DONDE LOS SUEÑOS SE HACEN REALIDAD
Publicado en
agosto 31, 2021
En el centro de la Ciudad de Nueva York se yergue uno de los más grandes monumentos al saber y a la democracia.
Por Patty McCormick.
EN LA ESQUINA de la Quinta Avenida y la Calle 42, en el corazón de Manhattan, se alza un edificio monumental, cuyo pórtico está flanqueado por dos enormes leones de mármol a los que se llama familiarmente Paciencia y Fortaleza. El interior alberga antiguas tabletas de arcilla, mapas de reconocimiento de los Aliados (hechos de tela para que no se rompieran), directorios telefónicos de casi todos los países desarrollados del mundo y 140 kilómetros de estanterías con libros.
Pero lo que más distingue a este, el principal establecimiento de consulta de la Biblioteca Pública de Nueva York (llamado Centro de Humanidades), no es la riqueza ni la profundidad de su acervo, sino su larga tradición de acoger a todo el mundo: al erudito y al directivo de empresa, a la abuela y al alumno de primera enseñanza, al investigador destacado y al inmigrante soñador.
En este centro del saber, núcleo de una red urbana de bibliotecas que en 1995 cumplió un siglo, se han gestado grandes hallazgos, inventos y empresas. He aquí algunos ejemplos:
Descubrimiento decisivo
JUAN TRIPPE alzó los ojos de los mapas y las cartas del océano Pacífico que consultaba en la Biblioteca Pública de Nueva York. Ese día estaba solo, aunque generalmente compartía la mesa con alguno de los desocupados que, en la época de la Depresión, revisaban las exiguas ofertas de empleo de los periódicos.
Sus pensamientos estaban en el futuro. Doce años antes, durante la Primera Guerra Mundial, se había alistado voluntariamente en el ejército y había aprendido a pilotar un biplano. Desde entonces no había dejado de soñar con el día en que los aviones, y no sólo los barcos, salvarían las distancias entre los continentes.
En 1923, a los dos años de haberse graduado en la Universidad Yale y a los 23 de edad, Trippe invirtió sus ahorros, los de varios amigos y el producto de una venta de acciones en la creación de una pequeña línea aérea. Renovó unos aviones sobrantes de la armada y ofreció a los neoyorquinos adinerados un servicio de transporte aéreo a sus destinos turísticos. Cuando no estaba en una pista de aterrizaje, en un avión o a la caza de más inversionistas, se metía en la Biblioteca Pública de Nueva York para revisar los registros de las líneas de trenes, autobuses y barcos, y comparar sus capacidades máximas de velocidad, carga y distancia. La información que así obtuvo lo convenció de que el transporte aéreo de gran alcance era un negocio rentable.
Su aerolínea no tardó en fusionarse con otras (entre ellas una que llevaba el ambicioso nombre de Pan American Airways), y consiguió lucrativos contratos con la Oficina Postal para llevar la correspondencia a Cuba, a otras islas del Caribe y, más tarde, a América del Sur. En 1930, Trippe estaba planeando extender el servicio al Lejano Oriente. Lo único que necesitaba era idear una ruta con suficientes escalas para que los aviones recargaran combustible.
La ruta del norte a Tokio a través de Alaska y la costa rusa tenía dos inconvenientes: el clima ártico y las dificultades para negociar derechos de aterrizaje con Japón, China y la Unión Soviética. Y atravesar el Pacífico en línea recta parecía más impracticable aun: los aviones tendrían que volar de California a Hawai y de allí a las islas Midway; más allá de ellas se encuentra Guam, pero a más de 4000 kilómetros de distancia en pleno océano.
Trippe no se dio por vencido y regresó a la biblioteca, donde pasó días estudiando las cartas del Pacífico; ninguna mostraba más que agua entre las Midway y Guam. Por una corazonada, le pidió a un bibliotecario los cuadernos de bitácora de los clíperes que en otro tiempo surcaron esos mares. En uno de ellos encontró una anotación que describía la isla Wake, un atolón casi inexplorado, ubicado precisamente entre las islas Midway y Guam.
Una expedición marítima de reconocimiento enviada por Trippe averiguó que la laguna del atolón podía emplearse para el acuatizaje de hidroaviones.
En 1936 Pan Am hizo época al inaugurar un servicio de transporte aéreo de pasajeros a Oriente a través del Pacífico. Cuando Trippe se retiró, en 1968, los vuelos de la compañía enlazaban a Estados Unidos con otros 85 países. Pan Am era entonces un imperio, y estaba erigido, en parte, sobre un atolón que se había "descubierto" en la Biblioteca Pública de Nueva York.
Más insólito que la ficción
HACE 60 AÑOS, un hombre quizá haya recibido más correspondencia que Santa Claus. Era Robert LeRoy Ripley, creador de la famosa sección de historietas "Aunque usted no lo crea", que aún hoy se publica con su firma en muchos periódicos estadounidenses. El articulista se dedicaba a recorrer el mundo en busca de hechos increíbles, raros o inexplicables para presentarlos en la singular sección.
Pero después de cinco años de encargarse solo del trabajo, sudaba la gota gorda para hallar nuevas curiosidades. En 1923, un amigo suyo le presentó a Norbert Pearlroth, erudito inmigrante del sur de Polonia que hablaba 13 idiomas y tenía una memoria portentosa. Impresionado por su capacidad, Ripley lo contrató en el acto.
Durante los cincuenta y tantos años que Pearlroth fungió como jefe de investigación de Ripley, acudió a la biblioteca de la Calle 42 seis o siete días a la semana. Una vez que reunía suficientes rarezas (al menos 24 por semana), volvía a la agencia King Features, donde los dibujantes las convertían en caricaturas.
Una de sus pesquisas predilectas (y la más controvertida) tenía relación con el histórico vuelo que Charles Lindbergh hizo solo de Nueva York a París en 1927. Con base en ella, Ripley publicó una nota en la que declaraba a Lindbergh "el sexagésimo séptimo hombre en realizar un vuelo sin escalas sobre el Atlántico". Un ejército de lectores inundaron la redacción con cartas de protesta, y Ripley respondió explicando que a Lindbergh lo habían precedido un avión y dos dirigibles: el primero había volado en 1919 con dos tripulantes; los segundos lo habían hecho en 1919 y 1924, con 31 y 33 pasajeros respectivamente.
Según se dice, Pearlroth reveló años después que el mismo Lindbergh había reconocido este hecho en un discurso que pronunció en Inglaterra. El investigador vio la reseña del discurso en un periódico británico que otro visitante de la biblioteca había dejado en una mesa.
Ripley murió en 1949, pero su jefe de investigación siguió recopilando noticias curiosas durante 28 años más. Aunque hay quienes tildan sus anécdotas de frívolas y hasta sensacionalistas, Pearlroth creía que con ellas ofrecía al lector un poco de magia en este prosaico mundo.
Un modelo para copiar
CUANDO, EN 1936, Chester Carlson revisaba unos documentos técnicos en la pequeña empresa neoyorquina de aparatos electrónicos donde trabajaba, notó con disgusto que, como de costumbre, no había suficientes copias de las especificaciones de las patentes. Y le molestaban mucho las pérdidas de tiempo y dinero que implicaba hacer las copias. Las reproducciones fotográficas tenían un costo prohibitivo. No había más remedio que pedir a una mecanógrafa que volviera a escribir los textos, y luego, revisarlos nuevamente en busca de errores.
Abogado de patentes e inventor aficionado, Carlson soñaba con crear una máquina que hiciera copias al instante, por lo que en muchas ocasiones iba por la tarde a la Biblioteca Pública de Nueva York, donde se quedaba leyendo hasta que cerraban. Allí estudió el poco conocido campo de la fotoconductividad (propiedad de algunos cuerpos de aumentar su conductividad eléctrica al ser expuestos a la luz), y analizó los hallazgos de científicos que intentaban reproducir imágenes utilizando la electricidad estática.
Una noche se topó con los escritos de Paul Selenyi, desconocido físico húngaro que había demostrado la fotoconductividad de algunos materiales. Carlson se propuso entonces averiguar si este descubrimiento podía aprovecharse para reproducir imágenes.
Montó un laboratorio en un cuarto que alquiló sobre un bar del barrio de Astoria, en el distrito de Queens, y junto con su ayudante, un físico alemán llamado Otto Kornei, se puso a hacer experimentos de fotoconductividad. El 22 de octubre de 1938, Kornei anotó "10.-22.-38 ASTORIA" en un vidrio. Luego recubrió con azufre una placa de cinc y la frotó con fuerza a fin de cargarla de electricidad estática. A continuación juntó el vidrio con la placa y los colocó bajo una intensa luz incandescente. Al cabo de unos segundos retiró el vidrio, esparció polvo de licopodio sobre la superficie recubierta de la placa y retiró el polvo suelto con un suave soplido. En sus manos quedó un duplicado casi perfecto de la anotación: "10.-22.-38 ASTORIA".
Entre 1939 y 1944, más de 20 compañías rechazaron la patente obtenida por Carlson, y aunque más tarde el inventor consiguió apoyo para desarrollar su idea, pasaron años para que se produjera la primera fotocopiadora práctica para oficinas.
En 1959 salió al mercado el modelo 914. Gracias al procedimiento denominado xerografía (que en griego significa "escritura en seco"), esta máquina producía fotocopias en papel ordinario con sólo oprimir un botón. El adelanto tuvo una acogida fenomenal y revolucionó el flujo de la información en las oficinas públicas y privadas.
STEWART BODNER tenía ocho o nueve años cuando, tomado de la mano de su padre, pasó por primera vez entre los leones de la Biblioteca Pública de Nueva York. Su padre era un refugiado de la Alemania nazi cuya instrucción formal se había truncado, pero sabía que la biblioteca era el sitio donde uno iba en busca de información. Ambos quedaron gratamente impresionados no sólo por el imponente edificio y lo que contiene, sino por la amabilidad y el respeto con que los trató el personal.
Aquella visita dejó una huella indeleble en Stewart Bodner, que actualmente dirige la sala de publicaciones periódicas de la institución, donde supervisa a 15 empleados y cuida un acervo de 11,500 periódicos y revistas. El recinto es el mismo que se remozó gracias a la generosidad de otro patrono de la biblioteca, quien inició allí su vida profesional: DeWitt Wallace, cofundador de Reader's Digest.
En su juventud, Wallace anhelaba publicar una revista de bolsillo en la que se presentaran de manera condensada los artículos más interesantes del momento. Para ello comenzó a leer con avidez todas las revistas que podía, pero, como no tenía el dinero necesario para las suscripciones, se presentaba todos los días en la sala de publicaciones periódicas de la biblioteca.
Cuando, cerca de 60 años después, Reader's Digest llegó a ser la revista de mayor difusión del mundo, Wallace dio las gracias a la Biblioteca Pública de Nueva York con una perdurable donación. Con gusto pagaba la deuda de gratitud contraída con una institución que les franqueó, a él y a otras incontables personas, la entrada al mundo del saber.