MODERADAMENTE, SIEMPRE MODERADAMENTE
Publicado en
septiembre 21, 2014
Correspondiente a la edición de Noviembre de 1990
Por Alejandro Carrión.
Es terriblemente peligroso ser demasiado feliz, tener demasiado éxito: al que le trata demasiado bien, la suerte, el instante menos pensado, le da un esquinazo brutal. Lo peor del caso es que nunca le prepara el terreno: golpea sin aviso, y en la forma más absurda. Bruscamente se le hunde el mundo a quien lo tenía a sus pies. Ni en el amor, ni en el dinero, ni en el poder, ni en las delicias del éxito literario y artístico, en ningún terreno hay que ser excesivo. Moderadamente. Quien es moderadamente dichoso o, lo cual es casi lo mismo, moderadamente desdichado, llega a viejo con relativa comodidad y sin necesidad de convertir, de pronto, su sendero de rosas en sendero de lágrimas. Créanmelo, cholitos, no les miento. Del viejo, el consejo: Más sabe el diablo por viejo que por diablo.
No me atrevería a decir que he sido moderadamente dichoso, digamos mejor que he sido moderadamente desdichado. En estas afirmaciones hay que ser muy prudente. Jamás envanecerse de que me ha ido bien, de que a mí nadie me baja la cresta, de que yo sé donde piso. Nada de eso. Hay que avanzar despacito, a tientas, porque en realidad es en la obscuridad donde nos movemos. O, como diría, posiblemente Jorge Anhaizer: lo que ocurre es que vamos trepando un acantilado. Hay que poner el pie con prudencia infinita. Nada de ir como el esquiador que se lanza por la pendiente abajo con manifiesta locura: no se queje si un árbol se le cruza en el camino. Yo, amigos, he sido moderadamente desdichado y de ello le doy gracias a Dios, que es mi buen amigo.
Y bien, todo esto, además de incitarlos a ir con tiento y a no desafiar a esa fiera malvada que es el destino, es prólogo para contarles que, de chico, a mí me fue de lo más bien. Llegué a Quito, chagrita joven, pero con pinta de quiteño de nacimiento, precaución oportuna para no darme contra una esquina sin motivo plausible. Desde la casa del tío Benjamín, que fue mi base de lanzamiento y desde el Mejía, que fue mi primer andarivel, pronto di con los enormes y majestuosos intelectuales del Grupo Elan y me convertí en uno de ellos. No está mal un pequeño complejo de inferioridad en esos casos, pero hay que usarlo solamente para no pisarles los callos a los dueños de la casa donde uno entra: no para que le pisen el poncho. Así procedí yo, tenía para eso un instinto fenomenal y pronto los del Elan se dieron cuenta de que siempre habían sido mis amigos y de que sin mí no podían pasarse.
Eran una linda gente. El poeta Ignacio Lasso, el autor del manifiesto, era el jefe, pero un jefe tan sagaz que ejercía su jefatura aparentando no darse cuenta de ello. Escribió el manifiesto, nos hacía criticas entre sonrisas y consejos de "cultiva tu propio cuerpo" y reglas para no dejarse atraer por el realismo socialista. El poeta José Alfredo Llerena, "Llerenita", era considerado, sin disputa, el filósofo del grupo: era, en realidad, increíblemente inteligente e informado y hombre suavísimo, buen camarada, gentil en su pequeña personita, redonda y omota. Jorge Fernández era el maverick del grupo: no se había graduado en el Mejía, una vez se había fugado de casa y en Guayaquil había intentado ser boxeador amateur: estaba convencido de que ninguna chica se le resistía y nosotros lo adulábamos por dos razones definitivas: la imprenta de papá Leopoldo y el auto también de papá Leopoldo, un studebaker café de media cuadra de largo. Soñábamos en publicar en la imprenta y en irnos a ver un fin de semana unas maestritas que teníamos en Chillogallo "montando" en el studebaker.
Bueno, ¡qué les digo! El grupo Elan era una buena compañía y era seguro que en ella íbamos a la conquista de la gloria literaria. Si les contara todos los que en el grupo vivían, no sería ésta una crónica sino un libro y es bastante seguro que lo haré algún día, si es que la tarde me sigue durando. Al decir esto, repito la linda forma de decirlo que tenía el tío Benjamín: cuando le preguntaba por sus planes, ya a las alturas en las que ahora me hallo, contestaba: "si es que me dura la tarde". Las alturas a las que me refiero son las de mi edad, no tengo otras alturas en mi vida porque siempre, gracias a mi buena suerte, he sido moderadamente desdichado.
Y, claro, llegamos al libro en la imprenta de papá Leopoldo y cultivamos nuestras pedagoguitas en el studebaker de papá Leopoldo. El primer libro que salió en la Imprenta Fernández, en edición espléndida, con maderas de Eduardo Kingman, fue Luz del nuevo paisaje, mis versos, que consagró Jaime Chávez con una crítica de gran crítico en El Día. Era crítica de gran crítico porque encontraba mi libro magnífico, no solamente por tener yo apenas veinte años, sino porque, en su ilustre y acertado concepto, los versos eran buenos.
Luego salió Antonio ha sido una hipérbole, de Jorge Fernández, que recibió crítica desfavorable porque la gente no quería pasar del título y exigía que le expliquen, antes de hacerlo, cómo Antonio podía ser una hipérbole.
Vino luego Escafandra, de Ignacio Lasso, con una bella madera de Sergio Guarderas, el amable y querido maestro, que elevó los zaguanes del viejo Quito, a categoría de modelos de alta pintura. Los suaves y bellos versos de Lasso, a la hora de la feroz poesía de cartel, resonaron delicadamente, pero mis bravos versos tuvieron más éxito: aparentemente gana el que más bulla hace, pero a la larga... Un día de estos republicaremos la obra de Lasso y ya verán ustedes cuán buena era.
Y finalmente, porque con ello se acabó la tolerancia de papá Leopoldo para la actividad editora de su hijo Jorge, apareció Nuevo itinerario, los versos de Pedro Jorge Vera, que se incorporó al grupo por mis buenos oficios; Eduardo Kingman le hizo las maderas. Era un libro bravo, del cual se le burlaban cruelmente en Momento, que no era un periódico literario sino político, de Carlos Guevara Moreno, quien se gozaba burlándose del joven poeta porteño, en especial por un verso en el que decía: "¡Dios mío! en mis entrañas / alguien pisa las uvas". Este grito sublime le parecía a Guevara divertidísimo y se relamía diciendo (o haciendo decir) cosas inconstitucionales sobre esa belleza. Yo le puse prólogo al "mono" y lo titulé "El paso en el misterio", porque entonces me gustaba decir cosas así, pero a alguien a quien bien conozco se le trabucó intencionadamente la frase y puso "El paso en el ministerio", por fregarle a Pedro Jorge, a base del paso por el ministerio de Alfredo, su hermano.
Es grato recordar esos años, en los que estábamos tratando de invadir el terreno sacrosanto de los autores de libros inmortales. Todos estábamos convencidos de que nuestros libros eran inmortales. Llerena publicó poco después su hermoso poemario en la Universidad Central, porque ya donde papá Leopoldo no era posible. Por esos días Jorge Fernández se casó, puso casa y no pudo seguirnos invitando por algunas acciones increíbles de los amigos, en especial de Atanasio Viteri... En realidad, sobre Atanasio habría que publicar un libro de anécdotas, era una máquina de producirlas.
Y bien: esa fue una hermosa época, alegre, despreocupada, sin dinero, con mucha alegría: es posible que yo haya sido entonces dichoso, pero moderadamente dichoso, entiéndaseme bien: en el curso de los días, había infinidad de pequeñas desdichas, que impedían que el malvado destino me de un esquinazo y me ponga knock out. No lo olviden: hay que ser dichoso, pero moderadamente. Hay que ser desdichado, pero moderadamente también.