PASEAPERROS (Orson Scott Card)
Publicado en
marzo 13, 2021
Yo era un peatón inocente. Me lié en esto porque soy un vertical y Paseaperros creyó que podría servirle, en lo cual acertó, y dijo que yo lo pasaría bien, en lo cual no acertó tanto, pues los demás se han divertido conmigo más que yo con ellos.
Cuando digo vertical, quiero decir que soy metafísico, es decir soy simulante, es decir, estoy muerto, pero mi cerebro aún no se entera y mis pies aún caminan. Me liquidaron a los nueve años cuando estaba en la cama y el cabrón de al lado disparó a su mujer y el balazo atravesó la pared y me perforó la crisma. Todos fueron a mirarlos a ellos porque eran los que metían bulla, así que pasó un buen rato hasta que se fijaron en mi boquete.
Me rellenaron la cabeza con supermucílago y tuberías, pero no sabían qué neutrón encajaba con cuál, así que mi cerebro alquímico se transfiguró: de herrumbre en diamante. El Mucílago. El Chico de Cristal.
Desde ese día brillante y eléctrico no crecí un centímetro más en ninguna parte. La bala ni siquiera me rozó las gonádicas. Sólo desactivó el interruptor de la pubertad de mi cabeza. San Pablo decía que era el eunuco de Jesús, pero yo ¿de quién soy eunuco?
Lo peor es que voy a cumplir los treinta y aún tengo que querellarme con los camareros para que me sirvan cerveza. Y ni siquiera vale la pena, aunque el juez dicte sentencia a mi favor y el camarero tenga que pagar las costas, porque mi cadáver es tan pequeño que me emborracho con un cuarto litro y con medio me desmayo orinando. Soy pésimo compañero de copas. Además, cualquiera que ande conmigo tiene facha de pederasta.
No, no trato de arrancarte lágrimas. Ya estoy acostumbrado. Aunque la reina de la fiesta nunca me haya revelado el Amor Verdadero sobre una colcha tejida, tengo un talento que a algunos les resulta útil, así que siempre me las he apañado. Visto bien, ando por el barrio residencial y no pago muchos impuestos. Pues soy experto en códigos. Dame cinco minutos con el currículum de cualquiera, es decir, su autopsicocospía, y nueve veces de cada diez acierto con su código de acceso y entro en sus archivos más secretos, jugosos y pegajosos. Para ser franco, son tres veces de cada diez, pero aun así es más conveniente que tener un ordenador trabajando un año para que emita los quince caracteres que den con el código justo, sobre todo porque después del tercer intento fallido te intervienen el teléfono, protegen los archivos y llaman a la pasma.
¿Te revuelve las tripas? ¿Un tierno chiquillo como yo enredado en gravísimas conductas dispopulares? Tendré medio vaso y un metro de altura, pero puedo simular a cualquiera mejor que su propia madre, y cuanto más le conozca, más profundo es mi gancho. No sólo soy capaz de conocer tu código ahora, sino que puedo anotar una palabra en un papel, sellarlo, y si vas a casa y modificas el código y abres lo qué escribí, encontrarás tu código nuevo, tres veces de cada diez. Soy vertical, y Paseaperros lo sabía. Un diez por ciento más de superyó y ni siquiera sería legalmente humano, pero aún estoy por debajo de esa cota, cosa que no puedo decir de muchos tíos cuya cabeza es ciento por ciento zoológico.
Paseaperros fue a verme un día en Carolina Circle, donde yo jugaba a los bolos de pie en un taburete. No dijo nada, sólo me dio un empellón, a lo cual respondí con un codazo en los huevos. Muchos chiquillos de doce años me dan empellones en las galerías, así que estoy acostumbrado a darles una lección. Juanito el Matador de Gigantes. Héroe de los niños. Por lo general les doy en la barriga, pero Paseaperros no era un chiquillo de doce años, así que le di un golpe bajo.
En cuanto le pegué supo que yo no era un niño. Para mí Paseaperros era tan desconocido como Dios, pero puso esa cara de haber pasado hambre y estar dispuesto a engullir cualquier cosa.
Pero no me agarró ni me mordió. Se sentó en el suelo de espaldas a ese juego de mierda, aferrándose las pelotas y mirándome como a un bebé al que hay que cambiarle los pañales.
—Espero que seas el Mucílago —me dijo—, porque de lo contrario te devolveré a tu mami en tres fiambreras de Tupperware. —Pero no hablaba con tono amenazador. Hablaba como el deudo más dolido en su propio entierro.
—Si quieres hacer negocios, usa la boca y no las manos —repliqué. Pero lo dije con tono inculpatorio, que es igual que disculpatorio cuando todavía estás enfadado.
—Ven conmigo —dijo—. Tengo que comprarme un braguero. Tú pagarás el impuesto con tu asignación.
Así que fuimos a Ivey's y nos paseamos entre prendas infantiles mientras él hacía su propuesta.
—Un código —dijo—, sólo que no puede haber errores. Si hay un error, un tío perderá el empleo y quizá vaya a la cárcel.
Me negué. Tres veces de cada diez es mi mejor logro. No hay garantías. Mis antecedentes hablan solos, pero nadie es perfecto, y yo menos que nadie.
—Venga —dijo—, tienes modos de asegurarte, ¿verdad? Si puedes acertar tres veces de cada diez, ¿cuánto aciertas si averiguas más sobre el sujeto? ¿Si lo conoces?
—Vale, quizás al cincuenta por ciento.
—Mira, no puede haber un segundo intento. Digamos que no aciertas. ¿Sabrás que no has acertado?
—La mitad de las veces que me equivoco, sé que me equivoco.
—¿Eso significa que tres de cada cuatro veces sabrás si has acertado?
—No. Porque la mitad de las veces que acierto, no sé si acerté.
—Diantre. Esto es como hacer negocios con mi hermano menor.
—De todas formas no puedes pagarme. Cobro un mínimo de veinte céntimos, y tú apenas puedes pagarte el desayuno.
—Te ofrezco una parte.
—No quiero una parte. Quiero dinero contante y sonante.
—Claro. —Paseaperros miró alrededor con cuidado. Como si pusieran micrófonos en el letrero que anunciaba calzoncillos para niños—. Tengo un informador en Códigos Federales.
—Eso no es nada. Yo tengo un micrófono en el culo de la primera dama, y cuarenta horas de pedos grabados.
Soy un bocazas. Sé que soy un bocazas. Y lo sé sobre todo cuando alguien me hunde la jeta en una pila de calzoncillos y dice:
—Trágate esto, Mucílago.
Odio la prepotencia. Y sé cómo parar los pies a los prepotentes. Esa vez sólo tuve que llorar. Con ganas, como si me estuvieran haciendo daño. Todos miran cuando un niñito rompe a llorar.
—Me portaré bien —exclamé—. ¡No me hagas más daño! Me portaré bien.
—Cállate —exigió Paseaperros—. Todos están mirando.
—No vuelvas a maltratarme. Soy diez años mayor que tú, y varias décadas más listo. Me marcharé de esta tienda, y si me sigues, empezaré a gritar que te abriste la cremallera y me mostraste al papa, y te ganarás tal fama que te arrestarán cada vez que abusen de algún niño en cien kilómetros a la redonda de Greensboro. —Lo había hecho antes, y funcionaba, y Paseaperros no era tonto. No necesitaba más razones para que la pasma decidiera interrogarlo. Así que supuse que me mandaría a tomar por el culo y se daría por satisfecho.
—Mucílago —añadió en cambio—, lo siento. Soy muy ligero de manos.
Ni siquiera el cabrón que me disparó me pidió disculpas. Primero pensé que sólo un marica se abyeccionaría así. Luego pensé en quedarme a ver qué clase de hombre se emulsionaba ante un chico que aparentaba nueve años. No porque pensara que estuviera muerto de pena. Sólo quería que le consiguiera ese código, y nadie más podía hacerlo. Pero la mayoría de los matones callejeros no tienen sesos para decir una buen mentira bajo presión. Supe al instante que no era de esa chusma que matonea por las calles porque no tiene dos dedos de frente para conservar un empleo. Tenía un rostro profundo, es decir que su cabeza tenía algo más que pelo, es decir que tenía cerebro suficiente para meterse las manos en los bolsillos sin solicitar una audiencia con el papa. Llegué a la conclusión de que ese canalla embustero era de los míos.
—¿Qué buscas en Códigos Federales? —pregunté—. ¿Borrado de antecedentes?
—Diez tarjetas verdes limpias. Codificadas para viajes internacionales ilimitados. Toda la identificación, como una auténtica persona.
—El presidente tiene tarjeta verde. Los jefes de estado mayor tienen tarjetas verdes limpias. Pero eso es todo. Ni siquiera el vicepresidente tiene autorización para viajes internacionales ilimitados.
—Sí que la tiene.
—Claro, lo sabes todo.
—Necesito un código. Mi contacto podría prepararnos tarjetas rojas y azules, pero para una verde limpia se necesita una rata barroca de mayor nivel. Mi hombre sabe cómo se hace.
—Habrá algo más que un código. Un tío que sepa hacer tarjetas verdes tendrá el dedo identificado.
—Sé cómo conseguir el dedo. Se necesita el dedo y el código.
—Si coges el dedo de un tío, puede denunciarlo. Y aunque lo convenzas de lo contrario, alguien notará que le falta algo.
—Látex. Conseguiremos un molde. Y no me expliques cómo hacer mi parte del trabajo. Tú consigues códigos, yo consigo dedos. ¿Aceptas?
—Efectivo —insistí.
—Veinte por ciento —replicó Paseaperros.
—Veinte por ciento de pus.
—El contacto recibe veinte, la chica que me trae el dedo consigue veinte, y yo recibo cuarenta.
—No se van vendiendo esas cosas por la calle, sabes.
—Valen una mega por pieza para ciertos compradores. —Con lo cual quería decir Crimen Ucranizado. Vendes diez, y mi veinte por ciento asciende a dos megas. No lo bastante para ser rico, pero suficiente para retirarse de la vida pública y hasta pagar una buena suma en gastos médicos para que me crezca la barba. Tuve que admitir que resultaba tentador.
Así que llegamos a un trato. Durante algunas horas intentó hacerlo sin decirme el nombre de la rata barroca, sólo dándome algunos datos que le había pasado su contacto de Códigos Federales. Pero era absurdo pasarme datos de segunda, pues necesitaba que yo estuviera completamente seguro, y pronto lo entendió y me lo reveló todo. Se resistía a contármelo porque no le gustaba la situación. Una vez que yo lo supiera, ¿qué me impediría iniciar otros negocios por mi cuenta? Pero a menos que tuviera otro modo de conseguir el código, dependía de mí, y para que yo lo hiciera bien tenía que saber todo lo posible. Paseaperros tenía cerebro, aunque fuera biodegradable, y sabía que a veces no queda más remedio que confiar en alguien. A veces tienes que creer que se portarán bien aunque no estés vigilando.
Me llevó a su condominio barato del viejo campus de Guilford College, cerca del barrio residencial, que era ideal para viajar a Charlotte, Winston o Raleigh sin armar jaleo. No tenía suelo mullido, sólo una cama, pero era grande, así que no le incomodaba tanto. Tal vez la había comprado en sus días de chulo, cuando se ganó su fama, macarroneando a un grupo de putas con nombres como Espiga, Jugadora y Princesa, una cohorte ideal para el negocio de las tenazas. Noté que antes tenía dinero, y ahora no. Muchísima ropa fina, a medida, pero raída, antiquísima. Había arrancado los cables de las más viejas, pero aún se veía dónde se encendían los diodos. Hablamos de la prehistoria.
—Vanidad, vanidad, todo es profanidad —comenté, estudiando la manga de una camisa que antes se encendía como un avión a punto de aterrizar.
—Es difícil deshacerse de ellas —replicó, pero su voz indicaba que no quería engañar a nadie.
—Tómalo como una lección. Esto es lo que ocurre cuando un paseaperros no pasea.
—Los paseaperros trabajan con regularidad. Pero yo, cuando los negocios andaban bien, me sentía mal, y cuando los negocios andaban mal, me sentía bien. Si paseas gatos, puedes enorgullecerte. Pero si paseas perros, sabes que les hacen daño cada vez…
—Tienen un interruptor incorporado, no sienten nada. Por eso los polis no te joden si paseas perros, porque nadie sale perjudicado.
—Aja, pues dime qué es peor, alguien a quien atenacean hasta hacerle gritar para que a un vejete se le levante la tranca, o alguien a quien le sustituyen medio cerebro para que no sienta nada cuando el vejete la atenacea. Vi de cerca los cuerpos de esas mujeres y sabía que antes eran gente.
—Puedes ser cristal y sin embargo ser gente.
Notó que lo tomaba como un asunto personal.
—Oye, tú estás bajo la marca.
—También los perros.
—Pues sí. Cuando ves regresar a la chica y ves algunas cosas que le han hecho, y ella se ríe, allí trazas tu propia marca.
Miré su apartamento derruido.
—Como quieras —dije.
—Quería sentirme limpio. Eso no significa que tenga que ser pobre.
—Así que preparas este golpe para regresar a los viejos días de paz y propensidad.
—Propensidad. ¿Qué palabra es ésa? ¿Por qué usas esas palabras?
—Porque las conozco.
—Pues no conoces una mierda, porque casi siempre las dices mal.
Le dirigí mi mejor sonrisa de niño.
—Lo sé —le dije. Pero no añadí que la gracia estaba en que nadie sabía que yo las decía mal. Paseaperros no es un macarra común. Pero los macarras comunes no abandonan la cancha porque les remuerde la conciencia. Paseaperros tenía algunas diagonales cruzadas en la cabeza, y sentía curiosidad por ver dónde se unían.
Lo cierto es que llegamos a un trato. El nombre del objetivo era Jesse H. Hunt, e hice un trabajo magnífico. El Chico de Cristal se enchufó de veras. Paseaperros tenía dos páginas de datos: fecha de nacimiento, lugar de nacimiento, sexo de nacimiento (sin cambios), educación, historia laboral. Era como recibir un montón de cajas vacías. Me eché a reír.
—¿Tienes conexión con la biblioteca de la ciudad? —le pregunté, y me señaló un enchufe de la pared. Me enchufé, mi Sony de bolsillo para el visual, mi testa de cristal para la banda sonora. No toda cabeza de mucílagos sabe hacer esto, emitir frases con sólo pensar lo correcto con el puerto de interfaz de mi oreja izquierda.
Le enseñé a Paseaperros cómo recabar datos. Me llevó diez minutos. Me conozco de memoria la biblioteca pública de Greensboro. Tengo códigos para cada bibliotecario y soy tan hábil que ni siquiera sospechan que estoy nadando río arriba por sus canales de acceso. Desde la biblioteca pública se llega a la División de Registros de Carolina del Norte en Raleigh, y de allí se puede llegar a registros federales de personal de cualquier parte del país. Con lo cual, al anochecer de ese día portentoso, teníamos copias impresas de todos los documentos de toda la vida de Jesse H. Hunt, desde su certificado de nacimiento y su boletín de primer grado hasta su historial médico y sus autorizaciones de seguridad cuando empezó a trabajar para los federales.
Paseaperros sabía lo suficiente como para impresionarse.
—Si puedes hacer todo eso —dijo—, bien podrías sacar el código sin rodeos.
—No puedo, amigo —le dije jovialmente—. Considera a los federales como un castillo. Los archivos de personal flotan en el foso, hay algunos cocodrilos pero soy buen nadador. Los datos calientes se guardan en la mazmorra. Allí puedes entrar, pero resulta más difícil salir. Y los códigos se guardan en el ojo del culo de la reina.
—Ningún sistema es invencible.
—¿Dónde lo aprendiste? ¿En los grafitis de un váter? Si el sistema de códigos fuera fácil de descifrar, Paseaperros, los caballeros a quienes piensas vender estas tarjetas ya estarían mirándonos desde dentro y no tendrían que gastar un mega para que un rufián callejero les entregue tarjetas limpias.
El problema era que después de impresionar a Paseaperros con mis averiguaciones sobre Jesse H. yo no sabía por dónde seguir. Claro que podía adivinar algunos códigos, pero eso era todo: adivinar. Ni siquiera podía escoger un código con garantías de éxito. Jesse era una rata común y anodina. Buenas calificaciones reglamentarias en la escuela, buenas evaluaciones reglamentarias en el trabajo, tal vez se echara polvos reglamentarios con la mujer respetando un horario semanal.
—No creo que tu chica consiga este dedo —le dije con desdén.
—No la conoces. Si lo necesitamos, nos conseguirá moldes en cinco tamaños.
—No conoces a este tío. Éste es el operador más fiel de la agencia. No lo veo engañando a su esposa.
—Confía en mí —dijo Paseaperros—. Conseguirá el dedo con tanta habilidad que él ni siquiera sabrá que le sacaron el molde.
No le creí. Tengo un don para saber cosas acerca de la gente, y Jesse H. no fingía. A menos que hubiera comenzado a fingir a los cinco años, lo cual es bastante dispopular. No se tiraría a la primera que lo calentara. Además era listo. Su trayectoria mostraba que siempre dónde y con quién valía la pena. Lo cual significaba que no era de los que desactivan el cerebro cuando activan la bragueta. Se lo dije.
—Eres un circo ambulante —dijo Paseaperros—. No puedes averiguar el código, pero estás seguro de que es cagón o maricón.
—Ninguna de las dos cosas. Es duro y derecho. Pero si una tía empieza a refregarlo, no pensará que su verga tiene fama internacional. Pensará que la tía quiere algo, y le seguirá el juego hasta averiguar qué.
Paseaperros sonrió.
—Tengo al mejor experto en códigos, ¿verdad? Tengo un milagrero llamado Mucílago, ¿eh? El cerebro de hielo que llaman Chico de Cristal, ¿verdad?
—Tal vez.
—Lo tengo o le mataré —dijo, mostrando más dientes que un primate.
—Me tienes. Pero no creas que puedes matarme.
Se echó a reír.
—Te tengo, y eres tan bueno que puedes apostar que tengo una chica que es igualmente buena en lo suyo.
—No tanto.
—Dime su código y me convencerás.
—¿Quieres resultados rápidos? Entonces ve a pedirle su código en persona.
Paseaperros no era de los que disimulan su furia.
—Quiero resultados rápidos —exigió—. Y si empiezo a sospechar que no sirves, te arrancaré la lengua. Por la nariz.
—Oh, qué bien. Siempre pienso mejor cuando un cliente me amenaza. Realmente sabes inspirarme.
—No quiero inspirarte. Sólo quiero ese código.
—Primero tengo que conocerle.
Se inclinó sobre mí para que olisqueara su aroma.
Soy muy olfatorio y te digo que apestaba a testosterona, con lo cual quiero decir que una dama podría llenarse de hijos con sólo olerle la transpiración.
—¿Conocerle? ¿Por qué no le pedimos que llene una solicitud de empleo?
—He leído todas sus solicitudes de empleo.
—¿Y cómo un cabeza de vidrio como tú va a conocer a un agente federal? No me digas que recibes invitaciones para ir a las mismas fiestas.
—No me invitan a fiestas de adultos. Pero, por otra parte, los adultos no prestan mucha atención a niñitos tiernos como yo.
Suspiró.
—¿De verdad necesitas conocerle?
—A menos que te conformes con una probabilidad del cincuenta por ciento para el código.
De pronto entró en fase nova. Cogió un vaso de la mesa, lo hizo añicos contra la pared y tumbó la mesa de una patada, mientras yo pensaba cómo largarme de allí sin dejar el pellejo. Pero esa función la daba en mi honor, así que no podía largarme. Se me acercó y me gritó en las narices:
—No quiero oír hablar más de cincuenta por ciento, sesenta y cuarenta y tres veces de cada diez, Mucílago, ¿me oyes?
Me puse tierno y dócil, porque ese tío tenía el doble de mi tamaño y el triple de mi peso y no le llevaba ninguna ventaja.
—No puedo evitar hablar en probabilidades y porcentajes, Paseaperros —le dije—. Soy vertical, ¿recuerdas? Tengo canales de cristal en la mollera, y vomitan porcentajes con la misma facilidad con que otros sudan.
Se dio un bofetón en la cabeza.
—Esto tampoco es un bizcocho de salchicha, pero ambos sabemos que esos números exactos son puras conjeturas. Conoces las probabilidades de esta rata tanto como yo.
—No conozco sus probabilidades, Paseaperros, pero conozco las mías. Lamento que no te guste mi precisión, pero mi memoria de cristal contiene todos los códigos que he obtenido, es decir que puedo darte los porcentajes hasta tres decimales de cuándo he acertado al primer intento después de conocer al sujeto, y cuántas veces he acertado al primer intento con sólo mirar el currículo, y si no lo conozco y sigo con lo que tenemos aquí tendrás una probabilidad del cuarenta y ocho coma ochocientos treinta y ocho por ciento de acertar el código la primera vez y una probabilidad del sesenta y seis coma seiscientos sesenta y siete de acertar una de cada tres veces.
Eso lo ablandó, lo cual me alegró bastante porque estaba perdiendo el control de esfínteres con ese número que hacía, el de romper vasos, rumbar mesas y soplarme su aliento caliente en la cara.
—Vaya, he elegido al experto indicado, ¿verdad? —dijo, pero sin sonreír. No, se retractaba con las palabras pero no con los ojos, los ojos decían: no trates de engañarme porque veo a través de ti, tengo excelentes ventanas polarizadas para opacar tu resplandor y verte con claridad. Nunca había visto ojos como ésos. Como si me conociera. Nadie me ha conocido, y creo que él tampoco me conocía realmente, pero no me gustaba que me mirase como si me conociera porque lo cierto es que yo mismo no me conocía tan bien y me preocupaba que él me conociera mejor que yo, no sé si me expreso con claridad.
—Sólo tengo que ser un niño perdido en una tienda —dije.
—¿Y si no es de los que ayudan a los niños perdidos?
—¿Es de los que les dejan llorar?
—No lo sé. ¿Y qué harás en ese caso? ¿Crees que podrás intentarlo por segunda vez?
—Bien, el niño perdido en la tienda no funciona. Puedo estrellar mi bicicleta contra su jardín. Puedo tratar de venderle revistas de vídeo.
Pero él ya se me adelantaba.
—En cuanto a las revistas de vídeo, te dará un portazo en las narices, si se digna abrir. En cuanto a la bicicleta, te está fallando ese cerebro de vidrio. Tengo a mi chica trabajando en ese sujeto, una faena muy complicada porque el tío no es mujeriego y ella debe darle un toque emocional: que ha roto con su novio, que Hunt es el único que puede consolarla, que su esposa es muy afortunada de tener un hombre así. Esto se lo tragará. Pero de pronto un niño se estrella en su jardín, y como es paranoico, empieza a preguntarse si no le están pasando cosas muy raras. Sé que es paranoico porque no asciendes tanto entre los federales si no sabes mirar por encima del hombro y despachar al enemigo antes de que él se entere de que te seguía. Y si sospecha, por un solo instante, que alguien le está tendiendo una trampa, ¿qué hará?
Entendí adónde iba Paseaperros, y tenía razón, así que le dejé obtener su victoria y dejé desfilar las palabras que él quería oír.
—Cambia sus códigos y sus hábitos y mira por encima del hombro sin cesar.
—Y mi pequeño proyecto se va a la mierda. No hay verdes limpias.
Vi por primera vez por qué ese chico de la calle, ese ex macarra, era el indicado para ese trabajo. No era vertical como yo, ni tenía un gancho interno como su contacto federal, ni bultos en el suéter para hacer el papel de la chica, pero tenía ojos en los codos, orejas en las rodillas, detectaba todo lo que se podía detectar y luego pensaba en cosas indetectables y también las detectaba. Se ganaba su cuarenta por ciento. Y también se ganaba parte de mi veinte.
Mientras esperábamos a que la muchacha llenara los ansiosos brazos de Jesse y le tomara el dedo, y mientras aún trabajábamos para ver cómo yo podía conocerle sin despertar sospechas, pasé mucho tiempo con Paseaperros. No porque él me lo pidiera, pero me encontré remoloneando en su itinerario todas las mañanas hasta que él me recogía, o yo estaba comiendo en Bojangle's cuando él entraba para hincharse los órganos ulcerados con pollo frito. Trataba de no fastidiar, pues no quería enfadarlo después de haber visto su ira tonante, pero no dio indicios de querer echarme.
Ni siquiera se deshizo de mí cuando los fantasmas de la fría calle comenzaron a rondarnos al cabo de unos días, y eso incluye la ocasión en que Culo de Campana le dijo:
—Parece que has dejado de pasear perros. Ahora eres un macarra de niños, ¿eh? Mininos. Así que te llamaremos Paseagatos. O quizá sólo lo tienes para uso personal, ¿eh? Ahora eres un Follacríos.
Bien, siempre dije que algún día alguien matará a Culo de Campana para despellejarlo y usar el cuero para la capota de un deportivo, pero Paseaperros sólo agitó la mano y siguió caminando mientras yo le hacía muecas a Culo de Campana. Casi todos se deshacen de mí cuando empiezan a decirles que les gustan los niñitos. Paseaperros, en cambio, no dijo que éramos amigos ni nada, pero tampoco me dio el saludo de Miami, es decir que tampoco me encontré flotando en el Triángulo de las Bermudas con el culo en los tobillos, es decir que no se avergonzaba de que le vieran conmigo en la calle, lo cual no te provocará un orgasmo de seis minutos pero para mí era como una brisa en agosto: no la he pedido ni confío en que dure, pero mientras sople pienso disfrutarla.
El modo en que al fin conocí a Jesse H. fue óptimo, puro derviche. Me pregunté por qué no lo había pensado antes, pero antes nunca había tenido a Paseaperros repitiendo como un loro «idea estúpida» cada vez que se me ocurría algo. Cuando al fin expuse un plan que él no describió como «idea estúpida», yo estaba deslumbrado por los focos de mi lucidez. Funcionaba a cien vatios cuando logré conformarlo.
Primero averiguamos quién les cuidaba los hijos cuando Jesse H. y señora iban de juerga (que para la gente bien de Greensboro significa recorrer la galería comercial con cara de aburrimiento y mear en el lavabo público). Tenían dos jovencitas que habitualmente iban a su casa y cobraban por desatender a los niños, pero cuando estas nínfulas tenían otras ocupaciones, es decir cuando tenían una cita para ser apretujadas y folladas por un chico con la bragueta entreabierta a cambio de una hamburguesa y un videojuego, llamaban al servicio de emergencia de Mamá Hubbard. Así que yo me insigne en la respetable organización de Mamá Hubbard haciéndome pasar por un chico de catorce años lamentablemente prepúbico, especializado en el noroeste de la ciudad y el interior del condado. Esto llevó una semana, pero Paseaperros no tenía prisa. «Tómate el tiempo necesario para hacerlo bien —dijo—; si nos precipitamos alguien notará el parpadeo del movimiento y mirará hacia aquí y será el fin». Ese chico tenía mente horizontal.
Llegó una deliciosa noche cuando los Hunt salieron a jugar, y ambas féminas estaban ocupadas dejándose estrujar deleitablemente (y vaya si lo pasamos bien convenciendo a dos másculos de estrujarlas esa misma noche). Jesse H. y señora recibieron la noticia a último momento, así que tuvieron que llamar a Mamá Hubbard, y por supuesto el tierno Stevie Queen, es decir, moi, había avisado media hora antes de que estaba disponible para soportar críos. Ein más ein sumaban zwei, y poco después el chófer de Mamá Hubbard me dejó en la puerta de la casa de Jesse Hunt, con lo cual no sólo pude ver el beatífico semblante del señor Fed en persona. Además la señora Fed me palmeó la cabeza, y luego tuve el privilegio de preparar bocadillos para el inquieto Fed júnior, y la mal hablada Fedina, los vástagos de cinco y tres años, mientras que Microfed, el crío de un año (todavía no era humano, y si sé juzgar el carácter, no viviría tiempo suficiente para llegar a esa etapa) me roció la cara con ácido úrico mientras le cambiaba los pañales. Todos lo pasamos bomba.
Dados mis heroicos esfuerzos, las criaturillas se fueron a la cama muy temprano y, siendo un canguro muy escrupuloso, investigué la casa buscando ladrones y por casualidad tropecé con utilísimos datos sobre la rata barroca cuyo nombre secreto yo trataba de averiguar. Por lo pronto, había puesto un cabello vigilante en cada cajón del escritorio, de modo que si mi vocación hubiera sido robarle, él habría sabido que se había intentado una irrupción ilícita en los cajones. Supe que él y su esposa tenían recipientes separados para todo en el cuarto de baño, aun cuando usaban la misma marca de pasta de dientes, y era él, no ella, quien se encargaba de las actividades profilácticas (más vale tarde que nunca, pensé, habiendo visto a su progenie). Él no era de los que usaban lubricantes ni artilugios para brindar placer. Sólo esos condones convencionales y duros como hormigón, lo cual sugería a mi mente perniciosa que se divertía entre las sábanas tanto como yo.
Obtuve cúmulos de información, toda trivial y toda vital. Nunca sé cuál de los hijos que cojo establecerá conexiones en las profundas luminarias de mis cavernas más brillantes. Pero nunca había tenido la oportunidad de rondar sin obstáculos por la casa del sujeto mientras buscaba su código. Vi las notas que sus hijos obtenían en la escuela, las revistas que recibía la familia, y entrevi que Jesse H. Hunt apenas tocaba a su familia en ningún punto. Permanecía en la superficie de la vida como un insecto acuático, sin mojarse los pies. Podía morirse sin que nadie se enterase en varias semanas a menos que tropezaran con el cadáver. Pero no por su desinterés, sino por su interés excesivo. Jesse H. lo examinaba todo, pero desde el otro extremo del microscopio, de modo que todo se volvía pequeño y lejano. Sentí tristeza al final de esa noche, y le susurré a Microfed que practicara la cuestión de mearse en rostros masculinos, porque era el único modo en que lograría clavar un gancho en la cara del padre.
—¿Y si él quiere llevarte a casa? —preguntó Paseaperros.
—Qué va, nadie lo hace —respondí.
Pero Paseaperros se cercioró de que tuviera un lugar adónde ir, por si las moscas, y por cierto demostró que él tenía buen voltaje y yo andaba en baja tensión. Terminé viajando en un típico carricoche de rata barroca, un legítimo coche familiar americano donde Hunt me llevó a la casa en venta donde Mamá Grano me esperaba con enfado y dio una reprimenda al señor Hunt por haberme retenido hasta tan tarde. Cuando se cerró la puerta, Mamá Grano se echó a reír y Paseaperros salió de la habitación del fondo.
—Me debes un favor menos, Mamá Grano —dijo.
—Al contrario, chiquillo —dijo ella—, tú me debes un favor más.
Y aunque parezca increíble, se dieron un beso apasionado. Quién podía imaginar que alguien besara así a Mamá Grano. Paseaperros es una caja de sorpresas.
—¿Obtuviste todo lo que necesitabas? —me preguntó.
—Tengo un baile de códigos en la cabeza —le dije—, y mañana en mis sueños conseguiré un nombre.
—Memorízalo y no me lo digas —dijo Paseaperros—. No quiero oír ningún nombre hasta que tengamos el dedo.
Faltaban pocas horas para ese día mágico, porque la chica —cuyo nombre nunca supe y cuyo rostro nunca vi— debía lanzar su hechizo sobre el señor Fed al día siguiente. Como dijo Paseaperros, esto no era trabajo de lencería. La chica no usaba ropa fina y fingía ignorar los buenos modales; era una buena empleada que pasaba por un angustioso período en su vida íntima, porque había sufrido una histerectomía prematura, pobrecilla, según le contó al señor Fed, y así perdía su feminidad cuando nunca se había sentido mujer. Pero él era muy amable con ella, había sido muy amable durante muchas semanas. Paseaperros me contó que Hunt cerró la puerta de su oficina unos minutos, y la abrazó y la besó para hacerla sentir mujer, y una vez que sus dedos imprentaron sus huellitas en la tenue microcapa de plástico electrificado que cubría las delicias de esa espalda y esos pechos desnudos, ella rompió a llorar y le informó con gratitud que no quería que él fuera infiel a su esposa, que ya le había brindado un magnífico obsequio al ser tan amable y comprensivo, y se sentía mejor al ver que un hombre como él se dignaba tocarla sabiendo que estaba desfeminada por dentro, y ahora creía contar con la confianza para seguir adelante. Un acto muy convincente, calculado para obtener sus huellas dactilares sin desatar una crisis de conciencia que le mudara el semblante y le inspirara una nueva serie de códigos.
La microlámina tenía todos los dedos desde varios ángulos, así que Paseaperros pudo preparar un molde para nuestro contacto en una sola noche. Índice derecho. Lo miré escépticamente, me temo, pues ya tenía mis dudas bailando en las luces interiores de mi coleto.
—¿Un solo dedo?
—Tenemos una sola oportunidad. Un solo intento.
—Pero si él comete un error, si mi primer código no está bien, él podría usar el dedo medio en el segundo.
—Dime, mequetrefe vertical, ¿crees que Jesse H. Hunt es la clase de rata barroca que comete errores?
A lo cual tuve que responder que no, pero aún tenía mis dudas y mis dudas tenían que ver con un segundo dedo, pero soy vertical, no horizontal, es decir que puedo calar el presente a la perfección pero en cuanto al futuro, la vida te lo dirá, qué será, será.
Por lo que me dijo Paseaperros, traté de imaginar la reacción del señor Fed ante estas carnes núbiles que había acariciado. Si hubiera follado además de palpado, creo que hubiera cambiando el código, pero cuando ella le dijo que no quería poner en jaque su inmaculada virtud, reforzó su actitud reglamentaria y mantuvo su nombre incólume, es decir que dejó el código como estaba.
—Invicto XYZrwr —le dije a Paseaperros, sabiendo con más certeza que nunca que había dado en el clavo.
—¿Cómo diantre has averiguado eso?
—Si supiera cómo, Paseaperros, nunca me equivocaría. Ni siquiera sé si está en el mucílago o en el zoológico. Echas todos los datos, los mezclas y salen palabras danzarinas, fragmentos de un código.
—Sí, pero no es invento tuyo. ¿Qué significa?
—Invicto alude a un viejo poema enmarcado que Hunt guarda en un cajón del escritorio, y que su mamaíta le regaló cuando él aún era un pequeño federal en potencia. XYZ es su idea de una serie aleatoria, y rwr son las iniciales del primer presidente americano que admiró. No sé por qué escogió estas palabras ahora. Hace seis semanas usaba otro código con muchos números, y dentro de seis semanas lo cambiará de nuevo, pero ahora…
—¿Sesenta por ciento seguro?
—Esta vez no doy porcentajes. Nunca había hurgado en el cuarto de baño de mi sujeto. Si no he acertado, hazme una culoctomía, pues nunca había estado más seguro.
Teniendo el código, el contacto comenzó a usar su dedo mágico todos los días, buscando la oportunidad de estar a solas en la oficina del señor Fed. Ya había creado los archivos preliminares, como en cualquier solicitud rutinaria de tarjeta verde, guardándolos en su área de trabajo. Sólo necesitaba entrar, firmar como señor Fed, y si el sistema aceptaba su nombre, su código y su dedo, llamaría los archivos, los aprobaría y se iría en un santiamén. Pero necesitaba ese santiamén.
Y en ese día mágico lo tuvo. Señor Fed tenía una reunión y su secretaria se fue un día antes, y Contacto entró con una nota legalísima para Hunt. Se sentó ante el terminal, tecleó nombre y código y apoyó el dedo falso, y la máquina abrió sus sensuales piernas para dejarse penetrar. Procesó los archivos en cuarenta segundos, usando su dedo para cada verde, y luego cerró y salió. Ninguna señal, ningún sonido alarmante. Dulce como el estío, liso como el hielo, y sólo teníamos que sentarnos a esperar a que llegaran las tarjetas por correo.
—¿A quién se las venderás? —pregunté.
—No las ofreceré a nadie hasta tenerlas en la mano —dijo Paseaperros. Porque Paseaperros era cauteloso. Si pasó lo que pasó, no fue por imprudencia.
Todos los días íbamos a los diez sitios adónde debían llegar los sobres. Sabíamos que tardarían uña semana. Los engranajes del gobierno giran con parsimoniosa lentitud, para bien o para mal. Todos los días cotejábamos con Contacto, cuyo nombre y rostro he sugerido, pero de nada te servirán pues ambos deben de haber cambiado. En cada ocasión nos dijo que todo estaba igual, que nada había cambiado, y decía la verdad, pues el fed era sumamente lúgubre y palaciego y no daba indicios de que hubiera problemas. Ni siquiera Hunt sabía que algo andaba mal en su pequeño reino.
Y sin embargo, sin saber por qué, yo estaba crispado todas las mañanas e insomne todas las noches.
—Caminas como si estuvieras meándote encima —me dijo Paseaperros, y en efecto. Algo anda mal, me decía yo, algo anda muy mal, pero no sabía por qué, así que cerraba el pico o me mentía y trataba de inventar motivos para mis temores.
—Es mi gran oportunidad —respondía—. Seré veinte por ciento de rico.
—Rico a secas —dijo él—, no sólo una quinta parte.
—Pero tú serás el doble de rico.
Y él sólo sonrió, pues era de los secos y huraños.
—¿Pero por qué no vendes una y conservas las otras nueve? Entonces tendrás dinero para pagarla, y la tarjeta verde para ir adónde quieras.
Paseaperros se echó a reír.
—Ay, locuelo, mi queridísimo y tontísimo amigo. Si alguien ve a un macarra como yo presentando una tarjeta verde, se lo contará a un federal, porque sabrá que ha habido un error. Los chicos como yo no sacan tarjeta verde.
—Pero no irás vestido como un macarra, ni te alojarás en hoteles de macarra.
—Soy un macarra de baja estofa, y la ropa que me ponga será ropa de macarra. Y el hotel adónde vaya será un hotel de macarras hasta que me marche.
—Ser un chulo no es una enfermedad. No está en tus gonádicas ni en tus genes. Si tu padre hubiera sido un Kroc y tu mami una Iaccoca, no serías chulo.
—Claro que sí. Sería un macarra distinguido como mamá y papá. ¿Quién crees que consigue las tarjetas verdes? No puedes vender vírgenes en la calle.
Pensé que se equivocaba, y aún lo pienso. Si alguien podía ascender de baja estofa a distinguido en una semana, era Paseaperros. Podía ser cualquier cosa y hacer cualquier cosa, ésa es la pura verdad. O casi. Si no hubiera un casi, su historia tendría otro final. Pero no fue su culpa. A menos que culpemos a los cerdos por no saber volar. Yo era el vertical, ¿verdad? Si hubiera cantado mis sospechas, no habríamos pasado esas verdes.
Sostuve en la mano las diez tarjetas, en su cuartucho, cuando las arrojó en la cama. Para celebrar pegó un salto tan alto que chocó contra el techo una y otra vez, aflojando las losas y haciendo llover polvo.
—Presenté una, una sola —dijo—, y me habló de un millón, y yo le dije diez. Se echó a reír y dijo: rellena el cheque tú mismo.
—Tendríamos que probarlas —dije.
—No podemos probarlas. El único modo de probarlas es usarlas, y si las usas tus huellas y tu cara quedan en la memoria y no puedes venderlas.
—Entonces vende una, para asegurarte de que está limpia.
—Pasaremos todo el paquete. Si vendo una, y piensan que tengo más y las retengo para elevar el precio, quizá no viva para cobrar las otras nueve, porque podría sufrir un accidente y perder el resto. Vendo las diez esta noche, y luego me retiro del negocio de las tarjetas verdes.
Pero esa noche yo tenía más miedo que nunca. Él vendía esas verdes a esos exquisitos caballeros comúnmente aludidos como Crimen Orgánico, y yo estaba, en su cama, tiritando y soñando porque intuía que algo andaba mal y aún no sabía qué. Me decía: sólo tienes miedo porque nunca nada te ha ido tan bien, no puedes creer que seas rico. Me lo repetí tanto que me lo creí, pero no en lo más hondo, así que seguí tiritando y al final lloré, porque a fin de cuentas mi cuerpo cree que aún tengo nueve años, y los niños de nueve años tienen archivos lacrimales de fácil acceso que no requieren código. Paseaperros regresó tarde esa noche, y creyó que yo estaba dormido, así que entró en silencio en vez de bailar, pero yo oía el baile en cada ruidito, y supe que tenía el dinero guardado en el banco, y cuando se inclinó para asegurarse de que yo dormía le dije:
—¿Puedo pedir cien mil de adelanto?
Me palmeó, rió, bailó y cantó, y yo traté de seguirle la corriente, sabiendo que debía sentirme feliz, pero al final me dijo:
—No puedes aceptarlo, ¿eh? No lo soportas.
Y rompí a llorar, y él me abrazó como un papá de película y me dio golpecitos en la cabeza, diciendo:
—Me casaré con una esposa, quizá con la misma Mamá Grano, y te adoptaremos y tendremos una pequeña familia Spielberg en Summerfield, con un cortador de césped y un jardín.
—Soy mayor que tú y Mamá Grano —repliqué, pero él sólo se reía. Se rió y me abrazó hasta que creyó que me había consolado. No vayas a casa, me dijo esa noche, pero tenía que ir a casa, porque sabía que lloraría de nuevo, por miedo o por cualquier otra cosa, y no quise hacerle pensar que su cura no era definitiva—. No, gracias.
Pero él siguió riendo.
—Quédate aquí y llora todo lo que quieras, Mucílago, pero no te vayas a casa esta noche. No quiero estar solo esta noche, y tampoco tú.
Así que dormí entre sus sábanas, como un hermano, mientras él me pegaba, me hacía cosquillas, me pellizcaba y me contaba chistes verdes sobre sus putas, la noche más tranquila y normal que he pasado en mi vida, con un verdadero amigo, aunque parezca increíble, riendo y diciendo guarradas, y esa noche nadie tapó agujeros porque no había nadie queriendo gozar de nadie, sólo Paseaperros siendo feliz y queriendo verme menos triste.
Y cuando se durmió, me moría por saber a quién se las había vendido, para llamarlos y decirles: «No uséis esas verdes, que no están limpias. No sé cómo, no sé por qué, pero los federales están metidos en esto, y si usáis esas tarjetas os clavarán los dedos en la cara». ¿Pero me creerían si les llamaba? Ellos también eran prudentes. Por algo tardaban una semana. Hacían que uno de sus estúpidos matones usara una tarjeta hasta cerciorarse de que no había alarmas ni filtraciones. Sólo cuando se quedaban tranquilos daban las tarjetas a siete peces gordos, y se quedaban dos en reserva. Hasta el Crimen Orgánico, el Ojo Omnividente, pasaba esas tarjetas igual que nosotros.
Creo que Paseaperros también era un poco vertical. Creo que sabía, como yo, que algo andaba mal. Por eso insistía en consultar al contacto, porque no se fiaba de él. Por eso no gastó su parte. Seguíamos comiendo la misma bazofia, usando sus ganancias obtenidas con algún atraco callejero o mis ingresos habidos con un robo de datos.
—La comida de ricos es exquisita —comentaba.
O quizás, aunque no era vertical, sospechaba que yo tenía razón al pensar que algo andaba mal. De cualquier modo, para mí fue cada vez peor, hasta la mañana en que fuimos a ver al contacto y el contacto no estaba.
Había desaparecido. Se había hecho humo. Apartamento en alquiler, limpio del suelo al techo. Una llamada telefónica a los federales, y el tío estaba de vacaciones, es decir que lo habían pillado, que no se había mudado con su fortuna recién adquirida. Nos quedamos en ese sitio vacío, ese agujero decrépito que era diez veces mejor que cualquier lugar donde hubiéramos vivido, y Paseaperros me dijo con voz muy serena:
—¿Qué fue? ¿En qué me equivoqué? Creí que era como Hunt, creí que no había cometido un solo error en este trabajo.
Y fue entonces cuando lo supe. No una semana antes, ni cuando nos hubiera servido de algo. Lo supe precisamente entonces, supe lo que había hecho Hunt. Jesse Hunt nunca cometía errores. Pero era tan paranoico que ponía cabellos en los cajones para ver si la niñera le robaba. Así que aunque jamás hubiera puesto el código erróneo por equivocación, era de los que podían hacerlo adrede.
—Tecleaba por partida doble en cada ocasión —le dije a Paseaperros—. Es tan prudente que teclea un código erróneo la primera vez, y luego teclea el segundo.
—Pues bien. Y en una ocasión lo teclea correctamente la primera vez. ¿Y qué?
—Comentaba esto porque no conocía los ordenadores tanto como yo, que soy medio cristal.
—El sistema conocía el patrón. Jesse H. es tan escrupuloso que jamás cambia, así que cuando ingresamos al primer intento, sonaron alarmas. Es culpa mía, Paseaperros, yo sabía que era totalmente paranoico, sabía que algo andaba mal, pero no lo he averiguado hasta ahora. Debí haberlo sabido cuando averigüé el código, lo siento. Nunca debiste meterme en esto, lo siento, debiste escucharme cuando te dije que algo andaba mal, debí haberlo sabido, lo siento.
¿Qué le había hecho a Paseaperros sin querer? ¿Qué le había hecho? Podría haberlo adivinado en cualquier momento, todo estaba dentro de mi cabecita de vidrio, pero no, no lo pensé hasta que fue demasiado tarde. Quizá porque ni quería pensar en ello, quizá porque quería equivocarme acerca de las tarjetas verdes, pero en cualquier caso, hice lo que hice: no soy el pontífice en su trono, no puedo ser más listo de lo que soy.
Paseaperros llamó a los caballerosos de Crimen Osificado para avisarles, pero yo ya estaba enchufado en la biblioteca, sorbiendo información a toda prisa, y así supe que no serviviría de nada, pues tenían a los siete peces gordos y al catador imbécil encerrados por falsificación de tarjetas.
Cuando hablaron por teléfono con Paseaperros, no se anduvieron por las ramas.
—Estamos muertos —dijo Paseaperros.
—Dales tiempo para enfriarse.
—No se enfriarán nunca. No habrá oportunidad, nunca nos perdonarán aunque sepan toda la verdad. Mira los tíos a quienes les dieron las tarjetas. Han arriesgado el pellejo de sus peces más gordos, los jeques que sobornan a presidentes de republiquetas y le extraen pasta a pulpos como Shell e ITT y de vez en cuando despachan a alguien y se salen con la suya. Ahora están entre rejas con toda la historia de la organización en su mollera, así que no les importará que no lo hayamos hecho a propósito. Les duele, y el único calmante que conocen es pasarle el dolor a otros. Y los otros somos nosotros. Quieren hacernos daño, y mucho, y por mucho tiempo.
Nunca vi a Paseaperros tan asustado. Por eso fuimos a ver a los federales. No queríamos delatar, pero necesitábamos su plan de protección, era nuestra única esperanza. Así que nos ofrecimos para atestiguar cómo lo habíamos hecho, ni siquiera a cambio de inmunidad, sólo para que nos cambiaran la cara y nos pusieran a salvo en una cárcel, para cumplir la sentencia y salir enteros. Era todo lo que queríamos.
Pero los federales se rieron de nosotros. Tenían el contacto, y él iba a conseguir inmunidad a cambio de su testimonio.
—No os necesitamos —nos dijeron—, y no nos importa que vayáis a la cárcel. Queríamos a los peces gordos.
—Si nos dejáis libres —dijo Paseaperros—, pensarán que les tendimos una celada.
—No nos hagas reír —dijeron los federales—. ¿Nosotros trabajando con chusma como vosotros? Saben que no caemos tan bajo.
—Ellos acudieron a nosotros —objetó Paseaperros—. Si somos bastante buenos para ellos, también lo somos para la pasma.
—¿Qué le parece? —le dijo un agente a su sosia más joven—. Estos payasos nos ruegan que los metamos en la cárcel. Escuchad bien, payasos, tal vez no queramos sumaros a la cuenta de gastos de los contribuyentes, ¿no lo habíais pensado? Además, sólo os condenaríamos a una sentencia. Pero en la calle esos chicos os darán sentencia y media, y no nos costará ni un céntimo.
¿Qué podíamos hacer? Paseaperros estaba tan blanco como si hubiera bebidos seis botellas. Al salir de la oficina, me dijo:
—Ahora averiguaremos qué se siente al morir.
—Paseaperros —le dije—, aún no te han metido una pistola en la boca, aún no te han apoyado una navaja en el ojo. Aún respiramos, tenemos piernas, así que pongámonos en marcha para largarnos de aquí.
—¡En marcha! Si sales caminando de Greensboro, cabeza de vidrio, te tropiezas con los árboles.
—¿Y qué? Puedo enchufarme para conseguir todos los datos que necesitamos para sobrevivir en el bosque. Hay mucho terreno vacío allá. ¿Dónde crees que cultivan la marihuana?
—Soy un tipo de ciudad —dijo—. Soy un tipo de ciudad. —Estábamos frente al edificio, y él miraba alrededor—. En la ciudad sé apañármelas, conozco la ciudad.
—Tal vez en Nueva York o Dallas, pero Greensboro es muy pequeña, no hay ni medio millón de habitantes. No es tan fácil perderse aquí.
—De acuerdo —dijo, aún mirando alrededor—. De todas formas no es cosa tuya, Mucílago. No te culpan a ti sino a mí.
—Pero es culpa mía —dije—, y me quedaré contigo para decírselo.
—¿Crees que se detendrán a escucharte?
—Les dejaré que me inyecten una droga para que sepan que digo la verdad.
—No es culpa de nadie. Y me importa un rábano si es culpa de alguien. Estás limpio, pero si te quedas conmigo te ensuciarás. No te necesito, y tú aún me necesitas menos. El trabajo ha terminado, así que lárgate.
Pero no podía hacerlo. Así como él no podía pasear perros, yo no podía largarme y dejar que pagara por mi error.
—Ellos saben que yo era tu experto en códigos —dije—. También me buscarán a mí.
—Quizá por un tiempo, Mucílago. Transfiere tu veinte por ciento a la Tienda Facial de Bobby Joe, así no te pedirán el reembolso. Luego quédate tranquilo una semana y se olvidarán de ti.
Tenía razón, pero no me importaba.
—Me correspondía un veinte por ciento de las ganancias, así que me corresponde un cincuenta por ciento de los problemas.
De pronto Paseaperros vio lo que buscaba.
—Allá están, Mucílago, los matones que han contratado para despacharme. En ese Mercedes.
Miro pero sólo veo luces. Me apoya la mano en la espalda y me empuja hacia los arbustos, y cuando salgo Paseaperros no está a la vista. Por un instante me enfurezco por haberme arañado con las plantas, hasta que descubro que quiso deshacerse de mí para que no me mataran a balazos, a hachazos o con láser, según lo que planearan para desquitarse.
¿Pero estaba a salvo? Debí haberme largado, debí haber huido de la ciudad. Ni siquiera tenía que devolver el dinero. Tenía suficiente para irme del país y vivir el resto de mi vida en un sitio donde el Crimen Occipital jamás me encontraría.
Y lo pensé. Pasé la noche en casa de Mamá Grano porque sabía que alguien vigilaría mi cuartucho. Toda la noche pensé adónde ir. Australia. Nueva Zelanda. O hasta un lugar donde hablaran otro idioma. Podía comprarme un buen cristal de vocabulario para facilitarme el aprendizaje de otra lengua.
Pero por la mañana no pude hacerlo. Mamá Grano no me preguntó nada, pero parecía preocupada.
—Me arrojó entre los arbustos y no sé dónde está —le dije.
Ella asintió y siguió preparando el desayuno. Estaba tan alterada que le temblaban las manos. Porque sabía que Paseaperros no tenía la menor oportunidad contra el Crimen Ucranizado.
—Lo siento —dije.
—¿Qué puedes hacer? Cuando te buscan, te encuentran. Si los federales no te ponen una cara nueva, no puedes esconderte.
—¿Y si no lo están buscando?
Mamá Grano se rió.
—El rumor circula por todas partes. Los arrestos salieron en las noticias, y ahora todos saben que los peces gordos buscan a Paseaperros. Lo buscan tanto que toda la calle lo huele.
—¿Y si supieran que no fue culpa suya? ¿Y si supieran que fue un accidente? ¿Un error?
Mamá Grano me miró con ojos entornados (pocos logran distinguir cuándo entorna los ojos, pero yo sí) y me dijo:
—Sólo una persona puede convencerlos de eso.
—Ya lo sé.
—Y si esa persona va a explicarles por qué no deben hacer daño a su amigo Paseaperros…
—Nadie ha dicho que la vida era segura. Además, no pueden hacerme nada peor de lo que me pasó a los nueve años.
Ella se acercó, me apoyó la mano en la cabeza, y la dejó allí unos minutos. Supe lo que tenía que hacer.
Y lo hice. Fui a ver al Gordo Jack y le dije que quería hablar con Menta sobre Paseaperros, y en menos de treinta segundos me empujaron a un callejón y me llevaron en coche a alguna parte con la cara aplastada en el suelo para que no pudiera ver adónde iba. Los idiotas no sabían que un vertical como yo podía contar la cantidad de revoluciones de las ruedas y la trayectoria exacta de cada curva. Pude haber dibujado a mano el mapa del sitio adónde me llevaban. Pero si les dejaba saber eso, no habría regresado, y como era muy posible que me drogaran con suero de la verdad, borré la memoria. Por suerte, pues fue lo primero que me preguntaron en cuanto me inyectaron la droga.
Me dieron una dosis para adultos, así que prácticamente les conté la historia de mi vida y mi opinión acerca de ellos y acerca del resto del mundo, con lo cual la sesión duró horas, una eternidad, pero al fin supieron con toda certeza que Paseaperros había actuado honestamente, y cuando terminó y yo logré recobrarme un poco les dije, les pedí, les supliqué que dejaran a Paseaperros con vida. Dejadle ir. Os devolverá el dinero y yo os devolveré el mío, dejadle ir.
—Vale —dijo el tío.
No pude creerlo.
—No, créeme, le dejaremos en libertad.
—¿Lo tenéis?
—Lo cogimos antes de que tú aparecieras. No fue difícil.
—¿Y no le matasteis?
—¿Matarle? Primero debíamos recobrar el dinero, así que lo necesitábamos con vida hasta mañana, y entonces apareciste tú, y tu tierna historia nos ha hecho cambiar de parecer. Nos has ablandado y nos has hecho compadecernos de ese pobre macarra.
Por unos segundos creí de veras que todo saldría bien. Pero entonces lo supe. Por sus gestos, sus movimientos, lo supe tal como sé los códigos.
Trajeron a Paseaperros y me dieron un libro. Paseaperros estaba muy callado y erguido y no parecía reconocerme. Ni siquiera tuve que mirar el libro para saber qué era. Le habían extirpado los sesos para reemplazarlos por vidrio, igual que a mí, pero muy por encima de la marca. No quedaba nada de Paseaperros en esa cabeza, sólo tubos de cristal y mucílago. El libro era un manual del usuario, con todas las instrucciones para programarlo y controlarlo.
Lo miré y era Paseaperros, la misma cara, el mismo pelo, todo. Pero al moverse y hablar estaba muerto, era otra persona viviendo en el cuerpo de Paseaperros.
—¿Por qué? —pregunté—. ¿Por qué no lo matasteis en vez de hacer esto?
—Era demasiado evidente. Todos saben lo que ocurrió, en Greensboro, en el país, en el mundo. Aunque fuera un error, no podíamos pasarlo por alto. Sin rencores, Mucílago. Está vivo. Igual que tú. Y ambos quedaréis así, mientras respetéis ciertas reglas. Como está por encima de la marca, debe tener un propietario, y ése eres tú. Puedes usarlo como quieras: alquilarlo para almacenaje de datos, prostituirlo por delante o por detrás, pero se quedará contigo. Todos los días andará por las calles de Greensboro, para que podamos traer gente y mostrarle qué les pasa a los chicos que se equivocan. Puedes conservar tus ganancias, así que no tendrás que largarte si no quieres. Es una muestra de aprecio, Mucílago. Pero si él se marcha de la ciudad o algún día no sale a pasear, lamentarás muchísimo las últimas seis horas de tu vida. ¿Entendido?
Lo entendí. Me lo llevé conmigo. Compré esta casa, estas ropas, y así ha sido desde entonces. Por eso salimos a la calle todos los días. Leí todo el manual, y creo que queda un diez por ciento de Paseaperros dentro. La parte que es Paseaperros ni siquiera puede asomar a la superficie, no puede hablar ni moverse ni nada, no puede recordar ni pensar conscientemente. Pero quizás aún pueda vagabundear por lo que era su cabeza, quizá pueda picotear los datos almacenados en ese mucílago. Quizás algún día se encuentre con esta historia y sepa qué le ocurrió, y sabrá que intenté salvarlo.
Entretanto, ésta es mi última voluntad y testamento. Estamos haciendo investigaciones sobre el Crimen Orgásmico, y quizás algún día pueda penetrar en el sistema y desenchufarlo. Desenchufarlo todo y lograr que esos cabrones lo pierdan todo, así como le sacaron todo a Paseaperros. El problema es que no puedo investigar ciertas áreas sin dejar huellas. El mucílago es lo que el mucílago hace, como digo siempre. Descubriré que no soy tan bueno como creo cuando alguien venga a ensartarme la cara con acero al rojo. Y me saque los sesos a ventilar. Pero hay una cosa, agazapada en un centenar de sitios del sistema. Si en tres días no inserto mi código en cierto programa y en cierto sitio, esta historia saltará a la vista. Si estás leyendo esto, estoy muerto.
O significa que me he desquitado y que he dejado de suprimir esto porque ya no me importa. Así que quizás esto se mi canto de cisne, tal vez mi canto de victoria. Nunca lo sabrás, compañero.
Pero te intrigará. Me gusta eso. Que sientas curiosidad, quienquiera que seas, que pienses en Mucílago y Paseaperros, que te preguntes si los energúmenos que le vaciaron el cráneo a Paseaperros y lo transformaron en un bien mueble lo pagaron hasta la última y deliciosa gota.
Entretanto, debo cuidar de esta máquina de mucílago. Es sólo el diez por ciento de un hombre, y yo soy sólo un cuarenta por ciento. Sumados sólo equivalemos a medio ser humano. Pero es la mitad que cuenta. La mitad que aún quiere cosas. Mi mucílago y su mucílago son puro tubos y electricidad. Datos sin deseos. Escoria viajando a la velocidad de la luz. Pero conservo algunos deseos, y quizá también Paseaperros. Conseguiremos lo que queremos. Cada pizca. Cada chispa. Créeme.
Fin
Apostilla del autor
Título original: Dogwalker. Primera edición en Isaac Asimov's Science Fiction Magazine, noviembre 1989.
El cyberpunk hacía furor y yo regresaba de ArmadilloCon, la convención de ciencia ficción celebrada en Austin, Texas, sede del obispo del cyberpunk, Bruce Sterling. El cyberpunk me provocaba sentimientos ambiguos. Las ideas de Bruce Sterling sobre ciencia ficción me fascinaban, pues era la única persona con quien podía hablar del género en términos que no fueran refritos de James Blish y Damon Knight, ni ideas robadas del putrefacto cadáver del modernismo, cuyo tufo aún apesta en los departamentos de literatura de las universidades americanas. En pocas palabras, Sterling tenía Ideas en vez de Ecos.
Sin embargo, sentía cierto rechazo por lo que se hacía en nombre del cyberpunk. William Gibson, a pesar de su talento, parecía escribir el mismo relato una y otra vez. Más aún, el mismo relato autocomplaciente surgía en cada curso de escritura creativa de Estados Unidos y se publicaba en cada revista literaria por lo menos una vez por número: el artista sufriente que está alienado de su sociedad y procura encontrar una razón para vivir. Mi respuesta es bastante sencilla: un artista que está alienado de su sociedad no tiene ninguna razón para seguir viviendo, al menos como artista. Sólo podemos vivir como artistas cuando estamos sólidamente relacionados con la comunidad a la cual ofrecemos nuestro arte.
Pero lo peor del cyberpunk era la superficialidad de los imitadores. La receta: viértanse algunas drogas en una interfaz cerebro-microchip, mézclese con vagos elementos de la contracultura de los setenta y úsese un lenguaje engorroso y afectado. No importaba que la historia fuera remanida, estúpida e imitativa como lo peor del material contra el cual Bruce Sterling se había rebelado inicialmente. Aunque los relatos hubieran sido originales, la imitación estilística y la afectación son delitos suficientes para que un movimiento literario se haga digno de la sentencia de muerte.
Siendo un chico díscolo y perverso, me planteé un desafío: ¿el carácter derivativo del cyberpunk es origen o síntoma de esta vacuidad? ¿Es posible escribir un buen cuento usando todos los clichés del cyberpunk? La inferfaz cerebro-microchip, la jerga inventada, las drogas, la contracultura… ¿Podía yo, un buen chico mormón que había mirado los sesenta desde el otro lado del cristal, escribir una historia convincente en ese molde, y además narrar una historia que me satisficiera como ficción?
Algo era seguro: no podía imitar la historia de otro. Imitaría el lenguaje, el estilo. Así que tenía que violar mi propia costumbre y no comenzar con la historia, sino con la voz. Con un monólogo. Los dos primeros párrafos de Paseaperros fueron los dos primeros que escribí, casi tal como han quedado. La trama surgió sólo cuando logré dar con la voz y el carácter del narrador.
Me puse a trabajar en cuanto volví a casa y se lo envié a Gardner Dozois, que estaba en Asimov's. Supuse que lo rechazaría. Me imaginaba a Gardner saliendo a trompicones al pasillo de Davis Publications, boquiabierto y sofocado, apartando el manuscrito como si fuera un saco de estiércol de perro en flamas. «Mirad esto. Card ahora trata de escribir cyberpunk». En cambio, Gardner me envió un contrato. Eso arruinó mis planes. Pensaba usar el cuento en el taller de Sycamore Hül ese verano, pero no pude porque estaba vendido. El resultado fue que terminé escribiendo mi novela corta Pageant Wagon en ese taller, así que no fue una pérdida total.
Pero Gardner no publicó Paseaperros enseguida. Lo retuvo dos años y medio, hasta que le envié una nota señalando que nuestro contrato había expirado y que si no pensaban publicarlo quería recuperarlo para venderlo en otra parte. Se acordaron súbitamente del cuento y lo publicaron a tiempo para ser incluido en este libro.
Pero en cierto modo Gardner me hizo un favor, tal vez a propósito. Al retener el cuento tanto tiempo, logró que Paseaperros saliera a la luz cuando había pasado la racha de imitaciones cyberpunk. El cuento no parecía tan derivativo. Y aunque en la superficie no era un «típico cuento de Card», resultaba más fácil acogerlo como obra mía que como pálida imitación de Gibson. Así me evité el destino de parecer tan patético como, por ejemplo, Barbra Streisand cantando música disco con los BeeGees.