EN LA CUMBRE (Lester Del Rey)
Publicado en
septiembre 02, 2021
El cielo estaba lleno de estrellas... Desagradables y diminutas cabezas de alfiler, fríamente hostiles, carentes tanto de la lejanía del espacio como del amistoso calor de la Tierra. No titilaban honestamente, sino que se burlaban y reían con disimulo. Y no había siquiera una verdadera luna. Dave Mannen lo sabía muy bien. No obstante, sus ojos buscaron las formas de Deimos y Phobos, que descendían muy de prisa. Pensaba en todos los poetas románticos que habían escrito sobre ellas. Y estaban allí arriba, en efecto, pero no eran más que frías rocas, demasiado pequeñas para verlas.
Rocas en el cielo y rocas en su cabeza..., sin mencionar el chichón que abultaba la parte posterior de su cuero cabelludo. Introdujo sus tensos dedos entre el fino pelo negro y recorrió la piel hasta dar con él. Entonces, hizo una mueca de dolor. Con mejor fortuna, cada centímetro de los noventa de su cuerpo se hubiese hecho papilla, en lugar de aquello. ¡Maldito Marte!
De repente, encendió el reflector y miró hacia afuera. El paisaje no había mejorado en absoluto. Seguía siendo una triste planicie, cubierta de arena de un rojo apagado y salpicada de ridículos hoyos, que continuaban más allá del alcance de la luz. Las fibrosas cuerdas con pretensiones de plantas habían decidido agruparse en bolas durante la noche, pero su verde bilioso conservaba una asquerosa apariencia, como el producto de una borracherra de tres días. Una ligera capa de escarcha brillaba sobre ellas, atrapando la luz en pequeñas y malignas chispas. Tal vez aquel dato fuera significativo. Probaría que había más agua en el aire de lo que habían supuesto los científicos, que revisaron sus cálculos a partir del reflector lunar de veinticuatro pulgadas.
En realidad, resultaba bastante lógico. Los chicos listos se lanzaron con sus ingenios electrónicos en busca de lo mejor y obtuvieron toda clase de resultados. Después de eso, tenían que enviar a alguien a morir en algún sitio, antes de que averiguasen que se habían equivocado los muy bestias. Como a Dave, por ejemplo. Los revestimientos de los tubos refractarios podían soportar una presión constante durante veinticuatro horas... No faltaba más. Habían sido sometidos a control bajo las más rigurosas condiciones de laboratorio. Incluso los habían probado en un par de vuelos a la Luna.
Así que, cosa muy natural, con el respaldo de la billonaria Unitech y los nuevos métodos de manipulación de la energía, que les habían inspirado la idea de mejorar las comunicaciones con Marte —sin necesidad de detenerse en la Luna, a tal perfección llegaban—, no habían incluido revestimientos de recambio. Tendrían que haberse olvidado un poco de la chatarra de su radar y esperar hasta que el cohete regresase para comprobar los resultados.
Bien, los tubos no habían fallado. Sólo cuando Dave trató de frenar para posarse en Marte, después de tres horas de presión absoluta, empezaron a surgir los problemas. Y no se detuvieron hasta que quedaban doce metros de caída libre..., lo que equivalía poco más o menos a cuatro metros y medio en la Tierra. La nave no había sufrido ningún daño. Incluso había aterrizado sobre el trípode, y el radar estaba intacto. El único problema consistía en que no le diesen a Dave el billete de regreso. Contaba con comida para seis meses, y agua para más tiempo, siempre que la condensase y la reutilizase. Ahora bien, el sonido del acondicionador le recordaba sin cesar que poco a poco se iba agotando su provisión de aire respirable. Y sólo le quedaba el suficiente para tres semanas en el exterior. Después de eso, telón.
Desde luego, de funcionar el plan de los chicos listos, podría vivir con el aire comprimido tomado del exterior por las bombas aspirantes. Lástima que el aterrizaje las hubiese torcido lo bastante para que apenas alcanzasen a conservar la presión y evitar que perdiese aire si decidía salir al exterior. Demasiados inconvenientes.
Por lo menos, el radar marchaba. No le permitiría respirar ni resolvería la situación, pero los amplificadores de cristal eran capaces de registrar incluso una caída libre desde el espacio. Lo conectó, hurgando hasta que sintonizó la emisión lunar desde la Tierra. Sonaba muy confuso. Sin embargo, logró captar la mayoría de las palabras en la banda de begaciclos. Decían algo acerca de un desatinado chiquillo, que se había introducido en un avión, consiguiendo despegar y provocando que un centenar de valiosos pilotos pusiesen en peligro su vida para conseguir que descendiera. Los hombres podían asesinarse unos a otros por millones pero, como de costumbre, se consideraba que no debían exponerse por salvar una espectacular e inútil vida.
A continuación, se escucho: «Sin noticias del cohete de la United Technical Foundation. Los hombres de la Fundación han perdido las esperanzas de recibirlas. Se cree que Mannen murió en el espacio por razones desconocidas y que el cohete pasó junto a Marte sin control alguno. Cualquier choque violento hubiese accionado las señales automáticas, y Mannen no dijo nada de que tuviese problemas...».
Continuaron hablando de él por un momento, aunque menos que acerca del chiquillo. Dos años antes, se envió otro cohete experimental. Fracasó porque los tubos reventaron a la hora de emprender el regreso. Claro está, la historia de semejante error suponía una novedad de segunda mano, por lo cual no suscitaba ningún entusiasmo. Bien, que se perdiesen en conjeturas. Si querían saber lo ocurrido, que vinieran y lo averiguasen. No oirían de su boca un bello discurso de despedida.
Permaneció un minuto más a la escucha. El locutor daba cuenta ahora de las últimas desavenencias en el seno de las supuestamente remozadas Naciones Unidas. Apagó, molesto. Las naciones del Pacto del Atlántico estaban tan decididas como Rusia, y ambas disponían ahora de las suficientes bombas. Quizá supusiese una buena medida largarse de la faz de la Tierra. Marte era un mundo horrible, pero al menos había muerto en paz, sin tantas complicaciones.
¿Por qué preocuparse por ellos? Nunca le hicieron ningún favor. Al contrario, se dedicaron a timarle todo el tiempo. Con una inteligencia de primera clase y la cara de un ídolo de la pantalla, había sido dotado por la naturaleza con noventa centímetros de estatura y el brillante futuro de un monstruo de feria... La clase de tipo de quien la gente se reía, más que contemplarle con respeto. Su única oportunidad se le había ofrecido cuando la Unitech empezó a construir la nave, sin saber todavía con cuánta energía contaba, por lo cual ahorró peso, diseñándola para un enano, con provisiones de aire, agua y comida forzosamente menores. Incluso entonces, después de presentarse en respuesta al anuncio, tuvo que luchar mucho por el triunfo durante días de penosas pruebas. No le facilitaron las cosas.
En aquel momento, aquel trabajo le pareció la gran oportunidad. Que se reservasen la fama y las estatuas. El libro que escribiría y los derechos que percibiría por él le colocarían en un pedestal desde el cual podría mirar hacia abajo y reírse de todos aquellos que midiesen uno ochenta... Y los tipos de los cerebros electrónicos le habían quitado de en medio.
«Déjales que reclamen sus señales de radar. Déjales que se lastimen jugando a los soldaditos». Nada de aquello le concernía.
Salió de la cámara de observación, se dirigió a su diminuta cabina, ingirió un par de cápsulas de barbitúricos y se arrastró hasta los almohadones entre los cuales dormía. Le quedaban aún tres semanas y no había siquiera una botella de whisky en la nave. Maldijo rabioso, se dio la vuelta y dejó que el sueño se apoderase de él.
Por supuesto, era inevitable que saliese. Tres días sin hacer otra cosa que sentarse, levantarse y dormir resultaban demasiado. Puso en marcha las bombas para que extrajesen el aire de la cámara, cerró la escafandra con la cremallera por encima de la suave juntura hermética de goma, comprobó el equipo, y aguardó a que las presiones interior y exterior se estabilizaran.
A continuación, abrió la cámara exterior, dejó caer la rampa de plástico y descendió por ella. Se había acostumbrado a la nueva gravedad mientras se hallaba a bordo y no le prestó la menor atención.
El trípode se hallaba hundido en la arena, aunque los pies de la plataforma mantuvieron abiertos los tubos. Dave maldijo suavemente. Parecían en buenas condiciones, si se exceptuaba el punto donde colgaba en jirones parte del revestimiento. De haber contado con recambios de este último, tal vez los tubos hubiesen funcionado. La explosión no llegó a dañarlos... Al fin dio la espalda a la nave y se enfrentó al increíblemente cercano horizonte.
De acuerdo con los acostumbrados relatos, aquél constituía el más importante hito en la historia de la humanidad... El primer hombre que ponía pie fuera de su propio mundo y de su inútil satélite. Se abrió la cámara, y el héroe salía al exterior... ¡Reventando de orgullo por el triunfo del hombre y la conquista del espacio! Dave oprimió con los labios la válvula de la escafandra, abrió el orificio y escupió en el suelo. Si aquello era una experiencia, ¿por qué no la cerveza pasada del año anterior?
No había siquiera un «canal» en cien kilómetros a la redonda. En cierto modo lo lamentó. Descubrir qué daba origen a aquellas líneas le permitiría matar el tiempo. Cierto que los vio al acercarse y que se trataba de ilusiones ópticas, como el telescopio lunar había ya demostrado. Pero no eran en modo alguno canales. No había tenido oportunidad de elegir el punto de aterrizaje, así que se resignaría a la idea de no verlos.
Una vez descartados, no quedaba mucho por explorar. Las cuerdas vegetales se hallaban ahora extendidas, ofreciendo al sol sus curvas de pelusa verde. No parecía haber variedad en las especies, aunque tal vez una arboleda terrestre presentara igual aspecto a los ojos de un mítico marciano. Posiblemente, presentasen millones de diferencias. Sólo que Dave no sabía apreciarlas. Lo único interesante eran las formas que adoptaba la pelusa al serpentear adelante y atrás, hasta que eso también se hizo monótono.
De pronto, junto a su pie, sonó un chillido que acabó en un gorgoteo. La sorpresa le hizo dar un respingo, que le elevó a unos dos metros por encima del suelo. Volvió a oírlo al caer y se tambaleó cuando tocó tierra. Sus ojos localizaron una masa informe de color castaño aferrada a su bota. Parecía algo así como una aglomeración circular, formada por una docena de piñas recubiertas de pelusa, de la que sobresalían pequeños miembros semejantes a piernas... Una docena de piernecillas, que se pusieron rápidamente en movimiento cuando las miró con fijeza.
—Cuiquelrle —volvió a decir la cosa, enviando el sonido hacia arriba a través del aire más denso de la combinación espacial de Dave. Después, trepó por su pierna, se detuvo sobre el equipo y lo examinó rápidamente.
—¡Cuiquelrle! —repitió.
No presentaba ningún aspecto amenazador, sin duda porque no recordaba en nada a un monstruo de ojos saltones. No se advertía rastro alguno de órganos sensoriales. Dave parpadeó. Le recordaba un gatito que tuvo en una ocasión, antes de que su habitual mala fortuna se fijase en la pequeña criatura y la matase de una enfermedad gatuna. Reaccionó de manera automática:
—¡Cuiquel lo serás tú!
Deslizó sus dedos dentro del equipo y extrajo una tableta de chocolate retirando el celofán que la envolvía.
—Lo más probable es que te enferme o que te mate... Pero si es esto lo que quieres, tómalo.
En efecto, era lo que Cuiquel quería. La criatura aferró la tableta entre sus seudópodos, la envolvió con su cuerpo, y se relajó, emitiendo apagados sonidos al engullirla. Permaneció en silencio por un segundo y volvió a chillar, con voz más aguda:
—¡Cuiquelrle!
Dave le dio dos tabletas más, antes de que la criatura pareciese satisfecha y empezase a descender, dejando las avellanas envueltas en el chocolate apiladas con todo cuidado en el suelo, y escabullándose entre la vegetación. Dave esbozó una mueca. La gratitud de Cuiquel no superaba a la media entre los seres humanos.
—¡Vete al cuerno! —murmuró, pateando el montón de avellanas.
Al menos aquello probaba que los hombres nunca habían llegado hasta allí... A los hombres les gustaba exterminar toda forma de vida, casi tanto como liquidar a los de su misma especie.
Se encogió de hombros y, sin pensarlo, se encaminó a grandes zancadas hacia el horizonte. Daba gusto correr después de la estrechez propia de las instalaciones de la nave. Continuó así por más de una hora, hasta que sus músculos protestaron. Entonces buscó la botella de agua, empujó el tubo a través del orificio de la escafandra y bebió un sorbo.
El paisaje que le rodeaba no difería en nada del próximo a la nave, a excepción de un pequeño grupo de plantas no verdes, formadas por una pelusa de un rojo suave. Las había visto antes, sin llegar a determinar si eran un estadio de la misma planta o una especie diferente. A decir verdad, le terna sin cuidado.
En todo caso, carecía de sentido alejarse más. Había estado buscando sin darse cuenta otro Cuiquel, pero no había visto ninguno. En el viaje de regreso, rebuscó con mayor detenimiento bajo las plantas. No había nada que ver. Ni siquiera soplaba un poco de viento que rompiera la monotonía. Subió ruidosamente la rampa de la nave tan aburrido como se había marchado. Quizá debiera alegrarse de su escasa provisión de aire, si esto era todo lo que Marte podía ofrecerle.
Recogió la rampa y cerró la cámara exterior, parpadeando en la penumbra hasta que las luces se encendieron al quedar sellada la cámara de aire. Contempló cómo el indicador de presión subía hasta los cuatro kilos y medio, la presión normal en la nave, y se dirigió ala cámara interior... Y retrocedió de un salto, mirando hacia el suelo.
Cuiquel estaba allí y se había traído consigo parte de la población de Marte. Sus chillidos sonaban uniformes en tanto se abría el cierre interior. Quince o veinte plantas se pusieron de pronto en movimiento, formando un estrecho sendero ante la criatura, que lo atravesó rápidamente adentrándose en la nave. Dave la siguió meneando la cabeza. Al parecer, allí no había modo de estar seguro de nada. Plantas en apariencia bien sujetas por sus raíces podían moverse a voluntad... y obedeciendo a lo que evidentemente era una orden.
¡Aquella tonta criatura! Por lo que se veía, le agradaba el calor de la nave, así que tomó sus disposiciones para ocupar lugar..., en una atmósfera por lo menos cien veces demasiado pesada para ella. Dave había empezado a subir los estrechos peldaños que llevaban a su cabina, cuando se detuvo vacilante. Dejó escapar una maldición. Cuiquel seguía recordándole a su gatito, dando vueltas en círculos exploratorios. Bajó de nuevo y se dirigió a él.
Cuiquel emitió una serie de chillidos cuando Dave lo arrojó dentro de la cámara de aire y cerró la compuerta interior. Sus gritos se fueron apagando al ir disminuyendo la presión y abrirse la compuerta exterior hasta hacerse inaudibles cuando Dave regresó a la escalera. Gruñó con escaso entusiasmo. Ahí tenía el resultado de alimentar a la cosa... Había decidido mudarse a su domicilio y convertirse en su dueño y señor.
Se sintió mejor después de devorar lo que pasaba por su cena. El estímulo le duró alrededor de una hora, dejándole después más incómodo y disgustado que nunca, sin otra distracción que contemplar las paredes de su diminuta cabina. Ni siquiera disponía de un libro para leer, fuera del manual mecanografiado sobre el cuidado general de la nave, que ya había leído demasiadas veces.
Por último, se dio por vencido. Se levantó de mala gana, fue al observatorio y conectó el radar. Tal vez las noticias acerca de su muerte fuesen más importantes aquella noche.
No lo eran. Se limitaban a especulaciones en torno a lo que pudiera haberle ocurrido... Y ninguna de ellas incluía insinuación alguna de que los chicos listos hubiesen cometido algún error. Aventuraron incluso la hipótesis de que la fuerza de gravitación de Marte hubiese capturado la nave, convirtiéndola en satélite suyo, aunque terminaron por rechazarla. Sin embargo resultaba evidente que su caso perdía interés. Dave adivinaba incluso cómo habían rellenado las noticias de la emisión general para dar más detalles a los hombres de la Luna, basándose al parecer en la teoría de que nadie, salvo la Luna, sentía el menor interés por el tema. No obstante, añadieron un nuevo toque:
—Es obvio que se necesita un estudio detenido de las condiciones del espacio más allá del campo magnético o de gravedad de la Tierra. La marina nos anuncia que su nuevo cohete, diseñado en principio para alcanzar Marte el año que viene, será destinado a servir de laboratorio en las profundidades del espacio, realizando una serie de viajes exploratorios antes de proseguir los avances. La United Technical Foundation ha abandonado de momento todo plan de investigación interplanetaria.
Y punto final. El locutor pasó a ocuparse de la política internacional. Dave frunció el ceño. Estaba claro, incluso para él, que las palabras utilizadas no se hallaban en proporción con los hechos a que hacían referencia. Comenzaban ya a restringir información, lo cual significaba que el mundo se encaminaba otra vez hacia la crisis. Cuatro años atrás, el súbito estallido de una nueva y violenta plaga en China había resuelto la crisis anterior. Entonces, por altruismo o por simple interés, todas las naciones se pusieron enérgicamente al trabajo, forzadas a hacerlo juntas. No obstante, su entendimiento no duró mucho. Después de casi dos millones de muertes, se descubrió un medicamento contra la plaga. Y a partir de ese instante, nada fue capaz de mantener la recién creada cooperación entre las potencias. Quizá de haber tenido nuevos canales para su energía, los planetas por ejemplo.
Imposible. Las Naciones Atlánticas se hubiesen adueñado de Marte gracias a su capacidad de regresar a la Tierra. De enviarse una nueva nave, ellas irían a la cabeza. Se apoderarían con tanta avidez de los planetas como se habían apoderado de la Luna, proporcionando a las demás potencias más motivos de resentimiento e incrementando el peligro de crisis.
Dave frunció aún más el ceño, en tanto el locutor continuaba. Había las insinuaciones usuales, procedentes de fuente oficial, de que todo iba bien para las Potencias Atlánticas..., pero no empleaban los términos acostumbrados. Sonaban superconfiados... incluso arrogantes. Y hubo una muy breve mención de una conferencia en Washington. Ahí estaba la clave. Dos de los nombres mencionados suponían una evidencia absoluta. Alguien había dado con el pretexto para recurrir a la bomba de litio y...
Desconectó el radar. La humanidad ya terna cuanto necesitaba..., la oportunidad de utilizar lo que provocaría una reacción en cadena imparable. El hombre había descubierto al medio de volar su propio planeta.
Miró en dirección al punto que era la Tierra y a la diminuta mancha a su lado que erala Luna, Detrás de él, el acondicionador de aire dejaba oír su ajetreado tictac, dosificando el oxígeno. Dave lo miró. Dos semanas y media... Bueno, tal vez fuese tiempo suficiente, aunque probablemente no lo sería. Al menos él podía dar ese tiempo por descontado. Se preguntó si los chicos listos esperaban en verdad tanto para sí mismos. ¿O sólo porque no se encontraba en el seno de una humanidad complaciente y disponía de ocios para pensar, se daba cuenta de lo que se avecinaba?
Dio un suave golpecito al aparato y volvió a mirar hacia la Tierra. ¡Los muy locos! Se lo habían buscado. Que tragasen su medicina. Habían preferido la guerra a la eugenesia, la física nuclear a la ciencia capaz de brindarle a él un cuerpo perfecto haciendo que sus glándulas funcionasen de la manera correcta. ¡Al diablo! ¡Que se cociesen en su propia salsa!
Encontró el frasco del somnífero y lo sacudió. Sólo cayeron partículas de polvo. También eso se había terminado. Aquellos tipos no hacían nada bien. Ni whisky, ni cigarrillos que consumiesen el precioso aire, ni siquiera amital. La Tierra le alcanzaba, negándole el consuelo de un sedante, del mismo modo que se negaba a sí misma una solución impersonal y segura contra las pasiones desatadas.
Estrelló la botella contra el suelo y se encaminó hacia la cámara de aire. Cuiquel continuaba allí... Los sonidos apagados de alguien que rascaba lo atestiguaban. Apareció tan pronto como se abrió la compuerta interior, chillando de contento, con sus plantas avanzando lentamente tras él. Traían algo nuevo..., un lío de basura arrollado en los zarcillos, una mezcla de arena y vegetales muertos.
—Considérate en tu casa —dijo innecesariamente Dave a la criatura—. Es toda tuya. Cuándo esté en mis últimos estertores, dejaré abiertas las cámaras y encendidos los fluorescentes. Así al menos alguien habrá obtenido algo bueno del género humano. Y no te aflijas por consumir mi aire... Será mejor par a mí quedarme pronto sin él.
—Cuiquelrle.
La conversación no resultaba demasiado brillante, pero tendría que conformarse.
Dave observó cómo Cuiquel reunía sus plantas sobre el revestimiento del convertidor. Los chicos listos trabajaron bien... Aprendieron a encadenar la radiación y los neutrones mediante una delgada pared de metal y un impalpable acoplamiento inductivo de fuerzas. El resultado ofrecía un excelente terreno a las plantas. Cuiquel daba vueltas alrededor de éstas, asegurándose de que la basura quedase bien desparramada y la carga dispuesta del modo adecuado. Parecía obrar de manera inteligente..., pero también lo parece el comportamiento de las hormigas. Si la presión existente dentro de la nave molestaba a la criatura, no daba signo alguno de ello.
—Cuiquelrle —anunció por último.
Se dirigió hacia Dave. Éste dejó qué le acompañase escaleras arriba, encontró un poco de chocolate y lo tendió hacia los seudópodos. Pero Cuiquel no tenía hambre. Tampoco aceptó el agua que le ofrecía. Se limitó a tocarla y verter una gota sobre su pelusa.
Se extendió por el suelo, hasta que, al ver que Dave se acomodaba entre los almohadones, intentó imitarle. El muchacho lo alzó, sorprendiéndose al advertir que la pelusa ocultaba una superficie dura, y lo puso a su lado. El cuerpo de Cuiquel no era frío ni cálido. Probablemente toda la vida marciana había desarrollado un excelente aislamiento. Tal vez incluso la capacidad de captar él agua de la casi deshidratada atmósfera y retenerla.
Por un segundo, los viejos cuentos acudieron a la memoria de Dave. Los desechó en seguida. Cuando uno se enfrenta a la vida animal, pronto cae en la cuenta de que no es tanta su crueldad... Al menos no tanta como el hombre pretende a fin de proclamar su propia superioridad. Y Cuiquel parecía contento de encontrarse allí, lo que demostraba emitiendo suaves y monótonos chillidos.
Cosa sorprendente, el sueño llegó con facilidad.
Dave permaneció fuera de la nave gran parte de los dos días siguientes, moviéndose sin derrotero alguno, con el solo objeto de agotar su energía física. Aquello le ayudó lo bastante para mantenerle alejado del radar. Encontró unas tenazas y desmanteló el revestimiento de los tubos, una ayuda todavía más preciosa al mantener ocupados tanto su mente como sus músculos. De todos modos, se trataba de un subterfugio temporal, que no cubría las dos semanas que le restaban. Salió al día siguiente, caminó unos cuantos kilómetros y regresó. Sólo entonces se fijó en que las plantas crecían a un ritmo increíble sobre el convertidor.
Cuiquel se afanaba entre ellas, cortando pequeños fragmentos en algunos puntos y empujando lo que cortaba bajo su cuerpo, donde tenía la boca. Dave probó uno de los brotes y lo escupió en el acto. La cosa olía casi como una planta de la Tierra, pero combinaba toda la quintaesencia de su amargura con algo que escapaba a su experiencia. Según había descubierto, a Cuiquel no le gustaba el chocolate, sólo el azúcar que contenía. El resto lo eliminaba en un bloque sólido.
Y luego, no hubo nada más que hacer. Cuiquel terminó su trabajo y se acomodaron uno junto al otro, aunque en actitudes por entero diferentes. La criatura marciana parecía satisfecha.
Tres horas más tarde, Dave se hallaba otra vez en el observatorio, escuchando de pie el radar. Estaban transmitiendo algo de música, pero la mala recepción le impedía escucharla. En cuanto a las noticias, eran las que se imaginaba... Infinidad de detalles sobre los problemas nacionales, unas breves palabras relativas a una conferencia en las Naciones Unidas y un comentario un poco más largo respecto a la celebración del aniversario de la creación de Israel como estado independiente. Los confusos recuerdos de Dave se aclararon al escuchar la emisión. En las antiguas Naciones Unidas se había discutido bastante la cuestión. En cierto sentido, había servido de algo, puesto que ninguna potencia consideró la ocasión propicia para amenazar con una guerra. Además, mantuvo a los diplomáticos profesionales alejados de terrenos más peligrosos.
Pero aquello, como la plaga china, no volvería a repetirse.
Por fin, apagó el radar, apenas consciente del hecho de que no habían mencionado el cohete. Ni siquiera se sentía molesto. Nada importaba fuera de su mortal aburrimiento. Y cuando el acondicionador de aire...
Y entonces cayó en la cuenta. No se oía el tictac de la máquina. No había percibido ningún ruido mientras permaneció en el observatorio. Corrió hacia los controles y comprobó que el contador marcaba lo mismo que en la última ocasión en que lo había consultado. Alzó la tapa. Todo parecía en orden. Cuando apretó el botón, hubo una chispa en el interruptor y el motor se puso en funcionamiento. Retiró el dedo y el motor se detuvo en el acto. Intentó entonces conectar manualmente los otros tanques. La válvula se movió, pero la máquina permaneció en silencio.
Sin embargo, el aire era fresco al aspirarlo... Más fresco de lo que lo había sido nunca desde el momento en que salió de la Tierra, aunque algo más seco de lo que hubiese preferido.
—¡Cuiquel!
Dave miró a la criatura y la vio acercarse al escuchar su voz, como solía hacer en los últimos tiempos, Al parecer, ya conocía su nombre y respondió con su acostumbrado chillido rematado por un gorgoteo.
Allí estaba la respuesta, por supuesto. No había ningún milagro en que las plantas se multiplicasen. Contaban con todo el dióxido de carbono y el vapor de agua precisos. Ninguna planta de la Tierra hubiera conservado fresco el aire en una superficie tan reducida, pero Marte había enseñado la eficacia a sus hijos a partir de la simple experiencia. Con eso, su esperanza de vida se prolongaba a seis meses, en lugar de dos semanas...
Sí, seis meses sin otra ocupación que sentarse y esperar la explosión anunciadora de que se había convertido en el último de su especie. Seis meses sin otra conversación que un gorgoteante chillido, salvo las noticias del radar.
Lo encendió de nuevo, en un gesto de impaciencia, y casi al instante decidió apagarlo. Pero ya se escuchaba:
—... La Fundación descubrirá en el día de hoy una placa a la memoria del joven Dave Mannen, el muchachito que poseía un valor muy superior a muchos hombres de mayor tamaño. Andrew Buller, promotor del malogrado cohete a Marte, rendirá homenaje...
Dave golpeó el suelo con la bota, fastidiado por tanta cursilería. Que le vinieran ahora con placas, cuando sólo le había interesado en la vida conseguir los dólares que precisaba. Saltó hacia los diales, los movió y empezó a transmitir mediante el interruptor automático tan pronto como se establecieron los circuitos:
—Díganle de mi parte a Andrew Buller y a toda la Fundación que se vayan a...
Nadie escucharía su mensaje en morse, pero al menos le hizo bien. Lo intentó otra vez, añadiendo algunos epítetos. Cuiquel se acercó a investigar los nuevos sonidos y chilló en tono dubitativo. Dave soltó el interruptor.
—Tonterías humanas, Cuiquel. También pateamos las sillas cuando tropezamos con ellas...
—¡Mannen! —retumbó el radar—. Gracias a Dios que ha conseguido arreglar su aparato. Le habla Buller... Llevo esperando aquí más de una semana. Nunca creí todas esas tonterías de que era imposible que se le hubiese averiado el radar. ¡Uf! Todavía se esta recibiendo su mensaje, pero ya me van pasando la transcripción. Menos mal que no hay de ellos por aquí. Sé cómo se siente. ¡Malditos idiotas! Ya les dije que debieron de prever otro cohete. Mire, si su equipo no funciona bien, no lo malgaste. Limítese a decirme cuánto tiempo aguantará. Le juro que construiremos otra nave y enviaremos a buscarle. ¿Cómo se encuentra, qué...?
Siguió hablando con palabras atropelladas, en tanto que Dave pasaba por una serie de reacciones que no encajaban en ninguna situación humana. Sabía lo bastante para no entusiasmarse. Ni siquiera seis meses significaban un plazo suficiente. Lleva tiempo terminar y comprobar un cohete..., más tiempo del que disponía. El aire le bastaría, pero el hombre necesita también alimento.
Pulsó de nuevo el interruptor.
—Aire en los tanques para dos semanas —transmitió—. Me acompaña un campesino marciano de inteligencia dudosa, pero su aire es demasiado ligero y las bombas no bastan.
Esperó a que se desvaneciesen los últimos sonidos y cortó abruptamente la comunicación. No tenía sentido que enviasen a otros locos en naves terminadas a medias para rescatarle. No era un chiquillo que había robado un aeroplano y lloraba ahora por el lío en que se había metido. Y no deseaba en modo alguno actuar como tal. El asunto del campesino marciano les proporcionaría un buen tema de meditación para distraerse. El dinero invertido les habría servido de algo.
No estaba del todo preparado para las noticias que escuchó más tarde por el radar, en particular para las cosas que, según dijeron, había dicho él. Por primera vez se le ocurrió que si otro piloto se perdiera más allá de Marte, rumbo a la muerte, tal vez pronunciaría unas palabras un poco diferentes a las que él había emitido en código morse. Trató de imaginar la versión original de «Un capitán no abandona su nave», tal como la diría un marino, y rió entré dientes.
Por lo menos, las especulaciones sobre la versión oficial que se daría de su campesino marciano harían más llevadero su aburrimiento. Sin embargo, en apenas una semana, eso también se terminaría, desplazado por noticias más frescas. Vendrían entonces largos días y noches que llenar de algún modo, hasta la consumación de su tiempo. Bien, de momento disfrutaría con las payasadas de casi tres billones de personas más excitadas por las aventuras de un solo hombre en Marte que por el hecho de que la mitad de ellos se morían de hambre.
Volvió a sintonizar el radar en la longitud de onda correspondiente a la Fundación, sin conseguir captar nada. Sin duda Buller se había puesto en camino sin concederse tiempo para recuperar el aliento. Pasó entonces a la emisión general, destinada a la Luna. Resultaba increíble el salto de décadas logrado por el progreso humano —por lo menos tan grande— como su pomposidad sólo porque un enano insignificante había llegado vivo a Marte. Imposible construir un mejor conjunto de verdades a medias acerca de una persona que el que ellos habían edificado basándose en detalles de su vida que ni siquiera él recordaba.
De pronto, se apaciguó. Aquella era la reacción del hombre de la calle. Los diplomáticos, como las mareas, no se hallaban al servicio del hombre. ¿Qué importancia revestía su vida ante una bomba de litio? Todavía meditaba sobre eso cuando Cuiquel insistió en que había llegado la hora de irse a la cama y le convenció de que abandonase el radar.
Después de todo, no había logrado nada con su loco mensaje.
Una voz diferente surgiendo del radar le detuvo:
—Y ahora una última información desde la sede de las Naciones Unidas. Rusia acaba de ofrecer un cohete para enviar repuestos a David Mannen, en Marte. Hemos aceptado la oferta. La delegación rusa está siendo aclamada en el hemiciclo. He aquí los detalles que conocemos hasta el momento: el cohete, no recuperable, será guiado por radar gracias a un nuevo método de control de bombas... Un momento, hay una rectificación. Será guiado por radar y una cabeza automática, que lo colocará a kilómetro y medio de la nave de Mannen. Capaz de una aceleración tremenda, Mannen lo tendrá a su disposición antes de una semana. La United Technical Foundation intenta ahora ponerse en contacto con Mannen a través de un circuito montado en los laboratorios de alta frecuencia del gobierno, en los que un nuevo tipo de receptor...
Pasaron casi ocho minutos antes de qué se escuchara la voz de Buller. Con toda evidencia el tiempo necesario para que éste recibiera el mensaje de Dave.
—Mannen, le recibimos muy bien. Escuche, enviaremos esos refractarios a Moscú dentro de seis horas... Son de un nuevo tipo. Los desarrollaron los científicos después de que usted despegara. Enviaremos dos juegos esta vez para estar seguros, aunque superan veinte veces a los otros. Seguimos en contacto con Moscú. Todavía nos falta ultimar algunos detalles, pero estamos equipando su nave con los mismos refractarios. Los demás elementos serán provistos en su mayoría por ellos...
Dave asintió. Sin duda necesitaría más cosas. Tendría que preparar la lista. Cosas que le enviarían directamente. Todo se volvía miel sobre hojuelas y las naciones, desconcertadas de momento por el éxito interplanetario, actuaban como intrépidos pilotos lanzados al rescate del chiquillo del avión. No les vendrían mal otros acontecimientos del mismo tipo para mantener ocupados a sus diplomáticos, algo sobre lo que disputar, liberando así el vapor que de otro modo dedicarían a cosas más graves.
Quizá los planetas no fueran muy importantes para ninguna nación, pero resultaban lo bastante espectaculares para entretenerles por algún tiempo. Además, ¿cómo reclamar derechos sobre un planeta cuando el hombre que había aterrizado en él regresaba a la Tierra en una nave producto del trabajo de dos países?
Tal vez sus teorías no se aguantasen muy bien. Sin embargo, nada perdía especulando. Y si lo peor ocurría, siempre quedaba la posibilidad de establecer colonias en Marte, que seguía siendo un mundo horrible, pero que, llegado el caso, podría dar asilo a los humanos.
—Cuiquel —dijo lentamente—, serás el primer embajador marciano en la Tierra. ¿Qué te parece si hacemos una visita a Venus durante el viaje de regreso, en lugar de marchar directamente a la Tierra? ¿Qué me dices? ¿A Venus o derechos a casa?
—Cuiquelrle —respondió el marciano.
No estaba demasiado claro, pero sonaba algo así como el final de «a ti te toca decidirlo».
Dave asintió. De acuerdo. Iremos a Venus.
El cielo seguía aún poblado por las diminutas y maliciosas estrellas que le habían acogido la primera noche que pasó en Marte. No obstante, sonrió al mirar hacia arriba, antes de volverse hacia el interruptor. Después de todo, ya no tendría que reírse de los hombres grandes. Podría alzar la cabeza al cielo y burlarse de cada punto que brillaba en él. No pasaría mucho tiempo antes de que los sardónicos astros se llevasen una buena sorpresa.
* * *
Campbell consiguió los demás relatos que completaban el número trucado. De tal modo, su corresponsal vería publicada la revista cuyo sumario había compuesto. No lo seguía al pie de la letra, pero se aproximaba mucho. Y poco antes de que apareciese en los puestos de periódicos, Campbell envió una copia a cada escritor, y una muy especial al dicho lector para que la firmase. Más tarde, una vez completada con autógrafos de todos los escritores y dibujantes que participaron en su edición, le fue devuelta por correo. Y todo el mundo quedó contento.
Bueno, casi contento en mi caso. En realidad terna muchos motivos para alegrarme. Disfrutaba con mi trabajo, y la agencia comenzaba a vender algunos de mis relatos rechazados anteriormente. Algunos de ellos iban a ser incluidos en una antología, lo que incrementaba los ingresos procedentes de mi anterior producción literaria. Varios ejemplares de... And Some Were Human (la versión publicada por Prime Press, no la posterior de Ballantine, un poco diferente), descansaban en un estante, a fin de demostrar que me había convertido en autor de novelas. Y le había vendido un relato a Campbell después de un paréntesis de cinco años.
Lo único que empañaba mi satisfacción era el hecho de que mi agente insistía con excesivo interés en que volviese a escribir. Desde su punto de vista, la publicación por Campbell de mi cuento ya no me permitía más excusas. Había demostrado mis facultades. Así que... ¡a escribir! Cada vez me costaba más resistirle. Sólo que me había vuelto bastante terco. Había dejado de idear argumentos (salvo para una ocasión tan especial) y no quería comenzar de nuevo.
Terminó por vencerme, recurriendo a lo que consideré una artimaña. Un viernes, después del trabajo, me llamó para darme un encargo. El director de una revista necesitaba sin falta para el lunes por la mañana un cuento de seis mil palabras que girase entorno alas carreras de automóviles. No había nadie más para hacerse cargo de ello, así que lo dejaba en mis manos. De negarme, la agencia caería en desgracia, el director se vería obligado a imprimir páginas en blanco, etcétera.
Así que salí y compré cuantas revistas de deportes encontré que contuvieran algún relato sobre el tema. Conocía la manera en que deben organizarse tales relatos, a base de un problema personal y otro deportivo, ambos resueltos con preferencia al final. Una gran parte de la trama se daba, pues, por supuesta. Todo lo que se precisaba era un ligero remozo y algo más que un mero desarrollo mecánico.
Resultó sorprendentemente fácil. Después de todo, los acontecimientos se desarrollaban aquí, en nuestra familiar Tierra, en medio de nuestra propia cultura y sin ningún elemento insólito. No había que inventar nada, como exige siempre la buena ciencia ficción. Para facilitar aún más las cosas, seguí las instrucciones que Meredith solía dar a los autores en su despacho, y escribí directamente la versión final la primera vez con copia y todo. Dado el tiempo que tardé en componerlo, el cuento me pareció bastante bueno en comparación con lo que pagaban las revistas del género.
A partir de ese instante, dejé de luchar y acepté cualquier encargo que se me propusiese. Bastantes me vinieron de «Doc» Lowndes, pero hubo otros. En mi haber figuran, por lo tanto, algunos relatos policiacos, un par de cuentos del Oeste y toda la gama de relatos deportivos. Incluso compuse un par de ellos para Lowndes, sobre el patinaje de ruedas.
Así me encontré de pronto escribiendo más que nunca en mi vida. Cierto que no tocaba la ciencia ficción, pero mis ingresos aumentaron de manera sorprendente.
Comencé también a esbozar una especie de regla general en el terreno de la ficción. Sin duda innumerables escritores la descubrieron antes que y o. No obstante, suponía una novedad para mí en su simple y escueto enunciado: la base de toda buena ficción se encuentra en la elección de los personajes. Incluso el más anodino de los relatos de deportes fabricados en serie cobra vida si personajes llenos de vida y de interés toman parte en los acontecimientos.
Y los únicos problemas y complicaciones que presentaba la ficción derivaban de la dificultad de exponer con la profundidad suficiente la creación de los personajes al enfrentarse con las circunstancias y responder a ellas de manera personal e intransferible.
El fallo principal de dicha regla consiste en que no brinda la menor ayuda para crear tales personajes llenos de vida y de interés. Nadie ha conseguido nunca explicar cómo se hace, aunque muchos lo han intentado. No tiene nada que ver con la capacidad de descripción. He visto páginas enteras desperdiciadas para describir un personaje totalmente falso, mientras que otros parecen cobrar vida sin esfuerzo.
Tampoco se trata de lograr un personaje que «se escapa de la historia». Cuando tal cosa ocurre, significa por regla general que el autor ha realizado una pobre tarea. Un buen personaje y un buen relato deben ir acordes, no escapar uno del otro.
De todos modos, encontré a menudo esta regla muy útil a la hora de determinar si una idea estaba lo suficiente madura para pasarla al papel. Hasta el instante en que sentía —no sólo veía— el relato desde el punto de vista del protagonista, no había nada que hacer.
Hacia fines de 1949, mi producción literaria era mejor de lo que había sido jamás. Me temo que mi vida privada no seguía derroteros tan favorables. Helen y yo habíamos descubierto que podíamos ser excelentes amigos, pero que no encajábamos desde el punto de vista del matrimonio. Decidimos separarnos. Lo resolvimos todo de manera amistosa y ninguno de los dos sintió necesidad de culpar al otro. Helen me cedió el viejo apartamento, a condición de que pagase los muebles para el que había alquilado. Me dejó a comienzos de 1950.
Aquél fue un año importante para la ciencia ficción. El mundo de la revista se conmovió ante el anuncio de dos nuevas publicaciones: The Magazine of Fantasy and Science Fiction, dirigida por Anthony Boucher y J. Francis McComas, y Galaxy, que se editaría bajo la tutela de Horace L. Gold. Ambas habían sido pensadas para el lector adulto de ciencia ficción, como sólo Astounding lo había sido con anterioridad. Ahora bien, ambas diferían mucho de esta última. Boucher y MacComas pedían relatos con un fuerte sabor literario, mientras que Gold parecía inclinarse por algo más de oropel y quizá más superficial que el estilo de Campbell. Imposible predecir con exactitud qué éxito alcanzarían, pero era evidente que causarían un gran impacto en la ciencia ficción.
Galaxy inició su campaña tratando de captarse a los mejores escritores mediante una oferta de tres centavos por palabra. Astounding se vio pronto obligada a igualarla. (Para colmo, se estableció una prima para los cuentos más apreciados de cada número, con lo que se cobraba a veces cuatro centavos por palabra).
Esto permitía por fin al escritor pensar en dedicarse exclusivamente a la ciencia ficción. Con tales tarifas y habiendo tantas revistas para colocar sus relatos, le sería posible vivir con holgura.
Las editoriales importantes empezaban a interesarse por la ciencia ficción. Tanto Simón and Schuster como Doubleday planificaron la aparición regular de novelas de este género. Muchas de ellas provenían de las publicadas como folletines en las revistas, pero aceptaban asimismo algunas nuevas.
Un verdadero boom. Scott Meredith me recomendó que volviese con urgencia a la ciencia ficción. Consideré la idea. Para entonces ya no podía oponer la excusa de todos los relatos guardados en el cajón, puesto que me los habían publicado casi todos. Encontré entonces las notas que había tomado para It Comes Out Here y decidí transcribirlo. Gold lo admitió sin titubeos, y los ciento ochenta dólares que cobré me permitieron disfrutar por vez primera de la nueva tarifa.
Gold me llamó más tarde para pedirme que escribiese una novela corta de suspense, al estilo Nervios. Me han sugerido lo mismo otras muchas veces, tanto antes como después. No estoy seguro de que me agrade la idea. Está bien que la gente admire tu mejor trabajo, pero de ahí a suponer que se pueda duplicar a voluntad.
Otro editor me solicitó un cuento corto de ciencia ficción que tuviera además un toque de misterio. Escribirlo no me supuso ningún problema. Se me había ocurrido una idea que encajaba en esa descripción, la historia de un robot en una etapa primitiva de la cibernética. La criatura, en verdad inteligente, no había sido educada para enfrentarse al mundo. Ni siquiera tenía plena conciencia de quién o qué era. Y a causa de ciertos defectos en su construcción sólo existiría unas horas. El misterio lo proporcionaba el hecho de que él mismo narraba su historia y de que no comprendía sus circunstancias hasta casi el final, al enfrentarse a su «muerte».
Mayores dificultades presentaba la novela corta de aventuras y suspense. No estaba seguro de poder escribirla en las quince mil palabras que quería Gold. Nervios había requerido el doble, y eso que me había reprimido.
Además, había perdido mis notas y esquemas en lo que se refería a la creación del suspense junto con los manuscritos desaparecidos al mudarme desde Saint Louis. Me habían costado semanas de estudio y meditación y no eran fáciles de recordar.
Mi mente tiene una particularidad extraña. Recuerdo las cosas con todo lujo de detalles hasta el momento en que las escribo. A partir de ese momento, es como si tirase a la basura mis notas mentales, para depender sólo de las escritas. Y nunca he conseguido reconstruir algo que hubiese hecho a conciencia. No logro entusiasmarme con una historia ya sabida. (Odio tener que repetir mis palabras, por ejemplo). Temí que la mayor parte de mi trabajo sobre el suspense se hubiese perdido para siempre. Ahora, después de intentar reconstruir el esquema un par de veces, estoy seguro de ello.
Luego de seguir una larga serie de vías muertas, di por fin con una trama que me pareció buena. Colocaba a mis personajes en una situación literalmente de vida o muerte y prometía mantenerlos en ella hasta el desenlace.
Resolví, pues, quedarme toda una noche en la oficina para redactar al menos uno de los relatos. (Mi máquina de escribir favorita, que guardo en casa, pasaba por su fase anual de limpieza y ajuste. Y no me apetecía articular la historia y escribirla en una sola noche).
Comencé el cuento de misterio preguntándome cómo me sentiría al dedicarme de nuevo a la ciencia ficción después de tanta rutina destinada a las revistas baratas. Por fortuna, me encontraba en uno de mis buenos momentos. Las seis mil palabras brotaron por sí solas. Ni siquiera me vi obligado a romper una sola página y tirarla a la papelera por errores de mecanografía. Me costó menos de dos horas escribir The Monster.
Fue aceptado por la revista que me lo solicitó justo en el momento en que la alcanzaba la quiebra. No me afectó la mala noticia. Había estado pensando que merecía una mejor presentación y sugerí a Scott Meredith que tal vez tuviese alguna posibilidad en una revista cara. Después de leer el cuento, se mostró de acuerdo conmigo. Lo colocó por quinientos dólares en Argosy, donde llevaron a cabo un bonito trabajo de montaje para ajustado a su compaginación.
No me sentía tan satisfecho con el relato escrito para Gold, que titulé Viento entre los mundos. Tampoco me había costado gran esfuerzo. Me las arreglé para terminarlo a primeras horas de la mañana. Cierto que encontraba algunos puntos dudosos. Sin embargo, estaba listo y decidí enseñárselo a Gold para que me hiciera algunas observaciones antes de decidirme a corregirlo y redactarlo en firme.
Pienso que cometí un gran error. Un escritor debe perfeccionar lo más posible su obra antes de mostrar el fruto de su trabajo a nadie, solicitando sus comentarios. No importa si lo logra en el primer borrador o al décimo. Lo que importa es quedar primero satisfecho. Así se encontrará en mucho mejor posición para juzgar la validez de la crítica ajena.
Perdí la carta que Gold me envió. En cambio, puedo recordar mi reacción. Le disgustaba el comienzo y pensaba que carecía de emoción. Estaba en lo cierto. Señaló además otros puntos acertados. En otros, por el contrario, no coincidíamos en absoluto, sobre todo en su idea de que alguno de los miembros del equipo debía ser un villano.
Le llamé y discutimos la cuestión. Llegamos a un acuerdo en todos los aspectos, salvo en lo que se refería al villano, hasta que, por último, me avine a regañadientes.
Tuve que volver a escribirlo desde el principio al fin..., el mejor modo, según me di cuenta, de conseguir que un relato conserve su solidez cuando hay que reformarlo y de descubrir las discrepancias. Desde luego, resulta más cómodo agregarle algunos parches, pero la mayoría de las veces se nota demasiado.
La segunda versión me salió demasiado larga. Por lo tanto, hube de hacer una tercera, reduciéndola, y se la envié a Gold. No estoy seguro de que se sintiese satisfecho por completo. No obstante, me pagó quinientos dólares, un generoso precio.
No incluiré aquí la versión que entregué al editor, sino la segunda, omitidas las partes referentes al villano. Así quería yo que fuese realmente Viento entre los mundos. Su extensión es de diecisiete mil quinientas palabras.
Fin