El sargento detective Alfonso Rivera del departamento del sheriff del condado de San Junípero maldecía desde el asiento del conductor de un BMW alquilado: «¡Mierda, mierda y doble mierda!». De pronto, recordó que llevaba un transmisor en el pecho. «Bien, vaqueros, aquí no está. Debí habérmelo imaginado, la furgoneta lleva una semana desaparecida. Olvidemos este asunto.»
¿Dónde estaba el fallo? Tres meses preparándolo todo. Le había costado lo suyo convencer al capitán de que Charles L. Belew, alias La Brisa, era el mejor conducto para introducirse en el negocio de los agricultores del Big Sur.
—Ha caído un par de veces por cocaína; si lo cogemos como traficante, lo soltará todo, salvo su receta de cocina preferida, con tal de mantenerse fuera de Soledad.
—Es caza menor -había dicho el capitán.
—Sí, pero conoce a todo el mundo y tiene hambre. En todo caso, porque sabe que es caza menor no piensa que nos molestaríamos por él.
El capitán había cedido finalmente y todo había sido planeado. Ahora Rivera se imaginaba al capitán diciéndole: «Rivera, si ha podido contigo un drogadicto perdedor como Belew, tal vez deberíamos volver a ponerte el uniforme; así, tu notoriedad nos sería ventajosa. Tal vez debamos trasladarte a relaciones públicas o a reclutamiento».
El culo de Rivera peligraba más que el del borracho idiota de la caravana. Además, ¿quién era? Por lo que se sabía, La Brisa vivía solo. Pero aquel tío parecía saber algo; si no, ¿por qué iba a hacer a Rivera pasar un mal rato? Tal vez esto colara en el caso del borracho. Un pensamiento desesperado; un tiro por aproximación.
Rivera memorizó el número de matrícula de la vieja camioneta Ford que estaba aparcada en la entrada de la caravana. Cuando volviera a la oficina, lo pasaría por el ordenador. Tal vez aún podía convencer al capitán de que había dado con algo; y tal vez era verdad. Pero por otro lado, tal vez ya podía irse a freír espárragos.
Rivera estaba sentado en el departamento de archivos bebiéndose un café mientras veía un vídeo. Después de pasar el número de matrícula por el ordenador, se había enterado de que el camión pertenecía a un tal Robert Masterson, de veintinueve años de edad, nacido en Ohio y casado con Jennifer Masterson, también de veintinueve años. Su único antecedente era una multa por conducir borracho hacía dos años.
El vídeo consistía en una relación de las pruebas de alcoholemia que le habían hecho a Masterson. Hacía varios años que el departamento había comenzado a grabar en vídeo todas las pruebas de alcoholemia que se llevaban a cabo, con el fin de evitar las estrategias jurídicas de defensa basadas en supuestos errores de procedimiento por parte de los agentes durante la prueba.
Sobre el monitor aparecía Robert W. Masterson muy borracho (1,80 metros, 90 kilos, ojos verdes, pelo marrón), balbuceando tonterías ante dos agentes uniformados.
«Trabajamos por un propósito común. Ustedes sirven al estado con sus cuerpos y sus mentes. Yo sirvo al estado oponiéndome a él. El beber es un acto de desobediencia civil. Yo bebo en contra del hambre en el mundo; bebo en contra de la infiltración de Estados Unidos en Centroamérica; bebo en contra de la energía nuclear; bebo...»
Conforme veía el vídeo, se apoderó de Rivera la sensación de estar condenado. A no ser que reapareciera La Brisa, su carrera estaba en manos de un impresentable, de un ebrio, idiota redomado. Se preguntaba cómo sería la vida de un guardia de seguridad de banco.
En la pantalla se veía cómo ambos policías dejaban de observar al prisionero para mirar hacia la puerta del cuarto de pruebas. La cámara estaba montada en la esquina de la habitación y estaba equipada con una lente gran angular para cubrir cualquier cosa que ocurriera sin tener que reajustarla. Un pequeño hombre de aspecto árabe con una gorra roja de malla había entrado por la puerta y los agentes estaban diciéndole que se había equivocado de oficina y que por favor se fuera de ahí.
«¿Podría molestarlos por una pequeña cantidad de sal?», preguntó el hombrecillo; y con un salto de la imagen, desapareció de la pantalla como si la cinta hubiese sido cortada.
Rivera retrocedió la cinta y la volvió a pasar. La segunda vez, Masterson hacía la prueba sin ninguna interrupción; la puerta no se abría y no aparecía ningún hombrecillo. Rivera la volvió a pasar: no había ningún hombrecillo.
Se debió de quedar dormido mientras se proyectaba el vídeo. Su inconsciente había hecho continuar la cinta mientras él dormía y había insertado la entrada de aquella figura. Era la única explicación.
«A mí no me hace falta esta mierda», se dijo a sí mismo. Luego, sacó la cinta de la máquina y apuró el café, su décima taza del día.
_____ 5 _____
Augustus Brine
Era un hombre viejo que solía pescar en las playas de Pine Cove; y que ahora llevaba ochenta y cuatro días sin pescar ni un pez. Esto, sin embargo, no tenía mayor trascendencia, porque era el dueño de la tienda de artículos en general del pueblo, negocio que le permitía darse una vida lo bastante acomodada como para complacerse en sus dos pasiones: la pesca y beber vinos californianos.
A pesar de que Augustus Brine fuera viejo, era aún fuerte y vital. Un hombre peligroso en una pelea, aunque no había tenido mucha ocasión de demostrarlo en treinta años (salvo en las pocas ocasiones en que cogía a un adolescente por el cuello y lo arrastraba al almacén para sermonearle acerca de los méritos del trabajar duro y de la insensatez de robar de la «Casa Brine. Carnadas, aparejos y vinos finos»). Y aunque con la edad se le notaba el cansancio, su mente aún se mantenía alerta y ágil. Por la noche se le podía encontrar tendido sobre una silla de cuero, tostando sus pies descalzos al calor de las brasas mientras leía a Aristóteles, a Lao-Tsé o a Joyce.
Vivía en una colina que dominaba el Pacífico, en una pequeña casa de madera que había diseñado y construido él mismo, de manera que, aunque viviera solo, no se sentía solitario por el paisaje que le rodeaba. Durante el día, sus ventanales y claraboyas la inundaban de luz, e incluso en los días nublados y lúgubres cada esquina de la casa estaba iluminada. Por las noches, tres chimeneas de piedra, cada una de las cuales abarcaba una pared entera de la sala, del dormitorio y del estudio, calentaban la casa, ofreciéndole un cálido ambiente anaranjado mientras iban quemando trozo tras trozo de los robles y eucaliptos que él mismo había talado y cortado.
Aunque rara vez pensaba en su propia muerte, cuando lo hacía, Augustus Brine tenía la certeza de que moriría en aquella casa. La había construido de un solo piso y con puertas y pasillos anchos, para que si alguna vez se encontrara inhabilitado en una silla de ruedas pudiera continuar siendo autosuficiente, hasta el día en que se tomara la pildora negra de la muerte que le mandaría la Sociedad Hemlock.
Mantenía la casa limpia y ordenada, no tanto porque fuera ordenado, pues Brine creía que el caos era el orden natural del mundo, sino por facilitarle las cosas a la mujer que le hacía la limpieza, la cual venía una vez por semana a sacudir y a quitar las cenizas de las chimeneas. Por otra parte, también le preocupaba adquirir la fama de ser un desordenado, pues sabía lo propensa que es la gente a juzgar a un hombre por un solo aspecto de su carácter; y además, Augustus Brine también era susceptible, en cierto grado, a la vanidad.
A pesar de lo inútil que le parecía procurar el orden en un universo que era fundamentalmente caótico, Brine llevaba una vida muy ordenada; esta paradoja de su carácter solía, hacerle gracia cuando reparaba en ella. Se levantaba todas las mañanas a las cinco, disfrutaba de una ducha de media hora, se vestía y desayunaba seis huevos y media barra de pan integral, con mucha mantequilla. (El colesterol era un mal demasiado silencioso y solapado para parecerle peligroso y Brine había decidido hacía tiempo que hasta que el colesterol tomara consistencia y le atacara abiertamente él lo desdeñaría por completo.)
Después de desayunar, Brine encendía su primera pipa de meerschaum del día, se metía en su camioneta y se iba al pueblo a abrir el negocio.
Durante las dos primeras horas de la mañana resoplaba por la tienda como una gran locomotora de barba blanca, mientras iba preparando café, vendiendo pastas, intercambiando comentarios con los viejos que entraban a saludarlo cada mañana y preparando la tienda para que, con la ayuda de algunos dependientes, comenzara a funcionar a toda marcha hasta la medianoche. A las ocho de la mañana llegaba el empleado que se ocuparía de la caja mientras Brine hacía los pedidos de lo que llamaba las necesidades epicúreas: pastitas, quesos y cervezas importados, tabaco para pipa y cigarrillos, pasta hecha en casa, salsas, pan recién horneado, cafés especiales y vinos californianos. Como Epicuro, Brine creía que una buena vida era aquella que cultivaba los placeres sencillos con moderación. Años atrás, cuando trabajaba como vigilante en un burdel, Brine había observado repetidas veces que los hombres deprimidos y enfadados se volvían dóciles y felices después de unos cuantos minutos de placer. Fue entonces cuando se prometió a sí mismo abrir un burdel algún día; pero cuando se puso en venta la desvencijada tienda del pueblo con sus dos bombas de gasolina, se olvidó de su sueño y la compró, conformándose con ofrecer al público placeres de otro tipo. No obstante, de vez en cuando su mente albergaba la molesta sospecha de haber desoído la llamada de una verdadera vocación como Madame.
Cada día, después de haber hecho los pedidos, Brine cogía una botella de vino tinto de los estantes y la metía en una canasta con un poco de pan, queso y carnada, y se iba a la playa. El resto de la jornada lo pasaba sentado en una silla de lona bebiendo vino y fumando su pipa, mientras esperaba que se curvara su larga caña con un tirón.
La mayoría de las veces, Brine lograba que su mente permaneciera tan clara como el agua. Sin tener ninguna preocupación ni pensamiento y manteniéndose en un estado entre la consciencia y la inconsciencia, se convertía en uno con todo lo que le rodeaba: el estado zen llamado mushin o de la no mente. Había llegado al zen después del hecho; habiendo reconocido en los escritos de Watts y de Suzuki un estado al que había llegado no con la ayuda de la disciplina, sino simplemente sentándose en la playa y mirando hacia el cielo vacío, mientras adoptaba un estado también de vacío. El zen era su religión, que le brindaba paz y alegría.
Aquella mañana, sin embargo, a Brine le estaba costando mantener la mente clara. Se sentía intrigado por la visita del hombrecillo árabe a la tienda. Brine no hablaba una palabra de árabe, y sin embargo, había comprendido todo lo que el hombrecillo había dicho. Él sí había visto arabescos en el aire con aquellos insultos y también había visto cómo le brillaban los ojos hasta ponérseles blancos de rabia.
Fumaba, con la sirena de meerschaum que estaba tallada en su pipa colocada de forma que el dedo índice quedaba entre sus senos, e intentaba encontrarle significado a una situación que había sucedido fuera del contexto de su realidad. Sabía que si había de aceptar el fluir de aquella experiencia, sólo podía ser con la mente vacía. Pero la verdad era que en aquel momento tenía más probabilidades de comprar pan bajo la luz de luna que de alcanzar la tranquilidad zen. Aquello le intrigaba.
—Es un verdadero misterio, ¿no le parece? -preguntó una voz.
Pasmado, Brine miró a su alrededor. Como a un metro de él, estaba parado el hombrecillo árabe, bebiendo de un gran vaso de poliuretano. Su gorra, húmeda por el rocío, le centelleaba.
—Perdone -dijo Brine-, no le vi llegar.
—Es un verdadero misterio, ¿no le parece?, la forma en que esta absurda figura parece salir de ninguna parte. Debe de estar usted anonadado; ¿paralizado de miedo tal vez?
Brine miró al ajado hombrecillo de traje de franela arrugado y ridicula gorra.
—Muy cerca de encontrarme paralizado -le contestó-. Me llamo Augustus Brine -añadió, extendiéndole la mano.
—¿No teme usted que al tocarme estalle de pronto en llamas?
—¿Existe ese peligro?
—No, pero ya sabe lo supersticiosos que son los pescadores. Tal vez tema convertirse en sapo. Esconde usted bien su miedo, Augustus Brine.
Brine sonrió. Estaba asombrado y a la vez todo esto le hacía gracia; no había pensado siquiera en tener miedo.
El árabe apuró su vaso y lo sumió en la resaca para rellenarlo.
—Por favor, llámeme Gus -dijo Brine-. Y usted, ¿cómo se llama?
—Yo soy Gian Hen Gian, rey de los yinn, señor del Mundo Inferior. No tiemble. No voy a hacerle daño.
—No tiemblo. Será mejor que tenga cuidado con el agua del mar, sienta fatal a la presión sanguínea.
—No se tire de rodillas; no es necesario que se postre ante mi grandeza. Estoy aquí para servirle.
—Muchas gracias, me siento honrado -respondió Brine. A pesar de los extraños acontecimientos en la tienda, le estaba costando tomar en serio a aquel petulante hombrecillo. Era evidente que el árabe era un Napoleón de geriátrico. Había visto a cientos de ellos viviendo en castillos de cartón y festejándose en los basureros por todo Estados Unidos, sólo que éste contaba con credenciales: cuando se enfadaba, se veían arabescos azules por el aire.
—Me alegra que no tenga miedo, Augustus Brine. Un mal terrible está al caer. Tendrá que valerse de su valentía. El que no haya perdido el juicio al encontrarse en presencia del gran Gian Hen Gian es una buena señal. Mi grandeza es, en ocasiones, demasiada para hombres más débiles.
—¿Le apetece un poco de vino? -preguntó Brine, acercándole la botella de Cabernet que había traído de la tienda.
—No, es esto lo que me quita la sed -dijo remolineando el vaso de agua de mar-, desde la época en que no podía beber otra cosa.
—Como quiera -comentó Brine, y bebió de la botella.
—Hay poco tiempo, Augustus Brine, y lo que estoy por decirle puede dejar abatida su pequeña mente. Prepárese, por favor.
—Mi pequeña mente aguanta cualquier cosa, oh rey. Pero primero, dígame, ¿es verdad que esta mañana le oí maldecir entre azules arabescos?
—Un pequeño arrebato, nada, en realidad. ¿Hubiera preferido que convirtiera al torpe bobalicón aquel en una serpiente que por siempre se mordiera la cola?
—No, los insultos bastaron. Aunque en el caso de Vance puede que lo de la serpiente hubiese sido una mejora. Pero sus insultos eran en árabe, ¿verdad?
—Una lengua que me gusta por su musicalidad.
—Pero yo no lo hablo y sin embargo entendí lo que decía. ¿No es verdad que dijo «que Hacienda se entere de que usted deduce sus ovejas domésticas como gasto en diversiones...»?
—Enfadado, puedo ser de lo más imaginativo y colorido -dijo el árabe con una radiante y orgullosa sonrisa. Tenía los dientes en punta, con los bordes aserrados como los de un tiburón-. Tú eres el escogido, Augustus Brine.
—¿Por qué yo? -De alguna manera Brine había dejado de lado su incredulidad y no veía lo absurda que era aquella situación. Si no existía un orden en el universo, ¿entonces por qué iba a resultar incoherente el estar sentado en la playa hablando con un enano árabe que dice ser el rey de los yinn, dondequiera que quede ese endiablado lugar? Curiosamente, a Brine le consolaba el hecho de que aquella experiencia invalidara todas las teorías que había llegado a elaborar con respecto a la naturaleza del mundo. Había llegado al zen de la ignorancia, a la iluminación del absurdo.
Gian Hen Gian rió.
—Te he escogido a ti porque eres un pescador que no pesca. He tenido afinidad con ese tipo de hombre desde que me pescaron en el mar hace mil anos y me liberaron del frasco de Salomón. Uno se queda realmente entumecido después de pasar siglos en un frasco.
—Y bastante arrugado, diría yo -apuntó Brine.
Gian Hen Gian desdeñó su comentario.
—Te encontré aquí, Augustus Brine, escuchando el sonido del universo y sosteniendo en tu corazón una chispa de esperanza, como cualquier pescador; pero ya te habías resignado a la desilusión. No tienes amor, ni fe, ni propósito. Tú serás mi instrumento y a cambio obtendrás las cosas que te falten.
Brine quiso protestar por el juicio del árabe sobre él, pero se dio cuenta de que era verdad. Había sido iluminado durante exactamente quince minutos y ya se encontraba de vuelta en el camino del deseo y del karma. Una depresión posiluminatoria, pensó.
______ 6 ______
La historia del yinn
—Perdone, oh rey, pero ¿qué es en realidad un yinn? -preguntó Brine.
Gian Hen Gian escupió sobre el agua y maldijo, sólo que esta vez Brine no comprendió su lenguaje ni tampoco vio remolinos azules en el aire.
—Yo soy un yinn. Los yinn fueron la primera gente. Éste fue nuestro mundo mucho antes de que apareciera el primer humano. ¿No has leído los cuentos de Scherezade?
—Creía que eran sólo cuentos.
—¡Por el escroto de la lámpara encendida de Aladino, hombre! Todo es un cuento. ¿Qué otra cosa hay? Los cuentos son la única verdad. Esto lo sabía el yinn. Nosotros teníamos poder sobre nuestras historias. Le dábamos al mundo la forma que queríamos. Era nuestra gloria. Fuimos hechos por Jehová como una raza de creadores, pero después nos tuvo envidia.
»Envió a Satanás y a un ejército de ángeles a combatirnos y fuimos relegados al Mundo Inferior, donde éramos incapaces de inventar nuestras historias. Luego creó una raza que era incapaz de crear para que se asombrara del Creador.
—¿Al hombre? -preguntó Brine.
El yinn asintió repetidamente con la cabeza y continuó:
—Cuando Satanás nos envió al Mundo Inferior fue porque había visto el poder que teníamos. Él sabía que no era más que un sirviente, mientras que Jehová les había concedido a los yinn el poder de los dioses. Le pidió a Jehová el mismo poder, proclamando que él y su ejército no servirían hasta que les fuera concedido el mismo poder para crear.
»Jehová se enfadó muchísimo. Relegó a Satán al infierno, donde el ángel podía tener el poder que deseaba pero sólo sobre su propio ejército rebelde. Para humillarlo aún más, Jehová creó a otros seres a los que les concedió poder sobre sus propios destinos, haciéndolos amos de su propio mundo; e hizo que Satán lo observara todo desde el infierno.
»Estos seres eran una parodia de los ángeles; se parecían a ellos físicamente, pero sin su gracia ni inteligencia. Y como antes ya había cometido un par de errores, Jehová hizo a estas criaturas mortales para que no dejaran de ser humildes.
—¿Acaso quiere usted decir que la raza humana fue creada para irritar a Satanás?
—Exactamente. Jehová es muy irritable cuando está de malas.
Brine reflexionó sobre todo aquello durante unos minutos y se arrepintió de no haberse vuelto un criminal a temprana edad.
—¿Y qué sucedió con los yinn?
—Nos quedamos sin forma, ni propósito ni poder. El Mundo Inferior es atemporal, estático y aburrido, como la sala de espera de un médico.
—Pero está usted aquí y no en el Mundo Inferior.
—Sé paciente, Augustus Brine, te contaré cómo llegué aquí. Verás, pasaron muchos años en la Tierra sin que fuéramos molestados. Luego, nació el ladrón Salomón.
—¿Se refiere al rey Salomón? ¿Al hijo de David?
—¡Al ladrón! -escupió el yinn-. Le pidió sapiencia a Jehová para construir un gran templo. Para ayudarle, Jehová le regaló un gran sello de plata, que llevaba en un cetro, y el poder de llamar a los yinn al Mundo Inferior para que le sirvieran como esclavos. A Salomón le fue concedido el poder sobre los yinn en la Tierra que, por derecho, me correspondía a mí. Y como si eso no bastara, el sello también le otorgaba el poder de llamar a los ángeles que habían sido arrojados al infierno. Satanás estaba furioso porque un poder como ése se le concediera a un mortal, lo cual, por supuesto, era el objetivo de Jehová.
»Salomón me llamó primero a mí para ayudarle a construir su templo. Extendió los planos de la construcción ante mí y me eché a reír en su cara. Era poco más que una choza de piedra; su imaginación era tan limitada como su inteligencia. No obstante, me puse a trabajar en su proyecto, construyéndolo piedra por piedra como él quería. Pude haberlo construido en un momento si me lo hubiera pedido, pero aquel ladrón no era capaz de imaginar que un templo se pudiera construir de otra forma que como lo hacían los humanos.
«Trabajaba lentamente, pues aun estando bajo las órdenes del ladrón, me lo pasaba mejor en la Tierra que en el vacío del Mundo Inferior. Después de un tiempo, convencí a Salomón de que necesitaba ayuda y me cedió unos esclavos para que me ayudaran a construir. El trabajo se volvió más lento aún, pues aunque algunos trabajaban, la mayoría pasaban el tiempo charlando por ahí sobre sus sueños de libertad. He observado que hoy en día utilizáis métodos similares para la construcción de vuestras carreteras.
—Es la norma -respondió Brine.
—Salomón se impacientó ante mi lento progreso y mandó llamar a uno de los ángeles del infierno. Era un guerrero serafín llamado Engañifa. Fue entonces cuando comenzaron sus problemas.
«Engañifa había sido un ángel alto y hermoso, pero el tiempo que llevaba en el infierno le llenó de amargura y le transformó. Cuando apareció ante Salomón era un monstruo agazapado del tamaño de un enano. Su piel era como la de un reptil y sus ojos como los de un felino. Era tan horripilante, que Salomón no permitió que lo vieran los habitantes de Jerusalén, haciendo que el demonio fuera invisible para todos menos para él.
«Engañifa albergaba en su corazón un odio hacia los humanos tan tremendo como el del mismo Satanás. Yo no tuve altercado alguno con la raza humana; sin embargo, Engañifa deseaba vengarse. Fue una suerte que no poseyera los poderes de un yinn.
»Para que los habitantes de Jerusalén no supieran de la presencia del demonio, Salomón les dijo a los esclavos que trabajaban en el templo que estaban recibiendo ayuda divina y que debían comportarse como si nada extraordinario sucediera. El demonio se tiró sobre la construcción y alisó bloques enormes de piedra para luego arrastrarlos a sus correspondientes posiciones.
»Salomón estaba satisfecho con el trabajo del demonio y se lo dijo. Engañifa le contestó que la faena se agilizaría si no tuviera que trabajar con un yinn, así que yo me limité a deambular por ahí viendo cómo se iba erigiendo el templo. De vez en cuando caían de los muros grandes piedras que aplastaban a los esclavos que se encontraban abajo. Mientras su sangre corría, yo oía a Engañifa reírse y gritar: "¡Huy!" desde lo alto del muro.
»Salomón creía que aquellas muertes eran accidentales, pero yo sabía que se trataba de asesinatos. Fue entonces cuando me di cuenta de que el control que Salomón ejercía sobre el demonio no era absoluto y que, por lo tanto, su control sobre mí también debía de tener sus limitaciones. Mi reacción inicial fue intentar escapar, pero si me equivocaba sabía que sería enviado de vuelta al Mundo Inferior y todo estaría perdido. Cabía la posibilidad de convencer a Salomón de dejarme en libertad si le ofreciera algo que sólo pudiera obtener a través del poder de creación que yo tenía.
»El apetito que Salomón tenía por las mujeres era ignominioso. Le ofrecí traerle a la mujer más bella que jamás hubiera visto a cambio de que me dejara permanecer en la Tierra; y accedió.
»Me retiré a mis aposentos y me puse a contemplar qué tipo de mujer podría agradarle más al idiota rey. Había visto a sus mil mujeres y no había encontrado ningún encanto que tuvieran en común, nada que revelara las preferencias de Salomón. No me quedaba otro recurso que echar mano de mi propia creatividad.
»La doté de pelo claro, ojos azules y una piel tan blanca y suave como el mármol. Representaba todo lo que los hombres desean del cuerpo y de la mente de las mujeres. Era una virgen con los conocimientos de una cortesana en lo referente al placer. Era buena, inteligente, indulgente y cálida en su alegría.
»Salomón se enamoró de aquella mujer en cuanto se la presenté. "Brilla como una joya -afirmó-, y Joya será su nombre", añadió. Cautivado por su belleza, se pasó una hora o más sólo mirándola. Cuando por fin recobró la lucidez dijo: "Más tarde hablaremos de tu recompensa, Gian Hen Gian", y condujo a la chica hacia su habitación.
»Cuando llevé a Joya ante el rey, sentí que recobraba una fuerza. No era libre de escapar, pero por primera vez podía salir de la ciudad sin sentirme obligado a volver con Salomón. Me adentré en el desierto y pasé la noche disfrutando de la libertad que había conseguido. Hasta que volví a la mañana siguiente no me di cuenta de que el poder que Salomón ejercía, tanto sobre mí como sobre el demonio, dependía de la fuerza de su voluntad, además de las invocaciones y del sello que le había dado Jehová; y la mujer, Joya, había quebrantado su voluntad.
»Vi que, en su palacio, Salomón lloraba un momento y al otro gritaba furiosamente. Durante mi ausencia, Engañifa había irrumpido en su habitación, no con el aspecto que solía tener, sino como un gran monstruo de la altura de dos hombres y del ancho de una yunta; los esclavos también le veían. Mientras Salomón le contemplaba horrorizado, con una sola garra el demonio le arrebató a Joya para quitarle la cabeza de un mordisco. Luego, el monstruo se tragó el cuerpo de la chica y se dispuso a continuar con Salomón. Sin embargo, pensando éste que debía estar protegido por alguna fuerza, ordenó al demonio que volviese a su antigua forma. Engañifa se le rió a la cara y se dirigió hacia las habitaciones de sus esposas.
»Durante toda la noche se oyeron en el palacio los gritos de mujeres aterrorizadas. Salomón ordenó a sus guardas que atacaran al demonio pero él los apartaba de su camino como si fueran moscas. Para cuando llegó el amanecer, los cuerpos aplastados de los guardias cubrían los suelos del palacio. De las mil esposas del rey sólo habían sobrevivido doscientas. Engañifa se había ido.
«Durante el ataque Salomón había invocado el poder del sello y había rezado a Jehová, rogándole que detuviera al demonio. Pero su voluntad había sido quebrantada y no había conseguido nada.
»Pensé entonces que tal vez los poderes de Salomón ya no me afectarían y que podría vivir libremente, pero incluso el idiota del rey pronto relacionaría los hechos y mi destino acabaría siendo el Mundo Inferior.
»Le pedí a Salomón que me permitiera buscar a Engañifa para que fuera juzgado, pues sabía que mi poder era con mucho superior al suyo. Sin embargo, Salomón sólo tenía la construcción del templo como antecedente para juzgar mis poderes, y en aquel caso el demonio le había parecido superior. "Haz lo que puedas -me dijo-, si capturas al demonio, podrás permanecer en la Tierra."
«Encontré a Engañifa en el gran desierto, acribillando tribus nómadas a su antojo. Cuando cayó bajo mi hechizo, protestó diciendo que había pensado regresar, pues la invocación le había convertido en esclavo de Salomón y por lo tanto le era imposible huir. Dijo que sólo había intentado divertirse un poco con los humanos. Para callarlo, durante el viaje de regreso a Jerusalén le llené la boca de arena.
«Cuando le presenté ante el rey, éste me pidió que sugiriera un castigo para atormentar a Engañifa, y así la gente de Jerusalén podría verlo sufrir. Encadené al demonio a una piedra gigantesca ante el palacio y di vida a una gran ave de rapiña que le comía el hígado, el cual le volvía a crecer de inmediato, pues, al igual que los yinn, el demonio era inmortal.
»A Salomón le había gustado mi trabajo. Durante mi ausencia había recuperado buena parte del juicio y, por lo tanto, de su voluntad. Me mantuve de pie ante el rey esperando la recompensa, sintiendo que mis poderes disminuían en tanto que su voluntad se acrecentaba.
»"Te he prometido que jamás regresarías al Mundo Inferior y no volverás -me dijo-. Sin embargo, el demonio este me ha puesto en guardia en lo que respecta a los inmortales en más de un sentido, y por lo tanto no deseo que andes libremente por ahí. Serás encerrado en un frasco y lanzado al mar. Si llegara el momento en que fueras libre otra vez para rondar por la Tierra, no tendrás ningún poder sobre el reino de los hombres a no ser que yo lo desee; y mi deseo ahora y siempre será la buena voluntad sobre todos los hombres. Éstas serán tus limitaciones."
«Tenía un frasco hecho de plomo, marcado en cada lado por un sello de plata. Antes de encerrarme, Salomón prometió que Engañifa permanecería encadenado a la roca hasta que los gritos del demonio quemaran el alma al rey; así no podría volver a perder la voluntad ni la sapiencia. Dijo que entonces mandaría al demonio de vuelta al infierno y destruiría las tablas donde estaban inscritas las invocaciones y el gran sello. Todo esto me lo juró, creyendo que a mí me importaba el destino del demonio. A mí Engañifa me importaba un pedo de camello. Después dio su última orden, selló el frasco y sus soldados me lanzaron al mar Rojo.
«Durante dos mil años languidecí en aquel frasco. Mi único consuelo era un goteo de agua de mar que se colaba, del cual bebía con deleite, pues me sabía a libertad.
»Cuando, finalmente, un pescador sacó el frasco del mar y fui liberado, Salomón y Engañifa me importaban un comino, lo único que me importaba era mi libertad. Estos últimos mil años los he vivido como un hombre porque ha sido la voluntad de Salomón. Sobre esto, Salomón habló con la verdad, pero con respecto al demonio, mintió.
El hombrecillo hizo una pausa y volvió a llenar su vaso con agua del mar. Augustus Brine no sabía qué hacer. Aquella historia no podía ser verdad pero no había manera de corroborarla.
—Perdone usted, Gian Hen Gian; pero ¿por qué no aparece nada de esto en la Biblia?
—Cuestión editorial -respondió el yinn.
—¿Pero no está usted confundiendo la mitología griega con la cristiana? El que el ave de rapiña le comiera el hígado al demonio se parece demasiado a la historia de Prometeo.
—La idea fue mía. Los griegos, como Salomón, eran unos ladrones.
Brine reflexionó durante un momento. Era verdad que se encontraba ante la evidencia de lo sobrenatural, ¿o no? ¿Acaso no estaba el pequeño árabe bebiendo agua de mar sin efectos negativos aparentes? Y aunque esto pudiera en parte ser explicado como una alucinación, estaba bastante seguro de que no había sido el único en ver los extraños arabescos azules aquella mañana en la tienda. ¿Qué tal si por un momento, sólo por un momento, se tomara aquella escandalosa historia como verdadera?...
—Si esto es verdad ¿cómo sabe, tanto tiempo después, que Salomón le mintió? ¿Y por qué contármelo a mí?
—Porque, Augustus Brine, sabía que me creerías; y sé que Salomón mintió porque siento la presencia del demonio, Engañifa, y estoy seguro de que ha venido a Pine Cove.
—Vale -respondió Brine.
_____ 7 _____
La llegada
Virgil Long retrocedió bajo el capó del Impala, se restregó las manos en el mono que llevaba y se rascó una escasa barba de cuatro días. A Travis le recordó a una comadreja con sarna.
—¿Así que piensas que se trata del radiador? -preguntó Virgil.
—Sí, es el radiador -respondió Travis.
—Puede que le falte el motor entero, no se le oía cuando llegaste y eso no es buena señal. ¿Llevas tarjeta de crédito?
Virgil era único en lo referente a diagnosticar problemas específicos de motor. Cuando trataba con turistas, su estrategia consistía en ir reemplazando las piezas y continuar así hasta que o bien encontraba la avería o alcanzaba el límite de la tarjeta de crédito del cliente, lo que sucediera primero.
—El motor ni siquiera estaba encendido cuando llegué -protestó Travis-, y no tengo tarjeta de crédito. Es el radiador, te lo juro -añadió.
—Verás, chaval -dijo Virgil con la lenta cadencia del acento sureño-, sé que crees saber sobre el tema, pero yo tengo un certificado de la fábrica Ford colgado en la pared y pone ahí que soy maestro mecánico -dijo mientras con un dedo rechoncho señalaba hacia la oficina del taller. Una de las paredes estaba repleta de certificados enmarcados, los cuales rodeaban el póster de una mujer desnuda sentada sobre el capó de un Corvette, puliendo sus partes íntimas con un pañuelo con el fin de vender aceite de coches. Virgil había comprado sus certificados de maestro mecánico en una tienda de New Hampshire: dos por cinco dólares, seis por diez dólares y quince por veinte dólares; él se había llevado el lote de veinte. Aquellos que tenían la paciencia de leerlos se quedaban un poco sorprendidos de que la única estación de servicio y lavacoches de Pine Cove contara con un mecánico de autos de nieve con certificado de la fábrica. En Pine Cove no había nevado nunca.
—Éste es un Chevy -dijo Travis.
—Para ésos también tengo un certificado. Seguramente le harán falta unas anillas nuevas. El radiador es sólo un síntoma, también lo es que tenga los faros rotos. Si sólo se trata el síntoma, la enfermedad empeora.
En una ocasión, Virgil había escuchado esta última frase en un documental médico y le había gustado.
—¿Qué costaría arreglar solamente el radiador?
Virgil miró fijamente las manchas de aceite que había sobre el suelo del taller como si por medio de la interpretación de sus tonalidades o de una técnica mística de adivinación, tal vez de la petrolmancia, fuera a ocurrírsele un precio que no ahuyentara al cliente pero que le pareciera una cifra exorbitante por hora de trabajo.
—Cien dólares -era una cifra de sonoridad redonda.
—Bien -le contestó Travis-, arréglalo. ¿Cuándo estará listo?
Después de consultar otra vez con las manchas de aceite, Virgil alzó la cabeza con una sonrisa de buen chico y dijo:
—¿Qué tal a eso de las doce?
—Vale -respondió Travis-. ¿Hay por aquí un billar y algún sitio donde pueda desayunar?
—Billar, no. Está abierto La Cabeza de la Babosa, que queda en esta misma calle. Ahí tienen un par de mesas.
—¿Y para desayunar?
—Lo único que está abierto en este extremo del pueblo es el H.P., a una calle de Cypress, abajo de La Cabeza. Pero es un café local.
—¿Hay problema para que le sirvan a uno?
—No, pero puede que te sorprenda un poco la carta. Es, bueno, ya lo verás.
Travis dio las gracias al mecánico y comenzó a andar en dirección al H.P. con el demonio siguiéndole escurridizamente a unos pasos. Conforme pasaban al lado de los puestos de autoservicio de lavado de coches, Travis vio a un hombre alto, de unos treinta años, que descargaba de una vieja camioneta pickup Ford unas canastas de plástico de lavandería llenas de platos sucios. Parecía que le estaba costando meter las monedas de veinticinco centavos en la ranura del contador.
Mientras lo observaba, Travis dijo:
—Sabes, Engañifa, creo que en este pueblo debe de haber mucho incesto.
—Seguramente es el único entretenimiento que hay -coincidió Engañifa.
El hombre del autoservicio de lavado había activado la manguera de alta presión y la pasaba de un lado a otro sobre las canastas de platos. A cada pasada de manguera decía: «Nadie vive así, nadie».
Un chaparrón aprovechó que amainaba el viento y cayó sobre Engañifa y Travis.
—Me estoy diluyendo -dijo Engañifa lloriqueando con su mejor tono de brujo malvado.
—Vamonos de aquí -sugirió Travis mientras aceleraba el paso para evitar el siguiente chaparrón-. Tenemos que conseguir cien dólares antes de esta tarde -añadió.
Jenny
En las dos horas que llevaba Jenny Masterson en el café, ya había tirado una bandeja llena de vasos, había confundido las órdenes de tres mesas, había llenado los azucareros con sal y los saleros con azúcar y había vertido café caliente sobre las manos de dos clientes que habían cubierto sus tazas en señal de que ya les había servido bastante. «Un gesto completamente estúpido», pensó Jenny. Lo peor no era que normalmente hiciera su trabajo sin ningún contratiempo, lo peor era que todo el mundo se mostrara tan puñeteramente comprensivo al respecto.
—No te preocupes, cariño, estás pasando por una época difícil.
—Un divorcio nunca es fácil.
Sus lenitivos constaban desde un «es una pena que no pudierais encontrarle una solución a vuestros problemas» a un «pero si es un borracho irresponsable. Estarás mejor sin él».
Llevaba separada de Robert exactamente cuatro días y todos en Pine Cove lo sabían, simplemente no podían pasar de ello. ¿Por qué no la dejaban tranquila sin ofrecerle toda esa empalagosa sarta de consuelos? Era como si llevara bordada en rojo sobre la ropa una gran letra D, que sirviera de invitación para que la gente del pueblo se ciñera a su alrededor como una ameba hambrienta.
Cuando cayó la segunda bandeja de vasos, se quedó inmóvil entre los vidrios rotos intentando recuperar el resuello, pero le fue imposible. Tenía que hacer algo, gritar, llorar o desmayarse; pero se limitó a quedarse así, paralizada, mientras uno de los chicos recogía los trozos.
Sintió dos manos huesudas posarse sobre sus hombros. Después, oyó una voz, que parecía venir de muy lejos, que le hablaba al oído: «Estás pasando un ataque de ansiedad, querida. Ya se te pasará. Relájate, respira profundamente». Sintió cómo aquellas manos la guiaban a través de la cocina hacia la oficina trasera.
—Siéntate y pon la cabeza entre las rodillas.
Dejó que la llevaran hasta una silla. La mente se le puso en blanco y la respiración se le atascaba en la garganta. Una mano le frotaba la espalda.
—Respira, Jennifer. No permitiré que arrastres esta congoja en medio del turno del desayuno.
Un momento después, con la cabeza, ya despejada, alzó la mirada y se encontró con la cara de Howard Phillips, el dueño de H.P., que la miraba desde arriba.
Era un hombre alto y esquelético que siempre vestía un traje negro y botines, de los que se llevaban hacía cien años. Salvo en la depresión de los pómulos, la piel de Howard era tan blanca como la de un gusano de carroña. Roben había dicho una vez que parecía el maestro de ceremonias de un festival de quimioterapia.
Howard había nacido y crecido en Maine; sin embargo, cuando hablaba lo hacía con el deje de un londinense erudito.
—El cambio es una bestia de grandes fauces, querida; esto no quiere decir, sin embargo, que has de hacerle una temerosa reverencia acobardándote entre las ruinas de mi cristalería mientras tienes órdenes pendientes.
—Lo siento Howard; Robert llamó esta mañana y parecía tan desolado que fue de lo más patético.
—Una tragedia, en efecto. Sin embargo, mientras nos encontramos embebidos en nuestro dolor, dos «especiales del chef» perfectamente saludables languidecen bajo las lámparas y se van convirtiendo en gelatinosas invitaciones al botulismo.
Jenny se sintió aliviada de que su jefe, con su críptico encanto, no le demostrara ninguna lástima, sino que la animara a que se espabilara y rehaciera su vida.
—Creo que me siento mejor. Gracias, Howard. -Jenny se puso de pie, se secó las lágrimas con una servilleta de papel que llevaba en el bolsillo de su delantal y se fue a llevar las órdenes.
Howard, que había gastado la ración de compasión que tenía por ese día, se retiró a su oficina para volver a sus libros de administración.
Al volver al comedor, Jenny vio que la mayoría de la gente se había ido; sólo quedaban algunos de los clientes habituales y un joven moreno, al que no conocía, que estaba de pie al lado del cartel de «Espere su turno, gracias». Gracias a Dios, al menos él no preguntaría por Robert y eso sí era un alivio.
No muchos turistas daban con el H.P. Estaba al final de un callejón sin salida que daba a la calle Cypress y quedaba oculto tras una fila de árboles que bordeaban el callejón. Era un edificio de estilo Victoriano remodelado. El cartel que lo anunciaba, sobrio y pequeño, sólo decía «Café». Howard no creía en la publicidad, y a pesar de ser un anglofilo consumado que, además de admirar todo lo inglés creía que en general los ingleses eran superiores a los americanos, su negocio no tenía una falsa decoración inglesa que pudiera atraer a los turistas. El café servía comida sencilla a un precio moderado. A pesar de la excentricidad de Howard, la cual quedaba reflejada en la carta, los habitantes de Pine Cove eran sus clientes asiduos. Después de Casa Brine, carnadas, aparejos y vinos finos, H.P. contaba con la clientela más leal en Pine Cove.
—¿Sección de fumador o de no fumador? -preguntó Jenny al chico.
Ella notó que era guapo, pero no reparó en ello, pues sus años de monogamia la tenían condicionada a no fijarse en esas cosas.
—De no fumador -respondió él.
Jenny le condujo hasta una mesa en la parte trasera del restaurante. Antes de sentarse, él sacó la silla de enfrente como si fuese a descansar en ella los pies.
—¿Esperas a otra persona? -preguntó Jenny al darle la carta. Él la miró como si no la hubiera visto antes; la miró fijamente a los ojos sin decir palabra. Abochornada, Jenny bajó la mirada-. La especialidad del día son los huevos a la sozoz, una voluptuosa y deliciosa amalgama de ricos ingredientes, tan deleitable que su sola descripción puede desquiciar -apuntó.
—¿Estás bromeando?
—No, el dueño nos pide que memoricemos las especialidades del día al pie de la letra.
Él siguió mirándola.
—¿Qué quiere decir todo eso? -preguntó.
—Huevos revueltos con jamón y queso y pan tostado.
—¿Por qué no lo dijiste desde un principio?
—El dueño es algo excéntrico. Él cree que tal vez sean sus platos del día la única razón por la que los antiguos permanecen en Pine Cove.
—¿Los antiguos?
Jenny suspiró. Lo bueno de tener clientes regulares era que no tenía que explicarles las rarezas de la carta. Era evidente que este chico era de fuera. Pero ¿por qué continuaba mirándola fijamente?
—Es su religión o algo así -continuó Jenny-; cree que la Tierra estuvo poblada por otra raza, a los que llama los antiguos. Por alguna razón desaparecieron de la Tierra, pero él cree que están intentando volver para reconquistarla.
—¿Es broma?
—Deja de decir eso, no estoy bromeando.
—Lo siento -respondió Travis y después de echarle un vistazo a la carta añadió-: Bueno, tomaré los huevos a la sozoz y cardos a la locura.
—¿Tomarás café?
—Sí, un café estaría muy bien.
Jenny apuntó la orden y se dirigió hacia la ventanilla de la cocina.
—Perdona -dijo Travis.
Jenny se giró hacia él, a medio camino.
—¿Si?
—Tienes unos ojos increíbles.
—Gracias -respondió ella sintiendo que enrojecía, y se fue a entregar la orden. No se encontraba preparada para eso. Le hacía falta algún tipo de descanso entre estar casada y estar divorciada. ¿Permiso por divorcio? Si había permiso por maternidad ¿por qué no iba a haber por divorcio?
Cuando volvió con el café, Jenny lo miró por primera vez como tal vez lo haría una mujer soltera. En un estilo oscuro y anguloso, lo encontraba guapo. Se veía que era más joven que ella, tal vez de unos veintitrés o veinticuatro años. Ella intentaba adivinar qué clase de profesión podría tener por la ropa que llevaba, cuando tropezó con la silla que él había apartado antes de la mesa, tirando buena parte del café sobre el plato.
—Dios mío, lo siento.
—No pasa nada -respondió Travis-. ¿Has tenido un mal día?
—Y se está poniendo peor por minutos. Te traeré otra taza.
—No -respondió él, levantando una mano en señal de protesta-, no te preocupes.
Le quitó la taza y el plato de las manos, los separó y virtió el café en la taza.
—¿Lo ves? Como nueva. No quiero causarte más problemas en un mal día.
La miraba otra vez.
—No, está bien, quiero decir estoy bien, gracias -apuntó Jenny. Sentía que tenía la gracia de un elefante. Maldijo a Robert por ser el culpable de todo esto. Si no hubiese... no, no era culpa de Robert, había sido ella quien decidió acabar con el matrimonio.
—Me llamo Travis -dijo él extendiendo la mano.
Ella la estrechó tímidamente.
—Jennifer -contestó ella. Estaba a punto de decirle que era casada pero que él le parecía muy simpático-. No estoy casada -dijo de pronto. Inmediatamente le dieron ganas de irse a la cocina y no volver más.
—Yo tampoco -dijo Travis-, y además, no soy de aquí. -El no parecía reparar en lo torpe que era ella-. Verás, Jennifer, estoy buscando una dirección y tal vez tú me puedas ayudar a encontrarla. ¿Sabes cómo se llega a la calle Cheshire?
Jenny se sentía aliviada por hablar sobre cualquier cosa que no fuera sobre sí misma. Comenzó a darle a Travis una lista de calles, vueltas y carteles que lo conducirían a la calle Cheshire, pero al terminar se dio cuenta de que él la miraba inquisitivamente.
—Te dibujaré un plano -apuntó Jenny. Sacó un bolígrafo del bolsillo de su delantal e inclinada sobre la mesa se puso a dibujarlo sobre una servilleta.
Sus caras se encontraban sólo a unos cuantos centímetros de distancia.
—Eres muy guapa -dijo Travis.
Ella le miró. No sabía si sonreír o gritar. «Todavía no -pensó-, no estoy lista.» Él no esperó a que contestara.
—Me recuerdas a alguien que conocí.
—Gracias... -intentó recordar su nombre-, Travis.
—¿Cenamos juntos esta noche?
Ella buscó una excusa para rechazarle, pero no se le ocurrió ninguna. No podía utilizar la que había usado durante una década, pues ya no era verdad. Tampoco había estado sola lo bastante como para inventarse otras excusas. De hecho, sentía que de alguna manera le estaba siendo infiel a Robert sólo por hablar con aquel tipo. Pero era una mujer soltera. Por fin se decidió a escribir su número de teléfono bajo el plano de la servilleta y se lo dio.
—Mi teléfono está debajo. ¿Por qué no me llamas esta tarde a eso de las cinco y lo hablamos? ¿De acuerdo?
Travis dobló la servilleta y se la guardó en el bolsillo de la camisa.
—Hasta esta noche -le dijo.
—¡Oh, ahorradme esto! -exclamó una voz grave.
Jenny se giró hacia ella pero no había más que una silla vacía.
—¿Oíste eso? -le preguntó a Travis.
—¿Qué? -preguntó él mirando hacia la silla.
—Nada, creo que necesito un descanso -comentó Jenny.
—Relájate, no muerdo -dijo él, mirando de reojo a la silla.
—Tu plato ya está, ahora vuelvo.
Recogió el plato de la ventanilla y se lo llevó a la mesa. Mientras el joven moreno comía, ella, detrás del mostrador, separaba los filtros de la cafetera para el turno siguiente, mirándolo de reojo de vez en cuando con una sonrisa que, entre bocados, él le devolvía.
Ella se encontraba bien, perfectamente bien. Era una mujer soltera y podía hacer lo que le diera la maldita gana. Podía salir con quien quisiera; era joven y atractiva y acababa de ligar, más o menos, por primera vez en diez años.
Sus miedos salían huyendo como una bandada de cuervos ante la confianza que iba adquiriendo en sí misma. De pronto, pensó en que no tenía la menor idea de qué ponerse; y con ello la libertad de la soltería se convirtió enseguida en una carga, una bendición contrariada, un herpes en el anillo papal. Tal vez no cogería el teléfono cuando la llamara.
Travis terminó de comer y pagó su cuenta, dejando una cuantiosa propina.
—Nos veremos esta noche -le dijo a Jenny al irse.
—De acuerdo -respondió ella con una sonrisa.
Ella lo observó mientras cruzaba el parking. Parecía estar hablando con alguien mientras andaba; probablemente estaba cantando. Los hombres suelen hacer esas cosas cuando han ligado, ¿no? ¿O se trataría tal vez de un sonado?
Por enésima vez aquella mañana se resistió a llamar a Roben; para decirle que volviera a casa.
____ 8 ____
Robert
Robert cargó en la parte trasera de su camión la última canasta de platos. La imagen de un camión lleno de platos limpios no le levantaba el ánimo tanto como había esperado. Todavía estaba deprimido; todavía tenía roto el corazón; y todavía estaba resacoso.
Por un momento pensó que lavar los platos había sido una equivocación, pues el haber creado un claro de limpieza y brillantez, por muy pequeño que fuera, hacía que, por contraste, el resto de su vida pareciera aún más miserable. Tal vez debía haberse dejado llevar por la corriente hacia abajo, como el piloto que, para salir de una barrena incontrolable, baja la palanca de mando.
En el fondo, Robert creía que si las cosas se ponían tan mal como para no vislumbrar esperanza ocurriría algo que no sólo lo salvaría del desastre, sino que además mejoraría su vida de forma general. Se trataba de un tipo de fe retorcida que había adquirido a través de años de ver televisión, en donde ningún problema era tan grave como para no poder ser superado por un mensaje comercial; y también contribuían a esta fe dos importantes acontecimientos de su vida.
En Ohio, su primer trabajo de verano cuando era pequeño fue recoger la basura de las calles en la feria del condado. Aquel trabajo había sido muy divertido durante las dos primeras semanas. Él y los demás chicos del equipo de limpieza solían pasarse días enteros entre las calles de la feria, paseando con unos palos largos que tenían un clavo en una punta. Con él ensartaban papeles y vasos de plástico como si fueran los leones del Serengeti. Les pagaban en efectivo al final de la jornada y al día siguiente se gastaban su sueldo entero en juegos de azar y repetidas subidas en el zipper, que fue donde Robert adquirió el hábito de pagar por sentir náuseas y mareo.
Un día después de que terminara la feria, les pidieron a Robert y los demás chicos que se presentaran temprano en la zona del almacén. Llegaron antes del alba, preguntándose qué harían ahora que los coloridos remolques de circo y los juegos ya no estaban y que las calles se encontraban vacías.
El representante del condado se encontró con ellos fuera de los enormes establos que tenía el recinto, con un camión de carga, una pila de horcas y unas carretillas.
—Limpiad estos establos, chicos, y cargad el camión de estiércol -les dijo; y después se fue, dejando a los chavales sin supervisión alguna.
Robert tan sólo había subido tres horcadas de estiércol cuando los chicos y él tuvieron que salir corriendo del establo en busca de oxígeno, pues el olor a amoníaco les quemaba la nariz y los pulmones.
Intentaron limpiar los establos una y otra vez, pero más fuerte que su voluntad era aquel hedor insoportable. Mientras se encontraban fuera del establo, quejándose y maldiciendo, Robert notó que una figura se erguía entre la niebla de la mañana en el terreno ferial adyacente. Parecía la cabeza de un dragón.
Comenzaba a clarear y los chicos oyeron golpes y ajetreo y también extraños ruidos de animales que provenían de aquel terreno. Contentos por haber encontrado distracción en su desagradable faena, miraron hacia la niebla, intentando vislumbrar qué formas se movían.
Cuando el sol irrumpió sobre los árboles al este del recinto, apareció entre la neblina un hombre contrahecho vestido con un mono de trabajo azul que se dirigía hacia el establo. «¡Eh, chavales!», les gritó. Ellos esperaban recibir un castigo por no estar trabajando. «¿Os gustaría trabajar para el circo?», preguntó aquel hombre.
Los chicos dejaron caer las horcas como si ardieran al rojo vivo y corrieron hacia él. El dragón resultó ser un camello; y los extraños ruidos, el trompeteo de los elefantes. Bajo la neblina, un equipo de hombres desenrollaban lo que sería el techo del circo de Clyde Beatty.
Durante toda la mañana, Robert y los chicos ayudaron a los empleados del circo a juntar los paneles de lona amarilla de la carpa y a armar las gigantescas varillas de aluminio que darían soporte al gran techo.
Era un trabajo pesado y cansado, pero también maravilloso y emocionante. Cuando las varillas de aluminio estaban ya colocadas sobre la lona, la cual estaba sujeta a una polea por medio de unos cables, fueron impulsadas hacia el cielo con la ayuda de un equipo de elefantes. A Robert le pareció que el corazón le estallaría de emoción. Anonadados, los chicos vieron cómo se elevaba el techo como un gran sueño amarillo.
Sólo había sido un día, pero había sido glorioso y Robert lo recordaba con frecuencia; recordaba a los trabajadores, que bebían de una petaca que llevaban en el cinturón y se llamaban entre ellos por el nombre del pueblo o del estado del que provenían: «Kansas, trae para acá ese puntal. Nueva York, nos hace falta un mazo». Robert pensó en la mujer de robustos muslos que caminaba sobre el alambre y volaba en el trapecio. Su abundante maquillaje era grotesco de cerca, pero precioso en la distancia, cuando volaba por el aire sobre la muchedumbre.
Aquel día había sido para él una aventura y un sueño, uno de los mejores de su vida. Pero lo que le sorprendía es que llegara justo en un momento en el que las cosas parecían ser más sombrías, cuando todo se había ido, literalmente, a la mierda.
La siguiente vez en que la vida de Robert iba en picado, se encontraba en Santa Bárbara y su salvación apareció en forma de mujer.
Había llegado a California con todas sus pertenencias en un Volkswagen, determinado a realizar un sueño que, según él, comenzaría en la frontera de California, con música de los Beach Boys y una larga y blanca playa llena de rubias voluptuosas que se morirían por la compañía de un joven fotógrafo de Ohio. Lo que encontró fue soledad y pobreza.
Robert había escogido la prestigiosa escuela de fotografía de Santa Bárbara porque tenía fama de ser la mejor. Como fotógrafo del anuario del instituto se había ganado la reputación de ser uno de los mejores del pueblo; sin embargo, en Santa Bárbara era sólo un adolescente más entre cientos de estudiantes que, en todo caso, estaban más preparados que él.
Consiguió un trabajo en una tienda de ultramarinos, almacenando mercancía desde la medianoche hasta las ocho de la mañana. Tenía que trabajar durante toda la jornada para poder pagar las exorbitantes mensualidades y el alquiler, por lo que no tardó en retrasarse en sus estudios. Dos meses después, se vio obligado a abandonar la escuela para evitar que lo echaran.
Se encontraba en un pueblo extraño, sin amigos y apenas con el dinero suficiente para sobrevivir. Comenzó a beber cerveza por las mañanas en el parking, con sus compañeros de turno. Se iba a casa abotargado y dormía durante el día, hasta el turno siguiente. Con el gasto adicional del alcohol, Robert había tenido que empeñar sus cámaras para pagar el alquiler, y con ellas se había ido su última esperanza de un futuro que fuera más allá de almacenar conservas.
Una mañana, habiendo terminado su turno, su jefe lo mandó llamar a la oficina.
—¿Sabe algo sobre esto? -preguntó el administrador señalando cuatro tarros de mantequilla de cacahuete abiertos que estaban sobre su escritorio-. Fueron devueltos ayer por unos clientes. -Sobre la tersa superficie de la mantequilla de cada tarro estaban inscritas las siguientes palabras: ¡Socorro, atrapado en el infierno del supermercado!
Robert era el encargado de almacenar los envases de vidrio; no merecía la pena negarlo. Había escrito aquellos mensajes una noche después de haberse bebido varias botellas de jarabe para la tos que había robado de los estantes.
—Recoge tu talón el viernes -le ordenó el administrador.
Se retiró cabizbajo; se encontraba sin dinero, desempleado y a mil quinientos kilómetros de casa; un fracasado a los diecinueve años. Conforme se iba de la tienda, una de las cajeras, una bonita pelirroja como de su edad, que llegaba para abrir al público, le detuvo.
—Te llamas Robert, ¿no?
—Sí -respondió.
—Tú eres fotógrafo, ¿verdad?
—Lo era -Robert no tenía ánimos para charlar.
—Pues verás, espero que no te importe, pero una mañana me encontré tu portafolio en el cuarto de descanso y lo miré. Eres muy bueno.
—Ya no me dedico a eso.
—Qué pena, una amiga mía se casa el sábado y necesita un fotógrafo.
—Mira -dijo Robert-, te agradezco el gesto pero me acaban de echar y ahora me voy a casa a emborracharme. Además, tengo las cámaras empeñadas.
La chica le sonrió. Tenía unos ojos azules increíbles.
—Aquí estabas desperdiciando tu talento. ¿Cuánto costaría sacar tus cámaras de la casa de empeño?
Se llamaba Jennifer. Después de pagarle el importe de las cámaras lo colmó de adulaciones y de ánimos. Robert comenzó a ganar dinero trabajando en bodas y bar mitzvahs [Ceremonia judía para los niños que inician la adolescencia. (N.de la T.)], sin embargo, no le bastaba para pagarse un alquiler. En Santa Bárbara la competencia contaba con demasiados buenos fotógrafos.
Se mudó al pequeño piso de una habitación que tenía Jennifer.
Después de vivir juntos unos meses, se casaron y se fueron a vivir al norte, a Pine Cove, donde Robert encontraría menos competencia para trabajar.
En aquella ocasión Robert había caído una vez más en una época baja de su vida, y una vez más el destino femenino le había proporcionado un milagroso rescate. Las orillas ásperas de la vida de Robert habían sido limadas por el amor y la dedicación de Jennifer. La vida había sido, hasta ese momento, buena con él.
El mundo de Robert se estaba viniendo abajo como el suelo de una trampa y se encontraba en una caída libre y desorientada. Intentar controlar las cosas por medio de planes sólo serviría para retrasar su inevitable rescate. Según su razonamiento, cuanto más pronto tocara fondo más pronto mejoraría su vida.
Cada vez que le había sucedido esto las cosas habían empeorado un poco sólo para mejorar después. Un día llegarían tiempos mejores y todo el tumulto de problemas que acarreaba la vida se iría a paseo; Robert tenía fe en que así sería. Pero para levantarse de las cenizas, primero había que caer y quemarse. Con todo esto en mente, cogió sus últimos diez dólares y se echó a la calle en dirección a La Cabeza de la Babosa.
______ 9 ______
La Cabeza de la Babosa
Mavis Sand, la dueña del bar La Cabeza de la Babosa, había vivido tanto tiempo acompañada por el espectro de la muerte que comenzaba a pensar en ella como uno podría pensar en un viejo y cómodo jersey. Hacía tiempo que había hecho las paces con la muerte; y la muerte a su vez había acordado no llevársela de un solo golpe, sino ir abreviándola poco a poco.
En sus setenta años, la muerte ya se había llevado su pulmón derecho, su vesícula biliar, su apéndice y la retina de ambos ojos, con cataratas y todo. La muerte se había llevado también la vena aorta de su corazón y en su lugar Mavis llevaba un artilugio de acero y plástico, el cual se abría y se cerraba como las puertas automáticas de un supermercado. Además, la muerte se había llevado la mayor parte de su pelo y Mavis llevaba una peluca de poliéster que le irritaba la piel.
Había perdido buena parte de su facultad auditiva, todos sus dientes y su colección de monedas. (Aunque a este respecto sospechaba más de un sobrino pobretón que tenía que de la muerte.)
Hacía treinta años que había perdido el útero, pero aquello había sido en una época en que los doctores los extirpaban con tanta frecuencia que parecía que estaban compitiendo por algún premio, así que por aquella pérdida no responsabilizaba a la muerte.
Al perder el útero, a Mavis le salió un bigote que se rasuraba cada mañana antes de abrir el bar. Deambulaba tras la barra con la ayuda de un par de coyunturas de acero inoxidable, ya que la muerte también se había llevado sus caderas, aunque no antes de habérselas ofrecido a un regimiento de vaqueros y albañiles.
Con el paso de los años, la muerte se había llevado tanto de Mavis que cuando le llegara la hora de irse al otro mundo le parecía que iba a ser como meterse poco a poco en una humeante bañera de agua caliente; Mavis no le tenía miedo a nada.
Cuando Robert entró en La Cabeza de la Babosa, Mavis se encontraba detrás de la barra, apoltronada sobre su taburete, fumando un Taryton extra largo mientras supervisaba el bar como la reina lagarta de los pintalabios. Después de unas cuantas caladas de cigarrillo, se untaba una cuantiosa capa de pintalabios de un tono rojo abrasador, atinando en buena parte en la zona donde correspondía. Y cada vez que apagaba uno de sus cigarrillos, sacaba un atomizador de Seducción de Medianoche, el cual guardaba al lado del cenicero, y se perfumaba con un golpe de spray la ranura que dividía sus enormes senos y la parte trasera de los lóbulos. En ocasiones, cuando su pulso se volvía inconsistente como consecuencia de una sobredosis de Bushmill's, se disparaba un poco de spray directamente en el aparato auditivo, lo que ocasionaba un cortocircuito y que el acto de pedir una copa pareciese una competencia de gritos. Como remedio a este problema, en una ocasión, alguien le regaló unos pendientes hechos de cartón de desodorante ambiental con forma de árbol navideño, garantizándole a Mavis ese olor a coche nuevo. Sin embargo, Mavis insistió en que se pondría Seducción de Medianoche o no se pondría nada, así que los pendientes quedaron colgados en la pared en el sitio de honor, junto a la placa que contenía la lista de ganadores del torneo anual de billar de ocho bolas y del concurso del mejor chili con carne, ambos conocidos por los clientes como el «Festival de la Babosa».
Robert se quedó junto a la entrada mientras los ojos se le acostumbraban a la oscuridad del bar.
—¿Qué te pongo, guapito? -le preguntó Mavis, mientras batía sus pestañas postizas tras los culos de botella enmarcados por falsos diamantes que llevaba por gafas; a Robert le parecía estar viendo a un par de arañas intentando escapar de un frasco.
Manoseó el billete de diez dólares que tenía en el bolsillo y se sentó sobre un taburete.
—Una jarra, por favor.
—¿Problemas?
—¿Se me notan mucho? -preguntó Robert con cierta ironía.
—No mucho, sólo iba a pedirte que cerraras los ojos antes de morir desangrado -dijo Mavis con la risa de una gárgola coqueta, la cual se convirtió enseguida en un ataque de tos.
Le sirvió una jarra de cerveza, se la puso delante y después reemplazó su billete con nueve billetes de uno.
Robert tomó un sorbo largo de cerveza mientras se giraba sobre el taburete para echar un vistazo al resto del bar.
Salvo las luces sobre las mesas de billar, a Mavis le gustaba iluminar el bar con luz tenue; y los ojos de Robert aún estaban intentando ajustarse a ella. De pronto pensó que nunca había visto el suelo del bar, el cual al andar se le pegaba a los zapatos. Salvo el reconocible crujido ocasional de alguna palomita de maíz o de una cascara de cacahuete, el suelo de La Cabeza era un oscuro misterio; y sin importar qué fuese lo que había allí abajo, lo mejor era dejarlo evolucionar sin ser visto y en paz. Se prometió a sí mismo llegar a la puerta antes de desmayarse.
Entrecerró los ojos para mirar hacia las lámparas que alumbraban la mesas de billar. En la mesa del fondo se jugaba una candente partida de ocho bolas. Unos seis clientes regulares se habían acercado a mirar. La sociedad se refería a ellos como el ala dura de los desempleados; Mavis los llamaba los asiduos diurnos. En aquella mesa estaba jugando Slick McCall contra un joven moreno, al que Robert no reconoció. Sin embargo, su cara le parecía familiar y, por alguna extraña razón, en ese momento Robert se dio cuenta de que aquel tío no le caía bien.
—¿Cómo se llama el forastero? -le preguntó Robert a Mavis por encima del hombro. Había algo en su atractivo aqualine que a Robert le repelía, como cuando se muerde un trozo de papel de aluminio con un empaste metálico.
—Carne fresca para Slick -dijo Mavis-. Hará unos quince minutos que llegó y quería jugar apostando. Sus tiros son flojos, si quieres saber mi opinión. Slick está guardando su taco detrás de la barra hasta que aumente el monto de dinero.
Robert observó al flaco Slick McCall moverse alrededor de la mesa y parar para meter una bola de color en la tronera con un taco del bar; no hubo un segundo tiro. Después, se detuvo y se pasó los dedos por su pelo castaño, el cual llevaba peinado con brillantina hacia atrás y dijo:
—Mierda, me acabo de eliminar a mí mismo -Slick tenía ganas de marcha.
Sonó el teléfono y contestó Mavis. «Madriguera de la perversidad, habla la madre superiora. No, aquí no está. Espere un momento», cubrió el auricular y se dirigió hacia Robert.
—¿Has visto a La Brisa?
—¿Quién le llama? -preguntó Robert.
—¿De parte de quién? -preguntó Mavis por el teléfono y después de una pausa volvió a cubrir la bocina-. Es su casero -le dijo a Robert.
—Está de viaje, volverá pronto.
Mavis dio el mensaje y colgó. Unos segundos después, el teléfono volvió a sonar.
Mavis lo cogió: «El jardín del edén, la serpiente al habla». Hubo una pausa. «Quién cree usted que soy, ¿su secretaria?»
Pausa. «Está de viaje, volverá pronto. ¿Por qué no corren ustedes un riesgo de tipo social y le llaman a su casa?» Pausa. «Sí, está aquí.» Mavis miró de reojo a Robert. «¿Quieres hablar con él? Vale.» Y colgó.
—¿Era para La Brisa? -preguntó Robert.
Mavis encendió un Taryton.
—De pronto se ha vuelto famoso -dijo.
—¿Quién era?
—No pregunté; sonaba mexicano; preguntó por ti.
—Mierda -dijo Robert.
Mavis le puso delante otra jarra. Él se giró para ver el juego. Había ganado el forastero; Slick le estaba dando cinco dólares.
—Creo que me has ganado, socio -dijo Slick-. ¿Me vas a dar la oportunidad de recuperar mi dinero?
—Duplicamos la cantidad o no hay juego -respondió el forastero.
—Bien, acepto -Slick metió las monedas en la ranura a un costado de la mesa de billar. Las bolas cayeron en la cestilla y Slick comenzó a colocarlas.
Slick llevaba una camisa de poliéster azul y roja, de lunares con puntas de cuello largas, como las que se llevaban cuando se pasó la moda de la música disco y seguramente cuando Slick se había lavado los dientes por última vez, pensó Robert. Siempre llevaba dibujada en la cara una mueca rota y renegrida, la cual muchos turistas debían recordar de cuando habían entrado a La Cabeza y habían salido desplumados por el impío taco de Slick.
El forastero retrocedió y dio el tiro de salida. Su taco reverberó con el enfermizo sonido de una pifia. La bola blanca salió disparada a través de la mesa, rozando apenas al grupo de bolas y rebotó contra dos esquinas de la banda para después ir en línea recta hacia la tronera de la esquina en la que se encontraba el forastero.
—Perdona, hermano -dijo Slick, mientras le ponía tiza a la punta de su taco y se preparaba para hacer una chiripa.
Al llegar a la tronera de la esquina, la bola blanca paró en seco sobre el borde. Como por reflejo, una de las bolas de un color se salió del grupo y cayó en la tronera contraria con un ruido sordo.
—Coño -irrumpió Slick-, qué estilo inglés más elegante. Pensé que de seguro harías un churro.
—¿Fue una de un solo color la que cayó? -preguntó el forastero.
Mavis se inclinó sobre la barra hacia Robert.
—¿Viste cómo paró esa bola? Debió haber sido de chiripa.
—Tal vez haya un trozo de tiza en la mesa que la detuvo -dijo Robert especulando.
El forastero metió dos bolas más con un estilo asombroso y después logró colocar la bola tres para meterla de un tiro recto. Sin embargo, al tirar, la bola blanca hizo una curva en forma de C y empujó a la bola seis en la esquina contraria.
—¡He dicho la bola tres! -gritó el forastero.
—Ya lo sé -respondió Slick-. Parece que te has fiado demasiado de tu estilo. Tiro yo.
Parecía que el forastero estaba enfadado con alguien pero no con él.
—¿Cómo puedes confundir el seis con un tres, idiota?
—Quién sabe -dijo Slick-, no seas tan exigente contigo mismo, socio; de todas formas me vas ganando por un juego.
Slick le dio a cuatro bolas y después falló un tiro tan evidente que Robert respingó. Normalmente las estrategias de Slick eran más sutiles.
—¡La cinco del lado! -gritó el forastero-. ¿Entiendes? ¡La cinco!
—Entiendo -respondió Slick-. Y lo ha entendido toda esta gente además de la mitad de la que está en la calle. No hace falta que grites, socio. Sólo se trata de un juego amistoso.
El forastero se inclinó sobre la mesa y tiró. La bola blanca serpenteó hacia la bola cinco, luego se dirigió hacia la banda y después cambió de rumbo describiendo una curva hacia la tronera de uno de los lados. Roben, como los demás observadores, se quedó atónito. Era un tiro imposible y sin embargo, todos lo habían visto.
—Mierda -dijo Slick, luego, dirigiéndose a Mavis-: Mavis, ¿cuándo fue la última vez que nivelaste esta mesa?
—Ayer mismo, Slick.
—Pues qué poco le duró. Dame mi taco, Mavis.
Mavis se contorneó hacia el final de la barra y sacó un estuche de piel negra de un metro de largo. Lo manipuló cuidadosamente y se lo presentó a Slick con deferencia; una decrépita Dama del Lago le presentaba una Excalibur de madera dura al mismísimo Arturo. Slick abrió el estuche y atornilló las dos partes del taco sin dejar de mirar al forastero.
Al ver el taco, el forastero se sonrió. Slick le devolvió la sonrisa. El juego estaba definido. Dos buscavidas se reconocían entre ellos bajo un acuerdo tácito: dejémonos de pamplinas y juguemos.
Robert se encontraba tan embebido en observar la tensión que había entre los dos jugadores y en averiguar por qué el forastero le caía tan mal que no se dio cuenta de que alguien se había sentado en el taburete de al lado. Entonces, ella habló.
—¿Cómo estás Robert? -dijo con su voz profunda y algo ronca, mientras le ponía una mano sobre el hombro a Robert y le daba un suave apretujón.
Robert se giró y quedó asombrado ante su apariencia. Ella siempre le causaba el mismo efecto; solía afectar a la mayoría de los hombres de la misma manera.
Llevaba puesto un body de malla negro, con un cinturón ancho de piel en el que había ajustado una multitud de pañuelos de chifón que le bailaban sobre las caderera cuando andaba, como un diáfano fantasma de Salomé. Llevaba ambas muñecas cubiertas de capas de pulseras plateadas; y las largas uñas pintadas de negro. Tenía grandes ojos verdes que, bien separados, enmarcaban una nariz menuda y recta y unos labios carnosos pintados de rojo sangre. Su pelo de color negro azulado le llegaba hasta la cintura y sobre los senos le colgaba de una cadena de plata, un pentagrama plateado.
—Me siento fatal -dijo Robert-. Gracias por su interés, señora Henderson.
—Mis amigos me llaman Raquel.
—Vale, me siento fatal señora Henderson.
Raquel tenía treinta y cinco años, pero podría haber aparentado veinte si no fuera por aquella arrogante sensualidad con la que se movía y la sonrisa burlona que expresaba su mirada, la cual revelaba experiencia, confianza en sí misma y una astucia que superaba a cualquier veinteañera. No era su cuerpo el que traicionaba su edad, sino su forma de proceder. Era capaz de cambiar de hombre como quien se cambia de zapatos.
Hacía años que Robert la conocía, pero su presencia nunca dejaba de despertarle el sentimiento de que su fidelidad matrimonial no era más que una idea absurda. Vista retrospectivamente, tal vez lo era, pero de cualquier forma ella le hacía sentirse inquieto.
—No soy tu enemiga Robert, a pesar de lo que puedas pensar. Hacía tiempo que Jenny estaba pensando en dejarte. Nosotros no tuvimos nada que ver en ello.
—¿Cómo van las cosas en los aquelarres? -preguntó Robert con sarcasmo.
—No se trata de ningún aquelarre. Las Vegetarianas Paganas por la Paz nos dedicamos a la concienciación física y espiritual en torno a la Tierra.
Robert apuró su quinta cerveza y dio un golpe con la jarra sobre la barra.
—Las Vegetarianas Paganas por la Paz son un grupo de mujeres amargadas, mordedoras de pelotas que aborrecen a los hombres y que, además de destruir matrimonios, convierten a los hombres en sapos.
—Eso no es verdad y tú lo sabes.
—Lo que sé es que al año de ingresar en vuestro grupo, todas las mujeres se han separado de su marido. Estuve en contra de que Jenny se metiera en esa historia desde el principio. Le advertí que ibais a lavarle el cerebro y lo habéis hecho.
Raquel retrocedió sobre su asiento como un gato irritado.
—Tú piensa lo que quieras, Roben. Yo les muestro a las mujeres la diosa que llevan dentro. Las pongo en contacto con su poder personal; lo que hagan después con él es cosa suya. Nosotras no estamos en contra de los hombres. Lo que pasa es que los hombres no soportan ver que una mujer se descubra a sí misma. Tal vez si hubieras animado a Jenny a crecer en lugar de criticarla, aún estaría contigo.
Al girarse hacia la barra y ver su reflejo en el espejo que había detrás Robert aborreció la imagen que veía. Aquella mujer tenía razón. Se cubrió la cara con las manos y apoyó los codos sobre la barra.
—Mira, no vine aquí a discutir contigo -dijo Raquel-. Vi tu camioneta aparcada afuera y pensé que tal vez te vendría bien un poco de dinero. Tengo un trabajo para ti que te podría distraer.
—¿Qué? -preguntó Robert entre las manos.
—Este año nosotros organizamos el concurso anual de esculturas en tofu en el parque. Necesitamos a un fotógrafo que tome fotos para el cartel y la publicidad de los periódicos. Sé que estás en bancarrota, Robert.
—No -respondió él sin mirarla.
—Bien, como quieras -dijo Raquel al deslizarse del taburete para irse.
Mavis le sirvió otra jarra a Robert y contó el dinero que le quedaba. «Chachi -dijo-, quedan cuatro dólares a tu nombre.»
Robert levantó la cabeza; Raquel casi había llegado a la puerta.
—¡Raquel!
Ella se giró y le esperó; una mano elegante sobre una exquisita cadera.
—Estoy viviendo en la caravana de La Brisa. -Le dio el número de teléfono-. Llámame, ¿vale?
—De acuerdo, Roben, te llamaré -dijo Raquel sonriendo, y se giró para salir.
Robert volvió a llamarla.
—No habrás visto a La Brisa, ¿verdad?
Raquel hizo una mueca.
—Robert, el solo hecho de encontrarme en la misma habitación con él me provoca ganas de ducharme en lejía.
—Venga, es un tío divertido.
—Es un desastre divertido.
—¿Pero lo has visto?
—NO.
—Gracias, llámame.
—Vale, lo haré -dijo ella dirigiéndose a la puerta.
Al abrirla, la luz del día dejó a Robert ciego por un momento. Cuando recobró la vista, un hombrecillo con una gorra roja estaba sentado a su lado. No lo había visto entrar.
—¿Podría molestarle por una pequeña cantidad de sal? -le preguntó el hombrecillo a Mavis.
—¿Qué te parecería un cóctel Margarita con mucha sal, guapo? -le propuso Mavis batiendo sus pestañas de araña.
—Sí, eso estará bien, gracias.
Robert le echó un vistazo al hombrecillo y después se giró para seguir viendo el juego de billar, mientras contemplaba su destino.
Tal vez aquel trabajo que le ofrecía Raquel sería su salvación. Aunque le resultaba extraño, pues las cosas aún no habían llegado al peor de sus límites. La idea de que Raquel fuese en realidad su hada madrina disfrada le hizo sonreír. No, en realidad la caída en espiral hacia la salvación no estaba yendo nada mal. La Brisa había desaparecido; había que pagar el alquiler; había hecho enemistad con un camello mexicano loco y el no recordar dónde había visto antes al forastero de la mesa de billar le estaba desquiciando.
El juego mantenía la tensión. Slick tiraba con una precisión maquinal, y cuando fallaba, el forastero despejaba la mesa con una serie de caprichosos tiros curvados e imposibles mientras la gente observaba boquiabierta y el sudor le chorreaba al nervioso Slick.
Slick McCall había sido el indiscutible rey del juego de ocho bolas en La Cabeza de la Babosa desde a antes de que se llamara así. El bar se había llamado La Cabeza del Lobo durante más de cincuenta años, hasta que Mavis se cansó de las quejas de los ecologistas borrachos que insistían en que los lobos de bosque eran una especie en extinción y que con ese nombre el bar estaba apoyando su aniquilación. Un día Mavis cogió la cabeza de lobo disecada que colgaba sobre la barra y se la dio a una sociedad benéfica. Después le pidió a un pintor del pueblo que le hiciera una gigantesca cabeza de babosa en fibra de vidrio para reemplazarla. Cambió el cartel y esperó a que algún idiota de la Sociedad de Salvación de Cabezas de Babosa apareciera quejándose, pero no sucedió. En los negocios, como en la política, el público siempre está dispuesto a tolerar a un baboso.
Hacía algunos años, Slick y Mavis habían llegado a un acuerdo que los beneficiaba a ambos. Mavis le permitía a Slick ganarse la vida en su mesa de billar a cambio del veinte por ciento de sus ganancias y de no aparecer en el torneo anual de las ocho bolas. Robert había estado yendo a La Cabeza durante siete años y en ese tiempo nunca había visto a Slick inquieto por una partida. Ahora lo estaba.
De vez en cuando, algún turista que había ganado el premio Pene del torneo de Nueve Bolas de Kansas llegaba a La Cabeza sintiéndose el dios omnipotente del fieltro verde y Slick lo devolvía a la Tierra, desinflando su ego con los suaves golpes de su taco hecho a medida, con incrustaciones de marfil. Pero aquella gente jugaba dentro de los límites de las leyes de la física y en cambio el forastero jugaba como si Newton hubiera caído de cabeza al nacer.
Para crédito suyo, Slick estaba jugando siguiendo su estilo metódico de siempre; sin embargo, Robert advirtió que esta vez tenía miedo. Cuando, en la partida en la que se jugaban cien dólares, el forastero coló la bola número ocho, el miedo de Slick se convirtió en rabia y de pronto lanzó su elegante taco por el bar como lo haría un furioso zulú.
—Me cago en la mar, muchacho, no sé cómo lo haces, pero nadie puede jugar así -dijo Slick, quejándose ante la cara del forastero con ambos puños cerrados de rabia contenida colgándole a los costados.
—Con permiso -respondió el forastero. Su aspecto juvenil había desaparecido. Su expresión podía haber tenido mil años y estar tallada en piedra. Mirando a Slick fijamente le dijo-: Se ha terminado el juego. -Para el caso, podía haber afirmado: el agua es un líquido mojado. Era la verdad y aquello iba en serio.
Slick metió la mano en el bolsillo de sus vaqueros para sacar un puñado de billetes arrugados de veinte dólares y los tiró sobre la mesa.
El forastero cogió los billetes y se fue.
Slick recogió su taco y se dispuso a desmontarlo. El grupo de observadores se quedó mudo, permitiendo que Slick recuperara la dignidad.
—Ha sido como una maldita pesadilla -dijo Slick, dirigiéndose a todos.
Aquel comentario golpeó los oídos de Robert como un calcetín lleno de arena. De pronto, recordó dónde había visto al forastero. Recordó el sueño del desierto con una apabullante claridad. Atónito, volvió a su cerveza.
—¿Te apetece un Margarita? -le preguntó Mavis, sosteniendo un bate de béisbol que había sacado de debajo de la barra cuando las cosas se habían calentado en la mesa de billar.
Robert miró el taburete que estaba a su lado. El hombrecillo ya no estaba.
—Cuando vio al tío ese dar el primer tiro, salió de aquí como si tuviese fuego en el culo -comentó Mavis.
Robert cogió el Margarita y se bebió su congelado contenido de un sorbo, lo que le ocasionó un dolor de cabeza instantáneo.
En la calle, Engañifa y Travis se dirigían hacia el taller de mecánica.
—Tal vez deberías de aprender a jugar al billar si vas a conseguir dinero de esa forma.
—Tal vez tú podrías aprender a poner atención cuando digo un número.
—No te oí. No comprendo por qué no robamos el dinero, sencillamente.
—A mí no me gusta robar.
—Pues le robaste al chulo de Los Ángeles.
—Eso no estuvo mal.
—¿Cuál es la diferencia?
—Robar es inmoral.
—¿Y hacer trampas en el billar no lo es?
—Yo no hice trampa, sólo contaba con una injusta ventaja. Él contaba con un taco hecho a medida y yo contaba contigo para que metieras las bolas.
—No entiendo la moralidad.
—¡Cosa nada sorprendente!
—Y no creo que tú la entiendas tampoco.
—Tenemos que recoger el coche.
—Entonces, ¿adonde vamos?
—A ver a un antiguo amigo.
—Eso lo dices cada vez que vamos a algún sitio.
—Éste será el último.
—Claro.
—Calla, la gente nos mira.
—Me estás tomando el pelo. ¿Qué es la moralidad?
—Es la diferencia entre lo que está bien y lo que tú racionalizas.
—Debe tratarse de algo humano.
—Exactamente.
_____ 10 _____
Augustus Brine
Augustus Brine se encontraba postrado en una de sus sillas de cuero de alto respaldo, masajeándose los lóbulos, mientras intentaba formular un plan de acción. Más que respuestas, la pregunta ¿por qué yo? se repetía una y otra vez en su cabeza como el mantra de la perplejidad. A pesar de su tamaño, fuerza y sabiduría acumulada a través de los años, Augustus se sentía pequeño, débil y estúpido. «¿Por qué yo?»
Hacía unos minutos que Gian Hen Gian había irrumpido enloquecidamente en su casa parloteando en árabe. Cuando finalmente Brine logró calmarlo, el genio le explicó que había encontrado al demonio.
—Tienes que buscar al moreno, él debe tener el sello de Salomón. ¡Debes encontrarlo! -exclamó el yinn, conmocionado.
Ahora, el genio estaba sentado enfrente de Brine, comiendo patatas fritas mientras veía una película de los hermanos Marx.
Insistía en que Brine hiciera algo, pero no tenía ninguna sugerencia en cuanto a cómo proceder. Brine pensó en todas las alternativas, pero ninguna le satisfizo; podía llamar a la policía, contarle que un genio le había dicho que un demonio invisible y antropófago había llegado a Pine Cove y pasar el resto de sus días bajo sedantes: no procedía; podía encontrar al moreno, insistir en que devolviera al demonio al infierno y ser ingerido por éste: excluido; o también, a escondidas, intentando no ser visto por un demonio invisible que podría estar en cualquier parte, buscar al moreno, robar el sello y devolver al demonio al infierno él mismo, corriendo el riesgo de ser devorado en el proceso: tampoco procedía. Claro que, por otro lado, también podía resistirse a creer aquella historia, podía olvidarse de que había visto a Gian Hen Gian beber bastante agua salada como para matar a un batallón, negar por completo la existencia de lo sobrenatural, abrir una impúdica botellita de merlot y sentarse ante su chimenea a bebérsela mientras un demonio venido del infierno se comía a sus vecinos. Sin embargo, sí se creía la historia y por lo tanto, esta opción tampoco le servía. Por el momento, decidió frotarse los lóbulos y seguir preguntándose: «¿Por qué yo?».
El genio no le podría ayudar, pues sin amo tenía tan poco poder como Brine mismo; y sin el sello y la invocación no podía tener un amo. Brine había estudiado las alternativas más evidentes con Gian Hen Gian sólo para sentenciar cada una al fracaso. No, no podría matar al demonio, pues era inmortal. Tampoco podría matar al moreno, pues estaba protegido por el demonio y matarlo a él, de ser posible, podría liberar la voluntad del demonio. Y, según los razonamientos del genio, intentar llevar a cabo un exorcismo sería una tontería, ¿acaso podía algún falso prelado pisotear el poder de Salomón?
Tal vez podrían separar al demonio de su guardián y de alguna manera lograr que el moreno devolviera el demonio al infierno. Brine estaba a punto de preguntarle a Gian Hen Gian si eso era posible, pero se detuvo. Al genio se le saltaban las lágrimas.
—¿Qué te pasa? -le preguntó Brine.
Gian Hen Gian mantenía la vista sobre la pantalla de la televisión, en la que se veía a Harpo Marx sacándose una serie de objetos del abrigo, objetos que por su extraordinario tamaño, eran imposibles de almacenar ahí.
—Hacía tanto tiempo que no veía a uno de los míos. Aunque no reconozco a éste que no habla, sé que es un yinn. ¡Qué magia!
Por un momento Brine consideró la posibilidad de que Harpo Marx hubiera sido uno de los yinn, pero enseguida se enfadó consigo mismo por haberlo concebido siquiera. Aquel día habían pasado demasiadas cosas nuevas para él y comenzaba a creer que cualquier cosa era posible. Si no tenía cuidado, acabaría por perder el criterio por completo.
—¿Quieres decir que llevando aquí mil años nunca habías visto una película? -preguntó Brine asombrado.
—¿Qué es una película?
Cuidadosa y lentamente, Brine le explicó al rey de los yinn la ilusión que creaban las imágenes en movimiento. Cuando terminó, se sentía como si hubiese violado al hada madrina de los niños ante una clase de párvulos.
—Entonces, ¿sigo estando solo aquí? -preguntó tristemente el yinn.
—No completamente -respondió Brine.
—Bueno, ¿pero qué vas a hacer respecto a Engañifa, Augustus Brine? -contestó el genio, contento con cambiar de tema.
____ 11 ____
Effrom
Effrom Elliot despertó aquella mañana anhelando por adelantado su acostumbrada siesta. Había soñado con mujeres y con una época en que, además de pelo, había tenido dónde escoger. No había dormido bien. Durante la noche lo habían despertado los ladridos de unos perros y hubiera querido dormir hasta más tarde, pero en cuanto el sol irrumpió en su habitación se había despertado por completo, sin esperanza de conciliar el sueño hasta la hora de la siesta. Había sido así desde que se había retirado, hacía veinticinco años. En cuanto se había simplificado su vida lo bastante como para poder dormir más, fue su cuerpo el que ya no se lo permitía.
Se levantó de la cama y en la penumbra de su habitación se puso un pantalón de pana y una camisa de franela que la esposa le había dejado preparados. Se puso las zapatillas y salió de puntillas, dejando entornada la puerta para no despertar a la esposa, pero segundos después, recordó que se había ido a Monterrey, ¿o era a Santa Bárbara? De cualquier forma, no estaba en casa. No obstante, continuó su rutina matinal con el recato acostumbrado.
En la cocina puso a calentar el agua para su habitual taza matutina de descafeinado. Por la ventana ya se veían los colibrís revolotear alrededor de su comedero, donde paraban de vez en cuando a beber del agua azucarada después de volar a través de las fucsias y la madreselva. Él los consideraba los animales de su esposa, pues para su gusto se movían demasiado rápidamente. En un documental en la televisión había oído que el metabolismo de estas aves es tan rápido que tal vez no puedan ver a los humanos. Para Effrom, el mundo entero llevaba la marcha de los colibrís; para él, todo y todos iban demasiado rápidamente, y a veces se sentía invisible.
Ya no podía conducir. La última vez que lo había intentado, la policía le había parado por obstruir el tráfico. Después de sugerir al policía que se detuvo a oler las flores, le informó que había conducido desde que el agente no era más que un destello sobre los ojos de su padre. Había sido una actitud equivocada, pues el agente le retiró su carnet de conducir. Ahora, siempre conducía su esposa. Quién sé lo iba a imaginar cuando había sido él quien le había enseñado a conducir, siempre cogiéndole el volante para evitar que el modelo T acabara en una zanja. ¿Qué podría contestar un petulante agente de la policía a ese respecto?
El agua comenzaba a hervir. Effrom rebuscó en la vieja caja de metal donde guardaban el pan y encontró las galletas cubiertas de chocolate que la esposa le había dejado. En la alacena se encontraba el café descafeinado al lado del café normal. ¿Por qué no? Ya que la mujer no estaba, ¿por qué no vivir un poco? Cogió el café normal y se dispuso a buscar los filtros, no tenía la menor idea de dónde se guardaban. Era la esposa quien se encargaba de esas cosas.
Por fin los encontró, y la cafetera en la repisa de abajo. Echó un poco de café en el filtro, le echó un vistazo y le puso un poco más. Después, virtió el agua sobre el café molido.
El café salió tan negro como el corazón del kaiser. Se sirvió una taza y aún quedó un poco en la cafetera. No era caso de desperdiciarlo, así que abrió la ventana y después de trajinar un poco con la tapadera de la cafetera, virtió lo que sobraba en el comedero de los colibrís.
—Vivid un poco, chicos -les dijo.
Se preguntó si el café no les daría tal marcha que explotarían en la atmósfera. Pensó en quedarse allí a observarlos, pero entonces recordó que el programa de gimnasia estaba por empezar. Cogió su café y las galletas y se dirigió hacia su sillón de la sala, el cual se encontraba delante de la tele.
Después de cerciorarse de que no estuviera puesto el sonido, encendió el viejo aparato. Con la imagen, apareció una joven rubia que llevaba unos leotardos tornasolados, la cual dirigía a otras tres chicas en una serie de estiramientos. Por la forma en que se movían, Effrom suponía que había música pero siempre mantenía el volumen apagado para no despertar a la esposa. Desde que había descubierto el programa de gimnasia, todas las mujeres que aparecían en sus sueños llevaban leotardos tornasolados.
Ahora las chicas estaban acostadas en el suelo, moviendo las piernas en el aire. Maravillado, Effrom las miraba mientras se comía las galletas. Llegaba una época en la vida en que un hombre tenía que gastarse la mayor parte de su salario semanal para poder disfrutar de un programa como aquél, el cual era transmitido por cable por sólo... Bueno, la verdad es que era la esposa quien se encargaba de pagar el cable, pero él quería, prefería, pensar que era bastante barato. Vivir valía la pena.
Durante un momento Effrom dudó si debía ir al taller a buscar sus cigarrillos. Era un buen momento para un cigarrillo. Después de todo, la esposa no estaba. ¿Por qué iba a andar a hurtadillas en su propia casa? No, la esposa se enteraría y cuando le afrontara no le gritaría, sino que solamente lo miraría. Sus ojos azules lo mirarían con aquella triste expresión y diría: «Ay, Effrom»; eso sería todo: «Ay, Effrom». Y él sentiría que la había traicionado. No, esperaría a que acabara el programa y se iría a fumar al taller, donde la esposa nunca se atrevía a entrar.
De pronto, Effrom percibió a su alrededor un tremendo vacío. Era como si la casa fuese una gran bodega vacía, donde el más pequeño ruido resonaba con un eco entre los estantes. Faltaba una presencia.
No solía ver a la esposa hasta el mediodía, cuando le tocaba en la puerta del taller para llamarlo a comer y, sin embargo, su ausencia era como si le hubiese dejado desprovisto de un recubrimiento aislante y se encontrara desprotegido ante el medio ambiente. Por primera vez en mucho tiempo Effrom tenía miedo. La esposa iba a volver, pero tal vez un día se iría para siempre; algún día se encontraría solo de verdad. Por un momento deseó morir antes que ella, pero el pensar en la esposa sola, llamando a la puerta del taller, del que él nunca saldría, le hizo sentirse egoísta y avergonzado.
Intentó concentrarse en el programa de gimnasia, pero los leotardos de spandex no le brindaban ya consuelo alguno. Se levantó y apagó la tele. Se dirigió a la cocina y puso la taza en el fregadero. Estaba viendo a los colibrís revolotear resplandecientes bajo el sol de la mañana a través de la ventana, cuando de pronto se vio invadido por una sensación de urgencia. Al meterse en su taller y acabar la talla que estaba haciendo, se volvió repentinamente imperativo. El tiempo le parecía tan frágil y huidizo como los mismos pajarillos. En sus años mozos, tal vez hubiera lidiado con aquel sentimiento con una ingenua negación de su mortalidad. Sin embargo, la edad le había proporcionado otro tipo de defensa, haciendo que sus pensamientos volviesen a la imagen de su esposa y él metiéndose juntos en la cama y no despertando jamás, despojándose de sus vidas y remembranzas de un solo golpe. Sabía que ésta también era una fantasía ingenua. Una cosa era segura: cuando volviera la esposa le iba a dar un rapapolvo por haberse ido.
Antes de abrir el taller, puso el despertador de su reloj para la hora de comer, pues si trabajaba durante esa hora podría perderse la siesta. No tenía sentido perder todo un día sólo porque la esposa se encontraba de viaje.
Cuando Effrom oyó que llamaban a la puerta de su taller pensó que era la esposa, que había llegado temprano para sorprenderle con la comida. Deshizo lo que quedaba de su cigarrillo sobre una caja de herramientas que mantenía vacía para aquel propósito y exhaló la última bocanada de humo sobre el extractor que había instalado para que «saliera el aserrín».
—Un momento, ahora voy -dijo.
Para causar mejor impresión, puso en marcha una de sus pulidoras de alta velocidad. Cuando oyó que los golpes continuaban, Effrom se dio cuenta de que no provenían de la puerta interior, en la que solía llamar la mujer, sino de la que daba al jardín delantero de la casa. «Seguramente, un testigo de Jehová», pensó. Bajó del taburete y se buscó alguna moneda de veinticinco centavos en los bolsillos del pantalón; encontró una. Si les comprabas una revista, se iban, pero si te pillaban sin cambio, te daban la lata como si fueran caniches redentores.
Cuando Effrom abrió la puerta con un empujón hacia fuera, el joven que había estado tocando dio un salto hacia atrás. Iba vestido con una sudadera y vaqueros negros. «Una vestimenta más bien casual para alguien que lleva una invitación formal para el fin del mundo», pensó Effrom.
—¿Es usted Effrom Elliot? -preguntó el joven.
—Lo soy -respondió Effrom, extendiendo la mano con la moneda-. Gracias por venir, pero me encuentro ocupado, así que déjeme la revista y ya la leeré más tarde -añadió Effrom.
—No soy un testigo de Jehová, señor Elliot -respondió el joven.
—Bueno, pues tengo todos los seguros que necesito, pero si me deja su tarjeta se la daré a mi esposa.
—¿Vive aún su mujer, señor Elliot?
—Naturalmente que vive. Qué te creías, ¿que iba a pegar tu tarjeta sobre su lápida sepulcral? Hijo, lo tuyo no es la venta ambulante; deberías buscarte un trabajo honesto.
—No soy vendedor ambulante, señor Elliot, soy un antiguo amigo de su esposa. Necesito hablar con ella, es de suma importancia -apuntó el joven.
—Ahora no está -respondió Effrom.
—Su mujer se llama Amanda, ¿verdad?
—Así es, pero no intentes engañarme. Tú no eres amigo de mi esposa, si lo fueras, te conocería; y has de saber que tenemos una aspiradora capaz de quitarle el pelo a un oso, así que mejor vete -insistió Effrom mientras empezaba a cerrar la puerta.
—No, por favor señor Elliot, en verdad necesito hablar con su esposa.
—Pues no está en casa.
—¿Y cuándo volverá? -preguntó el chico.
—Volverá mañana, pero te advierto, hijo, que cuando se trata de un charlatán ella es más dura que yo; puede ser tan mala como una serpiente. Te convendría más coger tu bolsa e irte a buscar un trabajo honesto -contestó Effrom.
—Usted fue veterano de la Primera Guerra Mundial, ¿no?
—Sí, lo fui, ¿y qué hay con ello?
—Gracias, señor Elliot. Volveré mañana.
—Mejor será que no te molestes -le contestó el viejo.
—Gracias, señor Elliot.
Effrom cerró la puerta con un golpe y enseguida sintió que la angina de pecho le rasgaba como una garra afilada. Intentó respirar profundamente mientras se buscaba una pildora de nitroglicerina en el bolsillo de la camisa. Se la metió en la boca y se le disolvió enseguida. En cuestión de minutos el dolor se le había calmado. Tal vez debía olvidarse de la comida y dormir la siesta.
No lograba comprender por qué la esposa seguía enviando aquellas tarjetas a la compañía de seguro -¿Acaso no sabía que «no pasará a visitarle un agente de ventas» era una de las tres grandes mentiras? Otra vez pensó en el rapapolvo que le echaría cuando volviera.
Al volver al coche, Travis intentó ocultarle su emoción al demonio. Contuvo las enormes ganas que tenía de gritar ¡eureka!, de darle un golpe al volante, de cantar aleluya a todo pulmón. Tal vez por fin se aproximaba el final, pero no se podía permitir pensar en ello; tan sólo era una posibilidad; sin embargo nunca se había sentido tan cerca de librarse del demonio.
—¿Y cómo estaba tu viejo amigo? -preguntó Engañifa sarcásticamente.
Habían pasado por aquella escena literalmente miles de veces. Travis intentó adoptar la misma actitud de siempre cuando se enfrentaba a aquellos fracasos.
—Muy bien -contestó Travis-. Preguntó por ti -añadió, mientras encendía el coche y éste se alejaba lentamente del bordillo de la acera. El viejo motor del Chevy tosió como si fuera a morirse para luego arrepentirse y cotinuar su marcha.
—Ah, ¿sí? -preguntó el demonio.
—Sí, no podía comprender por qué tu madre no se comió a sus crías.
—Yo no tuve madre -respondió el demonio.
—¿Y crees que, de tenerla, te hubiera reconocido como suyo? -pregutó Travis.
—La tuya se meó antes de que me la acabara -dijo Engañifa sonriendo.
La ira de años comenzó a apoderarse de Travis; apagó el motor.
—Sal y empuja -ordenó Travis y, luego esperó.
A veces el demonio hacía exactamente lo que le ordenaba y otras, sólo se reía de él. Travis nunca había logrado encontrarle la lógica a aquella inconsistencia.
—No -contestó esta vez Engañifa.
—Hazlo.
—Es preciosa la chica con la que saldrás esta noche, Travis -apuntó el demonio mientras abría la portezuela.
—Ni se te ocurra -respondió Travis.
—¿Que ni se me ocurra qué? -preguntó el demonio mientras se lamía las zarpas.
—Sal -ordenó Travis.
El demonio salió del coche y Travis lo puso en drive. Cuando el coche comenzó a moverse, Travis oía cómo las garras del demonio iban abriendo surcos en el asfalto.
«Tal vez sea un solo día más», pensó Travis.
Intentó pensar en la chica, Jenny, y reparó en que era el único hombre que había conocido nunca que hubiese esperado a tener noventa y pico años para salir por primera vez con una chica. No tenía la menor idea de por qué lo había hecho. Había algo en sus ojos; en ellos había algo que le recordaba ala felicidad, a su propia felicidad. Travis se sonrió.
____ 12 ____
Jennifer
Cuando Jennifer llegó a su casa del trabajo, el teléfono estaba sonando. Corrió hacia él y miró el reloj mientras ponía la mano sobre el auricular. Era demasiado pronto para que fuera Travis, así que dejó que respondiera el contestador.
Después de hacer un ruido, la máquina comenzó a transmitir el mensaje. Jennifer se encogió al reconocer la voz de Robert sobre la cinta contestadora.
«Habla usted con los estudios fotográficos de Los Pinos. Por favor deje su nombre y número de teléfono al escuchar el tono», decía; y después del tono continuaba:
«Cariño, coge el teléfono si es que estás. Lo siento, necesito volver a casa, no tengo calzoncillos limpios. ¿Estás ahí? Coge el teléfono, Jenny. Me siento solo. Llámame, ¿vale? Aún sigo en la caravana de La Brisa. Cuando llegues...», la cinta acabó antes que el mensaje.
Jennifer corrió la cinta y comenzó a escuchar los mensajes restantes. Había nueve y todos eran de Robert. En todos se le oía borracho y lloriqueando, rogando que le perdonara y prometiendo cambios que nunca acontecerían.
Jenny borró la cinta. Sobre el cuadernillo que había al lado del teléfono, escribió: «Cambiar mensaje contestador». Tenía apuntados una lista de recordatorios: limpiar la cerveza del refrigerado -desmontar cuarto oscuro; separar discos, casetes y libros. Todos ellos tenían que ver con despejar de su vida la presencia de Robert. Sin embargo, en aquel momento, lo que más le hacía falta era despejar su cuerpo del cansancio de ocho horas de trabajo de restaurante. Antes, Robert solía cogerla y besarla cuando llegaba a casa.
—El olor a grasa me vuelve loco -solía decir.
Jenny se dirigió al lavabo y abrió el grifo de la bañera. Abrió varias botellas y vertió su contenido en el agua: «Algas esenciales, revitalizan la piel, completamente naturales».
—Es francesa -le había dicho ampulosamente el vendedor, como si los franceses dominaran el secreto del buen baño, además de las características de la mala educación; una gota de «Extracto de ámino, proteína vegetal pura en una presentación absorbente».
—Suaviza las estrías como si te las hubieras planchado -le había advertido el dependiente de la tienda, quien había trabajado como ayudante en el mostrador de maquillaje y no estaba familiarizado aún con el vocabulario de la belleza.
Dos tapones llenos de «Honestidad herbal, una mezcla de fragantes hierbas de cultivo orgánico, cosechadas por las delicadas manos de mayas espiritualmente iluminados». Y finalmente, unas gotas de «Hembra E», aceite de vitamina E y extracto de jengibre, para «hacer resaltar la diosa que hay en cada mujer». Raquel le había proporcionado esta poción en la última reunión de Vegetarianas Paganas por la Paz, en la que Jenny había consultado al grupo con respecto a su divorcio.
—Sólo te encuentras un poco derrengada, toma un poco de esto -le había dicho Raquel.
Para cuando Jenny terminó de echarle todos los ingredientes, el agua estaba babosa y de un verde translúcido, como el del queso enmohecido. Hubiera sido una gran sorpresa para ella el saber que a doscientos kilómetros al norte de donde estaba, en los laboratorios del Edificio Primordial Stanford para la Investigación del Légamo, unos alumnos de posgrado combinaban aquellos mismos ingredientes (bajo nomenclatura científica) en un recipiente de clima controlado, con el fin de recrear las condiciones en las que la vida había aparecido por primera vez sobre la Tierra. Y de haber encendido una lámpara solar en el baño (el único elemento que faltaba), se hubiera sorprendido aún más, pues el agua de la bañera se hubiera levantado para saludarla, cualificándola así para el premio Nobel y para un fondo de millones de dólares destinados a su investigación.
Mientras que su oportunidad de figurar en la ciencia burbujeaba en la bañera, Jennifer se dispuso a contar las propinas que había sacado aquel día. Entre billetes y monedas, sumaban cuarenta y siete dólares y treinta y dos centavos, los cuales metió en su garrafa de cinco litros y después apuntó la cifra en un cuadernillo que tenía sobre la cómoda. No era mucho, pero era suficiente. Entre su sueldo y las propinas pagaba el alquiler, los gastos del piso, su comida y el mantenimiento puntual de su Toyota y de la camioneta de Robert. Ganaba lo bastante como para hacerle creer a Robert que vivía de la fotografía. Lo poco que él ganaba en las bodas o retratos eventuales solía gastarlo en película y materiales o la mayoría de las veces, en vino. Parecía ser que, según Robert, su potencial creativo dependía de un descorchador.
El mantener en marcha el negocio de Robert le servía a Jennifer como un pretexto racionalizado para no enfrentarse a su propia vida y perder el tiempo trabajando como camarera. Tenía la impresión de que nunca se había enfrentado con su futuro y siempre había estado esperando para vivir la vida. En la escuela le habían dicho que si trabajaba duro y sacaba buenas notas iría a una buena universidad. Esperad, por favor. Después había aparecido Robert. «Trabaja duro, sé paciente, la fotografía marchará bien y tendremos una buena vida.» Había apostado por aquel sueño y una vez más había relegado su vida a un segundo término. Había seguido alimentando aquel sueño con energía cuando hacía tiempo que para Robert ya no existía.
Sucedió una mañana, cuando Robert se había pasado la noche bebiendo. Lo había encontrado delante de la televisión con una fila de botellas de vino vacías colocadas como si fueran lápidas.
—¿No tenías que ir a fotografiar una boda esta mañana? -preguntó Jenny.
—No voy a ir, no me apetece -contestó él.
Jenny se había puesto furiosa; le había gritado, había pateado las botellas y había abandonado la casa con un portazo. En aquel momento había decidido empezar una nueva vida. Tenía casi treinta años y no estaba dispuesta a pasar el resto de sus días como la afligida viuda del sueño de otro.
Le pidió a Robert que se fuese esa misma tarde y después había llamado a un abogado.
Ahora, cuando por fin comenzaba su vida, no tenía la menor idea de qué hacer. Conforme se metía en la bañera, se dio cuenta de que no era más que una camarera y una esposa.
Una vez más, contuvo sus ganas de llamar a Robert y pedirle que volviera a casa. No porque lo quisiera, pues el amor se había desgastado tanto que era difícil de percibir, sino porque él era su propósito, su directriz y, lo más importante, su pretexto para ser una mediocre.
Al verse envuelta en la seguridad que le brindaba la bañera, Jenny se dio cuenta de que tenía miedo. Aquella mañana se había sentido encajonada y asfixiada en Pine Cove, y ahora el pueblo y el mundo entero le parecían un sitio enorme y hostil. Qué fácil sería hundirse en el agua tibia y no volver a salir, escapar. Pero no era ésta una consideración seria, sino una fantasía del momento; ella no era tan débil. Además, las cosas no estaban tan mal, sólo eran difíciles.
«Piensa en las cosas positivas», se dijo a sí misma.
Estaba el chico aquel, Travis. Parecía simpático y además era muy guapo. «Todo está bien. Esto no es el final, sino sólo el principio», pensó.
Su pequeño intento de pensar de forma optimista se vio de pronto disuelto en una serie de miedos con respecto a la primera cita, miedos que le daban la impresión de ser menos amenazadores que las infinitas posibilidades que tenía pensar positivamente, pues ya las había revisado todas anteriormente.
Al coger la pastilla de jabón desodorante del recipiente, éste resbaló y cayó en la bañera. El débil y mortífero resuello que soltó el agua al hacer contacto con los componentes tóxicos del jabón quedó oculto bajo el salpicón que ocasionó el choque.
TERCERA PARTE
DOMINGO NOCHE
_____ 13 _____
Al anochecer
La aldea de Pine Cove se encontraba, en términos generales, de mal humor. Nadie había dormido bien la noche del sábado y como consecuencia, durante la mayor parte del domingo, los turistas del fin de semana se vieron forzados a descubrir las desconchaduras en el barniz de encanto pintoresco que solía tener el pueblo.
Los dependientes de las tiendas habían estado contestando grosera y sarcásticamente a las absurdas preguntas que normalmente hacían los turistas sobre las ballenas y las nutrias. Los camareros y camareras habían llegado a impacientarse con las quejas que recibían de la insulsa comida inglesa que servían y o bien contestaban mal, o sencillamente daban un mal servicio a propósito. Los oficinistas de los hoteles se complacían en cambiar arbitrariamente la hora de salida, negaban reservas y encendían el cartel luminoso de «no hay habitaciones» cada vez que alguien llegaba, diciéndole que acababan de alquilar la última habitación.
Rosa Cruz, que trabajaba como camarera en el hotel Rooms-R-Us, precintó todos los inodoros con cintas que ponían «desinfectado para su protección» sin haber levantado las tapas siquiera. Aquella tarde, cuando una cliente buscó al gerente para quejarse del servicio, lo encontró delante del inodoro de la habitación 103, señalando unas heces que flotaban como si se trataran de un arma letal, a lo que Rosa sólo respondió:
—Pues eso también quedó desinfectado.
Con todas las injusticias que sufrieron los inocentes turistas, aquél podía haber sido declarado el Día de Abuso del Turista en Pine Cove. Sin embargo, para los habitantes del pueblo, el mejor sitio donde podía estar aquel día cada turista era ahorcado con la correa de su cámara desde el tubo de la ducha de su habitación.
Conforme se fue acabando el día y los turistas abandonaron las calles, los ciudadanos de Pine Cove se buscaban para desahogar su irritación. En La Cabeza de la Babosa, en donde descargaban la mercancía a consumir aquella noche, Mavis Sand, que era una aguda observadora del comportamiento humano, había notado cómo aumentaba la tensión, tanto en su clientela como en ella, conforme había avanzado la tarde.
Debió de haber narrado la partida de ocho bolas entre Slick McCall y el joven moreno unas treinta veces. Normalmente, disfrutaba contando una y otra vez las anécdotas que ocurrían en La Cabeza de la Babosa (hasta el punto de tener guardada una grabadora de microcasete bajo la barra para grabar algunas de las mejores versiones). Permitía que las historias crecieran hasta convertirse en mitos y leyendas, mientras ella iba reconstruyendo los detalles olvidados adornándolos con coloridas pinceladas inventadas. Con frecuencia, una historia que había comenzado como anécdota de una sola cerveza, acababa siendo una saga de tres (pues Mavis no dejaba que ningún vaso se secara mientras narraba algo). Para ella, contar historias era sencillamente parte de un buen negocio.
Pero aquel día la gente se había impacientado y no sólo pedían que les sirviera rápidamente y acabara pronto, sino que además dudaban de la credibilidad de la historia, negaban los hechos y poco había faltado para que abiertamente la llamaran mentirosa. Aquélla era una historia demasiado descabellada para creerse.
A Mavis le habían irritado los preguntones, que eran muchos. En un pueblo pequeño las noticias suelen saberse rápidamente.
—Si no queréis saber qué sucedió, no preguntéis -apuntó Mavis.
¿Y qué esperaban? Slick McCall era toda una institución, un héroe a su manera, aunque ésta fuera algo grasienta. La historia de su derrota debía ser recordada como una epopeya y no como un obituario.
Incluso aquel guapo señor, el dueño de la tienda de artículos en general, le había metido prisa para contar la historia. Cómo se llamaba, ¿Asbestos Wine? No, Augustus Brine, eso era. Aquél era un hombre con el cual no le importaría pasar un rato. Pero también él se había exasperado y se había largado sin haber tomado nada siquiera. Aquello la había cabreado.
Mavis había observado sus propias alteraciones de ánimo como quien observa la aguja de un barómetro. Dada su irritabilidad, el ambiente social aquella noche en el bar prometía ser tempestuoso; vaticinaba unas cuantas peleas, por lo que diluyó el alcohol que vendería aquella noche con agua destilada hasta la mitad de su concentración. Si la gente se emborrachaba y desvencijaba su bar, tendría que costarle dinero.
En el fondo, ella lo que deseaba realmente era poder golpear a alguien con su bate de béisbol.
Augustus
Conforme caía la noche sobre Pine Cove, Augustus Brine se veía invadido por una sensación de grima poco característica en él. Antes, siempre había visto la puesta de sol como el símbolo de una promesa, de un principio; y de joven, el atardecer había sido una invitación al romance y a lo emocionante; sin embargo, últimamente más bien significaba un tiempo para descansar y recapacitar. Aquella noche no se trataba de la puesta de sol, la promesa, sino del atardecer, la amenaza. Con la llegada de la noche todo el peso de su responsabilidad cayó sobre sus espaldas como un pesado yugo y, aunque lo intentaba, Brine no lograba desembarazarse de él.
Gian Hen Gian le había convencido de que tenía que encontrar al que daba las órdenes al demonio. Se había dirigido a La Cabeza de la Babosa, donde, después de soportar una andanada de lujuriosas insinuaciones por parte de la señorita Sand, había logrado sacarle qué dirección había cogido el joven moreno cuando había abandonado el bar. El mecánico, Virgil Long, le había dado una descripción del coche y luego había intentado convencerle, infructuosamente, de que a su camioneta le hacía falta una revisión.
El rey yinn se encontraba absorto viendo la cuarta película de los hermanos Marx, cuando Brine volvió a casa para consultarle sobre qué procedimiento seguir.
—¿Pero cómo supiste que vendría aquí? -le preguntó Brine.
—Fue un presentimiento -respondió el yinn.
—¿Y cómo es que no tienes ningún presentimiento respecto a dónde se encuentra ahora?
—Debes encontrarlo, Augustus Brine -insistió el genio.
—Y después, ¿qué?
—Después debes conseguir el sello de Salomón y mandar a Engañifa de vuelta al infierno -respondió el yinn.
—O ser devorado -añadió Brine.
—Sí, cabe esa posibilidad -apuntó el yinn.
—¿Por qué no lo haces tú?; a ti no te puede hacer ningún daño.
—Si el moreno tiene el sello de Salomón, entonces también yo podría convertirme en su esclavo. Eso no sería bueno, debes hacerlo tú -explicó el yinn.
Para Brine, el problema era que Pine Cove era lo bastante pequeño como para buscar por el pueblo entero, mientras que si viviera en San Francisco o en Los Ángeles tal vez hubiera podido darse por vencido antes de empezar, abrir una botella de vino y dejar que las masas se las arreglaran solas mientras él se sumergía en una cómoda nube de pasividad.
Brine había llegado a Pine Cove para evitar conflictos, llevar una vida de placeres modestos y encontrar la paz y la unión con el todo por medio de la meditación. Ahora que se veía forzado a actuar, se daba cuenta de lo equivocado que había estado. La vida era acción y no había paz alguna a este lado de la tumba. Había leído sobre los guerreros de kendo, que influyeron en la espontaneidad controlada del zen, los cuales no anticipan nunca un movimiento para no tener que corregir su estrategia en caso de un ataque por sorpresa, sino que siempre están dispuestos a la acción. Brine se había alejado del flujo de la acción para construir su vida como un fortín de comodidad y segundad, sin darse cuenta de que aquel fortín era también una prisión.
—Piensa seria y detenidamente sobre tu destino, Augustus Brine -dijo el yinn con la boca llena de patatas fritas-. Son tus vecinos quienes pagarán con sus vidas -añadió.
Con un impulso, Brine se levantó de la silla y se dirigió apresuradamente hacia su estudio. Rebuscó entre sus cajones hasta que encontró un plano de Pine Cove. Después de extenderlo sobre el escritorio, cogió un rotulador rojo y comenzó a dividir el pueblo por manzanas. Al verlo trabajar, Gian Hen Gian entró en el estudio.
—¿Qué piensas hacer? -le preguntó.
—Encontrar al demonio -respondió Brine entre dientes.
—Y cuando lo encuentres?
—No lo sé -contestó Brine.
—Eres un buen hombre, Augustus Brine.
—Pues tú eres un pelmazo, Gian Hen Gian -respondió Brine mientras doblaba el plano y salía del estudio.
—Si es así, pues que así sea -gritó el yinn para que lo oyera-. Pero soy un pelmazo grandioso -añadió.
Augustus Brine no respondió, pues ya iba rumbo a su camioneta. Se introdujo en ella y se alejó de la casa, sintiéndose verdaderamente solo y temeroso.
Robert
Aquella noche, Augustus Brine no era el único que se sentía solo y desasosegado. Cuando comenzaba a anochecer, Robert había vuelto a la caravana, donde en el contestador le esperaban tres terribles mensajes: dos eran del casero y el otro era un mensaje siniestro del camello del BMW. Robert rebobinó la cinta tres veces, esperando que hubiera aún otro de Jennifer, pero no lo había.
Había fallado miserablemente en su intento de emborracharse y quedar aniquilado, pues el dinero se le había acabado mucho antes de alcanzar aquel estado. La oferta de trabajo de Raquel tampoco iba a ser suficiente. Pensándolo bien, nada iba a ser suficiente. Era un perdedor, así de sencillo. Esta vez no le iba a rescatar nadie y tampoco se sentía como para levantarse él mismo por sus propios medios.
Tenía que ver a Jenny; ella lo entendería. Pero no podía ir a buscarla con aquel aspecto; una barba de tres días, ropa con la que había dormido y apestando a cerveza y a sudor. Se quitó la ropa y se metió en el cuarto de baño. Cogió la crema de afeitar y una navaja del botiquín y se metió en la ducha.
Tal vez si llegara con aspecto de tener algún respeto por sí mismo, ella lo volvería a aceptar. Debía estar echándolo a faltar, ¿no? Él no estaba seguro de poder pasar otra noche solo, pensando en lo mismo, teniendo las mismas pesadillas.
Encendió la ducha y de golpe el aliento abandonó su cuerpo. El agua estaba helada. La Brisa no había pagado el gas. Robert se envalentonó para soportar la ducha fría. Tenía que mejorar su aspecto si pensaba rehacer su vida.
De pronto, se fue la luz.
Rivera
Rivera estaba sentado en una cafetería que estaba cerca de la jefatura de Policía, bebiendo un descafeinado y fumando mientras esperaba. De los quince años que llevaba trabajando como policía, calculaba que se había pasado diez esperando. Sin embargo, era la primera vez que se encontraba con una orden de arresto, una subvención, el potencial humano necesario, el motivo fundado, pero sin sujeto sospechoso.
De una forma u otra, para mañana tenía que pasar algo. Si aparecía La Brisa, Rivera tenía probabilidades de ser ascendido. Sin embargo, si no aparecía entonces cogería al borracho de la caravana, esperando que él supiera algo; el panorama era francamente desolador. Rivera se imaginó irrumpiendo en la caravana con todo su equipo de apoyo, las sirenas chillando y las luces iluminando la escena intermitentemente sólo para apuntarse una detención por posesión de vehículo poco seguro, tal vez por posesión ilegal de una copia de una cinta de vídeo o por haberle quitado la etiqueta al colchón. Rivera se estremeció ante tal pensamiento y deshizo su cigarrillo en el cenicero. Se preguntó si le dejarían fumar cuando estuviese trabajando tras el mostrador del Seven-Eleven.
La Brisa
Cuando las quijadas del demonio se habían cerrado sobre él, La Brisa sintió dolor sólo por un momento, después sintió la cabeza ligera y tuvo la sensación de estar flotando, lo cual le recordó el efecto que causaban ciertos hongos alucinógenos. Luego miró hacia abajo para ver cómo el monstruo ingería su cuerpo. Era una escena graciosa y la etérea Brisa se sonrió para sí. «No, en realidad aquello se acercaba más al óxido nitroso que a los hongos», pensó.
Vio cómo el monstruo se encogía y desaparecía, y luego cómo la portezuela del viejo Chevy se abría y se cerraba. Al arrancar el coche, La Brisa sintió que rebotaba sobre las corrientes de aire que dejaba su estela. La muerte no le parecía mal; era un poco como el último viaje en ácido, sólo que más barato y sin efectos secundarios.
De pronto, se encontró en un túnel largo que tenía una luz en el fondo. Una vez había visto esto en una película; se suponía que tenías que ir hacia la luz.
El tiempo había perdido significado para La Brisa. Se había pasado todo un día flotando por el túnel y a él, sin embargo, le había parecido sólo minutos. Había cabalgado sobre el reloj, todo era maravilloso. Conforme se iba acercando a la luz, comenzó a vislumbrar la silueta de la gente que lo esperaba. Claro, cuando llegas a la otra vida, la familia y los amigos te dan la bienvenida. La Brisa se preparó para una auténtica pachanga en el plano astral.
Al salir del túnel, La Brisa se vio envuelto por una intensa luz blanca. Era cálida y reconfortante. En ella aparecieron las caras de la gente que le esperaba; conforme La Brisa se acercaba flotando hacia ellos, se dio cuenta de que a cada uno le debía dinero.
Los Predadores
Mientras para algunos la noche iba cayendo como un presagio, otros daban la bienvenida al advenimiento del anochecer con emocionada anticipación. Las criaturas nocturnas se disponían a dejar sus sitios de reposo para aventurarse en busca de las víctimas de las cuales se alimentarían.
Eran como máquinas de comer, perfectamente adaptadas para la caza. Armadas con garras y colmillos, dotadas de ocultamiento y vista nocturna, buscaban instintivamente a sus víctimas. Cuando estos seres aparecían por las calles de Pine Cove, no había basurero seguro.
Cuando despertaron aquella noche, encontraron una curiosa máquina en su escondrijo. La sensibilidad sobrenatural que habían experimentado la noche anterior se les había pasado por completo y no tenían ningún recuerdo de haber robado el magnetófono. Tal vez les hubiera asustado el ruido, pero hacía tiempo que las baterías se habían gastado. La sacarían de su escondrijo cuando volvieran, porque en aquel momento había un olor en el aire que les apremiaba a salir de caza con un hambre urgente. A dos calles, la señora Eddelman había tirado una olorosa ensalada de atún, la cual había sido percibida por su sofisticado sentido del olfato desde que dormían. Los mapaches se lanzaron hacia la noche como una cuadrilla de lobos.
Jenniffer
Para Jenny, aquella noche era una mezcla de bendiciones y maldiciones. Travis la había llamado a las cinco, tal y como había prometido. Por un lado, se regocijaba de gusto, pero por otro se encontraba en un aprieto respecto a qué ponerse, cómo comportarse y adonde ir. Travis se lo había dejado a ella, diciendo que al ser de allí sabría cuáles eran los mejores sitios, y era verdad. Incluso le había pedido también que condujera.
En cuanto Jenny colgó el teléfono se fue al garaje a buscar la aspiradora para limpiar su coche, mientras iba estudiando las posibilidades. ¿Debía escoger el restaurante más caro? No, eso podría ahuyentarlo. Al sur de la ciudad había un romántico restaurante italiano, ¿pero qué pasaba si ella le daba una impresión equivocada? Cenar pizza era demasiado informal para una primera cita; y las hamburguesas quedaban descartadas, pues ella era vegetariana. ¿Comida inglesa? No, ¿por qué castigar al pobre chico?
Se encontró resentida con Travis por haberle dejado la decisión a ella. Finalmente, optó por el restaurante italiano.
Cuando el coche ya estaba limpio, volvió rápidamente a la casa para escoger la ropa que se pondría. En media hora se vistió y desvistió siete veces, hasta que se decidió por fin por el vestido negro sin mangas y unos tacones.
Se miró ante el espejo de cuerpo entero. Definitivamente, el vestido negro era lo mejor. Además, si se echaba la salsa marinara encima, no se notaría. Se veía bien. Los tacones hacían resaltar sus pantorrillas, pero también el vello rojo claro que tenía sobre las piernas. Hasta ese momento no había pensado en ello. Rebuscó entre sus cajones, encontró unos pantys negros y se los puso.
Una vez resuelto aquel problema, continuó con su sesión de poses, inspiradas en esa expresión entre enfurruñada y aburrida que había visto en las modelos de las revistas. Era delgada y más bien alta y tenía las piernas musculosas de una camarera. «Bastante bien para una chávala de treinta», pensó. Después, subió los brazos y los estiró lánguidamente. Dos mechones de pelo rizado la miraron de frente por el espejo.
Aquello era parte de tener un aspecto natural y sin pretensiones, pensó. Había dejado de rasurarse las axilas más o menos al mismo tiempo en que había dejado de comer carne. Todo era parte de ponerse en contacto con ella misma, de conectarse con la Tierra. También era una manera de demostrar que no se identificaba con el ideal de belleza femenino creado por Hollywood y la avenida Madison, que ella era una mujer natural. ¿Se afeitaban las axilas las diosas? Pues ella no. Sin embargo, no era la diosa la que estaba por asistir a su primera cita después de diez años.
De golpe, Jenny se dio cuenta de cuánto había abandonado su apariencia en los últimos años. No es que se hubiera vuelto una descuidada, pero su alejamiento del maquillaje y de los peinados complicados había sido tan paulatino que no lo había percibido. Robert no parecía haberlo notado, o por lo menos no había objetado en su contra. Pero eso era en el pasado y Robert formaba parte del pasado, o pronto sería así.
Se dirigió al cuarto de baño a buscar una navaja.
Billy Winston
Billy Winston no tenía ningún dilema respecto a rasurarse. Él se rasuraba las piernas y las axilas cada vez que se duchaba. La idea de ser como la perfecta mujer de anuncio de refresco no le molestaba en absoluto. Por el contrario, para Billy era un esfuerzo tener que mantener la apariencia de ser un chico de 2,12 metros de altura con una gran nuez para poder seguir con el trabajo como contable nocturno del hotel Rooms-R-Us. En el fondo de su corazón, Billy era una zorra rolliza llamada Roxanne.
Pero Roxanne tenía que permanecer en el armario hasta las doce, que era cuando Billy acababa sus correspondientes anotaciones y el resto del personal se marchaba, dejándolo solo en el mostrador. Sólo entonces le era posible a Roxanne bailar toda la noche, con sus zapatillas de silicona, acariciando la libido de hombres solitarios y rompiendo sus corazones. Cuando la metálica lengua de la medianoche tocaba las doce, el hada del sexo se iba en busca de sus amantes de turno. Hasta entonces, era Billy Winston, y Billy Winston estaba por comenzar a trabajar.
Estiró las braguitas de seda roja y el portaligas sobre sus largas y delgadas piernas y después, cuidadosamente, se puso las medias negras de costura, mientras jugueteaba con su imagen en el espejo de cuerpo entero que estaba al final de la cama. Se sonrió tímidamente a sí mismo conforme iba cerrando el liguero. Finalmente, se puso los vaqueros, una camisa de franela y se ató las bambas. Sobre el bolsillo de la camisa se colocó el gafete con su nombre: «Billy Winston, Contable nocturno».
Se trataba de una triste ironía, pensaba Billy, que lo que más le gustara, el ser Roxanne, dependiera de lo que menos le gustaba, su trabajo. Cada noche le invadía una sensación de emoción por un lado y de fastidio por otro. Bueno, un porro le aliviaría las primeras tres horas y Roxanne las otras cinco.
Ya tenía pensado comprarse un ordenador con conexión y así convertirse en Roxanne cuando quisiera; quizá dejaría el trabajo y viviría como La Brisa; de prisa y con soltura. Pero por ahora pasaría unos meses más en el hotel para reunir algunos ahorros.
Engañifa
Como demonio, Engañifa pertenecía a la orden vigesimoséptima. En la jerarquía del infierno, esta orden lo situaba muy por debajo de los archidemonios como Mammón, el amo de la avaricia y, por otro lado, muy por encima de los demonios obreros, como Arrrgg, el responsable del sabor a poliuretano que suele tener el café de máquina.
Engañifa, que había sido creado para servir y para destruir, había sido dotado con un nivel de inteligencia que correspondía a estos cometidos. Lo que le distinguía de sus semejantes en el infierno era que había pasado más tiempo que ninguno de ellos en la Tierra, en donde en compañía del hombre, había aprendido a ser mentiroso y ambicioso.
Su ambición se manifestaba en la búsqueda de un amo que le permitiera complacerse libremente en destruir y horrorizar. De todos los amos que Engañifa había tenido desde Salomón, Travis había sido el peor. Tenía un deje de superioridad que irritaba tremendamente al demonio. Con amos menos honestos, Engañifa había tenido que limitarse en sus atrocidades sólo para no ser descubierto por otros hombres, lo cual casi siempre era evitable si mataba a todos los testigos; y Engañifa solía asegurarse de que los hubiera.
En cambio con Travis, Engañifa se veía obligado a controlar su afán por destruir y sólo cuando se le acumulaba aquel impulso Travis le permitía darle cabida; además siempre era Travis quien escogía a las víctimas, le exigía que las devorara en privado y éstas nunca eran suficientes para satisfacer el apetito del demonio.
Estando bajo las órdenes de Travis, Engañifa siempre tenía la mente embotada y el fuego que solía llevar dentro ardía en rescoldo. Su mente recuperaba su agilidad y su efervescente naturaleza únicamente cuando Travis lo dirigía hacia alguna víctima, y aquellas ocasiones eran contadas. Aunque el demonio echaba a faltar a un amo que tuviera enemigos, nunca tenía la mente lo bastante despejada como para idear un plan para buscarse alguno. Para Engañifa, la voluntad de Travis era opresiva.
Sin embargo, aquel día el demonio sentía una especie de alivio. Había empezado a tener aquella sensación cuando Travis conoció a la chica del restaurante; y cuando habían ido a casa del viejo, había sentido que una ola de poder viajaba por su cuerpo como hacía años que no sentía. Cuando Travis había llamado a la chica, aquella sensación de poder se había acrecentado aún más.
Comenzó a recordar lo que era: una criatura que había colocado a reyes y a papas en el poder, mientras que a otros se lo había usurpado. Desde su trono en la gran ciudad de Pandemonio, Satanás mismo se había dirigido a una multitud de oyentes infernales, diciéndoles:
—En nuestro exilio debemos estarle agradecidos a Jehová por dos cosas: la primera, por nuestra existencia y la segunda, porque Engañifa no tenga ambición.
Los ángeles caídos se rieron de aquel chiste con Engañifa, pues en aquella época aún no había estado entre los hombres. La humanidad había sido para él una mala influencia.
Ahora tendría una nueva ama; alguien a quien podía corromper con su poder. Al verla en el bar aquella tarde había percibido su hambre de controlar a los demás. Juntos, reinarían sobre el mundo. La llave se encontraba cerca, lo intuía. Si Travis encontraba la llave antes, él sería devuelto al infierno, así que debía encontrarla primero y hacer que cayera en manos de la bruja. Después de todo, era preferible reinar sobre la Tierra que servir en el infierno.
____ 14 ____
La cena
Travis aparcó el Chevy delante de la casa de Jenny. Después de apagar el motor, se giró hacia Engañifa:
—Te quedarás aquí, ¿entendido? Volveré dentro de un rato a ver cómo te portas.
—De acuerdo, papi -contestó Engañifa.
—No pongas la radio ni toques el claxon, sólo espérame.
—Te prometo que seré bueno -respondió el demonio esforzándose, sin lograrlo, por sonreír candidamente.
—No le quites la vista de encima a eso -dijo Travis señalando una maleta de aluminio que estaba en el asiento trasero.
—Que te diviertas, todo irá bien -respondió el demonio.
—¿Qué te pasa? -preguntó Travis.
—Nada -respondió Engañifa sonriendo.
—¿Por qué estás tan amable?
—Me alegra verte salir -respondió el demonio.
—Mientes -apuntó Travis.
—Travis, estoy anonadado.
—Eso me extrañaría. No te comas a nadie.
—Comí anoche y ni siquiera tengo hambre; sólo me quedaré aquí a meditar.
Travis metió la mano en el bolsillo interior de su chaqueta y sacó una revista de historietas que le dio al demonio.
—Te compré esto para que te entretengas mientras esperas -le dijo.
El demonio la cogió y la abrió sobre el asiento.
—¡El monstruo de las galletas, es mi preferido! Gracias, Travis.
—Hasta luego.
Salió del coche y cerró la portezuela. Engañifa lo observó mientras se acercaba a la casa de Jenny.
—Éste ya lo he visto, gilipollas. Cuando tenga otro amo, te arrancaré los brazos y me los comeré delante tuyo -afirmó el demonio, y siseó.
Travis se giró para mirarlo por encima del hombro. Engañifa le saludó con la mano mientras se esforzaba por poner su mejor sonrisa.
El timbre de la puerta sonó exactamente a las siete. La reacción de Jenny se desencadenó de la siguiente manera: «No abras; cámbiate de ropa; abre y finge enfermedad; limpia la casa; redecórala; concierta una cita para la cirugía plástica; cambia de color de pelo; tómate un puñado de valiums; invoca a alguna diosa para que haga una intervención divina; quédate aquí parada e investiga las posibilidades que tiene la parálisis por pánico».
Sonriente, Jenny abrió la puerta.
—Hola -dijo.
Ahí estaba Travis, vestido con vaqueros y una chaqueta gris con punto de espiga de tweed; se había quedado traspuesto.
—¿Travis? -preguntó Jenny.
—Estás preciosa -respondió finalmente.
Ambos se quedaron en el umbral de la puerta, él mirándola y ella enrojeciendo. Jenny se había dejado el vestido negro y era evidente que había sido la decisión correcta. Pasó un minuto entero sin que ninguno dijera palabra.
—¿Quieres pasar?
—No.
—Vale -respondió Jenny; y le cerró la puerta en la cara.
Bueno, aquello no había estado tan mal. Ahora ya podía ponerse el chandal, vaciar el refrigerador sobre una bandeja y disponerse a pasar la noche delante de la tele.
Se oyó un tímido golpe en la puerta. Jenny volvió a abrir.
—Perdona, estoy algo nerviosa -dijo.
—No pasa nada; ¿nos vamos? -respondió Travis.
—Claro, voy por mi bolso -contestó Jenny, cerrándole otra vez la puerta en la cara.
Mientras iban en el coche hacia el restaurante, hubo entre ellos un incómodo silencio. Normalmente, aquél era el momento de intercambiar la historia de sus respectivas vidas, pero Jenny había decidido no hablar de su matrimonio, lo cual excluía la mayor parte de su vida como adulta, y Travis había resuelto no hablar del demonio, lo cual eliminaba la mayor parte del siglo xx.
—Y bien, ¿te gusta la comida italiana? -preguntó Jenny.
—Sss -contestó Travis.
Hicieron el resto del trayecto en silencio.
Era una noche calurosa y el Toyota no tenía aire acondicionado. Jenny no se atrevió a bajar la ventanilla, pues hubiera sido arriesgarse a que se le deshiciera el peinado. Se había pasado una hora arreglándoselo y prendiéndoselo para que le cayeran unos rizos largos por la espalda. Cuando comenzó a sudar, se acordó de los dos fajos de papel de baño que se había colocado en cada axila para parar la sangre de las heridas que se había hecho al rasurarse. Durante los siguientes cinco minutos no podía pensar más que en llegar a un lavabo para quitárselos. Decidió que lo mejor era no hablar de ello.
Antiguamente, el restaurante La Antigua Fábrica de Pasta había sido una lechería. Era una de las reminiscencias de cuando la economía de Pine Cove se había basado en el ganado, en lugar del turismo. El piso, que era de cemento, aún era el mismo y también el techo acanalado. Los dueños habían tenido cuidado de preservar el aspecto rústico del edificio, pero le habían añadido la calidez de una iluminación tenue, de una chimenea y de los manteles rojiblancos típicos de un restaurante italiano. Las mesas eran pequeñas, pero estaban bien espaciadas y cada una estaba decorada con una vela y un pequeño florero. Según el consenso general, aquél era el restaurante más romántico de la zona.
En cuanto la camarera les asignó una mesa, Jenny se fue al lavabo.
—Pide lo que quieras, a mí me gusta todo -dijo Jenny antes de irse.
—Yo no bebo, pero si quieres un poco de...
—Sí, estará bien, será un buen cambio -contestó Jenny, mientras se alejaba.
En cuanto Jenny se fue, la camarera, una mujer de treinta y pico años, con aspecto de eficiencia, vino a la mesa.
—Buenas noches, ¿qué te gustaría beber? -preguntó, mientras que del bolsillo de su delantal sacaba un cuadernillo con un movimiento grácil pero preciso, como el de un pistolero que saca su revólver. «Una camarera diplomada», pensó Travis.
—Pensaba esperar a que volviera la chica -respondió él.
—Ah, te refieres a Jenny, ella tomará una infusión de hierbas, y tú querrás, a ver... -dijo ella mientras lo miraba de arriba abajo, revisando su aspecto-. Tú tomarás alguna cerveza de importación, ¿no? -añadió.
—No bebo, así que...
—Debí haberlo imaginado, si su marido es un borracho, es lógico que ahora salga con un abstemio, ¿verdad? -dijo ella dándose un manotazo sobre la frente, como si acabara de descubrir que había cometido un error tan grave como echarle plutonio a la ensalada en lugar de vinagreta-. ¿Te apetece un agua mineral?
—Eso estaría muy bien -respondió Travis.
A continuación, se oyó cómo deslizaba el lápiz sobre el papel mientras escribía la orden sin mirar el papel ni perder esa sonrisa de «nuestro deseo es complacer al cliente».
—¿Te traigo un poco de pan de ajo mientras esperas? -preguntó la camarera.
—Muy bien -apuntó Travis.
Travis observó a la chica conforme se alejaba. Andaba con pasos cortos y mecánicos y en cuestión de segundos había desaparecido hacia la cocina. Travis se preguntó por qué la mayoría de la gente parecía poder andar más rápidamente de lo que él podía correr. «Debe ser porque son profesionales», pensó.
En los cinco minutos que le costó a Jenny quitarse todo el papel que llevaba pegado en las axilas, hubo un momento embarazoso en que una mujer entró en el lavabo y la pilló con el codo empinado hacia arriba ante el espejo. Cuando volvió a la mesa encontró a Travis mirando distraídamente hacia el pan. Al ver la infusión de hierbas sobre la mesa, preguntó:
—¿Cómo lo supiste?
—Soy adivino. También pedí pan de ajo.
Ambos se quedaron mirando al pan como si fuera una burbujeante caldera de cicuta.
—¿Te gusta el pan de ajo? -preguntó Jenny.
—Me encanta, ¿y a ti?
—Es de las cosas que más me gustan -contestó Jenny.
Él cogió la canasta y le ofreció pan.
—Ahora no, gracias, come tú -respondió Jenny.
—No, a mí tampoco me apetece.
La canastilla del pan se quedó entre ellos sugiriendo una serie de bochornosas implicaciones. Naturalmente ambos comerían pan o no lo comería ninguno, pues el pan de ajo significaba tener aliento con olor a ajo. Tal vez después habría un beso, y tal vez otras cosas más. El pan de ajo comprometía demasiado la maldita intimidad.
Permanecieron en silencio mientras leían la carta; ella buscando el entrante más barato, el cual no tenía la menor intención de comerse; y él, buscando el platillo menos vergonzoso de comer delante de otro.
—¿Qué vas a pedir? -preguntó Jenny.
—Espaguetis, no -se apresuró a afirmar Travis.
—Vale -respondió Jenny; había olvidado lo que era salir con chicos.
Aunque no lo tenía muy claro, pensó que tal vez se había casado para evitar situaciones tan incómodas como aquélla. Era como conducir con el freno de mano puesto. Ella decidió quitarlo.
—Me muero de hambre, pásame el pan, por favor -dijo.
—Claro -respondió Travis, sonriendo y después cogió un trozo él también. Ambos hicieron una pausa al morderlo y se miraron como dos jugadores de poker que están haciendo trampa. Jenny rompió en una carcajada que regó la mesa de migas. La velada había comenzado.
—¿A qué te dedicas Travis? -preguntó Jenny.
—A salir con mujeres casadas, evidentemente.
—¿Cómo lo supiste?
—Me lo ha dicho la camarera.
—Estamos separados -apuntó Jenny.
—Qué bueno -observó Travis y ambos rieron.
Pidieron la cena y conforme evolucionó la cena fueron haciendo terreno común de la extrañeza de su situación. Jenny le habló de su matrimonio y de su trabajo. Y Travis inventó que era un vendedor ambulante de seguros que no tenía ataduras ni de la familia ni con el trabajo.
En el curso de un franco intercambio de verdades por mentiras, encontraron que se agradaban, o mejor dicho, que se gustaban mucho. Iban abrazados y riendo cuando dejaron el restaurante.
____ 15 ____
Raquel
Raquel Henderson vivía sola en una pequeña casa que estaba en medio de una arboleda de eucaliptos, al borde del rancho de ganado Beer Bar. El dueño de la casa era Jim Beer, un vaquero delgaducho de cuarenta y cinco años que vivía con su mujer y dos hijos en una casa de catorce habitaciones, la cual había construido su abuelo en un extremo del rancho. En los cinco años que llevaba Raquel viviendo en el rancho, nunca había pagado alquiler.
Raquel había conocido a Jim Beer en La Cabeza de la Babosa al llegar a Pine Cove. Él había estado bebiendo durante toda la tarde y sentía que en aquella ocasión reflejaba en todo su esplendor su carisma de vaquero basto. De pronto, se dio cuenta de que Raquel se había sentado en el taburete de al lado, poniendo su periódico sobre la barra.
—Vaya, cariño, tú sí que eres un soplo de aire fresco sobre un pasto seco. ¿Me permites invitarte a una copa? -preguntó Jim, dirigiéndose a la chica. La cadencia de banjo que tenía el acento de Jim era Oklahoma puro, el cual descendía de las manos que habían trabajado el rancho cuando Jim era un crío. Pertenecía a la tercera generación, y seguramente la última, de la familia Beer que había trabajado aquellas tierras. Su hijo, Zane Grey Beer, aún adolescente, había decidido anticipadamente que prefería montar sobre una tabla de surfing que a caballo. Ésa era una de las razones por las que Jim se emborrachaba aquella tarde en el bar. Otra era que su mujer acababa de comprarse una camioneta Mercedes turbodiesel, que le había costado el ingreso bruto de un año de trabajo en el rancho.
Raquel desdobló la sección de anuncios clasificados de la Gaceta de Pine Cove sobre la barra.
—Sólo un zumo de naranja, gracias. Estoy buscando una casa -respondió, mientras enrollaba una pierna en la pata del taburete-. No sabrás de alguien que alquile una casa, ¿verdad? -añadió Raquel.
Años más tarde, Jim Beer iba a recordar aquella escena varias veces pero nunca lograría recordar qué había sucedido después. Lo que sí recordaba era ir conduciendo su camioneta pick-up por el camino trasero del rancho, mientras Raquel le seguía en su vieja furgoneta. Desde ahí en adelante, su recuerdo se reducía a un montaje de imágenes aisladas: Raquel desnuda sobre la pequeña litera, la hebilla de turquesa de su cinturón pegando sobre el piso de madera, el tener pañuelos de seda atados en las muñecas, Raquel botando sobre él, montándolo como si fuera un caballo bronco, el volver a su camioneta después del atardecer, y, sudoroso y dolorido, apoyar la frente sobre el volante y pensar en su mujer y sus hijos.
Después de aquel día, en los cinco años siguientes, Jim no había vuelto a acercarse a la casita del rancho. Cada mes, apuntaba el alquiler pagado en un libro de administración y después, de lo que había ganado en el poker, depositaba en el banco la cantidad correspondiente.
Algunos de sus amigos lo habían visto salir de La Cabeza de la Babosa con Raquel aquella tarde; y cuando lo habían vuelto a ver, le habían hecho bromas repugnantes y preguntas indiscretas. Jim contestó a sus burlas después de colocarse su Stetson de verano en la cabeza, diciéndoles:
—Chicos, lo único que puedo decirles es que la menopausia masculina es un potro duro de montar.
Hank Williams no lo podía haber expresado más melancólicamente en una de sus canciones.
Cuando Jim se fue, Raquel recogió de la almohada varios de sus grisáceos cabellos y los ató con un hilo rojo al que le hizo dos nudos; dos nudos bastaban para la relación que quería mantener con Jim Beer. Colocó el pequeño mechón en un frasquito de comida de bebé vacío, lo etiquetó y lo guardó en la estantería de la cocina que estaba encima del fregadero.
Aquel mueble ya estaba repleto de pequeños frascos, cada uno con un mechón similar y atado también con hilo rojo. El número de nudos de cada mechón variaba. Tres de ellos, los que contenían el pelo de los hombres a los que había amado, tenían cuatro nudos; hombres que hacía tiempo que habían desaparecido de su vida.
El resto de su casa estaba decorada con objetos que simbolizaban poder: plumas de águila, cristales, pentagramas y tapices bordados que ilustraban símbolos mágicos. No había evidencia de un pasado en casa de Raquel. Las fotografías que tenía de sí misma se las habían quitado al llegar a Pine Cove.
La gente que la conocía no sabía nada sobre dónde había estado ni qué había hecho antes de llegar al pueblo. Era considerada una hermosa y misteriosa mujer que, para mantenerse, daba clases de ejercicios aeróbicos y era bruja. Su pasado era un enigma, y ella quería que así siguiera siendo.
Nadie sabía que Raquel había crecido en Bakersfield y que era la hija de un obrero analfabeto que trabajaba en un pozo de petróleo. Tampoco sabían que había sido una niña fea y regordeta; y que había pasado la mayor parte de su vida prostituyéndose con hombres repugnantes a cambio de un poco de reconocimiento. Las mariposas no suelen ponerse nostálgicas por la época en que fueron orugas.
Se había casado con un piloto de avionetas fumigadores que le llevaba veinte años cuando ella tenía dieciocho.
Sucedió en el asiento delantero de un camión pickup que estaba estacionado en el parking de un parador en las afueras de Visalia, California. El piloto, Merle Henderson, todavía jadeaba cuando Raquel se enjuagaba aquel desagradable sabor de la boca con una cerveza tibia y él dijo:
—Si haces eso otra vez me caso contigo.
Una hora después sobrevolaban el desierto de Mojave hacia Las Vegas en el Cessna 152 de Merle, llegando a alcanzar alturas hasta de mil y pico metros. Se casaron bajo el arco de neón de una desvencijada iglesia de cemento que estaba al lado de la pista de aterrizaje. Se habían conocido exactamente seis horas antes.
Raquel consideraba los ocho años de aquel matrimonio como el tiempo que había pasado en la cámara de tortura. Después de la boda, Merle la había depositado en la caravana en la que vivía, que se encontraba cerca de la pista de aterrizaje, y ahí la mantuvo encerrada. La dejaba ir al pueblo una vez a la semana para ir a la lavandería y al mercado; el resto del tiempo lo pasaba sirviendo a Merle, ayudándole en el mantenimiento de los aviones o esperando a que volviera.
Cada mañana, Merle se iba en su avioneta llevándose las llaves de la caravana. Raquel se pasaba los días limpiando, comiendo y viendo la televisión. Conforme fue engordando, Merle empezó a referirse a ella como su pequeña y gorda vaquita; y así, el poco amor propio que le quedaba a Raquel fue devorado poco a poco por el insaciable ego machista de Merle.
Él se refería con frecuencia a la época más feliz de su vida, cuando había estado en Vietnam como piloto de un helicóptero de combate. Cuando abría los tanques de insecticida sobre los plantíos de lechugas, por ejemplo, solía imaginarse que eran misiles de corto alcance que estaba lanzando sobre alguna aldea vietnamita. La vena destructiva que poseía Merle, que no podía haber pasado inadvertida a sus superiores en Vietnam, había sido esmerilada hasta alcanzar el filo de una navaja que no se había desafilado por haber vuelto a casa. Antes de casarse con Raquel, solía desfogar su agresividad provocando peleas en los bares y volando en su avioneta con peligroso abandono. Ahora que Raquel lo esperaba en casa, frecuentaba menos los bares y desahogaba sus violentos impulsos en Raquel, por medio de una crítica constante, del abuso verbal y, más tarde, también con palizas.
Raquel soportaba aquellos abusos como si fueran una penitencia de Dios por el pecado de ser mujer. Su madre había soportado el mismo tipo de abusos de su padre con la misma resignación. Las cosas, sencillamente, eran así.
Un buen día, mientras Raquel esperaba a que secaran las camisas de Merle en la lavandería, una mujer se le acercó. El día antes Raquel había recibido una paliza especialmente violenta que se reflejaba en su hinchada y amoratada cara.
—No es asunto mío, pero cuando tenga usted tiempo lea esto -le había dicho aquella mujer al darle un folleto que se titulaba La cámara de tortura.
Era alta, como de cuarenta y pico años y tenía una presencia majestuosa. Dicha presencia intimidó un poco a Raquel; sin embargo, su voz era dulce y firme.
—Detrás hay unos números de teléfono a los que puede llamar. Todo saldrá bien -añadió la mujer.
A Raquel le extrañó aquella última frase, pues para ella las cosas no estaban mal, pero ya que la mujer le había impresionado, decidió leer aquel folleto.
Trataba sobre los derechos humanos, la dignidad y el poder personal; a Raquel le permitió ver su vida a través de un prisma completamente nuevo para ella. La cámara de la tortura resumía la historia de su vida. ¿Cómo lo sabían?
El folleto hablaba más que nada sobre el valor que hay que tener para cambiar. Lo escondió en una caja de tampones y la guardó en el baño debajo del lavabo, hasta el día en que se les acabó el café.
Oyó cómo despegaba la avioneta de Merle mientras se miraba en el espejo la cavidad sanguinolenta que tenía en donde antes habían estado sus dientes incisivos. Sacó el folleto y llamó a uno de los números que había en él.
A la media hora llegaron dos mujeres a la caravana. Después de meter sus cosas en una maleta, se llevaron a Raquel al refugio. Ella había querido dejarle a Merle una nota, pero aquellas mujeres insistieron en que no era una idea aconsejable.
Raquel vivió en el refugio durante tres semanas. Las mujeres que había allí cuidaban de ella. Le daban de comer y le brindaban afecto y comprensión, pidiendo a cambio que ella comenzara a tener en cuenta su dignidad. Cuando llegó el momento de llamar a Merle para decirle dónde estaba, todas la apoyaron.
Merle le prometió que todo cambiaría, que la echaba de menos y que la necesitaba.
Raquel volvió a la caravana.
Durante el primer mes Merle no la pegó; no la tocaba y prácticamente no le hablaba.
Las señoras del refugio le habían advertido sobre aquel tipo de ataque: la negación de afecto. Una noche, cuando intentó hablar sobre ello con Merle mientras cenaba, él le tiró el plato a la cara, le dio la peor paliza hasta entonces y después la dejó fuera de la caravana durante toda la noche.
La caravana estaba a veinte kilómetros del vecino más cercano, así que Raquel no tuvo más remedio que permanecer encogida en los escalones de la entrada para protegerse del frío, pues no estaba segura de poder afrontar semejante caminata.
De pronto, en plena noche, Merle abrió la puerta y gritó:
—Por cierto, he arrancado los cables del teléfono, así que ya te puedes olvidar de llamar si lo estabas pensando.
Después cerró la puerta y le echó la llave.
Cuando el sol comenzó a asomarse por el este, Merle volvió a salir. Raquel se había metido debajo de la caravana, donde él no la podía alcanzar. Al levantar el faldón de plástico que rodeaba la caravana, él le gritó:
—Escucha, puta, más vale que estés aquí cuando vuelva o te encontrarás peor.
Raquel permaneció en la oscuridad, bajo la caravana hasta que oyó el rugir de la avioneta sobre la pista. Después, salió y miró cómo se elevaba. Aunque le dolía la cara y se le abrían los cortes que tenía en la boca, no pudo evitar sonreír. Había descubierto su poder personal, el cual yacía debajo de la caravana, en una lata de asfalto de veinte litros que ahora estaba llena de combustible para avionetas.
Aquella tarde un policía se acercó a la caravana. Su actitud reflejaba la estoica determinación de un hombre que, aunque sabe que le espera un deber desagradable, está resuelto a enfrentarlo; sin embargo, al ver a Raquel sentada en los escalones, se puso pálido y corrió hacia ella.
—¿Se encuentra usted bien? -preguntó.
Raquel no podía hablar; de su informe boca sólo salían balbuceos. El policía la llevó a un hospital. Después de que la curaran y la vendaran, el policía fue a verla a su habitación para informarle sobre el accidente de Merle.
Aparentemente, la avioneta de Merle había perdido fuerza cuando sobrevolaba un campo de fresas. No había podido elevarse con la suficiente rapidez para evitar una torre de alta tensión y lo que de él había quedado se encontraba esparcido en pequeños trozos llameantes sobre el campo. Más tarde, durante el funeral Raquel comentó:
—Era como a él le hubiese gustado morir.
Unas semanas después, un representante de la Administración Federal de Aeronáutica visitaba la caravana para hacer unas averiguaciones. Raquel le explicó que después de haberle pegado Merle, enfurecido, se había subido al avión y se había ido. La conclusión a la que llegó la A.F.A. fue que, ofuscado por la ira, Merle se había olvidado de revisar la avioneta antes de despegar; nadie sospechó que Raquel había extraído el combustible.
____ 16 ____
Howard
Howard Phillips, el dueño del café H.P., acababa de sentarse en el estudio de su casa de piedra en el campo cuando, al mirar por la ventana, notó que algo se movía por entre los árboles.
Howard había pasado la mayor parte de su vida adulta intentando comprobar tres teorías que había formulado como estudiante en la universidad: una, que antes de existir el hombre sobre la Tierra hubo una poderosa raza de seres inteligentes, la cual había llegado a desarrollar un alto grado de civilización, y que, por alguna inexplicable razón, había desaparecido; la segunda, que los restos de aquella civilización yacían bajo tierra o bajo el océano, habilidosamente ocultos para que el hombre no los detectase; y la tercera, que dichos seres regresarían para apoderarse del planeta de una manera poco amistosa.
Lo que ahora pululaba entre los árboles afuera de su casa podía tratarse de la primera evidencia material de sus teorías. Estaba aterrorizado y maravillado a la vez. Como el crío que se asombra ante la idea de que exista Santa Claus pero que luego llora y se esconde tras las faldas de su madre al ver el voluminoso hombre vestido de rojo que suele haber en los grandes almacenes, Howard Phillips no se encontraba preparado para afrontar una manifestación física de lo que había creído fielmente que existía durante todos esos años. Ya que era un estudioso académico y no un aventurero, prefería enterarse de este tipo de experiencias a través de los libros. Para él la idea de aventura consistía en tomar pan integral, en lugar del pan blanco, con sus habituales huevos con jamón.
Se quedó observando por la ventana aquella criatura que se movía bajo la luz de la luna. Era muy parecida a aquellas sobre las que había leído en antiguos documentos: como el hombre, era bípedo, pero con brazos largos como los de los simios, y era reptilesco. Lo único que no casaba era su tamaño, pues en los documentos decía que aquellas criaturas, las cuales solían ser utilizadas como esclavos por los antiguos, siempre habían sido de baja estatura, no más de un metro y pico. Ésta, sin embargo, era enorme, de unos cuatro o cinco metros de estatura.
El monstruo se detuvo un momento y luego se giró con lentitud hasta mirar directamente hacia la ventana de Howard. Éste contuvo sus ganas de echarse pecho a tierra y permaneció ahí, mirando de frente aquella pesadilla.
Los ojos de la criatura eran del tamaño de los faros de un coche y la zona que circundaba sus felinescas pupilas brillaba en un tono anaranjado. Sobre la cabeza tenía unas largas escamas que parecían orejas. Permanecieron así, mirándose sin moverse el hombre y el monstruo, hasta que Howard no pudo resistirlo más. Cogió las cortinas y las cerró de golpe, con tal fuerza que casi las arranca. Después oyó unas risas que provenían de fuera.
Cuando, al cabo de unos minutos, se atrevió a mirar por la rendija de las cortinas la criatura había desaparecido.
Se preguntaba por qué no había tenido una actitud más científica en sus observaciones y por qué no había corrido a buscar su cámara. La gente le había llamado «viejo chiflado» por sus estudios e intentos de comprobar la existencia de los antiguos. Una sola fotografía hubiera bastado para convencerlos, y sin embargo había desaprovechado aquella oportunidad; ¿o no?
De pronto, Howard reparó en que el monstruo también le había visto a él. ¿Por qué iban a ser los antiguos tan cuidadosos de no ser descubiertos durante tanto tiempo para luego andar por ahí a la luz de la luna como quien da un paseo dominical? Tal vez el monstruo no se había ido y estaba cerca de la casa, esperando el momento adecuado para deshacerse de su testigo.
Primero pensó en buscar armas; pero no tenía ninguna en casa. Muchos de los libros antiguos que tenía en la biblioteca hablaban de conjuros para protegerse, pero no sabría por dónde empezar a buscarlos. Además, el pánico no era un estado propicio para la investigación. Tal vez todavía había tiempo de salir huyendo hacia su viejo Jaguar y escapar; aunque, por otro lado, cabía la posibilidad de que al salir fuera a dar directamente a las garras del monstruo. Todos estos pensamientos pasaron por su mente en cuestión de segundos.
El teléfono. Cogió el teléfono de su escritorio y marcó un número. El tiempo en que tardó en girar el marcador le pareció una eternidad pero finalmente hubo señal y contestó una voz de mujer:
—Nueve, uno, uno, emergencias -dijo la voz.
—Sí, quisiera dar aviso de que hay un malhechor en el bosque -afirmó Howard.
—¿Cuál es su nombre, por favor?
—Howard Phillips.
—¿Y desde dónde llama usted? -preguntó la operadora.
—De la calle Cambridge, número 509 en Pine Cove.
—¿Se encuentra usted en peligro en este momento?
—Pues verá, sí, por eso he llamado -respondió Howard.
—Dice usted que hay un merodeador. ¿Está intentando entrar en su casa?
—Aún no -contestó Howard.
—¿Pero lo ha visto?
—Sí, por la ventana lo he visto andando por el bosque.
—¿Podría describirlo?
—Es una abominación tan abismalmente espantosa que el solo hecho de recordar a esa monstruosidad deambulando en la oscuridad alrededor de mi residencia hace que me invada un inexplicable y helado escalofrío -explicó Howard.
—¿Y qué estatura calcula que tiene?
Howard se detuvo un momento a pensar. Era evidente que el sistema legal no se encontraba preparado para lidiar con las perversiones provenientes de los golfos y cráteres transcósmicos del otro mundo. Y sin embargo, necesitaba ayuda.
—La bestia mide dos metros -afirmó Howard.
—¿Pudo usted ver qué llevaba puesto?
Howard consideró decir la verdad una vez más, pero se arrepintió enseguida.
—Creo que llevaba vaqueros y una chaqueta de piel.
—¿Vio si estaba armado? -preguntó la mujer.
—¿Armado? Ya lo creo, está armado con enormes garras y con un cuajar dentado como el del más villano de los predadores -le informó Howard.
—Procure calmarse, señor; ahora mismo saldrá una unidad para allá. Asegúrese de que las puertas estén bien cerradas y mantenga la calma, yo estaré en la línea hasta que lleguen a su casa los agentes.
—¿Y cuánto tardarán en llegar? -preguntó Howard.
—Unos veinte minutos -respondió la operadora.
—Señorita, en veinte minutos lo que quedará de mí será poco más que un despedazado recuerdo.
Howard colgó el teléfono. No le quedaba más que escapar. Se dirigió al pasillo, cogió el abrigo y las llaves del coche y se apoyó al lado de la puerta principal quitó el seguro lentamente y puso la mano sobre el picaporte.
«Entonces, a la de tres», dijo para sí.
—Una -murmuró, mientras giraba el picaporte.
—Dos -dijo inclinándose un poco hacia delante, preparándose para salir corriendo.
—¡Tres! -exclamó sin moverse de su sitio.
«Bueno, Howard, ¿dónde está tu aplomo?», se preguntó a sí mismo antes de volver a empezar.
—Una -dijo, pensando que tal vez la bestia no estaba ahí fuera.
—Dos -continuó. Si era un esclavo, ni siquiera era peligroso.
—¡Tres! -exclamó, sin moverse de donde estaba.
Howard repitió este proceso una y otra vez, sopesando la intensidad de su miedo contra el peligro que le esperaba afuera. Finalmente, harto de su propia cobardía, dio un empujón a la puerta y se echó a la oscuridad de la noche.
____ 17 ____
Billy
Billy Winston estaba por terminar de verificar las cuentas del día del hotel Room-R-Us. Sus dedos bailaban sobre la calculadora como un Fred Astaire espasmódico. Cuanto antes acabara, más pronto podría ponerse al ordenador como Roxanne. Aquella noche sólo estaban ocupadas treinta y siete de las cien habitaciones que tenía el hotel, así que acabaría pronto. Estaba ansioso por terminar. Después del incidente que había tenido con La Brisa la noche anterior, a su ego le iba a venir bien el empuje que tenía la personalidad de Roxanne.
Con aire triunfante, Billy oprimió el botón del «total», como si se tratara de la última nota de un concierto de piano y después apuntó la cifra en el registro de la contabilidad y lo cerró de golpe.
Billy estaba solo en el hotel. El único ruido que oía era el zumbido de las lámparas fluorescentes. Desde su escritorio, tenía una vista de 180 grados que incluía un trozo de la carretera y un parking vacíos: A esas horas de la noche sólo pasaban un coche o dos cada media hora; tanto mejor, pues le molestaban las distracciones mientras estaba caracterizando a Roxanne.
Billy acercó un taburete al mostrador, donde se encontraba el ordenador y tecleó su código de acceso.
WITKSAS: ¿CÓMO SE ENCUENTRA TU PERRO, CARIÑO? ENVIAR: PNCVCAL.
El hotel formaba parte de una red informática, que le permitía comunicarse con hoteles en todo el mundo. El oficinista de un hotel podía comunicarse con cualquiera de los doscientos hoteles que pertenecían a aquella cadena de hostelería por medio de un sencillo código de siete letras. Billy acababa de mandar un mensaje al contable nocturno en Wichita, Kansas. Se quedó mirando a la verde pantalla en espera de una respuesta.
PNCVCAL: ¡ROXANNE! MI PERRO SE ENCUENTRA SOLO. AYÚDAME, CARIÑO. WITKSAS.
Wichita estaba sobre la línea. Billy mandó su respuesta:
WITKSAS: TAL VEZ LE HAGA FALTA UN POCO DE DISCIPLINA. SI QUIERES, TE LO TRANQUILIZO UN POCO. ENVIAR: PNCVCAL.
Billy esperó unos segundos.
PNCVCAL: ¿TE GUSTARÍA TENER SU POBRE CARITA PELUDA ENTRE TUS MELONES HASTA QUE TE SUPLICARA? ¿ES ESO LO QUE QUIERES? WITKSAS.
Billy se detuvo un momento a pensar. Por eso le adoraban. Él no les contestaba como lo haría un fulano cualquiera; Roxanne era una diosa.
WITKSAS: SÍ, Y DARLE UNA SUAVE PALIZA EN LAS OREJAS. PERRO MALO, PERRO MALO. ENVIAR: PNCVCAL.
Una vez más, Billy esperó la respuesta, la cual no tardó en aparecer en la pantalla.
¿DÓNDE ESTÁS, CIELO? TE ECHO DE MENOS. TULSOKL.
Era de su amante en Tulsa. Roxanne podía tratar con dos o tres a la vez, pero en aquel momento no le apetecía, se encontraba algo malhumorada. Billy se ajustó la entrepierna, aquellas braguitas le quedaban un poco apretadas. Escribió otros dos mensajes:
WITKSAS: VETE A ACARICIAR UN POCO A TU PERRITO. LA TÍA ROXANNE TE VOLVERÁ A BUSCAR DENTRO DE UN RATO. ENVIAR: PNCVCAL.
TULSOKL: ME HE TOMADO LA NOCHE LIBRE PARA COMPRARME UN MODELITO CON ENCAJE QUE ME PONDRÉ CUANDO NOS VEAMOS. ESPERO QUE NO LO ENCUENTRES DEMASIADO ESCANDALOSO. ENVIAR: PNCVCAL.
Mientras esperaba una respuesta de Oklahoma, Billy sacó sus tacones rojos de su bolsa de deportes. Le gustaba apoyar los tacones dentro del travesano del taburete mientras conversaba con sus amantes. De pronto, le pareció ver que algo se movía en el parking; seguramente se trataba de algún huésped que estaba sacando algo de su coche.
PNCVCAL: CARAMELITO, TÚ NUNCA PODRÁS ESCANDALIZARME. CUÉNTAME QUÉ TE HAS COMPRADO. TULSOKL.
Billy se puso, a dar una somera descripción de un negligée de encaje que había visto en un catálogo.
Para el chico de Tulsa, Roxanne era una tímida florecita; para el de Wichita, una mujerona dominante; el oficinista de Seattle la veía como una motociclista vestida de cuero negro con remaches. En cambio, el viejo de Arizona creía que era la sacrificada madre de dos crios pequeños que como oficinista apenas ganaba lo bastante para sobrevivir; éste siempre quería enviarle dinero. En total, eran diez. Roxanne le daba a cada uno lo que quería y ellos la adoraban.
Billy estaba contestando al último mensaje cuando oyó que se abrían las puertas de la entrada. Oprimió el botón de envío mientras automáticamente y sin levantar la vista preguntó:
—¿Puedo servirle en algo?
—Ya lo creo -contestó una voz mientras que dos enormes manos reptilescas se posaban sobre el mostrador a un metro de cada lado de Billy, respectivamente. Al levantar la mirada, Billy contempló la boca abierta del demonio, que se le iba acercando. De un impulso, empujó el taburete hacia atrás. Uno de sus tacones quedó enganchado en el travesano y cayó hacia atrás, mientras que las gigantescas mandíbulas se cerraban a escasos centímetros de su cabeza. Después de soltar un largo chillido parecido al de una sirena, Billy arrancó a gatear hacia la parte trasera de la oficina. Al mirar hacia atrás, vio que el demonio se encaramaba sobre el mostrador para seguirlo.
Una vez en la oficina, Billy se puso de pie y cerró la puerta. Conforme se disponía a salir corriendo por la puerta trasera, oyó que la puerta por la que había entrado se abría y de golpe se cerraba.
La puerta trasera daba a un largo pasillo que conducía a las habitaciones, a las que Billy llamaba conforme iba pasando. Sólo se oyeron las quejas de los huéspedes y ninguna se abrió.
Al girar una esquina, Billy vio que el monstruo venía hacia él de frente, ocupando todo lo ancho del pasillo. Con la torpeza de un murciélago, corría a cuatro patas por el estrecho espacio. Billy sacó de su bolsillo la llave maestra y siguió corriendo hasta el final del pasillo, donde giró a la izquierda. Al doblar la esquina se torció un tobillo y soltó un grito de dolor; después, cojeando, se acercó a la puerta más cercana. En cuestión de segundos desfilaron por su mente vanas escenas de películas de terror en las que, después de torcerse un tobillo, las mujeres caían flaccidas en las garras del monstruo. «Malditos tacones», pensó.
Temblorosamente, metió la llave en el cerrojo mientras miraba hacia el pasillo; el monstruo dobló la esquina justo cuando se abría la puerta.
De una patada al aire, Billy se quitó el zapato del pie bueno y, cojeando, se aproximó a la puerta corrediza de vidrio. La barra de seguridad estaba puesta. Se puso de rodillas e intentó quitarla. La única luz que tenía provenía del pasillo y de pronto ésta se eclipsó. Era el monstruo, que estaba por abrir la puerta.
—¿Qué coño eres? -preguntó Billy gritando.
El monstruo se detuvo cuando ya se encontraba dentro de la habitación. Aun estando agachado, sus hombros pegaban en el techo. Tras las cortinas, Billy se agazapó contra la puerta corrediza, y siguió intentando quitar la barra. El monstruo miraba a su alrededor, girando la cabeza de un lado a otro como una linterna indagadora. Para sorpresa de Billy, alcanzó el interruptor y encendió la luz. Ahora parecía estudiar la cama.
—¿Tiene dedos mágicos? -preguntó el demonio, refiriéndose a la cama.
—¿Qué? -exclamó Billy anonadado.
—Esta cama tiene dedos mágicos, ¿verdad?
Billy logró desatrancar la barra metálica y se la tiró al monstruo. La pesada barra de acero le pegó en la cara y rebotó en el suelo. El monstruo no mostró reacción alguna. Billy alcanzó el pestillo de la puerta y comenzó a abrirla.
El monstruo se inclinó hacia él, estiró el brazo por encima de la cabeza de Billy y con un dedo tiró de la puerta hasta cerrarla. Billy volvió a intentar abrirla pero estaba bien cerrada. Se dejó caer ante los pies del monstruo con un largo y agonizante quejido.
—Déjame una moneda de veinticinco centavos -dijo el monstruo.
Billy levantó la vista hacia la enorme cara de lagarto; tenía una sonrisa que debía medir por lo menos unos ochenta centímetros.
—¡Dame una moneda de veinticinco centavos! -repitió.
Después de sacarse varias monedas del bolsillo del pantalón, Billy se las ofreció tímidamente sobre la palma de la mano al monstruo.
El monstruo seguía manteniendo la puerta cerrada con una mano, mientras que con la otra cogió una de las monedas con dos largas uñas que parecían palillos chinos.
—Gracias, me encantan los dedos mágicos -dijo el monstruo, soltando la puerta-. Ya te puedes ir -añadió.
Antes de poder pensárselo, Billy ya había abierto la puerta y había salido rápidamente; pero apenas había dado unos pasos cuando sintió que algo lo cogía de una pierna y lo arrastraba otra vez a la habitación.
—Era una broma, no puedes irte -sentenció el monstruo.
Con una mano tenía a Billy cogido boca abajo de una pierna, mientras que con la otra le echaba la moneda a la pequeña caja metálica que había sobre la mesilla de noche.
Billy meneaba el cuerpo en el aire, gritaba y le clavaba las uñas al demonio, rompiéndoselas contra sus escamas. El monstruo cogió a Billy como si fuera un osito y se echó sobre la cama. Sus pies, que quedaban colgando, casi tocaban la cómoda que estaba en la pared contraria.
A Billy le era imposible gritar, pues no tenía bastante aliento para ello. El monstruo lo soltó con uno de los brazos y le colocó una de sus garras en la oreja.
—¿No te encantan los dedos mágicos? -preguntó, y después le clavó la garra a Billy en la cabeza.
____ 18 ____
Raquel
Raquel guardó luto por la muerte de Merle durante un tiempo, el mismo que tardó el tribunal en poner la propiedades de Merle a nombre suyo. Luego, vendió la Cessna y la caravana y con una furgoneta Volkswagen que se compró se fué a Berkeley. Le habían dicho que allí encontraría una comunidad de mujeres que podría ayudarla a luchar contra los abusos; y estaban en lo cierto.
Las mujeres de Berkeley la acogieron enseguida. La ayudaron a encontrar donde vivir, la apuntaron a cursos de gimnasia y de autoactualización, la enseñaron a defenderse con el cuerpo, a alimentarse correctamente y, lo más importante, a respetarse a sí misma. Raquel perdió peso y se fortaleció; resplandecía.
Con lo que le quedaba de la herencia alquiló un pequeño estudio que estaba cerca de la universidad de California y comenzó a dar clases de ejercicios aérobicos de alta intensidad. Pronto adquirió fama de ser una instructora fuerte y dominante. Había un lista de espera para entrar en sus clases. La que había sido una niña regordeta había florecido como una mujer hermosa que no pasaba inadvertida.
Durante las seis clases diarias que impartía solía hacer todos los ejercicios junto con sus alumnas. Continuó con aquel ritmo de vida durante unos cuantos meses, hasta que un día cayó enferma; sólo le quedaban las fuerzas suficientes como para llamar a sus alumnas, cancelar las clases y nada más. Unas horas después apareció en su casa una de sus alumnas. Era una distinguida mujer de pelo gris, de cuarenta y pico años que se llamaba Bela.
Una vez que hubo entrado, Bela comenzó a darle órdenes.
—Quítate los zapatos y vuelve a la cama; dentro de un momento te traeré un té -dijo. Su voz era firme y profunda, pero a la vez, amable.
Raquel hizo lo que le pidió.
—No sé qué habrás hecho para creer que necesitas el castigo que te estás dando, Raquel, pero esto tiene que parar -afirmó Bela.
Se sentó sobre la cama y observó a Raquel mientras se bebía el té.
—Acuéstate boca abajo y relájate -añadió.
Bela le untó la espalda con un aromático aceite y comenzó a frotársela, primero con caricicias lentas para esparcir el aceite y después hundiendo los dedos poco a poco en sus músculos, hasta que Raquel creía que gritaría de dolor. Cuando el masaje hubo terminado, Raquel se sentía mucho más cansada que antes. Se quedó profundamente dormida.
Cuando despertó, Bela repitió el procedimiento, haciendo primero que bebiera un poco más del amargo té y luego masajeando sus músculos otra vez hasta que le dolieran. Al terminar, Raquel durmió otro rato.
Cuando Raquel despertó por cuarta vez, Bela volvió a darle más té, pero esta vez le pidió que se acostara boca arriba para darle el masaje. Sus manos bailaban suavemente sobre la piel de Raquel, sobre todo, alrededor de sus senos y piernas. A pesar del estado nebuloso que le provocaba aquel té, Raquel vio que la mujer se encontraba casi desnuda y que se había puesto el mismo aceite que le había untado a ella.
A Raquel no se le ocurrió resistirse; desde que Bela había entrado en su casa dándole órdenes la había obedecido sin reparo. En aquel ambiente cálidamente iluminado, Raquel y Bela comenzaron a amarse. Hacía dos años que Raquel no había estado con un hombre y ahora, intercambiando aquellas suaves caricias con Bela, no le importaba si volvía a estar con alguno.
Una vez que Raquel se encontró mejor, Bela la presentó a un grupo de mujeres, con las cuales empezó a reunirse en su casa una vez por semana para llevar a cabo ceremonias y rituales. A través de aquellas mujeres, Raquel descubrió un nuevo poder en ella misma, el poder de la diosa. Bela, por otro lado, la introdujo en la magia blanca y muy pronto fue Raquel quien dirigió los rituales, mientras que Bela los supervisaba como una madre orgullosa.
—Debes modular la voz; no importa sobre qué estés hablando, siempre debe sonar como un canto a la diosa. El aquelarre debe semejarse también a un canto. En ello reside el encantamiento, querida -explicó Bela.
Raquel dejó su piso y se mudó a la casa de Bela, una casona victoriana restaurada que quedaba cerca de la universidad. Era la primera vez que Raquel se sentía realmente feliz; pero, como suele suceder, esa felicidad no le duró mucho.
Al volver a casa una tarde, Raquel encontró a Bela en la cama con un viejo profesor de música. Furiosa, Raquel siguió al profesor con un atizador de fuego hasta echarlo, a medie vestir, a la calle. Él salió de la casa con su pantalón de pana y su chaqueta en las manos.
—¡Dijiste que me querías! -gritó Raquel, dirigiéndose a Bela.
—Y sí te quiero, querida; esto no fue por una cuestión de amor, sino de poder -le contestó Bela.
—Si no te he estado satisfaciendo, debiste habérmelo dicho -apuntó Raquel.
—Eres la mejor amante que he tenido nunca, Raquel, pero el señor Mendenhall es el responsable de nuestra hipoteca, por la cual no cobra intereses, por si no te habías enterado.
—¡Eres una puta! -exclamó Raquel.
—¿Y no lo somos todas, querida?
—Yo no lo soy.
—Lo soy yo, lo eres tú y también lo es la diosa. Todas tenemos un precio, ya sea amor, dinero o poder, Raquel, ¿por qué crees que las chicas de tu clase de ejercicio se esfuerzan tanto? -dijo Bela.
—Estás cambiando de tema -apuntó Raquel.
—Contéstame, ¿por qué crees tú que se esfuerzan tanto?
—Porque quieren tener un cuerpo fuerte, un cuerpo que corresponda con un espíritu fuerte -respondió Raquel.
—El tener un espíritu fuerte les importa un bledo. Aunque lo negaran hasta la muerte, la verdad es que lo que les interesa es tener un culo prieto que guste a los hombres. Cuanto más dispuesta estés a aceptar este hecho, más te darás cuenta del poder que tienes -dijo Bela.
—Estás enferma. Todo esto que dices va en contra de lo que tú misma me enseñaste -respondió Raquel.
—Ésta será la cosa más importante que te enseñe jamás, así que escúchame bien. Debes saber cuál es tu precio.
—No -afirmó Raquel.
—Tú crees que soy una puta barata, ¿verdad? ¿Te crees que estás por encima de venderte? ¿Cuándo has pagado alquiler por vivir aquí? -preguntó Bela.
—Te ofrecí pagarlo y me dijiste que eso no tenía importancia, que yo te quería.
—Entonces, ése es tu precio -respondió Bela.
—No, no lo es, eso es amor.
—¡Vendido! -exclamó Bela con ironía al levantarse de la cama.
Su largo pelo gris ondeaba en el aire mientras cruzaba la habitación en dirección al armario. Sacó de él una bata, se envolvió en ella y se la ató a la cintura.
—Quiéreme por lo que soy, Raquel, al igual que yo te quiero por lo que eres tú. Nada ha cambiado. El señor Mendehall volverá, lloriqueando como un perrito. La próxima vez que venga atiéndelo tú, si crees que eso te hará sentirte mejor; tal vez podamos hacerlo juntas.
—Estás enferma. ¿Cómo puedes sugerirme una cosa así? -dijo Raquel.
—Raquel, mientras sigas viendo a los hombres como seres humanos, tendremos un problema entre nosotras. Ellos son seres inferiores, incapaces de amar. ¿Por qué nos iba a afectar el tener unos minutos de fricción animal con un ser infrahumano? ¿Por qué se iba a interponer eso entre nosotras?
—Hablas como un hombre al que se le ha pillado con los pantalones bajado -respondió Raquel.
—No quiero que estés con las demás hasta que te tranquilices -dijo Bela con un suspiro-. Hay algo de dinero en mi joyero. ¿Por qué no lo coges y te vas a pasar una semana en Esalen? Piénsatelo, así te sentirás mejor cuando vuelvas -añadió.
—¿Y las otras? ¿Cómo crees que se sentirán cuando descubran que toda la magia y el espiritualismo que predicas es un pequeño montón de mierda? -preguntó Raquel.
—No las he engañado, me siguen porque admiran mi poder y esto es parte de ese poder. Yo no he traicionado a nadie -respondió Bela.
—Me has traicionado a mí -contestó Raquel.
—Si eso es lo que piensas, entonces tal vez será mejor que te vayas -dijo Bela mientras se dirigía al cuarto de baño y abría el grifo de la bañera.
Raquel la siguió.
—¿Por qué había de irme? Podría decírselo a ellas. Tengo los mismos conocimientos que tú y podría dirigirlas -dijo Raquel.
—Querida Raquel, ¿acaso no te enseñó nada el haber matado a tu marido? La destrucción es para los hombres -dijo Bela mientras, sin mirarla, le echaba aceite a la bañera.
Raquel se quedó atónita. Le había hablado a Bela sobre el accidente pero no sobre lo que lo había causado; eso no se lo había dicho a nadie.
—Puedes quedarte, si lo deseas. Yo aún te quiero -dijo Bela, esta vez mirándola a los ojos.
—No, me iré -respondió Raquel.
—Lo siento, creí que habías alcanzado un nivel de evolución más alto -dijo Bela quitándose la bata y metiéndose en la bañera.
Raquel, aún en el quicio de la puerta, la miraba.
—Te quiero -dijo.
—Lo sé, querida. Ahora vete a hacer las maletas.
Raquel no podía soportar la idea de permanecer en Berkeley; a donde quiera que iba se encontraba con cosas que le recordaban a Bela. Un día, cargó su furgoneta con todas sus pertenencias y se pasó un mes viajando por California buscando un lugar que le gustara como para vivir en él. Una mañana, mientras leía el periódico después de desayunar, leyó un artículo que se titulaba «Datos sobre California». Consistía en una sencilla lista de estadísticas sobre cosas como qué región de California produce más pistachos (Sacramento), dónde robaban más coches (al norte de Hollywood), y entre aquella se clase de datos superfluos también decía qué ciudad tenía entre su población el porcentaje más alto de mujeres divorciadas (Pine Cove). Raquel había encontrado un sitio adonde ir.
Ahora, cinco años después, Raquel ya formaba parte de aquella comunidad. Las mujeres la respetaban y los hombres la temían y la deseaban. Había procedido lenta y cautelosamente para formar su grupo, admitiendo sólo a las mujeres que la buscaban, las cuales, en su mayoría, estaban a punto de separarse de su marido y buscaban un apoyo externo. Raquel les brindaba aquel apoyo y ellas le brindaban su lealtad. Hacía tan sólo seis meses que había admitido e iniciado a la decimotercera integrante, la última que admitiría.
Por fin estaba poniendo en práctica los rituales que Bela le había enseñado, los cuales hasta ese momento no habían surtido ningún efecto, según Raquel, porque no tenía en su grupo al número adecuado de personas. Ahora, comenzaba a sospechar que la magia de la Tierra que intentaban practicar sencillamente no era real, que en realidad no existía ningún poder.
Tenía la capacidad de inducir al grupo de mujeres a hacer prácticamente cualquier cosa, lo que no estaba mal, en cuanto a poderes se refiere; y una mirada seductora bastaba para que los hombres le hicieran un favor. Si embargo, esto no le bastaba; deseaba que la magia surtiera efecto y controlarla.
Aquella tarde, en La Cabeza de la Babosa, Engañifa había reconocido en ella aquel ansia de poder, el mismo que habían tenido los amos que habían precedido a Travis. Esa misma noche, mientras que en la oscuridad de su casa, Raquel contemplaba su impotencia, el demonio le hizo una visita.
Más por costumbre que por necesidad, pues en Pine Cove había poco vandalismo, Raquel había cerrado la puerta con el pestillo. Eran cerca de las nueve, cuando, al oír que alguien giraba el picaporte de la entrada, Raquel se incorporó rápidamente sobre la cama.
—¿Quién hay? -preguntó Raquel asustada.
A manera de respuesta, la puerta se dobló ligeramente hacia dentro, primero venciendo el pestillo y luego desprendiéndolo por completo. La puerta se abrió, pero no había nadie tras ella. Raquel se subió la manta hasta la barbilla y se agazapó contra la pared.
—¿Quién es? -preguntó otra vez.
—No temas, no te haré daño -respondió una voz ronca que provenía de la oscuridad.
Raquel miró detenidamente hacia la puerta, pues con la luz de la luna llena debía poder distinguir la silueta de quien estuviera ahí; pero no había nadie.
—¿Quién eres? ¿Qué quieres? -preguntó.
—No, ¿qué quieres tú? -respondió la voz.
Raquel tenía mucho miedo; aquella voz provenía de una zona vacía, a menos de un metro de donde estaba su cama.
—Yo te lo pregunté primero. ¿Quién eres? -repitió Raquel.
—Uuuuuuuu, soy el fantasma de la Navidad -respondió la voz.
Raquel se hundió la uña del pulgar en el muslo para asegurarse de que no se trataba de un sueño; pero no, a pesar de sí misma, se encontraba hablando con una voz desprovista de entidad.
—Aún falta mucho para la Navidad -observó Raquel.
—Lo sé, he mentido. No soy el fantasma de la Navidad, lo saqué de una película que vi -respondió la voz.
—¿Quién eres? -repitió Raquel casi histéricamente.
—Soy la realización de tus sueños.
Raquel pensó que alguien le había colocado un altavoz en su casa. Su miedo se convirtió en furia. Saltó de la cama y se puso a buscar el aparato; pero sólo había avanzado dos pasos cuando tropezó con algo y se cayó. Sintió que una cosa puntiaguda se le envolvía en la cintura y la elevaba, depositándola sobre su cama. Invadida por el pánico, Raquel comenzó a gritar y a orinarse al mismo tiempo.
—¡Quieta! No tengo tiempo para estas cosas -exclamó la voz, ahogando los gritos de la mujer y haciendo reverberar las ventanas.
Raquel, acobardada sobre la cama, jadeaba, cuando de pronto sintió que comenzaba a desvanecerse. Volvió a recobrar la conciencia al sentir que algo la cogía por el pelo y tiraba de su cabeza hacia atrás. Su mente buscó alguna referencia a la realidad. Un fantasma, sí, era un fantasma. ¿Creía ella en los fantasmas? Pues era un buen momento para empezar a creer. Tal vez se tratara de él, que volvía para vengarse.
—Merle, ¿eres tú?
—¿Quién? -respondió la voz.
—Lo siento, Merle, tuve...
—¿Quién es Merle?
—¿Tú no eres Merle? -preguntó Raquel.
—Nunca he oído hablar de él -respondió el demonio.
—Entonces, ¿quién coño eres?
—Yo soy la ruina de tus enemigos. Soy el poder que deseas tener. Soy, en directo desde el infierno y a todo color, el demonio. ¡Engañifa! ¡Chan, Chan! -exclamó. Inmediatamente después, se oyó el ruido de unos zapatos bailando frenéticamente tap.
—¿Eres un espíritu de la Tierra? -le preguntó confusa Raquel.
—Eeemm, pues sí, eso, un espíritu de la Tierra. Ése soy yo, Engañifa, el espíritu de la Tierra -contestó el demonio.
—Y yo que creía que el ritual no funcionaba -manifestó Raquel.
—¿El ritual?
—Intentamos invocarte en la reunión del otro día, pero pensé que no había dado resultado porque no dibujé el círculo del poder con una navaja virgen bañada en sangree -explicó Raquel.
—No te preocupes -apuntó Engañifa.
—De haberlo sabido hubiera...
—No, de veras, no te preocupes -insistió el demonio.
«Estoy a punto de conceder el poder más grandioso que haya en el mundo a una mujer que dibuja círculos sobre la Tierra con una lima de uñas. No sé, déjame pensármelo un momento», dijo Engañifa para sí.
—¿Es que vas a conceder armonía a los corazones de las mujeres de mi grupo? -preguntó Raquel.
—Ah, sí, la armonía... pero con una condición -apuntó el demonio.
—Dime qué quieres de mí, oh, espíritu.
—Ahora me iré, bruja, pero volveré más tarde; si encuentro lo que busco, tendrás que renunciar al Creador y llevar a cabo un ritual. A cambio, se te concederá un poder que te permitirá reinar sobre la Tierra. ¿Lo harás?
Raquel no podía creer lo que oía. Creer que su magia funcionaba era una cosa, pero ahora se encontraba ante la evidencia de ello. Pero ¿poder para reinar sobre la Tierra? No estaba segura de que su preparación como profesora de gimnasia le bastara como para hacerse cargo de algo así.
—¡Habla, mujer! ¿O prefieres pasar el resto de tu vida recogiendo mechones de cabellos de los desagües de las duchas y recortes de uñas de los ceniceros?
—¿Cómo sabes tú eso? -preguntó Raquel.
—Yo estaba matando paganos cuando vivía Carlomagno. Ahora, contesta, que me está entrando mucha hambre y debo irme -dijo el demonio.
—¿Matando paganos? Pero yo creía que los espíritus de la Tierra eran buenos -dijo Raquel.
—Tenemos nuestras rachas. Ahora dime, ¿renunciarías al Creador?
—¿Renunciar a la diosa? No sé...
—¡No renunciar a la diosa, sino al Creador! -exclamó el demonio.
—Pero la diosa...
—Incorrecto. El Creador, el Todopoderoso; aquí me tendrás que echar una mano, tengo prohibido pronunciar su nombre -dijo el demonio.
—¿Te refieres al Dios cristiano?
—¡Bingo! ¿Renunciarás a él?
—Eso hace tiempo que lo hice.
—Perfecto. Quédate aquí, ahora vuelvo -le dijo el demonio.
Raquel esperó a que hubiera alguna otra palabra pero no hubo ninguna. Después de oír un ruido fuera, entre las hojas, se levantó a asomarse por la puerta. Bajo la luz de la luna vio la silueta de unas vacas que pastaban ahí cerca y una sombra que se movía entre ellas; una sombra que iba creciendo mientras se alejaba hacia el pueblo.
_____ 19 _____
En casa de Jenny
Jenny aparcó el Toyota detrás del Chevy y apagó las luces.
—¿Y bien? -preguntó Travis.
—¿Te gustaría entrar? -preguntó Jenny.
—Bueno... pues sí, me encantaría -dijo Travis después de fingir que se lo pensaba.
—Sólo dame un minuto para entrar y despejar el paso, ¿vale?
—De acuerdo, yo tengo que mirar una cosa en mi coche.
—Gracias -dijo Jenny sonriendo con alivio.
Ambos salieron del coche. Jenny se dirigió hacia su casa y Travis se apoyó en el Chevy, esperando a que ella entrara. Inmediatamente después, abrió la puerta del coche y miró dentro.
Engañifa estaba sentado en el asiento del pasajero con la cabeza sumida en la revista. Miró a Travis y le sonrió.
—Ah, ya has vuelto -dijo.
—¿Pusiste la radio? -preguntó Travis.
—Por supuesto que no -respondió el demonio.
—Menos mal, está conectada directamente a la batería y nos hubiéramos quedado sin corriente -dijo Travis.
—No la he tocado. .
—No le quites el ojo a eso -dijo Travis, mirando hacia el asiento trasero.
—Claro -respondió Engañifa.
Travis se quedó quieto.
—¿Te pasa algo? -preguntó el demonio.
—Estás muy amable -respondió Travis.
—Ya te lo he dicho, es que me da gusto que te diviertas.
—Puede que tengas que pasar la noche en el coche. No tendrás hambre, ¿verdad? -preguntó Travis.
—Te vuelvo a recordar que comí anoche -respondió el demonio.
—Vendré a verte dentro de un rato, así que quédate aquí -ordenó Travis y cerró la portezuela del coche.
En cuanto se alejó, Engañifa se asomó por encima del tablero para verlo meterse en casa de Jenny. Era irónico que ambos estuvieran pensando lo mismo: «Muy pronto todo esto habrá terminado».
Engañifa tosió y de su boca salió disparado un zapato rojo de tacón que rebotó contra el parabrisas, ensuciando el vidrio con una diabólica baba.
Después de aparcar su camioneta a una calle de su antigua casa, Robert se dirigió hacia ella, esperando y a la vez temiendo encontrar a Jenny con otro hombre. Conforme se aproximaba a la casa, vió que el viejo Chevy estaba estacionado delante del Toyota.
Se había imaginado aquella escena cientos de veces: él llegaba de pronto y la sorprendía con otro; exclamaba: ¡aja!; pero lo que pasaba después se tornaba nebuloso.
La verdad era que no deseaba sorprenderla en absoluto, no se trataba de eso. Lo que quería, más bien, era que ella abriera la puerta con los ojos llenos de lágrimas; que le echara los brazos al cuello y le rogara que volviera a casa; él le aseguraría que todo iría bien y la perdonaría por haberlo echado. Esa escena también la había imaginado cientos de veces. Después de que hacían el amor por tercera vez las imágenes volvían a hacerse borrosas.
Por lo pronto, el Chevy no aparecía en sus escenas preconcebidas; era como un cortometraje, un avance. Significaba que alguien estaba con ella; alguien que, a diferencia de él, había sido invitado. Ahora se imaginaba otras escenas: que tocaba la puerta, Jenny abría, y después de que él veía a un hombre sentado sobre el sofá, ella le pedía a Robert que se fuera. No lo podía soportar, parecía demasiado real.
Tal vez no se trataba de ningún hombre, sino de una de las mujeres del grupo, que había venido a consolarla en un momento de necesidad. De pronto, volvió a recordar el sueño que había tenido. Él estaba en el desierto, atado a la silla, viendo a Jenny hacer el amor con otro. El pequeño monstruo le metía galletas saladas en la boca.
Robert se dio cuenta de que llevaba varios minutos parado en medio de la calle mirando a la casa mientras se torturaba a sí mismo.
«Compórtate como un adulto, acércate a la puerta; si está con otra persona, pide disculpas y vuelve más tarde», conforme pensaba esto, un dolor comenzaba a subirle por el pecho.
«No, mejor vete. Regresa a la caravana y llámala mañana», pensó, pero el imaginarse otra noche de soledad con el corazón roto sólo hacía que aumentara su dolor de pecho.
La indecisión de Robert, que siempre había exasperado a Jenny, esta vez lo estaba paralizando.
—Sólo tienes que escoger un camino y seguirlo, Robert, eso no puede ser peor que estar aquí sintiendo lástima de ti mismo -solía decirle ella.
«Pero es lo único para lo que sirvo», pensaba Travis.
Robert se vio forzado a la acción cuando vio que una camioneta giraba la esquina y se aproximaba lentamente hacia él. Corrió hacia el Chevy y se escondió detrás. «Me estoy escondiendo delante de mi propia casa, qué estupidez» pensó. Sin embargo, él percibía que cualquiera que pasara por ahí se daría cuenta de lo pequeño y débil que se sentía. Prefería no ser visto.
Al pasar delante de la casa, la camioneta bajó la velocidad hasta casi detenerse y después su conductor aceleró y se alejó rápidamente. Robert permaneció ahí, en cuclillas, durante vanos minutos.
Tenía que averiguarlo.
«Sólo escoge una dirección y sigúela», pensó. Decidió que los espiaría por las ventanas. La sala tenía dos ventanas que estaban como a dos metros del suelo. Ambas eran de estilo antiguo y estaban rodeadas por un grueso marco con macetas en las que Jenny había plantado geranios. Si aquellos marcos eran lo bastante resistentes, podría impulsarse hacia arriba y mirar por las rendijas de las cortinas.
Espiar a su propia mujer le parecía un asunto sucio y rastrero, algo casi perverso. Lo meditó durante un momento y se dirigió hacia la casa. El ser sucio, rastrero y perverso no era nada comparado con cómo se sentía en aquellos momentos.
Se apoyó en el marco de la ventana con ambas manos para ver si aguantaba su peso; lo aguantaba. Se impulsó hacia arriba, apoyó la barbilla sobre el quicio y miró por el hueco que dejaban las cortinas.
Estaban sentados sobre el sofá, mirando hacia el lado contrario de donde él estaba: Jenny y un tío. Por un momento pensó que Jenny estaba desnuda pero luego vio los tirantes del vestido negro; hacía tiempo que no se lo veía puesto.
—Este vestido da la impresión equivocada -solía decir ella, refiriéndose a que era demasiado sexy.
Atrapado por la cristalización de su miedo, Robert se quedó traspuesto al verlos, como un ciervo que se queda hipnotizado al ver las luces de un coche. El hombre de pronto se giró para decirle algo a Jenny y en este momento Robert lo vio de perfil; era el mismo tío que había visto en La Cabeza de la Babosa, el mismo que aparecía en su sueño.
No lo pudo soportar más y se deslizó hacia abajo. Cientos de preguntas atacaron a la vez su pensamiento: «¿Quién es ese tío?; ¿qué tiene de especial?; ¿qué tiene él que no tenga yo?»; y lo peor: «¿Desde cuándo ha estado sucediendo esto?».
Robert se alejó de la casa hacia la calle dando traspiés. Estaban sentados en su sofá, el sofá que Jenny y él habían comprado con sus ahorros. ¿Cómo podía ella hacerle eso? ¿Acaso no le recordaba todo lo que había en la casa a su matrimonio? ¿Cómo podía sentarse en su sofá con otro hombre? ¿Se acostarían en su cama? Al pensar todo esto, el dolor de pecho casi le hacía encogerse.
Pensó en darle una paliza al Chevy pero ya se le veía bastante traqueteado. ¿Rajarle las ruedas? ¿Romperle el parabrisas? ¿Mearse en el depósito de gasolina? No, si lo hacía, tendría que admitir que los había espiado. Pero tenía que hacer algo.
Tal vez en el coche podía encontrar alguna cosa que le indicara quién era aquel desbaratador de hogares. Se asomó por las ventanillas; no había mucho que ver: unos cuantos envoltorios de comida para llevar, una revista de historietas y una maleta Haliburton en el asiento trasero. Robert la reconoció de inmediato. Solía llevar su cámara de 4 x 5 en una maleta del mismo modelo. Había vendido la cámara y la maleta se la había dado a La Brisa como pago del alquiler.
¿Se trataría de un fotógrafo? Sólo había una forma de averiguarlo. Después de posar la mano sobre la manilla de la portezuela, se detuvo durante un momento. ¿Qué tal si el tío salía mientras él aún estuviera rebuscando en su coche? ¿Qué haría entonces? A la mierda con ello; aquel tío estaba metiéndose en su vida, ¿no? Robert oprimió el botón de la manilla, no tenía puesto el seguro; la abrió y se metió.
____ 20 ____
Effrom
Era soldado y, como cualquier soldado, en sus momentos de descanso pensaba en su terruño y en la chica que ahí le esperaba. Se sentó en la cima de una colina para contemplar el ondulante paisaje inglés. Estaba oscuro pero sus ojos se habían acostumbrado a la oscuridad durante el largo turno de guardia que había hecho. Se fumó un cigarro mientras observaba los diseños que la luz de la luna dibujaba sobre las colinas cada vez que había un claro en las nubes.
Aún era sólo un chico, tenía diecisiete años. Estaba enamorado de una chica de pelo marrón y ojos azules que se llamaba Amanda. Sus muslos estaban cubiertos de una suave pelusa que solía hacerle cosquillas sobre la palma de las manos cuando le levantaba las faldas sobre las caderas. Veía sobre ellos los reflejos del sol otoñal, aunque en aquel momento él en realidad estuviera mirando las reverdecidas colinas de Inglaterra en primavera.
Las nubes se despejaron, dejando que la luna alumbrara todo el paisaje.
La chica le bajó los pantalones hasta las rodillas.
Las trincheras se encontraban sólo a cuatro días de distancia. Después de darle una fuerte calada al cigarrillo, lo apagó en la hierba. Exhaló el humo con un suspiro.
La chica le plantó un beso mojado y apretado y tiró de él hacia abajo, sobre ella.
En la distancia, apareció sobre una colina una mancha negra y definida que, ondulándose, sobrevolaba los montes. «No puede ser, nunca vuelan cuando hay luna llena», pensó. ¿Y qué había sido de la capa de nubes que cubría el cielo hacía unos instantes?
Giró la mirada hacia el cielo, buscando la nave, pero no se veía. Todo, salvo los grillos, que cantaban canciones de sexo, estaba en silencio. Todo el campo estaba quieto, salvo la sombra aquella. La imagen de la chica se desvaneció. De pronto, le pareció que en aquella sombra con forma de puro que se aproximaba hacia él, tan silenciosamente como la muerte, lo representaba todo.
A pesar de saber que debía ir corriendo a dar la alarma y avisar a sus compañeros, se quedó quieto, mirando. Cuando la luz de la luna fue eclipsada por la sombra, la nave volaba sobre él; comenzó a temblar. Mientras pasaba, lo único que se oía eran los motores. Unos segundos después, la luz de la luna reapareció; había sobrevivido; la nave no había descargado su mortal barriga. Después oyó que comenzaban las explosiones. Se giró y observó el fuego en la distancia, mientras oía los gritos de sus compañeros en la base, que despertaban con el bombardeo. Se colocó en posición fetal, gimiendo y respingando cada vez que explotaba otra bomba.
Después se despertó.
No había justicia, de eso estaba seguro Effrom. No había un ápice, una milésima, ni una molécula de justicia en el mundo. Si la hubiese, no se sentiría asediado por pesadillas sobre la guerra. Si hubiese alguna justicia, ¿le quitaría el sueño algo que había sucedido hacía mas de setenta años? No, la justicia era un mito, que como todos los mitos había quedado aniquilado entre el contundente sentido de la realidad que nos brinda la experiencia.
Pero Effrom se encontraba demasiado inquieto como para lamentarse por la injusticia. La esposa le había puesto las sábanas de franela para que estuviera calentito y a gusto durante su ausencia. (Después de todos esos años, aún dormían juntos; era un hábito que hasta entonces nunca se les había ocurrido alterar.) Ahora encontraba que las sábanas estaban frías y mojadas de sudor; el pijama se le pegaba al cuerpo como si le hubiera llovido encima.
Ya que no había podido dormir su siesta, Effrom había intentado irse temprano a la cama con la esperanza de recuperar los sueños de las chicas vestidas de spandex; sin embargo, el subconsciente y el estómago habían conspirado en su contra, enviándole en su lugar una pesadilla. Sentado en el borde de la cama, sentía que su estómago intentaba digerirlo desde dentro hacia fuera, lo escuchaba burbujear como la caldera de un caníbal.
Decir, sencillamente, que el fuerte de Effrom no era la cocina sería como afirmar que el genocidio no es una estrategia aconsejable en el mundo de las relaciones públicas. Para él, unas hamburguesas congeladas cumplían con los requisitos de una comida sin tener que poner en entredicho sus habilidades culinarias. Leyó las instrucciones cuidadosamente y después hizo unos sencillos cálculos matemáticos para acabar más pronto: veinte minutos de horno a 190 grados equivalían a diez minutos a 300 grados. El resultado de sus cálculos parecían pequeños ladrillos de carbón con su centro congelado, pero como tenía prisa por meterse en la cama, ahogó las insufribles hamburguesas en ketchup y se las comió. Nunca hubiera imaginado que sus espíritus regresarían en forma de una pesadilla sobre el ataque del zepelín. Jamás había pasado tanto miedo, ni siquiera en las trincheras cuando las balas le pasaban rozando la cabeza y el aire estaba cargado de gas mostaza. Aquella nube que se movía silenciosamente por los aires había sido lo peor.
Pero ahora, sentado en la cama, se sentía paralizado por el mismo tipo de miedo. Aunque las imágenes del sueño se iban desvaneciendo, no se sentía aliviado de encontrarse sano y salvo en la cama, en su propia casa, sino que era como si hubiera despertado a una situación peor que la del sueño. Alguien deambulaba por su casa. Alguien se movía por ahí como un niño de dos años que compite con otros por ser el más escandaloso.
Fuera quien fuere, ahora se encontraba en la sala. El piso de la casa era de madera, y Effrom conocía cada una de sus rajas y dónde rechinaban. Los ruidos subían por el pasillo. El intruso abrió la puerta del baño, que estaba a dos puertas de la habitación de Effrom.
Se acordó de la pistola que tenía en el cajón de los calcetines. ¿Tenía tiempo? Se envalentonó y se dirigió hacia la cómoda. Tenía las piernas rígidas y temblequeantes, y poco faltó para que se cayera.
Ahora rechinaba el suelo del cuarto de los huéspedes; oyó que la puerta se abría. ¡De prisa!
Abrió el cajón y buscó entre sus calcetines hasta encontrar la pistola. Era un revólver inglés, un Webley automático con cartuchos del 45, que se había traído de la guerra. Abrió el arma como si fuera una metralleta y miró los cilindros; estaban vacíos. Con la pistola abierta, buscó las balas entre los calcetines. Había tres cartuchos en una lámina de acero que tenía forma de media luna, de manera que los seis cilindros que tenía la pistola podían cargarse en dos rápidos movimientos. Los ingleses habían ideado aquel sistema para poder utilizar los mismos cartuchos lisos que utilizaban los americanos en sus cok automáticas.
Effrom cogió una de las láminas de media luna y la dejó caer en el tambor. Después, se dispuso a localizar el ruido.
El picaporte de la puerta de su habitación comenzó a girar. No había tiempo. Impulsó el revólver ligeramente arriba y éste se cerró, quedando cargado a medias. La puerta comenzó a abrirse lentamente. Effrom apuntó la Webley hacia el centro y disparó.
El martillo de la pistola cayó sobre una cámara vacía con un ruido. Effrom volvió a tirar del gatillo y la pistola disparó. Dentro de la pequeña habitación el estruendo sonó como si hubiera llegado el fin del mundo. En el centro de la puerta había ahora un gran agujero desvencijado. Desde el pasillo se oyó el grito agudo de una mujer. Effrom dejó caer el arma.
Durante un momento, se quedó ahí parado, escuchando los ecos del disparo y del grito. Luego pensó en su mujer.
—¡Dios mío! ¡Amanda! -exclamó, acercándose a la puerta.- ¡Dios mío! ¡Amanda! Dios... -repitió al abrir la puerta, pero de pronto dio un salto hacia atrás, llevándose una mano al pecho.
El monstruo estaba a gatas sobre el suelo, riéndose. Sus extremidades ocupaban todo el marco de la puerta.
—Caíste, caíste -dijo riendo aún.
Effrom siguió retrocediendo hasta que tropezó contra la cama y cayó sobre ella. Su boca se abría y se cerraba como si fuese una dentadura a la que se le da cuerda, que se mueve, pero que no emite sonido alguno.
—Buen disparo, amigo -dijo el demonio.
Effrom observó que el monstruo aún tenía un trozo de la bala 45 encajada en el labio superior, como un obsceno lunar. El monstruo se lo quitó enseguida con una uña y se la oyó rebotar sobre la alfombra con un ruido sordo.
Effrom no respiraba bien, con cada bocanada de oxígeno se le iba apretando más el pecho. Se deslizó de la cama sobre el suelo.
—Viejo, no te mueras ahora; tengo unas preguntas que hacerte. No sabes cuánto me cabrearía que te murieras precisamente ahora -apuntó el demonio.
La mente de Effrom era una nube blanca. El pecho le ardía. Sabía que alguien le hablaba pero no entendía qué le decía. Intentó hablar pero no pudo. Finalmente, recobró un poco de aliento y jadeando, dijo:
—Lo siento, Amanda, lo siento.
El monstruo se introdujo a gatas en la habitación y le puso a Effrom sobre el pecho una mano que sintió a través de la tela del pijama como algo duro y escamoso. De pronto, Effrom abandonó.
—¡No! ¡No morirás! -exclamó el monstruo.
Effrom ya no estaba en aquella habitación, sino sentado sobre una colina en Inglaterra, mientras observaba la sombra de la muerte flotando hacia él sobre los campos. Esta vez, el zepelín no iba hacia la base, sino hacia él. Permaneció ahí sentado, esperando morir. «Lo siento, Amanda», pensó.
—No, esta noche no.
¿Quién había dicho eso? Estaba solo en aquella colina. De pronto se dio cuenta de que tenía un punzante dolor en el pecho. La sombra de la nave comenzó a desvanecerse y después desapareció todo el paisaje. Escuchaba su propia respiración. Se encontraba otra vez en su habitación.
Sintió que un calorcito le llenaba el pecho. Miró hacia arriba y vio que el monstruo lo observaba. El dolor le desapareció. Cogió la mano del monstruo e intentó retirarla de su pecho pero estaba fija, aunque sus garras no se clavaban en su piel, sino que sólo descansaban sobre ella.
El monstruo le dijo:
—Lo estabas haciendo tan bien con el revolver y todo que pensé: «Vaya, esta carroza sí que tiene garra»; luego vas y empiezas a desmoronarte y te desmayas, arruinando así una magnífica primera impresión. ¿Dónde está tu amor propio?
Effrom sintió que aquel calorcillo se le extendía hacia las extremidades. Su mente hubiera preferido desconectar, ocultarse bajo las profundidades del inconsciente hasta que amaneciera, pero algo no se lo permitía.
—¿Estás mejor? -preguntó el demonio al retirar su mano y apartarse hacia una esquina de la habitación, donde se sentó con las piernas cruzadas, como si fuera el Buda de los lagartos. Cada vez que giraba la cabeza, sus puntiagudas orejas raspaban contra el techo.
Effrom miró hacia la puerta. El monstruo se encontraba a unos siete metros de ella. Si pudiera salir por ahí, tal vez... Una bestia de aquel tamaño no podría moverse fácilmente por los confines de la casa.
—Tu pijama está empapado, si no te cambias de ropa morirás de pulmonía -advirtió el monstruo.
Effrom estaba maravillado ante la rapidez con la que su mente se había adaptado a aquella situación y aceptaba aquellos extraños sucesos. Se encontraba en su casa hablando con un monstruo, como la cosa más natural. No, aquello no podía ser real.
—Tú no existes -afirmó Effrom.
—Tú tampoco -contestó Engañifa.
—Claro que sí -insistió Effrom, sintiéndose como un estúpido.
—Demuéstramelo -exigió el demonio.
Effrom se quedó pensativo. En lugar de miedo, lo que más sentía ahora era una enorme y algo macabra curiosidad.
—No tengo por qué demostrarlo, estoy aquí -dijo.
—Claro -apuntó incrédulo el monstruo.
Effrom se levantó de la cama. Al ponerse de pie, se dio cuenta de que la fragilidad de sus rodillas y la rigidez de su espalda habían desaparecido después de cuarenta años de padecimientos. A pesar de lo extraño que era todo aquello, se sentía estupendamente.
—¿Qué me has hecho? -preguntó.
—Quién ¿yo? Yo no existo, ¿cómo podía hacerte algo?
Effrom se dio cuenta de que se había metido en un callejón metafísico sin otra salida que no fuera aceptar los hechos.
—Bueno, vale, sí, existes. Ahora dime, ¿qué me has hecho?
—Evité que la palmaras.
Por fin, Effrom relacionó las cosas. Había visto una película sobre unos aliens: ellos venían a la Tierra a curar, pues tenían ese poder. De acuerdo, éste no era aquella monada con una cabeza de cuero redondita, pero no era un monstruo. Era una persona perfectamente normal, sólo que de otro planeta.
—Y bien, ¿quieres usar el teléfono o algo así? -preguntó Effrom.
—¿Para qué?
—Pues para llamar a casa. ¿No quieres llamar a tu casa? -preguntó Effrom extrañado.
—No juegues conmigo, viejo. Quiero saber a qué vino Travis esta tarde -respondió el demonio.
—No conozco a nadie con ese nombre.
—Estuvo aquí esta tarde y tú hablaste con él, yo os vi -apuntó el demonio.
—¿Te refieres al de los seguros? Quería hablar con mi esposa.
El monstruo se dirigió al otro lado de la habitación con tal rapidez que Effrom casi cayó sobre la cama para evitarlo. Sus esperanzas de escapar por la puerta se desvanecieron en un segundo. El monstruo lo miró desde encima suyo y Effrom pudo oler su fétido aliento.
—Vino aquí por la magia, viejo, y yo la quiero ahora o te colgaré de las entrañas a la barra de las cortinas -respondió el demonio.
—Quería hablar con mi esposa. Yo no sé nada sobre ninguna magia. Tal vez debiste haber aterrizado en Washington, desde ahí se dirige todo lo que sucede en este país.
El monstruo cogió a Effrom y lo zarandeó como si fuera una muñeca de trapo.
—¿Dónde está tu esposa, viejo? -preguntó.
A Effrom le parecía escuchar a su cerebro moverse dentro de su cabeza. La mano del monstruo le estaba sacando todo el aire. Intentó contestar pero lo único que le salió fue un patético carraspido.
—¿Dónde? -repitió el monstruo al tirarlo sobre la cama.
Effrom sintió que el oxígeno le quemaba al penetrarle en los pulmones.
—Está en Monterrey, visitando a nuestra hija -respondió Effrom.
—¿Cuándo volverá? No mientas, me daré cuenta si lo haces.
—¿Cómo lo sabrás? -preguntó Effrom.
—Inténtalo. Tus tripas quedarán bien con la decoración -apuntó Engañifa.
—Volverá mañana por la mañana -respondió Effrom.
—Basta -dijo el monstruo. Cogió a Effrom de un hombro y lo sacó de la habitación a rastras. Effrom sintió cómo se le desprendía el hombro de la coyuntura y después que un punzante dolor le cruzaba la espalda y el pecho. Su último pensamiento antes de desmayarse fue: «Que Dios me ayude, he matado a mi esposa».
____ 21 ____
Augustus Brine
—Los he encontrado. El coche está aparcado delante de la casa de Jenny Masterson -dijo Augustus Brine cuando entró corriendo a su casa cargando una bolsa del mercado en cada brazo.
Gian Hen Gian estaba en la cocina vertiendo sal de una caja redonda y azul en una jarra llena de zumo de frutas.
Brine dejó las bolsas sobre el suelo, junto a la chimenea.
—Ayúdame a meter las cosas, hay más bolsas en la camioneta -dijo.
El genio se acercó y miró en las bolsas. Una de ellas estaba llena de pilas y de rollos de alambre. La otra, llena de cilindros de cartón marrón, de ocho centímetros de largo y dos de diámetro. Gian Hen Gian cogió uno de los cilindros y lo sostuvo en el aire. De un lado salía un fusible impermeable color verde.
—¿Qué es esto? -preguntó.
—Bombas para focas. El departamento de pesca las distribuye entre los pescadores para que puedan alejar a las focas de sus anzuelos y redes. Tenían un montón de ellas en la tienda -respondió Brine.
—Los explosivos no servirán contra el demonio -apuntó el genio.
—Hay cinco bolsas más en el camión. ¿Me las traes, por favor? No sé cuánto tiempo nos queda -dijo Brine mientras se apresuraba a colocar una hilera de bombas delante de la chimenea.
—Qué te crees que soy, ¿un servil mayordomo? ¿Una bestia de carga? ¿Debería yo, Gian Hen Gian, rey de los yinn, reducirme a llevar la carga de un ignorante mortal que piensa atacar al demonio con petardos?
—Oh, rey, por favor, trae las puñeras bolsas para que pueda acabar con esto antes de la madrugada -dijo Brine exasperado.
—De nada servirán -respondió el genio.
—No voy a intentar hacerlo explotar, sólo quiero saber dónde está. A no ser que tú puedas utilizar tu grandioso poder para detenerlo, oh rey de los yinn.
—Sabes bien que no puedo.
—¡Las bolsas! -exclamó Brine.
—Además de estúpido eres un hombre malo, Augustus Brine. He visto más inteligencia en los piojos de la entrepierna de una prostituta.
Conforme el genio salía por la puerta, su diatriba se disolvía en la distancia. Brine se puso a envolver los fusibles de las bombas con un fino alambre plateado que los haría calentarse al aplicarles la corriente. Era un método poco preciso de detonación, pero a esas horas de la madrugada no podía conseguir otro tipo de material.
Unos minutos después, llegaba el genio con dos bolsas más.
—Ponlas sobre las sillas -le ordenó Brine con un gesto de la cabeza.
—Estas bolsas están llenas de harina. ¿Piensas hacer pan, Augustus Brine? -preguntó Gian Hen Gian.
_____ 22 _____
Travis y Jenny
Había algo en ella que a Travis le provocaba ganas de poner su vida entera sobre la mesa como si fuera un montón de monedas; dejarla mirar y quedarse con las que ella quisiera. Si pasaba la noche allí al día siguiente le contaría lo de Engañifa, pero no en aquel momento.
—¿Te gusta viajar? -preguntó Jenny.
—Ahora me está cansando y me gustaría descansar un poco -respondió Travis.
Después de coger su copa de vino tinto y de darle un sorbo, Jenny se bajó la falda por décima vez. El sofá todavía respresentaba para ella una zona neutra.
—No tienes el aspecto de un vendedor de seguros, al menos de los que haya visto yo; espero que no te importe que te lo diga, pero normalmente llevan chaquetas chillonas y apestan a colonia barata. Nunca he conocido a ninguno que pareciera sincero con respecto a nada -dijo Jenny.
—Es un trabajo -comentó Travis, esperando que no le preguntara más la respecto; él no sabía nada sobre el tema. Se había decidido por aquella profesión porqu Effrom Elliot lo había confundido con un vendedor de seguros aquella tarde, así que fue lo primero que se le ocurrió.
—Cuando era pequeña, un vendedor de seguros vino a casa a venderle un seguro a mi padre. Después de colocarnos a toda la familia frente a la chimenea, nos sacó una foto con una cámara Polaroid. Era una foto bonita. Mi padre, de pie en un extremo, tenía aspecto de sentirse orgulloso. Conforme pasábamos la foto para verla, el vendedor se la arrebató a alguien de las manos y dijo: «¡Qué familia mas bonita!». Después, arrancó a mi padre de la foto y añadió: «¿Y ahora qué será de ella?». Yo me eché a llorar y a mi padre le entró miedo.
—Lo siento, Jenny -dijo Travis y de repente se preguntó por qué no le había dicho que era vendedor de cepillos. ¿Tenía alguna anécdota divertida que contar sobre un cepillo?
—¿Haces esto tú, Travis? ¿Te dedicas a asustar a la gente? -preguntó Jenny.
—¿Tú qué crees?
—Ya te digo, no tienes pinta de ser vendedor de seguros.
—Jennifer, tengo que decirte una cosa.
—Eh, lo siento, tal vez me haya puesto pesada. Tú haces lo que haces. Yo nunca pensé que sería camarera a mis años -dijo Jenny.
—¿Tú qué querías ser? Me refiero a cuando eras niña, ¿qué querías ser de mayor? -preguntó Travis.
— Qué quería ser de verdad ? -preguntó Jenny.
—Claro.
—Quería ser mamá. Quería tener una familia, un hombre que me quisiera y una bonita casa. No era muy ambiciosa, ¿verdad?
—Eso no tiene nada de malo; ¿y qué pasó? -preguntó Travis.
Ella apuró la copa y se sirvió más vino.
—Que no puedes tener una familia tú sola -apuntó Jenny.
—¿Pero? -preguntó Travis.
—Travis, no quisiera echar a perder la velada hablando sobre mi matrimonio. Estoy intentando hacer algunos cambios en mi vida.
Travis se quedó callado; ella interpretó su silencio como señal de comprensión y se reanimó enseguida.
—¿Y tú qué querías ser de mayor? -preguntó Jenny.
—¿De verdad?
—No me dirás que también querías ser ama de casa.
—Cuando era niño eso era lo único a lo que aspiraban las chicas -afirmó Travis.
—Dónde creciste, ¿en Siberia?
—En Pennsylvania; me crié en una finca -dijo Travis.
—¿Y qué quería ser el chico de campo de Pennsylvania cuando fuera mayor?
—Cura -afirmó Travis.
—Nunca había conocido a nadie que quisiera ser cura. Qué hacías cuando los otros chicos querían jugar a los soldados, ¿darles la extremaunción? -dijo Jenny riendo.
—No, no fue así. Mi madre siempre quiso que fuese cura. Cuando tuve edad suficiente fui al seminario, pero aquello no salió bien -dijo Travis.
—Así que te volviste vendedor de seguros. Supongo que es lógico; una vez leí que tanto las religiones como las compañías de seguros están fundamentadas sobre el miedo a la muerte -dijo Jenny.
—Eso suena bastante cínico -observó Travis.
—Lo siento, Travis, no puedo creer en un ser todopoderoso que permite la guerra y la violencia -afirmó Jenny.
—Pues deberías.
—¿Estás intentando convertirme? -preguntó Jenny.
—No, sólo que estoy absolutamente convencido de que Dios existe -dijo Travis.
—Nadie sabe nada con certeza. No es que no tenga fe, tengo mis propias creencias, pero también tengo mis dudas -apuntó Jenny.
—Yo también las tenía -afirmó Travis.
—¿Las tenías? Y qué pasó, ¿se te apareció el Espíritu Santo y te dijo que te pusieras a vender seguros?
—Algo parecido -dijo Travis forzando una sonrisa.
—Travis, eres un hombre muy extraño -afirmó Jenny.
—En realidad no tenía ningún interés en que habláramos de religión -apuntó Travis.
—Vale, por la mañana te contaré mis creencias, seguro que te sorprenderán -dijo Jenny.
—Lo dudo, lo dudo mucho... ¿Has dicho por la mañana?
Jenny le extendió una mano. Por dentro no estaba muy segura de lo que hacía, pero parecía sentirse bien; por lo menos no sentía que se estuviera equivocando.
—¿Me he perdido algo? Creí que te habías enojado conmigo -dijo Travis.
—No, ¿por qué iba a enojarme contigo?
—Por mis creencias -respondió Travis.
—Me hacen gracia.
—¿Gracia? ¡Gracia! ¿Te parece que la Iglesia católica tiene gracia? Jenny, en este momento debe de haber cientos de papas retorciéndose en su tumba.
—Qué bien, no están invitados. ¿Te quieres acercar, por favor?
—¿Seguro? Has bebido mucho vino -observó Travis.
No, no estaba nada segura, sin embargo le dijo que lo estaba. Era soltera, ¿no? El chico le gustaba, ¿no? Pues qué coño, aquello ya había empezado.
Él se deslizó hacia ella sobre el sofá y la tomó en sus brazos. Se besaron con poca naturalidad, pues él aún no estaba relajado y ella aún dudaba de que estuviera bien haberlo invitado a su casa. Él la cogió con más firmeza, a lo que ella respondió arqueando la espalda y empujando su cuerpo hacia el suyo; ambos habían bajado sus barreras. El mundo que los rodeaba dejó de existir. Cuando finalmente se apartaron, él hundió su cara en el pelo de Jenny para que ella no pudiera ver sus lágrimas y la abrazó con fuerza.
—Jenny, ha pasado mucho tiempo desde que...
—Todo irá bien, no te preocupes -interrumpió ella, introduciendo sus dedos por el pelo de Travis.
Tal vez porque tenían miedo o tal vez porque se conocían poco, ambos estaban representando un papel y, por lo tanto, no tenían que enfrentarse con nada más que con el momento presente. Los papeles que interpretaron a través de la noche fueron cambiando. Después de satisfacerse el uno al otro, cuando la necesidad dejó de ser lo que imperaba, cada uno continuó representando su papel por gusto. La noche evolucionó de la siguiente manera: primero, ella fue la cosoladora y él el consolado; después, fue él el comprensivo confidente y ella la aturdida penitente; ella se convirtió en la enfermera y él en el paciente; él se volvió un chico sano e ingenuo y ella una duquesa seductora; él un sargento mandón y ella un recluta; ella una cruel soberana y él una sumisa esclava.
Eran las tempranas horas de la madrugada cuando desnudos sobre el suelo de la cocina, Travis hacía de Godzilla para un sorprendido Tokio, que era Jenny. Sentados en cuclillas con el tostador en medio, como verdugos que esperan la señal para dejar dar su sablazo, cada uno sostenía un cuchillo untado con mantequilla en una mano. En total, se zamparon una barra de pan, una barra de cuarto de mantequilla, un litro de helado de tofu, una caja de galletas integrales de trigo, una bolsa de frituras de maíz azul y un melón cosechado orgánicamente, al que le salían grandes cantidades de jugo rosado, que cuando reían les chorreaba por la barbilla.
Con el hambre saciada, satisfechos y pringosos de dulce, regresaron a la cama y, acurrucados, se quedaron dormidos juntos.
Tal vez no era amor lo que los unía, tal vez sólo se tratara de una necesidad de escape y olvido; pero fuese lo que fuere, lo habían encontrado.
Tres horas más tarde, sonó el despertador y Jenny se fue al café H.P. a trabajar. Travis sonreía y gemía en sueños cuando Jenny se despidió de él con un beso en la frente.
Cuando comenzaron las explosiones, Travis se despertó gritando.
CUARTA PARTE
LUNES
____ 23 ____
Rivera
Rivera entró en la caravana seguido de dos policías uniformados. Robert apenas se había incorporado sobre el sofá cuando ya lo habían esposado. Antes de que pudiera comprender qué pasaba, Rivera le estaba leyendo sus derechos. Cuando por fin se le aclaró la vista, Robert vio que Rivera estaba sentado enfrente de él, poniéndole un papel ante la cara.
—Robert, soy el sargento detective Alfonso Rivera. Esto que ves es una orden de arresto contra ti y La Brisa. Además, tenemos otra para registrar la caravana, que es lo que haremos los comisionados Deforest, Pérez y yo dentro de un momento -dijo Rivera mientras le mostraba la insignia que llevaba en la cartera.
Un policía uniformado apareció por el otro extremo de la caravana.
—No se encuentra aquí, sargento -afirmó.
—Gracias -respondió Rivera al de uniforme.
—Las cosas te irán mejor si me dices en este momento dónde puedo encontrar a La Brisa -dijo Rivera.
Robert empezaba a hacerse una idea de lo que estaba ocurriendo.
—¿Así que no eres camello? -preguntó somnoliento.
—Eres sagaz Masterson. ¿Dónde está La Brisa?
—La Brisa no tuvo nada que ver con ello. Hace dos días que desapareció. Me llevé la maleta porque quería saber quién era el tipo que estaba con mi esposa -explicó Robert.
—¿Qué maleta?
Robert miró hacia la maleta, que estaba sobre el suelo de la sala. La Haliburton aún estaba sin abrir. Rivera la cogió e intentó abrirla.
—Tiene un candado de combinación, yo no pude abrirla -dijo Robert.
Los comisionados del sheriff registraban la caravana. Desde la habitación de atrás se oyó a uno de ellos gritar:
—¡Rivera, la tenemos!
—Quédate aquí, Robert, volveré enseguida -dijo Rivera.
Conforme Rivera se dirigía hacia la habitación, uno de los policías se asomó por la puerta de la cocina sosteniendo otra maleta de aluminio.
—¿Está ahí? -preguntó Rivera.
Pérez, un hispano moreno que parecía demasiado bajo para ser comisionado, echó la maleta sobre la mesa de la cocina y la abrió.
—Hierba -afirmó.
La maleta estaba repleta de bloques de marihuana envueltos en celofán y ordenados en hileras. A Robert le llegó un ligero olor a zorrillo.
—Buscaré el equipo de prueba -dijo Pérez.
—Claro, podrían ser retazos de césped que han cortado y han guardado aquí -dijo Rivera sarcásticamente con un suspiro y una mirada desaprobatoria hacia Pérez, la cual éste resistió.
—¿Y el archivo? -preguntó Pérez.
Rivera le indicó con la mano que se retirara y volvió a la sala a sentarse al lado de Robert en el sofá.
—Amigo, tienes serios problemas -afirmó.
—Sabe, me sentí muy mal por haber sido tan grosero con usted ayer cuando estuvo aquí. No he estado muy bien últimamente -dijo Robert con una débil sonrisa.
—Ahora tienes ocasión de enmendarlo. Dime dónde está La Brisa -dijo Rivera.
—No lo sé -respondió Robert.
—Pues entonces tendrás que tragar mucha mierda por la maría que está ahí sobre la mesa -apuntó Rivera.
—Yo ni siquiera sabía que estaba ahí, creí que había venido por lo de la maleta que me robé, la otra maleta -contestó Robert.
—Robert, tú y yo vamos a la jefatura y ahí tendremos una charla muy larga. Me contarás todo lo referente a la maleta y al tipo de gente que ha estado frecuentando La Brisa -dijo Rivera.
—Sargento Rivera, no quiero parecer grosero ni nada parecido, pero la verdad es que no estaba del todo despierto cuando me leyó usted los cargos... señor -afirmó Robert.
Rivera ayudó a Robert a levantarse del sofá y lo condujo hacia el exterior de la caravana.
—Posesión de marihuana para vender y conspiración para venderla. En realidad, el de conspiración es el más grave -le informó Rivera.
—¿Así que ustedes no sabían nada sobre la maleta que robé? -preguntó Robert.
—Esa maleta no me interesa en absoluto. Cuidado con la cabeza -apuntó Rivera mientras lo empujaba de regreso a la caravana.
—De todas formas, podría llevársela para averiguar a quién pertenece. Sus compañeros del laboratorio la podrían abrir y...
Rivera acalló el comentario de Robert al cerrar con fuerza la portezuela del coche; se giró hacia Deforest, que en aquel momento salía de la caravana.
—Coge la maleta que está en la sala -le ordenó.
—¿Más maría jefe? -preguntó éste.
—No creo, pero el majara este cree que puede ser muy importante.
_____ 24 _____
Augustus Brine
Augustus Brine estaba sentado en la camioneta que había aparcado a una calle de la casa de Jenny. Con la luz del alba, apenas podía distinguir la silueta del Toyota de Jenny y de un viejo Chevy que estaba aparcado delante. El rey de los yinn estaba sentado en el asiento del pasajero, mirando atentamente el panorama con una expresión imperturbable.
Brine estaba bebiéndose una taza de su café de mezcla y tueste secretos. El termo ya estaba vacío y saboreaba su última taza. Tal vez la última taza que bebería. Intentó adquirir una calma de tipo zen pero le fue imposible y encontró que incluso resultaba contraproducente; el pensar en ella parecía alejarla aún más. «Es como intentar morderse los dientes. No sólo no hay nada que morder, sino que tampoco hay nada con qué morderlos», decía el proverbio zen. En aquel momento, lo que más le acercaría al estado de la no mente sería destruirse unos cuantos millones de neuronas con unas botellas de vino en casa; y aquello no podía ser.
—Estás preocupado, Augustus Brine -dijo el yinn después de haber permanecido en silencio durante más de una hora.
Brine se asustó tanto ante la sorpresa de oír su voz que casi se tira el café encima.
—Es el coche, ¿qué tal si el demonio está dentro? No hay manera de saberlo -se respondió a sí mismo.
—Iré a mirar -afirmó el yinn.
—¿A mirar? Dijiste que era invisible.
—Me meteré en el coche, y si está ahí, percibiré su presencia -contestó el genio.
—Y si está, ¿qué harás?
—Volveré y te lo diré, él no me puede hacer ningún daño -respondió el yinn.
—No. No quiero que sepan que estamos aquí hasta el último momento. Me arriesgaré -afirmó Brine, pasándose una mano por la barba.
—Espero que seas de movimientos rápidos, Augustus Brine. Si Engañifa te ve, estará encima tuyo enseguida -advirtió el genio.
—Sí, soy bastante ágil -respondió Brine con una confianza en sí mismo que no sentía. Él más bien se veía como un viejo gordo que se encontraba cansado y algo nervioso debido a tantas tazas de café y a las pocas horas que había dormido.
—¡La mujer! -exclamó el genio, señalando hacia la casa con un huesudo índice.
En ese momento Jenny salía de su casa vestida con su uniforme; bajó los escalones y después de cruzar el recuadro de césped, se dirigió hacia el Toyota.
«Al menos está viva», pensó Brine, preparándose. Con Jenny fuera de la casa, se resolvía una de sus dificultades. Les quedaba poco tiempo; el guardián del demonio no tardaría en salir y si no tenían la trampa preparada, todo estaría perdido.
Dos veces consecutivas, el motor del Toyota se encendió y se apagó, mientras del tubo de escape salía una nube de humo azul. Después, el motor respondió con un ruido metálico y se puso en marcha una vez más, pero enseguida tosió y se apagó; humo azul.
—Si decide volver a la casa, tendremos que detenerla -dijo Brine.
—Te descubriría, la trampa no dará resulstado -afirmó el yinn.
—No puedo dejarla volver a la casa -respondió Brine.
—Es sólo una mujer, Augustus Brine, mientras que si no lo detenemos Engañifa matará a miles de personas -apuntó el genio.
—Es amiga mía -contestó Brine.
Después de repetir el ruido, pero esta vez más débilmente, el motor del Toyota soltó unos largos lloriqueos, como los de un animal, e inmediatamente después, hizo combustión. Jenny aceleró y se alejó de allí, dejando detrás una estela de humo aceitoso.
—Ya está, vamos -dijo Brine mientras encendía el motor de la camioneta para acercarse a la casa.
—Apágalo -ordenó el yinn poco después.
—Estás loco, lo dejaremos encendido -respondió Brine.
—Entonces, ¿cómo podrás oír al demonio si se acerca antes de lo que esperas? -pregutó el yinn.
A regañadientes, Brine giró la llave del motor y lo apagó.
—¡Venga! -exclamó Brine.
Brine y el yinn descendieron a la vez de la camioneta y se dirigieron hacia la parte trasera de la misma. Brine quitó la rejilla. Tenían veinte bolsas de cinco kilos de harina, de cada una de las cuales asomaba un trozo de alambre. Brine cogió una bolsa con cada mano y corrió hacia el recuadro de césped que había a la entrada de la casa, dejando por donde pasaba un largo alambre que serpenteaba. El yinn cogió una de las bolsas y la cargó con ambos brazos, como si se tratara de un crío, hacia la esquina contraria del recuadro.
Con cada trayecto que hacía de vuelta a la camioneta, Brine notaba que su miedo se acrecentaba para convertirse en pánico; el demonio podría estar en cualquier parte. Detrás suyo, el yinn pisó una rama y Brine se giró hacia él violentamente, cogiéndole del cuello.
—Sólo soy yo; si el demonio anda por aquí, se echará sobre mí primero, puede que te diera tiempo a escapar -dijo el yinn.
—Acabemos de descargar esto de una vez -respondió Brine.
Noventa segundos después, el césped estaba cubierto de bolsas de harina y de una telaraña de alambres que conducía hasta la camioneta. Brine ayudó al genio a subir a la parte trasera de ella y le pasó dos alambres de plomo. El yinn los cogió y se colocó de cuclillas al lado de una batería que Brine había adherido al suelo del camión con cinta aislante.
—Después de contar hasta diez, haz que los alambres hagan contacto con la batería y, cuando hayan explotado, enciende el motor del camión.
Dicho esto, Brine se fue corriendo hacia los escalones de la entrada. El porche era demasiado bajo como para esconderse debajo de él, así que permaneció encogido al lado, cubriéndose la cara con los brazos y contando para sí: «Siete, ocho, nueve, dieez». Brine se agazapó, preparándose para la explosión. En caso de explotar todas a la vez, las bombas para focas no eran lo suficientemente potentes como para ser peligrosas, pero con veinte se podía dar un buen susto.
«Once, doce, trece, catorce, ¡mierda!» Brine se levantó e intentó ver la parte trasera del camión.
—¡Los alambres, Gian Hen Gian! -gritó.
—¡Ya está hecho! -respondió el yinn.
Antes de que Brine pudiera decir nada más, comenzaron las explosiones, no de un solo golpe, sino una detrás de otra, como una gran hilera de petardos. Por un momento el mundo quedó emblanquecido con la harina; después se levantaron remolinos de fuego alrededor de la casa, los cuales se convirtieron enseguida en champiñones de humo que se elevaban hacia el cielo conforme iba ardiendo la harina que había dispersa en el aire. Las ramas más bajas de los pinos se encendieron y se oía cómo rechinaban sus hojas, consumidas por el fuego.
Al ver que se levantaban llamas, Brine se echó al suelo y se cubrió la cabeza. Cuando las explosiones hubieron terminado, se levantó e intentó ver a través de la nube de harina, de humo y de hollín que se extendía en el aire. De pronto oyó que detrás suyo se abría una puerta. Se giró y extendió una mano hacia ella; al sentir que había cogido la camisa de un hombre, tiró de ella fuertemente hacia atrás, esperando que no fuese el demonio a quien derribaba de los escalones.
—¡Engañifa, Engañifa! -gritó el hombre.
Ya que le era imposible ver nada a través de aquella densa niebla, Brine le lanzó un golpe ciego a la figura. Sintió que su carnoso puño pegaba contra algo macizo y después, que el hombre se desvanecía en sus brazos. Brine oyó que se encendía el motor del camión. Siguiendo el ruido, arrastró el cuerpo hasta la camioneta. En la distancia se oyó el agudo aullido de una sirena.
Al no ver nada, Brine se dio de frente contra la camioneta. Abrió la portezuela y echó al hombre sobre el asiento delantero, aplastando a Gian Hen Gian contra la otra portezuela. Brine se metió de un salto, puso la primera velocidad y apartó el vehículo de aquella enharinada conflagración hacia la prometedora luz de la mañana.
—No me dijiste que fuera a haber fuego -protestó el yinn.
—No lo sabía -respondió Brine, mientras tosía e intentaba quitarse la harina de los ojos.
—También creí que todas las explosiones serían al mismo tiempo, olvidé que los fusibles se queman a distintas velocidades; y tampoco sabía que ardiera la harina. Esta era sólo para que lo cubriera todo y así resaltara el demonio cuando se aproximara -añadió Brine.
—El demonio Engañifa no estaba allí -afirmó el genio.
Brine sintió que estaba a punto de perder el control. Cubierto de harina y de hollín, parecía el abominable hombre de las nieves enfurecido.
—¿Cómo lo sabes? Si no hubiéramos contado con el truco de la harina, yo ahora podría estar muerto. Antes no tenías ni idea de dónde estaba. ¿Cómo sabes que no estaba allí?, ¿eh? ¿Cómo lo sabes? -gritó Brine.
—El guardián del demonio ha perdido el control sobre Engañifa; si no, no hubieras podido hacerle daño -afirmó el yinn.
—¿Por qué no me lo dijiste antes? ¿Por qué no me dices esas cosas a su debido tiempo? -preguntó Brine.
—Se me olvidó -respondió el genio.
—Pude haber muerto -observó Brine enfadado.
—Morir al servicio del gran Gian Hen Gian, qué honor. Me das envidia, Augustus Brine -dijo el yinn, quitándose la gorra para sacudirle la harina, llevándosela al pecho a manera de saludo. La calva era la única parte de su cuerpo que no estaba cubierta de harina.
Augustus Brine se echó a reír.
—¿Qué es lo que te causa hilaridad? -preguntó yinn.
—Pareces un lápiz marrón con la punta desgastada. Rey de los yinn, eres demasiado -dijo Brine entre ronquidos y carcajadas.
—¿De qué os reís? -preguntó un Travis somnoliento.
Manteniendo la mano izquierda sobre el volante, Brine le dio un golpe al guardián del demonio que lo volvió a dejar noqueado.
____ 25 ____
Amanda
Amanda Elliot le dijo a su hija que quería irse temprano al día siguiente para evitar el tráfico que iba hacia Monterrey, pero la verdad era que no dormía bien fuera de su casa. La idea de pasarse otra mañana en la habitación de los huéspedes sin hacer ruido para no despertar al resto de la casa, era más de lo que ella podía soportar. Se levantó a las cinco, y a las cinco y media ya estaba en la carretera. Aún en camisón, Estelle se despedía con la mano desde la puerta, mientras el coche se alejaba de la casa.
En los últimos años aquellas visitas se habían vuelto horriblemente tristes. Estelle no podía evitar recordar que cada momento que pasaba al lado de su madre podía ser el último. Al principio, la respuesta de Amanda fue mimarla y asegurarle que aún viviría varios años; sin embargo, al no abandonar Estelle el tema, con el paso del tiempo la reacción de Amanda fue comparar su nivel de energía con el del marido de Estelle, el holgazán de Herb.
—Si no fuera por el dedo que mueve para ajustar el control remoto, una dudaría de que estuviera vivo -decía.
Aunque a Amanda le irritaba que Effrom deambulara por la casa como un viejo gato callejero, solo tenía que pensar un momento en Herb, que vivía atornillado al sofá de Estelle, para ver a su marido bajo una luz más favorable. Comparado con Herb, Effrom era Errol Flynn y Douglas Fairbanks combinados: un héroe matrimonial. Amanda lo echaba a faltar.
Conducía a ocho kilómetros sobre la velocidad límite, además de cambiar agresivamente de carril después de cerciorarse por el espejo retrovisor de que no hubiera patrullas. Era consciente de que era una mujer mayor, pero se resistía a conducir como tal.
Se hizo los ciento sesenta kilómetros a Pine Cove en poco más de hora y media. En aquel momento, Effrom debía estar en su taller, tallando sus maderas y fumando. Se suponía que ella no sabía nada sobre los cigarrillos ni sobre la afición de Effrom a ver el programa de gimnasia femenina en la tele todas las mañanas. Los hombres deben mantener una parte de su vida en secreto y algún que otro placer prohibido, real o imaginariamente. Las galletas robadas de la caja siempre saben mejor que las que provienen del plato, y no hay nada como el puritanismo para incitar la vena lasciva que todos tenemos. Amanda hacía su papel por Effrom; se mantenía al margen de sus cosas, pero intentaba mantenerlo alerta ante la posibilidad de ser descubierto sin llegar nunca a sorprenderlo in fraganti.
Ahora, al llegar a casa pisaría el acelerador, además de tomarse su tiempo para salir del coche, y así Effrom podría oírla y echarse desinfectante bucal para disimular su aliento a tabaco. ¿Acaso no se le ocurría al desgraciado viejo que era ella quien compraba el desinfectante y quien solía traerlo en la bolsa de la compra? Viejo atontado.
Cuando Amanda entró en la casa notó en el ambiente un corrosivo olor a quemado. Nunca había olido la cordita, por lo que pensó que Effrom había estado cocinando. Se dirigió a la cocina, donde esperaba encontrarse con los carbonizados residuos de alguna de sus sartenes; pero se encontró con que, salvo algunas migajas de galletas que había sobre la mesa, la cocina estaba limpia. Tal vez el olor provenía del taller.
Amanda no solía acercarse al taller de Effrom cuando él estaba trabajando, sobre todo para no tener que oír el ruido de los taladros de alta velocidad que utilizaba para tallar la madera, pues le recordaban lo desagradable que era estar en el consultorio de un dentista. Aquella mañana no salía ningún ruido del taller.
Tocó la puerta suavemente para no asustarlo.
—Effrom, ya he vuelto -dijo.
Tenía que poder escucharla. Un escalofrío le recorrió la espalda. Se había imaginado encontrándose a Effrom tieso y frío miles de veces, pero siempre había logrado quitarse esa imagen de la cabeza.
—¡Effrom, abre la puerta! -exclamó.
Nunca había entrado en el taller. Salvo algunos juguetes que Effrom sacaba de allí en Navidad para donarlos a alguna obra de caridad, Amanda ni siquiera veía las cosas que hacía. Aquel taller era de su sagrado dominio.
Amanda hizo una pausa cuando ya tenía la mano sobre el picaporte. Tal vez debía llamar a alguien. Tal vez debía llamar a su nieta, Jennifer, para que viniera, pues si Effrom estaba muerto ella no quería afrontar aquello sola. Pero por otro lado, ¿qué pasaba si se encontraba herido y necesitaba ayuda? Abrió la puerta y vio que Effrom no estaba. Aliviada, suspiró profundamente, pero enseguida le volvió la angustia. ¿Dónde estaba, entonces?
Las repisas del taller estaban repletas de figuras talladas en madera; algunas sólo medían unos cuantos centímetros de alto y otras pasaban de un metro. Todas y cada una representaban una mujer desnuda; cientos de mujeres desnudas. Fascinada ante este nuevo aspecto de la parte secreta de la vida de su marido, las observó cuidadosamente. Unas estaban corriendo, otras estaban recostadas, otras en cuclillas y otras bailando. Salvo las que aún estaban sin acabar sobre la mesa de trabajo, todas eran muy detalladas y habían sido enceradas y pulidas. Tenían aún otra cosa en común: todas eran estudios de Amanda.
Algunas eran ella de más joven pero, sin duda, todas la representaban. Amanda de pie, Amanda recostada, Amanda bailando; como si Effrom estuviera intentando preservarla. Sintió que un grito le subía por el pecho y que los ojos se le llenaban de lágrimas. Se dio media vuelta y salió del taller.
—¡Effrom, viejo pedorro!, ¿dónde estás? -gritó.
Recorrió todas las habitaciones, revisando cada esquina y cada armario, pero no estaba. No era normal en él salir a dar un paseo y aunque hubiera tenido el coche, ya no conducía; de haber salido con algún amigo, habría dejado una nota. Además, sus amigos ya habían muerto: el Club de Poker de Pine Cove había ido perdiendo a sus miembros uno por uno, hasta que el «solitario» llegó a convertirse en el único juego de naipes que se jugara en el pueblo.
Amanda se fue a la cocina y permaneció unos minutos de pie junto al teléfono. A quién podía llamar, ¿a la policía?, ¿al hospital?; ¿qué iban a pensar de ella cuando les explicara que hacía cinco minutos que había vuelto a casa y que le preocupaba no encontrar a su marido? Le aconsejarían que esperara, no entenderían que Effrom sencillamente tenía que estar ahí y que no podía estar en otro sitio.
Llamaría a su nieta; Jenny sabría qué hacer, ella la comprendería.
Después de un profundo suspiro, Amanda marcó el número. Le contestó una máquina, esperó a que sonara el bip e intentando mantener firme la voz, dijo:
—Jenny, cariño, soy la abuela, llámame. No encuentro a tu abuelo -después de colgar se echó a llorar.
Amanda dio un salto atrás al oír el sonar del teléfono y, antes de que sonara una segunda vez, contestó:
—¿Diga?
—Me alegro de que se encuentre en casa, señora Elliot, probablemente habrá visto el agujero de bala que hay en la puerta de su habitación. No tenga miedo, si sigue usted mis instrucciones cuidadosamente todo saldrá bien -dijo una voz femenina.
_____ 26 _____
La historia de Travis
Augustus Brine se encontraba sentado en una de sus sillas de cuero delante de la chimenea, mientras bebía vino tinto de una bota de piel y fumaba su tabaco meerschaum. Se había prometido a sí mismo que bebería un solo vaso de vino, para deshacerse de la adrenalina y el exceso de cafeína que le habían acompañado durante el secuestro. Ahora le invadía la sensación cálida y somnolienta de su tercer vaso: dejó que su mente divagara libremente hacia un ligero vértigo antes de coger al toro por los cuernos: interrogar al guardián del demonio.
Sentado y atado a otra silla, el muchacho tenía un aspecto bastante inofensivo. Sin embargo, si uno había de creer a Gian Hen Gian, aquel joven moreno era la persona más peligrosa de la Tierra.
Brine pensó lavarse un poco antes de despertar al guardián, pero después de mirarse de reojo en un espejo, decidió que con la barba, la ropa llena de harina y de hollín y con la piel cubierta de barro sudoroso daría una impresión más intimidatoria. Había encontrado unas sales de baño en el botiquín y había mandado a Gian Hen Gian a la bañera mientras él descansaba un poco. En el fondo, prefería que el yinn no estuviera presente cuando interrogara al guardián del demonio, pues sus palabrotas y exabruptos sólo complicarían una tarea que en sí ya era difícil.
Brine posó el vaso y la pipa sobre la mesa y cogió una cápsula con olor a sal que estaba envuelta en algodón. Se inclinó hacia el guardián y se la colocó debajo de la nariz. Durante varios minutos no hubo reacción alguna y Brine llegó a pensar que tal vez el golpe había sido demasiado fuerte; pero luego, el guardián comenzó a toser y, al ver a Brine, a gritar.
—Tranquilízate, estás bien -le dijo Brine.
—¡Engañifa, ayúdame! -gritó el guardián mientras intentaba luchar contra las cuerdas que lo ataban.
Brine cogió su pipa y la encendió con tranquilidad afectada; el guardián acabó por calmarse.
Brine exhaló un hilo de humo azul que flotaba entre ellos.
—Engañifa no está aquí, te encuentras sólo -afirmó Brine.
Travis parecía haber olvidado los golpes que había recibido, el secuestro y que lo habían atado, pues toda su atención estaba sobre la última frase de Brine con respecto a Engañifa.
—¿Qué significa que Engañifa no se encuentra aquí? ¿Cómo sabes tú sobre su existencia?
Por un momento Brine pensó en responderle con una frase como «aquí soy yo quien hace las preguntas», que había visto tantas veces en las películas sobre detectives, pero después le pareció que seria una tontería. El no era un déspota; ¿por qué actuar como tal?
—Sí, sé lo de Engañifa; sé que se come a la gente y sé que tú eres su amo -dijo Brine.
—¿Cómo sabes todo eso? -preguntó Travis.
—Eso no tiene importancia. También sé que has perdido el control sobre Engañifa.
—¿Ah, sí? -respondió Travis asombrado-. Mira no sé quién eres, pero no puedes retenerme aquí. Si Engañifa está otra vez fuera de control, soy el único que puede pararlo. Me encuentro cerca de acabar con todo esto; no pueden detenerme ahora -añadió.
—¿Por qué habría de importarte a ti que esto suceda? -preguntó Brine.
—¿Como que por qué habría de importarme? Puede que sepas sobre su existencia, pero no sabes cómo se pone Engañifa cuando se encuentra fuera de control -apuntó Travis.
—Lo que quiero decir es que por qué habría de importarte el mal que cause; tú lo invocaste ¿no?; tú le ordenabas que matara, ¿no? -preguntó Brine.
Travis negó esto con la cabeza rotundamente.
—No lo entiendes, no soy lo que tú crees; yo nunca deseé todo esto y ahora tengo una oportunidad para acabar con ello. Déjame ir, yo puedo ponerle un fin -dijo Travis.
—¿Por qué habría de fiarme de ti? Eres un asesino.
—No, lo es Engañifa.
—¿Y cuál es la diferencia? Si te dejo ir, será porque me habrás dicho lo que quiero saber y cómo puedo utilizar esa información. Ahora, habla tú y yo te escucharé -dijo Brine.
—Yo no puedo decirte nada, y te aseguro que además preferirás no enterarte -contestó Travis.
—Quiero saber dónde está el sello de Salomón y también cuál es el encanto que puede devolver a Engañifa de donde vino. Por ahora, tú no irás a ninguna parte -dijo Brine.
—¿El sello de Salomón? No sé de qué me estás hablando -respondió Travis.
—Oye, ¿cómo te llamas, a todo esto?
—Travis.
—Pues mira, Travis, mi socio prefiere emplear la tortura. A mí no me gusta la idea, pero si juegas conmigo puede que la tortura sea el único camino.
—¿Acaso no hacen falta dos tíos para jugar al policía bueno y al malo? -apuntó Travis.
—Mi socio está en la bañera. Yo quería ver si podía llegar a un acuerdo contigo antes de que él se te acercara. La verdad es que no sé qué es capaz de hacer... ni siquiera sé qué es a ciencia cierta, así que lo mejor para ambos sería que pudiésemos acabar pronto con esto -dijo Brine.
—¿Dónde está Jenny? -preguntó Travis.
—Se encuentra bien, está trabajando -respondió Brine.
—¿Y no le haréis daño?
—No soy ningún terrorista, Travis. Yo no escogí verme involucrado en todo esto, pero lo estoy; ella es amiga mía.
—Entonces si te digo lo que sé, ¿me dejarás ir?
—De eso se trata, pero tendré que estar seguro de que lo que me dices es verdad. -Brine se relajó. Aquel chico no parecía tener los rasgos de un asesino, sino que, en todo caso, parecía ser un poco ingenuo.
—Vale, te diré todo lo que sé sobre Engañifa y los encantamientos, pero te juro que no sé nada sobre ningún sello de Salomón. Es una historia bastante extraña -dijo Travis.
—Supuse que lo sería; dispara -respondió Brine; después de servirse otro vaso de vino, reencendió su pipa y colocó los pies sobre el hogar.
—Como dije antes, es una historia algo rara.
—Tranquilo, que la rareza es mi segunda naturaleza -le apuntó Brine.
—Eso debe haber sido difícil para ti en tu infancia -dijo Travis.
—¿Quieres comenzar de una vez? -respondió Brine impacientándose.
Travis inhaló profundamente y dijo:
—Bueno, ya que insistes, nací en Clarión, Pennsylvania, en el año 1900.
—Mentira, tu no tienes más que veinticinco años -interrumpió Brine.
—Esto va a tomarme mucho más tiempo si tengo que ir parando continuamente. Pon atención y verás cómo todo se va hilando -dijo Travis.
Brine dio un pequeño gruñido y asintió con la cabeza.
—Nací en una finca. Mis padres eran inmigrantes irlandeses, irlandeses morenos. Yo fui el mayor de sus seis hijos, dos niños y cuatro niñas. Mis padres eran fervientes católicos. Mi madre quería que yo fuera cura. Me animó para que estudiara y así poder ingresar en el seminario. Ella trabajó en la diócesis de aquella zona cuando yo aún me estaba gestando. Cuando estalló la Primera Guerra Mundial, ella le rogó al obispo que me dejara ingresar antes de tiempo en el seminario, pues todo el mundo sabía que el que Estados Unidos entrara en la guerra era sólo una cuestión de tiempo y mi madre quería que estuviera en el seminario antes de que pudieran reclutarme. Algunos de los chicos que seguían estudios laicos y que ya se encontraban en Europa conduciendo ambulancias, habían muerto. Mi madre no estaba dispuesta a sacrificar un hijo en la guerra si éste podía llegar a ser cura. Mi hermano pequeño era un poco lento, mentalmente, quiero decir, así que yo representaba su única oportunidad.
—Así que ingresaste en el seminario -interrumpió Brine, exasperado por la lentitud de la narración.
—Ingresé a los dieciséis años, así que era lo menos cuatro años menor que los demás chicos. Mi madre me preparó unos bocadillos, me puse un traje negro raído que me quedaba tres tallas pequeño y me metí en un tren hacia Illinois.
»Debes creerme cuando te digo que yo no quería tener nada que ver con el demonio; yo quería ser cura. De toda la gente a la que había conocido de pequeño, el cura era el único que me parecía tener algún control sobre las cosas. Podían perderse las cosechas, cerrar los bancos, la gente podía enfermarse y morir, pero el cura y la iglesia siempre se mantenían imperturbables y estables. Además, me gustaba todo aquel misticismo.
—¿Y las mujeres? -preguntó Brine, el cual se había hecho a la idea de escuchar una epopeya que, al parecer, Travis tenía necesidad de contar. Encontraba, a pesar suyo, que aquel extraño muchacho le caía bien.
—Uno no echa a faltar lo que no conoce. Quiero decir que los impulsos sexuales que sentía eran pecaminosos, así que no me quedaba otro remedio que pensar. «Atrás, Satanás» y seguir adelante.
—Eso es lo más increíble que me has contado hasta ahora. A los dieciséis años el sexo me parecía la única razón para seguir viviendo -dijo Brine.
—Eso mismo pensaban en el seminario. Por ser yo el más pequeño de todos, el padre Jasper, el prefecto de disciplina, me tomó como su proyecto especial. Me hacía trabajar constantemente con el fin de mantenerme alejado de los pensamientos impuros y por las noches, cuando los demás estaban rezando y meditando, me mandaba a la capilla a pulir la plata. Mientras los otros comían, yo trabajaba en la cocina sirviendo y lavando platos. Durante dos años el único descanso que tuve desde que amanecía hasta que anochecía era durante la hora de misa y las horas de clases. Si me retrasaba en los estudios, el padre Jasper me exigía aún más.
»El Vaticano había regalado al seminario un par de candelabros para el altar, los cuales supuestamente habían sido encargados por un papa hacía seiscientos años. Aquellos candelabros eran la posesión más preciada que había en el seminario, y pulirlos era mi tarea. El padre Jasper me vigilaba noche tras noche, sermoneando y regañándome por tener pensamientos pecaminosos. Pulí aquella plata hasta tener las manos negras y aun así el padre Jasper me seguía encontrando impuro. Si yo tenía pensamientos pecaminosos era, naturalmente, porque él no dejaba de recordármelos.
»No tenía amigos en el seminario. El padre Jasper me mantenía apartado y los otros chicos me evitaban por miedo a provocar el enfado del prefecto de disciplina. Escribía a casa siempre que podía, pero al no recibir nunca una respuesta a mis cartas, comencé a sospechar que el padre Jasper me las ocultaba.
»Una noche, mientras estaba puliendo la plata en el altar, el padre Jasper entró en la capilla y comenzó a darme un largo sermón sobre mi maliciosa naturaleza.
»—Eres impuro en pensamiento y en obra, y sin embargo no lo confiesas. Eres cruel, Travis, y mi responsabilidad es limpiarte de esa crueldad -exclamó el padre.
»—¿Dónde están mis cartas? Me mantiene usted incomunicado de mi familia -interrumpí, sin poder aguantar más aquella situación.
»El padre Jasper se enfureció.
»—Sí, yo guardo tus cartas. Fuiste engendrado en el seno de la maldad; si no, no hubieras llegado aquí tan joven. Yo, en cambio, tuve que esperar ocho años para ingresar en Saint Anthony; esperé en el frío mundo mientras otros eran aceptados en el cálido seno de Cristo -me contestó.
»Por fin me enteré de por qué se me castigaba. No tenía nada que ver con la impureza de mi espíritu, sino que era por envidia.
»—Y usted, padre Jasper, ¿ha confesado su envidia y su orgullo? ¿Ha confesado usted su crueldad? -me atreví a preguntar.
»—¿Cruel yo? -retrucó con risa burlona; por primera vez tuve auténtico miedo de él-. En el seno de Cristo no hay crueldad, sino pruebas de fe, y la tuya no es suficiente, Travis, te lo demostraré.
»Luego me pidió que me recostara con los brazos extendidos sobre los escalones del altar y rezara por mi resistencia. Dejó la capilla durante unos minutos y cuando volvió oí que algo silbaba por el aire. Miré hacia arriba y vi que llevaba un fino azote de rama de sauce.
»—¿Acaso no tienes humildad, Travis? Agacha la cabeza ante el Señor -dijo.
»Le oía moverse detrás mío, pero no lo podía ver. El porqué no me fui en ese momento, no lo sé. Tal vez creí que el padre Jasper realmente estaba poniendo a prueba mi fe, que él era la cruz que yo debía sobrellevar.
»Rasgó mi hábito por detrás, dejando expuestas la espalda y las piernas.
»—No gritarás, Travis. Después de cada golpe rezarás un Ave María; comienza -dijo y en ese momento sentí el primer latigazo sobre la espalda. Creí que gritaría del dolor, pero no lo hice y recé un Ave María. Echó delante de mí un rosario y me dijo que lo cogiera. Lo sostuve detrás de la cabeza, y con cada latigazo sentía mis dedos sobre cada una de sus cuentas.
»—Eres un cobarde. No mereces servir a nuestro Señor. Estás aquí para escaquearte de la guerra, ¿verdad Travis?
»No le contesté y el látigo volvió a golpear.
»Al cabo de un rato comencé a oír que se reía cada vez que me golpeaba. No me volví a mirarle por miedo a que me diera en los ojos. Antes de que pudiera acabar el rosario, le oí resollar y caer sobre el suelo detrás mío. Pensé, o mejor dicho, deseé que le hubiera dado un ataque cardíaco pero cuando me giré hacia él, le vi arrodillado, resollando de cansancio, pero sonriendo.
»—¡Agacha la cabeza, pecador! -gritó.
Echó el látigo hacia atrás, como para coger impulso para golpearme en la cara y yo me cubrí la cabeza.
»—No dirás nada a nadie sobre esto -dijo en voz baja y seria, lo cual por alguna extraña razón me dio más miedo que su ira.
»—Pasarás aquí la noche. Pulirás la plata y rezarás pidiendo perdón. Por la mañana te traeré un hábito nuevo. Si hablas de esto con alguien, me aseguraré de que te expulsen de Saint Anthony y, si puedo, también de que te excomulguen.
»Yo nunca había oído hablar de la excomunión como forma de amenaza, siempre había sido algo que estudiábamos en clase. Los papas la habían utilizado antiguamente como forma de controlar el mundo político, pero nunca se me había ocurrido que otra persona pudiera excluir a uno de la salvación. En el fondo no creía que el padre Jasper tuviera la capacidad de excomulgarme, pero no estaba dispuesto a esperar para comprobarlo.
«Mientras el padre Jasper me observaba, me puse a pulir los candelabros enérgicamente para distraer mis pensamientos del dolor que tenía en las piernas y la espalda y para olvidarme de su presencia. Cuando por fin dejó la capilla y oí que la puerta se había cerrado, tiré el candelabro que tenía en la mano hacia la puerta.
»El padre había puesto a prueba mi fe y había fracasado. Maldije a la Trinidad, a la Virgen y a todos los Santos que era capaz de recordar en ese momento. Al cabo de un rato, cuando se me había pasado la rabia, comencé a temer que el padre Jasper volviera y se diera cuenta de lo que había hecho.
»Recogí el candelabro y lo revisé para ver si le había pasado algo, pues el padre lo repasaría por la mañana, como solía hacer, y yo estaría perdido,
»El cuello del candelabro tenía una profunda rozadura. Me puse a frotarla, cada vez con más fuerza, pero su aspecto sólo pareció empeorar. De pronto me di cuenta de que no se trataba de una raspadura, sino de un empalme que el orfebre había ocultado; aquel valioso objeto del Vaticano era falso. Se suponía que era de plata maciza, pero aquélla era la evidencia de que estaba hueco. Lo cogí por ambos extremos e intenté abrirlo. Tal y como sospechaba, se podía desenroscar. Después de haber hecho esto, tuve una sensación de triunfo. Pensé que me gustaría estar sosteniendo ambas partes por separado cuando volviera el padre Jasper y agitarlas ante su cara: "Aquí tiene, están tan huecos y son tan falsos como usted", le diría. Le ridiculizaría y le llevaría a la ruina y si por ello me excomulgaban y maldecían, no me importaría. Sin embargo, nunca tuve la oportunidad de enfrentarme a él. Cuando desmonté el candelabro cayó de él un pergamino enrollado con fuerza.
—La invocación -irrumpió Brine.
—Sí, pero en ese momento yo no sabía lo que era. Lo desenrollé y lo leí. Empezaba con un trozo en latín, el cual no tuve dificultad en traducir. Decía algo sobre pedirle ayuda a Dios para lidiar con los enemigos de la Iglesia y estaba firmado por Su Santidad, el papa León III.
»La segunda parte estaba escrita en griego. Como he dicho antes, me había retrasado en mis estudios, así que el griego me resultaba difícil de traducir. Comencé a leerlo en voz alta, intentando descifrar palabra por palabra conforme lo iba leyendo. Cuando había terminado de leer el primer pasaje, comenzaba a hacer frío en la capilla. No estaba seguro del significado de lo que leía y algunas palabras me eran completamente extrañas. Simplemente, me limité a leerlas y ver qué significado podía extraer de ellas en su contexto. Después, me pareció que algo extraño se apoderaba de mi mente.
»Comencé a leer el griego como si fuera mi propia lengua, pronunciando cada palabra perfectamente, pero aún sin tener la menor idea de lo que estaba diciendo.
»Una ráfaga de viento irrumpió en la capilla y apagó todas las velas. Salvo por un poco de luz de luna que entraba, me encontraba a oscuras; pero las palabras del pergamino comenzaron a relucir y continué leyendo. Me encontraba absorto en aquel texto, como si hubiese cogido un alambre eléctrico de cuya corriente no me podía apartar.
»Cuando estaba leyendo la última frase, me di cuenta de que había estado pronunciando las palabras a gritos. Cuando acabé, unos rayos cayeron sobre el candelabro abierto, que estaba sobre el suelo delante mío, el viento dejó de soplar e inmediatamente la capilla se llenó de humo.
»No hay forma de prepararse para un acontecimiento como ése. Puedes pasarte la vida preparándote para ser un siervo de Dios; puedes leer sobre casos de encantamientos y exorcismos e intentar imaginarte en aquella situación, pero cuando te sucede, simplemen -te callas. Por lo menos, así me ocurrió a mí. Permanecí allí, intentando comprender qué había sucedido, pero mi mente no me respondía.
»El humo comenzó a elevarse y pude vislumbrar una inmensa figura que estaba de pie sobre el altar. Se trataba de Engañifa, que tenía el aspecto que adopta cuando va a comer.
—¿Qué aspecto es ése? -preguntó Brine.
—Supongo, por el asunto con la harina, que sabes que Engañifa sólo es visible a los demás cuando va a comer. La mayor parte del tiempo lo veo como un injerto cubierto de escamas, de un metro de alto, pero cuando se alimenta o cuando pierde el control, se convierte en un gigante. Lo he visto cortar a un hombre por la mitad con un solo golpe de garras. No sé por qué le sucede esto. Lo que sé es que nunca había pasado tanto miedo como la primera vez que le vi.
»La figura miró a su alrededor, luego hacia mí; después miró la capilla. Yo rezaba, para mis adentros, rogándole a Dios que me protegiera.
»—¡Detente! Yo me encargaré de todo -me dijo aquel monstruo.
»Después de descender, se fue por el pasillo e irrumpió por las puertas de la capilla, sacándolas de sus bisagras. De pronto, paró y se giró hacia mí.
»—Estas cosas hay que abrirlas primero, ¿verdad? Lo había olvidado, ha pasado mucho tiempo -me dijo.
»En cuanto desapareció, cogí los candelabros y eché a correr, pero al llegar a la verja principal recordé que aún llevaba el hábito rasgado.
»Quería irme, esconderme, olvidar lo que había visto, pero tenía que volver por mi ropa. Corrí hacia mi habitación. Como me encontraba en mi tercer año en el seminario, me habían dado una pequeña habitación privada, así que, afortunadamente, no tenía que pasar por los dormitorios, donde dormían los alumnos más nuevos. La única ropa que tenía era el traje que llevaba cuando llegué y un pantalón de peto que me ponía para trabajar en los campos del seminario. Intenté ponerme el traje, pero los pantalones me quedaban pequeños, así que me puse el pantalón de peto y la chaqueta del traje para cubrirme los hombros. Envolví los candelabros con una manta y me dirigí hacia la verja.
»Justo cuando me encontraba al otro lado de ella, oí un horrible grito que provenía de la rectoría. No había ninguna duda, era el padre Jasper.
»Corrí sin parar los ocho kilómetros que había para llegar al pueblo. El sol estaba comenzando a salir cuando llegué a la estación de tren y vi que uno comenzaba a alejarse del andén. No sabía hacia dónde se dirigía, pero eché a correr y logré subirme de un salto antes de caer derrengado.
»Me gustaría poder decir que contaba con algún plan pero no era así. El único pensamiento que tenía era alejarme cuanto pudiera de Saint Anthony. No sé por qué llevé los candelabros, pues su valor no me interesaba. Supongo que no quería dejar ninguna evidencia de lo que había hecho, o tal vez me encontraba bajo la influencia del poder sobrenatural.
»Una vez recuperado el resuello, me dirigí hacia el vagón de pasajeros a buscar un asiento. El tren estaba casi lleno, de soldados y de algún que otro paisano. Di algunos traspiés por el pasillo y me dejé caer sobre el primer asiento vacío que encontré. A mi lado había una mujer joven leyendo un libro.
»—Este asiento está ocupado -dijo la mujer.
»—Por favor, déjeme sólo descansar aquí unos minutos. Me levantaré cuando vuelva su compañero -le respondí.
»Ella alzó la vista y me encontré mirando los ojos más grandes y más azules que jamás había visto. Nunca los olvidaré. Era una mujer joven, como de mi edad, y llevaba su pelo oscuro recogido bajo un sombrero, como era la moda en aquellos tiempos. Parecía tener miedo de mí. Supongo que yo llevaba mi propio miedo escrito en la cara.
»—¿Se encuentra usted bien? ¿Quiere que llame al revisor? -me preguntó.
»Se lo agradecí y le expliqué que sólo me hacía falta descansar un poco. Intentaba no ser grosera, pero por la manera en que miraba mi extraña vestimenta era evidente que ésta le sorprendía. Después, alcé la vista y me di cuenta de que todos los pasajeros del coche me miraban. Me pregunté si acaso podrían saber lo que había hecho, pero finalmente me di cuenta de por qué me miraban. Estábamos en guerra, yo tenía edad para estar en el ejército y, sin embargo, iba vestido de civil.
»—Estoy estudiando en el seminario -dije abruptamente, dirigiéndome a todos en general, lo cual ocasionó cuchicheos y el rubor de la chica que tenía a mi lado-. Lo siento, buscaré lugar en otro coche -le dije a ella.
»Pero cuando comencé a levantarme, puso una mano sobre mi hombro herido, lo cual me provocó un quejido, y tiró de mí, impidiendo que me levantara.
»—No, viajo sola. He estado guardando este sitio para que no se sentara algún soldado. Ya sabe usted cómo son a veces, padre.
»—Aún no soy cura -respondí.
»—Entonces, no se cómo llamarle.
»—Llámeme Travis -le contesté.
»—Yo me llamo Amanda -apuntó.
Sonrió y por un momento me olvidé por completo de mi huida. Era una chica atractiva, pero cuando sonreía era preciosa. Ahora me tocaba a mí ruborizarme.
»—Voy rumbo a Nueva York a visitar a la familia de mi prometido. El ahora está en Europa.
»—¿Así que este tren va hacia el este? -pregunté.
»—¿Ni siquiera sabes adonde va el tren? -contestó sorprendida.
»—He pasado una mala noche -expliqué y enseguida me eché a reír, no se muy bien por qué. Me parecía increíble lo que me había pasado y el intentar explicárselo me hacía mucha gracia.
»Ella giró la vista hacia otro sitio y comenzó a buscar en su bolso.
»—Lo siento, no quise ofenderte -le dije.
»—No me has ofendido, es que necesito tener listo el billete para el revisor -aclaró.
»Me había olvidado por completo del problema del billete. Alcé la vista y vi que el revisor se acercaba por el pasillo. Pegué un salto intentando levantarme, pero una ola de fatiga me devolvió de golpe al asiento, casi haciéndome caer encima de ella.
»—¿Te pasa algo? -me preguntó.
»—Amanda, has sido muy amable pero creo que me buscaré otro asiento y te dejaré viajar en paz.
»—No tienes billete, ¿verdad?
»Yo negué con la cabeza.
»—He estado en el seminario y se me olvidó... allí no utilizamos el dinero y...
»—Yo llevo algo de dinero -aseguró.
»—No, no podría aceptarlo. Pero mira, puedes quedarte con estos candelabros, valen mucho. Cuando llegue a casa te mandaré el dinero del billete -le dije. Saqué de la manta los candelabros y se los puse sobre su regazo.
»—No hace falta, te prestaré el dinero -dijo.
»—No, insisto, llévatelos -le respondí, intentando pasar por un caballero. Menuda estampa debía de tener yo con aquellos pantalones de peto y aquella chaqueta que me quedaba pequeña.
»—Bueno, si insistes. Mi prometido también es un hombre orgulloso.
»Me dio el dinero que me hacía falta y compré un billete para Clarion, que quedaba como a quince kilómetros de la finca de mis padres.
»El tren se estropeó en alguna parte de Indiana y tuvimos que esperar en la estación mientras cambiaban de máquina. Estábamos en pleno verano y hacía muchísimo calor. Sin pensarlo, me quité la chaqueta. Amanda se quedó boquiabierta cuando me vio la espalda. Insistió en que debía ir a un médico, pero me negué, pues eso implicaría pedirle más dinero prestado. Permanecimos sentados en un banco de la estación mientras ella me limpiaba las heridas con servilletas mojadas del coche comedor, que nos habían dejado.
»En aquellos días ver a una señora lavando a un hombre semidesnudo hubiera provocado un escándalo, pero la mayoría de los pasajeros eran soldados y estaban mucho más interesados o bien en que los declararan no aptos o en hablar de Europa, su destino final, así que casi todos nos ignoraban.
»Amanda desapareció durante unos minutos y volvió justo cuando el tren estaba por irse.
»—He reservado una litera para nosotros -dijo al volver.
»Yo me quedé anonadado. Comencé a protestar pero ella me detuvo.
»—Tu dormirás y yo te cuidaré. Eres cura y yo estoy comprometida, así que no hay nada de malo en ello. Además, no estás en condiciones de pasar la noche sentado en un tren.
»Creo que fue entonces cuando me di cuenta de que me había enamorado de ella. No es que tuviera ninguna importancia, pero después de vivir tanto tiempo bajo los abusos del padre Jasper yo no estaba preparado para la amabilidad que ella me brindaba. Ni por un momento se me pasó por la cabeza que podría estar poniéndola en peligro.
«Conforme arrancaba el tren, miré hacia el andén y fue cuando vi a Engañifa por primera vez en su forma más pequeña. Por qué ocurrió en aquel momento y no antes, no lo sé. Tal vez no me quedara mucha fuerza y cuando le vi sobre el andén con su refulgente sonrisa de dientes como navajas, me desmayé.
»Cuando recobré la consciencia, la espalda me ardía como si estuviese encendida. Me encontraba echado boca abajo sobre la litera y Amanda me estaba limpiando las heridas con alcohol.
»—Les dije que te habían herido en Francia. El revisor me ayudó a meterte aquí dentro. Creo que es hora de que me cuentes quién te ha hecho esto -dijo.
»Le conté lo que había hecho el padre Jasper, omitiendo la parte sobre el demonio. Cuando acabé, yo estaba llorando y ella me mecía entre sus brazos.
»No estoy seguro de cómo ocurrió, supongo que fue la pasión del momento y esas cosas, pero de pronto me di cuenta de que nos estábamos besando y yo la comenzaba a desvestir, íbamos a hacer el amor cuando ella me detuvo.
»—Tengo que quitarme esto -me dijo. Se refería a una pulsera de madera que tenía grabadas las iniciales E + A.
»Yo le dije que no teníamos que hacer nada si no quería.
—¿Alguna vez ha dicho usted algo, señor Brine, sabiendo de antemano que siempre se arrepentirá de haberlo dicho? Pues yo sí y fue: «No tenemos que hacer nada si no quieres».
»—Ah, entonces no lo hagamos -fue lo que respondió ella.
»Se quedó dormida entre mis brazos y yo permanecí despierto, pensando en el sexo y en la condenación, lo cual no difería mucho de lo que solía pensar en el seminario, aunque supongo que ahora pensaba en ello de una forma más concreta.
»Me estaba quedando dormido cuando oí que había mucho barullo en el otro extremo de nuestro coche. Me asomé al pasillo para ver qué sucedía. Engañifa venía hacia nosotros, abriendo y mirando en cada compartimento. Entonces yo no sabía que Engañifa fuera invisible para los demás y no entendía por qué la gente no gritaba al verlo. Asustados, los pasajeros gritaban y se asomaban buscando a alguien, pero no veían a nadie.
»Cogí mi pantalón y de un salto salí al pasillo, dejando la chaqueta y los candelabros en el compartimento, junto a Amanda; ni siquiera le di las gracias. Corrí hacia la parte trasera del coche, huyendo de Engañifa. Conforme me alejaba le oía gritarme:
»—¿Por qué corres? ¿Acaso no conoces las reglas?
»Pasé por la puerta que dividía los coches y la dejé bien cerrada. En aquel momento la gente no gritaba por miedo, sino porque había un hombre desnudo corriendo por el pasillo.
»Me asomé al coche siguiente y vi que el revisor venía hacia mí. Engañifa estaba por llegar por la otra puerta, así que sin pensarlo ni mirar abrí la puerta que daba al exterior y desnudo, con el pantalón aún en la mano, salté del tren.
»En aquel momento el tren estaba pasando por un puente, así que el salto fue desde una distancia considerable, unos quince o veinte metros. De acuerdo con toda lógica, debía haberme matado. Al caer, me quedé sin aire y recuerdo que pensé que tenía la espalda rota, pero en cuestión de segundos me encontraba otra vez de pie y corriendo a través de un valle arbolado. No me di cuenta hasta después de que me protegía el pacto con el demonio, aunque en aquel momento no estuviera aún bajo mi control. Realmente no sé hasta donde llegaba su protección, pero desde entonces he estado en cientos de accidentes a los que no debía haber sobrevivido y he salido de todos ellos sin un rasguño.
»Corrí por el bosque hasta llegar a una brecha de tierra. No tenía idea de dónde estaba, simplemente anduve hasta que ya no pude más y luego me senté a la vera de aquel camino. Poco después de que saliera el sol, una carreta desvencijada se detuvo a mi lado y su conductor me preguntó si me encontraba bien. En aquellos días no era raro encontrarse con un chico descalzo con pantalón de peto al lado de un camino.
»Aquel granjero me informó que me encontraba a unos treinta kilómetros de casa. Al explicarle que era un estudiante que estaba de vacaciones y que quería volver a casa a dedo, se ofreció a llevarme. Me quedé dormido en la carreta. Cuando el granjero me despertó, estábamos ante la verja de la finca de mis padres. Le di las gracias y me dirigí hacia casa por la vereda.
»Supongo que debí notar enseguida que algo andaba mal. Para la hora que era, todos tenían que estar trabajando y sin embargo, salvo algunos pollos, la finca parecía estar desierta. Oía el mugir de las dos vacas lecheras que estaban en el establo, cuando ya debían haber sido ordeñadas y estar pastando.
»No tenía idea de qué decirles a mis padres. No había pensado sobre lo que haría al llegar a casa, sólo sabía que deseaba estar allí.
»Entré corriendo en la casa por la puerta trasera, esperando encontrarme con mi madre en la cocina, pero no estaba ahí. Mi familia dejaba la granja en contadas ocasiones, y nunca lo hacía sin haberse ocupado primero de los animales. Lo primero que pensé fue que había habido algún accidente. Tal vez mi padre se había caído del tractor y lo habían llevado a Clarion. Corrí hacia la parte delantera de la casa. La carreta de mi padre estaba atada a la entrada.
»Me apresuré a recorrer toda la casa gritando en cada habitación, pero no había nadie. Estaba de pie en el porche de la entrada, preguntándome qué hacer, cuando por detrás oí su voz.
»—No puedes huir de mí -me dijo.
»Me giré y lo vi sentado en el columpio, moviendo los pies en el aire. Sentí miedo pero también rabia.
»—¿Dónde está mi familia? -le pregunté indignado.
»—Ha desaparecido -respondió, dándose unas palmaditas en la barriga.
»—¿Qué has hecho con ellos ? -le pregunté.
»—Han desaparecido para siempre, me los he comido.
«Enfurecido, cogí el columpio y lo empujé con todas mis fuerzas; pegó contra la barandilla del porche y Engañifa salió volando y cayó sobre la tierra.
»Mi padre solía tener un tronco y un hacha cerca de la entrada de la casa para cortar leña. De un salto bajé del porche y cogí el hacha. Cuando Engañifa estaba levantándose le di un hachazo en la frente, de la que salieron chispas, y la hoja rebotó de su cabeza como si hubiera pegado a un bloque de acero. En cuestión de segundos, Engañifa estaba sentado sobre mi pecho con una sonrisa como la del demonio en el cuadro de Fussli, La pesadilla. No parecía en absoluto estar enfadado. Yo me debatía intentando derribarlo, pero era inútil, no podía.
»—Mira, esto, es absurdo. Tú me invocaste para que te hiciera un trabajo y lo hice, ¿ahora por qué tanta queja? Por cierto, te hubiera encantado, al cura le corté los tendones de las corvas y después disfruté viendo cómo se arrastraba por ahí implorando perdón durante un rato. Me encanta comerme a los curas, porque suelen creer que se trata de una prueba que les ha enviado el Creador -dijo Engañifa.
»—Pero yo no te invoqué -protesté.
Y enseguida recordé mis maldiciones en la capilla; era verdad, había renunciado a Dios.
»—No sabía lo que hacía -añadí.
»—Bueno, veo que tendré que explicarte las reglas. Primero, no podrás huir de mí; tú me llamaste y yo seré una especie de sirviente tuyo para siempre y cuando digo para siempre, quiero decir para siempre. No envejecerás y nunca te pondrás enfermo. La segunda cosa que debes saber es que soy inmortal. Podrás darme todos los hachazos que quieras, lo único que sacarás de ello es un hacha sin filo y dolor de espalda, así que no desperdicies tu energía. Y tercero, mi nombre es Engañifa. Me llaman «el destructor», y eso es lo que hago, destruir. Con mi ayuda podrás reinar sobre el mundo y hacer otras cosas bonitas. Hasta ahora mis amos no me han empleado al máximo de mi potencial, pero puede que tú seas la excepción, aunque lo dudo. Cuarto, cuando me encuentre en este estado, serás el único que podrá verme, pero cuando me convierta en el destructor seré visible para cualquiera. Esto es una tontería y por qué son así las cosas es una larga historia; el caso es que son así. Hace tiempo decidieron mantener mi existencia en secreto, pero a este respecto, no existe ninguna regla.
»Dicho esto, hizo una pausa y bajó de mi pecho. Me puse de pie y me sacudí la ropa. Sentía que todo lo que Engañifa acababa de decirme me daba vueltas en la cabeza. No tenía forma de comprobar si lo que me había contado era verdad; sin embargo, no me quedaba más remedio que creérmelo. Cuando uno se encuentra con lo sobrenatural, la mente busca una explicación. A mí me la acababan de dar, pero me resistía a creerla.
»—¿Así que vienes del infierno? -pregunté sabiendo de antemano que era una pregunta estúpida; ni una educación de seminario te prepara para poder conversar con un demonio.
»—No, vengo de Paraíso -me respondió.
»—Estás mintiendo -objeté. Era el comienzo de una sarta de mentiras y artificios que se prolongarían durante setenta años.
»—No, de verdad, soy de Paraíso. Es un pequeño pueblo que está como a cuarenta kilómetros de Newark -dijo, y segundos después se estaba desternillando de risa mientras se revolcaba por el suelo.
»—¿Cómo puedo deshacerme de ti? -le pregunté.
»—Lo siento, te he dicho todo lo que era mi obligación decirte.
»En aquella época yo aún no sabía lo peligroso que era Engañifa. Mi intuición me dijo que no me encontraba ante ningún peligro inmediato, así que intenté idear un plan para deshacerme de él. No quería quedarme en la finca, pero tampoco tenía dónde ir.
»Mi primer impulso fue refugiarme en la iglesia. Si encontraba a un cura, tal vez él podía exorcizarme al demonio.
»Me dirigí hacia el pueblo acompañado de Engañifa y allí le pedí al párroco que me hiciera un exorcismo. Pero no había acabado de convencerle de que existía el demonio cuando Engañifa se hizo visible y se comió al párroco a bocados delante mío. Fue entonces cuando me di cuenta de que su poder estaba mas allá de la comprensión de cualquier cura normal, incluso tal vez mas allá de la comprensión de la Iglesia entera.
»Se supone que los cristianos ven la maldad como una fuerza activa, pues si negaran la existencia del mal negarían también el bien y por lo tanto, a Dios. O sea, que creer en el mal representa un acto de fe tanto como creer en Dios; pero yo me había enfrentado al mal como una realidad y no como una abstracción. Mi fe desapareció, ya no la necesitaba. Para mí, en el mundo existía el mal, y yo lo representaba. Según mis razonamientos, era responsabilidad mía el salvaguardar la fe de otra gente, no permitiendo que el mal se manifestara ante ellos. Tenía que mantener en secreto la existencia de Engañifa. Si no podía evitar que se llevara algunas vidas, por lo menos evitaría que se llevara otras almas.
»Decidí llevármelo a un lugar seguro, donde no hubiera gente a la que se pudiera comer. Nos subimos en un tren de carga que nos llevó a Colorado. Una vez allí, llevé a Engañifa hacia las montañas. Encontré una cabaña perdida, donde pensé que no habría posibles víctimas. Después de unas semanas, comprobé que tenía algún control sobre el demonio. A veces podía hacer que fuera en busca de agua y madera, pero otras, me desafiaba. Jamás he comprendido la inconsistencia de su obediencia.
»Una vez que acepté el hecho de que no podría alejarme de Engañifa, comencé a interrogarle constantemente, buscando alguna pista de cómo devolverlo al infierno. Sus respuestas eran vagas, por no decir nulas, ya que lo poco que soltaba era que había estado antes en la Tierra y que alguien lo había hecho volver.
»Después de dos semanas en las montañas, llegó a la cabaña un equipo de rescate. Entonces me enteré de que había estado desapareciendo gente en aquella zona, algunos cazadores y otros, habitantes de pueblos que quedaban hasta a treinta kilómetros de ahí. Por las noches, mientras yo dormía, Engañifa había estado saliendo en busca de nuevas víctimas. Era evidente que el aislamiento no iba a impedir que el demonio continuara matando. Cuando se fue el equipo de rescate, me dispuse a pensar en un plan. Sabía que si no nos íbamos de aquel lugar la gente acabaría por descubrir a Engañifa.
»Sabía que su presencia en la Tierra tenía que obedecer a alguna lógica. Luego, mientras descendíamos de las montañas, pensé que la clave para devolver al demonio al infierno debía encontrarse oculta en el otro candelabro; y yo los había dejado con aquella chica del tren. El saltar de aquel tren para escapar de Engañifa podía haberme costado la única oportunidad que tenía de deshacerme de él. Busqué en mi memoria alguna pista que pudiera conducirme hasta la chica. No le había preguntado adonde iba ni cuál era su apellido. Cada vez que intentaba recordar los detalles de nuestro encuentro, se aparecía ante mí la imagen de aquellos llamativos ojos azules que parecían estar grabados en mi memoria, mientras que todo lo demás se desvanecía. ¿Acaso iba a recorrerme el este de Estados Unidos preguntando a la gente si había visto a una chica joven de hermosos ojos azules?
»Algo me reconcomía. Debía haber algo que me pudiera llevar hacia la chica; sólo tenía que recordar qué era. De pronto, caí, la pulsera de madera que llevaba puesta. Las inicíales que tenía el corazón grabadas por detrás eran E + A. ¿ Sería difícil buscar a un soldado con la inicial E en los archivos del servicio militar? En su archivo tenían que aparecer sus parientes más cercanos y ella estaba viviendo con ellos. Tenía un plan.
»Me llevé a Engañifa hacia el este y ahí comencé a buscar en las listas locales de reclutamiento. Decía que había estado en Europa, que un hombre cuya inicial era E me había salvado la vida y que quería encontrarlo. Siempre me pedían una división, un cuartel general o el lugar donde había tenido lugar la batalla. Yo les contestaba que me habían herido en la cabeza y que no podía recordar nada más que su inicial. Por supuesto, nadie me creía, pero me daban los datos que pedía, yo creo que por lástima.
»Mientras tanto, Engañifa aumentaba su número de víctimas. Cuando podía, intentaba dirigirlo hacia ladrones y maleantes, pensando que si debía matar, al menos yo podía proteger a gente inocente.
»Recorrí bibliotecas enteras buscando los libros de magia y demonología más antiguos que pudiera encontrar. Tal vez en alguno de ellos podría dar con un encantamiento que regresara el demonio al infierno. Practiqué cientos de rituales, dibujé pentagramas, junté extraños talismanes y me sometí a todo tipo de regímenes y rigores físicos pensados para purificar al hechicero con el fin de que la magia surtiera efecto. Sin embargo, después de repetidos fracasos, concluí que los autores de aquellos libros no habían sido más que unos vendedores medievales de aceite de serpiente. Siempre ponían la pureza del hechicero como un requisito para después tener una excusa que ofrecer a sus clientes cuando la magia no surtía efecto.
»Por aquel entonces aún buscaba a un cura que pudiera hacerme un exorcismo. Por fin, en Baltimore, encontré a uno que creía mi historia y accedía a ejecutar el exorcismo. Con el fin de protegerlo, acordamos que él estaría de pie en un balcón mientras que Engañifa y yo permanecíamos en la calle.
Engañifa no paró de reír durante todo el ritual y cuando terminó, irrumpió cual bólido en el edificio y se comió al cura. En ese momento supe que mi única esperanza era dar con la chica.
»Engañifa y yo no dejábamos de ir de un lugar a otro, sin permanecer en ninguno más de tres días. Afortunadamente, en aquel tiempo no había ordenadores que rastrearan las desapariciones de sus víctimas. En cada pueblo solía hacer una lista de los veteranos de guerra y después me dedicaba a buscarlos tocando las puertas e interrogando a sus parientes. Lo he estado haciendo durante más de setenta años. Me parece que ayer encontré al hombre que busco. Resulta que la E era la inicial de su segundo nombre. Se llama J. Effrom Elliot. Y yo que pensaba que la suerte jamás me favorecería; el solo hecho de que el señor aún viva es en sí bastante afortunado. Creí que iba a tener que rastrear los candelabros por medio de los parientes que lo sobrevivieran, con la esperanza de que alguno de ellos los hubiera guardado como reliquia y los recordara.
»Pensé que todo había terminado, pero ahora Engañifa se encuentra fuera de control y usted me impide que lo detenga de una vez por todas.
____ 27 ____
Augustus
Augustus Brine encendió su pipa y repasó mentalmente los detalles de la historia que Travis le acababa de contar. Se había terminado la botella de vino, lo cual, en todo caso, había proporcionado claridad a sus pensamientos, limpiándolos de la adrenalina que le había provocado la aventura de la mañana.
—Hubo un tiempo, Travis, en que si alguien me hubiera contado una historia semejante hubiera llamado a los del psiquiátrico para que se lo llevaran; sin embargo, durante las últimas veinticuatro horas la realidad ha viajado sobre la espalda del dragón y yo sólo he intentado sujetarme.
—¿Qué quiere decir con eso? -preguntó Travis.
—Quiero decir que te creo.
Brine se levantó de la silla y comenzó a desatar la cuerda que amarraba a Travis.
Detrás de ellos se oyó un ruido y Brine se giró para ver que Gian Hen Gian entraba en la sala con una toalla de flores liada al cuerpo y otra a la cabeza; pensó que parecía una ciruela pasa disfrazada de Carmen Miranda.
—Me siento refrescado y listo para la tortura, Augustus Brine.
El yinn se detuvo al ver que Brine desataba al guardián del demonio.
—Qué, ¿colgamos a la bestia por los pies de un edificio alto hasta que hable?
—Espabile, Rey -respondió Brine.
Travis flexionó los brazos para devolverles la circulación.
—¿Y éste quién es? -preguntó.
—Este es Gian Hen Gian, Rey de los yinn -respondió Brine.
—¿O sea, el genio?
—Correcto -contestó Brine.
—No me lo creo.
—Tú no estás en posición para no creer en los seres sobrenaturales, Travis. Además, fue el yinn quien me dijo cómo encontrarte. El conocía a Engañifa veinticinco siglos antes de que tú nacieras.
Gian Hen Gian dio un paso hacia delante y agitó un nudoso y moreno dedo ante la cara de Travis.
—¡Dinos dónde está escondido el Sello de Salomón o pondremos tus genitales en una licuadora de acción reversible de nueve velocidades, con cinco años de garantía, antes de que puedas decir eureka!
Brine levantó una ceja y miró de reojo al yinn.
—Encontraste el catálogo de Sears en el lavabo.
El yinn asintió con la cabeza.
—Está repleto de finos instrumentos de tortura -afirmó.
—No serán necesarios. Travis está buscando el Sello para hacer que desaparezca el demonio.
—Le he dicho que nunca he visto el Sello de Salomón. Es un mito. Me leía cientos de veces en libros de magia citas sobre él, pero siempre lo describen de una forma distinta. Creo que eso se lo inventaron en la Edad Media para vender libros de magia.
El yinn emitió un ruido de exasperación y con él apareció en el aire un hilo de azul damasco.
—¡Mientes! No podrías llamar a Engañifa sin el Sello.
Augustus Brine levantó una mano invitándole a la calma.
—Travis encontró la invocación para llamar al demonio dentro de un candelabro. Nunca vio el Sello, pero yo creo que estaba oculto en el otro candelabro, donde él no lo podía ver. Gian Hen Gian, ¿alguna vez ha visto el Sello de Salomón? ¿Cabría dentro de un candelabro?
—En el tiempo de Salomón se trataba de un cetro de plata. Supongo que se podría convertir en un candelabro -respondió el yinn.
—Bien, pues Travis cree que la invocación para hacer que el demonio desaparezca está escondida en el candelabro que le faltó por abrir. Yo supondría que el que supiera todo esto y conociera el Sello de Salomón también tendría la invocación que le devolvería su poder. Incluso, me jugaría la vida en ello.
—Es posible, pero también es posible que el moreno te esté engañando.
—No creo. Creo que, al igual que yo, nunca ha querido verse envuelto en todo esto. En setenta años no fue capaz de darse cuenta de que su voluntad era lo que controla a Engañifa.
—¡Entonces el moreno este es un deficiente mental!
—Oye, ¿qué pasa? -exclamó Travis.
—¡Basta! Tenemos cosas que hacer. Gian Hen Gian, vaya a vestirse -ordenó Brine.
El yinn abandonó la habitación sin protestar y Brine se dirigió hacia Travis.
—Creo que has encontrado a la mujer que buscabas. Amanda y Effrom Elliot se casaron en cuanto él volvió de la Primera Guerra Mundial. Cada año salen retratados en el periódico local el día de su aniversario de bodas, ¿sabes?, y el pie de foto pone: «Y decían que no duraría». En cuanto esté listo el Rey, nos iremos para allá a buscar los candelabros, si es que aún los tiene. Necesito que me des tu palabra de que no intentarás escapar.
—La tienes. Pero creo que deberíamos volver a casa de Jenny y estar listos para cuando vuelva Engañifa -respondió Travis.
—Quiero que intentes sacarte a Jenny de la cabeza, Travis. Es la única manera de que recuperes el control sobre el demonio. Pero antes, hay algo que creo que deberías saber respecto a ella.
—Ya lo sé, está casada -interrumpió Travis.
—No. Es la nieta de Amanda.
____ 28 ____
Effrom
Como era la primera vez que se moría, Effrom no tenía claro cómo había que proceder. Parecía injusto que un hombre de su edad tuviera que adaptarse a situaciones nuevas y difíciles. Pero la vida no solía ser justa, así que seguramente no se equivocaba al pensar que la muerte tampoco lo era. Aquélla no era la primera vez que se veía tentado de exigir hablar con el encargado. No había dado resultado nunca en el correo, en la oficina de militares veteranos ni en la sección de devoluciones de los grandes almacenes. Tal vez aquí sí daría resultado.
—¿Pero dónde es aquí?
Oyó unas voces; era buena señal. No hacía un calor excesivo, buena señal. Olfateó el aire, no había gases de sulfuro (a lo que en la Biblia le llaman azufre); era buena señal. Tal vez no lo había hecho tan mal, después de todo. Rápidamente, hizo un repaso de su vida: buen padre, buen marido, un trabajador responsable, por no decir dedicado. De acuerdo, hacía trampas cuando jugaba a las cartas con los amigos, pero la eternidad parecía una frase demasiado larga como para intentar barajar los ases hacia el fondo del mazo.
Abrió los ojos.
Siempre imaginó que el paraíso sería más grande y luminoso. Esto parecía el interior de una cabaña. Luego vislumbró a la mujer. Llevaba puesto un body entero de malla color púrpura fosforescente. Su pelo negro oscuro le caía hasta la cintura. «¿El paraíso?», pensó Effrom.
Ella hablaba por teléfono. «¿Tienen teléfono en el paraíso ? ¿ Y por qué no?»
Intentó incorporarse pero se dio cuenta de que estaba atado a la cama. «¿Y esto por qué? ¿El infierno?»
—Bueno, ¿cuál de los dos es? -preguntó impaciente.
La mujer tapó el altavoz con la mano y se giró hacia él.
—Diga algo para que su mujer sepa que se encuentra usted bien -le dijo.
—No me encuentro bien. Me encuentro muerto y no sé dónde estoy.
—Ve, señora Elliot, su marido está a salvo y así permanecerá mientras usted haga lo que le he dicho -dijo la mujer.
—Dice que no sabe nada sobre ninguna invocación -añadió la mujer tapando otra vez el teléfono.
Effrom oyó que le contestó una voz masculina grave, pero no veía a nadie más en la cabaña.
—Está mintiendo -dijo la voz.
—No creo, está llorando -respondió la mujer.
—Pregúntale sobre Travis -dijo la voz.
—Señora Elliot, ¿conoce a alguien llamado Travis?
Escuchó durante unos segundos y luego se colocó el auricular al pecho.
—Dice que no.
—Pudo haber sido hace mucho tiempo -añadió la voz.
Effrom miró en la dirección hacia la que ella había asentido con la cabeza. ¿Con quién coño hablaba?
—¿Le dio a usted alguna cosa? ¿Unos candelabros? -dijo la mujer.
—¡Bingo! -exclamó la voz.
—Sí, traiga los candelabros y su marido saldrá de aquí ileso. No se lo diga a nadie, señora Elliot. Quince minutos.
—O él morirá -añadió la voz.
—Gracias, señora Elliot -dijo la mujer y colgó.- Su mujer vendrá a buscarlo enseguida -informó a Effrom.
—¿Quién más está en la habitación? ¿Con quién ha estado usted hablando? -preguntó Effrom.
—Lo conoció usted esta misma mañana.
—¿El marciano? Creí que me había matado.
—Aún no -respondió la voz.
—¿Es ella? -preguntó Engañifa.
Por la ventana de la cabaña, Raquel veía que una nube harinosa se levantaba del polvoriento camino.
—No distingo. Señor Elliot, ¿qué clase de coche tiene su mujer? -preguntó Raquel.
—Un Ford blanco.
—Es ella -afirmó Raquel, sintiendo que un escalofrío de emoción le recorría el cuerpo.
Su capacidad de sorprenderse ante las cosas había dado mucho de sí durante las últimas veinticuatro horas, dejándola abierta y susceptible a cualquier tipo de emoción. Temía el poder que estaba por adquirir, pero a la vez la innumerable cantidad de facultades que éste le otorgaría cambiaba su miedo por ambiciosa veleidad. Se sentía culpable por utilizar a la pareja para obtener la invocación, pero tal vez con su recién adquirido poderío podría recompensarlos. En cualquier caso, pronto se acabaría todo y volverían a casa.
La naturaleza del espíritu de la Tierra también la perturbaba. ¿Por qué parecería... tan... pues tan impío? ¿Y por qué parecía ser tan masculino?
El Ford se acercó a la cabaña y se detuvo. Raquel vio a una frágil anciana bajarse del coche con dos candelabros churriguerescos en una mano. La mujer esperó al lado del coche abrazando los candelabros contra su pecho mientras miraba a su alrededor. Era evidente que estaba muy asustada y Raquel, sintiendo una punzada de culpabilidad, se alejó de la ventana.
—Ya está aquí -dijo.
—Dile que pase -ordenó Engañifa.
Effrom se irguió para mirar desde la cama pero no lograba asomarse por la ventana.
—¿Qué vais a hacerle? -preguntó.
—Nada. Ella tiene algo que necesito y cuando me lo dé, ambos podrán irse a casa.
Raquel fue a la puerta y la abrió impetuosamente, como si fuera al encuentro de un pariente después de largos años. Amanda permaneció al lado del coche, a varios metros de la puerta.
—Señora Elliot, tiene usted que darme los candelabros para que los revisemos -dijo Raquel.
—No, hasta que sepa que Effrom se encuentra bien.
—Dígale algo a su esposa, señor Elliot -dijo Raquel, dirigiéndose a Effrom.
—No, no estoy dispuesto a hablarle, todo esto es culpa suya.
—Por favor, coopere con nosotros, señor Elliot, para que podamos dejarle irse a casa -dijo Raquel.
—No -respondió decidido Effrom.
—No quiere hablar, señora Elliot. ¿Por qué no trae los candelabros? Le aseguro que no les haremos daño a ninguno de los dos -Raquel no podía creer que estuviera diciendo estas cosas. Tenía la sensación de estar leyendo el guión de una mala película de gangsters.
Amanda permaneció allí, abrazando los candelabros, dubitativa sobre lo que debía hacer. Raquel vio que la anciana se disponía a dar un paso hacia la cabaña cuando, de pronto, los candelabros abandonaron sus brazos y Amanda cayó al suelo como si le hubiera pegado una ráfaga de metralleta.
—¡No! -gritó Raquel.
Los candelabros parecían flotar en el aire conforme Engañifa los llevaba hacia ella; sin embargo, Raquel los desdeñó y corrió hacia Amanda. Tomó la cabeza de la anciana entre sus manos y la acarició. Al cabo de unos segundos Amanda abrió los ojos y Raquel suspiró con alivio.
—¿Se encuentra usted bien, señora Elliot? Lo siento.
—Déjala -dijo Engañifa-, yo me ocuparé de ellos enseguida.
Raquel se giró hacia el lugar de donde provenía la voz. Los candelabros temblaban en el aire. No dejaba de inquietarle el hablar con una voz incorpórea.
—No quiero hacerle daño a esta gente, ¿entiendes?
—Pero ahora que ya tenemos la invocación ellos no importan.
Los candelabros giraron suspendidos en el aire mientras Engañifa los estudiaba.
—Venga, creo que uno de ellos tiene un cierre pero no logro cogerlo. Ven a abrirlo.
—Ahora voy -dijo Raquel. Ayudó a Amanda a incorporarse-. Vamos a la casa, señora Elliot. Se acabó. Podrá irse a casa en cuanto se sienta dispuesta.
Raquel condujo a Amanda por el umbral de la puerta cogiéndola por los hombros. La anciana parecía estar atontada y cansada. Raquel temía que en cualquier momento se desvaneciera, pero cuando vio a Effrom atado a la cama, Amanda se apartó de Raquel y se dirigió hacia él.
—Effrom -dijo, sentándose sobre la cama y acariciándole la calva.
—Y bien, mujer -dijo Effrom-, espero que estés contenta. Te vas por ahí, deambulando por toda la región y ¿ves lo que pasa? Me secuestran marcianos invisibles. Espero que el viaje haya sido bueno. Ya ni siento las manos, probablemente por la gangrena. Seguramente tendrán que cortármelas.
—Lo siento, Effrom. Por favor, ¿puedo desatarlo? -preguntó Amanda dirigiéndose a Raquel.
La súplica que expresaban sus ojos casi le rompió el corazón a la mujer. Nunca se había sentido tan cruel. Asintió con la cabeza.
—Ya pueden irse. Siento que haya tenido que ser así -concluyó.
—Abre esto -dijo Engañifa, mientras le daba golpecitos en el hombro a Raquel con el candelabro.
Mientras Amanda desataba las muñecas y los tobillos de Effrom y se los frotaba para estimular la circulación, Raquel examinaba uno de los candelabros. Al intentar girar los extremos, el cierre se desenroscó. Por lo que pesaba, Raquel nunca hubiera imaginado que estaba hueco por dentro. Conforme lo iba desenroscando, notó que los hilos del cierre eran de oro. Eso explicaba el exceso de peso. El que había hecho aquellos candelabros se había esmerado mucho para disimular que el interior estaba hueco.
Las piezas se separaron. Dentro había un pergamino enrollado fuertemente. Raquel colocó la base del candelabro sobre la mesa, sacó el tubo amarillo de pergamino y comenzó a desenrollarlo lentamente. Se oía el crujir del papel y sus ajadas orillas se iban desprendiendo conforme se desplegaba. Raquel sintió que el pulso se le aceleraba según aparecían las primeras letras. Sin embargo, cuando iba por la mitad del papiro, su emoción se convirtió en ansiedad.
—Creo que tenemos un problema -dijo.
—¿Por qué ? -preguntó Engañifa, a pocos centímetros de la cara de Raquel.
—No entiendo nada; está en una lengua extranjera; me parece que es griego. ¿Entiendes el griego?
—Yo no sé leer -contestó Engañifa-. Abre el otro, tal vez ése contenga lo que necesitamos.
Raquel cogió el otro candelabro e intentó abrirlo.
—Éste no tiene cierre -apuntó.
—Búscalo, puede que esté oculto.
Raquel se dirigió hacia la cocina de la cabaña y buscó un cuchillo con el que pudiera raspar la plata. Amanda estaba ayudando a Effrom a ponerse en pie para irse de una vez de ahí.
Raquel encontró el cierre e introdujo la punta del cuchillo.
—Ya lo tengo -afirmó. Desenroscó los extremos y sacó otro papiro.
—¿Puedes leerlo?
—No. Éste también está en griego. Tendremos que llevarlo a traducir, pero ni siquiera conozco a alguien que hable griego.
—Travis -dijo Engañifa.
Amanda y Effrom estaban por llegar a la puerta cuando ella oyó el nombre de Travis.
—¿Aún vive? -preguntó.
—Por un tiempo -respondió Engañifa.
—¿Quién es el mentado Travis? -preguntó Raquel. Se suponía que ella era la encargada en aquel asunto y sin embargo, la anciana y Engañifa parecían entender más de lo que estaba pasando que ella.
—No pueden irse -dijo Engañifa.
—¿Por qué? Tenemos la invocación, sólo nos hace falta traducirla. Déjalos ir -dijo Raquel.
—No -respondió Engañifa-. Si advierten a Travis, el buscará una manera de proteger a la chica.
—¿A qué chica? -Raquel se sentía como si acabara de irrumpir en una película de misterio con un argumento insondable, en la que nadie quería explicarle qué estaba pasando.
—Tenemos que buscar a la chica y cogerla como rehén hasta que Travis nos traduzca la invocación.
—¿A qué chica? -repitió Raquel.
—Una camarera del café del centro. Se llama Jenny.
—¿Jenny Masterson? Es miembro del aquelarre. ¿Qué tiene que ver ella con todo esto?
—Travis la ama.
—¿Quién es Travis?
Aquí hubo una pausa. Raquel, Amanda y Effrom se quedaron mirando al vacío, esperando una respuesta.
—Es mi amo -respondió Engañifa.
—Todo esto es muy extraño -apuntó Raquel.
—Eres algo dura de mollera, ¿verdad, cariño? -le dijo Effrom.
____ 29 ____
Rivera
Justo a medio interrogatorio, el sargento detective Alfonso Rivera tuvo una visión. En ella se veía a sí mismo detrás del mostrador del Seven-Eleven embolsando bocadillos y sirviendo refrescos. Era evidente que el sospechoso, Robert Masterson, decía la verdad. Y lo peor era que no sólo no tenía nada que ver con la marihuana que sus hombres habían encontrado en la caravana, sino que no tenía la más remota idea de dónde se encontraba La Brisa.
El procurador delegado del distrito, una diligente comadreja que sólo hacía tiempo en la delegación hasta que sus fauces se afilaran lo bastante como para pasar a la práctica privada, había expresado somera y claramente la postura que tenía el Estado ante el caso:
—Estás jodido, Rivera. Déjalo marcharse.
Rivera aún se aferraba a un solo y finísimo hilo de esperanza: la segunda maleta, sobre la que Masterson había mostrado tanto interés cuando estaban en la caravana. Ahora se encontraba abierta sobre su escritorio. Un revoltijo de hojas de cuaderno, servilletas de papel, cajas de cerillas vacías, tarjetas de presentación viejas envolturas de dulce era lo que tenía delante. Sobre cada hoja estaba escrito un nombre, una dirección y una fecha. Era evidente que las fechas eran falsas, pues eran de los años veinte. Rivera ya había examinado aquel montón de papeles una decena de veces sin encontrar ninguna relación entre ellos.
El delegado Pérez se acercó al escritorio de Rivera. Se esforzaba por expresar una actitud comprensiva, pero le salía bastante mal. Todo lo que había dicho aquella mañana había sido acompañado de una sonrisa burlona. Twain lo expresó sucintamente al decir: «Nunca subestimes la cantidad de gente a la que le gustaría verte fracasar».
—¿Ya has encontrado algo? -preguntó Pérez, sin que faltara la sonrisa.
Rivera levantó la cabeza, sacó un cigarro y lo prendió. Con un suspiro, exhaló una gran bocanada de humo.
—No entiendo qué relación puede tener todo esto con La Brisa. Las direcciones se extienden por todo el país y las fechas se remiten a un pasado demasiado lejano para ser auténticas.
—Tal vez se trate de las direcciones en las que La Brisa pensaba dejar la maría -sugirió Pérez-. Ya sabes que, según el cálculo de los federales, en este país más del diez por ciento de las drogas circulan por correo.
—¿Y qué me dices de las fechas? -preguntó Rivera.
—Tal vez sean algún tipo de código. ¿Se corresponden entre sí los tipos de letra?
Rivera había mandado a Pérez de vuelta a la caravana para que trajera una muestra de la letra de La Brisa; había vuelto con una lista de las piezas del motor de un camión Ford.
—No hay correspondencia -afirmó Rivera.
—Tal vez la lista haya sido escrita por su compinche.
Rivera soltó una bocanada de humo sobre la cara de Pérez y dijo:
—Imagínate, gilipollas, que su compinche era yo.
—Pues alguien te descubrió y La Brisa escapó.
—¿Por qué no se llevó la maría?
—Yo qué sé, sargento, yo sólo soy un delegado de uniforme. Me parece a mí que esto es trabajo de detectives -Pérez había dejado de disimular su sonrisa-. Yo de ti se lo llevaría a La Araña.
Dicho esto se estableció un consenso. Todo el que había visto u oído hablar de la maleta le había sugerido a Rivera que se la llevara a La Araña. Se echó hacia atrás sobre el respaldo de su silla y acabó de fumarse el cigarro, disfrutando de sus últimos minutos de paz antes de la inevitable confrontación con La Araña. Después de darle unas largas caladas, dobló el cigarro sobre el cenicero de su escritorio, metió los papeles en la maleta, la cerró y bajó las escaleras que llevaban a las entrañas de la estación y a la guarida de La Araña.
A lo largo de su vida, Rivera había conocido a media docena de hombres que se apodaban La Araña. La mayoría eran hombres altos, de facciones angulosas y con la agilidad alambrosa que uno suele asociar con una araña lobo. El jefe técnico sargento Irving Nailsworth era una excepción.
Nailsworth medía un metro setenta y pesaba más de ciento cincuenta kilos. Cuando se colocaba ante el control de mando, en el cuarto principal de ordenadores del departamento del sheriff de San Junípero, tenía acceso a una matriz que se extendía no sólo por todo el país, sino también en todas las capitales de estado, también a los bancos de datos del FBI y al Departamento de Justicia en Washington. La matriz era su telaraña y él reinaba sobre ella como una inmensa viuda negra.
Al abrir la puerta de acero que conducía a la sala de ordenadores, a Rivera le llegó un fuerte soplo de aire frío y seco. Nailsworth insistía en que los ordenadores funcionaban mejor a aquella temperatura, así que el departamento había instalado un clima artificial y un sistema de filtración para complacerle.
Rivera entró y, reprimiendo un temblor, cerró la puerta. La habitación estaba a oscuras, salvo por el resplandor verde claro que emanaba de una docena de pantallas de ordenador. La Araña estaba sentado en el centro de una herradura de tableros y pantallas, con sus enormes glúteos derramándose por los lados de una diminuta silla de secretaria. A su lado había una gran mesa de acero cubierta de golosinas en distintos estados de congoja; en su mayoría magdalenas cubiertas de malvavisco y coco de color rosa. Mientras Rivera lo observaba, La Araña le quitó el papel a una magdalena y se la echó de un golpe a la boca. Cuando lo había, depositaba el relleno de chocolate sobre un montón de papel continuo arrugado que había en la papelera.
Dado el carácter sedentario del puesto que tenía La Araña, el departamento había desdeñado los requisitos mínimos de salud normalmente exigidos para los oficiales de sección. Además el departamento había creado el puesto de jefe técnico sargento con el fin de ensalzar el ego de La Araña y así mantenerlo tecleando alegremente sobre los tableros. La Araña no había hecho rondas de vigilancia, nunca había arrestado a un sospechoso, ni siquiera había aparecido por el campo de tiro; sin embargo, con tan sólo cuatro años en el departamento, Nailsworth había mantenido con éxito el oficio que Rivera había adquirido después de quince años en la calle. El de criminal.
La Araña levantó la vista. Tenía los ojos tan hundidos en su enorme cara que Rivera sólo distinguía en ellos un pequeño brillo verde.
—Hueles a humo -dijo La Araña-. Aquí no se puede fumar.
—No he venido aquí a fumar, necesito ayuda.
La Araña revisó la información que navegaba a través de sus pantallas y luego dirigió toda su atención hacia Rivera. Pequeños trozos de coco rosa destellaban sobre la parte delantera de su uniforme.
—Has estado trabajando en Pine Cove, ¿no?
—Picadura de narcóticos -dijo Rivera mientras levantaba la maleta-. Encontramos esto. Está llena de nombres y direcciones, pero no puedo relacionarlos. Pensé que tal vez usted...
—No hay problema -respondió La Araña-. Pistola de Clavos encontrará un resquicio donde no lo haya.
La Araña se había puesto el apodo de Pistola de Clavos. Nadie le llamaba Araña a la cara, ni tampoco Pistola de Clavos, a no ser que necesitara algo de él.
—Eso -dijo Rivera-, pensé que a esto le vendría bien la magia de Pistola de Clavos.
La Araña barrió hacia la papelera las confituras de la mesa con el brazo y luego con la mano dio unas palmaditas sobre la superficie.
—Veamos qué es lo que tienes -dijo.
Rivera colocó la maleta sobre la mesa y la abrió. De inmediato, La Araña se puso a mirar entre los papeles, cogiendo uno de vez en cuando y devolviéndolo al montón después de haberlo leído.
—Esto es un lío.
—Por eso estoy aquí.
—Para encontrarle lógica tendré que introducir esto en el sistema. No puedo utilizar el scanner sobre material escrito a mano. Tendrás que leérmelo mientras lo introduzco.
La Araña se giró hacia uno de sus tableros y comenzó a escribir.
—Dame un minuto para establecer un formato de base informativa.
A Rivera tanto le daba que La Araña estuviera hablándole en suahili. A pesar suyo, admiraba la eficiencia y destreza de aquel hombre. Sus gordos dedos eran una ráfaga sobre el tablero.
Después de treinta segundos de furioso teclear, La Araña hizo una pausa.
—Vale, díctame los nombres, direcciones y fechas, en este orden.
—¿Necesitas que los ponga en orden ahora mismo?
—No, eso lo hará la máquina.
Rivera comenzó a leer los nombres y las direcciones de cada papel, con pausas de vez en cuando para no adelantarse a La Araña.
—Más rápido, Rivera, no me adelantarás.
—No puedo ir más rápido. Si me equivoco al pronunciar una palabra a esta velocidad, podría perder el control y hacerme una herida grave en la lengua.
Por primera vez, desde que Rivera lo conocía, La Araña se rió.
—Relájate, Rivera. Estoy tan acostumbrado a trabajar con máquinas que se me olvida que la gente tiene limitaciones.
—¿Qué pasa? -preguntó Rivera-. ¿Acaso la Pistola de Clavos está perdiendo su deje sarcástico?
La Araña parecía avergonzado.
—No, quería preguntarte algo.
Rivera se quedó pasmado. La Araña era prácticamente omnisciente, o al menos pretendía serlo. Aquél era el día de las sorpresas.
—¿Qué necesitas?
La Araña enrojeció. Rivera jamás había visto tal cantidad de carne cambiar de color. Imaginó que una transformación así podría resultarle fatal a su corazón.
—Has estado trabajando en Pine Cove, ¿verdad?
—Sí.
—¿Te has topado alguna vez con una chica llamada Roxanne?
Rivera pensó durante un momento y contestó que no.
—¿Estás seguro ? -la voz de La Araña había adquirido un tono de desesperación-. Probablemente se trate de un apodo. Trabaja en el hotel Rooms-R-Us. He buscado su nombre en los archivos de la Seguridad Social, en los de las tarjetas de crédito en todas partes, y no he podido encontrarla. Hay más de diez mil mujeres en California con ese nombre pero ninguna se corresponde con ella.
—¿Por qué no vas a Pine Cove y la buscas?
—No podría -respondió La Araña, enrojeciendo a un tono más oscuro.
—¿Por qué no? ¿Qué rollo llevas con esa mujer? ¿Tiene algo que ver con el caso?
—No, es... un asunto personal. Estamos enamorados.
—¿Pero nunca la has visto?
—Bueno, más o menos hablamos por modem todas las noches. Anoche no contestó. Me tiene preocupado.
—Nailsworth, ¿quieres decir que estás viviendo una aventura por ordenador con una mujer?
—Es más que una aventura.
—¿Y qué quieres que haga?
—Bueno, pues si pudieras verla, ver si se encuentra bien... pero no debe enterarse de que te he enviado yo. No se lo digas.
—Nailsworth, soy policía secreto. Me gano la vida actuando de incógnito.
—Entonces, ¿lo harás?
—Si encuentras algo que me salve entre estos nombres, lo haré.
—Gracias, Rivera.
—Acabemos con esto -dijo Rivera; cogió una caja de cerillas y leyó el nombre y la dirección.
La Araña escribió la información, pero cuando Rivera empezaba a leer la siguiente, se dio cuenta de que La Araña no tecleaba.
—¿Pasa algo? -preguntó Rivera.
—Sólo una cosa más.
—¿Podrías averiguar si se comunica por modem con alguien más?
—Por Dios, Nailsworth. Eres una persona de carne y hueso.
Tres horas más tarde, Rivera estaba sentado en su escritorio esperando que La Araña le llamara. Mientras se encontraba en la sala de ordenadores, alguien había dejado un libro sobre su escritorio. Se titulaba Cómo hacer una carrera de la investigación privada. Rivera sospechó de Pérez. Tiró el libro a la basura.
Sin embargo, ahora que su único sospechoso andaba suelto y no llegaban noticias de La Araña, Rivera consideró recuperar el libro de la papelera.
Sonó el teléfono y Rivera lo levantó de inmediato.
—Rivera -dijo.
—Rivera, soy Pistola de Clavos.
—¿Encontraste algo? -preguntó Rivera, mientras torpemente intentaba sacar un cigarro de la cajetilla que estaba sobre el escritorio. Era incapaz de hablar por teléfono sin fumar.
—Creo que tengo un enlace, pero no me sirve del todo.
—No te pongas enigmático, Nailsworth, necesito algo.
—Bien, pues primero busqué los nombres en el archivo de la Seguridad Social. La mayoría habían muerto; después, me di cuenta de que todos eran veteranos de guerra.
—¿Vietnam?
—La Primera Guerra Mundial.
—Estás de coña.
—No, todos eran veteranos de la Primera Guerra y todos tenían un nombre de pila o segundo nombre que empezaba con E. Eso lo debería de haber visto antes de introducir los nombres. Intenté establecer un programa correlativo pero no salió nada. Después busqué una relación geográfica entre las direcciones.
—¿Y encontraste algo?
—No. Por un momento pensé que te habías topado con un proyecto de investigación sobre la Primera Guerra Mundial, pero para estar seguro, cotejé la información con el nuevo banco de datos que instaló el Departamento de Justicia en Washington. Ellos suelen emplearlo para encontrar normas en la actuación de criminales cuando no las hay. De hecho, hace que lo aleatorio tenga una lógica. Lo utilizan para rastrear a asesinos en serie y a psicópatas.
—¿Y diste con algo?
—No exactamente. Los archivos del Departamento de Justicia sólo cubren los últimos treinta años, lo cual elimina como la mitad de los nombres en tu lista. Sin embargo, en los otros sí salió algo.
—Nailsworth, por favor, intenta ir al grano.
—En cada una de las ciudades que tenías hubo por lo menos una desaparición misteriosa próxima a la fecha apuntada, pero no de los veteranos, de otra gente. Casualmente, se pueden eliminar las ciudades grandes, y cientos de esas desapariciones ocurrieron en pueblos pequeños.
—La gente desaparece también en los pueblos pequeños. Emigran a la ciudad. Se ahogan. A eso no se le puede llamar un enlace.
—Pensé que lo dirías; así que hice un programa de probabilidades para saber qué posibilidad había de que esto fuera una coincidencia.
—¿Y bien? -Rivera empezaba a cansarse del dramatismo de Nailsworth.
—Pues que las probabilidades de que alguien tenga un archivo de las fechas y lugares de desapariciones inexplicables que sucedieron en los últimos treinta años y de que esto sea una coincidencia es como de cincuenta contra diez.
—¿Y eso qué significa?
—Significa que tienes más o menos las mismas probabilidades de sacar los restos del Titánic de un río con un matamoscas. Lo cual significa, Rivera, que tienes un serio problema.
—¿Quieres decir que la maleta pertenecía a un asesino en serie?
—A uno, pero muy mayor. La mayoría de los asesinos en serie ni siquiera comienzan hasta después de los treinta años. Si suponemos que éste tuvo la cortesía de empezar cuando la policía comenzó su archivo hace treinta años, ahora debe tener más de sesenta.
—¿Crees que esto haya podido comenzar antes ?
—Escogí algunas fechas y domicilios al azar. Los más antiguos datan de 1925. Llamé a las bibliotecas de los pueblos y pedí que revisaran los artículos de periódico sobre las desapariciones de aquella época; correspondían. El que buscas podría tener noventa y tantos años. O podría tratarse de un hijo que continúa la labor de su padre.
—Eso es imposible. Debe haber otra explicación. Venga, Nailsworth, necesito que me busques otra cosa. No puedo conducir una investigación sobre un asesino geriátrico en serie.
—Bueno, podría tratarse de un elaborado proyecto de investigación que alguien está haciendo sobre personas desaparecidas, pero eso no explica lo de los veteranos de guerra ni tampoco por qué el investigador iba a apuntar la información en cajas de cerillas y tarjetas de negocios que dejaron de existir hace años.
—No lo entiendo -Rivera se sentía como si estuviera atrapado en la telaraña, esperando a ser devorado.
—Según parece, algunas anotaciones fueron hechas hace tanto como cincuenta años. Si quieres, puedo mandarlas al laboratorio para que verifiquen si fue así.
—No. No hagas eso -Rivera no quería que se lo confirmaran. Quería que todo aquello desapareciera-. Nailsworth, ¿no podría ser que el ordenador esté haciendo unos enlaces equivocados? Quiero decir, está programado para buscar normas, ¿no será que esta vez se le ha pasado la mano y ésta se la haya inventado?
—Conoces las probabilidades, sargento. El ordenador no puede inventarse nada: sólo interpreta lo que se le introduce. Yo en tu lugar recuperaría a mi sospechoso y averiguaría de dónde sacó la maleta.
—Lo dejé irse. El abogado de distrito dijo que no tenía bastante información como para inculparlo.
—Encuéntralo.
A Rivera no le agradaba el tono autoritario en el que le hablaba Nailsworth pero lo dejó correr.
—Me despido -le dijo.
—Una cosa más.
—¿si?
—Una de sus direcciones era de Pine Cove. ¿La quieres?
—Claro.
Nailsworth le leyó a Rivera el nombre y la dirección, y éste los anotó en su agenda.
—Éste no llevaba fecha, sargento. Puede que tu asesino todavía se encuentre en esa zona. Si das con él, encontrarás la salvación que estás buscando.
—Es demasiado maravilloso.
—Y no te olvides de ver cómo está Roxanne de mi parte, ¿vale?
La Araña colgó el teléfono.
____ 30 ____
Jenny
Jenny había llegado al trabajo con media hora de retraso, esperando encontrarse a Howard detrás de la barra, dispuesto a regañarla ceremoniosamente. Lo curioso era que no le importaba. Más curioso todavía era que resultó que Howard no había aparecido por el café en toda la mañana.
Si una consideraba que se había bebido dos botellas de vino, había cenado un cuantioso plato italiano y todo lo que había en la nevera y además se había quedado despierta haciendo el amor toda la noche, concluía que debía estar cansada, pero no lo estaba. Se sentía espléndidamente bien, de buen humor, llena de energía y no poco emocionada. Cuando pensaba en su noche con Travis, se sonreía y se estremecía. «Debería tener sentimiento de culpa», pensó. Después de todo, técnicamente, era una mujer casada. Técnicamente, estaba corriendo una aventura ilícita. Pero la verdad era que nunca había sido una persona con inclinación a lo técnico. En lugar de culpabilidad, lo que sentía era felicidad y ganas de repetirlo todo otra vez.
Desde que llegó al trabajo, se había puesto a contar las horas que le faltaban para salir, cuando terminara el turno de comida. Cuando acababa de darse cuenta de que tan sólo le faltaba una hora, el cocinero le dijo que tenía una llamada en la oficina.
Rápidamente, llenó de café las tazas a sus clientes y se dirigió hacia la parte trasera del restaurante. Si era Robert, simplemente haría como si no hubiera pasado nada. A diferencia de lo que él sospechaba, no era amor precisamente lo que ella sentía por otro. Más bien era... daba igual lo que fuera, no tenía por qué explicar nada. Si era Travis... esperaba que lo fuera.
—¿Diga? -dijo al coger el teléfono.
—¿Jenny? -respondió una voz femenina-. Soy Raquel. Mira, esta tarde habrá un ritual especial en las cuevas y necesito que estés.
Jennifer no quería asistir a ese ritual.
—No sé, Raquel, tengo planes para después del trabajo.
—Jennifer, ésta será la cosa más importante que hayamos hecho y necesito que vengas. ¿A qué hora sales?
—Salgo a las dos, pero tendré que ir a casa a cambiarme de ropa.
—No, ven como estés, es muy importante.
—Pero me gustaría...
—Por favor, Jenny, sólo llevará unos minutos.
Jenny nunca había visto a Raquel tan insistente. Tal vez se trataba de algo realmente importante.
—Bueno, supongo que podré ir. ¿Quieres que avise a alguna de las otras?
—No, lo haré yo. Procura estar en las cuevas en cuanto puedas después de las dos.
—Vale, ahí estaré.
—Y, Jenny -dijo Raquel con una voz más profunda-, no le digas a nadie adonde vas -y colgó.
Jenny enseguida marcó el número de su casa y habló por medio del contestador automático.
—Travis, si estás ahí, contesta -dijo y esperó unos segundos. Lo más probable es que aún estuviera durmiendo-. Voy a tardar un poco en llegar. Iré a casa por la tarde. -Estuvo a punto de añadir un «te quiero» pero se reprimió y borró esa idea de su mente-. Hasta luego -dijo, y colgó.
Ahora, sólo tenía que arreglárselas para evitar a Robert hasta que se le ocurriera una manera de desanimarle a esperar una reconciliación entre ellos. Al volver al café, se dio cuenta de que en algún momento aquella sensación de bienestar la había abandonado y se sintió cansada.
_____ 31 _____
Buenos chicos
Augustus Brine, Travis y Gian Hen Gian apenas cabían en el asiento de la caminoneta de Brine. Conforme se aproximaban a la casa de Effrom y Amanda, vieron que un Dodge beige estaba aparcado delante de la casa.
—¿Sabes que coche tienen? -preguntó Travis.
—Creo que un ford viejo -dijo Brine mientras aminoraba la velocidad.
—No bajes la velocidad, continua -dijo Travis.
—Pero ¿por que?
—Apuesto a que ese coche es de la policía. Lleva una antena en la parte de atrás.
—¿Y qué? Tu no has hecho nada ilegal -dijo Brine, que lo único que quería era irse a casa a dormir.
—Continua. No quiero contestar a un monton de preguntas. No sabemos qué ha estado haciendo Engañifa. Podemos volver más tarde, cuando se haya ido la policía.
—Tiene razón, Augustus Brine.
—Bueno -dijo Brine, pisó con fuerza el acelerador y se fueron rápidamente de ahí.
Unos minutos más tarde, se encontraban sentados ne la cocina de Jenny escuchando el contestador automático. Habían entrado por la parte trasera de la casa para evitar la quemada y harinosa mancha del césped de la entrada.
—Bien -dijo Travis mientras reajustaba la máquina-, eso nos da un poco más de tiempo antes de explicarle todo a Jenny.
—¿Crees que Engañifa volverá? -preguntó Brine.
—Eso espero -respondió Travis
—¿No podrías concentrar tu voluntad para que vuelva hasta que averigüemos si Amanda tiene los candelabros?
—Lo he estado intentando, pero yo de todo esto no entiendo más que vosotros.
—Pues yo necesito beber algo. ¿Hay algo en la casa? -preguntó Brine.
—Lo dudo. Jenny me dijo que no podía tener alcohol en la casa porque se lo bebería su marido. El vino se lo acabó ella anoche.
—Hasta un poco de jerez para cocinar estaría bien -dijo Brine, sintiéndose un poco mezquino al decirlo.
Travis se puso a buscar por las repisas.
—Si llegaras a encontrarte un poco de sal, te lo agradecería inmensamente -dijo el yinn.
Entre las especias, Travis encontró una caja de sal que le estaba pasando al yinn cuando sonó el teléfono.
Se quedaron congelados y escucharon el mensaje que Jenny utilizaba para contestar. Después del bip hubo una pausa y luego la voz de una mujer.
—Cógelo, Travis -dijo la voz, que no era la de Jenny.
—Nadie sabe que estoy aquí -dijo Travis mirando a Brine.
—Pues ahora sí que lo saben, contesta.
Travis levantó el teléfono y enseguida se oyó el clic de que se apagaba el contestador.
—Hola, habla Travis.
Brine observó cómo iba palideciendo la cara de Travis mientras escuchaba.
—¿Se encuentra bien? -preguntó Travis-. Déjeme hablar con ella. ¿Quién es usted? ¿Sabe en lo que se está metiendo?
Brine no podía imaginarse de qué podían estar hablando.
—¡No es un espíritu de la Tierra, es un demonio! ¿Cómo puede ser tan estúpida? -exclamó Travis al teléfono.
Después de escuchar durante unos segundos más, Travis miró a Augustus Brine y cubriendo el auricular le preguntó:
—¿Sabe dónde quedan unas cuevas que hay al norte del pueblo?
—Sí -contestó Brine-, en la vieja finca de champiñones.
—Sí, las encontraré. Estaré ahí a las cuatro -dijo Travis antes de colgar. Después, se desplomó sobre una de las sillas de la cocina y dejó caer el teléfono sobre su base.
—¿Qué pasa? -preguntó Brine.
—Esa mujer tiene a Jennifer, a Amanda y a su marido como rehenes. Engañifa está con ella y tienen los candelabros. Y, tenías razón, hay tres invocaciones.
—No entiendo, ¿qué es lo que pide? -preguntó Brine.
—Piensa que Engañifa es algún tipo de espíritu benévolo de la Tierra y ella quiere su poder.
—Qué ignorantes son los humanos -afirmó el yinn.
—¿Pero qué quiere de ti? -preguntó Brine-. Ya tiene los candelabros y las invocaciones.
—Están en griego. Quieren que se las traduzca o matarán a Jenny.
—Déjalos -apuntó el yinn-, tal vez puedas empezar a controlar al demonio estando muerta la chica.
—¡Ya han pensado en ello, enano! Si no aparezco allí a las cuatro, matarán a Jenny y destruirán la invocación. Entonces nunca podríamos deshacernos de Engañifa -exclamó Travis exaltado.
—Tenemos exactamente una hora y media para pensar un plan -dijo Augustus Brine al mirar su reloj.
—Retirémonos al bar a estudiar nuestras opciones -sugirió el yinn.
______ 32 ______
La Cabeza de la Babosa
Augustus Brine entró en La Cabeza de la Babosa, siguió Travis y finalmente Gian Hen Gian, que caminaba más despacio. El bar estaba casi vacío: Robert estaba sentado a la barra, otro hombre estaba sentado a una mesa en la oscuridad y Mavis estaba tras la barra. Robert se giró hacia ellos cuando entraban y al ver a Travis bajó de un salto del taburete.
—¡Gilipollas de mierda! -gritó Robert.
Se dirigió hacia Travis con el puño cerrado, pero sólo había dado tres pasos cuando Augustus Brine intentó pararlo con un brazo que le dio en la frente. Se vieron unas bambas blancas levantarse en el aire, mientras Robert experimentaba el efecto «ropa vieja», y un segundo después, se encontraba en el suelo, inconsciente.
—¿Y ése quién es? -preguntó Travis.
—El marido de Jenny -respondió Brine, mientras se agachaba para ver si el cuello de Robert tenía alguna vértebra dañada-. Se recuperará enseguida -añadió.
—Tal vez debíamos irnos a otro sitio.
—No hay tiempo -dijo Brine-, además, tal vez pueda ayudarnos.
Mavis estaba de pie sobre una caja de plástico de leche, asomándose desde la barra para ver el estado en que había quedado Robert.
—Buen golpe, asbesto, me gusta que un hombre sepa defenderse -dijo.
—¿Tienes sales de olor? -le preguntó Brine, ignorando por completo el cumplido.
Mavis bajó de la caja y después de rebuscar un momento en la parte trasera de la barra, sacó una botella de amoníaco de cuatro litros.
—Esto te servirá -le dijo a Brine-. ¿Bebéis algo, chicos? -les preguntó al yinn y a Travis.
Gian Hen Gian se aproximó a la barra y dijo:
—¿Le importaría ponerme una pequeña cantidad de...?
—Un frankfurt salado y una cerveza -le interrumpió Travis.
Brine pasó un brazo por debajo de los brazos de Robert y lo arrastró hacia una mesa. Lo sentó en una silla, cogió la botella de amoníaco de la barra, y la pasó varias veces bajo su nariz.
Tosiendo, Robert volvió en sí.
—Tráele una cerveza a este chico, Mavis -ordenó Brine.
—Hoy no está bebiendo, le he estado sirviendo coca-cola desde el mediodía.
—Una coca-cola, entonces.
Travis y el yinn cogieron su bebida y se reunieron en la mesa con Robert y Brine. Robert tenía aspecto de estar experimentando lo que era la realidad por primera vez. Con un quejido se frotó el gran chichón que le salía de la frente.
—¿Contra qué me he dado? -preguntó.
—Contra mí -le contestó Brine-. Robert, sé que estás enfadado con Travis, pero tendrás que olvidarte de eso por ahora, Jenny está metida en un lío.
Robert comenzó a protestar, pero calló cuando Brine levantó una mano.
—Por una vez en tu vida, Robert, haz lo correcto y escucha -le dijo.
A Brine le tomó quince minutos relatarle una versión condensada de la historia de Engañifa, durante los cuales la única interrupción que hubo fue la del rechinar del aparato auditivo de Mavis, el cual había puesto al máximo para poder seguir la conversación disimuladamente. Cuando acabó, Brine apuró su cerveza y pidió una jarra.
—¿Y bien? -le preguntó Robert.
—Gus, eres el hombre más cuerdo que conozco y respeto que te encuentres preocupado por Jenny, pero no creo que este hombrecillo sea un genio ni creo en los demonios.
—Yo lo he visto -dijo una voz que provenía del extremo oscuro del bar. El hombre que estaba sentado cuando entraron, se levantó y se dirigió hacia ellos.
Todos se giraron a la vez para ver cómo un ajado y arrugado Howard Philli -salía de la oscuridad arrastrando los pies, borracho, evidentemente.
—Anoche lo vi fuera de mi casa. Pensé que era una de las criaturas esclavas de los antiguos.
—¿De qué narices estás hablando, Howard? -preguntó Robert.
—Eso ahora ya no tiene ninguna importancia, pero sí la tiene que lo que estos hombres te están diciendo es la verdad.
—¿Y ahora, qué? -le preguntó Robert-, ¿qué hacemos ahora?
Howard sacó un reloj de cadena de su chaleco y miró la hora que era.
—Tenéis una hora para pensar en un plan. Si puedo ayudaros de alguna forma...
—Siéntese, Howard, antes de que se caiga usted -dijo Brine-. Veamos, creo que está claro que no hay manera de hacerle daño al demonio -añadió.
—Correcto -dijo Travis.
—Entonces -continuó Brine-, la única forma de detenerlo a él y a su nueva ama es consiguiendo la invocación del segundo candelabro, el cual volverá a Engañifa al infierno o le devolverá su poder a Gian Hen Gian.
—¿Por qué no se lo robamos cuando Travis vaya a su encuentro? -preguntó Robert.
—Engañifa mataría a Jenny y a los Elliot antes de que pudiéramos acercarnos siquiera -respondió Travis negando con la cabeza-. Aunque nos hagamos con la invocación, tendrá que ser traducida primero y eso toma tiempo. Hace años que no leo nada en griego. Los mataría a todos y Engañifa encontraría a otro traductor.
—Sí, Robert -añadió Brine-. No sé si te hemos dicho que salvo cuando va a comer, que debe ser cuando lo vio Howard, nadie más que Travis puede ver a Engañifa.
—Yo hablo bien el griego -apuntó Howard.
Todos se giraron a mirarlo.
—No -dijo Brine-. Ellos esperan que Travis vaya solo. La entrada a las cuevas está por lo menos a cincuenta metros de cualquier sitio cubierto. En cuanto apareciera Howard se acabaría todo.
—Tal vez deberíamos dejar que se acabara -dijo Travis.
—No, un momento -dijo Robert. Sacó un bolígrafo del bolsillo de Howard y empezó a hacer cuentas sobre una servilleta de papel-. ¿Dices que hay dónde esconderse a cincuenta metros de las cuevas? -Brine asintió con la cabeza-. Bien, Travis, ¿de qué tamaño es la letra de la invocación? ¿Lo recuerdas?
—¿Qué importancia tiene eso?
—Claro que la tiene -insistió Robert-. ¿De qué tamaño es?
—No lo sé, fue hace mucho tiempo. Era manuscrita y el pergamino era bastante largo. Supongo que los caracteres debían medir un centímetro.
Robert se puso a escribir concentradamente y, después de unos minutos, dejó el bolígrafo sobre la mesa.
—Si lograras sacarlos de la cueva y poner en alto la invocación, podrías decirles que necesitas más luz o algo así, yo podría instalar un teleobjetivo con un trípode en el bosque y así Howard podría traducir la invocación.
—No creo que me dejaran levantarlo el suficiente tiempo como para que Howard pudiera traducirlo. Sospecharían algo.
—No, no lo entiendes -Robert le pasó la servilleta donde había estado anotando; estaba cubierta de fracciones y raíces cuadradas.
Travis se quedó pasmado al mirarla.
—¿Qué quiere decir todo esto?
—Quiere decir que puedo instalar una Polaroid en una de mis cámaras Nikon y cuando levantes las invocaciones, fotografiarlas, pasarle la Polaroid a Howard y treinta segundos después comenzaría a traducir. Las cifras indican que la letra es legible en la Polaroid. Sólo necesito tiempo para enfocar la exposición, tal vez tres segundos -Robert miró a los que le rodeaban.
Howard Phillips fue el primero en hablar.
—Suena plausible, aunque vulnerable a muchas contingencias.
Augustus Brine sonreía.
—¿Tú qué crees, Gus? -preguntó Robert.
—Sabes, siempre pensé que eras un caso perdido, pero creo que he cambiado de parecer. Sin embargo, Howard tiene razón, hay muchos interrogantes. Pero puede que dé resultado.
—Sigue siendo un caso perdido. La invocación no sirve de nada sin el Sello de Salomón, que es parte de uno de los candelabros -observó el yinn.
—Va a ser imposible -dijo Travis.
—No, imposible no, pero sí muy difícil. Debemos recuperar los candelabros antes de que descubran lo del Sello. Los despistaremos.
—¿Vas a hacer explotar más harina? -le preguntó Gian Hen Gian.
—No, te utilizaremos a ti como carnada. Si Engañifa te odia tanto como dices, irá tras de ti y entonces Travis podrá coger los candelabros y salir de ahí corriendo.
—No me gusta -apuntó Travis-. A no ser que pudiéramos sacar de allí a Jenny y a los Elliot.
—Estoy de acuerdo -afirmó Robert.
—¿Se les ocurre algo mejor? -preguntó Brine.
—Raquel está sonada, pero no creo que sea una asesina. Tal vez Travis pueda mandar a Jenny desde allí con los candelabros, como condición para hacer la traducción.
—Pero todavía quedarían los Elliot -dijo Brine-. Además, no sabemos si Engañifa sabe que el Sello está en uno de los candelabros. Creo que podríamos seguir el plan del despiste. Tan pronto como Howard haya traducido la invocación, Gian Hen Gian deberá salir del bosque y nosotros detrás.
—Pero aunque tuvieras el Sello y la invocación, aún tendrías que pronunciar las palabras, antes de que el demonio nos matara a todos -dijo Howard.
—Exactamente -dijo Travis-. Y eso debería empezar a hacerlo conforme Raquel vaya repitiendo las palabras que traduzco; si no, Engañifa sospechará. No puedo mentir en la traducción que haga.
—No tienes por qué -dijo Brine-. Sólo tienes que ir más despacio que Howard, lo cual no debe representar un problema.
—Esperad un momento -dijo Robert. Se levantó y se fue hacia la barra, donde estaba Mavis- Mavis, déjame tu grabadora -le dijo.
—¿Qué grabadora? -preguntó ella disimuladamente.
—A mí no me engañas, Mavis. Tienes una micrograbadora detrás de la barra para poder escuchar las conversaciones de la gente.
Mavis sacó la grabadora y, renuentemente, se la dio a Robert.
—Ésta es la solución al problema del tiempo -dijo Robert-. Con esto grabaremos la invocación antes de que el genio salga del bosque. Cuando consigamos los candelabros, si es que podemos, reproduciremos lo grabado. Esta cosa tiene alta velocidad para cuando las secretarias escriben a máquina un dictado.
—¿Funcionará? -preguntó Brine mirando a Travis.
—No es más arriesgado que ninguna de las otras cosas que pensamos hacer.
—¿Qué voz emplearemos ? -preguntó Rovert-. ¿Quién correrá con esa responsabilidad?
—Debe de ser la de Augustus Brine. Él ha sido escogido -contestó el yinn.
—Nos queda media hora y aún tengo que ir a recoger las cámaras a la caravana de La Brisa. Nos encontraremos en el letrero de Kodak en quince minutos.
—Espera, tenemos que repasar todo esto -dijo Travis.
—Después -dijo Brine. Puso un billete de veinte dólares sobre la mesa y se dirigió hacia la puerta-. Robert, llévate el coche de Howard, no quisiera que esta empresa dependiera por completo de que encienda o no el motor de tu camioneta. Travis, Gian Hen Gian, vengan conmigo.
____ 33 ____
Rivera
Durante el camino a Pine Cove, Rivera no dejaba de tener la molesta sensación de que se le había olvidado algo. No se había olvidado de notificar adónde iba; eso lo había planeado. Hasta que contara con una evidencia física de que había un asesino en serie en aquella zona, no iba a decir una palabra. Pero cuando tocó a la puerta de la casa de los Elliot y la puerta se abrió sola, recordó de pronto que su chaleco antibalas estaba colgado en el armario de la jefatura.
Entró en la casa, gritó, y esperó a que le contestaran. No hubo respuesta.
«Sólo los policías y los vampiros tenemos que entrar en una casa con previa invitación -pensó-, pero seguramente para ello habrá un motivo.» De pronto, en su cabeza entró en acción la parte de su cerebro que funcionaba como un delegado de distrito.
«Y bien, sargento Rivera, diría el abogado, ¿quiere usted decir que entró en una residencia privada basándose en unos datos de ordenador que podrían no haber sido más que una lista de correos?»
«Creí que el que apareciera el nombre de Effrom Elliot en la lista representaba un serio peligro para un ciudadano indefenso en ese momento, así que entré en su residencia.»
Rivera sacó la pistola y la sostuvo en la mano derecha mientras mostraba su identificación en la otra.
—Señores Elliot, soy el sargento Rivera, del departamento del sheriff. Voy a entrar en su casa.
Repitió esta presentación antes de entrar en cada una de las habitaciones. El dormitorio estaba cerrado. Al ver el agujero desportillado de bala en la puerta, sintió un flujo de adrenalina.
¿Acaso debía pedir refuerzos?
«Así que ¿en qué se basó para entrar en la casa?», preguntaría el abogado.
Rivera se encontraba apesadumbrado y se sentía como un tonto. Entró en una habitación vacía y se afirmó un momento sobre el suelo.
¿Y ahora qué? No podía llamar y decir que había encontrado un agujero de bala en una casa en la que probablemente había entrado ilegalmente, sobre todo cuando ni siquiera había dicho que iba a Pine Cove.
«No te agobies, paso a paso», se dijo a sí mismo.
Rivera se dirigió hacia su coche e informó que se encontraba en Pine Cove.
—Sargento Rivera -dijo la secretaria-, tiene usted un mensaje del sargento técnico Nailsworth. Me pidió que le dijera que Robert Masterson está casado con la nieta de Effrom Elliot. Dijo que no sabía qué podía significar esto, pero que probablemente usted sí.
Significaba que tenía que encontrar a Robert Masterson. Dio las gracias y colgó la radio.
Quince minutos más tarde se encontraba en la caravana de La Brisa. La vieja camioneta no estaba y nadie abrió la puerta. Llamó por radio a la jefatura y pidió comunicarse directamente con La Araña.
—Pistola de Clavos, ¿podrías conseguirme la dirección de la mujer de Masterson? Él dio la caravana como domicilio cuando lo cogimos. Dame también la dirección de su trabajo.
—Espera, tardaré sólo un momento en darte su dirección.
Rivera encendió un cigarro mientras esperaba. Antes de darle la segunda calada, Nailsworth le estaba dando la dirección y la forma más corta de llegar a ella desde donde él estaba.
—Tardaré un poco más en darte la de su trabajo, tengo que buscarla en los archivos de la Seguridad Social.
—¿Cuánto tardarás?
—Cinco o diez minutos.
—Estoy yendo hacia la casa, tal vez no me haga falta.
—Rivera, esta mañana hubo un aviso de fuego en ese domicilio. ¿Significa eso algo para ti?
—Ya nada significa nada para mí, Nailsworth.
Cinco minutos más tarde, Rivera estacionó el coche frente a la casa de Jenny. Todo estaba cubierto de una especie de engrudo gris. Una mezcla de ceniza, harina y agua de las mangueras de los bomberos. Conforme Rivera bajaba del coche, Nailsworth lo llamaba por la radio.
—Jennifer Masterson trabaja en el café de H.P., al lado de la avenida Cypress en Pine Cove. ¿Quieres el número de teléfono?
—No -contestó Rivera-. Si no está aquí, iré para allá. Quédate cerca de mi próxima parada.
—¿Necesitas alguna otra cosa? -Nailsworth parecía estar callándose algo.
—No -le contestó Rivera-, si necesito algo, volveré a llamar.
—Rivera, no te olvides del otro asunto.
—¿Qué asunto?
—Roxanne, búscala.
—En cuanto pueda, Nailsworth.
Rivera echó el micrófono de la radio en el asiento del pasajero. Conforme se aproximaba a la casa oyó que alguien cantaba la parte del coro de la canción Roxanne en un horrible falsete. Nailsworth había mostrado su debilidad a través de una frecuencia abierta; de ahora en adelante, Rivera sabía que todo el departamento humillaría al gordo hasta el ras del suelo.
Rivera se prometió a sí mismo que cuando acabara todo aquello inventaría alguna historia que reivindicara el orgullo de La Araña. Se lo debía, aunque claro, ello dependía de que se reivindicara a sí mismo primero.
Durante el trayecto a la casa, los zapatos se le cubrieron de barro gris. Esperó unos segundos a que abrieran la puerta y, maldiciendo en español, volvió al coche con dos bolas de engrudo por zapatos.
Llegó al café de Howard y se quedó en el coche. Por la oscuridad que se veía dentro, era evidente que estaba cerrado. Su última oportunidad era el bar La Cabeza de la Babosa. Si Masterson no estaba allí, se quedaba sin pistas que seguir y tendría que notificar lo que sabía al capitán, o más vergonzante todavía, lo que no sabía.
En La Cabeza de la Babosa Rivera encontró un sitio para aparcar detrás del camión de Robert. Cuando finalmente logró despegar el zapato del acelerador, se dispuso a entrar en el bar.
_____ 34 _____
Coséchelos usted mismo
Los Vegetarianos Paganos por la Paz les llamaban las Cuevas Sagradas porque pensaban que los indios Ohlone las habían utilizado para celebrar ahí sus ceremonias religiosas. Esto no era verdad, pues los Ohlone siempre habían evitado aquellas cuevas por la inmensa cantidad de murciélagos que en ellas vivían; murciélagos que, por otra parte, estaban inextricablemente sentenciados a formar parte del destino de aquellas cuevas.
La primera persona que las ocupó fue un ranchero drogadicto que en los años sesenta utilizó su húmedo interior para cultivar setas. Homer empezó el negocio con cinco cajas de madera, como las que se usan para las botellas de refresco, y un paquete de dos kilos de esporas de setas de venta por correo; el total de su inversión fue de dieciséis dólares. Homer había robado las cajas de la bodega Thrifty-Mart; unas cuantas por vez a lo largo de varias semanas, mientras se iba leyendo el librito Los hongos como diversión y negocio, publicado por el Departamento de Agricultura.
Después de llenar las cajas de turba y de colocarlas en el suelo de las cuevas, Homer esparció las esporas y se sentó a esperar a que comenzara el negocio. En lo que Homer no reparó fue en la rapidez con la que crecen las setas (se había saltado esa parte del librito) y al cabo de unos días se encontró con las cuevas llenas de setas, pero sin clientela ni dinero para pagar a unos ayudantes que las cosecharan.
La solución al problema de Homer apareció en otra publicación del Gobierno titulada La finca cosechada por el consumidor, la cual había llegado por error junto con el primer libro. Homer cogió sus últimos diez dólares y puso un anuncio en el periódico: «Setas a dólar el kilo. Escójalas usted mismo. Antiguo camino a Creek Road. Diariamente de 9 a 5».
Los habitantes de Pine Cove llegaban a montones y tan pronto como las cortaban las setas volvían a salir. Aquello había comenzado a ser negocio.
Homer invirtió su primera ganancia en comprar un generador y una serie de lucecillas para las cuevas, pensando en que si prolongaba su horario hasta la noche incrementaría sus ganancias proporcionalmente. Hubiera sido una buena idea si los murciélagos no hubieran decidido protestar.
Durante el día los murciélagos se habían conformado con deambular por los techos mientras él tenía su negocio abajo. Pero cuando, la primera noche de horario prolongado, los murciélagos encontraron su casa invadida por bombillas y buscadores de setas, su tolerancia acabó.
Aquella noche había veinte clientes en las cuevas cuando se encendieron las luces. En un momento se desató sobre sus cabezas una tormenta de peludos y escandalosos roedores. Con la prisa por salir de ahí, una mujer cayó y se rompió una cadera y a otra la mordió un murciélago en una mano cuando intentaba sacárselo del pelo. La nube de murciélagos pronto se diluyó en la oscuridad de la noche para ser reemplazada a la mañana siguiente por otra nube igualmente densa de sabandijas terrestres: abogados por daños personales.
En el juicio prevalecieron las sabandijas. Se acabó el negocio de Homer y los murciélagos volvieron a dormir en paz.
Un Homer Styles deprimido cogió una borrachera de varios días en La Cabeza de la Babosa. Se pasó cuatro días sumergido en un nubarrón de whisky irlandés hasta que se le acabó el dinero y Mavis lo mandó a una junta de Alcohólicos Anónimos. (Mavis sabía cuándo un hombre había tocado fondo y no veía la necesidad de bombear un pozo que se había quedado vacío.)
Homer se encontró contando su historia en la sala de reuniones del Banco Nacional. Casualmente, en aquella reunión también estaba un joven surfista llamado La Brisa, el cual intentaba negociar una sentencia del tribunal que se había ganado por chocar un Volkswagen del año 62 contra una patrulla de la policía estando borracho y por haber vomitado sobre los zapatos del policía que lo arrestó.
La historia del ranchero había tocado la vena empresarial del surfista, así que después de la reunión, La Brisa cogió por banda al ranchero y le hizo una propuesta.
—Homer, ¿te gustaría hacer una buena pasta plantando hongos alucinógenos?
Al día siguiente el ranchero y el surfista llevaron sacos llenos de fertilizante a las cuevas, lo esparcieron sobre la turba y plantaron un tipo de esporas enteramente distinto.
Según los cálculos de La Brisa, su cosecha se vendería entre diez y veinte dólares por veinte gramos, en vez de un dólar por kilo, como cobraba Homer su cosecha anterior. Homer estaba cautivado por la idea de hacerse rico. Y lo hubiera conseguido, de no haber sido por los murciélagos.
Conforme se aproximaba la primera cosecha, La Brisa tuvo que abandonar el plantío para cumplir con un fin de semana de servicio en la cárcel del condado (el primero de un total de cincuenta; al juez no le había gustado tener que presentar como evidencia unos zapatos cubiertos de vómito durante su juicio). Antes de partir, La Brisa le aseguró a Homer que regresaría el lunes para ayudarlo a secar y a vender los hongos.
Mientras tanto, a la mujer a la que le había mordido el murciélago le había dado rabia. Hubo orden de que los agentes del departamento de Sanidad fueran a las cuevas y acabaran con la colonia de murciélagos. Cuando llegaron, los agentes encontraron a Homer en cuclillas sobre una bandeja de hongos alucinógenos.
Le ofrecieron a Homer la alternativa de que se fuera sin los hongos, pero éste se negó y ellos dieron aviso por radio al sheriff. La policía se llevó a Homer esposado, los agentes se fueron con los bolsillos llenos de hongos y los murciélagos se quedaron como estaban.
El lunes, cuando salió La Brisa, se encontró con que tenía que buscarse otro socio.
Unos meses más tarde, estando encarcelado en la prisión estatal de Lompoc, Homer Styles recibió una carta de La Brisa. Estaba cubierta de un fino polvo amarillento y decía: «Siento que te hayan cogido. Espero que podamos envainar las espadas».
Homer escondió la carta en una caja de zapatos que guardaba debajo de la cama y con la ganancia que sacaba vendiéndoles hongos alucinógenos a los demás prisioneros, vivió con relativo lujo durante los siguientes diez años. Homer probó la cosecha una vez y juró no volver a tocar un hongo en su vida. Había alucinado que se ahogaba en un mar de murciélagos.
_____ 35 _____
Malos chicos, chicos buenos
Raquel estaba dibujando figuras con una navaja en el suelo de la cueva cuando oyó que algo que revoloteaba le rozaba la oreja.
—¿Qué fue eso?
—Un murciélago -dijo Engañifa, que todavía era invisible.
—Salgamos de aquí -dijo Raquel-, llévalos fuera.
Effrom, Amanda y Jenny estaban de espaldas a la pared de la cueva, amordazados y atados de manos y pies.
—No sé por qué no podíamos haber esperado en tu cabaña -dijo Engañifa.
—Tengo mis razones. Ayúdame a sacarlos.
—¿Tienes miedo a los murciélagos?
—No, es sólo que me parece que este ritual debería hacerse fuera.
—Si tienes problemas con los murciélagos, te va a encantar verme.
Un cuarto de kilómetro antes de llegar a la cueva, Augustus Brine, Travis y Gian Hen Gian esperaban a que llegara Howard y Robert.
—¿Crees que lo conseguiremos? -le preguntó Travis a Brine.
—¿Por qué me lo preguntas a mí? Yo entiendo menos de estas cosas que vosotros. Que lo consigamos o no más bien depende de tu poder de persuasión.
—Oye, ¿lo repasamos? -propuso Travis.
—Esperemos a Robert y Howard -contestó Brine, después de mirar la hora que era-. Aún nos quedan unos minutos y no creo que nos viniera mal llegar un poco tarde. Después de todo, según parece, Engañifa y Raquel no tienen mejor cosa que hacer que esperarte.
Justo en ese momento oyeron que un coche frenaba con las velocidades. Era el viejo Jaguar negro de Howard, que giraba para coger el camino de tierra. Howard aparcó detrás del camión de Brine. Salieron del coche y Robert empezó a pasarles a Brine y a Travis las cosas que estaban en el asiento trasero: una bolsa de equipo fotográfico, un enorme y pesado trípode, un estuche de lente largo de aluminio y un rifle de caza con mira telescópica. Brine no quiso coger el rifle.
—Y eso, ¿para qué? -preguntó.
—Si nos da la impresión de que esto no va a dar resultado, lo podemos utilizar para sacar a Raquel antes de que tenga poder sobre Engañifa -respondió Robert erguido y con el rifle en la mano.
—¿Qué ganaremos con ello?
—Travis podrá mantener el control sobre el demonio.
—No -dijo Travis-, de una manera u otra esto acabará hoy mismo pero no le dispararemos a nadie. Estamos aquí para acabar con la matanza, no para aumentarla. No sabemos si Raquel tendrá más control sobre el demonio que yo.
—Pero ella no sabe en lo que se está metiendo, como tú mismo has dicho.
—Si llega a controlarlo, él tiene que decírselo, como me lo dijo a mí. Por lo menos me habré librado de él.
—Y Jenny habrá muerto -respondió Robert con displicencia.
—El rifle se queda en el coche -dijo Brine-; obraremos bajo la premisa de que dará resultado, y punto. Ahora, normalmente hubiera dicho que se vaya el que no esté de acuerdo, pero la realidad es que tenemos que estar todos para que esto funcione.
Brine los miró a todos. Estaban esperando.
—Y bien, ¿vamos a hacerlo?
—Venga, manos a la obra -apuntó Robert, y echó el rifle en el asiento trasero del coche.
—Bien -dijo Brine-. Travis, tú tendrás que sacarlos de la cueva al exterior. Tendrás que sostener la invocación en lo alto tiempo suficiente para que Robert pueda fotografiarlo, y tendrás que traer los candelabros; de preferencia podrías mandarlos con Jenny y los Elliot.
—Eso no lo admitirán. Sin los rehenes, ¿por qué iba a traducirles la invocación?
—Entonces proponlo como una condición. Haz lo que puedas, tal vez puedas conseguir que salga uno de ellos.
—Si pongo los candelabros como condición, sospecharán.
—Mierda -dijo Robert-, esto no dará resultado, no sé por qué pensé que era posible.
Durante toda aquella discusión, el yinn sólo había estado observando. Ahora se aproximaba al círculo.
—Dales lo que piden. Una vez que la mujer controle a Engañifa, no tendrán por qué sospechar de nada -dijo.
—Pero Engañifa matará a los rehenes y probablemente a todos nosotros -respondió Travis.
—Un momento -apuntó Robert-, ¿dónde está la furgoneta de Raquel?
—¿Qué tiene que ver eso? -preguntó Brine.
—Pues no habrán caminado hasta aquí con los rehenes a remolque y no se ve su furgoneta aparcada por ningún lado, lo cual quiere decir que está arriba, cerca de las cuevas.
—¿Y? -preguntó Travis.
—Eso significa que si tenemos que tomarlos por asalto, podemos subir en el camión de Gus. Seguramente el camino sale del bosque y rodea el cerro hasta llegar a las cuevas. Ya tenemos la grabadora, así que podríamos reproducir la invocación en alta velocidad. Gus podría conducir hasta el cerro, Travis podría echar los candelabros en el camión y lo único que tendría que hacer Gus es oprimir el botón del play.
Se lo pensaron durante un momento y luego dijo Brine:
—Todos a la parte trasera de la camioneta. Aparcaremos en el bosque tan cerca de las cuevas como nos sea posible para no ser vistos. De todo lo que hemos dicho, esto es lo que más se parece a un plan.
—Se ha retrasado -dijo Raquel desde la verde ladera del cerro.
—Matemos a uno de ellos -dijo Engañifa.
Jenny y sus abuelos se tocaban de espaldas sentados en el césped.
—Una vez que acabemos con el ritual no permitiré que hables más así -dijo Raquel.
—Sí, ama, estoy esperando que me guíes.
Raquel se paseaba por la ladera, esforzándose por no mirar a los rehenes.
—¿Qué tal si Travis no aparece?
—Vendrá -dijo Engañifa.
—Me parece que oigo un coche -dijo Raquel mirando hacia el sitio donde el camino salía del bosque, pero al no ver nada dijo-: ¿Y si te equivocas? ¿Si no viene?
—Helo ahí -dijo Engañifa.
Raquel se giró y vio que Travis salía del bosque andando y se dirigía hacia ellos.
Robert atornilló el trípode a la boquilla del teleobjetivo, se aseguró de que quedara apretado y luego le colocó el cuerpo de la cámara a la lente girándolo hasta que ambas piezas encajaron. De la bolsa que estaba a sus pies, sacó un rollo de películas Polaroid y lo colocó debajo de la Nikon.
—Nunca había visto una cámara como ésta -dijo Augustus Brine.
Robert enfocaba la larga lente.
—La cámara es la normal de treinta y cinco milímetros. Le compré el aditamento Polaroid para ver aproximadamente qué resultado obtendría en el estudio. Pero la utilizo muy poco.
Howard Phillips ya tenía el cuadernillo en la mano y una estilográfica lista para escribir.
—Revisa las pilas de la grabadora -le dijo Robert a Brine-, si las necesitas, tengo unas nuevas en la bolsa.
Gian Hen Gian erguía el cuello para poder ver a través de la maleza por un claro, que era donde estaba Travis.
—¿Qué está pasando? No veo qué está pasando -decía.
—Nada, todavía -respondió Brine- ¿Estás listo, Robert?
—Sí -respondió Robert sin levantar la vista del visor-. Tengo a Raquel en la mirilla. No debe de haber ningún problema para leer el pergamino. ¿Estás listo, Howard?
—Dado que existen pocas probabilidades de que caiga bajo el agarrotamiento del escritor en el momento clave, me encuentro listo -respondió.
Brine colocó cuatro pilas en la grabadora y la probó.
—Sólo esperamos a Travis -afirmó.
Travis subió la mitad de la colina.
—Vale, ya estoy aquí. Déjenlos ir y yo les traduciré la invocación -dijo desde allí.
—Me parece que no -respondió Raquel-; una vez que se haya ejecutado el ritual y me asegure de que haya salido bien, os podréis ir todos.
—No tienes idea de lo que estás diciendo, Engañifa nos matará a todos.
—No te creo. El espíritu de la Tierra estará bajo mi control y yo no lo permitiré.
—Ni siquiera le has visto, ¿verdad? Quién crees que tienes ahí, ¿un conejito de pascua? Mata a la gente, por eso está aquí -rió Travis sarcásticamente.
—Sigo sin creerte -dijo Raquel, que comenzaba a perder firmeza.
Travis vio que Engañifa se trasladaba hacia los rehenes.
—Venga, hazlo, Travis, o la anciana muere -dijo Engañifa, colocando una garra sobre la cabeza de Amanda.
Travis subió hasta arriba y se puso frente a Raquel. En voz baja le dijo:
—Sabes, te mereces lo que vas a recibir. Nunca pensé que le desearía Engañifa a nadie pero tú te lo mereces. -Miró a Jenny, vio que pedía una explicación con la mirada y él retiró la suya-. Dame la invocación -le dijo a Raquel-. Espero que hayas traído papel y lápiz, no lo puedo hacer de memoria.
Raquel metió la mano en una bolsa de líneas aéreas y sacó los candelabros. Uno por uno, los destornilló y, después de sacar las invocaciones, volvió las piezas a la bolsa. Le dio los pergaminos a Travis.
—Pon los candelabros al lado de Jenny -le ordenó Travis.
—¿Por qué?
—Porque el ritual no tendrá efecto si está demasiado cerca de los pergaminos. Es más, las cosas te irían mejor si a ellos los desatases y los dejases ir con los candelabros. Apártalos por completo de todo esto.
Para Travis era tan evidente que estaba mintiendo que por un momento temió haberlo echado todo a perder al darles tanta importancia a los candelabros.
Raquel lo miró fijamente, intentando entender y después dijo:
—No entiendo.
—Yo tampoco -dijo Travis-, pero así es la mística. No me dirás que secuestrar a unas personas y mantenerlas como rehenes para invocar al demonio tiene algo que ver con el mundo lógico.
—¡A un espíritu de la Tierra, no a un demonio! Y voy a utilizar este poder para el bien.
Travis consideró si debía intentar convencerla de su error pero luego decidió que no. La vida de Jenny y de los Elliot dependía de que Engañifa mantuviera la pose de ser un benévolo espíritu de la Tierra hasta que fuera demasiado tarde. Le echó una intensa mirada al demonio y éste le contestó con una maléfica sonrisa.
—¿Y bien? -preguntó Travis.
Raquel cogió la bolsa y la colocó sobre la pendiente, a un par de metros de donde se encontraban los rehenes.
—No, un poco más lejos -dijo Travis.
Raquel se colgó la bolsa al hombro, descendió unos diez metros más y se giró para ver si Travis aprobaba aquella distancia.
—¿Qué significa esto? -preguntó Engañifa.
Temiendo forzar su suerte, Travis asintió con la cabeza mirando a Raquel y ella dejó allí la bolsa. Ahora, los candelabros estaban doce metros más cerca del camino que rodeaba el cerro por detrás. Por donde pasaría Brine en su momento.
Raquel volvió a la cima de la colina.
—Ahora necesitaré papel y lápiz -dijo Travis.
—Están en la bolsa -Raquel volvió a bajar hacia la bolsa.
Mientras ella buscaba el lápiz y el papel, Travis sostuvo uno de los pergaminos delante suyo, contó hasta seis y luego cogió el otro, con la esperanza de que el ángulo correspondiera con el de la cámara de Robert y de que su cuerpo no obstaculizara la vista de la lente.
—Toma -dijo Raquel, dándole un lápiz y un cuadernillo.
Travis se sentó con las piernas cruzadas y extendió los pergaminos delante suyo.
—Siéntate y tómalo con calma, esto va a llevar algún tiempo.
Esperando ganar tiempo, comenzó con el pergamino del segundo candelabro. Comenzó a leer letra por letra, intentando primero recordarlas, y luego traducía el significado de la palabra. No tardó en coger ritmo y cuando acabó con la primera oración, tuvo que hacer un esfuerzo para avanzar más lentamente.
—Lee lo que ha escrito -dijo Engañifa.
—Pero si sólo ha escrito una línea -respondió Raquel.
—Léela.
Raquel cogió el cuadernillo y leyó:
—Estando en posesión del poder de Salomón, hago un llamamiento a la raza que pisó la Tierra antes de que el hombre... -Ahí se detuvo-. Eso es todo lo que hay.
—Es el pergamino equivocado -dijo Engañifa-. Travis, traduce el otro. Si no lo haces bien esta vez, muere la chica.
—Es la última vez que te compro un cómic del Monstruo de las Galletas, jodido monstruo escamado.
Renuentemente, Travis colocó el otro pergamino encima y comenzó a traducir la invocación que había pronunciado en la capilla de Sant Anthony setenta años antes.
Howard Phillips tenía ante él dos fotos Polaroid. Escribía la traducción sobre su cuadernillo mientras Brine y Gian Hen Gian lo observaban por encima de cada hombro respectivamente. Robert miraba por el visor de la cámara.
—Le han hecho cambiar de pergamino, debe de haber estado leyendo el que no era.
—Howard, ¿estás traduciendo el que necesitamos? -le preguntó Brine.
—Todavía no lo sé. Sólo he traducido unas cuantas líneas. Este trozo de arriba, que está en latín, parece más un mensaje que una invocación.
—¿No podrías echarle una ojeada primero? No tenemos tiempo para equivocaciones.
Howard leyó lo que tenía.
—No, esto no es -dijo; luego arrancó la hoja del cuadernillo y recomenzó, mirando la otra fotografía-. Éste parece constar de dos invocaciones más cortas. Parece ser que la primera le otorga poder al yinn. Habla de una raza que pisó la Tierra antes que el hombre.
—Correcto -apuntó el yinn-, traduce el que tiene dos invocaciones.
—De prisa -dijo Robert-. Travis ya tiene media hoja. Gus, cuando subas hacia el cerro, yo iré en la parte trasera del camión. Saltaré y cogeré la bolsa de los candelabros. Aún deben estar a unos treinta metros del camino y yo me moveré más rápidamente que tú.
—He acabado -dijo Howard. Le pasó el cuadernillo a Brine.
—Grábala a velocidad normal -dijo Robert-, y luego reprodúcela a alta velocidad.
Brine se colocó la grabadora a la altura de la cara, con el dedo índice sobre el botón para grabar.
—Gian Hen Gian, ¿dará resultado esto? Quiero decir, ¿tendrá el mismo efecto una voz grabada que una al natural?
—Lo mejor será presumir que sí.
—¿Quiere decir que no lo sabe?
—¿Cómo iba a saberlo?
—Genial -dijo Brine. Oprimió el botón y leyó la traducción ante el micrófono. Cuando acabó, rebobinó la cinta y dijo-: Bien, vamos allá.
—¡Policía! ¡Que nadie se mueva!
Los cuatro se giraron para ver a Rivera, que se encontraba de pie sobre el camino que estaba detrás de ellos. Llevaba una treinta y ocho en la mano, la cual movía continuamente para apuntar hacia todos.
—Todo el mundo al suelo, boca abajo.
Se quedaron donde estaban, petrificados.
—¡Dije al suelo! -exclamó Rivera, tirando del percutor.
—Oficial, debe haber algún error -dijo Brine, sintiéndose como un estúpido al decirlo.
—¡Abajo!
Lentamente, Brine, Robert y Howard se acostaron boca abajo sobre el suelo. Gian Hen Gian se quedó de pie maldiciendo en árabe; y los ojos de Rivera se abrieron como platos al ver que aparecían arabescos azules sobre la cabeza del yinn.
—¡Deje de hacer eso! -exclamó Rivera.
El yinn no le hizo caso y siguió maldiciendo.
—Panza abajo, jodido enano.
Robert se apoyó sobre los brazos para erguirse y mirar a su alrededor.
—¿Qué significa esto, Rivera? Sólo estábamos tomando unas fotos.
—Sí, por eso tienes un rifle de largo alcance en el coche.
—No, eso no es nada -respondió Robert.
—No sé qué es, pero es más que nada, y ninguno de ustedes se irá hasta que me contesten a unas preguntas.
—Se equivoca, oficial -dijo Brine-, si no continuamos lo que estábamos haciendo, morirán unas personas.
—Primero, soy sargento; segundo, me estoy volviendo un maestro en meteduras de pata, así que por una más, no pasa nada. Y tercero, el único que va a morir aquí es este pequeño árabe, si no baja el culo al suelo.
«¿Por qué tardarán tanto?» Travis había prolongado la traducción tanto como podía, con pausas cada pocas palabras; pero sabía que Engañifa estaba impacientándose y que alargarla pondría en peligro la vida de Jenny.
Arrancó un par de hojas del cuaderno y se las pasó a Raquel.
—Ya está, ahora puedes desatarlos -dijo señalando con la cabeza hacia Jenny y los Elliot.
—No -dijo Engañifa-, antes veremos si da resultado.
—Por favor, Raquel, tienes lo que querías. No hay razón para retener más tiempo a estas personas.
—Los recompensaré una vez que haya obtenido el poder. No importará que se queden unos minutos más -dijo Raquel después de coger las hojas.
Travis contuvo sus ganas de mirar hacia el bosque. Se cogió la cabeza con las manos y suspiró profundamente conforme Raquel comenzaba a leer la invocación en voz alta.
Por fin Augustus Brine convenció a Gian Hen Gian de que se echara al suelo. Era evidente que Rivera no escucharía a nadie hasta que el yinn cediera.
—Bien, Masterson, ¿de dónde coño sacaste esa maleta metálica? ¿De quién es ese Chevy?
—Eso no se lo puedo decir.
—Me lo puedes decir o serás acusado de asesinato.
—¿De asesinato? ¿A quién han matado?
—Parece ser que como a unas mil personas. ¿Dónde está el dueño de la maleta? ¿Es alguno de estos tipos?
—Rivera, le contaré todo lo que sé sobre todo esto como en unos quince minutos, pero ahora debe dejarnos terminar lo que empezamos.
—¿Y qué empezasteis?
—Sargento, me llamo Augustus Brine. Soy negociante aquí en el pueblo. No he hecho nada malo, así que no tengo ninguna razón para mentirle.
—¿Y bien?
—Pues tiene usted razón. Hay un asesino. Estamos aquí para detenerlo. Si no actuamos ahora mismo, se escapará, así que le pido encarecidamente que nos deje ir.
—No le creo, señor Brine. ¿Dónde está ese asesino y por qué no llamaron a la policía? Tómeselo con calma y no se deje ningún detalle.
—No tenemos tiempo -insistió Brine.
Justo en ese momento oyeron un fuerte ruido sordo y luego el sonido de un cuerpo que caía al suelo. Brine se giró y vio que Mavis Sand estaba de pie sobre el derribado detective con un bate de béisbol en la mano.
—Hola, monada -le dijo a Brine.
Todos se levantaron de inmediato, realmente sorprendidos.
—Mavis, ¿qué estás haciendo aquí?
—Me amenazó con clausurarme el negocio si no le decía dónde estabais. Después de habérselo dicho, empecé a sentirme como una mierda y aquí me tenéis.
—Gracias, Mavis. Vamonos. Howard, usted se queda aquí. Robert, a la parte trasera del camión. Cuando usted quiera, Rey -le dijo Brine a cada uno respectivamente.
Brine se metió de un salto en el camión, encendió el motor y puso la tracción de cuatro ruedas.
Raquel leyó la última línea de la invocación con un grandioso movimiento de brazo.
—¡En nombre del Rey Salomón, te ordeno que aparezcas! No ha pasado nada -dijo segundos más tarde.
—Travis, no ha pasado nada -dijo Engañifa.
—Esperad unos minutos -respondió Travis. Le quedaban pocas esperanzas. Algo había salido terriblemente mal. Ahora tenía que enfrentarse con decirles lo de los candelabros, o bien mantener su ligazón con el demonio. De cualquier forma, los rehenes estaban condenados.
—Bueno, Travis, el viejo será el primero -dijo Engañifa.
Engañifa cogió al anciano por el cuello con un brazo. Mientras Travis y Raquel observaban, el demonio cambió a su estado visible y levantó a Effrom del suelo.
—¡Oh no, Dios mío! -dijo Raquel, llevándose un puño hacia la boca y retrocediendo de donde estaba el demonio.
—Suéltalo -ordenó Travis, intentando imponer su voluntad sobre la de Engañifa.
Por abajo se oyó que se encendía un motor de camioneta y poco después Gian Hen Gian irrumpía hacia ellos desde el bosque.
—Engañifa, ¿no vas a dejar nunca tus juguetes? -gritó el yinn mientras subía hacia la cima del cerro.
Engañifa tiró a Effrom a un lado y éste cayó a unos nueve metros de allí como un muñeco de trapo. Con las lágrimas rodándole por las mejillas, Raquel zarandeaba la cabeza violentamente como queriendo desprenderse de la imagen del demonio.
—Conque alguien dejó salir de su frasco a este apestoso -dijo Engañifa mientras se disponía a bajar al encuentro del yinn.
Se oyó el rugir de un motor y de pronto la camioneta de Augustus Brine salió por entre los árboles y, bamboleándose, comenzó a subir por el camino, dejando atrás una enorme estela de polvo. Robert iba de pie en la parte de atrás, sujetándose con fuerza al borde para no caerse.
Rápidamente, Travis corrió hacia Amanda y Jenny.
—¿Todavía eres un cobarde, Rey de los yinn? -preguntó Engañifa, y luego hizo una pausa para mirar al veloz camión.
—Todavía soy tu superior -respondió el yinn.
—¿Por eso permitiste que tu gente se fuera al Mundo Inferior sin al menos intentar luchar?
—Esta vez has perdido tú, Engañifa.
De pronto, Engañifa se detuvo y se giró para observar que la camioneta giraba sobre la última vuelta del camino y lo abandonaba para dirigirse campo traviesa hacia los candelabros.
—Después continuamos, yinn -dijo Engañifa y comenzó a correr hacia la camioneta dando zancadas de cinco metros. Al cabo de unos segundos, había sobrepasado a Travis y a las mujeres y se encontraba al otro lado del cerro.
—Agárrate fuerte -le dijo Brine a Robert al ver que el demonio se dirigía hacia ellos, y luego giró violentamente el volante hacia un lado para hacer que la camioneta bajara por un desnivel.
Engañifa bajó un hombro y embistió con él la parte derecha del parachoques. Robert vio venir el impacto y dudó si debía cogerse o saltar. Pero segundos más tarde el parachoques se comprimía bajo el demonio y la camioneta se levantaba sobre sus ruedas traseras para acabar volcada sobre el techo.
Robert acabó tirado en el suelo, intentando recuperar el resuello. Al intentar moverse, sintió un agudo dolor en el brazo; estaba roto. La enorme nube de polvo que los rodeaba le impedía ver nada. Oía los rugidos del demonio detrás suyo y el rechinante ruido del metal que rompía y arañaba.
Conforme se iba posando el polvo, comenzó a distinguir la forma de la camioneta al revés. El demonio estaba atrapado bajo el capó, intentando romper el metal con sus garras. Augustus Brine colgaba del cinturón de seguridad. Robert lo veía moviéndose.
Impulsándose con el brazo bueno, Robert se puso de pie.
—¡Gus! -gritó.
—¡Los candelabros! -gritó Brine.
Robert miró el suelo a su alrededor. Ahí estaba la bolsa. Había faltado poco para que cayera encima de ella. Intentó alcanzarla con ambos brazos pero casi se desmayó al sentir un intenso dolor en el brazo roto. La bolsa estaba a la altura de sus rodillas; metió el brazo bueno por las asas y arrastró hacia él el pesado bulto.
—¡De prisa! -gritó Brine.
Engañifa había dejado de arañar el metal. Con un gran rugido, impulsó la camioneta hacia arriba y se lo quitó de encima. Una vez de pie, echó la cabeza hacia atrás y lanzó un rugido con tal fuerza que Robert casi dejó caer los candelabros.
Cada hueso de su cuerpo le decía a Robert que se fuera, que se escapara de ahí. Se quedó paralizado.
—Robert, estoy atascado, tráemelos -dijo Brine, mientras intentaba abrir el cinturón. Al oír esto, el demonio se dirigió hacia el asiento del conductor y lanzó unos zarpazos a la portezuela. Brine oyó cómo se desprendía el revestimiento de la puerta con el primer golpe. Aterrorizado, se quedó mirándola, esperando ver una garra atravesar el vidrio en cualquier momento. Las garras del demonio rompieron la barra de soporte del interior de la puerta.
—Gus, toma. ¡Ay! Mierda. -Robert estaba acostado boca abajo fuera de la ventanilla del lado del pasajero y empujaba la bolsa de los candelabros por el techo del camión-. El botón del play, Gus, oprímelo.
Brine tocó el bolsillo de su camisa y sintió la grabadora de Mavis. La manoseó hasta dar con el botón del play y lo oprimió. Justo en ese momento sintió que una garra como un puñal se le clavaba en el hombro.
Ciento cincuenta kilómetros al sur, en la base aérea de Vandenberg, un técnico de radar informó que había visto que un OVNI entraba desde el Pacífico en una zona aérea prohibida. Cuando la nave se negó a responder a las advertencias por radio, mandaron cuatro reactores a interceptarla. Tres de sus pilotos dijeron no haber tenido ningún contacto visual con el artefacto. Al volver, el cuarto piloto fue sometido a un análisis de orina y fue puesto bajo arresto hasta que fue dado de alta por un oficial de control del estrés del departamento de la Fuerza Aérea.
La explicación oficial de la aparición de aquel fantasma fue que se trataba de una interferencia de radar causada por la extrema irregularidad de las mareas.
De los treinta y seis comunicados archivados por triplicado en varios de los departamentos del complejo militar, ni uno mencionaba un enorme buho blanco con una extensión de alas de casi veintisiete metros.
No obstante, después de haber estudiado el caso, el Pentágono le ofreció una remuneración de diecisiete millones de dólares al Instituto Tecnológico de Massachusetts por realizar un estudio secreto sobre la viabilidad de una nave en forma de buho. Después de dos años de simulaciones por ordenador y pruebas de prototipo en túneles de viento, el equipo de investigación llegó a la conclusión de que, en efecto, una nave en forma de buho sí podía ser un arma efectiva pero sólo en el caso de que el enemigo utilizara un cuerpo de tanques en forma de ratón.
Augustus Brine se dio cuenta de que estaba a punto de morir. En ese momento también se dio cuenta de que ello no le daba miedo y de que si moría no importaba. El monstruo que intentaba llegar a él con sus garras no importaba. La voz de ardilla que salía de la grabadora a alta velocidad no importaba. Tampoco importaban los gritos de Robert y ahora también de Travis. Estaba completamente consciente de todo lo que sucedía a su alrededor, él era parte de ello, pero no importaba. Ni siquiera los tiros le importaban. Lo aceptaba y se resignaba.
Rivera había vuelto en sí cuando Brine encendía el motor de la camioneta. Mavis Sand estaba de pie delante suyo sosteniendo su pistola, pero en aquel momento Howard y ella estaban observando lo que sucedía en la colina. Rivera se había girado a mirar hacia allí justo cuando Engañifa se transformaba a su estado visible y cogía a Effrom por el cuello.
—¡Dios! ¿Eso qué es?
—Quédese donde está -le dijo Mavis, dirigiendo hacia él el arma.
Rivera hizo caso omiso. Se levantó y se fue corriendo por el camino hacia su patrullero. Al llegar, abrió el maletero, sacó una metralleta y se echó a correr otra vez. Al pasar por el coche de Howard, hizo una pausa y cogió el rifle de caza de Robert.
Cuando Rivera volvió a mirar hacia la colina, la camioneta ya estaba patas arriba y el monstruo estaba atacando la portezuela. Tiró la metralleta al suelo y se echó el rifle al hombro. Apoyó el cañón contra un árbol, tiró del cerrojo y echó una bala en la recámara. Luego, miró a través de la mirilla y apuntó a la cara del monstruo. Reprimiéndose las ganas de gritar, Rivera tiró del gatillo.
El tiro le dio al demonio en la boca cuando la tenía abierta, haciéndolo retroceder unos treinta centímetros. Rápidamente, Rivera metió otra bala en la recámara y volvió a disparar; y luego otras cuantas. Cuando el percutor dio sobre la recámara vacía, el monstruo ya había retrocedido un par de metros, pero se disponía a atacar de nuevo.
—¡Maldita sea! -dijo Rivera.
Gian Hen Gian había llegado a la cima de la colina, donde. Travis se encontraba arrodillado al lado de Amanda y Jenny.
—Ya está hecho -dijo el yinn.
—¡Entonces haga algo, ayude a Gus!
—Ahora, sin sus órdenes, sólo puedo obedecer los deseos de mi último amo -dijo Gian Hen Gian, y luego apuntó con el índice hacia el cielo.
Travis alzó la vista y vio que algo blanco salía de las nubes, pero se encontraba demasiado lejos para distinguir lo que era.
Engañifa se recuperó de los impactos de bala y volvió a la camioneta. Enganchó su enorme mano en la barra interna de la portezuela, la arrancó y la tiró hacia atrás. Augustus Brine, que aún colgaba del cinturón, se giró tranquilamente hacia el demonio y lo miró. Engañifa levantó una garra para soltarle un golpe que le arrancaría la cabeza del cuerpo.
Brine le sonrió y el demonio se detuvo.
—¿Acaso estás chalado? -preguntó Engañifa.
Brine no tuvo tiempo de contestar. La reverberación que causaba el chillido del buho hizo temblar el parabrisas de la camioneta. Al mirar hacia arriba, a Engañifa se le quedaron los brazos agarrotados alrededor de su propio cuerpo y luego se elevó por el aire cogido por las patas de la enorme ave.
El buho se elevó tan rápidamente por el cielo que en cuestión de segundos sólo era un pequeño punto blanco sobre el Sol, que se dirigía rápidamente hacia el horizonte.
Cuando Travis llegó a destrabar el cinturón de seguridad, Augustus Brine seguía sonriendo. Al caer, pegó con el hombro herido sobre el techo de la camioneta y se desmayó.
Cuando recuperó el conocimiento, Brine estaba rodeado por todos. Jenny tenía la cabeza de Amanda apoyada sobre su hombro. La anciana estaba llorando.
Brine observó cada cara una por una; alguien faltaba.
Robert fue el primero en hablar.
—Dile a Gian Hen Gian que te cure el hombro, Gus. No puede hacerlo hasta que se lo digas; y ya estando en ésas, pídele también que me cure el brazo.
—Hazlo -dijo Brine, y enseguida su dolor de hombro desapareció. Se incorporó.
—¿Dónde está Effrom?
—No resistió, Gus -dijo Robert-, tuvo un ataque cardíaco cuando lo arrojó el demonio.
Brine miró al yinn.
—Haz que vuelva.
—Eso no lo puedo hacer -respondió el yinn, negando con la cabeza gacha.
—Lo siento, Amanda -dijo Brine.
—¿Y qué le pasó a Engañifa? -le preguntó Brine al yinn.
—Va de camino de Jerusalén.
—No entiendo.
—Te he mentido, Augustus Brine. Lo siento. Me encontraba ligado al último deseo de mi último amo. Salomón me pidió que devolviera al demonio a Jerusalén para ahí encadenarlo a una roca fuera del templo.
—¿Por qué no me le dijiste?
—Creí que si lo sabías nunca me devolverías mi poder. Soy un cobarde.
—No digas tonterías.
—Tal y como dijo Engañifa, cuando los ángeles llegaron para llevarse a mi gente al Mundo Inferior, no permití que lucharan. Como te dije, no hubo batalla, sino que respondimos como ovejas que van al matadero.
—Gian Hen Gian, no eres un cobarde, eres un creador, eso lo dijiste tú mismo. La destrucción y el participar en la guerra no está en tu naturaleza.
—Pero así fue, así que he tratado de reivindicarme deteniendo a Engañifa. Quería hacer por los humanos lo que no hice por mi propia gente.
—Ya no tiene importancia. Se acabó -dijo Brine.
—Qué va -dijo Travis-, no se puede encadenar al demonio a una roca en Jerusalén. Tienes que devolverlo. Tienes que leer la última invocación. Howard la tradujo mientras esperábamos a que despertaras.
—Pero Travis, no sabes lo que podría pasarte, en ese momento podrías morir.
—Gus, aún me encuentro ligado a él. Eso de todas formas no es vivir. Quiero ser libre.
Dicho esto, Travis le dio a Brine la invocación y el candelabro que contenía el Sello de Salomón.
—Si no lo haces tú, lo haré yo. Alguien tiene que hacerlo -añadió.
—Está bien, lo haré -respondió Brine.
Travis levantó la vista para mirar a Jenny.
—Lo siento -le dijo.
Robert fue al lado de Jenny y la abrazó. Travis echó a andar hacia el valle. Cuando ya no se le veía, Brine comenzó a leer las palabras que devolverían a Engañifa al infierno.
Encontraron a Travis echado en el asiento trasero del Jaguar de Howard.
Augustus Brine fue el primero en verlo.
—Travis, lo hice. ¿Te encuentras bien?
Cuando Travis levantó la vista, Brine tuvo el impulso de retroceder. La cara del guardián del demonio estaba repleta de arrugas y enrojecida por las arterias rotas. Tanto su pelo como sus oscuras cejas se habían vuelto blancos. Salvo por la expresión de sus ojos, que aún era intensa y jovial, Brine no lo hubiera reconocido. Travis sonrió. Todavía le quedaba un par de dientes frontales.
Su voz aún era joven.
—No me dolió. Esperaba una de esas transformaciones a lo Lon Chaney pero no fue así. De pronto, era viejo y eso fue todo.
—¡Qué bien que no haya sido doloroso! -dijo Brine.
—¿Qué voy a hacer ahora?
—No lo sé, Travis, tendré que pensarlo.
______ 36 ______
Jenny, Robert, Rivera, Amanda, Travis, Howard y La Araña
Rivera llevó en su coche a Robert y a Jennifer a su casa. Durante todo el camino iban abrazados y en silencio en el asiento trasero hasta que, al llegar, dieron las gracias a Rivera. Durante el trayecto de regreso, Rivera intentaba pensar en una historia que le salvara la profesión. Estaba claro que cualquier versión de la historia verdadera le conduciría a un hospital para discapacitados mentales. Al final, decidió contar la historia hasta la parte en la que desaparecía La Brisa.
Un mes más tarde, Rivera estaba sirviendo refrescos en el Seven-Eleven, mientras trabajaba como detective para la división de robos. Más tarde, cuando arrestó a un equipo de ladrones que había estado aterrorizando en tiendas de cadena durante seis meses, fue ascendido a teniente.
Amanda y Travis se fueron con Howard. En cumplimiento de los deseos de Amanda, Gian Hen Gian se encargó de convertir el cuerpo de Effrom en piedra y luego meterlo en las cuevas. Cuando Howard paró el coche en la casa de Amanda, ella invitó a Travis a pasar. Al principio él se negó, pues pensaba que era mejor dejarla sola con su pena.
—¿Acaso no has entendido el significado de todo esto, Travis?
—Supongo que sí.
—¿No has pensado en que la presencia de Engañifa y de Gian Hen Gian prueba que Effrom no se ha ido por completo? Lo echaré de menos, pero él debe continuar su camino. Yo no quisiera estar sola ahora. Yo te ayudé cuando lo necesitabas -dijo Amanda y se quedó esperando.
Travis entró.
Howard se fue a su casa a trabajar en un nuevo menú para su restaurante.
El jefe técnico sargento Nailsworth nunca supo qué le había pasado a Roxanne ni quién era realmente; estaba muy afligido, tanto que no podía comer. Adelgazó setenta kilos, conoció a una chica en un club de aficionados a la informática y se casaron. El nunca volvió a practicar el sexo por ordenador fuera de la privacidad de su casa.
____ 37 ____
Buenos chicos
Augustus Brine no quiso aceptar ninguna de las ofertas para llevarlo a casa. Prefería andar. Necesitaba pensar. Gian Hen Gian le acompañó.
—Puedo reparar tu camioneta y hacerla volar, si quieres -dijo el yinn.
—No, no quiero. Ni siquiera sé si quiero irme a casa.
—Puedes hacer lo que desees, Augustus Brine.
—Tampoco me apetece volver a la tienda. Creo que les daré el negocio a Robert y Jenny.
—¿Es aconsejable meter a ese borracho en una barrica?
—Dejará de beber. También me gustaría que se quedasen con la casa. Mañana comenzaré a hacer el correspondiente papeleo.
—Ya está hecho.
—¿Así, nada más?
—¿Acaso dudas de la palabra del Rey de los yinn?
Antes de que Brine volviera a hablar, caminaron en silencio durante un rato.
—No está bien que Travis haya vivido durante tanto tiempo sin una vida, sin amor.
—¿Quieres decir, como te pasa a ti?
—No, no como yo, yo he tenido una buena vida.
—¿Te gustaría que lo volviese joven otra vez?
Brine pensó durante un momento antes de contestar.
—¿Podrías hacer que cada año rejuveneciera en vez de envejecer?
—Se puede hacer.
—¿Y ella también?
—¿A ella?
—A Amanda. ¿Podrías hacer que rejuvenecieran juntos?
—Se puede hacer, si así lo deseas.
—Pues lo deseo.
—Ya está hecho. ¿Se lo dirás?
—No, no por ahora, será una agradable sorpresa.
—Y para ti, ¿qué deseas, Augustus Brine?
—No lo sé, siempre pensé que yo sería una buena madame.
Antes de que el yinn pudiera decir nada, la furgoneta de Raquel se acercó a ellos y paró. Ella bajó la ventanilla y dijo:
—¿Te puedo llevar a algún sitio, Gus?
—Está intentando pensar -apuntó el yinn.
—No seas grosero -le dijo Brine al yinn-. ¿Hacia dónde vas?
—No lo sé muy bien. No me apetece volver a casa, tal vez no vuelva nunca.
Brine cruzó el camino por delante de la furgoneta y luego abrió la puerta lateral.
—Métete, Gian Hen Gian.
El yinn se metió en la furgoneta, Brine cerró la puerta y se subió en el asiento del pasajero, al lado de Raquel.
—¿Y bien? -preguntó ella.
—Hacia el este -dijo Brine-, a Nevada.
Se llamaba King's Lake. Cuando surgía en el desierto, aparecía simultáneamente en todos los mapas de Nevada que jamás se hubieran imprimido. La gente que pasaba por aquella parte del estado juraba no haberla visto antes y sin embargo estaba ahí, sobre el mapa.
Sobre la hilera de árboles que bordeaba la ribera del lago se levantaba un palacio de cien habitaciones, que encima tenía un enorme cartel luminoso que decía: «Casa Brine. Carnadas, aparejos y mujeres finas».
A cualquiera que visitaba el palacio le daba la bienvenida una hermosa morena que cogía su dinero y los dirigía hacia una habitación. Al salir, un hombrecillo con un traje arrugado les devolvía el dinero y los acompañaba a la puerta.
Al volver a casa, los visitantes hablaban de un hombre de pelo blanco que se pasaba el día sentado en la posición de loto al final de un embarcadero que quedaba enfrente del palacio, fumando su pipa y pescando. Decían que cuando se aproximaba la noche, la mujer morena iba a acompañarlo para así, juntos, ver la puesta del sol.
Los visitantes nunca sabían a ciencia cierta qué les había pasado mientras habían estado en el palacio, pero no parecía importarles. El caso era que después de haber estado allí, apreciaban los sencillos placeres que la vida les presentaba y se sentían felices. Y aunque les recomendaban aquel lugar a sus amigos, ellos nunca volvían.
Lo que sucedía en aquellas habitaciones es enteramente otra historia.
Fin
1992, Practical Demonkeeping
Traducción: Paulina Hawkins