LOS PELIGROS DE LA LITERATURA
Publicado en
noviembre 10, 2021
Tanto insistió mi abuela con la cultura, que mi abuelo abandonó el club y se encerró a leer las obras de Shakespeare.
Por Elizabeth Subercaseaux.
Mi abuelo no era una persona culta. Era loco, encantador y un adefesio. Pero no era culto. Y a mi abuela esto le molestaba sobremanera.
—¿Por qué no lees algo, Demetrio? ¿No te interesa saber historia? ¿No quieres saber cómo fue que los españoles llegaron a nuestras costas, quiénes fueron los primeros gobernantes de tu propio país, qué pasó con el Imperio Romano, qué vida se hacía en la vieja Atenas y en Esparta, qué decía Platón de la educación o Nietzsche del cristianismo, o quién fue Disraeli? ¿No te gustaría conocer algunas de las obras de William Shakespeare?
—Prefiero mil veces jugar en el club y mirar el fútbol —contestaba mi abuelo y luego agarraba su sombrero y su bastón, y salía de la casa.
Mi abuela, en cambio, era cultísima. A los 80 años había perdido la cuenta de cuántas noches pasó esperando a mi abuelo, mientras leía a Shakespeare, Keats, James, Balzac, Víctor Hugo, Joyce...
—Sin cultura, la sociedad sería una selva —decía.
—Ya es una selva —replicaba él.
—Tú estás como Hermann Goereing, quien dijo: "Cada vez que escucho la palabra cultura, echo mano de mi revólver" —lo regañaba ella.
—Así será, pero ya te digo que prefiero ir al club —respondía él.
—Deberías hacer lo que recomendaba Goethe —insistía mi abuela—, escuchar cada día una canción, leer cada día un poema, mirar cada día un cuadro y, si es posible, hablar cada día pocas palabras razonables.
Tanto fue lo que "majadereó" con la cultura y la lectura que, por fin, mi abuelo decidió hacerle caso:
—¿Por dónde empiezo? —quiso saber interesado.
—Por el padre de la literatura —le dijo ella—, por Shakespeare.
Y él se sumergió en las obras de Shakespeare y durante varios meses no fue al club, no salió con ninguna flaca de la farmacia y permaneció encerrado en su cuarto leyendo La comedia de las equivocaciones, La Tragedia de Romeo y Julieta, Hamlet, La Tempestad, el Rey Lear, Trabajos de amor perdido, Venus y Adonis, Antonio y Cleopatra, Los dos hidalgos de Verona, Tito Andrónico, Sueño de una noche de verano, El mercader de Venecia, A buen fin no hay mal principio... Y una vez que leyó todas las obras dramáticas y líricas del famoso escritor, se volvió loco de remate.
Los primeros signos de su locura aparecieron cuando mi tía Eulogia se negó a casarse con el candidato que mi abuelo ya había elegido para ella, un tal Paria Zapata que trabajaba en la Bolsa de Comercio.
—Ni muerta, papá, prefiero quedarme soltera para toda la vida antes de casarme con ese esperpento —chilló mi tía Eulogia. Y mi abuelo, entonces, agarró el cuchillo de la cocina, lo blandió en el aire como si fuese una espada y se puso a gritar:
—¡Fuera de mi presencia, encarroñada clorótica! ¡Fuera libertina! ¡Cara de sebo! Ahórcate joven libertina! Oye lo que te digo: o vas a la iglesia el jueves o jamás me mires a la cara! ¡No hables! ¡No repliques! ¡No me contestes! ¡Que tiembla mi mano! ¡Esposa! Apenas nos creíamos felices por no habernos Dios concedido más que esta hija; pero ahora veo que con esta hija única hay de sobra, y que con ella nos ha caído una maldición. ¡Apártate de mi vista, mujerzuela!
La Domitila, que estaba presente, se interpuso entre mi abuelo y mi tía Eulogia para defenderla de su furia, y mi abuelo se lanzó contra ella.
—¡Silencio, consejera oficiosa! ¡A cotorrear con vuestras comadres, andando! —gritaba mi abuelo.
Entonces la Domi salió corriendo a llamar a mi abuela.
—¡Señora! ¡Venga! ¡El caballero ha enloquecido!
Y mi abuela llegó a la cocina (porque allí estaba tomando lugar la escena) y escuchó a mi abuelo decir:
—¡Por la Hostia Sagrada! ¡Si es para volverse loco! De día, de noche, a todas horas, en cualquier ocasión, a cada momento, trabajando, en diversión, solo, en compañía, fue siempre mi sueño verla desposada, y ahora que le habíamos conseguido un caballero de familia de príncipes, lleno de riquezas, joven educado con el mayor esmero, henchido como dicen, de bellas cualidades; un hombre, en fin, como pudiera uno desearlo, venirnos esta miserable y estúpida llorona, esta muñeca quejicosa, que al sonreírle la fortuna, exclame por toda respuesta: "No quiero casarme, no puedo amar, soy muy joven; os ruego que me perdonéis". ¿Sí? ¡Pues no os caséis! ¡Bueno será mi perdón! ¡Idos a vivir donde os plazca, que en mi casa no pondréis más los pies!
Mi tía Eulogia lo escuchaba con la boca abierta.
—¿Qué le pasa, mamá?
—Está hablando como habló el padre de Julieta— respondió mi abuela, colocándole la mano en la frente para ver si tenía fiebre.
—¿Y quién es Julieta? — preguntó mi tía.
—Pues Julieta Capuleto, hija.
—¿Julieta Capuleto? Yo no la conozco —respondió mi tía.
Al día siguiente, al despertar, mi abuela le preguntó:
—¿Cómo amaneciste, Demetrio? ¿Te sientes mejor?
El se quedó mirándola con una expresión de desamparo y le dijo:
—No creo en presagios; hasta en la caída de un gorrión interviene una providencia especial. Si es ésta la hora, no está por venir; si no está por venir, ésta es la hora; y si ésta es la hora, vendrá de todos modos. No hay más que hallarse prevenido. Pues si nadie es dueño de lo que ha de abandonar un día, ¿qué importa abandonarlo tarde o temprano?
Mi abuela, reconociendo de inmediato las bellas palabras de Hamlet, se agarró la cabeza entre las manos y exclamó:
—¡Ay, Dios mío! La verdad es que te prefería inculto.
ILUSTRACION: MARCY GROSSO
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, ABRIL 07 DE 1998