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marzo 14, 2021
Parte primera
Capítulo Primero
Los Bertolini
—La Signora no tiene derecho a hacer esto -dijo la señorita Bartlett-, ningún derecho. Nos prometió habitaciones al sur con una panorámica conjunta; en su lugar, aquí tenemos habitaciones al lado norte y dan a un patio y bien alejadas. ¡Oh, Lucy!
—¡Y además es una cockney! — dijo Lucy, que se había entristecido por el inesperado acento de la Signora-. Se diría que estamos en Londres.
Miró las dos hileras de ingleses sentados junto a la mesa; la hilera de botellas blancas de agua y rojas de vino que corrían entre sus manos; los retratos de la última reina y del último poeta laureado que colgaban detrás de los británicos, pesadamente vestidos; el cartel de la Iglesia anglicana (reverendo Cuthbert Eager, M. A. Oxon), que constituían la única decoración de la pared.
—Charlotte, ¿no sientes también tú que bien podríamos encontrarnos en Londres? A duras penas puedo creer que todo este tipo de cosas distintas estén precisamente fuera. Supongo que se debe a que una se siente tan cansada.
—Esta carne seguramente se ha utilizado para la sopa -dijo la señorita Bartlett dejando caer el tenedor.
—También a mí me hubiera gustado ver el Arno. Las habitaciones que la Signora nos prometió en su carta debían dar sobre el Arno. La Signora no tiene derecho en absoluto a hacer esto. ¡Oh, es una vergüenza!
—Cualquier rincón va bien para mí -continuó la señorita Bartlett-, pero me parece duro que tú no tengas una habitación con panorámica.
Lucy sintió que se había comportado egoístamente.
—Charlotte, no debes mimarme; sin duda tú también debes tener una panorámica sobre el Amo. La primera habitación que quede libre en la parte delantera...
—Tú debes tenerla -dijo la señorita Bartlett, parte de cuyos gastos de viaje los había pagado la madre de Lucy y que era un rasgo de generosidad al que ella hizo discreta alusión.
—No, no. Tú debes tenerla. Insisto. Tu madre nunca me lo perdonaría, Lucy.
—Nunca me perdonaría a mí.
Las voces de las damas subían de tono animadamente y, si nos debemos a la triste verdad, ligeramente irritadas. Algunos de los vecinos de mesa intercambiaron miradas, y uno de ellos, persona ruda a las que no conviene encontrar en el extranjero, apoyándose en la mesa se inmiscuyó en su conversación. Dijo:
—Tengo una ventana, tengo una ventana.
La señorita Bartlett estaba consternada. Generalmente en una pensión la gente se examina a distancia un día o dos antes de empezar a hablarse y, generalmente, no se dan a conocer hasta que ya se han observado atentamente. Se dio cuenta de que el intruso era tosco, incluso antes de darle una ojeada. Era un hombre de edad avanzada, de figura pesada y con un rostro terso, recién afeitado y grandes ojos. Había algo infantil en esos ojos, aunque no era el infantilismo de la senilidad. De qué se trataba exactamente es algo que la señorita Bartlett no se paró a considerar cuando pasó revista a su vestimenta. No le pareció nada bien. Probablemente intentaba entrar en relación antes de que pudieran considerarse conocidos. Por lo tanto, asumió una expresión de fastidio cuando se le dirigió y le contestó:
—¿Una ventana? ¡Oh, una ventana! ¡Cuán deliciosa es una ventana!
—Éste es mi hijo -dijo el hombre-; se llama George. También él tiene una ventana.
—¡Ah! — dijo la señorita Bartlett, cortando a Lucy, ya a punto de hablar.
—Lo que quiero decir -continuó el hombre- es que ustedes pueden ocupar nuestras habitaciones y nosotros ocuparemos las suyas. Cambiaremos.
El turista de primera clase quedó sorprendido ante esto y simpatizó con los recién llegados. La señorita Bartlett, como contestación, abrió la boca tan poco como pudo y dijo:
—Muchas gracias, pero eso queda fuera de toda discusión.
—¿Por qué? — replicó el hombre de edad con los puños encima de la mesa.
—Porque queda absolutamente fuera de toda discusión, gracias.
—Mire, no nos gusta tomar... -empezó Lucy.
Su prima la cortó nuevamente.
—Pero, ¿por qué? — persistió el hombre-. A las mujeres les gusta contemplar una panorámica; a los hombres no -y dio golpes con los puños como lo hace un niño travieso. Se volvió hacia su hijo, diciéndole-: George, persuádelas.
—Es completamente obvio que deberían tenerlas -añadió el hijo-. No hay más que hablar.
No miró a las damas mientras hablaba, pero su voz sonó algo perpleja y afligida. Lucy también estaba perpleja, pero dio cuenta de que desembocaban en lo que se conoce como «hacer una escena» y tenía un extraño sentimiento de que, fuera lo que fuera, aquellos turistas poco refinados hablaban y la discusión se refería no a las habitaciones o las panorámicas, sino a... bien, a algo completamente distinto de cuya existencia no se había dado cuenta antes. En ese momento el hombre de edad se dirigió a la señorita Bartlett casi con violencia:
—¿Por qué no cambiar? ¿Qué objeción ve? Despejarían la habitación en media hora.
La señorita Bartlett, si bien muy diestra en las delicadezas de la conversación, era impotente en presencia de la brutalidad. Le parecía imposible desairar a alguien tan tosco. Su cara enrojeció de desagrado. Miró alrededor como diciendo: «Todos ustedes son así.» Y dos damas menudas, sentadas un poco más allá de la mesa, con chales que colgaban en el respaldo de las sillas, miraron hacia atrás, indicando claramente: «No, nosotras no, nosotras somos distinguidas.»
—Termina tu cena, querida -dijo a Lucy, empezando a jugar otra vez con la carne a que previamente había puesto reparos.
Lucy musitó que se habían encontrado con gente muy extraña.
—Termina tu cena, querida. Esta pensión es un fracaso. Mañana nos mudaremos.
Apenas había anunciado esta tajante decisión, la cambió totalmente. Abiertas las cortinas al fondo del comedor, dejaron ver a un cura, de aspecto fornido pero atractivo, que se daba prisa por ocupar su sitio en la mesa, justificándose delicadamente por su retraso. Lucy aún no había adquirido el don del disimulo, tocó su pierna, exclamando:
—¡Oh, oh! ¡Cómo, pero si es el señor Beebe! ¡Oh, qué maravilloso! ¡Oh, Charlotte, debemos quedarnos aunque las habitaciones sean malas! ¡Oh!
La señorita Bartlett dijo con más contención:
—¿Qué tal, señor Beebe? Supongo que nos recuerda, la señorita Bartlett y la señorita Honeychurch, que estaban en Tunbridge Wells cuando usted ayudaba al vicario de St. Peters aquella Pascua tan fría.
El cura, que tenía el aire de encontrarse de vacaciones, no recordaba a las damas de una manera tan precisa como ellas lo recordaban a él. Sin embargo, se les acercó con gusto y aceptó la silla que Lucy le señalaba.
—Estoy muy contenta de verle -dijo la muchacha, que se hallaba en un estado de hambre espiritual y se habría alegrado de poder dirigirse al camarero si su prima se lo hubiera permitido-. Es fantástico lo pequeño que resulta el mundo. Y Summer Street también, lo que hace esto especialmente divertido.
—La señorita Honeychurch vive en la parroquia de Summer Street -dijo la señorita Bartlett, completando la laguna- y a lo largo de la conversación me ha contado que usted ha aceptado el puesto de...
—Sí, me lo dijo mi madre la semana pasada. Ella no sabía que lo había conocido en Tunbridge Wells, pero le contesté inmediatamente diciéndole: «El señor Beebe es...»
—Totalmente cierto -dijo el cura-. Vaya trasladarme a la rectoría de Summer Street el próximo mes de junio. Me alegra mucho haber sido contratado para un vecindario tan encantador.
—¡Oh, qué contenta estoy! El nombre de nuestra casa es Windy Corner.
El señor Beebe asintió con la cabeza.
—Somos mi madre y yo generalmente, y mi hermano, aunque no es frecuente que consigamos meterlo en la I... La iglesia está muy lejos, quiero decir.
—Querida Lucy, deja que el señor Beebe tome su cena.
—Estoy comiendo, gracias, y me gusta.
Prefería hablar con Lucy, cuyas interpretaciones recordaba, un poco más que a la señorita Bartlett, quien probablemente recordaba sus sermones. Preguntó a la muchacha si conocía bien Florencia y le informó ampliamente de que antes no había estado allí. Era estupendo poder aconsejar a un recién llegado, y él era el número uno en la materia.
—No olvide de visitar la campiña en los alrededores -concluyó con su consejo-. En la primera tarde agradable, diríjase hacia el Fiesole y alrededores por Settignano, o algo parecido.
—¡No! — gritó una voz desde la cabecera de la mesa-. Señor Beebe, se equivoca. Sus damas, en la primera tarde placentera, deben dirigirse a Prato.
—Esta dama se ve muy inteligente -murmuró la señorita Bartlett a su prima-; estamos de suerte.
Y se presentó una perfecta fuente de información ante ellas. La gente las aconsejaba, les decía lo que tenían que ver, cuándo tenían que verlo, cómo parar los tranvías, cómo escapar de los pordioseros, cuánto debían ofrecer por un pergamino, cuánto aprenderían allí. La pensión Bertolini había decidido, casi entusiásticamente, lo que harían. Por dondequiera que miraran, amables damas sonreían y les hablaban. Y por encima de todos ellos surgía la voz de la avispada dama, diciendo a gritos: «¡Prato! Deben visitar Prato. No hay palabras que puedan describir ese lugar. Lo adoro, me siento feliz librándolas de las trabas de respetabilidad que ustedes conocen.»
El joven llamado George miró de reojo a la avispada dama y siguió caprichosamente con su comida. Obviamente, ni él ni su padre intervenían. Lucy, en medio de su éxito, encontró ocasión para desear que intervinieran. No le producía ningún placer suplementario que se diera a alguien de lado. Y cuando se retiraban se volvió y lanzó a los dos intrusos un pequeño y nervioso saludo.
El padre no se dio cuenta. El hijo lo agradeció, no con otro saludo, sino moviendo las cejas y sonriendo. Parecía sonreír por encima de algo.
Caminó de prisa siguiendo a su prima, que ya había desaparecido por entre las cortinas, una de las cuales fue a dar en su cara y le pareció mucho más pesada que una simple tela. Un poco más adelante se encontraba la informal Signora dando las buenas noches a sus huéspedes, acompañada por Enery, su hijo pequeño, y Victorier, su hija. Representaba una curiosa escena esa tentativa de una cockney impartiendo la gracia y la genialidad del Sur. E incluso más curioso era el recibidor, que intentaba rivalizar con el sólido confort de una casa de huéspedes de Bloomsbury. ¿Era realmente Italia?
La señorita Bartlett se había sentado ya en un sillón estrechamente tupido que tenía el color y el contorno de un tomate. Estaba hablando con el señor Beebe, quien mientras hablaba movía hacia adelante y hacia atrás su larga y estrecha cabeza, lentamente, regularmente, como si derrumbara algún obstáculo invisible.
—Le estamos muy agradecidas -le iba diciendo-. La primera noche es muy importante. Cuando usted llegó nos encontrábamos en un peculiar mauvais quart d'heure.
Él expresó su pesar por ello.
—¿Por azar conoce usted el nombre del señor de edad avanzada que estaba sentado frente a nosotras durante la cena?
—Emerson.
—¿Es amigo suyo?
—Somos amigos en la medida en que se puede llegar a ser en las pensiones.
La impulsó muy suavemente a que dijera más.
—Soy, por así decirlo -concluyó-, la carabina de mi joven prima Lucy, y sería grave si la obligase a tratar gente de la que no sabemos nada. Su comportamiento fue algo desafortunado. Me parece que me comporté como debía.
—Usted se comportó de la manera más natural -le dijo. Parecía estar pensando algo, y al cabo de algunos momentos añadió-: A pesar de todo, no me hubiera parecido una equivocación si hubiesen aceptado.
—Equivocación no, sin duda, Pero no podíamos someternos a una obligación.
—Él es, en cierta manera, un hombre peculiar.
Dudó de nuevo, y luego dijo educadamente:
—Me parece que no se hubiera aprovechado de que hubieran aceptado, ni tan siquiera esperaba que le demostraran gratitud. Tiene el mérito, si es un mérito, de decir exactamente lo que piensa. Tiene unas habitaciones a las que no da valor y cree que ustedes se lo darían. No pensó ni por un momento en imponerles ninguna obligación, sino que pensó en ser amable, Es difícil, en definitiva; encuentro que es difícil comprender a la gente que dice la verdad.
Lucy está complacida, y alegó:
—Esperaba que fuera una persona agradable; siempre espero que las personas sean agradables.
—Creo que lo es: agradable y pesado. Discrepo de él por lo menos en algunos aspectos de cierta importancia y, también, espero que usted diferirá. Es un tipo con el que no se está de acuerdo y eso se siente. Inmediatamente de su llegada molestó a la gente. No tiene tacto ni trato social, con lo que no quiero decir que sea mal educado, y no sabe callarse lo que piensa. Casi nos quejamos tanto de él como de nuestra deprimente Signora, pero me alegra decir que somos capaces de mejores juicios sobre él.
—¿Debo deducir que es socialista? — dijo la señorita Bartlett.
El señor Beebe aceptó el conveniente término no sin fruncir los labios.
—Y se puede presuponer que ha educado a su hijo para socialista también.
—¡Oh!, usted me tranquiliza -dijo la señorita Bartlett-: En consecuencia, ¿cree usted que yo debía haber aceptado su ofrecimiento? ¿Cree que he demostrado ser estrecha de miras y suspicaz?
—No, en absoluto -le respondió-, lejos de mí tal sugerencia.
—Pero debo pedir excusas, en cualquier caso, por mi aparente falta de tacto.
Le contestó con cierta irritación, que era totalmente innecesaria, mientras se levantaba de su asiento para dirigirse al salón a fumar.
—¿Me he comportado como una pesada? — preguntó la señorita Bartlett, inmediatamente después que él había salido.
—¿Por qué no has dicho nada, Lucy? A él le gusta la gente joven, estoy segura. Espero no haberlo monopolizado. Y tú lo retendrás durante toda la noche así como durante la cena.
—Es estupendo -exclamó Lucy-. Exactamente como lo recuerdo. Parece ver lo mejor de cada uno. Nadie lo tomaría por un cura.
—Mi querida Lucy...
—Bien, ya sabes lo que quiero decir. También sabes cómo ríen los curas, y el señor Beebe ríe exactamente como un hombre cualquiera.
—¡Muchacha! Cómo me recuerdas a tu madre. Me gustaría saber si a tu madre le parecería bien el señor Beebe.
—Sí, estoy segura, y también a Freddy.
—Creo que a todos, en Windy Comer, les parecería bien, es decir, a la minoría selecta. Estoy acostumbrada a Tunbridge Wells, donde todos somos sin remedio unos anticuados.
—Sí -dijo Lucy descorazonadamente.
Había una atmósfera de desaprobación flotando en el aire, pero no podía determinar si la desaprobación se refería a ella, o al señor Beebe, o a la minoría selecta en Tunbridge Wells. Intentó localizarla; pero, como siempre, fracasó. La señorita Bartlett se resistía a ser rechazada por alguien y añadió:
—Lo siento, te estoy resultando una compañera deprimente.
Y la muchacha nuevamente pensó: «Debo de haberme comportado egoístamente o poco amable, y he de evitarlo. Es terrible para la pobre Charlotte ser pobre.»
Afortunadamente, una de las ancianas y diminutas señoras, que había estado sonriendo durante algún tiempo muy cortésmente, en ese momento se acercó preguntando si podía ocupar la silla que había dejado vacía el señor Beebe. Concedido el permiso, empezó a charlar amablemente de Italia, de los baños por los que estaba allí, del provechoso éxito de esos baños, de la mejora de salud de su hermana, de la necesidad de cerrar las ventanas de la habitación por la noche, así como de vaciar las bolsas de agua por la mañana. Pasaba de un tema a otro placenteramente y resultaba mucho más digna de atención que el pomposo discurso sobre güelfos y gibelinos, que discurría tempestuosamente al otro lado de la habitación. Había resultado una catástrofe completa, no un mero episodio, la noche que ella pasó en Venecia, cuando encontró en su habitación algo peor que una pulga, aunque mejor que otra cosa.
—Pero aquí usted se puede sentir tan segura como en Inglaterra. ¡La Signora Bertolini es tan inglesa!
—Nuestras habitaciones todavía huelen -dijo la pobre Lucy-. Tenemos el momento de acostarnos.
—¡Ah, entonces ustedes dan al corral! — suspiró-. ¡Si el señor Emerson hubiera tenido un poco más de tacto! Estábamos muy apurados por ustedes durante la cena.
—Me parece que él intentaba ser amable.
—Sin duda lo fue -dijo la señorita Bartlett-. El señor Beebe incluso me reprendió por mi carácter suspicaz. Naturalmente, me retuve pensando en mi prima.
—Naturalmente -dijo la menuda dama, y comentaron en voz baja que se debe ser muy cuidadoso con una joven.
Lucy intentó mostrarse seria, pero no pudo dejar de pensar que era una locura. Nadie era muy cuidadoso con ella en su hogar o, en cualquier caso, no se había dado cuenta.
—A propósito del señor Emerson padre, apenas lo conozco. No, no tiene tacto. Incluso ¿se han dado cuenta de que hay gente que es capaz de gestos absolutamente faltos de delicadeza y, al mismo tiempo, bellos?
—¿Bellos? — dijo la señorita Bartlett, confundida por la palabra-. ¿No es lo mismo belleza y delicadeza?
—Eso es lo que tendemos a pensar -dijo la otra desamparadamente-. Pero pienso algunas veces que todo es muy complicado.
No se extendió más sobre este comentario porque reapareció el señor Beebe, aparentando sentirse extremadamente alegre.
—Señorita Bartlett -exclamó-, todo está arreglado respecto a las habitaciones. ¡Estoy muy contento! El señor Emerson me habló de ello en el fumador y, teniendo en cuenta lo que les dije, procuré que repitiera su ofrecimiento. Me ha permitido que se lo consulte. A él le encantaría.
—¡Oh, Charlotte! — dijo Lucy efusivamente a su prima-, debemos aceptar las habitaciones ahora. El señor se porta lo más amablemente del mundo.
La señorita Bartlett permanecía silenciosa.
—Me temo -dijo el señor Beebe después de una pausa- que he actuado oficiosamente. Debo pedirle disculpas por mi interferencia.
Profundamente contrariado, se volvió con intención de irse. No lo había hecho todavía cuando la señorita Bartlett repuso:
—Mis propios deseos, queridísima Lucy, no son importantes en comparación con los tuyos. Sería, además, duro si yo te frenara en hacer en Florencia lo que te apetezca, cuando si estoy aquí es únicamente por tu bondad. Si deseas que cambie de parecer con estos señores respecto a sus habitaciones, lo haré. Señor Beebe, ¿sería tan amable de decir al señor Emerson que acepto su gentil ofrecimiento? Además ¿será tan amable que le haga venir para que pueda darle las gracias personalmente?
Su voz subía de tono mientras hablaba, se oía por todo el salón silenciando a güelfos y gibelinos. El cura, interiormente criticando al sexo débil, asintió con la cabeza y se dirigió a transmitir el mensaje.
—Recuerda, Lucy, que solamente yo estoy implicada en esto. No deseo que la aceptación venga de tu parte. Prométemelo por lo que más quieras.
El señor Beebe regresó y manifestó con cierto nerviosismo:
—El señor Emerson padre tiene un compromiso, pero en su lugar aquí tenemos al hijo.
El joven miró fijamente al suelo hacia donde estaban sentadas las tres damas, quienes se sentían como sentadas en el suelo: tan bajos eran sus asientos.
—Mi padre -dijo- está en el baño, por lo que no puede darle las gracias a él personalmente. Pero dígame el mensaje y se lo transmitiré tan pronto como salga.
La señorita Bartlett no podía con lo del baño. Toda su encopetada educación, en principio, se estrelló. El joven Emerson se apuntó un notable triunfo para deleite del señor Beebe y secreto deleite de Lucy.
—¡Pobre joven! — dijo la señorita Bartlett tan pronto como él se retiró-. ¡Está tan molesto con su padre con esto de las habitaciones! Ha hecho cuanto ha podido para resultar educado.
—En media hora más o menos sus habitaciones estarán dispuestas -dijo el señor Beebe. Y mirando algo meditativamente a las dos primas se retiró a su habitación para escribir su filosófico diario.
—¡Oh, querida! — suspiró la menuda y anciana señora, y se estremeció como si todos los vientos celestiales hubieran penetrado en el piso-: los caballeros algunas veces no se dan cuenta... -su voz sonó lejana, pero la señorita Bartlett pareció comprender, y se estableció una conversación sobre que los caballeros no se dan completa cuenta de las cosas. Lucy, no dándose cuenta tampoco, se dedicó a leer. Tomó la Guía del norte de Italia, del Baedeker, y se dispuso a aprender de memoria los hechos más notables de la historia de Florencia, puesto que estaba decidida a divertirse sola a la mañana siguiente. De esa manera, la media hora transcurrió provechosamente y, al fin, la señorita Bartlett se levantó con un suspiro diciendo:
—Creo que debo probar ahora. No, Lucy, no te muevas. Yo supervisaré el traslado.
—¿Cómo podrás arreglártelas con todo? — dijo Lucy.
—Tranquila, querida. Es asunto mío.
—Pero me gustaría ayudarte un poco.
—No, querida.
¡La energía de Charlotte! ¡Y su altruismo! Siempre había sido así a lo largo de su vida, pero en el viaje a Italia iba más allá de sus posibilidades. Así pensaba Lucy, o se esforzaba por pensar. Aunque había en ella un sentimiento rebelde pensando que debían haber aceptado de una forma menos convencional y más bella. En cualquier caso, entró en su habitación sin ninguna sensación de gozo.
—Quiero aclararte -dijo la señorita Bartlett- por qué me he quedado con la habitación más grande. Naturalmente te la hubiera dado a ti. Sucede, sin embargo, que era la del joven y estoy segura que a tu madre no le parecería bien.
Lucy se sentía aturdida.
—Dado el caso de que hemos aceptado un favor, es más conveniente que te muestres agradecida al padre más que a él. Soy una mujer que ha vivido, a mi modesta manera, y sé dónde van a parar las cosas. Sin embargo, el señor Beebe es una garantía tal que ellos no presumirán de esto.
—Mamá no haría caso, estoy segura -dijo Lucy, pero de nuevo tuvo el presentimiento de más amplias e insospechadas consecuencias.
La señorita Bartlett únicamente suspiró envolviéndola en un abrazo protector al tiempo que le daba las buenas noches. Esto le produjo a Lucy una sensación de oscurecimiento y cuando llegó a su habitación abrió la ventana y respiró el aire limpio de la noche, pensando en la amabilidad del caballero que le permitía ver las luces bailando en el Amo y los cipreses de San Miniato, y los valles de los Apeninos, oscuros, la luna saliente, escondida detrás...
La señorita Bartlett, en su habitación, cerró las contraventanas y la puerta con llave, se dio una vuelta por la habitación para inspeccionar dónde daban los armarios y si había altillos o entradas secretas. Entonces fue cuando vio, clavada con una aguja en una repisa del baño, una hoja de papel en la cual había garabateado un enorme signo de interrogación. Nada más. «¿Qué significa esto?», pensó, y lo examinó cuidadosamente a la luz de una bujía. Sin significación en principio, gradualmente se convirtió en algo amenazador, ofensivo, de mal agüero. Le acometió un impulso de romperlo pero, afortunadamente, recordó que no tenía ningún derecho a hacerla puesto que pertenecía al joven señor Emerson. Lo desclavó cuidadosamente y lo colocó entre dos pedazos de papel secante para guardarlo intacto para él. Seguidamente completó su inspección de la habitación, suspiró pesadamente, según era su costumbre, y se metió en la cama.
Capítulo II
En Santa Croce sin Baedeker
Era agradable despertar en Florencia, abrir los ojos en una clara y desmantelada habitación, con el suelo de baldosas rojas que parecía limpio aunque no lo estaba, con un techo donde rosados grifos y azules amorcillos jugaban en un bosque de amarillos violines y fagotes. Era agradable también precipitarse holgadamente a las ventanas, pillarse los dedos en desconocidos cerrojos, salir al sol exterior resplandeciente con bellas colinas y árboles y marmóreas iglesias enfrente, y, muy cerca, en la parte baja, el Amo, murmurando contra la orilla de la carretera.
Al lado del río trabajaban hombres con azadas y cribas en las arenosas orillas, y sobre el río un barco, también diligentemente utilizado con alguna misteriosa finalidad. Un tranvía eléctrico llegó precipitándose por debajo de la ventana. Nadie iba sentado dentro, excepto un turista. Pero las plataformas rebosaban de italianos, que preferían viajar de pie. Los niños intentaban colgarse en la parte trasera, y el conductor, sin mala fe, les escupió en la cara con tal de ahuyentarlos. Luego aparecieron soldados, bien parecidos, de baja estatura, acarreando cada uno de ellos una mochila cubierta con una mugrienta piel, y un gran abrigo que había sido confeccionado para alguien de mayor estatura. Marchaban los soldados, de aspecto alocado y combativo, y detrás de ellos la chiquillería, dando saltos al compás de la banda. El tranvía llegó a enredarse entre sus filas, avanzando con dificultad, como una oruga entre una congregación de hormigas. Uno de los chiquillos cayó, y algunos bueyes salieron de una arcada. Verdaderamente, si no hubiera sido por la oportuna advertencia de un viejo que vendía botones, la calle no se habría despejado nunca.
A base de trivialidades como ésas, una valiosa hora puede perderse, y el viajero que ha ido a Italia para estudiar los valores táctiles de Giotto o la corrupción del Papado puede irse recordando sólo el cielo azul y los hombres y mujeres que debajo de él viven. Así era cuando la señorita Bartlett irrumpió no sin comentar que Lucy había dejado la puerta sin cerrar con llave, o había salido a la ventana antes de haberse vestido completamente, y dándose prisa a sí misma o perderían lo mejor del día. Cuando Lucy se encontraba arreglada, su prima ya le había preparado el desayuno y escuchaba a la inteligente dama entre los ruidos.
Siguió entonces una conversación basada en conocidos lugares comunes. La señorita Bartlett estaba, después de lodo, algo cansada, y le pareció mejor pasar la mañana instalándose. Pero ¿acaso Lucy deseaba salir? A Lucy le apetecía salir, puesto que aquél era su primer día en Florencia, pero sin duda podía ir muy bien sola. La señorita Bartlett no podía permitir eso. Sin lugar a dudas acompañaría a Lucy por todas partes. ¡Oh, ciertamente no! Lucy no se lo podía permitir a su prima. ¡Oh, no! ¡Oh, sí!
En este punto intervino la ingeniosa dama.
—Si se trata de que la señora Grundy les da quebraderos de cabeza, les aseguro que pueden olvidarse de esa buena señora. Siendo inglesa, la señorita Honeychurch estará perfectamente a salvo. Los italianos se dan cuenta. Una querida amiga mía, la condesa Baroncelli, tiene dos hijas, y cuando no puede mandar a la sirvienta para que las acompañe a la escuela, las viste con unos sombreritos de marinero en su lugar. Todo el mundo las toma por inglesas, especialmente si llevan el pelo recogido en la nuca.
La señorita Bartlett no quedó convencida de la seguridad de las hijas de la condesa Baroncelli. Estaba muy determinada a acompañar personalmente a Lucy, teniendo en cuenta que su físico no era ni mucho menos despreciable. La ingeniosa dama dijo que iba a pasar la mañana en Santa Croce, y si Lucy quería ir con ella estaría encantada.
—La llevaré por unas sucias calles laterales, señorita
Honeychurch, y si la suerte nos lo permite tendremos una aventura.
Lucy dijo que era muy amable, y en seguida abrió el Baedeker para ver dónde se encontraba Santa Croce.
—¡No, no, señorita Lucy! Espero que prescinda pronto de su Baedeker. Sólo enseña los lugares superficialmente. Por lo que se refiere a la verdadera Italia, no la ha visto ni en sueños. La verdadera Italia se descubre solamente con paciente observación.
Resultaba muy interesante y Lucy se dio prisa en terminar su desayuno empezando esta nueva amistad con el mejor ánimo. Italia llegaba, por fin. La cockney Signora y sus maniobras se desvanecían como un mal sueño.
La señorita Lavish, pues éste era el nombre de la ingeniosa dama, se encaminó hacia la derecha del soleado Lung-Arno. ¡Cuán delicioso calor! Aunque un viento proveniente de las calles laterales cortaba como un cuchillo, ¿no era cierto? Ponte alle Grazie, particularmente interesante, mencionado por Dante. San Miniato, tan bello como interesante. El crucifijo que besó un asesino: la señorita Honeychurch seguramente recordaba la historia. Los hombres pescaban en el río. (No era cierto, pero siempre añadía información.) Entonces la señorita Lavish se dirigió hacia la arcada de los bueyes blancos y parándose gritó:
—jOlor! ¡Un verdadero olor florentino! Cada ciudad, permítame ser su maestra, tiene su propio olor.
—¿Es un olor agradable? — preguntó Lucy, que había heredado de su madre la repugnancia por la suciedad.
—Uno no viene a Italia para encontrarse con cosas agradables -fue la réplica-; uno viene a encontrar vida. Buon giorno! Buon giorno! — saludando a derecha e izquierda-: ¡Mire este encantador carro de vino! ¡Cómo nos mira el carretero, pobre alma inocente!
Mientras, la señorita Lavish avanzaba por las calles de la ciudad de Florencia, pequeña, con pasos cortos y juguetona como un gatito, aunque sin la gracia de un gatito. Resultaba una aventura para la muchacha ir con una persona tan ingeniosa y animada, y tan sólo un abrigo militar azul, como los que acostumbraban a vestir los oficiales italianos, incrementaba su sentido de estar de fiesta.
—Buon giorno! Haga caso de la anciana, señorita Lucy, nunca se arrepentirá de un poco de cortesía con sus inferiores. Esto es verdadera democracia. Aunque soy radical también. Veo que le sorprende.
—Ciertamente, no -exclamó Lucy-. También nosotros somos radicales. Mi padre siempre votó por el señor Gladstone, hasta que éste se portó pésimamente en lo de Irlanda.
—Ya veo, ya veo. Y ahora se han pasado al enemigo.
—¡Oh, por favor...! Si mi padre viviera, estoy segura de que votaría por el partido radical nuevamente, ahora que lo de Irlanda ya se ha arreglado. Imagínese, rompieron el cristal de nuestra puerta durante las últimas elecciones, y Freddy está seguro de que fueron los tories, pero mi madre dice que son tonterías y que fue un pordiosero.
—Sorprendente. ¿Es un distrito obrero, imagino?
—No, en las colinas de Surrey. A unas cinco millas de Dorking, dando sobre Weald.
La señorita Lavish parecía muy interesada, por lo que aminoró la marcha.
—Qué lugar tan delicioso; lo conozco muy bien. Está lleno de gente agradable. ¿Conoce a sir Harry Otway, un radical si alguna vez ha habido alguno?
—Sí, muy bien además.
—¿Y a la señora Butterworth, la filantrópica?
—¡Cómo no! ¡Precisamente nos ha arrendado un solar! ¡Qué divertido!
La señorita Lavish miró hacia la estrecha franja de cielo, murmurando:
—¡Oh! ¿Poseen propiedades en Surrey?
—Apenas algunas -dijo Lucy temiendo que la tomara por una snob-. Sólo treinta acres, apenas el jardín, toda la parte baja de la colina y algunos campos.
La señorita Lavish no le pareció mal y añadió que justamente ésa era la extensión de la propiedad de su tía en Suffolk. Italia quedaba atrás. Intentaron recordar el apellido de; lady Louisa, que había alquilado una casa cerca de Summer Street el año anterior, aunque no le había gustado, lo cual resultaba extraño en ella. Y en el momento en que la señorita Lavish había dado con el apellido, se interrumpió y exclamó:
—¡Dios nos bendiga! ¡Dios nos bendiga y nos ilumine!
Nos hemos perdido.
Ciertamente parecía que había pasado mucho tiempo desde que habían llegado a Santa Croce, cuyo campanario era plenamente visible desde la ventana de la parte baja. Pero la señorita Lavish había hablado tanto de que conocía Florencia de memoria, que Lucy la había seguido sin recelo.
—¡Perdidas! ¡Perdidas! Mi querida señorita Lucy, cuando nos entreteníamos con nuestras diatribas políticas hemos tomado un camino equivocado. ¡Cómo se burlarían de nosotras estos horribles conservadores! ¿Qué podemos hacer? Dos mujeres solas en una ciudad desconocida. Sin embargo, esto es lo que llamo una aventura.
Lucy, que deseaba visitar Santa Croce, sugirió, como una solución posible, que podían preguntar qué camino seguir.
—¡Oh!, ¡pero eso significaría rendirse! Y no, no, de ninguna manera consultar el Baedeker. Déjelo de mi cuenta; no permitiré que lo averigüe. Sencillamente tantearemos el camino.
Puestas de acuerdo, tantearon el camino por entre series de calles de color gris-marrón, ni espaciosas ni pintorescas, que abundan por la parte este de la ciudad. Lucy perdió muy pronto interés por el descontento de lady Louisa y se sintió descontenta de sí misma. Por breves momentos Italia reapareció. Se paró en la plaza de la Annunziata y vio en vívida terracota los divinos niños que ninguna reproducción barata puede imitar. Allí estaban, con sus brillantes alas surgiendo de los ornamentos del amor cristiano y sus fuertes y blancos brazos extendidos contra las diademas celestes. Lucy pensó que jamás había visto nada tan bello, pero la señorita Lavish, con una exclamación de desmayo, la arrastró, declarando que en este momento por lo menos se encontraban a una milla de distancia.
Se acercaba la hora en que comienza el almuerzo continental, o casi cuando ya termina, por decir algo, y las damas compraron unos dulces de castañas calientes en la parte' exterior de una pequeña tienda. Sabían a papel de envolver, a brillantina, a lo más remoto. Sin embargo, le dieron fuerzas para tantear el camino yendo a otra plaza, grande y polvorienta, en cuyo extremo se alzaba una negra y blanca fachada de extrema fealdad. La señorita Lavish se refirió a ella dramáticamente. Era Santa Croce. La aventura había terminado.
—Espere un minuto, dejemos pasar a esta gente, o tendré que dirigirles la palabra. Detesto el trato convencional. ¡Estúpidos!, también ellos se dirigen a la iglesia. ¡Oh, los británicos en el extranjero!
—Estábamos sentadas enfrente durante la cena de ayer. Nos han cedido sus habitaciones. Fueron muy amables.
—Fíjese en su aspecto -rió la señorita Lavish-. Van por mi Italia como un par de mulas. Está mal de mi parte, pero me gustaría hacer un examen en Dover y obligar a volver a su casa a cada turista que no aprobara.
—¿Qué nos preguntaría?
La señorita Lavish pasó su brazo cariñosamente por el de Lucy, como si quisiera expresarle que ella, en cualquier caso, obtendría las mejores notas. Con este ánimo exaltado llegaron hasta la escalera de la gran iglesia y, cuando iban a entrar, la señorita Lavish se paró, profiriendo una exclamación:
—¡Ahí va alguien que conoce el color local! Debo hablarle.
Y en un momento había desaparecido de la Piazza con su abrigo de forma militar ondeando al viento. No paró hasta que alcanzó a un señor de blancas patillas al que se agarró del brazo juguetonamente.
Lucy aguardó unos diez minutos. Empezó a sentirse cansada. Los pordioseros la molestaban, le entró polvo en los ojos y recordó que una joven no debe pasearse por las plazas públicas. Se dirigió lentamente hacia la Piazza con la intención de juntarse con la señorita Lavish, quien al menos resultaba muy original. Pero en ese momento la señorita Lavish y la persona que sabía del color local también se habían ido, desapareciendo calle abajo, ambos gesticulando ampliamente.
Lágrimas de indignación asomaron en los ojos de Lucy, en parte porque la señorita Lavish la había dejado plantada, en parte porque no había tomado su Baedeker. ¿Cómo encontraría el camino de regreso? ¿Cómo entraría en Santa Croce? Su primera mañana estaba malgastada, y nunca estaría de nuevo en Florencia. Pocos minutos antes se sentía con el mejor ánimo, hablando como una mujer cultivada, medio persuadida de que era una persona llena de originalidad. Iba a entrar en la iglesia deprimida y humillada, ni siquiera capaz de recordar si la habían construido los franciscanos o los dominicos.
Sin duda tenía que ser un maravilloso edificio. Pero ¡qué lugar más desmantelado! ¡Y frío! Sin duda, estaban los frescos de Giotto, ante cuyos valores táctiles era capaz de sentir lo que era importante. Pero ¿quién le indicaría cuáles eran? Los recorrió con desdén, sin el deseo de entusiasmarse con los monumentos de un incierto autor o fecha. Ni nadie podía explicarle que, de todas las lápidas sepulcrales que pavimentaban la nave y el crucero, había una verdaderamente hermosa, una que Ruskin había considerado la mejor.
Pero el contagioso encanto de Italia le hizo efecto y, en vez de buscar información, empezó a sentirse feliz. Dio de lado a los avisos en italiano, los que prohíben a la gente llevar perros a la iglesia, el aviso que ruega a la gente que, en interés de la salud pública y el respeto debido al edificio sagrado en que se encuentran, no escupan. Miró a los turistas: sus narices eran tan coloradas como las cubiertas de su Baedeker: tanto frío hacía en Santa Croce. Se enteró del horrible caso que se cernió sobre tres papas, dos niños y una niña que empezaron su mandato bañándose en agua bendita. Luego se dirigió hacia el monumento a Maquiavelo, húmedo pero santificado. Avanzando hacia él muy lentamente, y desde puntos muy distantes la gente tocaba la piedra con sus dedos, sus pañuelos, su cabeza y, luego, retrocedía. ¿Qué significaría eso? Lo hacían una y otra vez, hasta que Lucy se dio cuenta de que confundían a Maquiavelo con algún santo y, a base de un constante contacto con su figura, creían que estaban adquiriendo cierto poder. Pero el castigo no tardó. El niño más pequeño fue a dar sobre una de las losas sepulcrales tan preciadas por Ruskin, y se enredó el pie con la cara de un obispo arrodillado. Protestante como era, Lucy se precipitó hacia delante. Era demasiado tarde, cayó pesadamente sobre los levantados pies de un prelado.
—¡Odioso obispo! — exclamó la voz del anciano señor Emerson, que también se había precipitado adelante-: pesado vivo, pesado muerto. Sal al sol, muchacho, y pon tu mano al sol, que es donde deberías estar. ¡Intolerable obispo!
El niño lloraba frenéticamente ante tales palabras y por la deplorable gente que lo levantó, le sacudió el polvo, le frotó las magulladuras y le dijo que no fuera supersticioso.
—¡Mírele! — dijo el señor Emerson a Lucy-; mire el resultado: una criatura lastimada, enfriada y asustada. Pero ¿qué puede ofrecer sino eso una iglesia?
Las piernas del niño parecían de goma. Cada vez que el señor Emerson padre y Lucy lo levantaban, caía con un lamento. Afortunadamente, una dama italiana, que debía de encontrarse allí rezando, vino a salvados. Por obra de virtud misteriosa, que solamente las madres poseen, enderezó la espalda del muchacho y le confirió fuerza a sus rodillas, Se aguantó de pie y todavía quejándose agitadamente se fue.
—Usted es una mujer inteligente -dijo el señor Emerson-. Ha hecho más que todas las reliquias del mundo. No soy de su credo, pero me entusiasma quienes hacen felices a nuestros niños. No hay ningún esquema del universo...
Se paró para decir una frase.
—Niente -dijo la dama italiana y se volvió a sus rezos.
—No estoy segura de que entienda el inglés -sugirió Lucy.
Con su conducta disciplinada despreciaba a los Emerson. Estaba determinada a resultarles graciosa, encantadora más que delicada y, si era posible, borrar la formalidad de la señorita Bartlett con alguna amable referencia a las agradables habitaciones.
—Esta mujer lo entiende todo -fue la contestación del señor de Emerson-. Pero ¿qué está usted haciendo aquí? ¿Está rezando? ¿Ha acabado ya sus rezos?
—No -exclamó Lucy recordando sus apuros-. Vine con la señorita Lavish, la cual debía explicármelo todo y cuando acabábamos de llegar a la puerta -¡Oh, es terrible!— se fue. Después de esperar un rato he tenido que entrar sola.
—¿Por qué no quería usted? — dijo el señor Emerson.
—Sí, ¿por qué no quería venir usted sola? — dijo el hijo, dirigiéndose a la joven por vez primera.
—Porque la señorita Lavish incluso me hizo dejar el Baedeker.
—¿Baedeker? — dijo el señor Emerson-. Me alegra que sea eso lo que usted lamenta. Es mejor lamentar la pérdida de un Baedeker. Es mucho mejor lamentarlo.
Lucy estaba confundida. Tenía conciencia de una nueva idea, pero no estaba segura de adónde le llevaría.
—Si no tiene Baedeker -dijo el hijo-, hará mejor juntándose a nosotros.
¿Era eso a lo que la nueva idea le llevaba? Se refugió en su dignidad.
—Muchas gracias, pero no puedo aceptar. Espero que no crean que vine para reunirme con ustedes. Realmente vine en ayuda del niño y a agradecerles su gentileza al darnos las habitaciones anoche. Espero que no les haya ocasionado demasiadas molestias.
—Querida -dijo el padre amablemente-, creo que está repitiendo lo que ha oído decir a gente mayor que usted. Está pretendiendo ser susceptible, pero no lo resulta realmente. No sea pesada y dígame qué parte de la iglesia le gustaría ver. Llevarla será un verdadero placer.
Eso le resultaba terriblemente impertinente y debía sentirse furiosa. Pero, a veces, es tan difícil controlarse como en otras ocasiones perder el control. Lucy no podía enfurecerse. El señor Emerson era un hombre mayor y seguramente una muchacha lo ponía de buen humor. Por otra parte, su hijo era joven y sentía que una muchacha no podía ofenderse con él o, en cualquier caso, ofenderse antes que él. Fue a él a quien miró antes de responder.
—No soy quisquillosa, creo. Son los Giotto lo que me gustaría ver si tienen la amabilidad de indicarme dónde se encuentran.
El hijo asintió con la cabeza y con aspecto de oculta satisfacción la condujo hasta la capilla Peruzzi. Había en él cierto aire de maestro. Lucy se sentía como un niño que ha hecho una buena pregunta en la escuela.
La capilla estaba llena de una ardiente masa de gente y, un poco aparte, surgía la voz de un guía, enseñándoles cómo reconocer a Giotto, no por sus valores táctiles, sino por su espíritu.
—Recuerden -iba diciendo- los sucesos referentes a esta iglesia de Santa Croce, cómo fue construida por la fe y el completo fervor del medievalismo, antes que hubiera aparecido ninguna huella de renacentismo. Observen cómo Giotto en estos frescos, ahora desgraciadamente estropeados por las obras de restauración, no se deja turbar por las trampas de la anatomía y de la perspectiva. ¿Podría algo ser más mayestático, patético, bello, verdadero? ¡Cuán poco necesita del saber y de la destreza técnicas un hombre que de verdad cree!
—No -exclamó el señor Emerson, en voz demasiado alta para una iglesia-. ¡No tenga en cuenta nada de esto! ¡Construida por la fe, seguro! Lo cual simplemente significa que los trabajadores no eran pagados como se debía. Y por lo que se refiere a los frescos, no veo la veracidad. ¡Miren a ese hombre gordo vestido de azul! Debe de pesar tanto como yo y está volando por el cielo igual que un globo.
Se refería al fresco de la Ascensión de San Juan. Dentro, la voz del guía titubeó como era de esperar. La audiencia se trasladó con dificultad, y lo mismo hizo Lucy. Estaba convencida de que no debía estar con aquellos hombres, pero le habían cogido la palabra. Eran tan serios y tan extraños que no podía atinar cómo comportarse.
—Pero ¿fue así, o no fue? ¿Sí o no? — replicó George-. Fue así, si de alguna manera fue. Preferiría subir al cielo por mí mismo antes que ser empujado por querubines, y si fuera a parar allí preferiría que no fueran mis amigos quienes me aguantaran como sucede aquí.
—Nunca subirás -dijo su padre-. Tú y yo, querido muchacho, descansaremos en paz en la tierra que nos dio ser, y nuestros nombres desaparecerán del mismo modo que nuestro trabajo sobrevivirá.
—Algunos de entre esta gente pueden ver solamente la tumba vacía, no al santo, quienquiera que sea, ascendiendo. Así es si es de alguna manera.
—Perdóneme -dijo una voz velada-. La capilla es demasiado pequeña para dos expediciones distintas. No los molestaremos más.
El guía era un cura y su audiencia debía de estar constituida por sus fieles, puesto que llevaban breviarios en sus manos. Salieron ordenadamente de la capilla y en silencio. Entre ellos se encontraban dos pequeñas ancianas de la Pensión Bertolini, la señorita Teresa y la señorita Catherine Alan.
—¡Esperen! — gritó el señor Emerson-. Hay lugar suficiente para todos. ¡Esperen!
La comitiva desapareció sin una palabra. Muy pronto se pudo oír al guía en la capilla siguiente, describiendo la vida de San Francisco.
—George, me parece que este cura es el vicario de Brixton.
George se metió en la capilla contigua y regresó diciendo:
—Tal vez lo sea. No recuerdo.
—En tal caso es mejor que le hable y le recuerde quién soy, en caso de que sea el señor Eager. ¿Adónde se dirigió? ¿Hablábamos muy alto? ¡Qué humillante! Iré a pedirle disculpas. ¿Y si no voy? Tal vez vuelva de nuevo.
—No volverá -dijo George.
Pero el señor Emerson, contrito e infeliz, se dio prisa para disculparse ante el reverendo Cuthbert Eager. Lucy, aparentemente absorta, podía oír que la explicación se había interrumpido de nuevo con la ansiosa, agresiva voz del anciano señor y las concisas y dolidas réplicas de su oponente. El hijo, que se tomaba cada pequeño contratiempo como si fuera una tragedia, también estaba escuchando.
—Mi padre produce esa reacción en casi cada persona -le informó-. Procurará ser amable.
—Espero que todos lo procuremos -contestó ella, sonriendo nerviosamente.
—Porque pensamos que mejoramos nuestro carácter. Pero él es amable con la gente porque la quiere, y sin embargo lo encuentran fuera de lugar, se sienten ofendidos o asustados.
—¡Qué locos por su parte! — dijo Lucy, aunque en su interior estaba de acuerdo-; pienso que un acto de amabilidad debe hacerse con tacto...
—¡Tacto!
El joven movió la cabeza con desdén. Parecía que ella había proferido la respuesta equivocada. Lucy miró al singular ser que se paseaba arriba y abajo de la capilla. Para ser joven, su cara tenía arrugas y, cuando la cubrían las sombras, era dura. Ensombrecido resultaba tierno. Lo vería nuevamente en Roma, en el techo de la Capilla Sixtina, arrastrando un cargamento de bellotas. Sano y musculoso, le producía la impresión de gris, de tragedia que sólo puede encontrar solución en la noche. Esta sensación pasó pronto; no era propio de ella mantener algo tan sutil. Fruto del silencio y de una desconocida emoción, acabó con la vuelta del señor Emerson, y Lucy volvió a entrar en el mundo de la conversación rápida, que era el único que le resultaba familiar.
—¿Se te han quejado? — preguntó su hijo con toda tranquilidad-. Hemos estropeado el placer de no sé cuánta gente. No volverán jamás.
—...lleno de simpatía innata... presto a percibir lo bueno en sus semejantes... visión de hermandad entre los hombres... -trozos de la explicación sobre San Francisco flotaban detrás de la pared que los separaba.
—No dejemos que nos estropeen el nuestro -comentó a Lucy-. ¿Ha contemplado estos santos?
—Sí -dijo Lucy-. Son encantadores. ¿Sabe usted cuál es la lápida que tanto alabó Ruskin?
No lo sabía y sugirió que intentaran saber ellos cuál era. George, en parte para no molestada, declinó moverse y ella y el padre erraron plácidamente por Santa Croce que, aunque es un lugar desmantelado, ha acumulado en su interior cantidad de cosas bellas, que cuelgan de sus paredes. Había también pordioseros a los que debían esquivar, y guías que debían evitar detrás de las columnas, y una anciana con su perro, y aquí y allá un modesto cura agrupando su grey entre los grupos de turistas. Pero el señor Emerson sólo estaba interesado a medias. Miró al guía, cuyo éxito creía haber estropeado y, seguidamente, miró ansiosamente a su hijo.
—¿Por qué estará contemplando este fresco? — dijo con inquietud-. No le veo nada.
—Me gusta Giotto -contestó ella-. Es maravilloso lo que se dice sobre sus valores táctiles. Aunque quizá me gusten más cosas del estilo de los niños de Della Robbia.
—Así debe ser. Un niño vale más que una docena de santos. Y mi niño, más que todo el paraíso, siendo así que vive en el infierno.
Lucy de nuevo tuvo la sensación de que no debían ir así las cosas.
—En el infierno -repitió él-. No es feliz.
—¡Oh, no! — dijo Lucy.
—¿Cómo puede no ser feliz si es fuerte y está vivo? ¿Qué más puede uno darle? Piense en cómo ha sido criado, libre de todas las supersticiones y la ignorancia que llevan a los hombres a odiar a sus semejantes en nombre de Dios. Con una educación de este tipo creí que estaba destinado a crecer feliz.
Lucy no era un teólogo, pero tuvo la sensación de que él era un locuelo, tanto como una persona sin religión. También sintió que a su madre no le gustaría conversar con una persona así, y Charlotte tendría objeciones aún más fuertes.
—¿Qué haremos con él? — preguntó-. Viene de vacaciones a Italia y se comporta... así, como un niño que debe jugar al escondite por entre las tumbas. ¿Eh? ¿Qué me dice?
Lucy no hizo ninguna sugerencia. Repentinamente él dijo:
—Ahora, no sea tonta respecto a esto. No le pido que se enamore de mi niño, aunque creo que debería intentar comprenderlo. Es casi de su misma edad, y si usted se comporta como realmente es, estoy seguro de que es una persona sensible. Debe ayudarme. He conocido a pocas mujeres, y usted tiene todo el tiempo que quiera. Pasarán algunos días aquí, supongo... Sea como usted es. Usted tiene tendencia a sentirse confundida si debo juzgar por la noche pasada. Sea como verdaderamente es. Tire de su interior estos pensamientos que no entiende y tiéndalos a la luz del sol y aprenda qué quieren decir. Comprendiendo a George aprendería a comprenderse a sí misma. Sería algo bueno para ambos.
Ante tan extraordinaria explicación Lucy no encontraba respuesta.
—Sólo sé que hay algo que va mal en él, pero no entiendo por qué.
—¿Y qué es? — preguntó Lucy con temor, esperando alguna historia terrible.
—El problema secular, las cosas no encajarán.
—¿Qué cosas?
—Las cosas del universo. Es completamente cierto. No encajan.
—¡Oh, señor Emerson! ¿Acaso quiere decir cualquier cosa?
Con su voz vulgar, por lo que ella casi no se dio cuenta de que estaba citando poesías, dijo:
Desde lejos, desde la vigilia y la mañana,
y arriba en el cielo de doce vientos,
la esencia de la vida que me da forma
me arrastra a aquí estoy yo.
—George y yo lo sabemos, pero ¿por qué esto le perturba? Sabemos que procedemos del viento y que a él volveremos, que la vida es un problema, una confusión, una imperfección de la eterna placidez. Pero ¿por qué milo debe hacemos desgraciados? Amémonos los unos a los otros, trabajemos y disfrutemos. No creo en este valle de lágrimas.
La señorita Honeychurch asintió.
—Entonces, haga que mi niño piense como nosotros. Hágale darse cuenta de que al lado del sempiterno Por Qué, hay un Sí, transitorio si se quiere, pero un Sí.
Repentinamente ella se echó a reír; seguramente no debía reír. ¡Melancolía en un joven porque el universo no encajaría, porque la vida era una confusión o un viento, o un Sí, o algo!
—Lo siento mucho -exclamó-. Pensará que soy una persona sin sentimientos, pero... pero... -en este momento se puso maternal-. ¡Oh!, su hijo lo que necesita es interesarse por algo. ¿Tiene alguna afición en particular? Porque yo misma estoy apesadumbrada a veces, pero tocando el piano lo olvido todo, y coleccionar sellos hace mucho bien a mi hermano. Tal vez Italia le aburra; podrían ir a los Alpes o a los Lagos.
La cara del anciano señor se ensombreció y la acarició suavemente con la mano. No la alarmó esto; pensó que su consejo le había impresionado mucho y que iba a darle las gracias por ello. Además, él, ya no la alarmaba, le miraba como algo agradable pero alocado. Sus sentimientos estaban sobrecargados estéticamente desde hacía una hora, antes de perder el Baedeker. El pobre George, avanzando a grandes pasos hacia ellos entre las tumbas, parecía a un tiempo digno de compasión y absurdo. Se acercó, la cara ensombrecida. Dijo:
—La señorita Bartlett.
—¡Oh, qué bien! — dijo Lucy, repentinamente desfalleciendo y viendo de nuevo la vida toda desde una nueva perspectiva-. ¿Dónde? ¿Dónde?
—En la nave.
«Ya veo. Estas entrometidas pequeñas señoritas Alan deben de haber...», se dijo para sí misma.
—¡Pobre muchacha! — exclamó el viejo señor Emerson-. ¡Pobre muchacha!
No pudo soportar el oírse decir esto, por cuanto ella misma lo sentía.
—¿Pobre muchacha? No llego a comprender el fundamento para tal observación. Me considero a mí misma como una muchacha muy afortunada, se lo aseguro. Me siento totalmente feliz, lo estoy pasando muy bien. Por favor, no malgaste su tiempo en lamentos acerca de mí. Bastantes desgracias hay en el mundo, no aquí, a menos que se intente inventarlas. Adiós. Gracias a los dos por su amabilidad. ¡Ah, sí! Aquí llega mi prima. ¡Que tengan una espléndida mañana! Santa Croce es una iglesia maravillosa.
Y fue a reunirse con su prima.
Capítulo III
Música, Violetas y la letra S
Así fue cómo Lucy, a quien la vida cotidiana le parecía algo caótica, se adentró en un mundo más sólido cuando abrió el piano. Dejaba de sentirse ya intimidada o ya condescendiente; no se sentía ya ni rebelde ni esclava. El reino de la música no es un reino de este mundo y aceptará a aquellos que no sobresalen ni por cuna ni por intelecto, ni por cultura. La persona corriente empieza a tocar y entra ardientemente en la esfera celeste sin esfuerzo, mientras la observamos maravillados de no habernos dado cuenta antes y pensando cómo podríamos adorarla y amarla si pudiera trasladar sus visiones en palabras, y sus experiencias en actos humanos. Tal vez no pueda; ciertamente no puede, o puede muy raras veces. Lucy no lo había hecho nunca.
No era una experta ejecutante; sus incursiones no eran en absoluto sartas de perlas y no daba con más notas correctas que las que son de esperar en una joven de su edad y condición. Tampoco era una joven apasionada que toca con gran tragedia en un atardecer veraniego con la ventana abierta. Allí había pasión, pero no podía ser etiquetada fácilmente; se deslizaba entre amor, odio, celos y toda una ambientación de estilo pintoresco. Y resultaba trágica sólo en el sentido de victoriosa. Victoriosa por algo y por encima de algo, que es más de lo que las palabras de la vida cotidiana pueden decirnos. Pero que algunas sonatas de Beethoven se escribieron con sentido trágico nadie puede negarlo. Incluso pueden triunfar o llevar a la desesperación según decida el intérprete, y Lucy había decidido que triunfarían.
Un atardecer muy húmedo en la Pensión Bertolini le permitía hacer las cosas que verdaderamente le gustaban y, después de comer, abrió el pequeño y cubierto piano. Pocos se deleitaron con ello y alabaron su interpretación, pero viendo que no les respondía, se dispersaron hacia sus habitaciones para continuar escribiendo sus diarios o dormir. Lucy no se dio cuenta de que el señor Emerson buscaba a su hijo, ni de que la señorita Bartlett hacía otro tanto con la señorita Lavish, ni que la señorita Lavish buscaba su pitillera. Como cualquier verdadero artista, estaba intoxicada con la mera sensación de las notas; eran dedos que la acariciaban a sí misma y, por el tacto, no sólo por el sonido, se adentraba en el deseo.
El señor Beebe, sentado al lado de la ventana, pensaba en este ilógico elemento de la señorita Honeychurch, recordando aquella vez en Tunbridge Wells, en que lo descubrió. Era durante una de esas fiestas con que las clases altas entretienen a las más bajas. Los asientos estaban ocupados por una respetable audiencia y, damas y caballeros de la parroquia, bajo los auspicios de su vicario, cantaron o recitaron, o imitaron el descorche de una botella de champaña. Entre las interpretaciones prometidas figuraba: «Señorita Honeychurch. Piano. Beethoven», y el señor Beebe se preguntaba si sería «Adelaida» o la marcha de «Las ruinas de Atenas» cuando la obertura de los preliminares del opus III turbó su compostura. Se mantuvo en suspenso durante toda la introducción, hasta que la inspirada paz le permite a uno saber qué es lo que el intérprete intenta. Con el murmullo del tema inicial supo que todo marcharía estupendamente y en los acordes que anuncian la conclusión oyó sonar los heraldos de la victoria. Se alegró de que sólo interpretara el primer movimiento, puesto que no habría podido prestar atención a las curvas intrincadas del compás de nueve por dieciséis. El público aplaudió comedidamente. Fue el señor Beebe quien empezó los aplausos; era todo cuanto podía hacer.
—¿Quién es? — preguntó, más tarde, el vicario.
—La prima de una de mis feligreses. No me parece que haya elegido una pieza afortunada. Beethoven es tan comúnmente sencillo y directo en su atractivo que resulta una divertida perversidad escoger una cosa como ésta, que, como ninguna otra, perturba.
—Preséntemela.
—Estará encantada. Ella y la señorita Bartlett no acaban de hacer alabanzas de su sermón.
—¿Mi sermón? — exclamó el señor Beebe-. ¿Es que lo han oído?
Cuando fue presentado comprendió que la señorita Honeychurch, apartada del taburete del piano, era sólo una joven distinguida con mucho cabello oscuro y una bella, pálida cara, aún no desarrollada completamente. Le gustaba asistir a los conciertos, estar con su prima, tornar helados de café y merengues. No tuvo duda de que también le había gustado su sermón. Pero antes de irse de Tunbridge Wells hizo observar al vicario lo que ahora hacía observar a Lucy misma al cerrar el pequeño piano y dirigirse hacia él.
—Si la señorita Honeychurch se decide alguna vez a vivir de la misma manera que toca el piano, será muy excitante... para nosotros y para ella.
Lucy, repentinamente, volvió a entrar de nuevo en la vida normal.
—¡Oh, qué cosa más divertida! Alguien dijo lo mismo a mi madre, a lo que respondió que estaba segura de que yo nunca viviría ni un dueto.
—¿No le gusta acaso la música a la señora Honeychurch?
—No le da importancia. Pero le disgusta que alguien se excite por algo; cree que soy una alocada comportándome así. Cree que... No sé explicarlo. Ante todo, siempre digo que prefiero mi interpretación a la de cualquier otro. Ella no puede soportar que diga esto. Sin duda, no quiero decir con ello que toco bien; sólo quiero decir...
—Sin duda -añadió él, preguntándose por qué se molestaba en explicarse.
—La música... -dijo Lucy, corno si intentara alguna generalización. No pudo completarla, y miró al exterior ausentemente, a la Italia húmeda. La vida toda del Sur se había desorganizado, y la más atractiva nación de Europa se había convertido en informes pedazos de harapos. La calle y el río eran de un amarillo sucio; el puente, de un gris sucio. Por todos sus repliegues se escondían la señorita Lavish y la señorita Bartlett, que habían escogido aquella tarde para visitar- la Torre del Gallo.
—¿Qué hay de la música? — dijo el señor Beebe.
—¡Pobre Charlotte, se empapará! — fue la contestación de Lucy.
La expedición era típica de la señorita Bartlett, que regresaría con frío, cansada, hambrienta y etérea, con una falda estropeada, un Baedeker manoseado y alguna tosecilla en la garganta. En otra ocasión, en que el mundo entero cantase y el aire entrara en la boca como el vino, no aceptaría moverse del salón, diciendo que ella era algo vieja y una mala compañía para una joven ilusionada.
—La señorita Lavish ha llevado a su prima por el mal camino. Espera encontrar la verdadera Italia en la humedad, creo.
—La señorita Lavish es original-murmuró Lucy. Ésta era la contestación de siempre, era el punto final de las definiciones en la Pensión Bertolini. La señorita Lavish era original. El señor Beebe mantenía sus dudas, pero hubieran podido ser consideradas producto de la estrechez de miras clerical. Por eso, y por otras razones, se mantuvo en silencio.
—¿Es verdad -continuó Lucy en un tono temeroso- que la señorita está escribiendo un libro?
— Eso dicen.
—¿Sobre qué?
—Será una novela emplazada en la Italia actual. Me hago eco de lo que cuenta la señorita Alan, que emplea palabras propias más admirables que cualquiera de las personas que conozco.
—Deseo que la señorita Lavish me lo cuente personalmente. Hemos empezado a ser amigas. Pero no creo que debía obligarme a salir sin el Baedeker aquella mañana en Santa Croce. Charlotte se enfadó mucho cuando me encontró prácticamente sola y, sin embargo, yo no podía estar de acuerdo con ella sintiéndome un poco enojada con la señorita Lavish.
—En cualquier caso, las dos damas se llevan bien.
El señor Beebe se interesaba por la repentina amistad entre mujeres aparentemente tan distintas como la señorita Bartlett y la señorita Lavish. Siempre estaban la una en compañía de la otra, con Lucy como tercer elemento desplazado. Le parecía que lo comprendía por parte de la señorita Lavish, pero la señorita Bartlett le inspiraba desconocidas profundidades de extrañeza aunque no de entendimiento. ¿Acaso Italia la estaba desviando del camino de carabina concienzuda que él le había asignado en Tunbridge Wells? Durante toda su vida le había gustado estudiar a las solteronas. Eran su especialidad, y su profesión le había dado amplias oportunidades para ese estudio. Muchachas como Lucy eran encantadoras de ver, pero el señor Beebe era, por ciertas profundas razones, algo frío en su actitud hacia el sexo contrario, y prefería sentirse interesado más que seducido.
Lucy, por tercera vez, dijo que la pobre Charlotte se habría empapado. El Arno aumentaba su caudal llevándose las huellas de las carretas en la orilla. Pero en el sudeste había aparecido una oscura bruma amarilla, que tanto podía indicar un tiempo mejor como un tiempo peor. Abrió la ventana para inspeccionar, y una fría ráfaga entró en la habitación, provocando una aquejadumbrada exclamación de la señorita Catharine Alan, que apareció en aquel momento.
—¡Oh, querida señorita Honeychurch, pillará un resfriado! Y además el señor Beebe aquí. ¿Quién creería que esto es Italia? Mi hermana está en este momento esperando la tinaja de agua caliente: ni comodidades ni provisiones adecuadas.
Avanzó tímidamente hacia ellos y se sentó de una manera afectada, como siempre que entraba en una habitación donde había un hombre, o un hombre y una mujer.
—He oído su bella interpretación, señorita Honeychurch, aunque estaba en mi habitación con la puerta cerrada. La puerta cerrada es sin duda lo más imprescindible. Nadie tiene la menor idea de vida privada en este país y uno se contagia de esto con los demás.
Lucy respondió convenientemente. El señor Beebe no podía contar a las damas su aventura en Módena, donde la criada apareció cuando estaba tomando un baño, exclamando animadamente: «Fa niente, sono vecchia.» Se contuvo a sí mismo diciendo:
—Estoy de acuerdo con usted, señorita Alan; los italianos son la gente más desagradable del mundo. Fisgonean por todas partes, lo ven todo, saben lo que deseamos antes que lo sepamos nosotros mismos. Estamos a su merced. Leen nuestros pensamientos, profetizan nuestros deseos. Desde su taxista a... un Giotto, sacan nuestros internos pensamientos al exterior y me quejo de eso. Sin embargo, son tan profundamente... ¡superficiales! No tienen idea de lo que es la vida del intelecto. Cuánta razón tiene la signora Bertolini, que el otro día se me quejaba: «¡Oh, señor Beebe, si usted saber cómo sufro por educación de mis hijos! ¡Va no querer que mi pequeña Victorier sea enseñada por un ignorante italiano que no poderle explicar nada!»
La señorita Alan no seguía la broma sino que le parecía que le tomaban el pelo de una manera simpática. Su hermana estaba algo disgustada con el señor Beebe, pues había esperado una mejor actuación de un clérigo que era calvo y lucía un par de patillas plateadas. Sin duda, ¿quién supondría que esa relación, simpatía y sentido del humor tendría esta forma activa?
En medio de su satisfacción la señorita Alan continuó introduciéndose tímidamente y, al fin, la confianza era completa. De debajo de su silla sacó una pitillera de metal, donde había grabadas en color turquesa las iniciales «E. L.».
—Pertenece a Lavish -dijo el clérigo-. Un gran personaje Lavish, pero...
—¡Oh, señor Beebe! — dijo la señorita Alan medio temerosa, medio contenta-. Además, aunque está mal que fume, no está tan mal como usted supone. Empezó prácticamente por desesperación, después que perdió el trabajo de toda su vida en un cataclismo. Seguramente esto lo hace más excusable.
—¿Qué fue? — preguntó Lucy.
El señor Beebe volvió a sentarse complacientemente y la señorita Alan empezó como sigue:
—Era una novela y siento decir, por cuanto sé, que no era una novela muy buena. Es muy triste que la gente que tiene cualidades las emplee tan mal, y debo decir que casi toda la gente es así. La dejó casi acabada en la gruta del calvario, en el Hotel Capuccini de Amalfi, mientras fue en busca de un pequeño tintero. Dijo: «Un tintero, por favor.» Pero ustedes saben cómo son los italianos, y mientras tanto la gruta se hundió con gran estruendo en la playa, y lo más triste es que no puede recordar lo que había escrito. La pobrecita cayó enferma después de esto, y por eso la tentaron los cigarrillos. Es un gran secreto, pero me alegra decir que está escribiendo otra novela. El otro día dijo a Teresa y a la señorita Pole que ha conseguido enterarse del ambiente local (esta novela se basa en la Italia moderna, la otra era histórica), pero que no podría empezar hasta que tuviera una idea. Primero probó Perugia para inspirarse, luego vino aquí, sin duda debe de rondarle la idea. Pero ¡es tan interesante todo! No puedo dejar de pensar que siempre hay algo que admirar en la gente, incluso cuando no aprobamos su conducta.
Así la señorita Alan siempre resultaba caritativa en contra de su mejor juicio. Un sentimiento delicado perfumaba sus observaciones inconexas, procurándoles una insospechada belleza, como en el otoño los escorzos caídos algunas veces dan olores reminiscentes de la primavera. Sentía que casi había hecho demasiadas concesiones y se excusó precipitadamente por su tolerancia.
—Con todo es un poco... apenas puedo decir poco femenina, pero se comporta más extrañamente desde que llegaron los Emerson.
El señor Beebe sonrió cuando la señorita Alan se adentró en la anécdota que sería incapaz de acabar de explicar en presencia de un caballero.
—No sé, señorita Honeychurch, si usted se ha dado cuenta de que la señorita Pole, la dama que tiene abundante y amarillento pelo, toma limonada. Este viejo señor Emerson, que provoca situaciones extrañas...
Su locuacidad decayó. Se calló. El señor Beebe, cuyos recursos sociales no tenían fin, salió al paso pidiendo té, y ella continuó diciendo a Lucy en un rápido susurro:
—Estómago. Previno a la señorita Pole a propósito de su estómago -acidez lo llamó-, y seguramente pretendió ser amable. Debo decir que no me pude aguantar y me eché a reír: fue algo repentino. Como Teresa dijo, no había razón para reír. Pero lo interesante es que la señorita Lavish se sintió atraída por él cuando mencionó S., y dijo que le encantaría una conversación abierta y recurrir a diferentes grados de pensamiento. Creía que hacían un viaje de negocios, «viajantes» fue la palabra que usó, y durante toda la comida intentó demostrar que Inglaterra, nuestra grande y querida patria, se apoya exclusivamente en el comercio. Teresa se molestó mucho y se levantó de la mesa antes del queso diciendo: «Aquí, señorita Lavish, hay alguien que puede probarle mejor que yo lo equivocada que está», señalando al magnífico retrato de lord Tennyson, a lo que la señorita Lavish dijo: «¡Tate! Los incipientes victorianos.» Mi hermana se había ido y me sentía lanzada a la conversación. Dije: «Señorita Lavish, yo soy una incipiente victoriana, por lo menos, es decir, no quiero oír ni una palabra de censura contra nuestra querida Reina.» Era terrible hablar. Le recordé que la Reina había ido a Irlanda cuando no le apetecía ir, y debo decir que cometía un error, sin una réplica. Pero, por desgracia, el señor Emerson oyó esto y dijo con su voz profunda: «¡Completamente de acuerdo, completamente de acuerdo! Reverencio a la mujer por su visita irlandesa.» ¡La mujer! Digo las cosas tan rudamente; pero dese cuenta de en qué discusión nos hemos metido por haber mencionado primero a S. Esto no era todo. Después de comer, la señorita Lavish se acercó diciendo: «Señorita Alan, me voy al salón de fumar para hablar con estos dos encantadores hombres. Venga usted también.» No hay ni que decir que decliné tan inconveniente invitación, y ella tuvo la impertinencia de decirme que con ello mis ideas serían más abiertas, añadiendo que tenía cuatro hermanos, todos estudiando en la universidad, excepto uno de ellos que estaba en el ejército, y siempre aprovechaba para hablar con los hombres que viajan por negocios.
—Déjeme acabar la historia -dijo el señor Beebe, que había vuelto-. La señorita Lavish invitó a la señorita Pole, a mí mismo, a cada uno y, finalmente, dijo: «Iré sola.» Y fue. Al cabo de cinco minutos regresó imperturbable con un tapete verde y empezó a hacer un solitario.
—¿Qué más pasó? — exclamó Lucy.
—Nadie lo sabe. Nadie lo sabrá jamás. La señorita Lavish nunca lo contará y el señor Emerson no cree que sea algo que valga la pena contar.
—Señor. Beebe, ¿el señor Emerson padre es una persona agradable o no? Quisiera en verdad saberlo.
El señor Beebe sonrió y sugirió que podía encontrar por sí misma la respuesta.
—No, porque es muy difícil. Algunas veces se comporta tan locamente que no puedo tomarlo en cuenta. Señorita Alan, ¿qué piensa usted? ¿Es una persona agradable?
La pequeña anciana movió la cabeza con un gesto de desaprobación. El señor Beebe, a quien le divertía la conversación, la provocó diciendo:
—Creo que usted no puede juzgarlo como agradable, señorita Alan, después de esa historia de las violetas.
—¿Violetas? ¡Oh, querido! ¿Quién habló de violetas? ¿Cómo corren las noticias? Una pensión es un triste lugar de chismes. No, no puedo olvidar cómo se comportaron durante la explicación del señor Eager en Santa Croce. ¡Oh, pobre señorita Honeychurch! ¡Realmente fue algo terrible! No, he cambiado totalmente. No me gustan en absoluto los Emerson. No son agradables.
El señor Beebe sonrió impasiblemente. Había realizado un caballeroso esfuerzo por introducir a los Emerson dentro de la sociedad de la Pensión Bertolini y el esfuerzo había fracasado. Era casi la única persona que seguía siéndoles amigo. La señorita Lavish, que representaba la intelectualidad, les era evidentemente hostil, y, ahora, las señoritas Alan, que eran partidarias de la buena educación, la imitaban. La señorita Bartlett, sintiéndose obligada, apenas podía mostrarse sociable. El caso de Lucy era distinto. Le había contado vagamente sus aventuras en Santa Croce, de lo que dedujo que los dos hombres habían intentado y posiblemente planeado que se uniera a ellos para introducirla en un mundo extraño desde su punto de vista, para interesarle en sus penas y alegrías privadas. Esto resultaba impertinente. Él no deseaba alcanzar la gloria a través de una joven; si lo intentara, fracasaría. Después de todo nada sabía de ellos y las penas y alegrías de una pensión son cosas frágiles y, por el contrario, Lucy era uno de sus feligreses.
Lucy, mirando entretanto el tiempo que hada, dijo para acabar que creía que los Emerson eran agradables, aunque no sabía nada de ellos. Incluso sus asientos durante la cena habían sido trasladados.
—¿Acaso la están rogando constantemente que salga con ellos, querida? — preguntó la menuda dama inquisitivamente.
—Sólo una vez. A Charlotte no le gustó eso y les dijo algo... muy educadamente, por supuesto.
—Muy bien hecho por su parte. No comprenden nuestra manera de vivir. Deben ir con los de su condición.
El señor Beebe se dio cuenta de que bajaban de nivel. Los Emerson habían intentado conquistar la sociedad y, ahora, el padre se mostraba tan callado como el hijo. Se preguntaba si no estaría bien organizar un día agradable para esa gente antes de que se fueran. Tal vez alguna excursión, con Lucy dispuesta a mostrarse muy amable. Era uno de los mayores placeres del señor Beebe: procurar buenos recuerdos a la gente.
Mientras iban charlando anochecía. La atmósfera se había despejado, los colores de los árboles y de las colinas eran más puros y el Amo había perdido su terrosa solidez y empezaba a brillar. Había unas rayas azulencas entre las nubes, unos pocos claros de luz acuosa sobre la tierra y la chorreante fachada de San Miniato surgía brillantemente contra el sol que declinaba.
—Demasiado tarde para salir -dijo la señorita Alan con un suspiro de alivio-. Todos los museos están cerrados.
—Creo que voy a salir -dijo Lucy-. Quiero dar una vuelta por la ciudad en el tranvía circular, en la plataforma, junto al conductor.
Sus dos acompañantes la miraron seriamente. El señor Beebe, que se sentía responsable de ella en ausencia de la señorita Bartlett, se atrevió a decir:
—Creo que podríamos hacerla. Por desgracia tengo cartas que escribir. Si no le da miedo salir sola, ¿no cree que haría mejor yendo a pie?
—Los italianos, querida, usted ya sabe -dijo la señorita Alan.
—¡Tal vez encuentre a alguien que adivine mis pensamientos!
Pero aún la miraron con desaprobación cuando ella, como concesión al señor Beebe, dijo que daría sólo una pequeña vuelta, yendo por las calles frecuentadas por turistas.
—No debería ir en absoluto -dijo el señor Beebe, cuando la miraban desde la ventana- y ella lo sabe. Le echo la culpa de esto a Beethoven.
Capítulo IV
Cuarto Capítulo
El señor Beebe tenía razón. Lucy nunca sabía lo que deseaba tan claramente sino después de la música. En realidad, no había apreciado la agudeza del clérigo, ni los sugestivos gorjeos de la señorita Alan. La conversación le resultaba aburrida. Estaba ansiosa por algo grande y creía que le acontecería en la plataforma barrida por el viento de un tranvía eléctrico.
Pero eso no podía intentarlo. No era propio de una dama. ¿Por qué? ¿Por qué la mayor parte de las cosas no eran propias de una dama? Charlotte, en una ocasión, le había explicado el por qué. No se trataba de que las damas fueran inferiores a los hombres, sino que eran distintas. Su misión era inspirar en los hombres el deseo de perfección más que perfeccionarse a sí mismas. Indirectamente, por medio de tacto y un nombre sin mancha, una dama podría conseguir mucho. Pero si por el contrario se precipitaba en la lucha diaria por sí misma, primero la censurarían, luego la esquivarían y, finalmente, la ignorarían. Muchos poemas se han escrito que ilustran este aspecto.
Hay mucho de inmortal en este tipo de dama medieval. Ya no hay dragones, aunque tiene los caballeros, pero es aún una figura vacilante entre nosotros. Reinó sobre multitudes en un primitivo castillo victoriano, y fue la reina de una primitiva y victoriana balada. Es dulce protegerla en los reposos del trabajo, dulce rendirle tributo cuando ha cocinado bien nuestra comida. Pero, ¡ay!, la criatura va por malos caminos. En su corazón también crecen extraños deseos. También está enamorada de las tormentas, de los grandes panoramas, de los inmensos y verdes mares. Ha visto que el reino de este mundo está lleno de poder, belleza, guerra, una radiante corteza que se levanta rodeando fuegos centrales, entretejidos con los cielos que han descendido. Los hombres, declarando que los inspira, actúan llenos de gozo en la superficie terrestre, teniendo los más agradables torneos con otros hombres, felices, no porque son varoniles sino porque están vivos. Antes de que se acabe el espectáculo, a ella le gustaría dejar caer su augusto título de Mujer Eterna y convertirse en una mujer corriente.
Lucy no estaba a favor de esta dama medieval, que le resultaba más un ideal para deslumbrarla que para tomada en serio. Pero tampoco tenía un sistema de revolverse contra este ideal. Aquí y allí encontraba alguna restricción que le molestaba particularmente y que quería transgredir y tal vez lamentar más tarde por haberlo hecho. Esa tarde se sentía particularmente obstinada. Realmente le hubiera gustado hacer algo que los que la querían bien desaprobaran.
Compró una postal del Nacimiento de Venus, de Botticelli. La Venus, que era algo lastimoso, estropeaba el cuadro, por otra parte encantador, y la señorita Bartlett le había persuadido de que no la comprara. (Algo lastimoso en arte, sin duda quería decir el desnudo.) La Tempestà, del Giorgione, el Idolino, algunos frescos de la Capilla Sixtina y el Apoxiomenos se añadieron a éste. Se sentía algo más calmada y compró la Coronación, de Fra Angelico, la Ascensión de san Juan, del Giotto, y algunos niños de Della Robbia y algunas madonas de Guido Reni, dado que su gusto era ortodoxo y aprobaba sin crítica cada nombre bien reconocido.
Pero, aunque había gastado casi siete liras, las rejas de la libertad le parecían todavía por abrir. Era consciente de su descontento y resultaba una novedad para ella ese hecho. «El mundo -pensaba- está en verdad lleno de cosas bellas; si por lo menos pudiera lanzarme a ellas.» No era sorprendente que la señora Honeychurch desaprobara la música, declarando que siempre dejaba irritada a su hija, incapaz de hacer nada y sentimental.
«Nunca me pasa nada», reflexionaba mientras iba adentrándose en la Piazza della Signoria y miraba impasiblemente sus maravillas, ya casi familiares. La gran plaza estaba a oscuras, los destellos del sol habían sido excesivamente tardíos para vencer esta oscuridad: Neptuno resultaba insustancial en el crepúsculo, mitad un dios, mitad un demonio, y sus aguas inundaban ensoñadamente a los hombres y sátiras que sin ninguna función permanecían agrupados en los márgenes. La Loggia mostraba como una triple entrada de una gruta donde un grupo luchaba por una deidad, oscura, pero inmortal, anticipándose a las entradas y salidas de seres humanos. Era la hora de la irrealidad, la hora en que los elementos extraños son reales. Una persona de mayor edad que Lucy en semejante hora y en semejante lugar podía pensar que ya le habían sucedido bastantes cosas y se hubiera sentido contenta. Pero Lucy deseaba más.
Sus ojos se dirigieron llenos de deseo insatisfecho hacia la torre del palacio, que surgía de la oscuridad inferior como un pilar de oro en bruto. No parecía una torre, aunque estuviera enclavada en la tierra, sino algún tesoro inalcanzable palpitando en el cielo tranquilo. Su brillantez la hipnotizó y. aún danzaba detrás de sus ojos cuando torció el camino y comenzó a dirigirse hacia casa.
Entonces algo importante sucedió.
Dos italianos, en la Loggia, peleaban por una deuda. «Cinque lire», gritaban, «cinco liras». Se atacaron mutuamente y uno de ellos resultó herido en el pecho. Lanzó un quejido, se volvió hacia Lucy con una mirada intensa, como si tuviera que transmitirle algún mensaje. Abrió sus labios para dárselo y una bocanada roja surgió entre ellos resbalando por su barbilla sin afeitar.
Esto fue todo. Una multitud surgió de la oscuridad. Apartaron de ella al insólito hombre y lo condujeron a la fuente. Se dio el caso de que el señor George Emerson se encontraba a pocos pasos de allí, mirándola a través del charco donde había estado el hombre. ¡Qué extraño! A través de algo. Incluso cuando ella lo miró lo vio como en la oscuridad, el palacio mismo también se le apareció en la oscuridad, le caía encima, le caía suavemente encima, lentamente, sin ruido y el cielo también se le vino encima.
Lucy pensó: «¡Oh, qué he hecho!»
—¡Oh!, ¿qué he hecho? — murmuró y abrió los ojos.
George Emerson aún la contemplaba, pero no a través de nada. Se había lamentado de tedio, y he aquí que un hombre había sido acuchillado y otro la sostenía en sus brazos.
Estaban sentados en los peldaños de la Arcada de los Uffizi. Seguramente él había cargado con ella hasta allí. Apareció cuando ella habló empezando a limpiarse el polvo de sus rodillas. Ella repitió:
—¡Oh!, ¿qué he hecho?
—Se desvaneció.
—Lo..., lo siento.
—¿Cómo se siente ahora?
—Perfectamente bien... absolutamente bien... -y empezó a sonreír.
—Entonces vayámonos a casa. No hay razón para que nos quedemos aquí parados.
Él extendió su mano queriendo ayudarla a levantarse. Ella hizo ver que no se daba cuenta. Los gritos provenientes de la fuente, que no habían cesado ni un momento, sonaron en el vado. El mundo entero apareció descolorido y desprovisto de su sentido original.
—¡Qué amable ha sido! Debo de haberme lastimado al caer. Pero ahora me siento bien. Puedo ir sola, gracias.
La mano de él seguía extendida.
—¡Oh, mis postales! — exclamó Lucy repentinamente.
—¿Qué postales?
—Compré unas cuantas postales en Alinari. Se me habrán caído en la plaza. — Lo miró tímidamente-: ¿Quisiera añadir a su amabilidad el buscarlas?
Añadió esto a su amabilidad. Tan pronto como él se volvió, Lucy se levantó con la destreza de un maniaco y se dirigió debajo de la arcada hacia el Amo.
—¡Señorita Honeychurch!
Se paró con la mano sobre el corazón.
—Siéntese, aún no está restablecida para volver a casa sola.
—Sí, lo estoy, muchas gracias por todo.
—No, no lo está. Si lo estuviera podría ir sin impedimento.
—Pero yo había casi...
—Entonces no voy en busca de sus postales.
—Quisiera estar un poco sola.
George dijo impetuosamente:
—El hombre ha muerto, el hombre probablemente ha muerto; siéntese hasta que se haya recuperado. — Estaba asustada y le obedeció-. Y no se mueva hasta que yo esté de vuelta.
A lo lejos, Lucy veía criaturas con negras capuchas, como las que se aparecen en sueños. La torre del palacio había perdido el reflejo del día que moría y se confundía con la tierra. ¿Qué le diría al señor Emerson cuando volviera de la oscura plaza? Nuevamente el pensamiento le asaltó: «¡Oh!, ¿qué he hecho?» El pensamiento de que ella, así como el moribundo, se habían cruzado en algún lindero espiritual.
George regresó y habló del asesinato. Aunque resultara extraño, era un tema de conversación fácil. Ella habló del carácter de los italianos, se mostró casi locuaz respecto al incidente que le había asustado cinco minutos antes. Sintiéndose físicamente más fortalecida, pronto superó el horror de la sangre. Se levantó sin que él tuviera que insistir y, aunque le parecía que le habían salido alas en su interior, anduvo sin vacilación hacia el Amo. Allí un taxista les hizo señas, pero se negaron a subir.
—Y el asesino trató de besar al otro, sabe, ¡cuán extraños son los italianos!, y se dirigió por sus propios pasos al puesto de policía. El señor Beebe dijo que los italianos lo saben todo, pero a mí me parecen un poco infantiles. Cuando mi prima y yo fuimos al Museo Pitti ayer... ¿Qué ha sido esto?
George había arrojado algo al agua.
—¿Qué es lo que ha arrojado?
—Cosas que no quería retener -dijo molesto.
—¡Señor Emerson!
—¿Sí?
—¿Dónde están mis postales?
Permaneció en silencio.
—Creo que eran mis postales lo que usted ha arrojado.
—No sabía qué hacer con ellas -exclamó, y su voz sonaba como la de un chiquillo ansioso. El corazón de Lucy se inundó de calor por él por vez primera.
—Estaban cubiertas de sangre. ¡Bien! Me alegro de que me lo haya contado. Durante todo el tiempo que hemos estado conversando me preguntaba qué hacer con ellas. — Señaló hacia la corriente-: Ahí van. — El río se arremolinaba debajo del puente.
—Tampoco lo siento, y somos locos. Me pareció mejor que fueran a dar al mar, no sé. Quiero decir que seguramente me daban miedo. — En este momento el muchacho se convirtió en un hombre-. Dado que algo terrible ha sucedido, debo hacerle frente sin estar atontado. No se trata exactamente de que un hombre haya muerto:
Algo previno a Lucy de que debía detenerlo.
—Ha sucedido -repitió él-, y quiero saber qué es lo que ha sucedido...
—Señor Emerson...
Se volvió hacia ella contrariado, como si lo hubiera perturbado en alguna investigación abstracta.
—Quisiera pedirle algo antes que entremos.
Estaban muy cerca de su pensión. Lucy se paró apoyando los codos en el parapeto del malecón. Él hizo lo mismo. A veces hay algo de elemento mágico en tomar idéntica posición. Es una de las razones que nos ha sugerido la camaradería eterna. Ella apartó sus codos antes de decir:
—Me he comportado ridículamente.
Él iba siguiendo sus propios pensamientos.
—Nunca en mi vida me he sentido tan avergonzada de mí misma. No puedo pensar qué me asaltó.
—Yo mismo casi me he desmayado -dijo él. Pero ella se daba cuenta de que su actitud le disgustaba.
—Bien, debo pedirle mil disculpas.
—¡Oh!, bien.
—Y, esto es lo importante, usted sabe lo estúpida que es la gente criticando... especialmente las damas, lo siento... ¿comprende a lo que me refiero?
—Lo siento, no.
—Quiero decir, ¿tendría usted la bondad de no contar a nadie cuán tontamente me he comportado?
—¿Su comportamiento? ¡Oh!, sí, muy bien, muy bien.
—Muchísimas gracias. Quisiera...
No pudo seguir con su petición. El río iba discurriendo debajo de ellos, casi negro en la noche que se echaba encima. George había arrojado sus postales al agua, y había explicado el motivo. Esto le hizo pensar que no podía dudar de la caballerosidad de un hombre así. No la perjudicaría con ociosos comentarios, era digno de creer en su palabra, inteligente e incluso amable, y también debía tenerla a ella en alta estima. Pero le faltaba caballerosidad; sus pensamientos así como su comportamiento no se verían modificados por el temor. Era inútil decirle: «y quisiera usted...» y esperar que acabara él la frase por sí mismo apartando los ojos de la desnudez de ella, como el caballero en aquel bello cuadro. Había estado en sus brazos, y lo recordaba, tanto como la sangre en las postales que había comprado en la tienda de Alinari. No se trataba exactamente de que un hombre había muerto, sino de que algo había sucedido entre los vivos. Habían ido a parar a una situación en la que el modo de ser es elocuente, y en la que la niñez se adentra por los senderos de la juventud.
—Bien, muchísimas gracias -repitió ella-. ¡Con qué rapidez estos accidentes ocurren y luego volvemos a nuestra vida de siempre!
—Yo no.
La ansiedad hizo que ella le preguntase qué quería decir. Su respuesta fue desconcertante:
—Probablemente desearé vivir.
—Pero ¿por qué, señor Emerson? ¿Qué quiere decir con eso?
—Probablemente desearé vivir, digo.
Apoyando sus codos en el parapeto, Lucy contempló el río Arno, cuyo rugir le sugería una insospechada melodía en sus oídos.
Capítulo V
Posibilidades de una agradable excursión
Había un dicho familiar que rezaba: «Nunca se puede saber qué derroteros puede tomar Charlotte Bartlett.» Se comportó perfectamente agradable e inteligente con respecto a la aventura de Lucy, juzgó la rápida relación del mismo completamente adecuada y reconoció convenientemente la cortesía del señor George Emerson. Ella y la señorita Lavish también habían tenido una aventura. De vuelta, se habían parado en el Dazio y allí unos jóvenes oficiales, que se veían descarados y desoeuvrés, habían intentado abrirles los bolsos en busca de provisiones. Afortunadamente, la señorita Lavish era un hueso duro de roer para cualquiera.
Para bien o para mal, Lucy tenía que enfrentarse con su problema. Ninguna de sus amigas la había visto sola en la Piazza ni más tarde en el malecón. El señor Beebe, sin duda, se dio cuenta del brillo de sus ojos durante la cena, y se repitió nuevamente a sí mismo: «Demasiado Beethoven.» Pero sólo suponía que ella estaba preparada para una aventura, no que ya la había vivido. Su soledad la oprimía. Estaba acostumbrada a que sus pensamientos fueran confirmados por los demás o, en cualquier caso, que se los contradijeran. Era completamente terrible no saber si lo que pensaba estaba bien o mal.
Durante el desayuno, a la mañana siguiente, tomó una rápida decisión. Había dos planes entre los cuales debía escoger. El señor Beebe había decidido una subida a la Torre del Gallo con los Emerson y algunas damas americanas. ¿Querían la señorita Bartlett y la señorita Honeychurch añadirse a esa expedición? Charlotte declinó la invitación. Había estado allí en la lluviosa tarde del día anterior. Pero opinaba que era una admirable idea para Lucy, quien odiaba ir de compras, cambiar monedas, mandar cartas y otros fatigosos encargos que la señorita Bartlett debía efectuar durante la mañana y podía perfectamente hacerla s sola.
—¡No, Charlotte! — exclamó la muchacha con auténtica cordialidad-. Es muy amable por parte del señor Beebe, pero iré contigo. Casi es demasiado.
—Muy bien, querida -dijo la señorita Bartlett con un oculto rubor de complacencia que se adelantaba al profundo rubor de vergüenza en las mejillas de Lucy. ¡Qué mal se comportaba Lucy con Charlotte! Pero cambiaría. Durante toda la mañana intentaría ser amable con ella.
Pasó su brazo a su prima y salieron a lo largo del Lung'Arno. El río era un león en potencia, voz y color esa mañana. La señorita Bartlett insistió en llegarse hasta el parapeto para contemplarlo. En ese momento hizo la observación usual, que era:
—¡Cómo me gustaría que Freddy y tu madre pudieran vedo también!
A Lucy le aburría que Charlotte resultara pesada diciendo siempre exactamente lo mismo.
—¡Mira, Lucía! ¡Oh, tú estás pendiente de la expedición a la Torre del Gallo! Temí que te arrepentirías de tu elección.
Puesto que la elección la había hecho seriamente, Lucy no se arrepentía. El día anterior había sido algo tonto, excéntrico, extraño, el tipo de cosas que uno no escribiría, pero tuvo el presentimiento que Charlotte e ir de compras era preferible a unirse a George Emerson y a la excursión a la Torre del Gallo. Dado que no podía explicarse qué había pasado, debía ir con cuidado para no recaer en lo mismo. Podía protestar sinceramente contra las insinuaciones de la señorita Bartlett.
Pero aunque había dejado al margen al protagonista, el escenario, por desgracia, estaba allí. Charlotte, con la complacencia del destino, la llevó del río a la Piazza della Signoria. No se le podía ocurrir que piedras, una loggia, una fuente, una torre del palacio tuvieran tanta significación. Por un momento comprendió la naturaleza de los espíritus.
El exacto lugar del asesinato estaba ocupado, no por un espíritu, sino por la señorita Lavish, que sostenía entre sus manos el periódico de la mañana. Se lo mostró agitadamente. El terrible accidente del día anterior le había sugerido una idea que creía poderle ser útil para su libro.
—¡Oh, deje que la felicite! — dijo la señorita Bartlett-. Después de su desesperación de ayer, ¡qué afortunado suceso!
—¡Ajá! Señorita Honeychurch, acérquese aquí. Tengo suerte. Ahora me contará absolutamente todo desde un principio.
Lucy golpeó el suelo con el quitasol.
—Pero tal vez mejor que no.
—Lo siento, si usted puede arreglarse sin eso, creo preferible que no.
Las damas se cruzaron las miradas, que no eran de desaprobación porque está bien visto que una joven tenga sentimientos profundos.
—Soy yo quien debe disculparse -dijo la señorita Lavish-. Los animales literarios somos unas desvergonzadas criaturas. Creo que no hay secreto del corazón humano en el que no deseemos fisgonear.
Se dirigió animadamente hacia la fuente y volvió mientras hacía unos pocos cálculos realistas. Luego dijo que estaba en la Piazza desde las ocho de la mañana recogiendo material. Una gran cantidad no servía para nada; pero, sin duda, uno tiene siempre que adaptar. Los dos hombres se habían peleado por una deuda de cinco liras. Esa deuda de cinco liras la sustituiría por una muchacha, lo cual elevaría el tono de la tragedia al tiempo que la proveería de una excelente trama.
—¿Cuál es el nombre de la heroína? — preguntó la señorita Bartlett.
—Leonor -dijo la señorita Lavish, siendo su propio nombre Eleanor.
—Me parece que es absolutamente bello.
Y naturalmente siguió lo que faltaba.
—¿Y cuál es el argumento?
Amor, asesinato, rapto, venganza eran el argumento.
Todo sucedía mientras el agua daba contra los sátiros bajo el sol de la mañana.
—Espero que me disculparán por aburrirlas con todo esto -concluyó la señorita Lavish-. Es tan tentador hablar con gente realmente simpática... Sin duda, esto es la trama más escueta. Habrá mucho elemento pintoresco, descripciones de Florencia y los alrededores, e incluso introduciré algunos personajes cómicos. Permítanme que las prevenga; trato de burlarme del turista inglés.
—¡Oh, mujer terrible! — exclamó la señorita Bartlett-. Estoy segura de que está pensando en los Emerson.
La señorita Lavish dejó escapar una maquiavélica sonrisa.
—Debo confesar que en Italia mis simpatías no van a mis compatriotas. Son los negligentes italianos los que me atraen y vaya intentar pintar sus vidas lo mejor posible. Por esta razón, repito e insisto, y siempre lo he mantenido con fuerza, que una tragedia como la de ayer no es menos tragedia porque sucedió entre gente sencilla.
Hubo un conveniente silencio cuando la señorita Lavish acabó de hablar. Las dos primas le desearon suerte en sus investigaciones y marcharon lentamente a través de la plaza.
—Es la personificación de la mujer inteligente para mí -dijo la señorita Bartlett-. Esta última observación me ha dejado atónita por lo muy cierta que es. Será una novela de lo más patético.
Lucy asintió. En ese momento su mayor deseo era no aparecer en ella. Sus percepciones durante la mañana habían sido curiosamente agudas y esperaba que la señorita Lavish la hubiera juzgado ingenua.
—Es una mujer emancipada, pero sólo en el mejor sentido de la palabra -continuó la señorita Bartlett lentamente-. Nadie excepto una persona superficial se sorprendería ante ella. Ayer tuvimos una larga conversación. Cree en la justicia y en la verdad y en los intereses humanos. También me dijo que tiene una alta opinión del destino de la mujer... ¡Señor Eager! ¡Oh, qué bien! ¡Qué agradable sorpresa!
—¡Ah!, no para mí -dijo el cura cortésmente-, que había esperado encontradas a usted y a la señorita Honeychurch desde hace mucho tiempo.
—Estábamos charlando con la señorita Lavish. Contrajo las cejas.
—Eso me ha parecido. ¿Eran ustedes? Andate via!, sono occupato! -las últimas palabras iban dirigidas a un vendedor de postales panorámicas que se les había acercado con una sonrisa amable-. Me gustaría pro ponerles algo. ¿Estarían dispuestas usted y la señorita Honeychurch a venir conmigo a dar un paseo en coche cualquier día de esta semana, un paseo por las colinas? Podríamos subir al Fiesole y volver por Settignano. Hay un lugar en la carretera donde podríamos paramos y dar un paseo a pie de una hora, en la parte baja de la colina. Desde allí la panorámica de Florencia es más bella que la tan conocida desde el Fiesole. Es la panorámica a la que se aficionó Alessio Baldovinetti y que incluyó en sus cuadros. Ese hombre tenía un decidido amor a los paisajes. Con toda seguridad. Pero ¿quién los contempla hoy en día? ¡Ah!, el mundo está a ras de tierra.
La señorita Bartlett no había oído hablar de Alessio Baldovinetti, pero se dio cuenta de que el señor Eager no era un capellán vulgar. Era miembro de la colonia residencial que había convertido Florencia en su hogar. Conocía a los que nunca necesitaban el Baedeker, y que habían aprendido a hacer siesta después del almuerzo, cosa inadvertida por los que vivían en una pensión; además conocía a los que veían, a base de influencias íntimas, los museos que siempre estaban cerrados para los otros. Viviendo en un delicado retiro, algunos en pisos amueblados, otros en villas renacentistas en el declive del Fiesole leían, escribían, estudiaban e intercambiaban ideas, intentando llegar a este conocimiento íntimo o casi percepción de Florencia que les es negada a todos aquellos que llevan en sus carteras talones de Cook.
Por lo tanto, una invitación del capellán era algo de lo que uno podía enorgullecerse. Entre las dos clases de aquel rebaño, él era a menudo el único nexo, y era una costumbre conocida el seleccionar de entre sus ovejas migratorias las que le parecían valiosas y procurarles unas horas de pastoreo por los lugares de los permanentes. ¿Tomar té en una villa renacentista? Todavía no había dicho nada al respecto. Pero si así fuera, ¡cómo disfrutaría Lucy!
Pocos días antes Lucy hubiera pensado lo mismo. Pero los placeres de la vida se le mostraban de una manera nueva. Un paseo en coche por las colinas con el señor Eager y la señorita Bartlett (incluso si culminara en una residencial reunión para tomar el té) no era ya el mayor de los placeres. Se hada eco de los arrebatos de Charlotte con cierta timidez. Solamente cuando se enteró de que también iría el señor Beebe llegó a interesarse más sinceramente.
—En consecuencia, seremos una partie carrée -dijo el capellán-. En estos tiempos de agitación y tumulto necesitamos enormemente el campo y su mensaje de pureza. Andate via! andate presto, presto!. ¡Ah, la ciudad! Es bella, pero también es esto.
Ellas asintieron.
—Esta misma plaza, según me han contado, presenció ayer la más sórdida de las tragedias. Para quien ama la Florencia de Dante y de Savonarola hay algo de monstruosidad en semejante profanación, monstruosa y humillante.
—Sin duda humillante -dijo la señorita Bartlett-. La señorita Honeychurch pasaba por aquí cuando sucedió. A duras penas puede oír hablar de ello -añadió mirando de reojo y con orgullo a Lucy.
—¿Y cómo estaba usted aquí? — preguntó el capellán paternalmente.
El reciente liberalismo de la señorita Bartlett desapareció ante la pregunta.
—No la culpe, señor Eager, por favor. La culpa es mía, la dejé sin compañía.
—Entonces ¿estaba usted sola, señorita Honeychurch? —su voz sugería una crítica cordial, pero al mismo tiempo sugería que unos cuantos pormenores truculentos no serían inaceptables. Su oscura y bella cara se convirtió en siniestra esperando la respuesta de Lucy.
—Prácticamente.
—Alguien de entre nuestras amistades de la pensión amablemente la acompañó a casa -dijo la señorita Bartlett, intencionadamente escondiendo el sexo del protector. — Debe, de haber sido una terrible experiencia para esa persona también. Confío en que ninguno de los dos estuvo mezclado, es decir, no estaba próximo.
Entre las muchas cosas de que se daba cuenta Lucy hoy, no era la menos notable que había una tendencia vampírica entre gente respetable, especulando con la sangre. George Emerson había mantenido ese aspecto extrañamente puro.
—Murió cerca de la fuente, creo -fue la respuesta de Lucy.
—Y usted y la persona amiga...
—Estábamos fuera de la Loggia.
—Eso debe de haberles ayudado mucho. No han visto, sin duda, las desafortunadas fotografías de la prensa sensacionalista... Ese hombre es un peligro público. Sabe perfectamente bien que soy un residente, y aún me molesta con sus vulgares postales.
Seguramente el vendedor perseguía a Lucy, la eterna persecución italiana de la juventud. Repentinamente había alargado su colección por detrás de la señorita Bartlett y del señor Eager, con una tira deslucida de iglesias, cuadros y panorámicas de una mano a otra.
—¡Esto es demasiado! — exclamó el capellán, dando un golpe petulante a uno de los ángeles de Fra Angelico. Ella lanzó una exclamación. Un lamento estridente salió de boca del vendedor. La colección, parecía ser, era más valiosa de lo que alguien pudiera suponer.
—De buena gana le compraría... -empezó diciendo la señorita Bartlett.
—Ignórele -dijo el señor Eager de manera cortante, y se pusieron a andar rápidamente más allá de la plaza.
Pero a un italiano no se le puede ignorar nunca, y menos a uno que ha sido maltratado. La persecución a que había sometido al señor Eager se hizo menos acuciante. Por el aire sonaban sus amenazas y lamentos. Recurrió a la bondad de Lucy ¿acaso no intercedería? Era pobre (tenía una familia que cobijar). Al menos para pan. Esperó, habló precipitadamente, fue recompensado, no le pareció suficiente, no los dejó hasta que ellas ya no tenían idea de si era agradable o desagradable.
El tema que siguió luego fue el de ir de compras. Guiados por el capellán seleccionaron diversos regalos repulsivos y recuerdos, floridos cuadritos que parecían modelados en pasta dorada; otros pequeños objetos, más austeros, con marcos tallados en roble; un libro de pergamino, un Dante del mismo material, broches baratos con piedras que las solteronas, en la Navidad siguiente, dirían que no eran buenas; agujas, botes, saleros con escudos, fotografías artísticas en color sepia; Eras y Psique en alabastro; san Pedro haciendo juego... todo lo cual les hubiera costado más barato en Londres. Aquella triunfante mañana no dejó en Lucy agradables sensaciones. Le habían asustado un poco, tanto la señorita Lavish como el señor Eager, y no sabía por qué. Y puesto que la habían asustado, había dejado, extrañamente, de respetarlos. Dudaba de que la señorita Lavish fuera una gran artista. Dudaba de que el señor Eager rebosara espiritualidad y cultura tal como habían procurado hacerle creer. Los pasaba por un nuevo juicio y se le aparecían con ciertos fallos. Por lo que respecta a Charlotte, nada había cambiado. Era posible ser amable con ella, pero imposible quererla.
—El hijo de un obrero, lo supe por un incidente. Un mecánico que trabajaba para sí cuando era joven. Más tarde le dio por escribir para la prensa socialista. Me lo encontré en Brixton.
Estaban hablando de los Emerson.
—¡Cuán maravillosamente se sitúa la gente en nuestros días! — suspiró la señorita Bartlett mientras señalaba con el dedo una reproducción de la torre de Pisa.
—Generalmente -replicó el señor Eager-, uno sólo simpatiza con su éxito. El deseo de educación y de avance social... en eso hay algo que no es completamente vil. Hay algunos obreros que desearían que salieran, que estuvieran aquí en Florencia... aunque de poco les serviría.
—¿Aún es periodista? — preguntó la señorita Bartlett.
—Ya no, hizo un casamiento ventajoso.
Hizo esta observación con una voz llena de intención y acabó con una mueca.
—¡Ah!, por lo tanto tiene mujer.
—Muerta, señorita Bartlett, muerta... Me pregunto... sí, me pregunto cómo se atreve a mirarme a la cara, permitirse pedir una entrevista conmigo. Era de mi parroquia, en Londres, hace mucho tiempo. El otro día en Santa Croce, cuando estaba con la señorita Honeychurch, lo avergoncé. No es más que un humillado.
—¿Por qué? — exclamó Lucy poniéndose colorada.
—¡Compostura! — dijo sibilinamente el señor Eager.
Intentó cambiar de tema, pero procurando ganarse un dramático punto había interesado a su audiencia más de lo que había intentado. La señorita Bartlett estaba llena de natural curiosidad. Lucy, aunque no deseaba ver a los Emerson, no estaba dispuesta a condenarlos con una sola palabra.
—¿Quiere decir -preguntó Lucy- que no son gente religiosa? Porque esto ya lo sabemos.
—¡Lucy querida...! — dijo la señorita Bartlett suavemente, censurando la viveza de su prima.
—Me sorprendería si ustedes los conocieran completamente. Al muchacho, una inocente criatura por aquel tiempo, lo excluiré. Dios sabe lo que su educación y las cualidades heredadas pueden haberle hecho.
—Tal vez -dijo la señorita Bartlett -haya algo que es mejor que no sepamos.
—Para ser sincero -dijo el señor Eager-, sí lo hay. No diré más.
Por vez primera en su vida los pensamientos rebeldes de Lucy se convirtieron en palabras.
—Usted nos ha aclarado bien poco.
—Era mi intención aclarar poco -fue su helada respuesta.
Lanzó una mirada de indignación a la muchacha, que le correspondió con igual actitud. Se volvió hacia él desde el mostrador de la tienda y su corazón palpitaba con rapidez. Él observó su frente y la repentina fuerza de sus labios. Resultaba intolerable que no le creyera.
—Asesinato, si es que quiere saberlo -exclamó enfurecido-. Ese hombre asesinó a su esposa.
—¿Cómo? — replicó ella.
—Para todos los fines y efectos, la asesinó. Aquel día en Santa Croce... ¿le dijo algo contra mí?
—Ni una sola palabra, señor Eager..., ni una sola palabra.
—¡Oh!, pensé que me habían estado difamando. Pero supongo que solamente fueron sus encantos lo que los contuvo.
—No los estoy defendiendo -dijo Lucy perdiendo su valor y recayendo en sus pasados métodos caóticos-. No me importan nada.
—¿Cómo pudo pensar que Lucy los estaba defendiendo? — dijo la señorita Bartlett, desconcertada al máximo por tan desagradable escena. El tendero posiblemente los estaba escuchando.
—A ella le parecerá increíble. Pero ese hombre ha matado a su mujer a los ojos de Dios.
Añadir a Dios resultaba sorprendente. Pero el capellán estaba realmente intentando calificar una observación precipitada. Siguió un silencio que hubiera tenido que resultar impresionante, pero que sólo resultó absolutamente embarazoso. La señorita Bartlett, precipitadamente, los sacó a la calle.
—Debo irme -dijo él, cerrando los ojos y sacando el reloj.
La señorita Bartlett le dio las gracias por su amabilidad y habló con entusiasmo del paseo próximo.
—¿Paseo? ¡Oh! ¿Acaso hemos concertado nuestro paseo?
Lucy se sintió llamada por sus buenos modales y, después de contenerse un poco, la complacencia del señor Eager surgió de nuevo.
—¡Al diablo el paseo! — exclamó la muchacha tan pronto como él se había ido-. No es más que el paseo que hemos acordado con el señor Beebe sin ninguna ostentación. ¿Por qué tiene que invitamos de una manera tan absurda? Deberíamos también invitado y que cada uno se pagara lo suyo.
La señorita Bartlett, que había intentado lamentarse a propósito de los Emerson, se disparó bajo los efectos de esta observación a impensables cálculos.
—Si esto es así, querida..., si vamos nosotras y el señor Beebe con el señor Eager y es realmente el mismo paseo que concertamos con el señor Beebe, preveo una mezcla explosiva.
—¿Por qué?
—Porque el señor Beebe ha invitado también a Eleanor Lavish.
—Eso supondrá otro coche.
—Peor aún. Al señor Eager no le gusta Eleanor. Ella lo sabe. A decir verdad, es demasiado poco convencional para él.
Se encontraban en el salón de espera del banco inglés. Lucy permanecía al lado de la mesa central, sin prestar mucha atención al Punch y al Graphic, intentando responderse, o al menos formularse, las preguntas que le bailaban en la cabeza. El mundo que conocía se había quebrado y en su lugar surgía Florencia, una mágica ciudad donde la gente pensaba y hacía las más extraordinarias cosas. Asesinato, acusaciones de asesinato, una dama colgándose del brazo de un hombre y comportándose rudamente con otro. ¿Eran ésos los sucesos diarios en sus calles? Había allí mucha más ingenua belleza que lo que podían ver los ojos. ¿Tal vez el poder, la evocación de pasiones, lo bueno y lo malo y el darles un rápido cumplimiento?
Dichosa Charlotte, que, aunque altamente turbada por cosas que no tenían ninguna importancia, no tomaba en cuenta las cosas que lo eran. ¿Quién podía conjeturar con admirable discreción «adónde conducía eso»? Pero, evidentemente, perdía la noción de destino mientras iba aproximándose a él. Estaba parada en un rincón intentando extraer una nota circular de una especie de bolso de tela que colgaba en casto escondrijo alrededor de su cuello. Le habían dicho que ése era el lugar más seguro donde llevar el dinero en Italia, que debía salir al exterior sólo entre las paredes de un banco inglés. Mientras iba buscando murmuraba:
—Si ha sido el señor Beebe quien ha olvidado decírselo al señor Eager, o el señor Eager quien se ha olvidado de decírnoslo a nosotras, o si han decidido dejar a Eleanor totalmente, cosa que no se atreverían a hacer; en cualquier caso debemos estar preparadas. Es a ti a quien quieren realmente. A mí sólo me invitan por las apariencias. Tú irás con los dos caballeros; yo y Eleanor seguiremos atrás. Con un coche de un caballo tendremos bastante. ¡Cuán complicado es todo esto!
—Lo es en verdad -replicó la muchacha con una gravedad que parecía graciosa.
—¿Qué piensas de todo esto? — preguntó la señorita Bartlett, empujada por la disputa anterior y abrochándose su vestido.
—No sé ni lo que pienso ni lo que quiero.
—¡Oh, Lucy, querida! Espero que Florencia no te esté aburriendo. Di una sola palabra y, como sabes, te llevaré al fin del mundo mañana.
—Gracias, Charlotte -dijo Lucy reflexionando sobre el ofrecimiento.
Habían cartas para ella en la recepción. Una de su hermano llena de ejercicios atléticos y de biología. Otra de su madre, deliciosa como todas las cartas de su madre. Por ella se enteró de que las flores de azafrán que habían comprado por amarillas habían salido de color marrón púrpura; de la nueva doncella, que había regado los helechos con esencia de limonada, de los medio abandonados cottages que se derrumbaban en Summer Street, partiendo el corazón de sir Harry Otway. Recordó la libre, agradable vida de su hogar, donde le estaba permitido hacerlo todo y donde nada podía sucederle. El camino sobre los bosques de pinos, el pulcro salón, la panorámica sobre Sussex Weald. Todo quedaba atrás, brillante y distinto, pero patético como los cuadros en un museo al que, después de múltiples aventuras, un viajero retorna.
—¿Qué novedad hay? — preguntó la señorita Bartlett.
—Los señores Vyse y su hijo se han ido a Roma -dijo
Lucy, proporcionándole las novedades que a ella le interesaban menos-. ¿Conoces a los Vyse?
—¡Oh, no volvamos a casa por este camino! Nunca nos cansaremos de nuestra querida Piazza della Signoria.
— Son gente muy agradable los Vyse. Tan inteligentes: la personificación de lo que es una persona inteligente. ¿No te gustaría ir a Roma?
—Me muero de ganas.
En la Piazza della Signoria hay demasiada piedra para que resulte brillante. No tiene césped, ni flores, ni frescos, ni resplandecientes muros de mármol o animados pedazos de ladrillo rojo. Por una extraña casualidad (a menos que creamos en un genio de las plazas que la preside) las estatuas que dan relieve a su austeridad sugieren, no la inocencia de la infancia, ni la gloriosa excitación de la juventud, sino la consciente perfección de la madurez. Perseo y Judit, Hércules y Thusnelda, han dado o soportado algo y, aunque son inmortales, la inmortalidad les ha llegado a través de la experiencia, no antes. Allí, no sólo en la soledad de la naturaleza, debe un héroe, encontrar a una diosa, o una heroína a un dios.
—¡Charlotte! — exclamó la muchacha de repente-. Tengo una idea. ¿Por qué no salimos para Roma mañana, directamente al hotel de los Vyse? Sé lo que quiero. Estoy harta de Florencia. Bien, dijiste que irías al fin de la tierra. ¡Hazlo! ¡Hazlo!
La señorita Bartlett, con idéntica vivacidad, contestó:
—¡Oh, increíble persona! Me pregunto qué pasará con el paseo por las colinas.
Atravesaron juntas la sólida belleza de la plaza, riéndose ante el tan poco práctico plan.
Capítulo VI
El reverendo Arthur Beebe, el reverendoCuthbert Eager, el señor Emerson,
la señorita Eleanor Lavish, la señorita Charlotte Bartlett y la señorita Honeychurch
salen en coches para contemplar una panorámica:
los italianos les salen al paso.
Era Faetón quien los llevó al Fiesole aquel memorable día, un joven lleno de irresponsabilidad y fuego, cautelosamente tirando de los caballos de su dueño por la pedregosa colina. El señor Beebe lo reconoció a primera vista. Ni las edades de la fe ni la de la duda le habían alcanzado. Era la versión toscana de Faetón conduciendo un coche de caballos. Y junto a él Perséfone, para quien él había pedido permiso para subida en el camino diciendo que era su hermana. Perséfone, alta, delgada y pálida, que volvía con la primavera a la casa de campo de su madre, protegiendo todavía sus ojos de la desacostumbrada luz. Respecto a ella, el señor Eager tuvo objeciones diciendo que traería complicaciones, y además había que evitar las imposiciones. Pero las damas intercedieron, y cuando quedó bien claro que habían concedido un gran favor, a la diosa le fue permitido subir al lado del dios.
Faetón lo primero que hizo fue pasar la rienda izquierda por encima de la cabeza de ella, lo que dificultaba para conducir con su brazo rodeando la cintura de ella, que no se alteró. El señor Eager, que estaba sentado de espaldas a los caballos, no vio nada del indecoroso proceder y siguió conversando con Lucy. Los demás ocupantes del carruaje eran el viejo señor Emerson y la señorita Lavish. Había sido una triste coincidencia. El señor Beebe, sin consultar al señor Eager, había doblado el número de la expedición. Y aunque la señorita Bartlett y la señorita Lavish habían estado planeando durante toda la mañana cómo debía ir cada uno, en el momento crítico, cuando los carruajes llegaron, se atolondraron y la señorita Lavish se colocó al lado de Lucy, mientras que la señorita Bartlett, con George Emerson y el señor Beebe, los seguía atrás.
Lucy, elegantemente vestida de blanco, en posición rígida y nerviosa en medio de estos explosivos ingredientes, atenta al señor Eager, distante respecto a la señorita Lavish, mirando de reojo al viejo señor Emerson, afortunadamente dormido de momento, gracias a un almuerzo pesado y a la soporífera atmósfera de primavera. Consideró la expedición como obra del destino y por esa razón le hubiera gustado prescindir de George Emerson. Abiertamente había dado muestras de que no deseaba seguir con una amistad íntima. Le había rehuido, no porque él le disgustara, sino porque no sabía adónde iría a parar y sospechaba que él sí lo sabía. Yeso le daba miedo.
Pero lo importante, fuera lo que fuese, ya había sucedido, no en la Loggia, sino junto al río. Comportarse extrañamente ante la visión de la muerte es excusable. Pero hablar de ella luego, pasar de hablar de ella al silencio, e incluso del silencio a la simpatía es un error, no por una emoción momentánea sino por todo lo sucedido. Había sin duda algo censurable (pensaba ella) en haber contemplado juntos la oscura corriente, en el impulso común que los había llevado a regresar a casa sin decirse ni una palabra ni cruzarse una mirada. Ese sentido de profanación había sido tenue al principio. Se había alistado con desgana en la expedición a la Torre del Gallo. Pero cada vez que rehuía a George, se convertía más imperativo el hecho de que tendría que rehuido de nuevo. Y, celestial ironía, moviéndose entre su prima y los dos clérigos, no le dolía salir de Florencia después de haber participado con él en esa expedición a las colinas.
Mientras el señor Eager la entretenía con su civilizada conversación, sus pequeñas desavenencias parecían olvidarse.
—Por lo tanto, señorita Honeychurch, ¿usted viaja como estudiante de arte?
—¡Oh, por Dios, no! ¡No!
—¿Quizá como estudiosa de la naturaleza humana -interpuso la señorita Lavish- cual yo misma?
—¡Oh, no! Soy simplemente una turista.
—¡Oh, sin duda! — dijo el señor Eager-. Pero ¿cree que lo es? Si no me juzga grosero, me atreveré a decir que a los residentes algunas veces nos dan lástima ustedes; pobres turistas, y no poco; llevados como un paquete de Venecia a Florencia, de Florencia a Roma, viviendo como un rebaño todos agrupados en pensiones u hoteles, completamente desconocedores de todo lo que no se encuentra en el Baedeker, sólo con la ansiedad de alcanzar «lo hecho» o «hacia», y seguir para cualquier otro lugar. Conocen la historia de la muchacha americana en el Punch que pregunta: «Dime, papá, ¿qué viste en Roma?» Y el padre le responde: «Pues creo que en Roma es donde vimos al perro.» Esto es viajar para ustedes. ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!
—Estoy completamente de acuerdo -dijo la señorita Lavish, que había intentado repetidamente interrumpir su humor mordaz-. La estrechez y superficialidad del turista anglosajón no son sino una amenaza.
—Completamente de acuerdo. Actualmente existe la colonia inglesa de Florencia, señorita Honeychurch y tiene considerable importancia aunque, sin duda, no todos, hay unos pocos aquí por negocios, por ejemplo. Pero la mayor parte están estudiando. Lady Helen Laverstock actualmente anda atareada con Fra Angelico. Menciono su nombre porque estamos pasando por delante de su villa, a la izquierda. No, sólo podrá ver si están dentro..., no, no están, ¡se caerá! Está muy orgullosa de este pequeño seto. Dentro, perfecta reclusión. Uno podría sentirse transportado a seiscientos años atrás. Algunos críticos creen que en su jardín tuvo lugar la escena del Decamerón, hecho que le añade interés, ¿no le parece?
—¡Sin duda! — exclamó la señorita Lavish-. Dígame, ¿dónde sitúan la escena de aquel maravilloso séptimo día?
Pero el señor Eager siguió contando a la señorita Honeychurch que a la derecha vivía el señor Alguien Algunacosa, un americano del mejor estilo, ¡tan excéntrico!, y que Alguien Algo vivía un poco más arriba de la colina.
—¿Tal vez conoce sus monografías en la colección Medieval Byways? Está trabajando en Gemistus Pletho. En algunas ocasiones, cuando tomo té en sus bellos jardines, oigo, detrás del muro, el chirrido del tranvía eléctrico por la nueva calle, con su cargamento de sudorosos, polvorientos, poco inteligentes turistas que van a «hacer» el Fiesole en una hora para poder decir que han estado allí, y pienso... pienso... pienso cuán poco piensan, cuántas mentiras los rodean.
Durante su disertación las dos figuras en el pescante del carruaje estaban jugueteando desvergonzadamente. Lucy sintió una punzada de envidia. Era evidente que querían comportarse sin ninguna educación; les resultaba agradable ser capaces de hacerlo. Seguramente eran los únicos que disfrutaban de la expedición. El carruaje pasó con torturadores traqueteos hacia la Piazza del Fiesole, y de allí hacia el camino de Settignano.
—Piano!, piano! — dijo el señor Eager moviendo elegantemente su mano por encima de la cabeza.
—Va bene, signore! va bene, va bene -dijo cantarinamente el conductor, fustigando nuevamente los caballos.
Entonces el señor Eager y la señorita Lavish empezaron a conversar a propósito de Alessio Baldovinetti. ¿Era él quien había provocado el Renacimiento, o era una de sus manifestaciones? El otro carruaje había quedado atrás. A medida que el trote aceleraba al galope, la larga, dormida figura del señor Emerson chocaba con el capellán con la regularidad de una máquina.
—Piano!, piano! -dijo el capellán lanzando una mirada de mártir a Lucy.
Otra sacudida hizo que se moviera enfurecidamente de su asiento. Faetón, que durante algún tiempo había intentado besar a Perséfone, acababa de conseguirlo.
Siguió una escena que, como la señorita Bartlett manifestó más tarde, fue de lo más desagradable. Se hizo parar a los caballos, los amantes recibieron órdenes de separarse, el muchacho iba a perder su pourboire, la muchacha debía bajar inmediatamente.
—Es mi hermana -exclamó él, mirándolos con ojos que reclamaban piedad.
El señor Eager se tomó la molestia de decirle que era un mentiroso. Faetón bajó la cabeza, no por la acusación, sino porque era uno de sus movimientos. Entonces el señor Emerson, a quien la sacudida de la parada le había despertado, declaró que unos amantes no deben separarse por ninguna razón y les dio una palmada en el hombro para demostrar así su aprobación, y la señorita Lavish, que. no deseaba aliarse a ellos, se sintió llamada a coadyuvar la causa de la bohemia y exclamó:
—Con toda seguridad dejaría que siguieran juntos, pero me parece que nadie apoyaría mi idea. Siempre he hecho poco caso de convencionalismo s en mi vida. Esto es lo que llamo una aventura.
—No debemos dejar que nos sometan -dijo el señor Eager-. Sé que él lo está intentando. Nos está tratando como si fuéramos una expedición de turistas de Cook.
—¡Seguro que no! — dijo la señorita Lavish, cuyo ardor iba visiblemente disminuyendo.
El otro carruaje iba detrás, e inteligentemente el señor Beebe dijo en voz alta que después de esa advertencia la pareja se comportaría con dignidad.
—Dejémoslos solos -el señor Emerson pidió al capellán, por quien no sentía ningún temor-. ¿Acaso vemos la felicidad tan a menudo que la echaremos de ahí cuando es precisamente donde se asienta? Ser conducidos por amantes... Un rey nos envidiaría, y si los separamos cometeremos un sacrilegio más que cualquier otra cosa.
En ese momento se oyó la voz de la señorita Bartlett, que protestaba diciendo que había empezado a congregarse una multitud.
El señor Eager, de lengua fácil pero de poca voluntad y decisión, se determinó a hacerse oír también. De nuevo se dirigió al conductor. El italiano, en boca de los italianos, resulta una corriente sonora y profunda, con insospechadas cataratas y cascadas que lo preservan de la monotonía. En boca del señor Eager, a nada se parecía salvo a una ácida y silbante fuente que cada vez iba subiendo más y más de tono, con mayor y mayor rapidez, cada vez con mayor estridencia, hasta que abruptamente sonaba como un disparo.
—Signorina -dijo el muchacho a Lucy cuando la escena hubo acabado. ¿Por qué pediría la ayuda de Lucy?
— Signorina -se hizo eco Perséfono con su gloriosa voz de contralto. Señaló al otro carruaje. ¿Por qué?
Por un momento los dos muchachos se miraron. Luego Perséfone bajó del pescante.
—¡Victoria al fin! — dijo el señor Eager, aplaudiendo cuando los carruajes habían emprendido de nuevo la marcha.
—No es una victoria -dijo el señor Emerson-. Es una derrota. Habéis separado a dos personas que eran felices.
El señor Eager entornó los ojos. Se veía obligado a' sentarse al lado del señor Emerson, pero no quería dirigirle la palabra. Al anciano señor el dormir le había refrescado y se tomaba el incidente con simpatía. Quiso que Lucy estuviera de acuerdo con lo que él opinaba porque pensaba en favor de su hijo.
—Hemos intentado comprar lo que no se compra con dinero. Se ha comprometido a llevarnos y lo está haciendo. Pero no tenemos ningún derecho sobre su alma.
La señorita Lavish expresó su descontento. Resulta duro cuando una persona que se ha clasificado como el típico inglés interpreta un papel que no es el suyo.
—No nos conducía bien -dijo-. Nos hacía dar saltos.
—Lo niego. íbamos tan tranquilos como si durmiéramos. ¡Ajá! Ahora sí que nos hace dar saltos. ¿Se explica por qué? Quisiera echarnos a todos abajo, y lo más seguro es que tiene razón. Y si fuéramos supersticiosos deberíamos también temer a la muchacha. No se puede maltratar a la gente joven. ¿Ha oído hablar alguna vez de Lorenzo de Médici?
La señorita Lavish se encrespó.
—Naturalmente que sí. ¿Se refiere a Lorenzo el Magnífico o a Lorenzo duque de Urbino, o a Lorenzo llamado el Lorenzino por su diminuta estatura?
—Dios lo sabe. Y posiblemente también sabe que me refiero a Lorenzo el poeta. Escribió un verso, que oí ayer y que dice así: «No luchéis contra la primavera.»
El señor Eager no pudo resistir la oportunidad para mostrar su erudición.
—Non late guerra al maggio -murmuró-. No hagáis la guerra a mayo, sería el sentido correcto.
—Lo cierto es que hemos ido en contra suya. ¡Miren!
—dijo señalando el Val d'Arno, que estaba a lo lejos, por encima de donde se encontraban, a través de las ramas de los árboles-. Cincuenta millas de primavera, y hemos subido hasta aquí para admirarla. ¿Creen que existe alguna diferencia entre la primavera en la naturaleza y la primavera en el hombre? Pero allí nos dirigimos, ensalzando a una y condenando a la otra como impropia, avergonzados de que las leyes eternas nos lleven hacia ambas.
Nadie le animó a continuar hablando. Luego el señor Eager hizo una seña para que los carruajes se detuvieran, disponiendo a todos los miembros para el paseo por la colina. Un hueco parecido a un gran anfiteatro, lleno de escaleras terraplenadas y de brumosos olivos, se extendía entre ellos y las cumbres del Fiesole, y el camino, aun siguiendo su curva, iba a dar a un promontorio que destacaba en la planicie. Era este promontorio, sin cultivar, húmedo, cubierto de arbustos y algunos árboles, el que había inspirado la fantasía de Alessio Baldovinetti casi quinientos años antes. Lo había subido este diligente y algo oscuro maestro posiblemente pensando en su trabajo, posiblemente por la dicha de la ascensión. Ya allí, había visto la panorámica del Val d'Arno y a Florencia distante, que más tarde había involucrado no muy eficientemente en su obra. ¿Fue allí exactamente donde estuvo? Ésa era la pregunta que el señor Eager había esperado resolver. Y la señorita Lavish, cuya naturaleza se sentía atraída por las cosas problemáticas, había llegado a sentir igual entusiasmo.
Pero no es fácil retener las pinturas de Alessio Baldovinetti en la memoria, incluso si uno se ha acordado de mirarlas antes de salir. Y la niebla que cubría el valle aumentaba la dificultad de la investigación. La expedición se desparramó por las extensiones de césped, siendo la ansiedad por permanecer juntos tan fuerte como el deseo de seguir cada uno direcciones distintas. Finalmente se esparcieron en grupos. Lucy se unió a la señorita Bartlett y a la señorita Lavish. Los Emerson volvieron atrás para sostener una laboriosa conversación con los conductores, mientras los dos clérigos, que era de esperar tuvieran temas en común, se quedaron juntos.
Las dos maduras damas muy pronto se quitaron la máscara: En un susurro audible, que ya resultaba familiar para Lucy, empezaron a conversar, no sobre Alessio Baldovinetti, sino sobre el viaje. La señorita Bartlett había preguntado al señor Emerson cuál era su profesión, y él le había respondido que «el ferrocarril». Sentía mucho habérselo preguntado. No tenía la menor idea de que obtendría tan lastimosa respuesta; de lo contrario no le habría preguntado nada. Pero el señor Beebe había dado la vuelta a la conversación muy inteligentemente y ella pensó que el joven no se había sentido muy herido por que ella se lo había preguntado.
—¡El ferrocarril! — dijo suspirando la señorita Lavish-. ¡Oh, me voy a morir! ¡Claro que se trata del ferrocarril! — no podía controlar su risa-: Es la imagen de un maletero... en... en el sudeste.
—Eleanor, no te excites -le advirtió mientras cogía a su vivaz compañera-. ¡Cálmate! Te oirán... los Emerson...
—No puedo parar. Déjame ser malvada. Un maletero...
—¡Eleanor!
—Estoy segura de que tiene razón -añadió Lucy-.
Los Emerson no la oirán, y si la oyeran no le harían ningún caso.
La señorita Lavish se mostró poco complacida ante esta observación.
—¡Nos está oyendo la señorita Honeychurch! — añadió algo molesta-. ¡Bah!, ¡bah! ¡Chiquilla traviesa, vete!
—¡Oh, Lucy! ¡Deberías estar con el señor Eager! Estoy segura.
—No los encontraré y además no me apetece mucho.
—El señor Eager se ofenderá. Es una excursión organizada por él.
—No estoy de acuerdo -dijo la señorita Lavish-. Es como una fiesta escolar; los muchachos se han separado de las muchachas. Señorita Lucy debe ir. Nosotras deseamos hablar de altos temas indignos de sus oídos.
La muchacha se mostraba obstinada. Puesto que su estancia en Florencia había conducido a este fin, sólo se encontraba a gusto entre la gente por la que sentía indiferencia, como era el caso con la señorita Lavish y como sucedía, por el momento, con Charlotte. Deseaba no llamar la atención sobre sí misma y ambas se habían sentido ofendidas por su observación anterior y parecían determinadas a escapar de ella.
—¡Cómo se cansa una! — dijo la señorita Bartlett-. Me gustaría que Freddy y tu madre pudieran hallarse aquí.
El altruismo en la señorita Bartlett había conseguido superar y reemplazar por completo cualquier entusiasmo. Lucy ni siquiera contempló la panorámica. No disfrutaría hasta sentirse a salvo en Roma.
—Ahora siéntense -dijo la señorita Lavish- y observen mi previsión.
Entre risas sacó dos de esos impermeables cuadrados que protegen los vestidos del turista de la humedad en la hierba o del frío en las escalinatas de mármol. Se sentó encima de uno. ¿Quién iba a sentarse en el otro?
—Lucy, sin duda, Lucy. Para mí está bien el suelo. Realmente hace años que no he tenido reumatismo. Si lo siento de nuevo, me levantaré en seguida. Imagínate qué pensaría tu madre si permitiera que te sentases en la humedad con tu vestido blanco. — Y ella se sentó pesadamente donde el suelo parecía particularmente jugoso-. Aquí estamos instaladas deliciosamente. Incluso siendo mi vestido más fino, no se notará mucho pues es marrón. Siéntate, querida; eres demasiado altruista, no te cuidas lo suficiente de ti misma. — Aclaró su garganta-. Ahora no te alarmes, no es resfriado. Es una tos mínima y la tengo desde hace tres días. No tiene ninguna relación con el hecho de que esté sentada aquí.
Había sólo un camino para solucionar la situación. Al cabo de cinco minutos, Lucy se fue en busca del señor Beebe y del señor Eager, rendida ante el impermeable cuadrado.
Se dirigió hacia los cocheros, que estaban desenganchando los caballos, aromatizando los cojines con cigarros. El más atrevido, un huesudo muchacho quemado por el sol, se levantó para saludada con la cortesía de un anfitrión y la seguridad de alguien de la familia.
—Dove? — dijo Lucy, después de pensado muy ansiosamente.
El rostro del muchacho se iluminó. Sin duda conocía dónde. Apretó las puntas de sus dedos en la frente y luego los dirigió hacia ella, como si sudara ante el esfuerzo de extraer conocimiento.
Parecía que debía añadir algo. ¿Cuál sería la palabra italiana para «cura»?
—Dove buoni uomini? — dijo al fin.
¿Bueno? ¡Escasamente apropiado el adjetivo para tan nobles seres! El le mostró su cigarro.
—Uno... più... piccolo -fue la aclaración siguiente de ella, implicando: ¿Le ha dado el cigarro el señor Beebe, el de menos estatura de los dos hombres buenos?
Ella se comportaba correctamente como le era usual. El muchacho amarró el caballo a un árbol, le pegó para que estuviera quieto, limpió el polvo del carruaje, arregló su pelo, se colocó adecuadamente la gorra y se atusó el bigote, y en menos de un cuarto de minuto estaba preparado para enseñarle el camino a ella. Los italianos han nacido conociendo el camino. Se diría que la tierra entera se extiende detrás de ellos, no como un mapa, sino como un tablero de ajedrez donde constantemente están cambiando las piezas de lugar, así como los escaques. Cada uno es capaz de encontrar lugares, pero encontrar a la gente es un don divino.
El muchacho sólo se paró en una ocasión para recoger unas cuantas violetas. Ella se las agradeció. En compañía de aquel hombre corriente el mundo era bello y directo. Lucy, por vez primera, sintió los efectos de la primavera. Estiró el brazo hacia el horizonte graciosamente. Violetas, como otras cosas que existían en gran profusión en este lugar. ¿Acaso le gustaría verlas?
—Ma buoni uomini...
Él asintió con la cabeza. Ciertamente. Buenos hombres primero, violetas más tarde. Avanzaron rápidamente por entre la maleza, que cada vez se hacía más y más espesa. Se estaban aproximando al margen del promontorio y el panorama se iba ocultando, aunque la oscura maraña lo hacía aparecer a través de minúsculos agujeros. Él estaba ocupado con su cigarro y en apartar las ramas que colgaban hacia ellos. Ella gozaba de su evasión del aburrimiento. Ni un desnivel, ni una ramita dejaban de tener importancia para ella.
—¿Qué es esto?
Se oyó una voz proveniente del bosque, lejos, detrás. ¿La voz del señor Eager? Él hizo un movimiento de no saber nada con los hombros. La ignorancia de un italiano es, a veces, más señalada que su conocimiento. Lucy no lograba hacerle comprender que tal vez habían perdido a los clérigos. Al fin aparecía la panorámica, podía distinguir el río, la dorada llanura, las otras colinas.
—Eccolo! — exclamó él.
En ese preciso momento el camino se abría y con una exclamación Lucy se encontró fuera del bosque. Luz y belleza la envolvía. Había ido a dar a una pequeña terraza que estaba cubierta de violetas de un extremo a otro.
—¡Valor! — exclamó su compañero, erguido a unos seis pies de altura respecto a ella-. Valor y amor.
Ella no respondió. A sus pies el suelo se cortaba bruscamente dando paso a la panorámica. Violetas que se agrupaban alrededor de arroyos y corrientes y cascadas, regando la vertiente de la colina de azul, arremolinándose alrededor de los troncos de los árboles, formando lagunas en los agujeros, cubriendo la hierba con manchas de espuma azulada. Jamás volvería a haberlas en tal profusión. La terraza era el principio de lo bello, la fuente original donde la belleza hacía brotar agua que iba a la tierra.
De pie en el margen, como un nadador que se prepara, estaba el buen hombre. Pero no era el buen hombre que ella había pensado, y estaba solo.
George se había vuelto al oír su llegada. Por un momento la contempló, como si fuera alguien que bajaba de los cielos. Vio la radiante alegría en su cara, las flores que batían su vestido en olas azuladas. Los arbustos que la encerraban por encima. Subió rápidamente hasta donde estaba ella y la besó.
Antes de que ella pudiera decir algo, casi antes de que pudiera sentir nada, una voz llamó: «¡Lucy!, ¡Lucy!, ¡Lucy!» La señorita Bartlett, que era una mancha oscura en la panorámica, había roto el silencio de la vida.
Capítulo VII
El retorno
Habían estado jugando un complicado juego arriba y abajo de la ladera de la colina durante toda la tarde. De qué se había tratado exactamente y de cómo se habían dispuesto los jugadores, Lucy iba descubriéndolo lentamente. El señor Eager se había juntado con una mirada inquisidora. Charlotte lo había ahuyentado a base de hablar de muchas tonterías. Al señor Emerson, cuando buscaba a su hijo, le habían dicho dónde encontrarlo. El señor Beebe, que jugaba el papel de neutral, se encargó de reunirlos a todos para volver a casa. Había un sentido general de deslumbramiento y de excitación. Pan había estado entre ellos, no el gran dios Pan, a quien se ha enterrado durante los últimos doscientos años, sino el pequeño dios Pan, que está presente en los contratiempos sociales y en las excursiones campestres sin éxito. El señor Beebe había perdido a cada uno y se había comido en soledad la cesta de la merienda que llevaba consigo para dar una sorpresa agradable. La señorita Lavish había perdido a la señorita Bartlett. Lucy había perdido al señor Eager. El señor Emerson había perdido a George. La señorita Bartlett había perdido su impermeable. Faetón había perdido la partida.
Este último hecho era innegable. Se subió a la cabina de un salto, levantándose las solapas y profetizando la rápida proximidad de mal tiempo.
—Vayámonos en seguida -les dijo-. El signorino andará.
—¿Todo el camino? Le ocupará horas -dijo el señor Beebe.
—Así parece. Ya le he dicho que era poco práctico.
—No quería mirar a nadie a la cara, tal vez para él la derrota fuera especialmente dolorosa. Él sólo había jugado con habilidad, sirviéndose de su instinto, mientras que los demás habían usado fragmentos de su inteligencia. Él sólo había adivinado qué cosas sucederían, y cuáles deseaba que sucedieran. Sólo él había interpretado el mensaje que Lucy había recibido cinco días antes de los labios de un hombre moribundo. Perséfone, que pasa la mitad de su vida en la tumba, también podía interpretado. No así aquellos ingleses. Adquieren sabiduría lentamente, y tal vez demasiado tarde.
Los pensamientos de un conductor de carruaje, aunque acertados, raramente afectan a las vidas de sus dueños. Él era el más claro adversario de la señorita Bartlett, pero infinitamente el menos peligroso. Una vez de vuelta a la ciudad, él y su perspicacia y su saber no perturbarían por más tiempo a damas inglesas. Sin duda, resultaba de lo más molesto, le había visto su negra cabeza por entre los arbustos, haría de todo lo sucedido una historia para contada en la taberna. Pero, después de todo, ¿qué tenían ellas que ver con las tabernas? La.amenaza real residía en el salón. Era en la gente del salón en la que la señorita Bartlett pensaba a medida que entraban con el sol declinante. Lucy estaba sentada a su lado, el señor Eager en el asiento opuesto, intentando llamar su atención y sintiendo vagas sospechas. Hablaron acerca de Alessio Baldovinetti.
Lluvia y oscuridad llegaron a un tiempo. Las dos damas se apretaron bajo un inadecuado parasol. Hubo un relámpago y la señorita Lavish, que estaba nerviosa, chilló desde el carruaje de delante. Al siguiente relámpago, Lucy también gritó. El señor Eager se dirigió a ella profesionalmente:
—Valor, señorita Honeychurch, valor y fe. Si me es permitido decido, hay algo casi blasfemo en este terror por los elementos. ¿Podemos acaso suponer que todas estas nubes, esta inmensa manifestación eléctrica, existe para extinguida a usted o a mí?
—No... sin duda...
—Incluso desde un punto de vista científico, las probabilidades de que no seamos abatidos son considerables. Los cuchillos de acero, los únicos objetos que pueden atraer la corriente, están en el otro carruaje. Y, en cualquier caso, estamos infinitamente más a salvo que si anduviéramos. Valor... valor y fe.
Bajo la manta de viaje, Lucy sintió la suave presión de la mano de su prima. A veces, nuestra necesidad de un gesto de simpatía es tan grande que no somos conscientes de lo que significa exactamente o cuánto deberemos pagar por él más tarde. La señorita Bartlett, con ese oportuno ejercicio de sus músculos, obtuvo más de lo que habría obtenido con horas de prédica o de preguntar y repreguntar.
Renovó ese ejercicio cuando los dos carruajes se detuvieron, en el centro de Florencia.
—¡Señor Eager! — exclamó el señor Beebe-. Necesitamos su ayuda. ¿Quiere hacemos de intérprete?
—¡George! — gritó el señor Emerson-. Pregúntele al conductor por qué camino se fue George. El muchacho debe de haberse perdido. Puede morir.
—Hágalo, señor Eager -dijo la señorita Bartlett-. No, no pregunte nada a nuestro conductor, nuestro conductor no serviría de ayuda. Vaya y auxilie al pobre señor Beebe: se está volviendo loco.
—Típico comportamiento -dijo el capellán mientras bajaba del carruaje-. En presencia de la realidad esta clase de gente invariablemente pierde el control.
—¿Sabe algo? — murmuró Lucy inmediatamente después que se quedaron solas-. Charlotte, ¿qué es lo que sabe el señor Eager?
—Nada, querida, no sabe nada. Pero -dijo señalando al conductor- él lo sabe todo. Querida, hagamos mejor. ¿Puedo? — preguntó sacando su portamonedas-. Es horrible tener algo que ver con gente de clase baja. Él lo vio todo -dijo dando un golpecito en la espalda del Faetón con su guía y diciéndole-: ¡Silencio! — le ofreció una moneda.
—Va bene -replicó y la aceptó. Así el día terminaba bien para él. Sin embargo Lucy, mortal doncella, estaba enfadada.
Hubo una explosión más allá en el camino. La tormenta había roto uno de los cables del tranvía y uno de los soportes había caído. Si no se hubieran parado, tal vez los habría lastimado. Vieron esta parada como una milagrosa salvaguarda y la corriente de amor y sinceridad, que debería fructificar a cada hora de la vida, estalló abiertamente en tumulto. Bajaron de sus carruajes, se abrazaron los unos a los otros. Resultaba placentero perdonarse pasados rencores así como olvidarlos. Por un momento se dieron cuenta de que había amplias posibilidades de bondad.
—Charlotte, querida Charlotte, bésame. Bésame de nuevo. Sólo tú puedes comprenderme. Me aconsejaste que fuera con cuidado. Y yo... pensé que lo hacía.
—No llores, querida. Deja que el tiempo pase.
—Me he comportado obstinadamente y tontamente... peor de lo que tú crees, mucho peor. Primero junto al río... ¡Oh!, pero él no ha muerto... podía haber muerto, ¿verdad?
Este pensamiento perturbaba su arrepentimiento. En realidad, la tormenta había sido mucho peor a lo largo del camino, pero ella había estado cerca del peligro, y creía que debía permanecer junto a alguien.
—No lo creo. Uno siempre quisiera evitar esto.
—Él es realmente... Pienso que le vino por sorpresa, en el momento en que yo estaba detrás. Pero en esta ocasión no se me puede criticar, quiero que me creas. Simplemente avancé entre las violetas. No, quiero ser verdaderamente sincera. En realidad hay algo que se me puede criticar. Tuve alocados pensamientos. El cielo, ¿sabes?, era dorado, y el campo completamente azul, y por un momento él me miró como alguien en un libro.
—¿En un libro?
—Héroes, dioses... tonterías de colegialas.
—¿Y luego?
—Pero, Charlotte, tú sabes bien lo que pasó luego.
La señorita Bartlett permaneció callada. Además le quedaba muy poco por saber. Con cierto caudal de perspicacia atrajo a su prima cariñosamente. Durante todo el camino de vuelta el cuerpo de Lucy sufría sacudidas con profundos suspiros que nada podía evitarlos.
—Quiero ser completamente sincera -murmuró-. Es tan difícil ser absolutamente sincera...
—No te acongojes, querida. Espera a sentirte más calmada. Hablaremos de todo esto más tarde, antes de ir a acostarnos, en mi habitación.
De esta manera volvieron a avanzar por la ciudad con las manos cogidas. Resultaba extraño para la muchacha ver cómo la emoción se había extinguido en los demás. La tormenta había cesado y el señor Emerson padre se sentía mejor respecto a su hijo. El señor Beebe había recobrado su buen humor y el señor Eager estaba todavía humillando a la señorita Lavish. Solamente de Charlotte estaba segura... Charlotte, cuyo aspecto exterior escondía tanta perspicacia y amor.
La embriaguez de su propia aventura la mantuvo casi feliz a lo largo del atardecer. No pensaba en lo que había sucedido sino en cómo lo describiría. Todas sus sensaciones, sus raptos de valor, sus momentos de irrazonable felicidad, su misterioso descontento, debería exponerlos cuidadosamente a su prima. Y juntas, en divina confianza, los aclararían e interpretarían completamente.
—Al fin -pensó-, me entenderé a mí misma. Nunca más me sentiré turbada por cosas que no tienen ninguna importancia y que significan no sé qué.
La señorita Alan le pidió que tocara el piano. Se negó vehementemente. La música le parecía entonces cosa de chiquillos. Se sentó cerca de su prima, quien, con encomiable paciencia, estaba atendiendo a una larga explicación sobre un equipaje perdido. Cuando la historia se había acabado, la redondeó con una aventura propia. Lucy casi se puso histérica ante esa demora. En vano intentó descubrir, o en cualquier caso acelerar, el cuento. Tardó más de un ahora la señorita Bartlett en acabar su propia historia y luego pudo decir en su usual tono de amable advertencia:
—Bien, querida, sea lo que fuere, estoy a punto para ir a la cama. Ven a mi habitación y daré un buen cepillado a tu cabello.
Con cierta solemnidad cerró la puerta y acercó una silla de junco para la muchacha.
—Bien, ¿qué debemos hacer?
La muchacha no estaba preparada para esta pregunta. No se le había ocurrido que habría que hacer algo. Una detallada exposición de sus emociones era todo cuanto podía aportar.
—¿Qué debemos hacer? Una cuestión, querida, que solamente tú puedes resolver.
La lluvia manaba hacia abajo de las negras ventanas, y la amplia habitación resultaba húmeda y helada. Una vela quemaba trémula sobre la cómoda con cajones, al lado del sombrero de la señorita Bartlett, cuyas monstruosas y fantásticas sombras se proyectaban sobre la puerta cerrada. Se oyó rechinar un tranvía en la oscuridad, y Lucy se sintió terriblemente triste, aunque hacía tiempo que había secado sus ojos. Los alzó hacia el techo, donde los grifos y fagots eran de color y desdibujados, los verdaderos espíritus de la dicha.
—Ha estado lloviendo durante casi cuatro horas -dijo al fin.
La señorita Bartlett pasó por alto esta observación.
—¿Cómo te propones que él se calle?
—¿El conductor?
—Querida muchacha, no, el señor Emerson.
Lucy empezó a pasearse de un lado a otro de la habitación.
—No comprendo -dijo al fin.
Había comprendido perfectamente bien, pero ya no deseaba ser completamente sincera.
—¿Cómo evitarás que él hable de esto?
—Tengo el presentimiento de que nunca lo hará.
—También yo intenté juzgarle caritativamente. Pero, desafortunadamente, he conocido anteriormente tipos como él. Raramente callan sus aventuras.
—¿Aventuras? — exclamó Lucy retrocediendo ante el terrible plural.
—Mi pobre niña, ¿supones acaso que ha sido ésta la primera vez? Ven y préstame atención. Sólo lo deduzco de sus propios comentarios. ¿Recuerdas aquel día durante el almuerzo, cuando le estaba diciendo a la señorita Alan que amar a una persona es una razón de más para amar a otra?
—Sí -dijo Lucy, que en aquella ocasión el argumento la había complacido.
—Bien, no soy mojigata. No hay ninguna necesidad de considerar que es un malvado, pero, obviamente, es totalmente falto de refinamiento. Démosle la culpa a sus deplorables antecedentes y a su educación, si quieres. Pero no es algo que nos aclare nada. ¿Qué propones que hagamos?
Una idea atravesó rápidamente el cerebro de Lucy, que, dado que antes ya la había pensado y la había hecho parte de sí misma, debía resultar satisfactoria.
—Propongo que yo le hable -dijo.
La señorita Bartlett emitió un grito de genuina alarma.
—¡Oh!, Charlotte, tu amabilidad... nunca la podré olvidar. Pero... como has dicho:... es asunto mío. Mío y suyo.
—¿Y vas a implorarle, a pedirle que guarde silencio?
—Ciertamente, no. Pero no habría dificultad. A cualquier pregunta siempre responde con un sí o con un no, y se acabó. He sentido miedo de él, pero ahora ya no siento el más mínimo.
—Pero nosotras tenemos miedo por ti, querida. Eres joven e inexperta; has vivido siempre entre gente tan agradable que no puedes darte cuenta de que los hombres pueden ser... cómo pueden sentir un placer brutal insultando a una mujer a quien su sexo no la protege, y luego ridiculizada. Esta tarde, por ejemplo, si yo no hubiera llegado, ¿qué habría sucedido?
—No puedo pensado -dijo Lucy con gravedad. Hubo algo en la voz de Lucy que hizo que la señorita
Bartlett repitiera su pregunta, entonando con mayor vigor.
—¿Qué hubiera sucedido si yo no hubiese llegado?
—No puedo pensarlo -dijo nuevamente Lucy.
—Cuando te hubiera insultado, ¿cómo le habrías respondido?
—No tuve tiempo de pensar, tú llegaste.
—Sí, pero ¿quieres decirme qué hubieras hecho?
—Habría... -se analizó a sí misma y dejó sin acabar la respuesta. Se acercó a la ventana, donde resbalaba la lluvia, y fijó sus ojos en la oscuridad. No podía pensar qué habría hecho.
—Apártate de la ventana, querida -dijo la señorita Bartlett-. Te verán desde la calle.
Lucy obedeció. Se encontraba en poder de su prima. No podía ir más allá de la autohumillación con que había empezado. Ninguna de las dos se refirió de nuevo a la idea de que podría hablar a George y zanjar el asunto, cualquiera que fuese.
La señorita Bartlett empezó a lamentarse.
—¡Oh, si al menos tuviéramos a un verdadero hombre!
Somos sólo dos mujeres, tú y yo. El señor Beebe no puede ayudarnos. Está el señor Eager, pero no tienes confianza con él. ¡Oh, si por lo menos tuviéramos a tu hermano! Es joven, pero sé que un insulto a su hermana lo haría reaccionar como a un verdadero león. A Dios gracias, todavía hay caballerosidad. Aún quedan algunos hombres capaces de reverenciar a una mujer.
Mientras iba hablando, se quitaba sus anillos, pues llevaba más de uno, y los iba colocando en el acerico. Se puso los guantes y dijo:
—Será difícil coger el tren de la mañana, pero debemos intentado.
—¿Qué tren?
—El tren para Roma -observó sus guantes críticamente.
La muchacha recibió la noticia con tanta facilidad como la había propuesto.
—¿A qué hora pasa el tren para Roma?
—A las ocho.
—La signora Bertolini se enfadará.
—Debemos afrontar esto -dijo la señorita Bartlett, no deseando explicar que ya se lo había anunciado anteriormente.
—Nos hará pagar la pensión de la semana entera.
—Me temo que así lo hará. Sin embargo, estaremos mucho más confortables en el hotel de los Vyse. ¿No es verdad que allí dan el té de la tarde sin recargo?
—Sí, pero hay que pagar el vino aparte.
Después de este comentario, Lucy permaneció quieta y silenciosa. Para sus cansados ojos, Charlotte se movía y se alargaba como una fantasmagórica imagen de un sueño.
Empezaron a poner orden en sus vestidos para hacer las maletas, pues no había tiempo que perder si querían coger el tren para Roma. Lucy, cuando se lo pidió, empezó a ir de aquí para allá de las dos habitaciones, más consciente del inconveniente de hacer las maletas a la luz de la vela que de una aguda enfermedad. Charlotte, que no tenía ninguna habilidad manual, apoyada a un lado de un baúl vacío, intentando vanamente llenarlo de libros de grosor y medidas distintos, lanzó dos o tres suspiros, dado que la agachada posición hada que le doliera la espalda, y con toda diplomacia hizo sentir que se iba haciendo vieja. La muchacha la oyó cuando entraba en la habitación y se sintió embargada por uno de estos impulsos emocionales para los cuales nunca podría encontrar la causa. Solamente advirtió que la vela arde ría mejor y hacer el equipaje sería más fácil y el mundo más feliz, si pudiese dar y recibir algo de amor humano. Ya había sentido igual impulso aquella misma tarde, pero no con tanta fuerza. Se agachó al lado de su prima y la oprimió entre sus brazos.
La señorita Bartlett le devolvió el abrazo con ternura y calor. Pero ella sólo era una estúpida mujer y sabía perfectamente bien que Lucy no la amaba, sino que necesitaba que ella la amara. Por esa razón dijo en tono amenazador, después de una larga pausa:
—Querida Lucy, ¿podrás perdonarme alguna vez? Lucy estaba prevenida por primera vez, conociendo por amarga experiencia lo que con perdonar quería decir la señorita Bartlett. Su emoción decreció y modificando ligeramente su abrazo dijo:
—Charlotte, querida, ¿qué quieres decir con esto? ¡Como si tuviera algo que perdonarte!
—Tiene mucho y tengo mucho que perdonarme a mí misma también. Sé perfectamente cuánto te molesto a cada momento.
—No...
La señorita Bartlett representaba su papel favorito, el de una mártir de edad prematura.
—¡Ah, sí! Siento que nuestro viaje no tiene el éxito que yo esperaba. Debí saber que no podía ir bien. Tú precisas de alguien más joven que yo y más fuerte, y más de tu gusto. Soy demasiado poco interesante y pasada de moda... Sólo sirvo para hacer y deshacer maletas.
—Por favor...
—Mi único consuelo era que encontrases gente más de tu gusto, y podían hacer que yo me quedara más en casa. Tengo mis pequeñas ideas de lo que una joven debe hacer y espero que no te las he hecho seguir más de lo necesario. Sea lo que fuere, tuviste tus opiniones propias respecto a estas habitaciones.
—No debes decir esas cosas -expresó Lucy con suavidad.
Todavía Lucy se aferraba a la esperanza de que ella y Charlotte se querían de alma y corazón. Continuaron haciendo las maletas en silencio.
—He sido un fracaso -dijo la señorita Bartlett mientras tiraba de las correas del baúl de Lucy en vez de tirar de las del suyo-. He fracasado en hacerte feliz, he fracasado en la obligación que contraje con tu madre. Ella ha sido generosa conmigo y no podré mirarla a la cara nunca más después de este desastre.
—Pero mamá lo comprenderá. No es culpa tuya esta complicación, ni siquiera un desastre.
—Es culpa mía y es un desastre. Nunca me lo perdonará, y con razón. Por ejemplo, ¿qué derecho tenía yo a entablar amistad con la señorita Lavish?
—Todo el derecho.
—¿Cuando yo estaba aquí para cuidar de ti? Si bien es verdad que te he mortificado, no es menos verdad que te he descuidado. Tu madre lo verá tan claro como yo lo veo cuando se lo cuentes.
Lucy, obedeciendo a un débil deseo de mejorar la situación, dijo:
—¿Qué necesidad tiene mamá de enterarse de esto?
—¿Acaso no se lo cuentas todo?
—Generalmente así lo hago.
—No permitiré que se rompa tu confianza. Hay algo sagrado en ella. A menos que creas que hay algo que no le puedes contar.
La muchacha no quería sentirse rebajada a eso.
—Naturalmente se lo habría contado. Pero, en caso de que tuviera que pensar mal de ti en algún sentido, te prometo que no lo haría. Estoy deseando no hacerla. Nunca hablaré de esto ni con ella ni con nadie.
Su promesa hizo que la larga e igualada conversación llegara a un repentino fin. La señorita Bartlett le pellizcó cariñosamente ambas mejillas, le dio las buenas noches y le rogó que se retirara a su habitación.
Por un momento, la original complicación pasó a formar parte del pasado. Parecía que George hubiera servido de peón, y tal vez ésa fuera la óptica con que uno podía vedo eventualmente. En el presente, Lucy ni perdonaba ni condenaba; sencillamente no lo sometía a juicio. En el momento en que había intentado juzgado, la voz de su prima había intervenido y, como siempre, había sido la señorita Bartlett quien había prevalecido. La señorita Bartlett, a quien se la podía oír suspirando momentáneamente junto a la pared que las separaba. La señorita Bartlett, que no se había comportado ni dócil, ni humilde, ni inconsistentemente. Había actuado como un gran artista. Desde hacía tiempo, tal vez desde hacía años, había resultado una persona sin ningún interés, pero al fin se le presentaba a la muchacha un completo cuadro de un mundo sin cordialidad, sin amor, en el que los jóvenes se precipitan hacia la destrucción hasta que aprenden algo más; un aspecto vergonzoso del mundo lleno de precauciones y barreras que advierten del peligro, pero que no parecen ofrecer ningún bien, a juzgar por aquellos que están mas acostumbrados.
Lucy sufría por la mayor ofensa que este mundo ya le había puesto al descubierto: se habían aprovechado diplomáticamente de su sinceridad, de su petición de simpatía y amor. Una ofensa de este tipo no se olvida fácilmente. Nunca más se expondría al desaire sin la debida consideración y precaución. Y una ofensa de ese tipo tenía que actuar desastrosamente sobre su alma.
El timbre de la puerta de la calle sonó y ella avanzó para abrir los postigos. Antes de llegar hasta allí dudó, volvió atrás y apagó la vela. Y aunque vio a alguien plantado en la humedad de la calle, él, que miró hacia arriba, no pudo veda.
Para dirigirse a la habitación de él tenía que atravesar la habitación de la señorita Bartlett. Lucy todavía no se había desvestido. Le molestaba tener que dar ese paso y decir que quería salir antes de que él subiera y que su extraordinaria relación se acabara.
Que se hubiera atrevido a hacerla, nunca se podrá probar. En el momento crítico, la señorita Bartlett abrió la puerta de su propia habitación y dijo:
—Desearía cambiar unas palabras con usted en el salón, señor Emerson, por favor.
Pronto sus pisadas se oyeron volver y la señorita Bartlett dijo:
—Buenas noches, señor Emerson.
Su pesada y cansada respiración fue la única respuesta. La acompañante había cumplido su cometido.
Lucy gritó:
—No es verdad. No puede ser verdad. No quiero que se me tenga por tonta. Quiero ser pronto una persona mayor.
La señorita Bartlett dio unos golpecitos en la pared.
—Ve a la cama en seguida, querida. Necesitas descansar tanto como sea posible.
Por la mañana salieron para Roma.
Parte Segunda
Capítulo VIII
La Edad Media
Las cortinas del salón en Windy Comer habían sido corridas, pues la alfombra era nueva y había que protegerla del sol de agosto. Eran unas cortinas pesadas, que llegaban casi hasta el suelo, y la luz que dejaban pasar era tenue y variada. Un poeta (no había ninguno allí) hubiera podido decir «La vida es como una cúpula de cristales de colores diversos», o podía comparar las cortinas a compuertas corridas contra las intolerables corrientes del cielo. No se había permitido verter un mar de resplandor. Sin embargo, la gloria, aunque visible, había sido atenuada por la capacidad del hombre.
Dos personas encantadoras estaban sentadas en el salón. Una, un muchacho de diecinueve años, estaba estudiando un pequeño manual de anatomía al mismo tiempo que investigaba un hueso colocado encima del piano. De vez en cuando se removía en su silla y resoplaba y se quejaba, porque el día era caluroso y las letras del libro demasiado pequeñas y el cuerpo humano estaba constituido de una manera extraña. Su madre, que estaba escribiendo una carta, le leía constantemente lo que iba escribiendo. Y continuamente se levantaba de su silla para correr las cortinas de manera que un chorro de luz caía sobre la alfombra, indicando que ellos aún estaban allí.
—¿Dónde están? — dijo el muchacho, que era Freddy, hermano de Lucy-. Te digo que me estoy poniendo bestialmente enfermo.
—¡Por Dios! ¡Sal del salón ahora mismo! — exclamó la señora Honeychurch, que esperaba poder enmendar a su hijo de la palabrería vulgar echándolo literalmente.
Freddy ni se fue ni replicó.
—Pienso que el asunto va llegando a su desenlace -observó la madre, en parte esperando la opinión de su hijo sobre la situación sin tener que pedida a base de súplicas.
—Hace tiempo que esto dura.
—Me alegro de que Cecil haya insistido una vez más.
—Es la tercera intentona, ¿verdad?
—Freddy, tu manera de hablar es de las que califico de completamente descortés.
—No me importa ser descortés -y añadió-: Pero creo verdaderamente que Lucy decidió este asunto en Italia. No sé cómo actúan las chicas, pero no puede haber dicho «no» de verdad antes, o no querría tener que decido nuevamente. Respecto a todo el asunto, no sé explicarme, pero me siento a disgusto.
—¿Tú también, querido? ¡Qué interesante!
—Me siento... Bien, no importa.
Volvió a su quehacer.
—Escucha por un momento lo que he escrito a la señora Vyse. Le digo: «Querida señora Vyse...»
—Sí, mamá, ya me lo has dicho. Una carta preciosa.
—Le digo: «Querida señora Vyse..., Cecil acaba de pedir mi consentimiento y estaría encantada si Lucy así lo deseara. Pero...» -paró la lectura-. Me divirtió en parte que Cecil pidiera mi consentimiento. Siempre ha sido partidario de las cosas no convencionales, los padres por ninguna parte y todo lo demás. Pero, cuando se encuentra ante lo decisivo, no puede tirar adelante sin mí.
—Ni sin mí.
—¿Tú?
Freddy asintió con la cabeza.
—¿Qué quieres decir?
—También pidió mi consentimiento.
La madre exclamó:
—¡Qué extraño por su parte!
—¿Por qué extraño? — preguntó el hijo y heredero-. ¿Por qué no se tenía que pedir mi consentimiento?
—¿Qué sabes tú de Lucy, o de muchachas, o de cualquier cosa? ¿Qué fue lo que le dijiste?
—Le dije a Cecil: «Tómala o déjala. No es asunto mío.»
—¡Vaya una respuesta útil! — pero la suya aunque más normal formalmente, había producido el mismo efecto.
—Lo fastidioso es esto -empezó a decir Freddy, volviendo a su quehacer, demasiado tímido para aclarar qué era lo fastidioso. La señora Honeychurch se dirigió hacia atrás, hacia la ventana.
—Freddy, debes venir. ¡Todavía están allí!
—No veo por qué espías de esa manera.
—¡Espiar de esta manera! ¿Acaso no puedo ni mirar desde mi propia ventana?
Pero volvió a la mesa donde había estado escribiendo para decir, cuando pasaba al lado de su hijo: «¿Todavía estás en la página 322?» Freddy lanzó un suspiro y pasó de largo un par de hojas. Por breve momentos se mantuvieron en silencio. Muy cerca, más allá de las cortinas, no había cesado el murmullo de una larga conversación.
—Lo fastidioso es esto: me he equivocado respecto a Cecil de la manera más desastrosa -dijo tragando saliva nerviosamente-. No contento con mi «consentimiento», que le di, es decir, le dije «no me importa»; bien, no contento con eso, quería saber si yo estaba loco de contento. Prácticamente lo expresó así: ¿No era acaso maravilloso para Lucy y en general para Windy Corner que él se casara con ella? Y quería una respuesta, dijo que le diera un apretón de manos.
—Espero que le dieras una buena respuesta, querido.
—Le contesté «no» -dijo el muchacho enseñando los dientes-. ¡Que se vaya al diablo! No puedo estar de acuerdo con esto... Tenía que pedido y yo tenía que decirle no. Nunca debió habérmelo pedido.
—¡Criatura ridícula! — exclamó su madre-. Piensas que eres inmaculado y sincero, pero eso es sólo abominable vanidad. ¿Acaso supones que un hombre como Cecil tomará en consideración lo que tú dices? Espero que él tuviera las orejas tapadas. ¿Cómo te atreviste a decir que no?
—¡Oh, mamá, no te enfurezcas! Tuve que decirle que no porque no podía decide que sí. Intenté reírme como si no tuviera en cuenta yo mismo lo que dije y, puesto que Cecil también se rió y se fue, debe de haber resultado bien. Pero siento haber metido la pata. ¡Oh, estate tranquila y deja que un hombre trabaje un poco!
—No -dijo la señora Honeychurch, con el aspecto de quien ha estudiado el asunto-. No estaré tranquila. Conoces todo lo que ha habido entre ellos en Roma. Sabes que él ha venido aquí e incluso deliberadamente le ofendes e intentas alejarlo de mi casa.
—Ni una pizca -se defendió-, sólo manifiesto que no me gusta. No lo detesto, pero no me gusta. Lo que siento es que se lo contará a Lucy.
El muchacho miró hacia las cortinas tristemente.
—Bien, pues a mí me gusta -dijo la señora Honeychurch-. Conozco a su madre y él es un joven agradable, inteligente, rico, bien relacionado... ¡Oh, no tienes por qué ir dando patadas al piano! Está bien relacionado... Y lo diré otra vez si quieres: está bien relacionado -hizo una pausa como para seguir de nuevo con su tarea de escribir, pero su cara seguía mostrando insatisfacción. Añadió-: Y tiene muy buenos modales.
—A mí me había parecido bien justamente hasta ahora. Supongo que es porque ha desbaratado la primera semana que Lucy estaba en casa, y esto también lo dijo el señor Beebe sin conocerlo.
—¿El señor Beebe? — inquirió su madre, intentando disimular su interés-. No veo a qué viene el señor Beebe.
—Ya conoces la graciosa manera de decir las cosas del señor Beebe cuando uno no sabe qué quiere significar. Dijo: «El señor Vyse es el solterón ideal.» Me interesó mucho y le pregunté qué quería decir y respondió: «¡Oh, él es como yo... mejor estar libre!» No pude sacarle nada más, pero me dejó meditativo. Desde que ha llegado Cecil, Lucy no se ha comportado de una manera agradable, por lo menos... No consigo explicarme.
—Nunca lo consigues, querido. Pero yo sí lo consigo. Tú estás celoso de Cecil porque puede poner fin a que Lucy te haga corbatas de seda.
La explicación parecía plausible y Freddy intentó aceptarla. Pero en el fondo de sus pensamientos se escondía una profunda desconfianza. Cecil le había alabado demasiado su afición deportiva. ¿Era eso? Y Cecil era la clase de compañero que nunca se pondría la gorra de otro. Desconocedor de su propia profundidad, Freddy iba preguntándose sus propias razones. Debía de sentir celos o de lo contrario no le disgustaría un hombre por tan alocadas razones.
—¿Queda bien esto? — dijo su madre en voz alta-: «Querida señora Vyse: Cecil acaba de pedir mi consentimiento y, por mi parte, estaría encantada si ése es el deseo de Lucy.» Debo repetir la carta otra vez... «y así se lo he dicho a Lucy. Pero parece que Lucy está indecisa, y en estos tiempos los jóvenes deben decidir por sí mismos.» Digo esto porque no quiero que la señora Vyse nos tenga por anticuados. Participa en conferencias y constantemente intenta mejorar sus conocimientos, aunque al mismo tiempo se puede encontrar una gruesa capa de pelusa debajo de las camas y las huellas de los dedos sucios de las criadas cuando se enciende una lámpara. Cuida abominablemente su piso.
—Supongamos que Lucy se case con Cecil. ¿Vivirá en un piso o en el campo?
—No me interrumpas tan tontamente. ¿Por dónde iba? ¡Ah, sí! «Los jóvenes deben decidir por sí mismos. Sé que Lucy aprecia a su hijo porque me lo cuenta todo y me escribió desde Roma la primera vez que él se le declaró.» No, borraré esta última parte... parece demasiado protectora. Dejaré hasta «porque me lo cuenta todo». ¿Y si lo borrara también?
—Bórralo también -dijo Freddy.
Pero la señora Honeychurch lo dejó.
—Ahora queda bien el conjunto: «Querida señora Vyse: Cecil acaba de pedir mi consentimiento y, por mi parte, estaría encantada si ése es el deseo de Lucy. Pero parece que Lucy está indecisa y en estos tiempos los jóvenes deben decidir por sí mismos. Sé que Lucy aprecia a su hijo porque me lo cuenta todo. Pero no sé...»
—¡Mira afuera! — exclamó Freddy.
Se abrieron las cortinas.
El primer impulso de Cecil fue de irritación. No podía soportar la costumbre de los Honeychurch de permanecer en la oscuridad para proteger los muebles. Instintivamente dio un tirón a las cortinas e hizo que fueran a parar a ambos extremos. La luz penetró. Se vio una terraza como la que tienen muchas casas residenciales, con árboles a cada lado y un pequeño banco rústico y dos jardineras. Pero se transfiguraba con la panorámica que había más allá, puesto que Windy Comer se había construido en la línea de promontorios que dominan la campiña de Sussex. Lucy, que se encontraba sentada en el pequeño banco, parecía estar al filo de una verde y mágica alfombra flotante en el aire, sobre el trémulo mundo.
Entró Cecil y puesto que aparece tarde en esta historia, debe ser, ante todo, descrito. Formaba parte de la Edad Media, alto y refinado como una estatua gótica, con espaldas que parecían fuertemente cuadradas por un esfuerzo de voluntad, y una cabeza que se levantaba un poco más del nivel de visión usual. Parecía uno de esos santos que guardan los portales de una catedral francesa. Bien educado, bien dotado y sin ninguna deficiencia física, tenía cierto defecto que el mundo moderno conoce como autosuficiencia y que la gente de la Edad Media, con una visión más trascendente, calificó de ascetismo. Una estatua gótica implica celibato, tanto como una estatua griega implica fruición y tal vez era eso a lo que el señor Beebe se refería. Por otra parte, Freddy, que ignoraba la historia y el arte, tal vez quería decir lo mismo cuando no conseguía imaginarlo llevando la gorra de un compañero.
La señora Honeychurch dejó su carta encima de la mesa y se dirigió hacia su joven amigo.
—¡Oh, Cecil! — exclamó-. ¡Oh, Cecil, cuéntame!
—I promessi sposi -dijo él.
Lo miraron fijamente con ansiedad.
—Me ha aceptado -dijo, y el sonido del acontecimiento expresado le hizo enrojecer y sonreír con placer y aparecer más humano.
—Estoy muy contenta -dijo la señora Honeychurch, mientras Freddy ofrecía su mano, amarilla por sus experimentos químicos. Todos creían saber italiano, pero como nuestras frases de aprobación o de estupefacción están tan conectadas con pequeñas ocasiones, tenemos miedo a usarlas para las grandes. Nos vemos obligados a ser vagamente poéticos, o a refugiarnos en reminiscencias de las Sagradas Escrituras.
—Bien venido como uno más de la familia -dijo la señora Honeychurch, señalando con su mano la habitación-. ¡Éste es, sin duda, un día glorioso! Estoy segura de que hará feliz a Lucy.
—Así lo espero -replicó el joven alzando sus ojos al techo.
—Nosotras las madres... -sonrió afectadamente la señora Honeychurch, dándose cuenta de que resultaba afectada, sentimental, rimbombante, actitud que odiaba de verdad. ¿Por qué no podía comportarse como Freddy, el cual permanecía rígido en medio de la habitación, mostrándose muy molesto y casi hermoso?
—¡Lucy! — llamó Cecil puesto que la conversación parecía decaer.
Lucy se levantó del banco. Cruzó el sendero y sonrió hacia ellos, como si fuera a preguntarles si querían jugar al tenis. Luego vio la cara de su hermano. Los labios de Lucy se abrieron y lo tomó entre sus brazos. Él le dijo:
—Estate quieta.
—¿Y no hay un beso para mí? — pidió su madre.
Lucy también la besó.
—¿Querrías ir con ellos al jardín y contarlo todo a la señora Honeychurch? — sugirió Cecil-. Yo os dejo para contárselo a mi madre.
—¿Nos vamos con Lucy? — dijo Freddy, como si recibiera órdenes.
—Sí, ustedes van con Lucy.
Se fueron al lugar donde daba el sol. Cecil los miró cruzar la terraza y bajar los peldaños. Bajarían, conocía ya los caminos que tomaban, pasado el matorral, pasada la pista de tenis y el parterre de las dalias, hasta alcanzar la huerta, y allí, en presencia de patatas y guisantes, se discutiría el gran acontecimiento.
Sonriendo indulgentemente, encendió un cigarrillo y reme moró los acontecimientos que habían conducido a un final tan feliz.
Conocía a Lucy desde hacía muchos años, pero sólo como una muchacha corriente que tenía aficiones musicales. Podía aún recordar su propia depresión aquella tarde en Roma, cuando ella y su terrible prima le cayeron encima como llovidas del cielo y le pidieron que las acompañara a San Pedro. Aquel día le pareció una típica turista, parlanchina, inmadura, cansada por el viaje. Pero Italia hizo alguna maravilla en ella. Le dio su luz y lo que él consideraba como lo más valioso: su sombra. Pronto descubrió en ella una maravillosa reserva. Era como una de las mujeres de Leonardo da Vinci, a la que tanto se ama no por sí misma, sino por todo lo que no nos contará. Cosas que no son, a bien seguro, de esta vida. Ninguna mujer de Leonardo podría tener algo tan vulgar como una «historia». Lucy se le apareció más y más bella cada día.
Así fue como siendo partidario de la cortesía, Cecil había lentamente llegado, si no a la pasión, al menos a una profunda desazón y, en Roma, Cecille había sugerido que estaban hechos el uno para el otro y le había halagado el hecho de que ella no se escapó corriendo ante tal sugerencia. Su negativa había sido clara y amable, después de la cual -tan pronto como la horrible frase se acabó- ella se había comportado como antes. Tres meses más tarde, en la frontera italiana, entre los Alpes cubiertos de flores, le había formulado de nuevo su petición en desnudo y tradicional lenguaje. Más que nunca le recordaba a un Leonardo con sus facciones doradas por el sol que las fantásticas rocas ensombrecían. Se volvió ante sus palabras y permaneció entre él y la luz con inmensas llanuras detrás. Regresó a su patria sin sentirse un pretendiente rechazado, puesto que tampoco ella se mostraba arisca. Lo que realmente importaba, no se había alterado.
Por lo tanto, había vuelto a insistir una vez más y, clara y amable como siempre, ella le había aceptado, sin dar tímidas excusas por la vacilación, sino expresando simplemente que lo amaba y que intentaría hacer cuanto pudiera para que fuera feliz. La madre de Cecil también se sentiría complacida, puesto que había aconsejado este paso. Sin duda, debía escribirle dándole una larga explicación.
Mirando su mano, no fuera caso que alguno de los productos químicos de Freddy se le hubieran adherido allí, se dirigió al escritorio. Allí vio «Querida señora Vyse», seguido de múltiples tachaduras. Retrocedió sin leer más y después de una pequeña indecisión, se sentó en el primer sitio visible y escribió una nota a lápiz apoyándose sobre sus rodillas.
Encendió otro cigarrillo, que no le pareció tan divino como el primero, y empezó a pensar qué podría hacer para convertir el salón de Windy Comer en otro con más carácter. Con aquellas ventanas podía resultar una habitación muy atractiva, pero por el momento había la marca de tiendas vulgares. Cecil podía ver los camiones de almacenes sin ninguna distinción llegando a la puerta y depositando esta silla, aquellos estantes barnizados para libros, este escritorio. El escritorio le recordaba la carta de la señora Honeychurch. No había querido leer aquella carta, sus tentaciones no tomaban nunca esa dirección, pero cavilaba acerca de su contenido. Era culpa suya que ella hablara de eso con su madre, puesto que había buscado su apoyo en su tercer asalto para convencer a Lucy. Deseaba que los otros, no importaba quiénes fueran, estuvieran de su parte, y por esta razón había pedido su consentimiento. La señora Honeychurch se había comportado de una manera educada, aunque ciega ante lo esencial, mientras que Freddy...
«Es solamente un muchacho -reflexionó-; represento para él todo lo que desprecia. ¿Por qué razón me habría de querer para cuñado?»
Los Honeychurch eran una familia digna, pero empezaba a darse cuenta de que Lucy estaba hecha de otro material y tal vez no consideraba esto muy definitivamente, pero debía presentarla cuanto antes a círculos más afines a ella.
—El señor Beebe -anunció la doncella, y el nuevo rector de Summer Street apareció. Cecil había establecido relaciones cordiales con él desde un principio, debido a las alabanzas de Lucy en sus cartas desde Florencia.
Cecil lo saludó con cierto aire crítico.
—Vine para tomar el té, señor Vyse; ¿cree que será posible?
—Diría que sí, alimentación es lo que se consigue aquí... No se siente en esta silla. El joven Honeychurch ha olvidado un hueso en ella.
—¡Uf!
—Lo sé -dijo Cecil-, lo sé. No comprendo cómo la señora Honeychurch lo permite.
Debido al hecho de que Cecil consideraba al hueso y al mobiliario separadamente, no se daba cuenta de que ambas cosas juntas daban como resultado una habitación dentro del tipo de vida que él deseaba.
—He venido a tomar el té y a recoger comentarios. ¿Hay novedades?
—¿Novedades? No le comprendo -dijo Cecil-. ¿Novedades?
El señor Beebe, cuyas novedades eran de naturaleza muy distinta, continuó hablando en tono infantil.
—Me encontré con el señor Harry Otway cuando me dirigía hacia aquí. Tengo todos los motivos para pensar que soy el primero en saberlo: ¡Ha comprado Cissie y Albert al señor Flack!
—¿De verdad? — dijo Cecil, intentando disimular. ¡En cuán grotesco error había caído! ¿Era acaso así como un clérigo y un caballero se referían a su compromiso? ¿De una manera tan trivial? Pero persistía en su rigidez y aunque preguntó quiénes eran Cissie y Albert, todavía seguía pensando que el señor Beebe era algo tosco.
—¡Una pregunta imperdonable! Permanecer durante una semana en Windy Comer y no haber dado con Cissie y Albert, las villas gemelas levantadas en el lado opuesto a la iglesia... ¡Lo haré constar a la señora Honeychurch!
—Soy terriblemente estúpido respecto a cosas locales -dijo el joven caballero lánguidamente-: incluso no puedo recordar la diferencia que hay entre una parroquia y un ayuntamiento. Tal vez no haya diferencia o tal vez ésos no sean los nombres exactos. Sólo voy al campo para visitar a mis amigos y para disfrutar del paisaje. Soy muy indolente. Italia y Londres son los únicos lugares donde no me invade esta indolencia.
El señor Beebe, contrariado ante tan severa recepción acerca de Cissie y Albert, decidió cambiar de tema.
—Permítame, señor Vyse, olvidé... ¿cuál es su profesión?
—No tengo profesión -dijo Cecil-. Es un ejemplo más de mi actitud decadente. Mi actitud, completamente sin defensa, es la de que mientras no moleste a nadie, tengo derecho a hacer lo que me viene en gana. Sé que debería sacar dinero de la gente o dedicarme a cosas que no me importan un ápice; pero, en cierto modo, no he sido capaz de intentarlo.
—Es muy afortunado -dijo el señor Beebe-. Es una maravillosa oportunidad poseer tiempo libre.
Su voz sonaba algo provinciana, pero no conseguía encontrar una manera de contestar con naturalidad. Creía, como cualquiera que está sometido a una ocupación regular, que los otros también deberían tenerla.
—Me alegra que lo apruebe. Me cuesta estar frente a una persona que está segura... por ejemplo, Freddy Honeychurch.
—Freddy es estupendo, ¿no le parece?
—Admirable. La clase de persona que ha hecho de
Inglaterra lo que es.
Cecil estaba maravillado de sí mismo. ¿Por qué, en ese día precisamente, se comportaba tan al contrario de como debiera? Intentó arreglarlo preguntando efusivamente por la madre del señor Beebe, una anciana dama por quien no sentía especial interés. Luego halagó al clérigo, encomió su mentalidad liberal, su inteligente actitud respecto a la filosofía y la ciencia.
—¿Dónde están los demás? — preguntó el señor Beebe finalmente-. Insisto en tomar un té antes del servicio vespertino.
—Supongo que Anne no los ha avisado de que usted estaba aquí. En esta casa uno está a merced de los sirvientes el día que uno llega. El defecto de Anne es que hace repetir la pregunta cuando la ha oído perfectamente, y da patadas a las sillas. Los defectos de Mary... Bien, olvidé los defectos de Mary, pero son muy graves. ¿Le parece bien que demos una ojeada por el jardín?
—Sé cuáles son los defectos de Mary: olvida el paño para limpiar el polvo en la escalera.
—El defecto de Euphemia es que no corta, simplemente no corta la grasa suficientemente.
Ambos se rieron y todo empezó a ir mejor.
—Los defectos de Freddy... -continuó Cecil.
—¡Ah!, tiene demasiados. Nadie excepto su madre puede recordar los defectos de Freddy. Intente recordar los defectos de la señorita Honeychurch, no son incontables.
— No tiene ninguno -dijo el joven con grave sinceridad.
—Estoy completamente de acuerdo. Por el momento no tiene ninguno.
—¿Por el momento?
—No soy un cínico, pero estoy únicamente pensando en mi teoría favorita a propósito de la señorita Honeychurch. ¿Le parece razonable que toque el piano tan extraordinariamente y lleve una vida tan tranquila? Sospecho que algún día resultará extraordinaria en ambas cosas. Se romperán esos compartimientos estancos y música y vida se mezclarán. Entonces adoptará un comportamiento heroicamente bueno o heroicamente malo... demasiado heroica, tal vez, para estar bien o mal.
Cecil pensó que su compañero resultaba interesante.
—¿Y actualmente no cree que es extraordinaria, a juzgar por la vida que lleva?
—Bien, debo decir que solamente la he visto en Tunbridge Wells, donde no se comportaba extraordinariamente, y en Florencia. Desde que llegué a Summer Street ella ha permanecido fuera. ¿Usted la encontró, no es verdad, en Roma y en los Alpes? Lo olvidaba; usted ya la conocía anteriormente. No, tampoco estuvo extraordinaria en Florencia, pero seguí pensando que algún día lo estaría.
—¿En qué sentido?
La conversación iba resultando agradable para ambos, mientras paseaban arriba y abajo de la terraza.
—Podría contarle fácilmente la melodía que interpretará en un futuro. Tuve simplemente la sensación de que le habían salido alas y de que sabía cómo usarlas. Puedo mostrarle una bella imagen en mi diario de Italia: la señorita Honeychurch, como un gatito; la señorita Bartlett sosteniendo la cadena. Imagen número dos: la cadena se rompe.
La descripción figuraba en su diario, pero lo había escrito posteriormente, cuando repasó los acontecimientos con mirada artística. En aquel momento había trazado subrepticias anotaciones para encadenarse a sí mismo.
—¿Acaso la cadena nunca se rompió?
—No. No pude ver a la señorita Honeychurch triunfar, pero seguramente vi fracasar a la señorita Bartlett.
—¿Se ha roto ahora? — dijo el joven en tono bajo y vibrante.
Inmediatamente se dio cuenta de que de todas las afectadas, juguetonas, ridículas maneras de anunciar un compromiso, ésta era la peor. Maldecía su afición por la metáfora. j Si al menos hubiera sugerido que Lucy era una estrella flotando en el aire hasta encontrarle!
—¿Si se ha roto? ¿Qué quiere decir?
—Quiero decir -agregó Cecil rígidamente- que se casará conmigo.
El clérigo era consciente de cierto enfado amargo que el joven no pudo hurtar de su voz.
—Lo siento, debo pedir disculpas. No tenía ninguna idea de que habían intimado, o no hubiera hablado de esta manera superficial. Señor Vyse, usted debía haberme frenado.
En un extremo del jardín el señor Beebe vio a Lucy. Sí, Cecil estaba molesto; él, que prefería enhorabuenas a disculpas, mantuvo la boca cerrada. ¿Sería ésa la reacción del mundo ante su acción? Sin duda despreciaba al mundo en su totalidad, cada hombre cabal debería hacerla, por lo menos como una prueba de refinamiento, pero no era indiferente a las sucesivas partículas de este mundo que encontraba. En ocasiones podía ser completamente tosco.
—Lo siento, veo que le he dejado perplejo -dijo secamente-. Me temo que la elección de Lucy no cuente con su aprobación.
—No se trata de esto, pero usted debía frenarme. Conozco a la señorita Honeychurch desde hace poco tiempo. Tal vez no debía haber hablado de ella tan libremente con nadie, y menos todavía con usted.
—¿Cree que ha dicho algo indiscreto?
El señor Beebe reunió sus fuerzas. Realmente, el señor Vyse poseía el arte de poner a cualquiera en una posición difícil. Estaba decidido a usar las prerrogativas de su profesión.
—No, no he dicho nada indiscreto. En Florencia profeticé que su tranquila, poco accidentada infancia debía llegar a un fin y, en verdad, ha finalizado. Me di cuenta con suficiente profundidad de que debía subir un peldaño más, y lo ha subido. Ha aprendido y permítame que me exprese libremente, ya que ha empezado libremente, ha aprendido lo que es el amor, la mayor lección que nuestra vida terrena nos ofrece, según algunos.
Era el momento en que el señor Beebe debía quitarse el sombrero dado que el trío se acercaba a ellos. No olvidó hacerlo.
—La ha aprendido a través de usted -y su voz sonaba aún clerical aunque era, a un tiempo, sincera-: esperemos que usted procure que su conocimiento le resulte provechoso.
—Grazie tante! — dijo Cecil, a quien no le gustaban los curas.
—¿Ya se ha enterado? — exclamó la señora Honeychurch al tiempo que andaba con dificultad por el jardín húmedo-. ¡Señor Beebe! ¿Ya sabe la noticia?
Freddy, en esa ocasión lleno de genialidad, silbó la marcha nupcial. La juventud raramente critica los hechos cumplidos.
—¡Lo sé en verdad! — exclamó. Miró a Lucy. En su presencia no podía desempeñar ya su papel de cura, por lo menos sin pedir excusas.
—Señora Honeychurch, voy a hacer lo que siempre se supone que debo hacer, pero soy generalmente demasiado tímido para hacerlo. Deseo impartir toda suerte de bendiciones para ellos, serias y alegres, pequeñas y grandes. Deseo que sean a lo largo de sus vidas sumamente buenos y felices como marido y mujer, como padre y madre. Y ahora quiero mi té.
—Acaba de pedirlo en el momento oportuno -replicó la dama-. ¿Cómo conseguirá resultar serio en Windy Corner?
Él había utilizado el tono que era propio de ella. Se había acabado con el pesado paternalismo, con las tentativas de dignificar la situación con poesía o con las Sagradas Escrituras. Ninguno de ellos permitía o era capaz de ponerse serio por más tiempo.
Un compromiso matrimonial es algo, tan potente que más pronto o más tarde lleva a quien habla de él a un estado de consciente animación. Más tarde, en la soledad de sus habitaciones, el señor Beebe, o incluso Freddy, podían nuevamente ponerse en una situación de críticos, pero en presencia del compromiso y de los interesados, se comportaban sinceramente felices. Tiene un extraño poder que no solamente se manifiesta en los labios, sino en el corazón. El paralelo más afín, para comparar una cosa grande con otra, es el poder que tiene sobre nosotros un templo de un credo que nos es ajeno. Fuera, nos reímos o nos oponemos, o como máximo nos ponemos sentimentales; dentro, aunque los santos y los dioses no sean los nuestros, llegamos a convertimos en verdaderos creyentes, si hay algún verdadero creyente en el presente.
Así, después de las equivocaciones y malas interpretaciones de la tarde se juntaron unos con otros y se instalaron para tomar placenteramente el té. Si eran hipócritas no se daban cuenta y su hipocresía tenía muchas probabilidades de convertirse en algo sincero. Anne, sirviendo cada plato como si fuera un regalo de boda, los estimuló extraordinariamente. No podían sustraerse a la sonrisa que les ofreció en el momento mismo de abrir la puerta de la sala de estar. El señor Beebe gorjeaba, Freddy se mostraba en el summum de su agudeza, hablando de Cecil como el «Fiasco», que era el mote familiar del prometido. La señora Honeychurch, divertida y corpulenta, prometía mucho como madre política. Por lo que se refería a Lucy y Cecil, para quienes era la fiesta, también colaboraban en el festivo ritual, pero esperaban, como lo harían los más formales comulgantes, la revelación de un destello común de dicha.
Capítulo IX
Lucy vista como una obra de arte
Pocos días después de anunciar su compromiso, la señora Honeychurch hizo que Lucy y su «Fiasco» asistieran a una pequeña fiesta para el vecindario, puesto que, como es natural, deseaba mostrar a la gente que su hija se iba a casar con un hombre presentable.
Cecil era más que presentable: se veía distinguido y resultaba muy agradable contemplar su delgada figura y su larga y bella cara respondiendo cuando Lucy le hablaba. La gente dio la enhorabuena a la señora Honeychurch, lo cual es, creo, un error social, pero que le complacía y hacía que presentara a Cecil casi sin discriminación a algunas oscuras rentistas.
Durante el té hubo un desafortunado incidente. Una taza de café cayó encima del vestido de seda de Lucy y aunque ella mostró indiferencia, su madre no fingió nada por el estilo, sino que la arrastró al interior de la casa para que una doncella cordial cuidara de limpiar su falda. Estuvieron alejadas de la fiesta durante algún tiempo y Cecil permaneció entre las oscuras rentistas. Cuando ellas regresaron, no se mostraba tan agradable como en un principio.
—¿Van muy a menudo a este tipo de reuniones? — preguntó de vuelta a casa.
—De vez en cuando -dijo Lucy, quien tampoco se había divertido mucho.
—¿Son típicas de la sociedad del condado?
—Así lo creo. ¿Madre, es así?
—Totalmente de sociedad -dijo la señora Honeychurch, que estaba intentando recordar la hechura de uno de los vestidos.
Viendo que sus pensamientos estaban lejos de allí, Cecil se dirigió a Lucy y le dijo:
—Esto me ha parecido totalmente terrorífico, desastroso, de mal gusto.
—Siento que te hayas sentido desamparado.
—No es esto, sino las felicitaciones. Es desagradable de qué manera un compromiso matrimonial se ve como una cosa pública, una especie de lugar donde echar los desperdicios y en el que cada extraño debe depositar su vulgar sentimiento. ¡Todas estas viejas sonriendo estúpidamente!
—Uno debe pasar por encima de esto, supongo. La próxima vez me parece que no se darán cuenta de nuestra presencia.
—Sigo opinando que la actitud es completamente errónea. Un compromiso matrimonial-horrible expresión por otra parte- es un asunto privado y debería ser tratado como tal.
Aun las viejas, sonriendo estúpidamente, aunque equivocadas, eran en conjunto correctas. El espíritu de las generaciones había sonreído a través de ellas, sintiéndose felices por el compromiso de Cecil y Lucy, porque prometía la continuidad de la vida sobre la tierra. Para Cecil y para Lucy, el compromiso prometía algo completamente distinto: amor personal. De ahí que la irritación de Cecil y la adhesión de Lucy a esta irritación resultaban justas.
—¡Qué aburrido! — dijo ella-. ¿No podías haberte escapado al tenis?
—No juego al tenis, por lo menos en público. El vecindario se verá privado del placer de verme atlético. Un placer de esta índole, sostengo que es propio de los ingleses italianizados.
—¿Ingleses italianizados?
—E un diavolo incarnato! ¿Conoces el proverbio?
Lucy no lo conocía. Ni le parecía aplicable a un joven que había pasado un tranquilo invierno en Roma con su madre. Pero Cecil, a partir de su compromiso, desempeñaba el papel de un cosmopolita travieso que estaba muy lejos de ser.
—Bien -dijo-, no puedo hacer nada si no les caigo bien. Hay unas barreras inamovibles entre ellos y yo, y debo aceptarlo.
—Todos tenemos nuestras propias limitaciones, supongo -dijo Lucy juiciosamente.
—También es cierto que algunas veces son ellos quienes nos tienen que soportar -comentó Cecil, quien vio por su respuesta que ella no había llegado a entender su posición.
—¿Cómo?
—Hay una diferencia, ¿no te parece?, entre que seamos nosotros quienes nos limitemos o nos veamos limitados por las barreras de los otros.
Lucy, después de pensarlo un momento, estuvo de acuerdo en que hay una diferencia.
—¿Diferencia? — exclamó la señora Honeychurch repentinamente interesada-. No puedo ver ninguna diferencia. Las limitaciones son las limitaciones, sobre todo cuando se refieren a lo mismo.
—Estamos hablando de motivos -dijo Cecil, a quien la interrupción le había provocado una sacudida.
—Mi querido Cecil, mira -y juntó sus rodillas colocando en su falda el bolso de mano- esto soy yo, esto es Windy Comer y el resto la otra gente. Todos los motivos son buenos, pero la barrera viene aquí.
—No estábamos hablando de barreras reales -dijo Lucy riendo.
—¡Oh, ya veo, querida..., poesía!
La señora Honeychurch volvió plácidamente a su posición. Cecil se preguntaba por qué Lucy se había divertido.
—Te diré quién no conoce «barreras» como tú las llamas -dijo Lucy- y éste es el señor Beebe.
—Un cura sin barreras significaría un cura sin defensas. Lucy era lenta en seguir lo que la gente decía, pero era lo bastante rápida para detectar lo que querían significar. Esquivó el epigrama de Cecil, pero calculó el sentimiento que lo había provocado.
—¿No te gusta el señor Beebe? — preguntó pensativamente.
—¡Nunca he dicho esto! — exclamó-. Lo considero muy superior al término medio, únicamente desmentí... -y siguió con el tema de las barreras resultando brillante de nuevo.
—Sin embargo, hay un clérigo a quien detesto -dijo Lucy, esperando expresar algo afín-, un clérigo que tiene barreras y de las peores, es el señor Eager, el capellán inglés de Florencia. Se mostró completamente insincero y, por desgracia, no solamente en sus maneras. Fue un esnob, engreído, haciendo unas cosas muy poco caritativas...
—¿Qué clase de cosas?
—Había un hombre de edad en los Bertolini de quien dijo que había asesinado a su esposa.
—Tal vez lo hiciera.
—Nunca, no.
—¿Por qué «no»?
—Era un viejecito muy agradable, estoy segura.
Cecil sonrió ante su femenina inconsecuencia.
—Bien, yo intenté poner en claro el asunto, pero el señor Eager nunca quiso llegar a lo importante. Prefirió que fuera algo vago, diciendo que el anciano había «prácticamente» asesinado a su esposa, que la había asesinado ante los ojos de Dios.
—¡Uf, querida! — dijo la señora Honeychurch abstraídamente.
—¿Acaso no es intolerable que una persona a quien se nos ha enseñado a imitar vaya esparciendo calumnias? Se debió principalmente, me parece, al hecho de que ese anciano le había caído mal. La gente pretendía que era vulgar, pero en verdad no lo era.
—¡Pobre anciano! ¿Cuál era su nombre?
—Harris -dijo Lucy nerviosamente.
—Esperemos que la señora Harris no fuera la persona -dijo su madre.
Cecil asintió con la cabeza inteligentemente.
—¿Acaso no es el señor Eager un tipo de persona cultivada? — preguntó.
—No lo sé. Le detesto. Le oí dar una explicación sobre Giotto. Le detesto. No hay nada que pueda disimular un carácter vanidoso. Le detesto.
—¡Dios nos asista! — dijo la señora Honeychurch-. ¡Me haréis estallar la cabeza! ¿Qué razón hay para quejarse tanto? Os prohíbo, a ti y a Cecil, detestar a los curas por más tiempo.
Cecil sonrió. Había, sin duda, algo de incongruencia en la reacción moral de Lucy respecto al señor Eager. Era como si uno fuera a ver a Leonardo en el techo de la Capilla Sixtina. Estuvo a punto de sugerirle que no era en eso donde residía su vocación, que el poder y el encanto de una mujer reside en el misterio, no en una expresión vigorosa. Pero, posiblemente, una expresión vigorosa es un signo de vitalidad que desdora a una bella criatura, pero muestra que está viva. Después de un momento contempló su cara sofocada y sus gestos excitados con cierta aprobación. Se contuvo de refrenar las fuentes de la juventud.
La Naturaleza -el más elemental de los tópicos, pensó- está entre ellos. Alabó los bosques, los lagos profundos en las laderas, las hojas rojizas que cubrían los arbustos pequeños, la belleza útil de las vallas en la calzada. Los exteriores no le resultaban familiares y se equivocó en algo evidente. La boca de la señora Honeychurch se contrajo cuando él se refirió al perpetuo verde del alerce.
—Me considero a mí mismo una persona de suerte -concluyó-. Cuando estoy en Londres pienso que nunca podría vivir lejos de allí. Cuando estoy en el campo pienso lo mismo acerca de la ciudad. Después de todo, creo verdaderamente que los pájaros, los árboles y el horizonte son lo mejor de la vida y que la gente que vive entre ellos debe de ser la mejor. Es verdad, en nueve de cada diez casos, que parece no se dan cuenta de ello. Los caballeros rurales y los labriegos son cada uno en su estilo los compañeros más deprimentes. Aunque deben de tener una correspondencia tácita entre sus, faenas y la Naturaleza, cosa que nosotros, la gente de ciudad, no tenemos. ¿Está de acuerdo conmigo, señora Honeychurch?
La señora Honeychurch tuvo cierto movimiento de sobresalto y sonrió. No había prestado atención. Cecil, algo encogido en su sillón de primera línea, se sintió irritado y determinó no decir nada nuevo; nada que tuviera interés.
Lucy tampoco había prestado atención. Tenía las cejas fruncidas y aún se veía furiosamente molesta como resultado, según él concluyó, de excesiva gimnasia moral. Era triste, además, ver que estaba ciega ante las bellezas de un bosque en agosto.
—«Baja, ¡oh doncella!, de la cima de la montaña» -recitó Cecil y dio un golpecito con su rodilla en la de ella.
Lucy enrojeció de nuevo y dijo:
—¿Qué cima?
Baja, ¡oh doncella! de la cima de la montaña
¿Qué placer vive en la cima (el pastor cantó)
en la cima y en el esplendor de las colinas?
Sigamos el consejo de la señora Honeychurch y no detestemos a los curas. ¿Cuál es el lugar?
—Summer Street, sin duda -dijo Lucy enderezándose. El bosque se abría para dejar paso a un prado inclinado y triangular. Bellas casas de campo se alineaban a ambos lados y el vértice más alto y el tercero estaban ocupados por una iglesia, de simplicidad cara y con tejado piramidal. La casa del señor Beebe estaba cerca de la iglesia. Excedía en altura escasamente a las casas de campo. Cerca había algunas grandes mansiones, pero quedaban escondidas entre los árboles. El paisaje sugería los Alpes suizos más que el sanctasantórum y centro de un mundo ocioso, que se veía estropeado por dos feas y pequeñas villas, las que habían rivalizado con el compromiso matrimonial de Cecil y que habían sido adquiridas por el señor Harry Otway la misma tarde en que él se había prometido con Lucy.
Cissie era el nombre de una de esas villas; Albert, el de la otra. Estos nombres no sólo habían sido escritos en caracteres góticos en las verjas del jardín, sino que aparecían nuevamente en los porches, siguiendo la curva semicircular del arco de entrada, con letras mayúsculas. Albert estaba habitada y su removido jardín brillaba con geranios y lobelias y relucientes tiestos. Sus pequeñas ventanas estaban severamente cerradas. Cissie estaba por alquilar. Tres anuncios, provenientes de agentes de Dorking, colgaban en la valla anunciando el poco sorprendente hecho. Sus caminos estaban ya cubiertos de maleza y la hierba que se distinguía estaba amarilla de amargones.
—¡Este lugar está hecho una ruina! — dijeron las damas mecánicamente-. Summer Street nunca volverá a ser lo que era.
Mientras el carruaje la atravesaba, se abrió la puerta y un caballero salió.
—¡Pare! — exclamó la señora Honeychurch dando un golpecito al cochero con su parasol-. ¡Aquí tenemos al señor Harry! Ahora lo sabremos. ¡Señor Harry, arregle las cosas de una vez!
El señor Harry Otway, a quien no hay necesidad de describir, se dirigió hacia el carruaje y dijo:
—Señora Honeychurch, así lo querría. No puedo, realmente no puedo echar a la calle a la señorita Flack.
—¿Acaso no tengo siempre razón? Debía haberse ido antes que el contrato se firmara. ¿Vive aún sin pagar el alquiler, como hacía cuando su sobrino?
—Pero ¿qué puedo hacer? — Y bajando el tono de su voz-: es una anciana, tan vulgar y casi postrada.
— Échela -dijo Cecil ásperamente.
El señor Harry suspiró y miró doloridamente hacia las villas. Había tenido todas las advertencias respecto a las intenciones del señor Flack y tenía que haber dispuesto de todo el terreno antes que el edificio se hubiera levantado, pero era un hombre apático y dilatorio. Conocía Summer Street desde hacía tantos años que no podía haber imaginado que destrozarían el lugar. Por lo menos hasta que la señora Flack había levantado los cimientos y pronto habían aparecido ladrillos de color rojo y crema. Empezó a alarmarse. Consultó al señor Klack, el constructor local, un hombre de lo más razonable y respetuoso, quien estuvo de acuerdo en que la piedra hubiera dado un techo más artístico, pero señaló que la pizarra era mucho más barata. Sin embargo, no estuvo de acuerdo con él acerca de las columnas corintias que debían cogerse como sanguijuelas en el armamento del saliente de las ventanas, diciendo que, por su parte, le gustaba dar relieve a la fachada con un poco de decoración. El señor Harry indicó que una columna, a ser posible, debería ser funcional tanto como decorativa. El señor Flack replicó que todas las columnas habían sido clasificadas, añadiendo: «y todos los capiteles distintos, unos con dragones en el follaje, otros recordando el estilo jónico, otros presentando las iniciales de la señora Flack; en definitiva, cada una resultaba distinta.» Todo era consecuencia de que había leído a Ruskin. Construía las villas de acuerdo con sus ideas e incluso había colocado a una inamovible tía en una de ellas cuando el señor Harry las compró.
Esta fútil y poco provechosa transacción llenaba al caballero de tristeza cuando se inclinó hacia el carruaje de la señora Honeychurch. Había faltado a sus deberes con la gente que vivía en el campo, y la gente que vivía en el campo se reía a su vez de él. Había gastado dinero, y Summer Street estaba destrozado para siempre. Todo lo que podía hacer actualmente era encontrar un buen inquilino para Cissie, alguno realmente bueno.
—El alquiler es ridículamente bajo -les contó- y tal vez yo sea un arrendatario que no presenta dificultades. Pero esto tiene unas proporciones desgarbadas. Demasiado grande para un trabajador y demasiado pequeño para alguien de nuestra posición.
Cecil había estado dudando entre no prestar atención a las villas o al señor Harry, dado que no le importaban. Lo último parecía lo más provechoso.
—Debe encontrar un inquilino en primer lugar -dijo maliciosamente-. Sería un lugar perfecto para un empleado de banco.
—¡Exactamente! — dijo el señor Harry con excitación-. Esto es lo que pienso, señor Vyse. Este lugar atraerá al tipo de gente que no conviene. El servicio de tren ha mejorado, una mejora fatal a mi entender. ¿Y qué son cinco millas de distancia desde la estación en estos tiempos de bicicletas?
—Por cierto que deberá tratarse de un enérgico empleado de banco -dijo Lucy.
Cecil, que poseía toda la maliciosidad medieval, replicó que la gente de clase media iba mejorando a velocidades increíbles. Lucy se dio cuenta de que él se burlaba de su inocente vecino y se precipitó a ponerle freno.
—¡Señor Harry! — exclamó-, tengo una idea. ¿Le gustada unas solteronas?
—Querida Lucy, sería espléndido. ¿Conoce algunas?
—Sí, las conocí en el extranjero.
—¿Distinguidas?
—Seguro, sí, y por el momento sin casa. Tuve noticias de ellas la semana pasada. Las señoritas Teresa y Catherine Alan. El señor Beebe también las conoce. ¿Puedo decirles que le escriban?
—Seguro que puede -exclamó-. Tenemos ya, por el momento, las dificultades resueltas. ¡Qué delicia! Tendrán facilidades extra; por favor, dígaselo para no tener que pagar la comisión de los agentes. ¡Los agentes! Han asustado a la gente que me han mandado. Hubo una mujer que cuando le escribí una carta delicada, pidiéndole que me dijera cuál era su posición social, me contestó diciéndome que me pagaría el alquiler por anticipado. ¡Como si uno se preocupara por eso! He sabido que muchas referencias eran de lo más insatisfactorio: gente de enredos o poco respetable. ¡Y las mentiras! He visto mucho del lado turbio de la vida esta semana pasada. ¡La falsedad de la gente que más promesas hace! ¡Mi querida Lucy, la falsedad!
Lucy afirmó con la cabeza.
—Mi consejo -puntualizó la señora Honeychurch- es que Lucy no tenga nada que ver con estas decrépitas damas. Conozco el tipo. Dios me guarde de gente que ha conocido días mejores, que arrastran con ellos cosas heredadas y hacen que la casa huela a florido. Es triste, pero prefiero a quien va hacia arriba en el mundo que a aquellos quienes van hacia abajo.
—Creo que la sigo -dijo el señor Harry-, pero es, como usted dice, algo muy triste.
—Las señoritas Alan no son esto -exclamó Lucy.
—Sí lo son -dijo Cecil-. No las he visto nunca, pero diría que son una adición altamente inconveniente para el vecindario.
—No le haga caso a Cecil, señor Harry... Es un pesado.
—Soy yo el pesado -replicó-. No debiera ir con mis problemas a la gente joven. Pero, realmente, estoy tan preocupado y mi esposa dice a menudo que no puedo ser tan escrupuloso, lo cual es completamente cierto, pero no soluciona nada.
—Entonces ¿puedo escribir a las señoritas Alan?
—Por favor -exclamó.
Pero su mirada vaciló cuando la señora Honeychurch dijo:
—¡Tenga cuidado! Estamos seguros de que tendrán canarios. Señor Harry, tenga cuidado con los canarios: escupen semillas a través de las rejas de sus jaulas y entonces viene el ratón. Cuidado con todas las mujeres. Alquile sólo a un hombre.
—Cierto -murmuró cortésmente, aunque percibió la agudeza de su observación.
—Los hombres no cotillean tomando el té. Si se emborrachan es algo que se acaba, se tienden confortablemente hasta que pasa la borrachera. Si son vulgares, se guardan su vulgaridad para sí y no la desparraman. Déme un hombre... sin duda, cuidando que sea pulcro.
El señor Harry enrojeció. Ni él ni Cecil disfrutaban con los abiertos cumplidos hacia su sexo. Incluso la exclusión de la suciedad no les revelaba excesiva distinción. Sugirió que la señorita Honeychurch, si tenía tiempo, podía descender del carruaje e inspeccionar Cissie por sí misma. Ella estaba encantada porque su natural la llevaba a imaginarse pobre y viviendo en una casa de este tipo. Las faenas domésticas la atraían, especialmente cuando eran a pequeña escala.
Cecil tiró de Lucy cuando mostró interés en seguir a su madre.
—Señora Honeychurch -dijo-, ¿qué le parece si nosotros dos nos quedamos en casa y la dejamos a usted?
—¡Muy bien! — fue su réplica cordial.
El señor Harry también aparentó casi la misma alegría de zafarse de ellos. Les sonrió radiantemente y dijo con intención:
—¡Ajá! ¡Juventud, juventud, juventud! — y se precipitó a cerrar la puerta.
—¡Vulgaridad inútil! — exclamó Cecil, casi antes de que se encontraran fuera de su alcance.
—¡Cecil!
—¡No puedo remediado! Sería erróneo no sentir disgusto ante este hombre.
—No es inteligente, pero sí agradable.
—No, Lucy, se interesa por todo lo que está mal en la vida del campo. En Londres estaría en su lugar, pertenecería a un club de tontos y su mujer ofrecería tontas cenas a la gente. Pero aquí actúa de pequeño dios con su nobleza, su protección y su simulación de ascetismo. Cualquiera, incluso tu madre, se ve atrapada.
—Todo lo que dices es completamente cierto -repuso Lucy, aunque se sentía descorazonada-. Me pregunto si... esto importa mucho.
—Importa muchísimo. El señor Harry es la esencia de esta fiesta campestre. ¡Oh, dioses, qué fastidiado estoy! ¡Cómo deseo que le caigan unos vulgares inquilinos, unas mujeres de lo más vulgar, que incluso él pueda darse cuenta de ello! ¡Patricios rurales! ¡Uf! Con su cabeza calva y su mentón hundido. Pero olvidémoslo.
A Lucy le alegraba poderlo hacer. Si a Cecil no le gustaban ni el señor Henry Otway ni el señor Beebe, ¿qué garantías tenía para pensar que la gente que realmente le importaba a ella escaparía a su crítica? Por ejemplo, Freddy. Freddy ni era inteligente ni sutil, ni guapo: ¿qué impediría a Cecil decir: «sería una equivocación no sentir disgusto por Freddy»? ¿Y cuál sería su respuesta? No pasó de Freddy, pero este pensamiento le produjo suficiente ansiedad. Sólo podía repetirse que Cecil conocía a Freddy desde hacía algún tiempo y que siempre se habían relacionado placenteramente, excepto durante los últimos días, lo cual podía haber sido un simple accidente.
—¿Qué camino tomaremos? — le preguntó Lucy.
La Naturaleza, el más elemental de los tópicos, pensó ella, los rodeaba. Summer Street se extiende entre bosques y ella se había detenido en un lugar donde un camino se bifurca del camino principal.
—¿Hay dos caminos?
—Tal vez el camino principal sea mejor, dado que vamos vestidos de fiesta.
—Casi preferiría ir a través del bosque -dijo Cecil, con una irritación reprimida que Lucy le había observado durante toda la tarde-. ¿Por qué, Lucy, sugieres el camino principal? Sabes que nunca has estado conmigo en el campo o en el bosque desde que estamos prometidos.
—¿He dicho eso? Entonces, el bosque -dijo Lucy, sorprendida ante su excentricidad, pero completamente convencida de que más adelante él le daría explicaciones. No era costumbre de Cecil dejada dudando acerca de lo que había querido decir.
Mostró el camino entre el bosque susurrante, convencida de que él daría una explicación antes que hubieran recorrido una docena de yardas.
—He tenido la impresión, tal vez errónea, de que te sientes mejor a mi lado en casa, en un salón.
—¿Un salón? — repitió Lucy descorazonada y enfurecida.
—Sí. O, por lo menos, en un jardín o en un camino: nunca en pleno campo, como aquí.
—¡Cecil! ¿Qué es lo que quieres decir? Nunca he sentido nada parecido. Hablas como si yo fuera un tipo de persona como una poetisa.
—No sé lo que eres. Te relaciono con una ventana... cierto tipo de ventana. ¿Por qué no podrías relacionarme a mí con un salón?
Reflexionó unos momentos y luego dijo riéndose:
—¿Sabes que estás en lo cierto? Lo hago. Debo de ser poetisa después de todo. Cuando pienso en ti siempre te sitúo en un salón. ¡Qué divertido!
Ante su sorpresa, Cecil se mostraba molesto.
—¿Quizá un salón sin ninguna ventana?
—Sí, sin ventana alguna, imagino. ¿Por qué no?
—Casi preferiría -dijo él en tono de reproche- que me relacionaras con el aire libre.
Lucy dijo nuevamente:
—¡Cecil! ¿Qué quieres decir?
Dado que no siguió ninguna aclaración, Lucy abandonó el tema puesto que era demasiado difícil para una muchacha y lo hizo seguir hacia dentro del bosque, parándose de vez en cuando ante alguna bella o familiar disposición de los árboles. Conocía el bosque entre Summer Street y Windy Comer casi desde que había empezado a andar sola. En él había jugado al escondite con Freddy, cuando él era un niño de cara lustrosa, y aunque había estado en Italia, el lugar no había perdido para ella ninguno de sus encantos.
Seguidamente se dirigieron hacia un claro entre los pinos, otro pequeño y verde pasto, solitario a esta hora, en cuya superficie cobijaba un estanque de poca profundidad. Lucy exclamó:
—¡El Lago Sagrado!
—¿Por qué lo llamas así?
—No puedo recordar por qué. Supongo que viene de algún libro. Ahora es sólo un estanque, pero ¿ves esa corriente que lo atraviesa? Pues bien, una buena cantidad de agua se deposita aquí después de un día de fuertes lluvias y no puede escurrirse rápidamente por lo que el estanque llega a ser bastante grande y bello. Es cuando Freddy acostumbra a bañarse aquí. Le gusta mucho este lugar.
—¿Ya ti?
Quería decir: «¿Te gusta mucho a ti?» Pero ella contestó ensoñadamente:
—También yo me he bañado aquí, hasta que se dieron cuenta de que lo hacía y provoqué una discusión.
En otros tiempos él se hubiera sorprendido, dadas las profundidades de orgullo que en él había, pero con su repentino culto por el aire libre, se deleitaba ante la admirable simplicidad de Lucy. La miró cuando ella se encontraba en el borde del agua. Iba bien vestida, de fiesta, como ella misma había dicho, y le recordaba cierta flor brillante que no tiene hojas propias, sino capullos abruptos que surgen de un mundo de verde.
—¿Quién se dio cuenta?
—Charlotte -murmuró ella-. Estaba pasando unos días con nosotros. Charlotte... Charlotte.
—¡Pobre Lucy!
Ella sonrió gravemente. Un pensamiento que hasta ese momento había rehuido, le pareció práctico.
—¡Lucy!
—Sí, supongo que debemos irnos -fue su respuesta.
—Lucy, quisiera pedirte algo que no te he pedido nunca.
Ante el tono serio de su voz, Lucy se dirigió franca y amablemente hacia él.
—¿Qué, Cecil?
—Hasta ahora nunca, incluso ni aquel día en el césped en que consentiste en casarte conmigo...
Se mostró pedante y se mantuvo mirando alrededor para comprobar que no eran observados. Su valor había desaparecido.
—¿Sí?
—Hasta ahora nunca te he besado.
—No, no lo has hecho -articuló ella atropelladamente.
—Entonces, te pido... ¿puedo hacerlo ahora?
—Sin duda puedes, Cecil. Debías haberlo hecho antes. No puedo precipitarme hacia ti, ya sabes.
En ese momento supremo él no era consciente de nada más que de cosas absurdas. La contestación de ella era inadecuada. Se tomó excesivo trabajo en levantarse el velo del sombrero. Al tiempo que se acercaba a ella encontró ocasión para retroceder. Cuando la besó, la dorada montura de sus gafas saltó cayendo entre ellos.
Así fue el abrazo. Cecil pensó, con razón, que había resultado un fracaso. Desde el punto de vista de la pasión resultaba deplorable. Si la hubiese habido se habría olvidado la buena educación y las consideraciones y otras argucias de una naturaleza refinada. Por encima de todo, nunca hubiese debido preguntar qué era lo correcto. ¿Por qué no podía haberse comportado como cualquier campesino o peón...? ¿Por qué no como cualquier joven de detrás de un mostrador se habría comportado? Vio la escena retrospectivamente: Lucy permanecía como una flor cerca del agua; él se precipitaba y la tomaba entre sus brazos; ella lo rechazaba, luego se lo permitía y lo admiraba para toda la vida por su valor, puesto que él creía que las mujeres admiraban a los hombres por su valor.
Se alejaron del estanque en silencio después de ese contacto. Él esperaba que ella hiciera algún comentario que le permitiera desplegar sus más íntimos pensamientos. Al fin, Lucy habló adoptando un aire grave.
—Emerson era el nombre, no Harris.
—¿Qué nombre?
—El del anciano.
—¿Qué anciano?
—El anciano de quien te he hablado. Aquel que el señor Eager trató tan mal.
Él no pudo darse cuenta de que ésa era la conversación más íntima que ellos habían mantenido.
Capítulo X
Cecil, humorista
La sociedad de la cual Cecil se proponía rescatar a Lucy, tal vez no fuera espléndida, pero sí algo más de lo que los antecedentes podían otorgarle. El padre de Lucy, un procurador local próspero, había construido Windy Comer especulando que con el tiempo llegaría a ser un barrio en auge, y, enamorándose de su propia creación, había acabado instalándose allí. Poco después de su matrimonio, la atmósfera social empezó a alterarse. Otras casas se iban construyendo en el borde del acantilado, al sur, y otras entre los pinos de la parte trasera y al norte de la barrera de creta de los bajos. La mayoría de esas casas eran más amplias que Windy Comer y estaban ocupadas por gente que provenía no de aquel barrio sino de Londres, y que tomó a los Honeychurch por supervivientes de una aristocracia indígena. Él era un hombre asustadizo, pero su esposa aceptaba la situación sin orgullo ni humildad. «No entiendo qué está haciendo la gente -decía-, pero es una suerte para nuestros hijos.» Invitaba a todo el mundo y sus invitaciones eran correspondidas con entusiasmo. La gente, con el tiempo, empezó a considerar que ella no pertenecía exactamente a su milieu, pero la apreciaban y parecía que este hecho no tenía importancia. Cuando el señor Honeychurch murió lo hizo con la satisfacción -que pocos procuradores pueden tener- de dejar a su familia enraizada en la mejor sociedad posible.
La mejor posible. En verdad, muchos de los que se habían instalado allí eran algo necios, y Lucy no se dio cuenta de ello vívidamente hasta su vuelta de Italia. Hasta ese momento había aceptado sus ideales sin preguntarse nada, su bienestar amable, su poco inquietante religión, su disgusto ante las bolsas de papel, las cortezas de naranja y las botellas rotas. Con su cambio radical había aprendido a hablar con horror de la gente del barrio. La vida, en la medida en que se inquietaba imaginándola, era un círculo de rica, agradable gente con idénticos intereses y enemigos. Dentro de ese círculo, uno pensaba, se casaba, se moría. Fuera estaba la pobreza y la vulgaridad intentando introducirse constantemente, como cuando la niebla londinense intenta penetrar en los bosques de pinos, esparciéndose por entre las brechas de las colinas del norte. Pero en Italia, donde quien se cree elegido debe proveerse de su propio calor con ecuanimidad, como al sol, esta concepción se había desvanecido. Sus sentimientos eran más amplios; sentía que allí no había nadie a quien no tuviera que apreciar, que las barreras sociales eran sin duda inamovibles, pero no particularmente altas. Se saltaban de la misma manera que uno salta a un olivar de un campesino de los Apeninos y el campesino está contento de saludar. Había vuelto con una nueva visión de las cosas.
Lo mismo le había pasado a Cecil, pero Italia había precipitado a Cecil no a la tolerancia, sino a la irritabilidad. Se dio cuenta de que la sociedad local era limitada, pero en vez de decirse «¿importa mucho?» se rebeló e intentó sustituida por una sociedad que él llamaba de visión amplia. No se dio cuenta de que Lucy se había dedicado a lo que la rodeaba por un sinfín de pequeñas amabilidades que le ofrecían ternura en su momento y que, aunque sus ojos veían los defectos, su corazón rehuía advertidos en su totalidad. Ni tampoco Cecil se dio cuenta de un aspecto más importante que era el de que ella estaba demasiado por encima de esa sociedad y había llegado a un estadio donde únicamente un entendimiento personal podía satisfacerla. Rebelde no lo era, sin embargo, del modo que él creía; era una rebelde que deseaba no una habitación donde luchar, sino paridad con el hombre que amaba. Se daba el caso de que Italia le había estado ofreciendo la más preciada de todas las posesiones: su propia alma.
Jugando a la pelota con Minnie Beebe, la sobrina del rector, de trece años de edad -un juego antiguo y de lo más honorable que consiste en lanzar pelotas de tenis al aire y por lo tanto van a dar en lo alto de la red y rebotan enormemente-, una de las pelotas fue a dar sobre la señora Honeychurch; otras se perdieron. La frase resulta confusa, pero muestra muy bien el estado mental de Lucy, dado que al mismo tiempo que jugaba estaba hablando con el señor Beebe.
—¡Ha sido un fastidio! Primero él, luego los otros, sin saber nadie lo que realmente querían, y cada uno de lo más aburrido.
—Pero parece que vienen de un momento a otro -dijo el señor Beebe-. Escribí a la señorita Teresa hace pocos días. Quería saber cuántas veces viene el carnicero, y mi respuesta de que una vez al mes le ha dado una impresión favorable. Vendrán. Lo he sabido esta mañana.
—¡Detestaré a esas señoritas Alan! — exclamó la señora Honeychurch-. Por el hecho de que son ancianas y algo locas se espera que uno diga «iOh, cuán dulces!» Detesto su «siendo» y «pero», «pero» y «siendo». La pobre Lucy, de acuerdo con sus principios, sin darse cuenta de nada.
El señor Beebe contempló el pequeño bullicio en la pista de tenis. Cecil estaba ausente, pues no se jugaba a la pelota cuando él estaba allí.
—Bien, si vienen... No, Minnie, Saturno no.
Saturno era una pelota de tenis cuya piel estaba parcialmente arrancada y cuando se lanzaba al aire su esfera quedaba rodeada por un anillo.
—Si vienen, el señor Harry les permitirá instalarse antes del 29 y anulará la cláusula sobre la limpieza de los techos, porque eso las ponía nerviosas, les cansaba. Eso no cuenta. Te he dicho que nada de Saturno.
—Saturno va completamente bien para este juego -exclamó Freddy, juntándose a ellos-. Minnie, no les hagas caso.
—Saturno no rebota.
—Saturno rebota lo suficiente.
—No, no lo hace.
—Bien, rebota mejor que el bello demonio blanco.
—¡Uf, querido! — dijo la señora Honeychurch.
—Mirad a Lucy, venga quejarse de Saturno y durante todo el tiempo se ha guardado al bello demonio blanco en su mano, a punto para lanzado. Haces bien, Minnie, a por ella, lánzala a la espinilla con la raqueta, ¡en las espinillas!
Lucy desistió: el bello demonio blanco cayó de su mano. El señor Beebe la cogió y dijo:
—El nombre de esta pelota es Vittoria Corombona, hagan el favor.
Pero esa corrección pasó inadvertida.
Ferddy poseía en alto grado el poder de excitar a los niños, y en medio minuto había transformado a Minnie de una niña de buenos modales en una fierecilla salvaje. Desde la parte alta de la casa, Cecil los oía y, aunque rebosaba de entretenidas novedades, no bajó a comunicadas no fuera caso que le accidentaran. No era cobarde y sí capaz de soportar tanto contratiempo como cualquier ser humano, pero odiaba la violencia física de los niños. ¡Cuánta razón tenía! Seguro que todo acabaría en lágrimas.
—Me gustaría que las señoritas Alan pudieran ver esto -observó el señor Beebe precisamente cuando Lucy, que estaba cuidando de Minnie, que se había lastimado, era ayudada por su hermano.
—¿Quiénes son esas señoritas Alan? — jadeó Freddy.
—Han alquilado la Villa Cissie.
—Ése no era el nombre...
Freddy resbaló y los tres cayeron muy agradablemente sobre la hierba. Transcurrió una pausa.
—¿Que no era el nombre? — preguntó Lucy.
—Alan no era. El nombre de la gente a la que el señor Harry les ha alquilado la villa.
—¡Tonterías, Freddy! Tú no sabes nada sobre este asunto.
—Tonterías tú. Lo acabo de encontrar. Me ha dicho: «¡Jem, Honeychurch!» -Freddy resultaba un imitador ni bueno ni malo-. ¡Ejem!, ¡ejem! Al fin he conseguido de-se-a-bles inquilinos.» Le he respondido: «¡Hurra, viejo amigo!» Y le he dado unas palmaditas en la espalda.
—Eso mismo. ¿Las señoritas Alan?
—Casi que no, más bien algo así como Anderson.
—¡Dios nos asista! ¡Estamos a punto de organizar otro lío! — exclamó la señora Honeychurch-. Te das cuenta, Lucy, ¿acaso no tengo razón siempre? Te dije que no te entrometieras con lo de villa Cissie. Tengo razón siempre y casi me molesta tener razón tan a menudo.
—Es otro lío de los de Freddy. Freddy nunca recuerda el nombre de la gente y en su lugar pretende que lo ha entendido.
—Sí, ya lo sé: Emerson.
—¿Qué nombre?
—Emerson. Te apuesto lo que quieras.
—¡Menudo veleta es el señor Harry! — dijo Lucy pausadamente-. Quisiera no haberme molestado en absoluto por este asunto.
Apoyó su espalda y miró al cielo sin nubes. El señor Beebe, cuya opinión sobre ella crecía de día en día, susurró a su sobrina que ésa era la manera de comportarse si sufría alguna contrariedad.
Mientras tanto el nombre de los nuevos inquilinos había hecho olvidar la admiración de sus propias virtudes a la señora Honeychurch.
—¿Emerson, Freddy? ¿Sabes de qué Emerson se trata?
—No sé si se trata de algún Emerson -complicó la situación Freddy, que era democrático. Como a su hermana y como a la mayoría de gente joven, le atraía la idea de igualdad y el hecho innegable de que hay diferentes clases de Emerson le molestaba más allá de lo debido.
—Creo que son buena gente. De acuerdo con Lucy -ella se había sentado de nuevo-, veo que arrugan la nariz pensando que vuestra madre es una esnob. Pero hay buena gente y gente poco recomendable, y es una presunción creer que no es así.
—Emerson es un apellido bastante común -remarcó Lucy.
Lucy miraba hacia la ladera. Sentada en una pequeña elevación, podía contemplar los promontorios cubiertos de pinos bajando uno más allá del otro en el bosque. El más alejado llegaba hasta el jardín y lo más glorioso era la panorámica lateral.
—Iba a recalcarte merecidamente, Freddy, que lo que intentaba era establecer que no había ninguna conexión con el Emerson filósofo, uno de los hombres más pesados. ¿Te satisface esto?
—¡Sí! — articuló-. Y también tú estarás satisfecha puesto que son amigos de Cecil, por lo tanto... -con elaborada ironía- tú y las restantes familias del condado podréis invitarlos con perfecta seguridad.
—¡Cecil! — exclamó Lucy.
—No seas vulgar, querida -dijo su madre tranquilamente-. ¡Lucy, no chilles! Estás cogiendo una mala costumbre.
—Pero ha sido Cecil -repitió el muchacho- «y tan de-se-a-bles. ¡Ejem! Honeychurch, les he telegrafiado».
Lucy se levantó del césped. Le resultaba duro. El señor Beebe la comprendía completamente. Mientras creía que su complicación respecto a las señoritas Alan provenía del señor Harry Otway, lo había asimilado como una buena muchacha. Podía muy bien «chillar» al oír que aquello provenía en parte de su amado. El señor Vyse era un burlón, peor aún que burlón: sentía un placer malévolo poniendo a la gente en situaciones difíciles. El clérigo, conocedor de esto, miró a la señorita Honeychurch con más simpatía de la usual.
Cuando ella exclamó: «Pero los Emerson de Cecil..., no pueden ser los mismos... aquí hay...» No consideró que la exclamación fuera rara, sino que vio una posibilidad en esto de desviar la conversación mientras ella recobraba su compostura. La diversificó de la siguiente manera:
—¿Se refiere a los Emerson que estaban en Florencia? No, no creo que esto quiera decir que sean ellos. Hay muy pocas posibilidades de que sean amigos del señor Vyse. ¡Señorita Honeychurch, gente tan extraña! ¡La gente más excéntrica! Por nuestra parte nos parecían bien, ¿no es verdad? — recurrió a Lucy-. Ocurrió una anécdota notable a propósito de unas violetas. Recogieron muchas violetas y llenaron muchos jarrones de la habitación de las señoritas Alan, que han fracasado en su intento de ocupar Villa Cissie. ¡Pobres ancianas! Fue tan sorprendente y tan bonito. Solía ser una de las anécdotas preferidas de la señorita Catherine. «A mi querida hermana le gustan las flores», empezaba diciendo. Encontraron la habitación convertida en una masa total de azul, jarrones y jarros, y la anécdota acaba: «Tan poco caballerosos y tan maravillosos; es difícil de entender.» Sí, siempre enlazo a esos Emerson de Florencia con violetas.
—El fiasco te ha tocado a ti en esta ocasión -remarcó Freddy sin ver que la cara de su hermana estaba completamente roja. Ella no podía volver en sí. El señor Beebe se dio cuenta y continuó la conversación para despistar.
—Estos Emerson en particular se componen de padre e hijo; el hijo, un buenazo por no decir un buen joven; no un alocado, sino algo inmaduro, pesimista, etcétera. Quien nos divertía era el padre: un sentimental terrible de los que se hacen querer, aunque la gente murmuraba que había asesinado a su esposa.
En su comportamiento normal el señor Beebe nunca hubiera repetido semejante chisme, pero estaba intentando proteger a Lucy de su pequeña complicación. Iba repitiendo todas las tonterías que pasaban por su cabeza.
—¿Asesinado a su esposa? — dijo la señora Honeychurch-. ¡Lucy, no te vayas, sigue jugando a la pelota! Realmente esa Pensión Bertolini habrá resultado el lugar más extraño del mundo. Éste es el segundo asesinato de que oigo hablar en aquel lugar. ¿Qué hacía Charlotte para parar todo esto? A propósito, debemos invitar a Charlotte un día de éstos.
El señor Beebe no podía atinar en el segundo asesinato. Sugirió que la dueña de la pensión debía de estar equivocada. Ante esta ligera indicación, la señora Honeychurch insistió. Estaba completamente segura de que había allí un segundo turista de quien se contaba la misma historia, aunque no recordaba el nombre. ¿Cuál era el nombre? ¡Caramba!, ¿cuál era el nombre? Dio un golpe en sus rodillas intentando sacar el nombre. Algo así como Thackeray. Se golpeó su maternal frente.
Lucy preguntó a su hermano si Cecil estaba dentro de la casa.
—¡No vayas! — exclamó, intentado retenerla cogiéndole por los tobillos.
—Debo ir -dijo con gravedad-. ¡No seas loco! Siempre exageras cuando juegas.
Tan pronto como ella se había ido, su madre exclamó: «Harris» que silbó en el aire tranquilo y le recordó que había contado una mentira que nunca había puesto en claro. Una absurda mentira de este tipo todavía excitaba más sus nervios y hacía que conectara a esos Emerson, amigos de Cecil, con un par de turistas no descritos. Hasta el presente, la verdad había sido algo natural en ella. Se dio cuenta de que en lo futuro debía estar mucho más alerta y ser absolutamente sincera. Bien, en cualquier caso, no debía contar mentiras. Atravesó rápidamente el jardín, aún sofocada de vergüenza. Cambiar unas palabras con Cecil la tranquilizaría, estaba segura.
—¡Cecil!
—¡Hola! — exclamó él sacando la cabeza por la ventana de la sala de estar. Parecía estar de muy buen ánimo-. Estaba esperando que vinieras. Te oí correr por el jardín, pero es mejor estar aquí, e incluso he conseguido una gran victoria sobre la musa de la comedia. Tiene razón George Meredith: la finalidad de la comedia y la de la verdad son la misma cosa, e incluso yo he encontrado inquilinos para Villa Cissie. ¡No te enfades! ¡No te enfades! Me perdonarás cuando lo sepas todo.
Se veía muy atractivo cuando su cara aparecía radiante y no mostraba de primer momento ridículas predicciones.
—Me he enterado -dijo Lucy-; Freddy nos lo ha contado. ¡Terrible Freddy! Supongo que debo perdonarte. ¡Piensa por un momento en las molestias que me he tomado para nada! Ciertamente las señoritas Alan son un poco aburridas y casi prefiero agradables amigos tuyos, pero no debías haber te burlado de esa manera.
—¿Amigos míos? — rió-. Pero, Lucy, la diversión está aún por llegar. Ven -pero ella permanecía donde se encontraba-. ¿Sabes dónde encontré a esos recomendables inquilinos? En la National Gallery, cuando fui a Londres para visitar a mi madre la semana pasada.
—¡Qué lugar más extraño para encontrar gente! — dijo ella nerviosa-. No entiendo nada en absoluto.
—En la Sala Umbría. Completamente desconocidos. Estaban contemplando a Luca Signorelli... sin duda, sin ninguna inteligencia. Sin embargo, entablamos conversación y me distrajeron no poco. Habían estado en Italia.
—Pero, Cecil...
Siguió él en tono hilarante.
—A lo largo de la conversación dijeron que buscaban una casa en el campo, para poder vivir allí el padre, y el hijo pasaría los fines de semana. Pensé: «¡Qué magnífica oportunidad para tomar el pelo al señor Harry!» y tomé nota de su dirección y por referencias suyas en Londres vi que no eran unos flagrantes pelagatos. Resultó muy divertido; les escribí diciéndoles...
—¡Cecil! Eso no está bien. Me parece que los conozco...
No la dejó seguir.
—Perfectamente bien. Nada mejor que lo que escarmienta a un esnob. El anciano irá bien para el vecindario. El señor Harry es tan pesado con sus «decadentes y aristocráticas damas»... He intentado darle una lección. No, Lucy, las clases deben mezclarse y, dentro de poco, estarás de acuerdo conmigo. Debe haber matrimonios entre clases distintas... y todo tipo de cosas por el estilo. Creo en la democracia...
—No, tú no crees en ella -dijo vivamente-. Tú no sabes qué quiere decir esa palabra.
La miró fijamente sintiendo de nuevo que había fracasado en sus intentos de resultar leonardesco.
—¡No, tú no crees en ella! — la cara de Lucy resultaba poco artística, como de una virago irritable-. No está bien, Cecil. Te culpo, te culpo totalmente. No tenías que entrometerte en mis asuntos respecto a las señoritas Alan y hacerme quedar en ridículo. Dices que esto es tomar el pelo al señor Harry, pero ¿te das cuenta de que es a costa mía? Considero que es muy desleal por tu parte.
Lo dejó solo.
«Temperamento», pensó él alzando las cejas.
No, era algo peor que temperamento, era esnobismo. Cuando Lucy pensó que amigos elegantes de Cecil suplantarían a las señoritas Alan, no se preocupó en absoluto y Cecil creyó que los nuevos inquilinos podían resultar educativos: entablaría relación con el padre y haría hablar al hijo, que era silencioso. En aras de la musa de la Comedia y de la Verdad, los ofrecería a Windy Corner.
Capítulo XI
En el bien dispuesto piso de la SeñoraVyse
La musa de la Comedia, aunque era capaz de cuidar de sus propios intereses, no desdeñó la ayuda del señor Vyse. Su idea de ofrecer a los Emerson Windy Comer le pareció decididamente buena e hizo que las negociaciones transcurrieran sin ningún tropiezo. El señor Harry Otway firmó el contrato, conoció a los Emerson y se sintió lógicamente desilusionado. Las señoritas Alan se sintieron debidamente ofendidas y escribieron una carta mostrando gran dignidad a Lucy, a quien hacían responsable del fracaso. El señor Beebe planeó placenteros encuentros para los recién llegados y dijo a la señora Honeychurch que Freddy debía invitarlos tan pronto como llegaran. Sin duda era de tal importancia el cargamento de la musa, que permitió al señor Harris, quien nunca había sido un canalla vivo, inclinar la cabeza, ser olvidado y morir.
Lucy, descendiendo del cielo a la tierra, donde siempre hay sombras porque hay colinas, se sintió en principio inmersa en la desesperación, pero reconfortada más tarde pensando que, en definitiva, todo aquello no importaba mucho. Ya que ella estaba comprometida, los Emerson a duras penas podrían burlarse y serían bien acogidos en el vecindario, así como Cecil lo era en su voluntad de aportar al vecindario las personas que quisiera. En cualquier caso, Cecil fue bien recibido trayendo a los Emerson a la comunidad. Pero, como digo, esto produjo ciertos pensamientos -tan ilógicas son las muchachas-, y el suceso se convirtió en más importante y lamentable de lo que en realidad era. Lucy se alegró de que le tocara rendir visita a la señora Vyse; así los inquilinos se trasladarían a Villa Cissie mientras ella se encontraba a salvo en un piso londinense.
—Cecil... Cecil querido -murmuró en la tarde de su llegada y se deslizó en sus brazos.
También se mostró efusivo viendo que el fuego necesario se había encendido en Lucy. En definitiva, lo que ella quería era que se le prestara atención, como cualquier mujer desea, y se dirigía a él porque era un hombre.
—Entonces, ¿me quieres, pequeña? — murmuró él.
—¡Cecil! ¡Sí, sí! ¡No sé lo que haría sin ti!
Habían pasado unos cuantos días cuando recibió una carta de la señorita Bartlett.
Existía frialdad entre las dos primas y no habían mantenido correspondencia desde que se separaron en agosto. La frialdad databa desde lo que Charlotte llamaba «la escapada a Roma» y en Roma había ido en aumento sorprenden temen te, dado que un compañero que no acaba de ser ideal en el mundo medieval llega a ser exasperante en el clásico. Charlotte, altruista en el Foro Romano, había demostrado tener mejor carácter que Lucy y, en cierta ocasión, en las Termas de Caracalla, habían dudado de si podrían continuar el viaje. Lucy había manifestado su deseo de reunirse con los Vyse (la señora Vyse era amiga de su madre y, por tanto, no había ningún fallo en elp lan) y la señorita Bartlett había contestado que estaba acostumbrada a ser abandonada repentinamente. Al final nada sucedió, pero seguía existiendo frialdad y, por el lado de Lucy, incluso aumentó cuando abrió la carta y leyó lo que sigue. Se la habían reexpedido de Windy Corner.
Tunbridge Wells, septiembre.
Mi muy querida Lucía:
¡Al fin tengo noticias tuyas! La señorita Lavish ha estado paseando en bicicleta por tus propiedades, pero no estaba segura de que su visita fuera bien considerada. Cuando tuvo un pinchazo cerca de Summer Street y se sentó muy contrariada en aquella hermosa plaza de la iglesia, mientras se la arreglaban, vio con sorpresa una puerta abierta delante y al joven Emerson que salía por ella. Le dijo que su padre acababa de alquilar la casa. Dijo que no sabía que tú vivías por allí (?). En ningún momento tuvo la gentileza de ofrecer una taza de té a Eleanor. Querida Lucy, estoy muy preocupada y querría aconsejarte que le dijeras la verdad a tu madre, a Freddy y al señor Vyse respecto al comportamiento que él tuvo en el pasado, para que le impidan poner los pies en tu casa, etc. Fue un gran contratiempo y pienso que ya se lo has contado todo. El señor Vyse es muy sensible. Recuerdo que yo acostumbraba a ponerle nervioso en Roma. Lamento mucho todo esto, pero no me sentiría tranquila si no te advirtiera.
Recuérdame. Tu ansiosa y querida prima,
CHARLOTTE
Lucy se sintió muy molesta y le contestó de la siguiente manera:
Beaucham Mansions, S. W.
Querida Charlotte:
Muchas gracias por tu advertencia. Cuando el señor Emerson se perdió por la montaña me hiciste prometer que no le contaría nada a mi madre, porque dijiste que ella estaría resentida contigo por no haber permanecido siempre a mi lado. He guardado la promesa y no puedo de ninguna manera contárselo ahora. Les dije a ella y a Cecil que conocí a los Emerson en Florencia y que son gente respetable -cosa que en verdad creo- y el motivo por el cual no ofreció té a la señorita Lavish es porque probablemente él tampoco lo estaba tomando, hubiera debido probar en la rectoría. No puedo empezar con investigaciones a estas alturas, debes darte cuenta de que resultaría demasiado absurdo. Si los Emerson se enteraran de que me había quejado de ellos, pensarían que son muy importantes para mí, que es exactamente lo que no son. Aprecio al padre y espero volver a verle. Por lo que se refiere al hijo, sentí lástima por él, cuando coincidimos, más que por mí misma. Son conocidos de Cecil, quien se encuentra muy bien y me habló de ti hace poco. Pensamos casarnos en enero.
La señorita Lavish no puede haberte contado demasiadas cosas de mí puesto que no he estado en Windy Corner, sino aquí. Por favor, en otra ocasión no pongas «personal» en el sobre; nadie abre mis cartas.
Tuya sinceramente,
L. M. HONEYCHURCH
Los secretos tienen ese inconveniente: perdemos el sentido de la proporción; no podríamos decir si nuestro secreto es importante o no. ¿Acaso Lucy y su prima habían cerrado un pacto acerca de algo tan tremendo que podría destruir la vida de Cecil si lo descubriera o algo tan pequeño de lo que se reiría? La señorita Bartlett sugería lo primero y tal vez tuviera razón. Ya se había convertido en algo tremendo. Si se hubiese tratado solamente de Lucy, lo habría contado a su madre y a su novio ingenuamente y habría quedado en algo pequeño. «Emerson, no Harris», sólo unas pocas semanas antes. Intentó decírselo a Cecil, incluso en el momento en que se estaban riendo de cierta bella dama que le había robado el corazón en sus años escolares. Pero Lucy respondió de una manera tan ridícula, que se paró.
Ella y su secreto permanecieron diez días más en la desierta metrópoli visitando los lugares que llegaría a conocer tan bien pocos días más tarde. No estaba de más, pensaba Cecil, que aprendiera la estructuración de la sociedad, mientras la sociedad misma estaba fuera, en los campos de golf o en sus casas de campo. El tiempo era frío, aunque a ella no le sentaba mal. A pesar de las fechas, la señora Vyse se las arregló para organizar una fiesta de tarde a la que asistieron los nietos de gente importante. Hubo poca comida, pero la conversación tuvo un cariz de agudeza que impresionó a la muchacha. Cada uno estaba harto de todo, parecía, alguien estallaba de entusiasmo para pararse repentinamente con gracia y recogerse entre una risa general de cordialidad. En esta atmósfera, la Pensión Bertolini y Windy Comer aparecían igualmente toscos y Lucy se dio cuenta de que su vida londinense la apartaría un poco de todo lo que había querido en el pasado.
Los chicos le pidieron que tocara el piano. Interpretó Schubert. «Ahora algo de Beethoven», rogó Cecil cuando la plácida belleza de la música había enmudecido. Movió la cabeza e interpretó de nuevo Schubert. La melodía se alzó desaprovechadamente mágica. Se deshizo, se reanudó deshecha, sin discurrir desde un principio de la cuna a la sepultura. La tristeza de la Incompleta -la tristeza que es a menudo la vida, pero que nunca será el arte- palpitaba en la interpretación fragmentada y hada saltar los nervios del auditorio. Aunque hubiera tocado en el pequeño piano cubierto de la Pensión Bertolini, «demasiado Schubert» no hubiera sido la observación que el señor Beebe se hubiera hecho a sí mismo cuando ella hubiera desaparecido.
Cuando los invitados se fueron y Lucy se había ya metido en la cama, la señora Vyse se paseó arriba y abajo del salón, comentando con su hijo la pequeña fiesta. La señora Vyse era una agradable dama, pero su personalidad, como la de muchas otras, se había visto sobrepasada por Londres, dado que se necesita una cabeza muy fuerte para soportar el vivir entre tanta gente. La excesiva y vasta orbe de su destino la había deshecho; había visto demasiadas temporadas, demasiadas ciudades, demasiados hombres para sus facultades, e incluso con Cecil se comportaba mecánicamente, como si no fuera un hijo, por así decirlo, sino una multitud filial.
—Haz a Lucy uno de los nuestros -dijo mirando alrededor inteligentemente al final de cada frase, tensando sus labios separados hasta que volvía a hablar-. Lucy es maravillosa... maravillosa.
—Su música siempre ha sido maravillosa.
—Sí, pero se está limpiando de su capa Honeychurch...
Los Honeychurch son excelentes, pero ya sabes lo que quiero decir. Ya no cita constantemente lo que dicen sus criados o pregunta cómo se hace el pudding.
—Italia ha hecho eso.
—Tal vez -murmuró pensando en el museo que le daba la visión de Italia-. Tal vez sea lo exacto. Cásate con ella el próximo mes de enero: ya es uno de los nuestros.
—¡Pero su música! — exclamó Cecil-. ¡Su estilo! ¡Cómo interpretó a Schubert cuando yo, como un idiota, pedía Beethoven! Schubert era lo adecuado para esta tarde. Schubert era lo propio. Madre, educaremos a nuestros hijos como Lucy. Crecerán entre honesta gente del campo para que tengan espontaneidad; los mandaremos a Italia para su distinción y luego, no antes, vendrán a Londres. No tengo confianza en estas educaciones londinenses... -se paró recordando que él mismo la había tenido y concluyó-: en cualquier caso, no para mujeres.
—Hazla de los nuestros -repitió la señora Vyse y empezó a prepararse para meterse en la cama.
Cuando empezaba a dormirse, un grito -provocado por una pesadilla- se oyó, proveniente de la habitación de Lucy. Lucy podía llamar a la criada si quería, pero la señora Vyse creyó que era mejor ir ella en persona. Encontró a la muchacha sentada con su mano en la mejilla.
—Lo siento muchísimo, señora Vyse... Son estos sueños.
— Pesadillas.
—Sólo sueños.
La dama sonrió y la besó, diciendo con gran distinción:
—Tenías que habernos oído hablar de ti, querida. El te admira más que nunca. Sueña con esto.
Lucy le devolvió el beso, todavía cubriéndose la mejilla con su mano. La señora Vyse se volvió a la cama. Cecil, a quien el grito no le había despertado, roncaba. La oscuridad invadió el piso.
Capítulo XII
Duodécimo Capítulo
Era una tarde de sábado, alegre y brillante después de abundantes lluvias, y el espíritu de los jóvenes se recreaba con ella, aunque era otoño. Cuando los automóviles atravesaban Summer Street, levantaban sólo un poco de polvo y el olor se dispersaba pronto por acción del viento y era reemplazado por el aroma de los húmedos abedules o de los pinos. El señor Beebe, con tiempo libre para los placeres de la vida, se asomó por la reja de la rectoría. Freddy, llevado por su ejemplo, fumaba una colgante pipa.
—¿Qué te parecería si distrajéramos un rato a esa gente de enfrente?
—¡Hum!
—Nos divertirán.
Freddy, a quien la gente de su misma edad nunca le divertía: sugirió que los nuevos ocupantes debían de encontrarse algo atareados y cosas por el estilo, puesto que acababan de llegar para instalarse.
—Sugería que podríamos distraerlos -dijo el señor Beebe- porque valen la pena.
Cerrando la reja, se dirigió calmosamente hacia el césped triangular de Villa Cissie.
—¡Hola! — dijo ruidosamente en la puerta abierta, a través de la cual se podía ver abundante desorden. Una voz grave respondió:
—¡Hola!
—Viene conmigo alguien que quiere verlos.
—Bajo en un minuto.
El paso estaba bloqueado por un armario que los hombres de las mudanzas no habían conseguido transportar al piso de arriba. El señor Beebe pasó por el borde de ese armario con dificultad. El salón se encontraba bloqueado por libros.
—¿Son esta gente grandes lectores? — murmuró Freddy-. ¿Son este tipo de gente?
—Presumo que saben cómo leer, una rara virtud. ¿Qué tienen? Byron. Exactamente. Un muchacho de Shropshire, nunca había oído hablar de este libro. El camino carnal, nunca había oído hablar de él. Gibbon. ¡Ajá! Nuestro querido George lee en alemán. ¡Hum, hum...! Schopenhauer, Nietzsche y así vamos. Bien, supongo que tu generación sabe lo que se hace, Honeychurch.
—Señor Beebe, mire esto -dijo Freddy con un tono aterrado.
En un saliente del armario la mano de un artista aficionado había pintado esta inscripción: «Desconfía de todas las empresas que requieren vestidos nuevos.»
—Lo sé. ¿No es fantástico? Me gusta. Estoy seguro de que es obra del padre.
—¡Qué extraño!
—Seguramente tú estás de acuerdo.
Pero Freddy, como buen hijo de su madre, pensó que no estaba bien estropear los muebles.
—¡Cuadros! — siguió el clérigo mientras revolvía la habitación-. Giotto... aseguraría que lo compraron en Florencia.
—El mismo que Lucy compró.
—Por cierto, y entre paréntesis, ¿se divirtió la señorita Honeychurch en Londres?
—Regresó ayer.
—Espero que lo haya pasado bien.
—Sí, mucho -dijo Freddy mientras sus manos cogían un libro-. Ella y Cecil están más compenetrados que nunca.
—Es bueno saberlo.
—Desearía no ser tan loco, señor Beebe.
El señor Beebe pasó por alto la observación.
—Lucy era casi tan ignorante como yo, pero ahora es muy distinto, según opina mi madre. Leerá toda clase de libros.
—Lo mismo harás tú.
—Sólo libros de medicina. No libros de los que se puede hablar más tarde. Cecil está enseñando italiano a Lucy y opina que sus interpretaciones al piano son maravillosas. Hay toda suerte de elementos de los que nunca habíamos hecho el menor caso. Cecil dice...
—Pero ¿qué está haciendo esta gente arriba? Emerson... pensamos que será mejor que volvamos en otra ocasión.
George bajó corriendo y los hizo pasar a la habitación sin decir una sola palabra.
—Permítame que le presente al señor Honeychurch, un vecino.
En este momento Freddy se disparó con uno de esos relámpagos de juventud tal vez porque era tímido, tal vez porque quería mostrarse amistoso o tal vez porque pensó que la cara de George necesitaba un lavado. En cualquier caso, le saludó diciendo:
—¿Cómo está usted? Venga a bañarse conmigo.
—¡Muy bien! — dijo George sin inmutarse.
El señor Beebe encontraba la situación sumamente divertida.
—«¿Cómo está usted? ¿Cómo está usted? Venga a bañarse conmigo» -se burló-. Es la más coloquial forma de entrar en relación que he oído nunca. Pero creo que esto sólo se puede hacer entre hombres. ¿Pueden representarse a una dama que ha sido presentada a otra por una tercera dama, entablando conversación con «¿Cómo está usted? Venga a bañarse conmigo?» Y luego me diréis que hay igualdad de sexos.
—Le aseguro que llegará a haberla -dijo el señor Emerson bajando lentamente la escalera-. Buenas tardes, señor Beebe. Le aseguro que llegaremos a ser iguales. George piensa lo mismo.
—¿Haremos que las damas alcancen nuestro nivel? — inquirió el clérigo.
—El jardín del Edén -prosiguió el señor Emerson, todavía bajando-, lo que usted sitúa en el pasado, está llegando. Llegaremos cuando dejemos de despreciar a nuestros cuerpos.
El señor Beebe lo negó situando el jardín del Edén en cualquier parte.
—En esto, no en otras cosas, los hombres llevamos la delantera. Despreciamos menos nuestros cuerpos que las mujeres el suyo. Pero hasta que no consigamos ser iguales no entraremos en el jardín.
—Sugiero, ¿qué hay de ese baño? — apuntó Freddy, aturdido por la masa de filosofía que se le echaba encima.
—Creo en un retorno a la Naturaleza en primer lugar.
Pero ¿cómo podemos retornar a la Naturaleza si nunca hemos estado en ella? Hoy, creo que debemos descubrir la naturaleza. Después de muchas conquistas, conseguir la simplicidad. Es nuestra herencia.
—Permítame que le presente al señor Honeychurch, cuya hermana recordará de Florencia.
—¿Cómo está usted? Muy contento de conocerle, y ahora se lleva a George para tomar un baño. Estoy encantado de saber que su hermana se casará pronto. Casarse es una obligación. Estoy seguro de que será muy feliz porque conocemos también al señor Vyse. Ha sido extrañamente amable. Nos conocimos por casualidad en la National Gallery y lo arregló todo para que consiguiéramos esta deliciosa casa, aunque espero que esto no haya molestado al señor Harry Otway. He tratado a tan pocos propietarios del partido liberal que estaba ansioso por comparar su comportamiento en las reglas del juego con respecto a los del partido conservador. ¡Ah, este viento! Harán bien en bañarse. Es una gloriosa campiña la suya, Honeychurch.
—Ni pizca -dijo distraídamente Freddy-. Debo, es decir, tendré... tendré el placer de invitarlos más adelante, dice mi madre, creo.
—¿Invitar a mi muchacho? ¿Quién nos ha metido en esta charla de salón? ¡Invoque a su abuela! ¡Oiga el viento entre los pinos! Es una gloriosa campiña la suya.
El señor Beebe intervino para salvar la situación.
—Señor Emerson, él los invitará, yo les invitaré, usted o su hijo corresponderán con una invitación de su parte antes de que hayan transcurrido diez días. Creo que ha comprendido lo del intervalo de diez días. No cuenta el que ayer los ayudara en la instalación. No cuenta que vayan a tomar un baño esta tarde.
—Sí, George, ve a tomar un baño. ¿Por qué perdéis el tiempo charlando? Vuelve con ellos para el té. Trae leche, unos pasteles y miel. El cambio te sentará bien. George ha trabajado muy duro en su oficina. Creo que no se encuentra bien.
George movió la cabeza, llena de polvo y sombría, exhalando el olor peculiar de alguien que ha estado trasladando muebles.
—¿En verdad te apetece este baño? — le preguntó Freddy-. Es sólo un estanque, ¿lo sabes? Diría que estás acostumbrado a algo mejor.
—Sí... ya he dicho que «sí».
El señor Beebe se sintió impotente para ayudar a su joven amigo y les indicó el camino fuera de la casa pasando por entre los bosques de pinos. ¡Qué glorioso resultaba! Durante un rato la voz del señor Emerson padre los siguió, impartiendo buenos deseos y filosofía. Cesó y ya sólo oyó el suave viento soplando por entre los helechos y los árboles.
El señor Beebe, que podía permanecer en silencio pero que apenas podía soportarlo, se lanzó a charlar, puesto que la expedición parecía que iba a ser un fracaso y ninguno de sus acompañantes habría emitido una sola palabra. Habló de Florencia. George escuchaba con aire grave, asintiendo o desistiendo con leve pero seguro ademán, que resultaba tan comprensible como los movimientos de las copas de los árboles encima de sus cabezas.
—¡Menuda coincidencia que usted conociera al señor Vyse! ¿Se dio cuenta de que encontraría aquí a toda la Pensión Bertolini?
—No, no me di cuenta. La señorita Lavish me lo dijo.
—Cuando era joven siempre pensé en escribir una «Historia de las coincidencias».
Ningún entusiasmo.
—Aunque es un hecho que las coincidencias son mucho más raras de lo que nosotros suponemos. Por ejemplo, no es puramente una coincidencia que usted esté ahora aquí, cuando uno reflexiona un poco.
Para su alivio, George empezó a hablar.
—Lo es, lo he reflexionado. Es el destino, todo es el destino. Nos juntamos por obra del destino, nos separamos por el destino; juntarse, separarse. Los doce vientos nos arrastran... no decidimos nada...
—Usted no ha reflexionado en absoluto -dijo abruptamente el clérigo-. Permítame echarle un cabo provechoso, Emerson: no atribuya nada al destino. No diga «Yo no hice esto» porque lo hizo diez veces. Ahora daré la vuelta a la pregunta: ¿dónde conoció a la señorita Honeychurch ya mí mismo?
—En Italia.
—¿Y dónde conoció al señor Vyse, el futuro marido de la señorita Honeychurch?
— En la National Gallery.
—Admirando al arte italiano. Aquí está la cuestión. ¡Y todavía habla de coincidencias y de destino! Usted, naturalmente, busca temas italianos y lo mismo hacemos nosotros y nuestros amigos. Esto limita el campo de acción inconmensurablemente y en él nos encontramos de nuevo.
—Por obra del destino yo estoy aquí -persistió George-. Pero puede llamarlo Italia si esto le hace sentirse menos desgraciado.
El señor Beebe soslayó tan duro tratamiento del tema.
Pero era infinitamente tolerante con los jóvenes y no deseaba humillar a George.
—Por esta razón, y no por ninguna otra, mi «Historia de las coincidencias» está aún por escribir.
Silencio.
Deseando olvidar el incidente, añadió:
—¡Estamos tan contentos de que se encuentre aquí! Silencio.
—Ya hemos llegado -dijo Freddy.
—¡Cielos! — exclamó el señor Beebe secándose las sienes-. Aquí está el estanque. Pensé que era más grande -añadió justificándose.
Se encaramaron a una de las orillas, llena de agujas de pino. Allí se extendía el estanque, asentado en su pequeña cumbre de verde, solamente un estanque, pero suficientemente amplio para contener el cuerpo humano y suficientemente puro para reflejar el cielo. Gracias a las abundantes lluvias, las aguas habían inundado el césped de los alrededores, que parecía un bello sendero de esmeraldas, haciendo resbalar los pies hacia el centro del charco.
—Es claramente un éxito como estanque -dijo el señor Beebe-. Como estanque no debe pedir disculpas.
George se sentó donde el césped estaba seco y sombríamente empezó a desabrocharse las botas.
—¿No son espléndidas estas superficies de sauces? Me gustan los sauces en flor. ¿Cuál es el nombre de esta planta aromática?
Nadie lo sabía, a nadie parecía importarle.
—Estos cambios abruptos de vegetación, estos pequeños y esponjosos pasajes de plantas acuáticas y en cada lado todas las floraciones son duras o frágiles: brezos, helechos, pinos. Encantador, encantador.
—Señor Beebe, ¿no toma un baño? — preguntó Freddy mientras se quitaba la ropa.
El señor Beebe decidió que no.
—El agua está sensacional -dijo Freddy metiéndose en ella.
—Agua es agua -murmuró George, humedeciendo primero su pelo, seguramente un signo de apatía, y siguió a Freddy dentro de la divina agua, de una manera tan distinta a como si fuera una estatua y el estanque un recipiente jabonoso. Necesitaba de sus músculos, necesitaba limpiarse. El señor Beebe los contempló así como las semillas de los helechos cual un coro encima de sus cabezas.
—Vamos, vamos, vamos -intervino Freddy, nadando un par de brazadas en una y otra dirección y quedando envuelto en líneas de espuma.
—¿Vale la pena? — preguntó el otro, como una figura de Michelangelo en la orilla cubierta por el agua.
La orilla se hundió y cayó dentro del estanque antes de que hubiera podido considerar la cuestión con propiedad.
—¡Eh... puf, he hundido un pájaro! Señor Beebe, el agua está sensacional, el agua está sencillamente cortante.
—El agua no está tan mal -dijo George, reapareciendo de su zambullida y parloteando al sol.
—El agua está sensacional. Señor Beebe, pruebe.
—Vamos, va.
El señor Beebe, que tenía calor y que accedía siempre que era posible, miró alrededor. Pudo comprobar que no había nadie: sólo los pinos, levantándose escalonadamente a ambos lados, como figuras gesticulantes contra el azul. ¡Cuán glorioso resultaba! El mundo de los automóviles quedaba atrás sin limitaciones. Agua, cielo, verde, una brisa... las cosas que ni las estaciones pueden tocar y que se extienden más allá de donde el hombre puede llegar.
—También debería lavarme -y pronto sus vestiduras formaron un tercer montón en el césped. Asimismo él afirmó la maravilla del agua.
Era agua corriente, en poca cantidad, y le hacía pensar a uno que se estaba bañando en una ensaladera, como Freddy dijo. Los tres caballeros dieron vueltas en rotación por el manantial alto del estanque, que recordaba la ronda de las ninfas en el Göterdammerung. Pero, tal vez porque las lluvias le habían dado frescor o porque el sol le había mudado en una cabeza sumamente gloriosa, o porque dos de los caballeros eran jóvenes de edad yel tercero joven de espíritu, por alguna razón u otra, un cambio les sobrevino y se olvidaron de Italia, la botánica y el destino. Empezaron a jugar. El señor Beebe y Freddy se salpicaban mutuamente. Con cierta deferencia salpicaron a George. Permanecía quieto: temieron que se hubiera molestado. En ese momento salieron a flote todas las fuerzas de la juventud. Sonrió, se unió a ellos, los salpicó, los zambulló, los empujó, les echó barro y los sacó del estanque.
—Ahora corramos alrededor -gritó Freddy, y corrieron bajo el sol centelleante. George se lastimó y se ensució los tobillos, por lo que tuvo que tomar un segundo baño. Entonces, el señor Beebe consintió en correr... Una visión memorable.
Corrieron para secarse, se bañaron para refrescarse, jugaron a indios entre los sauces y los helechos, se bañaron para limpiarse. Durante todo el tiempo que transcurrió, los pequeños montones permanecieron discretamente sobre el césped, proclamando: «No. Somos algo importante. Sin nosotros ninguna empresa se iniciaría. A nosotros volverá la carne al final.»
—¡Una prueba! ¡Una prueba! — vociferó Freddy reuniendo parte de las ropas de George y situándolas detrás de una imaginaria portería.
—Las reglas del fútbol -replicó George desperdigando las ropas de Freddy con una patada.
—¡Gol!
—¡Gol!
—¡Pásala!
—¡Cuidado con mi reloj! — exclamó el señor Beebe.
Las ropas volaban en todas direcciones.
—¡Cuidado con mi sombrero! No, ya es bastante, Freddy. Ahora vístete. ¡No, digo!
Pero los dos hombres jóvenes estaban delirantes. Corrían a lo lejos por entre los árboles; Freddy, con un chaleco del clérigo; George, con un ostentoso sombrero sobre su pelo chorreante.
—¡Basta! — gritó el señor Beebe, recordando que a fin de cuentas se encontraban en su propia parroquia. Cambió de voz como si cada pino fuera un rector rural.
—¡Eh! ¡Parad! ¡Eh, muchachos, se acerca gente! Gritos y círculos que se ensanchaban sobre la tierra salpicada.
—¡Eh!, ¡eh! ¡Señoras!
Ni George ni Freddy eran demasiado refinados. Sin embargo, no habían oído la última advertencia del señor Beebe o habrían rehuido encontrarse con la señora Honeychurch, Cecil y Lucy, que iban a visitar a una anciana señora Butterworth. Freddy dejó caer el chaleco a sus pies y se escondió por entre unos helechos. George vociferó enfrente, se volvió y se deslizó hacia el sendero que daba al estanque, llevando aún el sombrero del señor Beebe.
—¡Válgame Dios qué criaturas! — exclamó la señora Honeychurch-. ¿Quiénes eran esos desgraciados? ¡Mirad, queridos! ¡También el pobre señor Beebe! ¿Qué ha pasado?
—¡Venid por aquí en seguida! — ordenó Cecil, que siempre creía que debía guiar a las mujeres aunque no sabía muy bien dónde, así como protegerlas, aunque tampoco sabía muy bien de qué. Las dirigió hacia los helechos donde Freddy se había sentado escondiéndose.
—¡Pobre señor Beebe! ¿No era su chaleco lo que vimos pasar por el sendero? Cecil, el chaleco del señor Beebe...
—No es asunto nuestro -dijo Cecil, mirando de reojo a Lucy, que estaba totalmente debajo del quitasol y evidentemente «interesada».
—Me pregunto si el señor Beebe se ha metido dentro del estanque.
—Por aquí, por favor, señora Honeychurch, por aquí. Subieron hasta la orilla, intentando poner cara atenta aunque indiferente, que es la adecuada para las damas en esas ocasiones.
—Bien, no puedo remediado -dijo una voz escondida más adelante y Freddy surgió de entre la maleza mostrando un par de blancos hombros-. No puedo volatizarme.
—¡Dios santo, querido, eres tú! ¡Qué desgraciado incidente! ¿Por qué no tomas un confortable baño en casa, donde hay agua caliente y fría?
—Mira, madre, un hombre tiene que limpiarse y un hombre tiene que secarse y si otro hombre...
—Querido, no dudo de que tengas razón como siempre, pero no estás en posición para discutir. Ven, Lucy.
Dieron la vuelta.
—¡Mira! ¡No mires! ¡Pobre señor Beebe! ¡Qué mala suerte de nuevo!
El señor Beebe estaba en ese momento saliendo del arroyo en cuya superficie flotaban prendas íntimas, mientras George, el George cansado de la vida, decía a gritos a Freddy que había atrapado un pez.
—Y yo, yo me he tragado uno -contestó él desde los helechos-. Me he tragado un pájaro. Se remueve en mi estómago. Me moriré... Emerson, tú, animal, has ido a parar en mi zurrón.
—¡Uf, queridos! — dijo la señora Honeychurch, que no podía seguir sorprendiéndose-. Aseguraos de que os secáis bien ante todo. Todos los resfriados provienen de no secarse concienzudamente.
—Madre, vayámonos -dijo Lucy-. ¡Por el amor de Dios, vayámonos!
—¡Hola! — exclamó George, por lo que las damas se pararon de nuevo.
Se consideró a sí mismo como si estuviera vestido. Los pies descalzos, el pecho al descubierto, radiante y bien parecido, resaltando entre los umbríos bosques repitió:
—¡Hola, señorita Honeychurch! ¡Hola!
—Saluda, Lucy; mejor es que saludes. ¿Quién es? Lo saludaré.
La señorita Honeychurch le saludó.
Al atardecer y durante toda la noche el agua se escurrió. Por la mañana el estanque había alcanzado su nivel normal y había perdido su gloria. Había sido como un grito de la sangre y una relajación de la voluntad, una pasajera bendición cuya influencia no se había perdido, una comunión, un hechizo, un momentáneo cáliz para la juventud.
Capítulo XIII
Lo muy aburrida que era una caldera dela Señorita Bartlett
¡Cuántas veces había ensayado Lucy ese saludo, ese encuentro! Pero siempre lo había ensayado en una habitación y con ciertos accesorios, que seguramente tenemos el derecho de suponer. ¿Quién podía predecir que ella y George se encontrarían en las raíces de una civilización, entre un ejército de sombreros, camisas y botas tendidos en derrota sobre una tierra soleada? Ella había imaginado al joven Emerson tímido o mórbido, o indiferente o furtivamente impúdico. Estaba preparada para todos esos tipos, pero nunca había imaginado a uno que sería feliz y le saludaría con el mismo alboroto que una estrella matutina.
En una habitación ella misma, compartiendo el té con la anciana señora Butterworth, reflexionó que era imposible profetizar el futuro con ningún grado de exactitud, que era imposible ensayar la vida. Un defecto en el decorado, un rostro entre el público, una irrupción de uno del público en el escenario, y todos nuestros gestos ensayados concienzudamente no significaban nada, o significaban demasiado. «Lo saludaré», había pensado. «No le daré la mano. Eso será lo más adecuado.» Había saludado, pero ¿a quién? ¿A dioses, héroes o a las tonterías de muchachas que aún van a la escuela? Ella había saludado por encima de las necedades que oprimen al mundo.
Así discurrían sus pensamientos, mientras sus facultades se ocupaban en Cecil. Se trataba de otra de esas terribles invitaciones relacionadas con el compromiso matrimonial. La señora Butterworth había deseado conocerle y a él no le gustaba que le conocieran. No le interesaba en absoluto hablar de hortensias que cambian de color cuando se encuentran cerca del mar. No deseaba hacerse miembro de la C.O.S. Cuando se aburría, siempre construía respuestas elaboradas, demasiado largas e intelectualizadas, cuando un «sí» o un «no» habrían sido suficientes. Lucy suavizaba y arreglaba la situación de una manera que prometía ser buena para su paz matrimonial. Nadie es perfecto y seguramente es mejor descubrir las imperfecciones antes del himeneo. La señorita Bartlett, por otra parte, había enseñado a la muchacha que nuestra vida está llena de efectos poco satisfactorios. Lucy, aunque sentía poca simpatía por el maestro, veía la enseñanza muy profunda y la aplicaba a su novio.
—¡Lucy! — dijo su madre cuando ya estaban en casa-. ¿Qué le pasa a Cecil?
La pregunta era extraña. Hasta el presente, la señora Honeychurch se había comportado con condescendencia y contención.
—Nada, no creo que le pase nada, madre. Cecil se encuentra perfectamente. Tal vez esté cansado.
Lucy asentía: tal vez Cecil estuviera un poco cansado.
—Porque en caso contrario... -iba quitándose las agujas de su sombrero con manifiesta incomodidad-, porque en caso contrario no me fiaría de él.
—Pero además creo que la señora Butterworth es algo aburrida, si te refieres a eso.
—Cecil te lo ha hecho creer así. Tú la querías mucho cuando eras una niña y nada puede hablar mejor de su bondad hacia ti que cuando tuviste las fiebres tifoideas. No, pasa lo mismo en todas partes.
—Deja que te ayude a quitarte el sombrero, ¿puedo?
—Seguramente él podía contestar educadamente durante media hora por lo menos.
—Cecil espera mucho de la gente -insinuó Lucy, viendo el problema que se le echaba encima-. Forma parte de sus ideales; es esto lo que le hace aparentar a veces...
—¡Tonterías! Si altos ideales hacen que un joven sea mal educado, cuanto antes los abandone mucho mejor -dijo la señora Honeychurch aguantando en la mano su sombrero.
—Pero, madre, también te he visto aburrida cuando estábamos con la señora Butterworth.
—Pero no de esa manera. A veces la haría callar, pero no de esa manera, no. Pasa lo mismo con Cecil en todas partes.
—A propósito, no te lo he dicho aún: tuve una carta de Charlotte mientras estaba en Londres.
Esta tentativa de dar una vuelta a la conversación era demasiado pueril y la señora Honeychurch se dio cuenta.
—Desde que Cecil ha vuelto de Londres, nada parece gustarle. A cualquier cosa que yo digo muestra aburrimiento. Me doy cuenta, Lucy, y es inútil llevarme la contraria. No dudo de que yo no soy artística, ni literaria, ni intelectual, ni musical, pero no puedo cambiar los muebles del salón: tu padre los compró y deben permanecer en su lugar; recuérdaselo de buena manera a Cecil.
—Sé... sé lo que quieres decir y en verdad Cecil no debía. Pero no quería comportarse con poca educación, me lo dijo, sino que hay cosas que le molestan; tiende a sentirse muy pronto molesto por cosas feas, no es descortés cuando se trata de personas.
—¿Es una cosa o una persona cuando se trata de que Freddy canta?
—No se puede esperar que una persona aficionada a la música se divierta con las canciones cómicas que a nosotros nos gustan.
—Si es así, ¿por qué no se va del salón? ¿Por qué permanece sentado retorciéndose en la silla, burlándose y estropeando el placer de todos?
—No debemos tratar injustamente a los otros -dijo precipitadamente Lucy. Algo le había decepcionado en la persona de Cecil, quien se había comportado tan perfectamente en Londres, y se vería en adelante adónde iba a parar todo. Habían entrado en colisión dos formas de vida distintas -Cecil había insinuado que podían superarlo- y ella se sentía confundida y furiosa porque el brillo que hay en el transfondo de una educación le había cegado. Buen gusto y mal gusto eran solamente letreros, ornamentos de corte diverso y la música se disolvía en un murmullo a través de los pinos, donde la canción no se puede distinguir de la canción cómica.
Permaneció terriblemente turbada mientras la señora Honeychurch se cambió de vestido para la cena y decía, de vez en cuando, alguna palabra que no mejoraba la situación. No había manera de cubrir la realidad: Cecil había querido comportarse arrogantemente y lo había conseguido. Lucy, sin saber por qué, deseaba que todo hubiera ocurrido en otra ocasión.
—Ve a vestirte, querida, no estarás a la hora.
—Muy bien, madre...
—No digas «muy bien» y te quedes ahí. Ve.
Obedeció parándose desconsoladamente en la ventana más baja. Miraba al norte, por lo que no se contemplaba mucha panorámica ni se veía el cielo. Era verano y los pinos estaban cerca de sus ojos. La ventana más baja significaba depresión. Ningún problema definido la amenazaba, pero suspiró diciendo: «Dios mío, ¿qué haré, qué haré?» Le parecía que todos se estaban comportando mal. No debía haber mencionado la carta de la señorita Bartlett. Debía ir con más cuidado: su madre era algo inquisitiva y podía haberle preguntado por el contenido. ¿Qué podía hacer? En ese momento llegó Freddy subiendo la escalera a saltos y uniéndose a la legión de los mal educados.
—Os digo que ésta es gente que vale la pena.
—Mi querido hermano, ¡qué pesado estás últimamente!
No tenías que llevarlos a tomar un baño al Lago Sagrado: es demasiado descubierto. Iba muy bien para ti, pero no para otra gente. Ten más cuidado. Te olvidas de que este lugar se está convirtiendo casi en un barrio.
—Pregunto: ¿tenemos algún compromiso para dentro de ocho días?
—No, que yo sepa.
—Entonces invitaré a los Emerson para el tenis del domingo.
—Yo no lo haría, Freddy, no lo haría con todas estas complicaciones.
—¿Qué hay de malo en el campo de tenis? No harán caso de que haya un agujero o dos, y he encargado pelotas nuevas.
—Quiero decir que es mejor que no. Realmente quiero decir eso.
La miró de arriba abajo y cómicamente la hizo bailar arriba y abajo del pasillo. Hizo ver que el asunto no le importaba, pero realmente hubiera chillado de rabia. Cecil los miró mientras se dirigía a arreglarse e impidieron que pudiera pasar Mary con su colección de botellas llenas de agua caliente. La señora Honeychurch abrió la puerta y dijo:
—Lucy, ¡menudo alboroto estáis armando! Debo preguntarte algo. Me dijiste que habías recibido una carta de Charlotte, ¿verdad?
— Freddy se fue.
—Sí. Realmente no puedo perder ni un minuto. Debo vestirme también.
—¿Cómo está Charlotte?
—Muy bien.
—¡Lucy!
La infortunada muchacha volvió sobre sus pasos.
—Tienes la mala costumbre de escurrir te a la mitad de lo que te están diciendo. ¿Te ha dicho Charlotte algo de su caldera?
—¿Su qué?
—¿No recuerdas que debían cambiarle la caldera de su casa en octubre y limpiarle el depósito del baño y toda una serie terrible de cosas que hacer?
—No puedo acordarme de todos los problemas de Charlotte -dijo Lucy ásperamente-. Tendré bastante con los míos ahora que no te parece satisfactorio Cecil.
La señora Honeychurch podía haberse irritado, pero no lo hizo; dijo:
—Ven acá, anciana apesadumbrada; gracias por ayudarme a quitarme el sombrero; dame un beso.
Aunque no hay nada perfecto, Lucy sintió en aquel momento que su madre, Windy Comer y toda la extensión de bosques con el sol que declinaba, eran perfectos.
Así desapareció toda la aspereza de la vida, como generalmente sucedía en Windy Comer. En el último minuto, cuando la máquina de la convivencia se había atascado sin remedio, un miembro u otro de la familia dejaba caer una gota de aceite en ella. Cecil despreciaba esos métodos, tal vez con razón. En cualquier caso, no eran los suyos.
La cena era a las siete y media. Freddy contó inarticuladamente un chiste, se acercaron las pesadas sillas y empezaron a cenar. Por suerte, los hombres estaban hambrientos. Ningún incidente desagradable ocurrió hasta la hora del postre. Freddy dijo:
—Lucy, ¿qué tal son los Emerson?
—Los vi en Florencia -dijo Lucy, esperando que eso serviría de respuesta.
—¿Es un tipo inteligente o un tipo decente?
—Pregúntaselo a Cecil, que es quien los trajo aquí.
—Es del tipo de personas inteligentes, como yo mismo -dijo Cecil.
Freddy le miró dudando.
—¿Los trataste mucho en la Pensión Bertolini? — preguntó la señora Honeychurch.
—¡Muy poco! Quiero decir, que Charlotte aún los trató menos que yo.
—Me recuerdas... En realidad nunca me has contado lo que te decía Charlotte en su carta.
—Esto y lo otro -dijo Lucy, preguntándose si podría acabar la comida sin una mentira-. Entre otras cosas, que una horrible amiga suya había estado paseándose en bicicleta por Summer Street, queriendo saber Charlotte si nos había visitado, cosa que afortunadamente no hizo.
—Lucy, te digo que hablas de una manera muy descortés.
—Se trata de una novelista -dijo Lucy astutamente. Esa observación era muy afortunada, pues nada molestaba más a la señora Honeychurch que la literatura en manos de mujeres. Abandonaría cualquier tema para lanzar una invectiva contra esas mujeres que en vez de cuidar de sus casas y de sus hijos buscan notoriedad en la letra impresa. Su actitud era la de «si se han de escribir libros, dejemos que los hombres los escriban», y llevaba muy lejos esta actitud, mientras Cecil bostezaba y Freddy jugaba al «este año, el año próximo, ahora, nunca» con huesos de ciruelas y Lucy iba alimentando las llamas de la ira de su madre. Pero pronto la conflagración se desvaneció y los fantasmas empezaron a surgir de la oscuridad. Había demasiados fantasmas. El primero de ellos, el lacto de unos labios en su mejilla, vivía, seguramente, desde hacía tiempo. Para ella no podía ser más que un hombre que, en una ocasión, la había besado en una montaña.
Pero había engendrado toda una espectral familia: el señor Harris, la carta de la señorita Bartlett, los recuerdos de violetas en el señor Beebe, y uno y otro eran signos que la embrujaban ante los mismísimos ojos de Cecil. Fue la señorita Bartlett quien llegó entonces y con sorprendente vividez.
—He estado pensando, Lucy, en esa carta de Charlotte. ¿Cómo se encuentra?
—Se me fue de la cabeza.
—¿Te dijo cómo se encontraba? ¿Qué tal parecía? ¿Animada?
—Sí, supongo... No, no muy animada.
—Entonces, si es así, se trata de la caldera. Conozco por experiencia cómo esas cosas nos hacen perder el tiempo. Casi diría que más que ninguna otra... más incluso que un percance con la carne.
Cecil se cubrió los ojos con la mano.
—Así lo creo -añadió Freddy, animando a su madre, aunque más por el tono que por el significado de la observación.
—He estado pensando -añadió ella con cierto nerviosismo- que seguramente podríamos tener a Charlotte aquí la próxima semana y procurarle unas agradables vacaciones mientras los fontaneros acaban su trabajo en Tunbridge Wells. Hace mucho tiempo que no he visto a Charlotte.
Era más de lo que sus nervios podían soportar. Además, no podía protestar violentamente recordando la bondad de su madre hacia ella poco antes.
—¡Madre, no! — invocó-. Es imposible. No podemos tener a Charlotte con los problemas que tenemos: la casa está repleta tal como estamos. Freddy ha invitado a un amigo el próximo martes, está Cecil y prometiste tener a Minnie Beebe a causa del miedo a la difteria. No podemos, sencillamente, tenerla.
—¡Tonterías! Podemos.
—Si Minnie duerme en el baño; no de otra manera.
—Minnie puede dormir contigo.
—No quiero tenerla conmigo.
—Entonces, si eres tan egoísta, el señor Floyd puede compartir la habitación con Freddy.
—La señorita Bartlett, la señorita Bartlett, la señorita Bartlett -se lamentó Cecil cubriéndose de nuevo los ojos con su mano.
—Es imposible -repitió Lucy-. No deseo poner dificultades, pero no está bien para las doncellas que les llenemos la casa de esta manera.
¡Ay!
—La verdad es, querida, que no te gusta Charlotte.
—No, no me gusta y tampoco le gusta a Cecil. Nos pone nerviosos. No la has visto últimamente y no puedes darte idea de lo pesada que puede llegar a ser, aun siendo tan buena. Por tanto, madre, por favor, no nos estropees este último invierno; mímanos, por el contrario, y no la invites.
—¡Eso! ¡Eso!
La señora Honeychurch, con más gravedad que la usual y con mayor sentimentalismo que el que se permitía a sí misma, contestó:
—No es muy amable por parte vuestra. Os tenéis mutuamente y todos estos bosques para pasear, tan llenos de cosas bellas; y la pobre Charlotte tiene solamente el agua cortada y los fontaneros. Sois jóvenes, queridos, y aunque personas inteligentes y habéis leído muchos libros, nunca comprenderéis lo que se siente envejeciendo.
Cecil desmigajó su trozo de pan.
—Debo decir que la prima Charlotte fue muy amable aquel año que la visité con mi bici -añadió Freddy-. Me agradeció que la visitara e incluso me sentí loco, pues no paró de moverse para hacerme un huevo pasado por agua para mi té.
—Lo sé, querido. Ella es amable con todos y Lucy pone dificultades cuando tratamos de ofrecerle algo a cambio.
Pero Lucy tenía el corazón endurecido. No le aportaba nada positivo ser buena con la señorita Bartlett. Lo había intentado por sí misma muy a menudo y demasiado recientemente. Uno puede esperar una recompensa en el cielo, pero nadie en esta tierra se enriquece con la señorita Bartlett. Se limitó a agregar:
—No puedo remediado, madre. No me gusta Charlotte. Admito que es horrible de mi parte.
—Por lo que me has contado, también se lo dijiste a ella todo.
—Bien, queda irse de Florencia de una manera tonta. Se abochornó...
Los fantasmas iban retornando: llenaban Italia, incluso le usurpaban los lugares que había conocido en su niñez. El Lago Sagrado nunca volvería a ser lo mismo y, dentro de ocho días, algo sucedería incluso en Windy Comer. ¿Cómo podía luchar contra los fantasmas? Por un momento, el mundo visible se disipó; ya sólo los recuerdos y las emociones parecían reales.
—Supongo que la señorita Bartlett debe venir, ya que hace tan bien los huevos pasados por agua -dijo Cecil, que estaba de mejor talante gracias a la magnífica cena.
—No dije que el huevo estuviera bien hecho -corrigió Freddy-, porque en realidad olvidó sacarlo del agua hirviendo y, en verdad, no me preocupo por los huevos. Sólo quise decir cuán amable parecía.
Cecil mostró nuevamente disgusto. ¡Oh, esos Honeychurch! Huevos, calderas, hortensias, criadas... De estas cosas estaban llenas sus vidas.
—¿Podemos, Lucy y yo, dejar la mesa? — preguntó con una insolencia apenas velada-. No tomaremos postres.
Capítulo XIV
De cómo Lucy se enfrentó valientemente ala situación extrema
Sin duda la señorita Bartlett aceptó, y como estaba segura de que resultaría un estorbo pidió que le dieran una habitación para invitados no muy bonita, alguna sin ventana, cualquier cosa. E igualmente sin duda, George Emerson podía venir dentro de ocho días a jugar al tenis.
Lucy se enfrentó a la situación valientemente aunque, como la mayoría, sólo se enfrentó a la situación que la rodeaba. Nunca miró interiormente. Si en algunas ocasiones extrañas imágenes surgían de las profundidades, las atribuyó a los nervios. Cuando Cecil había hecho que los Emerson se instalaran en Summer Street, sus nervios se habían agotado. A Charlotte se le ocurrió sacar lustre a pasadas locuras, yeso también debió de agotar sus nervios. Se sentía nerviosa por la noche. Cuando habló con George Emerson -se habían visto casi inmediatamente en la rectoría-, la voz de él la conmovió profundamente y deseó estar cerca. ¡Cuán horrible era que deseara permanecer cerca de él! Sin duda, el deseo surgía de sus nervios, que quieren jugarnos semejantes tretas. En una ocasión ya había sufrido por las «cosas que no salen de ninguna parte y que quieren decir lo que ella no sabía». Ahora, Cecil le había explicado psicología a lo largo de una tarde húmeda, y todos los problemas de la juventud en un mundo desconocido se podían superar.
Es suficientemente obvio para el lector concluir: «Ella está enamorada del joven Emerson.» A un lector en la posición de Lucy no le parecería tan obvio. La vida es muy fácil contarla, pero enfurecedora practicarla, y damos la bienvenida a los «nervios» o a algún esquema que se adapte a nuestro personal deseo. Ella estaba enamorada de Cecil; George la ponía nerviosa. ¿Quisiera el lector explicarle que los términos podrían ser invertidos?
Pero la situación exterior... ella la afrontaría valientemente.
El encuentro en la rectoría había resultado bastante bien. Permaneciendo entre el señor Beebe y Cecil, había hecho leves alusiones a Italia y George había seguido. Estaba ansiosa por demostrar que no era tímida y se alegró de que él tampoco pareciera tímido.
—Un buen muchacho -dijo el señor Beebe más tarde-. Limará sus asperezas con el tiempo. Casi no confío en los jóvenes que entran en la vida sin dificultades.
Lucy dijo:
—Parece tener mejor ánimo. Ríe mucho más.
—Sí -replicó el clérigo-. Está despertando.
Esto fue todo, pero a medida que avanzaba la semana, más y más las defensas de Lucy cedían y mantenía un semblante lleno de belleza física.
A pesar de muy claras instrucciones, la señorita Bartlett consiguió equivocarse en su llegada. Debía dirigirse a la estación del Sudeste en Dorking, donde la señora Honeychurch la esperaría. Pero llegó a la estación Londres-Brighton y tuvo que alquilar un taxi. Nadie estaba en casa excepto Freddy y su amigo, quienes tuvieron que interrumpir su partida de tenis para entretenerla durante una hora larga. Cecil y Lucy no estuvieron de vuelta hasta las cuatro de la tarde y junto con Minnie Beebe formaban un lúgubre sexteto en el césped cuando se sirvió el té.
—Nunca me perdonaré a mí misma -dijo la señorita Bartlett, que se sentó erguida en su silla y tuvo que pedir disculpas a todos por tener que estar con ella-. Lo he desbaratado todo. ¡Caer en medio de gente joven! Pero insisto en pagar mi taxi. Concededme esto en cualquier caso.
—Nuestros visitantes nunca hacen una cosa tan horrible -dijo Lucy mientras su hermano, recordando el huevo pasado por agua, se comportaba tontamente, y exclamó con voz irritada:
—Es de lo que he estado intentando convencer a la prima Charlotte durante toda la media hora pasada.
—No me creo una visita corriente -dijo la señorita Bartlett mirando sus guantes ribeteados.
—Muy bien, si así lo quieres. Cinco chelines y le doy un chelín al conductor.
La señorita Bartlett buscó en su portamonedas. Sólo libras y peniques. ¿Podría alguien darle cambio? Freddy tenía sólo una moneda de media libra y su amigo monedas de media corona. La señorita Bartlett aceptó sus monedas y dijo:
—Pero ¿a quién voy a darle la libra?
—Dejemos este asunto para cuando mamá llegue -sugirió Lucy.
—No, querida, tu madre debe recorrer un largo camino, ya que no nos hemos encontrado. Todos tenemos nuestras pequeñas debilidades y la mía es la de pagar cuanto antes.
En ese momento el amigo de Freddy, el señor Floyd, hizo una sugerencia que merece ser citada: ofreció jugar a cara o cruz con Freddy la libra de la señorita Bartlett. Parecía que se veía una solución e incluso Cecil, quien había permanecido ostentosamente bebiendo su té, sintió la eterna atracción del azar y se volvió.
Pero tampoco eso resultó.
—Por favor, por favor, sé que soy una triste deshacejuegos, pero eso me entristecería. En realidad, robaría al que perdiera.
—Freddy me debe quince chelines -interpuso Cecil-; por lo tanto, todo se arreglará si me da la libra a mí.
—Quince chelines -dijo la señorita Bartlett dubitativa-; ¿cómo va esto?
—¿No lo entiende? Freddy pagó su taxi; déme la libra y podremos acabar de una vez con este deplorable juego.
La señorita Bartlett, que no estaba muy fuerte en números, se aturdió y alargó la libra entre las burlas reprimidas de los otros jóvenes. Por un momento Cecil era feliz. Jugaba tontamente con sus semejantes. Lanzó una mirada a Lucy, en cuya cara las triviales ansiedades habían borrado la sonrisa. En enero rescataría a su Leonardo de esas sorprendentes tonterías.
—¡No lo entiendo! — exclamó Minnie Beebe, que había observado atentamente la inicua transacción-. No entiendo por qué el señor Vyse tiene que quedarse con la libra. No lo entiendo.
Intentaron apaciguada con un pastel.
—No, gracias, ya tengo bastante. No entiendo por qué... Freddy, no me des empujones. Señorita Honeychurch, su hermano me está lastimando. ¡Ay! ¿Qué hay de los diez chelines del señor Floyd? ¡Ay! No, no lo entiendo y nunca lo entenderé porque la señorita Cuál-es-su-nombre no debería pagar un chelín al conductor.
—Había olvidado al conductor -dijo la señorita Bartlett, sonrojándose-. Gracias, querida, por recordármelo. ¿Era un chelín? ¿Puede alguien darme cambio de media corona?
—Lo arreglaré -dijo la joven levantándose con decisión-. Cecil, dame esa libra. No... dame esa libra. Pediré cambio a Euphemia y empezaremos de nuevo las cuentas desde un principio.
—Lucy... Lucy, vaya estorbo que os estoy resultando -protestó la señorita Bartlett y la siguió a través del sendero. Lucy iba delante, simulando hilaridad. Cuando estuvieron lo suficientemente lejos para que no pudieran oídas, la señorita Bartlett dejó de lamentarse y dijo con toda vivacidad:
—¿Le has contado ya lo referente a él?
—No, no lo he hecho -replicó Lucy, y al momento deseó haberse mordido la lengua por haber entendido con tanta rapidez lo que su prima quería decir-. Déjame comprobar si una libra de plata es más valiosa.
Se escapó hacia la cocina. Las súbitas transiciones de la señorita Bartlett eran demasiado peligrosas. A menudo parecía como si planeara cada palabra al hablar, o provocara que se hablase, como si todo aquel lío acerca del taxi y el cambio hubiera sido una estratagema.
—No, no se lo he dicho a Cecil ni a nadie -remarcó Lucy mientras volvía-. Te prometí que no lo haría. Aquí tienes tus monedas, todo en chelines, excepto dos medias coronas. ¿Quieres contadas? Ahora puedes hacer tus cuentas estupendamente.
La señorita Bartlett estaba en el salón, mirando el cuadro de la ascensión de San Juan, al que habían puesto marco.
—¡Qué horrible! — dijo en voz baja-. Mucho más que horrible si el señor Vyse se enterara a través de otra fuente.
—¡Oh, no, Charlotte! — dijo la muchacha, entrando en batalla-. George Emerson es de fiar y ¿qué otra fuente puede haber?
La señorita Bartlett meditó.
—Por ejemplo, el conductor. Lo vi mirándote a través de los arbustos. Recuerdo que tenía una violeta entre sus dientes.
A Lucy le entraron ligeros escalofríos.
—Nos pondremos nerviosas por un tonto incidente si no tenemos cuidado. ¿Cómo podría un conductor florentino entrar en contacto con Cecil?
—Debemos pensar en todas las posibilidades.
—¡Muy bien!
—O tal vez el anciano señor Emerson esté enterado. En realidad, es seguro que lo sabe.
—Me tiene sin cuidado si lo sabe. Te agradezco tu carta, pero incluso si la noticia corriera, creo que Cecil se echaría a reír.
—¿Para decir que no era cierto?
—No, se reiría de todo esto.
Pero su corazón le decía que no podía esperar eso de Cecil, puesto que la deseaba inmaculada.
—Muy bien, querida, tú lo sabes mejor. Tal vez los caballeros de hoy en día son distintos a como eran cuando yo era joven. Ciertamente, las damas son distintas.
—¡Vamos, Charlotte! — dándole unos golpecitos juguetones-. ¡Persona buena, ansiosa persona! ¿Qué querrías que hiciera? Primero me dices «no lo cuentes»; luego me dices «cuéntalo». ¿Qué hay que hacer? ¡Pronto!
La señorita Bartlett suspiró diciendo:
—No puedo competir contigo en el juego de la conversación, querida. Me sonrojo cuando recuerdo lo mucho que te molesté en Florencia, siendo capaz como eres de cuidar de ti misma y mucho más lista en todos los sentidos que yo. Nunca me perdonarás.
—¿Qué te parece si salimos entonces? Romperán todas las tazas si no lo hacemos.
En el aire sonaban los gritos de Minnie, a quien le daban golpecitos en la cabeza con una cucharilla.
—Querida, un momento... No volveremos a tener la oportunidad de ahora para una charla nuevamente. ¿Has visto ya al joven?
—Sí, lo he visto.
—¿Qué sucedió?
—Nos encontramos en la rectoría.
—¿Qué posición adoptó?
—Ninguna posición. Hablamos de Italia, como con cualquier otra persona. Está muy bien. ¿Qué ventajas le aportaría si se comportara como un bruto? ¿Que hiciera de esto algo rudo? Deseo que acabes adoptando mi punto de vista. Realmente él no significará ningún estorbo, Charlotte.
—Quien ha sido una vez bruto, siempre será bruto. Ésta es mi humilde opinión.
Lucy hizo una pausa.
—Cecil dijo en una ocasión, y pensé que era algo muy profundo, que hay dos tipos de brutos: los conscientes y los subconscientes.
Nuevamente hizo una pausa para asegurarse de que hacía justicia a la profundidad de Cecil. A través de la ventana vio a Cecil en persona, pasando las páginas de una novela. Era una nueva novela de la biblioteca Smith. Su madre debía de haber vuelto de la estación.
—Quien ha sido una vez bruto, siempre será bruto -repitió zumbonamente la señorita Bartlett.
—Lo que quiero decir por subconsciente es que el señor Emerson perdió la cabeza. Fui a dar entre aquellas violetas y él estaba aturdido y sorprendido. No creo que debamos criticarlo mucho. Produce una diferencia tal cuando ves a una persona que, inesperadamente, tiene detrás mismo la belleza. Realmente, marca una diferencia, marca una enorme diferencia, y perdió la cabeza. No me admira, ni ninguna de esas tonterías, ni una pizca. A Freddy le gusta mucho y lo ha invitado a venir el domingo; por lo tanto podrás juzgar por ti misma. Está mucho mejor; no parece como si siempre estuviera a punto de estallar en sollozos. Es un empleado en la oficina del director general de una de las importantes compañías férreas, ¡no un maletero!, y visita a su padre cada fin de semana. El padre trabajaba en el periodismo, pero tiene reuma y se ha jubilado. ¡Esto es todo! Vayamos al jardín. — Tomó del brazo a su invitada-. Supongamos que no vamos a hablar más de aquel tonto incidente italiano. Queremos que tengas una agradable visita de reposo en Windy Comer, sin lamentaciones.
Lucy pensó que ésa había sido una explicación bastante buena. El lector puede haber detectado en ella un desafortunado desliz. Si la señorita Bartlett detectó el desliz no podemos decirlo, porque es imposible penetrar en la mente de la gente de edad. Iba a continuar, pero las interrumpió la llegada de su invitante. Hubo explicaciones y, en medio de ellas, Lucy logró zafarse. Las imágenes palpitaban con demasiada vividez en su cerebro.
Capítulo XV
El desastre interior
El domingo que siguió a la llegada de la señorita Bartlett fue un día glorioso, como la mayor parte de días de aquel año. En los bosques, el otoño acercándose y rompiendo la verde monotonía del verano, dando un toque de floración gris nebulosa en los parques, las hayas con un tono rojizo y las encinas dorado. En la cima de las cumbres, batallones de oscuros pinos evidenciaban el cambio, aunque eran de hojas perennes. Cada pedazo de tierra se juntaba con el siguiente a través del cielo sin ninguna nube y en cada uno se oía el repiqueteo de las campanas de la iglesia.
El jardín de Windy Comer estaba desierto, ocupado solamente por un libro de cubierta roja tomando el sol encima del sendero de grava. De la casa provenían sonidos incoherentes, como si las mujeres estuvieran murmurando: «Los hombres dicen que no piensan.» «No los critico.» «Tiene que ir, pregunta Minnie.» «Dile que no haga tonterías.» «¡Anne, Mary! ¡Abrochadme!» «Querida Lucía, ¿puedo pasar para coger un alfiler?» La señorita Bartlett había anunciado que ella sin duda iría a la iglesia.
El sol salió más alto ese día, guiado no por Faetón sino por Apolo, diestro, sin desviarse, divino. Sus rayos cayeron sobre las damas cada vez que se acercaban a las ventanas de la habitación; sobre el señor Beebe en la parte baja de Summer Street, quien sonreía por una carta de la señorita Catherine Alan; sobre George Emerson, que estaba limpiando unas botas de su padre; y, finalmente, para completar el catálogo de hechos memorables, sobre el libro de cubierta roja mencionado anteriormente. Las damas iban de un lado para otro, el señor Beebe iba de un lado para otro, George Emerson iba de un lado para otro y el movimiento debe engendrar sombra, pero el libro permanecía inerte sin tener conciencia de ello, para que el sol lo acariciara durante toda la mañana y para arrugar ligeramente su cubierta, como si agradeciera la caricia.
Pronto Lucy se asomó a la ventana del salón. Su vestido nuevo color de cereza resultaba un fracaso y la hacía ver sin distinción y apagada. En su pecho lucía un broche de piedras; en su dedo, un anillo montado con rubíes: un anillo de prometida. Sus ojos bajaron a mirar los bosques, frunció ligeramente el entrecejo, no con ira, sino como un niño travieso lo frunce cuando intenta no llorar. En toda la extensión no había ni un ojo humano que la contemplara y podía poner ceño sin que nadie la censurase y medir la extensión que todavía sobrevive entre Apolo y las colinas del oeste.
—¡Lucy! ¡Lucy! ¿Qué libro es éste? ¿Quién ha cogido un libro de los estantes y lo ha dejado para que se estropee?
—Es el libro de la biblioteca pública que Cecil ha estado leyendo.
—Pero recógelo y no estés ahí sin hacer nada, parada como un pájaro flamenco.
Lucy recogió el libro y dio una ojeada al título distraídamente: Bajo una Loggia. Había dejado de leer novelas, dedicando todo su tiempo libre a la literatura seria, esperando alcanzar el nivel de Cecil. Era terrible las pocas cosas que sabía, e, incluso, cuando pensaba que sabía algo, como en el caso de los pintores italianos, se dio cuenta de que los había olvidado. Esa misma mañana había confundido a Francesco Francia con Piero della Francesca y Cecil le había dicho: «¡Cómo! ¿No irás a olvidar ya tu Italia?» Yeso también había procurado ansiedad a sus ojos cuando saludó la querida panorámica y el querido jardín en primer plano y, por encima de ellos, apenas concebible en otra parte, el querido sol.
—Lucy, ¿tienes una moneda de seis peniques para Minnie y un chelín para ti?
Su madre daba prisa, dándosela ella misma arreglando las cosas en medio del desbarajuste dominical.
—Hay una colecta especia... he olvidado por qué motivo. Os lo suplico, nada de vulgares repiqueteos en la bandeja con medios peniques; mirad que Minnie tenga una brillante moneda de seis peniques. ¿Dónde está la niña? ¡Minnie! Este libro está completamente arrugado (¡Cielos, qué desastroso se ve!) Ponedlo debajo del atlas para que lo prense. ¡Minnie!
—¡Señora Honeychurch...! — proveniente del piso superior de la casa.
—¡Minnie, no te entretengas! Ahí llega el caballo -se decía siempre el caballo, nunca el carruaje-. ¿Dónde se ha metido Charlotte? Corre arriba y dile que se dé prisa. ¿Por qué tarda tanto? No tenía nada que hacer y nunca lleva nada que no sean blusas. Pobre Charlotte... ¡Cuánto detesto las blusas! ¡Minnie!
El paganismo es contagioso, más contagioso que la difteria y la piedad, y la sobrina del rector se dejaba llevar a la iglesia pero protestando. Como siempre, no veía la razón. ¿Por qué no podía sentarse al sol como los muchachos? Los muchachos al aparecer, se rieron de ella con palabras poco caritativas. La señora Honeychurch defendía la ortodoxia y, en medio de la confusión general, la señorita Bartlett, vestida completamente a la moda, apareció bajando lentamente la escalera.
—Querida Marian, lo siento muchísimo, pero no tengo monedas pequeñas, sólo libras de plata y medias coronas. ¿Podría alguien...?
—Sí, fácilmente. Vamos. ¡Dios mío, qué distinguida te ves! ¡Qué bonito vestido! Nos haces sentir complejo de inferioridad.
—Si no vistiera mis mejores prendas y atuendo s ahora, ¿cuándo podría hacerlo? — dijo la señorita Bartlett en tono de reproche. Se metió en el carruaje situándose de espaldas al caballo. Siguió el tumulto necesario y luego se pusieron en marcha.
—¡Adiós! ¡Portaos bien! — exclamó Cecil.
Lucy se mordió los labios puesto que el tono suponía cierto desprecio. En lo referente a la «iglesia y demás», habían sostenido una conversación ligeramente desagradable. Cecil había dicho que la gente debe examinarse a sí misma, y ella no deseaba hacerlo: no sabía cómo se hacía. Cecil respetaba la ortodoxia sincera, pero concluía que la sinceridad es el resultado de crisis espirituales: no podía imaginada como un derecho de nacimiento, que debía crecer hacia el cielo como las flores. Todo esto lo dijo hablando de este tema para herida, aunque rezumaba tolerancia por cada uno de sus poros; en cierta manera, los Emerson eran distintos.
Vio a los Emerson al salir de la iglesia. Había una hilera de carruajes en la calle y el vehículo de los Honeychurch se situó frente a Villa Cissie. Para no perder tiempo, pisaron el césped hacia el carruaje y se encontraron con el padre y el hijo fumando en el jardín.
—Preséntamelos -dijo la madre-. A no ser que el joven considere que ya me conoce.
Posiblemente él lo suponía, pero Lucy ignoró el Lago Sagrado y los presentó formalmente. El viejo Emerson habló a Lucy muy cálidamente y dijo que le alegraba mucho que fuera a contraer matrimonio. Ella dijo que sí, que también se alegraba mucho, y luego, mientras la señorita Bartlett y Minnie se demoraban un poco con el señor Beebe, algo apartadas del lugar, cambió la conversación hacia un tema menos perturbador, preguntándole si le gustaba su nueva casa.
—Muchísimo -contestó, pero había una nota de queja en su voz: lo había conocido quejumbroso. El anciano añadió:
—Nos enteramos de que las señoritas Alan debían ocupada y que las hemos dejado en la calle. A las mujeres les importan estas cosas. Me siento muy molesto con todo eso.
—Creo que hubo algunas confusiones -dijo la señora Honeychurch con inquietud.
—Le dijeron a nuestro propietario que nosotros éramos un tipo de gente distinta -dijo George, quien parecía dispuesto a discutir más ampliamente la cuestión-. Pensó que nosotros éramos unos amantes del arte. Está bastante contrariado y me pregunto si deberíamos escribir a las señoritas Alan ofreciéndoles ocupar este lugar. ¿Qué les parece? — dijo dirigiéndose a Lucy.
—¡Quédense! Ahora ya se han instalado -dijo Lucy ligeramente. Debía evitar criticar a Cecil, puesto que por su culpa sucedió ese pequeño enredo, aunque su nombre nunca se mencionó.
—Eso es lo que dice George. Dice que las señoritas Alan deben resolver sus apuros. Pero parece poco cortés todo esto.
—Hay solamente cierta dosis de cortesía en el mundo -dijo George mirando las intermitencias de los rayos del sol en los tableros debidas al paso de los carruajes.
—¡Eso es! — exclamó la señora Honeychurch-. Eso es exactamente lo que siempre digo. ¿Por qué dar vueltas y charlar acerca de las dos señoritas Alan?
—Hay una cantidad de bondad, como hay una cantidad de luz -continuó en tonos mesurados-. Provocamos sombra allí donde estamos y no es adecuado trasladarse de un lugar a otro para salvar cosas, porque la sombra siempre nos sigue. Escoge un lugar donde no molestes... sí, escoge un lugar donde no puedas molestar demasiado y permanece allí para contemplar lo que vale la pena, mirando el resplandor del sol.
—¡Oh, señor Emerson, veo que usted es inteligente!
—¿Qué...?
—Veo que usted es inteligente. Espero que no se comportaría de esa manera con el pobre Freddy.
Los ojos de George sonrieron y Lucy sospechó que él y su madre se entenderían bastante bien.
—No, no lo hice -dijo-. Él se comportó de esa manera conmigo. Es su filosofía. Ha empezado a vivir partiendo de ella y, en cambio, yo empecé con un signo de interrogación primero.
—¿Qué quiere usted decir? No, no me importa lo que quiera decir. No me dé explicaciones. Freddy espera verle esta tarde. ¿Juega al tenis? ¿No le importa jugar al tenis en domingo...?
—¡A George no le importa el tenis en domingo! George, después de su educación distingue el domingo...
—Muy bien; a George no le importa jugar al tenis en domingo; tampoco a mí; está arreglado. Señor Emerson, si usted quisiera venir con su hijo, estaríamos encantados.
Él se lo agradeció, pero el camino era un poco largo y a duras penas podía andar esos días. La señora Honeychurch se dirigió a George diciéndole:
—¡Y todavía quiere dejar la casa para las señoritas Alan!
—Lo sé -dijo George y puso su brazo alrededor del cuello de su padre. La bondad que el señor Beebe y Lucy le conocían desde siempre brotó en él repentinamente, como la luz del sol acariciando un amplio paisaje. ¿Una caricia del sol matinal? Lucy recordó que con toda su perversidad él nunca había hablado en contra del afecto.
La señorita Bartlett se aproximó.
—Conocen, creo, a nuestra prima, la señorita Bartlett -dijo la señora Honeychurch con amabilidad-. La conocieron junto con mi hija en Florencia.
—¡Sí, sin duda! — dijo el anciano, e hizo como para salir del jardín a saludar a la dama. Pero la señorita Bartlett se metió precipitadamente dentro del carruaje. Aunque parapetada, emitió un saludo con la cabeza. Estaban de nuevo en la Pensión Bertolini; la mesa del comedor con los jarros de agua y de vino. Era la antigua discusión por la habitación con ventanas.
George no contestó al saludo. Como cualquier muchacho, enrojeció y se sintió avergonzado. Dijo:
—Iré al tenis si puedo arreglar todo esto -y entró en la casa.
Cualquier cosa que hubiera hecho habría complacido a Lucy, pero su torpeza le llegó directamente al corazón. Los hombres no eran dioses después de todo, sino tan humanos y torpes como las muchachas. Incluso los hombres debían sufrir por deseos inexplicables y necesitar ayuda. Para una persona criada como lo había sido Lucy y para lo que había sido destinada, la debilidad de los hombres le resultaba una verdad poco familiar, pero ya se había dado cuenta de ello en Florencia, cuando George arrojó sus postales al río Arno.
—George, no te vayas -exclamó su padre, quien pensaba que era un gran deleite para la gente que su hijo conversara-. George ha estado de buen humor hoy, y estoy seguro de que acabará yendo esta tarde.
Lucy cruzó su mirada con la de su prima. Algo en la muda súplica de esta mirada le hizo ser temeraria.
—Sí -dijo levantando la voz-. Espero que vaya.
Luego entró en el carruaje y murmuró:
—No le ha dicho nada al anciano. Sabía que todo Iba perfectamente.
La señora Honeychurch siguió y partieron.
Aunque afortunadamente al señor Emerson no le habían contado nada de la aventura en Florencia, todavía el ánimo de Lucy no se elevaba con el ímpetu de quien ha visto las puertas del cielo. Aunque, afortunadamente, recibió esto con desproporcionada alegría y durante todo el camino hacia la casa los cascos de los caballos le cantaban un estribillo: «No lo ha contado, no lo ha contado.» Y su cerebro alargaba la melodía: «No se lo ha contado a su padre, a quien se lo cuenta todo. No fue un abuso, no se rió de mí cuando me fui.» Levantó su mano hasta la mejilla. «Verdaderamente no me ama. No. ¡Cuán terrible si así fuera! No obstante, aún no lo ha contado. No lo contará.»
Siguió así hasta gritar las palabras: «Todo va bien Es un secreto entre nosotros dos para siempre; Cecil nunca lo sabrá.» Incluso estaba contenta de que la señorita Bartlett le hubiera hecho prometer que guardaría silencio, en aquella oscura última noche en Florencia, cuando estaban de rodillas haciendo las maletas en su habitación. El secreto grande o pequeño, estaba guardado. Sólo tres ingleses en el mundo lo sabían.
Aunque sabía cómo explicarse su alegría, saludó a Cecil con una efusividad poco corriente, puesto que se sentía muy a salvo. Cuando él la ayudó a bajar del carruaje le dijo:
—Los Emerson han sido muy agradables, George Emerson ha mejorado enormemente.
—¿Cómo están mis protegidos? — preguntó Cecil quien no se tomaba demasiado interés por ellos y había abandonado desde hacía tiempo su resolución de instalarlos en Windy Corner con fines educativos.
—¡Protegidos! — exclamó Lucy con cierto calor.
Se daba el caso de que Cecil concebía la relación social feudalmente: la de protector y la de protegido. No tenía ni pizca de la camaradería que el alma de la muchacha anhelaba.
—Verás por ti mismo cómo están tus «protegidos». George Emerson vendrá esta tarde. Es un hombre de lo más interesante para hablar con él. Solamente que no... -estuvo a punto de decir «no le protejas», pero la campana sonaba avisando la comida y, como sucedía a menudo, Cecil no había prestado demasiada atención a sus observaciones. Encanto, no argumentaciones, era lo notable en ella.
El almuerzo resultó una comida agradable. Generalmente, Lucy se sentía deprimida durante las comidas. Había que parar los pies a alguien, lo mismo a Cecil que a la señorita Bartlett o a alguien no visible para un ojo mortal, un ser que susurraba a su alma: «No durará esta alegría; en enero debes ir a Londres para entretener a los nietos de hombres célebres.» Pero sintió que había recibido una garantía. Su madre se sentaría ahí, su hermano allá; el sol, aunque se había desplazado ligeramente desde la mañana, nunca se escondería detrás de las colinas del oeste. Había visto la Armide, de Gluck, durante la temporada y tocó de memoria la música del jardín encantado; la música con la cual Renaud se acerca, bajo la luz de una aurora eterna; la música que nunca vence, que nunca mengua, sino que ondea hacia la eternidad como los mares límpidos del país de las hadas. Una música de ese tipo no es para piano y el auditorio de Lucy empezó a sentirse cansado, y Cecil, compartiendo el descontento, exclamó:
—Ahora tócanos el otro jardín... aquel de Parsifal.
Cerró el piano.
—No eres muy complaciente -dijo la voz de su madre.
Temiendo que Cecil se hubiera molestado, volvió rápidamente al piano. Allí estaba George, que había entrado sin interrumpirla.
—¡Oh, no me había dado cuenta! — exclamó ella sonrojándose notablemente. Sin una palabra de saludo volvió a abrir el piano. Cecil tendría su Parsifal y cualquier otra cosa que le apeteciera.
—Nuestro ejecutante ha cambiado de idea -dijo la señorita Bartlett, tal vez implicando «tocará para el señor Emerson». Lucy no sabía qué hacer, ni incluso qué deseaba hacer. Tocó unos compases de la canción de las «Floridas Doncellas» muy mal, y luego paró.
—Voto por el tenis -dijo Freddy, molesto por el fragmentado recital.
—Sí, también yo -y una vez más cerró el desafortunado piano-. Voto por una partida de cuatro hombres.
— Muy bien.
—No para mí, gracias -dijo Cecil-. No voy a estropear el juego.
Nunca se daba cuenta de que era un acto de cortesía en un mal jugador decidirse a ser el cuarto.
—¡Ven, Cecil! Yo soy malo, Floyd está anquilosado y diría que lo mismo pasa con Emerson.
George le corrigió:
—Yo no juego mal.
A todos se les escapaba la risa por debajo de la nariz ante esto.
—Entonces no voy a jugar -dijo Cecil, mientras la señorita Bartlett, bajo la impresión de que hacía un desaire a George, añadió:
—Le doy la razón, señor Vyse. Hará muy bien en no jugar. Mucho mejor.
Minnie, precipitándose en lo que Cecil no se atrevía a hacer, anunció que jugaría:
—Sin embargo, perderé todas las pelotas, pero ¿acaso importa?
Mas intervino el domingo aplastando duramente la amable sugerencia.
—En este caso tendrá que jugar Lucy -dijo la señora Honeychurch-. Tú debes estar detrás de Lucy; no hay otra manera de arreglarlo. Lucy, ve y ponte otro vestido.
Las fiestas de guardar de Lucy tenían, generalmente, esta naturaleza anfibia. Las santificaba por la mañana y por la tarde rompía el carácter sagrado sin ofrecer resistencia. Tan pronto como se hubo puesto otro vestido se preguntó si Cecil no se estaría burlando de ella. Realmente debía pasar revista de sí misma y aclararlo todo antes de que se casaran.
El señor Floyd era su pareja. A Lucy le gustaba la música, pero mucho mejor le parecía el tenis en aquel momento. Cuánto mejor poder correr con vestidos confortables que sentarse al piano sintiéndose el cuerpo apretado. Una vez más, la música le pareció una chiquillada. George servía y le sorprendió su ansiedad por ganar. Lo recordó suspirando entre las tumbas en Santa Croce porque las cosas de la vida no encajaban; cómo después de la muerte de aquel desconocido italiano la había llevado hasta la baranda al borde del Amo y le había dicho: «Desearé vivir, se lo aseguro.» Deseaba vivir, ganar jugando al tenis, luchar por todo lo que valía la pena bajo el sol. Bajo un sol que había comenzado a declinar y que la deslumbraba. George ganó la partida.
¡Ah, cuán bellos se veían los bosques! Las colinas se levantaban por encima de su resplandor, como el Fiesole se levanta encima de la planicie; como si los llanos del sur, si hay que poner más ejemplos, fueran las montañas de Carrara. Posiblemente iba olvidando su Italia, pero veía más y más cosas en su Inglaterra. Podían empezar otro juego con el paisaje y encontrar en sus innumerables repliegues algún pueblo o aldea que les recordaría Florencia. ¡Ah, cuán bellos se veían los bosques!
Pero en ese momento Cecil pedía que se le prestara atención. Daba la casualidad de que él estaba de un humor crítico y no era partidario de la exaltación. Cecil había sido casi un estorbo durante todo el juego de tenis, porque la novela que estaba leyendo era tan mala que se creía en la obligación de leerla en voz alta a los demás. Prorrumpía en la parte interior de la pista diciendo en voz alta: «Mira, oye esto, Lucy, tres infinitivos consecutivos.» Lucy respondía: «¡Horrible!», y perdía su saque. Cuando habían acabado la partida, todavía continuó leyendo; Freddy y el señor Floyd se vieron obligados a ir en busca de una pelota perdida por entre los laureles, pero los dos restantes estuvieron dispuestos a escuchado.
—La escena se sitúa en Florencia.
—¡Qué divertido, Cecil! Lee. Venga, señor Emerson, siéntese después de su despliegue de energía.
Había «perdonado» a George, como se ve, y había decidido ser muy agradable con él. George saltó por encima de la red y se sentó a sus pies preguntando:
—¿Usted...? ¿Y usted no está cansada?
—No lo estoy, sin duda.
—¿Le importa perder?
Lucy iba a responder «no», cuando se dio cuenta de que en realidad sí le importaba.
—Sí -añadió alegremente-, aunque no puedo considerar que usted sea un jugador tan espléndido porque tenía la luz a sus espaldas mientras que yo en los ojos.
—Nunca dije que lo fuera.
—¡Cómo! ¡Lo dijo!
—No prestó atención.
—Usted dijo..., no vayamos con bizantinismos en esta casa. Todos exageramos y nos enfurecemos con la gente que no lo hace.
—La escena se sitúa en Florencia -replicó Cecil en tono alto.
Lucy se calló.
—«Crepúsculo. Leonora iba corriendo...» Lucy le interrumpió.
—¿Leonora? ¿Es Leonora la heroína? ¿De quién es ese libro?
—Joseph Emery Prank. «Crepúsculo. Leonora iba corriendo mientras atravesaba la plaza. Dios quiera que no llegue demasiado tarde. Crepúsculo. El crepúsculo de Italia. Bajo la Loggia Orcagna, la Loggia de Lanzi, como solemos llamarla actualmente...»
Lucy prorrumpió en risas.
—Joseph Emery Prank. ¡Lo que faltaba! Pero ¡si es la señorita Lavish! Es la novela de la señorita Lavish que ha publicado bajo otro nombre.
—¿Quién puede ser esa señorita Lavish?
—¡Alguien horrible! Señor Emerson, ¿se acuerda de la señorita Lavish? — dijo excitada después de la placentera tarde, aplaudiendo.
George miró y dijo:
—Sin duda la vi el día que llegué a Summer Street.
Fue ella quien me dijo que ustedes vivían aquí.
—¿Y no le gustó? — queriendo decir «ver a la señorita Lavish»; pero, cuando él inclinó la cabeza mirando hacia el césped sin contestar, se dio cuenta de que además podía haber significado otra cosa con sus palabras. Miró la cabeza de él, que casi estaba apoyada en sus rodillas, y le pareció ver que las orejas se le estaban poniendo rojas.
—Sin duda la novela es mala -añadió-. Nunca me ha gustado la señorita Lavish; pero supongo que hay que leerla puesto que la conocemos.
—Todos los libros actuales son malos -dijo Cecil. Molesto por la poca atención que le prestaban, pasaba su fastidio a la literatura-. Todos escriben por dinero hoy en día.
—¡Cecil...!
—Así es. No os martirizaré con Joseph Emery Prank por más tiempo.
Cecil, esa tarde, parecía un gorrión gorjeando. Las subidas y bajadas de su voz eran evidentes, pero no afectaban a Lucy. Se había debatido entre melodía y movimiento, y sus nervios no querían responder a su retintín. Le dejó que siguiera molesto mientras miraba la oscura cabeza nuevamente. No quería enredar con la mano los cabellos, pero se dio cuenta de que, en realidad, quería hacerlo. La sensación era curiosa.
—¿Le gusta esta panorámica que tenemos, señor Emerson?
—No sé distinguir entre panorámicas.
—¿Qué quiere decir?
—Que todas son parecidas. Que lo que importa en ellas es la perspectiva y el aire.
—¡Hum! — murmuró Cecil, inseguro entre si la observación era acertada o no.
—Mi padre... -miró arriba hacia ella (y ella estaba algo sofocada)- dice que hay una única y perfecta panorámica: la del cielo extendido sobre nuestras cabezas, y el resto de las panorámicas posibles en la tierra no son más que burdas copias de ésa.
—Deduzco que su padre ha leído a Dante -dijo Cecil mientras manoseaba la novela, como única salida por la que podía llevar la voz cantante de la conversación.
—Nos dijo en otra ocasión que las panorámicas son rebaños, rebaños de árboles, de casas, de colinas, que están muy cerca para parecerse los unos a los otros, como los rebaños humanos. De ahí que el poder que tienen sobre nosotros es algo sobrenatural, por la misma razón.
Los labios de Lucy se abrieron.
—Pero un rebaño es más que la gente que lo forma.
Algo se le añade, nadie sabe cómo, de la misma manera que si algo se añadiera a estas colinas.
Señaló con su raqueta las colinas del sur.
—¡Qué buena idea se me ocurre! — murmuró Lucy-. Me gustaría oír hablar a su padre nuevamente. Siento que no se encuentre muy bien.
—No, no se encuentra bien.
—Hay una absurda descripción de una panorámica en este libro -dijo Cecil.
—También estos hombres caen dentro de dos categorías: los que no tienen en cuenta las panorámicas y los que las recuerdan, incluso en habitaciones pequeñas.
—Señor Emerson, ¿tiene hermanos o hermanas?
—Ninguno. ¿Por qué?
—Porque dijo «nosotros».
—Me refería a mi madre.
Cecil cerró la novela de golpe.
—¡Cecil! ¡Me sobresaltas!
—No os atormentaré con Joseph Emery Prank por más tiempo.
—Puedo recordar exactamente un día que los tres fuimos al campo y vimos a lo lejos Hindhead. Es lo que recuerdo mejor.
Cecil se levantó considerando que George no era de buena cuna: no se había puesto el jersey después de jugar al tenis; realmente, no lo había hecho. Cecil se hubiera ido precipitadamente si Lucy no lo hubiera parado.
—Cecil, léenos esa parte acerca de la panorámica.
—No mientras el señor Emerson esté aquí para entretenernos.
—No, lee. Creo que no hay nada más divertido que oír tonterías leídas en voz alta. Si el señor Emerson nos considera frívolos, puede irse.
Esto interesó a Cecil por ser sutil y le complació porque hacía representar a su visitante un papel de pedante. Ablandado hasta cierto punto, volvió a sentarse.
—Señor Emerson, vaya a buscar las pelotas de tenis perdidas -y Lucy abrió el libro, puesto que Cecil debía tener su lectura y cualquier otra cosa que deseara. Sin embargo, sus pensamientos erraban por entre la madre de George, quien, si tenemos en cuenta al señor Eager, había sido asesinada a los ojos de Dios y, si tenemos en cuenta al hijo, había visto desde lejos Hindhead.
—¿Debo realmente ir? — preguntó George.
—No, sin duda, no realmente -contestó ella.
—Capítulo segundo -dijo Cecil mientras bostezaba-. Búscame el capítulo segundo, si no es demasiada molestia.
Se encontró el capítulo segundo. Lucy, al abrirlo, dio una ojeada a las frases iniciales. Creyó que se volvería loca.
—Aquí, alárgame el libro.
Lucy oyó su propia voz diciendo:
—No vale la pena leerlo... Es demasiado estúpido leerlo. Nunca había visto semejante porquería, no deberían permitir que se imprimiera.
Cecil arrebató el libro de las manos.
—«Leonora -leyó- se sentó pensativa y sola. Detrás se extendía la campiña toscana salpicada a lo lejos por sonrientes aldeas. Era primavera.»
La señorita Lavish se enteró, de alguna manera, y había escrito el pasado en rastrera prosa para que Cecil lo leyera y George lo escuchara.
—«Una bruma dorada -leyó Cecil-, a lo lejos las torres de Florencia, mientras que el margen donde ella se sentaba estaba alfombrado de violetas. Sin ser observados, Antonio surgió detrás de ella...»
Por miedo a que Cecil pudiera ver su cara, Lucy se volvió hacia George y vio su rostro. Cecil leyó:
—«No salieron de los labios de él palabras de las que se dicen entre enamorados. No era elocuente ni se preocupaba por serlo. Simplemente la rodeó con sus brazos.»
Hubo un silencio.
—Éste no es el pasaje que quería leer -los informó-. Hay otro mucho más divertido más adelante -y fue pasando hojas del libro.
—¿Vamos dentro para tomar el té? — sugirió Lucy, cuya voz se mantenía firme.
Pasó delante en el camino del jardín. Cecil, siguiéndola. George, en último lugar. Lucy pensó que había esquivado un desastre, pero cuando cruzaron por el seto, el desastre llegó. El libro -como si no se hubieran dado ya bastantes complicaciones- lo habían olvidado y Cecil debía retroceder en su busca. Y George, que estaba apasionadamente enamorado, se precipitó hacia ella en el estrecho sendero.
—¡No! — exclamó Lucy tenuemente y, por segunda vez, él la besó.
Puesto que ya no era posible nada más, George desapareció. Cecil volvió a su lado. Llegaron al césped de delante de la casa los dos solos.
Capítulo XVI
Mintiendo a George
Lucy había cambiado mucho desde la primavera. Es decir, después era mucho más capaz de sofocar las emociones que los convencionalismos y el mundo desaprueban. Aunque el peligro era mayor, ya no se estremecía en profundos sollozos. Le dijo a Cecil: «No tomaré té. Dile a mamá que debo escribir unas cartas.» Subió a su habitación donde se preparó para la acción. El amor existía y volvía, el amor que nuestros cuerpos piden y nuestros corazones transfiguran, el amor que es lo más real que nunca hayamos encontrado, reaparecía ahora como el enemigo del mundo y ella debía apagarlo.
Mandó llamar a la señorita Bartlett.
El debate no discurría ahora entre amor y deber. Tal vez no existen nunca este tipo de cosas en forma de debate. Discurría entre lo real y lo pretendido y la intención primera de Lucy era la de traicionarse a sí misma. Por una parte, su cabeza estaba nebulosa; por otra, el recuerdo de las panorámicas crecía oscuramente y las palabras del libro se perdían. Pero Lucy dominó sus nervios y superó su «depresión». Hizo trampa con la verdad y olvidó que la verdad existe desde siempre. Recordando que estaba prometida a Cecil, se obligó a sí misma a confusas rememoraciones acerca de George. Él no era nada suyo; nunca había significado nada; se había comportado abominablemente y ella nunca le había dado pie para ello. La armadura de falsedad se desenvuelve sutilmente en la oscuridad y encubre a un hombre no sólo al resto de los hombres sino también a su propia alma. En pocos momentos Lucy se sintió preparada para presentar batalla.
—Ha sucedido algo horrible -empezó diciendo tan pronto como su prima llegó-. ¿Sabes algo de la novela de la señorita Lavish?
La señorita Bartlett se mostró sorprendida y dijo que no había leído el libro, ni siquiera sabía que estuviese publicado. Eleanor era una mujer reservada en las cosas personales.
—Hay cierta escena en la que el héroe y la heroína tienen un lance amoroso. ¿Sabes algo de eso?
—¡Querida...!
—Por favor, ¿sabes algo sobre eso? — repitió-. Se encuentran en la ladera de una colina, Florencia a lo lejos.
—Mi buena Lucía, estoy pez. No sé nada sobre eso.
—Hay violetas... No puedo creer que sea una coincidencia. Charlotte, Charlotte, ¿cómo pudiste contárselo? Pensé antes de hablar que debiste ser tú.
—¿Contarle qué? — preguntó, con creciente agitación.
—Lo que pasó en aquella terrible tarde de febrero.
La señorita Bartlett estaba auténticamente conmovida.
—¡Oh, Lucy! Querida niña... ¿se ha atrevido a ponerlo en su libro?
Lucy asintió con la cabeza.
—Pero ¿de manera que alguien puede reconocerlo?
—Sí.
—Entonces, nunca, nunca más Eleanor Lavish volverá a ser amiga mía.
—Por tanto, es verdad que se lo contaste.
—Exactamente fue cuando tomamos té juntas en Roma, a lo largo de la conversación...
—Pero, Charlotte, ¿qué me dices de la promesa que hicimos mutuamente cuando estábamos haciendo las maletas? ¿Por qué se lo contaste a la señorita Lavish cuando ni siquiera me permitiste que se lo contara a mamá?
—Nunca perdonaré a Eleanor. Ha traicionado mi confianza.
—No obstante, ¿por qué se lo contaste? Éste es un asunto sumamente serio.
¿Por qué alguien cuenta algo? La pregunta es eterna, y no sorprendía que la señorita Bartlett solamente suspirara lánguidamente como toda respuesta. Había actuado mal, lo admitía, y solamente deseaba no haber causado ningún perjuicio. Se lo había contado a Eleanor como la más estricta confidencia.
Lucy pateó con irritación.
—Sucedió que Cecil leyó en voz alta el pasaje para mí y para el señor Emerson. Eso irritó al señor Emerson y volvió a ofenderme. A las espaldas mismas de Cecil. ¡Uf! ¿Será posible que los hombres sean tan brutos? A las espaldas de Cecil cuando caminábamos por el jardín hacia casa.
La señorita Bartlett prorrumpió en auto acusaciones y lamentos.
—¿Qué haremos ahora? ¿Me lo puedes decir?
—¡Oh, Lucy! Nunca podré perdonármelo. Nunca hasta que muera. Imagino que tus planes...
—Lo sé -dijo Lucy dando un respingo ante la palabra-. Veo que lo que tú quieres de mí es que se lo cuente a Cecil y lo que querías decir con «alguna otra fuente». Pero sabías que se lo habías contado a la señorita Lavish, que no era de confianza.
Le llegó a la señorita Bartlett el turno de dar un respingo.
—Sin embargo -dijo la muchacha, sin tener en cuenta la obstinación de su prima-, lo que hecho, hecho está. Me has puesto en una situación máximamente embarazosa. ¿Cómo vaya salir de todo esto?
La señorita Bartlett no podía pensar. Los días de su energía se habían acabado. Era una visitante, no una acompañante, y una visitante desacreditada por todo este asunto. Permaneció con las manos entrelazadas mientras la muchacha daba rienda suelta a la rabia necesaria.
—Se le debe... Ese hombre debe tener un ajuste de cuentas que no se le borre mientras viva. ¿Y quién lo hará? Ahora no se lo puedo contar a mamá por tu culpa. Ni a Cecil, Charlotte, gracias a ti. Estoy atrapada por todos lados. Creo que voy a volverme loca. No tengo a nadie que pueda ayudarme, y por esa razón te he hecho llamar. Pero lo que se necesita es un hombre con un látigo.
La señorita Bartlett estuvo de acuerdo: necesitaban un hombre con un látigo.
—Sí, pero no sacamos nada en claro poniéndonos nosotras de acuerdo. ¿Qué es lo que debemos hacer? Nosotras, pobres mujeres, ir a pegar gritos. ¿Qué debe hacer una muchacha cuando se tropieza con un grosero?
—Siempre he dicho que es un grosero, querida. En cualquier caso, concédeme la razón en esto. Desde el primer momento, cuando dijo que su padre estaba en el baño.
—¡Al demonio con la razón y con quien la tiene o no!
Buen lío hemos hecho con todo esto. George Emerson aún está en esta casa, en el jardín; ¿se irá sin recibir una reprimenda? Me gustaría saberlo.
La señorita Bartlett no servía de ayuda en absoluto. Su propia culpa en el asunto la había dejado sin nervios y los pensamientos se entremezclaban penosamente en su cerebro. Se dirigió hasta la ventana con gran debilidad, intentando detectar los pantalones del grosero entre los laureles.
—Tú fuiste muy capaz de apañártelas en la Pensión Bertolini cuando me hiciste marchar precipitadamente hacia Roma. ¿Puedes hablarle nuevamente ahora?
—Con gusto movería cielos y tierra...
—Quiero algo más concreto -dijo Lucy insolentemente-. ¿Le hablarás? Es lo menos que puedes hacer, considerando que todo ha sucedido porque faltaste a tu palabra.
—Nunca más Eleanor Lavish volverá a ser amiga mía. Realmente, Charlotte se sobrepasaba.
—Por favor, ¿sí o no?, ¿sí o no?
—Es un asunto que sólo un caballero puede resolver.
George Emerson volvía del jardín e iba a entrar en la casa con una pelota de tenis en su mano.
—Muy bien -dijo Lucy con un gesto de ira-. Nadie va a ayudarme; le hablaré yo personalmente.
Inmediatamente, Lucy se dio cuenta de que eso era lo que su prima se había propuesto durante todo el tiempo.
—¡Hola, Emerson! — exclamó Freddy desde la planta baja-. ¿Has encontrado la pelota que perdimos? ¡Buen chico! ¿Quieres una taza de té?
Pero hubo una irrupción en la terraza.
—¡Lucy, qué valiente! Te admiro...
Se habían congregado todos alrededor de George, el cual estaba en una posición más elevada. Lucy se sintió movida por la furtiva ternura que comenzaba a librar a su alma de los tontos y poco emocionales pensamientos. Su ira languideció al verlo. iAh!, los Emerson eran gente estupenda a su manera. Tuvo que dominar un torbellino en su sangre antes de decir:
—Freddy se lo ha llevado al comedor; los otros se van al jardín. Vamos, acabemos con este asunto cuanto antes. Vamos, quiero que permanezcas en la habitación.
—Lucy, ¿te molesta tener que hacer esto?
—¿Cómo puedes hacerme una pregunta tan ridícula?
—Pobre Lucy... -dijo extendiendo su mano-. Parece que por donde voy sólo acarreo desgracias.
Lucy asintió con la cabeza. Recordaba aquella última noche en Florencia, haciendo las maletas, con la bujía y la sombra del gorro de la señorita Bartlett en la puerta. Eludió la caricia de su prima y pasó delante de ella para que se dirigieran al piso inferior.
—Prueba la mermelada -le estaba diciendo Freddy-. La mermelada está riquísima.
George, que se veía alto y con el pelo revuelto, paseaba de un lado para otro del comedor. Cuando Lucy entró, se paró y dijo:
—No, no quiero comer nada.
—Ve con los demás, Freddy -dijo Lucy-; Charlotte y yo le daremos al señor Emerson lo que le apetezca. ¿Dónde está mamá?
—Ha comenzado a escribir sus cartas del domingo. Está en el salón.
—Muy bien, vete. Freddy salió cantando.
Lucy se sentó junto a la mesa. La señorita Bartlett, que estaba completamente aterrada, cogió un libro y aparentó leer.
Lucy no quería enredarse en un discurso complicado. Solamente dijo:
—No puedo tolerar esto, señor Emerson, incluso no puedo hablarle. Salga de esta casa y no vuelva a poner los pies mientras yo viva aquí -enrojeciendo a medida que hablaba y señalando hacia la puerta-. Detesto las discusiones. Váyase, por favor.
—Pero...
—Sin discusión.
—Pero no puedo...
Lucy, moviendo negativamente la cabeza, insistió.
—Váyase, por favor. No me gustaría recurrir al señor Vyse.
—No querrá decir -dijo él sin tener en cuenta en absoluto a la señorita Bartlett-, no querrá decir que usted se casará con ese hombre...
La pregunta no era de esperar y Lucy se encogió de hombros, como si la vulgaridad de él la desalentara.
—Usted me resulta totalmente ridículo -dijo pausadamente.
En ese momento las palabras de George se levantaron por encima de las de ella:
—Usted no puede vivir con Vyse. Sólo es bueno para una amistad. Es bueno para la vida de sociedad y las conversaciones cultas, pero no es capaz de intimar con nadie y menos todavía con una mujer.
Era una nueva luz proyectada sobre el carácter de Cecil.
—¿Ha hablado alguna vez con Vyse sin sentirse cansada?
—Apenas puedo discutir...
—No, pero ¿ha podido alguna vez? Es la clase de gente que están muy bien cuando hablan de libros, pinturas, pero matan cuando se relacionan con la otra gente. Por esta razón hablaré justamente ahora para tentar la suerte. En cualquier caso, es triste perderla, pero generalmente un hombre debe abstenerse de la felicidad, y yo me retiraría si Cecil fuera una persona distinta. Nunca me hubiera permitido intervenir. Lo conocí en la National Gallery, cuando no pudo más que entrometerse porque mi padre había pronunciado mal los nombres de los grandes pintores. Luego nos instaló aquí y nos encontramos con que había jugado una mala pasada a un pobre vecino. Esto es lo que le interesa al hombre: jugar pasadas a la gente, como la forma más sublime de vida que puede conseguir. Más tarde, los encuentro a los dos juntos y veo que la está protegiendo y adoctrinando y que su madre se molesta por ello, cuando era a usted a quien le tocaba demostrar si se sentía molesta o no. De nuevo esto es lo que interesa a Cecil, porque nunca permite que una mujer decida. Él es el tipo que retrasa a Europa en cien años. A cada minuto de su vida la está formando a usted, diciéndole lo que es encantador o divertido o propio de una dama; diciéndole lo que un hombre cree que es propio de una mujer, y usted escucha su voz, como hacen todas las mujeres, en vez de escuchar la suya propia. Así sucedió en la rectoría, cuando volví a encontrarlos juntos; así ha sido durante toda esta tarde. Por esa razón, es decir «no por esa razón» la besé, porque el libro me hizo hacerlo y hubiera deseado haber tenido mayor autocontrol. Pero no estoy avergonzado ni pido disculpas. Sin embargo, sé que la he asustado y no se da cuenta de que la amo. ¿Acaso podría decirme que lo hice, que traté un asunto tan tremendamente serio con tal frivolidad? Por esta razón... por esta razón decidí luchar contra Cecil.
A Lucy se le ocurrió una objeción muy buena.
—Usted me dice que el señor Vyse quiere que lo escuche, señor Emerson. Perdóneme por sugerirle que usted ha cogido el mismo hábito.
Pero George encajó el vanidoso reproche y lo transformó en un concepto inmortal diciendo:
—Sí, es verdad -y se abatió como si, repentinamente, se sintiera cansado-. En el fondo soy el mismo tipo de bestia. Este deseo de gobernar a una mujer existe muy profundamente, y hombres y mujeres deben luchar juntos contra él antes de entrar en el paraíso. Pero de verdad te amo, seguramente de una manera mejor que la suya -y se quedó pensativo-. Sí, realmente de una manera mejor. Quiero que tengas tus propios pensamientos incluso cuando te estreche en mis brazos -y alargó sus brazos en su dirección-. Lucy, decídete pronto; no tenemos tiempo para hablar ahora; ven a mí como viniste en la primavera y, más tarde, seré bueno y te lo explicaré todo. He vivido pendiente de ti desde que murió aquel hombre y no puedo vivir sin ti. «No puede haber felicidad -pensé-, ella va a casarse con otro.» Pero te he encontrado de nuevo cuando toda la tierra es una gloria de agua y de sol. Cuando llegaste a través del bosque, me di cuenta de que nada más importaba y lo dije, dije que quería vivir y probar mi suerte en la felicidad.
—¿Y el señor Vyse? — dijo Lucy, que se mantenía loablemente tranquila-. ¿Acaso él no importa? ¿Acaso no importa el hecho de que ame a Cecil y que muy pronto voy a ser su esposa? Un detalle sin importancia, supongo.
Pero él alargó los brazos por encima de la mesa en dirección a ella.
—¿Puedo preguntarle qué intenta ganar con esta exhibición?
—Es nuestra última oportunidad; yo haré todo lo que pueda -respondió él, y como si ya lo hubiera dicho todo se volvió hacia la señorita Bartlett, que permanecía sentada como un presagio que resaltara en el cielo del atardecer-: Usted ha podrá separamos esta segunda vez si ha comprendido algo. He estado en las tinieblas y volveré a ellas a no ser que usted intente comprender.
La larga y estrecha cabeza de la señorita Bartlett se movió hacia delante y hacia atrás, como si derribara algún obstáculo invisible. No respondió.
—Es ser joven -dijo él tranquilamente, recogiendo su raqueta y preparándose para marchar-. Es seguro que yo le importo a Lucy de verdad, porque amor y juventud cuadran intelectualmente.
Las dos mujeres miraron hacia él en silencio. Sabían que sus últimas palabras eran puras tonterías, pero ¿se iba o no después de ese último despliegue? ¿Acaso el bruto, el charlatán, intentaría acabar con un final más dramático? No. Aparentemente tenía bastante. Las dejó cerrando cuidadosamente la puerta de salida y lo vieron a través de la ventana del recibidor subir el camino y empezar a trepar por los desniveles blanqueados de helechos detrás de la casa. El gato se les había comido la lengua, pero escondidamente estallaban de alegría.
—¡Lucía! ¡Ven aquí! ¡Qué hombre tan terrible!
Lucy no reaccionó, al menos no reaccionó todavía.
— Bien, en realidad me divierte -dijo-. Puede ser que yo esté loca o que él lo esté, y me inclino a pensar que es esto último. Más complicaciones por tu intervención, Charlotte. Muchas gracias. Aunque creo que ésta será la última. Mi admirador difícilmente podrá molestarme.
También la señorita Bartlett intentó mostrarse perversa:
—Bien, nadie podría vanagloriarse de una conquista sino tú, ¿verdad? ¡Oh!, en verdad no debemos burlarnos porque debe de ser algo muy serio. Pero te comportaste inteligentemente y con mucho valor... distinto a como lo hubieran hecho las muchachas de mi tiempo.
—Reunámonos con los demás.
Pero inmediatamente después de salir al exterior, Lucy se detuvo. Una emoción llena de piedad, terror, amor, pero una emoción muy fuerte, la empujaba y le hacía ser consciente del otoño. El verano estaba llegando a su fin y el atardecer le brindaba perfumes de perecimiento que resultaban patéticos porque eran una reminiscencia de la primavera. ¿Que una cosa y otra cuadraban intelectualmente? Una hoja, levantada violentamente, bailó detrás mientras otras hojas yacían sin ningún movimiento. ¿Acaso la tierra se precipitaba en las tinieblas y las sombras de esos árboles se cernerían sobre Windy Corner?
—¡Hola, Lucy! Todavía tenemos luz para otra partida si los dos os dais prisa.
—El señor Emerson ha tenido que irse.
—¡Qué fastidio! Nos estropea la partida de cuatro.
Cecil, por favor, juega, sé un buen muchacho, hoy es el último día de Floyd. Por favor, juega al tenis con nosotros, sólo por una vez.
Se oyó la voz de Cecil:
—Mi querido Freddy, no soy atleta, como muy bien dejaste claro esta mañana cuando dijiste: «Hay algunos tipos que no son buenos para nada sino para los libros.» Me siento culpable de ser semejante tipo, pero no os molestaré con mi persona.
La verdad apareció ante los ojos de Lucy. ¿Cómo había podido soportar a Cecil ni un momento? Era absolutamente intolerable y en ese mismo atardecer rompió su compromiso matrimonial.
Capítulo XVII
Mintiendo a Cecil
Estaba aturdido. No tenía nada que decir e incluso no estaba ni furioso, sino que permanecía de pie, con una copa de whisky en su mano, intentando pensar qué le había llevado a semejante conclusión.
Lucy había escogido el momento antes de ir a dormir, cuando de acuerdo con las costumbres burguesas de la casa siempre se ofrecía una copa a los caballeros. Freddy y el señor Floyd siempre se iban a sus habitaciones con sus copas, mientras que Cecil, invariablemente, se demoraba sorbiendo la suya mientras ella cerraba con llave el aparador.
—Siento mucho todo esto -dijo ella-. Lo he pensado mucho antes, pero somos demasiados distintos. Debo pedirte que me dejes en libertad e intentes olvidar que alguna vez existió una muchacha tan loca como yo.
Sus palabras eran correctas; pero, en realidad, se sentía más irritada que apenada y su voz no podía ocultado.
—¿Distintos... en qué... en qué...?
—En realidad yo no he tenido una buena educación, por una parte -continuó Lucy, de rodillas junto al aparador-. Mi viaje a Italia fue demasiado tarde e incluso estoy olvidando lo que allí aprendí. Nunca seré capaz de hablar con tus amigos, o comportarme como una esposa tuya debiera.
—No te comprendo. Tú eres tú misma. Estás cansada, Lucy.
—¡Cansada! — replicó, enfureciéndose en el acto-. Esto es muy propio de ti. Siempre crees que las mujeres queremos decir algo distinto a lo que decimos.
—Bien, tu voz denota cansancio, como si algo te hubiera molestado.
—¿Y qué, si así es? No me impide darme cuenta de la verdad. No puedo casarme contigo y algún día me agradecerás que te lo haya dicho.
—Ayer tuviste aquel terrible dolor de cabeza... Muy bien, muy bien -porque ella había exclamado indignada: «Creo que es mucho más que un dolor de cabeza, pero déjame un poco de tiempo.» Cecil cerró los ojos-. Debes perdonarme si digo estupideces, pero mi cabeza va a estallar. Mis pensamientos se remontan a pocos minutos antes, cuando tenía la seguridad de que me amabas y, por otra parte -esto es difícil -es probable que diga lo que no debo decir.
Lucy se sorprendió de que él no se comportara demasiado mal y aún se irritó más. De nuevo deseaba una batalla, no una discusión. Para provocar la crisis dijo:
—Hay días en que uno ve las cosas claramente, y éste es uno de ellos. A veces hay que llegar a una ruptura y es lo que sucede hoy. Por si lo quieres saber, fue una total pequeñez lo que me decidió a hablarte... Cuando no quisiste jugar al tenis con Freddy.
—Pero verdaderamente nunca juego al tenis -dijo Cecil dolorosamente aturdido-; nunca podría jugar. No comprendo una sola palabra de lo que me estás diciendo.
— Puedes jugar lo suficientemente bien como para no desbaratar una partida de cuatro. Esto me pareció abominablemente egoísta de tu parte.
—No, no puedo... Bien, ¿qué importa el tenis? Pero ¿por qué no me avisaste de que algo no marchaba bien? Hablaste de nuestra boda durante el almuerzo, por lo menos, me dejaste hablar a mí.
—Sabía que no lo comprenderías -dijo Lucy completamente molesta-. Debí suponer que tendríamos que ir a parar a estas desagradables explicaciones. Sin duda, no se trata del tenis: fue la última gota que provocó lo que ya iba dándome cuenta desde hada semanas. Seguramente era mejor no hablar hasta sentirme absolutamente segura -y siguió desarrollando su punto de vista-. En repetidas ocasiones antes me había preguntado a mí misma si era adecuada para ser tu esposa como, por ejemplo, en Londres. Pero ¿eres tú adecuado para ser mi esposo? No te gustan Freddy ni mi madre. Siempre ha habido muchos obstáculos en nuestro compromiso, Cecil, pero todos nuestros amigos parecían complacidos, nos veíamos a menudo y parecía que no servía para nada mencionar esto, hasta que, bien, hasta que todo llegó a un punto decisivo. Ha sido hoy, lo vi claramente y debí decírtelo. Eso es todo.
—No creo que estés en lo cierto -dijo Cecil dulcemente-. No puedo decirte la razón, pero aunque todo lo que dices me suena muy sincero, tengo la sensación de que no me estás confesando toda la verdad. Es todo horrible.
—¿De qué sirve una escena?
—De nada, pero seguramente tengo derecho a oír un poco más.
Dejó su copa y abrió la ventana. Lucy, desde donde estaba, haciendo sonar sus llaves, pudo ver un resquicio de oscuridad y mirándole fijamente, como si pudiera explicar a Cecil el «poco más», vio su cara larga y pensativa.
—No abras la ventana, y harías muy bien en correr las cortinas también. Freddy o cualquier otro puede estar fuera -él obedeció-. Verdaderamente pienso que sería mejor que nos fuéramos a dormir, si no te importa. Solamente diré cosas que me harán desgraciada más tarde. Como muy bien dices, todo esto es demasiado horrible y no sacaremos ningún provecho hablando.
Mas para Cecil, cuando iba a perderla, ella aparecía a cada momento más deseable. Miró sólo a ella, en vez de a través de ella, por primera vez desde que estaban prometidos. De un Leonardo había pasado a ser una mujer viviente, con misterios y fuerzas propias, con cualidades que incluso el arte no puede captar. Sus pensamientos se recuperaban de la sorpresa y, en un rapto de auténtica devoción, exclamó:
—¡Yo te amo y creí que tú también me amabas!
—No te amaba -dijo ella-. Creí amarte al principio. Lo siento, pero también debí decir no la última vez.
Cecil empezó a pasear de un lado para otro de la habitación y Lucy iba sintiéndose más y más avergonzada cuanto más digno era su comportamiento. Había pensado que él se comportaría bajamente, y las cosas hubieran resultado más fáciles para ella. Por una cruel ironía, ella provocaba en él lo más distinguido de su manera de ser.
—Evidentemente no me amas, y puedo decir que haces bien. Pero me dolería menos si me dijeras el porqué.
—Porque -a Lucy se le reprodujo una frase y la dio por buena- eres del tipo de los que no pueden conocer a nadie íntimamente.
Una mirada de horror apareció en los ojos de Cecil.
—No quiero decir exactamente esto, pero me harás preguntas, aunque te ruego que no me las hagas, y deberé decir te algo más. Es esto, más o menos. Cuando éramos solamente amigos me dejabas ser yo misma, pero ahora sólo intentas protegerme. — La voz de Lucy subía de tono-. No quiero ser protegida, quiero decidir por mí misma lo que es propio de una dama y correcto. Resguardarme es un insulto. ¿Acaso no se puede confiar en que yo me encare con la verdad y no deba esperar a tenerla de segunda mano a través de ti? ¡El puesto de una mujer! Tú desprecias a mi madre porque es demasiado convencional y se preocupa por los puddings, pero, ¡cielos! — se puso en pie- tú, Cecil, eres así porque puedes comprender las cosas bellas, pero no sabes cómo usarlas. Te envuelves a ti mismo en arte, libros y música y quisieras envolverme a mí. No quiero que se me asfixie con la música más gloriosa, con la gente más gloriosa cuando en realidad los apartas de mí. Por esa razón quiero romper mi compromiso. Estabas muy bien cuando te relacionabas sólo con cosas, pero cuando lo haces con la gente... -Lucy se paró.
Hubo una pausa y luego Cecil dijo con gran emoción:
—Es verdad.
—Verdad absoluta -corrigió ella, invadida por una vaga vergüenza.
—Es verdad cada palabra. Es una revelación. Sucede que yo...
—En cualquier caso, ésas son las razones por las cuales no quiero ser tu esposa.
Cecil repitió:
—«El tipo que no puede conocer a nadie íntimamente.» Es verdad. Perdí el control desde el primer día en que nos prometimos. Me comporté como un bruto con Beebe y con tu hermano, y tú eres incluso superior a lo que pensé. — Lucy retrocedió unos pasos-. No vaya molestarte más, eres demasiado superior a mí. Nunca olvidaré tu profundidad; sólo, querida, te reprocho que no me avisaras al principio, pues hubiera podido mejorar mi carácter. Nunca te había conocido como en esta noche. En verdad, te utilicé como una percha donde colgar mis tontas ideas de lo que debe ser una mujer. Pero esta noche eres una persona muy distinta; con nuevos pensamientos, incluso con una voz que suena de modo diferente.
—¿Qué quieres decir? — preguntó ella, invadida por una rabia incontrolable.
—Quiero decir que parece que una persona distinta está hablando a través de ti -dijo él.
En ese momento Lucy perdió su control y exclamó:
—Si piensas que amo a alguien, estás completamente equivocado.
—Sin duda no pienso eso. No eres de esa clase de mujeres, Lucy.
—¡Oh, sí, piensas eso! Es tu vieja concepción, la concepción que retrasa a Europa en cien años, quiero decir la idea de que las mujeres siempre estamos pensando en los hombres. Si una muchacha rompe con su compromiso, todos dicen: «¡Oh, piensa en otro, espera conquistar a algún otro!» ¡Es fastidioso! ¡Brutal! Como si una muchacha no pudiera romperlo porque quiere sólo su libertad.
Cecil respondió humildemente:
—Puedo haber dicho esto antes, pero no lo volveré a decir nunca más. Tú me has enseñado a ser mejor.
Lucy empezó a enrojecer y fingió que miraba a través de la ventana nuevamente.
—Sin duda no se trata de que haya «alguien» en esto, ni «coqueteo», ni ningún tipo de nauseabundas estupideces. Te pido perdón muy humildemente si mis palabras han sugerido que había algo de eso. Sólo quise decir que había una fuerza en ti que yo no había conocido hasta ahora.
—Está bien, Cecil, está bien. No te disculpes, ha habido una mala interpretación de lo que decías.
—Es un problema de ideales: los tuyos y los míos; los míos son puros ideales abstractos, y los tuyos, mucho más nobles. Antiguas e imperfectas nociones me cubrían los ojos y durante todo el tiempo tú fuiste espléndida y nueva. — Su voz se quebró-. Debo en verdad agradecerte lo que has hecho: enseñarme quién soy en realidad. Solemnemente te doy las gracias por haberme enseñado cómo es una verdadera mujer ¿Nos damos las manos?
—Sin duda -dijo Lucy enroscando la otra mano en las cortinas-. Buenas noches, Cecil. Adiós. Todo está arreglado y siento lo ocurrido. Muchas gracias por tu caballerosidad.
—¿Me permites que alumbre tu lámpara? Se dirigieron al recibidor.
—Gracias. Buenas noches. ¡Dios te bendiga, Lucy!
—Adiós, Cecil.
Lo contempló subiendo la escalera, mientras las sombras de la barandilla pasaban por su cara como un aletea. Cecil se paró al llegar al piso, resistiendo a su renuncia, y lanzó a Lucy una mirada de memorable belleza. Debido a su cultura, Cecil era un profundo asceta y nunca su amor fue nada tan importante como tener que renunciar a él.
Lucy nunca se casaría. En el tumulto de sus sentimientos, esta idea se alzaba firmemente. Cecil creía en ella; algún día ella creería en sí misma. Debía de ser una de las mujeres que ella había encomiado tan elocuentemente, de aquellas que se preocupan sólo por la libertad y no por los hombres. Debía olvidar que George la amaba, que George había estado pensando en ella y la había hecho conquistar esa libertad; que George había estado perdido en... ¿qué era? En las tinieblas.
Apagó su lámpara.
Los acontecimientos no la dejaban pensar, ni debido a la naturaleza que entrañaban, sentir. Dejó de intentar comprenderse a sí misma y se alistó en los vastos ejércitos de los ignorantes, que no siguen ni al corazón ni al cerebro y se adentran en su destino con palabras escondidas. Los ejércitos están llenos de agradables y piadosas gentes, pero se han rendido ante el único enemigo que importa: el enemigo interior. Han pecado en contra de la pasión y de la verdad, y resultará vana su lucha posterior con la virtud. Cuando los años pasen, serán censurados. Su bondad y su piedad mostrarán fallas, su agudeza se convertirá en cinismo, su altruismo en hipocresía: sienten y producen incomodidad dondequiera que vayan. Han pecado contra Eras y contra Palas Atenea sin ninguna intervención celeste, sino a través del curso ordinario de la Naturaleza, y esas deidades se aliarán y tomarán venganza.
Lucy había entrado en esos ejércitos cuando fingió ante George que no le amaba y fingió, ante Cecil, que no amaba a nadie. La noche la cobijó como lo había hecho con la señorita Bartlett treinta años antes.
Capítulo XVIII
Mintiendo al Señor Beebe, a la SeñoraHoneychurch, a Freddy y a los criados
Windy Corner se extiende no en la cima de la sierra, sino a unos cien pies en el declive sur, en el saliente de uno de los grandes estribos que soportan la colina. A cada paso se sitúa un barranco poco profundo, lleno de helechos y de pinos y, más abajo del barranco, a la izquierda, se extiende el camino principal del Weald.
Cada vez que el señor Beebe atravesaba la sierra y tenía la visión de estas nobles disposiciones de la tierra y parándose a medio camino veía Windy Corner, sonreía. La situación era gloriosa, la casa evidente, por no decir estridente. El finado señor Honeychurch había optado por el cubo porque era la forma que daba mejor acomodo a su dinero, y la única adición llevada a cabo por su viuda había sido un pequeño torreón, afilado como el cuerno de un rinoceronte, donde podía sentarse en días húmedos y contemplar los carruajes transitando arriba y abajo del camino. Resultaba impertinente, aunque la casa pertenecía a gente que amaba el lugar. Otras casas en el vecindario habían sido construidas por arquitectos caros; en otro lado, casas donde sus inquilinos se habían instalado con prisa, pero todas ellas sugerían accidentalidad, temporalidad, mientras que Windy Corner parecía tan inevitable como una propia creación de la Naturaleza. Uno debía sonreír ante la casa, pero nunca podía sentir repugnancia.
El señor Beebe iba en bicicleta por allí aquella tarde del lunes acarreando un pequeño chisme. Había tenido noticias de las señoritas Alan, aquellas admirables damas, que puesto que no habían podido ocupar Villa Cissie, habían cambiado de planes. Y se iban a Grecia.
«Puesto que Florencia le sentó tan bien a mi pobre hermana -escribía la señorita Catharine- no vemos razón alguna que nos impida probar en Atenas este invierno. Sin duda, Atenas es una aventura y el médico le ha ordenado que tome un pan especial; pero, después de todo, nos lo podemos llevar y sólo hay que atravesar primero una corriente y luego meterse en un tren. ¿Sabe si hay allí alguna iglesia anglicana?» Y la carta continuaba diciendo: «No creo que vayamos más allá de Atenas, pero si conoce una pensión verdaderamente confortable en Constantinopla, se lo agradeceríamos mucho.»
Lucy se divertiría mucho con esa carta y la sonrisa con que el señor Beebe saludó Windy Corner era en parte por ella. Lucy le vería la gracia y algo de la belleza del acto, porque alguna belleza debía tener. Aunque era una muchacha que no podía opinar en pintura, aunque se vestía con extravagancia -¡aquel vestido de color cereza de ayer en la iglesia!— debía ver algo de la belleza de la vida, o no tocaría el piano como lo hacía.:Él tenía una teoría: los músicos son increíblemente complejos y conocen mucho menos que otros artistas lo que quieren y cómo son; se complican la vida a sí mismos así como la de sus amigos y su psicología es un estudio todavía reciente y no ha sido aún comprendida. Esta teoría, si él lo hubiera sabido, habría sido ilustrada posiblemente por hechos reales. Sin conocer los acontecimientos del día anterior, avanzaba en bicicleta para tomar un poco de té, ver a su sobrina y observar si la señorita Honeychurch veía algo de belleza en el deseo de las ancianas damas por visitar Atenas.
Un carruaje iniciaba su marcha en Windy Corner y en el momento mismo en que divisó la casa arrancó, poniéndolo el cochero en marcha violentamente, y luego paró al llegar al camino principal. En cualquier caso, debía de ser culpa del caballo, que siempre esperaba que la gente subiera andando la colina cuando resultaban una carga demasiado pesada. Se abrió la puerta y aparecieron dos hombres, que el señor Beebe reconoció como Freddy y Cecil. Resultaban una extraña pareja para salir de paseo con el carruaje, pero vio un baúl al lado de las piernas del cochero. Cecil, que llevaba sombrero hongo, debía salir de viaje, mientras que Freddy, con una gorra, lo acompañaba hasta la estación. Anduvieron apresuradamente, tomando los atajos, y llegaron a la cima de la colina mientras el carruaje seguía recorriendo las curvas del camino.
Dieron la mano al clérigo, pero no hablaron.
—¿Se va por algún tiempo, señor Vyse? — preguntó.
Cecil dijo que sí mientras Freddy se alejó.
—Venía a enseñarles esta deliciosa carta de aquellas amigas de la señorita Honeychurch -dijo enseñando la carta-, ¿No es maravilloso? ¿No parece una novela rosa? Con toda seguridad llegarán a Constantinopla. Están cogidas en una trampa que no puede fallar, y acabarán por dar la vuelta al mundo.
Cecil le escuchaba educadamente y dijo que estaba convencido de que Lucy se divertiría y le interesaría.
—¡Es una caprichosa novela rosa! Nunca veo esto en ustedes los jóvenes, Ustedes no hacen nada más que jugar al tenis y decir que las novelas rosas han muerto, mientras las señoritas Alan están luchando con todas las armas que son permisibles. «¡Una pensión verdaderamente confortable en Constantinopla!» Lo piden dentro de los cánones de la decencia, pero en el fondo de sus corazones desean una pensión con mágicas ventanas dando sobre espuma de peligrosos mares en remotos países de hadas. Ninguna ventana corriente contentará a las señoritas Alan: quieren la Pensión Keats.
—Siento terriblemente tenerle que interrumpir -dijo Freddy-; ¿tiene cerillas?
—Yo tengo -dijo Cecil, y no pasó inadvertido para el señor Beebe que Cecil hablara al muchacho mucho más amablemente.
—Usted nunca ha conocido a las señoritas Alan, ¿verdad, señor Vyse?
—Nunca.
—En este caso no puede darse cuenta de lo que encierra de maravilloso esa visita a Grecia. Yo mismo no he estado en Grecia y no tengo muchas ganas de hacerla, así como no puedo imaginarme a mis amigos yendo allí. En conjunto es demasiado para nosotros, ¿no le parece? Italia es heroica, pero Grecia es propia de dioses o de demonios, no estoy seguro de quiénes, pero en ambos casos absolutamente fuera de nuestro foco suburbano. Muy bien, Freddy, no resulto un hombre inteligente y te doy mi palabra de que no lo soy; tomé la apreciación de un amigo. Y haz el favor de devolverme esta caja de cerillas cuando no la necesites. — Encendió un cigarrillo y continuó hablando a los dos jóvenes-. Iba diciendo que si nuestra dueña de la pensión ha de tener un origen dejemos que sea italiano, hay bastante. Que me den el techo de la Capilla Sixtina. Allí está el contraste justo capaz de comprender por mí mismo pero no el Partenón, no los frisos de Fidias a ningún precio. Aquí tenemos el carruaje.
—Tiene toda la razón -dijo Cecil-. Grecia no es para nosotros -y entró en el carruaje. Freddy le siguió, saludando al clérigo y confiando que en verdad no había pretendido tomarles el pelo.
No había recorrido ni una docena de yardas cuando Freddy bajó del carruaje y se dirigió corriendo para recoger la caja de cerillas de Vyse, que no le había sido devuelta. Al recogerla, dijo:
—Me alegro mucho que sólo haya hablado de cosas de libros; es el punto fuerte de Cecil. Lucy no se casará con él, y si hubiera hablado de ella como habló de las señoritas Alan, le habría dado un ataque de nervios a Cecil.
—Pero, ¿cuándo...?
—A última hora de anoche. Debo irme.
—Tal vez preferirán que no pase a verlos ahora.
—No. Vaya, vaya. Adiós.
«Gracias a Dios», exclamó para sí mismo el señor Beebe dando un golpe de aprobación al sillín de su bicicleta. «La única locura que se le había ocurrido en su vida. ¡Qué gloriosa escapada!» Y después de pensar un poco emprendió la cuesta hacia Windy Corner, ligero de corazón. La casa volvía a ser lo que debía, desgajada para siempre del vanidoso mundo de Cecil.
Encontró a Minnie en el jardín. En el salón, Lucy estaba tecleando una sonata de Mozart. Él dudó un momento, pero luego avanzó por el jardín como era requerido. Allí se encontró con una compañía luctuosa. Hacía un día ventoso y el viento había arrancado las dalias. La señora Honeychurch, que parecía molesta, estaba plantándolas de nuevo mientras la señorita Bartlett, vestida inapropiadamente, la estorbaba con sus ofrecimientos de ayuda. A poca distancia permanecía Minnie y el hijo del jardinero, una diminuta importación, cada uno aguantando por los extremos un largo trozo de tilo.
—¿Cómo está usted, señor Beebe? ¡Dios mío, qué confusión hay! Mire mis dalias escarlata y el viento que levanta sus faldas por los costados y el suelo tan duro que no hay manera de apuntalarlas. Por si fuera poco, el carruaje ha tenido que salir cuando contaba con tener a Powell, quien, a cada uno lo suyo, sabe enderezar las dalias muy adecuadamente.
La señora Honeychurch estaba muy nerviosa.
—¿Cómo está usted? — dijo la señorita Bartlett, con una mirada muy significativa, como si quisiera dar a entender que era el viento otoñal que había arrancado las dalias.
—Aquí, Lennie, el tilo -exclamó la señora Honeychurch. El hijo del jardinero, que no sabía lo que era un tilo, permaneció plantado como un palo en el camino, lleno de miedo. Minnie se deslizó hasta su tío y murmuró que todos estaban de mal humor hoy y que ella no tenía la culpa si las cuerdas de la dalia se desgarraban a lo largo en vez de a través.
—Ven a dar un paseo conmigo -dijo a Minnie-. Ya los has molestado más de lo que cualquiera puede soportar. Señora Honeychurch, solamente vine por azar; si me lo permite me llevaré a Minnie a tomar el té en la Posada Beehive.
—¿Le parece? Sí, vayan, vayan... No, las tijeras, gracias, Charlotte, cuando ya tengo mis dos manos ocupadas... Estoy segura de que el cacto anaranjado caerá antes de que pueda remediarlo.
El señor Beebe gustaba de remediar situaciones e invitó a la señorita Bartlett a acompañarlos en esa pacífica celebración.
—Sí, Charlotte, no te necesito... ve. No hay nada que te retenga aquí, ni en la casa ni fuera.
La señorita Bartlett dijo que su deber estaba en el lecho de dalias, pero cuando hubo exasperado a todos, excepto a Minnie, rechazando la invitación, cambió de parecer y exasperó a Minnie aceptándola. Mientras subían por el jardín el cacto anaranjado cayó y la última visión del señor Beebe fue la del hijo del jardinero abrazándolo como un amante, con su oscura cabeza sepultada por un caudal de flores.
—Es terrible esta destrucción de las flores -observó.
—Siempre resulta terrible cuando la esperanza de meses se destruye en un momento -expresó la señorita Bartlett.
—Deberíamos decir a la señorita Honeychurch que bajara a ayudar a su madre, o tal vez que viniera con nosotros.
—Creo que mejor dejemos a Lucy consigo misma, con sus propios deseos.
—Están enfadados con la señorita Honeychurch porque llegó tarde para el desayuno -murmuró Minnie-, y el señor Floyd y el señor Vyse se han ido y Freddy no querrá jugar conmigo. En realidad, tío Arthur, la casa no es en absoluto lo que era ayer.
—No seas quisquillosa -dijo su tío Arthur-. Ve a ponerte los zapatos.
El cura subió al salón donde Lucy seguía dedicada a las sonatas de Mozart. Paró de tocar cuando él entró.
—¿Cómo está usted? La señorita Bartlett y Minnie vienen a tomar el té conmigo a Beehive. ¿Le apetecería acompañarnos.
—Me parece que no, gracias.
—No, ya supuse que no le apetecería demasiado.
Lucy se volvió hacia el piano y tocó unos acordes.
—¡Cuán delicadas son estas sonatas! — dijo el señor Beebe aunque, en el fondo de su corazón, las consideró alocadas pequeñeces.
Lucy pasó a tocar Schumann.
—Señorita Honeychurch...
—Sí.
—Los encontré en la colina y su hermano me lo explicó.
—¿Lo hizo? — su voz sonó molesta. El señor Beebe se sintió herido porque había creído que a ella le gustaría que se lo hubieran contado.
—No es preciso que le diga que la noticia no saldrá de mí.
—Mi madre, Charlotte, Cecil, Freddy, usted -dijo Lucy, tocando una nota para cada persona que lo sabía y luego tocó una sexta nota.
—Si me permite decirlo, me alegro mucho y estoy seguro de que usted ha tomado la decisión adecuada.
—Así lo esperé de los otros, pero no parece ser así.
—Me di cuenta de que la señorita Bartlett lo considera desacertado.
—También mi madre. A mi madre le molesta terriblemente.
—Lo siento mucho -dijo el señor Beebe.
A la señora Honeychurch, que detestaba todo tipo de cambios, le molestó, pero no tanto como su hija pretendía y sólo momentáneamente. En realidad era un ardid de Lucy para defender su decepción, un ardid del cual no era consciente ni ella misma porque se movía en los ejércitos de las tinieblas.
—Incluso a Freddy le importa.
—Pero a Freddy nunca le cayó demasiado bien Vyse, ¿no es verdad? Me parecía que le disgustaba el compromiso y que sentía que le apartaría de él.
—Los muchachos son muy raros.
Se podía oír a Minnie discutiendo con la señorita Bartlett en el piso. Tomar el té en Beehive aparentemente comportaba un cambio total de indumentaria. El señor Beebe vio que Lucy, muy adecuadamente, no quería discutir su decisión; por lo tanto, después de una sincera expresión de cordialidad, le dijo:
—He recibido una absurda carta de la señorita Alan, que es lo que realmente me ha hecho venir porque pensé que podía divertirle.
—¡Qué delicia! — dijo Lucy con voz apagada.
Por hacer algo, le empezó a leer la carta. Después de unas pocas palabras los ojos de Lucy se mostraron interesados y muy pronto le interrumpió:
—¿Se van al extranjero? ¿En qué fecha salen?
—La semana próxima, creo.
—¿Le dijo Freddy si regresaría en seguida?
—No.
—Lo digo porque espero verdaderamente que no vaya por ahí propagando la noticia.
En consecuencia, Lucy deseaba hablar de su compromiso roto. Siempre complaciente, el señor Beebe apartó la carta, pero inmediatamente Lucy exclamó en voz alta:
—Cuénteme más cosas de las señoritas Alan. ¡Qué estupendo para ellas irse al extranjero!
—Quiero que vayan hasta Venecia y desde allí empiecen a bajar con un carguero por la costa iliria.
Lucy sonrió aprobadoramente.
—¡Fantástico! Desearía que me llevaran con ellas.
—¿Acaso Italia le ha dado la fiebre de viajar? Tal vez tenga razón George Emerson diciendo que «Italia es sólo un eufemismo para decir destino».
—No, no Italia, sino Constantinopla. Siempre he deseado ir a Constantinopla. Constantinopla está casi en Asia, ¿no es verdad?
El señor Beebe le recordó que Constantinopla era sólo un proyecto, que las señoritas Alan aspiraban a ir concretamente a Atenas, «a Delfos, tal vez, si las carreteras resultaban seguras». Pero esto no modificó el entusiasmo de Lucy que había suspirado siempre con ir a Grecia. El señor Beebe vio, con sorpresa, que hablaba aparentemente con toda seriedad.
—No podía imaginar que usted y las señoritas Alan eran amigas hasta tal punto, después de lo de Villa Cissie.
—¡Eso no tiene ninguna importancia! Villa Cissie no tiene nada que ver conmigo y daría lo que fuera por ir con ellas.
—¿La dejará su madre que se vaya nuevamente tan pronto? Ha estado escasamente unos tres meses en casa.
—Debe dejarme ir -exclamó Lucy con creciente excitación-. Simplemente debo irme, debo hacerla -dijo moviendo los dedos al aire histéricamente-. ¿No se da cuenta de que debo irme? No me lo había planteado a lo largo de este tiempo... y, sin duda, quiero ver Constantinopla en particular.
—Quiere decir que desde que ha roto su compromiso matrimonial se siente...
—Sí, sí. Sabía que usted lo comprendería.
El señor Beebe no acababa de comprenderlo. ¿Por qué razón la señorita Honeychurch no podía descansar en el seno de su familia? Cecil, sin duda, había adoptado una posición digna y no la molestaría. Le sorprendía el hecho de que su familia pudiera resultar molesta para Lucy. Muy indirectamente se lo sugirió y ella corroboró la sugerencia impacientemente.
—Sí, sin duda, irme a Constantinopla hasta que ellos se acostumbren y todo haya vuelto a la normalidad.
—Siento que usted ha pasado por un trance muy molesto -dijo el cura delicadamente.
—No, no en absoluto. Cecil fue, en verdad, muy comprensivo, pero... Es mejor que le cuente a usted toda la verdad, puesto que ya la sabe en parte. La razón es que es demasiado dominante. Me di cuenta de que no me permitiría ser yo misma. Me hubiera hecho aprender muchas cosas que soy incapaz de aprender. Cecil no dejará nunca que una mujer decida por sí misma; en realidad no lo permite. ¡Qué tonterías estoy diciendo! Pero ésta es la verdad.
—Es la impresión que tuve del señor Vyse y es lo que supongo por todo cuanto conozco acerca de usted. Siento toda cordialidad y estoy de acuerdo con usted lo más profundamente posible. Estoy tan y tan de acuerdo, que debe permitirme que le haga una pequeña observación: ¿Vale la pena que salga precipitadamente para Grecia?
—¡Debo ir a una parte u otra! — exclamó ella-. He estado inquieta durante toda la mañana y aquí aparece la verdadera solución.
Lucy golpeó sus rodillas con los puños apretados, repitiendo:
—¡Debo hacerlo! Por mi madre, por el dinero que gastó conmigo la primavera pasada. Todos ustedes me tienen en demasiada estima. Desearía que no fueran tan benévolos. — En ese momento entró la señorita Bartlett y el nerviosismo de Lucy aumento-. Debo irme, incluso más lejos. Debo estar segura de mis propios pensamientos y de adónde quiero ir.
—Vamos, vamos a tomar el té -dijo el señor Beebe y empujó a sus invitados hacia la puerta de salida. Los empujó tan precipitadamente que olvidó su sombrero. Cuando volvió para recogerlo, oyó, para su alivio y sorpresa, el tecleo de una sonata de Mozart.
—Está tocando de nuevo el piano -dijo a la señorita Bartlett.
—Lucy puede tocar siempre -fue su ácida respuesta.
—Uno agradece mucho que tenga ese tipo de compensación. Evidentemente está muy deprimida como es normal que lo esté. Lo sé todo. El enlace estaba tan próximo que debe de haber resultado una dura lucha antes de que se haya decidido a hablar.
La señorita Bartlett emitió una evasiva y él se preparó para una discusión. Nunca se las había medido con la señorita Bartlett; como había escrito para sí mismo en Florencia, «debe de revelar abismos de extrañeza, si no de sentido». Pero ella era poco cordial, inconsistente. Lo asumió por completo y no tenía duda alguna en discutir sobre Lucy con ella. Afortunadamente, Minnie estaba recogiendo helechos.
La señorita Bartlett abrió la discusión diciendo:
—Creo que lo mejor será que olvidemos el asunto.
—Lo dudo.
—Es de suma importancia que no haya habladurías en Summer Street. Serían fatales las habladurías sobre la partida del señor Vyse en este momento.
El señor Beebe enarcó las cejas. Fatal era una palabra muy fuerte, demasiado fuerte. No se trataba de una tragedia y dijo:
—Sin duda, la señorita Honeychurch hará pública la decisión a su propia manera y cuando a ella le parezca bien. Freddy me lo contó porque sabía que a Lucy no le importaría.
—Lo sé -dijo la señorita Bartlett educadamente-. Incluso Freddy no debía haberlo contado ni a usted. Nunca se es lo suficientemente prudente.
—Completamente de acuerdo.
—Le imploro encarecidamente absoluto secreto. Un comentario casual a un amigo y...
—Exactamente.
El señor Beebe estaba acostumbrado a tratar con tales nerviosas y viejas solteronas y a la exagerada importancia que dan a las palabras. Un rector vive en una tela de secretos insignificantes así como confidencias, recomendaciones, y cuanto más prudente es, menos los toma en cuenta. Decidió cambiar de tema diciendo animadamente:
—¿Ha sabido algo últimamente de la gente de la Pensión Bertolini? Creo que usted está en contacto con la señorita Lavish. Es extraño cómo la gente de aquella pensión, que parecíamos una agrupación al azar, hemos mantenido relación unos con otros. Dos, tres, seis, no, ocho, me había olvidado de los Emerson, hemos estado más o menos en contacto. Deberíamos hacer un monumento a la Signora.
Pero la señorita Bartlett no favoreció el plan y anduvieron hacia la cima de la colina en silencio, que sólo rompieron cuando el rector nombró alguna especie de helechos. Se detuvieron en la cima. El cielo se había nublado desde la hora que hacía que estaban allí dando al paisaje una grandeza trágica que no es habitual en Surrey. Nubes grises se abalanzaban sobre pedazos de blanco, apretándose, cortándose y desgajándose lentamente hasta que sus estratos últimos lucían un poco del azul que iba desapareciendo. El verano iba muriendo. El viento gruñía, los árboles gruñían e incluso el ruido parecía insuficiente para esas vastas operaciones en el cielo. El tiempo empeoraba, iba empeorando, empeoró, y era una sensación de paroxismo más que de elemento sobrenatural que provee este tipo de crisis con las salvas de la artillería angélica. Los ojos del señor Beebe se detuvieron en Windy Corner, donde Lucy tocaba el piano, practicando a Mozart. No acudió ninguna sonrisa a sus labios y, cambiando nuevamente de tema, dijo:
—No nos lloverá pero tendremos oscuridad; por tanto, démonos prisa. La oscuridad de la noche es aterradora.
Llegaron a la Posada Beehive hacia las cinco de la tarde. Ese hostal acogedor tiene una terraza en la que a los jóvenes y a los indiscretos les gusta tiernamente sentarse, mientras que los huéspedes más maduros en edad buscan una habitación protegida, así como tomar el té en una mesa confortable. El señor Beebe se dio cuenta de que la señorita Bartlett pasaría frío si se sentaban fuera y que Minnie haría tonterías si se sentaban dentro y, por lo tanto, propuso una división de fuerzas. Pasarían la comida a la niña a través de la ventana. Sin embargo, se sentía en ese momento incapaz de hablar sobre los acontecimientos de Lucy.
—He estado pensando, señorita Bartlett -dijo-, y, a no ser que tenga objeciones a ello, me gustaría abrir de nuevo esta discusión. — La señorita Bartlett asintió con la cabeza-. Nada sobre el pasado, lo conozco muy poco y me importa aún menos: estoy seguro de que podemos confiar en lo que dice su prima. Estoy seguro de que ha actuado con todo juicio y acertadamente, y que sólo podemos imputarlo a su gentil modestia cuando afirma que esperamos demasiado de ella. Pero el futuro... Seriamente, ¿qué opina de este plan de ir a Grecia? — sacó de nuevo la carta-. No sé si ha oído hablar de ello, pero piensa reunirse con las señoritas Alan en su plan alocado. Esto es todo y no puedo razonarlo, pero es una equivocación.
La señorita Bartlett leyó la carta en silencio, la depositó sobre la mesa, pareció dudar y volvió a leerla de nuevo.
—No puedo ver la necesidad por mí mismo.
Ante su asombro, la señorita Bartlett le contestó:
—En esto no estoy de acuerdo con usted. Entreveo la salvación de Lucy en ello.
—De verdad? ¿Por qué?
—Desea alejarse de Windy Corner.
—Lo sé, pero parece extraño, impropio de ella, tan... Iba a decir egoísta.
—Seguramente es natural, después de los acontecimientos tan lastimosos, que desee un cambio.
En eso, aparentemente, se basaba uno de los puntos en que el intelecto masculino se pierde. El señor Beebe exclamó:
—Así lo dice ella misma y, puesto que otra dama está de acuerdo con ella, debo reconocer que me siento parcialmente convencido. Tal vez le resulte conveniente un cambio. No tengo hermana y soy incapaz de comprender este tipo de cosas. Pero ¿por qué necesita ir tan lejos, hasta Grecia?
—Sería mejor que se lo preguntara a ella -respondió la señorita Bartlett, la cual estaba evidentemente interesada y casi había perdido su comportamiento evasivo-. ¿Por qué Grecia? ¿Minnie, qué haces? ¡Querida, la mermelada...! ¿Por qué no Tunbridge Wells? ¡Señor Beebe! Tuve una larga y poco satisfactoria entrevista con nuestra querida Lucy esta mañana. No puedo ayudarla y no diré más. Tal vez haya dicho demasiado. No puedo decir nada porque ella se muestra áspera. No puedo hablar. Quería yo que pasara seis meses conmigo en Tunbridge Wells, y se negó.
El señor Beebe se acercó una migaja con su cuchillo.
—Pero lo que yo sienta no tiene ninguna importancia. Sé de sobra que pongo nerviosa a Lucy. Nuestro viaje fue un fracaso. Quiso irse de Florencia y cuando estuvimos en Roma ya no quería permanecer en Roma, y durante todo el tiempo me sentí como malgastando inútilmente el dinero de su madre.
—Confiemos en el futuro -la interrumpió el señor Beebe-. Deseo su consejo.
—Muy bien -dijo Charlotte con una brusquedad chocante y que a él le resultaba nueva, aunque era muy familiar para Lucy-. Voy a hacer lo posible para que ella vaya a Grecia. ¿Y usted?
El señor Beebe meditó.
—Es absolutamente necesario -continuó ella bajando el velo de su sombrero y susurrando a través de él con una pasión, una intensidad, que le sorprendió-: Lo sé, lo sé.
La oscuridad avanzaba y el clérigo sintió que aquella extraña mujer en verdad sabía lo que había que hacer.
—Lucy no debe quedarse aquí ni un momento más y debemos permanecer tranquilos hasta que se haya ido. Creo que el servicio no se ha enterado de nada. Más tarde... pero ya he hablado bastante. Sólo queda un punto: Lucy y yo no podemos luchar contra la señora Honeychurch solas; si nos ayuda, tendremos éxito. En caso contrario...
—En caso contrario -repitió ella, como si la palabra al fin tomara sentido.
—Sí, la ayudaré -dijo el clérigo-. Vamos, regresemos ya y arreglaremos el asunto.
La señorita Bartlett rompió en florida gratitud. El poste indicador del hostal -una colmena rodeada adecuadamente de abejas- crujió debido al viento mientras ella le daba las gracias. El señor Beebe no acabó de comprender la situación, pero no deseó comprenderla, no deseó llegar a la conclusión de «otro hombre» que habría surgido en la mente de una persona menos refinada. Solamente sintió que la señorita Bartlett sabía de alguna vaga influencia de la cual la muchacha deseaba sentirse libre y que esa influencia tenía una forma viva. Esta absoluta vaguedad lo espoleó en la caballería andante. Su creencia en el celibato, tan reticente, tan cuidadosamente oculta bajo su tolerancia y cultura, asomó a la superficie y se abrió como una flor delicada. «Los que se casan hacen bien, pero los que se abstienen hacen mejor todavía.» Así discurrían sus creencias y siempre, cuando se enteraba de que un compromiso se había roto, no podía evitar un ligero placer. En el caso de Lucy, el sentimiento se intensificaba a través de la aversión que sentía por Cecil; deseaba incluso hacer algo más, ponerla fuera de peligro hasta que se confirmara su resolución de virginidad. El sentimiento era muy sutil y completamente adogmático y no lo extendió a ningún otro de los personajes de este enredo. Sin embargo, existía y a través de eso sólo se explica la actuación subsiguiente del señor Beebe y su influencia en la actuación de los demás. El pacto hecho con la señorita Bartlett en el hostal era para ayudar a Lucy, pero también a la religión.
Se dieron prisa para llegar a casa a través de un mundo negro y gris. Conversaron sobre temas diversos: la necesidad de los Emerson de una mujer de la limpieza, de criados, de criados italianos, de novelas sobre Italia, de novelas con una finalidad, ¿acaso la literatura influía sobre la vida? Se vislumbraba Windy Corner y en el jardín la señora Honeychurch, ayudada por Freddy, todavía luchaba con las hojas de sus flores.
—Se está poniendo muy oscuro -dijo descorazonadamente-. Es tiempo de dejarlo. Debimos contar con que el tiempo empeoraría pronto y ahora Lucy quiere ir a Grecia. No sé adónde iremos a parar.
—Señora Honeychurch -dijo el señor Beebe-, ir a Grecia es lo que Lucy debe hacer. Subamos a la casa y hablemos de ello. En primer lugar, ¿está usted dolida porque ha roto con el señor Vyse?
—Señor Beebe, doy las gracias... sencillamente doy las gracias.
—Lo mismo hago yo -dijo Freddy.
—Muy bien. Subamos, pues a la casa.
Estuvieron hablando en el comedor durante media hora. Lucy nunca hubiera llevado a cabo sola el proyecto de Grecia. Era caro y dramático, dos circunstancias ante las cuales su madre siempre se mostraba reacia. Tampoco Charlotte hubiera tenido éxito. Los honores del día eran para el señor Beebe. Con su tacto y su sentido común, así como su influencia por ser clérigo -puesto que un clérigo siempre que no fuera un loco, influía en la señora Honeychurch- le expuso su finalidad.
—No veo por qué ir a Grecia sea necesario -dijo ella-; pero, como usted dice, supongo que es adecuado. Debe de haber algo que no acabo de comprender. ¡Lucy! Se lo comunicaremos.
—Está tocando el piano -dijo el señor Beebe abriendo la puerta a través de la que pudo oír las palabras de una canción:
No te reflejes en el encanto de la belleza.
No sabía que la señorita Honeychurch también sabía cantar.
Reposa mientras los caballeros se visten sus armas.
No pruebes la copa de vino cuando resplandece...
—Es una canción que le enseñó Cecil. ¡Qué extrañas son las muchachas!
—¿Qué pasa? — preguntó Lucy parándose inmediatamente.
—Nada, querida -dijo la señora Honeychurch. Se dirigió al salón y el señor Beebe la oyó dar un beso a Lucy mientras le decía-: Lo siento, estaba molesta con esto de Grecia, pero todo culminó con este asunto de las dalias.
Una voz algo dura dijo:
—Gracias, madre, no importa en absoluto.
—Pero también tú tienes razón. Grecia es una buena idea y puedes ir si las señoritas Alan te quieren con ellas.
—¡Espléndido! ¡Muchas gracias!
El señor Beebe entró. Lucy todavía seguía sentada en el piano con las manos encima del teclado. Estaba contenta, pero él había esperado mayor alegría. Su madre se inclinó hacia ella. Freddy, a quien ella había estado cantando, se sentó en el suelo con la cabeza sobre ella y con su pipa, sin encender, en la boca. Aunque muy extraño, el grupo resultaba bello. El señor Beebe, que amaba el arte del pasado, se acordó de una de sus composiciones predilectas, la Santa Conversazione, en la que las gentes, pendientes los unos de los otros, están pintados hablando juntos sobre cosas nobles, un tema ni sensual ni sensacional y, por esa razón, ignorado por el arte de nuestro país. ¿Por qué Lucy habría de desear casarse o viajar cuando tenía esos amigos en su propia casa?
Lucy siguió:
No pruebes la copa de vino cuando resplandece,
No hables cuando la gente escucha.
—Aquí está el señor Beebe.
—El señor Beebe conoce mis malos modales.
—Es una canción llena de sabiduría -dijo-. Continúe.
—No es muy buena -dijo ella con indiferencia-. He olvidado algo... la melodía o algo.
—Sospeché que no era algo muy erudito, pero bonito, sí.
—La tonada es bastante buena -dijo Freddy- pero la letra está pasada de moda. ¿Por qué lanzar la esponja?
—¡De qué manera estúpida hablas! — dijo su hermana. La Santa Conversazione se había deshecho. Después de todo, no había razón alguna para que Lucy hablara de Grecia o le agradeciera haber persuadido a su madre; por lo tanto, se despidió.
Freddy encendió la luz de su bicicleta en el porche y con su usual frase oportuna dijo:
—Éste ha sido un día y medio.
Pon tu oído cerca del cantante...
Espere un minuto, Lucy está finalizando.
Del rojo dorado guarda a tu dedo;
Corazón libre y mano y ojo
Vive sencillamente y tranquilo muere.
—Me gusta la temperatura de ahora -dijo Freddy. El señor Beebe pasó por alto esta observación.
Los dos hechos importantes estaban claros. Lucy se había comportado espléndidamente y él había ayudado. No podía esperar dirigir los detalles en un cambio tan importante en la vida de una muchacha. Si en un detalle u otro se sentía insatisfecho o confuso, debía consentir:
Lucy había escogido el mejor papel.
Corazón libre y mano y ojo...
Tal vez la canción expresara «el mejor papel» con excesiva fuerza. Medio fantaseaba que el etéreo acompañamiento, que no se perdía en el murmullo del fuerte viento, realmente estaba de acuerdo con Freddy y, sensatamente, el señor Beebe criticaba la letra que la adornaba:
Corazón libre y mano y ojo
Vive sencillamente y tranquilo muere.
Sin embargo, por cuarta vez, Windy Corner se extendía suspendido encima de él, como una boya en las mareas de las tinieblas.
Capítulo XIX
Mintiendo al Señor Emerson
Las señoritas Alan fueron localizadas en su estimado y tranquilo hotel en el barrio de Bloomsbury, un establecimiento limpio y poco ventilado, regentado por ingleses de provincias. Siempre paraban en ese lugar antes de cruzar.los grandes mares y, durante una semana o dos, se ajetreaban cuidadosamente por sus vestidos, guías, impermeables cuadrangulares, pan digestivo y otras cosas necesarias en el continente europeo. Que hay tiendas en el extranjero, incluso en Atenas, nunca se les ocurría, puesto que veían los viajes como una especie de guerra, que sólo deben emprender los que se han armado muy bien en los almacenes de Haymarket. Ya suponían que la señorita Honeychurch se equiparía por sí misma debidamente. La quinina se podía adquirir en pastillas; el papel jabonoso resultaba una gran ayuda para lavarse la cara en el tren. Lucy prometió hacerla, aunque algo deprimida.
—Sin duda, usted conoce todas estas cosas y tiene, además, al señor Vyse para ayudarla. ¡Un caballero es un soporte tan bueno!
La señora Honeychurch, que se había dirigido a la ciudad con su hija, empezó a dar golpecitos sobre su maletín nerviosamente.
—Nos parece muy bien que el señor Vyse la deje venir -continuó la señorita Catharine-. No todos los jóvenes se comportarían con tan poco egoísmo. Pero tal vez él venga a juntarse con nosotras más tarde.
—¿Acaso su trabajo le retiene en Londres? — preguntó la señorita Teresa, la más suspicaz y menos amable de las dos hermanas.
—En cualquier caso, le veremos cuando venga a despedirla. Hace tiempo que me gustaría conocerle.
—Nadie despedirá a Lucy -interpuso la señora Honeychurch-. No le gustan las despedidas.
—No, detesto las despedidas -dijo la aludida.
—¿De verdad? ¡Qué divertido! Nunca lo hubiera pensado en este caso...
—Señora Honeychurch, ¿por qué no viene? ¡Estamos encantadas de haberla conocido!
Se escaparon y Lucy dijo sintiéndose aliviada:
—Todo va bien. Ya hemos pasado el mal trago.
Pero su madre estaba molesta.
—Se me dirá, querida, que soy poco cordial, pero no puedo entender por qué no les puedes decir a tus amigas lo de Cecil y acabar con esto. Tenemos que estar siempre dando rodeos y casi contando mentiras y que nos vean necesitadas de ayuda. Diría que es muy desagradable.
Lucy tenía muchos argumentos para responder. Describió el carácter de las señoritas Alan: eran muy chismosas, y si se les decía la noticia se sabría por todas partes inmediatamente.
—Pero ¿qué importa que se sepa por todas partes inmediatamente?
—Quedé de acuerdo con Cecil en no anunciarlo hasta haber salido de Inglaterra. Entonces lo contaré y será mucho mejor. ¡Qué humedad hay! ¿Qué le parece si entramos aquí?
«Aquí» era el Museo Británico. La señora Honeychurch se negó. Si era necesario cobijarse en alguna parte, mejor ir a una tienda. Lucy se mostró desdeñosa porque su plan era aprender sobre la escultura griega, y ya había pedido prestado al señor Beebe un diccionario de mitología para retener los nombres de las diosas y los dioses.
—Bien, vamos a una tienda entonces. Vamos a Mudie. Debo comprar una guía.
—Tú y Charlotte y el señor Beebe todos pensáis que soy estúpida, y tal vez lo sea, pero nunca comprenderé este secreto que os habéis fabricado. Te has deshecho de Cecil, muy bien, y además doy gracias de que se haya ido, aunque me enfurecí en aquel momento. Pero ¿por qué no decirlo? ¿Por qué este mutismo y este andar de puntillas?
—Sólo durante unos pocos días.
—Pero ¿por qué en definitiva?
Lucy permaneció callada. Esquivaba a su madre. Le era muy fácil decir: «Porque George Emerson me ha molestado y si se entera de que he acabado con Cecil puede hacerlo de nuevo.» Era muy fácil y tenía la incidental ventaja de ser verdad, pero no podía decirlo. Detestaba las confidencias porque llevaban a un conocimiento de uno mismo y a toda suerte de terrores como la claridad. Siempre, desde la última noche que pasó en Florencia, había considerado poco inteligente descubrir su alma.
La señora Honeychurch también permanecía callada. Estaba pensando: «Mi hija no me contestará; preferirá contárselo a estas inquisitivas solteronas antes que a Freddy o que a mí misma. Parece que se coge al más mínimo pretexto para irse de casa.» Y como en su caso los pensamientos nunca se quedaban sin ser expresados mucho tiempo, estalló con:
—Estás harta de Windy Corner.
Eso era perfectamente cierto. Lucy había esperado retornar a Windy Corner cuando escapó de Cecil, pero descubrió que su hogar ya no tenía existencia real. Existía para Freddy, que aún vivía allí y pensaba de la misma manera, pero no para alguien que ha cambiado de mentalidad. No daba las gracias a su cambio de mentalidad, puesto que la mentalidad en sí misma debe ayudar en este conocimiento, y ella iba desbaratando los instrumentos de la vida. Sólo era capaz de pensar: «No amo a George; he roto con mi compromiso porque no amo a George; debo irme a Grecia porque no amo a George; es más importante que me aprenda los dioses en el diccionario que ayudar a mi madre; todos se comportan muy mal.» Se sentía irritable, petulante y ansiosa de hacer lo que nadie esperaba que hiciera, y con este ánimo siguió la conversación.
—¡Madre, qué conversación más tonta! Sin duda no estoy harta de Windy Corner.
—Entonces, ¿por qué no lo dices de entrada en vez de estar media hora considerándolo?
Lucy sonrió lánguidamente.
—Sería más exacto decir medio minuto.
—Pero en general tal vez te gustara vivir fuera de tu casa.
—¡Por Dios, madre! La gente puede oírte -puesto que ya habían entrado en Mudie, compró un Baedeker y siguió diciendo-: Sin duda quiero vivir en casa, pero ya que hablamos de ello, debo decir que me gustaría, en lo futuro, viajar más que hasta ahora. ¿Te das cuenta? El año que viene heredaré.
Las lágrimas asomaron a los ojos de su madre.
Llevada por una excitación sin nombre, pero que la gente de edad califica con el término de «excentricidad», Lucy quiso dejar claro este punto.
—He visto tan poco del mundo que me sentí muy fuera de lugar en Italia. He visto tan poco de la vida, que deberíamos venir a Londres más a menudo y no con un billete barato de ida y vuelta al día, sino para pasar un tiempo. Incluso debería compartir un piso con alguna otra muchacha.
—Y ensuciarte con máquinas de escribir y casas de vecinos -estalló la señora Honeychurch- y agitarte y desgañitarte y que la policía te coja. Llámalo cumplir una misión ¡cuando nadie te quiere! Llámalo cumplir con un deber ¡cuando quiere decir que no puedes soportar ni tu propio hogar! Llámalo cumplir con un trabajo ¡cuando cientos de hombres se están muriendo de hambre con la competencia que hay! Y prepárate para al fin encontrar un par de achacosas ancianas con las que ir al extranjero.
—Quiero mayor independencia -dijo Lucy cojeando. Sabía que quería algo, e independencia era una exclamación útil porque siempre podemos quejamos de que no la tenemos. Intentó recordar sus emociones en Florencia: habían sido sinceras y apasionadas y le habían dado una idea de belleza más que de faldas cortas y casas de vecinos. Pero independencia era ciertamente en lo que se podía apoyar.
—Muy bien, tómate tu independencia, precipítate arriba y abajo del mundo y vuelve delgada como un listón a causa de los malos alimentos. Desprecia la casa que tu padre construyó y el jardín que plantó y nuestro querido paisaje... y comparte un piso con alguna otra muchacha.
Lucy frunció los labios para decir:
—Tal vez haya hablado sin pensar lo que decía.
—¡Santo cielo! — dijo rápidamente su madre-. ¡Cómo me recuerdas a Charlotte Bartlett!
—¡Charlotte! — exclamó a su vez rápidamente Lucy, pinchada al fin por un dolor agudo.
—Cada día más.
—No sé lo que quieres decir, madre, pero Charlotte y yo no nos parecemos en absoluto.
—Pues yo sí veo la semejanza. El mismo eterno quejido, la misma manera de comentar de una manera torcida. Tú y Charlotte ayer, intentando partir dos manzanas entre tres personas podíais pasar muy bien por hermanas.
—¡Qué tontería! Y puesto que tampoco te gusta Charlotte es una lástima que la invitaras a venir. Te advertí, te rogué que no lo hicieras, pero sin duda no se me escuchó.
—Lo mismo haces tú.
—Perdón, pero no lo he entendido.
—De nuevo Charlotte, querida. Esto es todo: son sus mismas palabras.
Lucy apretó los dientes para decir:
—Mi opinión es que no debías haber invitado a Charlotte a pasar unos días. Me gustaría que tuvieras en cuenta que sólo quise decir esto.
Y la conversación acabó con una disputa.
Lucy y su madre hicieron las compras sin intercambiar una palabra, hablaron muy poco en el tren, poco en el carruaje que las esperó en la estación de Dorking. Había llovido copiosamente durante todo el día y mientras ascendían por las profundas veredas de Surrey, les cayeron chorros de agua de las ramas de los árboles que resonaron en la capota del carruaje. Lucy se quejó de que la capota estaba empapada. Apoyándose en la parte delantera miró al exterior, al ocaso chorreante, y contempló la luz del carruaje pasar como buscando la luz por entre el barro y las hojas, y que no dejaba ver nada bello.
—Iremos muy apretadas cuando suba Charlotte -insistió, puesto que iban a recoger a la señorita Bartlett en Summer Street, donde la habían acompañado con el carruaje en el viaje de ida, para que visitara a la anciana madre del señor Beebe-. Tendremos que sentamos las tres a un lado, ya que los árboles chorrean y aún sigue lloviendo. ¡Si por lo menos tuviéramos más ventilación!
Luego oyó las herraduras del caballo que repetían: «No ha dicho nada... no ha dicho nada.» Esta melodía se mitigaba en el suelo empapado.
—¿Podríamos bajar la capota? — pidió Lucy, y su madre, con una ternura repentina, dijo:
—Muy bien, anciana refunfuñona, que pare el caballo.
Paró el caballo y Lucy y Powell lucharon con la capota haciendo saltar agua que fue a dar en el cuello de la señora Honeychurch. Pero ya que habían bajado la capota, Lucy vio algo que hubiera preferido no ver: no había luces encendidas en Villa Cissie y, en el jardín, le pareció que la verja estaba cerrada.
—¿Está por alquilar de nuevo esta villa? — preguntó.
—Sí, señorita -replicó el cochero.
—¿Se han ido?
—Está demasiado apartada de la ciudad para el joven caballero, y el reumatismo de su padre ha vuelto a resurgir, por lo que no pueden quedarse aquí, e intentan alquilarla amueblada -fue la respuesta.
—¿Se han ido? ¿Adónde?
—Sí, señorita, se han ido.
Lucy se hundió en la parte trasera del carruaje, que se detuvo en la rectoría. Salió para avisar a la señorita Bartlett. En definitiva, los Emerson se habían ido y todas esas molestias para ir a Grecia resultaban innecesarias. ¡Qué despilfarro! Esta palabra parecía resumir su vida entera. Planes malgastados, dinero malgastado, amor malgastado e incluso había ofendido a su madre. ¿Era posible haberlo enredado todo? Completamente posible. Otros también lo habían hecho. Cuando la criada abrió la puerta, se sentía incapaz de pronunciar una palabra y se quedó clavada en el vestíbulo.
La señorita Bartlett compareció al momento y, después de un largo preámbulo, pidió un gran favor: ¿podría ir un momento hasta la iglesia? El señor Beebe y su madre ya estaban allí, pero ella se había negado a ir hasta tener el permiso absoluto de su invitante porque significaba que el caballo tendría que aguardar unos minutos más.
—Ciertamente -dijo la señora Honeychurch cansadamente-. Olvidé que hoy es viernes. Vamos allí. Powell puede cobijarse en el establo.
—Lucy, querida...
—Nada de iglesia para mí, gracias.
Un suspiro, y se fueron. La iglesia parecía invisible, pero en la oscuridad, a la izquierda, había un poco de color. Era una ventana pintada a través de la cual brillaba algo de luz. Cuando se abrió la puerta, Lucy oyó la voz del señor Beebe discurriendo por entre una pequeña congregación. Incluso su iglesia, construida en un declive de la colina con tanto arte, con su crucero bellamente enhiesto y el chapitel de plata laminada, que incluso su iglesia había perdido encanto y el tema del que no hablaban nunca, es decir la religión, se desvanecía como tantas otras cosas. Lucy siguió a la doncella dentro de la rectoría. ¿Le importaba que se sentara en el despacho del señor Beebe? Sólo allí había un fuego encendido y la doncella no puso ninguna objeción. Sin embargo, había alguien allí, puesto que oyó que ella decía:
—Esperará una señora, caballero.
El anciano señor Emerson estaba sentado junto al fuego con su pierna encima de un taburete debido a su enfermedad de gota.
—¡Señorita Honeychurch, por fin ha venido! — gorjeó. Lucy vio que había algo distinto en él desde el domingo último. Ni una palabra salió de los labios de Lucy. Se había enfrentado con George y podía hacerla de nuevo, pero había olvidado cómo enfrentarse con su padre.
—¡Señorita Honeychurch, querida, lo sentimos! ¡George lo siente mucho! Creyó que tenía derecho a intentarlo. No puedo criticar a mi muchacho e incluso hubiera preferido que me lo hubiese contado antes. No debía haberlo intentado. No sabía nada de este asunto.
¡Si por lo menos Lucy recordara cómo comportarse!
El anciano levantó la mano diciendo:
—Pero usted no debe reñirle.
Lucy se volvió de espaldas y empezó a mirar los libros del señor Beebe.
—Le enseñé -gorjeó el anciano- a creer en el amor.
Le dije: «Cuando el amor llega, ésta es la realidad.» Le dije: «La pasión no ciega, no. La pasión es cordura y la mujer que amas es la única persona que siempre comprenderás realmente.»
Suspiró añadiendo:
—La verdad, la más imperecedera verdad, aunque mi vida esté acabada y aunque éstos sean los resultados. ¡Pobre muchacho! ¡Lo lamenta tanto! Me dijo que había sido una locura que usted hiciera estar presente a su prima, que cualesquiera que fuesen sus sentimientos usted no los tenía en cuenta. Con todo -su voz tomó aliento y habló claro para estar seguro-, señorita Honeychurch, ¿se acuerda de Italia?
Lucy escogió un libro: un volumen de los comentarios al Antiguo Testamento. Sosteniéndolo delante de sus ojos dijo:
—No me apetece hablar de Italia ni de otro tema relacionado con su hijo.
—Pero ¿se acuerda?
—Ante todo se ha portado mal consigo mismo.
—Sólo me ha contado que le hizo la corte el domingo pasado. Nunca juzgaría su comportamiento, pero supongo que se ha portado mal.
Sintiéndose algo más segura, volvió a colocar el libro en su lugar y se volvió hacia él. La cara del anciano estaba reclinada y algo hinchada, pero sus ojos, aunque profundamente hundidos, centelleaban con la vivacidad de los de un muchacho.
—Puesto que él se ha comportado abominablemente -dijo Lucy-, me alegra de que lo sienta. ¿Sabe lo que hizo?
—No «abominablemente» -fue su amable corrección-. Sólo lo intentó cuando no debía haberlo hecho. Usted tiene cuanto desea, señorita Honeychurch. Va a casarse con el hombre a quien ama. No se aleje de la vida de George diciendo que es abominable.
—No, sin duda -dijo Lucy, avergonzada ante la referencia a Cecil-. «Abominable» es demasiado duro y siento haberla usado al referirme a su hijo. Creo que debo irme a la iglesia; allí han ido mi madre y mi prima. No debo tardar tanto...
—Especialmente puesto que él se ha hundido -dijo tranquilamente.
—¿A qué se refiere?
—Se ha hundido como es natural.
Juntó las palmas de la mano en silencio, y su cabeza descansó sobre su pecho.
—No comprendo.
—Como hizo su madre.
—Pero, señor Emerson, señor Emerson, ¿de qué está usted hablando?
—De cuando me negué a que George fuera bautizado -dijo.
Lucy estaba aterrorizada.
—Ella estuvo de acuerdo en que el bautismo no era importante, pero él cogió unas fiebres cuando tenía doce años, y ella se rindió. Creyó que era una advertencia -se estremeció- ¡horrible! Cuando había olvidado todo esto y ella había roto con su familia. Horrible, lo peor de todo, peor que la muerte, cuando uno ha hecho un poco de luz en el desierto, ha plantado su pequeño jardín, está a la luz del sol y, entonces, las malas hierbas vuelven a crecer. ¡Una advertencia y tu hijo tiene fiebre tifoidea porque ningún cura le ha derramado agua en una iglesia! ¿Es acaso posible, señorita Honeychurch? ¿Nos sumergiremos para siempre en las tinieblas?
—No lo sé -dijo entrecortadamente Lucy-. No comprendo esta clase de cosas. No he sido educada para que las comprenda.
—Pero el señor Eager vino cuando yo no estaba y actuó de acuerdo con sus principios. No le critico a él ni a nadie... pero durante este tiempo George estaba sano y se puso enfermo. Hizo que su madre creyera en el pecado y acabó por pensar en el pecado.
De aquí venía que el señor Emerson había asesinado a su esposa ante la vista de Dios.
—¡Cuán terrible! — dijo Lucy, olvidando al fin sus propias preocupaciones.
—Él no había sido bautizado -dijo el anciano-. Me mantuve firme en mi posición. — Y miró con ojos inmóviles hacia las hileras de libros como si, ¡a qué precio!, hubiese ganado una victoria encima de ellos-. Mi muchacho volverá a la tierra intacto.
Lucy preguntó si el joven señor Emerson estaba enfermo.
—El domingo pasado -y empezó a referirse al presente-, George el domingo pasado... no, no enfermó: lo exacto es que se ha hundido. Nunca está enfermo, pero es el hijo de su madre y tiene su misma frente, que a mí me parece tan bella, y nunca creerá que vale la pena vivir. Era algo que podía salir bien o no. Vivirá, pero nunca creerá que vale la pena vivir. Nunca considerará que nada valga la pena. ¿Recuerda aquella iglesia en Florencia?
Lucy la recordaba, así como que había sugerido que George se dedicara a coleccionar sellos.
—Cuando usted se fue de Florencia... horrible. Más tarde compramos esta casa, él fue a bañarse con su hermano y mejoró. ¿Le vio bañándose?
—Lo siento muchísimo, pero no es bueno hablar de este asunto. Lo siento muy profundamente.
—Luego sucedió algo relacionado con una novela que no seguí completamente porque tuve que oír muchas cosas y a él le molesta contarlas: me considera demasiado viejo. En fin, uno debe aceptar sus fracasos. George vendrá mañana para llevarme a su vivienda de Londres. No puede soportar estar aquí y yo debo ir a donde él esté.
—Señor Emerson -exclamó la muchacha-, no se vaya... por lo menos no lo haga por culpa mía. Me voy a Grecia. No abandone su confortable casa.
Era la primera ocasión que su voz había sido amable y el anciano sonrió.
—¡Qué bien se portan todos! ¡Fíjese en el señor Beebe teniéndome en su casa! Vino a verme esta mañana y se enteró de que me iba. ¡Aquí estoy confortablemente junto a este fuego!
—Sí, pero no se vuelva a Londres. Es absurdo.
—Debo estar con George, debo hacer que le importe vivir, y aquí no puede. Dice que la sola idea de verla y de oír hablar de usted... No estoy tratando de justificarle; sólo le cuento lo que ha sucedido.
—Señor Emerson -y le tomó la mano-, no debe hacerla. No puedo permitir que ustedes se muden de casa cuando en realidad les gusta este lugar, perdiendo tal vez dinero con ello... todo por mi culpa. ¡Deben quedarse! Precisamente yo me vaya Grecia.
—¿Hasta Grecia?
La compostura de Lucy se alteró.
—¿A Grecia?
—Por lo tanto, deben quedarse. Usted no contará este asunto, lo sé. Puedo confiar en los dos.
—Ciertamente, puede confiar. Ambos la tenemos dentro de nuestras vidas aunque la dejamos para seguir la vida que usted ha elegido.
—No quisiera...
—Supongo que el señor Vyse está muy enfadado con George. No, fue una equivocación de George intentarlo. Hemos llevado nuestros sentimientos demasiado lejos e imagino que nos esperan penas.
Lucy volvió a mirar los libros: negros, marrones, y este ocre, teológico, azul. Rodeaban a los visitantes por todos lados; estaban amontonados por encima de la mesa; llegaban hasta el mismo techo. Para Lucy, que no podía darse cuenta que el señor Emerson era profundamente religioso y que únicamente se diferenciaba del señor Beebe mayormente porque conocía lo que era la pasión, le parecía terrible que un hombre así se cobijara en ese tipo de sanctasantórum cuando se sentía desgraciado y dependiera de la bondad de un clérigo.
Más seguro que nunca de que ella debía de sentirse cansada, le ofreció su silla.
—No, por favor, siéntese usted. Creo que voy a sentarme en el carruaje.
—Señorita Honeychurch, de verdad que parece estar muy cansada.
—Ni pizca -dijo Lucy con labios temblorosos.
—En realidad lo está, y me recuerda un poco a George. ¿Qué me estaba contando de su viaje al extranjero?
Permaneció callada.
—Grecia -y se dio cuenta de que el anciano meditaba sobre esta palabra-, Grecia, pero pensaba que se casaba este año.
—No hasta enero -dijo Lucy, juntando sus manos. ¿Acaso diría otra mentira si seguían hablando de eso?-. Supongo que el señor Vyse la acompaña. Espero... ¿No será por culpa de George el que ustedes dos se vayan de viaje?
—No.
—Espero que lo pasará muy bien en Grecia con el señor Vyse.
— Gracias.
En ese momento el señor Beebe regresó de la iglesia con su casulla empapada por la lluvia.
—Todo va bien -dijo amablemente-. Contaba con que ustedes se acompañarían mutuamente. Está lloviendo a cántaros de nuevo. La congregación en peso, que consiste en su prima, su madre y la mía, están esperando en la iglesia que el carruaje les recoja. ¿Ha salido ya Powell?
—Así lo creo; iré a ver.
—No, por favor, lo haré yo mismo. ¿Cómo están las señoritas Alan?
—Muy bien, gracias.
—¿Le ha contado al señor Emerson lo de Grecia?
—Sí, lo he hecho.
—¿No le parece animoso por parte de Lucy, señor
Emerson, soportar a las dos señoritas Alan? Ahora, señorita Honeychurch, quédese en su lugar. Me parece que tres es un esforzado número para viajar -y salió corriendo.
—Él no me acompaña -dijo Lucy roncamente-. He cometido un tropiezo. El señor Vyse me esperará en Inglaterra.
En cierta manera resultaba imposible tratar de engañar al anciano. A George, a Cecil les habría mentido de nuevo, pero el anciano parecía tan al final de todo, tan digno en su cercanía al abismo del cual nadie retorna y, por otro lado, todos los libros que le rodeaban, así como su ternura después de haber atravesado tan peliagudos senderos, que la verdadera nobleza, no la gastada nobleza del sexo, sino la verdadera caballerosidad que todos los jóvenes deben mostrar frente a los ancianos, aceptando todos los riesgos le contó que Cecil no sería su compañero para ir a Grecia. Habló con tanta seriedad que el riesgo llegó a ser algo cierto y el anciano, alzando los ojos, dijo:
—¿Le deja? ¿Deja al hombre a quien ama?
—Debo..., debo hacerla.
—¿Por qué, señorita Honeychurch, por qué?
La invadió el terror y mintió de nuevo. Pronunció un largo y convincente discurso como el que había pronunciado ante el señor Beebe y que era el mismo que tenía intención de contar a todo el mundo cuando anunció que su compromiso ya no existía. El anciano la escuchó en silencio y luego dijo:
—Querida, lo siento por usted. Me parece... -lo dijo soñolientamente y Lucy no se alarmó- que está confusa.
Lucy afirmó con la cabeza.
—Crea en las palabras de un anciano: no hay nada peor que estar confuso en este mundo. Es fácil enfrentarse a la muerte y al destino y a todo lo que pueda sonar terrible, pero respecto a mis confusiones veo mi pasado con horror, respecto a las cosas que debían haber evitado. No podemos ayudarnos los unos a los otros más que mínimamente. Solía creer que podía enseñar a la gente joven todo sobre la vida, pero ahora sé mucho más y todo lo que he enseñado a George se fundaba en esto: ten cuidado con estar confuso. ¿Recuerda cuando en aquella iglesia pretendió estar ofendida conmigo y en realidad no lo estaba? ¿Recuerda, antes, cuando rechazó la habitación con ventanas? Todo eran confusiones, pequeñas pero ominosas, y mucho me temo que está nuevamente sufriendo por otra. — Lucy permanecía callada-. Por favor, créame, señorita Honeychurch. Aunque vivir es algo espléndido, es difícil. — Seguía callada-. «La vida -escribió un amigo mío- es un recital público de violín en el cual uno va aprendiendo a tocar el instrumento mientras va interpretando.» Creo que lo expresó muy bien. El hombre debe aprender el uso de sus funciones mientras va viviendo, especialmente la función del amor. — Llegado aquí dijo excitadamente-: Esto es, esto es lo que quiero decir, ¡que usted ama a George!
Después de ese largo preámbulo, las últimas palabras batieron a Lucy como las olas en el mar abierto.
—Pero usted le ama -siguió sin esperar que le contradijera-. Ama al muchacho en cuerpo y alma, sencillamente, directamente, como él la ama a usted, y no hay ninguna otra palabra para expresarlo. Usted no se casará con ningún otro hombre para salvación suya.
—¡Cómo se atreve! — dijo entrecortadamente Lucy, con el rumor del agua en sus oídos-. ¡Cómo puede pensar un hombre, quiero decir, cómo puede suponer que una mujer está siempre pensando en un hombre!
—Pero usted está pensando en él.
Lucy mostró disgusto físico.
—Usted está sorprendida, pero lo que quiero es sorprenderla. A veces es la única esperanza y no puedo llegar hasta usted por otro camino. Debe casarse con él, o toda su vida será un desastre. Ha ido demasiado lejos para batirse ahora en retirada. No tengo tiempo para pararme en ser tierno y referirme a la camaradería, a la poesía, a todas las cosas por las cuales usted debe casarse con él. Sé que las hallará en George y que usted le ama. Entonces, sea su esposa cuando ya es en realidad parte de usted. Aunque se escape a Grecia y nunca más vuelva a vedo, o se olvide incluso su nombre, George seguirá en su pensamiento hasta la muerte. No es posible amar e irse. Deseará que así sea. Puede transmutar el amor, ignorarlo, confundirlo, pero nunca podrá apartarlo completamente de sí misma. Sé por experiencia que los poetas tienen razón: el amor es eterno.
Lucy empezó a llorar con rabia y, aunque su rabia acabó pronto, sus lágrimas siguieron.
—Sólo deseo que los poetas puedan decir también que el amor es del cuerpo, no el cuerpo sino del cuerpo. ¡Ah, cuánto dolor se ahorrará si se atreve a confesárselo! Siendo sincera liberará a su alma. ¡Su alma, querida Lucy! Detesto las palabras ahora a causa de toda la confusión con la cual la superstición la ha envuelto, pero tenemos alma. No puedo decir cómo nos ha venido ni cómo se irá, pero la tenemos y veo que usted está echando a perder la suya y no puedo soportado. De nuevo las tinieblas avanzan: es el infierno. — En este punto meditó-. ¡Qué tonterías he estado diciendo... cuán abstractas y remotas! ¡Y he hecho que llore! Querida muchacha, perdone mi prosaísmo y cásese con mi muchacho. Cuando pienso en cómo es la vida y cuán raramente el amor encuentra la respuesta del amor... Cásese con él; éste es uno de los momentos en los cuales el mundo tiene razón de ser.
No pudo comprenderle: las palabras eran ciertamente remotas. Pero a medida que él iba hablando las tinieblas retrocedían, un velo tras otro, y veía el fondo de su propia alma.
—Luego, Lucy...
—Me ha asustado -dijo ella gimiendo-. Cecil..., el señor Beebe..., los billetes, que ya han sido comprados... todo. — Lucy se desplomó en la silla sollozando-. Estoy cogida en la trampa. Debo sufrir y envejecer lejos de él. No puedo cambiado todo por él. Ellos confiaron en lo que les dije.
Un carruaje se detuvo delante de la puerta de entrada.
—Transmítale a George mi amor... por una vez solamente. Cuéntele que estoy confusa -y se arregló el velo del sombrero, mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas.
—¡Lucy...!
—No... están en el vestíbulo... ¡No, señor Emerson...! Ellos confiaron en lo que les dije.
—Pero ¿por qué confiaron en usted si usted les ha engañado?
El señor Beebe abrió la puerta diciendo:
—Aquí llega mi madre.
—Usted no es digna de su confianza.
—Pero ¿qué sucede? — inquirió el señor Beebe agudamente.
—Iba diciendo que ¿por qué confían en usted cuando los ha engañado?
—Un minuto, madre -y entró cerrando la puerta tras ella.
—No le comprendo, señor Emerson. ¿A quién se refiere? ¿Confiar en quién?
—Quiero decir que Lucy ha pretendido hacerles creer a ustedes que no amaba a George y se aman mutuamente desde hace tiempo.
El señor Beebe miró a la sollozante muchacha. El señor Emerson estaba muy tranquilo y su blanca cara y sus toscas patillas parecían súbitamente inhumanas. Como una larga columna negra continuó plantado esperando la respuesta de ella.
—Nunca me casaré con él -dijo trémulamente Lucy.
Emitió una mirada de desprecio al decir:
—¿Por qué no?
—Señor Beebe... le he engañado..., me he engañado a mí misma.
—¡Tonterías, señorita Honeychurch!
—No son tonterías -dijo el anciano ardientemente-. Es lo que usted no puede comprender en la gente.
—¡Lucy!, ¡Lucy! — proferían las voces desde el carruaje.
—Señor Beebe, ¿podría usted ayudarme?
Se sorprendió ante la petición y dijo en voz baja y serena:
—Estoy mucho más ofendido de lo que soy capaz de mostrar. Es lamentable, lamentable... increíble.
—¿Qué hay de malo en el muchacho? — exclamó de nuevo el anciano.
—Nada, señor Emerson, excepto que ya no me interesa. Cásese con George, señorita Honeychurch; será un buen marido.
El señor Beebe salió dejándolos solos. Le oyeron acompañar a su madre por la escalera.
—¡Lucy! — la requerían las voces.
Lucy se volvió hacia el señor Emerson llena de desesperación, pero la cara del anciano la reanimó. Era la cara de un santo que lo había comprendido todo.
—Ahora todo son tinieblas y parece que la belleza y la pasión no hubieran existido nunca, lo sé. Pero recuerde las montañas sobre Florencia y aquella panorámica. ¡Ah, querida! Si yo fuera George y la besara, le conferiría valor. Tiene que ir fríamente a una lucha que precisa calor; tiene que salir de la confusión en la que usted misma se ha metido, y su madre y sus amigos la despreciarán. ¡Oh, mi querida! Cuánta razón tienen para despreciada si es que alguna vez tenemos derecho a despreciar. George todavía en las tinieblas, toda esta lucha y dolor sin una sola palabra suya. ¿Me perdona? — las lágrimas asomaron a sus ojos-. Sí, porque luchamos más allá del amor y del placer: luchamos por la verdad. La verdad cuenta, sin duda cuenta.
—Déme un beso -dijo la muchacha-. Déme un beso. Lo intentaré.
Le proporcionó a ella un sentimiento de que las deidades se habían reconciliado; un sentimiento de que a medida que ganaba al hombre que amaba, conseguiría ella algo para el mundo entero. Durante todo el triste trayecto hasta su hogar (Lucy no habló ni una sola ocasión) su despedida permaneció viva. Había rescatado su cuerpo de la destrucción, el reproche del mundo de su aguijón. El anciano le había mostrado la santidad de su deseo inmediato. Lucy «nunca comprendió exactamente» (como contaría años más tarde) «cómo se las había arreglado para cazada. Había sido como si le hubiera hecho ver la totalidad de cada cosa por vez primera».
Capítulo XX
El fin de la Edad media
Las señoritas Alan se fueron a Grecia, pero fueron solas. Abandonadas de su joven compañera atravesaron Malea y labraron las aguas del golfo Sarónico. Solas visitaron Atenas y Delfos, ambas consagradas por la literatura, una sobre la Acrópolis, rodeada por mares azules y el Parnaso, donde las águilas de piedra y las aurigas de bronce se dirigen sin desmayo hacia el infinito. Temblorosas, ansiosas, embotadas por la gran cantidad de pan digestivo, prosiguieron firmemente hacia Constantinopla y dieron la vuelta al mundo. Pero nosotros debemos contentarnos con una bonita pero menos ardua meta. Italia petimus: volvemos a la Pensión Bertolini.
George dijo que aquélla era su antigua habitación.
—No, no lo es -dijo Lucy-; porque ésta es la habitación que tuve y la que correspondía a tu padre. He olvidado el motivo por el cual Charlotte hizo que yo la tomara.
George se arrodilló en el embaldosado suelo y apoyó su cabeza sobre su falda.
—George, muchacho, levántate.
—¿Por qué no puedo ser un muchacho? — murmuró George.
Incapaz de contestar a esta pregunta, Lucy dejó el calcetín que estaba intentando zurcir y miró a través de la ventana. Era de noche y nuevamente la primavera.
—¡Qué latosa Charlotte! — dijo pensativamente-. ¿De qué estará hecha esta gente?
—De la misma pasta que los curas.
—¡Tonterías!
—De acuerdo, son tonterías.
—Ahora te levantas del suelo, que está frío, o pronto tendrás reuma; y para de reír y de ser tan loco.
—¿Por qué no puedo reír? — preguntó, estrechándola con sus codos y avanzando su cara hacia la de ella-. ¿De qué debemos llorar? Bésame aquí -e indicó un lugar donde un beso sería bien recibido.
Después de todo, era un muchacho. Cuando llegó la ocasión cumbre fue ella quien recordó el pasado; ella, que tenía una huella en su alma; ella, que sabía de quién había sido la habitación el año pasado. Eso lo supeditaba a ella extrañamente; a ella, que le hacía ser consciente de que podía equivocarse.
—¿Hay cartas?
—Solamente unas líneas de Freddy.
—Ahora bésame aquí, luego aquí.
Más tarde, amenazado de nuevo con reumatismo, se adelantó hasta la ventana y la abrió (como suelen hacer los ingleses) para asomarse. Había la baranda, más allá el río, y más allá, a la izquierda, arrancaban las colinas.
El cochero, que le saludó al instante con un silbido de serpiente, podía ser el propio Faetón que le había puesto en marcha esta felicidad hacía doce meses. Una pasión de gratitud, puesto que todos los sentimientos acaban en pasión en el Sur, invadió al marido, y bendijo a la gente y a las cosas que se habían tomado tantas molestias por un muchacho alocado. El había colaborado en su propia causa, pero con estupidez. Toda la lucha que tenía importancia la habían llevado a cabo los otros: Italia, su padre, su esposa.
—Lucy, ven y contempla los cipreses y la iglesia, cualquiera que sea su nombre, que está en su lugar.
—San Miniato. Acabaré en un momento tu calcetín.
—Signorino, domani faremo uno giro -preguntó el cochero con certeza comprometedora.
George le dijo que se equivocaba: no tenía dinero como para tirarlo en paseos.
Incluso la gente que no había intentado ayudar: las señoritas Lavish, los Cecil, las señoritas Bartlett. Siempre inclinado a ensalzar al destino, George calculó las fuerzas que le habían arrastrado hacia su dicha.
—¿Algo bueno en la carta de Freddy?
—Todavía no.
Su dicha era absoluta, pero la de ella tenía un fondo de amargura puesto que los Honeychurch no los habían perdonado: estaban disgustados por la hipocresía de Lucy en el pasado. Era rechazada en Windy Comer tal vez para siempre.
—¿Qué dice?
—¡Muchacho loco! Se cree que ahora es más digno. Sabía que nos íbamos al extranjero en primavera, sabía desde hace seis meses que si mi madre no nos daba su consentimiento actuaríamos por propia iniciativa. Ellos hicieron suaves advertencias y ahora se les ocurre llamado un rapto. Muchacho ridículo...
—Signorino, domani faremo uno giro...
—Pero todo se arreglará al final. Tienen que replantearse nuestra situación desde el principio. Desearía, sin embargo, que Cecil no se hubiera vuelto tan cínico respecto a las mujeres. Ha cambiado totalmente por segunda vez. ¿Por qué siempre los hombres forjarán teorías sobre las mujeres? Yo no tengo ninguna sobre los hombres. Desearía también que el señor Beebe...
—Haces bien en deseado.
—Nunca nos perdonará. Quiero decir que nunca volverá a sentir interés por nosotros. Deseo que no les influya mucho en Windy Comer. Que no lo haya hecho ya... Pero si actuamos noblemente, la gente que nos quiere volverá a nosotros al fin y al cabo.
—Tal vez -y añadió con mayor cortesía-: Bien, me porté noblemente; es lo único que he hecho en realidad, y tú volviste a mí, como seguramente sabes.
Volvió a la habitación.
—¡Al diablo con este calcetín! — y la arrastró hacia la ventana para que viera también el panorama. Apoyados en sus rodillas, sin ser vistos desde la calle, así lo esperaban, empezaron a susurrarse sus nombres. ¡Ah!, valía la pena: era la gran dicha que habían previsto, e incontables pequeñas alegrías en las cuales nunca habían soñado.
Permanecieron en silencio.
—Signorino, domani faremo...
—¡Qué pesado es este hombre!
Lucy recordó al vendedor de postales y dijo:
—No, no seas duro con él -y tomando aliento rezongó-: El señor Eager y Charlotte, iterrible y glacial Charlotte! ¡Cuán cruel sería capaz de portarse con un hombre como éste!
—Mira las luces sobre el puente.
—Esta habitación me trae a la memoria a Charlotte. ¡Qué terrible envejecer a la manera de Charlotte! Pensar que aquella noche en la rectoría, si hubiera sabido que tu padre estaba en la casa, seguro que me hubiera impedido entrar y él era el único ser viviente que podía hacerme ver claras las cosas. Tú no hubieras podido. Soy muy feliz -dijo besándolo-. Recuerdo de cuán pequeñas cosas depende todo. Si solamente Charlotte lo hubiera sabido, me hubiera impedido entrar y yo me habría ido tontamente a Grecia y sido distinta para siempre.
—Pero ella lo sabía -dijo George-, vio a mi padre, seguro. Él me lo dijo.
—No, no le vio. Iba hacia el piso para ver a la anciana señora Beebe; luego se encaminó directamente a la iglesia. Así me lo dijo.
George se mostraba de nuevo obstinado.
—Mi padre -dijo- la vio y prefiero creerlo a él. Estaba durmiendo al lado de la chimenea del despacho, abrió los ojos y allí estaba la señorita Bartlett, pocos minutos antes de que tú entraras. Ella se volvió para irse de nuevo cuando se despertó, y no se hablaron.
Luego comentaron otros temas: la conversación inconexa de quienes han estado luchando para alcanzarse mutuamente y cuyo premio es estar tranquilamente abrazados. Pasó bastante tiempo antes de que volvieran a hablar de la señorita Bartlett, pero cuando lo hicieron su comportamiento les pareció mucho más interesante. George, que sentía una gran aversión por cualquier tipo de oscuridad, expresó:
—Queda claro que lo sabía. Pero ¿por qué se arriesgó a que tuviera lugar el encuentro? Sabía que mi padre estaba allí e incluso se fue a la iglesia.
Intentaron reconstruir conjuntamente las piezas. Mientras iban hablando, una increíble solución vino a la mente de Lucy, pero la desechó diciendo:
—¿Cómo pudo Charlotte deshacer su trabajo con una débil confusión de última hora?
Pero algo en el agonizante atardecer, en el rumor del río, en su abrazo, los previno de que las palabras de Lucy no tenían sentido, y George murmuró:
—Tal vez quiso que así fuera.
—Signorino, domani faremo uno giro...
Lucy se asomó y dijo amablemente:
—Lascia, prego, lascia. Siamo sposati.
—Scusi tanto, signora -contestó en el mismo tono de amabilidad y fustigó al caballo.
—Buona sera... e grazie.
—Niente.
El cochero se alejó cantando.
—¿Que fuera qué, George?
—¡Es así! ¡Esto es posible! — murmuró George-. Te apuesto lo que quieras. En realidad tu prima siempre lo esperó, desde el primer momento en que nos encontramos esperó, en lo más profundo de su mente, que sería lo que ahora es... Sin duda muy remotamente. Luchó en contra nuestra superficialmente y luego esperó. No puedo explicármelo de otra manera. ¿Puedes hacerla tú? Fíjate en cómo me mantuvo vivo durante todo el verano; cómo no te dejó en paz; cómo un mes tras otro se volvió más y más excéntrica e insegura. La visión de nuestra relación la embrujó, o de otra manera no nos hubiera descrito como lo hizo a su amiga. Hay detalles... muy veraces. Leí el libro más tarde y no está lejos de la verdad, Lucy, no se equivoca en conjunto. Nos separó en dos ocasiones, pero en la rectoría, aquel atardecer, dio una oportunidad para que fuéramos felices. Nunca podremos ser amigos de nuevo y darle las gracias, pero creo que, muy en el fondo de su corazón, muy por encima de lo que pueda decir o de cómo pueda comportarse, está contenta.
—Es imposible -murmuró Lucy; pero luego, recordando las experiencias de su propio corazón, dijo-: No... es en verdad posible.
Su juventud los envolvía y la canción del Faetón anunciaba el premio a la pasión, al amor alcanzado. Sin embargo, eran conscientes de un amor más misterioso que el suyo. La canción se perdió en la lejanía: oyeron el río acarreando las nieves del invierno hacia el Mediterráneo.
Fin