EL SUELO NATAL (Alan E. Nourse)
Publicado en
septiembre 07, 2017
Antes de que aterrizase en Venus la primera nave procedente de la Tierra, se aventuraron muchas suposiciones sobre lo que se encontraría bajo la capa de nubes que ocultaba la superficie del planeta a los ojos de los observadores.
Una de las teorías sostenía que la superficie de Venus era una jungla, exuberante de humedad como un invernadero, poblada por una fauna que se retorcía por el suelo y de flores devoradoras de hombres. Otro grupo afirmaba vivamente que Venus era un árido desierto de piedra arenosa batida por el viento, seco y cruel, donde se formaban nubes de polvo que evitaban que el sol pudiera penetrar en él. Otros anunciaban un planeta océano con escaso o ningún terreno firme, poblado por enormes serpientes marinas que esperaban la visita de los primeros habitantes de la Tierra con las mandíbulas abiertas.
Pero, naturalmente, nadie sabía nada con seguridad. Venus era el planeta del misterio.
Cuando llegó allí la primera nave terrestre, todo lo que hallaron fue una gran cantidad de barro. En Venus había tal cantidad de barro como para cubrir todo el camino hasta allí dos veces, y aún habría sobrado. Se trataba de barro tibio, húmedo, pegajoso… y tenaz. En algunos lugares era gris, y en otros, negro. A veces se encontraba barro de variados matices, desde el castaño amarillento al verde, azul y púrpura. Pero de todas formas seguía siendo barro.
La escasa vegetación de Venus salía del barro; los pequeños nativos de Venus vivían bajo el barro; el vapor surgía de él y la lluvia caía sobre él. Y, al parecer, eso era todo. El planeta del misterio había perdido su misterio. Era sólo una masa. La gente no habló más de él.
Pero los técnicos de la Piper Pharmaceuticals Inc. encontraron un cierto encanto al barro de Venus.
Cuando descubrieron lo que crecía en aquel barro de Venus —además de los nativos— empezaron a enviar cautelosos y muy secretos informes a su oficina de la Tierra. Inmediatamente, la oficina compró todos los derechos de exploración y de explotación del subsuelo del planeta por un precio exorbitante, y luego, con gran prisa, empezó a gastar millones de dólares en naves y en máquinas destinadas al fangoso planeta. Los directores hicieron frente a burlas y escarnios a la vez que sonreían y se frotaban las manos. Grupos especiales de psicólogos fueron enviados a Venus para que se pusieran en contacto con los naturales del planeta. Regresaron muy satisfechos, cargados con tests que demostraban que los nativos de aquel planeta eran seres amistosos, inteligentes, con deseos de cooperar y llenos de recursos. Entonces los directores se frotaron las manos con más satisfacción que antes y dedicaron aún más dinero a la Piper Venusian Installation.
Pensaban que para hacer dinero se necesita dinero. Que rieran los tontos. No reirían por mucho tiempo. Después de todo, la Piper Pharmaceuticals Inc. era capaz de reconocer una mina de oro en cuanto la encontraba. Al menos así lo pensaban.
Robert Kielland, investigador especial de la Piper Pharmaceuticals Inc., a la que sacaba de apuros siempre que necesitaba que lo hiciera, estableció contacto rápido e íntimo con el barro de Venus cuando el avión de aterrizaje le depositó en aquel pegajoso planeta. Había sido transbordado desde la gran nave de transporte orbital al pequeño aparato de aterrizaje una hora antes, cuando se encontraba más aburrido e impaciente. No tenía el menor deseo de ir a Venus. A él no le gustaba el barro ni le gustaban los proyectos en otro planeta. No había nada en su contrato con Piper que pudiera hacerle viajar a otros planetas para cumplir sus deberes, y se había negado cuando le propusieron el viaje. Incluso se negó de nuevo cuando le ofrecieron un cheque capaz de marear a cualquiera con objeto de que se acostumbrara a la idea.
Hasta que no le convencieron de que sólo su inteligencia superior, su mente aguda como una navaja, y sus extraordinarias dotes de observación y de capacidad podían sacar a los de Piper Pharmaceuticals Inc. de la trampa de barro en que se habían metido, no accedió, y aun esto lo hizo a regañadientes. No le gustaba nada, pero acabó por ir.
Al parecer, las cosas no iban bien en Venus. El caso era que se habían gastado millones, pero no hubo modo de poner nada en claro. Las promesas de elevadas cifras de producción habían fallado, disminuido y desaparecido. Venus continuaba siendo un proyecto muy caro, y nadie sabía en realidad por qué era así.
El piloto conducía el aparato a través de la capa de nubes, frenándolo, descendiendo y acercándose más cada vez a la superficie, mientras Kielland miraba tristemente a través de la ventanilla. Los montones de nubes le producían náuseas. Abrió su maleta de muestras Piper y se echó en la boca una pastilla. Luego, como medida de precaución, inhaló un poco de Rhino-Vac Piper. Finalmente, ante él apareció, a lo lejos, la gris superficie monótona y sin formas. Más tarde se vio un pobre y desperdigado bosque de retorcido follaje gris.
El piloto vio la plataforma de aterrizaje, habló con los de la torre de control y alzó el aparato preparándolo para el descenso final. Era un piloto muy hábil, que había realizado muchos aterrizajes en Venus. Inclinó el aparato, que quedó con la cola alta, y se posó sobre la plataforma de un modo perfecto mientras los motores enmudecían.
Pero de pronto se hundieron, tanto el aparato como la misma plataforma de aterrizaje.
El piloto llamó frenéticamente a la torre de control al tiempo que Kielland se llenaba de pánico. La torre de control contestó:
—Lo sentimos. Algo debe haber ido mal. Les sacaremos en un periquete. No, por Dios, no salgan ustedes volando de nuevo. Hay un millar de nativos en las proximidades. Tengan paciencia, que todo saldrá bien.
Esperaron. Pronto se oyeron martillazos y golpes y unas grandes grapas se clavaron en la superficie del aparato. El barro gorgoteaba a su alrededor cuando fueron izados. Parecían hallarse dentro de una hirviente sopa. Una puerta cubierta de barro fue abierta, y Kielland salió a la plataforma que había debajo, que tenía aspecto de ser muy delgada. Cuatro pequeños seres parecidos a roedores se hallaban atados a la plataforma y con la mejor buena voluntad comenzaron a chapotear en el pegajoso barro, arrastrando la plataforma donde estaba Kielland hasta una hilera de edificios bajos de madera que se alzaban cerca de algunos árboles canijos.
Mientras los nativos se detenían jadeantes para respirar, vio que la otra mitad de la plataforma continuaba hundiéndose en el barro. Cuando al fin alcanzaron un terreno relativamente firme, Kielland estaba embarrado hasta la cintura y sentía unos terribles deseos de marcharse de nuevo, aun sin plataforma.
Contempló la instalación de la Piper Venusian sin apenas dar crédito a sus ojos. Había oído las elogiosas descripciones hechas por los directores. Había visto los proyectos del arquitecto, unos hermosos edificios modernos apoyados sobre boyas, limpios canales para los barcos que llevaban al lugar donde estaban las minas y un hermoso equipo pintado de color naranja, incluyendo las nuevas dragas Piper de tracción axial, diseñadas especialmente para el caso. Todo le había parecido adecuado para lo que una instalación Piper debía de ser.
Pero ahora no encontraba nada que se pareciera a todo aquello. Kielland vio un grupo de pequeñas cabañas de madera que parecían prontas a hundirse, en medio de un gran gorgoteo, en el barro. A la derecha de una llanura de barro, una de las dragas había hecho precisamente esto: hundirse. Un enjambre de terrestres y nativos se afanaban trabajosamente tratando de ponerla a flote. La torre de control se hallaba a la izquierda, ligeramente inclinada, como si le costara mantener el equilibrio en aquel mar de barro.
La Piper Venusian Installation no parecía estar en activo, sino que era como un pueblo fantasma en los últimos grados de su derrumbamiento.
En el interior del barracón donde se hallaba instalada la administración, Kielland encontró, tras una mesa de despacho, a un hombre con aspecto de cansancio que garrapateaba furiosamente un montón de informes. Tanto la amplia mesa como los demás muebles se hallaban llenos de manchas. Los papeles también tenían manchas negras. Incluso el rostro del hombre estaba manchado, y su traje mostraba asimismo pegajosos manchones de lodo aún húmedo. En un rincón, un joven se dedicaba con afán a la pared usando un ancho cepillo.
El hombre limpió de barro a Kielland y luego le miró con un brillo de esperanza en sus ojos.
—¡Maravilloso! —exclamó—. Muchísimo gusto en verle, amigo. Aquí encontrará usted todos los papeles y los informes en orden, esperándole. —Apartó de sí los papeles como si diera el asunto por concluido—. Louie, busque al piloto de aterrizaje y no le pierda de vista. Dígale que yo estaré listo dentro de veinte minutos…
—Ya comprendo —exclamó Kielland—. Es usted Simpson, ¿verdad?
El hombre se limpió el barro que tenía en las mejillas y escupió.
—El mismo.
—¿Y adonde cree usted que va?
—¿No viene usted a relevarme?
—Nada de eso.
—¡Ay de mí!
El hombre tomó de pronto asiento tras de la mesa, como si sus piernas se negaran a sostenerle.
—No lo comprendo. Me dijeron…
—No importa lo que le dijeran —exclamó Kielland, interrumpiéndole—. Yo soy el que saca de apuros, pero no un administrador. Cuando las cifras empiezan a andar mal, yo averiguo el porqué. Pero en lo concerniente a este lugar no es que hayan empezado a andar mal, es que nunca han andado bien.
—¿Cree usted que eso es nuevo para mí? —preguntó Simpson.
—De modo que ha tenido disgustos.
—Así es, amigo.
—Bien, pues ya enderezaremos las cosas —repuso Kielland con suavidad—. Pero, primero de todo, deseo ver al capataz encargado de construir esa plataforma de aterrizaje.
Los ojos de Simpson reflejaron cierto titubeo.
—¿De veras… de veras le quiere usted ver?
—Sí, eso quiero. Ha llegado la hora de poner remedio a un caso tan evidente de incompetencia.
—Bien… Si salimos al exterior quizá podamos verle.
—No, le quiero aquí.
Kielland tomó asiento en el banco cercano a la pared. Sentía un ligero dolor de cabeza. Entre sus muestras encontró una cápsula contra el dolor de cabeza y se la echó en la boca.
Simpson parecía triste. Mirando al ordenanza, que había dejado de cepillar la pared, dijo:
—Ya lo ha oído usted, Louie.
—Pero, amo…
Simpson hizo un ademán apremiante. Louie entonces fue hasta la puerta y lanzó un silbido. No tardó en oírse un chapoteo y un ser bajo y gris penetró en la habitación. Sus patas traseras, largas y poderosas como las de un canguro, terminaban en cuatro dedos membranosos en forma de pala. Toda su piel se hallaba cubierta por una espesa piel gris que chorreaba espeso barro negro. Lanzó un graznido a Simpson y arrugó la nariz. Simpson se apresuró a contestar con otro graznido.
De pronto, el nativo empezó a mover la cabeza de un lado a otro trazando una ondulación lenta y rítmica. Lanzando un grito, Simpson se escondió tras de la mesa escritorio mientras el ordenanza se tiraba al suelo y se cubría el rostro con un brazo. Kielland abrió los ojos maravillado. Acto seguido se produjo en la habitación un verdadero diluvio de barro, pues el pequeño venusiano empezó a sacudirse de forma que su piel arrojaba barro en todas direcciones.
Simpson volvió a erguirse y lanzó una exclamación.
—Les he dicho un millar de veces… —Movió la cabeza desesperanzado, mientras Kielland se quitaba el barro de los ojos—. Éste es el hombre que usted deseaba ver —acabó Simpson.
Kielland escupió.
—¿Puedo hablarle? —preguntó.
—No habla. Sólo grazna.
—Bien, pues pídale que explique por qué la plataforma que construyó no sostiene el aparato de aterrizaje.
Simpson comenzó a silbar y a graznar mirando al pequeño ser. La peluda cola de éste se metió entre sus patas mientras bajaba la cabeza avergonzado, como un perro al que se riñe.
—Dice que no sabía que un aparato de aterrizaje tuviera que posarse en la plataforma. También dice que lo siente.
—Pero… ¿es que no había visto nunca antes un aparato de aterrizaje?
Un graznido. Otro graznido.
—¡Oh, sí!
—¿Es que no se le dijo para qué servía la plataforma?
Un graznido. Otro graznido.
—Naturalmente.
—Entonces… ¿por qué no se sostiene la plataforma?
Simpson suspiró.
—Quizás olvidó durante su construcción para qué iba a servir. O quizá no entendió nunca la cosa del todo. Con estos silbidos no puedo preguntarle cosas así, y dudo mucho que usted pueda poner en claro a qué se debe el error.
—Entonces despídale —exclamó Kielland—. Ya encontraremos algún otro…
—¡Oh, no! Quiero decir que no se puede obrar con precipitación —repuso Simpson—. No me gustaría echar a éste, por lo menos durante algún tiempo…
—¿Por qué?
—Pues porque por lo menos le hemos podido enseñar… al menos creo que hemos podido… cómo se baja un tubo de drenaje. —El tono de la voz de Simpson era casi lastimero—. Enseñarle nos ha llevado meses. Si le echamos, tendremos que volver a empezar con otro.
Kielland miró al venusiano y luego a Simpson.
—Ya comprendo —dijo finalmente.
—No, no comprende usted —replicó Simpson con convicción—. Ni siquiera ha empezado a ver nada aún. Tendrá que luchar durante algunos meses para que realmente empiece a ver.
Despidió al venusiano, que desapareció por la puerta, y luego se volvió a Kielland con la pesadumbre de diez meses de fracasos.
—Son estúpidos —continuó lentamente—. Son tan increíblemente estúpidos que yo debería de dar gritos y salir hacia el pantano cada vez que viera a uno de ellos acercarse. Su estupidez es positivamente animal.
—Entonces… ¿por qué se les emplea? —saltó Kielland.
—Porque para que alguna vez podamos extraer algo útil de este miserable agujero de barro, nos hemos de servir de ellos. No hay otro modo de hacerlo.
Siguiendo las indicaciones de Simpson, Kielland se puso unas botas que casi le llegaban a la cintura y que tenían en los pies unas aletas de silicona. Simpson se equipó de la misma forma, y ambos salieron para inspeccionar la instalación.
Una docena o más de venusianos les rodearon alegremente, como una jauría. Los venusianos iban y venían por el caliente barro, describiendo círculos, chapoteando, graznando y empujándose unos a otros. Parecían gozar de un día de fiesta.
—Naturalmente —dijo Simpson—, desde que la draga número cuatro se hundió, cosa que ocurrió la semana pasada, no queda mucha instalación por inspeccionar. Pero usted verá lo que queda, si lo desea.
—¿Quiere usted decir que la draga número cuatro era la única que tenían últimamente en uso? —preguntó Kielland en tono desabrido—. De acuerdo con mis informes, ustedes contaban con cinco dragas a tracción axial, y, además, una docena o más de la clase antigua.
—¡Ah! —exclamó Simpson—. Bien. La número uno tiene su cámara de vacío corroída, cosa que le ocurrió después de una semana de haberla empleado en el drenaje. En su interior penetró un quince por ciento de ácido, y se estropeó. La número dos se hundió sin dejar rastro… en algún pantano de por ahí… —y señaló las llanuras de negro barro y la pobre vegetación de más allá—. Los perritos del barro saben en dónde se encuentra, según creen, y yo supongo que nos la sacarían si pudiéramos disponer de tiempo, pero tal cosa nos haría perder un mes, y usted ya sabe el índice de producción que intentamos obtener.
—¿Y qué hay sobre las números tres y cinco?
—¡Oh, aún las tenemos! Pero hay que darles un repaso.
—¿Un repaso? ¡Si son completamente nuevas!
—Lo eran. Pero los perritos del barro no comprenden que tienen que limpiar la máquina después de cada operación. Cuando este barro sale al aire, se endurece como cemento. ¿Ha visto usted una hormigonera que no tenga que ser limpiada una docena de veces después de ser usada? Así que la tres y la cinco dejaron de funcionar.
—¿Y qué hay de los modelos antiguos?
—La mitad de ellos están inservibles, y la otra mitad sostienen aún las islas.
—¿Las islas?
—Esos trozos de terreno semisólido donde construimos la administración. Y sobre todo, el trozo de terreno donde se alza la torre de control.
—Bien, ¿y qué van a hacer esos trozos de terreno? ¿Marcharse, acaso?
—Eso mismo. La primera semana de trabajo nos preguntábamos por qué teníamos que ir cada día más lejos a buscar las dragas. Entonces nos dimos cuenta de que el terreno sólido, en Venus, no es realmente sólido. Se trata tan sólo de un material más denso que flota sobre el barro, como boyas en un estanque. Pero no es nada comparado con otras cosas…
Habían llegado a las proximidades del lugar donde se hallaba la draga número cinco, con la que se trabajaba afanosamente. A Kielland la máquina le pareció un enorme cilindro de aspiración provisto de cierto número de mangueras flexibles en la parte superior. Tres cuartos de la máquina se hallaba sumergida en un barro pegajoso. A la derecha, una grúa tipo derrick flotaba medio hundida en el fango; sus grapas estaban cogidas a la draga, y la derrick se balanceaba y chapoteaba como un hipopótamo pillado en una trampa. A todo alrededor de la sumergida máquina se veían perritos del barro que trabajaban como extraños castores de escaso tamaño al tiempo que un hombre supervisaba la operación, se quitaba el barro del rostro y lanzaba toda una colección de gritos, juramentos, silbidos y graznidos.
De pronto, uno de los perritos del barro vio a los recién llegados. Lanzó un graznido, dejó su cable sobre el barro y subió a la superficie, poniéndose a bailar como un diablillo sobre sus anchos y membranosos pies mientras les miraba con insistente curiosidad. No tardaron en imitarle una docena más, que salieron al exterior y les miraron fijamente a la vez que se sacudían el barro de su piel.
—¡No, no! —gritó el supervisor del trabajo—. ¡Tirad, idiotas! ¡Volver aquí en seguida! ¡Mirad lo que habéis hecho!
La derrick crujió y chirrió, y el cable de acero surgió rápidamente del agujero. Confusos, los perritos del barro se apartaron de los recién llegados y volvieron a su tarea, pero era demasiado tarde. La draga número cinco tembló, se oyó un húmedo silbido aspirante, y la máquina empezó a hundirse en el lodo: glu… glu… glu…
El encargado bajó de su plataforma y se acercó a donde se encontraban Simpson y Kielland. Tenía el aspecto del hombre que ha sufrido durante veinte minutos largos el tormento del infierno.
—¡Basta ya! —gritó, en el mismo rostro de Simpson—. ¡Estoy hasta la coronilla! Cobraré en cuanto tenga usted mi paga dispuesta, y me iré a acabar mi contrato en la Tierra. Estoy harto de esto. Me llevó una semana enseñar a esos idiotas lo que tienen que hacer, y han tenido ustedes que venir en el momento en que era más necesario que se concentraran en su trabajo. —Su rostro se había tornado de color púrpura y reflejaba el mayor enfado—. ¡Concentración! Es esperar demasiado. Para concentrarse se necesita cerebro…
—Barton, éste es Kielland. Ha venido mandado por la oficina de la Tierra para resolver todos nuestros problemas.
—¿Quiere usted decir que ha traído una nave de evacuación?
—No. Va a decirnos lo que hay que hacer para que esta instalación rinda. ¿No es verdad, Kielland?
La sonrisa de Simpson era algo digno de verse. Kielland hizo una mueca.
—¿Qué van ustedes a hacer con la draga? ¿Dejarla ahí? —preguntó, enfadado.
—No… —contestó Barton—. La vamos a sacar… de nuevo, después de pasar otra semana machacando en los cuartos de cerebro de esas gallinas del barro, lo que tienen que hacer, y después, persuadirles de nuevo que lo hagan… y después, tener esperanza de que no se presente de nuevo algo que les distraiga. ¿Alguna sugestión?
Simpson sacudió tristemente la cabeza.
—Descanse, Barton. Las cosas le parecerán mejor mañana por la mañana.
—Nada parece mejor por las mañanas —replicó Barton, y con ademán de enfado se dirigió hacia la isla de la administración.
—¿Se va dando cuenta? —preguntó Simpson—. ¿O desea usted ver algo más?
De nuevo en el barracón de la administración, Kielland vaporizó su garganta con Bio-Static Piper fortificado, tomándose además dos pastillas de tetraciclina de las que llevaba en su maleta. Sus ojos miraban tristemente la mancha de barro azul grisáceo que había en la mesa escritorio que tenía ante sí.
Las buenas condiciones de Venus para la explotación minera, único motivo de los muchos millones de dólares que había costado la Piper Venusian Installation, no se veían por parte alguna. La riqueza corría en vetas muy por debajo de la superficie. Los hombres de la Piper habían dado con ella casi por casualidad, la empaquetaron junto con una docena de otras clases de barro venusiano… y pensaron que tenían al alcance de la mano el más rico material de cultivos de bacterias que se habían encontrado nunca desde los días de las llanuras de barro de Nueva Jersey.
El valor del material era incalculable. En el siglo XXV, los sabios de la Tierra se habían percatado de que las mutaciones producidas en las bacterias pedían a gritos nuevos productos antibióticos para mantener la salud de la humanidad. La antigua penicilina mató al principio el noventa y seis por ciento de todos los organismos malignos, pero el tiempo y la selección natural habían anulado ese desempeño en tres generaciones. Incluso las drogas de amplio espectro perdían su efectividad en un grado muy peligroso a las pocas décadas de su descubrimiento. Y las nuevas drogas extraídas de bacterias nacidas en la Tierra o sintetizadas en los laboratorios eran demasiado débiles para las demandas de la humanidad. Hasta que se produjo el descubrimiento en Venus.
La bacteria indígena de ese planeta era extraña a la Tierra —todo intento para transplantarla había fracasado—, pero se multiplicaba con gran abundancia en las tibias corrientes de barro de Venus. No todo el barro tenía valor; sólo el singular barro gris azulado del que había manchas sobre el escritorio de Kielland podía producir la tetraciclina derivativa que resultaba más poderosa que el mejor antibiótico de la Tierra, con pocos o ninguno de los desgraciados efectos posteriores de los productos actuales.
El problema parecía sencillo: encontrar barro en suficiente cantidad para abrir una mina, sacarlo fuera y transportarlo a la Tierra para extraer de él la droga. Los dos primeros pasos de la operación dependían, para lograr el éxito, de los nativos de Venus, acostumbrados al barro. Andaban entre él con la misma naturalidad que entre el húmedo aire del exterior. Sabían distinguir el tipo de barro que había bajo la superficie, y podrían introducir un tubo de dragado hasta el barro gris azulado con la infalible seguridad con que una paloma retorna a su palomar. Esto si se lograba hacerles comprender lo que se esperaba de ellos, naturalmente. Y en qué lugar obligaba el terreno a llevar un lento paso.
Los días que siguieron fueron para Kielland una pesadilla de derrota, producida por el creciente horror con que observaba la marcha del trabajo de la instalación. Los hombres y los perritos del barro se dedicaron, una vez más, a la tarea de extraer del barro la draga número cinco. Los capataces tardaron cinco días en explicar, repetir, convencer y amenazar a los nativos, hasta que, finalmente, se sacó la máquina… con tanto barro pegado y endurecido en su interior que nunca más pudo ser utilizada.
No tuvieron otro remedio que mandar a buscar otra máquina, la número seis, que llegó en una nave orbital de transporte. Sólo se hundieron tres aparatos de aterrizaje en el proceso, y dos semanas después, Simpson y Barton salieron valientemente, rodeados por su cohorte de seres de escaso cerebro, a trabajar en el pantano provistos de una pieza de equipo nueva. Al menos, las esperas se habían terminado.
Naturalmente, pasó una semana antes de que la nueva draga empezara a emplearse. Los perritos del barro a quienes se había enseñado previamente el funcionamiento de la máquina, o habían desaparecido en el pantano o bien habían olvidado todo. Simpson había tenido la premonición de que sucedería esto, pero el contratiempo quitó el sueño a Kielland durante tres noches, e hizo que su presión sanguínea alcanzara niveles suicidas. Al cabo, el barro gris azulado empezó a surgir de la draga y a caer en la plataforma construida para recibirlo, y se dio orden de que la nave transportadora se quedara para cargar. Pero cuando el aparato de aterrizaje se posó en la plataforma, tanto ésta como la carga que había encima se alejaron de la isla, necesitándose una expedición de una semana por los alrededores para encontrarla y traerla de nuevo. En el viaje de regreso les cogió una tempestad de lluvia que disolvió el material gris azulado, transformándolo en una especie de sopa que se escapaba por las rendijas de la plataforma y volvía al barro de nuevo.
Pero, de todos modos, la plataforma volvió a su lugar.
Mientras tanto, la draga empezó a absorber un material verde —que olía a aguas residuales de alcantarilla— en lugar del barro gris que buscaban…, así que los nativos tuvieron que emprender una expedición por el barro en busca de la veta. Uno de ellos fue atrapado por uno de los tubos de absorción, cosa que provocó tres días de detención para que los mecánicos desmontaran la máquina y le sacaran. Al volver a montarla, dos tubos de la draga quedaron atascados no se supo por qué, y la máquina quemó tres generadores al intentar que se desatascaran por sí solos. Se tardó otra semana en arreglar esto.
Cuando la confusión reinante fue demasiado para soportarla, Kielland se encerró en el barracón de la administración, enfrascándose en el trabajo de ordenar los informes. Luego mandó a buscar a Tarnier, el médico de la instalación, que era biólogo y en otro tiempo había actuado como psicólogo con los de Venus.
El doctor Tarnier era la viva encarnación del fracaso. Kielland tuvo que sobreponerse a la ola de piedad que le dominaba a la vista del hombre.
—¿Usted fue el que hizo originalmente el test de esos imbéciles? —preguntó Kielland.
El doctor Tarnier asintió con la cabeza. Su rostro estaba chupado y sus ojos carecían de brillo.
—Yo les hice las pruebas, Dios me ayude.
—¿En qué forma?
—Los procedimientos normales. El tiempo que tardaban en reaccionar… Laberintos, acondicionamiento, lenguaje, abstracciones, números, asociaciones… Lo de siempre.
—Presumo que se refiere usted a cosas preparadas para terrestres, ¿no es así?
—¿Qué otra cosa se podía hacer? Los de Piper no preguntaban si estos seres eran unos Einsteins. Todo lo que esperaban era un nivel aceptable de inteligencia. Si se hubiera tratado de entes dotados de raciocinio, se les habría tenido que pagar algo. Los de Piper creyeron que estaban haciendo un buen negocio.
—¿Un buen negocio?
—Sí.
—Sólo que, después de confeccionar los tests, usted dijo que eran inteligentes. Tan inteligentes, digamos, como un ser humano algo lento, que no ha gozado del beneficio de ninguna escuela ni educación. ¿Es cierto?
—Es cierto —contestó el doctor con cansancio, como si hubiera pensado en esto una y otra vez—. La escuela y la educación no entraban en los tests, naturalmente. Todo lo que medimos era en el campo potencial. Pero los resultados dijeron que poseían inteligencia.
—Entonces… ¿cómo explica usted el lío que aquí se ha armado?
—Los tests dieron resultados erróneos, o bien no eran aplicables en un nivel tan bajo. O bien sucedió otra cosa. No sé. Ya no me preocupo más de ello.
—Pues yo sí. ¿Se entera de lo que nos están costando esos seres? Si alguna vez logramos lanzar el nuevo producto al mercado, será tan caro que nadie podrá adquirirlo.
El doctor Tarnier extendió las manos.
—No me eche la culpa a mí. Échesela a ellos.
—Y luego, la llamada “investigación biológica” que hizo usted —continuó Kielland, sin abandonar su tema—. Viniendo de un científico, era para creer lo que dijo. Descripción anatómica: limitada por ausencia de autopsia. Al parecer poseen endoesqueleto, pero la organización de los órganos internos permanece oscura. Lo más probable es que sean mamíferos; esto era para usted algo prohibido, algo que no se podía averiguar…, pero no se puede estar seguro de ello, pues no se han observado crías ni se ha visto a ninguna hembra en estado de gestación. Extremadamente gregarios, curiosos, juguetones, irresponsables… etc., etc., etc. Modo de vivir bajo condiciones naturales: incierto. Dieta: incierta. Organización social: incierta.
Al llegar aquí, Kielland apartó de sí el papel con ademán despreciativo.
—En suma —continuó—, de lo único que estamos seguros es de que están aquí. Muy útil. Especialmente cuando lo que hemos invertido en este proyecto depende de si podemos enseñarles a contar hasta tres sin ayuda.
El doctor Tarnier extendió de nuevo sus manos.
—Mr. Kielland, yo soy sólo un hombre. Para medir algo, es necesario emplear todo el tiempo que sea preciso para que ese algo sea medido. Para describir algo, es necesario emplear el tiempo necesario para que ese algo sea observado. Para formar una opinión lógica sobre la capacidad mental de un ser, ese ser tiene que demostrar alguna capacidad perceptible, para empezar. No se puede llegar muy lejos estudiando el ambiente y la estructura social de unos seres cuando la mayoría de ellos van y vienen de un sitio a otro sobre diez pies de barro.
—Y sobre el lenguaje… ¿qué?
—Nos arreglamos bien con graznidos, silbidos y signos. Una especie de venusiano chapurreado. Pero entre ellos emplean un completo sistema lingüístico. —El biólogo se detuvo, indeciso—. De todos modos, resulta duro ponerse demasiado severos con los perritos… —dijo al cabo—. En realidad, muestran bastante buena voluntad… cuando llegan a entender algo.
—Son estúpidos, descuidados y como niños sin conocimiento, ¿verdad? —El doctor Tarnier se encogió de hombros—. Márchese —añadió Kielland disgustado.
Y volvió a ocuparse de los informes con un amargo gusto en la boca. A continuación llamó al administrador de la Instalación.
—¿Cuánto paga usted a los perritos del lodo por su trabajo? —quiso saber.
—Nada —contestó el administrador.
—¡Nada!
—No contamos con nada que ellos puedan aprovechar. ¿Qué les va usted a dar? ¿Monedas de las Naciones Unidas? Intentarían comérselas.
—Entonces… ¿por qué no les damos algo que se puedan comer?
—Todo lo que les damos de comer, lo tiran. Incompatibilidad planetaria.
—Pero… debe de existir algo que pueda emplearse como salario —afirmó Kielland—. Algo que les guste, que les haga trabajar con ahínco.
—Bien, les gustaba el tabaco y las pipas… Pero interferían con su almacenaje de oxígeno, así que no podían fumar. Esto hizo desaparecer de la escena esos recursos. También les gustaban las toallas turcas, pero se pasaban todo el día andando arriba y abajo con ellas puestas enamorando a las damas, y no se acordaban del trabajo. Esto colocó fuera de la escena las toallas turcas.
»En realidad, no parece importarles mucho si se les paga o no… mientras nos portemos bien con ellos. Al parecer, nos quieren con una especie de cariño estúpido.
—Sí, sí, ya sé: amistosos, juguetones e irresponsables. Márchese.
Y Kielland, gruñendo, continuó con los informes… Sólo que no había ningún informe que no hubiera leído una docena de veces o más. Nada tenía sentido, nada ofrecía un camino. Piper había gastado millones de dólares en aquel proyecto, y ahora todos estaban esperando con los ojos entornados y expectantes.
Por primera vez se preguntó si realmente habría alguna solución para el problema. Encontrar soluciones a todo: éste era su trabajo, y siempre había salido airoso. Pero la estupidez era algo que no se podía apartar simplemente de un puntapié. Sin embargo, no podía desechar una extraña convicción: la de que allí había algo más sutil que estupidez.
En aquel momento regresó Simpson. Venía echando pestes y llamando a gritos a Louie. Llegó Louie, y entonces Simpson empezó a dictarle un mensaje dirigido a la nave encargada del transporte:
—Petición especial. Urgente. Repito: urgente. —Simpson se rascó la cabeza y continuó—: Es necesario que traigan inmediatamente a la Piper Venusian Installation una draga a tracción axial, de la clase…
Kielland le miró fijamente.
—¿Otra vez?
Simpson hizo rechinar sus dientes.
—Otra vez.
—¿Hundida?
—Hundida —contestó Simpson—. Ha hecho glu glu.
Lentamente, Kielland se puso en pie, mirando primero a Simpson y luego a los pequeños seres llenos de barro que se escondían tras de sus botas con aspecto de tristeza, de vergüenza y de arrepentimiento.
—Muy bien —dijo, después de hacer una pausa llena de pensamientos—. Esto se ha acabado. No tiene usted necesidad de enviar esa orden a la nave. Olvídese de la draga número siete. Sólo tiene que tener sus carpetas en orden y llamar a un aparato de aterrizaje para que venga a buscarme. Mientras más pronto, mejor.
El rostro de Simpson reflejó una patética emoción.
—¿Quiere usted decir que nos marchamos?
—Eso es.
—A la compañía no le gustará…
—La compañía tendría que recibirnos con los brazos abiertos —replicó Kielland—. Debería cubrirnos con una lluvia de besos. Deberían dar saltos de alegría porque no les dejaremos perder otros quinientos millones aquí. Hicieron una apuesta y han perdido, eso es todo. Serían tan estúpidos como los nativos si insistieran en continuar.
Se puso sus botas, apartando con malos modos a los penitentes perritos del barro, mientras avanzaba hacia la puerta.
—Envíe a los nativos a sus conejeras o a donde quiera que vivan, y prepárense para cerrar esto. Ya me las arreglaré para enviar a la Tierra un informe especial, con objeto de que no nos despidan a todos.
Cerró dando un portazo y se dirigió a su departamento. Sus botas chapoteaban en el barro. Iba seguido por media docena de perritos del barro, que parecían sentirse extraordinariamente alegres al chapotear en el lodo. Kielland se volvió y les lanzó unos gritos al tiempo que alzaba el puño hacia ellos. Los perritos del barro quedaron inmóviles inmediatamente y escondieron la cola entre las patas.
Pero aun así, sus graznidos le parecieron risas a Kielland.
En su habitación, la luz era tan escasa que casi se había quitado ya las botas antes de darse cuenta del desastre. El sitio se hallaba lleno de barro, de arriba abajo. Su camastro tenía una capa de lodo. Por las paredes rodaba el barro gris azulado. En el otro extremo de la habitación, las puertas del armario se hallaban abiertas de par en par y tres seres llenos de barro manoseaban ávidamente el interior de la maleta de cuero que había en el suelo.
Kielland dejó escapar una exclamación y atravesó rápidamente el cuarto. ¡Su maleta de muestras! Los perritos del barro se alejaron gimiendo, con las manos llenas de píldoras y sus morros chorreando polvo blanco. Dos de ellos pasaron por entre las piernas del hombre y huyeron por la puerta; el tercero avanzó hacia la ventana. Kielland fue tras de él y pudo asir con su mano la resbaladiza cola, pero cayó todo a lo largo sobre la capa de barro, mientras el culpable se le deslizaba literalmente de entre los dedos.
Se puso en pie, se limpió el barro como pudo y se dedicó a calcular los daños. En el suelo del armario se hallaban esparcidas cajas y botellas de medicamentos, todo ello cubierto de barro, pero sin abrir. Sólo una ancha caja había sido abierta y robado su contenido.
Kielland miró fijamente la caja, mientras algunas cosas empezaban a ordenarse en su mente. Llegó hasta la puerta y contempló las humeantes y sombrías planicies de barro y, enfrente, las encendidas ventanas del barracón de la administración.
—A veces —murmuró para sí—, un hombre está tan cerca de las cosas que no ve lo que es obvio.
Luego contempló de nuevo la maleta de las muestras. A veces, la estupidez es un arma de dos filos… y lo que parece estupidez puede ser en realidad alguna otra cosa. Se humedeció los labios con la lengua y dio vuelta al conmutador de las llamadas.
Después de dos o tres intentos, pudo hablar al fin con la torre de control. La torre de control contestó que sí, que tenían a mano un pequeño scooter de exploración. Sí, podía ser controlado por un haz luminoso y podía proveérsele de cámaras. Pero, naturalmente, se trataba de un equipo especial, sólo para casos de urgencia.
Kielland excitado, llamó a Simpson:
—Cancele todo —dijo—. Quiero decir, todo lo relativo a marcharnos. Cambio de planes. Hay algo nuevo. No, no pido nada, pero… busque a un nativo que le entienda a usted y déle la noticia.
Simpson se puso a gritar al otro lado del hilo.
—¿Qué noticia? ¿Qué cree usted que está haciendo?
—Quizás esté salvándonos a todos; no lo sabremos hasta más tarde. Pero, sea como sea, hágale entender que no dejaremos Venus. Y añada que todos ellos están despedidos; no deseamos tenerles alrededor nunca más. La entrada a las instalaciones estará prohibida para ellos de aquí en adelante. Dígales que hemos ideado un modo de excavar en el lodo sin su ayuda, ¿comprende? Añada que el equipo nuevo llegará aquí muy pronto, traído por el transportador.
—Oh, escuche usted…
—¿Tengo que repitírselo?
Simpson suspiró.
—Muy bien. Perfectamente. Lo haré. Y luego, ¿qué?
—No me molesten durante algún tiempo; voy a estar muy atareado. Tengo que ver la televisión.
Una hora después, Kielland se hallaba en la torre de control. Observaba la pálida pantalla mientras el pequeño explorador a control remoto daba vueltas alrededor de las instalaciones. Las tres cámaras de televisión funcionaban bien; mientras, Kielland arreglaba algunas cosas detrás de la pantalla. Luego le dijo a Sparks lo que deseaba que hiciera, y el scooter partió en la dirección que habían tomado los perritos del barro de la incursión anterior.
Al principio no se veían más que sombrías llanuras de barro. Más tarde, el aparato voló más bajo y fue dando vueltas para lograr una mejor vista. Pudo verse entonces un grupo de nativos, un grupo grande. Lo menos había cincuenta trabajando activamente en el barro, a unas cinco millas de la instalación Piper. Ahora no parecían tan alegres ni tan descuidados como antes. Se diría que estaban afanados en su trabajo, y tan absortos en él que ni siquiera detectaron al pequeño aparato que daba vueltas alrededor de ellos, sobre sus cabezas.
Trabajaban divididos en varios equipos. Algunos se hundían en el barro provistos de pequeños recipientes; otros manejaban cuerdas unidas a los recipientes; y un tercer grupo sacaba de allí los recipientes y los vaciaban en otro lugar. Los recipientes bajaban vacíos y subían llenos, bajaban vacíos y subían llenos. El producto era vertido en un creciente montón, que se apoyaba sobre una isla semisólida con algunos escasos y raquíticos árboles sobre ella. El montón crecía a medida que trabajaban.
A Kielland le llevó sólo un momento comprender lo que los nativos estaban haciendo. El color del producto era inequívoco. Estaban amontonando barro gris azulado todo lo deprisa que podían. Con un brillo de satisfacción en sus ojos, Kielland apagó la pantalla de televisión y ordenó a Sparks que trajera las cámaras. Luego llamó de nuevo a Simpson.
—¿Les ha dicho ya lo que le ordené?
—Sí… sí… Les hablé. Se marcharon rápidamente, muy rápidamente.
—Sí, me lo imagino. ¿En dónde se hallan ahora sus hombres?
—Están trabajando en la número seis. Intentan ponerla a flote.
—Será mejor que les reúna a todos y les haga ir lo más aprisa posible a la torre de control. Si queremos irnos de aquí pronto, tenemos que dejar todos los hilos bien atados.
La silla donde estaba sentado Kielland dio un súbito salto y atravesó la habitación, yendo a aplastarse contra la pared. Lanzando una exclamación, Kielland intentó mantenerse en pie en el inquieto suelo, que de pronto se inclinó hacia el otro lado, arrojándoles con Sparks contra la pared opuesta, junto a un montón de instrumentos. A través de las ventanas, ambos pudieron ver que las llanuras de barro gris se movían terriblemente debajo de ellos. Kielland tardó sólo un instante en comprender lo que sucedía.
—¡Salgamos de aquí! —gritó.
Y bajó la escalera, agarrándose a la barandilla para no caer.
La torre de control estaba hundiéndose en el barro.
Han actuado más deprisa de lo que pensaba, se dijo Kielland, enfadado consigo mismo y dirigiéndose a la plataforma de aterrizaje. Había creído que tendría tiempo para parlamentar, para detener las cosas, para discutir con los nativos los pros y contras de la situación. Pero ahora se veía claramente que tendrían que ser discutidos más tarde.
Y, muy posiblemente, bajo veinte pies de barro…
Un río de hombres salía del barracón de la administración. Todos llevaban a medio poner las botas, pues habían salido corriendo en cuanto los bajos del edificio empezaron a temblar y a hundirse en el barro. Otro grupo de hombres se dirigían a la torre desde el sitio donde se encontraba la draga número seis. Pero la torre se veía cada vez más baja, y las boyas que la sostenían se iban soltando, produciendo estallidos que herían los tímpanos.
Kielland cogió a Sparks por los hombros, teniendo que gritar mucho para ser oído.
—El transporte… ¿ha podido usted hablar con ellos?
—Creo… creo que sí.
—¿Nos envían un transporte?
—Debe estar en camino.
Simpson alzó la cabeza. Su rostro denotaba el mayor desconsuelo.
—¡Las dragas! ¡Van a hundirse las dragas!
—¡Al diablo con las dragas! —respondió Kielland—. Haga que sus hombres se agrupen. Vendrá aquí una nave de un momento a otro.
—Pero… ¿qué sucede?
—Que nos vamos…, si es que podemos hacerlo antes de que esos inocentes y alegres perritos nos hundan en el barro, junto con las dragas, la torre de control y todo lo demás.
Se oyó un rugido mientras descendía el aparato de aterrizaje. Sólo quedaba la parte de arriba de la torre de control. El edificio de la administración se torció, se balanceó, mientras una docena de indistintas formas grises destruían afanosamente la estructura inferior que lo sostenía. Otro grupo de nativos se dirigía ya hacia los terrestres, rodeándolos mientras éstos se agrupaban bajo los cobertizos de la plataforma de aterrizaje.
—¡Están dejando libre la plataforma de aterrizaje! —gritó angustiosamente alguien.
Uno de los cables se rompió con gran ruido y la plataforma se torció. Entonces una docena de hombres se echaron al barro para ahuyentar de allí a los vivos y resbaladizos nativos, empeñados en soltar también los cables que aún estaban sujetos. Momentos después, el aparato de aterrizaje se hallaba ya sobre sus cabezas, y terrestres y nativos tuvieron que apartarse para dejarle sitio.
La plataforma se movió bajo el peso del aparato, empezó a ladearse… pero acabó por sostenerse, sujeta por los dos cables que quedaban. Una horda de seres grises se echó furiosamente sobre aquellos cables al tiempo que se abría la escotilla, por la que cayó una escalera. Los hombres subieron por ella al tiempo de que la cúpula de plástico de la torre de control se hundía en el barro con un gorgoteo.
Kielland y Simpson hicieron una pausa en la parte baja de la escalerilla al tiempo que echaban una ojeada a la sombría devastación que les rodeaba.
—¡Y usted decía que eran estúpidos! —exclamó Kielland—. Lo mejor es que subamos cuanto antes. De no ser así, iremos a parar a donde la torre de control.
—¡Todo perdido! —exclamó Simpson, con acento de tristeza.
—Se equivoca usted una vez más. Todo salvado.
Kielland dio prisa al administrador para que subiera rápidamente la escalera, y suspiró aliviado cuando la escotilla se cerró tras ellos. Los motores a chorro rugieron y esparcieron hirviente barro por todas partes mientras la plataforma de aterrizaje se ladeaba perdiendo el equilibrio y contestaba a los motores con otro rugido antes de hundirse.
Kielland se limpió el sudor de la frente y con un estremecimiento, se dejó caer en su asiento.
—Nosotros éramos los estúpidos —exclamó.
—Debo admitir —añadió más tarde, dirigiéndose a Simpson, que estaba asombrado y muy cansado— que no esperaba que actuaran tan rápidamente. Pero cuando uno decide de pronto que alguien es estúpido, debemos pensar al mismo tiempo que quizás no lo sea. Hubiésemos tenido que hacer caso a los tests del doctor Tarnier. Cierto que no estaban hechos para venusianos, pero sí estaban hechos para medir la inteligencia. Y la inteligencia es una cualidad que no cambia, ni con el ambiente ni porque se trate de otra especie. Los tests indican si hay inteligencia o si no la hay, y el buen doctor nos dijo inequívocamente que en este caso la había.
—Pero la manera como procedían…
—Incluso eso nos habría tenido que abrir los ojos. Existe una tenue línea que separa la más increíble estupidez de la más increíble terquedad. Y a veces es muy difícil distinguirla. Yo no la distinguí hasta que no les sorprendí cogiendo las cápsulas de tetraciclina de mi maleta de muestras. Entonces empecé a darme cuenta de lo que había pasado. Esos perritos del barro estaban firme y tenazmente determinados a expulsar de Venus a la Piper Venusian Installation. No les importaban los medios… Sólo querían que nos fuéramos.
—Pero… ¿por qué? No les hacíamos daño. En Venus hay abundancia de barro.
—¡Ah! Pero quizá no había demasiado barro gris azulado, el que nosotros buscábamos. Suponga usted que una nave del espacio se posa en un campo de trigo de Kansas en el tiempo de la recolección de la cosecha y la tripulación de la nave empieza a cargar trigo en ella… ¿Cree usted que al campesino no le importará? Después de todo, hay en la Tierra mucha vegetación.
—¿Es que ellos… cultivan el producto?
—Lo cultivan porque lo necesitan —repuso Kielland—. Dios sabe por qué suerte de metabolismo la tetraciclina se convierte en alimento… y ellos cultivan ese barro, que lleva una gran concentración de antibiótico, porque es su alimento. Lo cultivan, lo recolectan y viven de él. Incluso la manera como se sacuden cuando salen del barro es una prueba. ¿Qué mejor manera de plantar su cosechaque hacerlo a todo su alrededor? Nosotros veníamos a robarles su alimento, amigo mío; no podemos enfadarnos con ellos porque nos lo hayan impedido.
—Bien, pues si piensan que pueden echarnos así como así, tendrán ocasión de hacer uso de esa brillante inteligencia suya para vencernos —dijo Simpson, colérico—. Traeremos aquí los suficientes equipos para arrojarles de sus posesiones.
—¿Por qué? —preguntó Kielland—. Después de todo, ellos sacan a la superficie su barro con mucha mayor eficacia que nosotros. Y los almacenes de Piper, allá en la Tierra, están llenos de anticuados e inútiles antibióticos que no pueden ya vender. No, no creo que tengamos que sacar más barro cuando basta con establecer con ellos un simple convenio comercial.
Se retrepó en su asiento y contempló por la ventanilla cómo el enorme transporte orbital se alzaba. Luego buscó su pulverizador para la garganta y se administró una liberal dosis, preparándose para retoñar a la civilización.
—Naturalmente —continuó—, los nativos van a preguntarse qué clase de idiotas somos nosotros al pretender venderles puro y refinado extracto de bistec venusiano a cambio de crudos trozos de tierra nativa no refinada. Pero creo que podemos permitirnos el lujo de dejarles que se maravillen durante un tiempo.
Fin