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enero 11, 2017
1
Sabía cómo llegar hasta Alice. Sabía dónde encontrarla. Aquella noche atravesé el campus trazando un plan de amor en la cabeza, un mapa de su cuerpo que seguiría más tarde, cuando estuviésemos de vuelta en nuestro apartamento. No faltaba mucho. Alice estaba trabajando horas extra con él acelerador de partículas, estudiando cuerpos diminutos, empujándolos a colisiones de fuerza inusitada y catalogando los resultados. Sabía que la encontraría allí. Veía el vaivén del ciclotrón sobre la frondosa colina bañada por el sol mientras caminaba por el sendero que llevaba hasta la recóndita entrada. Llegaría en cuestión de minutos.
A diferencia de la de los físicos, mi jornada laboral había terminado. Mi departamento no podía fingir que se encontraba al borde de un descubrimiento que haría historia. Al caer la tarde liberábamos a nuestros estudiantes de posgrado para dispersarlos por cines, boleras, pizzerías. ¿Para qué correr? Estábamos estudiando fenómenos locales, asuntos recientes. Los físicos estudiaban el comienzo y, por tanto, se apresuraban a describir o provocar el final.
Mientras, avanzaba en pos de Alice con el corazón contento, atajando por el césped, saltándome la red de aceras pavimentadas. Estaba en órbita alrededor de Alice. Era una partícula gaseosa giratoria. Quería penetrar su campo, verme atrapado en su mirada científica. Sus ojos paradigmáticos.
El supercolisionador se desperezaba como un brazo cansado sobre las colinas blancas y negras del campus. El viejo ciclotrón de la cima parecía una colmena. El complejo crecía, experimento tras costoso experimento, cual monstruo de Frankenstein arquitectónico dedicado a aplastar al espíritu humano. Pero a medida que me acercaba a la entrada, a las puertas dobles de plexiglás rayado, iba sintiéndome más inmune. Sabía qué se escondía en el corazón del desalmado laberinto. Ninguna inmensidad era lo bastante grande para eclipsarme.
Así que entré. La instalación estaba construida con anodinos bloques de cemento, como para negar la hiperactiva inestabilidad del mundo atómico. Las paredes aparecían perforadas al azar por tuberías y cables eléctricos pintados de gris para hacer juego con el cemento. El suelo vibraba levemente. La instalación podría haber sido un gran sistema de ventilación y yo una manchita o una mota. Pero yo tenía un objetivo. Caminé impertérrito.
Sin embargo, el ala de Alice estaba vacía. Alice se había marchado, al igual que sus estudiantes y colegas. Vagué por las lúgubres salas de cemento rodeado por el eco de mis pasos, buscándola en los laboratorios adyacentes. Estaban vacíos. Comprobé la sala de observación del tanque de muón. Vacío. El centro informático. Nunca había visto el centro informático vacío, sin ni siquiera un triste supersimetrista enfrascado en sus acontecimientos subatómicos de alta resolución, pero ahora estaba vacío. Eché un vistazo a la sala de control de rayos, pero las puertas estaban cerradas con llave.
Estaba solo. Solamente las partículas y yo. Las imaginaba descansando tras una extenuante carrera a través del supercolisionador, flotando inmóviles en el silencio bajo cero, en un estado de calma no existencial. El zumbido en mis oídos no venía de las partículas, por supuesto, pero podría haberse tratado del temor que despertaban en, mí. Me largué de allí.
En la curva del pasillo me encontré con otro fantasma, otra partícula humana rondando el ala abandonada. Un estudiante con la sudadera a medio poner, apresurándose hacia la salida. Al oír mis pasos asomó la cabeza por él cuello de la camisa.
—¿Dónde está todo el mundo? —pregunté.
—Se trata del profesor Soft. Ha conseguido abrir un universo Farhi-Guth. —Estaba tan impaciente por evitarme que balbuceaba.
—¿Dónde?
Señaló la dirección.
—¿Por qué te vas?
—Soft quiere metraje, un documento, para inmortalizar el momento. Voy a buscar una videocámara. Planos de la reacción, edición en la propia cámara.
—Buena suerte.
Se marchó a toda prisa.
Me dirigí al ascensor. Estaba al corriente del experimento de Soft, de su burbuja. Era el tema de muchas discusiones veladas y reverentes en la facultad. Sabía que debía sentir el aliento de la historia en la nuca mientras me lanzaba hacia las profundidades del complejo, al laboratorio donde se criaba la falsa burbuja de vacío bajo la firme dirección de Soft. El profesor Soft y su equipo estaban comprimiendo materia en un intento de crear un universo nuevo.
El departamento de física, Alice incluida, estaba especializado en la búsqueda de la nada diminuta. Soft era lo suficientemente audaz como para perseguir una gran nada. Si su trabajo tenía éxito, la burbuja hinchable se separaría y crecería hasta convertirse en un universo tangencial al nuestro. Otro mundo. Sería imposible de detectar, pero igualmente real. Soft trataba sencillamente de reproducir el big bang.
La multitud congregada en la sala de observación del laboratorio del espacio de Cauchy no advirtió mi presencia. Estaban todos: los estudiantes que manejaban el rayo, el personal del laboratorio del muón, los supersimetristas, Alice y sus estudiantes. Se apiñaban en un sobrecogimiento colectivo ante una pantalla con la imagen pixelada de la falsa burbuja de vacío de Soft.
Soft señalaba perezosamente la radiante masa de la pantalla con un puntero de madera. Sus estudiantes de posgrado estaban de pie a su lado. Soft reprimía el orgullo, pero los estudiantes lo mostraban efusivamente en su nombre. La muchedumbre de caras vueltas hacia arriba resplandecía con la luz de la brillante nada de la pantalla.
—Tuvimos que crear una geometría de burbuja que incorporase simetría esférica explicó Soft.
Se hizo el silencio. Miramos la reluciente pantalla. Estaban ponderando las palabras de Soft. Yo también, más o menos.
—Para poder adherir el espacio de Schwarzshild al espacio de De Sitter —continuó Soft— tuvimos que desarrollar un par de superficies antiagarre, en un entorno asintóticamente minkowskiano.
Un coro de murmullos aplaudió la sabiduría del enfoque. Amén, pensé.
—La clave fue el valor de expectativas cuánticas del tensor energía-momento.
Me abrí paso sin ser visto entre la multitud hipnotizada, buscando a Alice. Alice miraba la pantalla con los pies un poco separados, la cabeza ligeramente echada hacia atrás y el pelo suelto. Me acerqué por detrás y susurré su nombre (ya era un susurro de por sí, «Alice») y la abracé. Encajé mis rodillas tras las suyas, sus codos dentro de los míos y acuné sus brazos Cruzados y, dentro de estos, sus pechos.
—Te huelo dije en voz baja.
Estaba distraída, era parte del público del acontecimiento burbuja, no mía.
—Siento una singularidad inicial —susurré— presionada contra tu simetría esférica.
Nada. Estaba sorda para mí.
—Quiero adherir mi espacio de Schwarzshild a tu espacio de De Sitter —dije.
Sin respuesta.
—Haremos un bebé Schwarz.
Nada.
Nada. Alzamos la mirada juntos, con todos los demás, hacia la maravillosa nada convocada por Soft. La falsa región de vacío.
—Alice.
—Tiene que desprenderse la burbuja —dijo Alice sin apartar la vista de la pantalla.
El estudiante que me había encontrado en el pasillo volvió con un equipo de vídeo y se instaló para grabar el gran momento. Me imaginé gente aplaudiendo, dándose la mano, una habitación llena de físicos amontonados como un equipo de béisbol victorioso.
Pero aún no. El ambiente de anticipación que había en la habitación era increíble. Alice, en mis brazos, estaba prácticamente fundida en él. Sentía cómo mi plan de amor se desvanecía. Borré mi mapa de la tarde a lo largo de su cuerpo, Lo primero era hacer historia en la física. La falsa burbuja tenía que desprenderse.
Fue entonces, allí, en el corazón oscuro del complejo de física, cuando noté las primeras punzadas de la pérdida que se avecinaba.
Mi corazón, por decirlo de manera más simple, sintió nostalgia del presente. Siempre es mala señal.
La falsa burbuja de vacío no se desprendía. A las once y media, el servicio de reparto de comida trajo pan, atún, ensalada de huevo, leche y papel parafinado, un picnic de medianoche en el bochornoso corazón del edificio. Nadie se marchó. Nadie se cansó de esperar. La falsa burbuja de vacío no se desprendía. Los físicos pululaban en grupos nerviosos, expresando una solidaridad que en aquel centro tan frío se antojaba demasiado débil. A las dos, los guardias de seguridad repartieron catres enclenques, almohadas y sábanas de algodón para víctimas de terremotos y repusieron los rollos de papel higiénico de los lavabos. Nadie durmió.
La falsa burbuja no se desprendía.
2
Mi tesis, presentada hacía cinco años, versaba sobre «La teoría como forma de neurosis en el científico profesional». Gracias a ella gané un puesto de profesor adjunto en el departamento de antropología de la Universidad de California del Norte en Beauchamp (pronunciado «bichom»). El septiembre de mi llegada fue mi primera visita a California, sin contar la entrevista de trabajo.
Al principio mi actitud era terrible. No me encontraba cómodo aplicando las ciencias sociales, esos espejos de caseta de feria, en gente real enfrascada en perseguir metas reales. Me parecía presuntuoso e injusto. Me lo tomé con ironía. Mis clases se resintieron y el departamento criticó severamente mi trabajo.
Después descubrí mi oportunidad, como si robara una carta nueva. Las críticas me dieron la clave. No tenía que seguir buscando el trabajo de mi vida. Estudiaría los entornos académicos, las políticas de departamento y las riñas territoriales, las zonas donde las disciplinas se superponían, se retroalimentaban e interferían unas con otras. Cual parapsicólogo, tendía trampas a los planes de estudio fantasma que vivían una existencia incierta en el vacío que quedaba entre los planes de estudio reales. Aplicaba teorías de la información a los folletos académicos, las listas de lecturas, los menús del servicio de comidas.
Mi nuevo trabajo resultaba irrelevante y difícil de digerir. Solo aparecía traducido, en la publicación Veroffentlichen Sonst Umkommen, en artículos cargados de notas al pie, áridos e ilegibles como un puñado de arena fina. Mi apodo en el departamento era el Decano Interdisciplinar. Interdecano, para abreviar. Conseguí un apartamento en el campus y había días en que no salía de la apacible milla cuadrada que englobaba los edificios donde enseñaba, me alimentaba de comida de refectorio y leía avisos del profesorado colgados en tablones de anuncios destrozados y llenos de chinchetas.
Fue algún proyecto interdisciplinario lo que me condujo por primera vez a los gigantescos e intimidatorios edificios que constituían el departamento de física y me llevó a lidiar con las gigantescas e intimidatorias teorías de la física moderna. Incluso para el Interdecano, el terreno se presentaba escabroso. Mi recompensa consistió en descubrir dentro de las teorías y los edificios, escondida como una perla en una ostra, a la nueva profesora adjunta especializada en física de partículas, Alice Coombs.
Yo no paraba de inventar preguntas estúpidas excusas para visitar el colisionador donde Alice hacía correr a sus partículas como galgos campeones. Aún tardé varias semanas en reunir el valor necesario para invitarla a salir. Sugerí dar un paseo por las colinas con vistas al ciclotrón. Creo que era la primera vez que salía del campus en un mes. Recuerdo a Alice con las manos en los bolsillos de su bata de laboratorio, caminando con cuidado entre las raíces que sobresalían del camino. El cielo era un dramático paisaje nebuloso inclinado. Como si las nubes huyesen hacia las estrellas. Beauchamp, a nuestros pies, parecía una ciudad de juguete. Recuerdo que pensé: No me gusta el pelo rubio. Pero me gustaba el de Alice. Era un idiota. Sin aliento por la subida, nos tropezamos en el camino y la olí. Si las aceitunas fuesen dulces… así olería Alice.
—Tiene gracia…
—Me recuerdas a…
—Apenas nos…
Era inútil tratar de hablar. Sonreíamos avergonzados, mientras nuestras palabras sé derramaban como platos de salsa barbacoa sobre un vestido blanco en un anuncio de detergente, un cómico desastre a cámara lenta.
Solo podía besarla. Funcionó. Volví a oler la dulzura de aceitunas.
Alice Coombs y yo aprendimos pronto a hacer muchas cosas juntos, incluido hablar. Podíamos incluso bromear. Discutir, si era preciso. Pero convertimos en un pequeño culto dejar cosas sin decir. De algún modo, aprendíamos más el uno del otro si manteníamos la boca cerrada, nos conocíamos mejor.
Al menos eso pensábamos.
Fue en el silencio donde se perdió la idea de pedirle a Alice qué se casase conmigo, varada eternamente en la punta de la lengua. Resultaba demasiado obvio y burdo. Demasiado institucional. Ya llevábamos viviendo juntos casi un año, la antropología con la física. La mayoría de las noches yo preparaba la cena. Alice trabajaba hasta tarde.
3
Me desperté atenazado por un sueño aterrador en el que aparecían salvajes, nubes de polvo y mi contestador automático. En realidad estaba en un catre en el recodo del pasillo frente al laboratorio del espacio de Gauchy. Solo. Volver en sí en las entrañas del gélido y ronroneante complejo resultó aún más extraño que el sueño, y peor. Fue como si hubiera estado durmiendo al cobijo de un trasatlántico hundido.
Me había dormido a las cuatro de la madrugada. El universo inflacionario del profesor Soft había continuado negándose perversamente a actuar. La burbuja no se desprendía. Me había aburrido de esperar y me había metido en uno de los catres. Oí la voz de Alice en la sala de observación.
Entré. El suelo del laboratorio estaba cubierto de papel parafinado, vasos vacíos y listados arrugados. La mayor parte de los físicos se había acurrucado en los catres o se había marchado a casa. Solo quedaban unos pocos, que seguían esperando con la mirada cansada. Soft tomaba notas en su mesa de trabajo portátil. Su becario seguía a su lado. Los píxeles oscilaban serenamente sobre sus cabezas. Alice permanecía de pie donde la había dejado. ¿Cuánto tiempo me había dormido?
La cogí de la mano.
—¿Qué hora es? —susurré.
—Aquí son las ocho y media —contestó—. Dentro del espacio de Cauchy siguen siendo las seis de ayer. El tiempo se ha colapsado en torno al evento burbuja.
—¿En serio?
—El agujero de gusano se ha dilatado.
—Eso es bueno.
Alice negó con la cabeza sin apartar la vista de la pantalla.
—Parece bueno, pero en realidad no lo es. Puede que la burbuja se haya desprendido de acuerdo con lo previsto. Pero no debería haber ningún aneurisma.
—¿Una herida?
—Un agujero.
—¿Qué significa?
Alice sacudió la cabeza.
—¿Soft está muy preocupado?
—Mira a su becario.
Miré. Era cierto. Soft era un ejemplo de entereza, pero su becario estaba hecho un desastre, con el pelo apelmazado por el sudor nervioso y los ojos lagrimeantes. Levanté la vista hacia la pantalla e intenté distinguir el aneurisma. No veía nada. Mi físico interior era ciego, estaba atrofiado.
Sostuve la mano fría de Alice y la miré observar la pantalla. Alice seguía sin poder desperdiciar una mirada en mí, no podía desconectarse de aquel experimento de un aburrimiento imposible.
—Alice. —Le apreté la mano.
Se volvió y me besó. Fue un beso pequeño y comedido que se posó en el borde de mis labios.
Apoyé los pulgares bajo sus ojos, donde la carne se veía gris y tierna, y la besé de nuevo.
—Tienes clase —me dijo.
—Tenemos tiempo de desayunar.
Miró la pantalla y luego bajó la vista al suelo. Resultaba evidente que no quería hablar allí.
—Tengo que quedarme.
—¿Es importante?
—Mucho.
Sonreí, pero no estaba contento. Yo quería que fuese Philip el que apareciese en la pantalla de Alice.
En el rincón, varios físicos se habían reunido alrededor de la mesa de Soft bebiendo de sus educaciones murmuradas como animales en un agujero del desierto. Alice vio que les miraba y se volvió. Obviamente, quería unirse al grupo.
Puse las manos en su pelo y giré su cabeza hacia la mía con dulzura.
—Te llamaré cuando hayas acabado la clase —susurró.
—Vale.
—Quiero verte.
—Lo sé.
—Pero tengo que presenciar esto. Soy así. Me gusta estar en primera línea de fuego.
—En el horizonte de lo real —musité.
Alice y yo éramos del mismo tamaño. Desplazábamos la misma cantidad de aire. Pero cuando nos abrazábamos se volvía escurridiza y fugaz, como una rémora. Cuando la estrechaba me imaginaba que si estiraba el cuello podía besarle la nuca o rodearla del todo, hasta tocarme los hombros con las manos.
—Vale —dije—. Llámame después de clase.
—¿Estarás en el apartamento?
Asentí.
—Estaré descongelando algo.
—Te llamaré.
—Con las últimas noticias sobre la burbuja. De veras, me interesa.
Nos separamos. Alice se unió al grupo que se apiñaba alrededor de la mesa de Soft. Sentí celos, pero no pude atribuirlos a nada concreto. Se desdibujaron y desaparecieron.
Se me aligeró el corazón al salir del atemporal y gris complejo de física al campus, iluminado por la luz de las nueve de la mañana. Debería haber estado cansado, pero me sentía como una mariposa saliendo del capullo. Tenía una ventaja sobre los estudiantes desperdigados por los senderos bordeados de césped: solo yo conocía el aneurisma, la burbuja arrugada que acechaba debajo. Allí fuera, las ventanas de los edificios de madera blanca se abrían con un chirrido para dejar entrar la luz, los encargados de mantenimiento recogían la basura de las inmensas extensiones de césped recién despiertas, los estudiantes de primero parpadeaban intentando ahuyentar resacas de cerveza Zima. Para ellos era solo un día más, pero yo sabía que el tiempo se había detenido.
Un universo nuevo. Me lo imaginé retorciéndose para alejarse del universo viejo, liberándose a patadas del agujero de gusano umbilical del laboratorio de Soft. Esa idea irradiaba una luz fresca y extraña sobre la mañana, sobre los pájaros que piaban en lo alto, el trazo de tiza de las nubes y los folletos de las elecciones al consejo de estudiantes que colgaban de todas partes. Quizá este fuera el universo nuevo y el monstruo de Soft hubiera absorbido lo viejo hacia los confines de la galaxia.
Jurándome impartir los rasgos generales de esta nueva visión en mi clase, me desvié hacia la cafetería para desayunar un Team, o quizá un Total.
4
El teléfono del apartamento era inalámbrico, y hacía un día demasiado bonito para sentarse dentro a esperar que sonara. Lo dejé en el patio. Saqué también té helado y un libro que sabía que no quería leer. Pero en cuanto me senté oí unas voces, voces extrañas, delante del edificio.
—Aquí ya hemos estado antes —dijo la primera voz.
—Es aquí —dijo la segunda.
—Estamos a tres manzanas de la cabina —dijo la primera.
—Incorrecto —repuso la segunda—. A cuatro manzanas de la parada del autobús.
—Entre la cabina y la parada del autobús hay dos manzanas.
—Creo que hablamos de dos cabinas diferentes.
—Solo hay una cabina. O sea, nos referimos solo a una.
—Incorrecto. Hoy es martes. Los martes por la tarde visitamos a Cynthia Jalter. Cambiamos de autobús. La segunda cabina está a dos manzanas del transbordo. Los martes hay dos cabinas de teléfonos.
—Quieres decir que los martes nos referimos a dos cabinas de teléfono.
—Correcto. Hoy es martes. Nos encontramos a tres manzanas de la cabina de teléfonos y a cinco manzanas de la cabina de teléfonos. ¿Qué hora es?
Siguió una pausa larga.
—Las cuatro y treinta y siete —dijo la segunda voz—. Comprueba tu reloj.
—Las cuatro y treinta y siete —dijo la primera.
—Bien. Somos puntuales. Este es el lugar.
—Sí, ya hemos estado antes aquí. ¿Llamamos al timbre?
—¿Quieres hacerlo tú?
—De acuerdo.
De nuevo, un silencio largo. Finalmente, el timbre de la puerta. Me quedé donde estaba. No podía imaginar que semejantes comediantes tuvieran que atender algún asunto serio en nuestra casa.
—Sin respuesta —dijo la segunda voz.
—¿Llegamos tarde?
Una pausa.
—Son las cuatro y treinta y ocho. La hora correcta. ¿Es el lugar correcto?
—Es el lugar correcto. Hemos estado antes aquí. Vinimos andando desde la parada del autobús.
—¿Dónde está la señorita Coombs?
—Incorrecto. La profesora Coombs.
—¿Llega tarde?
—Quizá lleguemos temprano. ¿Qué hora es?
Esta vez me levanté de la hamaca. Quería romper el bucle de aquella charla, ahorrarnos a los tres tener que seguir con ella.
—Hola —dije, al tiempo que bordeaba la esquina del edificio. Entonces, al verlos, me paré y me callé. Frente a la puerta esperaban dos ciegos, uno negro y otro blanco, ambos vestidos con un traje de dos piezas oscuro y arrugado, ambos con bastón. Volvieron la cabeza en cuanto aparecí, no para mirarme con sus ojos inútiles, sino para dirigir sus orejas hacia mí, como pastores alemanes.
La ceguera explicaba las demoras al consultar los relojes y las llamadas al timbre, así como parte de la extrañeza de la conversación.
—Hola —contestó el hombre negro, la primera voz—. ¿Podría decirnos si vive aquí la profesora Coombs?
Les hice esperar fuera mientras recogía el teléfono del patio. Nuestro apartamento era bastante modesto: dos dormitorios que daban a un salón central con cocina americana. Se adentraron en él como juguetes a cuerda gigantes, metiéndose en los rincones hasta el fondo y rebotando después hacia el centro sin dejar de blandir los bastones. Pasearon las manos por todas partes, trazando el mapa del lugar de manera desesperada, demasiado desesperada. Al final tuve que guiarlos a los dos hasta el sofá, pese a que ambos lo habían palpado más de una vez durante la inspección.
—Somos compañeros de piso —explicó el hombre blanco, la segunda voz—. Me llamo Evan Robart.
—Philip Engstrand —dije, y le di la mano.
—Garth Poys —dijo el otro. Me liberé de un apretón de manos para entrar en otro.
—Alice volverá enseguida —dije—. ¿Les apetece algo de beber?
—No —contestó Evan Robart—. Bebí antes de salir de casa.
—Los dos lo hicimos —dijo Garth Poys.
—Hemos venido a hablar con la profesora Coombs sobre un experimento —explicó Evan—. Relacionado con Garth.
—Por lo visto, poseo visión ciega —dijo Garth—. No es que me sirva de gran cosa. —Lo dijo como si se tratara de la coletilla de alguna broma que no le hacía demasiada gracia.
—Por lo visto, la señorita Coombs considera que eso lo convierte en físico —dijo Evan. Habló en el mismo tono irónico y hastiado.
—Incorrecto. La profesora Coombs.
Me senté, enmudecido por el ping-pong de su cháchara. Hacía cuanto podía para parecer cómodo, lucía una sonrisa forzada y había cruzado las piernas, todo ello sin conseguir producir la única señal que ellos podían percibir: palabras.
—¿Tiene hora?
—Son las cinco menos cuarto —chirrié.
—¿De veras? Yo tengo las cuatro y cuarenta y dos. ¿Evan?
—Yo también. Al menos vamos sincronizados. Ya es algo.
—¿Cree que voy bien? —me preguntó Garth—. ¿Quién cree que va mal?
—Probablemente yo —conseguí decir.
Garth volvió la cabeza hacia Evan. Tenía los ojos un poco abiertos, pequeñas franjas blancas bajo sus párpados casi púrpuras, como lunas gemelas brillando en la noche de su rostro.
—Tal vez todos vayamos mal —dijo con gravedad.
Se oyó un ruido en la puerta. Alice entró, cargada de bolsas llenas a reventar de comida, de las que asomaba apio y papel de cocina. Miró por encima de las bolsas e hizo las presentaciones, ya innecesarias, mientras llevaba la compra a la cocina.
La seguí e hice sitio en la encimera, atiborrada de electrodomésticos en marcha. Vaciamos las bolsas. Alice separó la cena. Guisantes, salmón, arroz, aguacate, helado. El resto lo amontonamos en los armarios. Esperé a que el sonido del agua corriente ocultara mi voz.
—Son increíbles.
—No pueden evitarlo.
—La manera en que hablan. Es obsesiva.
—Compensación. No pueden ver. Trazan el mapa del entorno por medios verbales.
—Pues el mapa ese exige muchas confirmaciones.
—Escúchales. Es poesía.
—Están sincronizando los relojes constantemente. Como los astronautas.
Alice puso agua al fuego para el arroz, lavó los guisantes, peló el aguacate. Yo volví a ofrecerles una bebida a los ciegos. Volvieron a rechazarla. Los escuchamos trazar persistente y silenciosamente el mapa del salón, debatiendo sobre las distancias entre diversos mojones, la lámpara de pie, la chimenea, la puerta. Corté un limón.
—¿Y el aneurisma? ¿Qué ha pasado?
—La brecha se ha estabilizado.
—¿Brecha?
—Soft la ha elevado a la categoría de brecha.
—¿Eso es peor o mejor que un aneurisma?
—Diferente. Es más estable.
—Pero completamente inesperada.
—Visto ahora, no tanto. La he introducido en el ordenador esta tarde. Las ecuaciones no cuadran a menos que incluya el portal.
—¿Es un portal o una brecha? Parece que no está muy claro.
—Soft lo llama brecha. Yo, portal.
—Es de Soft.
—Si lo describo yo, es mío. Estoy empezando a interesarme en el tema. —Alice estaba de espaldas, troceando aguacate, picando hierbas. En el salón, los ciegos hablaban de paradas de autobús y cabinas.
—Creía que ya estabas interesada.
—Cuando iba a desprenderse era un asunto más típico de Soft. Pero la burbuja sigue allí. Eso es más lo que yo trato.
—A ti te gustan las cosas perceptibles —sugerí—. Te gusta medir.
—No las fáciles de percibir —apuntó—. Apenas está presente.
—Cuánto colorido.
—¿Qué?
—La comida. Estás cocinando para ciegos y es todo de colores. Guisantes, helado de arándanos, salmón. Aguacate.
Nos miramos.
—¿Sentirán que se están perdiendo algo? —susurró.
—Alguna vez, por fuerza. Quiero decir que seguro que se pierden cosas.
Llevamos la cena a la mesa y la dispusimos de cualquier modo. Los ciegos, una vez los conducimos a la mesa, adoptaron una actitud formal y callada. Podía verles revisar el collage de olores y ruidos, el suave tintineo de la cubertería y el hielo. Alice sirvió la cena y comimos, los ciegos inclinándose sobre sus platos y llevándose bocados desconocidos a sus labios temblorosos. Los guisantes y el arroz rodaban por la mesa.
Alice rompió el hielo.
—En física nos encontramos con un problema de observación. Pongamos, por ejemplo, un electrón que gira. Si queremos observar la dirección de su eje de giro descubrimos que, por extraño que parezca, la dirección será cualquiera desde la que decidamos observarlo.
—Ajá, un problema de observación —repitió Garth con un énfasis perturbador.
—El pollo está buenísimo —dijo Evan.
—Rara vez comemos pollo —dijo Garth.
Estábamos comiendo pescado. No dije nada.
—Hay quien opina que la conciencia del observador determina el giro o incluso la existencia del electrón.
—Creo que la sal está siete, quizá nueve, centímetros a la derecha de tu plato.
—Más bien a once.
—Entonces está más cerca del mío.
—En realidad es un problema de subjetividad. ¿Cómo puede el observador realizar una observación objetiva? Es imposible.
—Ajá. Un problema de subjetividad.
Quería interrumpir. El esfuerzo de Alice parecía inútil. Todavía no me había dado cuenta de que Evan y Garth la escuchaban.
—Ya habíamos hablado de esto, ¿no? —dijo Garth—. En su despacho, el viernes pasado.
—Sí, es cierto —dijo Evan. Un grano de arroz le colgaba del labio superior—. En su despacho.
—¿Hacia qué hora?
—Hacia las tres de la tarde.
—Hará unas noventa y seis horas. ¿Es eso?
—Sí, más o menos.
—Ajá. —Garth alzó la cabeza, dirigió la mirada al techo. Alice y yo le miramos.
—Bien. Tenemos un libro.
—De la biblioteca —dijo Evan.
—Hemos leído sobre el tema. El problema del observador.
—Maravilloso —dijo Alice.
—Dice que es maravilloso —dijo Evan, como si Garth solo pudiera oírle a él.
—Creo que lo entiendo —dijo Garth—. Es un problema de subjetividad. Saber. Pensar. Observar es como pensar.
—Sí.
—Excepto para mí. Yo puedo ver sin pensar. Es a lo qué se refieren con visión ciega. No es que me sirva de gran cosa.
—Si —repitió Alice. El blanco y el negro sonrieron. Se había alcanzado algún tipo de entendimiento. Estaba solo en mi desconcierto.
—¿Qué es la visión ciega? —dije.
—Quiere saber lo que es la visión ciega. —Se rieron por alguna broma privada—. ¿Se lo quieres explicar tú?
—Se lo explicaré. ¿Qué hora es?
—Las cinco y cincuenta y siete. ¿A qué hora sale el último autobús?
—A las once. Yo tengo las cinco y cincuenta y ocho.
Ajustaron y corroboraron los voluminosos relojes en braille. Garth se recostó en la silla y fijó su falta de mirada en un punto situado unos treinta centímetros a la izquierda de mi cara.
—Evan y yo somos ciegos de distinto modo —dijo—. Los ojos de Evan no funcionan. A mis ojos no les pasa nada.
—Soy amaurótico —dijo Evan con un punto de orgullo.
—Mis ojos funcionan —continuó Garth—. Pero tengo atrofiada una parte del cerebro implicada en la conciencia de la visión. —Me resultó evidente que citaba algún texto—. Mis ojos funcionan. Puedo ver. Solo que no sé que puedo ver.
—No puede saberlo.
—Mi cerebro no entiende la visión.
—La visión ciega —dijo Alice con entusiasmo— consiste en engañar a Garth para que olvide que no ve. El médico le ordena alcanzar un objeto. Él lo coge sin titubear. Cuando los médicos trazan los vectores de sus manos, brazos, dedos y el movimiento de sus ojos, todos son precisos. Garth sigue sin experimentar la visión, pero no cabe duda de que ve. De que realiza una observación.
—Ajá. No es que me sirva de gran cosa.
La idea fue aposentándose en nuestras mentes.
—Observación sin juicio subjetivo —dijo Alice.
—El giro de una partícula —dije yo.
—Física —repuso Alice.
—Su despacho está en el edificio de física —dijo Evan.
—Hemos estado —dijo Garth—. Está a unas cinco manzanas de la parada del autobús.
5
Alice y yo hicimos el amor esa noche. Después no hablamos durante bastante rato. El dormitorio estaba frío y oscuro. La luz se colaba desde el salón y perfilaba nuestros cuerpos tendidos en la penumbra, sudorosos en las zonas de contacto, con la carne de gallina donde no se tocaban. El silencio estaba cargado de cosas calladas.
No hablamos del experimento de Soft, de la brecha o portal. No mencionamos a los ciegos, ni el sueño de Alice de encontrar al perfecto físico carente de visión.
Enseguida Alice empezó a adormecerse, pero yo no. Yo oía el aire silbando entre sus labios.
—Alice.
—¿Philip?
—¿Dónde acabo yo y empiezas tú?
Dudó.
—¿Preguntas cuál es el límite?
—Me refiero a qué quedaría de mí si te fueras.
—No voy a irme. —Su voz sonó muy tranquila.
—Contéstame de todos modos.
—Quedaría todo de ti. Nada de mí. Yo me habría ido y tú seguirías aquí.
Era evidente que Alice quería dormir. Pero yo sentía como si dejarla dormir esa noche fuera igual que perderla.
—Tú me completas —dije—. No estoy seguro de existir en realidad, solo cuando me observas.
No dijo nada.
—Si me dejaras, te llevarías tanto de mí que estaría dentro de ti, mirando lo que quedara de mí: la cascara de Philip Engstrand abandonada.
Me miró fijamente desde el otro extremo de la almohada.
—Eso es muy bonito —dijo.
—Así que cuando noto cierta distancia entre los dos es como si algo no funcionara dentro de mí. Siento un abismo interior.
Alice cerró los ojos.
—Nada va mal.
—¿No?
—He pasado la noche en vela. Tengo que dormir. Nada más.
—Vale. Es solo…
—Philip, basta, por favor.
Lloró entre mis brazos. Dejó de temblar al dormirse.
6
Pasaron los días. Se dieron clases, se impartieron seminarios. Los trabajos se entregaron, evaluaron y devolvieron. El equipo ganó algo y se engalanaron los árboles con guirnaldas de papel higiénico. Llovió y el papel higiénico cayó a los caminos y sobre los limpiaparabrisas de los coches aparcados. Un grupo de estudiantes ocupó el acuario en memoria de Frank J. Bellhope para protestar por el trato dispensado a Roberta, el manatí inteligente. La protesta fracasó. Organicé un simposio sobre la historia de las ocupaciones estudiantiles de edificios universitarios. El simposio fue un éxito. En el mundo exterior, el equipo invadió algo, una desventurada isla o istmo. Se redactó, revisó y desechó una carta de protesta de la facultad. Se encontraron pepitas de calabaza hinchadas en las secciones de producción de Fastway y Look’n’Like.
Alice continuó demoliendo partículas. Cuando nos veíamos estaba ausente, distraída. Trabajaba hasta tarde con sus estudiantes de posgrado y Garth Poys, el Físico Ciego, preparando series de protones. Las noches las pasaba con Soft en la sala de observación del espacio de Cauchy, siguiendo los progresos de la brecha o portal. A veces le llevaba bocadillos a la gélida sección del acelerador, pero me negué a descender de nuevo al negro corazón donde acechaba el monstruo de Soft.
Oí el nombre de Ausencia por primera vez en la barbería del campus. Los barberos de la universidad estaban especializados en cortes al rape y pelados al cero para los atletas del campus, los nadadores, luchadores y jugadores de fútbol americano. Las paredes estaban cubiertas de programas y pósters autografiados por las estrellas universitarias graduadas tiempo atrás en dolorosas y agotadoras carreras de la liga de fútbol nacional. Cuando entraba, unas seis veces al año, mi barbero suspiraba, dejaba la maquinilla eléctrica y buscaba las olvidadas tijeras.
Soft esperaba turno sentado con las manos cruzadas primorosamente. Me costó reconocerle sin la bata de laboratorio y el puntero, sin su aura de Nobel. Era una pálida criatura subterránea vagando por el mundo exterior. Me sorprendió descubrir que le crecía el pelo.
—Soft —dije.
—Engstrand.
—La brecha está sola —dije alegremente—. La has dejado desatendida.
—La vigilan estudiantes veinticuatro horas al día.
—¿Y si pasa algo?
—No pasará nada. La ausencia está estabilizada.
—¿La ausencia?
—La llamamos así. —Parecía incómodo.
—Así que ha dejado de ser un evento. Ahora se define por su fracaso a la hora de ocurrir. Una ausencia, una carencia.
—Ya no la consideramos un fracaso. Solo una ausencia.
—Caballeros.
—Él estaba primero —señalé.
—Pueden pasar los dos.
Soft y yo subimos a sillones contiguos, que los barberos colocaron en posición. El largo espejo nos enmarcaba, sentados pasivamente con los baberos blancos atados alrededor del cuello de la camisa. El borde inferior de la estampa lo llenaban geles, peines y vaporizadores.
—¿Elegante o moderno?
—Corto en la nuca y a los lados.
—Elegante, solo alrededor del cuello y las orejas. ¿Quieres decir que ya no es una brecha?
—Lo de brecha era una mala definición. Todo el tiempo hubo una ausencia. Acompañada en un primer momento por un evento de gravedad que a su vez derivó en un evento temporal.
—No corte mucho por arriba. Pero ¿ahora no la acompaña un evento gravitatorio?
—Ya no la acompaña ningún tipo de evento. Está completamente limpia.
—Inclínese hacia delante.
—¿Cómo, limpia?
—No hay nada más que la ausencia.
—Nada más que la ausencia —repetí—. Entonces, ¿cómo sabéis que está ahí?
—Por los recuentos de partículas, por las partículas que debería haber y no están. Por el desequilibrio hallado en el laboratorio en los trazos de M y H.
—Dios mío, qué corto. ¿Quieres decir que se está comiendo partículas?
—Señor Engstrand, dentro de una semana me lo agradecerá.
—En lenguaje más accesible, sí, se las come. Tienden hacia la ausencia y no aparecen por el otro lado.
—¿Y eso qué significa?
—Por el momento estamos teorizando sin descanso. Por ejemplo, Alice y yo no estamos de acuerdo.
—¿Cuál es tu teoría?
—Me alegro de que me lo preguntes. En mi opinión, el evento de creación se reproduce infinitamente. Las partículas que faltan alimentan una inflación constante. La ausencia es el centro.
—¿Quieres decir que se reproduce el experimento original? ¿El universo dentro del laboratorio?
—Sí.
—De modo que genera universos sin parar, uno detrás de otro, ¿no?
—Sí, pero es solo mi opinión.
—¿Y la de Alice?
—Pregúntaselo tú mismo.
—Mire, eche un vistazo por detrás.
El barbero me entregó un espejo y giró él sillón, y por un momento quedé atrapado en un mundo de regresión infinita, en un corredor reflectante de Engstrands, Softs, barberos, geles y peinados demasiado cortos sin fin. Indiqué mi aprobación con un gesto de la cabeza y devolví el espejo.
Soft y yo salimos juntos. Me pasé los dedos por el pelo para levantarlo, él se palmeó cuidadosamente el suyo para aplanarlo. Cruzamos la calle entre el murmullo y los cuchicheos de la muchedumbre estudiantil que regresaba al campus. Hacía un día estupendo, el aire estaba plagado de Frisbees y el césped de libros de texto abandonados.
—Soft, el Señor del Universo —dije.
—Solo intentaba crear uno. Podría estar equivocado.
—Infinitos Universos Soft que la ausencia fabrica como grullas de papel.
—Supongo que probablemente me equivoco.
Me estaba gustando la manera en que aquel asunto desafiaba la teoría, el modo en que traía de cabeza a los físicos. Brecha, separación, golfo, centro… la ausencia era la explosión de la metáfora en el mundo literal. Sentía cierta afinidad secreta con ella.
Entonces Soft, con total indiferencia y naturalidad, me rompió el corazón.
—Lo de Alice es un caso curioso —dijo—. Se encuentra en una posición muy extraña. Te envidio.
—¿Perdón?
—Es decir, tiene un problema de subjetividad increíble. Si estuviera menos enamorada, tal vez su física sería menos de andar por casa, pero no es lo que querernos, ¿verdad?
—Bueno…
—La he observado trabajar mucho en las últimas semanas. He tenido muchas oportunidades para hacerlo. Ha confundido el mecanismo maravillosamente azaroso que es el universo con un relicario, por así decirlo.
—¿Qué quieres decir?
—Entre los físicos, Philip, es lugar común que cuando uno de los nuestros sucumbe al misticismo es debido a la pasión. Alguna cosa de la vida privada del físico se proyecta en el experimento. Es lo que he visto en Alice. Carece por completo de la perspectiva adecuada. Debes de ser un hombre muy feliz.
—Eh, sí.
Parecía complacido. Nos detuvimos en el césped de la universidad, plagado de grupos de estudiantes tumbados al sol.
—Me alegro de haber tenido ocasión de charlar contigo —dijo Soft.
—Si.
Rió disimuladamente.
—Y no vayas por ahí hablando de Universos Soft.
—Sí. No. No te preocupes.
Se alejó con su horrible peinado nuevo, supongo que en busca de la entrada a su madriguera. Yo me sentía agarrotado pero doblegado, descentrado, como un tablón combado de llevar mucho tiempo almacenado en un sótano mohoso.
Soft había descrito a una Alice que yo no reconocía, una Alice diferente de la mía. La Alice que yo conocía estaba obsesionada con la objetividad. Nunca habría permitido que su corazón interfiriera en su trabajo. Es más, nunca la había visto menos enamorada, menos dominada por la pasión. Durante las últimas semanas había vivido en las instalaciones del departamento de física, no en nuestro apartamento. No, la Alice de Soft no era la misma que la mía.
Solo que tenía que serlo, claro. Eran una, la misma.
De modo que la pasión que Soft había visto en ella no era por mí.
7
¿Podía Alice amar a un ciego? Evan. De los dos, Evan parecía el menos inflexible. Su participación en la cartografía verbal era conyugal, de apoyo. Garth era el obsesivo. Y Evan poseía cierto carisma sesgado, un encanto a lo Buster Keaton con su traje arrugado. Las miradas unidireccionales eran caprichos pasajeros, enamoramientos. En ese sentido, un ciego era como un actor o una estrella del rock. ¿Se había perdido Alice en el vacío de sus ojos? Soy amaurótico, había dicho Evan. Soy erótico. Me imaginé a Alice doblando el traje de Evan y dejándolo cuidadosamente en una silla, besando temblorosa los párpados entornados, guiando las manos ciegas hacia sus pechos. Con los pezones duros como puntos de braille.
O Garth. Garth era la estrella, el Físico Ciego de Alice. Pero a mí me parecía al borde del autismo. Junto con Evan formaba un sistema cerrado tan perfecto e impermeable como un dispositivo en movimiento perpetuo. No lograba imaginarme a Garth sin Evan.
Entonces, Evan y Garth. Una pesadilla de Alice perdida en una maraña de miembros torpes manoseándola. Los ciegos trazando una y otra vez el mapa de la superficie corporal de Alice, coordinando las distancias entre puntos de referencia y entradas.
¿Y el mismo Soft? ¿Podía Alice amar a aquella pálida criatura subterránea? Me pareció una posibilidad remota. Soft poseía cierta grandeza, el premio. Me imaginaba largas noches en el laboratorio del espacio de Cauchy. Solitarios descubrimientos, paridades inesperadas, una mano acercándose a otra mano temblorosa mientras anota fórmulas.
Pero, entonces, ¿por qué habría de hablarme Soft de la pasión de Alice? ¿Es que no se daba cuenta de que él era la razón de la falta de calidad de la física de Alice? De modo que Soft estaba mofándose de mí, jugaba conmigo. Un ejemplo clásico del desprecio de los físicos por otras disciplinas. Apreté los puños.
Aunque, ¿y si se trataba de otro? Algún otro miembro de la facultad, del departamento de lengua inglesa. Un descodificador de sonetos. De frases más elegantes que las mías, de metáforas de una modernidad menos grotesca. O un estudiante, un estudiante de posgrado de física. Tal vez un ayudante de Soft salido de la sombra de su mentor para convertirse en alguien real.
Otro. Algún otro. Otro cuerpo.
Alice con el señor Otrocuerpo.
8
Mi corazón y el ascensor: una caída en picado dentro de otra. En descenso hacia mi estómago y el lúgubre centro del complejo de física para recorrer los yermos pasillos de cemento, afrontar los laboratorios estériles, en busca de lo que había perdido. ¿Adónde podía ir si no? Había telefoneado para cancelar las tutorías de la tarde y luego había vagado por el campus, titubeando como un fantasma frente a los buzones, los tablones de anuncios y las máquinas de café, pero no engañaba a nadie. Estaba buscando a Alice.
Salí del ascensor entre un desfile de estudiantes vestidos con trajes antirradiación. Transportaban delicadas piezas de equipamiento electrónico por el laboratorio del espacio de Cauchy. Pensé con amargura que se cocía algo importante. Volvían a encontrarse a punto de hacer historia.
Entré sin ser visto. La sala de observación estaba llena de aparatos eléctricos desmontados dispuestos sobre palés acolchados y envueltos con cubiertas de tela antiestática. La pantalla estaba vacía. Los técnicos entraban y salían sin hacer ruido, vestidos con sus trajes de payaso entre los zumbidos y chasquidos de los auriculares. Eran todos de la misma especie. Físicos. Yo era otra cosa, una araña, un conejo o una zanahoria.
Un estudiante con bata de laboratorio se detuvo delante de mí. Le reconocí. Formaba parte del círculo de Alice.
—Señor Engstrand.
—Sí.
—¿Quiere hablar con la señorita Coombs?
—Sí.
—Sígame.
Me entregó un traje y una capucha, me ayudó a aislarme y me indicó los botones que controlaban el equipo de comunicaciones, la frecuencia privada que me conectaría con Alice. Sin darme tiempo a objetar nada, me condujo hacia las puertas de la cámara estanca, a la sala externa del laboratorio del espacio de Cauchy. Las puertas se abrieron y volvieron a sellarse automáticamente a mi paso tambaleante; no era físico, solo un astronauta torpe ligado a la tierra, un apicultor.
La sala externa era un área estrecha, débilmente iluminada, separada del laboratorio Cauchy por una placa de plexiglás. Estaba solo. Figuras vestidas de blanco se paseaban sin prisas al otro lado del plexiglás, en el laboratorio de iluminación deslumbrante, como espíritus atrapados en una botella. Estaban desmantelando el equipo que cubría las paredes, enrollando cables, sometiendo las válvulas a descompresión, reuniendo arandelas y machos con sus suaves guantes blancos. Yo resultaba invisible desde mi oscura ventana. Solo podía tratar de adivinar quién era Alice.
La ausencia ha desaparecido, pensé esperanzado. Se acabó. Están recogiendo.
Apreté el botón y hablé por el micrófono de los cascos.
—Alice.
Oí mi voz de vuelta a mis oídos, mecánica y débil, como una tostadora o una aspiradora que rogara un poco de atención humana. Pero una de las figuras se volvió hacia mi ventana.
Cuando la máscara de su capucha pasó bajo la luz vi que se trataba de Alice. Descolgó una lámpara y la enfocó a la ventana. Cuando inclinó el casco hacia el vidrio se formaron varias capas de reflejos, de modo que mis facciones se superpusieron a las suyas.
—Philip —dijo en medio de los parásitos de la electricidad estática.
—¿Qué haces?
—Ausencia está lista. Estamos desmontando el campo.
—¿Ausencia?
—Se ha estabilizado. Ya no necesitamos mantener el campo de Cauchy. La gravedad y el tiempo son compatibles. Estamos desmantelando los generadores.
—Soft habla de «la ausencia», de una cosa. No le llama Ausencia, cómo si fuese un nombre propio.
—Soft y yo no estamos de acuerdo.
—Soft opina que estás haciendo física de andar por casa. Cree que careces del enfoque adecuado.
—Soft lo racionaliza todo. Él sí que hace física de andar por casa. Se niega a admitir que Ausencia prefiere las H.
—¿Qué?
—Ausencia es selectiva. Prefiere las H. Las M lo atraviesan y se acumulan en la pantalla. De modo que selecciona. No es el azar. Hay discernimiento, inteligencia.
Me callé. Los zumbidos llenaron nuestro canal.
—Soft está predispuesto en contra de la posibilidad de la inteligencia en el vacío —dijo Alice—. Le aterroriza.
—¿Me estás diciendo que Ausencia es inteligente?
—Ausencia es inteligencia, Philip. Allí no hay nada más. No posee otras cualidades. Sin irregularidades temporales ni gravedad es imposible medirlo. Solo se caracteriza porque prefiere las H.
—De momento.
—Exacto, yo creo que aún hay más. Dentro de unos días será capaz de salir de la cámara vestido de calle.
—Y entonces, ¿qué?
—Podremos utilizar instrumentos de medición más sutiles.
—Cartas del tarot, ¿no? Bolas mágicas. Adivinos.
Alice frunció el ceño al otro lado de tres capas de vidrio. Comprendí que no me interesaba alinearme con Soft. No había venido a discutir la naturaleza de Ausencia.
—Alice —repetí. Me estremecí por culpa de la nieve electrónica en que la radio convirtió mi susurro.
Ella no dijo nada.
—Alice, vámonos. Vayámonos lejos de aquí. —Supe que había cometido un error en cuanto lo dije. Estaba rompiendo el silencio que nos unía. Ya puestos, podría pedirle que se casara conmigo.
—¿Qué?
—Desaparezcamos juntos. Sin dejar irregularidades temporales ni gravitatorias detrás.
—No es el mejor momento.
—Eso es lo bueno. No sería emocionante si fuera el momento.
Estaba poniéndola a prueba. Era mejor que escupir acusaciones, al menos un poco mejor.
Otra voz entró en el canal, cargada de parásitos:
—Perdone, señorita Coombs.
—No pasa nada.
—Estamos listos para distribuir la levadura.
—Voy enseguida.
La voz crepitó y desapareció.
—¿Levadura? —pregunté.
—Levadura G. P. Neumann. La creó una empresa alemana para entornos de reactores. Se come la radiación. La empleamos para limpiar la sala.
No supe qué decir. Mi momento había pasado. Charlaba sobre levaduras dentro de un traje blando.
—¿Philip?
Alcé la vista. Alice había retrocedido hasta detrás de la lámpara, de modo que el lugar donde debía estar su cara reflejaba. Vi dos reflejos de mí, en cambio no observé ninguno de ella.
—Hablamos luego, ¿vale?
—Vale. —Yo quería decir que no, que luego era demasiado tarde. Una levadura alemana está a punto de devorar todo rastro de la radiactividad de mis manos en tu cuerpo, las emanaciones de los isótopos de mi corazón. Son cosas delicadas que no van bien con la levadura.
Pero no lo dije. Retrocedí lentamente por la cámara estanca y esperé a que me ayudaran a quitarme el traje, como un niño con mitones de pie en un charco de nieve derretida.
Un estudiante con un portafolios tachaba listas de objetos con monotonía budista.
—Barreras de gas. Contadores de chispas. Fotomultiplicadores. Fotodiodos, fototriodos.
Me fui del laboratorio.
En el pasillo me encontré pisándoles los talones a los ciegos de Alice. Se abrían camino hacia el ascensor a golpe de bastón. Aminoré el paso y permanecí detrás de ellos, precavido, celoso, evitando que me descubrieran.
Titubearon al oír mis pasos, luego se encogieron de hombros a un tiempo y tantearon la puerta del ascensor en busca del botón de llamada.
—Debes de haberte equivocado en algo —dijo Evan.
Garth no contestó.
—Debes de haberte equivocado en algo —repitió Evan.
Sin respuesta.
—Debes de haberte equivocado en algo.
—¿Qué hora es? —dijo Garth. Ambos comprobaron sus relojes.
—Las dos y cincuenta y siete.
—Correcto. Al menos vamos sincronizados. No me he equivocado. Vi una partícula.
—Creo que no lo has hecho bien.
—La señorita Coombs quería medir el giro. Pero no había ningún giro. No estaba girando. Ajá.
—Aquello no era una partícula.
Se abrieron las puertas del ascensor. Entraron, y yo detrás. Se colocaron al fondo, entrechocando los bastones.
—Vamos al vestíbulo. ¿Le importaría apretar el botón? —pidió Evan.
Apreté el botón.
—Quienquiera que sea, es probable que también vaya al vestíbulo —dijo Garth como si yo no pudiera oírle.
—No podemos estar seguros —repuso Evan.
—Probablemente un setenta y cinco por tiento de los ocupantes de un ascensor dado se dirigen al vestíbulo —insistió Garth.
Yo permanecí en silencio.
—No has visto nada —dijo Evan en un tono algo ofensivo—. Por eso no le has servido de nada a la señorita Coombs. No era una partícula.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—No era una partícula. No era nada.
—Incorrecto. Yo no veo cosas que no están. Esa es la gracia.
El ascensor se abrió en el vestíbulo y salí.
—¿El vestíbulo? —preguntó Evan.
No dije nada.
—Suena a vestíbulo —dijo Garth.
—Estamos a unas cinco manzanas de la parada del autobús —dijo Evan al tiempo que salían del ascensor.
—Deberíamos llegar en unos cinco minutos.
—Tardamos cuatro minutos en venir. Aunque, visto el resultado, no había motivos para apresurarse.
Pasaron junto a mí blandiendo los bastones en pos de la brisa y sus aromas, los gorjeos de los insectos y la cálida e invisible luz de sol. Las paradas de autobús y los parquímetros esperaban a ser catalogados y controlados.
El misterio se había acrecentado. Los ciegos eran como Soft y yo. Quedaban fuera del círculo de favores de Alice, cada vez más pequeño. Debía buscar otros sospechosos.
Garth se detuvo a la entrada y levantó la cabeza, arrugando la nariz como si detectara mi presencia por el olor. Frunció los labios y el ceño, como una rana toro.
—Al menos he visto una partícula —dijo, en dirección a Evan tanto como hacia mí—. Tú nunca le has servido para nada.
9
Alice nunca hizo una maleta. Simplemente redujo el tiempo que pasaba en el apartamento. Yo fingí que sufríamos un distanciamiento temporal y que, a su modo silencioso, Alice volvería a mis brazos. Pasaron cuatro o cinco noches solitarias hasta que una mañana me la encontré en el vestíbulo del edificio de administración.
—Philip —dijo casi con dulzura.
—Alice.
—Tengo que quedarme con Ausencia. No puede estar sin observación.
Ni yo, quise decir.
—Estoy anulando mis clases. Es una gran oportunidad. Ahora Ausencia es toda mía. Entiendo lo que dice. Soy la única que la entiende.
—Para Ausencia no hay nadie más.
—Eso.
Me costó tragarme el sarcasmo. El resultado fue el silencio.
—Philip, tú me entiendes, ¿verdad?
Cerré los ojos, me apoyé en la pared.
—Te acuestas con Ausencia.
Alice obvió la provocación.
—Duermo en el laboratorio. Para ser sincera, no se puede decir que duerma mucho. Por favor, Philip, entiéndeme. Estoy al borde de algo grande.
En el horizonte de lo real, corregí en silencio.
Un estudiante desganado pasó por nuestro lado, de camino a algún despacho para suplicar un aplazamiento.
—Me has abandonado —dije.
—Tengo que seguir con esto hasta donde me lleve.
—Te está llevando lejos de mí. Te has marchado, estoy solo.
—No estás solo.
—En realidad, estoy peor que solo. Estoy a medias. Soy parte de algo que ya no está. Soy un trozo.
Alice bajó la vista.
—Estoy metida en algo muy importante.
—¿Cuándo volverás?
Silencio.
—Di algo para darme ánimos —pedí—. Dime que es bueno para los dos. Dime que piensas que exageró. Di «nosotros».
Alice se miró los pies de nuevo.
—En una ocasión, Soft me dijo que ciertos descubrimientos eligen a los científicos que los descubren. Esperan al científico adecuado. Es lo que ha pasado con Ausencia.
De nuevo una oleada de sarcasmo me trabó la lengua.
Alice me cogió la mano.
—Tengo que irme, Philip.
—Con Ausencia.
—Sí. —Retiró la mano, se apartó el pelo de los ojos, sonrió débilmente—. Lo siento.
Había desaparecido sin darme tiempo a contestar.
10
Cuando Alice dio la conferencia de prensa decidí colarme, y me senté al fondo para no molestar. Resultó que Alice tenía razón y Soft se equivocaba. Ausencia prefería determinadas partículas. No tenía explicación, pero Alice lo bautizó «inteligencia de vacío» y a Ausencia se le atribuyeron cualidades antropomórficas de una vez para siempre.
Ausencia tenía potencial para convertirse en una estrella, al menos en el campus. Era un misterio carismático, un embajador mudo, un Kaspar Hauser cósmico. En la facultad se comentaban a diario los progresos conseguidos en su cámara. Y hoy se presentaba al mundo exterior.
El mundo exterior solo mostraba un leve interés. La conferencia había atraído a menos de la mitad del aforo disponible y yo mismo reconocía a muchos de los asistentes. Quizá los físicos habían sobreestimado el atractivo sexual de Ausencia. Alice estaba sentada en la tarima, bebiendo agua y consultando notas imperturbable, envuelta en silencio. Soft estaba a su lado, de piernas cruzadas, con la pernera de los pantalones enganchada dejando entrever sus flacos tobillos, y con expresión distante. Ahora la protagonista era Alice. Soft no era más que una medalla, un recordatorio del premio que podía conseguirse.
Bajaron las luces. Alice ocupó el estrado, esperó a que los asistentes se callaran y presentó a Soft y a sí misma. Luego explicó, con lúcido detalle, la secuencia que les había conducido al descubrimiento y bautismo de Ausencia. El acontecimiento gravitatorio. El público seguía sus explicaciones con atención.
Mi atención se dispersaba. Estaba ocupada conmigo mismo. Resultaba útil ver a Alice desde la distancia, lejos de mí. Alice estaba en la tarima y yo en el extremo opuesto, ella parecía intacta: tal vez yo también lo estuviera. De modo que permanecí sentado y ajusté mi punto de apoyo vertical después de una semana de giros.
Alice describió a continuación el estado del experimento: la estabilización gradual de Ausencia y la conversión de la cámara del espacio de Cauchy a condiciones terrestres normales.
—Los gustos de Ausencia han conformado su ser —dijo Alice—. Solo es una preferencia por determinadas partículas. Si deja de elegir, cesa de existir.
Describió los intentos por definir los límites exactos de Ausencia, la diversidad de detectores, medidores y placas fotosensibles que habían empleado en aquella insinuación, aquella tenue presencia invisible.
El auditorio aplaudió educadamente cuando Alice terminó. Alice mostró su agradecimiento con inclinaciones de cabeza y fue a sentarse con Soft, a lidiar con las preguntas de los asistentes.
Las preguntas que se plantearon fueron respetuosas y moderadas. Terminé por perder la paciencia. De pronto quería salir al mundo. Es decir, al campus. Pero al ponerme en pie pensaron que quería preguntar algo.
—¿Sí? ¿Profesor Engstrand? —dijo Alice. Su voz amplificada retumbó en el auditorio. Un estudiante con un micrófono se me acercó a toda prisa por entre el público, arrastrando el cable.
Un error tonto. Llevaba rato sintiéndome invisible, pero era un personaje reconocible. Seguro que el Interdecano tenía algo que decir sobre Ausencia.
No quería decepcionarles. Así que cogí el micrófono. Mientras lo sostenía en la mano sentí el foco de atención del público girando hacia mí, lo noté en el crujido de las sillas.
—La física presume que el resto del mundo existe solo para suministrar metáforas para eventos subatómicos. El giro de una partícula, el color y el sabor de un quark. Un campo u horizonte. Belleza, verdad y extrañeza. El físico tiende a considerar su materia como el centro invisible en torno al cual órbita la metáfora. La física es el lenguaje universal, el lenguaje que hablarán los extraterrestres cuando aparezcan.
El instinto me detuvo. Dejé caer el micrófono a la altura de la cintura. El público miró a Alice y a Soft, buscando la respuesta en sus caras.
Soy el Lorax, pensé. Hablo para los árboles.
—Debo cuestionar la asunción de que la preferencia de Ausencia sea por las partículas en sí mismas —continué—. ¿Por qué damos por sentado que nuestro visitante es un físico, que le interesan las partículas? De modo que prefiere las H a las M. ¿Y qué pasa con el verano y el invierno? ¿Qué le gusta más? ¿El blanco y negro o el color? ¿La poesía o la prosa? ¿El bebop o el swing? Creo que estamos indicando las respuestas al testigo. O que las preguntas están dictando sus respuestas. Queremos físicos y tenemos físicos. Pero hasta que planteemos todas las preguntas que se nos ocurran, lo único que estamos haciendo es, perdonen, masturbarnos frente al espejo.
Mi proclama triunfal. Ojalá hubiese podido rebobinar, tragármela, disolverla en los ácidos del estómago. Porque aquella fue mi aportación, junto con las de Soft y Alice, a nuestro doctor Frankenstein colectivo. Así fue como conspiré en la creación de mi monstruoso rival, mi Stanley Cepillo de Dientes personal.
¿Habría ocurrido sin mi ayuda? Nunca lo sabré. Pero hasta entonces había permanecido pasivo, mera víctima del destino. Ahora era tan culpable como el que más.
11
Al día siguiente se desmantelaron los detectores de microactividad y se retiró la pistola de protones. En su lugar apareció una pequeña mesa de laboratorio en el límite inferior de la zona de choque de partículas de Ausencia. Dejaron a Ausencia sin nada más. Alice vació la sala de observadores, cerró las puertas exteriores e inició los experimentos que grabarían para siempre su nombre en la historia de la física.
Creo que lo primero fue un clip. Un simple alambre de acero curvado. Alice lo deslizó sobre la mesa, retirando la mano justo al borde de la marca graduada que señalaba el límite de Ausencia. El clip cruzó la mesa, atravesó Ausencia y cayó al suelo por el otro lado.
Alice recuperó el clip y volvió a intentarlo. De nuevo el clip cayó por detrás de la mesa. Alice se lo guardó en el bolsillo y sacó una moneda de diez centavos. La moneda se deslizó por la mesa y cayó. Lo mismo ocurrió con un centavo y un bolígrafo. Alice vació sus bolsillos, apiló su contenido sobre el extremo de la mesa y cada uno de los objetos fue cayendo al suelo del laboratorio, rechazado.
Alice se acercó a recoger sus pertenencias. Faltaba una. Buscó por el suelo, se registró la ropa, volvió a llenarse los bolsillos e inventarió el contenido. No estaba por ninguna parte.
Ausencia había engullido la llave de nuestro apartamento.
12
Durante las semanas siguientes resultó igual de imposible evitar las últimas informaciones sobre los gustos de Ausencia que ver a Alice. Ausencia se había tragado un calcetín a rombos, había rechazado un paquete de etiquetas autoadhesivas. No le gustaba el potasio, el sodio ni la pirita, pero le gustaba la antracita. Comía bombillas, pero desdeñaba el papel de aluminio. Ausencia aceptó una hoja de papel amarillo de construcción, una fotografía del presidente y un par de gafas de sol reflectantes. Mantuvo una huelga de hambre de tres días, rechazando un casco de bateador, una pajarita y una piqueta. Se comió un huevo de pato fertilizado y devolvió un huevo de pato revuelto.
Algunos de los objetos se midieron, pesaron y evaluaron antes de colocarlos en la mesa de Ausencia. Otros se empujaron sin más. Nadie entendía el criterio de elección de Ausencia. Se mostraba sistemático al no aceptar nunca un objeto rechazado con anterioridad. Las cuchillas de una batidora eléctrica fueron cayendo del otro lado de la mesa nueve días seguidos. No se mostraba sistemático al aburrirse a veces de objetos previamente aceptados. Las listas publicadas en el periódico del campus, bajo el titular «Observatorio Ausencia», nos proporcionaban una dosis diaria de poesía ready-made: perforadora, bolsa de colofonia, bola blanca.
Todo el mundo tenía una teoría. Ahora todos nos habíamos convertido en físicos, gracias a Ausencia. Cualquiera podía ganar el Premio (al menos hasta la mañana siguiente, cuando era consumido algún objeto contradictorio). Ausencia parecía disfrutar destruyendo cada nuevo sistema de predicción a la primera oportunidad que le dieran, como si las teorías mismas no fueran de su agrado.
La vida seguía su curso. Se compraron, mutilaron y abandonaron en porches y ventanas las calabazas. El equipo perdió la gran final. Me creció el pelo. Alice, viviendo como estaba «en la frontera de nuevos territorios», no tenía que dar clases y fue sustituida por un estudiante de posgrado.
La echaba de menos, muchísimo. La añoraba, con el corazón henchido y tierno como una berenjena madura. Al mismo tiempo fingía indiferencia, con el corazón seco y duro como una castaña cruda. El día en que Alice se presentó en mi despacho, el corazón optó por la castaña.
Alice llegó con expresión amable y el pelo despeinado. Se sentó frente a mí, al otro lado de la mesa. Yo me incliné hacia delante apretando los labios, como si se tratara de una estudiante negligente.
Alice fijó la vista en las estanterías del fondo, en los letreros viejos y las tachuelas que inundaban las paredes.
—Recuerdo este despacho.
—Nunca habías estado aquí —dije.
—Lo recuerdo. Yo me senté aquí y tú donde estás.
—A lo mejor has pasado a recogerme alguna vez. Pero nunca te habías sentado aquí.
—Me senté a esperarte. Tenías que acabar algo.
—Nunca trabajo aquí. No consigo imaginar que alguna vez haya tenido algo que acabar en este despacho.
—Me acuerdo.
—Casi no me siento aquí, es un milagro que me hayas pillado en el despacho. Acababa de entrar a descansar un momento. Así que seguro que no iba a estar a punto de terminar nada. Es un falso recuerdo.
—Da igual, Philip. De todos modos me recuerda a ti.
—A mí sentado aquí, ahora. Verme ahora aquí sentado te recuerda a mí. Te recuerdo a mí.
Alice suspiró. Comprendí que debía de parecer muy enfadado.
—Has tirado la comida —dijo Alice.
—¿Has estado en el apartamento?
—Necesitaba algo de ropa. He echado un vistazo y he visto la comida en la basura.
—Se ha podrido.
—Bueno, quería hablar contigo del apartamento.
Me dio un vuelco el corazón, como una piedra con una rana debajo.
—Adelante —dije.
—No me sirve de nada. Ahora mismo no lo uso y sigo pagando el alquiler.
—Yo todavía vivo allí —dije con amargura.
—Lo sé, Philip. Pero no dejo de preguntarme si no estarías mejor acompañado. De modo que no deberías rechazar mi propuesta de inmediato. Piénsatelo. Me harías feliz.
—¿En quién piensas?
—Evan y Garth. Solo por un mes.
—No.
—Soló es un mes. Los echan y aún no han encontrado nada.
¿Estaba dándome la oportunidad de igualar el resultado, de denegarle algo? ¿O me estaba poniendo a prueba, comprobando si sus encantos todavía me dominaban?
Noté que mis defensas se derrumbaban. Sentí una especie de placer masoquista. Una parte de mí chillaba: Regresa a mi vida. Construye un hormiguero en el apartamento, espolvoréalo con levadura alemana. Lo que sea. Pero llena la ausencia que dejaste.
—Ni siquiera les conozco —dije.
—Les caes bien. Fregarán los platos, limpiarán, cocinarán. Pasan el día fuera. Apenas les verás.
—¿Dónde pasan el día?
—Salen por ahí. Evan enseña braille tres días a la semana. Van a la biblioteca. A terapia.
—¿Juntos?
—Es algo especial. Les pagan para que vayan. Una mujer estudia su manera de ser, como a esos gemelos que elaboran lenguajes privados.
—¿Son amantes?
—No creo. Parecen bastante interesados en las mujeres.
—¿En las mujeres?
—En mí no, Philip. Solo en las mujeres, en la idea de mujer.
Suspiré.
—Di que sí. Será bueno para los tres.
—Tráemelos y lo hablaremos. —Lo cual quería decir: Regresa al apartamento.
—Pasaremos esta noche.
—Así que todavía trabajas con ellos, en la detección de partículas.
—No exactamente. Ahora mismo no me centro en eso. Pero se entusiasmaron tanto que les voy dando cosas que hacer.
—Ahora te centras en Ausencia.
—Sí.
Se puso tensa. No le gustó el cambio de tema.
—¿Cómo está Ausencia?
—No preguntes tonterías, Philip. Ausencia no está de ningún modo.
—Creía que tu teoría consistía precisamente en eso. En que Ausencia tiene personalidad.
—No una personalidad como para preguntar qué tal le va. No tiene días buenos y días malos.
—Pareces algo frustrada.
—No es que te meta en el mismo saco que a los demás, pero hay cierto interés sensacionalista…
—Ausencia es una moda pasajera.
—Sí.
—Te ha vuelto protectora. Posesiva.
Alice retrocedió ante la última palabra. De pronto vi lo cansada y asustada que estaba, sus ojos enrojecidos, sus mejillas hundidas. La imaginé tratando de dormir en un catre en la penumbra subterránea, despierta por culpa de los pitidos de los detectores.
—Tal vez —dijo con voz queda.
13
Avenirme a pensármelo era lo mismo que aceptar, por supuesto. De todos modos, eso trajo a Alice temporalmente de vuelta al apartamento, Alice ayudó a los ciegos a trasladar sus pertenencias, cajas de cartón cargadas de utensilios y condimentos de cocina, pilas de revistas en braille, trajes oscuros y bolsas de tintorería.
Pero Alice y yo no hablamos. Escuchábamos a Evan y Garth.
—Incorrecto —decía Evan—. La cita es el martes. El banquete en que tenemos que llevar la comida.
—El martes no tenemos ninguna cita —replicaba Garth con petulancia—. Se trasladó al miércoles. La fecha límite para entregar las solicitudes se retrasó una semana. Tenían que enviarse antes de la medianoche del jueves. —Con una sonrisa misteriosa y la voz henchida de orgullo, informó del desenlace—. La comida se mantiene.
Alice y yo nos quedamos a solas solo una vez, y nuestra conversación fue vacía, entrópica.
—Tienes varias llamadas en el contestador —dije.
—¿Estudiantes de tutoría?
—Sí.
—Ya les he llamado.
Silencio.
—De modo que hay que acompañarlos a todas partes —dije—. Me refiero a los ciegos.
—Solo para trasladar sus cosas. Cogen el autobús.
—O van a pie, supongo.
—Sí.
—Para ellos la ciudad es como un laberinto gigante.
—Sí.
Silencio.
—Apareces en el programa de invierno con un curso titulado «La física del silencio».
—Sí.
—Ausencia, supongo.
—Sí.
Aquel «sí» era un muro. Antes había vivido en el círculo de silencio de Alice. Ahora permanecía fuera de él.
Cuando Evan y Garth se hubieron instalado, Alice volvió a desaparecer. Los ciegos se hicieron con el poder, empezaron a redefinir el apartamento. Lo volcaron, tocaron y reubicaron todo. Los platos empezaron a apilarse peligrosamente, sucios, manchados de restos de huevo, mermelada y mostaza. Vaciaron sobre el sofá portafolios llenos de documentos en braille. Las conversaciones resonaban por encima de mi cabeza.
—¿Qué harías si descubrieras que he estado mintiéndote? —dijo, de pronto, Garth.
Evan se giró.
—¿Qué quieres decir?
—Si te hubiera mentido acerca de la ubicación de ciertos objetos.
—¿Me has mentido? —Evan pareció presa del pánico.
—¿Y si lo hubiera hecho? Vivirías en un mundo creado por mi imaginación. Ajá. Piénsalo.
—Ya hemos hablado de eso. La señorita Jalter lo llama «condicionamiento engañoso». No es justo.
—No he dicho que lo fuera.
—Bueno, pues no lo es.
A última hora de la tarde, Evan solía atrincherarse en el sofá con un libro de física en braille mientras Garth se sentaba en la cama del cuarto de invitados y escuchaba su radio portátil con los auriculares. Yo fregaba los platos y salía al porche a contemplar la noche. No podía relajarme con ellos en el apartamento. Los ciegos escuchaban con demasiada atención. Me hacían ser demasiado consciente de mis ruidos, de las patas de las sillas arañando el suelo de madera, del batir de las páginas de un libro al pasarlas. Cada visita al baño se convertía en un desastre, la orina martilleaba en la taza y la cadena te destrozaba los tímpanos.
Ya que me siento solo, pensaba, al menos debería estar a solas.
Esa semana Ausencia rechazó una gorra de esquí, una arandela cónica y unas tijeras dentadas. Una lasaña de costra ondulada, un cucurucho de macarrones y un sinfín de espaguetis. Un libro de Plutarco y una postal de Copenhague. Un destornillador de sección cuadrada, un martillo de bola y una cucharada de helado de frutas. Arándanos, ostras y loción de calamina. Una fotografía de la piedra Roseta, una caja de puros con pan de oro y un bloque de cemento. Una lente de objetivo, un perchero y una porción de pastel de chocolate.
Sin embargo, aceptó una regla de cálculo, un zapato de bolera y un cenicero de terracota sin esmaltar. Un sombrero de fieltro, una pluma estilográfica y una granada. Una reimpresión de La caza del snark de la editorial Heritage Press y una réplica en ónice de la Estatua de la Libertad. Helado de pistacho en un plato de porcelana. Una gota de mercurio.
También una gata esterilizada: una veterana entrecana del laboratorio, a pintas blancas y negras de arañar electrodos, llamada B-84.
14
B-84 tenía amigos. Se estaban agolpando furiosos a la entrada del edificio de física, colapsando los pasillos, desperdigados por el césped. El día era uno de esos regalos de California, veraniego en pleno noviembre, y yo había salido a pasear, sin atender al trabajo. Hasta que me encontré con mi estudiante que portaba la siguiente pancarta escrita a mano: ¿ES QUE AUSENCIA NO TIENE CORAZÓN? Le seguí hasta la concentración.
Estudiantes movidos por la mera curiosidad Vagaban por los flecos de la manifestación intercambiando informaciones erróneas. Me abrí paso entre ellos hasta la cabecera. Los manifestantes más desafiantes e indignados se agolpaban bajo una pancarta hecha con una sábana, ilegible salvo por algunos fragmentos. UNIVERSIDAD, DÓLARES, RESPONSABLE, MUERTE. Me aventuré a adentrarme todavía más entre la multitud, hasta situarme al pie de los micrófonos. Pisaba césped levantado.
El orador era fibroso y anguloso, con una melena rubia recogida en una cola y las mangas de su camisa de cuadros de trabajador remangadas alrededor de sus pálidos bíceps. Estudiante de periodismo, sin duda.
—Estamos obligados a exigir una respuesta, a cuestionar ahora la presencia entre nosotros de esta cosa. Por lo que parece, se trata de un desarrollo científico galopante, y nosotros debemos desarrollar una conciencia, una perspectiva general, puesto que no se nos ofrece ninguna. Tenemos la responsabilidad de plantear preguntas.
Se detuvo e inspeccionó a su público.
—Ausencia es solo, eh, una enorme rasgadura abierta en el tejido del universo. La han abierto delante de nuestras narices. Los científicos ni siquiera se ponen de acuerdo sobre ella, no hay acuerdo en el seno de la comunidad científica, y sin embargo se sigue con el experimento. Por lo pronto se me ocurre que quizá haya llegado el momento de decir: «Un momento, analicemos el tema con seriedad, decidamos qué tenemos entre manos, ¡antes de lanzarle más gatos!».
La muchedumbre se arrancó con gritos de apoyo.
—La Tierra solo es un pequeño oasis en el desierto infinito de la nada —continuó, animado—. No necesitamos más nada por aquí. Ya tenemos nada de sobra en el espacio exterior. Si quieren estudiar a Ausencia, no tienen necesidad de traérnosla al campus.
—¡Devolved a Ausencia de donde la sacasteis! —gritó alguien a mi espalda.
—Queremos transmitir un mensaje —dijo el estudiante del micrófono—. Queremos establecer un foro donde se debatan estos temas. Si la comunidad científica es incapaz de supervisar este asunto, nosotros lo haremos encantados. Queremos considerar a Ausencia y cualquier otro progreso científico desde el punto de vista de los valores humanos. No pedimos nada más.
De repente se oyó bullicio detrás de la pancarta. Algún enfrentamiento. El estudiante del micrófono se volvió y el sistema de megafonía emitió un gañido.
—¿Qué va a pasar, profesor Engstrand? —preguntó una voz justo detrás de mí.
Me giré. La voz pertenecía a uno de mis estudiantes cuyo nombre no logré recordar.
—Es la autoridad, ¿verdad? —dijo el muchacho—. La policía científica.
—No lo sé —admití.
Alice y su becario aparecieron junto al micro; se les veía pequeños y fuera de lugar. Difícilmente podía considerarseles policías. El becario de Alice conferenció con los líderes de la protesta mientras Alice esperaba de pie, con la mirada perdida por encima de la multitud. La luminosidad del día estaba de parte de los manifestantes, y de la gata.
Alice se acercó al micrófono, retirándose el pelo de los ojos. No me vio.
—Me gustaría decir un par de cosas —dijo—. Esto ha sido un malentendido. Estáis creando una falsa dicotomía: algo y nada, vida y entropía, la gata y Ausencia. Se nos ha concedido una oportunidad para trascender esas viejas distinciones. Es un gesto del vacío, que está tratando de establecer contacto con la vida, intentando comunicarse con nosotros. Sería una tragedia rechazar su ofrecimiento. En Ausencia, vida y entropía pueden reconciliar sus diferencias…
La muchedumbre empezó a abuchearla.
Quería decirle a Alice que ella no lo entendía. Tienen miedo. No se sienten atraídos por el vacío. Quieren protección.
—El conocimiento es algo precioso —continuó Alice, temblorosa, desafiante. Jugaba la carta más baja de una mano perdedora—. Tan precioso como cualquier ser vivo…
Los abucheos se la tragaron, y aunque continuó con su discurso no logré escucharla. El grupo que tenía detrás intentó recuperar el micrófono. Me abrí paso hacia delante a golpe de hombros, conseguí mantenerme en equilibrio en el montículo de protagonismo sobre el que descansaba el micrófono y alzarme sobre la multitud.
Me planté junto al micrófono y entorné los ojos hacia la muchedumbre y más allá, hacia los despreocupados lanzadores de Frisbees que jugaban en la hierba bañada por el sol. Permanecí largo rato en silencio. Fui imbuyéndome de autoridad como quien se pone una corona.
—El universo no para de tragarse gatos —dije por fin—. Se traga gatos sin fin. No tiene nada de nuevo. —Dejé que mi voz transmitiera cierto hastío, un tono que sabía que era contagioso—. Protestar por eso así, de manera aislada… bueno, es un acto de enorme irrelevancia. Me habéis conmovido, de veras. Esta reunión emana una belleza fútil. Se elige una muerte al azar y se consigue un éxito de convocatoria.
Alguien tosió.
—Pero no es una buena opción. Aquí se han confundido simbolismos. Ciencia, muerte, dólares. Ausencia no es nada de eso. Ausencia es un error, un tiro que ha salido por la culata. No estaba previsto, es un fastidio. No tiene aplicaciones militares. Es el lado humano de las cosas asomando del vacío, una tarta que alguien le ha tirado a la cara a la física. Está confusa, no logra decidirse. Le gustan las granadas, excepto cuando no le gustan. Amigos míos, Ausencia ha venido a ayudarnos a tomarnos menos en serio la ciencia.
La manifestación se disolvió. La gente empezó a charlar y a dispersarse. Incluso mientras los estudiantes se alejaban seguí notando su gratitud por mi intervención. Los había liberado de su cruzada imposible. Podían volver a saltarse las clases.
Di media vuelta y vi a Alice de camino a la entrada del edificio de física.
Salí tras ella. Alice desapareció tras las puertas, pero la alcancé en el ascensor, presionando con impaciencia el botón de bajada.
—Alice. —Estaba algo ebrio de mí mismo—. Espera, Alice.
Siguió de cara al ascensor.
Yo resollaba.
—¿Es que no vas a darme las gracias? Lo conseguí. He evitado un linchamiento. Como Henry Fonda en El joven Lincoln.
Se volvió hacia mí. Estaba furiosa.
—Quieres apoderarte de Ausencia —dijo—. Crees que si consigues describirla será tuya. Como todo lo demás.
Las puertas se abrieron y Alice entró en el ascensor. Yo me quedé mirándola, sin habla.
—Pero esta vez te equivocas —dijo—. Ausencia es mía. —Las puertas se cerraron ocultando su rostro enfurecido.
15
Paseé por el campus hasta la noche, y luego regresé al apartamento. Cuando vi que los ciegos estaban en casa, me subí en el coche y salí del campus, encontré un bar y me tomé una copa con una mujer a propósito.
Resultó ser una mujer interesante. Era morena y alta, con una mirada penetrante y una sonrisa que no dejaba ver sus dientes. Estaba sentada sola, con una copa de vino tinto. Le dije que me llamaba Dale Overling y le pedí permiso para sentarme a su mesa. Aceptó.
—No es del campus —dije.
—No.
—No está afiliada.
—No.
—Ni es una de las licenciadas.
—No. No tengo ninguna conexión con el campus.
—No puede imaginarse cuánto me excita eso.
—Invíteme a una copa.
Era un bar insulso, suburbano, una coctelería de los cincuenta que la ironía estudiantil todavía no había recuperado. Estaba casi vacío, era una noche entre semana en un lugar de fin de semana. Lo había elegido porque estaba lejos del campus. Pero cuando llamé a la camarera resultó que la conocía, era una estudiante tarambana vestida con un delantal amarillo. Me miró a los ojos y la atravesé con una mirada de pavor, rogándole que no desmontara mi coartada.
—Llévese este vino —dije—. Y tráiganos unas copas. Margaritas, con sal en el vaso. Seis. Alineados en la mesa.
—Puedo ponerle una jarra.
—Prefiero una fila de copas. Quiero ver cómo se acumulan los vasos. Tampoco retire los vacíos.
Se alejó tambaleándose, pálida en la penumbra, como una polilla.
—Es usted un hombre muy seguro de sí mismo, señor Overling —dijo mi compañera esbozando una sonrisa.
—Llámame, Dale, por favor. Y usted una mujer muy perspicaz, señorita…
—Jalter, Cynthia Jalter.
—¿Puedo llamarte Cynthia? Eres una mujer muy perspicaz.
—Gracias.
—Me gusta entrar en un bar y encontrarme a una mujer perspicaz sin compañía. Me excita. No pasa a menudo.
—Me halagas.
—Y el hecho de que no seas del campus lo hace inmejorable. Porque nada me excita más que la idea de una mujer perspicaz e inteligente que vive en una ciudad universitaria y sin embargo no tiene ninguna conexión con la universidad. Que simplemente vive en la misma ciudad, justo allí, sin la necesidad de tener nada que ver con la universidad. La idea de una mujer inteligente en una ciudad universitaria. ¿Qué es? ¿Qué hace ahí? Es una idea estimulante.
—Seguro que trabajas en la universidad.
—¿Yo? No, no. Es cierto, estoy de visita en el campus, soy asesor. Me han contratado. Paso mucho tiempo en ciudades como esta, voy y vengo en avión. Tengo puntos por volador asiduo como para mandar quintillizos a dar la vuelta al mundo. Pero detesto las grandes universidades. Son grandes carcasas en descomposición. Están podridas por dentro. Si no fuera porque me limito a aterrizar, asesorar y despegar de nuevo, no lo soportaría. Así que me hospedo en un hotel fuera del campus, como fuera del campus y voy a bares y busco gente inteligente que no tenga nada que ver con la universidad. Con gente así se puede hablar en cualquier situación. Con la gente que vive fuera.
—Como yo.
—Exacto. Suelen ofrecerme una habitación en el campus. Pero reservo un hotel. Y alquilo un coche grande y brillante para destacar. Los campus norteamericanos están plagados de cochecitos marrones y grises y beige, Peugeot o japoneses. Yo elijo un reluciente cochazo americano para que sepan que paso. Si puedo, uno rojo chillón.
Daba igual si Cynthia Jalter no me creía. En aquel momento Dale Overling era más real que yo. Más fuerte, más sustancioso.
—Me siento en un bar de una ciudad diferente tres o cuatro noches por semana —dije—. Siempre pido lo mismo. Debería escribir una guía. Una guía para aficionados al tequila en las ciudades universitarias.
—Directo a la lista de best seller de no ficción. Segundó puesto, se mantendría durante semanas. —Frunció la boca en forma de sonrisa.
—No. Una guía de culto, fotocopiada. Copias manoseadas que pasarían de mano en mano, con anotaciones y discrepancias escritas en los márgenes.
—Publicada bajo seudónimo.
—Eso. Profesor X.
Bebimos. Sobre todo yo. Necesitaba reafirmar el valor que ya había mostrado, como si lo hubiera tomado prestado como adelanto de copas futuras. Cynthia Jalter bebía a sorbitos.
—Tragos más largos —dije—. Tenemos un montón de bebida.
Solo sonrió.
—No seas petulante. Esto es cosa de dos. Hasta ahora he dirigido el espectáculo, pero voy a necesitar que me ayudes. Bebe.
Acabé una copa, la dejé a un lado y cogí la siguiente. La sal seca se me pegó a los labios. No me molesté en limpiarme.
—Probablemente te preguntas por qué no te he preguntado a qué te dedicas —dije—. La verdad es que prefiero no saberlo. Es probable que te dediques a algún trabajo árido, casi seguro. Aunque no tengas relación con la universidad.
—Casi seguro.
—Y preferirías no decírmelo, ¿verdad? Te gusta verme dedicado a darme planchazos verbales. Y cuanto más misteriosa seas, más tengo que aventurar.
—Tienes razón.
Alcé la copa en su honor y bebí. El tequila empezaba a girar dentro de mí.
—Lo curioso es que probablemente no ando desencaminado. Por ejemplo, apuesto a que trabajas en algo relacionado con financiaciones. Subvenciones.
—Tal vez.
—Sí, definitivamente, estás subvencionada. —Fingí sentirme decepcionado—. La cosa se va aclarando. Lo que sea que haces precisa una subvención nacional.
Se rió. Pensé que era la primera vez que le veía los dientes.
—Eres un hombre muy seguro de sí mismo, Dale.
—Ya me lo habías dicho. No has dicho gran cosa y ya te repites. Pero me gusta la manera en que pronuncias mi nombre de pila. Dale. Debería decir el tuyo algunas veces más. Te estás repitiendo, Cynthia.
—Te estás repitiendo, Dale.
—Bien. Muy bien. Es el tipo de aportación que necesito por tu parte de aquí en adelante. Porque no puedo seguir así. No puede ser. Tendrás que bajar de tu firme pedestal y dignarte a conversar conmigo.
—Me lo pensaré.
—Te preguntarás cómo he adivinado lo de la subvención. Bueno, soy asesor. Estoy especializado en estudios de viabilidad. Viabilidad y factibilidad, dos palabras importantísimas. Así que capté tu aura, la acumulación de datos a tu alrededor.
Me había terminado un margarita. Cogí otro.
—La verdad es que estás de suerte, Cynthia. Yo podría ayudarte. No estoy diciendo que tenga que pasar algo entre nosotros, sino solo porque me apetece, porque me gusta tu aura.
—Explícate.
—Estoy especializado en premios Nobel. Lo llamo asesoramiento pro Nobel. Básicamente, evalúo el trabajo que se ha realizado y calculo su potencial de cara al Nobel. Ayudo al cliente a analizar lo que le frena, lo que le está impidiendo realizar un trabajo de calibre Nobel. No hay razón para no trabajar con el Premio en mente. Al menos, eso creo yo.
—Fascinante. —Cynthia sonreía con escepticismo. Pero con un escepticismo dulce.
—Por ejemplo, aquí me he visto envuelto en un verdadero dilema. Tenemos un experimento de lo más viable, algo muy prometedor con vistas al Nobel, y dirigido además por un científico de renombre; de hecho, alguien que ya ha sido galardonado. Pero el proyecto se ha torcido, ha desembocado en un resultado inesperado. Al comité del Nobel le gustan las cosas simples y claras. Les gusta que obtengas los resultados previstos. De modo que yo tengo que presentarme y avisarles de que han perdido el barco. Que se han alejado del territorio Nobel. Y lamentándolo mucho, no me queda más que desearles buena suerte. No siento el Nobel. No lo huelo. Cuando me enfrento a un trabajo puedo oler el Premio, lo juro. Y en este caso, el aroma se ha evaporado.
En ese instante se me agriaron las palabras en la boca. Al invocar a Ausencia, me había acordado de Alice.
Empecé a calcular la distancia que me separaba de las salidas.
—Pero basta de hablar de mí —dije débilmente.
Cynthia Jalter sonrió con un aire más compasivo. Mi balbuceo le parecía encantador. Dale era más agradable callado. Pero, a mi modo borrachuzo, ahora me molestaba.
—¿Ocurre algo? —preguntó.
—Estoy bien. Son los malditos aviones. Estoy hecho polvo. Para mí son las cuatro de la tarde, o las cuatro de la madrugada. Debería estar durmiendo. ¿Te apetece un billar?
—No parece que te apetezca.
—Te sorprendería. —Me desabroché el primer botón de la camisa. Se avecinaban problemas graves.
—Pareces preocupado.
—En realidad, es por una mujer, Cynthia. El asunto me ha dejado un poco tocado, la verdad. Por eso quería conocer a alguna mujer inteligente y perspicaz como tú. Siento que no esté saliendo bien. A lo mejor necesito un vaso de agua.
—Espera aquí, Dale. Voy por un vaso de agua.
—Un vaso de agua estaría bien. Gracias.
Bebí presa del pánico, rodeando el vaso con las dos manos, con la esperanza de diluir el contenido de mi estómago hasta digerirlo. El calor y la presión se amontonaban en mi caja torácica. Dentro de mí se estaba formando un incendio o un desastre. Cuando levanté la vista del vaso tenía la impresión de estar mirando a través de los agujeros para los ojos de una máscara mal colocada. Parpadeé y el aire se llenó de destellos de fosfenos.
—Estoy metido en una situación complicada —expliqué con cuidado—. Me están rompiendo el corazón de forma muy gradual, así que apenas lo noto. O sea, me cuesta señalar el momento exacto en que ocurrió. Si es que ya ha pasado.
—Te llevaré a casa en coche.
—No tengo casa —le recordé—. Ojalá me acordara del nombre del maldito hotel. Todos se llaman igual. Sunset… ¿Montainview? ¿Bayview? ¿Lodge? ¿Inn? Me parece que lo tengo en unas cerillas. —Fingí buscar las cerillas. Me vacié los bolsillos, tirando las monedas por el suelo—. No caerá esa breva. ¿El León Montes? ¿El León Marino? ¿Estamos cerca del mar o de las montañas?
16
Cynthia Jalter me llevó a casa en coche. Bajó la ventanilla de mi lado desde el asiento del conductor y el aire frío silbó en mi nariz y arrastró mis lágrimas en horizontal hasta las orejas. Yo estaba callado, apesadumbrado.
Aparcamos delante de mi apartamento.
—Encantada de haberte conocido —dijo—. Intenta recuperarte. Y no te olvides del coche.
—Es de alquiler —conseguí farfullar—. Que lo busquen ellos. Mañana cojo un avión. —Tiré del cenicero, el apoyabrazos, la manija de la ventanilla y finalmente abrí la portezuela del coche y salí—. Esta vez me han dado alojamiento en el campus. Mañana me voy. Otro día, otra ciudad.
—Llámame alguna vez. Salgo en la guía. Hasta la vista.
—Nunca, te lo prometo. Muchísimas gracias por todo. Me voy mañana.
Cynthia se alejó dejándome tambaleante en la Oscuridad. Estaba rodeado de grillos. Las luces del apartamento estaban encendidas. Los ciegos seguían despiertos. Me puse a prueba, sacudí las extremidades, masajeé mis atontadas mandíbulas. Rebusqué entre los helechos la espita del jardín y me lavé la cara y el cuello. Croó un sapo. Me dirigí a la puerta de puntillas.
Al entrar me encontré con Garth, Evan y Soft acurrucados en el sofá. La iluminación de la sala era suave. Enfoqué, no sin dificultad, la forma del otro extremo del sofá.
Alice.
Tenía la cabeza apoyada en los cojines y el pelo suelto, su frente parecía un faro en medio de la penumbra. Una manta la cubría hasta la barbilla. ¿Los demás estaban admirándola o la velaban? ¿O se disponían a atacarla? Me acerqué apresuradamente y vi sus labios ondulándose suavemente al respirar. No estaba muerta.
Miré a Soft. Yo debía de parecer un poco loco, con los ojos enrojecidos e hinchados y el cuello de la camisa mojado.
—Está bien, se ha dormido —dijo Soft—. Necesita descansar. ¿Dónde has estado?
Lo pensé un minuto.
—Atrapado en una manifestación.
Soft frunció el ceño. Estoy seguro de que pensó que la había organizado yo.
—La encontré con Ausencia —dijo Soft—. Después de los disturbios de esta tarde se encerró allí. Han tenido que venir a buscarme. Soy el único que tiene otra llave.
—¿Por qué está aquí y no en la cama?
—Pesa demasiado. Se desmayó en la cámara de Ausencia. Las grabadoras estaban apagadas. Así que no podemos reconstruir lo que ocurrió. Aunque tengo mis teorías.
Me incliné, le recogí el pelo detrás de las orejas y puse la palma de la mano en su frente. Sentí vergüenza. Le había robado intimidad, era la primera vez que la tocaba desde hacía más de un mes.
—Tengo que irme —dijo Soft.
Puso los ojos en blanco para sugerirme que le siguiera. Salimos juntos al porche, dejando que Garth y Evan, desalentadores centinelas, cuidaran de Alice. Soft se volvió hacia mí con expresión compungida.
—Ya no es capaz de hacerse cargo del proyecto —dijo—. Estoy considerando las alternativas. Pero lo más importante es que se tranquilice. Necesita calma, cierta perspectiva. Necesito que me ayudes. No la dejes pasar más noches en el laboratorio. Para eso tenemos a los estudiantes.
—No lo entiendo. ¿Qué ha pasado?
—El asunto de la gata. Alice se lo ha tomado como algo personal. No sé, solo especulo, pero creo que quizá haya intentado entrar en Ausencia.
Miré fijamente a Soft. Notaba la cara como una masa de arcilla en la que acabaran de dejar la huella de un pie.
Me confirmó lo dicho con la cabeza.
—Pasa mañana por mi despacho —dijo—. Hablaremos más tranquilamente.
Cruzó la calle hacia su coche. Yo entré en el apartamento. Alice seguía dormida. Evan y Garth iban de un lado a otro, ocupados en nada, como la primera noche que pasaron allí. La vuelta de Alice los había descolocado. Soft no sabía que Alice y yo nos habíamos distanciado, pero los ciegos sí. Imagino que, además, sus narices siempre alerta habían detectado las señales de mi borrachera.
—El profesor Soft ha sugerido que de ahora en adelante la señorita Coombs pase aquí las noches —dijo Evan—. Desde luego, nosotros estamos de acuerdo.
—Dormiremos encantados en el cuarto de invitados —dijo Garth—. O fuera, si lo prefiere.
—El cuarto de invitados será lo mejor —dije.
—¿Sí?
Garth se puso solemne, alzó la barbilla, fijó su falta de vista en algún punto del infinito.
—Evan y yo queremos que sepa que haremos cuanto podamos por ayudarles. Solo tiene que decírnoslo.
—Gracias.
Siguió una pausa, un silencio plomizo.
—Ajá —dijo Garth—. Supongo que es hora de retirarse.
Se escabulleron hacia el cuarto de invitados y cerraron la puerta.
Me arrodillé junto a Alice, con cuidado de no despertarla. Oí a los ciegos abrir el grifo, cepillarse los dientes. Fuera, los grillos cantaban. No sé cuánto tiempo pasé así, contemplando a Alice en silencio, rastreando las oscilaciones del sueño en sus pestañas, en el murmullo de la respiración en su garganta. Al final pronuncié su nombre y la toqué suavemente en el hombro.
—Philip.
—Sí.
—¿Qué ha pasado?
—Soft te ha traído a casa. No pasa nada. Vamos a la cama.
Alice asintió, todavía dormida en realidad, y me dejó que la condujera al dormitorio. Esperó de pie, tambaleándose y con los ojos cerrados, a que yo estirara las mantas y las sábanas revueltas y luego se metió en la cama. Cuando apagué la lamparilla de la cabecera me miró dócilmente en la oscuridad.
—¿Philip?
—¿Sí?
—Y tú, ¿dónde vas a dormir?
—En el salón.
Más tranquila, se acurrucó y se durmió.
Cerré la puerta del dormitorio y patrullé el apartamento de puntillas. En la cocina, tiré a la basura los restos de comida de los platos de los ciegos y me bebí un vaso de agua. Luego volví a hacer la cama improvisada en el sofá, me quedé en ropa interior y me eché a dormir.
Pero no me dormí.
El alcohol había abandonado mi cerebro. Pero ahora estaba ebrio de Alice. Alice había vuelto a casa. Milagro. Me la imaginé a solas en la cámara, trepando a la mesa de acero para ofrecerse a la boca indiferente de Ausencia. Me estremecí. No me extrañaba que ya no pudiera amarme. Se había distanciado de la humanidad. Estaba al borde del vacío.
Mi corazón daba saltos por el miedo. Pero de momento Alice estaba a salvo. A salvo en mi cama. A mi cuidado. Yo solo tenía que hacerlo durar, mantenerla en casa. La atraería de vuelta al reino de lo humano. Le enseñaría el amor humano de nuevo.
No podía permitirme errores tontos. Ninguna Cynthia Jalter. Tenía que hacer las cosas bien. Merecerla.
Las luces de la calle iluminaban el techo. En la cocina, la nevera volvió a la vida nocturna con un zumbido. (Siempre me imagino la luz interior encendiéndose, retozando con la comida). Se me ralentizó el pulso.
Al oír el murmullo pensé que estaba soñando. Pero abrí los ojos y seguía oyéndolo. ¿Era Alice que me llamaba? Retiré las mantas y salí de la cama, frío y encogido, hacia el centro del salón, más cerca de las puertas de los dormitorios. Las voces seguían hablando. Me quedé quieto y escuché.
Evan y Garth discutían.
Volví al sofá.
17
Por la mañana Evan y Garth desaparecieron. Me desperté a tiempo de verlos desayunar en decoroso silencio. Con un ojo entornado les vi pasar de puntillas por mi lado en dirección a la puerta. Luego volví a dormirme y tuve un sueño agradablemente anodino.
Al cabo de una hora me desperté de verdad, con resaca. Me recompuse en el baño con ayuda de pasta y algodones, hilo dental y colirio. Puse una tetera al fuego, con el tapón del silbato levantado mediante un tenedor, eché café en el filtro y preparé dos tazas. Evan y Garth habían llenado el armario de la cocina de un producto llamado Weetabix. Abrí un paquete de Weetabix y mojé con leche una triste porción.
Alice entró sin hacer ruido y ocupó su lugar sin decir nada.
Le serví el café y desayunamos como mimos, bostezando, removiendo y masticando en un silencio exagerado. Alice golpeó su taza con la cuchara y derramó el azúcar, toda una montañita. La luz inundaba el salón. El pelo desordenado de Alice formaba una aureola iluminada desde atrás. Éramos un diorama titulado «Philip y Alice. Desayuno». Alrededor de dos meses antes. El pasado. Antes.
—Has dormido unas diez horas —dije—. Desde que Soft te trajo a casa.
—Entonces fue Soft.
—Sí. Cree que este es tu lugar. Según él, se limitó a devolver una cosa al lugar que le corresponde.
Alice no dijo nada.
—Le tienes preocupado —dije—. Dice que ya no eres capaz de dirigir el proyecto.
Decidí no expresar ninguna opinión propia. Charlaríamos sobre las opiniones de Soft, las preocupaciones de Soft. O de Alice. Pero no sobre las mías.
—No existe ningún proyecto —dijo Alice—. Solo Ausencia. Ausencia y maneras de abordarla. Soft se aferra a la idea de proyecto. Es su punto débil.
—A Soft le preocupa la manera en que estás abordando el tema —dije con calma—. Cree que tu enfoque es demasiado… mmm… directo.
Alice fijó la vista en el café. El sol esculpía huecos de luz en sus rasgos cansados. Dentro de mí la ternura susurraba como alas de murciélago al desplegarse.
—Cree que te estás identificando demasiado con Ausencia —dije—. Que estás perdiendo el distanciamiento esencial para trabajar.
Alice alzó la vista repentinamente.
—Ausencia no exige ningún distanciamiento. Soft se equivoca. Ausencia exige compromiso, una relación. Yo puedo estar a la altura de algo así. Soft carece de la profundidad necesaria.
—En tu opinión, Ausencia necesita una relación —dije, todavía sereno.
—Exacto.
—Y tú eres capaz de proporcionársela.
—Exacto.
—Una relación humana.
—Exacto.
Perdí algo de mi sangre fría.
—No tenéis ninguna relación, Alice. Te está alejando de todo lo humano. Ausencia es una influencia demasiado poderosa, ¿es que no lo ves? Te está cambiando. Te estás convirtiendo en un vacío para encajar con ella. No eres humana cuando ya no eres capaz de amar.
Me callé antes de acabar de decir «amarme».
—El amor no es problema —dijo débilmente—. No tengo ningún problema amoroso.
—¿Qué quieres decir?
Tuve ganas de pedirle que no hablara conmigo. Philip no está. Está usted hablando con la Voz Omnipotente.
—Estás enamorada de otro —me oí contestar.
—Sí.
Sentí un cambio, una transición. El pecho y el cuello me ardían.
—Estás enamorada de Ausencia.
—Sí.
¿Debería haberlo sabido antes?
No hay que olvidar que el amor es autoengaño. Y yo no podía competir.
Pero, una vez admitido, el amor de Alice por Ausencia pareció obvio, una conclusión cantada. Probablemente el campus entero lo sabía y yo había sido el último en enterarme.
—¿Del mismo modo que me quieres a mí? —chillé.
—No. Sí.
Observé a Alice. Estaba sentada con una pierna subida a la silla, el pelo revuelto y los ojos brillantes y con bolsas por el agotamiento. Apretaba la boca en un gesto desafiante. Su amor por Ausencia era verdadero. Parecía aplastada bajo el peso de su amor imposible. La admiré a mi pesar.
—¿Lo sabe alguien más?
—Ni siquiera me lo había admitido a mí misma hasta ahora. —Una lágrima pintó una raya reflectante en su mejilla.
—¿Lo sabe Soft?
—Tú sabrás.
Sí, Alice había estado viviendo al borde del vacío, pero no era un lugar singular, gélido, inhumano. De hecho, el mismo vacío se abría también a mis pies. Amor no correspondido.
Me pareció razonable calificar el suyo de no correspondido. Si de veras Alice se había subido a la mesa de Ausencia, Ausencia la había rechazado, ¿no? Hacer desaparecer cosas era el único «te quiero» del vocabulario binario de Ausencia.
Pero ¿se había subido? Me daba miedo preguntar. Así que me levanté y llevé los vasos al fregadero. Quería comprarme un billete de avión, volar lejos de allí, convertir en verdad todo lo que le había contado a Cynthia Jalter. Profesor X.
Los posos del café salieron a flote en el fregadero, subiendo en espiral desde el fondo de las tazas, y desaparecieron por el desagüe.
—Todo el tiempo que has pasado allá abajo —dije sin mirarla— has estado evitando dormir conmigo. Te sentías en comunión con esa cosa, incapaz de hablar de ello.
—Sí.
Comprendí, demasiado tarde, que había empleado una palabra prohibida. Conmigo. Enajenado, me declararía culpable de poseer un yo.
—Entonces es muy simple —dije—. No es ningún misterio. No me quieres porque quieres a Ausencia.
—Sí. …
—Pero Ausencia no te quiere.
—No.
—Entonces lo has intentado. Te has ofrecido a Ausencia.
No hubo respuesta. Pero cuando le di la espalda al fregadero Alice me dirigió una mirada ausente y asintió.
18
—Nos hemos alejado muchísimo de la física, Philip. Me gustaría enderezar de nuevo la situación.
El despacho de Soft resultó ser sorprendentemente acogedor. Era fácil imaginárselo como una ampliación del interior de su cabeza. Las paredes estaban cubiertas de textos, ejemplares de hacía una década de Escritos sobre física y Revista de física. Las mesas rebosaban. De la pared colgaba un diploma de papel al agua enmarcado y sutilmente torcido. Lecho ignífugo amarilleado, lamparilla fluorescente antigua. En el laboratorio, Soft tenía siempre aspecto de reptil y parecía fuera de lugar en cualquier otro sitio, pero el despacho era un punto intermedio, un espacio humano que el físico podía habitar de manera creíble.
Soft estaba sentado a su mesa. En la silla destrozada de su derecha se sentaba un físico italiano, justo fuera de plano. El italiano era alto y rubicundo, y vestía un traje arrugado de color amarillo limón. Llevaba el cuello de la camisa desabrochado y la corbata hecha un ovillo en el bolsillo de la americana, de donde asomaba como una lengua. Soft lo presentó con un nombre que empezó a metamorfosearse tan peligrosamente en cuanto lo oí —¿Cárnico Praxia? ¿Carbono Cruxia? ¿Abono Toxia?— que no me atreví a intentar pronunciarlo en voz alta.
El tipo me observaba atentamente mientras Soft hablaba.
—Estamos repartiendo el horario de Ausencia —dijo Soft—. Yo mismo he reclamado parte de las horas disponibles. Un equipo de estudiantes de posgrado ha presentado una propuesta impresionante y se les concederá un turno. Personalmente, lo más interesante me parece el intercambio acordado con el equipo italiano. Carmo y su equipo tendrán acceso a Ausencia a cambio de unas horas en su supercolisionador de Pisa, tras el que llevábamos años. Ausencia es una baza considerable a la hora de negociar.
El italiano frunció los labios.
—Hemos seguido muy de cerca sus resultados. Es un trabajo importante. No puede ser monopolizado, ¿comprende? La comunidad internacional tiene sus derechos.
—El equipo de Carmo tiene algunas teorías muy interesantes y están ansiosos por ponerlas a prueba.
—¡Ah! Sí. De momento no se ha pasado de una interpretación muy simplista.
Soft dio un respingo. Resultaba obvio que el entusiasmo del italiano le irritaba. Tal vez el intercambio escondiera razones políticas, alguna deuda por pagar.
—La razón por la que te he citado aquí —continuó Soft— es que me gustaría que administraras las horas de la profesora Coombs. Que fueses su… mmm… acompañante. Nunca se me ocurriría interrumpir su trabajo, pero estoy intentando poner algo más de seriedad en los procedimientos. Quiero llevar a la práctica diversos enfoques, fomentar cierto toma y daca entre los distintos equipos. Y, como es natural, habrá algún momento de inactividad mientras un grupo desmantela su instrumental o recoge el área de observación. Solo hay una Ausencia. De modo que todos tendremos que incrementar nuestro espíritu de cooperación. He pensado en ti, Philip, porque eres un experto en cómo se hacen las cosas por aquí, para que nos ayudes a pulsar los resortes que harán que la cosa funcione. En especial con la profesora Coombs. Porque no resulta fácil, pero, efectivamente, la estamos bajando de categoría, sacándole tiempo. No es que no se le vaya a compensar, por supuesto, pero aun así estoy seguro de que entiendes por dónde voy.
Soft sonrió a Carmo —¿Texaco? ¿Relaxo? ¿Ataxia?— y entrelazó las manos encima de la mesa.
—Pero Alice… —empecé a decir.
—No creo que este sea el momento ni el lugar para tratar las recientes dificultades de la profesora Coombs, Philip. Al profesor Braxia no le interesan nuestras pequeñas controversias o excentricidades. Se ha producido una diferencia de opinión entre la profesora Coombs y yo. No es ningún secreto, tampoco se lo oculto al equipo italiano. La cuestión es abrir el debate a nuevos enfoques.
—No llegamos a ciegas —dijo Braxia con suavidad—. Conocemos el trabajo de la profesora Coombs. Es apasionada, tozuda. Nos gusta, lo entendemos.
—Creo que la cosa va más allá —dije—. Alice opina que nos enfrentamos a una situación fuera del alcance de los enfoques tradicionales. Que esto está más en la línea de, digamos, el contacto con extraterrestres, y que deberíamos ser más sensibles a… mmm… los aspectos antropológicos o exobiológicos. Creo que en este momento es muy probable que se oponga a un enfoque de física pura y dura. Hablo en su nombre.
Improvisaba sobre la marcha. Trataba de ganar tiempo. Pero si Soft quería interponerse entre Alice y Ausencia, ¿de verdad quería yo cerrarle el camino? Mis deseos y los de Alice no eran necesariamente la misma cosa.
Carmo Braxia se recostó en la silla y cruzó las piernas a la altura de los tobillos.
—Estimado colega, me desconcierta que quiera oponerse al simple ejercicio de la rigurosidad científica básica que la situación demanda. Se trata solo, por ejemplo, de instalar un sonar a un haz de luz para intentar que nos rebote una señal de la superficie interior de Ausencia. No hay riesgo de daños. ¿Por qué no habría de intentarse?
—Me temo que tiene razón, Philip. Hay un umbral de responsabilidad básica. Y ahora mismo no lo alcanzamos.
—Quizá exista una Ausencia correspondiente, un agujero anexo —sugirió Braxia emocionado—. En alguna parte, todavía por descubrir. Que escupa toda la basura que ustedes le arrojan por este extremó. Quizá en algún país del Tercer Mundo. ¡Ja! Típicamente americano.
—La profesora Coombs tendrá su turno —dijo Soft—. Dispondrá de oportunidades suficientes para reivindicar sus teorías. Todos mantendremos una mentalidad abierta, receptiva. Buscaremos, además, nuestras propias conclusiones. Los equipos acabarán por converger en el momento en que se descubra la verdad. Sabremos por fin qué nos traemos entre manos.
—Resultados —dijo Braxia en tono grave.
—Y, por tanto, necesitan que los ayude con Alice —dije.
Soft volvió a dar un respingo. Quería que la llamará profesora Coombs.
—No solo eso —contestó—. Te invitamos a colaborar. A que trabajes de cerca con la profesora Coombs, con Carmo y los italianos, conmigo, y busques las correspondencias que se nos pasen por alto. Cosas que no vemos por falta de perspectiva. Tu trabajo habitual. Y a que uses tu influencia para que la profesora Coombs mantenga cierto equilibrio. Que se concentre, pero no… se obsesione.
Braxia había arrancado un penacho de relleno del gastado apoyabrazos de la silla y lo sostenía socarronamente a contraluz.
—¿Y si yo pidiera un turno propio? —pregunté, improvisando—. En concepto de representante de, pongamos, los intereses de la facción interdisciplinaria. Intereses sociológicos, psicológicos o incluso literarios. Representaría a la comunidad de los desconcertados, de los excluidos. Creo que la manifestación de ayer demuestra la existencia de mi circunscripción. ¿Sería compatible con tu distribución horaria?
Soft parecía estar a punto de tragarse la nuez.
—No veo ningún problema —consiguió decir—. Presenta la petición. Seguirá el procedimiento habitual de evaluación.
—Lo importante aquí, estimado colega, es que hagamos algo de física. Comprendemos que la profesora Coombs no se encuentra bien. Y le deseamos lo mejor. Hasta que esté en condiciones de aprovechar su tiempo, hemos pensado en proponer otro intercambio. —Braxia rebuscó en los bolsillos, extrajo una hoja doblada por la mitad y la desplegó—. Por cada hora semanal adicional con respecto a la adjudicación inicial —leyó— ofrecemos un pie cuadrado de espacio de observación adicional en el complejo de Pisa. Tras diez horas semanales adicionales, la tasa de intercambio pasaría a seis pulgadas adicionales por hora cuadrada adicional.
—No creo que Alice contemple la posibilidad de hacer concesiones.
—Tenga. —Braxia me entregó el papel—. Así tendrá nuestra oferta a mano. No pedimos más. El intercambio no supone ninguna concesión. Nosotros disponemos de una instalación muy interesante, pregúntele a Soft. Cuatro mil eventos por sesión. Una máquina estupenda. Explíqueselo, Soft:
—Tienen una máquina estupenda —dijo Soft—. La envidia de la comunidad internacional.
—Ya no —repuse.
19
Soft mandó clausurar la cámara de Ausencia durante la reorganización; entretanto, Alice se iba a pique en el apartamento. Nunca salía. Al volver a casa me la encontraba zapeando sin prestar atención o devolviendo a la vida alguna lata de sopa de pescado en el horno, o quedándose dormida en el sofá con una libreta estrechada contra el pecho, con las páginas en blanco. No hablábamos. Nos esquivábamos. Yo dormía en el sofá y me marchaba de casa antes de que Alice se moviera de la cama. Ella comía con los ciegos, yo lo hacía por mi cuenta. El apartamento se convirtió en un museo de palabras calladas.
Los exámenes finales asomaban débilmente en el horizonte de los acontecimientos y los estudiantes empezaron a peregrinar a mi despacho para preguntarme por su situación, negociar trabajos para créditos extra, rogar prórrogas para trabajos ya entregados o suplicar simple y llana misericordia. Empecé a colgar notas de mi puerta. Practicaba el principio de incertidumbre, ofrecía solo pistas fugaces de mi trayectoria. La máquina de cafés, segunda planta, entre las tres y cuarto y las tres y veinte, el miércoles. En el jardín occidental camino del aparcamiento, a las once cuarenta y cinco, el lunes. Reduje mi número de teléfono del listín a seis dígitos con líquido corrector.
Apareció el equipo italiano, liderado por Braxia. Ocuparon una mesa en el rincón de la cafetería de la facultad, donde charlaban en el incomprensible lenguaje doble formado por la física y el italiano, Observatorio Ausencia desapareció o fue suprimido. Soft recuperó su lugar de prestigio. De nuevo podía vérsele paseando por los pasillos como un cometa seguido de su cola de estudiantes, vestido de punto marrón, cortando el aire con el dedo.
Esa mañana los incendios forestales al norte del campus enrojecieron el cielo con una alfombra de cenizas. El sol brillaba anaranjado al este, creando un misterioso crepúsculo matinal. Las motas grises se posaron en una capa fina sobre los parabrisas, los cajeros automáticos y las esculturas públicas.
Todo el día fue un anochecer. Cuando por fin cayó la noche la recibimos como una bendición.
Después de las clases del día, en el aparcamiento los copos seguían cayendo como la nieve y yo sentía una paz extraña. Pensé con afecto en Alice y los ciegos. Perdonándolos. Decidí volver a casa y compartir una comida con ellos en lugar de ir a un restaurante. Así que conduje hasta una licorería mientras los copos brillaban como el humo en un cine a la luz de los faros del coche y compré una botella de vino tinto como muestra de mis buenas intenciones.
Pero cuando subí corriendo los escalones del porche y entré en casa me encontré a los ciegos hechos un manojo de nervios. Alice había salido del apartamento por primera vez desde que Soft la había rescatado.
—Se suponía que tenía que quedarse en casa —dijo Evan. Los dos llevaban puesta la americana y el sombrero. Tenían los bastones listos. Lucían una expresión de exagerada consternación, con la mandíbula caída y la nariz arrugada—. Dijo que nos llevaría en coche. Y ahora ni siquiera está.
—¿Dónde habrá ido? —dije, confuso—. ¿Adónde tenía que llevarles?
—A terapia —contestó Evan.
—Ajá —dijo Garth—. Si supiéramos dónde está sería porque está aquí, y ya nos habríamos marchado. No estaría usted hablando con nosotros.
—Dijo que volvería a las cinco y media —dijo Evan—. Que nos acercaría en coche. Textualmente. Son las cinco y media, ¿no?
Garth le propinó un palmetazo al reloj.
—Las cinco y cuarenta y siete.
—Llega diecisiete minutos tarde —señaló Evan alzando la voz—. Hoy es jueves, ¿no?
Permanecí de pie con la botella de vino en la mano.
—Tal vez mi reloj no vaya bien —musitó Garth—. Pero desde luego, es jueves. Eso seguro.
Evan se palpó el reloj. Iban a proceder al reconocimiento de todos los objetos tangibles y hechos irrefutables que tuvieran a mano. Me adelanté.
—Vaya —mentí—. Hay una nota en la nevera. —Estiré el cuello y entorné los ojos fingiendo leer de lejos, engañando a algún espectador invisible—. «Philip —fingí citar—, ¿te importaría llevar a E. y G. en coche? Reunión imprevista. No te preocupes. Alice». Bueno, pues ya está. No se preocupen. Yo los llevo.
¿Para qué la treta si podía haberme ofrecido a llevarlos sin más? Fácil. Ansiaba algo tan normal y casero como una nota en la nevera. Alice nunca me había dejado una nota en la nevera.
También estaba reivindicando mis derechos como único preocupado, echando a los ciegos de la crisis. La nueva desaparición de Alice sería toda para mí. No de Evan ni de Garth, ni de Soft.
Les ayudé a subir al coche, desenterrando los cinturones de entre los asientos. Evan me indicó la dirección. No estaba lejos. Los limpiaparabrisas abrieron una ventana entre la ceniza recién caída y arrancamos, en silencio.
Iba pensando en Alice. Tenía bastante claro dónde estaba.
Pero Alice no podría, entrar en la cámara. La llave la tenía yo. Me la había dado Soft.
—¿El tiempo es subjetivo u objetivo? —preguntó Garth desde el asiento de atrás, con voz monótona.
Evan y yo seguimos callados.
—Es decir, si mi reloj indica las cinco y media y voy todo el día creyéndomelo y luego me encuentro contigo y tu reloj dice que son las cinco, media hora de diferencia, y los dos nos hemos pasado el día con media hora de diferencia (tú tenías las dos y yo las dos y media, tú las cuatro y cuarto y yo las cinco menos cuarto), media hora menos que yo y confiado en que vas bien, tan seguro como lo estoy yo, y empezamos a discutir y entonces, en ese momento, el resto del mundo salta por los aires, ajá, sencillamente desaparece y solo quedamos nosotros, ninguna otra referencia, ningún otro observador, y para mí son las cinco y media y para ti las cinco, ¿no se trata de una forma de viajar en el tiempo?
—¿Viajar en el tiempo? —preguntó Evan.
—Las cinco en punto están en comunicación perfecta con las cinco y media —dijo Garth.
Aparcamos delante de la dirección que Evan me había indicado. Era una casa de ladrillo cubierta de hiedra, sin ninguna placa ni cartel que la identificara como centro terapéutico. Los ciegos bajaron del coche. Los seguí, sintiéndome protector. ¿Qué tipo de terapia era esa que seguían? A Evan y Garth podían embaucarlos de mil maneras. Al haberlos engañado cinco minutos antes con el cuento de la nota en la nevera, era consciente de lo vulnerable de su situación. Entraría a conocer a su terapeuta. Luego saldría al rescate de Alice.
Garth llamó al timbre. Se oyó un timbrazo y entramos en un vestíbulo enmoquetado con techos altos. Olía vagamente a humedad. Garth giró el pomo de la puerta de la derecha y los dos ciegos entraron en una consulta tranquilizadoramente limpia y simple, libre de instrumentos de tortura.
Cuando eché una miradita después de entrar ellos; alguien me llamó a mis espaldas. Di media vuelta y me encontré con Cynthia Jalter, con un sujetapapeles negro azabache en las manos, todavía alta, todavía oscuramente atractiva, todavía sonriendo de manera cómplice.
Pasó a ver a los ciegos, que la saludaron con un gesto de la cabeza al oír sus pasos, luego cerró la puerta y nos quedamos los dos a solas en el vestíbulo.
—No tenía intención… —dije.
—Comprendo —dijo ella—. No lo sabías. Solo has venido a traerlos.
—Sí —dije, entendiendo poco a poco que no me había equivocado de casa, que aquello no era un sueño ni una broma. Cynthia Jalter era la terapeuta de los ciegos.
—Les pagas por venir —recordé, a modo de sustitución de mil perdones.
—No podrían permitírselo. —Cynthia permanecía de pie, de espaldas a la consulta, abrazando el sujetapapeles contra el pecho mientras me observaba con curiosidad—. Ya adivinaste la otra noche que no tengo problemas de financiación, Philip.
—Entonces investigas la ceguera.
—El emparejamiento. El emparejamiento obsesivo.
—Ah. La relación entre les dos. Mundos privados. Gemelos, lenguajes inventados, esas cosas.
—Sí.
—Supongo que les ayudas a independizarse. Que eres una cirujana del alma siamesa.
—Les ayudo a entenderlo. Pero deciden ellos. El objetivo es crear una conciencia, desde dentro, de cómo se forman los sistemas cognitivos duales, cómo funcionan y cómo reaccionan ante datos hostiles o contradictorios. Ante las amenazas a su estabilidad o los distintos ritmos de crecimiento entre los miembros. La disonancia cognitiva. Seguro que reconoces los conceptos.
—Oh, sí.
—En un sentido más amplio, investigo los mundos subjetivos o ilusorios que existen en el espacio entre las dos mitades de cualquier sistema cognitivo dual. Abarco toda la gama de emparejamientos, desde los gemelos obsesivos hasta un encuentro casual en público entre dos desconocidos.
—Ah.
—La terapia puede servir de catalizador del cambio, desde luego, puesto que saca a la luz las limitaciones inherentes a la perspectiva desde dos puntos de vista. Es inevitable. Pero es pura investigación. A lo mejor tenemos oportunidad de hablarlo con más detalle en otra ocasión.
—Ah, sí —dije como un estúpido, demasiado rápido.
—Bien. —Dibujó una sonrisa sardónica.
—Ahora ya sabes cómo me llamo. No el nombre falso del bar, Dale Overling.
—Evan y Garth… Comentamos su situación. Cosas de la vida diaria.
—Así que la otra noche ya sabías quién era.
—De entrada no. Pero al final caí en la cuenta. Y a veces los llevo a casa en coche. Así que cuando te dejé en casa, lo supe con seguridad.
Quería salir huyendo. Me sentía como un idiota. De todos modos, tenía que ir a buscar a Alice, tenía que rescatarla.
—Estamos haciendo esperar a Evan y Garth —dije.
Cynthia sonrió con aire cómplice.
—Vas a algún sitio.
—Sí, la verdad.
Se enderezó y levantó el sujetapapeles como si quisiera adivinar su peso. Me observó con mirada científica. La mirada que parecía enmarcar mi vida entera entre paréntesis teóricos. Ojos de Paradigma.
Alice solía inmovilizarme con aquella mirada. Antes de perderla, junto con todo lo demás, a favor de Ausencia.
—Bueno, espero que tengamos ocasión de charlar —dijo sin dejar de sonreír.
—Claro.
Estaba aterrado. Pensé en la última vez, en mi excursión fuera del apartamento mientras Soft cargaba con Alice de vuelta a casa. ¿Por qué siempre estaba con Cynthia Jalter en esos momentos? Esta vez la desaparición de Alice me pertenecía, si me daba prisa. Tenía que ir a reclamarla.
—Philip…
—¿Sí?
—Sé lo de Alice. Me hablan de ella.
—¿Y de Ausencia?
—Y de Ausencia.
Me estremecí. No quería que Cynthia Jalter se tomara un interés profesional por nosotros. La posibilidad de que nos considerara a Alice y a mí, o, peor aún, a Alice y a Ausencia, como un ejemplo fascinante y absurdo de emparejamiento obsesivo me horrorizaba.
Y, sin embargo, ahí seguía yo, apresurándome por llegar a tiempo a una nueva fase de la crisis. Me sentía transparente.
—Bueno —dije—. Espero que no te creas al pie de la letra todo lo que dicen.
—Por supuesto.
—Tengo que irme. Supongo que los llevarás a casa en coche.
—Sí.
—Bien.
Me escabullí por la puerta de entrada y bajé a todo correr los escalones del portal de vuelta al coche. Jadeaba, como después de un gran esfuerzo. Me coloqué el cinturón de seguridad con dificultades, tenía los dedos atontados.
¿Sistema cognitivo dual?
¿Perspectiva desde dos puntos de vista?
¿Datos nuevos, amenazas, crecimiento desigual?
Regresé al campus, al aparcamiento del edificio de física.
20
Alice estaba sentada, desplomada, con los codos en las rodillas, contra las puertas acolchadas de la cámara de Ausencia. Era un ácaro humano en la máquina, un insecto absorbido por una aspiradora. Tenía la cabeza hundida entre los hombros y su melena rubia relucía bajo la tenue luz metálica del pasillo. Al oír que me acercaba, levantó la vista sin entusiasmo.
—Alice —resollé—. Ya estoy aquí.
—Ya lo veo.
—Estás bien.
Sonrió.
—Sí.
—Bueno, pues… —Eché un vistazo a la vuelta de la esquina. Estábamos solos. Las puertas del laboratorio seguían cerradas y la llave de Alice la tenía yo—. Bueno, pues supongo que has venido a esperar aquí, ¿no?
—Supongo.
—Para mantener vigilado tu puesto, ¿no? ¿A modo de campamento?
—No lo sé, Philip.
—De descanso. De siesta.
—Si tú lo dices…
Flaqueé. Me había quedado sin fuerzas para el rescate. Alice me miró fijamente, claramente molesta con mi intrusión.
—Bueno, me parece que tenemos que hablar.
—Podemos hablar en el apartamento.
—Precisamente —dije, tratando de reunir coraje—. Nunca lo hacemos.
—¿Has venido hasta aquí para hablar?
Disimulé mis problemas respiratorios.
—Sí. —Me dejé caer enfrente de Alice, en la pared de delante, con una rodilla recogida y la otra pierna estirada. Si ella hubiera adoptado la misma postura nuestros pies se habrían tocado de un lado a otro del pasillo. El fluorescente del techo parpadeaba—. Quiero dejar claras algunas cosas.
—¿Qué cosas?
—Amas a Ausencia. Como antes me querías a mí y ahora no.
Suspiró.
—No paras de repetirlo, Philip.
—Entonces es verdad.
—Sí. Quiero a Ausencia. —No titubeó ni se estremeció. Ahora no tenía problema en admitirlo.
—Yo era demasiado real para ti. Querías alguien imaginario.
—Ausencia es real, Philip. Es una visitante. Una extraterrestre.
—Ausencia es una idea, Alice. Es una proyección tuya.
Me lanzó una mirada desafiante.
—Bueno, pues se me ocurren ideas mucho peores que Ausencia. Es la idea de perfección, la idea del amor, del amor perfecto.
—Del amor por las granadas, querrás decir. Del amor por las reglas de cálculo.
—Del amor por lo que Ausencia ama, sí. Amor puro.
—Engulle cosas, Alice. Nada más. Incluso aunque tuvieras razón, incluso si las quisiera, ¿qué tiene eso que ver contigo? ¿Por qué habrías de enamorarte de algo así?
—Es la respuesta básica ante algo extraño. Ausencia viene en busca de contacto, cien por cien receptivo, y yo respondo con un impulso idéntico. Acoger lo extraño. ¿Por qué no lo entiendes? Es una actitud muy altruista. Soy un ejemplo de evolución, Philip. Y tú también lo serías. Te conozco bien. De haber estado en mi lugar, estarías enamorado.
—Y estoy enamorado —dije, desafiándome a mí mismo.
Pensé en la llave que tenía en el bolsillo sin saberlo Alice. Por mucho que dijera Alice, lo cierto era que estaba clavada en el gélido pasillo, incapaz de entrar en la sala donde el objeto de su deseo descansaba a oscuras, en silencio, indiferente.
—Así que tú, un ejemplo de evolución, te quedas aquí sentada, congelada —dije.
—El primer turno empieza a medianoche —dijo en voz baja—. El equipo italiano. Entonces Soft abrirá. Quiero estar presente.
—Como una adolescente haciendo cola para coger sitio en primera fila.
No dijo nada. Quizá se sonrojó: resultaba difícil saberlo con aquella luz.
—Sabes que me han pedido que administre tus horas de laboratorio. A Soft le preocupa lo que vayas a hacer con Ausencia.
—¿Qué tratas de decirme?
—No lo sé. O sea, Soft me trae sin cuidado. En circunstancias normales, preferiría tu enfoque. Si no tuviera nada que ver con el amor.
—¿Y dadas las circunstancias? —preguntó en tono áspero, implacable.
Nos miramos fijamente a los ojos. Los suyos eran fieros, los míos inquisitivos.
—Quiero ser tu amigo —dije.
No hubo respuesta.
—Olvídate de todo lo anterior —dije—. Ya no importa. Necesitas ayuda. Es evidente.
Sus ojos seguían mirándome con dureza.
—No me creo que de repente comprendas lo de Ausencia.
—Bueno, no estoy seguro de que vaya a ayudarte a subirte a la mesa y desaparecer. Pero sí puedo entender lo que sientes, de un modo más general.
Me miró con recelo. Se peinó el pelo hacia atrás y vi que le temblaba la barbilla.
—Ahora mismo estoy sometida a mucha tensión, Philip.
—Lo comprendo.
—La clase de amigo que necesito es uno que no me exija demasiado. Alguien ante quien no tenga que responder ni con quien tenga que justificarme, a quien ni siquiera tenga que ver o con quien tenga que hablar por fuerza cuando no quiera.
—Bien.
—En mi vida ahora mismo no hay espacio para nada más.
—Bien.
No pude evitar pensar que Alice deseaba que fuera igual de invisible que Ausencia. Si la dejaba completamente sola, me haría el favor de considerarme su amigo. Otro de sus adláteres teóricos.
Mientras seguía allí sentado, sonriendo débilmente a Alice, poniendo con su ayuda el vacío del pasillo entre paréntesis, tuve la vívida alucinación de que estábamos en las entrañas de una vasta nave interestelar, un arca futurista caída en desuso que vagaba a la deriva por el abismo de estrellas, y que Alice y yo nos habíamos perdido mientras buscábamos la sala de control. O la habíamos encontrado cerrada a cal y canto, como la cámara de Ausencia. Que aquella inmensa cosa a la deriva que con escasas posibilidades debíamos gobernar tenía, en alguna parte, una llave de contacto, un volante. Pero no lográbamos encontrarlos.
La visión se disipó. En otros tiempos, muy lejanos, se la habría descrito a Alice.
—Quieres que me vaya, ¿verdad? —dije—. No te estoy ayudando. Ni siquiera te entretengo. Quieres que me marche.
Asintió con gesto indefenso.
—No puedo competir. Nunca podría ofrecerte tan poco como Ausencia. Se hace la difícil.
Alice me miró con sus ojos de párpados enrojecidos.
—Te dejaré aquí abajo. Llorando sola. Volveré al apartamento a estar solo, en el mismo estado que tú. Iguales, pero exiliados el uno del otro, dos islas de tristeza. Tú aquí abajo y yo allá arriba.
—Evan y Garth están en casa.
No fue humor cruel. Alice creía sinceramente que los ciegos serían un consuelo.
—Están en… —Casi se me escapó el nombre de Cynthia Jalter—. Están en terapia.
Los dos llorábamos. Citar a los ciegos, nombrar el apartamento, nos había devuelto a la realidad, lejos del punzante y huero cielo de nuestro dolor. La distribución de habitaciones y camas. Al final siempre había objetos —el coche y el apartamento, los diapasones y ceniceros de terracota de Ausencia, los bastones de los ciegos—, contrapesos que nos alejaban del vacío.
—Abrázame, Philip.
Crucé a gatas la franja de suelo y la abracé. Le rodeé los hombros con los brazos, hundí la cara en su pelo. Lloramos juntos. Nuestros cuerpos compusieron un objeto perfecto, un agujero topológico, inmutable, completo, huecos enfrentados, huecos aliados. Conformamos un sistema, un universo. Por un instante.
Luego la dejé con su vigilia. Salí a pasear por el campus, a pensar bajo las estrellas, la niebla y la polución, y regresé muy lentamente al apartamento. Para cuando llegué al sofá, Evan y Garth habían vuelto de terapia y dormían plácidamente.
21
—Bueno, tiene caso —dijo el invitado a la tertulia radiofónica—. Por eso no hay problema. Pero si la demanda, pierde la relación. Aún no he conocido el matrimonio que sobreviva a un litigio.
—Lo que yo me temía —dijo el oyente.
Estaba en el sofá, con la ropa del día anterior. Había tirado la manta al suelo durante la noche y amontonado la sabana alrededor del cuello. El sonido de la radio llegaba del cuarto de invitados.
Los ciegos estaban en la cocina con el grifo abierto, dando golpes a la vajilla y cocinando algo que olía a pegamento. Me arrastré hasta la puerta y me escabullí, no quería explicarles por qué Alice no estaba. No podía enfrentarme a ellos en el espacio consumido y muerto del apartamento. Me asomé desde fuera y vi a Evan toqueteando inquisitivamente la ropa de cama del sofá. Salí huyendo.
Hacía un día luminoso y frío. Volví sobre mis pasos cruzando por el césped. Había dormido mal. Estaba atrapado en una cárcel de sueño, boca seca y párpados hinchados.
Regresé al edificio de física. Los pasillos bullían de estudiantes con el pelo húmedo de la ducha, devorando bagels o cruasanes mientras se apresuraban en comprobar los resultados de los experimentos nocturnos. Instrumentos que la noche anterior estaban en silencio pitaban y parpadeaban a mi paso, como si hubieran detectado una presencia no autorizada. Yo mismo era un pedazo de la noche que rondaba el nuevo día. Garth me habría llamado viajero del tiempo.
Las puertas exteriores de Ausencia estaban abiertas. Se había iniciado la fase dos. Entré. No había nadie más en la sala de observación. La pantalla estaba apagada. La ventana que daba al laboratorio del espacio de Cauchy tenía las persianas bajadas. Las subí y descubrí a Alice en la zona intermedia, la sala vacía. Me daba la espalda. Apretaba la cara contra el cristal de la ventana de la cámara de Ausencia.
Dentro, Braxia y el equipo italiano montaban apresuradamente el instrumental, una galaxia de cámaras, detectores, pantallas, contadores y medidores, un bosque que inundaba la pequeña mesa de Ausencia. Levanté la mano para golpear en el cristal y llamar la atención de Alice, pero me contuve.
¿Qué iba a decirle?
Así que observé. Observé a Braxia dirigir su eficiente equipo y observé a Alice observar, apoyada en los codos, llena de devoción por Ausencia. Tuvo que haber odiado verla asediada por los italianos. Formábamos una pirámide: Braxia observaba a Ausencia, Alice observaba a Braxia y a Ausencia y yo los observaba a los tres. Pensé que si Alice seguía presintiendo mis miradas se volvería. No lo hizo. Bajé la persiana y salí del edificio.
Mi primera clase empezaba a las tres. Primero necesitaba una ducha y un afeitado. Tal vez una siesta. Pero si esperaba un poco, quizá los ciegos se marcharían. Así tendría el apartamento para mí solo. Me alcé el cuello para protegerme del aire de la mañana y subí por el sendero soleado en dirección a los campos de fútbol. Estaban entrenando.
Mi becario había pedido una subvención para estudiar la distribución geográfica de los atletas en el campo tras un encontronazo. Buscaba comprender el despliegue de cuerpos en torno al epicentro del jugador herido, la posición de médicos y entrenadores, y la lástima o el escepticismo implícitos en las posiciones elegidas. Todo ello teniendo en cuenta la gravedad de la herida, el marcador del partido en el momento en que esta se producía y el valor del jugador herido. Etcétera. Yo había escrito una efusiva carta respaldando la petición. El proyecto consiguió una generosa financiación. Ahora mi becario estaba en la línea de banda, tomando notas en una tablilla con sujetapapeles mientras observaba correr a los jugadores. Me coloqué a su lado.
Los jugadores de las bandas corrían sin moverse del sitio, en pantalones cortos pese al frío, con la piel de gallina enrojecida y el pelo alborotado brillando al sol de finales de noviembre. A estas alturas estaban acostumbrados a ver por ahí al becario, pero parecían recelar de mí. El entrenador estaba de pie en la banda, con una pierna a cada lado de la línea, ladrando órdenes y dándoles palmadas a sus hombres cuándo se sumaban al ejercicio.
—Los sujetos que expresan lastima por la caída de un compañero tienen un sesenta y ocho por ciento más de probabilidades de sufrir una herida tratable por causas gravitatorias en el mismo partido —dijo mi becario sin mirarme, con la mirada atenta al campo de juego.
—Buen trabajo —dije.
—Los sujetos que demuestran compasión por la caída de un oponente tienen otro dieciséis por ciento más de probabilidades.
—Muy bien.
Nosotros mismos éramos como atletas, perfeccionando una actividad totalmente carente de sentido mientras el viento nos entumecía las orejas. Me solidaricé con los jugadores. Quería sufrir una herida tratable por causas gravitatorias en carne propia. Comprobé mi peso a escondidas, fingí una cojera.
Me sentó bien ver a mi becario tan ocupado haciendo lo que yo le había enseñado. Buscando datos escondidos, hechos que se ocultan en cosas evidentes. La oscura materia interdisciplinaria. Y un protegido confirmaba mi existencia en el mundo. Me sentí agradecido. Quería compartir con él algún consejo, alguna advertencia sobre las mujeres, pero no me vino nada a la cabeza. Allí estábamos a salvo, en las bandas, lejos del peligro.
Así que contemplamos a los jugadores entrenarse. Pasarse la pelota, retrasarla con los pies, levantarla con las rodillas y la frente. Dibujar jugadas, en carreras repentinas, para luego ir frenando. Los porteros embestían de un lado a otro, protegiendo el santuario del espacio delineado. Y cuando un defensa chutaba de pronto hacia arriba y acababa en el suelo entre gemidos, los jugadores de alrededor se paraban, asumiendo posturas reveladoras, y la pelota rodaba sola hasta detenerse, mi becario y yo corríamos juntos por el campo, enfurruñados, expertos que habían estado esperando en suspenso el momento adecuado para asumir su función y echar una miradita más de cerca.
22
El primer turno de Alice empezó a mediodía, tres días más tarde. Soft le había devuelto la llave, después de arrancarle solemnes promesas. Con todo, yo debía estar presente. Pasé la mañana en mi despacho intentando hacer efectivas todas las amenazas que le había lanzado a Soft, ideando y descartando toda una serie de propuestas mediocres para emplear el tiempo de Ausencia, sin llegar a ninguna parte. Al enfrentarme a Ausencia me convertía en un pseudo-Ausencia. No tenía nada que decir, ningún experimento que aplicar. Quería representar las necesidades de los que se sentían perplejos e inútiles ante Ausencia, pero me parecía demasiado a mis votantes.
Así que seguí sentado estrujando folios. El problema estaba en que mi enfoque habitual —antropológico— aprobaría la antropomorfización de Ausencia que había realizado Alice. Yo quería demostrar que Alice se equivocaba, probar que Ausencia era una cosa sin vida, un error, un bache cósmico. Pero eso corría a cargo de los físicos. De modo que me detuve, dejé caer la mano del bolígrafo sobre la mesa. Y levanté la vista hacia el reloj.
Tarde.
Llegaba tarde al primer turno de Alice. Desastre en potencia. ¿Quería que Alice se lanzara dentro de Ausencia? Salí a todo correr del despacho y seguí corriendo por el campus hasta el edificio de física. Bajé en el ascensor hasta la cámara de Ausencia con los ojos saliéndoseme de las órbitas de puro terror. Las puertas estaban cerradas Con llave. Las aporreé.
Seria un rescate magnífico. O un trágico salvamento en el último momento.
Nada. Aporreé otra vez.
El picaporte giró con una calma que era amonestación. Apareció la cara rubicunda de Braxia.
—Hola —dijo—. ¿Quiere entrar?
—Sí.
—Faltaría más, estimado colega. Pase.
Las luces de la sala de observación estaban apagadas. El instrumental, callado. Braxia me hizo pasar a la cámara de Ausencia, que sí estaba iluminada. La mayor parte de los monitores del equipo italiano se habían retirado a los rincones de la sala. La mesa de Ausencia destacaba en el centro del suelo, sola. A su lado, sobre papel parafinado, había un sándwich y una bandeja de plástico verde de supermercado con fresas.
Braxia se volvió hacia mí con un aire vagamente amenazador en aquella penumbra.
—Se está bien aquí, ¿verdad?
—Sí —dije jadeando, seguro que con el rostro acalorado.
—Bien. De modo que una visita inesperada, ¿eh?
—Es el primer turno de la profesora Coombs. ¿Dónde está?
Se cruzó de brazos y me estudió con la mirada. Las comisuras de sus labios formaron una sonrisa.
—¿Dónde está? —repetí.
—Ha venido y se ha marchado —dijo Braxia—. Ha llegado usted tarde.
Por un instante se me ocurrió la locura de que Braxia había cometido alguna barbaridad. Ausencia, el arma asesina perfecta. Reculé un paso instintivamente antes de recuperar el aplomo.
Braxia se volvió hacia la mesa y cogió una porción triangular de sándwich. La mayonesa brilló bajo la luz.
—Está muy preocupado por ella —dijo.
—Se supone que debo administrar su turno.
—Quiere decir vigilarla. Por Soft.
—Sí.
—Bueno, Soft también me lo pidió. Así que he estado presente. No pasa nada.
—¿Soft le pidió qué vigilara a Alice?
Braxia sonrió con expresión falsa.
—Sí, estimado colega, lo hizo. —Mordió una punta del medio sándwich, luego devolvió el resto al papel.
—Bueno —dije, sintiéndome algo irritable—, a mí me pidió que los vigilara a los dos. Que los controlara a usted y a Alice.
Braxia se inclinó levemente, en una sutil reverencia.
—Muy bien —dijo—. Mejor así, lo admito. Ahora tendré que pedirle a Soft que me permita vigilarle también a usted.
Volvió a sonreír. Me irritaba su amabilidad despreocupada. El aire risueño con el que seguía masticando el sándwich mientras yo jadeaba.
—Y bien, ¿qué ha pasado? —pregunté, por fin.
—Oh. Que qué ha pasado. La profesora Coombs entró, pidió que la dejáramos a solas y me fui. Estuvo dentro unos cinco minutos y luego salió. Llorando. Y se marchó. Nada más. —Cogió el sándwich, le dio otro mordisco.
—¿No entró con ella?
—No. Respeto su privacidad.
—O sea que no sabe lo que ha pasado.
Se encogió de hombros.
—Me lo imagino. Pero no, no lo sé.
Me daba envidia. Otro hombre había actuado como protector de Alice en aquel gélido teatro subterráneo.
Braxia me miró fijamente, claramente divertido.
—¿Qué ocurre? —preguntó.
—Nada.
—¿Nada? Estimado colega, tiene muy mal aspecto. Yo le diré lo que le pasa. Le preocupa que la profesora Coombs, Alice, se suba aquí —dio un palmetazo en la mesa— y se acabe todo: adiós, profesora Coombs.
—Sí —admití.
Volvió a sonreír.
—Acérquese —dijo.
Me aproximé a la mesa, presa de un miedo inesperado. Nunca había estado tan cerca de Ausencia, solo en pesadillas.
Braxia apoyó su mano en mi hombro y me empujó más cerca todavía. Me adelanté y puse una mano sobre la suave y fría superficie de la mesa. Braxia empujó el sándwich a un lado, dejando las fresas donde estaban.
—Mire —me dijo.
Se sacó el anillo de la mano izquierda y se lo guardó en la mano cerrada, luego adelantó lentamente la mano con el anillo desrizándola sobre la mesa hasta superar el punto donde empezaba Ausencia. Retiró la mano, la abrió. El anillo seguía allí.
—A Ausencia no le gusta la profesora Alice y no le gusta mi anillo de bodas. Pero mire.
Cogió una fresa, cerró el puño con la fruta dentro y repitió la demostración. Cuando retiró la mano y la abrió, la fresa había desaparecido.
—A Ausencia y a mí nos gustan los mismos postres. ¡Ja! Un gran truco de magia, pero el resto son para mí. —Se llevó una fresa a la boca, retorció el tallo y lo dejó en una esquina del papel parafinado.
A Ausencia no le gusta el matrimonio, pensé. Alice y yo deberíamos habernos casado. Había sido un error. Ausencia nos habría dejado tranquilos.
—Es muy interesante, la idea esta que tiene su profesora Coombs. O quizá sea una emoción más que una idea, ¿no? Yo creo que sí. Lanzarse a Ausencia. Ya veo que a usted le parece terrible, Pero yo creo que la entiendo. Yo siento lo mismo. —Me miró a los ojos—. A usted le gustaría que yo no supiera lo de su idea.
Humillado, asentí.
—Tenga. —Me señaló el sándwich—. ¿Quiere un poco? Ensalada de gallina.
—¿Ensalada de gallina?
—No sé cómo se llama. ¿Gallo?
—Ensalada de pollo. No, gracias.
Se encogió de hombros, le dio otro mordisco al sándwich y lo masticó todo en un carrillo.
—Parece tener miedo de que vaya a meter en problemas a la profesora Alice. Pero se equivoca. Me parece encantadora. Quiero ayudarla.
—¿Cómo? —Estaba celoso—. ¿Ayudándola a desaparecer?
Braxia se tragó la comida que tenía en la boca.
—Conoce usted los resultados de los experimentos.
—Sí.
—Ausencia nunca cambia de opinión. Si rechaza algo una vez, lo rechaza siempre. Es sistemático, ¿verdad?
Asentí. Tenía ganas de vomitar.
Braxia dejó el sándwich y volvió a atravesar a Ausencia con el brazo.
—Nunca aceptará mi anillo y nunca aceptará a la profesora Alice. Da igual lo que la pasión le dicte a su profesora. No importa cuántas veces lo intente. Así que, si lo necesita, quizá sea mejor que la dejemos intentarlo, ¿no? —Retiró el brazo—. Tome una fresa.
La alambrada que estrujaba mi corazón se soltó.
—¿De veras cree que nunca la aceptará?
—Creo de veras que nunca la aceptará —dijo Braxia con la boca llena de otro mordisco de sándwich.
—¿Aceptaría a otras personas?
—No lo sé, estimado colega. Es una buena pregunta, pero de difícil respuesta, ¿no le parece? No sobran voluntarios. Te colocas un transmisor y saltas al otro lado de la mesa. ¡Ja!
—¿Dónde acabarían los voluntarios? ¿Qué hay al otro lado?
—Esa es la cuestión, ¿no? Es lo que todos queremos saber. ¿Hay un universo minúsculo ahí dentro? ¡A lo mejor cada vez que tiro una fresa aplasto tres o cuatro solecitos! Quién sabe. Estamos en ello. —Señaló con orgullo la sala llena de instrumental—. Puede estar seguro, estimado colega, de que cuando consiga una respuesta, se enterará.
—Está seguro de que será usted quien dé con la respuesta.
—¡Ja! Muy bueno. Sí, eso creo. Soft ya no lo tiene tan claro. Está en retirada. Y en cuanto a su profesora Coombs, me parece que ahora mismo se está planteando un tipo de pregunta muy distinto. Más relacionada con ella misma que con Ausencia.
—¿Y los estudiantes de posgrado?
—Los estudiantes de posgrado. —Braxia resopló—. Sí. ¿Conoce su propuesta?
—No.
—La idea consiste en construir un monitor, un mecanismo que reúna información, con los materiales que le gustan a Ausencia. Un artilugio compatible con Ausencia para lanzarlo del otro lado de la mesa. ¡Ja! —Dio otra palmada en la mesa—. Muy ingenioso, y también una estupidez. Ausencia rechazará el artilugio. ¿Sabe por qué? Lo construirán con maderas del mar, fresas, cualquier cosa que le guste a Ausencia. Luego, un día, Ausencia cambiará de opinión y dirá que ya no quiere más fresas. Además, a Ausencia le gustan las cosas por sí mismas, no por sus componentes. Un artilugio ya no es las cosas de las que se compone, es un artilugio. No, no corren peligro de aprender nada. —Me golpeó en el pecho con el dedo índice—. Si fuera usted físico, tal vez podría presentarme competencia. Pero…
—Por lo que parece, considera a Ausencia un fenómeno metafísico. Por lo tanto, yo estoy tan cualificado como usted para descubrir lo que significa. Si a Ausencia, tal como usted mismo afirma, le interesan las cosas en sí. Los significados. Los textos.
A Braxia se le salían los ojos de las órbitas de pura emoción, como si fuera a inflarse y flotar hasta el techo. Pero atrapó la última esquinita de sándwich y se la metió en la boca.
—De acuerdo —dijo—. Muy bien, otra vez. Me gusta hablar con usted. Sí, a Ausencia le interesa la idea, pero no la idea metafísica. No tiene nada de metafísico. Solo tenemos que descubrir la física que subyace a Ausencia. Soft creó un experimento, ¿recuerda? Quería poner en práctica algo de física compleja, traer algo nuevo al mundo. Textos, sí. Una buena palabra: textos, Soft ha escrito un texto nuevo. Pero es un texto de física. La física genera física. Se lo demostraré personalmente.
—Me muero de ganas.
—Ah, pero no abandone su trabajo. Ni se le ocurra. Por favor, venga a descodificar el texto a su manera. Seguiré con atención sus progresos. Y mientras usted lee el libro, yo le contaré cómo y por qué existe un libro, y mucho más. Le contaré cómo es que existe una estantería para el libro y una casa para la estantería, y así sucesivamente.
—Lo siento. No acabo de entenderle.
—Escuche, estimado colega. Yo estudio el universo. Ausencia es solo una parte del mismo, una pista. Explicaré Ausencia y, luego, también le explicaré el resto. Todo. Es mi trabajo.
—Así que está progresando. Ya ha aprendido cosas sobre Ausencia.
Arrugó la frente.
—Le diré algo, señor Engstrand. Tengo aquí a doce hombres, mentes brillantes, que no piensan en otra cosa que en la física. Como Soft o yo hace diez años. Hacen lo que les mando, trabajan veinticuatro horas al día para mí. Atacaremos a Ausencia con un sonar, radiactividad, partículas desmagnetizadas, taquiones, cualquier cosa que se me ocurra. Soy muy paciente, señor Engstrand. Voy a encontrar la señal capaz de rebotar al exterior y luego voy a describir el mundo al que da entrada Ausencia.
—Pero de momento no tiene nada.
—Solo fresas.
—Y entretanto tolerará a Alice, me tolerará a mí si lo intento y tolerará al viejo senil de Soft.
Braxia parecía divertirse.
—Sí —dijo—. Desde luego. Ya me he convertido en un fan suyo. Tómese sus horas. Será bienvenido. ¿Cree que quiero pasarme aquí todo el día y toda la noche? ¡No! Esté fin de semana me voy a Sonoma.
—Es muy bonito.
—Sí. Además, querré tenerle a mi lado cuando dé el gran paso. Podrá documentar mí descubrimiento.
—De acuerdo. Usted se encarga del descubrimiento y yo de documentarlo. —Estaba harto de grandilocuencias. Di media vuelta para marcharme. Que Braxia y Ausencia disfrutaran a gusto de sus fresas. En algún lugar del exterior el sol brillaba, en algún lugar los cielos estaban despejados.
Sin embargo, antes de que alcanzara la puerta de la cámara Braxia me llamó.
—Me he olvidado de decirle una cosa —dijo—. Cuando la profesora salió de la cámara tenía la camisa… ¿cómo se dice? Del revés. —Me atravesó con la mirada, en busca de una reacción.
Me negué a mostrársela.
—Alice es su novia, ¿verdad?
—Sí, Braxia. Alice es mi novia. O lo era.
—¿Sabe una cosa? Resolviendo el enigma de Ausencia curaré a Alice, se la devolveré.
—Eso espero —contesté, sinceramente.
23
Tras el segundo rechazo de Ausencia, Alice huyó a casa de sus padres, una hora al norte, a pasar el día de Acción de Gracias. Del cuerno del vacío al cuerno de la abundancia. Al llegar a casa me la encontré metiendo ropa interior en una maleta de fin de semana mientras Evan y Garth esperaban muy tiesos a un lado, con los bastones en alto. Se marchó sin mirarme a los ojos ni siquiera una vez. Los ciegos y yo oímos el coche alejarse estruendosamente, sin que le hubieran dado tiempo a calentarse.
—Ajá —dijo Garth con profunda amargura.
Ese fin de semana llovió. Evan, Garth y yo salimos a pasear entre la neblina. El tiempo parecía acallar a los ciegos. Daba pruebas de la existencia de un entorno, así que ya no tenían que crear uno mediante sus inventarios. Alzando los rostros mojados al cielo, perdiendo los zapatos en los barrizales del campus, se convencieron por fin de que su climatología verbal resultaba redundante, de que el mundo les rodeaba.
Yo pensaba en las afirmaciones de Braxia. Si era cierto que Ausencia nunca aceptaría a Alice, entonces mi lucha con ella no era por el cuerpo, sino por la mente, por el alma de Alice. Era una lucha en la que todavía tenía esperanzas de triunfo. Repasé largos argumentos a mi favor y en contra de Ausencia, Comparé mi amor por Alice con el de Alice por Ausencia: ¿cuál era más vivo?, ¿cuál más tenaz? Estaba seguro de conocer la respuesta.
Volvería a conquistarla.
En Acción de Gracias llevé a Evan y Garth en coche a una comida en la escuela de ciegos, un enorme edificio con aspecto de fabrica situado en medio de un complejo cubierto de hierba y rodeado por un campo de béisbol, un aparcamiento y una piscina azul poco profunda, vaciada para el invierno y llena de hojas secas y cascarones de insectos veraniegos. Me invitaron a entrar, pero rechacé el ofrecimiento. Pasé la tarde conduciendo por las colinas con vistas a la ciudad, casi solo en la carretera, con la radio sintonizada en una retransmisión en directo de un remoto desfile en el que atletas y políticos saludaban a las multitudes desde llamativas plataformas. Cuando oscureció me dirigí a mi restaurante favorito, el Silver Lining, pero estaba cerrado. Eché un vistazo desde una ventana. La vasta e incomprensible familia griega propietaria del local disfrutaba de un peregrino festín en el reservado más grande. El pavo era enorme, dorado, clásico, y los acompañamientos infinitos.
Cuando regresé al apartamento me encontré —¡sorpresa!— a Alice vaciando el dormitorio para instalar un estudio de pintura.
Alice era una pintora aficionada muy mala. O lo había sido. Al comienzo de nuestra relación lo había dejado. Pero ahora sus polvorientos útiles de pintura habían resucitado de la tumba del garaje de sus padres. Caballete salpicado de pintura, cubierta protectora y botes de yeso y cola de conejo. Un espejo cuadrado, grueso, con los bordes protegidos con cinta adhesiva. Había trasladado las estanterías al salón para dejar libre la pared del norte. Un rollo de lona blanca nueva descansaba apoyado en el marco de la puerta, bloqueando la entrada. Alice estaba en la cocina, lavando pinceles viejos.
—Alice. Has vuelto.
Silencio.
—Te perdiste el resto de tu turno. Lo aprovechó Soft. Supongo que tendrás que esperar a la semana que viene.
Silencio. Agua cayendo en el fregadero.
Respiré hondo, tratando de reubicar mi fuerza recién descubierta, pasada por agua.
—Es posible que se haya producido un cambio —sugerí—. Que al fin y al cabo no estés tan segura. Que estés perdida. A lo mejor quieres dar marcha atrás, ganar algo de perspectiva.
Silencio de piedra.
—¿Alice? —Me acerqué a ella por detrás. Siguió masajeando suavemente las cerdas apelmazadas.
—A lo mejor sigues enamorada de Ausencia. Pero con la impresión de que te lo tomaste demasiado a pecho. Le estás dando algo de espacio, para que pueda pensárselo.
Cogió un manojo de pinceles secos y los metió en una lata de café.
—Escucha. Voy a cambiar de táctica. En adelante voy a tomármelo con buen humor. Entablaremos un diálogo desenfadado, lleno de bromas. Como en una película vieja. Como en Luna nueva, cuando Cary Grant y Rosalind Russell son antiguos enamorados y ella se va a casar con otro. Él se lo toma alegremente. Bromean. Pero al mismo tiempo, Cary Grant está hablando a su favor, de una manera muy astuta y persuasiva.
Silencio.
—O, si no quieres bromear, podrías ser como James Stewart en Vértigo, después de perder a Kim Novak, la primera vez, y hundirse en una depresión catatónica, y Barbara Bel Geddes tiene que intentar animarlo para que la supere. Con bromas desenfadadas. Porque a veces una persona se encarga de todas las bromas desenfadadas y la otra escucha. Eso también me parece bien.
La seguí al dormitorio. Los dos nos agachamos para pasar por debajo del rollo de lienzo.
—Ya lo pillo. No dices nada. Ni una palabra. Porque te juro que no has abierto la boca desde que he llegado.
Empezó a desenrollar el lienzo.
—Me he fijado en el espejo. Creo que lo entiendo, creo que lo pillo. Vas a volver a pintar autorretratos. Y se los ofrecerás a Ausencia. Para que se acostumbre a ti, pasito a pasito. ¿Es eso? Una idea muy inteligente. Si no se te había ocurrido, el mérito es mío.
Silencio.
—Ya veo. Intentas parecerte más a Ausencia dejando de hablar, ¿verdad?
Silencio que podría interpretarse como confirmación.
—Vale. Soló quiero que sepas una cosa, una cosa que tengo qué decirte. Me doy cuenta que no puede considerarse una broma desenfadada, pero quiero dejarlo caer ahora, al principio, y luego seguiré con las bromas. Te quiero, Alice. Es importante que me escuches, que lo sepas.
El silencio era como un esqueleto que nos acompañara en la habitación. Un mamut de silencio descongelado y en descomposición. Fuera oí cerrarse la portezuela de algún coche y pasos ciegos golpeteando por las escaleras del portal. Alice empezó a clavar las tijeras en la tela, con la cara colorada como un tomate.
—Estoy aprendiendo a detestar el sonido de mi voz —dije.
24
—Estoy aquí en calidad de paciente —dije. Quería dejar claros los papeles de cada uno.
La consulta de Cynthia Jalter en horas de trabajo estaba en un centro médico privado perteneciente a un complejo moderno y soleado cerca del centro de Beauchamp. Compartía recepcionista, sala de espera y selección de música ambiental con un tal doctor Gavin Flapcloth. Este despacho resultaba aún más anodino que la consulta improvisada de su apartamento. Las cortinas, las pantallas de las lámparas, los pañuelos de papel y el cielo del pequeño paisaje al óleo que colgaba sobre su mesa eran todos del mismo color, un amarillo manso, inofensivo. Probablemente se llamaba beige o berberecho. El despacho no tenía ventanas. Era como estar sumergido en un vaso de ponche de huevo tibio.
Cynthia Jalter, por otra parte, tenía aplomo y era elegante. Llevaba la negra melena peinada hacia atrás para resaltar sus cejas, que se juntaban sobre la nariz. Era la mujer menos rubia que había visto.
—No puedo ocuparme de ti —dijo—. Nos conocemos de fuera de la consulta.
—Renuncio a nuestra relación. Quiero que me disecciones. Que entiendas mi vida.
Sonrió.
—No podemos dar marcha atrás. No funciona así.
—Mis problemas tienen que ver con las parejas. Solo pido el consejo de una experta.
—Nos conocimos en un bar. Me invitaste a una copa.
—Trabajo de campo. Querías verme exhibir mi tropismo, mi necesidad de emparejarme. Llamémoslo Terapia de Vida Real.
—Dos solitarios se conocen en un bar.
Paseé la vista hasta un cuadro colgado de la pared más alejada. Una copia descolorida de un cuadro familiar: el Ícaro de Brueghel cayendo al océano invisible.
—Necesito que me ayudes —dije—. Las cosas de que me hablaste me persiguen. Mundos subjetivos o ilusorios. Sistemas cognitivos reales. Crecimiento desigual. ¿Son aplicables en mi caso? Necesito comprender todo esto.
Suspiró.
—¿Con qué fin? ¿Que vuelva? Creía que en la actualidad no tenías pareja.
—¿No la tengo? ¿Ves? Ya me has ayudado. Eso es exactamente lo que me falta, una terminología que aplicar a mi situación. Sin pareja. Desde luego. ¿Es que no ves, Cynthia, que actúo en desventaja? A mi alrededor todo el mundo tiene una teoría o una obsesión. Yo la voy inventando sobre la marcha.
Cynthia Jalter bajó la cabeza y rió para sus adentros. Dejó el portafolios en la mesa y cruzó las piernas.
—Te has visto involucrado en el experimento de Alice —dijo—. Es Ausencia quien no tiene método. Tú solo la usas de excusa.
—¿Qué quieres decir?
—Dices que quieres que te ayude, pero creo que te estás engañando. No quieres ver el efecto que tienes en otra persona. Quieres esquivar esa responsabilidad.
La miré desconcertado. La música ambiental subió de tono.
—¿Sabes lo que pensé cuando llamaste?
Estaba mudo, dentro de mí todo seguía su curso en silenció.
—Tengo que serte sincera, Philip. No me interesan tus problemas con Alice. No creo que tengas ninguno. Lo que si me interesaría sería verte exhibir tu tropismo.
Enrojecí, se me humedecieron las palmas de las manos. Una reacción de pánico común asociada a las confesiones francas por parte de mujeres sobrecogedoramente atractivas.
—No quiero ser tu terapeuta —dijo—. Tal vez querría hacerte el amor.
Se recostó en la silla. También sus mejillas estaban algo enrojecidas. Me sentí cortejado, mareado. ¿Era así de sencillo? ¿Se acabó Alice? ¿Podía Cynthia Jalter desparejarme como una pieza de rompecabezas y colocarme en su dibujo?
Cuando me examiné en busca de respuesta, encontré un vacío, una ausencia.
—¿Esto no es un abuso de la confianza terapéutica? —dije, eludiendo la cuestión—. ¿Puedo presentar una reclamación? ¿Una demanda judicial?
—No he aceptado ningún pago ni he aceptado verbalmente ocuparme de ti como profesional. Ahora mismo no somos más que ocupantes ilegales de esta consulta, ni terapeuta ni paciente.
—Vale. Sin rencores. Solo quería saberlo.
—Comprendo. Además, a lo mejor esto no es más que un tipo avanzado de terapia. ¿Cómo lo has llamado? Terapia de Vida Real.
Sonreí débilmente, perdido. Cynthia Jalter se levantó de la silla, rodeó su mesa hasta desaparecer de mi vista y reapareció detrás de mi silla, con los brazos alrededor del respaldo, tocándome levemente los hombros con la punta de los dedos.
—Relájate —dijo.
—Estoy relajado. Solo que por debajo de capas de incredulidad y pánico. Pero por debajo estoy de lo más relajado.
—Philip.
—Yo también me siento atraído por ti. Pero no sé cómo acercarme a una mujer experta en lo que no funciona cuando las personas coinciden.
—No te preocupes.
—Además, tu despacho parece las dependencias habitables de la cápsula espacial que usarían para enviar a otros mundos a los invitados de las tertulias televisivas.
—¿Salimos a dar un paseo?
—Sí.
Habló un momento con la recepcionista y luego salimos al exterior, a la tarde fría y soleada. Me cogió de la mano y dimos la vuelta a la esquina, hacia un patio verde escondido detrás de las oficinas, protegido de la calle por un muro bajo de ladrillos. Desde allí se veía el aparcamiento del Look’n’Like, el remolino de compradores examinando coronas de pino y abeto bajo una lona amarilla. Alcé la vista y vi pasar una figura borrosa por detrás del grueso cristal de las ventanas del centro médico.
Señalé.
—¿El doctor Flapcloth?
Cynthia Jalter asintió.
—¿Otro terapeuta de la pareja?
—Ecologista vaginal.
—¿Qué?
Lo repitió.
—Quieres decir ginecólogo.
—Sí y no. Gavin prefiere descomponerlo en las palabras raíz para capturar un sentido que en su opinión se ha perdido. La ecología de la vagina, la vagina como hábitat natural en lugar de solo como un espacio negativo.
—¿Y él cómo se autodenomina? ¿Funcionario de la Agencia de Protección Medioambiental?
Cynthia Jalter se rió. El viento le llevó un mechón de cabellos negros a la boca y ella lo retiró con un dedo.
Pensé en Ausencia como vagina cósmica, expuesta sobre el frío acero de la mesa de examen. Incapaz de cerrar las piernas. Atravesada por docenas de miradas de expertos con bata blanca. A lo mejor Alice solo quería dar cobijo a esa entidad vaginal.
Cynthia Jalter me apretó la mano. Parpadeó mientras el viento le ponía el pelo sobre la cara.
—No tienes que seguir con Alice —dijo. Por lo visto, me leía el pensamiento—. Has tenido mucha paciencia. No es culpa tuya. Ahora eres libre de hacer lo que te plazca.
Aunque hacía frío, se estaba formando una capa de sudor entre nuestras manos entrelazadas.
—¿Y si yo quiero seguir con Alice? —dije.
Sonrió.
—No olvides que hay otras opciones. Que puedes cambiar de vida. La gente olvida.
Me tiró de la mano y me acercó lo suficiente para besarnos. Cynthia Jalter tenía los labios secos y fríos. Tuve la impresión de que sonreía alrededor de mi boca.
Duró un instante. El tiempo suficiente para que me preguntara si era inmune a Cynthia Jalter como Alice lo era a mí, como Ausencia era inmune a Alice. ¿Éramos eslabones de una cadena?
Más importante todavía: ¿si me desinmunizaba, si me hundía en el abrazo de Cynthia Jalter, se iniciaría una reacción en cadena y Ausencia aceptaría a Alice?
El beso terminó antes de que yo diera con la solución. Nuestros labios se engancharon suavemente cuando nos separamos. Al menos ahora tendría un secretillo. Lo llevaría conmigo, cual cicatriz o insignia invisible, cuando regresara al apartamento.
Abrí los ojos. Un avión minúsculo nos sobrevoló muy bajo, contra las nubes esponjosas, paseando un anuncio: CELESTE, CASÉMONOS, MAYNARD. Un mensaje simple transmitido a través de una distancia inmensa. Admirable. La respuesta solo podía ser un sí. El avión dio una vuelta en el cielo por encima del patio y desapareció.
Miré a Cynthia Jalter.
—Necesito tiempo para pensarlo. Vivo con dos hombres que no ven y una mujer que no habla. Ahora se dedica a pintar autorretratos. Solo come tostadas. Resulta tentador marcharse sin más, pero no puedo hacerlo. En este momento Ausencia forma parte de mi vida. Tengo que quedarme hasta el final. Estoy tan ligado a Ausencia como a Alice.
Cynthia Jalter me cogió del hombro y volvió a besarme, rápidamente, casi de manera furtiva, en la comisura de los labios. Me dejó haciendo morritos en medio del frío, había sido demasiado lento.
—Lo entiendo —dijo. Parecía segura de sí misma.
¿Qué sabía ella que yo no supiera?
—Relájate —dijo—. No hay nada de malo en un comienzo lento, peculiar. El texto de la relación, el mito que la sustenta, se construye en los primeros encuentros. El torbellino de emociones, el tira y afloja. De modo que cuanto más material de este tipo generemos, mejor.
No podía hablar.
—Lo estamos haciendo bien —dijo.
Tenía las rodillas bloqueadas. No tenía voz. Un mechón de su pelo se mecía libremente y me acarició la mejilla. Se lo coloqué detrás de la oreja y estuve terriblemente cerca de besarla de nuevo. Pero acabé hecho un lío. Así que levanté la mano y señalé el aparcamiento, hacia mi pequeño Datsun marrón.
—Tienes que irte —dijo.
Simulé girar un volante con las manos.
25
Georges de Tooth era nuestro desconstructivista residente, un hombrecillo con cara de caballo que vestía impecables trajes oscuros de raya diplomática, hablaba con un falso acento polieuropeo y usaba una peluca rubia blanquecina demasiado grande que le sentaba fatal. Se le veía ir y venir a toda prisa del departamento de inglés a su coche, con un enorme maletín de piel en los brazos, como si se tratara de la tapa de una alcantarilla de la que acabara de salir. O sentado en las reuniones de la facultad, silencioso y pensativo, mordisqueando la boquilla de una pipa vacía y a menudo de lado o boca abajo. En la biblioteca podían encontrarse una docena más o menos de sus libros, delgados e ilegibles, además de una gruesa antología de ataques de sus enemigos. Vivía en una habitación del albergue para jóvenes cristianos. Llevaba allí quince años.
Por lo que yo sé, cuando acompañé a De Tooth al despacho de Soft era la primera vez que aquellos dos grandes hombres se encontraban. No era buena señal. Se dieron la mano rápidamente, musitaron algo al unísono y se parapetaron de nuevo en sus respectivos silencios. Invité a De Tooth a tomar asiento y aceptó, atrapándose bajo el maletín, asomando la nariz y el peluquín por encima y con los pies colgados lejos del suelo. Soft se recostó en la butaca, me miró a los ojos y arrugó las cejas. Le sonreí.
De Tooth era mi versión de Braxia. Mi representante europeo, mi as en la manga. Me había pasado la semana cortejándolo, alimentando su interés por Ausencia. Una vez conquistado, empecé a prepararlo para el encuentro con Soft. Aquella era mi colisión de partículas, mi oportunidad para enfrentar campos incompatibles. Ahora observaría el evento.
—El profesor De Tooth y yo hemos ideado un enfoque para estudiar a Ausencia —dije—. Tal como te expliqué por teléfono, quiero aplicarlo contigo. En caso contrario, estamos listos para proceder solos. Solo necesitamos unas horas de laboratorio.
—Sabes que cuentas con mi apoyo, Philip. Sabes que quiero que participes.
—Sí, bueno. Lo que proponemos no es ortodoxo, pero sí apasionante. No interferiremos con los demás equipos. Así que no debería de haber ningún problema.
—No es ortodoxo.
—No. —Miré a De Tooth. Se colocó el maletín sobre las rodillas, aunque sin dejar de agarrarlo con las dos manos. Estaba observando a Soft—. Un enfoque crítico contemporáneo —continué—. Muy fértil. Queremos tratar a Ausencia como un texto contenido en sí mismo. Un signo. Queremos leerlo.
Soft palideció ligeramente.
—En este campo de estudio consideramos que el texto, en este caso Ausencia, posee vida independiente, libre del contexto —proseguí—. Derivamos los parámetros descriptivos, el vocabulario crítico, de la fuente. Es decir, de Ausencia. La idea es que cualquier texto contiene su propio instrumental de descripción, si lo analizamos objetivamente.
—Interesante —dijo Soft. Cerró los ojos.
—¿Ha oído hablar de la muerte del autor? —preguntó De Tooth. Arqueó las cejas al hablar, y desaparecieron bajo el peluquín amarillo.
Soft miró a De Tooth. Casi podía ver las interferencias en el espacio entre los dos. Un mal ensamblaje.
—Tal vez —contestó Soft.
—Es muy simple —dijo De Tooth—. Admitimos que no hay autor, no hay obra, no hay género. Solo el texto desnudo. Descartamos la biografía, la psicología, el historicismo… Este tipo de cosas impiden ver con claridad. No admitimos nada fuera del texto. Ausencia no es diferente. En su caso el género irrelevante es la física, y usted, el autor irrelevante. Estudiaremos a Ausencia como si fuera su propio autor.
Soft sonrió débilmente.
—¿Y en qué consistirá ese estudio?
—Más texto —dijo De Tooth—. No cabe otra respuesta.
—Georges creará un artefacto correspondiente —expliqué—. El enfoque correcto para un texto tan denso, sistemático y original como Ausencia es un texto crítico con idénticas cualidades.
—¿Quieres decir que os sentaréis en la cámara a escribir? —Soft parecía incómodo.
De Tooth se encogió de hombros.
—Dentro o fuera de la cámara, compondré un documento. Tal vez no se mencione a Ausencia. Quizá soló consista en la palabra «Ausencia». Y mis estudiantes, a su vez, estudiarán mi texto. Sin tener acceso a Ausencia. De modo que emplearemos un mínimo de su precioso tiempo.
—Con el debido respeto —dijo Soft—, Ausencia no es una obra de arte.
—Eso tendré que determinarlo yo. El significado se acumula en sitios inesperados. Y se agota de manera inesperada en otros. Por ejemplo, la física ha demostrado que no basta.
Me vino la inspiración.
—A lo mejor podríamos ofrecer a Ausencia el texto nuevo, a ver si lo acepta.
—Ausencia es física —protestó débilmente Soft—. No se pueden separar física y Ausencia.
—Ausencia, señor Soft, es un monumento singular que trasciende cualquier explicación banal. Ausencia tiene una propensión prodigiosa al significado. Parece atraerlo como un faro encendido. Para un amante de la significación como yo, es un fenómeno irresistible. Puro significante. Ausencia es un verbo al mismo tiempo activo y pasivo; a la vez objeto y espacio, un símbolo. No es solo una cosa. La física busca desmantelar la superficie, percibir más allá, hasta descubrir una verdad compuesta de partículas; yo cuestiono la profundidad dondequiera que la encuentro. El significado de Ausencia está en la superficie, y, por lo que parece, su superficie es infinita. Su enfoque físico es inútil.
De Tooth siguió con su cháchara, formando frases crispadas con los labios hinchados. Soft palideció, y luego se puso amarillo. Al final me despertó instinto protector. Quería que De Tooth acabara rápido. Ya había expuesto su argumento. Pero el hombrecillo, con los minúsculos nudillos blancos de sujetar el asa del maletín, estaba imparable.
—Tal vez mi texto y el suyo se anulen mutuamente. Ocurre a menudo, ¿sabe? Es posible que Ausencia no sea más que una aserción a la que hasta ahora no se ha respondido. O quizá Ausencia sea una herramienta, un método, cuyo uso todavía no hemos descubierto. Desde luego, Ausencia es, de hecho, todo esto y más. Ausencia es lo inevitable: el signo virtualmente vacío. El signo que significa todo lo que es posible significar, para cualquier lector.
Soft se llevó la mano a su frente pálida y sudorosa.
—¿No hace un poco de calor?
No obtuvo respuesta. Soft se aflojó el nudo de la corbata.
—Siga —dijo por fin—. No quería interrumpir.
—Quizá demostremos que Ausencia no existe —dijo De Tooth. Soft me miró lastimeramente desde debajo de la mano—. Y quizá demostremos que nosotros tampoco existimos. Quizá Ausencia está editándonos el mundo, clasificándolo en cosas que existen de verdad y cosas que no existen, y nosotros, incapaces de existir no hacemos más que mirar con nostalgia la realidad desde el umbral que no cruzaremos.
Soft se levantó de la silla y abrió la ventana. Respiraba por la boca.
—¿Te encuentras bien? —pregunté.
Me levanté, lo cogí por el hombro y lo saqué al pasillo, donde se desplomó contra la pared. Se pasó la mano por los ojos aterrorizados y se tapó la boca. Tenía la cara verdosa. De Tooth dejó la silla de un salto y arrastró el maletín hasta donde estábamos Soft y yo.
—Quizá Ausencia nos ha soñado a todos y solo ahora, debido a alguna metedura de pata científica, hemos encontrado el ojo de la mente de nuestro soñador.
Soft se dobló en dos, sin respiración, y los lápices del bolsillo de su camisa cayeron al suelo, desperdigados por el pasillo. Cuando se enderezó le colgaban babas de los dedos.
—Perdón —jadeó. Se alejó renqueando por el pasillo y entró en el lavabo de hombres. Oí ruido de arcadas resonando débilmente en las baldosas.
Miré a De Tooth. Arqueó las cejas dentro del peluquín.
26
Tres noches después, Alice cargó el maletero del Toyota con quince o veinte cuadros pintados a todo correr y recorrió la escasa distancia que la separaba del edificio de física. Aparcó en el aparcamiento de la facultad, luego cruzó la entrada principal y subió al ascensor con una pila de cuadros.
La seguí a distancia en mi Datsun, y luego a pie. Sin ser visto.
La mayoría de los lienzos eran autorretratos, pintados a trazos nerviosos y disparejos, imágenes surgidas de las tinieblas. Había también algunas piezas abstractas y alguna naturaleza muerta. Un retrato de Evan y Garth. La verdad es que los cuadros nuevos me gustaban. Eran mejores que los viejos. Quizá la tensión emocional la había liberado de inhibiciones, acercándola al punto donde nace el arte. Desde luego, había perfeccionado una suerte de temperamento de pintor de los cincuenta: hosco, no verbal y con los nervios siempre de punta.
Pero ¿le gustarían a Ausencia?
Íbamos a descubrirlo.
Cuando las puertas del ascensor se cerraron, me dirigí a las escaleras, sintiéndome como un espía. La escalera, con sus paredes de cemento desnudo, anuncios de refugios antinucleares y bombillas peladas brillando dentro de jaulas de hierro, resultaba perfecta para fantasías de espionaje. Seguí adelante. Había tres rellanos, tres recodos de escalera, por cada planta. El edificio escondía profundidades extra, pisos que el ascensor se saltaba. Me pregunté si también contendría su propio opuesto, un antiedificio donde antifísicos hacían colisionar antipartículas. Antihombres que solo se detenían a preguntarse por los extraños ruidos que venían de los suelos y los techos.
Abrí la salida de emergencia de la planta de Ausencia. Estaba solo en el pasillo: ni rastro de Alice. Entré en la sala de observación y me encontré con Braxia, en bata de laboratorio, comiéndose una manzana con la boca abierta.
Me señaló la cámara con la cabeza.
—Quiere estar sola.
—¿Ha entrado con los cuadros?
Asintió.
De modo que Alice estaba sola allí dentro, con Ausencia. La situación fundamental. Era lo máximo que me había acercado. Me preocupaba que Braxia estuviera presente.
—Le está ofreciendo los cuadros a Ausencia —dije—. Son autorretratos. Sus sustitutos.
Braxia sonrió, mascó, tragó.
—Es como la física. Pintar un autorretrato. Miras una cosa y se mueve. Intentas retratarla y cambia. Miras por el rabillo del ojo y te esquiva. La miras directamente a los ojos, los abres más y te contesta con una mueca.
Me dejé caer con la espalda contra la pared, de frente a la entrada de la cámara, con la vista fija en las rótulas de Braxia.
—Vale —dijo—. Ahora no puede usted hablar de cosas interesantes. Tiene que estar preocupado y serio. Lo comprendo. Así que si va a quedarse usted aquí, preocupado, yo me iré a casa a echar una cabezadita. ¿Cree que quiero pasarme la noche aquí abajo? Veré la tele.
—Me quedo.
—Tal vez tenga para rato. ¿Quiere que le traiga algo de comer o que vuelva después? Esperaré.
—Estoy bien.
Braxia se encogió de hombros y salió. Al cabo de un momento oí el chirrido ahogado del ascensor subiéndolo hasta el vestíbulo.
Dejándome a mí solo, en el Observatorio Alice.
Estiré las piernas, miré la hora, respiré hondo. Aquello era lo que yo quería, al menos en teoría: tener a Alice a mi cuidado. Así que me dispuse a esperar.
Empecé por escuchar atentamente, luego me di cuenta de que no se oía nada.
Tensé el cuerpo para entrar en acción. Luego lo relajé. No había acción.
Mi cerebro compuso otro diálogo brillante. Pero sabía que Alice no me ofrecería las respuestas que darían pie a mis agudezas.
Alice estaba a solas con su Ausencia. Yo estaba a solas con la mía. Comprendí que la mía era menos interesante que la suya. Alice estaba obsesionada, y yo, aburrido. Aburrido y hambriento y solo.
Estaba solo, sin nadie, sin una voz humana. Quizá Cynthia Jalter. O Evan y Garth. Estaba lo bastante solo como para desear que Braxia volviera a darme la paliza.
El teléfono público estaba justo a la vuelta de la esquina, fuera de mi vista. Podía pedir algo de comer. Solo abandonaría a Alice un momento. Me acerqué al teléfono. Habían medio arrancado el listín, pero encontré el número de una pizzería cercana al campus.
—Quiero una pizza pequeña y una cerveza —le dije a la voz de chico del otro lado de la línea—. Pero sin queso. ¿Podéis traerme una pizza pequeña sin queso?
—No es habitual —dijo la voz—. Espere que pregunte. Le pongo en espera.
Volvió a ponerse.
—Una pizza pequeña sin queso. ¿Algo especial?
—¿Especial?
—Ya sabe, algo especial. Cosas. Champiñones, ajo, piña.
—Champiñones.
—¿Solo una cosa? Con tres, tiene descuento.
Me lo pensé.
—¿No podríamos considerar algo especial que no lleve queso?
—Mmm… vale. Veamos, sería una pizza pequeña con champiñones y sin queso. Falta una cosa.
—¿Y sin piña?
Pausa.
—Espere que pregunte.
—Olvídalo —dije cuando regresó al teléfono—. No quiero pizza. Por eso la quería sin queso. ¿Podéis traerme solo la cerveza? Hablar de pizzas me ha dado sed.
—No creo que pueda, señor. Creo que entregar solo cerveza va contra las normas y hasta puede que sea ilegal. Igual me despiden o me arrestan.
—Pregúntalo. Espero.
—Eso haré, señor.
Oí pasos en el pasillo, en dirección al ascensor. Sobresaltado, solté el teléfono y corrí a mirar. Una mujer desaparecía a la vuelta de la esquina. De la altura de Alice y rubia, pero con el pelo muy corto, desgreñado, como cortado por un aficionado. En otras palabras, otra persona. Pero ¿de dónde había salido? Salí disparado hacia la cámara, perplejo.
La puerta estaba abierta. Miré dentro. Alice no estaba. La luz se reflejaba en la mesa vacía de Ausencia, cegándome. La sala parecía la escenografía para una obra de Beckett. Unas tijeras en el suelo y un montón de cuadros de Alice apoyados en la pared del fondo. Por lo demás, estaba vacía. Me acerqué a los cuadros. Eran los autorretratos, la torturada colección de sustitutos de Alice.
Los otros cuadros habían desaparecido, las naturalezas muertas y las pinturas abstractas, el retrato de Evan y Garth. Ausencia se los había quedado.
Por lo visto, las otras obras de Alice le gustaban. Pero los autorretratos no.
Entonces vi una sombra amarilla desperdigada por el suelo, al lado de las tijeras. El pelo de Alice. En otro tiempo, mi almohada. Lo teñí de lágrimas. Ahora estaba sobre el suelo de un laboratorio. Me agaché a recoger un puñado y me lo acerqué ala nariz. El olor de Alice. La recordé cepillándose el pelo, con la cabeza inclinada hacia delante. Me recordé tirando de él mientras follábamos. Allí estaba, cortado a tijeretazos, lanzado a Ausencia y rechazado. Lo dejé caer y salí corriendo al pasillo. Se había marchado.
27
—Estaba leyendo acerca de la materia oscura —dijo Evan.
Estábamos sentados al sol en el césped de delante de la biblioteca. El suelo estaba frío y húmedo y los monolíticos edificios de la universidad parecían una alucinación lejana. Evan estaba a mi derecha, sentado sobre las piernas dobladas y con la cabeza inclinada sobre un hombro como una colegiala. Garth, a mi izquierda, descansaba en cuclillas como un receptor de béisbol, con la lengua fuera y los puños llenos de hierba húmeda. En el otro extremo del campo, una banda ensayaba cambios de paso con los instrumentos, pesadas tubas y timbales, todos silenciosos.
—¿La materia oscura? —dije.
—El noventa y nueve por ciento de la materia del universo no puede detectarse. Pero sabemos que existe. Hace falta para que las ecuaciones funcionen. Para que todo lo demás se sostenga.
Garth arrancó una mata de hierba y se la llevó a la nariz, frunciendo el ceño.
—Para nosotros es lo mismo —continuó Evan—. Todo es materia oscura. Siempre estamos con experimentos, intentando confirmar la existencia de la materia oscura. Pero no se puede. Tenemos que confiar en que está ahí.
Garth recogió su bastón y escarbó en la tierra con la punta.
—Además, me estaba preguntando una cosa —dijo Evan—. A lo mejor Garth y yo estamos en el universo equivocado. A lo mejor en otro universo hay una forma de materia que nos resulte visible. A lo mejor, si fuéramos mucho más pequeños, veríamos. Subatómicos.
—Ajá —dijo Garth de pronto—. Se suponía que debía ver las partículas. Pero no he visto nada.
Garth, muy en su estilo, trataba de evitar que Evan hablara conmigo para que regresara al bucle neurótico de ellos dos. Evan titubeó. Era evidente que quería resistirse a la fuerza gravitatoria de la amargura de Garth. Pero la costumbre le atraía hacia él.
Garth dejó de escarbar y esperó una respuesta, con las aletas de la nariz abiertas.
—Pero sí que vemos —me dijo Evan—. Cuando estamos solos hablamos de eso. Dibujos en la retina. Los vemos todo el tiempo. Aunque cerremos los ojos. Quizá sean la materia oscura. A lo mejor los demás ven el diez por ciento de la realidad y Garth y yo el otro noventa.
—Ajá —dijo Garth.
—Cynthia lo llama formas y colores —dijo Evan—. Dice que vemos formas y colores.
—Ni siquiera sabes cuáles son formas y cuáles colores —dijo Garth.
—Yo sí. Recuerda lo que dijo Cynthia: las formas son como sonidos y los colores como olores. O sea que una nube roja, por ejemplo, podría ser un sonido determinado combinado con un olor concreto.
—Pero no puedes saberlo. Cynthia no puede ver lo que tú ves.
Evan se aclaró la garganta.
—No importa.
—Pero no puedes saberlo —dijo Garth, machacón.
De repente odié a Garth. Había colgado un peso al cuello del mundo. Al menos, alrededor del cuello de Evan. Cynthia debería separarlos.
Nos callamos. Evan se sentó, desanimado. Garth cavaba, decidido, en el suelo húmedo con el bastón. Yo contemplaba las nubes del invierno y dejaba vagar mis pensamientos hacia Alice.
—¿Qué es ver? —dijo Garth.
—¿Qué? —preguntó Evan.
—¿Qué es ver? ¿Qué es ver?
La banda se nos acercó, en formación, imitando los gestos de un concierto. Evan y Garth miraron y orientaron las orejas a la interrupción. La banda pasó de largo, con el único ruido de sus pasos sincronizados sobre la hierba y el suave chasquear de los cornetistas abriendo y cerrando válvulas.
—Ver es como si te pasaran una película en los ojos —dijo Garth—. No es algo del mundo de fuera.
—¿Una película?
—No está fuera, no es materia oscura ni nada. Es solo algo que hay en los ojos. Una película. La única diferencia es que todos los demás están viendo la misma película. Cynthia, Philip, Alice, sus películas coinciden. Tú y yo vemos la película equivocada, por eso somos ciegos.
Evan y yo no dijimos nada.
—Ver es un sueño —dijo Garth—. No hay nada que ver. Las cosas reales llegan de una en una. Las tienes en la mano y luego desaparecen. Ajá. —Palpó la punta del bastón, se llevó la mano a la barbilla y se dejó una mancha de barro—. Ver es una película. Pero cuando algo falla en la película, cuando sale algo raro, no se cuestionan nada. No dicen: «Oye, que en el laboratorio están desapareciendo cosas, algo debe de pasarle a mis ojos o mi cerebro, debo de estar ciego». Sacan el problema fuera, dicen: «Oye, algo no funciona en el mundo. Debe de haber una Ausencia». Bueno, pues yo digo que ya no somos ciegos. Lo que digo es que algo no funciona en el mundo. La gente habla de cosas que no están presentes. Y nunca hablan de lo que tienen entre las manos.
—Pero eso exactamente es lo que yo decía —dijo Evan.
—Exactamente —dijo Garth.
—Pues tú me has llevado la contraria.
—Pero ahora te das cuenta de que no lo he hecho.
Miré a Evan. Si él hubiese podido, también me habría mirado. Habríamos compartido una mirada de complicidad, una que habría excluido a Garth. Pero Evan no podía compartir mi mirada. Yo era el excluido. Evan y Garth estaban juntos a solas, en otro mundo.
Entonces pensé que eran tal para cual. Cynthia debería ayudarles a comprenderlo.
—¿Te acuerdas cuando dije que podría estar mintiendo acerca de la ubicación precisa de ciertos objetos? —preguntó Garth.
—Sí —dijo Evan.
—Bueno, no te preocupes —dijo Garth—. Yo tampoco sé dónde están.
28
Volví a bajar al día siguiente, para ver al grupo de posgraduados introducir la sonda que habían construido especialmente para Ausencia. Todos los pesos pesados de la facultad estaban presentes: Braxia, Soft, De Tooth, yo. Todos salvo Alice. Los posgraduados, con sus caras lozanas, montaron su experimento a nuestro alrededor, enganchando cables y cuerdas al suelo, comprobando transmisores y grabadoras. Destaparon la sonda en el último momento.
Al principio pensé que era demasiado grande para Ausencia. Pero habían tomado medidas, basadas en impactos en pantallas de partículas, y seguro que la habían construido para que cupiera. Recordaba a un cubo de basura compactada o un trabajo para algún profesor de arte excéntrico. Construya una sonda interplanetaria a partir de la siguiente lista de materiales: bate de primera base, billete de dos dólares, trompa, mezcladora de ensaladas, algodón. Tenía bandas de rodamiento para terrenos difíciles como un vehículo lunar, un brazo robótico para enderezarse o para asir objetos y antenas parabólicas y convencionales apuntando en todas direcciones a la espera de una señal.
La trajeron en su propia mesa de acero. Era como una réplica de Ausencia, una presencia equivalente a la ausencia, un monstruo de Frankenstein para dominar al Hombre Invisible. Dentro se oía un ventilador, zumbando inquietantemente. Los estudiantes empujaron la mesa hasta la de Ausencia y luego se apartaron. Se les veía algo intimidados por su propia creación apresurada, hecha de retales.
Soft parecía el más optimista. Al fin y al cabo, eran sus estudiantes. Un triunfo por su parte repercutiría positivamente en el departamento. Se colocó de pie junto a los estudiantes, rondando como un hermano mayor. Braxia, en cambio, se quedó a un lado de brazos cruzados y subrayando con su expresión que auguraba un fracaso. Aquello no era solo una pérdida del tiempo de Ausencia, parecía querer decir, sino una ofensa personal, un abuso para las preciosas horas de Braxia.
Y además estaba De Tooth. Menuda habitación llena de Frankensteins, ¡todos con nuestros monstruos! Soft tenía a Ausencia y a Braxia, los estudiantes tenían a su sonda insuperable y yo tenía a De Tooth. El desconstructivista había abierto el maletín y estaba rodeado de papeles. Garabateaba frenéticamente en una libreta mal apoyada en las rodillas, solo se detenía para lanzar miradas acusatorias en todas direcciones. Dos días antes me había enviado una carta, un manifiesto, declarándose independiente de mí en lo concerniente a Ausencia, censurando mi papel de «falso auteur». Había insistido en cortar completamente la comunicación conmigo. Ahora, cuando nuestras miradas se cruzaban fruncía el ceño, y luego arrancaba la página de la libreta y la tiraba, como si yo la hubiera contaminado con la mirada.
Alice era Frankenstein y monstruo, supongo. Primero creadora, en el emocionante período en que le quitó el proyecto a Soft. Ahora, muda, atormentada y con el pelo rapado, era un monstruo. Y Ausencia, su creadora.
Tras interminables comprobaciones, pruebas de señales y conferencias, el equipo abandonó las mesas y dejaron que la máquina se encarara sola a su gemelo invisible. Se cumplió con una humilde cuenta atrás y el ingenio echó a andar sobre sus bandas de rodamiento en dirección a Ausencia, a intentar llevar adelante la incestuosa unión. Yo estaba horrorizado. ¿Acaso aquel trasto no era una aberración científica tan grande como Ausencia? Estaba claro que eran parientes. Lo mismo habría dado que usaran a Ausencia para estudiar los misterios de la sonda.
El objeto se bamboleó peligrosamente en la unión entre las mesas. Contuvimos la respiración. Luego, del interior de la sonda descendió un pie, para estabilizarla, y las bandas contraatacaron. La máquina siguió rodando. Volvimos a respirar. Los estudiantes se mantenían prestos a recibir señales de cualquier lado, desde dentro de Ausencia, desde detrás de Ausencia, de donde fuera. Desde des-Ausencia. Todos mirábamos fijamente mientras la sonda avanzaba pesadamente hacia la entrada de Ausencia. Esperanzados, a nuestro pesar. Incluso Braxia, supongo. Le perdonamos que existiera mucho después de cuando de verdad le hubiera tocado desaparecer.
Sin embargo, pronto había atravesado claramente a Ausencia y permanecía como una extraña evidencia chirriante sobre la mesa. Durante los instantes en que avanzaba hacia el lejano horizonte parecía henchida de una bravura insensata, un objeto bello, un Quijote con armadura; pero a medida que sus bandas empezaron a sobresalir como idiotas por encima del borde de la mesa, y en especial una vez que se estrelló de forma estúpida sobre las baldosas del suelo, con las bandas girando inútilmente en el aire y el brazo luchando entre las ruinas por asirse a algún lado y orientar la máquina, solo resultó bochornoso. Los estudiantes dieron la espalda a los monitores, apagaron sus instrumentos, se metieron los pulgares en las trabillas de sus pantalones de pana o se ajustaron las gafas, pero nadie se acercó a los restos del naufragio. Soft carraspeó. Braxia se frotó la barbilla. De Tooth siguió garabateando. Me marché.
29
A la noche siguiente me encontré a Alice en el apartamento. Los ciegos estaban con Cynthia Jalter. Alice estaba sentada con las piernas cruzadas en medio de la cama, dibujando en una libreta de espiral. Había retirado los artículos de pintura. La lámpara de al lado de la cama era la única luz encendida del apartamento. El corte a lo chico y desigual de Alice había crecido de manera irregular, y descubrí que me gustaba la silueta andrógina que formaban su cuello y su cabeza.
El apartamento estaba en silencio. Nosotros estábamos en silencio. Me quedé de pie en el umbral de la puerta y ella me miró. Si yo no hablaba, el silencio de Alice no resultaba anormal. A lo mejor estábamos a punto de tocarnos. Mientras rememoraba nuestro mutuo silencio afectivo la miré fijamente, y ella a mí.
Una científica loca había secuestrado mi química interna, trasvasaba el volátil contenido efervescente de mi corazón de un tubo de ensayo con la etiqueta de realidad serena a otro etiquetado con delirio soleado y de vuelta al primero, cada vez más rápido, hasta convertir el suelo de mi vida en algo resbaladizo por culpa de lo que se iba derramando.
—¿Te apetece un café? —dije.
Me miró.
—Supongo que soy un poco ingenuo al pensar que vas a romper tu silencio para pedir un café. De todos modos, seguro que te acabas de tomar uno.
Siguió mirándome.
—¿Un té? Podríamos tomar un té. Alguien me dijo una vez que el té ayuda a construir puentes entre las personas. El café es más aislacionista.
Alice sonrió. Me subió la sangre a la cabeza.
—Entonces prepararé un té. Iré a comprarlo. Tú quédate aquí. Sigue sonriendo.
—Philip.
—Hablas.
—Para de hablar. Para un minuto.
Asentí, pero ella no me vio.
—¿Por qué sigues intentando hablar conmigo, Philip?
—¿Ya está? ¿Abres la boca para preguntarme por qué hablo contigo? ¿Es todo lo que tienes que decir?
Asintió.
La científica loca volcó los dos tubos en el suelo y el contenido se coló por el sumidero etiquetado con amargado.
—He pensado en callarme, aunque no te lo creas. Pero creo que la solución es hablar más, no menos. Podría aprender a ser ventrílocuo. A preguntarme y contestarme yo solo. Cuando Evan y Garth se marchen, podríamos tener gatos y perros y podría divertirlos fingiendo voces.
No hubo reacción.
—Hablo para que puedas contrastarlo con Ausencia, para ayudarte a entender que hay más opciones. Yo hablo, Ausencia no. Hablo porque he consultado con un experto en crisis ontológicas y me ha prescrito cháchara idiota. Lo manda el médico. ¿Crees que a mí me gusta esto? Vivo una pesadilla. Oigo mi voz en sueños ofreciéndote café. Te estoy velando junto a la cama, esto es un acto de fe. Y ahora el paciente se incorpora para pedirme si por favor me importaría conectar la respiración artificial.
Oí pasos. Golpes de bastón, fuera. El portazo de un coche. Los ciegos habían vuelto.
—Hablo porque… Escucha, antes de que entren, déjame que te pregunte algo: ¿crees que Garth sería un buen cantante de blues? ¿O es una presunción racista? Estoy pensando en regalarle una guitarra por Navidad. Puedes escribir tu respuesta en un papel.
Los ciegos cruzaron la puerta principal repiqueteando, entraron en el apartamento a oscuras. Alice desvió la mirada. Garth fue directo a la cocina, a la ruidosa nevera, que inundó de luz el salón. Evan describió un círculo frente a la puerta, hasta quedar más o menos de cara a mí.
—¿Philip? —preguntó—. Cynthia quiere hablar contigo. Está esperando fuera.
Volví a mirar a Alice. Sus ojos eran como piedras. Había pasado el momento de conexión. Si es que había existido. Tal vez «Alice», en su formulación previa, residía en mi memoria y no en el debilitado contenedor original.
—Quédate aquí —le dije—. Enseguida vuelvo a hablar contigo. Practica moviendo los labios y la lengua mientras estoy fuera.
Sonó el claxon de un coche. Salí. Cynthia esperaba sentada dentro de su estruendoso y humeante Pontiac. Me acerqué a la ventanilla del acompañante. Bajó un poco el cristal desde su asiento, detrás del volante.
—Sube —dijo.
Me senté a su lado.
—¿Eres de la mafia?
—Cierra la puerta.
Subió la ventanilla y encendió la luz del techo. Nuestra respiración empañó las ventanas. Sentada, con sus largas piernas encogidas bajo el salpicadero, Cynthia Jalter era del mismo tamaño que yo. El coche era espacioso, pero aun así me sentía acurrucado en un lugar minúsculo con ella, como niños excitados jugando en una caja de cartón.
Buscó algo en el bolso.
—Por fin. —De pronto tenía un cigarrillo delgado liado a mano en la boca y un mechero en la mano.
—¿Qué es eso?
—Droga —dijo, con los labios apretados. Encendió el cigarrillo. El papel sobrante ardió, se apagó y la punta del cigarrillo se puso anaranjada.
—No te incendies el pelo. He olvidado cómo se apagaba una mujer en llamas dentro de un coche. ¿Cómo se llama eso? ¿La maniobra Leibniz? Da igual, no me acuerdo.
—Ven aquí —dijo, expulsando las palabras sin aire. Me llamó con el dedo y abrió mucho los ojos.
—Estoy aquí. Tengo que entrar enseguida y representar a los dos interlocutores de una conversación importantísima…
Cynthia Jalter me cogió de la nuca, atrapó mi boca con un beso abierto y apasionado y me metió una bocanada de humo garganta abajo. Tragué solo una parte de la bocanada; expulsé un poco del humo por la nariz e inhalé el resto.
—No vas a volver ahí dentro —dijo—. Te vienes conmigo. —Limpió un ojo de buey en el parabrisas empañado y quitó el punto muerto del coche.
Exhalé el humo en el minúsculo espacio del coche, llenándolo por completo.
—Eres de la mafia, lo sabía. Esto es un trabajo para ellos.
—Sí.
—No llevo el abrigo. —Expulsé más humo entre hipidos.
—Estarás bien. —Maniobró fuera del camino de entrada a mi casa mientras le daba caladas al porro, y luego me lo pasó. A mí ya me daba vueltas la cabeza, probablemente solo de aguantarme la respiración. Mientras fumaba torpemente, el espacio cerrado del Coche siguió llenándose de humo, transformándose en una especie de pulmón de acero.
—¿Adónde vamos?
—A mi despacho. Pásamelo. —Fumaba con aire agresivo, con los ojos fijos en la carretera—. Aguanta. —Me lo devolvió.
—¿Por qué nos fumamos esto? —pregunté entre respiraciones.
—Para relajarnos.
—¿Por qué queremos relajarnos?
No contestó. Aparcó frente a su despacho y bajó del coche en medio de lo que debió de parecer una pequeña explosión de humo. En las calles de Beauchamp reinaba un silencio extraño. Cynthia Jalter abrió la puerta y entró.
Cuando encendió las luces saltó la música ambiental, a un volumen sorprendentemente alto. Me di cuenta de lo intrincado y bien planeado de la situación. Cynthia Jalter abrió la puerta del despacho y me arrastró dentro.
—Espera —dije—. Escucha esto.
—Lo siento. No sé apagarlo.
—Es bonito.
Sonrió.
—Ven conmigo.
—Gente real tocó instrumentos reales en algún momento real —dije—. Piénsalo. Músicos de verdad tocando de verdad. En un estudio de grabación. Con ceniceros y tazas de café. Deben de haber hecho docenas de tomas. Esta podría ser la sexta para esta melodía en particular. La buena.
—Probablemente lo hacen bien a la primera.
—¿Crees que hay cintas pirata de música ambiental? Quizá a veces se emocionan con la música y se sueltan. Y entonces el productor les dice: «Vale, chicos, habéis estado fenomenal, pero ahora vamos a intentar acabar con esto para que todos podamos irnos a casa». Apuesto a que pasa constantemente.
—Entra.
Cerró la puerta, encerrándonos en su despacho peligrosamente acolchado. Me senté en el sofá. Me recordó la música ambiental y ambas cosas me hicieron pensar, como la otra vez, en ponche de huevo.
Me moría por un ponche de huevo.
Cynthia Jalter se sentó a mi lado en el sofá, de cara a mí, con las piernas cruzadas. Yo estaba de cara a la mesa, con las manos en el regazo. Noté que me miraba fijamente y me volví hacia ella. Sonrió. Estaba radiante. Me sentí agradecido de que me hubiera sacado del apartamento y me hubiera traído a aquel lugar maravilloso. Me alegré de que no fuera rubia.
—Philip.
—Cynthia Jalter.
—No tienes que decir el Jalter.
—Me gusta. ¿Por qué hemos venido a tu despacho, Cynthia Jalter?
—Estás metido en una relación destructiva. Te estoy ayudando. Soy tu terapeuta.
—¿Esto es una terapia?
—Sí.
—Es muy agradable.
—¿Te gusta? —Sonrió.
—Sí. ¿Tienes ponche de huevo?
—¿Ponche de huevó?
—Sí. La música suena a ponche de huevo. ¿Sabes dónde podemos conseguir un poco? Es casi Navidad.
—Tal vez después de la terapia vayamos por ponche.
—La terapia. Sí.
Cynthia Jalter me cogió del hombro y me giró hacia ella, luego sé echó el pelo hacia atrás y se inclinó hacia delante. Los rasgos de su cara compusieron una figura especial, una figura que reconocí. Acercó su cara a la mía. Un beso. La parte pegajosa de su cara encontró la mía y las dos oscilaron juntas.
Cynthia Jalter se recostó y suspiró.
—Nunca había seguido esta clase de terapia —dije—. Estoy más acostumbrado a las terapias de conversación.
—¿Quieres que hablemos?
Asentí.
—Hablemos de parejas. Del emparejamiento. De cómo se hace bien y cómo se hace mal.
Suspiró.
—Bueno, mal es como lo estáis haciendo Alice y tú. Una pareja inflexible, miope, restringida. Habéis creado una esfera vulnerable, un mundo de dos.
—¿Qué?
—La esfera se rompió a la primera presión.
—Oh —dije, apabullado—. ¿Y cómo se hace bien?
—Yo te demostraré cómo se hace bien.
Volvió a alinear nuestras caras y nos besamos. Colaboré. Se escurrió bajo mi brazo, que descansaba apoyado en el respaldo del sofá. Puse la mano en su nuca y entretejí mis dedos con su pelo largo y suave. El pelo se tragó mi mano. Como Ausencia se tragaba los objetos. No, pensé, no debería hacer eso, quiere que me mantenga independiente. Nada de fusiones. Será mejor que no me funda con ella.
Algo entró en mi boca. De una textura extraordinaria. Lengua. Intenté ofrecerle un entorno desdentado, sereno, allí mismo, en mi boca. Parecía andar en busca de algo. Por supuesto. Mi lengua. La lengua quería otra lengua.
Llegaron informes de otros frentes. Mi mano derecha exploraba una suavidad agradable que carecía del fundamental nombre. ¿Música ambiental? ¿Ponche de huevo? Pecho. Toqué un pezón, un guijarro caliente en la palma de la mano. Luego la suavidad se arremolinó, perdió definición. Y la lengua, cuando fui a comprobarlo, había desaparecido de mi boca. La lengua extra.
—Philip —me susurró Cynthia Jalter al oído.
—Terapeuta —susurré a mi vez, salvo que sonó a graznido ininteligible.
Se deslizó del sofá hasta la moqueta, con suavidad, sin soltarme.
Así que empecé por verla marchar, independiente al menos desde el punto de vista intelectual, y acabé en la moqueta con ella. Una transición indolora. El sofá y la moqueta parecían formar un continuo, como si ambos estuvieran pensados para eso.
—Philip —repitió.
—Cynthia —murmuré—. ¿Te has dado cuenta de que croo como una rana?
—No me había dado cuenta.
—Además, estoy seguro de que esto no es ninguna terapia.
—No pasa nada.
—También estoy teniendo problemas para identificar ciertas partes de tu cuerpo. Quizá cuando entre en contacto con algo nuevo podrías nombrarlo en voz alta.
—¿Tienes las extremidades entumecidas?
—¿Debería? Creo que se trata más bien de un entumecimiento de la parte de mi cerebro que identifica la anatomía femenina. Y también pienso un poquito en Alice, tengo que admitirlo. Y croo como una rana, ¿lo oyes?
—Ya te entiendo, pero no tiene importancia. Podrías hablar menos. Hablas mucho.
—Vale, pero, como he dicho, estoy pensando un poquitín en Alice.
Cynthia Jalter suspiró, y yo cambié de postura para acomodar la cadera en la moqueta.
—Si quieres seguir estando enamorado de Alice —dijo—, con esta terapia lo harás con mayor independencia. Si quieres iré identificando las diversas partes de mi cuerpo y también puedo hablarte de las diferentes fases de nuestro pequeño affaire, así adquirirás vocabulario sobre ambos temas a la vez. Pero, ya que estamos en ello, quiero que sepas que, en mi opinión, estás perdiendo el tiempo enganchándote a una mujer que hace ya meses que dejó de darte lo que necesitas. Y que tal vez estés desperdiciando una alternativa muy interesante.
—Ah.
—Y ahora, bésame.
No esperó y me besó. Nuestros cuerpos resbalaron juntos hasta quedar alineados en varios puntos cruciales, todos los cuales tenían nombres que probablemente recordaría, o no. No importaba. Mi cuerpo sabía contestar todas las preguntas que el de ella le planteaba; de hecho, estaba ocupado respondiéndolas pese a todas mis reservas. Estaba excitado, incluso feliz, aplastado con Cynthia entre la música ambiental y la moqueta.
Algo le pasó a mi pene. Cynthia Jalter lo había agarrado, por la punta, y cabeceaba rítmicamente, mandándome señales. Era un mensaje de alguna clase, dirigido a mi canal de acceso privado, mi línea caliente, mi Bat-teléfono. Tal vez fuera el secreto del universo. Si el medio es el mensaje, estaba claro que se trataba de eso. De modo que me encontraba a punto de descubrir el secreto del universo. Debería estar encantado.
Me senté.
—¿Qué ocurre?
—Se supone que la terapia te ayuda a comprender las cosas.
—Sí. Vuelve aquí abajo y yo te ayudaré a comprenderlo todo.
—No quiero comprenderlo.
—¿Qué es lo que no quieres comprender, Philip?
—Mi emparejamiento con Alice. Solo quiero recuperarlo. No puedo evitarlo.
Cynthia suspiró. Se estiró las ropas arrugadas.
—No quieres hacer el amor conmigo.
—Lo siento.
—No pasa nada. ¿Salimos por un ponche de huevo? Esto podría ser el principio de una amistad que gradualmente despierte un deseo mutuo.
—A lo mejor deberías llevarme a casa. No me encuentro bien.
Era verdad. Me sentía como una momia, amortajada en moqueta y música ambiental. Necesitaba aire fresco.
Cynthia Jalter se abotonó la camisa. ¿La había desabrochado yo? ¿Ella? ¿Se trataba de un modelo avanzado de camisa que se desabrochaba sola?
Me condujo afuera, y tragué el aire nocturno como había hecho con el humo de la marihuana. Quería deshacer el daño causado, aclararme la cabeza. Cynthia Jalter se dirigió a su coche y calentó el motor. Subí después de ella. Me latían las sienes. Regresamos al campus en silencio.
—No te preocupes —dijo Cynthia Jalter al tiempo que aparcaba frente a mi apartamento—. Lo entiendo. No tienes que decir nada. Olvida lo que ha pasado. O cambia de opinión y ven a buscarme. No quiero que te sientas mal por lo ocurrido.
—De acuerdo.
—Estás cometiendo el peor error de tu vida. ¿Cómo puedes estar tan ciego? Será mejor que reconquistes a Alice y será mejor que sea maravilloso, porque después de esto cualquier otra opción sería inexcusable.
—No eres coherente con lo que has dicho antes.
—Lo sé. Elige la opción que prefieras. A mí me van bien las dos.
—¿Tengo que elegir ahora?
—No, tómate tu tiempo, ya me dirás algo.
—Vale. Buenas noches, Cynthia.
—Buenas noches, Philip.
Entré. La casa estaba silenciosa, los ciegos dormían. Me acerqué a ver a Alice a nuestra vieja cama; dormía. Parecía estar en paz. Me metí bajo las mantas a su lado, vestido. Alice se movió pero no se despertó. Me ovillé alrededor de su cuerpo y me quedé dormido. Cuando me desperté a la mañana siguiente, Alice se había ido.
30
Faltaba una semana para Navidad. Dos días para que acabara el trimestre. Según la prensa, era la Semana de la Entropía Nacional. Una nube de estrés se cernía sobre el campus. Los estudiantes aparecían en mi despacho echando pestes o temblando como herejes. Santa Claus de tempera aparecieron en los aparadores de las tiendas y enseguida empezaron a descascarillarse en copos de colores que caían sobre las mercancías expuestas. Braxia anunció que el equipo italiano regresaría a Pisa al final del trimestre. Abandonaban a Ausencia. Mi estudiante de heridas deportivas me telefoneó, muy agitado. Habían publicado los resultados de su estudio en una revista interna de los Navy Seals, las fuerzas especiales de la Armada, considerándolos relevantes para situaciones de combate. El martes granizó, el pedrisco se alojó en los arbustos como cristales de sal sobre el brécol.
En cuanto a Alice, tras la noche que pasamos juntos regresó a las bandas, a la zona de silencio. A veces me parecía que, después de todo, Ausencia había aceptado su oferta y Alice había pasado al otro lado. Al menos, la parte de ella que importaba.
Cuando regresé a casa el jueves volvía a hablar, pero esta vez no me hice ilusiones. El camino a mi corazón se estaba enfriando.
—Tal vez haya pasado algo —dijo.
—Probablemente ha pasado —dije. Dejé mis papeles en la mesa.
—Creo que algo malo.
—Cuéntame.
—Anoche Evan y Garth no volvieron a casa.
—Ya me di cuenta. ¿Has preguntado a Cynthia Jalter? ¿O en la escuela para ciegos?
—He telefoneado a los dos sitios.
—Pues sí que hablas. ¿Estás segura de haber hablado con ellos? ¿O solo marcaste el número y respiraste con fuerza?
—He preguntado —dijo sin hacerme caso—. Y nadie les ha visto.
—Son caprichosos. Volverán en cualquier momento, tarareando las últimas melodías pop. Probablemente salieron por ahí y ahora tienen trabajo y novia.
Alice negó con la cabeza.
—No encuentro la llave.
—¿Qué llave?
—La de la cámara de Ausencia. —Me miró fijamente, con los ojos llorosos y la barbilla fruncida.
—¿Qué insinúas?
—No lo sé —dijo, empezando a sollozar.
—Eso es ridículo. Me lo explicó Braxia. Ausencia no acepta personas.
Alice dejó de llorar de repente.
—¿Braxia te ha dicho eso?
—Sí. —En realidad, no estaba seguro de que lo hubiera dicho. Pero no rectifiqué.
—¿Y cómo lo sabe?
—Lo sabe. Es físico. Será alguna tontería, habrá hecho algún experimento. Tú también podrías haberlo hecho si no te hubieras apartado de la física. —Seguí respaldando mi mentira. Por qué, no lo sé—. De modo que deja de preocuparte por Evan y Garth. No es más que una proyección. Estás obsesionada con la idea de que Ausencia aceptará a alguien después de haberte rechazado.
Alice me miró con sorna.
—Iré a buscarlos y los traeré de vuelta. Tú quédate aquí.
Volví a abotonarme el abrigo y salí. Conduje directo al edificio de física, por supuesto.
Había algunos estudiantes aburridos en la sala de observación, charlando sobre Ausencia, exponiendo teorías. La pandilla de Ausencia, sus grupis, montando el número. Los odiaba. Me dirigí a la puerta de la cámara.
—No puede entrar ahí —dijo uno de los estudiantes.
—Créame, ya lo hemos intentado —dijo.
—Se lo comerá vivo —dijo un tercero.
—¿Quién?
—El profesor De Tooth.
De modo que De Tooth seguía al pie del cañón. Mi juguete a cuerda había resultado ser un artefacto en continuo movimiento.
—Trabajo con De Tooth —dije—. Yo lo metí en esto. Estas son mis horas de trabajo con Ausencia.
El primer estudiante se encogió de hombros.
—No diga que no le avisamos.
Giré el picaporte, crucé la puerta y entré en el sanctasanctórum de Ausencia.
De Tooth estaba sobre la mesa, con sus brazos regordetes en cruz y las suelas gastadas de los zapatos en el aire, nadando hacia Ausencia. Había dejado el peluquín rubio junto al maletín abierto, sobre una silla, en un rincón. Cuando entré en la cámara saltó de la mesa al suelo. Cerré la puerta. De Tooth se recolocó el traje, se estiró la corbata, se pasó la mano por su pelo gris y ralo, y luego se apresuró a recuperar el peluquín. Solamente cuando se lo hubo colocado de nuevo se volvió hacia mí.
—¿Tú también? —dije.
El hombrecillo se puso rojo como un tomate, apretó los labios con fuerza y no dijo ni una palabra.
—Haz lo que quieras —dije—. Solo necesito estar a solas unos minutos con Ausencia. Después te la dejo toda para ti. O viceversa.
De Tooth recogió el maletín, giró sobre sus talones con un seco gesto militar y desfiló por delante de mí hacia la puerta.
—Y ya de paso, dame una hoja y un boli.
Escondió las cejas en el peluquín, buscó un papel y un boli en el maletín, luego dio media vuelta y desapareció.
Estaba a solas con Ausencia.
Cogí el papel y el boli de De Tooth y acerqué una silla a la mesa de Ausencia. El acero todavía guardaba el calor del cuerpo del desconstructivista. Doblé la hoja en varias franjas a lo largo, aplastándolas contra la superficie de la mesa con la uña, y luego lo corté con cuidado por las marcas. Apilé las tiras en un montón y las rompí por la mitad para conseguir varios papelitos del tamaño de los de las galletas de la fortuna. En el primer papelito escribí:
¿TE HAS LLEVADO A EVAN Y GARTH?
Lo deslicé sobre la mesa, por encima del límite de Ausencia. En cuanto lo solté se elevó en el aire y luego descendió dentro de Ausencia y desapareció. Me levanté y me asomé a los bordes de la mesa. El papel no estaba. Ausencia se había quedado con el papelito. Le había gustado la pregunta. Pero ¿qué significaba? Cogí otro papel y escribí:
SI COGES EL PAPEL, ¿SIGNIFICA QUE SÍ?
Lo empujé hacia el interior del golfo. El agujero. Al cruzar la línea, dejó de existir. Seguía sin saber qué significaba. Quizá a Ausencia le gustara el papel, la tinta, mi letra. Pero cabía la posibilidad de que hubiéramos contactado, establecido un lenguaje compartido. Estaba impaciente por obtener más respuestas, demasiado impaciente para detenerme en detalles.
¿SIGUEN VIVOS?
Lo dejé al otro lado de la raya, donde desapareció. Tres seguidos. Estábamos hablando. Ausencia se había quedado con los ciegos. Se los había tragado. Y ahora me lo confesaba. Pero seguían con vida, en alguna parte. Dondequiera que condujera Ausencia. Al menos, vivos en el sentido en que Ausencia entendía la vida. Escribí, en trance:
¿ACEPTARÁS A ALICE ALGUNA VEZ?
Lo empujé con dedos temblorosos hasta el otro lado. Desapareció. Esta vez quise comprobarlo. Me levanté de la silla y di la vuelta a la mesa. Una parte de mí insistía en que el papelito —los cuatro papelitos— debería haber caído al suelo como vainas de semilla de arce. Solo encontré un largo mechón de pelo de Alice, un resto de su autorrasuramiento.
Regresé a mi asiento, con el corazón a mil. Ausencia decía que se quedaría con Alice. Lo peor que podía oír. Al mismo tiempo, me halagaba que Ausencia cooperara conmigo. Tenía una primicia. Ausencia era una tabla de ouija y yo el médium. Me sentí posesivo. Era la primera vez que Ausencia me hacía objeto directo de su poder de seducción. Comprendí a Soft, Braxia, De Tooth, e incluso a Alice, un poco mejor.
No podía subestimar a mi enemigo. La tentación que sentía era la prueba de su poder. Miré el mechón de cabello rubio que tenía en la mano. Ausencia ya me había quitado a Alice. Y ahora amenazaba con acabar el trabajo, con quitársela al mundo. Dejé el mechón a un lado, cogí el bolígrafo y escribí:
¿COMPRENDES QUE ALICE TE AMA?
Le ofrecí el papelito a Ausencia, que lo aceptó. Esta vez no me molesté en mirar detrás de la mesa en busca de algo que no estaba allí. La pregunta tenía sentido para Ausencia y la respuesta era sí. Ausencia lo sabía. Alice había conseguido comunicarle sus sentimientos. Me estremecí. Cogí otro papel y escribí:
¿ESTÁS ESPERANDO A QUE ALICE CAMBIE?
Ausencia también se quedó con ese papel. Mis peores temores se confirmaban. Ausencia estaba al corriente de los esfuerzos de Alice por cambiar y la juzgaba. Por tanto, Braxia se equivocaba; Alice se convertiría en el primer cambio en la política de Ausencia, lo primero que aceptaría después de haberlo rechazado, como un cruel dios mitológico con una admiradora mortal. Cabrón imaginario. Le odiaba. Apunté:
¿COMPRENDES QUE LA QUIERO?
Empujé el papel. Entró, tragado, devorado. Fue como si quisiera comerse también mi amor. Cada nueva respuesta era más cruel que la anterior. Contuve la respiración y escribí:
SI TE LA QUEDAS, ¿SERÁ FELIZ?
Ausencia succionó el papel. Me quedé sentado, parpadeando sin saber qué hacer. ¿Qué era lo mejor? ¿Qué era peor? ¿Qué respuesta andaba buscando? ¿Debería no ser egoísta y animarla a subirse a la mesa? No. Esa información me la guardaría para mí sólito. ¿Cómo había sido tan estúpido de preguntárselo?
Cogí otro papel. Tenía mil preguntas urgentes. Pero se me despertó una sospecha vaga. Mi pila de papelitos estaba a la mitad y todavía no había recibido ningún no. ¿Estaba sugiriéndole las respuestas al testigo?
Tenía que ponerla a prueba. Escribí:
¿QUIERES UN GORRITO DE FIESTA ROJO?
Aceptó la imbecilidad de pregunta. Se la tragó. Cogí los papelitos en blanco que quedaban y se los arrojé a Ausencia. Mientras flotaban caóticamente por encima de la Enea, fueron desvaneciéndose uno tras otro. Extinguidos. Solo uno cayó a un lado, no había acertado a entrar. El resto fueron aceptados con la misma amabilidad que mis meditadas preguntas.
Ausencia era solo una chica que no sabía decir que no. Le gustaba el papel recién cortado, o quizá le gustaran los rectángulos irregulares. Le gustaba producirme dolor de cabeza. Recogí el papelito que había escapado y escribí:
¿COMPRENDES QUE TE ODIO?
Lo tiré a las fauces de Ausencia al tiempo que me levantaba de la silla. Diana, un golpe perfecto. Estaba cerca de la puerta antes de que el papel superara el borde de la mesa y aterrizara, con el más mínimo de los ruidos, en el suelo.
31
Me sentía responsable de los ciegos. No podían ser responsabilidad de Alice, no en su estado. Y Cynthia Jalter no vivía con ellos. Además, a mí me habían advertido. Les había escuchado anhelar un divorcio de una realidad que, pese a sus tabulaciones, siempre acababa escapándoseles entre los dedos.
Regresé en el coche y los busqué, fingiendo que no creía a Ausencia. Seguí la ruta de sus paseos por el campus y a la ciudad. Estaba seguro de que me los encontraría a la vuelta de una esquina, con sus trajes negros, irguiendo la cabeza al menor ruido o discutiendo sobre la ubicación de una cabina o una parada de autobús. Pero no fue así. Cuanto más oscurecía, más posible me parecía que Ausencia me hubiera dicho la verdad. Que se hubiera tragado a los ciegos.
Agoté las rutas, pero seguí conduciendo, repitiendo trayectos. Estaba trazando un mapa. Era como un conjuro para traerlos de vuelta.
Al final regresé al apartamento. Alice se había ido. No me importó. Entré y encendí todas las luces, intentando expulsar el silencio con luz. Encendí el televisor y me senté en el sofá. Nadie vino a casa. Mi llamita no atrajo a ninguna polilla. La nevera se reactivó con un zumbido, era una máquina para mantener las constantes vitales del requesón mohoso, las magdalenas pasadas y los restos resecos y olvidados. Fuera, los estudiantes paseaban por los senderos, destrozados por sus intentos de entregar los trabajos del trimestre en el último momento, tratando de borrar los efectos de las drogas consumidas en el intento. Me acurruqué en el sofá y dormí.
32
La luz inundaba el apartamento. Seguía solo, seguía en el sofá. Miré el reloj de pared. Había dormido toda la noche y toda la mañana, me había saltado casi todo mi último encuentro con la clase de primero.
Me enfundé de nuevo la ropa del día anterior, me calcé los zapatos ya atados, salí corriendo hacia el edificio de antropología y subí a toda prisa las escaleras que llevaban al aula claustrofóbica. Solamente quedaba uno de mis dieciséis alumnos. Estaba sentado en su pupitre, escribiendo con un bolígrafo en una libreta. Alzó la mirada, sorprendido por mi llegada.
—Profesor Engstrand.
—Angus.
—Casi he terminado.
—¿El qué? ¿Dónde está todo el mundo?
El chico parpadeó dos veces. Parecía asustado.
—Cuéntame qué ha pasado, Angus.
—Estuvimos esperándole, señor. Sentados en nuestros sitios. Pero no vino. Nadie nos dijo nada. Esperamos media hora. Luego alguien sugirió que quizá su ausencia fuera algún tipo nuevo de examen final. Creo que las palabras exactas fueron «una forma arcana y amenazadora de examen». Al principio nos lo tomamos a risa. Pero uno tras otro fuimos abriendo las libretas. Y empezamos a tratar de contestar la pregunta que nos había planteado. Por eso me descoloca un poco verle aquí ahora, señor. Casi había terminado. Los otros han entregado los exámenes en secretaría. ¿Puedo hacerle una pregunta, señor?
—Dime, Angus.
—¿Esto significa que he suspendido?
—No, Angus. No hay límite de tiempo. Entrégalo cuando hayas acabado.
—Gracias, señor. También ha pasado el profesor Soft a buscarle hace un rato.
—Gracias, Angus.
Bajé al salón de la facultad, en busca de un café y una pasta. Estaba vacío, con las sillas metálicas de diseño apiladas en una torre extraña, helicoidal. Los profesores estaban todos fuera, bebiendo tranquilamente en bares de fuera del campus, incapaces de esperar a la fiesta navideña de final de trimestre. Me acerqué a la bandeja de los tentempiés y me serví pastel y un café solo y caliente.
Soft entró apresurado, tenía mala cara. Al verme resopló.
—¿Qué pasa? —pregunté.
Suspiró.
—Hablemos fuera.
—Me he saltado la clase —dije con el pastel colgando de los labios—. Necesito una ducha y un desayuno. No he dormido bien.
—Hablemos fuera.
Le seguí fuera del edificio, al césped. Hacía un día luminoso, la insistente luz del sol había expulsado al invierno del ambiente. Los estudiantes habían vuelto al césped, a holgazanear, como si acabaran de acostarse con alguien, con los trabajos entregados o abandonados. Mientras paseaba con Soft entre ellos me acordé de nuestra conversación anterior, el día de los cortes de pelo, el día en que se nombró a Ausencia. Los dos volvíamos a necesitar un corte de pelo. Era solo una de las muchas diferencias entre aquel otro tiempo inocente, pacífico, y el presente.
—¿Qué ocurre?
—He encontrado sangre en la cámara.
Miré a Soft, esperando encontrar los signos que acompañan una broma cruel. Baile de ojos y demás. No encontré ninguno. Soft fruncía el ceño.
—De Tooth —sugerí dócilmente.
—Ya he localizado a De Tooth. —Soft me hablaba en tono recriminatorio—. Se encuentra bien. La sangre no es suya.
—Pero es su turno. Se supone que debería estar allí abajo. Está a cargo de Ausencia.
—No. No has consultado tu horario. —Soft se sacó el suyo del bolsillo y me lo acercó a la cara—. Es el turno de Alice desde la medianoche de ayer. De Tooth vuelve a Bélgica pasado mañana, a pasar la Navidad. Le dimos las vacaciones de Navidad a Alice.
Me entró pánico, pero no lo demostré.
—Y ahora hay sangre en la cámara —continuó Soft—. Montones, por toda la mesa y en el suelo. Gotas en el pasillo. Tú debías ocuparte de estas cosas, Philip. Se suponía que debías seguirle los pasos a Alice. Contaba contigo.
La adrenalina cruzaba acelerada todos mis peajes sin pagar. Cuando me decidí a hablar, se convirtió: en diluvio.
—Alice es adulta, Soft. Hace meses que no estamos juntos. No puedo ordenarle que no sangre. Es libre de hacerlo, si quiere. Y, por lo que recuerdo, nunca te hice ninguna promesa específicamente relacionada con sangre. De todos modos, estás dando por sentado que la sangre es de Alice, la sangre o algún símil de sangre que, por la razón que Sea, Alice haya podido esparcir. No podemos presuponer algo así.
—No estoy dando nada por sentado —repuso Soft, a la defensiva—. Es una observación. Parece que alguien haya cometido un asesinato allí abajo.
—Los asesinatos generan jarras y más jarras de sangre. El suelo debería estar cubierto con toda la sangre de una persona. Cuando la policía se presenta en el escenario de un crimen, los novatos no pueden evitar vomitar. ¿Has vomitado sin querer? Si no es así, me cuesta creer que aquello parezca el escenario de un asesinato o, al menos, del asesinato de una persona de complexión normal.
—No he vomitado —confesó Soft, algo deslumbrado. Miró al sol guiñando los ojos, pensativo—. Pero te aseguro que parece que alguien haya tenido un accidente bastante grave, Philip. No quiero preocuparte.
—Ah, pero si no estoy preocupado. Alice es mayorcita. Todo esto, si me afecta, es desde el punto de vista de amigo y colega, O sea, Alice y yo hemos compartido grandes momentos. Pero no me preocupa especialmente.
—No lo sabía.
—¿Y si vuelves allí abajo y te quedas a asegurarte de que nadie, ni Alice ni nadie, entra en la cámara? Quizá sea importante. Yo echaré un vistazo a ver si encuentro a Alice. Cuando la encuentre, te llamo. Estoy seguro de que es una tontería. Ya verás como nos echaremos unas risas en la fiesta pensando en todo esto.
—¿Qué? —Parecía que le hubieran pinchado con algo.
—La fiesta de Navidad. Vas a ir, ¿no? —Le di una palmadita en el hombro—. Vuelve al laboratorio. Te llamaré.
Asintió, con los hombros hundidos bajo el peso de la confusión, y dio media vuelta en dirección al edificio de física. Le observé alejarse, con el corazón a cien por hora. Los subtítulos de mi pantalla mental anunciaban un desastre. En cuanto Soft desapareció de mi vista, eché a correr de vuelta al apartamento.
El coche de Alice estaba aparcado en el camino de entrada, ocioso, vacío. El asiento del acompañante estaba lleno de ropa de Alice. Había una mancha de sangre en la moqueta, junto al acelerador. Las llaves estaban puestas, vibrando al ritmo del motor. Me alejé corriendo del coche y entré en casa.
Alice estaba junto al fregadero de la cocina, lavándose con el agua del grifo. En un rincón de la encimera había un montoncito de toallitas de papel manchadas de sangre. Alice se envolvía a toda prisa una venda empapada de sangre alrededor de la base del pulgar izquierdo. Le conté los dedos: todos seguían en su sitio.
Me miró, acongojada, y luego agarró el extremo suelto del vendaje y lo ató con furia. No quería que la viera en aquel estado. Era obvio que su intención era marcharse antes de que yo llegara.
—Alice —dije.
Me miró como si yo fuera un control entero de policías. Intenté mantener la calma, obviar el anillo carmesí del fregadero.
—Soft está preocupado —dije—. Parece que dejaste la cámara hecha un asco.
—Me corté.
Alice roció el fregadero con agua y lavó casi toda la sangre. Yo me quedé de pie observándola. Hizo una pelota con las toallitas de papel, torpemente, con la mano buena, y luego la tiró en el cubo de la basura.
Me miró a los ojos, y descubrí en ellos un asomo de arrepentimiento, como si el dolor y lo absurdo de la situación, de nuestra situación, se le hubiera hecho evidente de pronto. Luego bajó la mirada. Tiró del vendaje para asegurarlo y se dirigió a la puerta.
—Te vas —dije.
Asintió.
—Te acompaño al coche.
Se subió con cuidado al asiento del conductor y probó a apoyar la mano vendada en el volante. Se había hecho un corte profundo en el pulgar. Una mala herida para un conductor. Intentó ocultármelo, pero la vi dar un respingo.
Me incliné junto a su ventanilla.
—Tienes mal aspecto —dije.
Alice asintió. Apretó los labios, tratando de reprimir las lágrimas.
—Debes de estar preocupada por Evan y Garth.
Apartó las manos del volante y las cruzó sobre el regazo, con la herida encima.
—¿Vas a casa de tus padres?
—Creo que sí. Tengo que alejarme de aquí.
—Querrás decir de Ausencia.
—Y de ti.
Estaba sorprendido. Alice me miró parpadeando, en una actitud de débil desafío.
—Te has cortado. —Todavía hablábamos en el código secreto de los amantes, con puntas que anunciaban icebergs.
—Ha sido un error.
—Le entregaste una parte de ti a Ausencia. —Fue casi un susurro.
—Una parte pequeña. Lo intenté.
—Y no la ha aceptado.
Asintió.
Miré el cielo invernal con los ojos entornados. Un bonito día. Me sentía sucio, sin afeitar, sin esperanza.
De pronto, de la manera más idiota, caí en la cuenta de que esperaba pasar la Navidad con Alice. Un punto flaco en el caparazón de armadillo de mi corazón. Me dolería que se fuera.
—No tienes que irte —dije.
—Sí.
—Lo entiendo. Te sientes mal por lo de Evan y Garth. Y por todo lo que ha pasado, tu mano, yo. Pero eso no significa que tengas que huir.
—Solo por un tiempo, Philip. Lo siento.
Intenté dar con las palabras correctas.
—Supongo qué sigues enamorada de Ausencia.
Asintió.
Un viento frío barrió el techo del coche hacia mi cara. Tosí llevándome el puño a la boca, y noté la barbilla rasposa y los labios cortados.
—Lo que has hecho es una locura, y lo sabes.
Volvió a asentir, y se pasó la mano derecha, la sana, por el pelo corto, de adelante hacia atrás. Tenía gestos nuevos para el corte de pelo nuevo.
—¿Estás bien? —pregunté.
—Sangra mucho.
—¿Lo has desinfectado?
—Sí.
Me callé. Quería que se le deshiciera el vendaje, que le sangrara la herida, para que necesitara mi ayuda. Podría sacarla del coche, regresar después, sacar la llave del contacto y guardármela.
—¿Qué le digo a Soft? —dije. Trataba de ganar tiempo.
—¿Sobre qué?
—No puedo seguir encubriéndote. Esto es demasiado. Me hacen preguntas. Soft dice que aquello parecía la escena de un asesinato. Y eso es solo un ejemplo. Está también la cuestión de Evan y Garth. Me lo estás dejando todo a mí.
Alice me miró con acritud.
—Ya no existe la cuestión de Evan y Garth —dijo—. Un problema menos para ti.
—Escúchate, estás celosa. Ausencia aceptó a otros. De ahí tus gestos suicidas, esta huida elegiaca. Por celos.
—No, Philip.
—Sencillamente no entiendo…
Cómo puedes dejarme. Casi termino la frase. Pero me contuve. Alice tenía el coche en marcha y lo más probable era que en un par de minutos tuviera que enfrentarme a la realidad, solo. Así que cambié el final de la frase por uno amargo y banal, pero seguro.
—No entiendo por qué sigo poniéndote las cosas tan fáciles. Por qué me comporto como un… ¿cómo se dice? Como un felpudo, eso. O un portero. Buenos días, señorita Coombs, cuidado, no se caiga en el vacío. Cuando basta que diga una palabra y, como suele decirse, se acabó lo que se daba. Se acabaron Alice y Ausencia.
Hecho. Alice agarró el volante, luchando contra el dolor, y metió la marcha atrás. Pisó el freno para que el coche se moviera apenas unos centímetros, a modo de advertencia, y luego me miró por última vez.
—Haz lo que tengas que hacer —dijo.
Aceleró marcha atrás dando un bandazo hasta salir del camino, luego cambió de marcha y se alejó, dejándome de pie en el camino de entrada, más parecido a una puerta que a un felpudo o un portero, a una puerta que hubieran cerrado de un portazo.
33
Entré y telefoneé a Soft. Le dije que había encontrado a Alice, que estaba bien y que se había cortado por accidente en la cámara. Me disculpé profusamente. Soft parecía más tranquilo. Colgué y me metí en el baño a afeitarme y ducharme, a recomponer una versión presentable y habitable de mi persona. Para cuando hube terminado eran las cinco y media. Se me había escapado el día. Calenté una lata de sopa de judías con beicon en el horno y me la comí en silencio, con la cabeza vacía como la de una vaca rumiando.
Luego encontré una botella polvorienta de whisky y me serví una copa.
Dos horas más tarde llamé a la puerta de los apartamentos en memoria de Melinda Fenderman, donde residía Braxia. Los estudiantes se divertían en grupitos por ahí y el campus parecía un paisaje tenebroso iluminado por fogatas tribales.
Braxia abrió la puerta.
—¿Puedo pasar? —pregunté.
—Claro.
El apartamento estaba limpio. Las paredes estaban revestidas de paneles de roble, con una hilera de placas en recuerdo de los ocupantes anteriores. Braxia estaba de preparativos. Tenía el equipaje apilado en el vestíbulo. Olí a lejía. El físico italiano debía de estar limpiando cuando llegué.
—Pasaba por aquí y he visto la luz encendida —dije.
—Bienvenido.
Braxia vestía una camisa blanca y pantalones negros de traje. La chaqueta descansaba doblada sobre el respaldo de una silla en el salón. Todas las luces del apartamento estaban encendidas. De pronto me pareció sacado de un noticiario sobre el Proyecto Manhattan. Le veía en blanco y negro.
—Ha hecho las maletas —dije, como un estúpido.
—Mi avión sale esta noche.
—¿Qué? ¿Se salta la fiesta de Navidad?
—Supongo. ¿Y usted? ¿Se ha pasado ya por la fiesta?
¿Me olía el aliento al whisky que había bebido?
—La verdad, no sé si ir. Había salido a pasear. Es la última noche, ya sabe. Me gusta sentirla. Empaparme de ella. Y quería hablar con usted.
Braxia sonrió y me condujo al centro del minúsculo apartamento. Se sentó en el sofá y cruzó las piernas. Yo me quedé de pie, apoyado en el respaldo de una butaca. La habitación estaba tan desnuda que me pregunté si Braxia no habría empaquetado también parte del mobiliario.
—Dígame —dijo Braxia.
—No puede irse así —dije, sorprendiéndome incluso a mí mismo—. Soft no es lo bastante hombre para pasar a visitarle, pero yo sí. ¿Qué ha descubierto? ¿Por qué se va tan pronto? Le pagaré al taxi para que espere mientras me lo cuenta. No pienso irme sin respuestas.
—Sobre Ausencia. Cree que tengo algunas respuestas para usted.
—Sí.
Volvió a sonreír recatadamente.
—De acuerdo, señor Engstrand. Hablaremos de Ausencia. ¿Qué quiere saber?
—Cómo. Por qué. Dijo usted que encontraría la respuesta a Ausencia. Que me devolvería a Alice.
—Siéntese, estimado colega. Me está poniendo nervioso. Descubrí lo que pude. Ausencia no es nada. Ahora tengo un problema de mayor alcance. Siento no haberle ayudado con su profesora Alice. Se me olvidó.
—¿Esa es su gran teoría? ¿Que Ausencia no es nada?
Me miró con cautela.
—De acuerdo, señor Engstrand. Siéntese. Me lleva usted ventaja: usted se ha tomado una copa y yo no. Me la tomaré ahora. ¿Le apetece una? Tómese una copa conmigo, señor Engstrand.
Me senté en la butaca. Braxia fue a la cocina, le oí vaciar cubitos de hielo en una bandeja. Al cabo de un minuto reapareció con un par de vasos de tubo, llenos de zumo de naranja.
—El vodka es la bebida con menos impurezas —dijo—. Y algo de vitamina C. Le irá bien.
Cogí el vaso. Braxia echó un trago, yo di un sorbo.
—De acuerdo —dijo, chasqueando los labios—. Una copa va bien para las grandes conversaciones. Para hablar de Ausencia primero tengo que hablarle de la realidad inducida por el observador. ¿De acuerdo?
Asentí.
—Es la obra de mi vida, señor Engstrand. Ah, ojalá hablara usted italiano. La conciencia crea la realidad. Solo cuando existe una mente que piensa el mundo, el mundo existe. Antes no hay nada, solo potencial. Potencial de esto, potencial de lo otro. La creación, el big bang, fue la creación de un potencial enorme, nada más.
Ya me había perdido.
—Me está diciendo usted que donde no hay mente que piense el mundo no hay mundo.
—Sí.
—Solo un vacío —sugerí—. Una ausencia.
—¡Ja! Muy bien. Sí. Una ausencia, exactamente. Un horizonte de acontecimientos en potencia. Todo es solo una posibilidad potencial hasta que la conciencia se despierta y decide echar un vistazo. Tomemos, por ejemplo, el caso del big bang. Exploramos la historia de la creación de nuestro universo, de modo que el big bang deviene real. Pero solo porque lo investigamos. Otro ejemplo: existen partículas subatómicas en la medida en que queremos observarlas. Nosotros las creamos. La conciencia escribe la realidad allí donde fija la mirada: el pasado, el futuro, en lo grande, en lo pequeño. Cuando miramos encontramos la realidad en formación.
—¿Por qué?
—Ah, por qué. Esa es la obra de mi vida, señor Engstrand. Creo que existe el principio de observación de la realidad. La realidad no desea existir plenamente sin un observador. No se molestaría en hacerlo. ¿Para qué?
—Eso lo entiendo.
—Bueno, pues entonces no es tan simple crear un universo. Si se necesita la conciencia para confirmar la nueva realidad, también debe suministrarse dicha conciencia. No puedes hacer un universo entero sin más, lleno de realidad, sin el compromiso de mirarlo. Solo habrías hecho la mitad del trabajo. Ese, estimado colega, fue el error de Soft.
—Se refiere a Ausencia.
—A Ausencia, sí. Mi teoría es la primera explicación plausible que se ha dado de Ausencia. Mire. Soft crea un universo nuevo, de realidad potencial. Pero ninguna inteligencia que lo llene. Bien, el universo se derrumba en la no realidad. A lo mejor un día se desarrollará una conciencia, cómo aquí, y se volverá real. Pero es un camino largo y estrecho.
—Todos los universos tienen que esperar a los observadores para evolucionar, ¿es eso?
—Exacto. Salvo el de Soft, el de Soft tomó un atajo. Porque lo crearon en el laboratorio de Soft. El universo descubre que está unido a una reserva gigantesca de conciencias. Nosotros. Y entonces se le ocurre que podría existir si se engancha a alguna de ellas, ¿comprende? De manera que se niega a marcharse con el universo matriz. Se siente atraído hacia nosotros, como una polilla a una luz. Por eso no se desprendía. Y así se formó Ausencia.
—De manera que Ausencia tiene hambre de significado. De conciencia. Es su única esperanza.
—Podría decirse así Podría esperar a la evolución, pero lleva mucho tiempo. ¿Un poco más? —Me enseñó su vaso vacío.
Bajé la vista. Mi vaso también estaba vacío. Braxia cogió los dos y los llevó a la cocina. Al cabo de un momento había regresado con más bebida.
—¡Ah! —Sonrió con la vista clavada en el vaso.
—¿Qué quiere decir con «¡Ah!»?
—Acabo de mentirle, estimado colega.
—¿Me ha mentido?
—No me olvidé de su amiga Alice. Es crucial para mis problemas. Ella es la razón por la que he tenido que desmantelar el equipo y… —Gesticuló con los brazos, imitando el despegue de un avión.
—¿Qué quiere decir? —¿Acaso estaba a punto de desvelarme su amor por Alice? ¿Una pasión que estaba expulsándolo del país?
—Es difícil de explicar. Otra teoría.
—Cuénteme.
—Ausencia, en su ansia de conciencia, se aferró con demasiada fuerza a una qué pasaba por allí. Creo que a la profesora Alice. Ausencia toma prestados de ella opiniones y gustos. Esto le provoca desequilibrios.
—¿Qué?
Suspiró y cerró los ojos, como si tuviera que recordarse ser paciente conmigo.
—Verá, Ausencia debería mostrar un hambre imparcial. Pero no. En lugar de eso hace esas selecciones estúpidas. Creo que basadas en las de la profesora Coombs. Con muy mala suerte.
—¿Me está diciendo que Ausencia ha tomado prestada la personalidad de Alice?
—Sí.
—Pero entonces…
Braxia no me miraba a los ojos. Bebía.
—Ahora entiende por qué le mentía, ¿verdad, estimado colega?
Aquello era demasiado para mí. Las respuestas se me amontonaban en la cabeza.
—Sigo sin entender por qué tiene que irse —dije.
—Esta Ausencia está contaminada por la personalidad que ha adoptado. Por tanto, no sirve. Los gustos de la profesora Coombs nos limitan demasiado. Sobre todo, uno en particular.
—¿Cuál?
—Su oposición a la ciencia. A la investigación, los científicos, la física. Creo que ella lo tomó de usted y se lo ha pasado a Ausencia. Tiene usted que admitir que estos rechazos forman parte de su personalidad. Y Alice adoptó sus prejuicios, muy a su pesar. Porque tenía una relación muy estrecha con usted. De modo que ahora Ausencia se resiste a cualquier acercamiento.
Estaba estupefacto.
—De manera que me vuelvo a Pisa. —Braxia levantó la copa, como en un brindis—. Fabricaré mi propia Ausencia. Si le transmito opiniones subjetivas, será mía. Mi rechazo a las ciencias sociales, tal vez. Y a los vinos americanos. Luego veremos qué puede hacerse. Nos dedicaremos por fin a la física.
—¿Va a repetir el experimento de Soft?
—Claro, ¿por qué no? De todos modos, creo que esta Ausencia se cerrará pronto. No puede permanecer abierta para siempre.
—¿No?
—No. Viola las leyes de la física. ¡Ja!
A Braxia le pareció hilarante. Se rió de manera detestable. Mientras bebía su cara enrojeció, destrozando el respeto de noticiario en blanco y negro que sentía por él. No solté mi bebida.
Quería desinflar su petulancia, pero Braxia era el único que había pretendido haber encontrado la solución a Ausencia. No era como para reírse de él. Estaba tan seguro de sí mismo que se marchaba. Ausencia ya no era ningún preciado bien internacional, solo una sima deforme abierta por la subjetividad.
—Entonces Alice está enamorada de un reflejo de sí misma —dije—. Es Narciso.
—Desde luego. ¿Y quién no?
—No, es más que eso. Se ha sentido atraída por Ausencia desde el principio. De modo que se trata de una combinación de varias cosas. Su obsesión por el vacío.
—Quizá. Tenga. —Braxia se levantó de un salto, trajo el vodka de la cocina y me lo vertió en el vaso sin diluir. Se mezcló con el resto de zumo de naranja formando una combinación parecida al Tang, la bebida de los astronautas.
—De manera que Ausencia solo acepta las cosas que le gustan a Alice —dije, tratando todavía de entenderlo a mi modo.
—Supongo. ¡Je! Yo no le gusté.
Alcé la mirada.
—Usted solo metió la mano. Ausencia se traga cosas enteras.
—No, amigo mío. Le di la oportunidad. Yo también me subí a la mesa. Pero no pude entrar. Ausencia no quiso.
—Entonces, ¿qué pasa con Alice? Si Ausencia no acepta a la propia Alice…
—¿Qué? —Braxia se encogió de hombros— Alice no se gusta. Me parece que hay precedentes.
—O sea que Ausencia sabe cosas de Alice que ella ignora. Sobre sus gustos. Ausencia podría emplearse para adivinar los juicios de Alice, en un sentido absoluto. Incluso aunque ella niegue la parte de sí misma que los siente.
—Puede. ¿Quién sabe? Ja. Hubo un tiempo en que empleábamos científicos para aprender física. ¡Ahora usamos la física para aprender sobre los científicos! Olvídelo. No sería eficiente. Me iré a Pisa y empezaré de cero.
—Sí. Hágalo.
—Alégrese, estimado colega. El trimestre ha terminado. Beba, beba. Ay, dios mío. ¿Cree usted que me dejarán subir al avión en este estado?
No dije nada. Estaba a millas de profundidad en mi propio océano.
Braxia borró su sonrisa de loco.
—¿Qué pasa? —dijo—. ¿Todavía la quiere? ¿Después de todo lo ocurrido?
—Todavía la quiero, Braxia.
—Vale. Pero se preocupa demasiado. —Borracho, era más pragmático con el inglés—. Ausencia se cerrará. La recuperará. Si la quiere.
—Ella ya no me quiere.
—Cuéntele lo que le he explicado, explíqueselo todo. Mis teorías. Como si fueran suyas. Así la recuperará.
—No quiero contarle lo que me ha dicho.
—Vale, vale. —Dejó el vaso y se levantó del sofá—. Venga aquí. —Me llevó a la puerta del baño, que tenía un espejo por detrás—. Mírese, Engstrand. Un desastre. Ha sido un trimestre largo, ¿eh? Váyase a casa. Métase en la cama. Se sentirá mejor.
Miré. Un desastre. El hombre autodestruido. Aunque no era más que un problema de compostura. Me alisé el pelo, ensayé una sonrisa. Fuera el aire era fresco, un elixir. Esa noche tenía cosas que hacer y el aire fresco me ayudaría.
Pero quería ocultarle mis intenciones a Braxia. La fiesta y el destino posterior.
—Bien —dijo, una vez probado su argumento. Me guió por la carrera de obstáculos que formaba su equipaje, hasta la puerta—. Váyase a casa. Piense en cosas agradables. Sueñe. Olvídela, al menos esta noche. Ya pensará por la mañana.
—Sí —dije—. Ya pensaré por la mañana.
Abrió la puerta y me empujó afuera con varias palmaditas campechanas en la espalda.
—A casa —dijo, como si hablara con un perro díscolo—. Ya nos veremos. En alguna conferencia internacional o así. ¡Adiós!
—Vale. Adiós.
El aire era de un frescor tonificante. Mis ojos borrachos no conseguían ajustarse a la oscuridad, pero daba igual. Conocía el camino. Me alejé del porche tambaleándome, de vuelta al apartamento. Quería despistar a Braxia. No estaba seguro de que el físico supiera dónde vivía, pero no pensaba arriesgarme; Me fallaron las piernas una vez y ajusté el paso, para compensar la desventaja. Me encontraba bien. Di media vuelta para ver a Braxia sonriéndome desde la puerta, cual mancha negra en un marco cegador. Saludó. Le devolví el saludo. Cuando oí cerrarse la puerta, me desvié y puse rumbo en dirección contraria, en medio de la oscuridad. Hacia la fiesta.
34
—¡Philip! Tenía miedo de que no vinieses. Toma una copa.
Era Soft. Lleno de una alegría incomprensible, me agarró del brazo y me condujo al bar improvisado. La sala estaba llena a rebosar, el ambiente cargado del barullo de conversaciones superpuestas que subían y bajaban de tono como los disparos de una automática. Me adentré en un laberinto de cabezas bamboleantes, con caras que se descomponían en gestos de irónica angustia o se descoyuntaban entre risas, con las mandíbulas abiertas y las aletas de la nariz ensanchadas, las orejas rojas como tomates mientras manos serviciales trasladaban cigarrillos, vasos y comida de los orificios a sus contenedores y viceversa. Todas las cabezas formaban el laberinto, una despiadada pesadilla consensuada, y todas vagaban por él, perdidas, asustadas, solas.
Allí encontraría un sabor a despedida del mundo humano, quizá incluso una voz que me llamara desde el límite. En el peor de los casos, una oportunidad para retrasarme.
—No —dije—. Ya he bebido.
—Es Navidad.
—Sí.
—Ponche de huevo, Philip.
Me entregó un vaso de plástico lleno de huevo espumoso y cubitos cilíndricos huecos. Lo probé, por quedar bien, y me entró una cantidad sorprendente en la boca. Soft sonrió, contento de verme beber. Le devolví la sonrisa, contento de verle contento.
—¿Alguna novedad? —pregunté.
—Se acerca el final.
—Esto es el final.
—No me refiero al trimestre. —Volvió a sonreír, como si la sonrisa bastara como explicación. Me pregunté si me había perdido algo con tanta bulla.
—¿Qué quieres decir? —pregunté por fin.
—Ausencia. Se está cerrando. Se va.
Fuimos atacados por una camarera uniformada con una bandeja de entrantes, galletitas arrugadas cubiertas de una mezcla rosa fluorescente. La chica llevaba un hocico negro cubierto de rocío. Se veía obligada a levantar tanto la bandeja que parecía pasear la cabeza en ella, ofreciéndola con la comida. Soft se volvió y la bandeja quedó bajo su mentón. Alargó la mano y se llevó una galleta a la boca. Con ambas barbillas sobre la bandeja aquello olía a sexo, las manchas rosas hacían las veces de lenguas.
La chica se volvió hacia mí.
—No, gracias —dije. Me agaché para abrirme una vía de escape de la bandeja. La chica se alejó a empujones. Miré a Soft, que masticaba con la boca abierta—. Estabas hablándome de Ausencia.
—Sí —dijo, tragando—. Braxia me dijo esta tarde que pensaba que se cerraría. Ausencia, claro. De modo que bajé hace una hora y tomé algunas medidas. Está bastante claro. Se está atenuando. Le doy una semana más o menos.
Alzó la copa, radiante. Yo alcé la mía y bebimos.
—Se está atenuando —dije.
Soft asintió.
De modo que Braxia tenía razón. Ausencia se marcharía. No cambiaba mis planes, solo los hacía más urgentes y firmes. Me recorrió un escalofrío de miedo. Bebí un poco más y apuré el resto de ponche de huevo, luego me quedé con un cubito en la boca y chupé los restos dulzones.
Soft se terminó su ponche y me sonrió con aire mareado, tenía el labio superior manchado de crema. No era su primer vaso. Estaba más borracho que yo. Y más contento. Tal vez fuera la solución. Debería estar tan borracho y contento como Soft.
—Es brillante al volante —dijo una voz entre la multitud. Luego se oyeron las risas de admiración. Cogí el vaso de Soft y el mío para rellenarlos. El camarero de la barra era uno de mis estudiantes. Me llenó los vasos con el contenido de un cuenco, después echó una ración extra de ron de una botella escondida entre grandes alardes. Me guiñó el ojo, y yo le devolví el guiño. Estaba planeando suspenderle. Me entregó los vasos. Estaban demasiado llenos. Bebí un sorbo de cada uno y, sin querer, me bebí las dos raciones de ron sin diluir que flotaban encima del todo.
Volví con Soft. Sonrió. Me incliné hacia su cara pálida y pequeña y susurré:
—Vamos a revolucionar esta fiesta.
Soft arqueó las cejas, parecía acongojado.
—No sé cómo —dijo.
—Tu sígueme.
—Vale.
—La clave son las mujeres. Hablar con ellas.
—Mujeres.
—Sí, el grupo de mujeres más numeroso que encontremos. La personalidad masculina se crece en compañía de mujeres.
—Vale.
—Cuando nos hayamos crecido podemos ir por grupos mixtos, o solo de hombres. Pero primero hay que crecerse.
Soft asintió.
Me puse de puntillas y repasé la fiesta con la mirada. Estaba espesándose, convirtiéndose en algo insoluble. Hubo cierto ajetreo en la puerta cuando un grupo de estudiantes entraron disfrazados de ovejas. Una mujer detrás de mí aulló: «¿Dónde? No le veo. ¿Cómo voy a follármelo si ni siquiera le veo?». Las risas estallaban como nubes de humo. La música cambió a algo incesante, la banda sonora perfecta para el dolor de cabeza de un robot. Una profesora de literatura bailaba en un rincón, sudorosa y ausente, rodeada de hombres trajeados que la aplaudían y coreaban maliciosamente. En su camiseta se leía mi corazón rebosa amor por todas las criaturas. El humo estallaba como nubes de risas. Una luz estroboscópica parpadeó un instante, reduciendo todo movimiento a una escena típica de Keaton. Las burbujas se desvanecían como las risas de las nubes. Me imaginé que las cabezas bamboleantes que conformaban el laberinto eran globos, unidos al suelo por la cuerda que eran los cuerpos. Luego me las imaginé libres para bambolearse y girar, sin parar de reír y fumar, sobre la superficie del techo.
Por encima del hombro de Soft localicé un grupo de tres mujeres de pie, sosteniendo las bebidas con aire aburrido. Reconocí a una, la nueva profesora de macroeconomía. Nuestras miradas se cruzaron. Saludé con la cabeza, tragué y sonreí. Todavía seguía de puntillas. Bajé. Soft me miró con expresión socarrona.
—No mires ahora —dije—. Pero están justo detrás de nosotros. Mirare prohibitio est.
Parecía confundido. Le cogí del hombro y le hice girar, de modo que entró en el grupo de mujeres.
—Aquí —dije—. Eh… —Alcé el vaso ante la macroeconomista, la que me había mirado a los ojos. Tenía treinta y tantos, y unas gafas que reflejaban la luz en tonos azules—. He olvidado tu nombre —dije, intentando que sonara a culpa suya.
—Humdoris Humfield —dijo. Con tono de aceptar la culpa.
—Humfield, por supuesto. De económicas.
—Field. Humsí.
Me incliné hacia delante, sonreí peligrosamente.
—No te oigo —dije—. Este es el profesor Soft.
Field o Humfield le dio la mano y sonrió. Sus dos compañeras cambiaron el peso de pie, a la espera de ser incluidas para poder sumarse por fin al galimatías, al barullo general, o verse libres para vagar por el laberinto. La que estaba de cara a Soft era alta y ágil, casi patizamba. Llevaba su larga melena rubia suelta alrededor de la cara Como una cortina de cama de hospital. Cuando Soft se acercaba demasiado el pelo se levantaba, atraído por la electricidad estática, y se pegaba al cuello alto del jersey de Soft. La tercera mujer, situada más cerca de mí, era más baja, y gorda o delgada dependiendo de la postura, morena, con el pelo recogido en un moño y un anillo bien visible en cada dedo. Llevaba una bufanda anaranjada, no decorativa, sino una larga bufanda de lana de esquiador. Sombra de ojos azul. Tenía un rostro severo y fascinante.
—¿Trabajamos todos en la universidad? —pregunté, con un gesto que nos incluía a todos. Estuve a punto de volcar el ponche. Cambié de mano y probé otra vez, pero, confuso cómo estaba, volví a gesticular con la bebida y dejé la mano vacía en el bolsillo.
—Athabasca —dijo la mujer de la bufanda—. Estudios de género. Y esta es la señorita Anderfander, de admisiones.
—Género, admisiones —dije y asentí, evitando sus nombres conflictivos e indistinguibles—. Aquí, el profesor Soft, de ciencias duras. Y el profesor Hard, de ciencias blandas, o mejor dicho, de tiendas flácidas.
—¿Perdón?
—Soft de duras. Hard de flácidas El estudio de lo flácido. ¿Qué tal?
—Tú no eres el profesor Hard —dijo la mujer de la bufanda.
—Sí lo soy —dijo Soft.
—No, me refiero a ti. Tú no eres Hard. Eres Engstrand. El de Alice Coombs.
—Ya no —dije—. Eso es historia de la antigüedad.
—¿Enseñas historia antigua?
—No lo es —dijo la mujer de la bufanda—. No por lo que tengo entendido. A mí me han dicho que no la dejas en paz.
—A propósito, ¿dónde está Alice? —preguntó Soft, borracho. Lo dijo como si por fin hubiera dado con la manera de tocarle las narices a la de la bufanda.
—Oh, anda por aquí, en algún sitio —mentí. Volví a ponerme de puntillas para fingir que la buscaba. Pero entonces, víctima de mi propia farsa, creí verla, escabullándose entre el laberinto. Se me disparó el corazón.
Pero el pelo que había visto era largo y la melena de Alice había pasado a la historia, a tijeretazos. Me había equivocado.
Volví a reunirme con Soft y las mujeres.
—¿Quién te lo ha dicho? —dije—. Además, ¿cómo sabes que quiere que la dejen en paz?
La mujer de la bufanda me respondió con una sonrisa franca y confiada.
—Sé más de lo que crees. La historia de Alice me interesa bastante.
—Qué horror —dije. Miré a los demás en busca de ayuda. Angloflambé se tambaleaba sobre sus extrañas rodillas, escuchando con atención mientras su pelo se acumulaba mechón tras mechón en el pecho electromagnético de Soft. Humfield sorbía pacientemente su bebida, con la mirada perdida. ¿Y Soft? Parecía completamente desesperado, con los ojos esponjosos y la boca torcida.
—Sí, la hégira de Alice es extraordinaria —dijo la mujer de la bufanda—. Con su silencio, se ha hecho eco de un arquetipo profundo. Con su rechazo. El lenguaje que empleamos ha sido construido por los hombres para un uso masculino. De ahí la impotencia femenina, es intrínseca. De manera que no podemos reclamar el lenguaje. Incluso hablarlo, como estoy haciendo ahora, significa emplear el instrumento de la represión contra nosotras mismas. ¿Comprendes?
—Como si Supermán intentara construirse una casa con kriptonita —sugerí. Tenía la esperanza de romperle el ritmo.
—Exacto —dijo, impasible—. Por tanto, el silencio de Alice es el paradigma de la afirmación feminista. Una negativa a cooperar.
—En realidad es mucho más —dije—. Es complicado.
—Te refieres a Ausencia.
—Sí, Ausencia. No es que yo le hablara a Alice hasta matarla. Hubo algo más.
La mujer de la bufanda, asintió.
—Se enamoró del Otro. ¿Quieres que te diga lo que opino de Ausencia?
—Bueno…
—Te va a gustar —le dijo Anarcolegal a Soft por lo bajo. Al inclinarse, otros cuantos mechones de pelo rubio se pegaron al pecho del físico.
—Ausencia es el Otro —dijo la mujer. Extendió las aletas nasales para poner en mayúscula la O—. Igual que Alice es el Otro para ti. Es el amor natural por el Otro. Con lo que me refiero a lo misterioso, lo silencioso, lo retraído y enigmático. Las profundidades. Me parece un desarrollo significativo. El descubrimiento de un Otro amoroso en Ausencia. Un tercer género. Deberías ser más comprensivo.
—Me estás diciendo que Alice es una pionera —sugerí.
—No será olvidada.
—Es un éxito.
—Bueno, sí.
—Vayamos a buscarla —dije—. Vamos a buscarla y a decírselo. Me parece muy bonito lo que has dicho. Deberíamos decirle a Alice que la comprendemos.
Yo lo decía en serio. En aquel momento me pareció acertado y profundo.
Soft estaba boquiabierto. No creo que le apeteciera crear un tercer género. Tenía la lengua manchada de babas y ponche de huevo. Reprimí las ganas de pedirle al oído que se tragara aquella pasta.
—Alice no quiere oírlo de tu boca —dijo la mujer-bufanda, sacudiendo la cabeza—. Tienes que entenderla. No sería más que otra imposición por tu parte, la mía o la de cualquiera, pretender definir la experiencia de Alice según parámetros externos. Cuanto más nos entrometemos, más nos arriesgamos a cancelar esta experiencia sin precedentes que Alice ha tenido. Cuando esté lista para emplear el lenguaje creará su propio vocabulario. Tal vez hable en una lengua que no reconozcamos. Pero no nos toca a nosotros decidir.
—Tienes razón, desde luego —dije, consciente de que era mi única opción. De todos modos, en ese momento estaba de acuerdo con ella.
—Me alegro de haber tenido la ocasión de charlar del tema.
—Sí.
Todos sonreímos. Nuestro paquete de cabezas estaba contento, normalizado, igualado a todas las demás, las de los grupitos de risas ahogadas. Las mujeres asintieron y sonrieron. Nos permitían desaparecer. Así se lo indiqué a Soft, que contestó con una mueca y levantó la bebida, hundiéndola en el puente de pelo que lo conectaba con la señorita Abracadabra. Cuando se retiró, arrancándose los pelos del suéter, varios mechones le resbalaron por el brazo y sé le metieron en la bebida, antes de volver a su sitio emperlados de ponche de huevo.
Me abrí camino de vuelta al bar a gruñidos, con Soft pegado a los talones. Encontramos un hueco, una bolsa vacía donde alojarnos.
—No ha sido exactamente como lo tenía pensado —dije. Le pasé los vasos a mi estudiante para que los rellenara.
—¿La cosa ha ido mal? —dijo Soft.
—Un poco, sí.
Frunció el ceño.
—No estoy seguro de compartir al cien por cien lo que ha dicho. Sobre Alice y Ausencia.
Le pasé la copa.
—Yo no me he creído una palabra —dije.
—Bien. Estamos de acuerdo.
—Bien, bien.
—Pero ha sido muy convincente. Muy… esto… persuasiva.
—Sí —admitió Soft. Bajó la mirada, cabizbajo y grave.
Se oyó un gong y una voz horripilante chilló: «¡Ábrete, Sésamo!». Soft y yo bebimos cómo si nos fuera la vida en ello. Estábamos al margen de los demás, nuestro plan para revolucionar la fiesta había sucumbido. Mis otros planes se cernían sobre mí, peligrosamente cerca.
—¿Philip?
—¿Sí?
—Lo que has dicho, ¿es verdad? ¿Que tú y Alice lleváis meses separados? ¿Que es historia?
—Sí y no.
Soft asintió. Incluso borracho, era demasiado educado para seguir preguntando. Nos quedamos de pie en silencio. Notaba cómo el alcohol me adormecía los músculos de la cara, me ponía la lengua gorda y torpona, me nublaba la visión. La música me recorría a golpes desde el suelo. Apretaba los dientes y aun así sentía el ritmo en las mandíbulas. Posiblemente la música me erosionaba los dientes. Distendí las mandíbulas para protegerlos.
—Así que… —dije, cambiando de tema, más o menos—. Adiós, Ausencia.
—Sí. —Le había recordado a Soft su alegría anterior. Sonrió.
—Por fin te has librado de nosotros. Me refiero a la gente de Ausencia.
Soft frunció el ceño.
—Yo no he dicho eso, Philip.
—No, es cierto. No hacemos más que lanzarnos a Ausencia. Es sonrojante.
Soft arrugó la cara. Se inclinó para hablar en murmullos, pero se le escapó un gallo. Y nos balanceamos con las cabezas pegadas como un grupo de doo-wop, los Satins o los Royales.
—A decir verdad, Philip, yo también lo intenté. No sé por qué. Supongo que pensé que yo debía ser el elegido, puesto que yo la creé. Debería aceptarme. Pero no funcionó. —Se encogió de hombros—. Da igual. Pronto no será más que un mal recuerdo.
—Braxia también lo intentó —dije. Intenté contar los saltadores en silencio—. Me lo dijo. Y De Tooth. Lo pillé a medio salto.
Soft arqueó las cejas. Soltó una risita.
—Supongo que todo el mundo lo ha intentado.
—Sí.
La cosa tenía su gracia, y los dos nos reímos un buen rato. Luego Soft adoptó otra vez un tono susurrante, de conspiración.
—¿Tú lo has intentado? —preguntó.
—Oh, sí —mentí.
Rió un poco más, dándose palmadas y dándoselas a otros.
—Vamos por más mujeres —dije.
El rostro de Soft representó la evolución terrestre, desde las fases iniciales del carbón hasta los físicos ganadores de premios Nobel.
—Vale —dijo, una vez terminó—. Pero acabo de caer en la cuenta de que necesito urgentemente un lavabo. Así, de pronto. Lo siento mucho.
—No pasa nada. Haz lo que tengas que hacer.
—¿Vienes?
—No, me quedo aquí. Te espero.
Me entregó su bebida y desapareció. Esperaba que encontrara el lavabo a tiempo. Vista la sala, no le resultaría fácil. Yo mismo tenía problemas para mantenerme en mi sitio, solo tenía dos piernas para apoyarme. Y qué endebles. Pensé en esos escaladores que nunca despegan más de una de las cuatro extremidades del suelo. Siempre con tres en tierra. Me pregunté por qué esa regla no era de aplicación general. Parecía muy razonable. Pero yo estaba atrapado entre gente que no conocía. Nadie a quien pasarle una copa, ninguna posibilidad de liberar una tercera extremidad y aplicar aquella regla tan obvia y sensata.
No tenía opción. Me acabé la más pequeña de las dos copas que tenía, vertí la llena en la vacía y luego me arrodillé para plantar la mano libre en el suelo.
Mucho mejor. El suelo era el camino. Allí abajo se estaba más fresco y tranquilo, en un pozo de cuerpos. Un mundo nuevo. Oscuro, listo y desconocido. Nadie parecía echarme de menos en las alturas. O si lo hacían, eran demasiado educados para mencionarlo.
Qué fácil desaparecer. No había nada que temer.
Los buscadores de bebidas pululaban a mi alrededor, empujándome lejos del bar, hacia el centro indiferenciado de la fiesta. Me mezclé con ellos agazapado, con las rodillas balanceándose por delante de la barbilla y la bebida en alto como una bandera, señalando mi columna de espacio, y la otra mano en el suelo a modo de timón. La camarera uniformada pasó por encima de mí y oscureció mi porción de cielo con la bandeja. Vi entonces que también llevaba una cola de peluche. La seguí, pitando, con los ojos clavados en sus pantorrillas como un conductor detrás de un llamativo camión en una autopista aburrida. Luego la camarera tiró la bandeja vacía a un lado, a punto de acertarme en la frente, y se escabulló. Estaba varado. «La cuestión de mi sueño —dijo un hombre por encima de mí— es que todas las mujeres que me besaban y morían iban directas al cielo. A la inmortalidad. A la felicidad».
Me dirigí a toda prisa hacia un hueco y me acabé el ponche de huevo. Quería levantarme otra vez. Tenía cosas que hacer arriba, un programa que cumplir. Se suponía que la fiesta era mi despedida del reino de la humanidad. El suelo era demasiado marginal. Dejé el vaso a un lado y me froté las manos, mezclando polvo y ponche. Había llegado el momento. Me levanté. O lo intenté. Las piernas se me desdoblaron en horizontal y aterricé sobre las manos y las rodillas, con la cara contra muslos enfundados en medias de rejilla. Muslos femeninos, desnudos tras las medias.
—Hola —dijo alguien.
Me vi catapultado en medio de un grupo de mujeres altas y atractivas, a juzgar por sus piernas. Posiblemente, el recién creado departamento de castración. Yo estaba a cuatro patas en lo que únicamente podía denominar el centro del grupo.
Había un par de pantalones a rayas en la jaula de piernas, compuesta por lo demás de carne cuidadosamente depilada, lustrosa o con piel de gallina, y enfundada en rejilla. Unos pantalones a rayas vestidos por unas piernas infinitamente más cortas. La cintura de los pantalones quedaba al nivel de las rodillas de las mujeres. Por tanto, se trataba de un hombrecillo. O las mujeres eran gigantes.
—¿Le conoces? —preguntó una mujer.
Me puse de pie, levantándome sobre mis rodillas temblorosas como en el truco de la soga india. Las piernas a rayas pertenecían a Georges de Tooth. Me alcé por encima de él. Las mujeres respondían a diversas alturas normales. Me sonrieron y parpadearon. Estudiantes. Una bandada. De Tooth me frunció el ceño desde debajo del peluquín, con los ojos como el acero y la mandíbula en gesto decidido. Bebía algo claro con hielo.
—Georges —dije.
Ensanchó sus minúsculos orificios nasales. Su cara entera parecía una máquina. Se llevó la copa a los labios y la inclinó, sin abrir la boca. Quizá solo quería humedecerse los labios antes de hablar. Sonreí. Él no me sonrió. Se puso de puntillas y susurró, o simuló que susurraba, al oído de la mujer que tenía a la derecha. Ella se rió y puso los ojos en blanco. Entonces, por medio de algún proceso misterioso, todas las mujeres se echaron a reír y a poner los ojos en blanco, y todas se marcharon a otro lugar de la sala, dejándome a solas con De Tooth.
—Soy Soft —dije—. El acompañante de…
—Enseguida vendrá. Por aquí.
De Tooth no dijo nada, solo me miró. Sus ojos me disparaban un haz continuo de protones, neutrones y positrones. Los notaba resbalando por la carne entumecida de mí cara. La verdad, resultaba agradable.
—Ausencia se está cerrando —dije, ordenando las palabras con cuidado—. ¿Lo sabías?
De Tooth casi sonríe. No dijo nada.
—Soft intentó entrar —dije. Imaginaba que De Tooth estaba enfadado conmigo por haber interrumpido su intento—. Todos lo han intentado. Por lo visto, no funciona. —Entonces me acordé de los ciegos. Decidí no mencionarlos—. De todos modos, ya no importa, porque se está cerrando.
Nada de De Tooth. Me miraba, con la bebida en la mano. Royendo en silencio tras los labios cerrados. Como si mordiera una pipa.
—Así que supongo que todo ha terminado —dije—. La cosa esta con Ausencia. O la cosa con Alice. Supongo que se le puede llamar así, entre otras muchas cosas. Cualquier cosa. Una cosa cualquiera. La cosa de Soft. La cosa de De Tooth. Aunque supongo que nadie lo llamaría la cosa de Engstrand. No es correcto. Probablemente lo más acertado es llamarlo la cosa de Ausencia. En fin, se acabó.
De Tooth se cruzó de brazos, con la bebida colgando por debajo. Entornó los ojos, analizándome. La pipa empezaba a verse con claridad. Decididamente, su postura, su actitud de conjunto, implicaba una pipa imaginaria.
—He estado echando un vistazo a otros proyectos —dije—. Ahora que nos quedamos sin Ausencia. Tengo algunas ideas que quizá te interesen. Así que podríamos reavivar la vieja colaboración.
Nada por parte de De Tooth. Pero yo ahora estaba imparable.
—Por ejemplo, ¿qué te parece esto?: unificar disciplinas, los diversos modos de cognición, aplastando el pensamiento en el acelerador de partículas. Sometiéndolo a una presión desmesurada y viendo qué clase de componentes básicos salen de la colisión. Tú y yo, Georges. Creo que podría ser algo grande. Grande de verdad. No quiero ser yo quién lo diga, Georges, pero algo tipo P. N., ¿sabes? Premio N. ¿Me sigues? ¿Te lo deletreo? Premio N-o-b, Georges. Creo que sabes a lo que me refiero. Termínalo tú, Georges. ¿Qué letras faltan?
Silencio pétreo. Ojos como dardos. Pipa imaginaria.
—Vale, Georges. Lo pillo. Lo capto. Vas por la vía fácil. Observas rezagado cómo me destruyo yo sólito. Supongo que te divierte. Eres el señor Gran Tipo. Es tu venganza. Vienes a la fiesta y te rodeas de mujeres titánicas y te niegas a hablar conmigo. Todo porque conozco tu secreto. Sé que te subes a las mesas y te lanzas al vacío.
Nada.
—Lo siento, Georges. Por Dios, perdona. Tienes que perdonarme. No soy yo.
Me observó. La fiesta fluctuaba a nuestro alrededor, en una pesadilla alcohólica.
—Tenía un plan. Lo tenía todo pensado. Creía que cuando encontrara a alguien como Alice sabría qué hacer. Mi plan ha fracasado, Georges. No ha funcionado.
De Tooth era el vórtice de la fiesta, la pequeña presencia inmóvil del centro.
—Te mentí, Georges. No lo intenté. Me refiero a Ausencia. Todavía no lo he intentado. No sé. Quizá me acepte. Quiero averiguarlo mientras aún esté a tiempo. Antes de que se cierre. Tengo que saber si Alice me quiere.
El hombrecillo frunció los labios.
—Estoy insinuando algo peligroso, Georges. Más que insinuándolo. ¿Es que no vas a intentar detenerme? Podría estar pidiéndote ayuda. No estoy seguro. Dame tu opinión, Georges. ¿Te parece que alguien debería disuadirme? Hazlo tú, Georges.
Nubes invisibles de humo de pipa imaginaria se elevaron hacia las luces verdes y azules.
—Crees que no me aceptará, ¿verdad? Así que no estás preocupado.
Nada. Detrás de él había dado comienzo el baile, frenético, primitivo, espasmódico. La profesora de literatura se había quitado la camiseta. Soft hablaba con la mujer alta y patizamba de admisiones, hundiendo la cabeza en su melena.
—No me encuentro bien, Georges. Creo que saldré a que me dé el aire. Gracias por escucharme.
—Un placer —dijo De Tooth.
Se metió el meñique izquierdo en la oreja y lo hizo girar lentamente tres veces, como un entrenador indicando desde la tercera base que roben la pelota. Un vórtice que se escapaba. Dejándome al mando. Yo no estaba tan bien equipado en términos de silencio y enigma como él. El caos general de la fiesta hacía juego con el caos de mi interior. Yo era una tormenta en el ojo de la tormenta.
Estuve un minuto tambaleándome, con ganas de vomitar. Luego atravesé la muchedumbre a trompicones camino de la puerta, y salí a la luz de las estrellas, a la noche impresionantemente fría.
Donde, avanzando sin parar entre las nubes de mi propia respiración, remonté la colina helada del complejo de física.
35
Bajé en ascensor.
Las luces de la cámara de Ausencia estaban encendidas. Siempre lo estaban. Un escenario siempre a punto donde nunca ocurría nada de verdad. No se oía nada, salvo el pitido de mis oídos y el zumbido de las máquinas en reposo.
Cerré la puerta al entrar. La mesa de Ausencia relucía bajo el foco y mis ojos borrachos contribuyeron a añadirle un halo borroso. La sala había sido limpiada con profesionalidad. No quedaba rastro de sangre.
Comprendí que habían abandonado a Ausencia. Braxia se había marchado. Los estudiantes estaban de fiesta o de camino a casa para pasar la Navidad. Era el turno de Alice, pero Alice había huido. Soft le había dado la espalda. Soft estaba tan contento de que Ausencia estuviera desvaneciéndose que fingía que ya había ocurrido. Habían malcriado a Ausencia, pero ahora se marchitaría y moriría en soledad. Tal vez yo fuera su última visita.
Rodeé la mesa con paso de borracho, guiñando los ojos por el destello. Estaba matando el tiempo. Creo que esperaba ver aparecer a Braxia, como hacía siempre, y que me arrancara del umbral. Pero Braxia estaba en el avión, sobrevolando el océano. Nadie iba a detenerme. Nadie me había visto abandonar la fiesta.
Haz lo que tengas que hacer. Habían sido las palabras de Alice.
Rodeé la mesa, hipnotizándome. Era un interrogante en órbita alrededor de una respuesta, Necesitaba hablar urgentemente, pero ¿a quién estaría dirigiéndome? ¿A Alice o a Ausencia? Los dos se habían anulado mutuamente, se habían convertido en uno, luego en cero. No había nada sobre la mesa, nada de nada, salvo que era una nada que de algún modo incluía a Alice y a Ausencia y una nada en la que también quería estar incluido. Ausencia era un agujero que había succionado mi amor al negarse a succionarlo, una nulidad. Ahora yo quería que me anularan.
Haz lo que tengas que hacer.
De modo que me subiría a la mesa. Así de simple. Sería el primer enamorado de la historia que recibiría una respuesta absoluta, un sí o un no documentado como hecho cósmico. Me agarré a los lados de la mesa y me aupé, primero sobre las rodillas y luego caí de un planchazo. Sobre el estómago casi plano. Tenía una erección. Estaba dura como una roca, algo desmedido. Alguna parte de mi ser había confundido aquello con un evento sexual. Pasé. Me aferré con fuerza a la mesa y resbalé hacia delante hasta que mi peso quedó centrado a unos centímetros de la línea que marcaba la frontera de Ausencia. Encogí las piernas debajo del estómago, convirtiéndome en una bala humana, y busqué el borde del fondo de la mesa. Entonces cerré los ojos y me propulsé hacia delante, a través de la frontera, hacia el interior de Ausencia y más allá del final de la mesa, para ir a caer en el suelo de la cámara.
Aterricé sobre las manos y me desplomé de espaldas, con la cabeza por debajo de la mesa. Como El Coyote disparado por el borde de un acantilado con un paracaídas Acme defectuoso. Pero sin ni siquiera un efecto sonoro, ni una nube de polvo. No quedó constancia del impacto. Un pequeño paso para nada, un salto de gigante para nadie. El suelo estaba frío. El complejo de física no me hacía caso, seguía zumbando. Me bajó la erección. La noté separarse de los calzoncillos. Me dolía la cabeza. Cuando abrí los ojos, los fosfenos plagaban mi campo visual, como en un mal ejemplo de action painting. Cerré los ojos.
Haz lo que tengas que hacer.
Así que me desmayé en el suelo, en un desvanecimiento alcohólico que me duró hasta la mañana siguiente.
36
Me desperté y salí dando tumbos de la cámara, hacia lo que debería haber sido la sala de observación. Pero en su lugar me adentré en un mundo nuevo.
Para empezar, no estaba en el subsuelo. Estaba en el exterior El cielo era anaranjado y no había nubes. Los edificios del horizonte me resultaban familiares pero raros. Torcidos. Extraños.
Mi pie se hundió en la tierra. Bajé la vista. El suelo estaba formado de cojinetes, apilados en montones. Por encima los cubría una maraña de lana verde y amarilla, que creaba una impresión superficial de césped.
Me giré. La puerta que acababa de traspasar se abría en la base de una réplica de ónice gigante de la Estatua de la Libertad, que se apoyaba en un montón de cojinetes, como una nevera en la playa. A través del umbral se veía la mesa de Ausencia, en la que había pasado la noche.
Di un paso más y me hundí hasta los tobillos, Al levantar el pie me llevé conmigo una mata de lana. Me alejé del souvenir hiperdimensionado, dejando la puerta abierta.
Por delante tenía el edificio de administración, pero también parecía raro. Le habían quitado su color, su textura y su vitalidad habituales. Parecía una reproducción en chicle.
Me acerqué. No era chicle. Era arcilla. Terracota sin esmaltar. No había ventanas en los marcos. Dentro, las salas estaban vacías y a oscuras. Toqué una pared con la mano. Estaba fría y terrosa, perfectamente lisa.
Seguí adelante. Tenía que detenerme cada pocos metros para quitarme la lana de los tobillos. Ahora veía que lo que había tomado por edificios eran en realidad facsímiles de las diversas estructuras del campus. Algunos construidos con arcilla, como el edificio de administración, otros de porcelana o cuero de zapato de bolos, pespunteado en zigzag. Ocupaban el desierto de cojinetes en diversos ángulos, inclinados como la Torre de Pisa, medio enterrados o tumbados de costado. Se extendían en todas direcciones hasta donde me alcanzaba la vista. Las colinas del campus habían desaparecido. No había sol. El cielo brillaba como si alguna capa superior de la atmósfera fuera fluorescente.
Me abrí camino hacia el lateral de una réplica en cera con aroma a fresas del arco Helen Neufkaller. No estaba en su sitio. El facsímil del campus no se correspondía con el original (si es que el mío era el original). Tenía que ir señalando el sendero si quería regresar a la cámara de Ausencia. Pateé la lana para marcar mi paso. Se me enganchó el pie en algo sumergido entre los cojinetes. Lo saqué. Una granada. Me puse a rebuscar. Encontré una pluma estilográfica, una bola negra con el número ocho y un calcetín a rombos. Una edición por abrir de La caza del snark de Carroll. A los pies del edificio del departamento de matemáticas construido con ceniceros de cristal pesqué un puñado de papelitos escritos por mí.
Leí:
¿COMPRENDES QUE LA QUIERO?
Un pato se acercó saltando por encima de los cojinetes. Al verme aleteó y graznó, luego se alejó volando.
Encontré un facsímil de mi apartamento, hecho de muelles de colchón enrollados. El cielo anaranjado brillaba entre el alambre. Miré dentro. La estructura estaba hueca. No había muebles. Ni siquiera había suelos. En el centro, sobre una pila de cojinetes, se veían los restos calcinados de un fuego.
Entré. Las cenizas estaban frías. Encontré los lomos carbonizados de varias copias del libro de Carroll y unos huesos quemados de pato o pollo. Escarbé en los cojinetes próximos a la hoguera, en busca de pistas. Encontré una botella de Coca-Cola, otra granada y la llave de mi apartamento.
Salí de la estructura de muelles y regresé al arco Neufkaller, que seguía asociando a la entrada del campus.
Braxia tenía razón. El universo nuevo se aferraba a su realidad matriz. Con pobres resultados. Ausencia intentaba construir un mundo, pero no conseguía reproducir las partes. Había fabricado una versión del campus solo a base de los elementos que Alice consideraba encantadores o inofensivos. Otro ejemplo de beca de colaboración echada a perder.
Publica o perece, pensé.
Lo más importante era que Ausencia me había aceptado. Había aprobado el examen de Ausencia, junto con los patos y las granadas. Ausencia me quería. Había aceptado mi llave, mis palabras inscritas en papelitos con la marca personal de mis tijeras. Y ahora había aceptado a Engstrand, en carne y hueso.
Alice me quiere. Alice no ha dejado de quererme.
Vagué entre los cojinetes con el corazón alterado. Ahora solo tenía que regresar y contárselo a Alice. Contarle que en realidad me quería. Porque, por lo visto, ella no lo sabía.
Encontré la fuente que había a la entrada del campus. Estaba hecha de papel de aluminio arrugado, que resplandecía bajo la luz anaranjada del cielo. Estaba llena de helado de pistacho derretido. El querubín de papel de aluminio de la cima derramaba helado, las bolas verdes caían una a una de sus labios.
A los pies de la fuente dormían docenas de gatos color melocotón idénticos. Algunos estaban despiertos y se acicalaban o lamían helado. Todos los gatos eran gordos, entrecanos y estaban ajenos a todo. Era B-84, el animal del laboratorio, fotocopiado por Ausencia varias veces. A la gata no parecía molestarle su multiplicidad. Los gatos no se miran en los espejos.
Me senté al borde de la fuente y pelé una granada. Algunos gatos se paseaban por allí, vagamente interesados, frotándose contra mis tobillos. Miré los facsímiles vacíos recortándose en el cielo anaranjado. Componían unas ruinas bellas, un jardín zen encantado. Era de Alice, pero a ella no se le permitía visitarlo. Yo se lo contaría.
Sorbí la carne de varias semillas de granada, pero tenía la boca reseca del alcohol y la acidez de la fruta me daba dolor de dientes. Dejé la granada al lado de la fuente. Unos gatos se acercaron a olisquearla, pero estaban malcriados, acostumbrados al helado. Cogí a uno en brazos —elegido al azar, puesto que no había manera de distinguir al original— y me alejé por el laberinto de cojinetes camino de la cámara de Ausencia.
Todo seguía como lo había dejado. Entré, dejé al gato en la mesa y lo empujé. Luego me subí a la mesa y salté.
37
Di volteretas en la oscuridad. Aterricé en el suelo de baldosas de la cámara, pero las luces estaban apagadas. Por fortuna, no había aplastado al gato. Debió de salir corriendo hacia algún rincón. Me enderecé y entorné los ojos en la oscuridad, tratando de distinguir algún resquicio de luz.
No había ninguno; Era una oscuridad sin resquicios, perfecta. Aunque no había saltado la corriente del edificio. Todavía oía el zumbido de los generadores y sentía la leve vibración del suelo. Solo eran las luces.
Esquivé la mesa de Ausencia a tientas, en dirección a la puerta de la cámara. La sala de observación también estaba completamente a oscuras. No se veía ni siquiera el asomo de alguna forma en la oscuridad. Aguanté la puerta abierta para que saliera el gato, pero no sabría decir si me siguió. Me rendí, dejé la puerta abierta. Estiré los brazos en busca de la pared y mis manos chocaron con el panel de algún instrumento. Me sorprendió lo gigante de los botones y tiradores, era interesante. Antes aquellas máquinas me asustaban. Ahora me imaginé capaz de aprender a usarlas por el tacto. Las dejé atrás, camino de la puerta y del pasillo, con la idea que allí habría algo de luz.
Una ausencia completa de luz.
Con una mano pegada a la suave pared estucada del pasillo, me dirigí al ascensor. La pared se escapó de mi mano: el teléfono público desde el que había pedido una pizza. Descolgué el auricular. Daba línea, a un volumen increíblemente alto y extremadamente tranquilizador. Casi quería también al tono de línea.
Me palpé los bolsillos. Ninguna moneda. Pero la dúctil tela de los bolsillos me distrajo. ¡Menudo invento! Me obligué a soltarla y seguí rumbo al ascensor.
La pared volvió a desaparecer. Otro hueco. Una fuente. Giré el grifo y coloqué la mano bajo el chorro. Agua, fría como la lluvia. Sin pistachos. Bebí. Estaba deliciosa. Me sequé la boca con la manga harapienta y cargada de electricidad de la camisa; otra sensación de lo más espectacular. Luego me abrí camino en la oscuridad hacia el ascensor.
Una vez dentro, apreté tres o cuatro botones. Las puertas se abrieron en varias plantas, todas en la más absoluta oscuridad. Traté de escuchar señales de vida, pero nada. Ni gente ni luces. Sin embargo, el edificio vivía, zumbaba, se revolvía, como un intestino. Eran ruidos agradables y al mismo tiempo de una intensidad peligrosa.
Supe que había llegado al vestíbulo al oler la hierba y saborear la brisa fresca. Salí del ascensor. Oscuridad total. Bajé a tientas los escalones del edificio, explorando el camino primero con un pie. El suelo saltaba en busca de mis zapatos. Dejé atrás la sombra del edificio y noté el calor del sol en la cara. Alcé la vista.
Nada.
Estaba ciego.
Ni siquiera veía el sol. El resto de mis canales, sin embargo, estaban sintonizados a niveles casi dolorosos. Oí a un pájaro aleteando en el aire. Mis ropas formaban un collage de pesos y texturas y notaba los minúsculos impactos del polen o la contaminación en la cara. Mis orejas eran dos cámaras de eco, dedicadas a leer paisajes sonoros que giraban frenéticamente a poco que moviera la cabeza. Mi nariz reconocía la peste de las alcantarillas y algunos relámpagos lejanos.
Pero ningún olor ni ruido humano. Todavía no estaba en casa. Sino en otro lugar abandonado. No era mi mundo. Ni el de Alice.
Retrocedí hasta localizar de nuevo el primer escalón de la entrada al edificio de física. A partir de esta referencia, avancé a través del campus en dirección al apartamento. El paisaje me parecía inmenso, desproporcionado. Pero los objetos que iba encontrando —parquímetros, tablones de anuncios, bancos del parque— eran de tamaño normal. Eran islas en el mar y me aferraba a ellos agradecido.
La última isla de la serie fue mi coche. Lo reconocí por la abolladura de encima del piloto derecho de atrás. Recorrí el coche con las manos, como una azafata de concurso acariciando el premio.
Entonces oí las voces.
Subí la escalera del porche, hacia la puerta. Estaba abierta. Las voces venían de dentro. Me resultaban muy familiares.
—¡Evan! ¡Garth! —dije—. ¡Estáis vivos!
La conversación cesó. Se hizo un hondo silencio. Crucé la puerta a tientas. ¿Es que estaba imaginándome cosas?
—¿Has oído eso? —preguntó Garth en tono cansino—. Dice que estamos vivos.
—Te lo dije —dijo Evan—. Pero no me escuchaste.
—Ajá —dijo Garth.
De haber dado yo media vuelta, seguro que hubieran retomado la charla sin pararse a pensar dos veces en mi aparición. Como me quedé en la puerta tuvieron que reconocer mi presencia.
—Philip —dijo Evan.
—Evan —dije yo.
—Veamos. ¿Quieres seguir durmiendo en el sofá?
—¿Qué?
—Si lo prefieres, nosotros podemos dormir en la habitación de invitados. O si la prefieres tu, nosotros dormiremos aquí o en tu cuarto. Hasta ahora yo dormía en tu habitación y Garth en el cuarto de invitados. Pero no me importa dormir en el sofá. Sigue sobrando sitio, a no ser que venga Alice.
—¿Va a venir Alice? —preguntó Garth.
—No —contesté, atónito.
—Vale —dijo Evan—. Me quedo con el sofá.
—¿Y si el sofá lo quiere él? —intervino Garth—. Pregúntale. Siempre duerme en el sofá.
—Me parece bien —dije. No podía creer que estuvieran discutiendo. Quería gritarles: ¡Estoy ciego!
—¿Qué te parece bien? —preguntó Garth.
—Lo que sea —dije—. Dormiré donde sea.
—Puedes quedarte en el sofá, si quieres —insistió Evan.
—Ha dicho que cualquier cosa le va bien —dijo Garth.
Me quedé solamente unas horas. Los ciegos estaban imposibles. Se habían perfeccionado a sí mismos, habían cerrado el sistema por completo, atado los cabos sueltos, clausurado los canales de comunicación con el exterior. Por fin habían detenido el tiempo que tanto temían, para pelear y enfurruñarse en amargo silencio. Residencias estudiantiles llenas de comida enlatada que podían saquear. Podían dejar de consultar los relojes.
Yo estaba dentro de su ceguera. Ausencia la había aceptado y la había convertido en otro mundo. Algo que Braxia había olvidado predecir: además de construir un facsímil de nuestro mundo, Ausencia se había reproducido a sí misma. Su cámara, su mesa y su ansia de realidad. Como ocurre con un fabricante de alfombras persas, cada uno de los mundos creados por Ausencia tendría su imperfección, su propia Ausencia. Y cada Ausencia querría crear un mundo. El experimento de Soft no tenía fin. Su burbuja de vacío se expandiría eternamente, su brecha nunca se cerraría.
Mininos, gatos, bolsas, esposas, ¿cuántos iban a St. Ives?1
1. Nana tradicional que plantea un acertijo. (N. de la T.)
Me costó bastante que Evan y Garth atendieran mis preguntas, pero descubrí algunas cosas. Habían vivido una semana en la realidad dadaísta, vagando entre los cojinetes y la lana, alimentándose de helado y pato asado. Luego se subieron de nuevo a la mesa, entraron en Ausencia y emergieron aquí, de donde no pensaban mudarse. Lógicamente, habían discutido sobre si estaban vivos o muertos, si habían despertado de un largo sueño o acababan de caer en uno, pero también discutían sobre la ubicación de determinadas bocas de incendios o las posibilidades de calcular la tinta que queda en un bolígrafo por lo que pesa al cogerlo. Aquí eran felices. Estaban en casa.
Les seguí de vuelta a la cámara. Ahora sí me impresionó la habilidad y rapidez con que se adaptaban a la ceguera. Daban eficientes golpecitos con los bastones mientras yo me apresuraba detrás de ellos, tropezando con las raíces y las grietas del pavimento. Los efectos supersensoriales tampoco ayudaban precisamente. El mundo giraba a mi alrededor, sobresaturado, como en un viaje psicodélico. Evan y Garth reñían sin prestarme atención. No sentían curiosidad por mi destino y no querían que los rescataran. No les presioné. Yo quería volver a casa. Quería volver a ver. Quería decirle a Alice que me quería.
Descendimos en el ascensor. Evan y Garth conocían el camino.
—¿Por qué lo hicisteis? —pregunté, repentinamente intrigado.
—¿El qué?
—Entrar en Ausencia.
—Ajá —dijo Garth—. Explícaselo tú.
—Bueno —dijo Evan—, pensamos que atravesando Ausencia llegaríamos a un lugar donde pudiésemos ver. Se nos ocurrió. No sé por qué.
—La idea fue tuya —repuso Garth.
—Por supuesto, aquí no vemos —dijo Evan.
—La ceguera es la ceguera —dijo Garth.
Salimos del ascensor y recorrimos el pasillo hacia la cámara.
—Además, no te olvides de que estábamos buscando piso —dijo Garth—. Eso también había que tenerlo en cuenta. No podíamos quedarnos en tu apartamento para siempre. Buscamos mucho, pero no encontramos nada más.
Abrí la puerta de la cámara y algo me rozó la pierna. El gato. Lo levanté. Lo dejé en brazos de Evan. Podría cazar ratones y pájaros ciegos. Y tal vez, en secreto, Evan y Garth necesitaran a un tercero en discordia. Yo no daba la talla.
—Además está la radio —dijo Evan—. Dile lo de la radio.
—Ajá. Te rompí la radio.
—No se atrevía a decírtelo.
—Ajá —dijo Garth. Me lo imaginé rascándose la barbilla con el extremo del bastón, sonriendo, con las aletas de la nariz abiertas.
—Menuda ironía, ¿eh? —dijo—. Y aquí me tienes, diciéndotelo.
38
La cámara olía a mierda de gato. Encontré la mesa y me subí. Me aferré al frío metal con manos temblorosas. Encogí las piernas como una araña asustada y salté. Nada. Caí al suelo del otro lado y nada había cambiado. No había viajado a ninguna parte.
Había empujado la mesa al salir. Ya no estaba de cara a Ausencia. Había fallado.
Oí una aspiración metálica procedente de las profundidades del edificio. Evan y Garth subían en el ascensor. Luego los ruidos se fueron apagando, sustituidos por el zumbido de las máquinas que Ausencia había copiado y abandonado a su suerte, a zumbar entrópicamente en la oscuridad. Probablemente los ciegos ya me habían olvidado. Pero quizá yo tuviera que regresar avergonzado. Me imaginé a los tres viviendo juntos. Yo regresaría una y otra vez a la cámara para deslizarme sobre la mesa y volver a fracasar en mi intento por regresar a casa. Luego volvería, ciego y dando tumbos, a hacerme la cama en la copia de mi sofá.
Conté los pasos hasta la puerta de la cámara, tratando de determinar la ubicación original de la mesa. Ahora, demasiado tarde, por fin comprendía la obsesión de Evan y Garth por las situaciones y distancias exactas. Envidié su habilidad.
Ajusté la mesa y me subí. Esta vez me temblaron algo más que las manos. Me arrodillé como un perro en la mesa del veterinario, temblando bajo la caricia de una mano incomprensible. Con la boca seca, salté.
Por un momento creí que nada había cambiado.
Todo seguía a oscuras. Esperé a que mis sentidos entraran en acción. El suelo frío, el zumbido de los generadores, el vago olor a amoniaco y líquido refrigerante. En cambio, el suelo desapareció debajo de mí. Caí más allá de la mesa. La sala se abrió al vacío.
La caída terminó, pero no en aterrizaje. Acabó cuando comprendí que la sensación de espacio era una ilusión. Que no había ningún espacio y, por tanto, no había caída.
Tampoco había nadie que cayera o dejara de caer. Terminado un rápido inventario, descubrí que me faltaban piernas y brazos con los que nadar o luchar, boca con la que chillar, nariz, orejas, etcétera… Es decir, todo el equipo, el mecanismo completo, absolutamente todo. No tenía cuerpo.
La ceguera, que había sido una cosa plana, bidimensional, una hoja de papel negro suspendida entre el mundo y yo, se había doblado en un origami del mundo, un modelo que llenaba y sustituía todo en lo que estaba basado. El universo. Lo real. Yo. Por lo visto no solo me encontraba en el vacío, era el vacío. Y el vacío era yo. Ya no había Philip, no había Engstrand. No había yo. Había solucionado el problema del observador. Había eliminado al observador reemplazándolo por nada. Luego, por si acaso, había eliminado también lo observado, reemplazándolo por nada. Ni observador, ni observado. Bebo, me caigo, fin del problema. Solo una mente —nada es perfecto— que se piensa a sí misma.
Me había librado del problema del observador soló para dar paso al problema, quizá mucho más peliagudo, del pensador.
Bueno, tenía tiempo para meditar sobre el problema que había creado. Un montón de tiempo para pensar. Tiempo de sobra para destruir el pensamiento —tal como le había propuesto a De Tooth— en el acelerador de partículas en miniatura de mi propia conciencia incorpórea.
Era rico en tiempo. Si era acertado decir que aquella cosa de la que tanto tenía era tiempo. Quizá fuera espacio. Si era tiempo, desde luego era un tiempo espacioso. Un sitio, a juzgar por lo que le parecía a una visión inexistente. Y un sitio sin ni siquiera un sitio. Pero en realidad no se trataba de tiempo ni de espacio. No era nada. Era rico en nada.
Nada en grandes oleadas, un vasto océano inabarcable de nada.
También des-nada. Todas las cosas posibles.
Ninguna cosa.
Me descubrí pensando demasiado en nada, ya que tenía tanta nada y tan poco de todo lo demás. Cada vez me costaba más pensar en las cosas, o, mejor dicho, en el recuerdo de las cosas. Aquellos tenues ex habitantes —ahora lo veía claro— de la inmensa nada subyacente. La cosa Ausencia, la cosa Braxia, incluso la llamada cosa Alice parecían mucho menos interesantes o pertinentes que aquella nada presionando por todas partes. La nada era tangible y oportuna. Real. Relevante. La cosa, por otra parte, era imposible, fraudulenta. Dejé que la cosa se alejara en silencio. Fue fácil. Parecía avergonzada, apesadumbrada. Desapareció motu propio. En eso estuvo acertada. Después resultó fácil sustituirla, rellenar el pequeño hueco que había dejado con un poco de nada de sobra de la que tenía tan a mano.
La nada. Una nada. Nada.
Canturreaba por lo bajo. Nada, por Philip Nada y los Nada. Canta con la canción de Nada. Nada con una bala. Diez semanas en lo más alto de las listas de nada.
Los grandes éxitos de nada.
Supernada. Hipernada. Criptonada. Nada arriesgado, nada ganado.
Goo goo ga joob.
Envié y recibí un nadagrama. Un n-mail.
Entonces, sorprendentemente, se produjo una variación en la nada, Una ondulación, una imperfección. Una brecha en la nada. Una pequeña ausencia de nada. Algo. De hecho, una hoja de papel.
El borde de una hoja de papel asomaba en la nada. Inminente y real. Innegable. Asomó justo en el centro de la nada que, como no era nada, no podía competir y fue rápidamente desplazada por el papel, triunfante en su realidad e inconfundible.
Puesto que yo era la nada y me extendía hasta donde llegaba la nada y poseía el mismo centro, el papel asomó directamente en mí, en mi autosatisfecha nada. El papel me fastidiaba. Era irritante. Me molestaba. Estropeaba la nada. ¡Vamos, de haber podido elegir entre el papel y nada sin duda me habría quedado con la nada! La nada llenaba más. La nada poseía profundidad y verdad y gravedad. Pero no se me dio opción.
Entonces me fijé en que había algo escrito en el papel.
¿TE HAS TRAGADO A PHILIP?
Te has tragado a Philip. Lo leí una y otra vez, incrédulo. Te, has, tragado, a, Philip. Inconfundible.
Aquel papelito intentaba empujarme a admitir, aunque solo fuera a mí mismo, que alguna vez había existido algo llamado Philip. No cabía duda de que la pregunta se dirigía a mí. O sea, la tenía yo, ¿no? La habían tirado por encima del travesaño de mi nada y había aterrizado justo delante de mis narices. Quería replicar.
¿Me había tragado a Philip? ¿Cómo? ¿Como una medicina? ¿Era capaz de tragármelo, de resistirlo, de tolerarlo? Bueno, a duras penas. O preguntaba si me lo había llevado. Sí, claro, era eso. ¿Me había llevado a Philip? De modo que el mensaje provenía del lugar donde había estado. Donde, puesto que me encontraba aquí —pese a que, y no hace falta decirlo, aquí no había nada—, ya no estaba. ¡Eh, un momento! Aquí no era nada y allí no estaba. ¡No era nada en ambos lugares! Genial.
Pero el primer lugar protestaba. O al menos preguntaba por mí educadamente. Merecía una respuesta.
Sí, pensé, solo por probar. Desde luego. Supongo que lo he hecho. Se vino conmigo cuando me marché. Por supuesto, por entonces él constituía la mayor parte de mí, de hecho, era todo mi yo y yo —la nada que te habla— no era más que una insinuación o una potencialidad suya. Una prefiguración. Pero sí, me lo había llevado. La verdad, te lo devolvería si quieres, solo que no sé dónde está. Le he perdido.
Pero ¿llevármelo? Claro. Había sido yo.
Mientras lo pensaba se me abrió un ojo. Mi único ojo miró la cámara. El fluorescente se desdibujaba en lo alto, la mesa de acero se alejaba abajo. Soft, con su bata de laboratorio y sus gafas de aumento, me atisbaba con curiosidad mientras hacía desaparecer el papel.
Yo ocupaba el lugar de Ausencia en la mesa.
Soft apretó los labios y se retiró un mechón de pelo negro que la caía sobre los ojos. Se alejó de mi ojo de buey con vistas al mundo y se inclinó sobre otro papelito en el extremo opuesto de la mesa. El físico sudaba como un estudiante copiando en un examen. Era una visita clandestina. Soft estaba allí en contra de su buen sentido. Tenía miedo de que algún colega o conserje le pillara en la cámara, recurriendo a métodos primitivos y no científicos. Parecía cansado. Necesitaba un corte de pelo.
Con los ojos muy abiertos, dejó el bolígrafo y empujó otro papelito con los dedos apretados. El mensaje apareció ante mi ojo.
¿TE ESTÁS CERRANDO?
Si me estoy cerrando.
Bueno, ¡qué coño! ¿Porqué no? Me resultó evidente —si es que no lo sabía ya antes— que Soft lo deseaba con todas sus fuerzas. Lo vi en la comisura pensativa de sus labios, lo llevaba escrito en las arrugas de la frente. Yo, mera nada, podía hacer feliz a un ser de carne y hueso. Soft solo necesitaba la respuesta adecuada. Así que vale, de acuerdo. Me estoy cerrando, claro que sí. Tomé el papelito de su mano temblorosa. Sus ojillos se iluminaron de esperanza. Soft quería creer. Quería que Ausencia se marchara, con todas mis fuerzas. Conocía la sensación. Podía identificarme con él.
Feliz por fin, Soft se levantó de la mesa. Se guardó los papelitos restantes en el bolsillo y salió a hurtadillas de la cámara. Me dejó solo, contemplando la cámara por mi ojo de buey, ese nuevo mirador. Nunca me había fijado en la tira irregular de espuma aislante que sellaba la parte alta del marco de la puerta, por ejemplo, ni en los cables de cobre desnudos que colgaban de la pared.
Decidí que haría feliz a Soft. Lo rechazaría todo. Que vinieran los estudiantes a dispararme partículas al ojo. Diría que no eternamente. Que me lanzaran objetos desde la mesa. Los dejaría caer todos del otro lado. Dejaría todos los sabores por probar, todas las formas, por núbiles que fueran, sin tocar. Soft y sus estudiantes concluirían, mediante un proceso de eliminación, que me había cerrado, que había dicho mi última palabra. Ya veía la conferencia de prensa. No gozaría de especial asistencia. Los finales nunca son noticia. A Soft le brillarían los ojos. Anunciaría el fin de la era Ausencia. Un acertijo que quedaría sin solución. Soft aparentaría tristeza, pero para todo el que lo conociera bien resultaría evidente su alivio. Prometería un informe final. Que sería publicado discretamente, durante algún paréntesis del año académico, en alguna revista marginal.
Luego, comprendí, dejarían de venir. Me olvidarían. Usarían la cámara para algún otro fin.
Tal vez habría que sacrificar la felicidad de Soft. Ausencia florecería de nuevo. Abriría la boca y me lo tragaría todo. Un bobsleigh, una trenca, una cebolla cruda, una sordina, una langosta, un reposapiés, una cinta transportadora, un anuncio de neón, un moño de usar y tirar, un pastel de nueces, una isla peatonal, un tercera base, una mina de carbón, una ventisca, una catarata, una convención. Abriría mis fauces felizmente idiotas y me tragaría a todos los visitantes. Me tragaría la risa, la infancia, el amor. Me tragaría todo eso y más. Iban a ver todos. Braxia, Soft, De Tooth y, en especial, Alice. Me tragaría todas esas cosas y construiría un mundo con ellas. Levantaría un parque temático, un jardín de delicias terrenales. Soft seria como el viejo McGurkus, cuyo solar vacío albergaba el imponente Circo McGurkus. Se convertiría en el san Pedro involuntario de ese paraíso. Obligado por aclamación popular a abrir las puertas y dejar pasar en tropel a los millones, los incontables millones, que sin duda se congregarían en la entrada. Y yo los admitiría a todos, uno a uno. Saltarían al otro lado de la mesa alegremente, como si huyeran de un avión en llamas lanzándose por las rampas inflables. Aceptaría incluso a Cynthia Jalter, le mostraría un emparejamiento con el que nunca había soñado. Despoblaría la cansada Tierra. Me los llevaría a todos menos a Braxia, a Soft y a De Tooth. Y en especial, Alice. Los dejaría fuera, juntos en su soledad, con la vista fija en el umbral invisible, sufriendo, amargados. Puede que entonces transigiera y los admitiera a uno cada vez, primero Braxia, luego Soft y por último De Tooth, pero nunca, nunca.
En ese instante se abrió la puerta de la cámara.
Esperaba que fuera otra vez Soft, con otra de sus preguntas nerviosas escritas en mayúsculas para mí. Pero no era Soft. Era Alice. Habría regresado de dondequiera que hubiera estado. ¿Se había enterado de que había desaparecido? No había manera de saberlo. A lo mejor solo había vuelto al campus y había venido directa a la cámara. Se la veía delgada y agotada. Tenía el pelo tieso, aplastado en ángulos extraños, como si hubiera dormido con la cabeza mojada. Los ojos, irritados. Pero parecía tranquila. Todavía llevaba la mano izquierda vendada. Yo solo podía mirar, hipnotizado por su presencia. Alice cerró la puerta con cuidado, sin hacer ruido, se acercó a la mesa y empezó a desnudarse. Al principio tuvo problemas con la mano herida para poder desabrocharse los zapatos, desabotonarse la camisa y soltarse el sujetador, pero pronto se quedó completamente desnuda. Se le veían los tendones del cuello en tensión, pero abría ligeramente la boca. Tenía los pechos con la carne de gallina y los pezones duros por el frío. Apoyó la mano vendada en la mesa y se estremeció. La retiró. Optó entonces por subirse de espaldas, apoyando las nalgas, primero una y después la otra, sobre la fría mesa y retorciéndose luego para darme la cara, protegiéndose la mano herida y haciendo fuerza con el brazo sano para levantarse. Entonces le vi los ojos, al venir hacia mí, ojos claros y llenos de amor.
Fin
Título original: As She Climbed Across the Table
Jonathan Lethem, 1997
Traducción: Cruz Rodríguez Juiz
Editorial Mondadori, 2003
ISBN: 978-84-397-0996-1
A Shelley Jackson