LARGO CAMINO HACIA LA ORACIÓN
Publicado en
mayo 05, 2021
La Navidad que brindó júbilo inesperado a un agnóstico.
Por Conor Cruise O'Brien (autor prolífico que, a sus 63 años, funge como jefe de redacción de The Observer. Mencionaremos, de entre las actividades que ha realizado en su notable carrera política y académica, el puesto de ministro del Gabinete irlandés).
JUSTO antes de Navidad quise orar, pero reprimí la tentación. Luego me sorprendí sosteniendo el siguiente diálogo interior:
—¿Así que quieres decir una plegaria? ¿Por qué no lo haces?
—Soy agnóstico.
—¿Qué tiene que ver eso?
—Que las agnósticos no creemos en Dios.
—¿Y... ?
—Que uno no puede rezarle a alguien en quien no cree.
En mi familia se han dado algunos casos de agnosticismo. Mi padre, por ejemplo, y la hermana mayor de mi madre, y su hijo Owen. Todos los demás —vivíamos en Dublín— eran católicos romanos tradicionales: tridentinos, en una palabra. Por lealtad, mi madre intentó seguirle los pasos a mi padre, mas volvió a su catolicismo irlandés en la nochebuena de 1927 porque esa mañana aquel había muerto repentinamente de un ataque cardiaco al tensar un arco que me había regalado.
Lo de menos era el arco. El quid, como verá al instante cualquier lector católico, es el "repentinamente". No hubo tiempo de llamar al sacerdote.
En aquel entonces —y en este también— Irlanda no tomaba muy en serio el agnosticismo en vida. Cuando cierto católico prominente de Belfast le confesó a su párroco que se había convertido en agnóstico, el clérigo, sin perder ni un momento los estribos, aseveró:
—Tú no eres agnóstico, Paddy. Eres sólo un gordinflón demasiado perezoso para ir a misa.
Otro cantar, y bien grave, era en 1927 y en los años posteriores la muerte de un agnóstico sin los auxilios de la religión.
En un gesto de amabilidad, todos nuestros conocidos le aseguraban a mí madre que su marido iría al cielo porque "había vivido una vida buena", y ella lo daba por hecho. Lo que la inquietaba era el purgatorio, institución muy floreciente en esa época.
No es que se diera a imaginar que su esposo padecía físicamente en algún lugar ajeno al cielo; pero sí sostenía que podía estar "separado de Dios" y que, por consiguiente, estaría lejos de ella cuando le llegara la hora de ir al cielo. La fecha en que mi progenitor llegaría a ese destino era bien problemática, pues, a más de haber sido agnóstico y de haber muerto sin los debidos auxilios, había incurrido en un pecado más horrendo aun: enviarme a una escuela protestante.
Alguien le dijo un día a mi madre que si rezaba acortaría la estancia de mi padre en el purgatorio; y ella rezó como loca. Pero también le advirtieron que cada año escolar que yo pasara en el susodicho plantel prolongaría más sus sufrimientos. No quiso sacarme, sin embargo, porque había sido voluntad de mi padre que yo me formara allí, y así quedaron las cosas.
Desde la Navidad de 1927 hasta la Pascua de 1938 —fecha de su muerte—, mi madre vivió en un constante y heroico acortar, alargar, orar y no cejar.
Todas estas transacciones despertaron en mí, cosa natural, cierta antipatía hacia un dios sobre cuyo carácter, métodos y arreglo de cuentas mi madre había acopiado tanta información minuciosa y extravagante. Y esa antipatía se mudó con el tiempo en incredulidad, metamorfosis sabiamente expresada por mi primo Owen —mayor, más robusto y más sagaz que yo— cuando un sacerdote le preguntó por qué pensaba que Dios no existía.
—¿No cree usted —sentenció mi pariente— que esa es la hipótesis más benévola?
Eso es lo que había que decirles. Huellas también de aquella experiencia fueron una especie de escalofrío que se repetía en las Navidades, y un verdadero horror por las plegarias. Las que yo había seguido más de cerca eran las de mi madre, dolorosas y arrancadas por sus torturadores espirituales. ¿Pensar que alguien lograría arrancarme alguna? ¡Jamás! Pero me equivocaba.
El 14 de noviembre de 1978 hospitalizamos a mi esposa en muy mal estado a raíz de un accidente automovilístico.
Católica devota, pidió a sus amistades (no a mí) que la encomendaran en sus oraciones, y así lo hicieron. Cuando la gente me preguntaba por ella en la calle y yo decía que empeoraba, respondían: Dios lo quiere; y si decía que había mejorado, observaban que debíamos dar gracias a Dios y que mucha gente estaba orando por esa intención. Aquello parecía alentar a mi esposa, por lo cual la mantuve al corriente aunque con bastante torpeza y sin agregar ninguna oración propia, por lo menos conscientemente.
En las conversaciones que mantenía en la calle no me hacía eco del "Dios lo quiere", y sí del "gracias a Dios". Cierto que me sentía un poco culpable pero, después de todo, había que ser cortés con la gente.
Comenzamos a pasar del "Dios lo quiere" al "gracias a Dios" poco antes del 24 de diciembre. Precisamente ese día nos confirmaron que mi esposa se restablecería. Llevé a los niños. Tomamos champaña y Coca-Cola con las enfermeras. Los "gracias a Dios" se escuchaban aquí y allá. Yo me les uní precipitadamente, y ya no por cortesía, sino por gozo. Mi mujer se iba a salvar, gracias a Dios.
Importaba poco que yo creyera en él o no, ni siquiera que deseara expresarle mi gratitud; de todas maneras lo estaba haciendo.
Y advertí otra cosa. Los escalofríos que se habían repetido cada Navidad durante 50 largos años, cesaron esa vez para siempre. En ese instante pude orar.
CONDENSADO DE "THE OBSERVER", (4-II-1979). © 1979 POR THE OBSERVER LTD. & SAINT ANDREW'S HILL, LONDRES EC4 INGLATERRA.