ERASMO, EDUCADOR DEL MUNDO
Publicado en
septiembre 02, 2015
"Erasmo de Rotterdam", por Hans Holbein. Cortesía: Museo del Louvre. (Giraudon)
En la agitada época en que le tocó vivir, bajo el signo de la Reforma, Erasmo bebió en las fuentes de la sabiduría antigua. En medio de nuestro tumultuoso existir contemporáneo, su nombre, su ejemplo y su obra pueden servirnos de faro y de guía.
Por Ernest Hauser.
ENTRE los arquitectos de nuestra cultura pudieran contarse con los dedos de una sola mano los que hayan contribuido más poderosa y eficazmente que Erasmo a su grandeza y perennidad. El famoso humanista, quien hace 450 años era en Europa el árbitro reconocido en materia de fe y de moral, tiene mucho que enseñar todavía a nuestro propio y desorientado siglo. Su apasionada defensa de la libertad humana, su tolerancia, su invencible aversión a los prejuicios y, sobre todo, la tarea, en que consumió la mayor parte de su vida, de descubrir otra vez a los cristianos las primitivas, incontaminadas fuentes de su fe, dan a la figura de Desiderius Erasmus Rotterdamus, Erasmo de Rotterdam, relieve universal e imperecedero.
Sus aportes al acervo de la erudición son incalculables. Su producción, que recorre toda la vasta gama del humano saber, desde una vehemente condenación de la guerra hasta un riquísimo repertorio de doctas glosas a los Padres de la Iglesia, ocupa siete gruesos volúmenes impresos con letra menuda. Conocedor insuperado de las edades clásicas, sacó a luz olvidados tesoros de saber y los legó, a veces en forma compendiosa, a las futuras generaciones. Fue así como consiguió infundir en el espíritu de Occidente una profunda admiración por las glorias inmortales del pasado, y un sentido de continuidad que hasta hoy informa toda nuestra civilización.
En este gran educador universal había, sin embargo, una vena de ligereza y gracia alada. El Elogio de la locura es la obra más gustada de Erasmo. Forjó como juguete literario, para recreo de su mente, este librito encantador que ridiculiza en tono agridulce el fatuo engolamiento de aquellos a quienes el cargo o el estado hinchan y engríen. El Elogio se vendió como pan bendito.
Erasmo, hijo sacrílego de un erudito sacerdote llamado Gerardo y la hija de un médico rural, nació en Rotterdam el año 1469. En su primera juventud entró en un convento de agustinos. en Steyn (Holanda); pero su inquietud interior no se avenía a aquel recinto claustral. Su condición de holandés hubiera reducido su renombre a estrechos límites geográficos, si no hubiese sido por su perfecto dominio del latín, que era entonces la lengua de la Europa culta. Rebasando, en alas de su genio, las fronteras de su patria, se juzgó siempre un ciudadano del mundo.
Obtuvo la dispensa para salir del convento y fue a dar a París, hormigueante meta de eruditos. El aire de la universidad parisiense estaba lleno de promesas. La imprenta, inventada por Juan Gutenberg, había producido una incontenible expansión de la cultura y un renacimiento de las disciplinas clásicas, llamado Humanismo, que empezaba a invadir ya las universidades del norte de Europa. En París, el adolescente de cabellos casi blancos de tan rubios asistía, como hechizado, a las cátedras de célebres maestros. Se sostenía dando clases particulares. No tardó en publicar varias doctas monografías que le abrieron las puertas de la minoría selecta.
Viñeta de Holbein al margen de "Elogio de la locura", 1517.
Esbelto y delicado, Erasmo se veía a menudo afectado por catarros y otros padecimientos menores. Hubiérase dicho que todo su vigor se había concentrado en el cerebro. Sus retratos, pintados por Durero y Holbein, nos lo presentan con el sello del estudio constante y profundo en el descarnado rostro, cuyo rasgo principal era una nariz larga, recta y afilada. Gruesos párpados daban sombra a sus ojos azules. Se le representa de ordinario enfundado en largo y holgado ropón. Y, sin embargo, de esas efigies emana un encanto sutil que da al pálido y ascético pensador todo el aspecto y el atractivo de un cordial y generoso ser humano.
Frisaba en la treintena cuando uno de sus discípulos ingleses lo invitó a ir a Inglaterra. El aire de fácil y general libertad que se respiraba allí bajo la dinastía de los Tudor embelesó al joven de Rotterdam. Asimismo, el ingenio centelleante de Erasmo, la amplitud y solidez de su ilustración y sus ideas nada ortodoxas le granjearon todas las simpatías. Dos años consecutivos profesó cursos en Cambridge. En el círculo de sus amigos figuraban Tomás Moro y Guillermo Warham, arzobispo de Canterbury.
El alto grado de cultura clásica que Erasmo halló en Inglaterra lo movió a ampliar la propia estudiando el griego antiguo, sólo conocido entonces por un corto grupo de eruditos excepcionales. Y dio principio en aquellas fechas a una verdadera cacería de textos que habría de ocupar buena parte de su vida. Erasmo exploró con insaciable avidez los desvanes y trasteras de ruinosos monasterios, en los cuales pudo hacerse de toda una balumba de manuscritos empolvados y apolillados que llevaban allí siglos de ignorada existencia, y se pasó largas y pacientes horas inclinado sobre amarillentos pergaminos mohosos que encerraban verdaderos tesoros griegos y latinos inéditos. Para una de sus obras entresacó sentencias y dichos notables de autores antiguos. E ilustró esos pasajes con amenos comentarios y aclaraciones que dan al lector peregrinas noticias acerca de la vida, las comidas, las herramientas y las particularidades del culto en Grecia y en Roma. El libro intitulado Adagia ("Proverbios") constituye una verdadera enciclopedia del pensamiento humanista y es una mina inagotable de citas y referencias. Muchos de sus granitos de oro: "A caballo regalado no hay que mirarle el diente", "Al pan, pan; y al vino, vino" y otros por el estilo saltan a cada paso en nuestra conversación.
Erasmo, cuyos únicos ingresos provenían de una módica pensión que le había gestionado el arzobispo de Canterbury, dedicó la mayor parte de sus nuevos libros a jefes de Estado que le correspondían con sumas de dinero. Mas, aunque vivía en constantes apreturas, se negó siempre obstinadamente a hipotecar su libertad para asegurarse la pitanza.
Su pluma, afilada y penetrante como un estilete, inspiraba temor. Sostenía violentas polémicas con cuantos sabios se atreviesen a discrepar de su parecer. A veces, para castigar a un adversario, lo caricaturizaba haciendo de él un personaje risible, pero fácil de reconocer, en sus Coloquios, que se multiplicaban con extraordinaria rapidez y que constituyen una colección de animados pasillos destinados a tratar con chispeante gracejo las cuestiones palpitantes de su época. Mas, entre amigos era un excelente camarada y se complacía en contar regocijadas historietas. Se perecía por un trago de Borgoña y le gustaban los buenos platos; aunque abominaba del pescado prescrito por la Iglesia para los días de vigilia. Bien entrado ya en la cuarentena, y mediante dispensa papal, dejó de vestir el hábito de su orden, aun cuando, a todos los demás efectos, conservó su condición de sacerdote.
Facsímil de la escritura de Erasmo, 1489.
Porque Erasmo era, ante todo y sobre todo, cristiano. En grandes pensadores, tales como Platón y Cicerón, encontró anticipos y precedentes de muchas ideas que forman el acervo ético del cristianismo. Según él, la fusión de las dos grandes corrientes de la cultura occidental, la clásica y la del Evangelio, debía ser la tarea esencial de los sabios cristianos. "Me he quemado las pestañas muchas noches", escribió cierta vez, "estudiando los escritos de griegos y latinos. No lo hice por amor de la ociosa fama, ni por la puerilidad de un mero y fútil recreo intelectual, sino para adornar el templo de Dios con el esplendor de esos magníficos tesoros".
Como cristiano y como sabio, Erasmo se daba clara cuenta de que muchos de los usos y prácticas de la Iglesia se apartaban notoriamente de la sencillez y la pureza de la fe de los Apóstoles. Era imperativa una reforma. Y, a su modo de ver y de sentir como humanista, se debía comenzar por una revisión escrupulosa de los textos sagrados. Sólo se disponía entonces de una versión de la Biblia, la conocida por Vulgata, plagada de errores y de pasajes oscuros. Erasmo acometió la ingente tarea de hacer el texto griego original accesible a los teólogos y dio a la estampa el primer texto griego impreso de la Biblia. Y, por vez primera, pudo el mundo conocer el Nuevo Testamento tal y como los evangelistas lo habían redactado.
Uno de sus lectores más asiduos y atentos lo fue su contemporáneo Martín Lutero, que, cinco años después, había de basar principalmente su traducción alemana del Nuevo Testamento en el texto de Erasmo. La Reforma seguía su acelerada marcha, y Lutero observaba con creciente interés los trabajos de Erasmo. Cuanto más leía sus obras, mayor era su esperanza de atraerlo al campo rebelde.
Erasmo y Lutero no llegaron a conocerse personalmente. Por temperamento, el delicado y sensible Erasmo y el exuberante Lutero vivían en dos mundos opuestos. No obstante, desde su torre de marfil, censuraba Erasmo los abusos de la Iglesia con tanto vigor como el reformador de Wittenberg. "En realidad", confesó Erasmo, "yo enseño lo mismo que enseña Lutero; pero sin violencia". Cuando Lutero escribió a Erasmo una carta instándolo a apoyar a su "hermanito en Cristo", Erasmo se negó a adquirir compromiso de ninguna especie. La reforma, en su opinión, se debía hacer dentro de la Iglesia. "Permanezco neutral", contestó a Lutero, "para concentrar mis fuerzas y mi tiempo en el nuevo florecimiento de la cultura".
Pero los intelectuales del norte de Europa no podían seguir nadando entre dos aguas mucho tiempo más. En la Universidad Católica de Lovaina, en Bélgica, donde Erasmo estableció su cuartel general durante varios años, muchos lo motejaron de hereje. El rey Enrique VIII de Inglaterra, el papa Adriano VI (su paisano y antiguo amigo) lo apremiaron a definirse con toda claridad y a repudiar francamente la doctrina y los procedimientos de Lutero. Después de larga y concienzuda lucha interior consigo mismo, Erasmo acabó echando todo el peso de su prestigio en la balanza. Su famoso opúsculo Del libre albedrío acerca de la tan debatida cuestión de la predestinación, atacaba a la Reforma en el único terreno que le era familiar: el de la razón. Oponiéndose a la tesis capital de Lutero, la salvación mediante la fe, argüía que, sin la libertad de escoger entre el bien y el mal, el castigo o la recompensa de Dios carecerían de sentido. Lutero contestó con un contraataque fulminante: Del albedrío no libre, y, en privado, no ocultó su resentimiento por ver a Erasmo en el campo papista. Y, por curiosa ironía, no faltaron católicos de nota que calificaron a Erasmo de luterano embozado. Fueron condenados varios de sus libros y se susurraba que "Erasmo ha puesto el huevo y Lutero lo empolla".
Estudio de Erasmo en Anderlecht, cerca de Bruselas.
Erasmo se trasladó a Basilea, ciudadela del saber clásico, para colaborar con su íntimo amigo, el editor Juan Froben. Y pasó allí ocho años en paz y tranquilidad, entregado a la ocupación que más le gustaba: la de publicar libros antiguos y trabajar en el taller de imprenta. Hombre de universal reputación, recibía cartas y visitas de príncipes, altos dignatarios de la Iglesia, diplomáticos y colegas eruditos. Pero no pudo sustraerse a los embates furiosos de la marea que iba cubriendo poco a poco a Europa. Basilea se convirtió en ardiente foco de protestantismo, y Erasmo creyó prudente salir de allí. En Friburgo, en la linde de la Selva Negra, feudo del emperador Carlos V, se sintió lo bastante seguro para comprar la única casa que poseyó en su agitada vida. Continuó escribiendo y preparando nuevas ediciones, asistido por un grupito de avanzados auxiliares. Por último, flagelado por los achaques de una prematura senilidad, regresó a Basilea, donde el hijo de Juan Froben le había ofrecido en su propia casa un cómodo despacho.
Hasta sus postreros momentos mantuvo con irreductible firmeza su independencia. En el grave conflicto que había dividido a la Iglesia en dos bandos irreconciliables, ambas facciones lo respetaron y admiraron como a esclarecido varón cuya voz se alzaba por encima del fragor de la lucha.
Erasmo de Rotterdam murió como seglar en julio de 1536 en paz con su propio Dios, fiel a sí mismo hasta el último suspiro.