregunté.
—No, me es imposible. Si he de volver será como presidente.
Hablamos también de la posibilidad de que hiciera una declaración pública, pero no llegamos a conclusión alguna. Me dirigí, pues, a la base naval, informé telefónicamente al Presidente Johnson, y hacia el anochecer emprendí el regreso a Santo Domingo.
Fin de la 1ra fase. La tregua convenida se cumplía con gran desasosiego; el fuego de los tiradores furtivos, y a veces de ametralladoras, la violaba constantemente. Sin embargo, no se había visto rota por disparos de armas de gran calibre.
Las tropas norteamericanas, que operaban ya con el carácter de un contingente internacional a las órdenes de la OEA, patrullaban la zona internacional, así como un corredor situado entre esta y el puente Duarte, que había que cruzar para llegar al aeropuerto. Si, como afirmaban los rebeldes, la intención hubiera sido hacer fracasar la revuelta, Washington no habría insistido en la tregua, con la cual se dejó a aquellos en posesión del centro de la ciudad, de la compañía de teléfonos y de la importantísima radioemisora. Tampoco las fuerzas norteamericanas aislaron por completo la posición de los revolucionarios en Ciudad Nueva: no impedían que gente de paz atravesara libremente el corredor, y lejos de "obligarlos a salir por hambre", alimentaban a los rebeldes y les proporcionaban medicinas y agua. En una palabra, la tregua fue muy ventajosa para estos.
Fase No. 2. Ya entrada la noche de ese mismo lunes, Imbert me hizo ir a su casa y me dijo que varias personas, así militares como civiles, le habían dicho que no podían dar su apoyo ni a los revo lucionarios ni a la antigua junta de San Isidro; que insistían en que se volviera a integrar la junta de tres militares encabezada por el coronel Benoit, y que sólo Imbert era lo bastante fuerte para encargarse de ello.
—¿Quiere usted hacer tal cosa? —le pregunté.
—Sí —repuso Imbert—. En bien de mi país, no por interés mío. ¿Por qué diablos he de querer meterme en este berenjenal?
—Nosotros los norteamericanos no apoyaremos una dictadura militar —declaré—. ¿Quién estará incluido en el gobierno?
Imbert quería integrarlo primeramente con su propia persona y el coronel Benoit, además de tres civiles, individuos ajenos a la política y de relevante posición, que carecían de toda liga con uno u otro de los bandos en conflicto. Imbert citó algunos nombres, sus amigos propusieron otros, yo mismo di algunos, mas pocos eran los que estaban dispuestos a aceptar ninguna responsabilidad.
Los días y las noches transcurrían confusamente. Por fin, durante la semana del 10 de mayo, el Gobierno de Reconstrucción Nacional prestó juramento y dio comienzo a sus funciones. Lo componían hombres aptos, inteligentes, serenos, que estaban muy lejos de constituir una dictadura militar.
Imbert se desembarazó de la mayoría de los odiados generales de San Isidro, para lo cual los atrajo a la base naval, los hizo desarmar, los puso a bordo de un barco de guerra dominicano y ordenó que este se hiciera a la mar. Wessin, sin embargo, se negó a seguirlos.
Durante todo este tiempo el embajador Bennett trabajaba día y noche... y absorbía las críticas que se enderezaban a los norteamericanos. Los rebeldes arrojaban sobre él, rencorosamente, la culpa de la catástrofe y afirmaban que era un "demonio", un "maniático", y que cuanto decía eran "mentiras".
Fase No. 3. Entonces comenzó la busca de una solución política. Entre tanto los rebeldes habían anunciado que el "Congreso" había "elegido" a Caamaño como presidente. Empezamos a tratar de que se entablaran pláticas entre Imbert y Caamaño, con la esperanza de que se operase una reconciliación. Shlaudeman y yo hablábamos con quienquiera que pudiera contribuir a tal fin.
A la sazón ya la gente empezaba a dejarse ver. Los automóviles circulaban en mayor número. En la valla de la zona internacional los infantes de marina estadounidenses distribuían bombones entre los niños. Se empezó a apremiar insistentemente a las fuerzas norteamericanas para que se apoderasen de la ciudad, pues los revolucionarios se estaban aprovechando de la tregua para introducir agitadores y armas de fuego en la parte norte de la ciudad y enviarlos al interior del país.
Por añadidura, su radioemisora venía promoviendo la causa revolucionaria vigorosamente. Los insurrectos dieron en organizar mítines de masas, y de pronto su grito de guerra dejó de emplear el nombre de Juan Bosch para invocar la constitución e incitar al anti-norteamericanismo.
Por la mañana del 11 de mayo se nos comunicó que Caamaño estaba dispuesto a hablar con Imbert, pero que antes de ello quería entrevistarse conmigo. Así pues, el nuncio apostólico, Shlaudeman y yo penetramos una vez más en la zona rebelde. Hallamos a Caamaño en una escueta oficina, en compañía de Héctor Aristy y del "ministro de negocios extranjeros" de los revolucionarios. Estos hicieron patente su estrategia: no accederían a hablar con Imbert hasta que el general Wessin y otros dos oficiales fueran eliminados. Yo repuse que esto era cosa que Caamaño debería tratar con Imbert; lo importante era conseguir que ambos comenzaran a negociar. Aristy, sin embargo, insistía en desviar la conversación para hablar de incidentes en que, según decía, el bando opuesto había violado la tregua.
Conseguí que Caamaño se volviera a mirar el mapa que estaba al otro extremo de la mesa, lejos de Aristy, y le pregunté en voz baja:
—¿Obra usted con libertad?
—Obro con entera libertad.
—¿Podría usted salir de aquí para entablar conversaciones?
Caamaño vaciló y en seguida repuso:
—Mi gente me informa que sería inútil hablar mientras esos tres generales sigan allí. Si quisiera hacerlo, me pondrían en la calle.
—¿Quién es "su gente"? ¿Quién lo pondría a usted "en la calle"?
—Tendría yo que consultar a mis consejeros, a mis militantes; al Gabinete, a algunOs senadores.
Lo de militantes podría significar igualmente soldados como él que comunistas. Le pregunté si se trataba de unos u otros. Caamaño vaciló de nuevo y en seguida dijo:
—Hablo de los oficiales.
—¿No de los comunistas?
—Aquí no hay comunistas —replicó.
—Yo sé bien que los hay. Lo que le pregunto es si no está usted sujeto a ellos.
Caamaño apartó la vista y, vacilando al hablar, respondió:
—Es posible que haya algunos individuos comunistas en mi zona, pero no ocupan posiciones de mando. Una vez que terminemos con esto, nos libraremos de ellos.
Yo distaba mucho de estar seguro de eso, y me parece que a él le ocurría otro tanto.
—Si quiere usted que esto se solucione pacíficamente —le dije—, será mejor que inicie negociaciones con el bando contrario. El tiempo se agota. Hemos estado tratando de hacer venir a Betancourt, Figueres y Muñoz Marín en representación de la OEA... pero se niegan a venir.
Caamaño se mostró desconcertado. Creía contar con el apoyo de aquellos personajes, todos eminentes líderes de la izquierda democrática y no comunista en el Caribe. Juan Bosch había sido amigo de los tres y compartía sus ideales.
Después de larga discusión, Caamaño accedió a tratar con Imbert, pero antes, dijo, tendría que consultar a sus consejeros, e insistió en que se haría acompañar por Aristy. Se mostraba tenso, incluso atemorizado.
Fui en busca de Imbert y obtuve de él la promesa de que hablaría con Caamaño. Luego, de regreso en la cancillería, nos pusimos a esperar. Dos horas pasaron, tres. Poco después de las tres nos dieron la noticia de que Caamaño había cancelado la proyectada reunión, diciendo que "las tropas de Wessin" (quien no mandaba tropa alguna en la capital) habían atacado el restaurante del Dragón, situado en la zona rebelde, para lo que contaron con la protección de algunas fuerzas norteamericanas, y que habían dado muerte a uno de los rebeldes y herido a otros más.
Quisimos informarnos de lo ocurrido en el restaurante del Dragón, pero crecían nuestras sospechas de que en realidad los insurrectos no tenían interés en entablar pláticas, que estos (no el propio Caamaño, sino los comunistas que tras él se escudaban) venían provocando incidentes con objeto de sabotear las negociaciones.
A la orilla del precipicio. Llegado el miércoles la gente de Imbert se hallaba descorazonada: los rebeldes estaban ganando la guerra política y de propaganda, sembrando la rebelión en el resto del país y apoderándose de otros lugares, en tanto que Imbert mismo tenía las manos atadas por la OEA y la tregua concertada. Esa noche nos pareció que los disparos eran más tupidos de lo que fueran desde la primera o segunda noche de la tregua.
A la mañana siguiente el "ministro de negocios extranjeros" de Caamaño llamó por teléfono.
—Los soldados norteamericanos han violado la tregua —dijo, y citó dos puntos determinados en que, según él, esto había ocurrido—. El coronel Caamaño ha dado órdenes de que si esas tropas no vuelven a su posición antes de media hora, se rompa el fuego contra todos los soldados norteamericanos.
—Quiero hablar con Caamaño, y con nadie más —repliqué.
Después de larga demora, Caamaño tomó el teléfono. Casi a voces anunció:
—Somos hombres de honor... Estamos hartos de hablar... ¡Lucharemos hasta la muerte!
—Un momento —repuse—. No es posible entablar negociaciones por medio de ultimátums. Me informaré de lo ocurrido y le telefonearé de nuevo.
Alguna otra persona le arrebató el aparato.
—Atacaremos a las tropas, cualesquiera que sean, que anden fuera...
—¡Comuníqueme con Caamaño! —exclamé.
De nuevo oí la voz del coronel:
—...la hora postrera. Estamos en guerra... Somos hombres de honor...
Se interrumpió, y alguien me dijo:
—Ha ido a ponerse al frente de sus tropas.
Me entrevisté con el general brigadier Bruce Palmer, comandante de las fuerzas estadounidenses. A lo que él sabía, la noche anterior los rebeldes habían disparado contra las tropas norteamericanas, cerca de la fábrica de energía eléctrica, desde un edificio que estaba fuera del alcance de las armas disponibles. Aquella misma mañana los soldados estadounidenses habían efectuado una salida y acallado el fuego de los atacantes... de acuerdo con las órdenes que tenían y los términos de la tregua, pero a la sazón habían regresado ya a sus posiciones.
Logré comunicarme nuevamente con Caamaño, le di a saber lo que me informara el general Palmer, y agregué:
—Escúcheme, estos incidentes son inevitables. Henos aquí hablando de una vida humana o dos cuando debiéramos hablar de miles de ellas. Es necesario que empiece usted a tratar con Imbert... y sin demora.
—Ya estamos cansados de hablar —contestó.
—Mire, coronel —le dije—, usted y yo nos entendemos, pero entre los de su bando hay algunos que están provocando tales incidentes y creándonos dificultades a usted y a mí. Si queremos que haya paz, debemos impedir que estas cosas se repitan.
Ataque aéreo. Me hallaba yo en una apartada habitación de la cancillería, redactando un cablegrama, cuando de repente estallo un ruido infernal; lo causaban tupidas descargas, acompañadas del rugir de aviones que volaban a poca altura. Me retiré a un rincón (las paredes de la cancillería son de cemento, y muy gruesas) y esperé. Al fin los fusilazos cesaron.
Varios aviones de combate, que no fue posible identificar, habían pasado a poca altura frente a la embajada y las tropas norteamericanas habían disparado contra ellos. Más adelante supimos que el comandante de la fuerza aérea de Imbert había destacado cinco aviones con instrucciones de atacar a la Radio Santo Domingo que, a unas cuantas calles al norte de la embajada, estaba en poder de los revolucionarios. Los soldados estadounidenses habían disparado sobre los aviones y lo mismo habían hecho los rebeldes cuando aquellos cruzaron los límites de la zona. Los aviones descargaron cohetes sobre la radioemisora y la hicieron callar. De resultas de las descargas hechas desde tierra, probablemente de las norteamericanas, se desplomó uno de los aviones atacantes. La embajada estadounidense protestó ante la OEA y también protestaron los rebeldes. Todo andaba de cabeza. A la mañana siguiente ya Radio Santo Domingo funcionaba de nuevo, empleando otro transmisor. Y en las Naciones Unidas el Consejo de Seguridad votaba el envío de un representante a la República Dominicana.
Todo andaba de cabeza. Sólo así se puede describir la situación que prevalecía entonces en Santo Domingo. Las poderosas fuerzas que están en juego en nuestros peligrosos y revolucionarios tiempos han hecho garras a la isleña república... como han despedazado a otras naciones en todo el mundo. Es al choque de esas fuerzas al que los Estados Unidos deben enfrentarse. Y por el hecho mismo de la enorme magnitud del poderío norteamericano, sus límites resultan estrechos en extremo. Los estadounidenses se encontraban en Santo Domingo con armas y fuerzas suficientes para arrasar la ciudad. Pero ¿qué pasaría si así lo hicieran? ¿Iban a acabar con millares de dominicanos inocentes sólo por librarse de un puñado de comunistas? ¿Habían de ocupar el país entero durante varios meses, quizá durante varios años? Nada está más lejos de su ánimo.
Los rebeldes se conquistaron, en parte y al menos por algún tiempo, las simpatías del común de la gente, y mal harían los norteamericanos si creyeran que ello se debió solamente a que los revolucionarios tenían en su poder el valioso medio de la radio. El anhelo de una vida mejor que acaricia el pueblo dominicano ha echado hondas raíces. Los Estados Unidos estimularon ese anhelo, y con justa razón, y deben continuar haciéndolo así. Al propio tiempo deben impedir que se aprovechen de tal anhelo quienes estaban dispuestos a traicionar a la República Dominicana... como ya estaba sucediendo en Santo Domingo, sin. que se percatase la generalidad del pueblo.
Cualesquiera que sean los acontecimientos venideros, el papel de los Estados Unidos no es cosa fácil. Según lo ha dicho ya el Presidente Johnson, los norteamericanos no pretenden imponer a Santo Domingo solución alguna, nada buscan sino devolverle la paz y la libertad en la autodeterminación. En aquella islita podemos observar, en pequeña escala, la revolución mundial que se opera en nuestro tiempo. Y por la confusa, sangrienta y compleja cadena de los sucesos descritos en estas páginas podremos comprender cuán dificultoso es el problema que encaran los Estados Unidos.
*Partido Socialista Popular, Movimiento Popular Dominicano y Partido Nacional Republicano, respectivamente.