OJOS DE ÁMBAR (Joan D. Vinge)
Publicado en
septiembre 01, 2017
La mendiga subió arrastrando los pies por la silenciosa calle sumida en el anochecer, en dirección a la parte trasera de la residencia citadina de Lord Chwiul. Dubitativa, levantó la vista hacia las torres que resplandecían débilmente; luego sus garras se cerraron en el brazo del guardia.
—Una palabra contigo, amo…
— ¡No me toques, vieja bruja! —el guardia alzó el mango de su lanza, disgustado.
Un hábil pie surgió de entre los harapos y le hizo perder el equilibrio. Se encontró tendido de espaldas sobre el fangoso suelo primaveral, con la punta de la lanza apuntada hacia su propia barriga, guiada por un nuevo par de manos. Jadeó, incapaz de hablar.
La mendiga arrojó un amuleto sobre su pecho.
— ¡Mira esto, estúpido! Tengo negocios que tratar con tu señor.
La mendiga retrocedió un paso; la punta de la lanza aguijoneó al guardia con impaciencia; el hombre frunció el ceño en la suciedad y el barro, y se acercó el amuleto a los ojos bajo la débil luz.
—Eres… ¿eres ella? Puedes pasar.
— ¡Por supuesto! Por supuesto que puedo pasar… —una risa ahogada—. Por muchas razones, en muchos sitios… La Rueda del Cambio nos lleva a todos —alzó la lanza—. Levántate, estúpido… Y no es necesario que me escoltes; me esperan.
El guardia se puso en pie, chorreante y ceñudo. Retrocedió, mirando cómo ella liberaba las membranas de sus alas de entre los pliegues de sus ropas. Las observó relucir y desplegarse mientras tomaba impulso para saltar sin mayor esfuerzo hacia la entrada de la torre, dos veces la altura de ella. Aguardó hasta que hubo desaparecido en su interior antes de atreverse siquiera a maldecirla.
— ¿Lord Chwiul?
—T’uupieh…, supongo —Lord Chwiul se inclinó hacia adelante en su diván de fragante musgo, escrutando las sombras del salón.
—Lady T’uupieh.
T’uupieh avanzó hacia la luz, dejando que la raída capucha se deslizara hacia atrás, mostrando su rostro. Sintió el placer del orgullo por no mostrar ninguna señal de obediencia, avanzando directamente como de noble a noble. La sensual ondulación de un centenar de diminutos escondrijos de miih bajo sus pies hizo que sus encallecidas plantas hormiguearan. Tras tanto tiempo, se regresa demasiado fácilmente…
Eligió el diván que se hallaba al otro lado de la baja mesa de piedra de agua, y se relajó lánguidamente en sus harapos de mendiga. Extendió la garra de un dedo y tomó una jugosa baya kelet del bol colocado sobre la superficie de la mesa esculpida con arabescos; la dejó deslizar dentro de su boca y garganta abajo, como había hecho tan a menudo, hacía mucho tiempo. Y luego, finalmente, alzó la vista para medir la cólera del hombre.
—Te atreves a venir hasta mí con estos modales…
Satisfactorio. Sí, mucho.
—Yo no he venido a ti. Tú viniste a mí; tú buscaste mis servicios.
Sus ojos vagaron por la habitación con una afectada indiferencia, y se detuvieron en los elaborados frescos que cubrían las paredes de piedra de agua, incluso en aquella pequeña habitación privada. Y se preguntó si particularmente en aquella habitación. ¿Cuántas reuniones de medianoche, para qué variadas intrigas, eran celebradas en aquella habitación? Chwiul no era el más rico de su familia o clan; y lo que contaba en aquella ciudad, en aquel mundo, era una apariencia de riqueza y poder…, porque la riqueza y el poder lo eran todo.
—Encargué los servicios de T’uupieh la Asesina y los obtuve. Me sorprende descubrir que Lady T’uupieh se haya atrevido a acompañarla hasta aquí.
Chwiul había recuperado su compostura. Ella observó cómo el aliento del hombre, al igual que el suyo propio, se helaba al hablar.
—Donde va una, la otra la sigue. Somos inseparables. Deberías saberlo mejor que la mayoría, mi señor…
Observó el largo y pálido brazo del hombre extenderse para tomar varias bayas a la vez. Pese a que las noches eran frías, se cubría sólo con una túnica que le envolvía el cuerpo, lo cual le permitía lucir la intrincada escala de joyas que danzaban en espiral sobre la superficie de sus alas. Él sonrió; ella vio sobresalir ligeramente sus afilados colmillos.
— ¿Porque mi hermano hizo que os unierais la una dentro de la otra, cuando tomó vuestras tierras? Me sorprende simplemente que hayas venido… ¿Cómo sabías que podías confiar en mí?
Sus movimientos carecían de gracia; ella recordó que las joyas lastraban las frágiles y translúcidas membranas de las alas y los ligeros brazos, hasta que el vuelo se hacía imposible. Como cualquier noble, Chwiul se hallaba normalmente rodeado de sirvientes que atendían cualquier capricho suyo. La incompetencia, fingida o real, era otra trampa del poder: una complacencia más, que tan sólo los ricos podían permitirse. Se sintió complacida de que las joyas no fueran de alta calidad.
—No confío en ti —dijo—. Confío tan sólo en mí misma. Pero tengo amigos que me dijeron que tú eras bastante sincero, en este caso… Y por supuesto, no he venido sola.
— ¿Tus ilegales? —incredulidad—. Eso no aseguraría tu protección.
Rebuscando a un lado de sus harapos, ella separó calmadamente los pliegues que ocultaban a su secreto compañero.
—Es cierto —gorjeó Chwiul suavemente—. Te llaman la Consorte del Demonio…
Ella hizo girar las lentes de ámbar del precioso ojo del demonio —de modo que pudiera observar la habitación, tal como ella la veía—, y luego clavó su mirada en Chwiul, quien retrocedió ligeramente, manoseando el musgo.
—“Un demonio tiene un millar de ojos, y un millar de millares de tormentos para aquellos que lo ofenden” —citó ella del Libro de Ngoss, cuyo rito había utilizado para atar al demonio junto a sí.
Chwiul se puso tenso, nervioso, como si deseara huir volando. Pero solamente dijo:
—Entonces, pienso que nos comprendemos mutuamente. Y que he hecho una buena elección: sé lo bien que has servido al Gran Señor y a otros miembros de la corte… Deseo que mates a alguien por mí.
—Es obvio.
—Deseo que mates a Klovhiri.
T’uupieh tuvo un ligero sobresalto.
—Confieso que me sorprendes, Lord Chwiul. ¿A tu propio hermano? —y el usurpador de mis tierras, se dijo… Cómo he ansiado matarlo lentamente, muy lentamente, con mis propias manos. Pero siempre está demasiado bien protegido.
—Y a tu hermana también, mi dama —un ligero tono burlón—. Deseo que toda su familia sea eliminada: su compañera, sus hijos…
Klovhiri… y Ahtseet. Ahtseet, su propia hermana menor, quien fuera su compañera más íntima desde la infancia y su única familia desde que los padres murieron. Ahtseet, a la que había mimado y protegido… Querida, conspiradora, traidora pequeña Ahtseet, que podía olvidar orgullo, decencia y honor familiar para unirse voluntariamente al hombre que les había robado todo. Cualquier cosa con tal de mantener las tierras familiares, había chillado Ahtseet; cualquier cosa con tal de mantener su posición. Pero aquel no era el modo, ¡no rindiéndose, sino devolviendo los golpes…! T’uupieh se dio cuenta de que Chwiul estaba observando su reacción con desagradable interés. Sus dedos rozaron la daga que llevaba en su cinturón.
— ¿Por qué? —inquirió, deseando preguntar: ¿cómo?
—Debería ser obvio. Estoy cansado de ser el segundo. Deseo lo que él tiene…, tus tierras y todo lo demás. Quiero apartarlo de mi camino, y que tras él no quede nadie con derechos mayores que los míos hacia esa herencia.
— ¿Por qué no lo haces tú mismo? Veneno, quizá… Se ha hecho antes.
—No. Klovhiri tiene demasiados amigos, demasiados hombres leales de su clan, demasiada influencia con el Gran Señor. Tiene que ser una muerte “accidental”. Y nadie está en mejor posición que tú, mi dama, para hacerlo por mí.
T’uupieh asintió vagamente con la cabeza. No podía haber elegido a nadie que tuviera más deseos de tener éxito que ella… Y nadie tampoco que estuviera en mejor posición para golpear. Todo lo que le había faltado hasta entonces había sido la oportunidad. Desde el momento en que había sido desposeída, a lo largo de los grises días de otoño y el interminable invierno —durante cerca de un tercio de su vida ya— había rondado los agrestes pantanos y marjales de sus posesiones. Había reunido a unos pocos fieles sirvientes, a unos pocos descontentos, a unos pocos degolladores, para saquear y matar a los partidarios de Klovhiri, arruinar sus redes para los fibios, saquear sus trampas y apoderarse de su caza. Y para sobrevivir, se había dedicado a robar a cualquier viajero que recorriera los caminos que cruzaban por sus tierras.
Puesto que aún seguía perteneciendo a la nobleza, el Gran Señor había tolerado al principio y luego alentado secretamente su bandidaje. Muchos extranjeros ricos viajaban por las rutas que cruzaban sus posesiones, y a cambio de cierta comisión, El Gran Señor le permitía que los atacara impunemente. Era una compensación, lo sabía, que le era regalada porque había permitido que su favorito, Klovhiri, obtuviera sus tierras. Pero ella lo había utilizado para obtener todos los favores posibles, y tras un cierto tiempo el Gran Señor había empezado a encomendarle trabajos más discretos y remunerados: la eliminación de ciertos enemigos. Y así se había convertido también en una asesina, y descubierto que este apelativo no era muy diferente al de noble: ambos requerían temple, habilidad y una completa falta de escrúpulos. Y puesto que ella era T’uupieh, había triunfado admirablemente. Pero debido a su venganza, las recompensas habían sido pequeñas… Hasta ahora.
—No me respondes —estaba diciendo Chwiul—. ¿Significa eso que te falla el coraje ante la idea de asesinar a tu propia familia, mientras que a mí no?
Ella rio secamente.
—Lo que estás diciendo prueba que tu juicio es dos veces peor que el mío… No, no me falla el temple. ¡De hecho, mi sangre arde con el deseo! Pero no entra en mis pensamientos el enterrar a Klovhiri bajo el cielo simplemente para que mis tierras pasen a su hermano. ¿Por qué debería hacerlo?
—Porque obviamente no puedes hacerlo sola. Klovhiri no ha conseguido hacer que te mataran en todo el tiempo que has estado acosándolo, lo cual es prueba de tu habilidad. Pero lo que has logrado con ello es que él esté siempre en guardia… No podrás acercártele mientras se mantenga tan bien protegido. Necesitas la cooperación de alguien que posea su confianza…, alguien como yo. Puedo hacer que sea tuyo.
— ¿Y cuál será mi recompensa si acepto? La venganza es dulce, pero no es suficiente.
—Pagaré lo que pidas.
—Mis propiedades —sonrió.
—Ni siquiera tú eres tan ingenua…
—No —tendió un ala hacia nada en el aire—. No soy tan ingenua. Conozco lo que valen…
El recuerdo de un día de verano nublado en oro la aferró: subiendo, subiendo en las cálidas corrientes ascendentes sobre el espumeante lago, viendo el delicado color rojo rosado de las torres de la mansión reflejar su luz hasta lo lejos, por encima de la marea de los árboles agitados por el viento; el azafrán, el carmesí y el aguamarina de los estanques de amoníaco brillando con los metales disueltos, extendidos en la resplandeciente superficie de las fundentes tierras familiares. Las tierras que se extendían interminablemente, como el verano.
—Sé lo que valen —siguió ella; su voz se endureció—. Y que Klovhiri es aún el preferido del Gran Señor. Tal como dices, Klovhiri tiene amigos muy poderosos, que se convertirán en amigos tuyos cuando él muera. Necesito más fuerza, más riqueza, antes de que pueda comprar la influencia suficiente como para conservar de nuevo lo que es mío. Las probabilidades no están a mi favor…, por ahora.
—Estás tallada en hielo, T’uupieh. Me gusta eso.
Chwiul se inclinó hacia adelante. Sus amorfos ojos rojos recorrieron el relajado cuerpo de ella, en el intento de adivinar qué había escondido tras los harapos, bajo la penumbrosa luminiscencia de la habitación. Sus ojos regresaron al rostro de la mujer; ella no mostró ni enojo ni satisfacción.
—No me gusta ningún hombre que aprecie eso de mí.
— ¿Ni siquiera si eso significara recuperar tus posesiones?
— ¿Como compañera tuya? —su voz restalló como una rama helada partiéndose—. Mi señor, acabo de decidir matar a mi hermana por haber hecho exactamente eso. Muy pronto me mataría a mí misma.
Él se encogió de hombros y se recostó en el diván.
—Como quieras —con una mano hizo el gesto de abandonar el asunto—. Entonces, ¿cuál es tu precio por librarme de mi hermano… y de ti también?
—Ah —asintió ella, que ahora comprendía mejor—. Deseas comprar mis servicios, y también comprar mi desaparición. Puede que esto último no sea tan simple. Pero…
Pero haré de cuenta que acepto, por ahora, se dijo. Y tomó algunas bayas del bol que estaba sobre la mesa, observando la sedosa cortina de agua amoniacal teñida de esmeralda que cubría una pared. Caía desde las alturas de la torre a una pequeña piscina, con una música que haría ininteligible cualquier conversación para alguien que intentara escuchar desde fuera. Discreción y belleza… La almizcleña fragancia del diván de musgo la hizo retroceder bruscamente hasta su infancia, desconcertándola: el recuerdo de estar tendida en una suave cama, en una agradable noche de primavera.
—Pero al igual que cambian las estaciones, el cambio hace que me mueva en nuevas direcciones. De regreso a la ciudad, quizá. Me gusta tu torre, Lord Chwiul. Combina discreción y belleza.
—Gracias.
—Entrégamela, y haré lo que me pides.
Chwiul se envaró en su asiento, frunciendo el ceño.
—Mi casa de la ciudad… —y recuperándose—: ¿Es todo lo que deseas?
Ella extendió sus dedos y estudió el tejido vestigial entre ellos.
—Me doy cuenta de que mis pretensiones son más bien modestas —cerró su mano—. Pero considerando la satisfacción que emanará de la forma como la habré conseguido, será suficiente. Y tú no la necesitarás ya, una vez logrado mi objetivo.
—No… Supongo que no —se relajó un tanto—. Apenas sentiré su falta, una vez en poder de tus tierras.
Ella fingió no haber oído.
—Entonces, estamos de acuerdo. Ahora dime, ¿cuál es la llave del cerrojo de Klovhiri? ¿Cuál es tu plan para ponerlos, a él y a su familia, en mis manos?
— ¿Sabes que tu hermana y los niños están de visita aquí, en mi casa, esta noche? ¿Y que Klovhiri regresará antes del amanecer?
—Lo sé —asintió T’uupieh.
Lo dijo con más indiferencia de la que en realidad sentía, observando que Chwiul se sentía conveniente aunque silenciosamente impresionado por su temple al acudir allí. Extrajo su daga de la funda al lado del ojo de ámbar del demonio, y pasó un dedo por la aserrada hoja de madera impregnada de piedra de agua.
— ¿Deseas que corte sus gargantas mientras están durmiendo bajo tu techo? —consiguió dar a su voz el adecuado tono de incredulidad.
— ¡No! —Chwiul frunció de nuevo el ceño—. ¿Qué clase de estúpido crees que…?—se interrumpió—. Con el nuevo día, regresarán a sus posesiones por el camino habitual. He prometido escoltarles, para garantizar su seguridad durante el viaje. Habrá también un guía, para conducirlos a través de los pantanos. Pero el guía cometerá un error…
—…y yo estaré esperando.
Los ojos de T’uupieh brillaron. Durante el invierno, los ricos utilizaban trineos para sus viajes largos; preferían ser arrastrados sobre el fango helado por membranosas velas o tirados por esclavos allá donde la superficie del suelo era irregular o accidentada. Pero cuando llegaba la primavera y la superficie del suelo empezaba a disolverse, traicioneros pozos y depresiones se abrían aquí y allá como flores para tragarse a los descuidados. Únicamente un guía experimentado podía leer en las superficies, diferenciar la firme piedra de agua de la cambiante y fundente agua amoniacal.
—Bien —dijo con suavidad—. Sí, muy bien… Tu guía los hará caer convenientemente en algún lodoso agujero, y luego yo los atraparé como a fibios imbéciles.
—Exacto. Pero yo quiero estar allí cuando lo hagas; quiero verlo. Me inventaré alguna excusa para abandonar el grupo y reunirme contigo en los pantanos. El guía cumplirá con su cometido tan sólo si oye mi señal.
—Como quieras; has pagado bien por el privilegio. Pero ven solo. Mis seguidores no necesitan ayuda, ni interferencias —se incorporó en el diván, dejando que sus largos pies palmeados se apoyaran de nuevo sobre los sensuales escondrijos de la alfombra.
—Y si piensas que soy un estúpido que va a ponerse entre tus manos por propia voluntad, considera esto: tú serás la más obvia sospechosa cuando Klovhiri sea asesinado. Yo seré el único testigo que pueda jurar ante el Gran Señor que tus esbirros no fueron los atacantes. Tenlo bien presente.
Ella asintió.
—Lo tendré.
— ¿Cómo me reuniré contigo, entonces?
—No lo harás. Mis mil ojos te encontrarán —volvió a guardar el ojo del demonio en su andrajosa bolsa.
Chwiul pareció vagamente desconcertado.
— ¿Tomará… eso… parte en el ataque?
—Puede, o puede que no; como él quiera. Los demonios no se hallan ligados a la Rueda del Cambio como tú y yo. Pero seguro que te encontrarás con él cara a cara, aunque no tiene cara, si vienes —frotó la bolsa a su lado—. Sí…, no olvides que yo también tengo mis salvaguardias en este trato. Un demonio nunca olvida.
Se puso finalmente en pie, mirando una vez más a su alrededor por toda la habitación.
—Viviré confortablemente aquí —miró de nuevo a Chwiul—. Nos veremos de nuevo, cuando venga el nuevo día.
—Cuando venga el nuevo día —él también se puso en pie, con sus enjoyadas alas brillando a la luz.
—No necesitas escoltarme. Seré discreta —hizo una inclinación de cabeza, como a un igual, y se dirigió hacia el vestíbulo en penumbra—. Y te libraré definitivamente de tu guardia: no sabe distinguir a una dama de una mendiga.
—La Rueda gira una vez más para mí, mi demonio. Mi vida en los pantanos terminará junto con la vida de Klovhiri. Me trasladaré a la ciudad, y seré de nuevo la dama de mis posesiones, cuando los peces se sienten en los árboles.
El alienígena rostro de T’uupieh resplandeció con una maligna alegría mientras se daba la vuelta y se alejaba, en la gran pantalla situada encima de la gran terminal del ordenador. Shannon Wyler se echó hacia atrás en su sillón, terminó de tipear su traducción, y se quitó el casco con los auriculares. Luego se alisó el largo y rubio cabello peinado hacia atrás, en un gesto habitual que le ayudaba a reorientarse con su entorno. Cuando T’uupieh hablaba, nunca conseguía mantener la objetividad necesaria para ayudarle a recordar que seguía aún en la Tierra, y no realmente en Titán, orbitando Saturno, a unos mil quinientos millones de kilómetros de allí.
T’uupieh, cuando pienso que te amo, tú decides cortarle el cuello a alguien…
Asintió vagamente a los murmullos de felicitación de los miembros del equipo y técnicos, que literalmente sorbían cada una de sus palabras en busca de nueva información. Comenzaron a dispersarse tras él a medida que el ordenador producía copias de la transcripción. Era difícil creer que llevaba haciendo aquello desde hacía ya más de un año. Alzó la vista hacia los carteles de sus conciertos allá en la pared, con nostalgia pero sin pesar.
Alguien estaba telefoneando a Marcus Reed; suspiró, resignado.
— ¿Cuando loss pecess se ssienten en los árrboless? ¿Estás ssiendo sarrcásstico?
Shannon miró por encima de su hombro a la voluminosa silueta de la doctora Garda Bach.
—Hola, Garda. No la vi entrar.
Ella alzó la vista de la traducción y le palmeó ligeramente el hombro con la bifurcada punta de su bastón.
—Ya lo ssé, querrido muchacho. Tú nunca oyess a nadie cuando T’uupieh habla… ¿Perro qué quierres darr a entenderr con essto?
—En Titán eso significa el verano…, cuando los trifibios se metamorfosean por tercera vez. Así que ella quiere decir unos cinco años a partir de ahora, según nuestro tiempo.
— ¡Ah! Porr supuessto. Mi viejo cerrebro ya no ess lo que erra… —se pasó una mano por el cabello gris blanquecino; su negra capa remolineó melodramáticamente a su alrededor.
Él sonrió, sabiendo que ella no creía en sus propias palabras.
—Quizás aprender el titanés por encima de los otros cincuenta idiomas sea la brizna de paja que desloma al camello.
—Ja, ja, quizá ssea por esso… —se dejó caer pesadamente en la silla más próxima, perdida ya de nuevo en la transcripción.
Jamás habría pensado que la vieja mujer llegaría a caerle tan bien, pensó para sí mismo. Se había dado cuenta de su presencia cuando estudiaba lingüística en Berkeley: ella era la grande dame de los estudios de lingüística, desde los lejanos días en los que aún había idiomas no grabados aquí en la Tierra. Pero su habilidad en hacer que su nombre apareciera en letras de imprenta y su rostro en la televisión, como una experta en lo que todo el mundo “realmente quería decir”, lo convencieron de que su verdadero talento se hallaba en la publicidad. Cuando finalmente la conoció en persona, su opinión al respecto no cambió, pero se convenció para siempre de que ella era realmente una autoridad en lingüística cultural. Y eso, a su vez, lo convenció de que su acento era un fraude total. Pero pese a la extravagancia —o quizá, mejor, a causa de ella— descubrió que sus opiniones ahora arcaicas sobre lingüística estaban mucho más cerca de sus propios sentimientos respecto a la comunicación que los puntos de vista de cualquiera de sus pares.
Garda suspiró.
— ¡Notable, Sshannon! Erres ssimplemente notable… Tu perrcepción de todo un idioma alienígena me sorrprende. ¿Cómo noss lass habrríamoss arreglado ssi tú no hubierrass venido a nossotrross?
—Se las habrían arreglado bien sin mí, supongo.
Shannon saboreó el placer especial de ser admirado por alguien a quien se respeta. Bajó nuevamente la vista a la consola del ordenador, a las dos brillantes placas de plástico de treinta centímetros que resplandecían verdosas a un lado, y que juntas le proporcionaban la versatilidad de un virtuoso violinista y de un mecanógrafo con cien mil teclas… Su lazo de unión con T’uupieh, su voz: el nuevo sintetizador IBM, cuyas placas de control sensitivas al tacto podían ser manipuladas para recrear las imposibles complejidades del lenguaje de la alienígena. Un don de Dios al mundo de la lingüística…, excepto que requería la sensibilidad y la inspiración de un músico para utilizarlo en toda su amplitud.
Alzó de nuevo la vista y miró a través de la ventana, al ahora familiar horizonte cubierto por la bruma de Coos Bay. Puesto que muy pocos lingüistas eran músicos, su resistencia al empleo del sintetizador había sido como un muro de ladrillos. La vieja guardia de la cada vez más envejecida Nueva Ola —que incluía a Su Padre el Profesor y Su Madre la Ingeniera de Comunicaciones— seguía aferrada a una estéril fe en la traducción matemática por ordenador. Seguían forcejeando con torpes programas aplastados por interminables listas de morfemas que supuestamente generarían algún día algún mensaje en algún idioma determinado. Pero incluso después de años de perfeccionamiento, las traducciones generadas por ordenador seguían siendo inútilmente burdas y chapuceras.
Mientras estudiaba para graduarse no había habido nuevos lenguajes que buscar, y no había obtenido permiso para utilizar el sintetizador con el fin de explorar los antiguos. Y así —tras una discusión familiar de tono definitivo—, había abandonado la universidad. Había llevado su fe en el sintetizador al mundo de su segundo amor, la música; a un campo donde, esperaba, la auténtica comunicación aún poseyera un cierto valor. Ahora, a los veinticuatro años, Shann era el Hombre de la Música, el músico de músicos, y un héroe para una enorme generación de aficionados que iban envejeciendo y de otra nueva que había heredado su amor hacia la siempre cambiante música llamada rock. Y ninguno de sus padres le había hablado por propia voluntad durante años.
—No ess falsa modesstia —le estaba regañando Garda—. ¿Qué hubiérramos podido hacerr sin ti? Tú missmo te hass quehado muchass vecess de loss métodos de tu madrre. Ssabes que no habrríamos obtenido ni una décima parrte de la inforrmación sobrre Titán que hemoss logrrado de T’uupieh si ella hubierra sseguido ussando essa maldita trraducción porr ogdenador.
Shannon frunció ligeramente el ceño, ante la punzada de una secreta culpabilidad.
—Mire, sé que he obtenido algunos avances, incluso la mayoría, pero nunca habría podido conseguirlo si mi madre no hubiera efectuado todos los análisis preliminares antes de que yo viniera aquí.
Su madre había pertenecido al equipo de la misión, habiendo trabajado durante años en la NASA en los esoterismos de la comunicación por ordenador con satélites y sondas espaciales, y debido a su historial como lingüista, se la había puesto a la cabeza del reciente equipo de especialistas en comunicaciones gracias a Marcus Reed, el director del proyecto Titán. Ella había estado a cargo de los análisis fónicos iniciales: utilizando el ordenador para comprimir el nivel de la voz alienígena hasta uno audible a los seres humanos, luego desmenuzando los complejos sonidos a otros fonéticamente más simples y humanos; había identificado fonemas, separado morfemas, ajustado todo a un esquema gramatical, y asignado sonidos equivalentes a cada uno de ellos. Shannon la había observado en sus primeras entrevistas por televisión, con aspecto incómodo y nervioso, mientras Reed se pavoneaba entre los fascinados representantes de la prensa. Pero lo que la doctora Wyler, la Ingeniera de Comunicaciones, tenía que decir finalmente, lo mantuvo pegado al borde del asiento; incapaz de resistir, había tomado el siguiente avión a Coos Bay.
—Bueno, no quería offenderrte —dijo Garda—. Tu madrre ess indudablemente una ingenierra de talento… Perro necesita un poco más de… flexibilidad.
—Y a mí me lo dice —asintió tristemente él—. A ella le encantaría ver cómo el sintentizador se derrumba. Se ha mantenido apartada desde que yo llegue aquí. Al menos, Reed aprecia mi “valor”.
Reed le había dado la bienvenida como un hijo perdido desde hacía tiempo cuando llegó por primera vez al Instituto. ¿No era acaso un buen lingüista, además de un músico inspirado? ¿No le quedaría algún tiempo libre entre contratos? ¿No le gustaría extender un poco su visita y echarle una mirada más a fondo al trabajo de su madre? Él había aceptado, modestamente, las tres cosas… Y luego las cámaras de televisión y los periodistas habían brotado como si hubieran estado al acecho, y comprendió claramente que no estaban allí para registrar la visita del “chico de la doctora Wyler”, sino de Shann, el Hombre de la Música.
Pero había tenido su primera sesión con una voz procedente de otro mundo, y bastó una sola audición para convertirlo en adicto…, porque el habla de los alienígenas era música. Cada fonema estaba formado por dos o tres sonidos superpuestos, y cada morfema era un haz de fonemas que fluían juntos como el agua. Hablaban en acordes, y el resultado era un coro, campanillas de cristal tintineando, el estremecimiento de candelabros de cristal…
Y así había ido quedándose más y más tiempo. Al principio sólo fue capaz de observar a su madre y a sus ayudantes, con agónica frustración. Los métodos de análisis por ordenador de su madre habían trabajado bien en la transfonemización inicial del habla de T’uupieh, y muy rápidamente habían aprendido tanto como para enviar de vuelta torpes respuestas, utilizando el aparato localizador de ecos de la sonda, para conseguir que el interés de T’uupieh no se desvaneciera. Pero teclear la entrada en una consola alfanumérica, y esperar que incluso el más sofisticado programa lo transforme en otro lenguaje, es algo que todavía no funcionaba ni siquiera con los lenguajes humanos conocidos. Y él creía —con un fervor casi religioso— que el sintetizador había sido diseñado precisamente para este milagro de comunicación, y que sólo él podría utilizarlo para captar directamente los matices y las sutilidades que una máquina traductora jamás podría proporcionar. Había intentado una aproximación con su madre para que le permitiera usarlo, pero ella le había cortado el paso lisa y llanamente:
—Esto es un centro de investigación, no un estudio de grabación.
Y así él había pasado por encima de ella hasta Reed, que se había mostrado encantado. Y cuando finalmente hizo sus manos moverse sobre las cálidas y débilmente vibrantes placas de luz, recreando tentativamente el habla de otro mundo, supo que había estado en lo cierto todo el tiempo. Dejó que sus contratos musicales se fueran al infierno sin siquiera lamentarlo —casi con alivio—, y penetró de nuevo en el campo al que siempre había pertenecido.
Shannon observó la pantalla, en la que T’uupieh se había instalado apoyándose —con una confortable familiaridad— contra el costado curvo de la sonda, oscureciendo a medias la visión de la escena. Afortunadamente, tanto ella como sus seguidores trataban la sonda con un cuidado obsesivo, incluso cuando la trasladaban de un lugar a otro en sus constantes cambios de campamento. Se preguntó qué habría ocurrido si hubieran puesto en funcionamiento inadvertidamente el sistema automático de defensa, que había sido diseñado para protegerla de animales agresivos: emitía una descarga eléctrica que variaba de simplemente dolorosa hasta mortal. Y se preguntaba qué hubiera ocurrido si la sonda y sus “ojos” no hubieran encajado tan perfectamente en las creencias de T’uupieh acerca de los demonios. La idea de que quizá nunca hubiese llegado a conocerla, a oír su voz…
Había transcurrido más de un año desde que él, y el resto del mundo, oyeran por primera vez la sensacional noticia de que existía vida inteligente en la luna mayor de Saturno. No tenía ningún recuerdo en absoluto de los primeros dos vuelos a Titán, allá por los años 79 y 81, aunque podía recordar claramente la nave orbital que en 1990 había emitido fugaces atisbos de la superficie a través del manto de opacas nubes doradas. Pero el puñado de minisondas que había dejado caer probó que Titán gozaba del mismo efecto de invernadero que hacía de Venus un hirviente infierno. Y aunque las temperaturas estivales nunca subían por encima de los doscientos Kelvin —setenta y cinco centígrados bajo cero— las pocas fotografías habían mostrado incuestionablemente que allí había vida. El descubrimiento de esa vida, después de tantas decepciones a lo largo del sistema solar, había sido suficiente como para iniciar otra misión, destinada a enviar de vuelta datos desde la misma superficie de Titán.
Esa nueva sonda había descubierto una forma de vida con inteligencia humana, o mejor dicho, esa forma de vida había descubierto la sonda. Y el descubrimiento de T’uupieh había convertido el potencial fracaso de una misión en un éxito: la sonda había sido diseñada con una unidad central, inmóvil, de procesado de datos, y diez “ojos” o unidades subsidiarias, que debían dispersarse por la superficie de Titán para recopilar información. El lanzamiento de las sondas subsidiarias durante el aterrizaje había fallado, sin embargo, y todos los ojos habían caído en un radio de pocos kilómetros cuadrados alrededor del punto donde la propia sonda había aterrizado, una zona pantanosa y deshabitada. Pero la interesada fascinación de T’uupieh y su deseo de complacer a su “demonio” lo había solucionado todo.
Shannon alzó la vista de nuevo a la plana pared pantalla, al increíble e inhumano rostro de T’uupieh…, un rostro que ahora le era tan familiar como el suyo propio ante un espejo. Permanecía sentada, aguardando con infinita paciencia una respuesta de su “demonio”: tendría que esperar más de una hora hasta que su transmisión le llegara a él a través del abismo que separaba sus mundos; y debería esperar casi el mismo tiempo mientras ellos discutían una respuesta y él creaba la nueva traducción. Ella pasaba ahora más tiempo con la sonda que con su propia gente. La soledad del mando…
Sonrió. El casi plano perfil de su rostro blanco como la luna se giró ligeramente hacia él…, hacia las lentes de la cámara; su frágil boca sonrió suavemente, sin acabar de descubrir sus largos y afilados dientes. Ahora podía ver un ojo rojo sin pupila, y la rendija de la nariz en forma semicircular que medio lo rodeaba; su gélida respiración de cianuro brillaba con tonalidades blancoazuladas, iluminada por los fantasmales halos del fuego de San Telmo que remolineaba en torno a la sonda durante las interminables noches de ocho días terráqueos de duración de Titán. Podía ver esferas de luz colgando como linternas japonesas de las inclinadas ramas cargadas de hielo de un distante bosquecillo.
Era increíble… o perfectamente lógico, según fuera el criterio del biólogo con el que se estuviera hablando, que la vida de Titán, basada en el nitrógeno y el amoníaco, fuera tan análoga a la de la Tierra, basada en el oxígeno y el agua. Pero T’uupieh no era humana, y la música de sus palabras le traía una y otra vez mensajes que eran una burla de todos los ideales que tratara de mantener respecto a ella y su relación. Durante el último año había asesinado directamente a once personas, y junto con sus secuaces Dios sabe a cuántas, con el propósito de robarles. La única razón de que cooperara con la sonda, había dicho, era que únicamente un demonio poseía una reputación más sanguinaria que la suya; únicamente un demonio podía ordenarle respeto. Y sin embargo, por lo poco que había sido capaz de mostrarles y decirles acerca del mundo en que vivía, ella no era ni mejor ni peor que cualquier otro…, sólo más competente. ¿Era prisionera de una época, una cultura, en la que la sangre era algo que debía ser derramado en vez de compartido? ¿O era algo biológicamente innato, que le permitía filosofar acerca de la brutalidad, y brutalizar la filosofía?
Más allá de T’uupieh, alrededor del fuego de nitrógeno del campamento, algunos de sus secuaces habían comenzado a cantar unas melodías folklóricas alienígenas, que en su traducción no eran más que versos simples y repetitivos. Pero oídas en su forma pura, sin traducir, añadían complejidad sobre complejidad armónica: un discurso musical en un gran esquema melódico. Shannon adelantó una mano y tomó de nuevo el casco con los auriculares, olvidando todo lo demás. Había tenido un sueño, una vez, en que había sido capaz de cantar en acordes.
Utilizando los largos períodos de demora entre comunicaciones, había conseguido, hacía unos pocos meses, grabar él mismo una serie de canciones alienígenas, utilizando el sintetizador. Fueron versiones simples y sin complicaciones, comparadas con las originales, debido a que incluso ahora su habilidad con el lenguaje no le permitía compararse ni de cerca con los cantantes, aunque no por eso dejaba de intentarlo. El cantar formaba parte de un rito religioso, le había dicho T’uupieh: “Pero ellos no cantan porque sean devotos; cantan porque les gusta cantar”. En una ocasión, privadamente, había interpretado para ella una de sus propias composiciones humanas en el sintetizador y se la había transmitido. Ella se quedó mirándolo —más bien, mirando directamente al ojo dorado de la sonda— en un silencio duro aunque tolerante. Nunca cantaba, aunque la había oído algunas veces armonizar suavemente. Se preguntaba qué opinaría si él le dijera que las canciones de sus secuaces le habían hecho ganar aquí en la Tierra su primer disco de platino. Nada, probablemente… Aunque conociéndola, si pudiera explicarle claramente todos los conceptos, quizás estaría completamente a favor de esa explotación.
Él había aceptado ceder los derechos del disco a la NASA —y aunque eso había sido lo que había pensado hacer desde un principio, le molestó que Reed se lo pidiera—, con la condición de que su gesto no fuera divulgado. Pero de algún modo, en la siguiente conferencia de prensa, un periodista había sabido exactamente qué pregunta hacer, y Reed lo había dicho todo. Y su madre, cuando se le preguntó acerca del “sacrificio” de su hijo, había murmurado:
—Saturno se está convirtiendo en un circo con tres anillos1 —comentó, y dejó a Shannon sin saber si echarse a reír o maldecir.
Extrajo un arrugado paquete de cigarrillos del bolsillo de su caftán y encendió uno. Garda alzó la vista, husmeando, y sacudió la cabeza. Ella no fumaba, ni tenía ningún otro vicio —aunque él sospechaba que salía con hombres—, y le había dedicado un largo e inútil sermón que había terminado con un: “Bien, al menoss elloss no sson tabaco”. Él hizo un movimiento de cabeza en respuesta.
— ¿Qué piensass sobrre lass últimas víctimass de T’uupieh? —Garda agitó la transcripción, haciendo que los pensamientos de él volvieran a la realidad—. ¿Matarrá a ssu prropia hermana?
El exhaló lentamente el humo en torno a sus palabras.
—«Sintonicen mañana el próximo excitante episodio de…». Creo que a Reed le gustará: eso es lo que pienso —señaló el periódico que había en el suelo junto a la silla—. ¿No ha observado que hemos pasado a ocupar la página tres?
T’uupieh había alimentado la tolva de la sonda con algunos artefactos hechos de metal, algo que era conocido tan sólo de los “Antiguos”, dijo…, y la especulación científica acerca de la existencia de una cultura tecnológica anterior despertó durante un tiempo el interés hacia la sonda, dándole de nuevo el estatus de primera página. Pero las noticias de ese tipo no duraban siempre.
—“Hay que mantener esa reputación arriba, chicos. Haced que las concesiones y donaciones no dejen de llegar” —dijo Shannon, imitando la voz de Reed.
Garda soltó una risita.
— ¿Estás irritado con Rreed o con T’uupieh?
Él se encogió de hombros, sin animosidad.
—Con ambos. No veo por qué ella no fuera a matar a su propia hermana…
Se interrumpió cuando el apaciguado ruido de las numerosas personas que trabajaban en el proyecto en la gran habitación se intensificó y concentró repentinamente. Marcus Reed estaba haciendo una de sus entradas, resolviendo simultáneamente los problemas de todos los demás, como siempre. Shannon se maravillaba de la energía de Reed, aun cuando experimentaba algo parecido al disgusto por la forma en que la gastaba. Reed explotaba a todos y a todo con un cinismo encantador, en nombre del realce definitivo de la Ciencia…, y observarlo en pleno trabajo había vaciado gradualmente todo el respeto y buena voluntad que Shannon había traído consigo al proyecto. Sabía que la reacción de su madre hacia Reed era parecida a la suya propia, aunque nunca le había dicho nada al respecto; le sorprendía que hubiera aún algo en lo que ambos pudieran estar de acuerdo.
—Doctor Reed…
—Perdone, doctor Reed, pero…
Su madre estaba ahora con Reed, mientras todos recorrían la habitación; se la veía con los labios apretados y resignada, su bata de laboratorio abotonada hasta arriba como si intentara evitar la contaminación. Reed parecía salir directamente de una revista de elegancia masculina, como siempre. Shannon bajó la vista hacia su propio caftán gris demasiado grande y sus tejanos, que habían hecho observar a Garda: “¿Estáss planeando entrrarr en un monassterrio?”.
—Realmente nos gustaría…
—El senador Foyle quiere que lo llame…
—…Sí, de acuerdo; y dígale a Dinocci que puede seguir adelante y hacer que la sonda tome otra muestra. Sí, Max, ahora me hago cargo de eso… —Reed hizo un gesto hacia Shannon y Garda para que permanecieran en sus sitios cuando ellos giraron en sus asientos para mirarlo—. Bien, acabo de enterarme de las noticias acerca del último contrato de nuestra “Robin Hood”.
Shannon sonrió lentamente. Él había sido el primero en llamar jocosamente Robin Hood a T’uupieh. Reed lo había cogido al vuelo y había bautizado para la prensa los pantanos de amoníaco como “el bosque de Sherwood”. Después de que la verdad acerca de sus sangrientas actividades comenzara a ser conocida, y empezara a parecer incluso como si estuviera colaborando con “el sheriff de Nottingham”, algún periodista había apuntado que se parecía más a Rima la mujer-Pájaro que a Robin Hood.
Reed había dicho, riendo: “Bueno, después de todo, la única razón de que Robin Hood robara a los ricos era que los pobres ya no tenían nada de dinero”… lo cual, pensó Shannon, había representado el auténtico principio del fin de su tolerancia.
—…Esto podría ser utilizado como una oportunidad de mostrarle gráficamente al mundo las duras realidades de la vida en Titán.
—Ein moment —dijo Garda—. ¿Esstá ussted diciendo que prretende dejarr que el público vea essta atrrocidad, Marrcus?
Hasta ese momento no habían dado a la publicidad ninguno de los relatos gráficos de los asesinatos; ni siquiera Reed había sido capaz de argumentar que aquello podía servir para cualquier auténtico propósito científico.
—No, no lo está haciendo, Garda —Shannon levantó la vista cuando su madre empezó a hablar—. Porque todos estuvimos de acuerdo en que no daríamos a la publicidad ninguna grabación con fines sensacionalistas.
—Carly, ya sabe que la prensa ha estado detrás de mí para que les entregara esas otras cintas, y que no lo he hecho, porque todos hemos votado en contra. Pero tengo la impresión de que esta situación es distinta…, una demostración de una condición sociocultural alienígena única. ¿Qué opina usted de eso, Shann?
Shannon se encogió de hombros, irritado y sin saber qué responder.
—No veo qué maldita cosa puede haber de único en ello; una masacre es una masacre, se filme donde se filme. Creo que la idea hiede.
En una ocasión, en una fiesta, cuando aún estaba en la universidad, había visto una película en la cual una víctima desprevenida era asesinada a hachazos. El film, y lo que todos los films como aquel decían de la especie humana, le había revuelto siempre el estómago.
—Ach… ¡Hay máss verrdad que poessía en esso! —dijo Garda.
Reed frunció el ceño, y Shannon vio a su madre alzar las cejas.
—Tengo una idea mejor —aplastó el cigarrillo en el cenicero que había debajo del panel—. ¿Por qué no me dejan hablar con ella de eso? —mientras lo decía se dio cuenta de cuánto había deseado intentarlo, y de lo mucho que podía representar el éxito para su fe en la comunicación, para la imagen que tenía del pueblo de T’uupieh, y quizás incluso de sí mismo.
Esta vez ambos mostraron su sorpresa.
— ¿Cómo? —preguntó Reed.
—Bueno…, aún no lo sé. Simplemente déjenme hablar con ella, intentar comunicarme realmente con ella, descubrir cómo piensa y lo que siente… Sin toda esa porquería de técnica metiéndose en medio por un tiempo.
La boca de su madre se apretó; vio la familiar arruga de preocupación formándose entre sus cejas.
—Nuestro trabajo aquí es reunir esa “porquería” —le dijo ella—, no empezar a imponer valoraciones morales en el universo. Tenemos ya suficiente trabajo tal como están ahora las cosas.
— ¿Qué hay de impossición en intentarr evitarr un assesinato? —una cierta luz brilló en los opacos ojos azules de Garda—. Esso tiene implicacioness rreales…, ssocialess. Piensa en ello, Marrcuss.
Reed asintió, mirando pacientemente a los rostros atentos que lo rodeaban.
—Sí, las tiene… Mucho interés humano —murmullos y asentimientos como respuesta—. De acuerdo, Shann. Quedan unos tres días antes de que amanezca de nuevo en el bosque de Sherwood. Puede disponer de ellos para trabajar con T’uupieh. La prensa deseará informes de nuestros progresos —miró su reloj y señaló con la cabeza hacia la puerta, mientras se volvía hacia ella.
Shannon apartó la vista del rostro de su madre cuando ella pasó por su lado.
—Buena suerte, Shann —le lanzó distraídamente Reed—. No cuento con reformar a Robin Hood, pero puede intentarlo de todos modos.
Shannon se inclinó en su silla, frunciendo el ceño, y se volvió hacia el panel, diciendo por lo bajo:
—Que en tu próxima reencarnación aparezcas como la taza de un inodoro.
T’uupieh estaba confundida. Permanecía sentada sobre un montículo de resbaladiza piedra de agua al lado del demonio cautivo, aguardando una respuesta de él. En el tiempo que había pasado desde que lo encontrara en los pantanos, se había sorprendido una y otra vez de lo poco que se parecía su comportamiento al de todos los demás demonios de la ciencia popular que conocía. Y esta noche…
Se había sacudido, sobresaltada, cuando su grotesco brazo provisto de garras cobró súbitamente vida y tanteó por entre las frías y plateadas hojas primaverales que brotaban del fundente suelo al pie de pequeño montículo. El demonio hacía muchas cosas incomprensibles —lo cual era lógico—, y exigía ofrendas de carne y vegetales, e incluso piedras…, y a veces hasta alguna parte del botín obtenido de los viajeros. Ella le entregaba de buen grado todas esas cosas, con la esperanza de ganar así su ayuda; incluso —aunque a regañadientes— le había dado los preciosos ornamentos de metal de los Antiguos que le había arrebatado a un gimoteante señor extranjero. El demonio la había elogiado efusivamente por aquello; todos los demonios acumulaban metal, y ella supuso que necesitaba metales para mantener su fuerza.
Su caparazón en forma de domo brillaba ahora con el fuego mágico que siempre lo rodeaba por la noche; era una inmensa joya de metal del color de la sangre. Y sin embargo, ella siempre había oído decir que los demonios preferían la carne de hombres y mujeres. Pero cuando había intentado meterle un ala del señor extranjero en sus fauces, la escupió causándole varios rasguños sangrantes y le dijo a ella que lo dejara marchar. Sorprendida, ella obedeció y dejó que el idiota se fuera corriendo y aullando hasta perderse en los pantanos. Y luego, esa noche…
—Vas a matar a tu hermana, T’uupieh —le había dicho—, y a dos niños inocentes. ¿Cómo te sientes al respecto?
Ella había dicho lo primero que se le ocurrió: la verdad.
— ¡El nuevo día tarda demasiado en llegar para mí! He esperado tanto tiempo, tanto tiempo para tomar mi venganza sobre Klovhiri… Mi hermana y sus retoños forman parte de su maldad; mejor matarlos antes de que se multipliquen —había extraído la daga y la había clavado en la musgosa y fundente tierra, como si los estuviera clavando en sus podridos corazones.
El demonio había permanecido en silencio durante largo tiempo, como siempre. La tradición decía que los demonios eran inmortales, por lo que ella siempre había supuesto que no había razón alguna para que la respuesta fuera rápida; en algunas ocasiones, sin embargo, había deseado que se mostrara un poco más considerado hacia su propia condición de mortal. Luego, finalmente, había dicho, con su profunda voz llena de extrañas sombras:
—Pero los niños no han hecho daño a nadie. Y Ahtseet es tu única hermana; ella y los niños son lo único que queda de tu sangre. Ella ha compartido tu vida. Dices que tú una vez… —el demonio hizo allí una pausa para rebuscar en su limitado vocabulario— la quisiste por eso. ¿Ya no significa nada lo que una vez significó algo para ti? ¿No queda nada de amor para frenar tu mano cuando la alces contra ella?
— ¡Amor…! —había dicho ella, incrédula—. ¿Qué palabras son esas, oh Desalmado? Te estás burlando de mí —de pronto la ira había dejado sus dientes al descubierto—. El amor es un juguete, mi demonio, y yo dejé mis juguetes atrás. Y lo mismo ha hecho Ahtseet…, ya no es de los míos. ¡Traidora! ¡Traidora!
La palabra había silbado como los moribundos leños del fuego del campamento, y ella se alejó disgustada del demonio, para escarbar en la capa aislante de cenizas sulfurosas y depositar sobre ella unas cuantas empapadas ramas más. Y’lirr, su segundo al mando, le había sonreído desde donde permanecía recostado sobre el suelo envuelto en su capa, diciéndole que debería dormir. Pero ella lo había ignorado y había vuelto a su guardia en la colina.
Pese a que aquella noche era lo suficientemente fría como para recristalizar los miembros de los árboles safiül que se estaban descongelando lentamente, el equinoccio ya había pasado, y ahora la fina llovizna de polímero presagiaba los dorados días del próximo verano. T’uupieh se había envuelto más apretadamente en su capa y se había echado la capucha por encima de la cabeza, para evitar que la pegajosa humedad impregnara sus alas y membranas auditivas, y había recordado el último verano, su primer verano, que siempre recordaría… Ahtseet era una torpe y aleteante niña al comienzo de aquel primer verano, y T’uupieh la niña había pensado que su nueva hermana era tonta e inútil. Pero el verano fue transformando lentamente las tierras y llenando sus asombrados ojos con milagros, y su hermana se había transformado también, para convertirse en una compañera de aventuras juguetona y fácilmente gobernable. Juntas aprendieron a utilizar sus alas y aprovechar las cálidas corrientes ascendentes para explorar los límites y las libertades de su herencia.
Y ahora, mientras la primavera avanzaba hacia el verano una vez más, T’uupieh se aferraba con furia a aquella visión, no deseando perderla, o recordar que aquel cálido e irreflexivo verano de su infancia nunca volvería, aunque las estaciones regresaran; porque la Rueda del Cambio seguía girando… y nunca volvía hacia atrás. No había regreso. Se había convertido en una adulta al final del verano, y ya no podría volver a remontarse con las ligeras alas de la libertad infantil. Como tampoco podría volver a hacerlo Ahtseet. La pequeña Ahtseet, siempre inmediatamente detrás de ella, como su sombra buena. ¡No! ¡No lo lamentaría! Se sentiría contenta…
— ¿Has pensado alguna vez, T’uupieh —había dicho de pronto el demonio—, que está mal matar a alguien? Tú no deseas morir; nadie desea morir demasiado pronto. ¿Por qué deberían ellos? ¿Te has preguntado alguna vez cómo sería si tú pudieras cambiar el mundo por uno en el que tú…, donde tú trataras a todos los demás como siempre has deseado que te trataran a ti, y donde ellos te trataran de igual modo? Si alguien pudiera… vivir y dejar vivir… —su voz se había deslizado hacia imprecisos armónicos que T’uupieh no consiguió descifrar.
Ella había escuchado, pero el demonio no dijo nada más, como si hubiera estado aguardando a que ella recapacitara sobre lo que ya había oído. Pero no había necesidad de pensar en lo que resultaba obvio.
—Sólo los muertos “viven y dejan vivir”. Trato a todo el mundo como espero que me traten a mí; de lo contrario… ¡iría a reunirme muy pronto con los pacíficos muertos! La muerte es una parte de la vida. Morimos cuando el destino lo desea, y cuando el destino desea, matamos.
»Tú eres inmortal; tienes el poder de hacer girar la Rueda, y haces girar al destino como deseas. Puedes jugar con inútiles fantasías, incluso convertirlas en realidad, y no sufrir jamás las consecuencias. Nosotros… no tenemos lugar para tales cosas en nuestras pequeñas vidas. No importa cuánto me esfuerce en ser como tú, al final moriré como todos los demás. No podemos cambiar nada; nuestras vidas están preordenadas. Así es como son las cosas entre los mortales.
Y de nuevo T’uupieh se había sumido en el silencio, llena de inquietud ante aquellas extrañas divagaciones de la mente del demonio. Pero no dejaría que todo aquello influyera en sus nervios. El día acudiría muy pronto, no debía ponerse nerviosa; tenía que estar totalmente controlada cuando condujera su ataque sobre Klovhiri. Ninguna emoción debía interferir, y no importaba cuan grandes eran sus anhelos de sentir la azulada sangre de Klovhiri, y la de su hermana, y la de los niños resbalar por sus manos… Los retoños de Ahtseet nunca sentirían el cálido viento empujarlos hacia arriba en el cielo, ni se zambullirían, como lo había hecho ella, en las profundidades de sus estanques con pétalos arcoíris, ni verían sus torres reflejar la luz allá a lo lejos, entre los árboles. ¡Nunca! Nunca.
Entonces había contenido bruscamente la respiración, mientras una especie de rabiosa girándola estallaba en la pared de retorcidos arbustos que había tras ella, dando volteretas por encima de su cabeza en dirección al claro que formaba el campamento. La había observado rodear el fuego —lanzando chispas, silbando furiosamente en el tranquilo aire— tres veces y media antes de hundirse sin dejar de dar vueltas en la oscuridad. Ningún durmiente despertó, sólo dos se removieron. Ella se había aferrado a una de las duras y angulares patas del demonio, agitada, sabiendo que aquellas vueltas en torno al fuego habían sido un portento… Pero ignoraba su significado. El ardiente silencio que aquella cosa dejara tras de sí la había oprimido como una losa: se había agitado inquieta, con sus alas tendidas.
Y sin inmutarse en absoluto, el demonio había empezado a desgranar de nuevo sus extraños y tenebrosos pensamientos:
—No todo lo que has oído sobre los demonios es cierto. Podemos sufrir las… —buscaba de nuevo las palabras—… las consecuencias de nuestros actos; entre nosotros también luchamos y sucumbimos. Somos viciosos, brutales y despiadados, pero no nos gusta ser así. Deseamos cambiar a algo mejor: ser más compasivos, perdonar más. Fracasamos más veces de las que vencemos, pero creemos que podemos cambiar. Y tú eres más parecida a nosotros de lo que supones. Puedes trazar una línea entre… confianza y traición, correcto e incorrecto, bueno y malo; puedes optar por no cruzar nunca esa línea.
— ¿Cómo? —T’uupieh había girado su rostro para enfrentarse al ojo de ámbar grande como su propia cabeza, atreviéndose a interrumpir las palabras del demonio—. ¿Cómo puede una gota cambiar la magnitud de las mareas? ¡Es imposible! El mundo se funde y fluye, se eleva en bruma, regresa de nuevo al hielo, sólo para fundirse y fluir una vez más. Una rueda no tiene principio, y tampoco final; no empieza en ningún lugar. No hay “bueno” ni “malo”…, y ninguna línea entre ellos. Sólo hay aceptación. Si tú fueras un mortal, ¡diría que estás loco!
Se había vuelto de nuevo, y sus garras trazaron leves surcos en la piedra recubierta con polímero mientras luchaba por mantener el autocontrol. Locura… ¿Era posible? ¿Podía su demonio haberse vuelto loco? ¿De qué otro modo podía explicar los pensamientos que él había puesto en su mente? Pensamientos insanos, extraños, suicidas…, pero que la atormentaban.
¿O era posible que existiera un método en su locura? Sabía que la traición era algo que yacía en el corazón de todo demonio. Podía simplemente estar mintiéndole cuando hablaba de confianza y perdón, sabiendo que ella debía estar preparada para mañana; confiando en hacerla dudar de sí misma, en conseguir que fracasara. Sí, eso era mucho más razonable. Pero, entonces… ¿por qué resultaba tan difícil creer que este demonio estaba intentando arruinar sus más acariciadas metas? Después de todo, ella lo mantenía prisionero; y aunque sus conjuros le impedían que la despedazara, quizás estaba intentando despedazar su mente, llevarla hasta la locura. ¿Por qué no debería odiarla, y deleitarse en su tortura, y esperar su destrucción?
¡Cómo podía ser tan desagradecido! Casi se había reído en voz alta ante su propio resentimiento, incluso mientras formulaba el pensamiento…, como si algún demonio hubiera conocido alguna vez la gratitud. Pero desde el día en que lo había atrapado con sus conjuros en los pantanos, le había ofrecido el mejor de los tratos. Lo había servido y transportado de un lado a otro, y había obligado a sus temerosos seguidores a que hicieran lo mismo. Le había ofrecido lo mejor de todo…, cualquier cosa que había deseado. Bajo sus órdenes había enviado rastreadores a buscar sus dispersos ojos, y él le había permitido, e incluso animado, a usar sus ojos como si fueran de ella, como observadores y protectores. Ella hasta le había enseñado a comprender su idioma —porque era tan ignorante como un bebé acerca del mundo de los mortales— cuando se dio cuenta de que él deseaba comunicarse. Había hecho todas aquellas cosas para ganarse su favor debido a que sabía que él había llegado a sus manos por una razón, y que si ella conseguía ganar su cooperación, no habría nadie que se atreviera a cruzarse en su camino.
Había pasado todas sus horas libres haciéndole compañía, saciando su curiosidad —y la propia— mientras aumentaba sus enjoyadas fauces… hasta que gradualmente esas conversaciones con el demonio se convirtieron en una finalidad en sí mismas, un tesoro que valía incluso el sacrificio de metales preciosos. Ni siquiera la constante espera a que su lenta mente ponderara sus preguntas y respuestas la habían cansado nunca; había llegado a gozar compartiendo incluso el simple placer de sus silencios, y descansar a la cálida luz ambarina de su mirada.
T’uupieh bajó la vista hacia el cinturón de fibra finamente tejido que pasaba a través de las estrechas hendiduras entre su costado y sus alas y mantenía sujeta su túnica. Tocó con sus dedos los pesados abalorios de intenso color ambarino que lo decoraban…, metal fundido y endurecido atrapado en pulida roca de agua gracias a las secretas artes de los forjadores de joyas, y que le recordaban siempre los mil ojos de su demonio. Su demonio…
Apartó de nuevo la mirada para dirigirla hacia el fuego, hacia las formas envueltas en capas de sus seguidores. Desde que el demonio había venido a ella había notado cómo el espacio —tanto el físico como el emocional— que siempre la había separado como jefe de su grupo se iba ensanchando gradualmente. Seguía ostentando absolutamente el liderazgo, y quizá más firmemente ahora que había conseguido dominar al demonio, y su lazo de unión de peligro compartido y respeto mutuo jamás se había debilitado. Aunque había otras necesidades que su gente podía satisfacer mutuamente, pero no con ella.
Los observó durmiendo como los muertos —como debería estar durmiendo ella ahora—, preparándose para mañana. Dormían esporádicamente, cuando podían, como hacían todos los plebeyos… Como lo hacía ahora ella también, en vez de hibernar la noche entera como la nobleza. Muchos de ellos dormían emparejados, hombre y mujer, aunque lo hacían con una plebeya y caótica falta de discriminación, siempre que la mujer sentía que le había llegado la estación. T’uupieh se preguntaba qué imaginarían al verla a ella sentada allí con el demonio, en plena noche. Sabía lo que pensaban, lo que ella animaba a todos a pensar: que había elegido al demonio como consorte, o que él la había elegido a ella. Y’lirr dormía siempre solo, observó. Confiaba en él y le gustaba más que cualquiera de los otros: era rápido y despiadado, y sabía que la adoraba. Pero era un plebeyo, y —lo más importante— no la desafiaba. En ningún lado, ni siquiera entre la nobleza, había hallado a nadie que le ofreciera la clase de compañerismo que anhelaba… Hasta ahora, hasta que el demonio había venido a ella. No, no podía creer que todas sus palabras fueran mentira.
— ¡T’uupieh! —el demonio zumbó su nombre en la neblinosa oscuridad—. Quizá no puedas cambiar el esquema del destino, pero puedes cambiar tu mente. Ya has desafiado al destino saliéndote de la ley y desafiando a Klovhiri. Tu hermana fue la que aceptó —unas palabras ininteligibles—, simplemente dejó que la Rueda la tomara. ¿Puedes realmente matarla por eso? Debes comprender por qué lo hizo, cómo pudo hacerlo. No tienes que matarla por eso… No tienes que matar a ninguno de ellos. Tienes la fuerza, el valor de echar a un lado tu venganza y encontrar otro camino que te conduzca a tus fines. Puedes elegir ser clemente… Puedes elegir tu propio camino a través de la vida, aunque el destino último de toda vida sea el mismo.
Ella se puso en pie con resentimiento, igualando la altura del demonio, y se envolvió apretadamente en la capa.
—Aunque deseara cambiar de opinión, es demasiado tarde. La Rueda ya está en movimiento, y debo dormir si quiero estar dispuesta para ello —echó a andar hacia el fuego, se detuvo, miró hacia atrás—. No hay nada que yo pueda hacer ahora, mi demonio. No puedo cambiar el mañana. Sólo tú puedes hacer eso. Sólo tú.
Lo oyó más tarde decir suavemente su nombre mientras ella permanecía tendida sin conseguir dormir en el frío suelo. Pero volvió la espalda a la voz y siguió allí tendida.
Finalmente el sueño acudió.
Shannon se dejó caer en el abrazo del acolchado sillón, frotándose la dolorida cabeza. Sus párpados eran como papel de lija, su cuerpo un peso muerto. Miró la gran pantalla, a T’uupieh vuelta obstinadamente de espaldas a él mientras dormía al lado del fuego de nitrógeno del campamento.
—Está bien, eso es todo. Renuncio. Ni siquiera me escucha. Llame a Reed y dígale que abandono.
— ¿Abandonass el intento de convencerr a T’uupieh? —preguntó Garda—. ¿Esstáss segurro? Ella puede volverr todavía. Pon un poco máss de énfasiss en… en loss aspectoss esspirritualess. Debemoss estarr segurros de que hemoss agotado todass lass possibilidadess… parra hacegle cambiarr su decissión.
Para salvar su alma, pensó él amargamente. Garda había hecho sus primeras prácticas en un instituto dedicado a la traducción de la Biblia; él había descubierto en las últimas horas que aún guardaba en su interior un secreto deseo de hacer proselitismo. Pero… ¿qué alma?
—Estamos malgastando nuestro tiempo. Hace seis horas que se alejó de mí. No va a volver…, y lo que quiero decir es que lo abandono todo. No deseo estar aquí cuando se produzca el asesinato. Ya he tenido bastante.
—No lo dicess en serrio —dijo Garda—. Esstáss canssado, tú también necessitass desscansarr. Cuando T’uupieh despierrte, podrrás hablarr de nuevo con ella.
Él sacudió la cabeza para echarse el pelo hacia atrás.
—Olvídelo. Simplemente llame a Reed.
Miró por la ventana al amanecer que separaba del cielo la silueta de las construcciones costeras envueltas en la niebla. Garda se encogió de hombros, desilusionada, y se dirigió hacia el teléfono.
Shannon estudió nuevamente la consola del sintetizador, el teclado aún resplandeciente y aguardando, pidiéndole aún a sus pesadas y cansadas manos un intento más. Al menos cuando hiciera su última declaración no tendría que ser directamente a los ojos y oídos de un mundo que estaba aguardando; dudaba que ningún periodista fuera tan delicado como para estar aguardando todavía en la sala de observación de paredes de cristal a aquella hora. Sus preguntas habían sido interminables a primera hora de aquella noche, tanteando sus sentimientos, motivos, propósitos y planes, preguntando acerca de la moralidad de Robin Hood o de la falta de ella, y de la de él mismo, acerca de cientos de otras cosas que no eran asunto de nadie excepto de él.
El mundo de la música había tratado de hacerle lo mismo en una ocasión, pero entonces pudo contar con amortiguadores —agentes, publicistas— para protegerlo. Ahora que había tanto en juego, no había tenido protección; únicamente Reed ante el micrófono convirtiendo elocuentemente la habitación en un espectáculo, con Shann el Hombre como atracción principal, hasta que empezó a sentirse atado a una estaca junto a un hormiguero y completamente cubierto de miel. Los periodistas lo miraban desde sus asientos como desde las alturas, criticando las respuestas de T’uupieh así como las suyas propias, llenando los lapsos de tiempo en los que necesitaba quietud para pensar, con irritantes interrupciones. El éxito de Reed había sido total en exprimir hasta la última gota de patetismo e interés humano de su esfuerzo por prevenir la venganza de T’uupieh contra los inocentes… Y con ello había conseguido que todo fracasara.
No. Se envaró en su asiento intentando desentumecer su espalda. No, no podía echarle la culpa a Reed. En el momento en que lo que iba a decir era realmente importante, los periodistas ya lo habían echado a un lado. El fracaso era imputable a él, sólo a él: su habilidad no había sido suficiente, su mensaje no había resultado convincente… Era él quien no había sido capaz de ver a través de los ojos de T’uupieh con la claridad suficiente para que ella viera a través de los de él. Había tenido su oportunidad de comunicarse realmente, por una sola vez en su vida…, de comunicar algo importante. Y lo había estropeado.
Una mano pasó por su lado para dejarle una taza de humeante café en el estante bajo la terminal.
—Una cosa excelente de este ordenador —dijo una voz suave— es que está programado para hacer una buena taza de café.
Sorprendido, se rio impensadamente y alzó la vista: su madre se veía ojerosa y cansada. Sostenía otra taza de café en su mano.
—Gracias —tomó un sorbo y sintió el caliente líquido descender por su garganta hasta su vacío estómago. Sin levantar de nuevo la vista, dijo—: Bien, tienes lo que deseabas. Y también Reed. Ha conseguido el patetismo que quería, y tendrá sus asesinatos también.
Ella movió la cabeza.
—No es eso lo que yo deseaba. No quiero verte abandonar todo lo que has hecho aquí, simplemente porque no te gusta lo que Reed está haciendo con una parte de ello. No es para tanto. Tu trabajo significa demasiado para este proyecto, y significa demasiado para ti.
Él levantó la vista.
—Ja, esstá en lo cierto, Sshannon —recalcó Garda—. No puedess dejarrlo… Te necessitamoss demassiado ahorra. Y T’uupieh te necessita.
De nuevo se rio involuntariamente.
—Soy tan útil como un yo-yo de cemento. ¿Qué es lo que pretende, Garda? ¿Utilizar mis propias palabras moralizantes contra mí?
—Te está diciendo lo que cualquier ciego podría haber visto esta noche, si no lo hubiera visto hasta ahora —la voz de su madre era extrañamente distante—: que este proyecto jamás habría conseguido tal grado de éxito sin ti. Que tenías razón acerca del sintetizador. Y que perderte significaría…
Se interrumpió para volverse a observar la entrada de Reed por la puerta que estaba al extremo de la larga habitación. Venía solo esta vez, y contra lo acostumbrado en él, se veía desaliñado. Shannon supuso que habría estado durmiendo cuando le llegó la llamada telefónica, y se sintió inexplicablemente complacido por haberlo despertado.
En cambio, Reed no lo estaba. Shannon observó el ceño fruncido, que podía significar preocupación o desagrado, o ambas cosas, y que fue deformando su rostro y creando ondas maléficas que avanzaban hacia ellos.
— ¿Qué es lo que me ha dicho ella…, que pretende abandonar? ¿Sólo porque no puede cambiar una mente alienígena? —entró en el cubículo y miró hacia la terminal, para asegurarse de que todos los micrófonos estuvieran desconectados, supuso Shannon—. Usted sabía que era difícil, probablemente sin esperanzas. Tiene que aceptar que ella no desea ser reformada; aceptar que los valores de una cultura alienígena deben ser diferentes de los suyos.
Shannon se recostó en el sillón. Sintió que un músculo en la parte interna de su codo empezaba a tironear de cansancio.
—Puedo aceptar eso. Lo que no puedo aceptar es que usted desee convertirnos a todos en una pandilla de malditos alcahuetes. ¡Cristo, ni siquiera tiene usted una buena razón para ello! No vine aquí para ponerle la banda sonora a una asquerosa película. Si sigue usted adelante y le da a tragar al mundo esos asesinatos, abandono. No quiero dejar todo esto, pero no pienso quedarme para asistir a un carnaval pornocriminal.
El ceño de Reed se frunció aún más, y miró hacia otro lado.
—Y bien, ¿qué hay con ustedes dos? ¿Me están culpando también privadamente de complicidad en los asesinatos? Carly…
—No, Marcus… Realmente no —ella sacudió la cabeza—. Pero todos sentimos que no debemos rebajar y debilitar nuestra investigación para convertirla en un espectáculo. Después de todo, la gente de Titán tiene tanto derecho a la intimidad y al respeto como cualquier cultura de la Tierra.
—Ja, Marrcuss, crreo que todoss esstamos de acuerrdo al resspecto.
— ¿Y cuánta intimidad tiene hoy en día alguien en la Tierra? Buen Dios… ¿Recordáis a los Tasaday? Y eso fue hace treinta años. No hay ni una sola cumbre montañosa o isla desierta que el omnipresente ojo de la cámara no haya transmitido para todo el mundo. Y respecto a lo que llaman las leyes de vigilancia pública del crimen…, nuestras propias vidas no son más que un gran espectáculo para mirones.
Shannon sacudió la cabeza.
—Eso no significa que debamos…
Reed volvió hacia él unos fríos ojos:
—Y yo ya estoy un poco cansado de su presuntuosa piedad, Wyler. ¿A qué cree que debe usted su éxito como músico, sino a la publicidad? —hizo un gesto hacia los carteles en las paredes—. Hay más ventas forzadas en la música que usted hace que en cualquier otro campo que pueda nombrar.
—Tuve que aceptar algo de empuje publicitario. De lo contrario no habría podido llegar a la gente, no habría podido conseguir lo que realmente es importante para mí, comunicarme. Eso no significa que me guste.
— ¿Y usted cree que yo disfruto con esto?
—Entonces, ¿qué…?
Reed vaciló.
—Lo que ocurre es que soy bueno en esto, lo cual es lo que realmente importa. Porque usted puede no creerlo, pero sigo siendo un científico, y de lo que más me preocupo es de lograr que la investigación obtenga una buena tajada del pastel.
»Dice usted que no tengo ninguna buena razón para hacer públicos de este modo nuestros descubrimientos. ¿No se da cuenta de que la NASA perdió todos los datos de nuestra sonda a Neptuno simplemente porque alguien en las alturas se cansó de esperar noticias y cortó nuestros fondos? El auténtico problema en estas largas misiones a los planetas exteriores no es la fiabilidad del instrumental, sino la constancia financiera. El público pagará millones por uno de sus conciertos, pero ni un centavo por algo que no comprenda.
—No veo…
—La gente quiere olvidar sus problemas, que la entretengan. ¿Y quién puede culparla por ello? De modo que para competir con las películas, y los deportes, y la gente como usted, sin mencionar otras diez mil valiosas causas gubernamentales y privadas, tenemos que ofrecerle al público lo que desea. Es mi responsabilidad dar eso, de modo que los “auténticos científicos” puedan sentarse en sus inmaculados y brillantes Institutos con medio millar de millones de dólares en valioso equipo a su alrededor, y hablar del “respeto a la investigación”.
Reed hizo una pausa; Shannon mantuvo testarudamente su mirada.
—Piense en ello. Y cuando pueda decirme que lo que ha hecho como músico es moralmente superior, o más valioso que lo que está haciendo ahora, podrá venir a mi oficina y decirme lo que significa ser realmente hipócrita. Pero piense en ello primero…, piénsenlo todos ustedes —dio media vuelta y salió del cubículo.
Los otros, en silencio, lo observaron irse hasta que las dobles puertas, al otro extremo de la habitación, dejaron de moverse.
Garda miró su bastón y luego su capa. Y observó, con aire sentencioso:
—Bien… Crreo que ha consseguido un punto.
Shannon se inclinó hacia delante, en un recorrido a lo largo de la compleja belleza de la terminal. Sentía que la combinación de pesadumbre y cafeína hacía a un lado su cansancio.
—Sé que lo ha conseguido, pero no era ése el punto adonde yo quería llegar. No deseaba cambiar la mente de T’uupieh o abandonarlo todo, simplemente porque objetara vender el proyecto… Es la forma en que está siendo vendido, como una especie de espectáculo de perversión criminal, lo que no puedo soportar.
Recordó que cuando era niño, los conciertos de rock habían conseguido una cierta notoriedad y eran tan respetables como una orquesta sinfónica, comparados con los espectáculos sensacionalistas de ahora, que los fueron eclipsando a medida que crecían: donde “expertos” se jugaban la vida por una bolsa de un millón de dólares, frente a una multitud que acudía a verles perder; donde masoquistas se ganaban la vida a través de la automutilación; donde se filmaban películas de cinema verité de carnicerías y muerte.
—Quiero decir, ¿es eso lo que realmente quiere todo el mundo? —continuó—. ¿Hace sentirse bien a la gente el ver sangrar a otra persona? ¿O conseguirán alguna especie de superioridad moral contemplando la masacre, porque sucede en Titán en vez de aquí? —alzó la vista hacia la pantalla, hacia T’uupieh, que seguía tendida, durmiendo, inmóvil e indiferente—. Si hubiese podido cambiar la mente de T’uupieh, o cambiar lo que ocurre aquí, quizá me habría sentido bien respecto a algo. Al menos respecto a mí mismo. Pero… ¿a quién estoy engañando? —T’uupieh había tenido razón durante todo el tiempo, y ahora tenía que reconocerlo para sí: que no había ninguna forma de cambiar a ninguno de los dos—. T’uupieh es simplemente como los demás: cortaría antes tu mano que estrechártela…, y el hecho de que nosotros lo hagamos indirectamente no nos hace mejores. Y ninguno de nosotros lo será nunca.
Las palabras de una vieja canción —más vieja que él— se insinuaron en su mente con brusca ironía, mientras empezó a desconectar la terminal:
—“Las manos de un hombre nada pueden construir…”
—Necessitass dorrmirr… Todoss nossotrross lo necessitamoss —dijo Garda, levantándose rígidamente de su silla.
—“…excepto si una más una más cincuenta hacen un millón” —terminó suavemente la letra su madre.
Shannon se volvió para mirarla, la vio mover la cabeza; ella se dio cuenta de que él la miraba, y levantó la vista.
—Después de todo, si T’uupieh hubiera podido aceptar que lo que hacía era moralmente malo, ¿qué habría sido de ella? Ella lo sabía: la habría destruido; nosotros la habríamos destruido. Habría sido arrastrada y ahogada en la marea de la violencia… —su madre desvió la vista hacia Garda, luego la volvió hacia él—. T’uupieh es una realista, además de todo lo que también pueda ser.
Él sintió que su boca se crispaba, con el resentimiento que sublima una emoción más profunda y dolorosa; oyó el gruñido de indignación de Garda.
—Pero eso no significa que estés equivocado, o que hayas fracasado…
—Te agradezco que digas eso —se puso de pie, hizo una seña a Garda, y se dirigió hacia la salida—. Vámonos.
—Shannon.
Se detuvo, mirando aún a otro lado.
—No creo que hayas fracasado. Creo que has logrado llegar a T’uupieh. Lo último que ella dijo fue: “Sólo tú puedes cambiar el mañana”. Creo que está desafiando al demonio a seguir adelante, a hacer aquello que no tiene el poder de hacer por sí misma. Creo que te está pidiendo que le ayudes.
Él se volvió lentamente.
— ¿Realmente crees eso?
—Sí, lo creo —ella inclinó la cabeza y soltó el pelo que el cuello de su suéter aprisionaba.
Shann regresó a su asiento; sus manos rozaron las oscuras e inertes placas del panel.
—Pero no sacaré nada hablando de nuevo con ella. De alguna forma, el demonio debe detener el ataque por su propia cuenta. Si pudiera utilizar la “voz” para advertirles… ¡Maldito sea el desfase de tiempo!
Se sentía derrotado; cuando la voz llegara a ellos, el ataque se habría producido más de cuatro horas antes. ¿Cómo podía cambiar nada mañana si siempre iba con dos horas de retraso?
—Sé cómo superar el problema del desfase de tiempo —dijo su madre.
— ¿Cómo? —Garda se sentó de nuevo, mostrando entremezcladas emociones en su ancho y arrugado rostro—. No puede enviarr una adverrtencia porr delante del tiempo; nadie ssabe cuándo Klovhirri va a passarr. Podrría llegarr demassiado temprrano, o demassiado tarrde.
Shannon se envaró en su asiento.
—Mejor sería preguntarte: ¿por qué? ¿Por qué estás cambiando de opinión?
—Nunca he cambiado de opinión —dijo suavemente su madre—. Nunca tampoco me gustó esto… Cuando era niña, acostumbraba a creer que nuestras acciones podían cambiar el mundo; quizá nunca he dejado de creerlo.
—Perro a Marrcuss no le va a gusstarr que esstemoss trramando a ssuss esspaldass —Garda agitó su bastón—. ¿Y qué hay acerrca de que necessitemoss essa publicidad?
Shannon la miró irritado.
—Creí que estaba usted del lado de los ángeles, no del abogado del diablo.
— ¡Lo esstoy! —Garda torció la boca—. Perro…
—Entonces, ¿qué mala noticia ve en el anuncio de que la sonda ha efectuado un rescate de último minuto? Causará sensación, ¿no lo cree? —vio a su madre sonreír, por primera vez en meses.
—Sensacional…, si T’uupieh no nos deja encallados en los pantanos por nuestra traición.
Él se calmó un tanto.
—Si realmente crees que desea nuestra ayuda, no. Y yo sé que la desea, lo siento. Pero ¿cómo podemos vencer el desfase del tiempo?
—Yo soy la ingeniero, ¿recuerdas? Necesitaré un mensaje tuyo grabado, y un poco de tiempo para jugar con eso —señaló a la terminal del ordenador.
El conectó la terminal y se apartó a un lado. Ella se sentó e inició un programa de documentación en la pantalla. El leyó: “Manual de operaciones a distancia”.
—Déjame ver… Necesitaré realimentación a la llegada del grupo de Klovhiri…
Él carraspeó.
— ¿Querías decir lo que realmente dijiste, antes de que entrara Reed?
Ella alzó la vista; él vio el atisbo de una respuesta en su rostro, que se desvaneció en otra sonrisa.
—Garda, ¿te presenté alguna vez a mi hijo el lingüista?
— ¿Y de donde ssacasste essa canción de Pete Sseegerr?
—Y mi hijo el Músico… —la sonrisa regresó a él—. En mis tiempos escuché algunos discos —la sonrisa se metió hacia adentro, en busca de un recuerdo—. No creo que te haya dicho nunca que me enamoré de tu padre porque me recordaba a Elton John…
T’uupieh permanecía de pie en silencio, mirando al inmóvil ojo del demonio. Un nuevo día estaba cambiando las nubes de bronce a oro; la luminosidad se filtraba por las entremezcladas cabelleras de los árboles, reflejándose en los translúcidos rostros verdes de los farallones y las chorreantes laderas, para lustrar el caparazón del demonio con su brillo. Terminó de arrancar las últimas briznas de carne de un hueso y se obligó a comérselas, apenas consciente de lo que hacía. Había enviado ya observadores en dirección a la ciudad, para vigilar a Chwiul y al grupo de Klovhiri… Detrás, el resto de su banda estaba preparado; en ese momento comprobaban armas y reflejos, y llenaban sus barrigas.
Y el demonio aún no había hablado con ella. Había habido otras veces en las que él había optado por no hablar durante interminables horas, pero tras las locas divagaciones de la última noche, el pensamiento de que no volviera a hablarle nunca más la tenía obsesionada. Su preocupación crecía alimentando su cólera, que esa mañana estaba ya suficientemente encendida. Hasta que finalmente avanzó a grandes zancadas hacia él y lo golpeó con la mano abierta.
— ¡Habíame, mala’ingga!
Pero cuando dio el golpe, un dolor como el contacto de una ardiente llama trepó por los músculos de su brazo. Retrocedió lanzando una maldición de sorpresa y sacudiendo el brazo. El demonio nunca la había rechazado antes, nunca la había atacado de ninguna forma. Pero ella nunca se había atrevido a golpearlo antes, siempre lo había tratado con un calculado respeto… ¡Estúpida! Miró su mano, medio temerosa de verla cubierta de quemaduras que la convirtieran en una inválida para el ataque de hoy. Pero la piel parecía aún suave y sin ampollas, apenas algo más brillante, debido al doloroso impacto.
— ¡T’uupieh! ¿Te encuentras bien?
Se volvió para ver a Y’lirr, que se había acercado por detrás de ella con aspecto algo asustado y ceñudo.
—Sí —asintió ella, controlando una réplica más cortante en vista de su preocupación—. No ha sido nada —él llevaba su arco de doble cuerda y su carcaj; ella adelantó su dolorida mano y se los cogió con toda naturalidad para echárselos al hombro—. Vamos, Y’lirr; debemos…
—T’uupieh —esta vez era la voz sobrenatural del demonio la que había pronunciado su nombre—. T’uupieh, si crees en mi poder para cambiar el destino como yo quiero, entonces debes volver y escucharme de nuevo.
Ella se volvió y notó cómo Y’lirr vacilaba tras ella.
— ¡Creo de veras en todos tus poderes, mi demonio! —se frotó la mano.
Las profundidades ambarinas de su ojo absorbieron la expresión de la mujer y leyeron su sinceridad. O al menos, eso esperó ella.
—T’uupieh, sé que no pude conseguir que creyeras en lo que te decía. Pero deseo que… —sus palabras se entremezclaron ininteligiblemente—. En mí… Deseo que conozcas mi nombre. T’uupieh, mi nombre es…
Oyó un aterrado grito de Y’lirr tras ella. Miró a su alrededor —pudo ver cómo él se tapaba los oídos— y hacia atrás, paralizada por la incredulidad.
—…Shang’ang.
La palabra la golpeó como la terrible descarga del demonio, pero esta vez el impacto fue solamente mental. Gritó agudamente, en una desesperada protesta, pero el nombre había pasado ya a su conocimiento… ¡Demasiado tarde!
Transcurrido un largo momento; inspiró profundamente y agitó la cabeza. La incredulidad la mantenía aún inmóvil mientras dejaba que sus ojos vagaran por el cada vez más iluminado campamento, mientras escuchaba los sonidos del despertar del bosque y respiraba el olor acre y especioso de los brotes primaverales. Y entonces se echó a reír. Había oído a un demonio pronunciar su nombre, y aún seguía viva… Y no estaba ciega ni sorda ni loca. El demonio la había elegido a ella, se había unido a ella, ¡se había rendido finalmente a ella!
Aturdida por la exultación, casi no se dio cuenta de que el demonio seguía hablándole. Interrumpió la canción triunfal que brotaba de ella y escuchó:
—…así que te ordeno que me lleves contigo cuando emprendas hoy el camino. Debo ver lo que ocurre, observar el paso de Klovhiri.
— ¡Sí! Sí, mi… Shang’ang. Se hará como tú quieres. Tus caprichos son mi deseo —se volvió y echó a correr colina abajo, se detuvo cuando encontró a Y’lirr aún tendido en el suelo, donde se había dejado caer cuando el demonio pronunció su nombre—. ¡Y’lirr!
Lo sacudió con el pie. Aliviada, lo vio alzar la cabeza. Y observó su propia incredulidad reflejarse en el rostro de su lugarteniente, que levantaba la vista hacia ella.
—Mi dama… ¿No nos ha…?
—No, Y’lirr —dijo ella suavemente; y luego, con más energía—: ¡Por supuesto que no lo ha hecho! Ahora soy la auténtica Consorte del Demonio; nada me detendrá en mi camino… —lo empujó de nuevo con el pie, más duramente esta vez—. Levántate. ¿Qué es lo que tengo? ¿Un puñado de gimoteantes cobardes para arruinar la mañana de mi triunfo?
Y’lirr saltó sobre sus pies y se sacudió las ropas.
— ¡Eso nunca, T’uupieh! Estamos listos para cualquier orden… Listos para cumplir con tu venganza —su mano aferró la empuñadura de su cuchillo.
— ¡Y mi demonio se nos unirá a ella! —el orgullo que sentía le hizo elevar la voz—. Ve a ayudar: que traigan un trineo hasta aquí, y que lo dispongan arriba. Y diles que lo muevan suavemente.
El asintió, y por un momento, mientras miraba al demonio, ella vio temor y envidia en sus ojos.
—Buenas noticias —dijo, y se alejó con su habitual brusquedad, sin volver la vista hacia ella.
Oyó un pequeño clamor en el campamento y miró más allá de él, pensando que la noticia de lo del demonio ya se había difundido. Pero entonces vio a Lord Chwiul, que llegaba tal como había prometido, conducido al claro por la escolta de ella. Alzó ligeramente la cabeza, sorprendida… Acudía solo, por supuesto, pero venía conduciendo un bliell. Eran monturas raras y muy caras, puesto que eran el único animal que ella conocía capaz de cargar con tanto peso, resabiado y difícil de domar. Observó a la bestia azotando el aire, con los colmillos sobresaliendo de sus fláccidas y babeantes fauces, y sonrió levemente. Vio que su escolta se mantenía apartada de las gruesas, cortas y palmeadas patas, sujetando sus lanzas en posición de ataque. Se trataba de un animal anfibio: demasiado pesado para hacer uso de sus alas, pero ágil y rápido cuando nadaba. T’uupieh dirigió una rápida mirada a sus propios pies y manos palmeados, a sus membranosas alas que ahora apenas podían mantener su cuerpo elevado unos escasos segundos. Pensó, como había hecho tantas otras veces, qué extrañas vueltas del destino los habían formado, o transformado, a todos ellos.
Vio a Y’lirr hablando con Chwiul, señalándola a ella; vio su insolente sonrisa y las huellas de aprensión que mostraba Chwiul al mirarla. Imaginó lo que Y’lirr habría dicho: “Sabe su nombre”.
Chwiul cabalgó hacia donde estaba ella, controlando el rostro mientras soportaba el escrutinio del demonio. T’uupieh extendió una mano para palmear casualmente, suavemente su sensual costado, facetado como una joya. Sus ojos se apartaron brevemente de Chwiul, atraídos por algún instinto hacia el cielo directamente encima de ella, y por un brevísimo instante vio abrirse las nubes…
Parpadeó para ver más claramente, y cuando volvió a mirar, ya no estaba. Nadie más, ni siquiera Chwiul, había visto el giboso disco de color dorado verdoso atravesado diagonalmente por una línea de plata y una franja de profunda negrura: la Rueda del Cambio. Mantuvo el rostro sin expresión, aunque su corazón latía alocadamente. La Rueda aparecía solamente cuando la vida de alguien estaba a punto de cambiar profundamente… Por lo general, este cambio era la muerte.
La montura de Chwiul adelantó bruscamente la cabeza mientras su jinete la detenía frente a ella, que mantuvo su posición al lado del demonio. Pero algo de la azulada saliva del bliell goteó y manchó su capa mientras Chwiul tiraba de las riendas y echaba hacia atrás su enorme cabeza.
— ¡Chwiul! —dejó escapar su cólera—. ¡Mantén el control de esa babeante asquerosidad, o haré que la maten! —su mano se posó con el puño cerrado en el pulido costado del demonio.
La semisonrisa de Chwiul se desvaneció bruscamente, e hizo retroceder su montura, sin dejar de mirar nerviosamente el brillante ojo del demonio.
T’uupieh inspiró profundamente y sonrió.
—Así que no te has atrevido a venir solo a mi campamento, mi señor.
Él se inclinó ligeramente desde su silla.
—Simplemente dudaba si adentrarme solo en los pantanos, a pie, hasta que tus hombres me encontraran.
—Entiendo —mantuvo la sonrisa—. Bien, entonces supongo que las cosas han ocurrido esta mañana como planeaste. ¿Están Klovhiri y su gente dirigiéndose hacia nuestra trampa?
—Lo están. Y su guía está aguardando mi señal, para conducirlos hacia el cenagal que tú elijas.
—Bien. Tengo en mente un lugar que está convenientemente rodeado de colinas… —admiró el autocontrol de Chwiul en presencia del demonio, aunque se daba cuenta de que no estaba tan tranquilo como pretendía parecer. Vio a algunos de los hombres dirigirse hacia ellos con un trineo para cargar al demonio para el viaje—. Mi demonio nos acompañará, por deseo propio. Una señal segura de nuestro éxito hoy. ¿No estás de acuerdo?
Chwiul frunció el ceño como si deseara expresar sus dudas, pero no se atrevió a hacerlo con palabras.
—Si te sirve lealmente, entonces sí, mi dama. Un gran honor y un buen presagio.
—Me sirve con auténtica devoción —sonrió de nuevo, insinuante.
Dio un paso atrás a la llegada del trineo, observó cómo era cargado el demonio, asegurándose de que su gente empleaba el necesario cuidado. La nueva reverencia con que lo trataban sus secuaces no pasó inadvertida ni para Chwiul ni para ella misma.
Luego reunió a sus hombres, y partieron hacia su destino.
Se abrieron camino por la humeante superficie de los pantanos y a través de los resbaladizos tentáculos azul pizarra de la frágil y fundente maleza. Se alegró de que avanzaran a menudo por aquel terreno, porque los brotes primaverales espinosos y el musgoso suelo obligaban a cambiar imprevisiblemente sus rutas de un día a otro. Deseó haber podido separar a Chwiul de su fea montura, pero dudaba que él hubiese cooperado, y temía que no fuera capaz de seguir el ritmo a pie. El demonio había sido firmemente atado a su trineo, y sus sudorosos acarreadores tiraban de él sin ninguna queja.
Finalmente alcanzaron las alturas que dominaban el camino principal —aunque difícilmente podía dársele esa denominación ahora— que conducía hasta más allá de la hacienda de su familia. Hizo que se colocara al demonio de modo que pudiera observar el camino invadido por la vegetación en la dirección desde donde debería llegar Klovhiri, y envió a algunos de sus seguidores a esconder sus ojos más atrás en el camino. Luego se inmovilizó mirando hacia abajo, hacia el lugar donde el sendero parecía bifurcarse sin hacerlo realmente: la falsa bifurcación seguía las ondulantes bandas amarillas de la cara del risco por debajo de ella, hasta desembocar directamente en una depresión causada por el agua amoniacal que se filtraba a través de los compuestos sulfurosos de la roca porosa. Allí quedarían todos enfangados mientras ella y su banda los aplastaban como revoloteantes ngip —aplastó pensativamente a un ngip que se había posado descuidadamente en su mano—, a menos que su demonio… A menos que su demonio eligiera crear otro desenlace.
— ¿Alguna señal? —Chwiul cabalgó hasta detenerse junto a ella. Pero ella se apartó ligeramente del poco firme borde del risco, observando al hombre con algo más que un interés casual.
—Todavía no. Pero pronto…
Había enviado secuaces para que se apostaran en la parte baja de la ladera al otro lado de la pista, pero ni siquiera el ojo de su demonio podía penetrar muy profundamente entre el follaje que bordeaba el camino. No había hablado desde la llegada de Chwiul, y no esperaba que revelara ahora sus secretos.
— ¿Qué uniformes lleva tu escolta, y a cuántos de ellos deseas que matemos para crear el efecto adecuado? —descolgó su arco y empezó a probar la tensión de sus cuerdas.
Chwiul se encogió de hombros.
—Los muertos no hablan; mátalos a todos. Yo me ocuparé pronto de los hombres de Klovhiri. Mata también al guía; un hombre que puede ser comprado una vez puede ser comprado dos veces.
—Ah… Alguien con tu perspicacia y discreción llegará muy lejos en el mundo, mi señor —asintió ella, sonriente.
Colocó una flecha en el arco antes de volverse para observar de nuevo el camino, aún vacío. Miró nerviosamente a lo lejos, hacia los contornos plateados, verdes y azules de las distantes montañas cubiertas de niebla; a los huecos dedos de hielo, más altos que ella poco tiempo atrás, fundiéndose y decreciendo ahora a la orilla de un cercano lago, el lago donde ella había nadado el último verano…
Un relumbre de movimiento, un ligero y extraño ruido atrajo de nuevo su mirada hacia el camino. La tensión endureció la armonía de sus movimientos mientras lanzaba la gorjeante llamada que haría que sus hombres ocuparan posiciones a lo largo del borde del farallón. Finalmente. Se inclinó con ansias hacia adelante para conseguir la primera visión de Klovhiri; descubrió al guía, y luego al trineo que arrastraba a su hermana y a los niños. Contó el número de la escolta, los vio a todos emerger en la parte del camino que su vista dominaba por completo. Pero Klovhiri… ¿Dónde estaba Klovhiri? Se volvió hacia Chwiul; su murmullo fue como un latigazo.
— ¿Dónde está él? ¿Dónde está Klovhiri?
La expresión de Chwiul estaba en algún lugar a medio camino entre la culpabilidad y la astucia.
—Se retrasó. Se quedó atrás, dijo que tenía que resolver aún asuntos en la corte…
— ¿Por qué no me lo dijiste?
El tiró secamente de las riendas del bliell.
— ¡Eso no cambia nada! Todavía podemos erradicar a su familia. Esto me dejará primero en la línea sucesoria, y Klovhiri siempre puede ser asesinado más tarde.
—Pero es a Klovhiri a quien quiero… ¡para mí! —T’uupieh alzó su arco apuntando directamente al corazón del hombre.
— ¡Si yo muero, sabrán quién es el culpable! —Chwiul agitó defensivamente un ala—. El Gran Señor se volverá contra ti; Klovhiri se encargará de ello. Véngate de tu hermana, y seguiré recompensándote bien… ¡si mantienes el trato, T’uupieh…!
— ¡Esto no es lo que acordamos!
Los sonidos del grupo acercándose le llegaban ahora claramente desde abajo; oyó las agudas notas de la risa de un niño. Sus secuaces permanecían agazapados, aguardando su señal, y vio a Chwiul prepararse para lanzar su propia señal al guía. Miró al demonio, a su ojo de ámbar clavado en los viajeros, abajo. Echó a andar hacia él. Aún podía cambiar por ella el destino. ¿O ya lo había hecho?
— ¡Retroceded, retroceded! —estalló la voz del demonio por encima de ella, deslizándose hacia el silencioso bosque como una avalancha—. ¡Es una emboscada, una trampa! ¡Habéis sido traicionados!
— ¡Traición!
Apenas pudo escuchar la voz de Chwiul por encima del rugido; su vista giró a tiempo para ver al bliell lanzarse hacia adelante para interceptar su propio avance hacia el demonio. Chwiul enarboló su espada, y ella pudo ver la expresión de intensa furia en su rostro, sin distinguir si estaba dirigida hacia ella o hacia el demonio. Echó a correr hacia el trineo de éste mientras intentaba estirar su arco, pero el bliell cubrió el espacio entre ellos en dos grandes zancadas. Su cabeza se volvió hacia ella con las fauces abiertas. El pie de T’uupieh resbaló en el barro y cayó; las babeantes mandíbulas se cerraron inútilmente con un chasquido por encima de su cabeza. Pero una azotante pata la golpeó duramente y la envió resbalando sobre el barro hasta los pies del demonio.
El demonio. Jadeó en busca del aire que no conseguía llenar sus pulmones, intentando invocar su nombre; vio con increíble claridad la belleza de su forma, y el ululante horror del bliell cargando hacia ellos para destruirlos. Lo vio saltar por los aires sobre ella, sobre el demonio; vio a Chwiul saltar, o ser derribado, flotar por los aires… Por último consiguió dominar su voz y gritar el nombre, una advertencia y una súplica:
— ¡Shang’ang!
Y mientras el bliell descendía nuevamente, un resplandor brotó del caparazón y envolvió al bliell con fuego. El ulular de la bestia rebasó la escala; T’uupieh cubrió sus oídos para protegerse del penetrante dolor de aquel grito. Pero no cubrió sus ojos: la descarga del demonio cesó con la misma rapidez de un relámpago, y el bliell se inclinó hacia atrás y cayó, rebotando ligeramente antes de aplastarse contra el suelo, muerto. T’uupieh se dejó caer hacia atrás contra las patas del demonio, agradecida por aquel apoyo mientras llenaba sus doloridos pulmones y miraba a lo lejos…
…para ver a Chwiul, atrapado por las corrientes ascendentes del borde del risco, deslizándose, deslizándose… Y pudo ver las tres flechas que brotaban de su espalda, antes de que las corrientes se llevaran su cuerpo y desaparecieran hacia abajo, más allá del borde.
Sonrió y cerró los ojos.
— ¡T’uupieh! ¡T’uupieh!
Parpadeó y los abrió de nuevo, resignadamente, mientras notaba cómo su gente se agrupaba a su alrededor. La mano de Y’lirr retrocedió en el intento de tocarle el rostro cuando ella abrió los ojos. T’uupieh le sonrió, a él, a todos ellos, pero no con la sonrisa que había tenido para Chwiul.
—Y’lirr —y le tendió su mano, dejándose ayudar para levantarse.
El dolor y las magulladuras la laceraban a cada pequeño movimiento, pero estaba segura, completamente, de que el único daño real era un pequeño rasguño que le ardía en su ala. Mantuvo el brazo de su lugarteniente cerca de su costado.
—T’uupieh… Mi dama… ¿Qué ocurrió? El demonio…
—El demonio me salvó la vida —los acalló con un gesto—. Y por sus propias razones, hizo fracasar el plan de Chwiul.
La comprensión y las implicaciones empezaban a hacerse reales en su mente. Se volvió, y durante un largo momento miró al indescifrable ojo del demonio. Luego se apartó para dirigirse envaradamente hacia el borde del risco para mirar abajo.
—Pero el contrato…
— ¡Chwiul rompió el contrato! No me entregó a Klovhiri.
Nadie protestó. Ella miró a través de la maleza, adivinando sin mucha dificultad los lugares donde Ahtseet y su grupo habían encontrado refugio abajo. Ahora podía oír el gimoteante llanto de un niño. El cuerpo de Chwiul yacía desmañadamente en la llanura, a plena vista de todos ellos, y creyó ver más flechas surgiendo de su cadáver. ¿Lo habrían asaetado también los guardias de Ahtseet, tomándole por un atacante? El pensamiento la complugo. Y una vocecilla en su interior se atrevía a susurrarle que la salvación de Ahtseet la complacía aún mucho más… Frunció repentinamente el ceño ante aquel pensamiento.
Pero Ahtseet había escapado, y también Klovhiri… Y siendo así las cosas, ella podía aprovechar la ocasión para salvar lo que pudiera. Hizo una pausa para reunir sus aún dispersos pensamientos.
— ¡Ahtseet! —su voz no era la voz del demonio, pero produjo ecos satisfactorios—. ¡Soy T’uupieh! ¡Contempla el cadáver del traidor que yace frente a ti…, el hermano de tu propio compañero, Chwiul! Alquiló asesinos para que te mataran en los pantanos… Coge a tu guía, haz que él te lo cuente todo. Dale las gracias a la advertencia de mi demonio; es por él que sigues viva.
— ¿Por qué? —la voz de Ahtseet reverberó débilmente en el viento.
T’uupieh rio amargamente.
— ¿Por qué? Para mantener los caminos limpios de rufianes. ¡Para hacer que el Gran Señor ame más a su leal servidora, y la recompense aún mejor, mí querida hermana! Y para hacer que Klovhiri me odie. ¡Ojalá el saber que me debe vuestras vidas le devore las entrañas! Pasa libremente a través de mis tierras, Ahtseet; te lo permito…, por esta vez.
T’uupieh retrocedió del borde del risco y se alejó cansinamente, sin preocuparse de si Ahtseet le creería o no. Su gente aguardaba inmóvil, reunida en silencio alrededor del cadáver del bliell.
— ¿Y ahora qué? —preguntó Y’lirr por todos ellos, mirando al demonio.
Y ella respondió. Pero lo hizo directamente al silencioso ojo de ámbar del demonio:
—Parece que después de todo le dije la verdad a Chwiul, mi demonio. Le dije que después de hoy él no iba a necesitar su casa de la ciudad… Quizás el Gran Señor lo considere un trato justo. Quizá pueda arreglarse. La Rueda del Cambio nos arrastra a todos, pero no con la misma facilidad. ¿No es así, mi hermoso Shang’ang?
T’uupieh palmeó afectuosamente el caparazón del demonio, calentado por el ya avanzado día, y se sentó en el suelo reblandecido en espera de la respuesta.
1. En inglés, la palabra ring significa tanto “anillo” como pista o escenario. Así, lo que dice la madre de Shannon es que Saturno se estaba convirtiendo en un circo de tres pistas. (N. del Rev.)
Fin.
COMENTARIO
Ojos de ámbar es una historia de Cenicienta… figuradamente, si no literalmente. Ben Bova me escribió para pedirme si le escribía una historia como base de su “número femenino” de junio de 1977 de la revista Analog, y el plazo máximo que me dio era de cerca de un mes. Me sentí encantada, pero al mismo tiempo preocupada, pues yo escribo muy lento, y no tenía ninguna historia almacenada en ningún rincón de mi cabeza por aquel entonces, que estuviera simplemente esperando a ser escrita. Tenía que sacar algo del sombrero…, o de mi caja de ideas, en este caso.
Una caja de ideas es una herramienta tremendamente útil para un escritor. Descubrí que una caja para tarjetas de ocho por doce centímetros sirve perfectamente para mantener mi colección en orden. A menudo una sola idea no es suficiente para sostener el andamiaje de toda una historia, pero resulta útil coleccionar ideas y guardarlas juntas en algún lugar. En tiempos de necesidad uno puede recurrir a ellas y extenderlas ante sí, combinarlas y recombinarlas hasta que empiezan a crear resonancias interesantes que permiten construir una historia. Así es esencialmente como creé “Ojos de ámbar”.
Empecé tomando la idea de una relación emocional íntima —pero no física— entre un ser humano y un alienígena, de un libro que había leído acerca de un indio y un lobo, y le añadí los detalles de un sueño que había tenido acerca de una mujer asesina en un escenario medieval. Tomé también la sugerencia de mi esposo Vernor, de situar la historia en Titán, una luna de Saturno, uno de los pocos cuerpos en el sistema solar que los científicos creen tiene el potencial suficiente como para desarrollar alguna forma de vida. Puesto que la música me inspira frecuentemente, le entretejí también elementos de una canción popular acerca de un “demonio amante” benigno. Mezclando todos esos elementos creé la trama básica de la historia. Una vez dispuesta la base, me senté, y escribí y escribí, a veces diez o doce horas al día. Mi índice básico de producción de palabras es bastante escuálido, aunque constante. Para escribir rápido debo hacerlo a lo largo de muchas horas, y el proceso de escribir es una especie de prolongada ensoñación, casi una meditación. Mi cuerpo empieza a crisparse cuando lo obligo a permanecer sentado sin moverse durante largos períodos, pero la disciplina de una fecha tope cercana me demostró que puedo elevar mi nivel básico de resistencia.
Sin embargo, una vez escrita la historia, sentí una cierta alienación respecto a ella, quizá debido a que había sido “forzada” y no le había permitido desarrollarse a su propio ritmo natural. En el proceso de escribir una historia a mi velocidad normal, tengo más de una oportunidad para sentirme cómoda con su personalidad, cosa que con ésta no tuve. Cuando recibí una carta que me anunciaba que había sido nominada para un Hugo me quedé atónita. Y entonces comprendí que esta historia estaba destinada a convertirme en algo como ella. Me prometí que si realmente ganaba el Hugo, tendría que pedirle perdón a mi historia, como una malvada madrastra, por su falta de fe en ella… La madrastra lo hizo, y espero haberme hecho perdonar dándole su título a esta antología.
Aunque Ojos de ámbar fue escrita básicamente como una aventura, uno de los temas subyacentes de la historia —y una de las razones por la que, espero, haya sido nominada para el Hugo— es la importancia de la comunicación: comunicarse con seres alienígenas —que pueden ser también simplemente otros seres humanos—, la idea de que detrás de una auténtica comunicación reside la comprensión, y que con la comprensión quizá podamos superar nuestros miedos. Cuestiona también el derecho de cualquier ser o sociedad a interferir con las estructuras de valor de otra cultura… ¿Podemos estar realmente seguros de que los valores que pretendemos imponer son superiores a los que ya poseen? ¿Tenemos derecho a hacer proselitismo? La vida está hecha de gradaciones de gris, más que de puros absolutos de blanco y negro, de verdad y error. No hay respuestas sencillas, ni para los personajes, ni para el escritor… ni para el lector.