EL INTRUSO EN LA HABITACIÓN
Publicado en
julio 05, 2021
Regresé a casa a mitad de la noche, como en tantas otras ocasiones. Había estado en casa de un amigo jugando cartas, e incluso tuvimos tiempo para pasarnos un par de cervezas, pero nada más. Una luna casi llena señoreaba en el cenit del cielo cuando metí el auto en la cochera. Una repentina ráfaga de aire frío me hizo estremecer cuando bajé del coche.
—¡Qué frío! —mascullé, rodeándome con los brazos.
Pronto me di cuenta que no fue la ráfaga de aire la portadora del frío, porque ésta pasó y el frío continuó allí. ¡Demonios! Si estábamos a mitad de verano. De todos modos, no importaba, pronto estaría en la cama, abrazando el cálido cuerpo de mi esposa.
Camino a mi habitación noté que el ambiente se tornaba aún más frío. De pronto me detuve, alarmado. Estaba a mitad de las escaleras, la piel de gallina y un creciente temor en mi pecho.
No —me dije—. Es simplemente un clima de locos. Pensamientos tenebrosos, y por qué no, absurdos, habían empezado a rondar por mi mente. Los cuales cobraban más fuerza cuando recordaba el calor casi asfixiante que hacía en casa de mi amigo. Muy a mi pesar me encontré pensando en un montón de entes sobrenaturales que portaban el frío con ellos.
Sacudí la cabeza, en un fútil intento de alejar tales pensamientos, y continué escaleras arriba. ¿Por qué tenía el presentimiento de que algo no iba bien?
Llegué al rellano del segundo piso y volví a detenerme, a la vez que aguzaba vista y oídos, tratando de captar algún indicio de anormalidad. Los pasillos estaban oscuros, y apenas divisaba los contornos de unas puertas y de algunos maceteros. Tampoco escuché ruido alguno. Todo estaba igual que siempre. Entonces ¿por qué aquél frío y aquélla inquietud?
Tras otro minuto de impaciente espera, en el que nada raro ocurrió o percibí, decidí que simplemente era paranoia mía. O quizá, después de todo, las pocas cervezas que había tomado me afectaron más de lo que creía.
Tomé el pasillo hacia la derecha y no tardé en plantarme frente a la puerta de mi habitación. En esos momentos el ambiente ya no era frío sino gélido. Giré el pestillo y abrí lentamente la puerta, como si temiera despertar a mi esposa. Aunque en realidad creo que temía a lo que mi instinto me decía que había allí.
Las amplias ventanas tenían las cortinas corridas y, aunque la luna estaba sobre la habitación, una débil luz argéntea se colaba a través de los vidrios. Fue así como descubrí al tipo, de pie, inclinado sobre mi esposa.
Lo primero que me embargó fue una cólera absoluta, pues inmediatamente pensé que mi esposa me engañaba. Apreté los puños a la vez que buscaba con la vista los bates de béisbol que había colgados muy cerca de la puerta. Los vi, y me escurrí con lentitud hacia ellos. El intruso seguía con el rostro cerca de la cara de mi esposa. Es natural que a pesar de la inquietud que sentía y de aquél frío sobrenatural, lo primero que pensara fue que se estaban besando.
Sin embargo, tras una segunda ojeada ya pensaba distinto. No vi los brazos de mi esposa alrededor del cuello del intruso, señal de que ella no le correspondía. Y no se movía nadie, ni él ni mi mujer. Y tras un instante vi que el sujeto no estaba inclinado sobre su rostro, sino sobre su cuello.
El pánico y el conocimiento revelador golpearon mi mente al instante, y sin detenerme a pensar en lo que hacía, encendí la luz (tratando de conseguir un efecto sorpresa), cogí uno de los bates y corrí sobre el sujeto. No alcancé a golpearlo. El intruso extendió una mano hacia mí, y no entiendo cómo, salí volando hacia atrás y me estrellé contra la pared.
El intruso se enderezó y me sonrió. Vi hilillos de sangre que se escapaban por la comisura de su boca. La sangre de mi esposa pensé. Sus ojos centelleaban rojos y sus colmillos, grandes y afilados, asomaban amenazantes de entre sus labios igualmente carmesíes. Estaba frente al horror en persona.
Me dolía la espalda sobremanera y sentí que algo caliente humedecía mi cuello. Me llevé una mano a la parte posterior de la cabeza, sentí el líquido mojar mi mano, y cuando la regresé al frente, vi sangre. Los ojos del intruso centellaron, ávidos. Si se abalanzaba en ese momento sobre mí, sería mi fin.
Traté de incorporarme, apoyándome en la pared, a la vez que trataba de ganar tiempo. Se me había ocurrido una idea, una posibilidad de escapar de aquel monstruo, no así de vencer. Pero peor era morir allí, esa noche, sin sangre en las venas.
—¿Quién eres? —Le pregunté. La voz me salió trémula, y las palabras agudas. Así no conseguiría impresionarlo. Tenía que hacerle ver que no le tenía miedo—. ¿Cómo te llamas? —Así estaba mejor.
El intruso seguía sonriendo, evidentemente complacido. Era obvio que hasta ese momento ninguna víctima había intentado charlar con él.
—Mi nombre no tiene relevancia —dijo. Su voz era clara y pura—. Basta decir que soy el terror de la noche, señor de pesadillas, inmortal gracias a sorber la vida de los demás… —hizo una breve pausa— y tú ayudarás esta noche a alargar mi vida.
Merced a un gran esfuerzo logré ponerme de pie. Sentía que me dolían todos los huesos del cuerpo. Y aquel maldito frío gélido no ayudaba precisamente a disminuir el dolor.
—Eres el autor de las extrañas muertes del periódico —señalé.
Desde hacía un mes venían apareciendo en los periódicos noticias sobre muertes bastante extrañas. Las víctimas simplemente no tenían una sola gota de sangre. Ahora ya sabía la causa.
—¿Periódico? No leo esas cosas mundanas, pero imagino que sí. ¿Alguna vez saliste en el periódico? Mañana saldrás, junto a tú deliciosa mujer.
¡Mi mujer! Era cierto. No me había olvidado de ella, pero me negaba a verla. No se había movido en ningún momento. Temí lo peor. No estaba preparado para enfrentar semejante realidad. Podía hablar con un vampiro, un monstruo de leyenda, pero no sé si resistiría ver el cuerpo sin vida de mi amor. Aun así, pregunté:
—¿Está muerta?
Con pasos tambaleantes, sin despegarme de la pared, me fui arrastrando hacia el ropero que había en una esquina. El bate lo había dejado tirado en el piso, puesto que no me serviría contra mi enemigo.
—Aún no, pero pronto lo estará. —El vampiro dirigió una mirada de soslayo a mi mujer. Sus ojos sólo reflejaban odio y muerte.
—¿Disfrutas matando gente? —Estaba a sólo tres pasos del ropero. Un poco más y conseguiría mi objetivo.
—¡No sabes cuánto! —Lo dijo de tal forma que sentí que un frío aún más gélido atenazaba mi corazón. Por un momento me quedé inmóvil, mudo de terror. Pero me obligué a seguir avanzando.
Llegué al ropero. Sabiendo que lo siguiente sería obra de la fortuna y la buena suerte, le di la espalda al intruso, abrí una gaveta del mueble y, con manos temblorosas, empecé a abrir un paquete que había allí.
El vampiro soltó una carcajada, fría.
—¡Sé lo que haces! —dijo.
¿Es que también podía leer la mente de los demás? Por un momento creí que todo estaba perdido. Pero no desistí y seguí manipulando el paquete con mis torpes dedos.
—Dejas tirado el madero ese y luego buscas un arma de fuego. Deberías saber que ningún arma mortal puede hacerme daño...
El vampiro dejó de hablar, sorprendido y también asustado. Debió comprender lo que estaba haciendo porque se olvidó de la charla y se lanzó sobre mí, rápido como una bala. Me volví, y le ofrecí un crucifijo y un manojo de ajos. No llegó a tocarme, y retrocedió, tembloroso.
Ésta vez quien sonrió fui yo.
—¡Vaya, vaya! Así que no todas las leyendas son falsas —dije.
Mi mujer había comprado los ajos hacía una semana y le había pedido al padre de la parroquia que bendijera el crucifijo. Ella era muy supersticiosa y decía que las extrañas muertes del periódico eran obra de un vampiro. Yo me reí en su cara. Y la hice guardar los ajos en la gaveta del mueble en vez de circular la habitación con ellos. Idiota de mí, ahora ella estaba casi muerta por mi orgullo y creencias modernas. Sí, porque hoy lo moderno es no creer en mitos y leyendas.
Me puse el crucifijo al pecho. Reventé un ajo y me froté manos, brazos y cuello. Tomé un puñado en cada mano y me acerqué al monstruo. Éste retrocedía aterrorizado.
—Será mejor que alejes tú maldita presencia de mi casa —le dije, haciendo acopio de todo el coraje que pude reunir—. O te destruiré.
Me dolía el cuerpo por completo y sentía la cabeza pegajosa de sangre, pero me las arreglé para mantenerme erguido y dar unos cuantos pasos con seguridad y entereza. Si no se iba, podía darme por muerto.
Debí haberlo impresionado, o las propiedades del ajo y el crucifijo lo aterraban de verdad. Lo cierto es que ante mis ojos se hizo niebla. Sí, literalmente se convirtió en humo. Luego el humo traspasó los vidrios de la ventana y abajo, en el patio, se convirtió en un murciélago que se alejó aleteando bajo la luz de la luna. El frío se fue con él.
Suspiré aliviado. Me había lanzado un farol enorme y el vampiro lo había creído. Además del ajo y el crucifijo no sabía qué más hacer.
Corrí a poner ajo en la puerta y en la ventana y luego me acerqué al lecho de mi esposa. Estaba pálida, mortalmente pálida, pero su pecho subía y bajaba suavemente. Deduje que el vampiro no le había chupado suficiente sangre, aún no había muerto. Por el color de su piel y por su respiración casi imperceptible, deduje también que debía llevarla al hospital inmediatamente. Es más, yo mismo necesitaba ir al hospital. Intenté despertarla, pero no lo logré. Estaba peor de lo que imaginaba. Intenté cargarla y llevarla al coche, pero me encontraba demasiado débil para semejante esfuerzo. No tuve más opción que llamar a Emergencias y pedir una ambulancia.
Sin saber qué hacer, no pude más que sentarme a su lado y acunarla en mi pecho. Al cabo de unos minutos la noté inquieta, pensé que estaba despertando y le agité suavemente a la vez que le hablaba al oído. Pero no reaccionó. Puede que estuviera soñando. Un momento después volvió a agitarse, a la vez que su naricita se contraía en espasmos. Noté que se quería alejar de mí. A lo mejor soñaba con el vampiro y creía que era yo. Así que mejor la dejé tranquila en la cama y me fui al cuarto de baño.
Las manos me apestaban a ajo. Decidí limpiarme, sino ni los doctores iban a querer acercárseme. Me quité el crucifijo, lo dejé en el lavamanos y lavé también mi cuello. No creía que el vampiro fuera a regresar, al menos no esa noche.
Me secaba con una toalla cuando sentí el frío, que ahora me era tan familiar. Aterrado corrí a la habitación y de allí a la ventana. Pensé que vería al vampiro, ya fuera en humo o con su forma de murciélago. Pero afuera no había nada. Sin embargo, el frío iba aumentando con el paso de los segundos. ¿Qué demonios ocurría? ¿Es que se estaba colando por otra parte de la casa?
Oí un ruido a mis espaldas. Me giré sobresaltado, creyendo comprender lo que ocurría. Mi esposa estaba sentada en la cama, los ojos rojos y los incisivos puntiagudos y filosos. Sus ojos rebozaban de maldad. Quienquiera que estuviera frente a mí, definitivamente no era la mujer con la que me casé.
Con la mano me palpé el pecho, en busca del crucifijo, pero no lo hallé. Con horror recordé que lo había dejado sobre el lavamanos. Corrí hacia el cuarto de baño. El cuerpo de mi esposa se interpuso entre la puerta y yo. Sonrió, y fue la sonrisa más maliciosa que he visto en mi vida.
Después se abalanzó sobre mí.
EL PERIÓDICO local informó sobre la desgracia de un matrimonio que había sido presa del tan mencionado "asesino nocturno". Al marido se le encontró muerto en su habitación, sin una gota de sangre en las venas. De la mujer aún no se sabe nada, pues no se encontró su cuerpo. Un operador del 911 dijo haber recibido una llamada de la víctima media hora antes de que se le encontrara muerto. Por teléfono había dicho que tanto él como su esposa necesitaban asistencia médica con urgencia, y que llevaran sangre porque su esposa necesitaba una transfusión de inmediato. La muerte del pobre hombre permanece en el misterio, asi como el paradero de su esposa.
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