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mayo 09, 2021
Cuando Betty y Jock Leslie Melville anunciaron su determinación de hacerse de una jirafa joven y de criarla en su rancho, cerca de Nairobi, les advirtieron que podrían surgir problemas. Porque, por un lado, las jirafas crecen a veces hasta pesar 1.350 kilos, y porque, con ser de naturaleza dócil y juguetona, suelen asestar coces mortales en momentos de nerviosismo. Sin embargo, fue amor a primera vista lo que este matrimonio sintió; y el amor, así lo esperaban ellos, conquistaría a la pequeña jirafa.
Por Betty y Jock Leslie Melville.
CUARENTA jirafas pastaban al rayo del Sol keniata de noviembre. Al sentir aproximarse a Jock Rutherfurd en su caballo, comenzaron a andar y en breve rompieron a galopar en su estilo peculiar, cruzando la campiña a la fantástica velocidad de 50 k.p.h. Pero su enorme tamaño —algunas miden cerca de 5,50 metros de altura— prestaba a la carrera un aire pausado y majestuoso. Y el caballo que iba en persecución de la manada parecía una hormiga.
Nuestro amigo Jock Rutherfurd, antiguo guarda de coto, administra las 5.600 hectáreas del rancho de los Craig, situado en el valle del Rift, hábitat de las jirafas Rotshchild de Kenia. Estas, a más de ser ya pocas, se ven ahora amenazadas por el desarrollo agrícola. Jock estaba dispuesto a arriesgar su vida con tal de capturar una jirafa de corta edad. Mi marido y yo la llevaríamos a un sitio seguro en nuestra finca, cerca de Nairobi.
El corazón nos latía con fuerza al ver a Rutherfurd penetrar, impávido, en aquella masa en movimiento para llegar hasta las crías. Entre el polvo y la confusión lo perdimos de vista. Luego apareció al frente y apartó de la manada a la cría elegida. Kiborr, su ayudante de a caballo, le cerró el paso al animal para dejar que Rutherfurd, sin mucha suerte, le echara un pial, La cría desapareció detrás de una loma.
Nuestro amigo consiguió emparejársele otra vez y, a todo galope, le echó un brazo al cuello. Su caballo, bien adiestrado, fijó los cascos en el suelo.
Rápidamente, Kiborr se reunió con Rutherfurd y ambos derribaron al salvaje animalito de unos 200 kilos de peso. La persecución llegó a su fin.
"¡Es una hembra!", dijo Rutherfurd cuando llegamos al lugar. Nuestra tierna jirafa de dos metros y medio de altura yacía sobre la hierba. Kiborr, montado sobre ella, se esforzaba por mantenerle en alto el cuello, pues las jirafas pueden bajar la cabeza sólo durante unos pocos minutos, so peligro de vomitar, bloquear su tráquea y, en consecuencia, sofocarse.
Como todos los futuros padres, ya habíamos escogido un nombre, así que nos presentamos a Daisy Rothschild.
Nos miraba espantada, iracunda, con sus enormes ojos castaños. La tocamos; era suave y sedosa como un cachorro; de la cabeza le brotaban dos pequeños cuernos, y su crin mostraba un color castaño dorado. A lo largo de su cuello amarillento tenía tres manchas castañas con forma de mariposa.
Habiéndola atado por el cuello, le desatamos las patas. Daisy se levantó... y recomenzó su lucha. Al mismo tiempo parecía el violento corcovear de un caballo bronco y la agitación de una corrida de toros. Con gran rapidez tiraba coces y se paraba de manos. Todos nos aferrábamos a la cuerda mientras el animal luchaba. Avanzaba unos pasos y en seguida se detenía permaneciendo inmóvil con el cuello arqueado, y luego luchaba otra vez. Con cada minuto que pasaba, yo le cobraba mayor cariño. Rutherfurd logró derribarla otra vez y, después de varios empujones y gritos, seis hombres la subieron a nuestra pequeña camioneta Volkswagen. Tres de ellos la inmovilizaron y Kiborr le sostenía la cabeza en alto. Así regresamos al rancho de los Craig.
Condujeron a Daisy, vencida por el número y la fuerza, hasta una casilla que habíamos acojinado con haces de paja, donde se quedaría hasta que nos sintiéramos seguros de que se encontraba bien.
Daisy resultó ser mayor, en tamaño y en edad, de lo que a primera vista nos había parecido.
Si atrapan una jirafa demasiado tierna, puede morir por falta de la leche materna; pero si la atrapan siendo un poco mayor, puede suceder que galope tanto durante la persecución que muera a causa del agotamiento.
Daisy tenía 12 semanas o un poco más, y tal vez había galopado demasiado. Si lograba amanecer viva, casi con certeza sobreviviría a las siguientes 48 horas, que eran las más críticas.
Yo desconocía hasta qué punto peligraba la vida de Daisy. Pasé virtualmente la noche en vela orando porque sobreviviera, intentando convencerme de que estábamos en lo justo al hacerla sufrir aquella prueba.
El único consuelo que nos restaba consistía en que, si la hubiésemos dejado con su manada, sus probabilidades de sobrevivir a los meses siguientes eran mínimas.
"MAMÁ" JOCK
JOCK, mi marido, es organizador de excursiones de fotografía. Nuestra casa se encuentra en Langata, un suburbio de Nairobi. Se levanta en una extensión de 120 hectáreas de la selva virgen africana. Nosotros sólo pudimos adquirir seis, pero el resto no se había vendido y continuaba intacto. Más allá se extiende la Kitengela, amplia pradera en la que abundan los animales salvajes. Cuando nos instalamos allí en 1975, descubrimos que en la finca vivían también tres jirafas salvajes: Tom, Dick y Harry. Emocionaba verlas mordisquear las hojas de los árboles u observarnos mientras trabajábamos en el jardín. Pero las tres están envejeciendo. Cierto día, un amigo nos dijo: "¿Por qué no se consiguen una cría? Una Rothschild de las que viven en el rancho de los Craig".
La Rothschild es una subespecie de jirafa poco común en el este de Africa; sólo existían unas 180 en Kenia, todas ellas en Lewa Downs, el rancho de David y Delia Craig. Pero esa región se destinaría a la agricultura y ya estaban dividiendo la propiedad de los Craig en parcelas de cuatro hectáreas. Los granjeros y los animales salvajes no pueden convivir. Los matan para proteger sus siembras y aprovechar su carne.
Nos comunicamos telefónicamente con los Craig, quienes se manifestaron encantados de que nos lleváramos una cría. Y Jock Rutherfurd nos dijo que a se encargaría de lazar una para nosotros. El había capturado algunas jirafas para transportarlas a sitios más seguros. También había criado a una: Suzannah, que solía sacar el jabón por la ventana del cuarto de baño del segundo piso para comérselo; y se comía la ropa que hallaba colgada en el tendedero y corría todas las noches a recibir a Jock cuando regresaba a casa.
Quien oyera a Rutherfurd pensaría que criar una jirafa era cosa fácil. Pero teníamos mucho que aprender.
La Dirección de Conservación y Cuidado de la Fauna Silvestre de la República de Kenia envió a un veterinario y a un ecólogo para que se asegurasen de que nuestra selva "podría sustentar a una jirafa". Asimismo, nos investigaron porque las jirafas son peculiarmente sensitivas y nerviosas cuando las personas tienen conflictos emocionales. Por nuestra parte, interrogamos a todo el mundo, inclusive al personal del Orfanato para Animales de Nairobi, y allí nos advirtieron que la crianza de la jirafa es tarea complicada. David Hoperaft, zoólogo amigo nuestro, nos informó que aun con los mejores cuidados veterinarios y alimenticios, el factor primordial es el amor.
A LA mañana siguiente de la captura corrimos al establo. Daisy estaba parada en el mismo lugar y aún se veía asustada. Durante todo ese día, Jock y yo nos turnamos para ofrecerle una vasija de leche caliente y hablarle con dulzura. Ella sólo nos miraba con aire medroso y resentido.
Amaneció otro día. Daisy estaba indiferente y tenía la piel opaca. Me acerqué y vi que una lágrima bajaba de uno de sus ojos. Tuve la certeza de que había optado por morir.
A pesar de todos los esfuerzos que hacíamos, se negaba a acercarse siquiera al cuenco de leche y se pasaba sentada largos ratos.
Mi marido y yo tuvimos un sombrío almuerzo, luego volvimos al establo para echar a Daisy una última mirada, sin esperanza alguna. Cuando abrimos la mitad superior de la puerta de su casilla, notamos que le brotaba otra lágrima aun mayor que la anterior. Se volvió a mirarnos... y, en seguida, llegó hasta el cuenco de leche ¡y bebió! ¡Y bebió! Luego que hubo terminado, se limpió con la lengua el hocico y la nariz, y paseó en torno la mirada. A continuación inclinó la cabeza y besó a Jock. Nos quedamos extasiados. Desde aquel momento mi marido se convirtió en su "mamá".
Cuatro horas después, la pequeña volvió a meter la cabeza en la vasija y bebió con avidez. Después le ofrecimos unas ramas de acacia, principal alimento de estos animales. Al principio sólo mordisqueaba las flores amarillas, tomándolas cuidadosamente con su larga lengua púrpura de entre las hojas menudas y las espinas.
Días después trasladamos a Daisy a Nairobi. Jock cubrió los 360 kilómetros sin detenerse. La jirafita iba sentada, sobre el piso cubierto de paja, en la parte trasera de nuestra camioneta. Llevaba las patas atadas; Kiborr y Rick, nuestro hijo de 27 años de edad, cuidaban de la jirafa.
Para albergarla habíamos adosado al establo una caseta con tablillas y un techo alto que cubría la mitad de su extensión. El animal pasó su primer día en Langata devorada por la curiosidad. Permanecía parada, arqueando el cuello, echando para adelante sus orejas y registrando nuestra casa, los caballos, los automóviles que pasaban y los chicos del vecindario que venían a conocer a nuestra twiga (jirafa). A Jock y a mí nos distinguía de todos los demás, y siempre que estábamos a su alcance nos besaba por entre las tablillas.
Los ojos de Daisy están enmarcados por unas pestañas de cinco centímetros de largo y su aliento despide un olor delicioso, un "perfume de rosas y suaves especias", dirían los conocedores. Tal vez algún día yo lance al mercado una fragancia con el nombre de "Aliento de jirafa".
Seguíamos dándole a Daisy sus alimentos desde fuera de su caseta hasta que, cierta mañana, Jock salvó con suavidad la cerca con el recipiente en la mano. Daisy estaba tan absorta en beber su leche que no notó que Jock se encontraba junto a ella. Al otro día entré a la casilla y me senté en una esquina. Ella se acercó, olisqueó mis pantalones, mis zapatos, mis manos y mi cabello. Antes de que hubiera trasncurrido una sola semana, mi marido y yo íbamos y veníamos en su vivienda.
Altas y de patas largas, las jirafas se echan o se levantan con dificultad. Conscientes de su vulnerabilidad, se ponen trabajosamente en pie a la menor señal de peligro. Enterados de esto, nos sentimos encantados cuando, después de una semana, Daisy nos permitió acercarnos a ella sin levantarse. Se estaba sintiendo confiada y nosotros también.
JUGUETONA Y TORNADIZA
A Jock y a mí no nos gusta tener animales salvajes en casa, aun cuando más tarde se les regrese a la selva. La mayoría, sobre todo si son de edad tierna, se aficiona a un ser humano que acaba por adquirir a sus ojos el papel de la madre. Se adapta al ambiente en que se encuentra y al ser liberado sin que lo espere, quizá esté poco apto para valerse por sí solo y experimente algo similar al abandono.
Sin embargo, en este caso la situación parecía ser otra. Nuestra residencia estaba contigua a una región selvática donde Daisy podría, con el tiempo, quedarse a vivir. No pensábamos retenerla cautiva ni someterla a atadura alguna. La dejaríamos en libertad para que creara nuevos lazos con Tom, Dick, Harry o cualquier otra jirafa, para que fuera y viniera a su antojo. No obstante, su vivienda continuaría en su sitio y ella siempre podría contar con alimentos. Daisy era libre de decidir.
Construimos una boma (redil) frente a su casilla, como de 30 metros de longitud y 10 de anchura, con árboles en el centro para que los mordisqueara. Daisy miró hacia la puerta abierta de su albergue, luego hacia nosotros, y al fin salió. Olisqueaba cada árbol con cierta antipatía. Sin embargo, le encantaban las ramas de nuestras acacias.
Todas las noches disfrutábamos de "función". Daisy se ocultaba detrás de la lona que colgaba de su vivienda y se asomaba. A continuación, salía corriendo y lanzando coces caprichosas, y procedía a dar rápidas vueltas alrededor de la boma; luego corría a esconderse de nuevo. Jock y yo aplaudíamos y lanzábamos vítores. Al oírnos, Daisy repetía su número antes de beber su leche e irse a dormir.
Daisy es de genio variable: se enfurruña, sonríe, juguetea, se emberrincha, tiene momentos de éxtasis, es confiada e insegura.
Cierta vez topó su nariz con el pulgar de Jock. Mi marido lo levantó y el animalito lo tomó con el hocico. Lo chupeteó durante unos 30 segundos, volvió a beber de su leche y de nuevo tomó en la boca el pulgar de Jock, juego que repitió varias veces. Aquello se convirtió en un importante elemento de su rutina.
Así pues, sus primeros días en Langata fueron maravillosos.
Le dábamos leche fresca de vaca con fosfato de calcio, hueso en polvo, gotas de multivitaminas, sales multiminerales, aceite de hígado de bacalao y glucosa, esto servido en un cuenco esterilizado. Pero entonces dio síntomas de cierta indisposición de corral que ataca a menudo a las crías y con frecuencia les causa la muerte.
Se pasaba más tiempo echada y tenía una mirada débil y triste, como de alguien que pide ayuda. Ya ni siquiera las zanahorias, su alimento favorito, conseguían reanimarla.
Rutherfurd nos recomendó que le diésemos leche pasteurizada, pero en menor cantidad de la que le solíamos dar. Una jirafa madre no da, ni remotamente, la cantidad de leche que nosotros le habíamos estado dando a Daisy.
Gracias al consejo de Rutherfurd, la jirafa comenzó a mejorar. Comprendimos que se había recuperado por completo unos días después cuando, tras devorar su ración de zanahorias, nos dio a entender que quería más. Saltaba una y otra vez como cualquier chiquillo sano y travieso.
Daisy se alimenta de la mano de la autora.
PUERTA A LA LIBERTAD
Jock y yo tuvimos que ir a Estados Unidos para realizar una gira de conferencias que duraría casi tres meses. Rick nos comunicó por carta que Daisy había estado malhumorada durante largo tiempo después de nuestra partida, e incluso que había dado en asestar coces a diestro y siniestro a cualquiera que se le acercara.
Apenas nos fue posible, regresamos a Kenia. Daisy se adelantó a nuestro encuentro (medía ya 30 centímetros más que cuando partimos) y nos dio un enorme beso. Sin embargo, su conducta aún no era normal, así que le prodigamos atención.
Con cada día que pasaba, se iba mostrando más calmada, dulce y tierna, como antes. Jock y yo resolvimos dejarla en libertad al cumplir los cuatro meses con nosotros. Llegado ese día abrimos la puerta de la boma y rompimos a cantar Born Free ("Nació para ser libre"). Daisy no se movía. Tuvimos que incitarla a salir ofreciéndole unas zanahorias. Cuando se dio cuenta de lo que ocurría, se quedó inmóvil, como el muñeco de una caja de sorpresa tras haber saltado fuera, con el cuello rígido a causa del asombro y la emoción. Tímidamente empezó a investigar, oler y probar los árboles y flores, pero siempre cerca de nosotros. A la hora de almorzar, nos siguió con la vista por la escalinata de la casa. Nos espió por las ventanas, inquieta y confusa. Todo ese día la acompañamos mientras exploraba, centímetro a centímetro, los alrededores de la casa.
A las 5 de la tarde, tanto ella como nosotros estábamos exhaustos. De modo que Jock entró a la boma y la jirafa lo siguió sin demora, aliviada al encontrarse de nuevo en su lugar.
Los días siguientes fueron sumamente parecidos al primero; entre tanto, nuestros árboles y plantas disminuían a diario. Pero Daisy no mostraba ninguna inclinación por explorar sola la selva contigua. Jock la llevaba allá, le indicaba algún árbol y le decía: "Come de este, Daisy". (ÉL había observado de cuáles comían Tom, Dick y Harry.) La jirafa mordisqueaba las hojas mientras Jock permanecía cerca; más, en cuanto él se alejaba de puntillas, salía en su persecución a todo galope. Si no lo encontraba, simplemente permanecía en su sitio predilecto del prado y esperaba. Que todo aquello nos enterneciera, no simplificaba la tarea de preparar a Daisy para valerse por sí sola.
Cierta mañana, el jardinero le informó a Jock que Tom, Dick y Harry habían estado al amanecer cerca de la boma, y que aún se encontraban en la selva inmediata. Mi marido condujo allá a Daisy. Ni corto ni perezoso, Dick asomó la cabeza por detrás de un árbol. Luego, Tom y Harry se dejaron ver en el campo. Si los machos iban a rechazar a Daisy, lo harían ahora.
Durante dos o tres minutos nada pasó. Dick comenzó a masticar lo que llevaba en el hocico, actitud que por lo menos demostraba falta de nerviosismo. Daisy cesó de mordisquear las hojas y avanzó despacio hacia el viejo macho que, sin dejarla de observar, bajó la cabeza (era dos veces más alto que ella) y alargó el pescuezo para olisquearla. En seguida, se alejó.
Harry se aproximó a su vez. La cabeza de la dama apenas si le llegaba al pecho. ¿La derribarían de una formidable coz? Durante unos 15 segundos, Harry permaneció inmóvil. Luego, dulcemente, le frotó la cara con su nariz. Pasado quizá un minuto, se dio la vuelta y fue a reunirse con Tom.
A Daisy se le ofrecían dos posibles caminos: marcharse selva adentro con sus congéneres, o regresar a nuestro lado. Los machos volvieron la cabeza como inquiriendo: "¿Vienes?" Daisy los miró unos momentos y luego corrió a refugiarse detrás de mi marido.
"ZARAFA"
JOCK y yo teníamos por costumbre pasear en las tardes por la selva en compañía de nuestro perro. Daisy, desde el día en que le dimos su uhuru (libertad), se incorporó a este paseo. Pero como la familiaridad nos da confianza, Daisy ya no se conformaba con trotar detrás de nosotros. Ella nos seguía con la vista hasta que avanzábamos unos 50 pasos y luego galopaba directo hacia nosotros en un galope loco y aterrador. Teníamos que guarecernos detrás de un árbol para evitar que nos derribara. Cada una de sus carreras terminaba más allá de donde nos hallábamos y allí se quedaba hasta que hubiéramos recorrido otros 50 pasos, para entonces emprender de nuevo la carga. Todo esto para ella no pasaba de ser un simple juego. Sin embargo, sabíamos que una coz de jirafa bien dirigida podía ser mortal; tanto, que incluso los depredadores les profesan cierto respeto.
Cierta tarde, Daisy me tiró una patada, ligera por fortuna, antes que consiguiera refugiarme detrás de un árbol. Al día siguiente salimos a escondidas de la casa y tomamos la vereda de siempre, volviendo la vista atrás de trecho en trecho por si nos seguía. La naturaleza dotó a las jirafas de la mejor vista del mundo y, lógicamente, Daisy acabó por descubrirnos. Feliz, dio un salto en el aire y nos acometió resueltamente. A mí me dejó temblando de miedo.
Rutherfurd nos comentó que a Daisy le sería difícil, a la velocidad con que corría, variar su curso, y nos recomendó para tales casos mantenernos firmes en nuestro sitio hasta el último momento y entonces saltar a un lado.
A mi marido aquel consejo le pareció atinadísimo y lo llamó su "plan de contingencia". En cambio, yo lo consideré absurdo y opté por dejar de acompañarlo en sus paseos vespertinos.
Con ser mortífera su coz, la jirafa tiene una defensa mejor: su viveza, según sostiene el zoólogo C.A.W. Guggisberg en su libro Girafles. (En los antiguos jeroglíficos egipcios aparece el símbolo de una jirafa, cuyo significado es el de adivinar o predecir.)
El nombre jirafa procede de la voz árabe zarafa, que significa, entre otras cosas, "criatura veloz" o "el adorable". Durante millones de años, las jirafas vivieron en las sabanas de Africa, pero, al convertirse estas en desierto con el tiempo y desaparecer la vegetación, desaparecieron ellas. Mucho antes que el hombre blanco hiciera acto de presencia, ya se mataban jirafas. Guggisberg observa que las pinturas rupestres del Sáhara representan jirafas al ser muertas con arco y flecha y en trampas de las que aún se usan en el continente.
En muchos lugares las cazaban no sólo por su carne y su gruesa y resistente piel, con la cual se hacen excelentes cubos, envases para agua y sandalias, sino también por su cola, que ciertas tribus utilizaban como insignias para reyes y caciques. Aún se aprecian los pelos largos y negros del rabo para hacer ajorcas. Hace poco encontramos una jirafa tirada en la maleza; la habían matado furtivamente, así alguien podría hacer con el pelo de la cola un brazalete que luego vendería por un dólar. En la actualidad, afortunadamente, el Gobierno keniata controla la caza.
La jirafa alcanza la edad adulta y se aparea en su cuarto año de vida. El período de gestación es de 15 meses, y la recién nacida mide 1,80 metros de altura y pesa cuando menos 55 kilos. No hay dos jirafas cuyas marcas sean iguales; sus manchas equivalen a nuestras huellas digitales. Jock y yo podemos distinguir fácilmente a Daisy de cualquier otro congénere por las mariposas de su cuello.
Se asegura que este rumiante es el más inteligente entre todos los animales ungulados. Daisy, en realidad, entiende las cosas con gran rapidez no obstante regirse por su propia voluntad. Corresponde a nuestro cariño y disfruta nuestra presencia, pero no conoce la obediencia y en ningún momento busca nuestra aprobación.
La crianza de Daisy me tomó más tiempo —fundamentalmente por hacerle compañía— del que le dediqué a cada uno de mis tres hijos. Yo iba a la ventana cada media hora, más o menos, para decirle: "¡Hola!"; luego agitaba la mano y le dirigía dos o tres palabras amistosas para mantenerme en buenas relaciones con ella.
No obstante, se veía muy sola. La única solución era conseguir otra jirafa.
Daisy, insaciablemente curiosa, olfatea las flores que le ofrecen.
MARLON ENTRA EN ESCENA
CUANDO le propusimos a Rutherfurd efectuar otra captura, aceptó. Y otra vez fuimos a Lewa Downs. Rutherfurd comentó que las jirafas se veían nerviosas. "Los agricultores recién llegados deben de haber estado cazando", razonó.
A la mañana siguiente avistamos a una jirafa y a su cría pastando a unos cien metros de la manada. Rutherfurd y Kiborr se lanzaron al galope, consiguiendo interceptarlas antes que pudieran reunirse con sus congéneres. Momentos después, madre y cría, seguidas por los caballos, desaparecieron a galope detrás de un denso breñal. Finalmente reapareció Rutherfurd con un machito de unas cuantas semanas. Era de color mucho más claro que Daisy y sus ojos, muy separados y algo rasgados, le daban cierto aire oriental. Parecía el amento de un sauce. Lo besé con calor y nuevamente me sentí cautivada.
No hubo pataleo ni lucha como en el caso de Daisy. Cuatro hombres lo alzaron en brazos y lo colocaron en la camioneta. Sin embargo, una vez en el establo, se quedó quieto con la vista fija en la pared, reacio a mirarnos.
Durante la noche aplastó a pisotones una vasija y destrozó los fardos de paja apilados contra las paredes. Con todo, en la mañana lo encontramos animado y lleno de curiosidad. Cuando le puse el cuenco de leche, metió en él la cabeza para ver qué era. La mayor parte del líquido se le metió por la nariz y le cubrió la cara, pero tras unos cuantos intentos pudo sorber algo. Luego se quedó mirando a la pared otra vez. La curiosidad era su punto débil; en algún momento se acercó hasta la puerta del establo, dejándome que lo tocara; pero de buenas a primeras se lanzó contra la parte superior de la puerta. Nos observó durante un rato y a continuación intentó nuevamente huir. Se mostraba dócil en espera de que nos descuidáramos, tras de lo cual ensayaba una vez más la fuga. ¡Todo un actor! Lo bautizamos con el nombre de Marlon, como Brando.
Aunque el animalito siguió tratando de liberarse, no parecía haber sufrido trauma alguno por su captura. Cuando le alargué una rama de acacia con unas rebanadas de zanahoria, no pudo resistir la tentación, y poco después ya estaba olisqueándome los dedos con un enorme deseo de que lo acariciara, No tardó más de 48 horas en adaptarse al cautiverio. Se le veía decidido a gozar de la vida.
Cuando lo desembarcamos en Langata, Marlon entró a la boma dando traspiés como un borracho, entumecido por el viaje. Se mostró complacido de ver a Daisy. En cambio, nuestra solitaria hembra se acercó al macho recién llegado y le propinó una coz.
Habíamos construido junto a la de Daisy otra caseta para el nuevo huésped, pero este insistía en acercarse a su compañera por entre las tablillas. A la mañana siguiente, cuando le abrimos la puerta, corrió feliz hasta ella y trató de mamarla (un gesto amistoso); pero lo único que se llevó fue otra coz. Sin embargo, durante los días siguientes y en especial a las horas de las comidas, no dejaba de mirarla y de intentar tocarla. El animalito no mostraba interés alguno en el alimento que le ofrecía, excepto por el sorbo de leche caliente que tomaba de vez en cuando.
Tras una semana, del modo más repentino, Marlon metió la nariz hasta el fondo del cuenco que yo le extendía y se bebió todo el contenido. Y cuando se terminó la leche, bajó la cabeza y me besó en un ojo.
Marlon continuaba observando a Daisy, pero más que nada por curiosidad, pues ya no la necesitaba. Yo era la imagen de la madre, aquella que le aseguraba la comida. Se volvió muy cariñoso; me chupaba el pulgar durante largos ratos, me mordisqueaba los cabellos, el cinturón. Nos parábamos uno al lado del otro a mirar lo que ocurría fuera de la boma. Solía frotar su pescuezo contra mi espalda y en seguida besarme... luego se enfurecía porque yo ignoraba cómo restregar mi cuello contra él, como es lo indicado entre las jirafas.
Cierta mañana pasamos a Marlon a la boma cuando Daisy se encontraba allí. Ambos avanzaron a encontrarse y se rozaron las narices. A continuación, las dos arquearon el cuello y permanecieron, tal vez durante diez segundos, tocándose la frente. Por último, Daisy levantó muy alto la cabeza, se volvió y golpeó a Marlon con las patas traseras, pero fríamente como si sólo buscara establecer su propia superioridad. Daisy estaba celosa, y con razón.
FUERA DEL CORRAL
DESPUÉS de siete semanas, liberamos a Marlon. Al igual que Daisy, sólo permaneció de pie; luego hizo una cabriola y comenzó a correr en círculos. Daisy nos miró con cara de no entender.
Entonces, Marlon comenzó a mordisquear hojas, ramas y flores, así como a explorar las inmediaciones. Daisy, que venía engordando, echando unas ancas redondas y vigorosas y adquiriendo una piel lustrosa, lo observó con tolerancia casi maternal, y luego lo siguió resignadamente a todas partes. Nosotros experimentamos una gran satisfacción. Y en esto...
Rick había cercado con alambre unas cuantas hectáreas para hacer una especie de dehesa. Sorpresivamente, Marlon se lanzó a todo galope contra la alambrada, derribando alambres y postes, los cuales le cayeron encima. Pateando y luchando logró librarse de aquellos, se paró con dificultad y salió disparado hacia la selva. Cuando lo alcanzamos, estaba en un pequeño claro, inmóvil, temblando y con la cola entre las patas, tanto que virtualmente le tocaba el vientre. En vano tratamos de instarlo a regresar, pues se mantenía firme sobre sus cuatro patas como si tuviera la intención de no moverse nunca más de ese sitio.
Entre tanto, Daisy se lanzó contra la cerca en violenta persecución, dio una voltereta y cayó en la dehesa. Temblaba y presentaba unas cortaduras desagradables pero, por lo demás, se encontraba ilesa.
Yo había vuelto a casa y cruzaba el prado cuando vi que Daisy, enloquecida, avanzaba directo contra mí en la carga más aterradora que jamás hubiera visto. Me arrojé entre unos arbustos. Daisy, encabritándose, me atacó con las dos patas delanteras y por centímetros no alcanzó a tocarme, luego se alejó internándose en la selva. Desfallecida de terror, encontré un sitio seguro y me desplomé.
Transcurridos 20 minutos, Jock encontró a Daisy comiendo tranquilamente. En otro de sus caprichosos cambios de genio, lo siguió mansamente hasta el sitio donde Marlon continuaba estático. Las dos jirafas decidieron quedarse allí, inmóviles. Tras largo rato, nuestro perro, que había tomado parte en todo este histérico episodio, salió jadeante de entre los árboles y con toda calma pasó bajo las patas de ambas jirafas. Cuando Jock empezó a andar seguido por el can, Daisy, ya calmada, se unió a la línea y Marlon detrás de ella, en la retaguardia. Salieron todos de la selva y Jock condujo a su pandilla hasta el interior de la boma.
Sólo eran las 3 de la tarde, pero les serví su alimento y les dije que ya era hora de irse a la cama y, por lo que a mí se refería, podían quedarse allí todo el día siguiente y quizá para siempre. Declaré a gritos que estaba resuelta a desentenderme de las jirafas y me encerré en casa dando un portazo.
Media hora después me encontraba otra vez en la boma, ofreciéndoles una ración extraordinaria de leche caliente. El veterinario nos había explicado que las jirafas se irritan cuando los humanos que las rodean se irritan. En consecuencia, me esforcé por calmarme.
Jamás olvidaré el terror que sentí cuando Daisy se lanzó en mi persecución y me acometió en el matorral. Tal vez Jock y yo nos estábamos volviendo complacientes al creer que nuestras jirafas eran animales domésticos, adorables y dóciles. Pero al recordar esa situación, concluyo que Daisy no me atacó. Sólo estaba buscando que la tranquilizaran después de una experiencia aterradora. Me encontraba nerviosa y agitada y, al partir de prisa, ella arremetió contra mí y me golpeó, como un niño aturdido se siente impulsado a pegarle a su madre. Pero siempre anidará en mí la certeza de que nuestras jirafas son capaces de matar.
DANZA "JIRAFESCA"
NUESTRO segundo intento por liberar a Marlon, pocos días después, fue coser y cantar. Las dos jirafas salieron despacio de la boma y, mientras Daisy se encargaba de terminar de destruir un tierno árbol de acacias que habíamos plantado el año anterior, Marlon corría. Ya al anochecer, tres minutos antes de la hora de su comida, ambas jirafas regresaron dócilmente a la boma. Todos los días posteriores a este segundo intento se retiraron a descansar antes del oscurecer, y resolvimos que ya podían pasar las noches en libertad. En la actualidad acostumbran dormir en el prado delantero de la casa.
Aunque son libres para ir a donde quieran, Daisy y Marlon por lo general se limitan a recorrer unas cuatro hectáreas frente a nuestra casa. A veces a estos animales les da por jugar a alcanzarse. Después se detienen y se quedan jadeando durante unos momentos para en seguida cambiar de papel y de nuevo emprender el acoso. Otro de sus juegos consiste en golpear con el pecho las ancas de su congénere; tales zonas en estos animales son muy musculosas. Lo malo es que de vez en cuando ambas quieren jugar con nosotros y, aunque esto nos halaga, con el paso de los días resulta más inquietante porque las dos bestias son cada vez más grandes al igual que sus pezuñas.
Cierto atardecer nos encontrábamos a la orilla del estanque, acompañados por un amigo, quien puso a funcionar su grabadora; apenas comenzó a oírse la música (un trozo de los Cuentos de Hoftmann, de Offenbach), Daisy y Marlon se quedaron rígidos. A continuación, principiaron a bailar entre los árboles. Pasaban corriendo frente a nosotros cada vez con más velocidad y luego giraban sobre sí mismos en osada coreografía "jirafesca", para volver a empezar. Cuando los últimos rayos del Sol enviaban suaves dardos de luz por entre los árboles, nos hallábamos en el centro de un escenario donde, bailando en torno nuestro, una pareja de jirafas nos presentaba su ballet.
No hace mucho descubrí que uno de los sucesos más antiguos registrados en la historia de Kenia era el envío de una jirafa de Malindi a Pekín en 1415. El animal causó sensación al ser recibido por el emperador en el Gran Salón de Recepciones, y por su semejanza con el Kilin, cierta bestia mítica, la jirafa se convirtió para los chinos en el emblema de la paz perfecta, la armonía y la virtud. Esto no me asombra habiendo conocido a Marlon y Daisy. Ambos nos inundan de alegría el corazón.
A partir del día en que Betty y Jock Leslie Melville narraron por primera vez el caso de Daisy y Marlon, se han trasladado del rancho de los Craig a un parque nacional del valle de Rift 23 jirafas Rothschild, que a su vez han procreado cinco o seis crías. Por otra parte, se han reunido fondos suficientes para trasladar a otras 50 a sitios más seguros.
CONDENSADO DE "RAISING DAISY ROTHSCHILD". © 1977 POR LBS ENTERPRISES INC., PUBLICADO EN GRAN BRETAÑA POR ALLEN LANE, PENGUIN BOOKS LIMITED.
FOTO DE LA PORTADA: MARION GORDON