CASA DE MUÑECAS (Luisa Axpe)
Publicado en
enero 11, 2017
A las ocho Lisandro cayó por el agujero.
Celeste, la mucama, se quedó mirando: caería dando vueltas, mareándose en la espiral correntosa del desagüe. Sin acordarse de cerrar la canilla, miró el agujero que se producía en el agua; un hueco redondo y obscuro en el centro, hecho de movimiento puro. Se parecía a los remolinos que fabrica el viento con las hojas caídas, esos dibujos enroscados y violentos.
El viaje de Lisandro era un viaje solitario: túneles gorgoteantes y obscuros, silencio húmedo en los recodos donde quizás quedaría detenido por un momento, hasta que una nueva corriente de agua lo empujara otro poco, arrastrándolo por la cañería.
Ahora resbalaba por toboganes vertiginosos, tragando agua y golpeándose contra las paredes de plomo. Sabía que le quedaba poco tiempo, y como no tenía nada en qué pensar, se le ocurrió que una vez más se repetiría la famosa escena del ahogado: los recuerdos más intensos de su vida desfilándole veloz-mente por la memoria. Sus cumpleaños, la escuela, una playa soleada, el primer amor, el día que se compró la moto. Pero, sobre todo, los hechos de los últimos días. Pensó que tarde o temprano también le ocurriría a Celeste, como ya les había ocurrido a papá y a mamá, y a muchas otras personas.
Sin demasiadas esperanzas, Celeste cerró la canilla y decidió llamar al plomero. Desde que había empezado a ocurrir eso de los achicamientos los plomeros estaban muy ocupados, sobre todo a partir de las horas pico del uso de los baños.
Mientras hablaba por teléfono, Celeste miró como al descuido la caja de zapatos que descansaba sobre la mesa de la cocina. Se oyó un agudo tintineo de campanita. Celeste dejó el teléfono, cortó un pedazo de pan y lo desmigajó. La caja estaba tapada para que no entrasen en ella las hormigas, y tenía agujeros en las paredes, cubiertos con papel celofán, para que entrase la luz. Levantó la tapa y puso un platito las migas de pan. Luego, en otro platito, una cucharada de dulce. Desenroscó la tapa de un frasco y volcó leche en ella, y la puso también en el fondo de la caja. El señor y la señora ya podían desayunar.
Había muchas personas así, viviendo en cajas de zapatos, o en canastitas, o en los cajones del placard. Hablando con voces tintineantes, vistiendo ropa de muñecas, sobrellevando esa vida diminuta como podían, bien o mal atendidos por los que aún no habían sido afectados.
A veces se reunían todos los miembros de una familia, o varias familias, y discutían y trataban de obtener información sobre lo que estaba pasando.
—Es esta vida miserable, que te achica —decían unos.
—Es la falta de estímulos.
—Es la falta de libertad.
Y cada vez se achicaban más personas. Muchos se resistían a salir a la calle, por temor a que les ocurriera de golpe y alguien los pisase, como informaban continuamente los diarios. A que les cayera algo encima, una moneda, un salivazo, una caja de fósforos.
Eran frecuentes los cortes de luz, y corrió el rumor de que los empleados de la central eléctrica habían desaparecido y nadie podía encontrarlos. Llegaron los suplentes y arreglaron todo, y ocuparon los puestos vacantes. Y después fueron apareciendo los titulares: uno detrás de una tecla, el otro bajo una con-sola, hasta que el equipo estuvo otra vez completo, pero en miniatura.
Lo peor de todo era que los achicamientos se producían sólo en las personas. No se achicaban ni los animales domésticos ni los del campo, ni siquiera un miserable insecto. Tampoco se sabía de ningún mueble que se hu-biera achicado, ni de ninguna máquina ni artefacto de los que se usan en las casas para cocinar, lavar o limpiar. Solamente los seres humanos. Y entonces, la pata de una mesa se convertía en un pesado obelisco, una cacerola con agua en un tanque sin salida, y la chimenea en un panteón. Y las cañerías, en un túnel sin retorno donde la misma Alicia habría perdido su flema.
Siempre cayendo, Lisandro notó que la pendiente se volvía suave. Había llegado a un tramo casi horizontal pero resbaladizo, y siguió deslizándose; sin embargo, antes de encontrarse con el recodo, donde empezaría otra caída, consiguió aferrarse a algo y frenar.
Era uno de esos grumos de sarro o de óxido contra los que había despotricado tantas veces. Movió los pies estirando las piernas, y encontró un apoyo. Por el momento estaba a salvo.
A las ocho y media Celeste comenzó a guardar las cosas del desayuno de Lisandro. De la caja de zapatos salieron unos zumbidos: uno grueso, como de abejorro, y otro más chillón, como de mosquito. Celeste se asomó para ver: el señor y la señora peleaban otra vez. Esperó un rato, con el repasador en la mano. Los zumbidos seguían. Impaciente, Celeste iba a retarlos cuando se acordó de que, si hablaba, ellos se asustarían tanto que quedarían como muertos todo el día, y eso no le gustaba. Con cuidado, metió la mano en la caja y sacó a uno entre él pulgar y el índice. Acercó otra caja y lo depositó allí. Por un rato estarían castigados.
A las nueve y diez sonó el timbre: el plomero. Las vibraciones recorrieron paredes y zócalos, zigzaguearon por el piso y atravesaron la casa con un temblor invisible. Lisandro las sintió en los dedos, al mismo tiempo que un sonido agudo y familiar le llegaba desde alguna caverna por encima de la cabeza.
Celeste corrió a abrir. Hubo apenas un saludo parco, y enseguida empezaron los movimientos. Lo primero, cortar el agua. Cómo no se le había ocurrido. Pero no tenía importancia, de todos modos la canilla no goteaba. De la valija del plomero salieron varias herramientas que fueron quedando desparramadas por el piso. Las manos expertas buscaron en los bolsillos del mameluco, y salieron con un rollo de alambre. Era fino y muy flexible; lo doblaron un poco en la punta y Celeste ató un lazo de hilo de coser que quedó colgando del extremo doblado. El aparejo estaba listo.
A esa hora, por lo general, Celeste lavaba una pila de ropa. La del señor y la señora ya no se amontonaba más; por el contrario, permanecía planchada y doblada en los estantes. Pero a Lisandro le gustaba cambiarse varias veces al día, y más ahora que hacía calor. La idea de organizar esa pesca en vez de planchar, le pareció refrescante.
Las voces lejanas del plomero y de Celeste le llegaban a Lisandro como un murmullo salvador. Aferrado a la saliente del caño, sumó algunas cifras al sueldo de la fiel Celeste y calculó la propina del plomero. Algo como un viento húmedo empujó desde arriba en bocanadas rítmicas que rebotaron contra las paredes de plomo. Enseguida, otro cosquilleo sobre la cabeza. Miró hacia arriba en el momento justo en que la punta doblada del alambre lo amenazaba como un ariete, el lazo de hilo casi rozándole los hombros.
A las nueve y veinte, Celeste decidió poner fin al castigo y juntó a los dos patrones en una sola caja.
Con delicadeza, el plomero soltó un milímetro más de alambre.
Celeste lo miró con ojos desorbitados:
—Me parece que picó.
Antes de empezar a recoger el alambre, el plomero hizo una sabia marca en el punto que coincidía con el borde del desagüe. Así sabría hasta dónde debía volver a introducirlo, en caso de no haber tenido éxito. Luego, con mucho cuidado, fue sacando el alambre centímetro a centímetro.
La cara de Celeste estaba roja. Al ver salir el lazo sin Lisandro, se torció en un gesto de disgusto.
A Lisandro le dolía el cuello de tanto mirar hacia arriba, y por la rabia de no haber alcanzado el lazo a tiempo. Cuando lo vio llegar de nuevo se puso tenso y esperó.
Celeste empezaba a impacientarse.
—El señor es testarudo; cuando no quiere salir, no quiere salir.
—Shhh —dijo el plomero. Y volvió a recoger el alambre.
A las nueve y media en punto, entre hurras y aplausos, Lisandro salió de la cañería.
En menos de tres segundos recorrió la distancia entre el baño y la cocina, sentado en la palma de la mano de Celeste. Lo mareó, más que el vértigo, un fuerte olor a lavandina que parecía formar parte de aquella piel áspera en la que viajaba.
A las nueve y treinta y cinco, el plomero terminó de guardar sus herramientas y se fue.
Con gran satisfacción, Celeste puso a Lisandro en la caja y se quedó mirando. Fue emocionante ver cómo se abrazaban los tres, y tratar de distinguir entre las voces cuáles eran llantos y cuáles eran risas. Celeste pensó que tendría que conseguir tela y coser ropita. BUScaría colores alegres, para distinguirlos aun desde lejos. Y también podría hacerles sombreritos, y adornarlos con plumas o lentejuelas.
Abrió la heladera y sacó una botella de vino de cuello fino y largo. Se sirvió un vaso, buscó la tapa del frasco, la lavó y volcó vino en ella; luego la puso en el fondo de la caja.
—¡Salud! —dijo, y bebió un gran trago.
La casa de muñecas estaba completa.
Fin