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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 152. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 153. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 154. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 155. Scary Forest - 2:41
  • 156. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 157. Slut - 0:48
  • 158. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 159. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 160. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 161. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:28
  • 162. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 163. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 164. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 165. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 166. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 167. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 168. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 169. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:40
  • 170. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 171. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:18
  • 172. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 174. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 175. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 176. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 178. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 179. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 221. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 222. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 223. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 224. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 225. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 228. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 229. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 234. Noche De Paz - 3:40
  • 235. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 236. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 237. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 240. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 242. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 243. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 244. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
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    Header

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    H

    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
    ● Activar Slide 3
    ● Desactivar Slide
    ● Desplazamiento Automático
    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


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    IMAGEN PERSONAL



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    Elige la sección de la página a cambiar imagen del fondo:

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    LA ISLA DE LOS MUERTOS (Roger Zelazny)

    Publicado en enero 20, 2010
    A Banks Mebane

    I

    La vida es una cosa —si me permiten una breve disgresión filosófica antes de que entre en materia— que me recuerda un poco las playas de la bahía de Tokio.
    Hace ahora siglos que no he visto esa bahía y esas playas, así que puede que esté algo equivocado. Pero me han dicho que nada ha cambiado mucho, excepto los preservativos, de la forma en que la recuerdo.
    Recuerdo una inmensa extensión de agua sucia, quizá más brillante y más limpia si se la mira desde lejos, pero hedionda, sucia y fría cuando se la ve de cerca, como el Tiempo cuando arrastra los objetos y los corroe y se los lleva. La bahía de Tokio, en un día dado, es capaz de vomitar cualquier cosa. Mencionen ustedes algo, y tarde o temprano lo arrojará: un cadáver de hombre, una concha que quizá sea de alabastro, rosada y rechoncha, con una espiral hacia la izquierda, ascendiendo inevitablemente hacia la punta de un cuerno tan inocente como el del unicornio, una botella con o sin mensaje que uno podrá o no descifrar, un feto humano, un pedazo de madera muy pulida con el agujero de un clavo —quizá un fragmento de la Verdadera Cruz, quien sabe—, y guijarros blancos y guijarros negros, peces, gallos desventrados, metros de cable, coral, algas, y esas perlas blancas que antes eran ojos. Cosas así. Uno deja esas cosas a un lado, y al cabo de un tiempo la bahía vuelve a llevárselas. Así es como opera.
    Oh, sí, antes estaba también repleta de preservativos, fláccidos y casi transparentes testimonios del instinto de perpetuar la especie pero no esta noche, y a veces pintados con dibujos y frases mordaces, y otras veces con una pluma en su extremo. He oído decir que casi han desaparecido, al igual que el Edsel, la clepsidra y el abotonador, reventados, pinchados por la segura píldora, que además aumenta el volumen de los senos, por lo que ¿quién se queja? A veces, cuando paseaba por la playa en la mañana castigada por el sol, haciendo que la fría brisa me ayudara a recobrarme de los efectos del descanso y la recuperación tras una pequeña y limpia contienda en Asia, donde había perdido a un hermano pequeño, a veces oía los gritos de los pájaros cuando no había ningún pájaro a la vista. Aquello añadía el elemento de misterio que hacía inevitable la comparación: la vida es una cosa que me recuerda un poco las playas de la bahía de Tokio. Todo llega. Cosas únicas y extrañas están llegando a cada momento, arrastradas por las olas. Yo soy una de ellas, y usted es otra. Pasamos un cierto tiempo sobre la playa, quizá el uno al lado del otro, y luego ese elemento burbujeante, fétido, helado, nos remueve con los líquidos dedos de una mano delicuescente, y algunas de las cosas se alejan de nuevo. Los misteriosos gritos de los pájaros con la ilimitabilidad de la condición humana. ¿Las voces de los dioses? Quizá. Finalmente, para clavar en la pared las cuatro esquinas de la comparación antes de abandonar la habitación, hay dos cosas que han originado que la ponga allí en primer lugar: a veces, supongo, las cosas que son arrastradas de nuevo pueden, por la acción de alguna caprichosa corriente, regresar a la playa. Nunca antes he visto que ocurriera, pero quizá no haya esperado el tiempo suficiente. Además, y usted ya lo sabe, alguien puede acudir allí y tomar alguna cosa y llevársela lejos de la bahía. Cuando supe que la primera de esas dos cosas podía haber ocurrido realmente, lo primero que hice fue vomitar. Llevaba tres días bebiendo y aspirando los vapores de una planta exótica. Lo siguiente fue expulsar a todos los huéspedes de mi casa. El recibir un shock es un excelente medio de recobrar la sobriedad, y además ya sabía que la segunda de las dos cosas era posible —el tomar y llevarse una cosa de la bahía—, porque era algo que me había ocurrido a mí, aunque nunca llegué a imaginar que la primera pudiera convertirse en realidad. Así que tomé una píldora que garantizaba hacer de mí un hombre completo en tres horas, proseguí con un sauna, y luego me tendí en la enorme cama mientras los sirvientes, mecánicos y de los otros, se ocupaban de asearme. Luego empecé a temblar de pies a cabeza. Tenía miedo.
    Soy un cobarde.
    Ahora hay montones de cosas que me asustan, y son todas esas cosas sobre las que poseo muy poco control o ninguno, como el Gran Árbol.
    Me apoyé sobre un codo y tomé el sobre de la mesilla de noche, y contemplé su contenido una vez más.
    No podía haber ningún error, especialmente cuando algo como aquello había sido dirigido directamente a mí.
    Había aceptado la entrega especial, había metido el sobre en un bolsillo, y lo había abierto a mi comodidad.
    Entonces vi que era el sexto, y me sentí enfermo, e hice que todos se fueran y me dejaran solo.
    Era una foto tri-di de Kathy, toda ella vestida de blanco, y la fecha indicaba que había sido revelada hacía tan solo un mes.
    Kathy había sido mi primera mujer, quizá la única mujer a la que haya amado, y hacía más de quinientos años que había muerto. Explicaré más tarde ese último extremo.
    Estudié atentamente la foto. Era la sexta que había recibido en los últimos meses. Todas de gente distinta, todas de gente ya muerta. Desde hacía siglos.
    Tras ella había rocas y un cielo azul, y eso era todo.
    La foto podía haber sido tomada en cualquier lugar donde hubiera rocas y un cielo azul. También podía estar fácilmente trucada, ya que hoy en día se encuentra gente capaz de trucar casi cualquier cosa.
    ¿Pero quién podía haber a mi alrededor lo suficientemente informado como para enviármela, y para qué? No había ninguna nota, tan solo aquella foto, al igual que todas las demás... mis amigos, mis enemigos.
    Y todo aquello me hacía pensar en las playas de la bahía de Tokio, y quizá también en el Libro de las Revelaciones.
    Me cubrí con una manta y permanecí allí, tendido en el crepúsculo artificial que había provocado en pleno mediodía. Me había sentido confortable, tan confortable, durante todos aquellos años. Y ahora alguien estaba hurgando en aquella herida que yo había creído curada, cicatrizada y olvidada, y la había abierto de nuevo, y sangraba.
    Si tan solo tuviera la suerte de aferrar con mi temblorosa mano un jirón de verdad...
    Dejé todo aquello a un lado. Tras un cierto tiempo me dormí, e ignoro qué cosa surgió de mi sueño y se paseó por la habitación hasta dejarme cubierto de sudor. Creo que es mejor haberlo olvidado.
    Tras despertar me duché, me puse ropas limpias, comí rápidamente y me dirigí a mi estudio con un termo de café. Lo había llamado despacho cuando trabajaba, pero hacía treinta y cinco años que había perdido la costumbre. Busqué entre la correspondencia separada y preclasificada del último mes, y encontré lo que andaba buscando, entre las peticiones de dinero por parte de dudosas beneficencias y otras peticiones de dinero por parte de individuos no menos dudosos que amenazaban con bombas en caso de rechazo, cuatro invitaciones a conferencias, una proposición de trabajo que en otro tiempo me hubiera parecido interesante, un montón de periódicos, una carta de un muy lejano descendiente de la familia de mi tercera mujer sugiriendo una entrevista y anunciando que vendría a verme, tres solicitudes de artistas en búsqueda de un mecenas, treinta y una citaciones de que habían sido iniciados procesos contra mí y cartas de varios de mis abogados informándome de que treinta y una acciones legales contra mí habían sido sobreseídas.
    La primera de las cartas importantes era de Marling de Megapei. Decía en síntesis:

    «Hijo de la Tierra, te saludo por los veintisiete Nombres que aún quedan, haciendo votos para que hayas arrojado más joyas en la oscuridad y las hayas hecho brillar con los colores de la vida.
    »Temo que el tiempo de vida que le queda a este muy antiguo y gris oscuro cuerpo que tengo el privilegio de llevar toque a su fin a principios del próximo año. Hace ya mucho tiempo que estos amarillos y desfallecientes ojos míos vieron por última ver a mi hijo extranjero. Quiera la suerte que antes del término de la quinta estación venga a mí, ya que entonces todas mis preocupaciones estarán conmigo, y su mano sobre mi hombro aligerará su pesada carga. Mis respetos».

    La siguiente misiva provenía de la Compañía Minera y Transformadora del Pozo Profundo, que todo el mundo sabe es una fachada del Departamento Central de Inteligencia de la Tierra, preguntándome si estaría interesado en la compra de algún equipo minero usado-pero-en buenas-condiciones situado en algunos lugares que hacían que el coste del transporte fuera prohibitivo a sus actuales propietarios.
    Lo cual, utilizando el código que me había sido facilitado bastantes años antes, cuando había estado trabajando bajo contrato para el gobierno federal de la Tierra, quería decir en realidad, sin jergas oficiales y en pocas palabras:

    «¿Qué ocurre? ¿No es usted leal con su planeta de origen? Llevamos casi veinte años pidiéndole que venga a la Tierra y consulte con nosotros acerca de un asunto vital para la seguridad del planeta. Usted ha ignorado insistentemente esas peticiones. Esta es una petición urgente, y exige su inmediata cooperación en un asunto de la mayor importancia. Estamos seguros de que etc. etc. etc.»

    La tercera decía, en inglés:

    «No quiero parecer como si quisiera abusar de algo que hace ya mucho tiempo que terminó, pero estoy en serios problemas, y tú eres la única persona en quien puedo pensar que es capaz de ayudarme. Si crees que es posible que lo hagas en un próximo futuro, por favor acude a verme en Aldebaran V. Sigo en la misma antigua dirección, aunque el lugar haya cambiado un tanto. Sinceramente, Ruth».

    Tres llamadas a la humanidad de Francis Sandow. ¿Cuál, si lo era alguna de ellas, tenía algo que ver con las fotos en mi bolsillo?
    La orgía que había interrumpido festejaba una partida. Todos mis huéspedes partían hacia sus destinos fuera de mi mundo. Y festejando esta partida, había creído saber también hacia qué destino iba a partir yo. Pero la llegada de la foto de Kathy me obligaba a pensar.
    Las tres partes involucradas en la correspondencia sabían quién había sido Kathy. Ruth podía haber tenido acceso en alguna ocasión a una foto de ella, partiendo de la cual podía haber trabajado cualquier persona con talento. Marling podía haberlo creado todo por sí mismo. La Inteligencia Central podía haber rastreado viejos documentos y trabajar sobre ellos en sus laboratorios. O podía no ser ninguno de ellos. Era extraño que no hubiera ningún mensaje acompañando las fotos, si realmente alguien deseaba algo de mí.
    Tenía que hacerle honor a la petición de Marling, o nunca más sería capaz de vivir conmigo mismo. Debía ponerlo en primer lugar en mi agenda, pero por ahora... tenía tiempo hasta la quinta estación en el hemisferio norte de Megapei, lo cual equivalía a más de un año. Así que podía dar otros pasos mientras tanto.
    ¿Cuáles?
    La Inteligencia Central no poseía ningún derecho real sobre mis servicios, y la Tierra ya no me tenía bajo su dependencia. Estaba de acuerdo en ayudar a la Tierra si podía, pero la urgencia no debía ser tan terriblemente vital cuando llevaban importunándome durante veinte años. Después de todo, el planeta seguía existiendo aún y, de acuerdo con las últimas informaciones de primera mano que poseía al respecto, seguía funcionando tan normal y tan mediocremente como siempre. Y por otro lado, si realmente era tan importante para ellos como dejaban entrever en todas sus cartas, podían haber venido a buscarme. Pero Ruth...
    Ruth era otro asunto. Habíamos vivido juntos durante casi un año antes de que nos diéramos cuenta de que nos estábamos haciendo trizas el uno al otro y de que las cosas no podían continuar así. Nos separamos como amigos, y seguíamos siendo amigos. Todavía significaba algo para mí. Me sorprendía que aún viviera después de tanto tiempo. Pero si necesitaba mi ayuda, la tendría.
    Así pues, quedaba decidido. Iría primero a ver a Ruth, rápidamente, e intentaría sacarla de donde estuviera metida. Luego iría a Megapei. Y en algún lugar a lo largo del camino, quizá encontrara algo que me iluminara acerca de quién, qué, cuándo, cómo y por qué me habían enviado aquellas fotos. Si no, entonces iría a la Tierra y tantearía a la Inteligencia. Quizá pudiera llegar con ellos a un trato de favor contra favor.
    Bebí el café y fumé un cigarrillo. Luego, por primera vez en casi cinco años, llamé a mi astropuerto y ordené que prepararan la Modelo T, mi nave lanzadera, para un viaje largo. Aquello llevaría el resto del día, buena parte de la noche, e imaginé que estaría lista aproximadamente al amanecer.
    Entonces llamé a mi Secretario y Archivo automático para saber quién era actualmente el titular de la T. El S.& A. me respondió que se trataba de Lawrence J. Conner de Lochear —J. de John, por supuesto—. Así que pedí los papeles de identificación necesarios, y llegaron por el tubo y cayeron en el cesto receptor en unos quince segundos. Estudié la descripción de Conner, luego llamé a mi peluquero sobre ruedas para que convirtiera mis cabellos marrón oscuro en rubios, aclarara mi bronceado, me salpicara algunas pecas, oscureciera mis ojos y me aplicara nuevas huellas dactilares.
    Poseo todo un abanico de personajes ficticios, con antecedentes completos y verificables que llegan hasta sus orígenes, gente que se ha ido comprando la T de unos a otros a lo largo de los años y que seguirán haciéndolo en el futuro. Todos ellos miden un metro ochenta y pesan aproximadamente setenta y cinco kilos. Son personajes que soy capaz de encarnar con tan solo un poco de cosméticos y memorizar unos cuantos datos. Cuando viajo, no me gusta la idea de hacerlo en una nave registrada al nombre de Francis Sandow de Tierralibre o, como algunos lo designan, el Mundo de Sandow. Es uno de los inconvenientes, y hay que acostumbrarse a vivir con él, de ser uno de los cien hombres más ricos de la galaxia (creo que soy el 87°, según las últimas estadísticas, pero podría ser el 88° o el 86o): siempre hay alguien que desea algo de tí, y todas las veces es sangre o dinero, y no estoy dispuesto a dar ninguna de las dos cosas gratuitamente. Soy perezoso y me asusto fácilmente, y es por eso por lo que me agarro a lo que tengo. Si poseyera algún sentido de la competición, supongo que me deslomaría intentando ser el 87°, el 86° o el 85°. Pero no me importa. Nunca me ha importado mucho realmente, excepto quizá un poco al principio, y la novedad pasó rápidamente. Cuando uno ha alcanzado su primer millar de millones empieza a considerar todas las cantidades superiores como algo metafísico. Durante un tiempo pensé en todas las cosas inmorales que probablemente debía estar financiando sin saberlo. Luego elaboré mi filosofía del Gran Árbol, y decidí que nada tenía importancia.
    Hay un Gran Árbol tan antiguo como la sociedad humana, puesto que de hecho esto es lo que es, y la suma total de sus hojas unidas a todas sus ramas y ramitas representa la suma de todo el dinero que existe. Hay nombres escritos en esas hojas, y algunas caen y algunas otras brotan y crecen, de tal modo que tras unas pocas estaciones todos los nombres han cambiado. Pero el Árbol sigue siendo siempre el mismo: más grande, sí, y cumpliendo con las mismas funciones vitales de siempre, en la misma forma de siempre. Hubo un tiempo en el que intenté podar todas las ramas podridas que podía descubrir en el Árbol. Lo hice hasta que me di cuenta de que mientras cortaba una en un lugar crecía otra en un lugar distinto, y que yo debía dormir de tanto en tanto. Infiernos, uno ni siquiera puede regalar honorablemente su dinero en estos días; y el Árbol es demasiado grande para dominar su crecimiento como hace un bonsai con los arbustos de su jardín. Así que lo mejor es dejarlo crecer a su aire, con mi nombre en todas esas hojas, algunas de ellas secas y marchitas y otras rutilantemente verdes, e intento animarme a mí mismo saltando de una a otra de esas ramas, llevando un nombre que no puedo ver escrito en ningún lado a mi alrededor. Y ya basta con el Gran Árbol. La historia de cómo he llegado a poseer tanto verdor podría producir otra metáfora tan divertida, más elaborada y menos botánica que esa. Si lo hago, lo dejaré para más tarde.
    Di a mi S.& A. instrucciones relativas al personal sobre lo que debían y lo que no debían hacer durante mi ausencia. Tras varias vueltas atrás y varios recordatorios, quedé bastante convencido de que lo había previsto todo. Revisé mis últimas voluntades y mi testamento, sin ver nada que deseara cambiar. Metí algunos papeles en cajas autodestructivas, y dejé órdenes de que fueran activadas si ocurría esto o aquello. Alerté a uno de mis representantes en Aldebaran V, poniendo en su conocimiento que si un hombre llamado Lawrence J. —por John— Conner pasaba por allí y necesitaba algo, debía atenderle, y le envié una instrucción codificada para el caso de que tuviera que identificarme como mi yo real. Luego me di cuenta de que habían transcurrido ya casi cuatro horas, y que tenía hambre.
    —¿Cuánto falta para el anochecer, redondeándolo al minuto? —le pregunté a mi S.& A.
    —Cuarenta y tres minutos —respondió la neutra voz a través del altavoz oculto.
    —Cenaré en la Terraza Oriental dentro de exactamente treinta y tres minutos —dije, consultando mi cronómetro—. Quiero langosta con patatas fritas al estilo francés y col rayada, un bol de panecillos surtidos, media botella de nuestro propio champán, una jarra de café, un sorbete de limón, el más viejo coñac de la bodega y dos cigarros. Pregúntale a Martin Bremen si me hará el honor de servirlo él.
    —Sí —dijo mi S.& A.—. ¿No quiere ensalada?
    —No quiero ensalada.
    Luego regresé a mis habitaciones, metí unas pocas cosas en la maleta, y me cambié. Activé la conexión de mi S.& A. en mis habitaciones y, sintiendo una crispación en el estómago y un estremecimiento en la nuca, di la orden que ya no podía retrasar por más tiempo:
    —En exactamente dos horas y once minutos —dije, consultando mi cronómetro—, llama a Lisa y pregúntale se quiere venir a tomar algo conmigo en la Terraza Oriental... en media hora. Luego prepara para ella dos cheques, cada uno por un importe de cincuenta mil dólares. Prepara también para ella una copia de la Referencia A. Envíalo todo a esta estación receptora, por separado en sobres abiertos.
    —Sí —me llegó la respuesta, y mientras me estaba ajustando el cierre de las mangas los sobres surgieron del tubo y cayeron en la cesta sobre mi cómoda.
    Comprobé el contenido de los tres sobres, los cerré, los metí en un bolsillo interior de mi chaqueta, y me dirigí al corredor que conducía a la Terraza Oriental.
    Afuera, el sol, ahora un ambarino gigante, estaba velado por un jirón de vapor que se disipó un minuto más tarde. Racimos de nubes mostraban sus colores dorados, amarillos y ligeramente rosáceos, mientras el sol descendía por su inflexible ruta azul entre Urim y Thumim, los dos picos gemelos que yo había instalado allí para encajarlo a cada puesta. Su ensangrentado arco iris bañaría sus brumosas laderas durante los últimos minutos.
    Me senté a la mesa bajo el olmo. El proyector del campo de fuerza entró en acción al detectar el peso de mi cuerpo sobre la silla, rechazando hojas, insectos, cagadas de pájaros y polvo que eventualmente pudieran caer sobre mí. Tras unos pocos minutos, Martín Bremen se acercó, empujando ante él un carrito cubierto.
    —Fuenas tarrdes, señorr.
    —Buenas tardes, Martin. ¿Van bien las cosas para tí?
    —Much fien, señorr Sandow. ¿Y parra usted?
    —Voy a irme —dije.
    —¿Ah?
    Acercó el carrito hacia mí, retiró la tapadera, y empezó a servirme la comida.
    —Sí —dije—. Quizá por algún tiempo. —Caté mi champán, y asentí aprobadoramente—. Así que quiero aprovechar la ocasión para decirte algo que probablemente ya sabes. Preparas las comidas más sabrosas que haya probado nunca...
    —Crrasias, señorr Sandow —su rostro naturalmente rubicundo se empurpuró aún más, y las caídas comisuras de su boca se enderezaron en una línea mientras bajaba sus oscuros ojos—. Me ha custado mucho nuestrra associasión.
    —Entonces, si deseas tomarte un año de vacaciones... a sueldo completo y con todos los gastos pagados, por supuesto, más un fondo adicional para permitirte comprar todas las recetas que estés interesado en ensayar... Llamaré a la Oficina de Tesorería antes de irme, y lo arreglaré.
    —¿Cuándo se pa, señorr?
    —Mañana a primera hora.
    —Cha veo, seflorr. Si. Crrasias. Me sentirré muy felis.
    —...lo que te permitirá, supongo, poner también a punto algunas recetas de tu invención particular.
    —Lo pocurrarré, señorr.
    —Debe ser algo divertido, el preparrar comidas cuyo sabor uno nunca llegará a catar.
    —Oh, no, señorr —protestó—. Che que puedo fiarrme de los cattadorres, y a peses especulo aserrca del custo de algunas de sus comidas, perro solo como harria un químico que rrealmente nunca prrueba sus experrimentos, si comprrende usted lo que quierro desirr, señorr.
    Tenía el cesto de panecillos en una mano, la jarra de café en otra mano, el plato de col rayada en otra mano, y su otra mano permanecía apoyada en el asa del carrito. Era un rigeliano, cuyo nombre era algo así como Mmmrt'n Brrm'n. Había aprendido su inglés de un cocinero alemán, el cual lo había ayudado a elegir un equivalente en inglés para su Mmmrt'n Brrm'n. Un chef rigeliano, con uno o dos expertos degustadores de la raza a la cual sirve, prepara las mejores comidas de la galaxia. Y además lo hace de una forma desapasionada. A menudo habíamos sostenido el mismo tipo de discusión, y él sabía que lo estaba pinchando cuando hablaba así, intentando hacerle admitir que la comida humana era una mismísima mierda, basura, algo equivalente a los desechos industriales. Pero aparentemente existe una ética profesional entre ellos que no les permite reconocer ese tipo de cosas. Su respuesta habitual es volverse ceremonial hasta la náusea. En algunas ocasiones, sin embargo, cuando ha bebido un poco demasiado de jugo de limón, jugo de naranja o jugo de pomelo, ha llegado a admitir que cocinar para el homo sapiens está considerado como el más bajo nivel al que puede llegar un chef rigeliano. Entonces intento remontar su moral tanto como puedo, ya que me encantan todas sus comidas, y sé que es muy difícil encontrar chefs rigelianos, por mucho dinero que uno ofrezca por ellos.
    —Martin —dije—, si llega a ocurrirme algo durante este tiempo, me gustaría que supieras que he pensado en tí en mi testamento.
    —Cho... Cho no sé qué desirr, señorr.
    —Entonces no lo digas —levanté una mano—. Añadiré también que no tengo el menor deseo de que eches tus cuatro manos sobre mi parte de la herencia, así que tengo intención de regresar.
    Era una de las pocas personas a las que podía mencionarle impunemente esto. Llevaba treinta y dos años a mi servicio, y hacía tiempo que había superado el punto que le garantizaba una confortable pensión para el resto de su vida, pasara lo que pasase. Su única y desapasionada pasión era preparar comidas, y por alguna razón desconocida se había encariñado conmigo. Seguramente podría ejercer mejor su pasión si yo caía muerto a sus pies en los próximos cinco minutos, pero esto nunca lo hubiera empujado a envenenar mi col rayada con veneno de mariposa murtaniana.
    —¡Oh, contempla esta puesta de sol! —dije finalmente.
    Él la contempló durante uno o dos minutos, y luego dijo:
    —Realmente sape usted prreparrarrlas bien, señorr.
    —Gracias. Puedes dejar el coñac y los cigarros y retirarte. Me quedaré aquí un poco más.
    Los dejó sobre la mesa, se irguió sobre sus dos metros y medio de estatura, hizo una inclinación, y dijo:
    —Puena suerrte en su piaje, señorr, y puenas noches.
    —Duerme bien —respondí.
    —Crasias —y se alejó reptando en el crepúsculo.
    Cuando la fría brisa nocturna se deslizó hacia mí, las ranas empezaron a entonar en sus lejanas charcas una cantata de Bach, y mi luna naranja, Florida, apareció en el cielo por el mismo lugar por donde había desaparecido el sol. Las rosas vibrantes que se abrían a la caída de la noche empezaron a lanzar sus aromas en el aire índigo, las estrellas relucieron como confetti de aluminio, la vela en su candelabro de rubíes crepitaba sobre mi mesa, la langosta era cálida y mantecosa en mi boca, y el champán estaba frío como el corazón de un iceberg. Sentí una cierta tristeza, y el deseo de decir «Volveré» a aquel momento fugaz.
    Terminé la langosta, el champán, el sorbete, y encendí un cigarro antes de catar el coñac, lo cual, según dicen, es una práctica bárbara. Luego me llené una taza de café.
    Cuando hube terminado, me levanté y di un paseo alrededor de aquel gran y complejo edificio que constituye mi hogar. Luego regresa al bar de la Terraza Oriental y me senté allí con un coñac ante mí. Tras un cierto tiempo, encendí mi segundo cigarro. Entonces ella apareció en la arcada, adoptando automáticamente una pose de modelo para una marca de perfumes.
    Lisa llevaba un suave y sedoso vestido azul que velaba a su alrededor la luz de la terraza, formando como una especie de halo. Llevaba guantes blancos y un collar de diamantes; su cabello era rubio ceniza, los ángulos y curvas de sus labios rosa pálido dibujaban una especie de círculo, y mantenía la cabeza inclinada hacia un lado, con un ojo cerrado y el otro mirándome de reojo.
    —Un encuentro al claro de luna —dijo, y el círculo se rompió en una repentina y húmeda sonrisa, y yo había calculado el tiempo para que en aquel momento la segunda luna, toda ella puro blanco, surgiera por el oeste. La voz de Lisa me recordaba una grabación de un pasaje sostenido en do mayor. Ya no se graban en disco tales cosas, pero aunque nadie pueda recordarlas, yo sí puedo.
    —Hola —dije—. ¿Qué quieres beber?
    —Escocés con soda —dijo, como siempre—. ¡Una noche encantadora!
    Miré a sus ojos profundamente azules y sonreí.
    —Sí —dije, pulsando su petición y contemplando como la bebida era servida a los pocos segundos—, así es.
    —Has cambiado. Eres más rubio.
    —Sí.
    —Espero que no estés preparando algo.
    —Probablemente. —Le tendí su bebida—. ¿Cuanto tiempo hace? ¿Cinco meses?
    —Un poco más.
    —Tu contrato era para un año.
    —Exacto.
    Le tendí uno de los sobres.
    —Esto lo cancela —dije.
    —¿Qué quieres decir? —preguntó, con su sonrisa helándose, disminuyendo, borrándose.
    —Exactamente lo que he dicho.
    —¿Lo cual significa que estoy despedida?
    —Me temo que sí —dije—, y aquí tienes otra suma igual, para probarte que no es por lo que tu piensas —le entregué el segundo sobre.
    —¿Por qué es, entonces? —preguntó.
    —Debo irme lejos. No tiene sentido el que tu languidezcas aquí, esperándome. Mi ausencia podría ser larga.
    —Te esperaré.
    —No.
    —Entonces iré contigo.
    —¿Incluso si eso significa que deberás morir conmigo, si las cosas van mal?
    Esperaba que ella dijera sí. Pero tras tanto tiempo creo saber algo acerca de la gente. Es por eso por lo que había hecho preparar la Referencia A.
    —Es algo que hay que tener en cuenta —dije—. A veces uno tiene que correr ciertos riesgos.
    —¿Me darás una referencia? —dijo.
    —La tengo aquí.
    Dio un sorbo a su bebida.
    —De acuerdo —dijo.
    Se la entregué.
    —¿Me odias? —preguntó.
    —No.
    —¿Por qué no?
    —¿Y por qué sí?
    —Porque soy débil y tengo apego a mi vida.
    —Yo también, aunque no pueda garantizarla.
    —Es por eso por lo que acepto la referencia.
    —Es por eso por lo que la he preparado.
    —Crees saberlo todo, ¿verdad?
    —No.
    —¿Qué hacemos esta noche? —preguntó, terminando su bebida.
    —No puedo saberlo todo.
    —Bueno, yo sé una cosa. Siempre me has tratado bien.
    —Gracias.
    —Me hubiera gustado quedarme contigo.
    —Pero te doy miedo.
    —Sí.
    —¿Mucho?
    —Mucho.
    Terminé mi coñac, chupé mi cigarro, estudié a Florida y a Bola de Billar, mi luna blanca.
    —Esta noche —dijo, tomando mi mano—, al menos olvidarás odiarme.
    No había abierto los sobres. Dio un sorbo a su segunda bebida, y contempló también a Florida y a Bola de Billar.
    —¿Cuándo te vas?
    —Al rayar el alba.
    —Dios, eres poético.
    —No, soy tan solo lo que soy.
    —Eso es lo que dije.
    —No estoy muy seguro, pero de todos modos ha sido bueno conocerte.
    Ella terminó su bebida y dejó el vaso.
    —Empieza a hacer frío aquí fuera.
    —Sí.
    —Vamos dentro y déjame reparar mis errores.
    —Me gusta reparar errores.
    Dejé a un lado mi cigarro y nos levantamos, y ella me besó. Así que rodeé con mi brazo su esbelto y resplandeciente pecho aureolado de azul, y nos alejamos del bar en dirección a la arcada, a través de la arcada y más allá, al interior de la casa que íbamos a abandonar.
    Aquí déjeme interrumpir las cosas.

    Quizá las riquezas que he adquirido a lo largo de la senda que me ha conducido a ser quien soy sea una de las cosas que ha hecho de mí lo que soy, es decir, un tanto paranoico. No.
    Sería demasiado fácil.
    Podría justificar los escrúpulos que siento cada vez que abandono Tierralibre diciendo que ahí está su origen. Podría basarme en ello y justificar mi actitud diciendo que no existe realmente paranoia cuando hay realmente gente que quiere liquidarme. Y esta es una de las razones que aduzco para justificar el que viva solo en Tierralibre, y desafíe a cualquier hombre o gobierno a que venga a buscarme y me eche de aquí. Tendrán que matarme para conseguirlo, y para ello tendrán que destruir todo el planeta. E incluso entonces, creo que tengo un plan de escape que debería funcionar, aunque nunca lo he probado ni bajo condiciones simuladas.
    No, la auténtica razón de mis escrúpulos es el muy ordinario temor a la muerte y al no ser que todo hombre conoce, intensificado multitud de veces, pese al fugitivo destello de una luz que no sé explicar... Pero olvidemos esto. Tan solo existimos yo y quizá algunas pocas sequoias que podamos enorgullecemos de haber visto la luz en el siglo veinte y habérnoslas arreglado para seguir existiendo hasta ahora, el siglo treinta y dos. No poseyendo la pasividad del reino vegetal, he aprendido tras un cierto tiempo que, cuanto más larga es la existencia de uno, más fuertemente influenciado se siente por la idea de la mortalidad. Como corolario de todo esto, la supervivencia —que antes consideraba desde un punto de vista primario, en términos darwinianos, como un pasatiempo de las ramas inferiores de los animales— amenaza con convertirse en una preocupación. La jungla que hay que afrontar es mucho más sutil ahora que en los tiempos de mi juventud, con algo así como mil quinientos mundos habitados, cada uno de ellos con sus propias formas de matar a los seres humanos, formas fácilmente exportables cuando uno puede viajar entre los distintos mundos en fracciones de tiempo; diecisiete otras razas inteligentes, cuatro de las cuales las considero mucho más inteligentes que el hombre y siete u ocho casi tan estúpidas como él, cada una de ellas con sus formas peculiares de matar al hombre; multitud de máquinas para servirnos, numerosas y vulgares como el automóvil cuando yo era un muchacho, cada una de ellas con sus particulares formas de matar al hombre; nuevas enfermedades, nuevas armas, nuevos venenos y nuevos animales dañinos, nuevos objetos de aversión, codicia, lujuria y adicción, cada uno de ellos con sus formas características de matar al hombre; y muchos, muchos, muchos nuevos lugares donde morir. He visto y me he encontrado con montones de esas cosas, y a causa de lo poco habitual de mis ocupaciones, supongo que existen tan solo otras veintiséis personas en toda la galaxia que saben más que yo acerca de todo esto.
    Es por ello por lo que tengo miedo, aunque ahora no haya nadie apuntándome directamente, como lo tenía un par de semanas antes de que fuera enviado a descansar y a recuperarme al Japón y descubriera la bahía de Tokio, es decir hace mil doscientos años. Parece ayer. Así es la vida.

    Salí a la oscuridad que precede al alba sin decirle adiós a nadie, ya que esta es la forma en que creo debo proceder. Respondí a un gesto de la mano de una silueta diluida entre las sombras del Edificio de Operaciones, tras aparcar mi buggy y empezar a andar a través del campo de aterrizaje. Yo también era una silueta entre las sombras. Alcancé el hangar donde estaba posada la Modelo T, subí a bordo, accioné los mandos, y pasé media hora inspeccionando los sistemas. Luego salí de nuevo para inspeccionar los proyectores de fase. Encendí un cigarrillo.
    Al este, el cielo era amarillo. El relumbrar de un trueno llegó procedente de las oscuras montañas del oeste. Había algunas nubes sobre mí, y las estrellas colgaban sobre el decolorado manto del cielo, más parecidas ahora a gotas de rocío que a confetti.
    Por una vez, esto no se va a producir, decidí.
    Algunos pájaros cantaron, y un gato gris vino a frotarse contra mi pierna, desapareciendo luego en dirección a los cantos.
    La brisa soplaba suavemente desde el sur, filtrándose a través del bosque que empezaba en la parte más alejada del campo. Traía hasta mí los húmedos aromas de la vida en crecimiento.
    El cielo era rosa cuando le di la última chupada a mi cigarrillo, y las montañas parecían estremecerse en sus reflejos cuando me giré y aplasté la colilla. Un enorme pájaro azul planeó hacia mí y aterrizó en mi hombro. Acaricié su plumaje, y luego se fue. Di un paso hacia el vehículo...
    La punta de mi pie tropezó contra un saliente del blindaje de la pista, y perdí el equilibrio. Me sujeté a un puntal, y conseguí evitar el caer de bruces. Me apoyé sobre una rodilla, y antes de que pudiera ponerme de nuevo en pie un pequeño y negro osezno estaba lamiendo mi rostro. Rasqué sus orejas y palmeé su cabeza, y lo alejé con un palmetazo en la grupa. Se giró y se fue trotando en dirección al bosque.
    Intenté dar otro paso, y me di cuenta de que mi manga había quedado enganchada en el puntal donde me había sujetado para no caer.
    Cuando conseguí soltarme había otro pájaro sobre mi hombro, y una negra nube de ellos aleteando sobre el campo, provinentes del bosque. Por encima del sonido de sus gritos oí resonar otros truenos. Estaba ocurriendo.
    Eché a correr hacia la nave, casi tropezando con un conejo verde que estaba sentado sobre sus patas traseras ante la escotilla de entrada, el hocico fruncido, los miopes ojos mirando en mi dirección. Una enorme serpiente cristalina se deslizaba hacia mí por el casco, brillando en su transparencia.
    Olvidé bajar mi cabeza, golpeé contra el dintel de la escotilla, y retrocedí. Un mono rubio sujetó mi tobillo, mientras me miraba con sus azules ojos fruncidos.
    Palmeé su cabeza y me solté. Era más fuerte de lo que había supuesto.
    Pasé a través de la escotilla, y la compuerta se trabó cuando intenté cerrarla.
    Mientras trataba de destrabarla, los papagayos púrpura me estaban llamando por mi nombre, y la serpiente estaba intentando penetrar a bordo.
    Tomé un ranzarayos y lo usé.
    —¡De acuerdo! —grité—. ¡Maldita sea! ¡Me voy! ¡Adiós! ¡Volveré!
    Los relámpagos resplandecían, y los truenos atronaban, y la tormenta se gestaba en las montañas y avanzaba hacia mí. Conseguí destrabar la compuerta.
    —¡Despejad el campo! —grité mientras la cerraba y atrancaba.
    Tras lo cual ocupé el sillón de control y activé todos los sistemas.
    En la pantalla podía ver a todos los animales retirándose. Jirones de bruma serpeaban entre ellos, y oí las primeras gotas de lluvia repiquetear contra el casco.
    Hice despegar la nave, y la tormenta se desató a mi alrededor.
    La atravesé, abandoné la atmósfera, aceleré, terminé mi trayectoria y me situé en órbita.
    Siempre es así cuando intento abandonar Tierralibre, y es por eso por lo que siempre procuro irme furtivamente, sin decirle adiós al lugar. Pero nunca lo consigo.
    De todos modos, es agradable saber que existe algún lugar donde eres deseado.

    En el momento adecuado, rompí la órbita y me arranqué del sistema de Tierralibre. Durante varias horas sentí náuseas, y mis manos tendían a temblar. Fumé demasiados cigarrillos, y mi garganta empezó a secarse. Allá abajo en Tierralibre tenía el control de todo. Ahora, en cambio, estaba entrando una vez más en la gran arena. Por un instante estuve a punto de volver atrás.
    Luego pensé en Kathy, y en Marling, y en Ruth, y en Nick el enano muerto hacía tanto tiempo, y en mi hermano Chuck, y continué hasta el punto de fase, odiándome a mí mismo.
    Ocurrió repentinamente, inmediatamente después de entrar en fase, y cuando la nave se pilotaba a sí misma.
    Empecé a reír, y un sentimiento de temeridad me invadió, exactamente como en los viejos tiempos.
    ¿Qué importancia tenía si moría? ¿Qué era lo tan condenadamente importante que me mantenía en vida? ¿Comer delicados platos? ¿Pasar mis noches con cortesanas contratadas? ¡Idioteces! Más pronto o más tarde la bahía de Tokio nos llevará a todos, y sé que me llevará a mí también algún día, lo sé a pesar de todo. Es mejor ser barrido persiguiendo algo pretendidamente noble que vegetar hasta que alguien consiga finalmente hallar la forma de matarme en mi cama.
    ...Y eso, también, era una fase.
    Empecé a cantar una letanía en una lengua tan vieja como la humanidad. Era la primera vez en muchos años que lo hacía, puesto que era la primera vez en muchos años que me sentía digno de hacerlo.
    La luz parecía disminuir en la cabina, aunque estaba seguro de que brillaba como siempre. Los pequeños diales en la consola, frente a mí, retrocedían, se convertían en destellos de luz, se convertían en los luminosos ojos de animales acechándome desde las profundidades de un oscuro bosque. Mi voz sonaba ahora como la voz de otro, llegándome como a través de algún artilugio acústico desde un punto situado muy lejos ante mí. Y, en mi interior, yo seguía a todo aquello.
    Luego otras voces se me unieron. Muy pronto la mía se apagó, pero las otras continuaron, vibrantes, disminuyendo y aumentando de volumen, como arrastradas por algún caprichoso viento; rozaban ligeramente mis oídos, sin dirigirse exactamente a mí. No podía descifrar ninguna palabra, pero ellas seguían cantando. Los ojos estaban a todo mi alrededor, sin acercarse ni alejarse, y en la distancia había un resplandor muy pálido, como una puesta de sol en un cielo cubierto de lechosas nubes. Entonces me di cuenta de que estaba dormido y soñaba, y de que podía despertarme si quería. Pero no lo hice. Me moví hacia el oeste.
    Finalmente, bajo un cielo con la palidez de un sueño, llegué al borde de un acantilado y no pude proseguir más lejos. Había agua allí, un agua que no podía cruzar, pálida y resplandeciente, con jirones de bruma enrollándose y desenrollándose lentamente sobre ella; y allá delante, fuera del alcance del lugar donde permanecía inmóvil, con un brazo medio extendido, se apilaban los riscos formando terraza sobre terraza, fríos amasijos de roca elevándose hasta pináculos perdidos en la bruma que señalaban hacia un cielo que yo no podía ver, todo un iceberg de arena y de ébano que podía identificar como la fuente de los cantos, y un viento helado sopló sobre mi nuca y erizó mis cabellos.
    Vi las sombras de los muertos, flotando como la bruma o de pie, medio ocultos entre las sombrías rocas de aquel lugar. Y supe que eran los muertos, porque entre ellos podía ver a Nick el enano, haciendo gestos obscenos, pude ver al telépata Mike Shandon, que casi derribó un imperio, mi imperio, el hombre al que maté con mis propias manos, y también estaba mi viejo enemigo Dango el Cuchillo, y Courtcour Bodgis, el hombre con mente de computadora, y Dama Karle de Algol, a la que amé y odié.
    Entonces invoqué aquello que todavía esperaba poder invocar.
    Se produjo el relumbrar de un trueno, y el cielo se volvió tan brillante y azul como un lago de mercurio. Y la vi allí de pie por el espacio de un instante, al otro lado de aquellas aguas, en aquel oscuro lugar, Kathy, toda ella vestida de blanco, y nuestros ojos se cruzaron, y su boca se abrió, y la oí pronunciar mi nombre pero nada más, ya que el siguiente retumbar del trueno lo sumergió todo en sus absolutas tinieblas que se extendieron sobre aquella isla y sobre aquel hombre que permanecía inmóvil al borde del acantilado con un brazo medio extendido. Supongo que era yo.

    Cuando desperté, tenía una vaga idea de lo que significaba aquello. Tan solo una vaga idea. Y no podía comprender lo que representaba para mí, por mucho que intentara analizarlo.
    Yo había creado hacía tiempo la Isla de los Muertos de Boecklin para satisfacer el capricho de un grupo de desconocidos clientes, con acordes de Rachmaninoff danzando como fantasmas de caramelo por mi cabeza. Había sido un duro trabajo. Especialmente porque yo soy una criatura dotada de una creatividad más bien pictórica. Cada vez que pienso en la muerte, lo cual es a menudo, hay dos imágenes que surgen inevitablemente en mi imaginación. Una de ellas es el Valle de las Sombras, un enorme y oscuro valle que empieza entre dos masivos espolones de piedra gris, cubierto por una hierba que empieza con un color crepuscular y se va oscureciendo cada vez más a medida que uno va mirando a las profundas tinieblas del propio espacio interestelar, sin estrellas ni cometas ni meteoros, nada; y la otra es esa delirante pintura de Boecklin, La Isla de los Muertos, el lugar que acababa de ver en el reino de los sueños. De los dos lugares, la Isla de los Muertos es con mucho el más siniestro. El Valle parece albergar una cierta promesa de paz. Esto quizá sea porque nunca he diseñado ni edificado ningún Valle de las Sombras, transpirando sobre cada detalle y cada toque de aquel paisaje estremecedor. Pero en mitad de un mundo que era un Edén, levanté una Isla de los Muertos en cierta ocasión, y se consumió a sí misma en mi conciencia hasta tal punto que nunca podré olvidarla por completo, ya que yo formo parte de ella con tanta certeza como ella forma parte de mí. Ahora, esta parte de mí mismo acababa de dirigirse a mí de la única forma que podía, en respuesta a una especie de plegaria. Me estaba haciendo una advertencia, lo sentía, y me estaba proporcionando también un indicio, un indicio que adquiriría sentido en su momento. ¡Malditos sean los símbolos, que por su propia naturaleza ocultan tantas cosas como las que señalan!
    Kathy me había visto, dentro de mi visión, lo cual significaba que quizá hubiera alguna posibilidad...
    Conecté la pantalla y observé las espirales de luz, moviéndose tanto en el sentido de las agujas del reloj como en dirección contraria, a partir de un punto situado directamente ante mí. Eran las estrellas, visibles tan solo de aquella forma, allá al otro lado del espacio. Y mientras permanecía allí y el universo se movía con relación a mí, sentí que las décadas de capas de grasa que habían ido acolchando la sección media de mi alma se incendiaban y empezaban a arder. Entonces el hombre que tan duramente había trabajado para llegar a ser murió, espero, y supe que Shimbo de la Torre del Árbol Tenebroso, el Sembrador de Truenos, seguía vivo.
    Contemplé las girantes estrellas, agradecido, triste y orgulloso, como tan solo puede estarlo un hombre que ha sobrevivido a su destino y se da cuenta de que todavía puede forjarse otro.
    Un poco después, el torbellino en el cielo me aspiró y me sumergió en el oscuro centro del sueño, frío y sin sueños, suave e inmóvil, como el Valle de las Sombras quizá.

    Transcurrieron dos semanas antes de que Lawrence Conner hiciera aterrizar a su Modelo T en Aldebarán V, llamado también Driscoll, por su descubridor. Dos semanas al menos dentro de la Modelo T, porque hay que tener en cuenta que el tiempo no transcurre mientras se está en fase. No me pregunten por qué, por favor. No tengo tiempo de escribir un libro al respecto. Pero si Lawrence Conner hubiera decidido dar media vuelta y regresar a Tierralibre, hubiera podido dedicar otras dos semanas a la calistenia, a la introspección y a la lectura, y hubiera llegado por la tarde del mismo día en que Francis Sandow había partido, causando sin la menor duda un infinito placer a toda la vida nativa del planeta. No lo hizo, sin embargo. Al contrario, ayudó a Sandow a mover una pieza en el negocio de las pipas de brezo, no porque lo deseara realmente, sino tan solo para cubrir las apariencias, mientras examinaba las piezas del rompecabezas que tenía ante él. Quizá se tratara de piezas pertenecientes a varios rompecabezas distintos, mezcladas juntas. No había forma de saberlo.
    Yo llevaba un traje tropical ligero y gafas de sol, puesto que el amarillo cielo estaba cubierto tan solo por unas pocas nubes de color anaranjado, y el sol me envolvía en oleadas de calor que reventaban contra el pavimento color pastel y se derramaban en ardientes chorros que distorsionaban la realidad. Conduje mi vehículo de alquiler, un deslizador, hasta la colonia artística de una ciudad llamada Midi, un lugar demasiado agudo y frágil, y necesariamente demasiado junto al mar para mi gusto, con todas sus torres, espiras, cubos y ovoides que la gente llama hogares, oficinas, estudios o tiendas, todas ellas edificadas con esa cosa llamada glacylina, que puede convertirse en transparente o ser coloreada con tonos diversos u opacificada en cualquier color, por medio de un simple control de la relación molecular, y yo iba buscando Nuage, un barrio cerca del agua, conduciendo a través de una ciudad que cambiaba constantemente de color con relación a mí, recordándome una jalea compuesta —fresas, frambuesas, cerezas, naranjas, limones y limas— con trozos de fruta en su interior.
    Encontré el lugar en su antigua dirección, tal como me había dicho Ruth.
    Había cambiado un poco. Había sido uno de los pocos bastiones contra la proliferante jalea que estaba devorando la ciudad, en los tiempos en que ambos vivíamos allí. Ahora también había sucumbido. Donde antes había habido una pared de estuco rodeando una verja de hierro forjado que se abría a un patio interior adoquinado que daba frente a una hacienda provista de una pequeña piscina cuya agua reflejaba el sol como un fantasma sobre las ásperas paredes y las tejas, se levantaba ahora un castillo de jalea color frambuesa rodeado por cuatro altas torres.
    Aparqué, crucé el puente arco iris, pulsé la placa de llamadas de la puerta.
    —Esta casa está desocupada —dijo una voz mecánica a través de un oculto altavoz.
    —¿Cuándo volverá la señorita Laris? —pregunté.
    —Esta casa está desocupada —repitió la voz—. Si está usted interesado en comprarla, puede ponerse en contacto con Paul Glidden en Inmobiliaria Rayodesol Inc., Avenida de los Siete Suspiros, 178.
    —¿La señorita Laris no ha dejado su nueva dirección?
    —No.
    —¿Tampoco ha dejado ningún mensaje?
    —No.
    Regresé al deslizador, lo elevé sobre un cojín de aire de quince centímetros, y terminé por localizar la Avenida de los Siete Suspiros, que antes era llamada simplemente Calle Mayor.
    El señor Glidden era un hombre gordo y carente de cabellos, excepto un par de cejas grises tan delgadas que parecían haber sido dibujadas con un lápiz fino, puestas sobre unos ojos gris pizarra de expresión seria, que dominaban una delgada y rosácea boca que debía sonreír incluso mientras él dormía, la cual estaba cobijada bajo una pequeña y respingona cosa que le hacía las veces de nariz, y que apenas se discernía debido a las mejillas parecidas a dos bolas de pasta de pan que la englobaban por completo, y todo ello, junto con el resto de sus rasgos, le daba la apariencia de algo blando y pegajoso (excepto por las delgadas orejas atravesadas por dos zafiros), rojizo como la emperifollada camisa que cubría la parte norte de su hemisferio, el señor Glidden, tras su escritorio en Rayodesol, bajando su húmeda mano que yo acababa de estrechar, haciendo tintinear su masónico anillo contra el sol cerámico de su cenicero mientras tomaba de nuevo su cigarro, a fin de estudiarme, a la manera de un pez, a través del lago de humo tras el que estaba sumergido.
    —Siéntese, señor Conner —murmuró—. ¿Qué puedo hacer por usted?
    —¿Es usted el encargado de vender la casa de Ruth Laris, en Nuage?
    —Exacto. ¿Desea usted comprarla?
    —Estoy buscando a Ruth Laris —dije—. ¿Puede decirme usted adonde se ha trasladado?
    Algo pareció marchitarse en sus ojos.
    —No —dijo—. Nunca he visto a Ruth Laris.
    —Ella debe haberle dejado instrucciones acerca de dónde debe enviarle el dinero.
    —Exacto.
    —¿Puede decirme dónde?
    —¿Por qué debería hacerlo?
    —¿Y por qué no? Estoy intentando localizarla.
    —Debo depositarlo en su cuenta en un banco.
    —¿Aquí en la ciudad?
    —Exacto. En el Artists Trust.
    —¿Entonces no ha sido ella quien se ha puesto en contacto con usted?
    —No. Ha sido su abogado.
    —¿Puede decirme quién es?
    Se alzó de hombros, desde las profundidades de su lago de humo.
    —¿Por qué no? —dijo—. André DuBois, en Benson, Carling y Wu. A ocho manzanas al norte de aquí.
    —Gracias.
    —Entonces supongo que no está usted interesado en adquirir la propiedad.
    —Al contrario —dije—. Quiero comprar la casa, si puedo tomar posesión de ella esta misma tarde... y si puedo discutir el negocio directamente con su abogado. ¿Cree usted que serán suficientes cincuenta y dos mil?
    Repentinamente emergió de su lago de humo.
    —¿Dónde puedo contactarle, señor Conner?
    —Estaré en el Spectrum.
    —¿Después de las cinco?
    —De acuerdo, después de las cinco.
    Así que, ¿qué podía hacer?
    En primer lugar, tomé una habitación en el Spectrum. En segundo lugar, utilizando el código apropiado, contacté a mi hombre en Driscoll para que arreglara las cosas de modo que Lawrence Conner pudiera disponer de la cantidad necesaria en efectivo para ultimar la transacción. En tercer lugar, conduje hasta el distrito religioso, aparqué el deslizador, bajé, y me puse a andar.
    Anduve ante capillas y templos dedicados a Todo el Mundo, desde Zoroastro a Jesucristo. Retuve el paso cuando llegué a la sección pei'ana.
    Tras un tiempo, encontré lo que buscaba. Era una simple entrada al nivel del suelo, pintada de verde, del tamaño de una puerta de garaje.
    Penetré en ella y descendí una estrecha escalera.
    Llegué a un pequeño vestíbulo iluminado por velas, y atravesé una baja arcada.
    Entré en una oscura capilla que contenía un altar central tallado en una materia verde oscura, con hileras de bancos a su alrededor.
    Había centenares de placas de empañada glasita a lo largo de las cinco paredes, representando las deidades pei'anas. Quizá no debiera haber venido a aquel lugar en un día como este. Hacía tanto tiempo...
    Había allí seis pei'anos y ocho humanos, y cuatro de los pei'anos eran mujeres. Todos ellos llevaban cintas de plegarias.
    Los pei'anos miden unos dos metros de alto, y son tan verdes como la hierba. Sus cabezas parecen embudos, anchas en su parte superior y estrechas en sus cuellos como el cuello de un embudo. Sus ojos son enormes y de un color verde o amarillo líquido. Sus narices están aplastadas sobre sus rostros... simples ligeros promontorios con fosas en forma de paréntesis. No tienen cabellos por ninguna parte de sus cuerpos. Sus bocas son anchas, y no poseen realmente dientes. El mejor ejemplo que puedo hacer para compararlos son los elasmobranquios. Tragan constantemente su propia piel. No poseen labios, pero su dermis se amontona y se endurece en el interior de sus bocas, formando una especie de lija gracias a la cual pueden masticar. La mastican, y luego la digieren, a medida que la piel se va renovando y es reemplazada por materia fresca. Pese a la impresión que pueda dar esta descripción a alguien que nunca haya visto a un pei'ano, son agradables a la vista, y más graciosos que los gatos, más antiguos que la humanidad, y extremadamente sabios. Además, poseen una simetría bilateral, y tienen dos brazos y dos piernas, con cinco dedos en cada extremidad. Ambos sexos llevan chaquetas y faldas y sandalias, generalmente de color oscuro. Las mujeres son más bajas, más delgadas, pero más anchas de caderas y bustos que los hombres, aunque no poseen senos, ya que no alimentan a sus hijos, los cuales durante las primeras semanas de sus vidas digieren las grandes capas de grasa almacenadas en sus propios organismos y luego empiezan a digerir su propia piel. Tras un tiempo, empiezan a comer comida, principalmente pulpa de frutas y de moluscos marinos. Así son los pei'anos.
    Su lenguaje es difícil. Yo lo hablo. Sus filosofías son complejas. Conozco algunas de ellas. Muchos son telépatas, y algunos otros poseen habilidades poco usuales. Yo también.
    Me senté en uno de los bancos y me relajé. Extraigo una cierta fortaleza psíquica de los templos pei'anos, debido al condicionamiento que recibí en Megapei. Los pei'anos son extremadamente politeístas. Su religión me recuerda un poco el hinduismo, debido a que nunca han descartado nada... y parece como si hubieran pasado la totalidad de su historia acumulando deidades, rituales, tradiciones. Esta religión es llamada strantrismo, y se ha extendido considerablemente con el transcurso de los años. Tiene muchas posibilidades de convertirse algún día en una religión universal, debido a que hay algo en ella que satisface a todo el mundo, desde los animistas hasta los panteistas, pasando por los agnósticos y toda la gente que simplemente adora los rituales. Los pei'anos nativos tan solo constituyen ahora el diez por ciento aproximadamente de los strantristas, y probablemente va a ser la primera religión a gran escala que sobreviva a la raza que la fundó. El número de pei'anos disminuye de año en año. Como individuos, su vida es enormemente larga, pero no son muy fecundos. Y como sus mayores intelectos han escrito ya el último capítulo de la inmensa Historia de la Cultura Pei'ana, en 14.926 volúmenes, es probable que hayan decidido que no había ninguna razón para llevar las cosas más lejos. Tienen un tremendo respeto hacia sus intelectuales. Son así de originales.
    Poseían un imperio galáctico en la época en que los hombres vivíamos aún en cavernas. Luego libraron por milenios una batalla contra una raza que ya no existe, los bahulianos, y esto quemó sus energías, agotó sus industrias y diezmó su número. Entonces abandonaron sus puestos avanzados y se replegaron gradualmente al pequeño sistema de mundos que habitan actualmente. Su mundo natal —llamado también Megapei— había sido destruido por los bahulianos, que según todos los testimonios eran bárbaros, crueles, perversos, feroces y depravados. Por supuesto, todos esos testimonios proceden de los pei'anos, por lo que temo que nunca llegaremos a saber cómo eran realmente los bahulianos. De todos modos no eran strantristas, ya que he leído en algún lugar que eran idólatras.
    En el lado de la capilla opuesto al arco de la entrada, uno de los hombres empezó a cantar una letanía que yo conocía mejor que cualquier otra, y levanté repentinamente la cabeza para ver si realmente se había producido.
    Se había producido.
    La placa de glasita representando a Shimbo del Árbol Tenebroso, el Sembrador de Truenos, resplandecía ahora con una luz verde y amarilla.
    Algunas de sus deidades son pei'amórficas, por forjar un término, mientras que otras, como las egipcias, parecen cruces entre pei'anos y las cosas que uno podría encontrar en un zoo. Otras son simplemente extrañas. Y en algún momento a lo largo de su historia estoy seguro de que visitaron la Tierra, ya que Shimbo es un hombre. El porqué una raza inteligente haya podido sentir la necesidad de convertir a un salvaje en un dios es algo que está más allá de mi alcance, pero ahí está, con un ligero tinte verdoso en su apariencia, su rostro parcialmente cubierto por su brazo izquierdo medio levantado, blandiendo una nube repleta de truenos en mitad de un cielo amarillo. En su mano derecha sostiene un enorme arco, y un carcaj de rayos cuelga de su cintura. Muy pronto los seis pei'anos y los ocho humanos estaban cantando la misma letanía. Otros estaban entrando por la arcada. El lugar empezaba a llenarse.
    Un gran sentimiento de luz y de poder surgió en mi sección media, y se expandió hasta llenar todo mi cuerpo.
    No comprendo lo que hace que esto ocurra, pero siempre que entro en un templo pei'ano Shimbo empieza a resplandecer así, y ahí están el poder y el éxtasis en mí. Cuando completé mi adiestramiento de treinta años y mi aprendizaje de veinte años en el oficio que originó mi fortuna, yo era el único terrestre en el negocio. Los otros constructores de mundos eran todos ellos pei'anos. Cada uno de nosotros lleva un Nombre —el de una de las deidades pei'anas—, y este nos ayuda en nuestro trabajo, de una forma única y compleja. Yo elegí a Shimbo —o él me eligió a mí— debido a que parecía ser un hombre. Durante tanto tiempo como yo viva, las creencias dicen que se manifestará en el universo físico. Cuando yo muera, retornará a la feliz nada, hasta que algún otro pueda llevar el Nombre. Cada vez que un portador de Nombre penetra en un templo pei’ano, la divinidad que le corresponde resplandece en aquel lugar... y en todos los templos de la galaxia. No puedo llegar a comprender el tipo de nexo que se establece. Ni siquiera los pei'anos pueden comprenderlo.
    Yo pensaba que Shimbo me había desamparado desde hacía tiempo, debido a lo que yo había hecho con el Poder y con mi vida. Supongo que había acudido a aquel templo para ver si eso era cierto.
    Me levanté, me abrí camino hacia la arcada. Mientras la cruzaba, sentí un incontrolable deseo de levantar mi mano izquierda. Entonces cerré mi puño y lo llevé al nivel de mi hombro. En aquel mismo instante un trueno resonó casi encima mío.
    Shimbo seguía resplandeciendo y la letanía resonaba en mi cabeza cuando subí las escaleras y salí al mundo exterior, donde una fina lluvia había empezado a caer.

    II

    Glidden y yo nos encontramos en la oficina de DuBois a las seis y media, y cerramos el trato en cincuenta y seis mil. DuBois era un hombre bajo de rostro curtido, con una larga cabellera blanca. Mantuvo su oficina abierta a aquella hora debido a mi insistencia en que el trato quedara cerrado aquella misma tarde. Pagué con dinero en efectivo, fueron firmados los papeles, me metí las llaves en el bolsillo, y nos despedimos con un apretón de manos. Mientras avanzábamos por la calle en dirección a nuestros respectivos vehículos, dije:
    —¡Maldita sea! ¡Me he dejado la pluma sobre su escritorio, DuBois!
    —Se la haré enviar. ¿Seguirá usted en el Spectrum?
    —Me temo que voy a tener que irme inmediatamente.
    —Puedo enviársela a la casa en Nuage.
    Meneé la cabeza.
    —La necesito esta noche.
    —Entonces tome esta —me ofreció la suya.
    Mientras tanto, Glidden había subido a su vehículo y ya no podía oírnos. Le hice una seña y dije:
    —Se trataba tan solo de un pretexto. Deseo hablar con usted en privado.
    El incipiente disgusto que se había reflejado en sus negros ojos dejó paso a la curiosidad.
    —De acuerdo —dijo, y regresamos al edificio y abrió de nuevo la puerta de su oficina—. ¿De qué se trata? —preguntó entonces, sentándose de nuevo en su sillón tras el escritorio.
    —Estoy buscando a Ruth Laris —dije.
    Encendió un cigarrillo, lo cual ha sido siempre un buen medio de ganar un poco de tiempo.
    —¿Para qué? —preguntó.
    —Es una vieja amiga. ¿Sabe donde está?
    —No —dijo.
    —¿No resulta un poco... inusual, llevar los asuntos de una persona cuyo paradero ni siquiera se conoce?
    —Sí —dijo—. Yo también opino lo mismo. Pero así es como se me exigió.
    —¿Por parte de la propia Ruth Laris?
    —¿Qué quiere decir con esto?
    —¿Se lo pidió ella personalmente, o alguna otra persona que actuaba en su nombre?
    —No acabo de ver en qué pueda importarle esto a usted, señor Conner. Me temo que voy a tener que poner fin a esta conversación.
    Pensé durante un segundo, luego tomé una rápida decisión.
    —Antes de que haga usted nada —dije—, quiero explicarle que el único motivo que me ha impulsado a comprar esa casa ha sido el buscar en ella indicios del paradero de su anterior propietaria. Tras lo cual, cederé a un capricho y la convertiré en una hacienda, ya que no me gusta la arquitectura de esta ciudad. ¿Qué piensa usted al respecto?
    —Que está usted un poco loco —observó.
    Asentí con la cabeza.
    —Un loco que puede pagarse caprichos como ese. Es decir, un chiflado que puede causar un montón de problemas. ¿Cuánto cree que vale este edificio? ¿Un par de millones?
    —No lo sé —parecía un poco incómodo.
    —¿Qué ocurriría si alguien lo comprara para convertirlo en un edificio de apartamentos, y tuviera que buscarse usted otra oficina?
    —Mi contrato no es tan fácil de cancelar, señor Conner.
    Solté una risita.
    —¿Y si —dije— se viera sometido repentinamente a una investigación por parte del Colegio de Abogados local?
    Saltó sobre sus pies.
    —Está usted loco.
    —¿Está seguro? Todavía no sé de qué se le podría acusar —dije—. Pero usted sabe que una simple investigación le traería bastantes problemas... y si además tiene dificultades para encontrar otra oficina... —Nunca me ha gustado actuar así, pero no podía perder tiempo. Así que—: ¿Está usted seguro? ¿Está usted realmente seguro de que soy un loco? —rematé.
    —No —dijo finalmente—. No lo estoy.
    —Entonces, si no tiene usted nada que ocultar, ¿por qué no me dice cómo se ultimó ese trato? No estoy interesado en la sustancia de los acuerdos privados, simplemente en las circunstancias bajo las cuales fue puesta en venta la casa. Me sorprende que Ruth no haya dejado ningún tipo de mensaje.
    Apoyó la cabeza en el respaldo del sillón, y me estudió a través del humo.
    —El acuerdo fue hecho por teléfono...
    —Ella podía estar drogada, bajo amenaza...
    —Eso es ridículo —dijo—. De todos modos, ¿cuál es su interés en el asunto?
    —Como le he dicho, se trata de una vieja amiga.
    Sus ojos se abrieron más de lo habitual, luego se entrecerraron. Muy poca gente sabía quién había sido uno de los viejos amigos de Ruth.
    —Además —proseguí—, recibí recientemente un mensaje de ella, pidiéndome que viniera a verla para un asunto de mucha urgencia. Ella no está aquí, y no hay ningún mensaje, ninguna otra dirección. Esto suena raro. La encontraré, de la manera que sea, señor DuBois.
    Él no era ciego para no darse cuenta del corte de mi traje y por lo tanto de su precio, y quizá mi voz tenía aún algo del tono autoritario adquirido tras tantos años de dar órdenes. Fuera como fuese, no hizo ningún gesto para tomar el teléfono y llamar a la policía.
    —Todos los tratos se realizaron por teléfono y a través del correo —dijo—. Sinceramente, no sé donde está actualmente. Tan solo me dijo que abandonaba la ciudad, y que quería que yo me encargara de vender la casa y todo lo que hay en ella, depositando el dinero en su cuenta en el Artists Trust. Así que acepté el asunto, y encargué de las gestiones de venta a Rayodesol. —Miró hacia otro lado, luego volvió a mirarme a mí—. Bueno, me dejó un mensaje, pero dirigido a otra persona, por si esa persona venía a pedírmelo. Si no, debía transmitírselo a esa misma persona transcurridos los treinta días sin que hubiera acudido a buscarlo.
    —¿Puedo preguntarle la identidad de esa persona?
    —Esto, señor, es un asunto privado.
    —Tome el teléfono —dije— y llame al 73737373 en Glencoe, a cobro revertido. Pida un persona-a-persona con Domenic Malisti, el director de las Empresas Nuestro Objeto en este planeta. Dése a conocer, dígale: «Bee, bee, oveja negra», y pídale que identifique a Lawrence John Conner para usted.
    DuBois hizo lo indicado, y luego colgó el teléfono, se puso en pie, cruzó la oficina, abrió una pequeña caja de seguridad en la pared, sacó un sobre, y me lo tendió. Estaba sellado, y en la cara anterior llevaba el nombre «Francis Sandow» escrito a máquina.
    —Gracias —dije, y lo abrí.
    Luchando contra mis sentimientos, contemplé las tres cosas que contenía el sobre. Había otra foto de Kathy, en distinta pose, con un fondo también ligeramente distinto; una foto de Ruth, más vieja, pero tan atractiva como siempre; y una nota.
    La nota estaba escrita en pei'ano. Su encabezamiento estaba a mi nombre, e iba seguido por un pequeño signo que es usado en los textos sagrados para designar a Shimbo, el Sembrador de Truenos. Iba firmado «Verde Verde», seguido por el ideograma de Belion, que no era uno de los veintisiete Nombres vivientes.
    Estaba perplejo. Muy pocas personas conocían las identidades de los portadores de Nombres, y Belion es el tradicional enemigo de Shimbo. Es el dios del fuego que vive bajo la tierra. Él y Shimbo transcurren su tiempo despedazándose mutuamente entre cada una de sus resurrecciones.
    Leí la nota. Decía: Si deseas a tus mujeres, búscalas en la Isla de los Muertos. Bodgis, Dango, Shandon y el enano te esperan también allí.
    Allá en Tierralibre estaban las tri-dis de Bodgis, Dango, Shandon, Nick, Dama Karle (a la que podría calificar como una de mis mujeres), y Kathy. Esas eran las seis fotos que había recibido. Ahora se les añadía la de Ruth.
    ¿Quién la añadía?
    No conocía a nadie llamado Verde Verde, por mucho que retrocediera en mis recuerdos, pero por supuesto conocía la Isla de los Muertos.
    —Gracias —dije de nuevo.
    —¿Hay algo que no va, señor Sandow?
    —Sí —dije—, pero ya se arreglará. No se preocupe, usted no está involucrado en ello. Olvide mi nombre.
    —Sí, señor Conner.
    —Buenas tardes.
    —Buenas tardes.

    Entré en la casa en Nuage. Atravesé el vestíbulo, los distintos salones. Encontré su dormitorio y lo exploré. Todo el mobiliario estaba en su lugar. Varios armarios y cajones estaban llenos de ropas, así como de toda clase de pequeños objetos personales que uno no deja atrás cuando se marcha de un sitio. Resultaba sorprendente andar por aquella casa que había reemplazado a la otra casa y encontrar aquí y allá algún objeto familiar —un reloj antiguo, un cuadro, una caja de cigarrillos repujada— que me recordaba cómo la vida redistribuye las cosas que en su tiempo tenían un sentido mezclándolas con otras que serán para siempre extrañas, matando su magia personal, preservada hasta entonces en los recuerdos que uno guarda del tiempo y del lugar donde ha vivido, hasta que uno las encuentra de nuevo, se siente brevemente turbado por ellas, surrealistamente turbado, y entonces esa magia desaparece mientras, perforadas por el encuentro, las emociones que uno había olvidado son drenadas del cuadro que todavía subsiste en su cabeza. Al menos, esto es lo que me ocurría a mí mientras recorría la casa en busca de indicios de lo ocurrido. Las horas iban transcurriendo, una a una, mientras rastreaba el lugar en un atento escrutinio, y poco a poco la convicción que había afrontado en la oficina de DuBois, la sensación que no me había abandonado desde el día de la llegada de la primera foto, allá en Tierralibre, completó su circuito: del cerebro a los intestinos, y luego de nuevo al cerebro.
    Me senté y encendí un cigarrillo. Aquella era la habitación donde había sido tomada la foto de Ruth; la suya no tenía el mismo fondo de rocas-y-cielo-azul de las otras. Había buscado por todas partes y no había encontrado nada; ninguna señal de violencia, ningún indicio que identificara a mi enemigo. Pronuncié las palabras en voz alta: «Mi enemigo», las primeras palabras que formulaba desde el «Buenas tardes» al repentinamente cooperativo abogado de cabellos blancos, y las palabras sonaron extrañas en aquel inmenso acuario que era la casa. Mi enemigo.
    Ahora actuaba abiertamente. Me buscaba, para algo de lo que no estaba seguro. Pero a primera vista deseaba mi muerte. Me hubiera ayudado el poder saber cuál de mis muchos enemigos estaba detrás de todo esto. Busqué en mi mente. Consideré la extraña elección que había hecho mi enemigo del lugar de reunión y del campo de batalla. Recordé mi sueño relativo a aquel lugar.
    Era un lugar absurdo para que alguien pensara atraparme en él, a menos que no supiera nada de mi poder cuando pongo el pie sobre cualquiera de los mundos que he hecho. Todo sería mi aliado si volvía a Illyria, el mundo que puse allí donde está ahora, hace muchos siglos, el mundo que alberga la Isla de los Muertos, mi Isla de los Muertos.
    ...E iba a regresar. Lo sabía. Ruth, y la posibilidad de Kathy... Todo aquello requería mi regreso a aquel extraño Edén que había edificado hacía tanto tiempo. Ruth y Kathy... Dos imágenes que no me gustaba yuxtaponer, pero que debía hacerlo. No habían existido nunca simultáneamente para mí, y este sentimiento de ahora no me gustaba. Pero iría, y aquel que había preparado la trampa tendría un breve tiempo para arrepentirse antes de quedarse en la Isla de los Muertos para siempre.
    Aplasté mi cigarrillo, cerré la puerta del rojizo castillo, y me dirigí al Spectrum. De pronto, sentía hambre.
    Me vestí para comer y descendí al vestíbulo. Había visto un pequeño restaurante con buen aspecto fuera, a la izquierda. Desgraciadamente, hacía unos pocos minutos que acababa de cerrar. Así que pregunté en recepción dónde podía encontrar un lugar que estuviera abierto y en el que pudiera comer con unas ciertas garantías.
    —En las Torres Bartol, en la Bahía —dijo el portero de noche, ahogando un bostezo—. Todavía estará abierto varias horas.
    Me indicó la dirección que debía tomar, y salí, y así es como moví una pieza en el negocio de las pipas de brezo. Ridículo es una palabra mejor que extraño, pero todo el mundo vive a la sombra de Gran Árbol, ¿recuerdan?
    Conduje hasta allí, y aparqué el deslizador junto al uniforme que me encuentro en todos los lugares donde voy, con un rostro sonriente sobre él, abriendo ante mí puertas que puedo abrir por mí mismo, tendiéndome una toalla que no necesito en absoluto, tomando un portadocumentos que no tengo la menor intención de llevar conmigo, con la mano derecha preparada al nivel de la cintura, dispuesta en cualquier momento a girar la palma hacia arriba al primer destello del metal o al primer crujido del papel de tipo apropiado, con amplios bolsillos para guardar todo eso. Me ha seguido durante más de mil años, y no es realmente el uniforme lo que me irrita. Es esa condenada sonrisa, desencadenada tan solo por una única cosa. Mi coche fue llevado un poco más allá y aparcado entre dos líneas pintadas en el suelo. Porque todos nosotros somos turistas.
    Hubo un tiempo en que las propinas servían tan solo para corresponder a los servicios que uno quería ver lógicamente realizados con eficiencia y prontitud, y servían como suplemento a la escala más baja de salarios para algunas clases de empleados. Era algo comprendido y aceptado. Luego vino el turismo, en el siglo de mi nacimiento, y a resultas del cual se estableció en los países subdesarrollados el hecho de que todos los turistas eran piezas de caza, y eso sentó el precedente, que luego se extendió a todos los países, comprendidos los de los propios turistas, de las propinas que había que dar a todos aquellos que llevaban uniforme y te rendían con una sonrisa un servicio que tu no deseabas ni les habías pedido. Ese fue el ejército que conquistó el mundo. Tras su pacífica revolución ocurrida en el siglo veinte, todos nosotros nos hemos convertido en turistas desde el minuto mismo en que ponemos el pie fuera de nuestras puertas, ciudadanos de segunda clase, despiadadamente explotados por las sonrientes legiones que han ganado completa y solapadamente la supremacía.
    Ahora, en cada ciudad por la que me aventuro, los uniformes llueven sobre mí, sacuden el polvo del cuello de mi chaqueta, meten un folleto en mi mano, me recitan el último informe meteorológico, rezan por mi alma, cubren los charcos para que yo pase, limpian mi parabrisas, despliegan una sombrilla sobre mi cabeza los días de sol o un paraguas los días de lluvia, conectan un foco ultra-infra ante mí los días nublados, retiran un hilo de mi botón abdominal, cepillan mis hombros, peinan los cabellos de mi nuca, suben la cremallera de mi bragueta, limpian mis zapatos y sonríen —siempre antes de que yo pueda protestar—, con la mano derecha al nivel de su cintura. Qué lugar malditamente feliz sería nuestro universo si todo el mundo llevara brillantes y crujientes uniformes. Todos nos veríamos obligados a sonreímos los unos a los otros.
    Tomé el ascensor hasta el piso sesenta, donde estaba el restaurante. Entonces me di cuenta de que debería haber llamado para reservar una mesa. Estaba repleto. Había olvidado que el día siguiente era festivo en Driscoll. La camarera tomó mi nombre y me dijo que tendría que esperar unos quince o veinte minutos, así que me dirigí a uno de los bares y pedí una cerveza.
    Miré a mi alrededor mientras bebía, y a través de la tamizada luz creí ver en el otro bar un grueso rostro que me pareció familiar. Me puse unas gafas especiales que actúan como telescopios y estudié aquel rostro, ahora de perfil. La nariz y las orejas eran las mismas. El color del cabello era distinto, y su piel más oscura, pero esas son cosas fáciles de obtener.
    Me levanté para dirigirme hacia allá, y un camarero me detuvo y me dijo que no podía llevarme el vaso de allí. Cuando le dije que iba al otro bar se ofreció, sonriendo, a llevarme la bebida, con la mano al nivel de la cintura. Imaginé que no iba a salirme más caro el pedir otra, así que le dije que si quería también podía bebérsela por mí.
    El hombre estaba solo, con un pequeño vaso de algo brillante entre sus manos. Me quité las gafas y las guardé mientras me acercaba a su mesa, y dije con voz de falsete:
    —¿Puedo sentarme con usted, señor Bayner?
    Se estremeció, tan solo ligeramente, una breve crispación de su piel que hizo retemblar sus grasas por un instante. Me fotografió con sus ojos de urraca en el siguiente segundo, y supe que la maquinaria en su cabeza estaba empezando a girar como una bicicleta de ejercicios impulsada por un demonio.
    —Creo que se ha equivocado... —empezó, y entonces sonrió, y luego frunció el ceño—. No, soy yo quien se equivoca —se corrigió—, pero hace tanto tiempo, Frank, y ambos hemos cambiado.
    —...en nuestros atuendos de trabajo, sí —dije con mi voz normal, sentándome junto a él.
    Llamó a un camarero con la misma facilidad de quien echa un lazo, y me preguntó:
    —¿Qué vas a tomar?
    —Cerveza —dije—. Cualquier marca.
    El camarero me oyó, asintió, se fue.
    —¿Has comido?
    —No, estaba esperando una mesa en el otro bar cuando te he visto.
    —Yo ya he comido —dijo él—. Si no hubiera sucumbido al deseo de tomar un vaso antes de irme, no nos hubiéramos visto.
    —Extraño —dije; y luego—: Verde Verde.
    —¿Qué?
    —Veri Veri, Grün Grün.
    —Me temo que no te sigo. ¿Es algún tipo de código que se supone debo reconocer?
    Me alcé de hombros.
    —Digamos que es una plegaria para confundir a mis enemigos. ¿Qué hay de nuevo?
    —Ahora que estás aquí —dijo—, debemos hablar, por supuesto. ¿Puedo acompañarte?
    —Naturalmente.
    Así, cuando llamaron a Larry Conner, nos sentamos a una mesa en uno de los incontables comedores que llenaban aquel piso de la torre. La vista de la bahía debía ser agradable en una noche clara, pero el cielo estaba cubierto, y el ocasional resplandor de algunas balizas y el desagradable y rápido haz de un faro era todo lo que se podía ver sobre la oscura masa del océano. Bayner decidió que su apetito estaba volviendo, y encargó otra comida. Había engullido ya un plato de spaghetti y una ración de sangrientas salchichas antes de que yo hubiera llegado a la mitad de mi bistec, y pasó a una tarta de queso y café.
    —¡Ah, estaba estupendo! —dijo, e inmediatamente ensartó un mondadientes en la parte superior de la primera sonrisa que le veía en al menos cuarenta años.
    —¿Un cigarro? —ofrecí.
    —Encantado, gracias.
    El mondadientes fue echado a un lado, encendimos los cigarros, llegó la cuenta. Siempre empleo este método en los lugares llenos de gente, cuando la cuenta tarda en llegar. La llama de un mechero, una bocanada de humo azulado, e inmediatamente aparece el camarero.
    —Es para mí —dije, tomando la cuenta.
    —Oh, no. Tu eres mi huésped.
    —Bueno... si insistes.
    Después de todo, Bill Bayner es el cuarenta y cinco entre los hombres más ricos de la galaxia. No todos los días tengo la suerte de cenar con gente que ha tenido éxito en la vida.
    Mientras salíamos, me dijo:
    —Vayamos a algún lugar donde podamos hablar. Yo conduciré.
    Así que tomamos su coche, dejando tras nosotros un uniforme y un ceño fruncido, y pasamos unos veinte minutos dando rodeos por la ciudad para despistar a los hipotéticos seguidores, y finalmente llegamos a un edificio de apartamentos a unas ocho manzanas de las Torres Bartol. Al entrar al vestíbulo, Bayner saludó al portero de noche, que hizo una inclinación de cabeza.
    —¿Sabe si lloverá mañana? —preguntó.
    —El cielo está claro —dijo el portero de noche.
    Entonces subimos a la sexta planta. Las paredes del pasillo estaban incrustadas con piedras preciosas artificiales, algunas de las cuales debían ser ojos espía. Nos detuvimos, y golpeó una puerta de aspecto normal: tres golpes, pausa, dos golpes, pausa, dos golpes. Mañana cambiaría la contraseña, ambos lo sabíamos. Un hombre joven de rostro cansado vistiendo un traje negro abrió la puerta, asintió, y se fue cuando Bayner le hizo un gesto con el pulgar por encima de su hombro. Luego cerró y aseguró la puerta, no sin que yo pudiera ver por el canto una gruesa placa de metal embutida entre los dos revestimientos de falsa madera. Durante los siguientes cinco o diez minutos, chequeó la habitación con una sorprendente variedad de equipos de detección, tras hacerme una seña de que me mantuviera inmóvil, tras lo cual puso en funcionamiento un cierto número de interferidores de todas clases como precaución adicional, suspiró, se quitó la chaqueta y la colgó del respaldo de una silla, se giró hacia mí y dijo:
    —Ahora ya podemos hablar. ¿Tomarás algo?
    —¿Estás seguro de que la bebida será segura?
    Pensó en ello unos momentos, y luego dijo:
    —Sí.
    —Entonces un bourbon con agua, si tienes.
    Fue a la habitación de al lado, y regresó un minuto después con dos vasos. El suyo estaba probablemente lleno de té, si pensaba hablar de negocios conmigo. Por mi parte eso era lo que menos me preocupaba.
    —Bien, ¿de qué se trata? —pregunté.
    —Maldita sea; entonces, ¿son ciertas todas esas historias que corren acerca de tí? ¿Cómo lo has sabido?
    Me alcé de hombros.
    —Pero no me cogerás esta vez, no lo harás como lo hiciste aquella otra vez con las franquicias mineras de Vega.
    —No sé de qué me estás hablando —dije.
    —Hace seis años.
    Me eché a reír.
    —Escucha —le dije—, no presto mucha atención a lo que hace mi dinero, mientras tenga a mi disposición el que necesito. Tengo montones de gentes que se preocupan de ello por mí. Si saqué una buena tajada en el sistema de Vega hace seis años, fue debido a que alguno de los buenos elementos de que dispongo supo hacer lo que tenía que hacer. Yo no paso mi tiempo incubando mi dinero como haces tu. Tengo delegados para ello.
    —Claro, claro, Frank —dijo—. Por eso estás aquí de incógnito en Driscoll, y te las apañas para caer sobre mí la noche antes de la transacción. ¿A quién has comprado de mis colaboradores?
    —A nadie, puedes creerme.
    Me miró con aire vejado.
    —Mira, te lo juro, no voy a echarlo —dijo—. Tan solo lo enviaré a un lugar donde no pueda causarme problemas.
    —Realmente no estoy aquí para negocios —dije—, y nos hemos encontrado por pura casualidad.
    —Bueno, no sé lo que estarás tramando esta vez, pero te advierto que no te va a resultar —dijo.
    —Pero si no estoy aquí para nada de lo que piensas. Palabra.
    —¡Maldita sea! —exclamó—. ¡Todo estaba yendo tan bien! —Se golpeó la palma de su mano izquierda con su puño derecho.
    —Ni siquiera he visto el producto —dije.
    Salió de la habitación y regresó poco después, mostrándome una pipa.
    —Hermosa pipa —dije.
    —Cinco mil —me confesó—. Y es barata.
    —Realmente, nunca he sido fumador de pipa.
    —Te ofrezco el diez por ciento, ni una pizca más —dijo—. He preparado esto personalmente, y tu no me lo vas a estropear.
    Y entonces me volví loco. Aparte de comer, lo único que aquel bastardo sabía hacer era pensar en acumular más riquezas. Automáticamente había supuesto que yo estaba malgastando mi tiempo de la misma forma, tan solo porque un montón de las hojas del Gran Árbol decían «Sandow». Así que:
    —Quiero un tercio, o cerraré el trato yo mismo —dije.
    —¿Un tercio?
    Saltó en pie y se puso a gritar. Afortunadamente, la habitación estaba insonorizada y desprovista de micrófonos de escucha. Hacía mucho tiempo que no oía expresiones como aquellas. Su rostro estaba enrojecido a reventar, y daba zancadas de un lado a otro como una fiera enjaulada. Yo, por mi parte, permanecía sentado en medio de mi amoralidad, de mi indiferencia por el dinero y de mi despreocupación, mientras pensaba en que podía ser aquel asunto de las pipas.
    Un tipo con una memoria como la mía tiene montones de los hechos más diversos en su cabeza. En mi lejana juventud, allá en la Tierra, las mejores pipas estaban hechas de espuma o de brezo. Las pipas de tierra se calientan demasiado, y las de madera se parten y se queman muy rápidamente. Las de maíz son peligrosas. A finales del siglo veinte, posiblemente a causa de toda una generación crecida a la sombra de los informes médicos sobre las enfermedades de las vías respiratorias, el fumar en pipa conoció algo así como un renacimiento. Cuando llegó el cambio de siglo, las reservas mundiales de brezo y espuma hacía tiempo que se habían agotado. La espuma, o silicato de magnesio hidratado, es una roca sedimentaria que se presenta en estratos compuestos en parte por conchas marinas que se han aglomerado a lo largo de los siglos, y cuando se agota, se agota para siempre. Las pipas de brezo estaban hechas de la raíz del erica arbórea, que crecía tan solo en unas pocas áreas del Mediterráneo, y que debía tener como mínimo cien años antes de poder ser utilizado. El brezo fue sometido a una extracción incontrolada, sin que nadie se preocupara de crear un plan de repoblación. Consecuentemente, sustancias como la pirolita de carbono satisfacen hoy las demandas de los fumadores de pipa, pero la espuma y el brezo yacen tan solo en las memorias de los buenos fumadores y en algunas pocas colecciones. Algunos pequeños depósitos de espuma han sido descubiertos en algunos mundos, y se han convertido en fortunas de la noche a la mañana. Pero en ningún otro lugar excepto en la Tierra ha sido encontrado el erica arbórea o algún otro sustituto válido. Y en la actualidad la moda es fumar en pipa, de modo que DuBois y yo formamos parte de los excéntricos. La pipa que Bayner me había mostrado era una hermosa y bien tallada pipa de brezo. Así que...
    —...Quince por ciento —estaba diciendo Bayner—, lo cual no me deja más que un pequeño beneficio...
    —¡Tus huevos! ¡Esas pipas valen diez veces su peso en platino!
    —¡Me pones un cuchillo sobre el corazón si me exiges más de un dieciocho por ciento!
    —El treinta.
    —Sé razonable, Frank.
    —Entonces hablemos de negocios en lugar de decir tonterías.
    —Un veinte por ciento es lo máximo que puedo ofrecerte, y te costará cinco millones...
    Me eché a reír.
    Lo zarandeé sin piedad durante la siguiente hora, por pura perversión, para vengarme de la forma en que me había juzgado sin querer creer en mi palabra. Finalmente, claudiqué yo también. Un veinticinco y medio por ciento por cuatro millones de inversión, lo cual requirió que telefoneara a Malisti para que dispusiera los fondos de financiación. Lamenté realmente tener que despertarlo.
    Y así fue como moví una pieza en el negocio de las pipas de brezo en Driscoll. Ridículo es una palabra mejor que extraño, pero todo el mundo vive a la sombra del Gran Árbol, ¿recuerdan?
    Cuando todo hubo concluido me dio una palmada en el hombro, y me dijo que yo era un contrincante de categoría, y que prefería tenerme a su lado que contra él; tomamos otra ronda, me sondeó para ver de robarme a Martin Bremen, como si él no fuera capaz de encontrar por sí mismo a un buen chef rigeliano, y me preguntó una vez más quién me había dado el soplo.
    Me llevó de nuevo a las Torres Bartol, el uniforme movió mi coche unos pocos centímetros y abrió su portezuela por mí, recibió su propina, borró su sonrisa y desapareció. Conduje hasta el Spectrum, lamentando no haber comido allí mismo y haberme ido inmediatamente a la cama en lugar de perder la noche poniendo mi autógrafo en nuevas hojas.
    La radio del coche tocaba un dixieland que hacía siglos que no oía. Esto, junto a la lluvia que empezó a caer un instante después, creó en mí un sentimiento de soledad y algo más que un poco de tristeza. El tráfico era escaso. Pisé el acelerador.

    A la mañana siguiente, envié un espaciograma a Marling de Megapei, diciéndole que permaneciera tranquilo con la seguridad de que Shimbo acudiría a él antes de la quinta estación, y preguntándole si conocía a un pei'ano llamado Verde Verde, o algo equivalente, y que tuviera algún tipo de asociación con el Nombre Belion. Le pedí que me respondiera por espaciograma, a cobro revertido, y que enviara su respuesta a Lawrence J. Conner, c/o Tierralibre, y lo envié sin firmar. Planeaba abandonar Driscoll en dirección a Tierralibre aquel mismo día. Un espaciograma es la forma más rápida y también una de las más caras de enviar un mensaje interestelar; y pese a ello, sabía que transcurriría al menos un lapso de unas dos semanas antes de que recibiera una respuesta.
    Sabía también que estaba corriendo un cierto riesgo de quemar mi falsa identidad en Driscoll, enviando un mensaje de aquel tipo con la respuesta solicitada a Tierralibre, pero me iba aquel mismo día, y deseaba dejar las cosas terminadas.
    Pagué la cuenta del hotel y conduje hasta la casa en Nuage, para dar una última inspección, deteniéndome por el camino a tomar mi último desayuno en Driscoll.
    Solo había una cosa nueva en el Palacio Frambuesa. Había algo en el buzón. Lo saqué: era un sobre, sin señas de remitente.
    El sobre iba dirigido a «Francis Sandow, c/o Ruth Laris». Entré en la casa con él, y no lo abrí hasta que me hube cerciorado de que no había nadie a la vista. Entonces me metí de nuevo en el bolsillo el delgado tubo, capaz de producir una muerte instantánea, silenciosa y aparentemente natural, que había sacado, me senté, y abrí el sobre. Sí.
    Otra foto.
    Era de Nick, mi viejo amigo Nick, Nick el enano, el difunto Nick, gruñendo tras su barba y dispuesto a saltarle al fotógrafo desde la cornisa rocosa donde estaba de pie.
    «Ven a visitar Illyria», decía la nota, en inglés. «Todos tus amigos viven allí». Encendí mi primer cigarrillo del día. Malisti, Bayner y DuBois sabían quién era Lawrence John Conner.
    Malisti era mi hombre en Driscoll, y lo pagaba lo suficientemente bien como para situarlo por encima de cualquier soborno, o al menos eso creía yo. De acuerdo, pueden ejercerse otras presiones sobre un hombre... pero no había conocido mi verdadera identidad hasta el día anterior, cuando la contraseña Bee, bee, oveja negra le dio la clave que le permitió decodificar las instrucciones especiales. No había pasado tanto tiempo como para poder ejercer una presión.
    Bayner no tenía realmente el menor motivo para traicionarme. Habíamos compartido una empresa que representaba tan solo una gota de agua en un lago. Eso era todo. Nuestras fortunas estaban a un nivel en el cual, aunque surgieran ocasionales conflictos de intereses, estos se planteaban tan solo en un plano completamente impersonal. También quedaba descartado.
    DuBois no me daba tampoco la impresión de ser el tipo de persona capaz de entregar mi nombre, no después de la forma en que le hablé en su oficina, respecto a mi decisión de acudir a los grandes medios para obtener lo que deseaba.
    Nadie en Tierralibre sabía adonde había ido, excepto S.& A., de cuya memoria había borrado el dato antes de mi partida.
    Consideré una alternativa.
    Si Ruth había sido raptada y obligada a escribir la nota que había escrito, entonces su raptor sabría con seguridad que yo la había recibido si respondía a ella, y si no, él no arriesgaba nada.
    Aquello parecía posible, probable.
    Y significaba que había alguien en Driscoll cuyo nombre me hubiera gustado conocer.
    ¿Valía la pena quedarme para averiguarlo? Con Malisti a la tarea, no podía presentar muchos problemas el descubrir el remitente de la última foto.
    Pero si se trataba de un hombre movido por otro hombre, y este era listo, era probable que su subordinado supiera tan solo muy poco, quizá que estuviera incluso al margen de todo. Resolví poner a Malisti sobre la pista, y hacer que me enviara todos sus resultados a Tierralibre. Pero usaría otro teléfono distinto al que tenía ahora junto a mi mano derecha, de todos modos.
    Dentro de unas pocas horas, no importaría quién supiera que Conner era Sandow. Yo ya me habría ido, y Conner no regresaría nunca a aquel lugar.

    —Todo lo miserable del mundo —me había dicho Nick en una ocasión— proviene de la belleza.
    —¿No de la verdad o de la bondad? —había preguntado yo.
    —Oh, también ayudan. Pero la belleza es la principal culpable, el verdadero principio del mal.
    —¿No la riqueza?
    —El dinero es hermoso.
    —Cuando uno no lo posee en cantidad suficiente, como los alimentos, el agua...
    —¡Exactamente! —exclamó, golpeando con tanta violencia el sobre de la mesa con su jarra de cerveza que una docena de cabezas se giraron en nuestra dirección—. ¡La belleza, maldita sea!
    —¿Y qué hay con los chicos de buena apariencia?
    —O se convierten en unos bastardos porque saben que lo son, o se sienten avergonzados porque saben que los demás odian su apostura. Los bastardos se dedican a aplastar a sus semejantes, y los avergonzados se aplastan a sí mismos. ¡Habitualmente así es como sucede, por culpa de esa condenada belleza!
    —¿Y qué hay con los objetos hermosos?
    —Hacen que la gente robe, o se sienta enferma cuando no los puede poseer. ¡Maldita...!
    —Espera un minuto —dije—. No es culpa de un objeto el ser hermoso, como no es culpa de un chico el tener una buena apariencia. Sencillamente, las cosas ocurren así.
    Se encogió de hombros.
    —¿Culpa? ¿Quién ha dicho nada de culpas?
    —Tu estabas hablando del mal. Eso implica un sentimiento de culpabilidad en algún lugar a lo largo del razonamiento.
    —Entonces la belleza es la culpable —dijo—. ¡Maldita sea!
    —¿La belleza como un principio abstracto?
    —Sí.
    —¡Eso es ridículo! La culpa requiera una responsabilidad, algún tipo de intento de...
    —¡La belleza es la responsable!
    —Tómate otra cerveza.
    Lo hizo, y eructó de nuevo.
    —Mira a ese tipo bien parecido allá en el bar —dijo—, ese tipo que intenta ligarse a la chiquita del vestido verde. Algún día alguien le partirá la cara. Lo cual no ocurriría si fuera feo.
    Nick corroboraría más tarde su punto de vista partiéndole la cara la tipo en cuestión, después de que este le llamara Chiquito. Así que quizá hubiera algo de verdad en lo que decía. Nick medía aproximadamente un metro veinte. Poseía los hombros y los brazos de un poderoso atleta. Podía batir a cualquiera en la lucha cuerpo a cuerpo. Tenía una cabeza de tamaño normal, llena de rizado cabello rubio en cráneo y barba, con un par de ojos azules sobre una aplastada nariz desviada hacia la derecha, y una sonrisa socarrona que normalmente revelaba tan solo media docena de sus amarillos dientes. Estaba atrofiado de cintura para abajo. Provenía de una familia que apestaba a soldados profesionales. Su padre había sido general, y todos sus hermanos y hermanas excepto una eran oficiales en uno u otro cuerpo. Nick había crecido en un ambiente que rezumaba artes marciales. Ningún arma le era desconocida, sabía cómo emplearlas todas. Sabía utilizar la espada, el rifle, montar a caballo, colocar cargas explosivas, partir ladrillos y cuellos con sus manos, vivir sobre el terreno, y fracasaba en todos los exámenes físicos de la galaxia porque era un enano. Yo lo había contratado como cazador de fieras, para destruir mis experimentos fallidos. Nick detestaba todas las cosas que eran más grandes que él.
    —Aquello que yo creo que es hermoso y que tu crees que es hermoso —le dije— puede parecerle horrible a un rigeliano, y viceversa. La belleza es algo relativo. Así que no puedes condenarla como principio abstracto si...
    —¡Estupideces! —dijo—. Hieren, roban, violan y destruyen bajo diferentes conceptos, pero siempre es la belleza la que exige esas violaciones.
    —¿Pero cómo puedes culpar a un objeto individual...?
    —Habíamos empezado con los rigelianos, ¿no?
    —Sí.
    —Entonces puede traducirse. Ya he dicho bastante.
    Luego el apuesto tipo del bar que intentaba ligarse a la muñequita del vestido verde pasó por nuestro lado en dirección a los lavabos, y llamó a Nick Chiquito al pedirle que apartara su silla fuera de su camino. Aquello puso fin a nuestra velada en aquel bar.
    Nick decía siempre que él moriría con las botas puestas, en algún safari exótico, pero halló su Kilimanjaro en un hospital en la Tierra, donde lo curaron de todo lo que lo aquejaba excepto de la neumonía galopante que pilló en aquel mismo hospital.
    Esto ocurrió hace aproximadamente doscientos cincuenta años. Yo eché la primera paletada de tierra sobre su tumba.

    Aplasté mi cigarrillo y regresé al deslizador. Si había algo allí en Midi, ya lo sabría más tarde. Ahora era tiempo de irme.
    Los muertos nos hacen demasiada compañía.

    Durante dos semanas, mezclé todo aquello que sabía e intenté sacar alguna conclusión. Cuando entré en el Sistema de Tierralibre, mi vida se vio complicada por el hecho de que Tierralibre había capturado un satélite suplementario, cuyo origen no era en absoluto natural.
    QUE INFIERNOS PASA, EXCLAMACIÓN, transmití en código.
    UN VISITANTE, me llegó la respuesta. pedido permiso para ATERRIZAR STOP. DENEGADO STOP. ANCLADO EN ÓRBITA STOP. DlCE QUE ES UN ENVIADO DE LA INTELIGENCIA DE LA TIERRA STOP.
    DEJADLE ATERRIZAR, dije, MEDIA HORA DESPUÉS DE MI LLEGADA. STOP.
    Me llegó el acuse de recepción, y entonces rompí mi órbita y empujé la Modelo T hacia abajo y luego más hacia abajo.
    Tras el recibimiento de los animales, me dirigí a mi casa para una ducha, borré mi apariencia Conner, y me vestí para cenar.
    Parecía que finalmente había ocurrido algo lo suficientemente serio como para que el más rico de los gobiernos existentes se decidiera a autorizar el viaje de algún funcionario civil mal pagado en uno de los vehículos interestelares más económicos existentes.
    Me prometí que al menos lo alimentaría bien.

    III

    Lewis Briggs y yo nos contemplamos mutuamente por encima de la masa que ocupábamos y de los restos de la cena. Sus papeles de identificación me informaban que se trataba de un agente del Departamento Central de Inteligencia de la Tierra. Tenía la apariencia de un mono afeitado. Era un tipo pequeño y enjuto con una mirada perpetuamente inquisitiva, y parecía como si hubiera rebasado ya la edad de la jubilación. Se había aturrullado un poco cuando se presentó ante mí, pero la comida parecía haberlo relajado algo, y ahora se le veía un poco más tranquilo.
    —Ha sido una cena muy agradable, señor Sandow —reconoció—. Ahora, si es posible, me gustaría discutir el asunto que me ha traído hasta aquí.
    —Entonces vayamos fuera, donde podremos tomar un poco de aire fresco mientras hablamos.
    Salimos, llevándonos nuestras bebidas con nosotros, y llamé al ascensor.
    Cinco minutos más tarde nos abría sus puertas al jardín del tejado, e hice un gesto hacia un par de poltronas situadas junto a un castaño.
    —¿Qué le parece aquí? —pregunté. Asintió y se sentó. Una fresca brisa nos llegó procedente del crepúsculo, y la aspiramos placenteramente por unos instantes.
    —Es impresionante —dijo, mirando al jardín en sombras a su alrededor— la forma como satisface usted todos sus caprichos.
    —Este capricho en particular sobre el que estamos relajados —dije— es un camuflaje que hace que este lugar sea virtualmente indetectable para todos los ingenios de reconocimiento aéreo.
    —Oh, nunca se me hubiera ocurrido.
    Le ofrecí un cigarro, que rechazó. Así que encendí uno para mí y le pregunté:
    —¿Qué es lo que desea de mí?
    —¿Aceptaría usted acompañarme a la Tierra y hablar con mi jefe? —preguntó.
    —No —dije—. He respondido a esta pregunta al menos una docena de veces en otras tantas cartas. La Tierra irrita mis nervios, me vuelve enfermo en la actualidad. Es por eso por lo que vivo fuera de ella. La Tierra está superpoblada, es burocrática, malsana, y sufre en demasía de psicosis de masas. Cualquier cosa que desee decirme su jefe me la puede decir usted en su lugar; yo se la responderé, y usted puede retransmitirle a él mi respuesta.
    —Normalmente —dijo—, esos asuntos son tratados a nivel de División.
    —Lo siento —respondí—, pero puedo enviar un espaciograma cifrado desde aquí, si eso ha de solucionar las cosas.
    —La respuesta le costaría demasiado al Departamento —dijo él—. Nuestro presupuesto, ya sabe.
    —¡Cristo, pagaré la respuesta entonces! Cualquier cosa con tal de parar ese continuo ir y venir de correo.
    —¡Dios! ¡No! —un tono de pánico colgó de sus palabras—. ¡Nunca se ha hecho nada así antes, y las horas de trabajo que acarrearía el determinar el montante de los gastos que deberían cargársele haría su coste también prohibitivo!
    Interiormente lloré por tí, mi Madre Tierra, y por los prodigios que en ti se habían visto realizados. Un gobierno nace, florece, fortifica su nacionalismo y ensancha sus fronteras, y entonces comienza el tiempo de la solidificación, la división del trabajo en especializaciones, la subdivisión de responsabilidades, las cadenas de mando, sí, y Max Weber habló de esto. Vio la burocracia en la necesaria evolución de todas las instituciones, y vio que era buena. Vio que era necesaria y buena. Necesaria quizá, poniendo una coma tras esa palabra y añadiéndole luego «Dios» y un signo de admiración. Ya que llega un tiempo en la historia de todas las burocracias en el que estas deben parodiar inevitablemente sus propias funciones. Vean lo que le hizo la desintegración de la gran maquinaria austro-húngara al pobre Kafka, o lo que le hizo la rusa a Gogol. Hizo que sus mentes salieran de sus capullos de algodón, pobres diablos, y ahora yo estaba mirando a un hombre que había sobrevivido a algo infinitamente más inescrutable sin que la duración de sus días se hubiera visto recortada. Aquello me indicaba que su coeficiente de inteligencia estaba ligeramente por debajo de la media, que estaba emocionalmente impedido, inseguro, o dudoso moralmente; a menos que fuera un masoquista a ultranza. Ya que esas neutras máquinas, que combinan lo que hay de peor en la imagen del padre y la imagen de la madre —por ejemplo, la seguridad del seno materno y la autoridad de un omnisciente líder— son el polo de atracción soñado por los débiles. Y es por eso, Madre Tierra, que lloré interiormente por ti en aquel momento de la inmensa parada que llamamos Tiempo: los payasos estaban pasando, y todos saben que algunas veces, en su interior, sus corazones están rotos.
    —Entonces dígame lo que desea de mí y le responderé —dije.
    Buscó en uno de sus bolsillos interiores y extrajo un sobre lacrado con varios sellos de seguridad, que me tendió sin que yo le prestara una excesiva atención.
    —Si usted no aceptaba acompañarme de vuelta a la Tierra, tenía instrucciones de entregarle esto.
    —Y si hubiera aceptado ir, ¿qué hubiera hecho con ello?
    —Se lo hubiera devuelto a mi jefe.
    —¿Para que pudiera dármelo él personalmente?
    —Es probable —dijo. Lo abrí, y extraje una simple hoja de papel.
    La miré de cerca bajo la débil luz. Era una lista de seis nombres. Conseguí mantener el control de mi rostro mientras los leía.
    Todos ellos eran nombres de personas a quienes había amado u odiado, y cada uno de ellos se hallaba, en algún lugar, reposando bajo una losa funeraria.
    Y todos ellos habían figurado también recientemente en primer plano de una fotografía que había llegado hasta mí.
    Exhalé una bocanada de humo, doblé de nuevo la lista, la volví a meter en el sobre, y lo dejé sobre la mesilla junto a nosotros.
    —¿Qué es lo que significa esto? —pregunté, tras un cierto tiempo.
    —Todos ellos están potencialmente vivos —dijo—. Le pido que destruya la lista tan pronto como le sea posible.
    —De acuerdo —dije. Y—: ¿Por qué están potencialmente vivos?
    —Porque sus Cintas de Retorno han sido robadas.
    —¿Cómo?
    —No lo sabemos.
    —¿Por quién?
    —Tampoco lo sabemos.
    —¿Y ha venido usted hasta mí...?
    —Porque usted es el único lazo que las une. Usted conocía a todas esas personas... las conocía muy bien.
    Mi primera reacción había sido de incredulidad, pero la disimulé y no dije nada. Las Cintas de Retorno son lo único del universo que siempre he considerado inviolable e inaccesible durante los treinta días de su existencia... a los que sigue su desaparición definitiva. En una ocasión intenté apoderarme de una, y fracasé. Sus guardianes son incorruptibles, y sus bóvedas impenetrables.
    Esta es en parte otra razón por la que ya casi no visito la Tierra. No me gusta la idea de llevar una Placa de Retorno, aunque sea temporalmente. Las gentes nacida allí llevan una implantada a su nacimiento, y la ley les ordena que la lleven durante todo el tiempo que permanezcan en la Tierra. Las personas que se instalan en la Tierra con ánimos de residir en ella son requeridos a implantarse una. E incluso los visitantes deben llevar una de ellas durante toda la duración de su estancia.
    Su acción se basa en proporcionar la matriz electromagnética del sistema nervioso. Registran el cambiante esquema de cada individualidad, y cada una de ellas es tan única como las huellas dactilares. Su función consiste en transmitir este esquema final en el momento de la muerte. La muerte es el disparador, la bala es la psique, y el blanco es una máquina. Una enorme máquina, cuyo cometido es recoger esta transmisión y grabarla en una cinta que uno puede cobijar en la palma de su mano... todo lo que un hombre ha sido o ha deseado ser, condensado en un peso de menos de treinta gramos. Tras treinta días, la cinta es destruida. Eso es todo.
    En un pequeño y clasificado número de casos, sin embargo, a lo largo de los últimos siglos, eso no se ha producido. El propósito de tan extraña y costosa estructura es este: hay algunos individuos que, muriendo repentinamente en el planeta Tierra, en puntos cruciales de sus significativas vidas, abandonan este valle de lágrimas con informaciones vitales para la economía/tecnología/intereses nacionales de la Tierra. Todo el Sistema de Retorno está ahí con el propósito de recuperar tales datos. Aunque, pese a todo, la máquina no es lo suficientemente sofisticada como para extraer su información de la matriz registrada. Es por ello por lo que cada portador de la Placa posee un cultivo crionizado de su propio tejido en algún lugar. Este cultivo está ligado a la banda, y se mantiene durante los treinta días siguiente a la muerte, y ambos son normalmente destruidos al mismo tiempo. Cuando se hace necesario un Retorno, se crea un nuevo cuerpo completo a partir del cultivo, en un TCA (Tanque de Crecimiento Acelerado), y ese cuerpo duplica el original en todos sus aspectos, excepto que su cerebro está en blanco. En aquella masa virgen se sobreimpresiona entonces la matriz grabada, de modo que el individuo retornado posee cada uno de los pensamientos y recuerdos que existían en el original en el momento de su muerte. Entonces se halla en situación de proporcionar la información que el Congreso Mundial en pleno ha decidido que era lo suficientemente importante como para autorizar el Retorno. Una férrea instalación de seguridad protege todo el sistema, que se halla alojado en una fortaleza de medio kilómetro cuadrado de extensión en Dallas.
    —¿Piensa usted que he sido yo quien ha robado las cintas? —pregunté.
    Cruzó y descruzó las piernas, sin mirarme.
    —Admitirá usted que tras todo ello hay un plan, y que de alguna manera parece estar relacionado con usted.
    —Sí. Pero no he sido yo.
    —Admitirá usted que en cierta ocasión fue investigado y acusado de intento de soborno a un oficial del gobierno con vistas a obtener la cinta de su primera mujer, Katherine.
    —No tengo por qué negarlo, puesto que el asunto fue del dominio público. Pero el caso fue sobreseído —dije.
    —Cierto... porque usted podía permitirse el lujo de no importarle una mala publicidad y pagar los mejores abogados, y no había tenido éxito en obtener la cinta, de todos modos. Pero la cinta fue robada pese a todo, y no fue hasta años más tarde que descubrimos que no había sido destruida en la fecha prevista. No hay ninguna forma de probar nada contra usted, ni obtener jurisdicción sobre el lugar donde está residiendo ahora. Y no hay ningún otro medio de alcanzarle.
    Sonreí ante el énfasis en la palabra «alcanzarle». Yo también poseía mi red de seguridad.
    —¿Y qué piensa usted que puedo haber hecho con la cinta, si realmente la he conseguido?
    —Es usted un hombre rico, señor Sandow... uno de los pocos que puede poseer medios para duplicar la maquinaria necesaria para el Retorno. Y su formación...
    —Admito que en un tiempo todo esto pasó por mi mente. Desgraciadamente, no conseguí la cinta, así que mis intenciones no pudieron llegar a realizarse nunca.
    —Entonces, ¿cómo explica usted los otros robos? Se escalonan a lo largo de varios siglos, y siempre involucran a amigos o enemigos suyos.
    —No tengo nada que explicar —dije—, porque no le debo a usted ninguna explicación de nada de lo que hago. Pero sí puedo decirle esto: yo no soy el autor. No tengo las cintas, nunca las he tenido. Hasta ahora no tenía la menor idea de que hubieran desaparecido.
    ¡Pero buen Dios, habían sido robadas las seis!
    —Aceptando por el momento que lo que dice usted sea cierto —observó—, ¿puede darnos alguna pista acerca de quién puede tener el suficiente interés en esas personas como para llegar a tales extremos?
    —No —dije, viendo con mi mente la Isla de los Muertos, y sabiendo lo que iba a descubrir allí.
    —Debo hacerle notar —dijo Briggs—, que no cerraremos el caso hasta que hayamos aclarado todos los extremos y el uso que se ha dado a las cintas.
    —Entiendo —dije—. ¿Puede usted decirme cuántos casos sin cerrar tienen ustedes ahora?
    —El número es lo menos importante —dijo—. Es el principio lo que importa. Nunca los cerraremos.
    —Oí decir que tenían bastantes de ellos —dije—, y que algunos empezaban a oler ya bastante mal.
    —¿Así, se niega usted a cooperar?
    —No «me niego». No puedo. No tengo nada que pueda ofrecerle.
    —¿Y no regresará a la Tierra conmigo?
    —¿Para oír a su jefe repetir todo lo que usted acaba de decirme? No, gracias. Lo siento. Dígale que le ayudaría si pudiera, pero que no veo la forma.
    —De acuerdo. Creo que me iré. Gracias por la cena.
    Se levantó.
    —Puede quedarse aquí esta noche —le dije—, y dormir decentemente en una confortable cama antes de irse.
    Agitó la cabeza.
    —Gracias, pero no me es posible. Me pagan por días, y debo presentar una relación detallada de todo el tiempo que dedico a mi trabajo.
    —¿Y cómo lo hacen para calcular los días cuando viaja usted por el subespacio?
    —Oh, es complicado —dijo.

    Así que esperé el correo. Es una enorme máquina que recoge los mensajes transmitidos con destino a Tierralibre y los convierte en cartas y los entrega al S.& A., que las clasifica y las remite a mi cesta de recepción. Mientras esperaba, hice mis preparativos para la visita a Illyria. Acompañé a Briggs sin abandonarlo ni un segundo en su camino de regreso a la nave, contemplé como penetraba en el aparato, y supervisé su partida desde mi propio sistema de control. Supuse que debería verle algún día, a él o a su jefe, si conseguía descubrir lo que había ocurrido realmente y me decidía a divulgarlo. Era obvio que quien deseaba que yo acudiera a Illyria no lo hacía con el propósito de organizar una reunión amistosa en mi honor. Es por ello que mis preparativos tenían en cuenta muy especialmente la elección de armas. Mientras escogía de entre las más pequeñas y más mortíferas de mi arsenal, no dejaba de pensar en las Cintas de Retorno.
    Biggs estaba en lo cierto, por supuesto. Solo un hombre muy rico podía atreverse a duplicar el costosísimo equipo de Retorno de Dallas. Sin tener en cuenta que sería necesario realizar también labor de investigación, ya que algunas de las técnicas empleadas estaban codificadas como secreto. Busqué candidatos entre mis competidores. ¿Douglas? No. Me odiaba, pero nunca hubiera pensado en un plan tan elaborado para incordiarme si alguna vez decidía que valía la pena hacerlo. ¿Krellson? Lo hubiera hecho de serle posible, pero yo lo vigilaba tan de cerca que estaba seguro de que no había tenido ninguna oportunidad de emprender algo de tal magnitud. ¿Dama Quoil de Rigel? Era virtualmente senil. Sus hijas, que controlaban ahora el imperio, no tendrían el humor de emprender una tan costosa acción como venganza, estaba seguro de ello. ¿Quién, entonces?
    Rebusqué en mis archivos, y no encontré ninguna transacción reciente. Así que envié un espaciograma a la Unidad de Registro Central de aquel distrito estelar. Antes de que me llegara la respuesta, sin embargo, recibí la contestación de Marling a mi mensaje desde Driscoll.
    «Ven inmediatamente a Megapei», decía, y eso era todo. Ninguna de las fiorituras formales características del estilo de escritura pei'ana estaban presentes. Solo aquella simple y escueta orden. Rezumaba urgencia por todas partes. O Marling estaba peor de lo que había sospechado, o mi pregunta había descorrido el velo de algo grande.
    Lo arreglé todo para que el mensaje de la URC me fuera transmitido a Megapei, Megapei, Megapei, y partí inmediatamente.

    IV

    Megapei. Si uno debe elegir un lugar donde morir, elegirá uno que sea confortable. Los pei’anos habían actuado sabiamente en ese aspecto. Según me habían dicho, el lugar era más bien desolado cuando lo descubrieron. Pero lo remodelaron por completo antes de trasladarse a él e instalarse para morir.
    Megapei tiene unos cien mil kilómetros de diámetro en el ecuador, con dos grandes continentes en el hemisferio norte y otros tres más pequeños en el sur. El mayor de los del norte se parece a una tetera inclinada (con la parte alta del asa rota), y el otro recuerda a una hoja de hiedra cuya parte noroeste hubiera sido devorada por una oruga voraz. Estaban separados unos mil trescientos kilómetros el uno del otro, y la parte inferior de la hoja de hiedra penetra unos cinco grados en la zona tropical. La tetera es del tamaño aproximado de Europa. Los tres continentes en el hemisferio sur se parecen a eso, a continentes; es decir, trozos irregulares de verde y gris rodeados por un mar cobalto, que nunca me han recordado ninguna otra cosa. Hay también un buen número de pequeñas islas, varias de ellas de bastante extensión, esparcidas por todo el planeta. Los casquetes polares son pequeños, y su zona de influencia escasa. La temperatura es agradable, puesto que el plano de la eclíptica está muy próximo al ecuador. Todos los continentes poseen alegres playas y agradables montañas, y entre ellas el más placentero hábitat que uno pueda imaginar. Los pei'anos lo habían decidido así.
    No hay grandes ciudades, y la ciudad Megapei, en el continente Megapei, allá en Megapei, no es una gran ciudad. (El continente Megapei es la hoja de hiedra medio devorada. La ciudad Megapei está al borde del mar en medio de esa mordedura). No hay dos casas en el interior de la ciudad que estén más próximas de un kilómetro la una de la otra.
    Orbité dos veces el planeta, porque deseaba contemplar y admirar aquella obra maestra. Como siempre, no podía ver ningún cambio apreciable. Eran mis maestros en la práctica del viejo arte, y siempre lo serían.
    Los recuerdos volvían a mí, aquellos felices días perdidos para siempre antes de que me convirtiera en un hombre rico y famoso y odiado. La población total del planeta no alcanzaba el millón de habitantes. Probablemente podría acudir allí y perderme allá abajo, como había hecho una vez, y quedarme en Megapei para el resto de mis días. Sabía que no lo haría. No todavía, al menos. Pero a veces es agradable soñar con los ojos abiertos.
    En mi segunda pasada, penetré en la atmósfera, y tras un tiempo los vientos cantaron a mi alrededor, y el cielo cambió de índigo a violeta y luego a un puro azul oscuro, con pequeños manojos de cirros suspendidos entre la existencia y la nada.
    El terreno donde aterricé se hallaba en las proximidades de la morada de Marling. Cerré y aseguré la nave y anduve en dirección a su torre, llevando conmigo una pequeña maleta. Estaba aproximadamente a un kilómetro y medio de distancia.
    Mientras andaba siguiendo el familiar camino, sombreado por árboles de anchas hojas, me puse a silbar suavemente, y muy pronto un pájaro imitó mis notas. Podía oler el mar, pese a que aún no podía verlo. Todo estaba como hacía tantos años, en los días en que me había empeñado en la imposible tarea de competir con los dioses, con la única esperanza de hallar el olvido, encontrando finalmente algo muy distinto.
    Los recuerdos, como empañadas diapositivas, se fueron iluminando repentinamente a medida que iba encontrando, sucesivamente, una enorme roca musgosa, un gigantesco árbol partan, un crybbl (un animal de color gris lavanda, del tamaño de un caballo pequeño, con largas orejas y cola y una diadema de púas rosadas) que se alejó dando rápidos saltos, una vela amarilla —cuando el mar se hizo visible—, luego el embarcadero de Marling, allá en la bahía, y finalmente su propia torre, completa, malva, serena, severa, alta, erguida sobre las olas, bajo el cielo inundado de sol, nítida como un pico y antigua, mucho más antigua que yo.
    Corrí los últimos cien metros, y golpeé la verja de entrada que cubría el arco que daba acceso al pequeño patio delantero.
    Tras quizá unos dos minutos, un joven pei'ano al que no conocía acudió y se detuvo y me miró desde el otro lado. Hablé en pei'ano y le dije:
    —Mi nombre es Francis Sandow, y he venido a ver a Dra Marling.
    Al oír aquello, el pei'ano abrió inmediatamente la verja. Esperó a que yo hubiera entrado (pues tal es su costumbre) antes de responder:
    —Sé bienvenido, Dra Sandow. Dra Marling te recibirá cuando haya sonado la campana de las mareas. Déjame mostrarte un lugar donde descansar y tomar algo refrescante. —Le di las gracias, y le seguí por la escalera de caracol.
    Tomé una comida ligera en la habitación donde me condujo. Me quedaba más de una hora antes de la inversión de la marea, así que encendí un cigarrillo y miré al océano a través de la amplia y baja ventana junto a la cama, con los codos apoyados en el alféizar, más duro que el plástico intermetalizado y de color gris.
    Es extraño vivir así, ¿saben? ¿Una raza capaz de casi todo, un hombre llamado Marling capaz de construir mundos? Quizá. Marling podía haberse hecho más rico que Bayner y yo juntos multiplicado por diez, si hubiera querido. Pero en lugar de ello escogió una torre en un promontorio dominando el mar, con un bosque a su espalda, y decidió vivir allí hasta su muerte, y eso estaba haciendo. No intentaré buscar una justificación moral, como el deseo de alejarse de las razas supercivilizadas que se estaban esparciendo por la galaxia, o la repugnancia hacia cualquier tipo de sociedad y el deseo de reunirse con sus semejantes. Cualquiera de estas cosas sería un exceso de simplificación. Estaba allí porque había deseado estar allí, y era inútil querer analizar el hecho. Sin embargo, Marling y yo éramos hermanos en espíritu, pese a las diferencias en nuestras respectivas fortalezas. Él lo supo mucho antes que yo, aunque nunca he llegado a comprender cómo supo que el poder podía alojarse en aquel desamparado alienígena que un día vino a llamar a su puerta, hace ya siglos.
    Cansado de vagar, aterrado por el Tiempo, acudí a buscar consejo a aquella raza que, según se decía, era la más antigua del universo. Es difícil explicar lo aterrado que estaba. Ver morir todo a mi alrededor... no creo que ninguno de ustedes sepa lo que es. Por eso acudí a Megapei. ¿Desean que les hable un poco de mí mismo? ¿Por qué no? Esos eran precisamente mis pensamientos, mientras aguardaba al sonido de la campana.
    Nací en el planeta Tierra, a mitad del siglo veinte, ese período en la historia de la raza en el cual el hombre consiguió echar a un lado las inhibiciones y los tabúes acumulados sobre él por la tradición, y descubrir, tras un breve lapso de tiempo, que esto no representaba la menor diferencia. Seguía tan vulnerable a la muerte como siempre, y enfrentado a lo largo de toda su vida a los mismos mortales problemas con que se había enfrentado antes, incluido el hecho de que Malthus tenía razón. Abandoné al final de mi segundo año el indefinido colegio mayor donde estudiaba para alistarme en el ejército, en compañía de mi hermano menor, que acababa de salir de la escuela. Así fue como descubrí la bahía de Tokio. Más tarde regresé a la escuela para estudiar ingeniería, decidí que era un error y me salí, luego regresé para consagrarme a la medicina. En algún lugar a lo largo de aquella línea me descubrí interesado por las ciencias de la vida, decidí doctorarme en biología, y mientras estudiaba sentí un creciente interés por la ecología. En 1991 tenía veintiséis años. Mi padre había muerto y mi madre se había vuelto a casar. Me enamoré de una chica, le propuse casarnos, fui rechazado, y el desengaño me llevó a presentarme voluntario para uno de los primeros intentos de alcanzar otro sistema solar. Mis mezclados antecedentes académicos hicieron que fuera admitido, y fui hibernado para un viaje de siglos de duración. Llegamos a Barton, y fundamos una colonia. Sin embargo, antes de haber transcurrido un año fui atacado por una enfermedad local contra la que no había cura, y cuyo nombre no recuerdo. Fui hibernado de nuevo en mi frío tanque, a la espera de alguna eventual terapia. Veintidós años más tarde, fui despertado y curado. Mientras tanto habían llegado ocho nuevas naves cargadas de colonos, y un nuevo mundo se abría ante mí. Cuatro nuevas naves llegaron aquel mismo año, y solamente dos se quedaron. Las otras dos estaban de paso hacia un sistema más lejano, para reunirse con una colonia de más reciente creación. Pude subir a bordo de una de ellas cambiando el puesto con un colono al que le daba repeluznos seguir el viaje. Aquella era una ocasión única, o al menos eso era lo que yo creía, y como sea que ni siquiera podía recordar ya el rostro —y ni siquiera el nombre— de la chica que había ocasionado mi decisión inicial, mi deseo de ir más allá era motivado tan solo, estoy seguro de ello, por la curiosidad, y por el hecho de que el medio ambiente en el que me hallaba había sido ya dominado, y sin que yo hubiera tomado en ello la menor parte. Empleé un siglo y cuarto de helado sueño en alcanzar el mundo de mi nuevo destino, y el lugar no me gustó. Así que tan solo ocho meses después firmé para un nuevo periplo... un viaje de doscientos setenta y seis años hacia Bifrost, que era el puesto de avanzada más alejado de la humanidad, si podíamos mantenerlo. Bifrost era desolado y siniestro y me aterró, convenciéndome de que quizá yo no estaba hecho para convertirme en colono. Emprendí otro viaje para alejarme de allí, y ya era demasiado tarde. Los hombres estaban de repente por todos lados en la galaxia, se habían contactado razas alienígenas inteligentes, los viajes interestelares eran asunto de semanas o meses en lugar de siglos. ¿Divertido? Creo que sí. Pensé que todo aquello era una enorme broma. Entonces fui señalado como probablemente el hombre más viejo aún en vida, sin la menor duda el único superviviente del siglo veinte. Me hablaron de la Tierra. Me mostraron fotos. Entonces dejé de reír, ya que la Tierra se había convertido en un mundo distinto. Me sentí de pronto auténticamente solo. Todo lo que había aprendido en mis estudios parecía medieval. ¿Qué podía hacer? Regresé para verlo por mí mismo. Volví a la escuela, descubrí que aún podía seguir aprendiendo. Pero seguía teniendo miedo, todo el tiempo. Me sentía desplazado. Entonces oí de algo que podía darme un asidero en el tiempo, lo único que podía salvarme del sentimiento de ser el último superviviente de Atlantis paseándose por Broadway, lo único que podía hacerme superior al extraño mundo en el que me había sumergido. Oí hablar de los pei’anos, una raza recientemente descubierta y en relación con la cual todas las maravillas del siglo veintisiete en la Tierra —incluidos los tratamientos que habían añadido un par de siglos a mis expectativas de vida— parecían historia antigua. Así que me dirigí a Megapei, Megapei, Megapei, a punto de perder la razón, llamé a una torre elegida al azar, grité en la puerta hasta que alguien me respondió, y entonces dije:
    —Enséñeme, por favor.
    Había ido a llamar a la torre de Marling, aunque entonces no lo supiera... Marling, uno de los veintiséis Nombres aún vivos.
    Cuando la campana de las mareas sonó, el joven pei'ano acudió a por mí y me condujo hasta la cima de la torre por la escalera de caracol. Penetró en la habitación y se detuvo, y oí la voz de Marling saludarle.
    —Dra Sandow está aquí para verte —dijo el joven.
    —Entonces ruégale que entre.
    El joven pei'ano cruzó de nuevo la puerta y dijo:
    —Te ruega que entres.
    —Gracias.
    Entré.
    Marling estaba sentado de espaldas a mí, frente a la ventana que daba al mar, tal como esperaba hallarlo. Las tres amplias paredes de su habitación en forma de abanico eran de un color verde pálido, parecido al jade, y su cama era larga, baja y estrecha. Una de las paredes era una enorme consola, algo polvorienta. Y la pequeña mesilla de noche, que no debía haberse movido de allí en siglos, estaba todavía adornada con la figurilla naranja que evocaba un delfín cornudo en mitad de un salto.
    —Dra, buenas tardes— dije.
    —Acércate para que pueda verte.
    Rodeé su silla y me detuve frente a él. Estaba muy delgado, y su piel era muy oscura.
    —Has venido rápido —dijo, con sus ojos recorriendo mi rostro.
    Asentí.
    —Dijiste «inmediatamente».
    Emitió un silbido ronco, el equivalente pei'ano de la risa, y dijo:
    —¿Cómo has tratado a la vida?
    —Con respeto, deferencia y temor.
    —¿Y tu trabajo?
    —Ahora estoy entre dos contratos.
    —Siéntate.
    Me señaló una banqueta junto a la ventana, y la acerqué a él y me senté.
    —Cuéntame lo que ha ocurrido.
    —Fotos —dije—. He estado recibiendo fotos de gente a la que he conocido, gente que hace tiempo que está muerta. Todos ellos murieron en la Tierra, y recientemente he sabido que sus Cintas de Retorno fueron robadas. Así que es posible que estén vivos, en algún lugar. Entonces recibí esto.
    Le tendí la letra firmada «Verde Verde». La tomó, la acercó a sus ojos, y la leyó lentamente.
    —¿Sabes dónde está la Isla de los Muertos? —preguntó.
    —Sí; en uno de los mundos que construí.
    —¿Vas a ir allí?
    —Sí. Debo hacerlo.
    —Verde Verde es, creo, Verdver-tharl de la ciudad de Dilpei. Te odia.
    —¿Por qué? Ni siquiera le conozco.
    —Eso no importa. Tu existencia lo ofende, así que naturalmente piensa en vengar esa afrenta. Es lamentable.
    —Eso es lo que yo digo. Especialmente si tiene éxito. ¿Pero, en qué puede haberlo ofendido mi existencia?
    —Tu eres el único alienígena portador de Nombre. Hubo un tiempo en que se creía que tan solo un pei'ano podía dominar el arte que tu aprendiste... y no cualquier pei'ano es capaz de hacerlo, por supuesto. Verdver realizó sus estudios y los completó. Él debía ser el veintisieteavo. Pero desgraciadamente falló la última prueba.
    —¿La última prueba? Creía que se trataba tan solo de una formalidad.
    —No. Puede habértelo parecido a tí, pero no es así. De modo que, tras medio siglo de estudios con Delgren de Dilpei, no fue confirmado en la profesión. Aquello lo amargó. A menudo hablaba del hecho de que el último hombre admitido ni siquiera era pei'ano. Luego abandonó Megapei. Con su entrenamiento, por supuesto, no tardó en enriquecerse.
    —¿Cuánto tiempo hace de eso?
    —Varios cientos de años. Quizá seis.
    —¿Y crees que ha pasado todo ese tiempo odiándome y planeando su venganza?
    —Sí. Nada lo apresuraba, y una buena venganza requiere una elaborada preparación.
    Siempre resulta extraño oír a un pei'ano hablar así. Aunque eminentemente civilizados, han hecho de la venganza una forma de vida. Es sin la menor duda otra de las razones de que ahora haya tan pocos pei'anos. Algunos de ellos poseen actualmente libros de venganza... largas y elaboradas listas de todos aquellos que deben ser castigados, completas con informes de los progresos en cada esquema de venganza. Una venganza, para tener valor a los ojos de un pei'ano, debe ser complicada, cuidadosamente planeada y puesta en marcha, y debe llegar a su final con la máxima precisión varios años después de la afrenta que la ha puesto en movimiento. Me fue explicado que su placer reside precisamente en el planeamiento y en la anticipación. La muerte, la locura, el desfiguramiento o la humillación resultantes es secundario. Marling me había confiado en una ocasión que él había llevado a cabo tres venganzas que habían durado cada una de ellas más de mil años, y aquel no era el récord. Es realmente una forma de vivir. Lo conforta a uno, proporcionándole un objeto de contemplación que le anima cuando todas las demás cosas son más bien decepcionantes; rinde una cierta satisfacción cuando los factores se van alineando uno tras otro, pequeños triunfos que se van acumulando hasta la hora de la realización final; y constituye también un placer estético —algunos hablan incluso de una experiencia mística— cuando la situación se produce y la trampa cuidadosamente preparada se cierra. Los niños son educados en el sistema desde su primera edad, ya que es necesario familiarizarse con él para alcanzar una edad avanzada. Yo tuve que aprenderlo apresuradamente, y me faltaban algunos de los puntos esenciales.
    —¿Tienes alguna sugerencia que hacerme? —pregunté.
    —Puesto que es inútil huir a la venganza de un pei'ano —me dijo—, te recomendaría que lo localizaras inmediatamente y lo desafiaras a una marcha a través de la noche del alma. Puedo proveerte con algunas raíces frescas de glitten antes de que te vayas.
    —Gracias. No estoy realmente versado en todo eso, ya lo sabes.
    —Es fácil, y uno de vosotros dos morirá, lo cual resolverá vuestros problemas. Si él acepta, no tienes que preocuparte por nada. Caso de ser tú el que mueras, serás vengado por mis herederos.
    —Gracias, Dra.
    —De nada.
    —¿Y qué hay acerca de Belion con respecto a Verdver?
    —Está aquí.
    —¿Y cómo es ello?
    —Han realizado su propio trato, los dos.
    —¿Y...?
    —Es todo lo que sé.
    —¿Crees que aceptará la marcha conmigo?
    —No lo sé. —Y luego—: Contemplemos cómo suben las aguas —dijo, y yo me giré e hice lo que me indicaba, hasta que él habló de nuevo, quizá media hora más tarde.
    —Esto es todo —dijo.
    —¿No hay nada más?
    —No.
    El cielo se oscureció hasta que ya no hubo más velas. Podía oír el mar, podía olerlo, y allí estaba, negro, tumultuoso, reflejando las estrellas en la distancia. Sabía que muy pronto un pájaro invisible lanzaría su grito, y así lo hizo. Durante un largo momento me refugié en un rincón adecuado de mi mente, examinando una serie de cosas que había dejado allí hacía mucho tiempo y luego había olvidado, y algunas otras cosas que nunca había terminado de comprender por completo. Mi Gran Árbol se tambaleaba, el Valle de las Sombras se difuminaba, y la Isla de los Muertos era tan solo un amasijo de rocas arrojado allí en medio de la bahía y hundiéndose sin siquiera agitar las aguas. Estaba solo, estaba absolutamente solo. Sabía cuales iban a ser las próximas palabras que iba a oír; y, poco después, las oí.
    —Viaja conmigo esta noche —dijo Marling.
    —Dra...
    Nada. Entonces añadí:
    —¿Ha de ser precisamente esta noche?
    Nada.
    —¿Dónde residirá entonces Lorimel el de las Numerosas Manos?
    —En la feliz nada, para regresar luego, como siempre.
    —¿Y tus deudas, y tus enemigos?
    —Todo está reglado.
    —Habías hablado del próximo año, en la quinta estación.
    —Esto ha cambiado ahora.
    —Ya veo.
    —Pasaremos esta noche conversando, hijo de la Tierra, para que pueda revelarte mis últimos secretos antes de nacer el sol. Siéntate. —Y así lo hice, a sus pies, como en los lejanos días vistos a través del humo de la memoria, cuando yo era joven, muy joven. Él empezó a hablar, y yo cerré mis ojos y escuché.
    Él sabía lo que estaba haciendo, sabía lo que buscaba. Pero esto no me impedía sentir miedo y tristeza al mismo tiempo. Me había elegido para ser su guía, el último ser vivo al que iba a ver. Era el mayor honor que se le puede conceder a un hombre, y yo no era digno de él. No había usado las cosas que había recibido tan bien como se esperaba de mí. Había desperdiciado muchas de mis posibilidades. Y sabía que él lo sabía. Pero no tenía importancia. Yo era el elegido. Lo cual hacía de él la única persona en toda la galaxia capaz de recordarme a mi propio padre, muerto hacía más de mil años. Me había perdonado todas mis ofensas.
    El miedo y la tristeza...
    ¿Por qué ahora? ¿Por qué había elegido aquel momento?
    Porque no podía haber ningún otro.
    En la estimación de Marling, era obvio que yo estaba abocado a una aventura de la que probablemente no iba a regresar. Aquel iba a ser pues nuestro encuentro definitivo. «Iré contigo y seré tu guía, ya que necesitas que yo esté a tu lado». Una buena frase para el Miedo, aunque hubiera sido dicha por la Sabiduría. Ambas tienen muchas cosas en común, si uno se para a considerarlas.
    Y también el miedo.
    Pero no hablamos ni de él ni de la tristeza. No hubiera sido adecuado. Hablamos durante un tiempo de los mundos que habíamos creado, de los lugares que habíamos edificado y visto poblarse, de todas las ciencias involucradas en el hecho de transformar un amasijo de piedras en un lugar habitable y, finalmente, hablamos del arte. El juego de la ecología es mucho más complicado que cualquier juego de ajedrez, va mucho más allá de las mejores formulaciones de cualquier computadora. Ello es debido a que, en última instancia, los problemas son de naturaleza estética antes que científica. Todo el poder del pensamiento encerrado tras las siete puertas de la cámara del cráneo es realmente solicitado; pero el factor determinante sigue siendo lo que debemos describir, a falta de un término. mejor, como inspiración. Hablamos de esas inspiraciones, de las muchas que habíamos tenido, y el viento nocturno se elevó del mar, tan frío y penetrante que tuve que cerrar las ventanas y encender un pequeño fuego, que llameó como algo sagrado en aquel lugar rico en oxígeno. No puedo recordar ninguna de las palabras que fueron pronunciadas aquella noche. Tan solo, preservadas en mi interior, se hallan las imágenes mudas que compartimos, convertidas ahora en un recuerdo, empañadas por la distancia y el tiempo. «Esto es todo», como había dicho Marling, y tras un tiempo fue el amanecer.
    Cuando surgieron los primeros resplandores del agua me entregó las raíces de glitten, permaneció sentado durante un tiempo, y luego hizo los últimos preparativos.
    Unas tres horas más tarde, llamé a los sirvientes y les ordené que fueran a llamar a las plañideras y que enviaran un grupo a las montañas para abrir la cripta funeraria de la familia. Utilizando el equipo de Marling, envié mensajes formales a los otros veinticinco Nombres Aun Vivos, y a todos los amigos, familiares y conocidos que él había especificado que deseaba estuvieran presentes. Entonces preparé el viejo y verde oscuro cuerpo que había llevado, bajé a la cocina para desayunar, fumé un cigarro y caminé al borde del mar, donde las velas púrpuras y amarillas se destacaban de nuevo sobre el horizonte, llegué a un pequeño charco dejado por la marea, me senté a su lado, y fumé.
    Me sentía como abotagado. Esta es la mejor forma en que puedo expresarlo. Ya había venido allí antes, había vuelto al mismo lugar que otras veces, y como otras veces me alejaba con una sensación indescifrable en mi alma. Me hubiera gustado sentir en aquel momento de nuevo tristeza o miedo... pero no sentía nada. Nada, ni siquiera rabia. Quizá viniera más tarde, pensé, era seguro; pero por el momento yo era demasiado joven o demasiado viejo.
    ¿Por qué el día era tan brillante y el mar espejeaba de aquella manera ante mí? ¿Por qué el aire ardía, salado y placentero, a través de mí, y los gritos de la vida en el bosque me llegaban como música a mis oídos? La naturaleza no es tan compasiva como quieren hacernos creer los poetas. Tan solo algunos seres se sienten a veces emocionados cuando tú cierras tus puertas para no volver a abrirlas jamás. Me quedaría en Megapei, Megapei, Megapei, y escucharía la letanía de Lorimel el de las Numerosas Manos mientras las flautas viejas de mil años la cubrían como un lienzo cubre una estatua. Entonces Shimbo marcharía otra vez a las montañas, en procesión con los demás, y yo, Francis Sandow, asistiría a la apertura de la caverna y, en el gris, carbón, y negro, al cierre de la cripta. Me quedaría algunos pocos días más, para ayudar a ordenar los asuntos de mi maestro, y luego partiría hacia mi próximo viaje. Si terminaba de la misma forma... bien, es la vida.
    Demasiados pensamientos nocturnos a media mañana. Me levanté y regresé a la torre, a esperar.
    En los días que siguieron, Shimbo anduvo de nuevo. Recuerdo el trueno, como en un sueño. Había el trueno y las flautas y los feroces jeroglíficos de los relámpagos por encima de las montañas, bajo las nubes. Esta vez la Naturaleza lloraba, ya que Shimbo conducía el duelo. Recuerdo la procesión verde y gris avanzando a través del bosque hasta el lugar donde terminan los árboles y la tierra se convierte en rocas. A medida que andaba, tras la chirriante carreta, con la máscara de portador de Nombre sobre mi rostro, el chamuscado manto del duelo sobre mis hombros, llevaba entre mis manos la máscara de Lorimel, con una banda de tejido oscuro sobre los ojos. Ya no resplandecería más en los templos, salvo si algún otro escogía el Nombre. Pero yo sabía que había brillado intensamente por un momento, en el instante de su muerte, en todos los templos del universo. Luego la última puerta había sido cerrada, gris, carbón, y negro. Un extraño sueño, ¿no?
    Cuando todo hubo concluido, permanecí en la torre por una semana, tal como se esperaba de mí. Ayunaba, y mis pensamientos eran solo míos. Durante aquella semana, me llegó un mensaje de la Unidad de Registro Central, vía Tierralibre. No lo leí hasta el último día, y cuando lo hice supe que Illyria era actualmente propiedad de la Compañía de Desarrollo Verde.
    Antes de finalizar el día había podido confirmar desde allí que la Compañía de Desarrollo Verde pertenecía a Verdver-tharl, originario de Dilpei, ex estudiante de Delgren de Dilpei que era portador del Nombre Clice, de Cuya Boca Surgen los arco iris. Llamé a Delgren y le pedí para vernos el día siguiente por la tarde. Luego finalicé mi ayuno y dormí durante largo, largo tiempo. No hubo ningún sueño que pueda recordar.

    Malisti no había descubierto nada ni a nadie en Driscoll. Delgren de Dilpei me fue de muy poca ayuda, ya que no había visto a su antiguo pupilo hacía siglos. Dio a entender que estaba planeando una sorpresa para Verdver si alguna vez este regresaba a Megapei. Me pregunté si sus sentimientos y sus planes serían recíprocos.
    Pero todo aquello eran cosas que no me importaban. Mi tiempo en Megapei había llegado a su fin.
    Lancé la Modelo T hacia el cielo y la aceleré hasta que espacio y tiempo dejaron de ser espacio y tiempo. Entonces proseguí.

    Anestesié el dedo medio de mi mano izquierda y lo abrí para implantar un cristal de láser y un circuito piezoeléctrico, cerré la incisión, y vendé la mano durante cuatro horas con una venda regeneradora. No quedó ninguna cicatriz. Sentiría una fuerte quemadura y perdería un trozo de piel si tenía que usarlo, pero si extendía aquel dedo, cerraba los demás y giraba mi mano con la palma hacia arriba, el rayo emitido era capaz de atravesar un bloque de granito de sesenta centímetros de grueso. Empaqueté algunas raciones, un botiquín y las raíces de glitten en una mochila ligera, que situé cerca de la compuerta. No iba a necesitar brújula ni mapas, por supuesto, pero era aconsejable llevar algunos fósforos, una hoja de plástico, una linterna manual y unas gafas de visión nocturna. Lo preparé todo, repasando atentamente mis planes.
    Decidí no descender en la Modelo T, sino dejarla en órbita y utilizar un trineo anti-g. Calculaba que estaría una semana illyriana en la superficie. Así que dejé instrucciones a la T para que descendiera finalizado este tiempo y se situara sobre el más potente de los nódulos energéticos... y que a partir de entonces regresara cada día al mismo lugar.
    Dormí. Comí. Esperé. Odié.
    Entonces un día llegó un sonido zumbante, que luego se convirtió en un plañido. Luego silencio. Las estrellas caían como una lluvia de pedrisco, luego se inmovilizaron con relación a mí. Directamente enfrente, una empezó a brillar con más fuerza que las demás.
    Verifiqué la posición de Illyria y me dirigí hacia el lugar de mi cita.
    Un par de vidas o de días más tarde, lo contemplé: un pequeño mundo verde ópalo, con brillantes mares e incontables bahías, calas, lagos y fiordos; una lujuriante vegetación en los tres continentes tropicales, frescos bosques y numerosos lagos en los cuatro continentes templados; ninguna montaña realmente alta, pero gran cantidad de colinas; nueve pequeños desiertos, para dar un poco de variedad; un río repleto de meandros, la mitad de largo que el Mississippi; un sistema de corrientes oceánicas del cual estaba realmente orgulloso; y una cadena de montañas de ochocientos kilómetros de largo que había erigido entre dos continentes, tan solo debido a que los geólogos odian esto tanto como lo adoran los antropólogos. Observé un sistema tormentoso desarrollarse cerca del ecuador, avanzar hacia el norte, dispersar su carga sobre el océano. Una tras otra, a medida que me acercaba, sus tres lunas —Flopsus, Mopsus y Kattontallus— eclipsaron parcialmente el planeta.
    Situé la Modelo T en una enorme órbita elíptica, más allá de la luna más alejada; y, esperaba, más allá también del alcance de cualquier sistema de detección. Luego trabajé en la resolución del problema de los descensos... primero el mío, y luego los de la propia nave.
    Luego controlé mi posición, conecté una alarma para que me despertara, y me eché a dormir.
    Cuando desperté, hice una visita al lavabo, comprobé el funcionamiento del trineo, revisé mi equipo. Tomé un baño ultrasónico y me vestí con una camisa y un pantalón negros de un tejido sintético que repele el agua y cuyo nombre nunca consigo recordar, pese a que es fabricado por una de mis compañías. Luego me puse lo que yo llamo botas de combate, aunque todo el mundo las llama actualmente botas de excursión, y metí dentro de ellas los bajos de mis pantalones. Luego le tocó el turno a un cinturón de piel suave, cuyas dos hebillas podían servir de empuñadura al hilo de estrangular que se hallaba disimulado en la costura central. Sujeté una pistolera al lado derecho, donde metí una pistola láser, y anclé en la parte de la espalda una hilera de pequeñas granadas. Me coloqué al cuello un colgante, con una bomba en miniatura en su interior, y en mi muñeca derecha sujeté un reloj ajustado al tiempo de Illyria y provisto de un spray de gas paralizante que actuaba cuando se movían manualmente las agujas hasta la posición de las nueve en punto. Un pañuelo, un peine y los restos de una pata de conejo con más de mil años de antigüedad fueron a parar a mis bolsillos. Estaba listo.
    Pero tenía que esperar aún. Pensaba descender de noche, moviéndome como algo que cae naturalmente del cielo, sobre el continente Splendida, de tal modo que tomara contacto con el suelo no más cerca de cien kilómetros y no mas lejos de trescientos de mi destino.
    Sujeté la mochila a mi hombro, fumé un cigarrillo, y me dirigí hacia el compartimiento del trineo. Me metí en el habitáculo en forma de semiburbuja, lo sellé sobre mí, sentí un ligero chorro de aire justo encima de mi cabeza, una pequeña oleada de calor justo debajo de mis pies. Pulsé el botón que ponía en funcionamiento el trineo.
    La compuerta exterior se abrió, y contemplé el creciente de luna en que se había convertido mi planeta. La T me soltaría en el momento adecuado; el trineo se pondría en marcha cuando fuera necesario. Yo tan solo tendría que controlar el planeo una vez hubiéramos entrado en la atmósfera. Debido a los elementos anti-g a bordo, el trineo y yo no pesábamos más que unos pocos kilos. Poseía timones, alerones, estabilizadores; y también velas y paracaídas. Era menos un planeador que un velero para ser usado en un océano de tres dimensiones. Y yo esperaba en él y contemplaba como el oleaje de la noche cubría al día sobre Illyria. Mopsus apareció en mi campo de visión; Kattontallus desapareció de él. Mi tobillo derecho empezó a picarme.
    Mientras lo rascaba, una luz azul se encendió sobre mi cabeza. Sujeté mi cinturón de seguridad. La luz azul se apagó, y se encendió una roja.
    Mientras me relajaba, sonó el zumbador y la luz roja se apagó, y sentí como la coz de una mula en el trasero, y luego las estrellas estuvieron a todo mi alrededor, la oscura Illyria a mis pies, y ninguna compuerta por donde mirar.
    Luego empecé a derivar, no hacia abajo sino hacia adelante. No cayendo sino tan solo moviéndome, e incluso era una sensación indetectable si cerraba los ojos. El mundo era un pozo, un negro agujero. Crecía lentamente. El calor había llenado la cápsula, y los únicos sonidos audibles eran el latir de mi corazón, mi respiración, el chorro del renovador de aire.
    Cuando giré mi cabeza, ya no pude ver a la Modelo T. Bien.
    Hacía años que no había utilizado un trineo anti-g para otros propósitos que no fueran de diversión. Y cada vez que lo hacía, como ahora, mi mente retrocedía hasta un cielo con los primeros temblores del alba, y el rugido del mar, y el olor acre del sudor, y el regusto amargo de la dramamina en mi garganta, y el crepitar del fuego de la artillería en el momento en que los primeros vehículos de desembarco embarrancaban en la playa. Entonces, como ahora, me secaba las palmas en las rodillas, rebuscaba en mi bolsillo lateral izquierdo y palpaba la pata de conejo que llevaba allí. Era divertido. Mi hermano también tenía una. Hubiera disfrutado con un trineo anti-g. Siempre le habían gustado los aviones, los planeadores y los barcos. Siempre le había gustado el ski náutico y el escafandrismo y las acrobacias y las acrobacias... y era por ello por lo que se había alistado en la Aviación, y era probablemente también por ello por lo que le dieron de lleno. Uno no puede esperar mucho de una asquerosa pata de conejo.
    Las estrellas empezaron a brillar como el amor de Dios, frías y distantes, tan pronto como bajé el filtro de la burbuja para bloquear la luz del sol. Sin embargo, Mopsus seguía capturando la luz y enviándola al fondo del pozo. Ocupaba la órbita media. Flopsus estaba más cerca del planeta, pero en aquel momento estaba justamente en el otro lado. Generalmente originaban mares tranquilos, pero cada veinte años aproximadamente creaban un magnífico espectáculo de mareas cuando las tres entraban en conjunción. Islas de coral aparecían entonces en repentinos desiertos púrpura y naranja, cuando las aguas se retiraban, se elevaban, se convertían en verdes montañas, se movían a todo alrededor del mundo; y piedras y osamentas y peces y restos diversos se amontonaban como las huellas de Proteo, y luego venían los vientos, y los cambios de temperatura, y las inversiones, las llanuras de nubes, las catedrales en el cielo; y entonces llegaban las lluvias, y las montañas líquidas se derramaban sobre el suelo, y las hechizadas ciudades se desmoronaban y las mágicas islas regresaban a las profundidades, y Proteo, Dios sabe dónde, estallaba en una risotada que era como un trueno, mientras cada brillante relámpago del tridente de Neptuno calentado al rojo blanco descendía, crepitaba, descendía, crepitaba. Y uno tenía que frotarse los ojos.
    Ahora Illyria era como un rayo de luna sobre un tejido vaporoso. En alguna parte, muy pronto, una criatura felina se desperezaría en su sueño. Se despertaría, tensaría sus músculos, se levantaría, y partiría de caza. Tras un cierto tiempo, miraría por un momento al cielo, a la luna y más allá de la luna. Entonces un murmullo recorrería los valles, y las hojas se agitarían en los árboles. Todos ellos sentirían mi llegada. Nacidos de mi sistema nervioso, fraccionados de mi propio ADN, modelados en su célula inicial por el único poder de mi mente, sentirían mi llegada, todos ellos. Una anticipación... Sí, hijos míos, estoy llegando. Porque Belion se ha atrevido a andar entre vosotros...
    Descendía.
    Si tan solo se hubiera tratado de un hombre, allá en Illyria, esperando a por mí, la cosa hubiera sido fácil. Pero tal como era, sabía que mis armamentos eran tan solo un cebo. Si se hubiera tratado tan solo de un hombre, ni siquiera me hubiera preparado. Pero Verde Verde no era un hombre; no era ni siquiera un pei'ano... lo cual ya sería temible de por sí. Era mucho más que uno y otro.
    Portaba un Nombre, aunque impropiamente; y los portadores de Nombre pueden influenciar sobre todas las cosas vivas, incluso los elementos que los rodean, cuando se funden con la sombra que yace tras el Nombre. No estoy haciendo teología. He oído algunas explicaciones más o menos científicas respecto a ello, si uno quiere admitir la mezcla de una esquizofrenia voluntaria con un complejo de dios y facultades extrasensoriales. Mézclese a ello el número de años de entrenamiento que necesita un creador de mundos, y el número de candidatos que fracasan, y el cuadro queda completo.
    Sabía que lo que me disgustaba de Verde Verde era que hubiera escogido mi mundo para la confrontación. Ignoraba lo que había hecho a su alrededor, y esto me preocupaba. ¿Qué cambios había efectuado? Había elegido el cebo perfecto. ¿Cuan perfecta era la trampa? ¿Qué ventaja tenía sobre mí? De todos modos, él no podía estar tampoco seguro de nada, no contra otro Nombre. Como tampoco podía estarlo yo.
    ¿Han asistido ustedes alguna vez al combate de dos betta splendens, los peces luchadores de Siam? No es como la lucha de gallos o el combate de dos perros o el duelo de la cobra y la mangosta, o cualquier otra cosa que se pueda poner como ejemplo. Es algo único en el mundo. Colocas a dos machos en la misma pecera. Se mueven rápidamente, desplegando sus brillantes aletas como sombras rojas, azules, verdes, expandiendo sus membranas branquiales. Así dan la sensación de que su tamaño aumenta bruscamente. Entonces se acercan el uno al otro lentamente, permanecen lado a lado durante quizá un cuarto de minuto, derivando. Luego, de repente, se mueven, tan rápidos que el ojo no puede captar lo que ha ocurrido. Luego, lenta y apaciblemente, siguen derivando de nuevo. Luego de nuevo el coloreado aletear. Luego el derivar. Luego el movimiento. Y así sucesivamente. Las coloreadas aletas son engañosas. Parece que no ocurra nada. Pero al cabo de un tiempo, un halo rojizo rodea a los dos contendientes. Otro movimiento agitado. Luego lentos. Entonces uno se da cuenta de que sus mandíbulas están encajadas la una en la otra. Pasa un minuto, quizá dos. Entonces uno de los peces abre sus mandíbulas y se aleja agitando sus aletas. El otro sigue derivando.
    Así es como veía lo que iba a suceder.
    Rebasé la luna, y la oscura masa del planeta que crecía ante mí me ocultó las estrellas. A medida que me acercaba, mi descenso iba haciéndose más lento. Los instrumentos bajo el casco fueron activados, y cuando finalmente entré en la parte superior de la atmósfera estaba planeando suavemente. La luz de la luna reflejándose en los cientos de lagos daba la impresión de monedas en el fondo de una oscura piscina.
    Busqué señales de luz artificial, no detecté ninguna. Flopsus apareció sobre el horizonte, añadiendo su luz a la de su hermana. Tras quizá media hora, empecé a distinguir los rasgos más sobresalientes del continente. Los combiné con mis recuerdos y mi instinto, y empecé a orientar el trineo.
    Como una hoja cayendo en un día tranquilo, girando y remolineando, descendí al suelo. El lago llamado Acheron, donde se halla la Isla de los Muertos, estaba, calculé, a unos mil kilómetros hacia el noroeste.
    Lejos por encima mío aparecieron nubes. Pasé por debajo de ellas y desaparecieron. Perdí muy poca altitud durante la siguiente media hora, y recorrí quizá sesenta y cinco kilómetros en dirección a mi destino. Me pregunté qué artilugios de detección estarían funcionando debajo de mí.
    Los vientos altos me atraparon, y luché contra ellos durante un tiempo; finalmente, decidí descender varios cientos de metros para escapar de ellos.
    Durante varias horas seguí mi camino, regularmente, en dirección al norte y al oeste. A unos dieciséismil metros de altitud, estaba todavía a seiscientos kilómetros de mi destino. Me pregunté qué artilugios de detección estarían funcionando debajo de mí.
    Durante la siguiente hora, descendí seis mil metros mientras recorría cien kilómetros. Las cosas parecían ir estupendamente.
    Finalmente, los primeros resplandores del alba surgieron por el este, y aceleré para alejarme de ella. Mi velocidad se incrementó. Era como descender en el interior de un océano, pasando de las aguas claras a las oscuras.
    Pero la luz me siguió. Durante un tiempo seguí acelerando. Pasé a través de un banco de nubes, calculé mi posición, seguí descendiendo. ¿Cuántos kilómetros faltaban para el Acheron?
    Trescientos, quizá.
    La luz me alcanzó, me rebasó, siguió su camino.
    Descendí a cuatro mil metros, avanzando sesenta y cinco kilómetros. Desactivé algunos mandos.
    Estaba planeando a mil metros cuando empezó a salir el sol.
    Proseguí mi camino durante diez minutos, planeando, luego vi un lugar despejado y me dispuse a aterrizar.
    El sol iba surgiendo por el este, y yo debía estar a mil quinientos metros del Acheron, más o menos. Abrí la burbuja, pulsé el mando de autodestrucción, salté al suelo y eché a correr.
    Un minuto más tarde el trineo crujió y se desmoronó sobre sí mismo, empezando a desintegrarse. Frené mi carrera, recuperé el aliento, y me dirigí en línea recta hacia el lugar donde empezaba el bosque.

    V

    Durante los siguientes cinco minutos Illyria regresó a mí, y fue como si nunca me hubiera ido. Filtrada a través de la bruma del bosque, la luz del sol me llegaba rosa y ámbar; el rocío brillaba en las hojas y la hierba; el aire era fresco, con el olor de la tierra húmeda y el dulzor de la vegetación descomponiéndose. Un pequeño pájaro amarillo revoloteó en torno a mi cabeza, se perchó en mi hombro, y se alejó doce pasos más adelante. Me detuve para cortar una rama que me sirviera de bastón, y el olor de la madera verde me devolvió a mi niñez en Ohio, con aquel arroyo en cuyo margen cortaba ramas de sauce para hacer silbatos con ellas, dejándolas en remojo toda una noche y haciendo saltar la corteza golpeándola con el mango de un cuchillo, sentado cerca del lugar donde crecían las fresas. Y encontré algunas fresas silvestres, rojas e hinchadas, y las aplasté entre mis dedos y lamí su jugo áspero. Un lagarto crestado, brillante como un tomate, se desperezó olímpicamente en la cima de su roca y avanzó para instalarse sobre mi bota, donde se quedó. Acaricié su cresta y lo deposité a un lado antes de proseguir mi marcha. Cuando miré hacia atrás, sus ojos color pimienta se encontraron con los míos. Avancé bajo árboles de cuatro y cinco metros de altura, y ocasionalmente la humedad caía sobre mí en forma de gruesas gotas. Los pájaros empezaban a despertarse, y también los insectos. Un panzudo silbador verde empezó a entonar su canción de diez minutos de duración desde una rama situada encima de mi cabeza. En algún lugar a mi izquierda, un amigo o familiar suyo se le unió. Seis flores púrpura cobra de capella surgieron del suelo a la luz del sol emitiendo siseos y balanceándose sobre sus tallos, agitando sus pétalos como banderas, lanzando su perfume con la eficiencia de una bomba. Pero no me sorprendió nada de aquello, pues todo estaba como antes, nada había cambiado.
    Seguí mi camino, y la hierba disminuyó. Los árboles eran ahora más grandes, alcanzando los quince a veinte metros, con numerosas rocas esparcidas entre ellos. Un buen lugar para una emboscada; un buen lugar también para pasar desapercibido.
    Las sombras eran profundas, y los paramonos cantaban sobre mí mientras una legión de nubes avanzaba desde el oeste. El bajo sol rozaba sus flancos con sus llamaradas, proyectando destellos de luz a través de las hojas. Algunas enredaderas trepaban por los gigantescos troncos, mostrando brotes que parecían candelabros de plata, y el aire a su alrededor hacía pensar en templos y en incienso. Vadeé un arroyo perlino y crestadas serpientes acuáticas nadaron junto a mí, ululando como lechuzas. Eran venenosas, pero muy muy amigables.
    En la otra orilla, el suelo empezaba a ascender, primero muy suavemente; y, a medida que avanzaba, un sutil cambio se produjo en el mundo que me rodeaba. No era nada objetivo que pudiera precisar, sino tan sólo el sentimiento de que el orden de las cosas había sido ligeramente alterado.
    El frescor matinal no parecía disminuir a medida que avanzaba el día. Por el contrario, parecía acentuarse. Había una definida frialdad en el aire, que luego se convirtió en una sensación de pegajosa humedad. Claro que el cielo estaba por aquel entonces medio cubierto de nubes, y la ionización que precede a una tormenta ofrece a menudo tales síntomas.
    Cuando me detuve para comer, sentándome con la espalda apoyada contra el tronco de un antiguo árbol indicador, asusté a un pandrilla que se alojaba entre sus raíces. Mientras lo contemplaba como huía, supe que había algo que no marchaba bien.
    Llené mi mente con el deseo de que regresara, y la dirigí hacia él.
    Entonces hizo un alto en su huida y se giró, y se me quedó mirando. Lentamente, se acercó a mí. Le tendí una galleta, e intenté ver dentro de sus ojos mientras se la comía.
    Miedo, reconocimiento, miedo... Y un momento de pánico irrazonable.
    Aquello no era normal.
    Lo dejé y se quedó allí, contento de comerse mis galletas. Pero de todos modos su respuesta inicial había sido demasiado extraña como para olvidarla. Empezaba a temer lo que significaba.
    Estaba entrando en territorio enemigo.
    Terminé de comer y proseguí mi camino. Descendí a un brumoso valle, y cuando lo abandoné la bruma seguía conmigo. El cielo estaba ahora casi completamente cubierto. Pequeños animales huían ante mí, y no hice ningún esfuerzo por cambiar sus mentes. Seguí andando, y mi aliento se condensaba en blancas nubéculas ante mi boca. Evité dos nódulos energéticos. Si usaba alguno de ellos, podía poner en evidencia mi posición a otro receptor sensitivo.
    ¿Qué es un nódulo energético? Bien, forma parte de todo aquello que posee un campo electromagnético. Cada mundo tiene numerosos puntos de ruptura en su matriz gravitatoria. A ellos pueden conectarse algunas máquinas o individuos dotados de especiales talentos y hacerlos actuar como relés de transmisión, baterías, condensadores. Nódulos de energía es un término que usamos para designar a esos nexos de energía la gente que puede emplearlos de cualquiera de las maneras descritas. Por mi parte no pensaba utilizar ninguno de ellos hasta que no estuviera seguro de la naturaleza de mi enemigo, ya que normalmente todo portador de Nombre posee esta capacidad.
    Así que dejé que la bruma humedeciera mi equipo y deslustrara mis botas, cuando podría haberlo secado todo en un instante. Seguí avanzando, con mi bastón en la mano izquierda, la derecha preparada para hacer fuego en el momento preciso.
    Pero nada me atacó a medida que avanzaba. De hecho, tras un cierto tiempo, ninguna criatura viviente se cruzó en mi camino.
    Seguí andando hasta el anochecer, habiendo recorrido unos treinta kilómetros en todo el día. La humedad era penetrante, pero no llovía. Localicé una pequeña caverna a los pies de una de las colinas que estaba recorriendo, penetré en ella, tendí mi hoja de plástico —de un tamaño de tres por tres metros y de tres moléculas de espesor— para aislarme del polvo y la humedad del suelo, cené, y me dispuse a dormir, con la pistola cerca de mi mano.

    La mañana era tan fría como el día y la noche anteriores, y la bruma se había espesado. Sospeché una oculta intención tras aquello, y avancé cautelosamente. Todo el asunto era un tanto melodramático. Si pensaba atemorizarme con sombras, humedad, frío, y la alienación de unas cuantas de mis criaturas, estaba equivocado. La incomodidad tan solo me irritaba, me hacía sentirme rabioso, y reforzaba mi determinación de alcanzar la fuente de todo aquello y terminar tan pronto como fuera posible.
    Aquel segundo día terminé con la ascensión de las colinas y empecé el descenso por el otro lado. Fue al atardecer cuando me agencié un compañero.
    Una luz apareció a mi izquierda, y empezó a moverse paralelamente a mi propio rumbo. Permanecía suspendida entre medio y dos metros sobre el suelo, y su color variaba del amarillo pálido al blanco, pasando por el anaranjado. Podía estar según las circunstancias a seis metros de mí o a treinta. Ocasionalmente, desaparecía; pero siempre regresaba. ¿Un fuego fatuo enviado hacia mí para arrastrarme a cualquier grieta o pantano de arenas movedizas? Probablemente. De todos modos, era curioso, y admiré su persistencia... y era agradable tener compañía.
    —Buenas tardes —dije—. He venido a matar al que te ha enviado, supongo que lo sabes.
    —Pero si tan solo eres un gas de las marismas —añadí—, entonces olvida lo último que te he dicho.
    —De todos modos —terminé—, no voy a preocuparme en seguirte. Puedes irte a tomar una taza de café si lo deseas.
    Empecé a silbar It's a Long Way to Tipperary. La cosa continuó siguiéndome. Me detuve a descansar un poco junto a un árbol, y encendí un cigarrillo. Permanecí allí mientras fumaba. La luz se inmovilizó a unos quince metros de mí, como si aguardara. Intenté alcanzarla con mi mente, pero era como si no hubiera nada allí. Saqué mi pistola y luego, pensándomelo mejor, volví a enfundarla. Terminé mi cigarrillo, aplasté la colilla y proseguí mi camino.
    La luz se movió de nuevo a mi propio ritmo.
    Una hora después, aproximadamente, decidí acampar en un pequeño claro. Me envolví en mi hoja de plástico, con la espalda apoyada contra una roca. Encendí un pequeño fuego y me calenté un poco de sopa. Con una tal noche la luz no se vería de muy lejos.
    El fuego fatuo flotaba en el límite del círculo iluminado por el fuego.
    —¿Quieres un poco de café? —le pregunté. No hubo respuesta, y aquello me alivió. Tan solo traía una taza conmigo.
    Cuando terminé de comer, encendí un cigarro y contemplé como el fuego se iba reduciendo a cenizas. Di una chupada al cigarro y miré al cielo en busca de estrellas. La noche era silenciosa a mi alrededor, y el frío comenzaba a helarme los huesos. Ya se había apoderado de los dedos de mis pies, y estaba empezando a mordisquearlos. Lamenté no haber traído conmigo una botella de coñac.
    Mi compañero de viaje permanecía inmóvil, vigilante. Lo miré fijamente. Si no era un fenómeno natural, estaba allí para espiarme. ¿Me atrevería a dormir? Decidí correr el riesgo.
    Cuando desperté, mi reloj me indicó que había transcurrido una hora y cuarto. Nada había cambiado. Cuarenta minutos más tarde tampoco, y tampoco dos horas y diez minutos después, cuando me desperté de nuevo.
    Dormí el resto de la noche, y por la mañana estaba todavía allí, aguardando.
    El día era similar al anterior, frío y brumoso. Recogí las cosas y me puse en camino, imaginando que había recorrido una tercera parte de la distancia que me separaba de mi destino.
    Repentinamente, se produjo un cambio. Mi compañero se apartó de mi izquierda y derivó lentamente hacia adelante. Luego giró hacia la derecha y se inmovilizó, a unos veinte metros ante mí. Cuando alcancé aquel lugar, se había desplazado de nuevo, anticipándose a mis movimientos.
    Aquello no me gustaba. Parecía como si la inteligencia que guiaba aquella cosa se estuviera burlando de mí, diciéndome: «Mira, muchacho, sé adonde vas y cómo piensas llegar hasta allí. ¿Me dejas que te guíe y te haga más fácil el camino?» Era una lograda burla, que hacía que me sintiera como un estúpido. Había varias cosas que podía hacer al respecto, pero no tenía intención de emplear todavía medidas drásticas.
    Así que seguí a la luz, la seguí dócilmente hasta la hora de comer, en la que aguardó educadamente a que yo terminara, y hasta la hora de cenar, en la que hizo lo mismo.
    Pero poco después, sin embargo, la luz cambió de nuevo de forma de proceder. Derivó hacia la izquierda y se desvaneció. Me detuve y me inmovilicé por unos instantes, sorprendido. ¿Se suponía que yo estaría tan condicionado a seguirla durante todo el día que el cansancio y el hábito se combinarían para guiarme tras ella, aunque se alejara de mi trayecto previsto? Quizá.
    Me pregunté cuan lejos me conduciría si yo le daba la oportunidad.
    Decidí que veinte minutos de andar tras ella sería suficiente. Desabroché la funda de mi pistola y la situé de modo que pudiera extraerla fácilmente.
    Volvió. Cuando repitió su anterior indicación, me giré y la seguí. Ella apresuró su marcha, deteniéndose de tanto en tanto para esperarme, urgiéndome a acelerar.
    Tras unos cinco minutos, empezó a caer una fina lluvia. La oscuridad se espesó, pero aún podía ver sin utilizar mi linterna de mano. Muy pronto estaba chorreando, y mis pies chapoteaban. Maldije en voz baja, estremeciéndome.
    Aproximadamente ochocientos metros más adelante, empapado, helado, lleno de pensamientos más sombríos que el propio día, sintiéndome alienado por la situación, me encontré de nuevo solo. La luz había desaparecido. Aguardé, pero no regresó.
    Cuidadosamente, regresé sobre mis pasos hacia el lugar donde la había visto por última vez, con la pistola en la mano, buscándola con la vista y con la mente. Tropecé con la rama de un árbol y oí cómo se rompía.
    —¡Alto! ¡Por el amor de Dios! ¡No lo hagas!
    Me tiré de bruces al suelo y rodé sobre mí mismo. El grito había surgido de mi derecha. Cubrí aquel área hasta una distancia de siete metros, lo máximo que alcanzaban mis sentidos.
    ¿Un grito? ¿Había sido realmente un sonido físico, o algo surgido de mi mente? No estaba seguro. Aguardé.
    Entonces, tan suavemente que no estaba seguro de estarlo oyendo realmente, me llegó el sonido de unos sollozos. Es difícil localizar un sonido tan débil, y aquel caso no era una excepción. Giré lentamente mi cabeza de derecha a izquierda, sin ver a nadie.
    —¿Quién está ahí? —pregunté en un susurro, sin dirigir mi pregunta hacia ningún lugar determinado.
    No hubo respuesta. Pero los sollozos continuaron. Lancé mi mente hacia adelante, y capté dolor y confusión, nada más.
    —¿Quién está ahí? —repetí. Hubo un silencio. Luego:
    —Frank —dijo la voz.
    Aquella vez decidí esperar. Permití que transcurriera un minuto, y luego dije mi nombre.
    —Ayúdame —me llegó la respuesta.
    —¿Quién eres? ¿Dónde estás?
    —Aquí...
    Y entonces las respuestas llegaron a mi mente, y mi nuca se estremeció con un terrible temblor, y mi mano se convulsionó sobre la pistola.
    —¡Dango! ¡El Cuchillo Afilado!
    Entonces supe lo que había ocurrido, pero no tuve el coraje de encender la linterna y mirar. De todos modos, no necesité hacerlo.
    Mi fuego fatuo eligió aquel momento para regresar. Pasó cerca de mí y se elevó, arriba, más arriba, brillando cada vez más intensamente, hasta un nivel jamás alcanzado hasta entonces. Finalmente se ancló a una altura de siete metros, alumbrando como una antorcha. Y bajo él estaba Dango. No tenía otro recurso que estar allí. Porque estaba enraizado al suelo.
    Su rostro delgado y triangular lucía una larga barba negra, y sus flotantes cabellos se enredaban entre sus ramas y sus hojas. Sus ojos eran oscuros y estaban hundidos y exhibían su desesperación. La corteza que formaba parte de él hormigueaba de insectos, estaba perforada por multitud de nidos de pájaros y alimañas, y las señales de numerosos pequeños fuegos poblaban su base. Vi que la sangre fluía de la rama que yo había roto al pasar por su lado.
    Me levanté muy lentamente.
    —Dango... —dije.
    —¡Me están royendo los pies! —exclamó.
    —...lo siento —bajé el arma, con un estremecimiento.
    —¿Por qué no me han dejado seguir estando muerto?
    —Porque en una ocasión fuiste mi amigo, y luego fuiste mi enemigo —dije—. Porque tu me conociste bien.
    —¿Por tu causa? —el árbol se agitó, como si quisiera alcanzarme. Empezó a insultarme, y permanecí inmóvil escuchando mientras la lluvia mezclada con su sangre manchaba el suelo. Habíamos sido socios en un tiempo, y el intentó engañarme. Lo llevé a los tribunales, pero fue absuelto e intentó matarme. Lo envié al hospital allá en la Tierra, y murió en un accidente de automóvil una semana después de ser dado de alta. Me hubiera matado si hubiera tenido una oportunidad... con un cuchillo, lo sé. Pero nunca le di esa oportunidad. En realidad, confieso que ayudé en algo a que tuviera aquel accidente. Sabía que mientras él viviera sería su piel o la mía, y yo no sentía ningún deseo de ser destripado.
    La intensa luz hacía que sus rasgos fueran siniestros. Tenía un tinte terroso, y los ojos de un felino diabólico. Sus dientes estaban rotos, y tenía una pústula supurante en su mejilla izquierda. La parte de atrás de su cabeza estaba unida al árbol, sus hombros se confundían con él, y dos de las ramas podían contener sus brazos. A partir de la cintura no era más que árbol.
    —¿Quién te ha hecho esto? —pregunté.
    —El maldito pei'ano verde —dijo—. Repentinamente, me encontré aquí. No comprendo nada. Tuve un accidente...
    —Lo encontraré —dije—. Estoy aquí porque voy tras él. Lo mataré. Luego vendré a sacarte de aquí...
    —¡No! ¡No te vayas!
    —Es la única forma, Dango.
    —Tu no sabes lo que es eso —dijo—. No puedo esperar... Por favor.
    —Será asunto de unos pocos días, Dango.
    —...y quizá sea él quien te mate a ti. Entonces no regresarás jamás. ¡Cristo! ¡Cómo duele! Siento todo lo que pasó entre nosotros, Frank, créeme.. ¡Por favor!
    Miré al suelo, luego a la luz.
    Levanté el arma, volví a bajarla.
    —No puedo matarte —dije.
    Se mordió los labios, y la sangre fluyó sobre su mentón y goteó por su barba, y las lágrimas brotaron de sus ojos. Aparté la mirada.
    Retrocedí tambaleándome y empecé a murmurar maldiciones en pei'ano. Solo entonces me di cuenta de que estaba cerca de un nódulo energético. Pude sentirlo de repente. Y aumenté y aumenté de tamaño, mientras Frank Sandow se hacía cada vez más pequeño, y cuando alcé los hombros el trueno retumbó. Rugió cuando alcé mi mano izquierda. Y cuando llevé mi puño hacia mi hombro el relámpago que siguió me dejó cegado, y mis cabellos se erizaron sobre mi cabeza por efectos del choque.
    ...Estaba solo con el olor a ozono y el humo, allí, ante los restos destrozados y renegridos de lo que había sido Dango el Cuchillo. Incluso el fuego fatuo había desaparecido. La lluvia caía a raudales, ahogando todos los olores.
    Me tambaleé en la dirección de donde había venido, con mis botas produciendo sonidos de succión en el barro, mis ropas dando la impresión de que reptaban sobre mi piel.
    En algún momento, en algún lugar —no lo recuerdo exactamente—, me dormí.

    De todas las cosas que un hombre puede hacer, el dormir es probablemente lo que salvaguarda más su salud mental. Permite poner paréntesis a cada día. Si uno ha hecho algo ridículo o doloroso hoy, se siente irritado si alguien se lo menciona el mismo día. Pero si ocurrió el día anterior, entonces uno se limita a agitar la cabeza o se echa a reír, según las circunstancias. Ya que uno ha cruzado la nada o el sueño hasta otra isla en el Tiempo. ¿Cuántos recuerdos pueden ser evocados en un solo instante? Muchos, parece. Y sin embargo, es tan solo una pequeña fracción de todos ellos los que alberga la mente en algún lugar. Y cuanto más tiempo vive uno, más recuerdos posee. Es por ello que, cuando duermo, hay muchas cosas que pueden acudir en mi ayuda cuando quiero anestesiar mis reacciones ante un acontecimiento en particular. Esto puede sonar como insensibilidad. No lo es. No quiero decir que yo viva sin experimentar dolor ante las cosas perdidas, sin lamentarlas. Quiero decir que a lo largo de los siglos simplemente he desarrollado un reflejo mental. Cuando me he saturado emocionalmente, duermo. Cuando me despierto, cosas pertenecientes a otros días pasados han acudido y han llenado mi cabeza. Tras un tiempo, los recuerdos giran como un buitre en círculos cada vez más cerrados, y finalmente descienden sobre el origen del dolor. Lo desmembran, lo devoran, lo digieren, con el pasado por testigo. Supongo que se trata de algo llamado perspectiva. He visto morir a muchas personas. De muchas maneras. Nunca he permanecido impasible. Pero el sueño da a mi memoria la posibilidad de girar en redondo y aportarme el sostén de cada día. Porque también he visto a la gente vivir, y he contemplado los colores de la alegría, de la pena, del amor, del odio, de la saciedad, de la paz.
    La descubrí en las montañas una mañana, a kilómetros de cualquier lugar, y sus labios estaban azulados y sus dedos entumecidos, casi helados. Llevaba un pantalón a rayas imitando la piel del tigre, y estaba encogida formando una bola al pie de un pequeño arbusto. La rodeé con mi chaqueta, y dejé mi mochila llena de minerales y mis instrumentos en una roca, y nunca los recuperé. Deliraba, y creí oírla pronunciar varias veces el nombre «Noel» mientras la llevaba hasta mi vehículo. Tenía algunas magulladuras serias, y montones de arañazos y otras contusiones. La llevé a una clínica, donde fue curada y pasó la noche. A la mañana siguiente fui a verla, y supe que se había negado a dar su identidad. Además, parecía no estar en situación de pagar nada. Así que pagué su factura y le pregunté qué pensaba hacer, y me dijo que no lo sabía. Le ofrecí que de momento se alojara en la casita de campo que yo ocupaba, y aceptó. Durante la primera semana, fue como vivir en una casa encantada. Ella nunca hablaba, excepto para responder a una pregunta. Preparaba mis comidas y mantenía limpia la casa, y pasaba el resto del tiempo en su habitación, con la puerta cerrada. La segunda semana me oyó rasguear una vieja mandolina —la primera vez que la tocaba desde hacía meses— y vino a sentarse al otro lado de la sala de estar para oírme. Así que seguí tocando durante horas, mucho más de lo que había pensado, tan solo para que ella se quedara allí, ya que aquello era lo único en más de una semana que había provocado una respuesta en ella. Cuando la dejé a un lado, ella me preguntó si podía probarlo, y yo le dije que sí. Cruzó la habitación, la tomó, y empezó a tocar. Estaba lejos de ser una virtuosa, pero yo tampoco era ningún genio. Escuché y le traje una taza de café, le dije «Buenas noches», y eso fue todo. Pero al día siguiente ella era otra persona. Había cepillado y peinado sus negros y enmarañados cabellos. Muchas de las bolsas habían desaparecido de debajo de sus pálidos ojos. Me habló durante el desayuno, acerca de cosas como el tiempo, las recientes informaciones, mi colección de minerales, la música, antigüedades, peces exóticos. De todo, excepto de sí misma. Tras aquello la llevé a sitios: restaurantes, espectáculos, la playa... por todos lados excepto las montañas. Pasaron cuatro meses así. Entonces, un día, me di cuenta de que me estaba enamorando de ella. Por supuesto, no se lo dije, pero ella tuvo que darse cuenta. Infiernos, realmente no sabía nada de ella, y aquello me resultaba embarazoso. Podía tener un marido y seis hijos en algún lugar. Un día me pidió que la llevara a bailar. Así lo hice, y bailamos en la terraza, bajo las estrellas, hasta que cerraron, a las cuatro de la madrugada. Al día siguiente, cuando me levanté hacia el mediodía, estaba solo. Sobre la mesa de la cocina había una nota que decía: Gracias. Por favor no me busques. Debo regresar ahora. Te quiero. Y eso es todo lo que sé sobre la mujer sin nombre.
    Cuando tenía unos quince años, un día encontré una cría de estornino bajo un árbol mientras estaba cortando el césped de nuestro jardín trasero. Tenía las dos patas rotas. Al menos esto es lo que supuse, ya que formaban extraños ángulos con respecto a su cuerpo, y estaba sentado sobre su parte trasera, con las plumas de la cola erguidas. Cuando crucé por su campo de visión, echó hacia atrás la cabeza y abrió el pico. Me acerqué y vi que estaba cubierto de hormigas, así que lo tomé y se las quité con la mano. Luego busqué un lugar donde dejarlo. Me decidí por una caja de cartón, con el fondo cubierto de hierba recién cortada. La coloqué sobre una mesa de camping en el patio, a la sombra de los arces. Intenté darle algo de leche con cuentagotas, pero se ahogaba. Así que volví a mi trabajo de cortar la hierba. Más tarde, aquel mismo día, regresé a donde estaba, y vi que había cinco o seis escarabajos negros en la caja con él. Disgustado, los saqué. A la mañana siguiente, cuando acudí para darle un poco de leche con el cuentagotas, había más escarabajos. Limpié la caja una vez más.
    Después, aquel mismo día, vi un gran pájaro negro perchado en el borde de la caja. Metió la cabeza dentro, y poco después remontó el vuelo. Me mantuve a la expectativa, y observé que volvía tres veces en poco más de media hora. Entonces salí y vi que había nuevos escarabajos en la caja. Comprendí que el pájaro los cazaba para traérselos a la cría, intentando así alimentarla. Pero la cría no podía comer, así que se los dejaba en la caja. Aquella noche un gato la descubrió. Cuando acudí a la mañana siguiente con mi leche y mi cuentagotas, en la caja tan solo había unas pocas plumas y unas pequeñas manchas de sangre entre los escarabajos.
    Existe un lugar. Es un lugar donde unas rocas destrozadas giran en torno a un sol rojo. Hace varios siglos, descubrimos una raza de criaturas artrópodas llamadas whilles, con las cuales era imposible tratar. Rechazaban todas las ofertas de amistad de todas las razas inteligentes conocidas. Incluso mataban a nuestros emisarios y nos enviaban sus restos despedazados y esparcidos aquí y allá. Cuando los contactamos por primera vez, poseían vehículos para viajar dentro de su propio sistema solar. Poco después, desarrollaron el viaje interestelar. Mataban y robaban por todos los lugares donde iban, y luego regresaban a su hogar. Quizá no se daban cuenta de la magnitud de la comunidad interestelar en aquella época, o tal vez no les importaba. No se equivocaron si esperaban que las cosas fueran para largo cuando finalmente se les declaró la guerra. Actualmente hay muy pocos precedentes de una guerra interestelar. Los pei'anos son quizá los únicos que recuerdan algo parecido. Así que nuestros ataques fracasaron, tuvimos que retirarnos, y empezamos a bombardear su planeta. Los whilles, sin embargo, estaban más avanzados tecnológicamente de lo que inicialmente habíamos supuesto. Tenían un sistema de defensa antimisiles casi perfecto, de modo que no nos quedó más que retirarnos de nuevo y tratar de contenerlos. Pero ellos no cesaron en sus incursiones. Entonces fueron contactados los Nombres, y tres creadores de mundos, Sang-Ring de Greldei, Karth'ting de Mordei y yo, fuimos elegidos para poner a prueba nuestros talentos. Poco después, en el sistema de los whilles, más allá de la órbita de su mundo natal, un cinturón de asteroides empezó a aglomerarse sobre sí mismo, formando un planetoide. Roca a roca fue creciendo, y lentamente alteró su curso. Nos instalamos, con nuestra maquinaria, más allá de la órbita del planeta más alejado del sistema, dirigiendo el crecimiento del nuevo mundo y su lenta espiral hacia el centro. Cuando los whilles se dieron cuenta de lo que estaba sucediendo, intentaron destruirlo. Pero ya era demasiado tarde. Nunca pidieron clemencia, y ninguno de ellos intentó huir. Aguardaron, y llegó el día. Las órbitas de los dos planetas se intersectaron, y ahora es un lugar donde un montón de rocas destrozadas gira en torno a un sol rojo. Tras aquello estuve borracho durante una semana.
    En una ocasión me derrumbé en un desierto, cuando intentaba alcanzar una pequeña avanzadilla civilizada desde mi vehículo averiado. Había estado andando cuatro días, los dos últimos sin agua, y mi garganta parecía papel de lija, y mis pies estaban a un millón de kilómetros de allí. Finalmente, me desvanecí. No sé cuanto tiempo permanecí allí. Quizá todo un día. Luego, algo que juzgué como un producto de mi delirio vino hasta mí y se acuclilló a mi lado. Era de color púrpura, con una especie de collar en torno a su cuello, y tres protuberancias córneas sobre una cabeza de lagarto. Tenía poco más de un metro de largo, y su cuerpo era escamoso. Tenía una pequeña cola, y garras en cada uno de sus dedos. Sus ojos eran dos oscuras elipses con membranas nictitantes. Llevaba un largo tubo parecido a una caña hueca, y una pequeña bolsa. Nunca he llegado a saber para qué servía esta última. Me miró durante unos breves instantes, luego se alejó. Me giré hacia un lado para observarle. Clavaba el tubo en el suelo y colocaba su boca en el otro extremo, y luego retiraba el tubo, avanzaba un poco, y volvía a realizar la misma operación. A la onceava vez que hacía esto, sus mejillas empezaron a hincharse como globos. Luego corrió a mi lado, dejando el tubo clavado, y tocó mi boca con su miembro anterior. Imaginé lo que me quería decir, y abrí la boca. Se inclinó hacia mí y lentamente, cuidadosamente, para no perder una gota, dejó caer un chorrito de sucia y caliente agua de su boca a la mía. Seis veces volvió al tubo y me trajo de nuevo agua, haciéndomela beber de esta forma. Luego me desvanecí de nuevo. Cuando recobré el conocimiento era por la tarde, y la criatura me trajo más agua. A la mañana siguiente, fui capaz de andar hasta el tubo, inclinarme sobre él y sorber directamente el líquido. La criatura se despertó lentamente, perezosamente, en el frío del amanecer. Cuando se me acercó, me saqué el reloj, el cuchillo de caza, y vacié mis bolsillos de monedas, y lo situé todo ante él. Estudió los objetos. Los empujé en su dirección, señalando la bolsa que llevaba colgando. Los empujó de nuevo hacia mí, e hizo un sonido chasqueante con su lengua. Así que toqué su miembro anterior y le di las gracias en todos los idiomas que conocía, tomé mis cosas, y empecé a andar de nuevo. Llegué a la avanzadilla a la tarde siguiente.
    Una mujer, un pájaro, un mundo, un sorbo de agua, y Dango el Cuchillo fulminado de la cabeza a los pies.
    Los ciclos de los recuerdos sitúan el dolor al lado del pensamiento, la vista, el sentimiento, y el sempiterno ¿quién-qué-porqué? El sueño, el conductor de la memoria, es el que me mantiene cuerdo. Realmente, es todo lo que sé. Pero no creo que fuera insensible por levantarme a la mañana siguiente más preocupado por lo que tenía ante mí que por lo que quedaba detrás.

    Lo que tenía ante mí era unos ochenta a cien kilómetros de terreno progresivamente difícil. El suelo era árido, rocoso. Las hojas poseían afilados y aserrados bordes.
    Los árboles eran diferentes, los animales eran diferentes de lo que yo conocía de antes. Eran parodias de las cosas que había creado y de las que estaba tan orgulloso. Mis gorjeadores nocturnos emitían ahora sonidos discordantemente crujientes, todos los insectos picaban, y las flores olían nauseabundas. No había árboles altos y majestuosos. Todos ellos estaban retorcidos o inclinados. Mis leogahs parecidos a gacelas estaban lisiados. Los pequeños animales me mostraban los colmillos antes de huir. Algunos de los más grandes me plantaban cara, y tenía que mirarlos fijamente para que se apartaran de mi camino.
    Los oídos me zumbaban a causa de la creciente altitud, y la bruma seguía a mi alrededor, pero seguí avanzando, impasible, y aquel día hice quizá cuarenta kilómetros.
    Dos días más, calculé. Quizá menos. Y uno para hacer el trabajo.
    Aquella noche fui despertando por una de las más terribles explosiones que haya oído en años. Me levanté y escuché los ecos... o quizá era tan solo el resonar en mis oídos. Me quedé allí, con la pistola en la mano, aguardando bajo un amplio y viejo árbol.
    En el noroeste, pese a la bruma, pude ver una luminosidad. Era una especie de mancha naranja que iba aumentando de tamaño.
    La segunda explosión fue menos intensa que la primera. También la tercera y la cuarta. Por aquel entonces, sin embargo, tenía otras cosas en que pensar.
    El suelo empezó a temblar bajo mis pies.
    Permanecí donde estaba, y aguardé. Las sacudidas aumentaron de intensidad.
    A juzgar por el cielo, una cuarta parte del mundo estaba en llamas.
    Por el momento no podía hacer gran cosa. Enfundé de nuevo mi pistola, me senté con la espalda apoyada contra el árbol, y encendí un cigarrillo. Algo parecía fuera de proporción allí. Verde Verde se estaba tomando un montón de trabajo para impresionarme, cuando debería saber que no me dejo impresionar tan fácilmente. Aquel tipo de actividad no era natural en aquella región, y había tan solo otra persona en aquel escenario aparte de mí mismo capaz de poner en marcha un tal decorado ¿Por qué? ¿Estaba simplemente diciéndome: «Mira. Estoy haciendo trizas tu mundo, Sandow. ¿Qué vas a hacer tú al respecto»? ¿Estaba demostrándome el poder de Belion con la esperanza de aterrorizarme?
    Por un momento acaricié la idea de buscar un nódulo energético y desencadenar sobre toda aquel área la peor tormenta eléctrica que se hubiera conocido nunca, tan solo para mostrarle lo impresionado que estaba. Pero aparté rápidamente la idea. No sentía el menor deseo de luchar contra él a distancia. Deseaba encontrarme con él cara a cara y decirle lo que pensaba. Deseaba enfrentarme con él y mostrarme a mí mismo y preguntarle por qué se comportaba hasta tal punto como un sanguinario imbécil... por qué el hecho de ser yo un homo sap había despertado tanto odio y tantos deseos de venganza en él.
    Obviamente sabía que yo había llegado, que estaba allí en algún lugar de aquel mundo... de otro modo el fuego fatuo no me hubiera conducido hasta Dango. Así que no me traicioné actuando como lo hice.
    Cerré los ojos e incliné la cabeza, y llamé a mí la potencia. Intenté imaginármelo en algún lugar cerca de la Isla de los Muertos, un exultante pei'ano, observando la erupción de su volcán, observando las cenizas salir despedidas como negras hojas, observando el discurrir de la bullente lava, observando las serpientes de sulfuro reptar a través de los cielos... y con toda la potencia de mi odio tras él, envié el mensaje:
    —Paciencia, Verde Verde. Paciencia, Verdver-tharl. Paciencia. Dentro de muy pocos días, estaré aquí contigo por un corto tiempo. Tan solo por un corto tiempo.
    No hubo respuesta, pero tampoco la esperaba.
    A la mañana siguiente, mi avance se hizo aún más dificultoso. Una lluvia de cenizas descendía a través de la bruma. De tanto en tanto se producía algún ocasional temblor, y los animales pasaban por mi lado huyendo en dirección opuesta. Me ignoraban completamente, y yo intentaba ignorarlos a ellos.
    Todo el norte parecía estar en llamas. Si no poseyera un sentido absoluto de la orientación en todos mis mundos, hubiera podido jurar que me estaba dirigiendo hacia la salida del sol. Todo aquello era decepcionante.
    Allí estaba un pei'ano, casi un Nombre, un miembro de la más sutil raza de vengadores que jamás haya existido; allí estaba, actuando como un payaso ante el abominable Hombre de la Tierra. Muy bien, me odiaba, y deseaba terminar conmigo. Pero esta no era una razón para cometer tales torpezas y olvidar las antiguas y sofisticadas tradiciones de su raza. El volcán era una manifestación infantil de la potencia que yo esperaba eventualmente combatir. Sentí una cierta vergüenza por él, por una tan burda exhibición en aquel punto de la partida. Incluso yo, en mi breve aprendizaje, había aprendido lo suficiente del elaborado arte de la venganza como para actuar mejor que él. Empezaba a comprender por qué había fracasado en su última prueba.
    Comí algo de chocolate mientras andaba, a fin de retrasar la hora de la comida hasta media tarde. Esperaba cubrir el terreno suficiente como para que no me quedaran más que unas pocas horas de marcha al día siguiente por la mañana. Mantuve un paso rápido y regular, y la luz se hacía cada vez más intensa ante mí, y las cenizas caían más densas, y el suelo daba una buena sacudida aproximadamente cada hora.
    Hacia mediodía, un oso verrugado me atacó. Intenté controlarlo, sin conseguirlo. Lo maté, y maldije al hombre que había hecho de él lo que era ahora.
    La bruma se había disipado un poco, pero la lluvia de cenizas la compensaba en exceso. Andaba ahora en medio de un eterno crepúsculo, tosiendo constantemente. No podía hacer una buena media debido a las variaciones del terreno, y añadí otro día a mis previsiones del tiempo.
    Cuando me detuve finalmente, ya entrada la noche, había cubierto de todos modos bastante terreno. Calculé que llegaría al Acheron antes del mediodía de mañana.
    Escogí un terreno despejado para acampar, en un pequeño montículo rodeado de agrestes rocas. Limpié mi equipo, extendí mi hoja de plástico, encendí un fuego, comí algunas raciones. Luego fumé uno de mis últimos cigarros, a fin de contribuir un poco a la polución general del aire, y me metí en el saco de dormir.
    Estaba soñando cuando ocurrió. No recuerdo exactamente cual era el sueño, excepto la impresión de que era agradable al principio y luego se convertía en una pesadilla. Me recuerdo agitándome en mi saco, luego dándome cuenta de que estaba despierto. Mantuve los ojos cerrados, y me removí como si siguiera durmiendo. Mi mano tocó la pistola. La dejé allí, y escuché los sonidos de cualquier posible peligro. Abrí mi mente a las impresiones.
    Sentí el sabor del humo y de las cenizas calientes que impregnaban el aire. Noté la humedad del suelo bajo mí. Tenía la impresión de que alguien, algo, estaba cerca. Oí el suave sonido de una piedra rodando, en algún lugar a mi derecha. Luego silencio.
    Mi dedo rozó la curva del gatillo. Apunté el cañón del arma en aquella dirección.
    Entonces, tan delicadamente como un colibrí posándose sobre una flor, algo rozó la oscura morada donde yo vivía, mi cabeza.
    Estás dormido, parecía estar diciendo algo, y todavía no vas a despertarte. No hasta que yo lo permita. Duermes, y me estás escuchando. Así es como has de hacerlo. No hay ninguna razón para que te despiertes. Duerme profundamente mientras me dirijo a tí. Es muy importante que actúes así...
    El mensaje siguió llenando mi cabeza. Dominé mis reacciones y fingí seguir durmiendo, mientras escuchaba algún otro sonido delator.
    Tras asegurarse durante un minuto de que yo seguía dormido, oí un ruido de movimiento en la misma dirección que antes.
    Entonces abrí los ojos y, sin mover la cabeza, empecé a trazar el límite de las sombras.
    Cerca de una de las rocas, quizá a unos diez metros de distancia, había una forma que no estaba cuando me dormí. La estudié hasta que detecté un movimiento ocasional. Cuando estuve seguro de su posición, quité el seguro de mi pistola, apunté cuidadosamente, y apreté el gatillo, trazando una línea de fuego en el suelo a unos dos metros ante ella. Debido al ángulo, una lluvia de polvo, gravilla y piedras saltó hacia atrás.
    Si respiras aunque sea un poco más fuerte de lo normal, te parto por la mitad, avisé.
    Entonces me puse en pie y le hice frente, manteniéndole encañonado con la pistola. Cuando hablé, lo hice en pei'ano, porque había visto a la luz del rayo de la pistola que era un pei'ano el que estaba junto a las rocas.
    —Verde Verde —dije—, eres el pei'ano más torpe con el que jamás me haya encontrado.
    —He cometido unos pocos errores —admitió, entre las sombras.
    Solté una risita.
    —No hace falta que lo jures.
    —Hay involucradas algunas circunstancias atenuantes.
    —Excusas. No has aprendido adecuadamente la lección de las rocas. Parecen estar inmóviles, pero el aire a su alrededor se mueve imperceptiblemente. —Agité la cabeza—. ¿Qué pensarán tus antepasados de una venganza tan chapucera como esta?
    —Se sentirán miserables, me temo, si este es el fin.
    —¿Y por qué no debería serlo? No me negarás que te has tomado tantos trabajos para hacerme venir hasta aquí con el loable propósito de lograr mi muerte.
    —¿Por qué tendría que negar lo obvio?
    —En este caso, ¿por qué no debo hacer yo lo que es lógico?
    —Piensa un momento, Francis Sandow, Dra Sandow. ¿Qué es lo lógico aquí? ¿Crees que me acercaría a tí de esta forma, cuando puedo esperar a que tú vengas a mí y mantener así mi posición de poder?
    —Quizá crispé tus nervios ayer por la noche.
    —No me juzgues tan inestable. He venido para situarte bajo mi control.
    —Y has fallado.
    —...y he fallado.
    —¿Por qué has venido?
    —Necesito tus servicios.
    —¿Con qué fin?
    —Debemos irnos de aquí rápidamente. ¿Posees medios de partida?
    —Naturalmente. ¿De qué tienes miedo?
    —En el transcurso de los años has coleccionado algunos amigos y muchos enemigos, Francis Sandow.
    —Llámame Frank. Tengo la impresión de que te conozco desde hace mucho tiempo, hombre muerto.
    —No deberías haber enviado aquel mensaje, Frank. Ahora tu presencia aquí es conocida. Si no me ayudas a escapar, deberás afrontar una venganza mucho más grande que la mía.
    Un soplo de viento trajo hasta mí el dulzón y mohoso aroma de lo que en los pei'anos equivale a la sangre. Encendí mi linterna de mano y la enfoqué sobre él.
    —Estás herido.
    —Sí.
    Dejé la linterna, me dirigí hacia mi mochila, la abrí con la mano izquierda, saqué el botiquín de primeros auxilios y se lo lancé.
    —Cubre tus heridas —dije, enfocándole de nuevo con la linterna—. Apestan.
    Tomó un vendaje y lo enrolló alrededor de su hombro y de su brazo derechos, bastante maltrechos ambos. Ignoró una serie de pequeñas heridas en su pecho.
    —Parece como si hubieras sostenido una dura lucha.
    —La he sostenido.
    —¿Y cómo la ha terminado el otro tipo?
    —Ha estado de suerte. Lo he herido. Incluso he estado a punto de matarlo, de hecho. Pero ahora ya es demasiado tarde.
    Observé que no iba armado, así que enfundé mi pistola, avancé, y me detuve frente a él.
    —Delgren de Dilpei te envía sus saludos —dije—. Creo que has logrado figurar en su lista de indeseables.
    Resopló, soltó una risita.
    —Él debía ser el próximo —dijo—, después de tí.
    —Sigues sin haberme dado una razón para que te deje con vida.
    —Pero he despertado tu curiosidad, lo cual me mantiene con vida. Incluso me has proporcionado vendajes.
    —Mi paciencia fluye como la arena a través de un cedazo.
    —Entonces eres tu quien no ha aprendido la lección de las rocas.
    Encendí un cigarrillo.
    —Estoy en situación de elegir mis propios proverbios —dije—. Tu no.
    Él terminó de vendarse y dijo:
    —Puedo proponerte un trato.
    —Nómbralo.
    —Tu tienes una nave oculta en algún lugar. Llévame hasta ella. Llévame contigo, fuera de este mundo.
    —¿A cambio de qué?
    —De tu vida.
    —Estás en una posición difícil para amenazarme.
    —No te estoy amenazando. Te estoy ofreciendo salvar tu vida por el momento, si tu haces lo mismo conmigo.
    —¿Salvar mi vida de qué?
    —Sabes que puedo devolver a la existencia a ciertas personas.
    —Oh, sí, tu robaste las Cintas de Retorno... ¿Cómo lo hiciste, por cierto?
    —Teleportación. Esta es mi habilidad. Puedo transferir objetos pequeños de un lugar a otro. Hace ya años, cuando empecé a estudiarte y a planear mi venganza, realicé varias visitas a la Tierra... de hecho, cada vez que uno de tus amigos o enemigos moría. Esperé hasta reunir los fondos suficientes como para comprar este planeta, que consideraba el lugar ideal para llevar a cabo lo que tenía en mente. No le es difícil a un creador de mundos aprender a emplear las cintas.
    —Mis amigos, mis enemigos... ¿los has devuelto a la vida aquí?
    —Exacto.
    —¿Por qué?
    —Para que veas sufrir de nuevo a tus seres queridos, antes de que tu mismo mueras; y para que tus enemigos te vean sufrir a tí.
    —¿Por qué le has hecho lo que le has hecho al hombre llamado Dango?
    —El hombre me aburría. Además, representaba para tí un ejemplo y una advertencia. Así lo aparté de mi presencia y le proporcioné el máximo de sufrimiento. De esta forma, sirvió a tres propósitos útiles.
    —¿Cuál era el tercero?
    —Mi diversión, por supuesto.
    —Entiendo. ¿Pero por qué aquí? ¿Por qué Illyria?
    —Aparte de Tierralibre, que es inaccesible, ¿no es este mundo tu creación favorita?
    —Sí.
    —¿Qué mejor lugar, entonces?
    Arrojé mi cigarrillo, y lo aplasté con el tacón.
    —Eres más fuerte de lo que pensaba, Frank —dijo, tras un momento—, porque en su tiempo lo mataste, y él en cambio me venció, quitándome algo que no tiene precio...
    Repentinamente me vi de nuevo en Tierralibre, en mi jardín del tejado, aspirando el humo de un cigarro, sentado junto a un mono afeitado llamado Lewis Briggs. Acaba de abrir un sobre, y mis ojos recorrían una lista de nombres.
    Así pues, no era telepatía. Era tan solo memoria y aprensión.
    —Mike Shandon —dije suavemente.
    —Sí. No sabía quién era, de otro modo no lo hubiera hecho retornar.
    Debería haber pensado en ello antes. En el hecho de que los habría hecho retornar a todos, quiero decir. Debería haber pensado en ello, pero no lo hice. Estaba demasiado obcecado pensando en Kathy y en sangre.
    —Estúpido hijo de puta —dije—. Estúpido hijo de puta...

    En el siglo en que nací, el veinteavo, el arte u oficio —sea lo que sea— del espionaje estaba aureolado para la mayor parte del público con una gloria parecida a la de los marines o los grandes médicos. Era, supongo, parte del mecanismo romántico de escape con respecto a las tensiones internacionales. Pero la imagen era desmesurada, como debe serlo todo lo que marca una época. En la larga historia de los héroes populares, desde los príncipes del Renacimiento a los tipos pobres que viven honradamente, trabajan duro y terminan casándose con la hija del patrón, el hombre con la cápsula de cianuro dentro de una muela, con una adorable traidora como amante y una misión imposible que cumplir, donde el sexo y la violencia son el reflejo del amor y la muerte, este hombre alcanzó su apogeo en la década de los setenta del siglo veinte y, naturalmente, es recordado con una cierta dosis de nostalgia... como las Navidades en la Inglaterra medieval. Se trataba, por supuesto, de una abstracción de la realidad. Y los espías son más anodinos hoy de lo que eran entonces. Recogen cada átomo de trivialidad que cae en sus manos y se lo transmiten a alguien, que lo alimenta, junto con miles de otros, a una máquina de proceso de datos, con lo que se obtiene un hecho menor, a través del cual alguien escribe un oscuro memorándum, que es rápidamente clasificado, archivado y olvidado. Tal como he dicho antes, hay muy pocos precedentes relativos a la guerra interestelar, mientras que los espías clásicos se dedicaban básicamente a cuestiones militares. Cuando esta extensión de la política se vuelve prácticamente imposible a causa de los problemas logísticos, la importancia de tales materias disminuye. Los únicos espías reales, con talento, de la actualidad son los espías industriales. El hombre que depositó en manos de la General Motors los planos microfilmados del último modelo de la Ford, o la chica con la nueva línea de Dior dibujada en la parte interna de su sujetador, esos espías tuvieron muy poca popularidad en el siglo XX. Hoy, sin embargo, son los únicos espías genuinos que existen. Las tensiones que trae aparejadas el comercio interestelar son enormes. Cualquier cosa que puede dar una ventaja sobre el contrincante —un nuevo proceso de fabricación, un sistema de distribución inédito— puede ser tan importante como lo fue en su tiempo el Proyecto Manhattan. Si alguien tiene algo así y tu lo deseas, un espía auténtico vale para tí su peso en espuma de mar.
    Mike Shandon era un espía auténtico, el mejor que yo haya empleado nunca. Jamás puedo pensar en él sin un cierto asomo de envidia. Era todo lo que yo siempre había deseado ser.
    Era unos cinco centímetros más alto que yo, y pesaba quizá doce kilos más. Sus ojos tenían el color de la caoba recién pulida, y su cabello era tan negro como la tinta. Era malditamente seductor, con una voz maravillosamente bien timbrada, y siempre iba vestido a la perfección. Habiendo nacido en una granja del mundo agrícola de Wava, sus gustos se decantaban hacia el lujo más refinado. Se había educado a sí mismo mientras era rehabilitado tras realizar algunos actos antisociales. En mi juventud, cualquiera hubiera dicho que había pasado todas sus horas libres en la biblioteca de la prisión durante todo el tiempo que estuvo encarcelado por delitos mayores. Ahora ya no se podría decir lo mismo al respecto, pero en el fondo viene a ser lo mismo. Su rehabilitación fue un éxito, si juzgamos el asunto por el hecho de que pasó mucho tiempo antes de que lo pillaran de nuevo. Claro que lo tenía todo a su favor. Demasiado, de hecho, y me sentí sorprendido de que hubieran podido agarrarlo. Era telépata, y tenía una condenada memoria casi fotográfica. Era fuerte y resistente y listo, aguantaba bien el alcohol, y las mujeres caían en sus brazos. Así que no es extraño que sienta un poco de envidia cada vez que pienso en él.
    Hacía ya varios años que trabajaba para mí cuando me encontré con él la primera vez. Uno de mis reclutadores lo había descubierto y lo había enviado al Grupo Especial de Entrenamiento para Ejecutivos de las Empresas Sandow (Escuela de Espionaje). Un año más tarde salía segundo de su promoción. Subsecuentemente a lo cual, no tardó en distinguirse en materia de investigación de producto, como lo llamábamos nosotros. Su nombre me llegó varias veces en diversos informes clasificados, así que un día decidí invitarlo a comer.
    Sinceridad y buenas maneras, esta es la primera impresión que me dio. Había nacido estafador.
    No se encuentran muchos telépatas, y la información obtenida telepáticamente no es admisible en juicio. Por ello precisamente, la habilidad es obviamente valiosa.
    Sin embargo, Shandon planteaba un problema, por mucha que fuera su valía. Cuanto más ganaba, más gastaba.
    No fue hasta años después de su muerte que descubrí que el chantaje era una de sus actividades. Pero lo que lo perdió fue su doble juego.
    Sabíamos que se producían fugas importantes en las Empresas Sandow. No sabíamos quién ni cómo, y necesitamos casi cinco años para descubrirlo. Cuando lo conseguimos, las Empresas Sandow estaban empezando a tambalearse.
    Lo desenmascaramos. No fue fácil, y para ello necesitamos otros cuatro telépatas. Fue denunciado y entregado a la justicia. Yo testifiqué en el juicio, y fue reconocido culpable, sentenciado, y enviado a otro planeta para una nueva rehabilitación. Tuve que firmar tres contratos para la creación de mundos a fin de que las Empresas Sandow se recuperaran. Conseguimos superar las vicisitudes, aunque no sin algunos problemas.
    ...Uno de ellas fue la evasión de Shandon de la custodia de rehabilitación. Ocurrió algunos años más tarde, pero la noticia se difundió rápidamente. Su juicio había causado sensación.
    Así que su nombre fue añadido a la lista de buscados. Pero el universo es un lugar tan grande...
    Yo estaba cerca de Coos Bay, en Oregon, donde había elegido un lugar junto al mar para mi estancia de aquel año en la Tierra. Esperaba pasar dos o tres meses sin novedad, mientras supervisaba nuestra fusión con un par de compañías norteamericanas.
    Permanecer junto a una gran extensión de agua es un tónico para el cansancio psíquico. Los olores del mar, los pájaros marinos, las algas, la arena —alternativamente fría y caliente, húmeda y seca—, el sabor salado de la brisa, y la presencia de las mecientes aguas azul verdosas, siempre en movimiento, tienen el efecto de enjuagar las emociones, de ensanchar las perspectivas, de lavar la conciencia. Paseaba cada mañana a orillas del mar, antes del desayuno, y de nuevo a última hora de la tarde, antes de retirarme. Mi nombre era Carlos Palermo, por si le interesa a alguien. Tras seis semanas, aquel lugar había lavado y saneado mis sentimientos, con el añadido de que con aquella fusión mi imperio financiero recuperaba finalmente su equilibrio.
    La casa que ocupaba se hallaba resguardada por una pequeña bahía. Era una edificación blanca de estuco, con un tejado de tejas rojas y un patio cerrado tras ella, junto al agua. En el lado que daba al mar había una puerta negra de metal, y tras ella la playa. Al sur había un farallón de pizarra gris; una densa masa de árboles y matorrales cerraba la playa por el norte. Era un lugar apacible, y yo me sentía también apacible.
    La noche era fresca... casi podría afirmar que fría. Una enorme luna en cuarto creciente, casi llena, derivaba hacia el oeste derramando su luz sobre el agua. Las estrellas parecían excepcionalmente brillantes. Lejos en el curvado horizonte, la masa de cinco derricks de prospecciones mineras bloqueaban la luz de las estrellas. Una isla flotante reflejaba ocasionalmente los rayos lunares con sus superficies pulimentadas.
    No lo oí llegar. Aparentemente había venido desde el norte a través de los árboles, aguardado a que yo estuviera cerca, aproximado tanto como pudo, y saltado sobre mí antes de que yo me diera cuenta de su presencia.
    Es más fácil de lo que ustedes piensan para un telépata ocultarse de otra persona, sabiendo siempre dónde se encuentra y los movimientos que hace. Es un asunto de «bloqueo»: imaginar un escudo rodeándolo a uno y permanecer tan emocionalmente inerte como es posible.
    Pero hay que admitir que es más bien difícil hacerlo con alguien al que uno odia y al que se ha venido a matar. Esto, probablemente, fue lo que me salvó la vida.
    No puedo decir realmente que me diera cuenta de que había una presencia hostil a mi espalda. Fue tan solo, mientras tomaba el aire nocturno y paseaba a lo largo de la orilla, siguiendo la línea de las olas, una repentina aprensión. Esos pensamientos sin nombre que a veces erizan el vello de tu nuca y te despiertan sin ninguna razón aparente en medio de una quieta y caldeada noche de verano, y te quedas allá, preguntándote qué infiernos puede haberte despertado, y entonces oyes un ruido desacostumbrado en la habitación de al lado, aumentado de volumen por la quietud general, electrificado por tu inexplicable resurrección a un sentimiento de emergencia y a una tensión que te retuerce el estómago... Esos pensamientos me atravesaron en un instante, y los dedos de mis manos y de mis pies (¡ese viejo reflejo antropoide!) me picotearon, y la noche me pareció un poco más oscura, y el mar el hogar que albergaba posibles terrores cuyos sorbientes tentáculos mezclados con las olas podían acudir repentinamente hacia mí; allá arriba, una línea brillante señalaba un transporte estratosférico que en cualquier momento podía dejar de funcionar y caer sobre mí como un meteoro.
    Así, cuando oí el primer y suave crujido de la arena tras de mí, la adrenalina ya había corrido por mis venas.
    Me giré rápidamente, agazapándome. Mi pie derecho se deslizó hacia atrás mientras giraba, y caí sobre una rodilla.
    Un golpe a un lado de mi rostro me hizo perder el equilibrio hacia la derecha. Por aquel entonces él ya estaba sobre mí, y caímos ambos a la arena, rodamos, buscando cada uno la mejor posición. Gritar era perder inútilmente el aliento, ya que no había nadie a nuestro alrededor. Intenté arrojarle arena a los ojos, intenté darle un rodillazo en la ingle, intenté golpearle en otra docena de puntos sensibles. Pero él estaba bien entrenado, era más pesado que yo, y sus reflejos eran también más rápidos que los míos.
    Por extraño que suene esto, estuvimos luchando por espacio de casi cinco minutos antes de que me diera cuenta de quien era. Estábamos sobre la arena húmeda, con el oleaje muriendo junto a nosotros, y me había ya partido casi la nariz de un cabezazo, y deshecho dos dedos de una dentellada, cuando intenté hacerle una presa en el cuello. La luna iluminó su rostro cubierto de sudor, y vi que era Shandon, y supe que tendría que matarlo si quería escapar de él. Dejarlo sin sentido no bastaría. La prisión o el hospital tan solo pospondrían otro encuentro. Él tenía que morir si yo quería vivir. Imagino que su razonamiento era el mismo.
    Unos momentos más tarde, algo duro y afilado se clavó en mi espalda, y me retorcí hacia la izquierda. Si un hombre decide matarme, no tiene importancia la forma en que le dé mi respuesta. Ser el primero es lo único importante en estos casos.
    Las olas restallaron sobre mis oídos, y Shandon empujó mi cabeza hacia atrás para mantenerla sumergida en el agua, y yo tanteé con mi mano derecha y hallé la roca que se me había clavado en la espalda.
    El primer golpe le alcanzó en el antebrazo que había levantado para defenderse. Los telépatas tienen una cierta ventaja en una lucha, ya que a menudo saben lo que el otro contrincante va a hacer a continuación. Pero es terrible saber lo que va a ocurrir y no poder hacer nada al respecto. Mi segundo golpe lo alcanzó en pleno ojo izquierdo, y seguramente entonces debió ver venir su muerte, ya que empezó a aullar como un perro, antes de que yo redujera su parietal a una sanguinolenta pulpa. Le golpeé dos veces más como medida de seguridad, luego lo empujé de encima mío y rodé de costado, y la roca se deslizó de entre mis dedos y cayó chapoteando a mi lado.
    Permanecí tendido allí durante largo tiempo, de espaldas, mirando parpadeante a las estrellas, mientras la resaca me lavaba y el cuerpo de mi enemigo flotaba suavemente a un par de metros de mí.
    Cuando me recobré, lo registré, y entre otras cosas encontré una pistola. Estaba a plena carga, y en perfecto estado de funcionamiento.
    En otras palabras, había preferido matarme con sus propias manos. Había estimado que era capaz de hacerlo, y había preferido correr el riesgo de hacerlo de aquel modo. Podría haberme eliminado tranquilamente disparando desde las sombras, pero había tenido el valor suficiente como para seguir los dictados de su odio. Hubiera podido ser el más peligroso de los hombres con los que nunca me hubiera enfrentado, si hubiera sabido usar su cerebro. Por ello, lo respeté. Si hubiera estado en su lugar, yo hubiera elegido el camino más fácil. Aunque las razones que a veces me empujan a la violencia son siempre emocionales, nunca dejo que tales sentimientos dicten mi línea de conducta.
    Di cuenta del ataque, y Shandon fue enterrado en la Tierra. En algún lugar en Dallas, se convirtió en un trozo de cinta que uno puede alojar en la palma de su mano —albergando todo lo que había sido y todo lo que había deseado ser— y de un peso menor de treinta gramos. Y al cabo de treinta días, también esta cinta sería destruida.
    Unas semanas más tarde, la víspera de mi partida, me detuve en aquel mismo lugar, allá al otro lado de la Gran Charca de la bahía de Tokio, y tenía la convicción de que, cuando vas a parar allá abajo, ya no vuelves más. El reflejo de las estrellas era deformado y distorsionado como en el subespacio y, aunque por aquel entonces yo no lo sabía aún, en algún lugar, un hombre verde se estaba riendo. Había ido a pescar a la bahía.

    —Estúpido hijo de puta —dije.

    VI

    Habría que empezarlo todo otra vez, y aquello me irritaba. Pero, más que irritación, había un cierto miedo. Shandon había fracasado una vez por ceder a sus emociones. No iba a cometer de nuevo el mismo error. Era un hombre fuerte y peligroso, y aparentemente ahora tenía algo que lo hacía aún más peligroso. Además, sabía de mi presencia allí en Illyria, tras mi mensaje a Verde Verde la noche anterior.
    —Tu has complicado mi problema —dije—, así que vas a ayudarme a resolverlo.
    —No te comprendo —dijo Verde Verde.
    —Tu me tendiste una trampa, y ahora resulta que tiene más dientes de los que esperabas —le hice notar—. Pero el cebo tiene mucho más atractivo ahora del que tenía antes. Iré tras él, y tu me acompañarás.
    Se echó a reír.
    —Lo siento, pero mi camino va en la otra dirección. No volveré atrás por mi propio pie, y no te serviré de nada como tu prisionero. De hecho, representaré más bien un impedimento.
    —Tengo tres elecciones —dije—. Puedo matarte, dejarte ir, o hacer que me acompañes. La primera puedo descartarla por ahora, ya que muerto no me eres de ninguna utilidad. Si te dejo ir, seguiré con mi empresa yo solo. Si consigo lo que deseo, regresaré a Megapei. Allí les diré a todos cómo fallaste en tu plan de venganza contra un terrestre, tras siglos de preparación. Les diré que fracasaste en tu plan y huíste, porque otro hombre de su misma raza desencadenó el infierno sobre tí. Si deseas tomar esposas, deberás ir a buscarlas lejos de tu pueblo, en otros mundos... y quizá tampoco puedas allí, ya que es probable que la noticia corra por toda la galaxia. Nadie te llamará Dra, pese a tus riquezas. Megapei rechazará tus huesos cuando mueras. Nunca más oirás el sonido de las campanas de mareas, y sabrás que tañen por tí.
    —Ojalá las cosas ciegas que yacen en el fondo del gran mar, y cuyos vientres son círculos de luz —dijo— recuerden con placer el sabor de la médula de tus huesos.
    Le lancé un anillo de humo.
    —...Y si prosigo mi empresa por mis propios medios —dije—, y soy muerto en mi próximo encuentro, ¿crees que podrás escapar del peligro? ¿No has visto nada en la mente de Mike Shandon mientras luchabas con él? ¿No me has dicho que lo habías herido? ¿Crees que es un hombre que va a olvidar algo así? No es tan sutil como un pei'ano. Ni siquiera considerará la necesidad de proceder con finura. Simplemente te perseguirá, y cuando te encuentre te hará pedazos. Así pues, gane o pierda yo, tu fin será inevitablemente la desgracia o la muerte.
    —¿Y si elijo acompañante y ayudarte? —preguntó.
    —Olvidaré la venganza que has maquinado contra mí —dije—. Te mostraré que no existe pai'dabra, no hay ningún instrumento de afrenta, y así podrás librarte honrosamente de esta venganza. No exigiré ninguna reparación, y podremos seguir cada uno nuestro camino, libres ambos de la atadura del otro.
    —No —dijo—. Hubo pai'dabra en tu elevación a Nombre. No puedo aceptar lo que propones.
    Me alcé de hombros.
    —Muy bien —dije—, pero piensa bien las cosas. Puesto que tus sentimientos e intenciones me son conocidos, para ninguno de los dos tiene sentido un plan de venganza dentro de los cánones clásicos. Ese exquisito momento final, cuando el enemigo reconoce el instrumento, el móvil y el pai'dabra, y se da cuenta de que toda su vida no ha sido más que un prefacio a esa ironía... este momento quedará disminuido, sino destruido totalmente.
    »Así que déjame ofrecerte satisfacción en lugar de perdón. Ayúdame, y te daré luego una oportunidad honesta de destruirme. Por supuesto, reivindico también una oportunidad igual de destruirte a ti. ¿Qué dices de ello?
    —¿Qué medios tienes en mente?
    —Ninguno, por el momento. Cualquier cosa que sea asequible a ambos.
    —¿Qué seguridad tengo de tu palabra?
    —Lo juro por el Nombre que llevo.
    Se giró hacia otro lado y permaneció silencioso durante un rato. Luego:
    —Acepto tus condiciones —dijo—. Te acompañaré y te ayudaré.
    —Entonces ven a mi campamento y pongámonos cómodos —dije—. Hay cosas que debes explicarme para que sepa como está realmente la situación.
    Me giré de espaldas a él, y me dirigí al campamento. Recogí el saco, y extendí la hoja de plástico para que pudiéramos sentarnos encima. Realimenté el fuego.
    El suelo tembló ligeramente bajo nosotros mientras nos sentábamos.
    —¿Eres tú quien ha originado esto? —pregunté, haciendo un gesto hacia el noroeste.
    —En parte —respondió.
    —¿Por qué? ¿Para asustarme?
    —No a ti.
    —¿Y Shandon tampoco se ha asustado?
    —En absoluto.
    —Supongamos que me dices exactamente lo que ha pasado.
    —Antes, con relación a nuestro trato —dijo—, acaba de ocurrírseme una contrapropuesta... algo que tal vez te interese.
    —¿De qué se trata?
    —Tú vas a ir allí para rescatar a tus amigos —hizo un gesto en el aire—. Supongamos que fuera posible rescatarlos sin ningún peligro. Supongamos que Mike Shandon pudiera ser evitado por completo. ¿O deseas su sangre inmediatamente?
    Permanecí sentado allí, reflexionando. Si lo dejaba con vida, vendría tras de mí tarde o temprano. Por otro lado, si conseguía salirme de aquello sin tener que enfrentarme con él, tendría ante mí un millar de formas de eliminarlo luego sin peligro. Sin embargo, había venido a Illyria dispuesto a enfrentarme con un enemigo mortal. ¿Qué diferencia había en que los nombres y los rostros hubieran cambiado? Sin embargo...
    —Déjame oír tu propuesta.
    —Las gentes que buscas —dijo— están aquí tan solo porque yo los he hecho retornar. Tu sabes cómo lo he conseguido. He utilizado las cintas. Esas cintas están intactas, y solo yo sé donde están. Te he dicho cómo las obtuve. Lo que hice antes puedo hacerlo de nuevo ahora. Puedo transportar las cintas hasta aquí inmediatamente, si tu me lo pides. Entonces podremos irnos de este lugar, y tu podrás hacer retornar a tu gente cuando quieras. Una vez estemos a salvo en tu nave, puedo indicarte dónde debes disparar o bombardear para destruir a Mike Shandon sin peligro para nosotros. ¿No es más sencillo y más seguro? Luego podremos llegar a un acuerdo sobre nuestras diferencias.
    —Hay dos fallos en ello —dije—. Primero, no hay ninguna cinta de Ruth Laris. Segundo, hacer esto sería abandonar a los otros. El hecho de que luego pueda volver a hacerlos retornar no tiene importancia, si ahora me voy dejándolos tras de mí.
    —Los seres análogos que puedes hacer retornar no tendrán ningún recuerdo de esto.
    —Este no es el problema. Existen ahora. Son tan reales como tu o yo. No importa que puedan ser duplicados. Están en la Isla de los Muertos, ¿verdad?
    —Sí.
    —Entonces, si debo destruirla para terminar con Shandon, los destruiré también a ellos, ¿no?
    —Será inevitable. Pero...
    —Veto tu propuesta.
    —Es tu privilegio.
    —¿Tienes alguna otra sugerencia?
    —No.
    —Bien. Ahora que has agotado todos tus argumentos para cambiar de tema, cuéntame lo que ha ocurrido allí entre tú y Shandon.
    —Lleva un Nombre.
    —¿Qué?
    —La sombra de Belion está tras él.
    —Eso es imposible. La cosa no se produce de esta forma. Él no es ningún creador de mundos...
    —Espera un momento, Frank; ya sé que la cosa requiere una explicación. Aparentemente hay algunas cosas de las que Dra Marling nunca ha juzgado conveniente hablarte. Pero él es un revisionista, de modo que es comprensible.
    Hizo una pausa.
    —Tu sabes —continuó— que no es esencial ser un portador de Nombre para diseñar y construir mundos...
    —Por supuesto que lo es. Es necesario un artificio psicológico para liberar los poderes inconscientes que se requieren para llevar a cabo ciertas fases del trabajo. Uno tiene que sentirse como un dios para actuar como tal.
    —Entonces, ¿por qué yo puedo realizarlo?
    —Nunca oí de tí hasta que te convertirse en mi enemigo. Nunca he visto ninguna de tus obras, excepto desde que llegué aquí. Y si lo que he visto es representativo, entonces debo decirte que no sabes trabajar. Eres un mediocre artesano.
    —Eso es lo que tu dices —murmuró—. De todos modos, resulta obvio que puedo manipular todos los procesos necesarios.
    —Todo el mundo puede aprender a hacerlo. Yo estoy hablando de proceso creador. No he visto ninguna señal en ti.
    —Estaba hablando del panteón de los strantristas. Existía ya antes de que hubiera creadores de mundos, ya lo sabes.
    —Sí, lo sé. ¿Y?
    —Algunos revisionistas, como Dra Marling y sus predecesores, utilizaron la vieja religión en su negocio. No la tomaban por lo que aportaba, sino, como tu dices, en tanto que artificio psicológico. Tu confirmación como el Sembrador de Truenos era simplemente un medio de coordinar tu subconsciente. Para un fundamentalista, eso es una blasfemia.
    —¿Tu eres un fundamentalista?
    —Sí.
    —Entonces, ¿por qué hiciste el aprendizaje de algo que considerabas como un negocio pecaminoso?
    —A fin de ser confirmado con un Nombre.
    —Me temo que no te sigo.
    —Era el Nombre lo que buscaba, no el negocio que hay tras él. Mis razones eran religiosas, no económicas.
    —Pero si se trata tan solo de un artificio psicológico...
    —¡Esa es la cuestión! No lo es. Es una auténtica ceremonia, y sus resultados, el contacto personal con el dios, son genuinos. Es el rito de ordenación de los grandes sacerdotes del strantrismo.
    —Entonces, ¿por qué no entraste en las órdenes sagradas, en lugar de dedicarte a la ingeniería de mundos?
    —Porque tan solo un Nombre puede celebrar el rito, y los veintisiete Nombre que aún viven son todos ellos revisionistas. Nunca querrán celebrar el rito de acuerdo con sus antiguos significados.
    —Veintiséis —dije.
    —¿Veintiséis?
    —Dra Marling está bajo la montaña, y Lorimel el de las Numerosas Manos descansa en la feliz nada.
    Inclinó la cabeza y permaneció en silencio durante un rato. Luego:
    —Uno menos —dijo—. Puedo recordar cuando eran cuarenta y tres.
    —Es triste.
    —Sí.
    —¿Por qué deseabas un Nombre?
    —Para convertirme en un sacerdote, no en un creador de mundos. Pero los revisionistas no querían a uno como yo entre ellos. Me dejaron terminar mi entrenamiento, luego me rechazaron. Entonces, para insultarme aún más, el siguiente Nombre al que confirmaron fue un alienígena.
    —Entiendo. ¿Es por eso que me has elegido como objeto de tu venganza?
    —Sí.
    —Pero tú sabes que yo no era responsable de nada de eso. De hecho, es la primera vez que oigo la historia. Yo siempre creí que las diferencias de denominación apenas tenían significado en el interior del strantrismo.
    —Ahora ya lo sabes mejor. También debes comprender que no me mueve ningún resentimiento personal. Vengándome de ti, me vengo de todos esos blasfemos.
    —¿Por qué te dedicas a la creación de mundos entonces, si lo consideras inmoral?
    —La creación de mundos no es inmoral. Es la subyugación de la verdadera religión a este fin lo que considero objetables. No soy portador de un Nombre en el sentido ortodoxo de este término, y el trabajo que hago me reporta beneficios. ¿Por qué no debería hacerlo?
    —No puedo pensar en ninguna razón —admití— si alguien te paga por ello. ¿Pero qué relación hay entre tú y Belion, y entre Belion y Mike Shandon?
    —El pecado y su castigo, supongo. Inicié el rito de confirmación por mí mismo una noche, en el templo de Prilbei. Ya sabes como es: cuando se ha realizado el sacrificio y han sido pronunciadas las palabras, uno avanza a lo largo de la pared del templo, rindiendo homenaje a cada uno de los dioses... hasta que una placa resplandece ante tí, y sientes el poder entrar en ti, y aquel es el Nombre que llevarás.
    —Sí.
    —Esto es lo que me ocurrió ante la imagen de Belion.
    —Así, te confirmaste a ti mismo.
    —Él me confirmó a mí, en su propio Nombre. Yo no quería ser él, ya que se trata de un destructor, no de un creador. Yo había esperado que fuera Kirwar el de los Cuatro Rostros, el Padre de las Flores, el que acudiera a mí.
    —Cada uno debe obedecer a su disposición.
    —Eso es cierto, pero yo adquirí la mía equivocadamente. Belion me hace actuar incluso cuando yo no lo invoco. Ni siquiera sé si no habrá sido él el que me impulsó a preparar mi venganza sobre ti, porque tu llevas el Nombre de su antiguo enemigo. Puedo sentir cómo cambian mis pensamientos, incluso ahora, cuando pienso en esas cosas. Sí, es posible. Desde que me ha abandonado, las cosas son tan diferentes...
    —¿Cómo ha podido abandonarte? La disposición es para toda la vida.
    —Pero la naturaleza de mi confirmación no lo ataba a mí. Ahora se ha ido.
    —Shandon...
    —Sí. Es uno de los pocos de tu raza que puede comunicarse sin palabras, como tu mismo.
    —No siempre ha sido así en mí. Ese poder fue creciendo poco a poco, mientras estudiaba con Marling.
    —Cuando lo hice retornar a la vida, lo primero que descubrí en su mente fue la angustia de morir en tus manos. Pero luego, rápidamente, muy rápidamente, echó esto a un lado y se reorientó. Sus procesos mentales me intrigaron, y lo favorecí con respecto a los otros, a algunos de los cuales mantenía como prisioneros. Hablaba a menudo con él, y le enseñé muchas cosas. Empezó a ayudarme a preparar las cosas para tu visita.
    —¿Desde cuánto tiempo está aquí?
    —Aproximadamente un splanth —dijo. Un splanth corresponde aproximadamente a ocho meses y medio de la Tierra—. Los hice retornar a todos más o menos al mismo tiempo.
    —¿Por qué raptaste a Ruth Laris?
    —Pensé que quizá tu no creyeras que tus muertos habían retornado. No habías iniciado ninguna investigación masiva tras empezar a recibir las fotos. Me hubiera gustado que buscaras durante mucho tiempo antes de descubrir cuál era el lugar donde te esperaba. Pero como no reaccionabas, decidí actuar más abiertamente. Rapté a una de las varias personas que significaban algo para tí. Si no hubieras reaccionado tras eso, cuando me había tomado incluso la molestia de enviarte un mensaje, entonces hubiera raptado a otra, y luego a otra... hasta que te hubieras preocupado realmente.
    —Así, Shandon se convirtió en tu protegido. Confiabas en él.
    —Por supuesto. Era un pupilo y un ayudante muy bien dispuesto. Es inteligente, y posee unas maneras agradables. Era agradable tenerlo a mi lado al principio.
    —Hasta hace poco.
    —Sí. Es lamentable que interpretara mal su interés y su deseo de cooperar. Naturalmente, compartía mi deseo de venganza hacia ti. Al igual que tus otros enemigos, por supuesto, pero ellos no eran tan inteligentes, y ninguno era telépata. Me gustaba tener a alguien con quien pudiera comunicarme directamente.
    —¿Qué es lo que hizo fracasar esa delicada amistad?
    —Cuando ocurrió, ayer, pareció que era a causa de la venganza. Sin embargo, se trataba del poder. Era mucho más tortuoso de lo que nunca hubiera creído. Me traicionó.
    —¿En qué forma?
    —Dijo que deseaba algo más que tu muerte tal y como la habíamos planeado. Dijo que deseaba una venganza personal, que deseaba matarte él mismo. Discutimos sobre ello. Finalmente, se negó a seguir mis órdenes, y amenacé con castigarle.
    Permaneció silencioso un instante, luego prosiguió:
    —Entonces me golpeó. Me atacó con sus propias manos. Mientras me defendía, sentí que la furia crecía en mi interior, y decidí hacerle mucho daño antes de destruirlo. Llamé al Nombre que había adoptado, y Belion me oyó y acudió a mi. Contacté un nódulo energético y, amparándome en la sombra de Belion, hice estallar el suelo a mis pies, y apelé a los vapores y llamas que residen en el corazón de este mundo. Es así como estuve a punto de matarlo, ya que vaciló por un instante al borde del abismo. Conseguí que se quemara gravemente, pero luego recuperó el equilibrio. Había conseguido lo que pretendía: me había obligado a llamar a Belion.
    —¿Con qué finalidad?
    —Él sabía mi historia, tal y como acabo de contártela. Sabía cómo había obtenido yo el Nombre, y tenía un plan al respecto que había conseguido ocultarme. De todos modos, aunque yo me hubieran enterado, no le hubiera dado ninguna importancia, me hubiera reído de él. Me eché a reír cuando vi lo que estaba intentando. Yo también creía que tales cosas no pueden ocurrir. Pero estaba equivocado. Hizo un pacto con Belion.
    »Despertó mi cólera e hizo como si amenazara mi vida, sabiendo que yo llamaría a Belion si ocurría algo así y me daba tiempo suficiente. Luchó desmayadamente, para darme ese tiempo. Entonces, cuando la sombra acudió, proyectó su mente hacia ella, y entonces se produjo la comunión. Así hizo la jugada, arriesgando su vida a cambio del poder. Si hubiera hablado con palabras hubiera dicho: «Mírame. ¿No soy yo un receptáculo superior al que has elegido? Ven a constatar las posibilidades de mi mente y los poderes de mi cuerpo. Cuando lo hayas hecho, entonces podrás elegir abandonar al pei'ano y venir conmigo el resto de los días de mi vida. Te invito, estoy mejor dotado que cualquier otro hombre vivo para servir a Tus fines, que creo son el fuego y la destrucción. Ese que está ante mí es un débil, que se habría unido con el Padre de las Flores si hubiera tenido la oportunidad. Ven a mí, y ambos sacaremos provecho de esta asociación».
    Hizo una nueva pausa.
    —¿Y? —dije.
    —Repentinamente, estuve solo.
    En algún lugar, un pájaro graznó. La noche estaba creando humedad, que invadía todo el mundo a nuestro alrededor. Muy pronto una luz aparecería por el este, se ocultaría, volvería a aparecer. Miré hacia el fuego sin percibir ningún rostro.
    —Esto parece poner fin a la teoría del complejo autónomo —dije—. Pero he oído hablar de transferencia de psicosis entre telépatas. Podría tratarse de algo parecido.
    —No. Belion y yo estábamos unidos por la confirmación. Simplemente, ha encontrado a un agente mejor y me ha abandonado.
    —No estoy convencido de que sea una entidad de derecho.
    —¿Tú... un portador de Nombre... no crees...? Me estás dando una razón para que te desprecie.
    —No intentes buscar un nuevo pai'dabra, ¿entiendes? Mira dónde te ha llevado el último. Solo decía que no estaba enteramente convencido. No comprendo... ¿Qué ocurrió después de hacer Shandon su pacto con Belion?
    —Se apartó lentamente de la fisura que se había abierto entre nosotros dos. Me giró la espalda, como si yo ya no existiera. Lo alcancé con mi mente y lo sondeé, y Belion estaba allí. Él levantó sus manos, y toda la isla empezó a retemblar. Se giró, y entonces huí. Tomé la embarcación en el amarradero y puse rumbo a tierra firme. Tras un tiempo, las aguas bulleron a mi alrededor. Entonces empezaron las erupciones. Alcancé la orilla y, cuando miré hacia atrás, el volcán estaba surgiendo del lago. Pude ver a Shandon en la isla, los brazos levantados, el humo y las chispas coloreando el aire a su alrededor. Entonces empecé a buscarte. Tras un tiempo, recibí tu mensaje.
    —¿Era capaz de utilizar los nódulos energéticos antes de que ocurriera todo esto?
    —No, ni siquiera podía detectar su presencia.
    —¿Qué ha ocurrido con los otros a los que hiciste retornar?
    —Están todos ellos en la isla. Algunos están drogados, para que permanezcan tranquilos.
    —Entiendo.
    —¿Cambiarás ahora de opinión y seguirás mi sugerencia?
    —No.
    Aguardamos allá hasta que la luz inundó el mundo, quince minutos más tarde. La bruma empezaba a disolverse, pero el cielo seguía cubierto. El sol incendiaba las nubes. El viento era frío. Pensé en mi ex espía, jugando con su volcán y comunicándose con Belion. Ahora era el momento de golpearlo, cuando todavía estaba intoxicado con su nueva fuerza. Me hubiera gustado poder sacarlo fuera de la isla, a alguna zona de Illyria que Verde Verde no hubiera corrompido, donde todo lo vivo fuera aún mi aliado. Pero no caería en algo tan obvio. Me hubiera gustado separarlo de los demás si ello era posible, pero no veía ninguna forma de conseguirlo.
    —¿Cuánto tiempo has necesitado para estropear toda esta zona? —pregunté.
    —Empecé a alterar esta sección hace unos treinta años —dijo.
    Agité la cabeza, me levanté, y eché tierra sobre el fuego hasta apagarlo.
    —Vamos. Será mejor que nos movamos.

    La sima de Ginnunga, según la mitología nórdica, existió en el centro de todo el espacio en el inicio de los tiempos, rodeada de un perpetuo crepúsculo. Su borde norte era de hielo, y su borde sur estaba en llamas. A través de las eras esas dos fuerzas luchaban entre sí, y los ríos fluían, y la vida palpitaba en el abismo. Los mitos súmeros nos hablan de la lucha entablada y vencida por En-ki sobre Tiamat, el dragón del mar, separando así la tierra y las aguas. El propio En-ki estaba hecho más o menos de fuego. Los aztecas creían que los primeros hombres estaban hechos de piedra, y que un cielo ardiente presagiaba una nueva era. Y hay numerosas historias acerca del fin del mundo: El Día del Juicio Final, el Gotterdammerung, la fusión de los átomos. Para mí, que he visto gentes y mundos nacer y morir, real y metafóricamente, siempre será igual. Siempre serán el fuego y el agua.
    No importa cual sea la formación científica de uno, emocionalmente todos somos alquimistas. Uno vive en un mundo de líquidos, sólidos, gases, y efectos de transferencia de calor acompañando sus cambios de estado. Hay cosas que uno percibe, y cosas que uno siente. Y la noción que tiene uno de su verdadera naturaleza está injertada en la cúspide de todo ello. Así, cuando se trata de las sensaciones cotidianas de la vida, ya sea remover una taza de café o lanzar una cometa, uno debe hacer frente a los cuatro elementos ideales de los viejos filósofos: tierra, aire, fuego, agua.
    Mírese por donde se mire, el aire no es muy atractivo, hay que admitirlo. Por supuesto, no podríamos pasarnos sin él, pero es invisible y, mientras conserve sus propiedades, pasa prácticamente desapercibido. ¿La tierra? El problema con la tierra es que permanece. Los objetos sólidos tienden a persistir con una monótona regularidad.
    No así, en cambio, el fuego y el agua. Están llenos de formas y de colores, y siempre están haciendo algo. Cuando nos invitan a arrepentirnos, los profetas raramente anuncian la ira de los dioses en términos de tornados y de terremotos. No. Las inundaciones y los incendios con los encargados de castigar los pecados. Los hombres primitivos sabían lo que hacían cuando aprendían a encender el uno teniendo siempre a la otra cerca por si acaso. ¿Es una coincidencia que hayamos llenado de fuego el infierno y de monstruos los mares? No lo creo. Ambos principios son móviles, lo cual es generalmente un signo de vida. Ambos son misteriosos, y poseen el poder de golpear y matar. No es sorprendente que las criaturas inteligentes de todo el universo hayan reaccionado a ellos de forma parecida. Es la respuesta alquímica. Así había ocurrido entre Kathy y yo. Había sido algo tempestuoso, móvil, misterioso, lleno con el poder de golpear, de dar la vida y dar la muerte. Era mi secretaria hacía ya casi dos años antes de nuestro matrimonio, una pequeña muchachita morena con unas hermosas manos, a quien le sentaban maravillosamente los colores brillantes, y a la que le encantaba echar comida a los pájaros. La había contratado a través de una agencia en el planeta Mael. En mi juventud, la gente se sentía feliz de poder emplear a una chica inteligente que sabía taquigrafía, mecanografía y sistemas de archivo. Pero con la progresiva degradación de la maquinaria académica y el crecimiento de los certificados requeridos en un mercado del trabajo en expansión y cada vez más competitivo, la contraté siguiendo los consejos de mi oficina de personal al saber que poseía un doctorado en Ciencias Secretariales: por el Instituto de Mael. ¡Dios! ¡Aquel primer año fue terrible! Lo automatizaba todo, desbarataba todo mi sistema personal de archivo, y consiguió retrasar seis meses mi correspondencia. Cuando conseguí hacer reconstruir una máquina de escribir del siglo veinte, a un precio exorbitante, y le enseñé a manejarla, y logré que aprendiera taquigrafía, se convirtió en una secretaria tan buena como una graduada en estudios comerciales del siglo veinte. Los negocios volvieron a la normalidad, y creo que nosotros dos éramos los únicos seres en el mundo capaces de descifrar los garabatos taquigráficos que redactábamos... lo cual era estupendo para los asuntos comerciales, y nos daba algo en común. Ella una llamita brillante y yo una manta húmeda, la hice llorar numerosas veces en aquel primer año. Luego se me hizo indispensable, y me di cuenta de que no se debía tan solo al hecho de que era una buena secretaria. Nos casamos, y fuimos felices durante seis años... seis años y medio, exactamente. Murió entre las llamas en el gran desastre del astropuerto de Miami, cuando acudía a reunirse conmigo para una conferencia. Tuvimos dos hijos, uno de los cuales vive aún. A intervalos, antes y después, el fuego me ha perseguido a lo largo de los años. El agua ha sido siempre mi amiga.
    Aunque me sienta más cerca del agua que del fuego, mis mundos han nacido de ambos. Cocytus, Nueva Indiana, San Martín, Buningrad, Mercy, Illyria y todos los demás han sido engendrados a través de un proceso de llamas, agua, vapor y enfriamiento. Ahora andaba a través de los bosques de Illyria —un mundo que había edificado como un parque, como un lugar de descanso—, andaba a través de los bosques de un Illyria comprado por mi enemigo que andaba ahora a mi lado, vacío de la gente para la que había sido concebido: la gente feliz, la gente en vacaciones, la gente que buscaba el descanso, la gente que aún creía en árboles y en lagos y en montañas con caminos serpenteando entre todos ellos. Se habían ido, y los árboles entre los que pasaba estaban ahora retorcidos, el lago al que me acercaba estaba polucionado, el cielo había sido herido, y el fuego que era su sangre brotaba de la montaña que se erguía frente a mí, aguardando, como aguarda siempre el fuego, aguardando a por mí. Las nubes colgaban del cielo, y entre su apelotonada blancura y mi sucia negrura revoloteaban las partículas de hollín enviadas por el fuego, una infinita migración de mensajes funerales. A Kathy le hubiera gustado Illyria, si lo hubiera visto en otro momento y en otro lugar. Pensar en ella en aquel momento y en aquel lugar, con Shandon montando la puesta en escena, me enfermaba. Maldecía entre dientes mientras avanzaba, y esos eran mis pensamientos acerca de la alquimia.

    Avanzamos durante una hora, y Verde Verde empezó a quejarse de su hombro y de su cansancio en general. Le dije que tendría mi simpatía mientras siguiera andando. Aquello pareció convencerle, ya que dejó de lamentarse. Una hora después, le dejé descansar mientras yo trepaba a un árbol para examinar el terreno ante nosotros. Ya estábamos cerca, y el suelo empezaba a descender hasta el final de nuestro camino. El día era más claro de lo que habían sido todos los días anteriores, y la bruma había desaparecido casi por completo. Hacía más calor que en cualquier otro momento desde mi aterrizaje. El sudor empapaba mis costados mientras trepaba al árbol, y mis manos empezaban a escamarse. Cada vez que golpeaba una rama levantaba una nube de cenizas y de polvo. Estornudé varias veces, y mis ojos estaban llenos de lágrimas.
    Podía ver la parte más alta de la isla por encima de las copas de los distantes árboles. Y a su izquierda y un poco más lejos, podía ver también la cónica cima de roca volcánica recientemente surgida. Maldije de nuevo, porque necesitaba hacerlo para calmarme, y descendí.
    Necesitamos otras dos horas para alcanzar la orilla del Acheron.
    Tan solo el fuego se reflejaba en la oleosa superficie de mi lago. La lava y las rocas incandescentes restallaban y siseaban al entrar en contacto con el agua. Me sentí sucio y viscoso y empapado mientras contemplaba lo que quedaba de mi obra maestra. Pequeñas olas dejaban líneas de espuma y restos negruzcos sobre la orilla. El agua presentaba manchas de las mismas sustancias. Los peces muertos flotaban con sus barrigas al aire en los remansos en las zonas poco profundas, y el aire olía a huevos podridos. Me senté en una roca y miré todo aquello, mientras fumaba un cigarrillo.
    A un kilómetro y medio de distancia se erguía mi Isla de los Muertos, intacta... desolada y ominosa como una sombra que no muestra nada. Me incliné hacia adelante y metí un dedo en el agua. El lago estaba caliente, muy caliente. Lejos hacia el este se divisaba una segunda luz. Parecía como si un cono más pequeño estuviera surgiendo allí.
    —Alcancé la orilla a unos cuatrocientos metros al oeste de aquí —dijo Verde Verde.
    Asentí, y seguí observando. Era aún temprano por la mañana, y deseaba seguir contemplando la perspectiva. La cara sur de la isla —la que tenía ante los ojos— poseía una estrecha franja de playa que seguía la curvatura de la pequeña bahía a lo largo de unos setenta metros. Desde allí zigzagueaba un camino aparentemente natural que ascendía, alcanzando varios niveles y, finalmente, la cima del agreste promontorio.
    —¿Dónde crees que está? —pregunté.
    —A unos dos tercios de la altura total, por este lado —dijo Verde Verde—. En el chalet. Allí es donde tenía mi laboratorio. Agrandé algunas de las cavernas que hay detrás de él.
    Era casi obligatoria una aproximación frontal, ya que las otras caras de las isla no poseían playas, y caían a pico hasta el agua.
    Casi, pero no absolutamente.
    Dudaba que Verde Verde, Shandon o algún otro supieran que la cara norte podía ser escalada. La había diseñado de modo que pareciera inescalable, pero no lo era exactamente. La había hecho así porque me gusta que todos los lugares tengan una puerta trasera además de la puerta principal. Pero si utilizaba ese camino, debería subir hasta arriba y luego volver a bajar hasta la altura del chalet.
    Decidí tomar ese camino. Decidí también que me guardaría esa decisión para mí mismo hasta el último minuto. Después de todo, Verde Verde era un telépata, y por lo que sabía la historia que me había contado podía ser un cuento chino. Él y Shandon podían estar trabajando en equipo, e incluso era posible que no existiera ningún Shandon. No apostaría ninguna moneda por él, ni siquiera una moneda falsa.
    —Vamos —dije, levantándome y arrojando el cigarrillo en la cloaca en que se había convertido mi lago—. Muéstrame donde dejaste la embarcación.
    Así que seguimos la orilla, a lo largo de la línea de las olas, hasta el lugar donde él recordaba haberla dejado. Solo que la embarcación no estaba allí.
    —¿Estás seguro de que este es el lugar?
    —Sí.
    —Bien, ¿dónde está?
    —Quizá se haya soltado con una de las sacudidas y se haya ido a la deriva.
    —¿Te ves capaz de alcanzar la isla a nado, con el hombro y todo lo demás?
    —Soy un pei'ano —respondió, dando a entender con ello que podía atravesar ida y vuelta el Canal de la Mancha con los dos hombros hechos picadillo. Yo había dicho aquello tan solo para irritarlo un poco—. Pero no podemos ir a nado hasta la isla —añadió.
    —¿Por qué no?
    —Hay corrientes a gran temperatura procedentes del volcán. Son muy fuertes más adelante.
    —Entonces podemos construir una balsa —dije—. Yo cortaré la madera con mi pistola mientras tu buscas algo que nos permita irlas atando entre sí.
    —¿Como qué? —preguntó.
    —Tu eres quien ha metido mano en este bosque —le recordé—, así que tu sabrás mejor que yo qué es más adecuado. Creo recordar que he visto algunas lianas que parecían suficientemente fuertes.
    —Son bastante resistentes —dijo—. Pero necesitaré tu cuchillo para cortarlas.
    Vacilé por un instante.
    —Está bien. Tómalo.
    —El agua puede pasar por encima de los bordes de la balsa. Es probable que esté muy caliente.
    —Entonces habrá que enfriarla.
    —¿Cómo?
    —Muy pronto empezará a llover.
    —Los volcanes...
    —No creo que caiga tanta agua como para eso.
    Se alzó de hombros, asintió, y se dedicó a cortar lianas. Yo empecé a abatir y cortar y limpiar árboles, dejando troncos mondos de unos quince centímetros de diámetro y tres metros de longitud, mientras vigilaba tan cuidadosamente como me era posible mi espalda.
    Poco después se puso a llover.
    Durante las siguientes horas, una fría y regular lluvia cayó de los cielos, empapándonos hasta la médula, agitando las aguas del Archeron y limpiando algo de la suciedad que se había acumulado por todas partes. Me dediqué a descortezar dos largos troncos y hacer un par de pértigas con ellos mientras aguardaba a que Verde Verde recogiera las lianas suficientes como para construir la balsa. Mientras aguardaba, el suelo se estremeció violentamente, y una terrible erupción hendió en dos la parte superior del cono del volcán. Un río del color del atardecer surgió de la fisura. Mis oídos zumbaron durante varios minutos después de la explosión. Luego la superficie del lago se rizó, creció y avanzó hacia mí... un pequeño maremoto. Corrí como perseguido por todas las potencias del infierno y trepé al árbol más alto que encontré en mi camino.
    El agua lamió la base del árbol, pero no ascendió a más de treinta centímetros del suelo. Luego se sucedieron otras tres impetuosas olas a lo largo de veinte minutos; después las aguas empezaron a retroceder, no dejando más que un montón de lodo allá donde estaban todos los troncos y las dos pértigas que había cortado.
    Sentí que la rabia me vencía. Sabía que mi lluvia no podía apagar su chorreante volcán, que incluso podía empeorar algo las cosas.
    Pero me volvía loco furioso el ver cómo todo mi trabajo desaparecía arrastrado por las aguas. Empecé a pronunciar las palabras.
    Oí al pei'ano llamándome desde algún lugar. Lo ignoré. Después de todo, yo ya no era exactamente Francis Sandow.
    Bajé de nuevo al suelo, y sentí la atracción de un nódulo energético a varios centenares de metros a mi izquierda. Avancé en aquella dirección, ascendiendo una pequeña prominencia para alcanzarlo. Desde aquel punto, tenía una clara panorámica a través de las revueltas aguas hasta la propia isla. Quizá mi agudeza visual se viera incrementada. Vi el chalet con toda claridad. Incluso hubiera jurado que veía algún tipo de movimiento en el ángulo de la balaustrada que dominaba las aguas. Los ojos humanos no son tan agudos como los pei'anos. Verde Verde había dicho que había podido ver claramente a Shandon tras haber cruzado el lago.
    Sentí el pulsar de Illyria a través de todas sus grandes venas y todas sus pequeñas arterias mientras permanecía allá frente al nódulo energético, y el poder entró en mí, y lo envié hacia arriba.
    Muy pronto la lluvia se convirtió en un terrible diluvio, y cuando bajé de nuevo mi alzada mano los relámpagos zebraron el cielo y los truenos retumbraron y retumbaron en ir: sucia bóveda que me cubría. Un viento, tan repentino como un gato salvaje y tan frío como el aliento del Ártico, empezó a soplar, escarchando mis mejillas a su paso.
    Verde Verde gritó de nuevo, llamándome desde algún lugar a mi derecha, creo.
    Entonces los cielos hirvieron a mi alrededor, y la lluvia fue tan intensa que el chalet se desvaneció ante mi vista, y la propia isla se convirtió en una imprecisa masa gris. El volcán era apenas un débil chisporroteo sobre las aguas. Muy pronto el jadeo del viento se convirtió en el aullar de una poderosa locomotora, y su sonido se mezcló con el rugir del trueno hasta crear un estruendo interminable. Las orillas del lago iban ensanchándose, y las aguas volviendo a sus cauces en olas parecidas a las que nos habían recibido pero retirándose en la misma dirección de donde habían venido. Si Verde Verde me llamó de nuevo, no lo oí.
    El agua corría a ríos entre mis cabellos, por mi rostro y a lo largo de mi cuello. Pero no necesitaba mis ojos para ver. El poder me inundaba y la temperatura se convertía en plomo; la lluvia chasqueaba como látigos ahora; el cielo era tan negro como la noche. Me eché a reír, y las aguas se derramaban del cielo a chorros y rodaban como genios, y los rayos lanzaban sus guantes una y otra vez, pero la inmensa maquinaria nunca hacía «tilt».
    ¡Detente, Frank! ¡Va a saber que estás aquí!, me llegaron los pensamientos de Verde Verde, dirigidos a la parte de mi mente que confiaba alcanzar.
    Ya lo sabe, ¿no?, hubiera podido responder. Ponte a cubierto hasta que esto termine. ¡Espera!
    Y mientras las aguas se derramaban y el viento torbellineaba, el suelo tembló una vez más bajo mis pies. La chispa ante mí creció y brilló como un embrumado sol. Entonces los resplandores de los rayos la cercaron; se posaron en la cima de la isla; inscribieron nombres en el caos... y uno de ellos era el mío.
    Mis rodillas se doblaron ante una nueva sacudida, pero me mantuve en pie, y alcé ambos brazos.
    ...Y entonces me encontré en un lugar que no era ni sólido, ni líquido ni gaseoso. No había luz, ni tampoco oscuridad. No era cálido, ni frío. Quizá estuviera en el interior de mi propia mente, o quizá no.
    Nos miramos el uno al otro, y en mis manos verde pálido había un rayo dispuesto a ser lanzado.
    Él tenía la apariencia de un masivo pilar gris, y estaba recubierto de escamas. Su mandíbula era como la de un cocodrilo, y sus ojos estaban llenos de ferocidad. Sus tres pares de brazos asumieron varias actitudes mientras hablábamos. Pero el resto de su cuerpo permaneció completamente inmóvil.
    Viejo enemigo, viejo camarada...
    Se dirigió a mí.
    Sí, Belion. Estoy aquí.
    ...Tu ciclo ha terminado. Ahórrate la ignominia de ser destruido por mis manos. Retírate ahora, Shimbo, y preserva el mundo que construiste. Dudo que este mundo esté perdido, Belion.
    Silencio. Luego:
    Entonces tendrá que haber una confrontación... A menos que tu elijas retirarte.
    No lo haré.
    Entonces tendrá que haber una confrontación.
    Exhaló una llama.
    Que así sea.
    Y desapareció.
    ...Y yo estaba de pie en la cima de la pequeña colina, y bajé lentamente los brazos, puesto que el poder se había ido de mí.
    Era una extraña experiencia, como nunca hasta entonces había conocido. Como soñar despierto, si ustedes quieren. O una fantasía nacida de la tensión y la rabia, si lo prefieren así.
    La lluvia seguía cayendo, aunque no con su fuerza anterior. Los vientos habían perdido parte de su intensidad. Los relámpagos habían cesado, al igual que los temblores de tierra. Y la fuerte actividad del volcán había disminuido, y la parte superior de su cono ya no estaba rodeada de un halo naranja.
    Miré a todo aquello, sintiendo de nuevo la humedad y el frío, y la firmeza del suelo bajo mis pies. Nuestro combate a larga distancia había sido interrumpido, y nuestros poderes anulados. De todos modos, aquello era bueno para mí; las aguas parecían más frías, y la masa gris de la isla menos amenazadora.
    ¡Ja!
    De hecho, mientras miraba, el sol se abrió camino por un instante a través de las nubes, y un arco iris desplegó su abanico de colores en medio de las brillantes gotas, trazando su arco a través del aire ahora limpio y mostrando al Acheron, la isla y el apagado cono como un paisaje encerrado dentro del cristal de un pisapapeles, una miniatura que tenía algo de irreal.
    Abandoné la colina, y regresé al lugar junto a la orilla del lago. Había una balsa que debía ser construida.

    VII

    Lamentando como lamentaba mi desaparecida cobardía —que en el pasado había sido una virtud que me había salvado varias veces la vida—, esta me respondió apoderándose de nuevo de mí y dejándome muerto de miedo.
    Había vivido demasiado tiempo, y con cada día que pasaba mis posibilidades de supervivencia disminuían. El punto de vista general al respecto queda reflejada en la actitud de mi compañía de seguros con relación a las primas. Su computadora me tiene clasificado entre los casos xenopáticos extremos, de acuerdo con sus baremos y mis espías. Es algo reconfortante. Y probablemente cierto también. Aquella era la primera vez en bástate tiempo que me metía en algo peligroso. Me daba cuenta de que estaba desentrenado, notaba mis deficiencias y mis limitaciones. Si Verde Verde se dio cuenta de que mis manos estaban temblando, no hizo ningún comentario. Su vida estaba entre ellas, y esto bastaba para mantenerle en su sitio. Estaba en situación de matarme en cualquier momento que deseara, si uno piensa detenidamente en ello. Y él lo sabía. Y yo también lo sabía. Y él sabía que yo también lo sabía. Y...
    Lo único que lo retenía era el hecho que me necesitaba para salir de Illyria... lo cual significaba lógicamente que su propia nave estaba en la isla. Lo cual significaba por extensión que si Shandon tenía una nave a su disposición, podía atacarnos desde el aire, pese a los sentimientos de nuestros respectivos compañeros alucinatorios acerca de la confrontación. Lo cual significaba que era mejor trabajar bajo los árboles que en la orilla, y que nuestro viaje necesitaría la cobertura de la noche. Así que trasladamos nuestro proyecto tierra adentro. Verde Verde admitió que era una muy buena idea.
    Las nubes se desgarraron parcialmente aquella tarde, mientras ensamblábamos la balsa, pero el cielo no acabó de aclararse por completo. Seguía lloviendo, el día era un poco más brillante, y dos lunas muy, muy blancas pasaron sobre nuestras cabezas —Kattontallus y Flopsus—, unas lunas a las que les faltaba tan solo dos ojos y una sonrisa.
    Más tarde, un insecto plateado, de tres veces el tamaño de la Modelo T, y tan repulsivo como una larva, abandonó la isla y dio seis veces la vuelta al lago, primero por su parte interna, luego por su parte externa. Permanecimos escondidos bajo el follaje, ocultándonos allá donde este era más denso, sin movernos hasta que regresó a la isla. Durante todo aquel tiempo mantuve agarrada mi pata de conejo. No me traicionó.
    Terminamos la balsa un par de horas antes de la puesta del sol, y dejamos que acabara de transcurrir el día con nuestras espaldas apoyadas contra el tronco de dos árboles adyacentes.
    —Doy un penique por tus pensamientos —dije.
    —¿Qué es un penique?
    —Una antigua unidad monetaria, que durante un cierto tiempo fue utilizada en mi planeta natal. Bien pensado, ya no deben existir ahora. Y los pocos que queden deben valer una fortuna.
    —Es extraño ofrecer dinero por un pensamiento. ¿Era una práctica común entre tu gente, en los viejos tiempos?
    —Lo empezó a ser con la ascensión de las clases comerciantes —dije—. Todo tiene un precio, ¿sabes?
    —Es un concepto muy interesante, y puedo comprender que alguien como tu crea en él. ¿Comprarías tu un pai'dabra?
    —Eso sería un engaño. Un pai'dabra es el motivo para una acción.
    —¿Pero pagarías tu a una persona para que abandonara su venganza contra tí?
    —No.
    —¿Por qué no?
    —Porque tu tomarías mi dinero y seguirías con tu venganza, esperando que yo me confiara con un sentimiento de falsa seguridad.
    —No estaba hablando de mí. Sabes que soy rico, y que un pei'ano no abandona su venganza por ninguna razón... No. Estaba pensando en Mike Shandon. Es de tu raza, y puede que él también crea que todo tiene un precio. Si recuerdo bien, cayó en desgracia ante ti principalmente porque necesitaba dinero y, para obtenerlo, hizo cosas que te ofendieron. Ahora te odia porque lo enviaste a prisión y luego lo mataste. Pero siendo como es de tu raza, que sitúa el valor monetario de las cosas por encima de todo lo demás, quizá puedas pagarle lo suficiente por su pai'dabra como para que se sienta satisfecho y se vaya.
    ¿Comprar la resolución de nuestro problema? No se me había ocurrido. Había acudido a Illyria dispuesto a luchar contra un enemigo pei'ano. Ahora lo tenía en mis manos y ya no representaba ningún peligro. Un hombre de la Tierra lo había reemplazado y por el momento era el enemigo número uno, y había una posibilidad de que mi evaluación fuese correcta. Somos una raza venal, no necesariamente más que cualquier otra raza... pero ciertamente más que algunas de ellas. Habían sido las caras aficiones y los lujos de Shandon los que lo habían empujado por la pendiente. Las cosas habían ocurrido muy rápidamente desde mi llegada a Illyria, y sorprendentemente —para mí y para mi Árbol— no se me había ocurrido que mi dinero pudiera ser mi salvación.
    Por otro lado, considerando las performances de Shandon en el deporte de gastar dinero, había que admitir que se movía a través del dinero como un betta splendens a través del más líquido de todos los elementos alquímicos. Digamos que le entregaba medio millón en bonos universales de crédito. Cualquier otro invertiría esa suma, y viviría de los dividendos. Él la habría gastado entera en un par de años. Y entonces yo volvería a tener problemas. Habiéndome hecho soltar dinero en una ocasión, imaginaría que podía hacerlo de nuevo. Y, por supuesto, podría hacerlo de nuevo. Todas las veces que quisiera. Así quizá no sintiera la necesidad de matar a su gallina de los huevos de oro. Pero yo nunca podría estar seguro de ello. No podría vivir así.
    Claro que, si él estaba dispuesto a negociar, podía comprarlo de momento, y luego tomar las medidas necesarias para que un equipo de asesinos profesionales se encargaran de apartarlo definitivamente de mi camino tan pronto como fuera posible.
    Pero si fracasaban...
    Entonces lo tendría inmediatamente sobre mí, y sería de nuevo él o yo.
    Le di vueltas al problema, lo estudié desde todos los ángulos posibles. En último término, todo se reducía a una sola cosa.
    En una ocasión había tenido un arma con él, pero había preferido matarme con sus propias manos.
    —No funcionará con Shandon —dije—. No es un miembro de las clases comerciantes.
    —Oh, no pretendía juzgarlo mal. No acabo de comprender exactamente como funcionan esas cosas entre los terrestres.
    —No eres el único.
    Observé como el día iba desapareciendo y las nubes se cerraban de nuevo sobre sí mismas. Muy pronto sería el momento de llevar la balsa hasta la orilla y emprender nuestro camino sobre las ahora templadas aguas. No habría ningún claro de luna para ayudarnos.
    —Verde Verde —dije—, me veo a mí mismo en tí, lo cual quizá quiera decir que me estoy convirtiendo más en pei'ano que en terrestre. Aunque no creo que esta sea la verdadera razón, ya que todo lo que soy ahora no es más que una extensión de lo que ya existía en mí. Yo también puedo matar como matarías tu, y mantener mi pai'dabra por encima de todo lo que ocurra.
    —Lo sé —dijo—, y te respeto por ello.
    —Lo que estoy intentando decir es que cuando todo esto haya terminado, si ambos sobrevivimos, podría ofrecerte mi amistad. Podría interceder por tí ante los otros Nombres, a fin de que tengas otra oportunidad de ser confirmado. Me gustaría ver a un alto sacerdote del strantrismo con el Nombre de Kirwar el de los Cuatro Rostros, Padre de las Flores, si tal es Su Voluntad.
    —Ahora estás intentando saber cuál es mi precio, terrestre.
    —No, estoy haciendo una oferta legítima. Tómala como quieras. Hasta ahora no me has proporcionado ningún pai'dabra.
    —¿Ni siquiera intentando matarte?
    —Bajo un falso pai'dabra. No lo tengo en cuenta.
    —¿Sabes que te puedo eliminar en el mismo momento en que lo desee?
    —Sé que lo estás pensando.
    —Creía que este pensamiento estaba más protegido.
    —Se trata de deducción, no de telepatía.
    —Te pareces mucho a un pei'ano —dijo, tras un momento—. Te prometo dejar a un lado mi venganza hasta que hayamos terminado con Shandon.
    —Muy pronto —dije—. Muy pronto partiremos.
    Y nos quedamos sentados allí, y esperamos a que llegara la noche. A su debido tiempo, llegó.
    —Ahora —dije.
    —Ahora —y se levantó, y entre los dos alzamos la balsa.
    La llevamos hasta el borde del agua, nos metimos en el caliente oleaje y la pusimos a flote.
    —¿Tienes tu pértiga?
    —Sí.
    —Adelante entonces.
    Saltamos a bordo, la estabilizamos, y empezamos a utilizar las pértigas para apartarnos de la orilla.
    —Si no puede ser comprado —dijo Verde Verde—, ¿por qué vendió tus secretos?
    —Y hubiera vendido otros más —repliqué— si mi gente le hubiera pagado más alto.
    —Entonces, ¿por qué no puede ser comprado?
    —Porque es de mi raza y me odia. Por nada más. No se puede comprar ese tipo de pai'dabra.
    Por aquel entonces yo creía que tenía razón.
    —Hay siempre áreas oscuras en el interior de las mentes de los terrestres —observó Verde Verde—. Un día me gustaría ver lo que hay allí.
    —A mí también.
    Una luna estaba saliendo, porque un halo de luz se reflejaba tras las nubes. Fue subiendo lentamente en el cielo.
    El agua chapoteaba suavemente a nuestro alrededor, y pequeñas olas se estrellaban contra nuestros botas y nuestras rodillas. Una fría brisa nos seguía desde la orilla.
    —El volcán está en reposo —dijo Verde Verde—. ¿Qué has discutido con Belion?
    —¿No hay nada que se te escape?
    —He intentado contactarte varias veces, y sé lo que he captado.
    —Belion y Shimbo están esperando —dije—. Se producirán algunos rápidos movimientos, y unos de ellos quedará satisfecho.
    El agua era negra como la tinta y caliente como la sangre; la isla era una montaña de carbón en una noche sin estrellas, de color perlino. Avanzamos utilizando las pértigas hasta que no tocamos fondo, y entonces empezamos a remar silenciosamente, girando los remos a cada palada. Verde Verde sentía un amor pei'ano hacia el agua. Podía verlo en la manera en que realizaba sus movimientos, en los destellos de emoción que percibía en su forma de comportarse.
    Cruzar aquellas oscuras aguas... Era una sensación extraña, a causa de lo que aquel lugar significaba para mí, a cusa de los acordes que pulsaba en mi interior mientras lo estaba creando. El sentimiento del Valle de las Sombras, aquel sentido de muerte serena, estaba ausente allí. Aquel lugar era el altar del sacrificio al final del camino. Lo odiaba y lo temía. Sabía que nunca tendría la fuerza espiritual de duplicarlo. Era una de esas cosas de las que uno se arrepiente de haber hecho. Cruzar aquellas oscuras aguas significaba para mí una confrontación con algo que estaba dentro de mí mismo, una cosa que no comprendía ni aceptaba. Estaba remando a lo largo de la bahía de Tokio, y repentinamente allí estaba la respuesta, vaga, indistinta, los entremezclados restos de todo lo que había ido a parar al fondo y no había regresado nunca a la superficie, un gigantesco depositorio de vida, el montón de inmundicias que queda después de haber pasado todas las cosas, el lugar que sirve de testamento a la futilidad de todos los ideales e intenciones, buenos o malos, la roca que aplasta los valores, allí, señalando la definitiva inutilidad de la propia existencia, que un día vendrá a estrellarse contra él para no volver a levantarse nunca, no, no nunca, otra vez. Las calientes aguas chapoteaban contra mis rodillas, pero me estremecí y perdí el ritmo del remo. Verde Verde tocó mi hombro, y volvimos a palear al unísono...
    —¿Por qué la construiste, si la odias de tal modo? —me preguntó.
    —Me pagaron bien —respondí. Y—: Vira a la izquierda. Iremos por la parte de atrás. —Alteramos nuestro rumbo, derivando al oeste mientras Verde Verde se afanaba al remo.
    —¿Por la parte de atrás? —repitió.
    —Sí —dije, y no insistí más sobre el tema.
    Cuando nos acercamos a la isla, dejé a un lado mis reflexiones y me convertí en algo mecánico, como hago siempre cuando tengo demasiadas cosas en que pensar. Remamos y nos deslizamos a través de la noche, y muy pronto la isla estuvo a estribor, con misteriosas luces iluminando su cara. Allá delante, la luz que surgía del cono del volcán iluminaba las aguas y creaba un reflejo rojizo en los farallones de la isla.
    Entonces rebasamos la isla y avanzamos hacia su cara norte. A través de la noche, podía ver aquella cara norte como a plena luz del día. Mis recuerdos trazaban un mapa de todas sus escarpaduras y aristas, y mis dedos me picoteaban con la textura de sus rocas.
    Nos acercamos, y toqué la escarpada y negra cara con mi remo. Calculé la posición mirando hacia arriba, y dije:
    —Al este.
    Unos cientos de metros más adelante, llegamos al lugar donde se hallaba mi acceso oculto. Era una fisura abierta oblicuamente en la roca, unos catorce metros de chimenea, que se podían escalar apoyándose en la espalda y los pies hasta llegar a una estrecha cornisa, practicable a lo largo de unos veinte metros, al final de los cuales se hallaban una serie de apoyos para manos y pies que permitían escalar hasta arriba.
    Le dije todo aquello a Verde Verde, y él estabilizó la balsa mientras yo iniciaba la ascensión. Luego me siguió sin lamentarse, pese a que su hombro debía dolerle.
    Cuando alcancé la parte alta de la chimenea, miré hacia abajo y fui incapaz de ver la balsa. Se lo hice notar a Verde Verde, y este se limitó a soltar un gruñido. Aguardé hasta que llegó arriba y le ayudé a ganar la cornisa. Entonces proseguimos nuestro camino hacia el este.
    Nos tomó casi quince minutos alcanzar el siguiente tramo de escalada. Allí pasé de nuevo delante, tras explicarle a Verde Verde que tendríamos que subir unos ciento cincuenta metros antes de alcanzar la siguiente cornisa. El pei'ano se limitó a gruñir de nuevo y me siguió.
    Muy pronto mis brazos empezaron a entumecerse, y cuando alcanzamos la siguiente cornisa me tendí en ella y encendí un cigarrillo. Tras diez minutos reiniciamos nuestra marcha. A medianoche habíamos alcanzado la cima sin ningún contratiempo.
    Anduvimos durante unos diez minutos. Entonces lo vimos.
    Era una silueta errante, sin duda narcotizada hasta la médula. O quizá no. Uno nunca puede estar seguro.
    Me acerqué a él, puse mi mano en su hombro, lo miré de frente y dije:
    —Cortcour, ¿en qué te has convertido?
    Levantó la mirada y clavó sus fruncidos ojos en mí. Pesaba unos ciento cincuenta kilos, e iba vestido de blanco (una idea de Verde Verde, imagino). Tenía los ojos azules, la tez pálida y la voz suave. Ceceó un poco al responderme.
    —Creo que poseo todos los datos —dijo.
    —Estupendo —respondí—. Sabes que he venido aquí a enfrentarme con ese hombre, Verde Verde, en combate. Pero ahora nos hemos aliado contra Mike Shandon...
    —Espera un momento —dijo. Luego—: Ah, sí. Has perdido.
    —¿Qué quieres decir?
    —Shandon te matará dentro de tres horas y diez minutos.
    —No —dije—. No puede.
    —Si no lo hace —respondió— será porque tú lo habrás matado a él. Entonces el señor Verde te matará a ti dentro de cinco horas y veinte minutos a partir de ahora.
    —¿Por qué te sientes tan seguro?
    —¿Verde es el creador de mundos que hizo Korrlyn?
    —¿Lo eres? —le pregunté a Verde Verde.
    —Sí.
    —Entonces te matará.
    —¿Cómo?
    —Probablemente utilizando un instrumento contundente —dijo Cortcour—. Si consigues evitarlo, entonces quizá seas capaz de terminar con él con tus manos desnudas. Siempre has sido un poco más fuerte de lo que aparentas, y eso engaña a la gente. Pero no pienses que eso va a ayudarte esta vez, de todos modos.
    —Gracias —dije—. Que esto no te quite el sueño.
    —...A menos que ambos llevéis armas secretas —dijo—, lo cual es posible.
    —¿Dónde está Shandon?
    —En el chalet.
    —Quiero su cabeza. ¿Cómo la puedo conseguir?
    —Tu eres una especie de agente del demonio. Posees una habilidad que nunca he podido medir plenamente.
    —Sí, lo sé.
    —No la utilices.
    —¿Por qué?
    —Él también posee una.
    —También sé eso.
    —Si tu consigues matarlo, hazlo sin ella.
    —De acuerdo.
    —No confías en mí.
    —No confío en nadie.
    —¿Recuerdas la noche que me contrataste?
    —Vagamente.
    —Fue la mejor comida que haya tomado en mi vida. Chuletas de cerdo. Montañas de ellas.
    —Sí, lo recuerdo.
    —Entonces me hablaste de Shimbo. Invócalo, y Shandon invocará al otro. Demasiadas variables. Podría ser fatal.
    —Quizá Shandon te ha dicho que digas esto.
    —No. Tan solo estoy midiendo probabilidades.
    —¿Puede Yarl el Omnipotente crear una piedra que él no pueda levantar? —le preguntó Verde Verde.
    —No —dijo Cortcour.
    —¿Por qué no?
    —Porque no.
    —Eso no es una respuesta.
    —Sí lo es. Piensa en ello. ¿Podrías tú?
    —Yo no confío en él —dijo Verde Verde—. Era normal cuando lo hice retornar, pero creo que tal vez Shandon lo esté gobernando.
    —No —dijo Courtcour—. Estoy intentando ayudaros.
    —¿Diciéndole a Sandow que va a morir?
    —Bueno, así es.
    Verde levantó su mano, y repentinamente estaba sujetando mi pistola, que debía haber teleportado desde mi funda de la misma forma en que había obtenido las cintas. Hizo fuego dos veces y luego me tendió el arma.
    —¿Por qué has hecho esto?
    —Te estaba mintiendo, intentaba confundirte. Pretendía destruir tu confianza.
    —En otro tiempo fue uno de mis más próximos asociados. Estaba autoentrenado a pensar como una computadora. Creo que estaba intentando ser objetivo.
    —Toma su cinta y podrás resucitarlo de nuevo.
    —Vamos. Tan solo tengo dos horas y cincuenta y ocho minutos ante mí. —Nos pusimos de nuevo en marcha.
    —¿Quizá no debería haber hecho esto? —preguntó al cabo de un tiempo.
    —No.
    —Lo siento.
    —Dejémoslo. De todos modos no mates a nadie sin preguntármelo antes, ¿eh?
    —De acuerdo... Pero tu has matado a mucha gente, ¿verdad, Frank?
    —Sí.
    —¿Por qué?
    —Era o ellos o yo, y siempre preferí que fueran ellos.
    —¿Y?
    —Tu no tenías por qué matar a Bodgis.
    —Pensé...
    —Está bien, cállate. Déjalo correr.
    Seguimos nuestra marcha, penetrando a través de una hendidura en la roca. Jirones de bruma serpeaban a nuestro alrededor, rozando nuestras ropas. Otra silueta surgió a un lado, cuando emergimos a un lugar desde donde partía una pista de tierra en sentido descendente.
    —...venido a morir —dijo, y yo me detuve y la miré.
    —Dama Karle.
    —Sigue adelante, sigue adelante —dijo—. Apresúrate hacia tu sino. No puedes saber lo que esto significa para mí.
    —Hubo un tiempo en el que te amé —dije, lo cual no era lo más apropiado en aquellos momentos.
    Inclinó su cabeza.
    —Lo único que has amado siempre, además de a ti mismo, es al dinero. Has matado a más gente de la que yo conozco para mantener tu imperio, Frank. Ahora has encontrado por fin a un hombre que puede terminar contigo. Me siento orgullosa de estar presente en tu caída.
    Giré la linterna y la enfoqué directamente a ella. Su cabello era tan rojo y su piel tan blanca... Su rostro tenía forma de corazón y sus ojos eran verdes, tal como los recordaba. Por un momento, sentí dolor por ella.
    —¿Y si soy yo quien termina con él? —pregunté.
    —Entonces probablemente seré de nuevo tuya por un cierto tiempo —replicó—. Pero espero que no. Tu eres malvado, y yo deseo que mueras. Si me tienes otra vez, entonces seré yo quien finalmente te mate.
    —Ya basta —dijo Verde Verde—. Te he hecho retornar de entre los muertos. He traído hasta aquí a este hombre para matarlo. Pero mi papel ha sido usurpado por otro humano que, afortunada o desafortunadamente, está poseído por las mismas intenciones que yo tenía con respecto a Sandow. Pero la suerte de Frank y la mía están ligadas ahora. Piensa en esto. Yo te he hecho retornar, y puedo preservar tu vida. Ayúdanos a terminar con nuestro enemigo y serás recompensada.
    Ella se apartó del círculo de luz, y su risa flotó hasta nosotros.
    —No —dijo con voz fuerte—. No, gracias.
    —Hubo un tiempo en el que te amé —dije.
    Se produjo un silencio.
    —¿Podrías amarme aún?
    —No lo sé realmente, pero tu todavía significas algo para mí... algo importante.
    —Sigue adelante —dijo ella—. Todas las deudas deben ser canceladas. Enfréntate a Shandon, y muere.
    —Por favor —dije—. En otro tiempo, cuando te amé, tú eras lo que más significaba para mí, Dama Karle, y nunca dejé de preocuparme por tí, incluso después de que me abandonaras. Y no fui yo quien hundió a los Diez de Algol, pese a lo que se ha dicho a menudo.
    —Fuiste tu.
    —Creo que podría convencerte de que no fui yo.
    —No es necesario que lo intentes. Sigue adelante.
    —De acuerdo —dije—. Pero no voy a dejarlo por eso.
    —¿Qué? ¿Dejar qué?
    —Dejar de preocuparme por tí —dije.
    —Sigue adelante. ¡Por favor, sigue adelante!
    Seguimos adelante.
    Durante todo aquel tiempo habíamos estado hablando en su lengua, el dralmin, sin que yo me diera cuenta de que había cambiado automáticamente a ella del inglés. Sorprendente.
    —Has amado a muchas mujeres, ¿verdad, Frank? —preguntó Verde Verde.
    —Sí.
    —¿Le estabas mintiendo ahora cuando decías... respecto a lo de preocuparte por ella?
    —No.
    Seguimos la pista de tierra hasta que pudimos ver las luces del chalet delante y debajo de mí. Continuamos en aquella dirección, y una última silueta apareció y se acercó.
    —¡Nick!
    —Sí, señor.
    —Soy yo... Frank.
    —Dios, eres realmente tu. Acércate, ¿eh?
    —Seguro. Tengo una luz —la enfoqué sobre mí mismo para que él pudiera verme.
    —¡Jesús! ¡Eres realmente tú! —dijo—. Ese tipo que hay ahí abajo está loco, ¿sabes?, y va tras de ti.
    —Sí, lo sé.
    —Quería que yo le ayudara a cazarte, y le he dicho que se fuera a que le eyacularan en el mismísimo ano. Se puso como loco. Luchamos. Le partí la nariz y me largué. No intentó seguirme. Es duro el tipo.
    —Lo sé.
    —Te ayudaré a cazarlo.
    —De acuerdo.
    —Pero no me gusta el individuo que está contigo. Nick, surgido del pasado y de la tormenta... Era un gran tipo.
    —¿Qué quieres decir?
    —Él es el responsable de todo esto. Él fue quien me hizo retornar, con todos los demás. Es un taimado hijo de puta. Si yo fuera tu, lo hubiera borrado del mundo inmediatamente.
    —Ahora somos aliados, él y yo.
    Nick escupió.
    —Te cazaré, señor —le dijo a Verde Verde—. Cuando todo lo demás haya acabado, entonces será la mía. ¿Recuerdas esos días en los que me hacías preguntas? No fue divertido... Y ahora vendrá mi turno.
    —De acuerdo.
    —¡No, no de acuerdo! Tu me llamaste «Chiquito», o su equivalente en pei'ano, ¡tu, especie de vegetal! Cuando llegue mi turno, ¡te asaré a fuego lento! Estoy contento de estar de nuevo vivo, e imagino que ha sido cosa tuya. ¡Pero te haré picadillo, bastardo! Puedes estar seguro, y será mejor que te lo creas. Te echaré encima todo lo que encuentre a mano.
    —Lo dudo, pequeño hombre —dijo Verde Verde.
    —Espera y ya lo veremos —dije yo.
    Y así Nick se unió a nosotros, andando junto a mí en el lado opuesto al de Verde Verde.
    —¿Está ahí abajo ahora? —pregunté.
    —Sí. ¿Tienes una bomba?
    —Sí.
    —Esa será probablemente la mejor manera. Te aseguras de que está dentro, y luego la tiras por la ventana.
    —¿Está solo?
    —Bueno... no. Pero con ella no se tratará exactamente de una muerte. Cuando hayas recuperado las cintas podrás hacer retornar a la chica.
    —¿Está solo?
    —Su nombre es Kathy. No la conozco.
    —Era mi mujer —dije.
    —Oh. Bien, entonces creo que nuestra idea se ha ido al infierno. Tendremos que entrar.
    —Quizá —dije—. Si hacemos eso, yo me encargaré de Shandon, y tu mantendrás a Kathy fuera de la línea de tiro.
    —Él no le hará ningún daño.
    —¿Oh?
    —Hace varios meses que retornamos, Frank. No sabíamos dónde estábamos ni por qué. Y ese tipo verde decía que no sabía más que nosotros. Por lo que sabíamos, igual podíamos creer que estábamos realmente muertos. Tan solo oímos hablar de ti cuando él y Mike discutieron. Verde bajó su guardia un día y Mike le pilló por los cojones, supongo. Sea como sea, Mike y la chica... sí, Kathy... bueno, creo que hay algo entre ellos. Me temo que están enamorados o algo así.
    —Verde, ¿por qué no me has dicho nada de eso?
    —No creí que fuera importante. ¿Lo es?
    No respondí, porque no lo sabía exactamente. Pensé con rapidez. Apoyé la espalda contra una roca y pisé a fondo el acelerador de mi mente. Había venido hasta aquí para enfrentarme y matar a un enemigo. Ahora éste estaba a mi lado mientras yo me enfrentaba a otro enemigo que había ocupado su lugar. Y acababa de enterarme de que ese nuevo enemigo hacía buenas migas con mi resucitada esposa a la que había acudido a rescatar... Aquello lo cambiaba todo. Cómo, no estaba seguro. Si Kathy estaba enamorada de él, no iba a entrar allí y eliminar a Shandon ante ella. Incluso si tan solo estaba utilizándola, incluso si realmente él no sentía nada por ella, no podía hacerlo... no mientras él significara algo para ella. Tenía la impresión de que la sugerencia que antes había hecho Verde Verde era el único camino lógico... contactar con él e intentar llegar a un acuerdo. Tenía un nuevo poder y una preciosa chica a su lado. Si añadíamos a aquello un buen puñado de dinero, podía dejarse persuadir de olvidar todo el asunto. De todos modos, me seguía preocupando el hecho de que la vez anterior había intentado matarme con sus propias manos.
    También podía hacer marcha atrás y dejarlo correr todo. Podía subir de nuevo a bordo de la Modelo T y en menos de un día estar de nuevo en Tierralibre. Si ella deseaba a Shandon, que se quedara con él. Yo podía dejar arreglado mi asunto con Verde Verde y regresar a mi fortaleza.
    —Sí, es importante —dije.
    —¿Eso altera tus planes? —preguntó Verde Verde.
    —Sí.
    —¿Precisamente a causa de la chica?
    —Precisamente a causa de la chica —dije.
    —Eres un hombre extraño, Frank, haciendo todo este camino hasta aquí y luego cambiando de opinión a causa de una chica que es tan solo un antiguo recuerdo para tí.
    —Tengo muy buena memoria.
    No me gustaba la idea de dejar al enemigo de mi Nombre rondando por los alrededores en el cuerpo de un hombre duro y tenaz que deseaba mi muerte. Era una combinación que podía poblar todas mis noches de insomnio, incluso en Tierralibre. Por otro lado, ¿qué tiene de bueno matar a una gallina de huevos de oro... o pichón, como era el caso? Es divertido, cuando uno vive lo suficiente, ver como todo, amigos, enemigos, amores, odios, todo se mueve alrededor de uno como en un gran baile de máscaras, y de tanto en tanto hay algunos que cambian de máscara.
    —¿Qué vas a hacer? —preguntó Nick.
    —Intentaré hablar con él. Intentaré llegar a un trato con él, si puedo.
    —Dijiste que él no vendería su pai'dabra —hizo notar Verde Verde.
    —Así lo creía cuando lo dije. Pero esa historia con Kathy me obliga a intentar comprarlo.
    —No lo entiendo.
    —Ni lo intentes. Quizá lo mejor sea que vosotros dos esperéis aquí, en caso que las cosas vayan mal.
    —Si él te mata, ¿qué debemos hacer? —preguntó Verde Verde.
    —Ese será entonces tu problema... Hasta dentro de muy poco, Nick.
    —Lleva cuidado, Frank.
    Recorrí el último tramo de la pista de tierra, manteniendo mi escudo mental. Usé las rocas para cubrirme, arrastrándome entre ellas a medida que me acercaba. Finalmente me detuve, tendido sobre mi estómago, a unos cincuenta metros del lugar, protegido por las grandes rocas y las densas sombras. Apoyé la pistola en mi antebrazo y cubrí con ella la puerta trasera.
    —¡Mike! —llamé, gritando—. ¡Soy Frank Sandow! —y esperé.
    Quizá pasó medio minuto antes de que se decidiera. Entonces:
    —¿Sí?
    —Quiero hablar contigo.
    —Adelante.
    Repentinamente, las luces ante mí se apagaron.
    —¿Es cierto lo que he oído acerca de Kathy y de tí?
    Vaciló. Luego:
    —Supongo que sí.
    —¿Está contigo ahora?
    —Quizá. ¿Por qué?
    —Quiero oírselo decir a ella.
    Luego, tras todo lo demás, de nuevo su querida voz:
    —Me temo que es cierto, Frank. No sabíamos dónde estábamos ni nada... Y yo recordaba aquel fuego... Y no sabía nada de ti ni como...
    Me mordí los labios.
    —No hace falta que te disculpes —dije—. Hace ya tanto tiempo. Sobreviviré a ello.
    Mike soltó una risita.
    —Pareces estar muy seguro de eso último.
    —Lo estoy. He decidido elegir el camino fácil.
    —¿Qué quieres decir?
    —¿Cuánto deseas?
    —¿Dinero? ¿Tienes miedo de mí, Frank?
    —He venido aquí para matarte, pero si Kathy te quiere, renuncio a ello. Ella dice que sí, así que abandono. Pero si tu deseas seguir con vida, entonces te quiero fuera de mi camino. ¿Cuánto crees que necesitas para meterte tus canicas en el bolsillo y desaparecer?
    —¿Qué canicas?
    —Olvídalo. ¿Cuánto?
    —No había previsto tu oferta, así que no había pensado en ello. Mucho, supongo. Quiero una renta vitalicia garantizada, una renta vitalicia grande. Y luego algunas Compras hechas a mi nombre... tendré que hacer una lista. ¿Estás hablando realmente en serio? ¿No intentas engañarme?
    —Ambos somos telépatas. Propongo que bajemos nuestras pantallas. De hecho, insisto en ello como condición.
    —Kathy me había pedido que no te matara —dijo—, y probablemente me odiaría si lo hiciera. De acuerdo. Significa para mí más que tu. Tomaré tu dinero y tu mujer y desapareceré.
    —Muchas gracias.
    Se echó a reír.
    —Por fin tengo buena suerte. ¿Cómo vamos a llevar esto?
    —Si lo prefieres, puedo darte una suma global y luego hacer que mis abogados redacten el acuerdo.
    —Está bien. Quiero que todo sea legal. Exijo un millón, más cien mil al año.
    —Es mucho.
    —No para ti.
    —Tan solo era un comentario. De acuerdo, acepto. —Me preguntaba qué pensaría Kathy de todo aquello. No podía haber cambiado tanto en unos pocos meses como para no sentirse un poco deprimida por aquel cambalacheo—. Dos cosas más —añadí—. El pei'ano, Verdver-tharl... es mío ahora. Tenemos una cuenta que arreglar.
    —Puedes quedártelo. ¿Quién lo necesita...? ¿Cuál es la otra cosa?
    —Nick, el enano; se irá conmigo, y de una sola pieza.
    —Ese pequeñajo... —se echó a reír—. Seguro. De hecho, me cae bien. ¿Eso es todo?
    —Eso es todo.
    Los primeros rayos del sol estaban haciéndole cosquillas en la barriga al cielo, y los volcanes llameaban como las antorchas de Titán sobre el agua.
    —¿Y ahora qué?
    —Espera a que envíe un mensaje a los otros —dije.
    Verde Verde, ha aceptado. Tengo su pai'dabra. Díselo a Nick. Nos iremos dentro de unas horas. Mí nave acudirá a buscarme un poco más tarde, hoy mismo.
    Te he captado, Frank. Estaremos ahora mismo contigo.
    Ahora ya no me quedaba más que el asunto pendiente con el pei'ano. Parecía incluso demasiado fácil. Aunque todavía seguía preguntándome si todo aquello no sería una trampa. Pero hubiera sido necesario que las cosas estuvieran muy, muy elaboradas. Me inclinaba a dudar de la posibilidad de una confabulación entre Verde Verde y Mike. De todos modos iba a saberlo dentro de un momento, cuando Mike y yo echáramos a un lado nuestras pantallas.
    Pero, tras todos mis preparativos, arreglar todo aquel asunto como una pareja de hombres de negocios...
    No sabía decir si debía echarme a reír o lanzar un gruñido. Seguramente las dos cosas a la vez.
    Entonces tuve la sensación de que había algo equivocado allí. ¿Qué? Algo, no sabía decirlo. Era una sensación que probablemente estaba tan enraizada en el planeta como las cavernas o los árboles. Infiernos, incluso como los océanos. Flopsus brillaba entre las cenizas y el humo y el polvo, y tenía el color de la sangre.
    Una absoluta quietud pareció adueñarse de todo cuando la brisa dejó repentinamente de soplar. Entonces aquel viejo miedo que me retorcía las tripas se apoderó de nuevo de mí y lo combatí. Una gran mano surgida del cielo se preparaba para aplastarme, pero no me moví. Había conquistado la Isla de los Muertos, y la bahía de Tokio ardía en mí. Ahora, sin embargo, estaba mirando a lo más profundo del Valle de las Sombras. Es tan fácil para mi ver las cosas desde un ángulo mórbido, y todo me incitaba a ello en esta ocasión. Conseguí dominar mi estremecimiento. No quería que se diera cuenta del miedo que anidaba en mi corazón.
    Finalmente, sabiendo que no podía esperar más tiempo, dije:
    —Shandon, retiro mi escudo. Haz tu lo mismo.
    —De acuerdo.
    ...Y nuestras mentes se encontraron, penetraron una dentro de la otra.
    Eres sincero...
    Tu también...
    Entonces cerramos el trato.
    Sí.
    Y el «¡No!» que retumbó desde los escondrijos subterráneos del planeta y tuvo ecos en las torres del cielo resonó como címbalos en nuestras mentes. Un estallido de rojo calor pasó a través de mi cuerpo. Entonces, muy suavemente, me puse en pie, y mis músculos eran firmes como montañas. A través de líneas de rojo y verde, podía verlo todo tan claramente como a la luz del día. Vi el lugar donde, delante y más abajo de mí, Mike Shandon emergía del chalet y giraba lentamente su cabeza hacia las alturas. Finalmente, nuestros ojos se encontraron, y entonces supe que todo lo que había sido dicho o escrito en aquel lugar donde yo había permanecido de pie con un relámpago en las manos era cierto:... Entonces habrá una confrontación. Llamas... Así será. Oscuridad. Había una planificación de los acontecimientos desde el momento en que había partido de Tierralibre hasta este mismo momento, que pasaba por encima y destruía los acuerdos tomados por los hombres. Nuestros conflictos habían sido subsidiarios, su resolución no tenía ninguna importancia para aquellos que nos controlaban ahora.
    Que nos controlaban. Sí.
    Siempre había asumido que Shimbo era una creación artificial, un condicionamiento que los pei'anos habían puesto en mí, una personalidad alternativa que yo asumía cuando diseñaba mundos. Acudía tan solo cuando yo lo llamaba, realizaba su tarea, y luego partía de nuevo.
    Nunca había acudido espontáneamente, forzando algún tipo de control sobre mí. Quizá en lo más profundos de mí mismo yo deseaba que él fuera un dios, porque yo deseaba que hubiera un Dios/dios/dioses en alguna parte, y quizá este deseo era la fuerza que me animaba, y mis poderes paranormales los medios que hacían que esto ocurriera. No lo sé. No lo sé... Ahora se produjo una explosión de luz en el mismo momento en que llegó, tan intensa que grité, sin comprender el porqué. Infiernos, no hay ninguna respuesta. Simplemente, no lo sé.
    Así que permanecimos inmóviles mirándonos el uno al otro, dos enemigos que habían sido manipulados por otros dos enemigos mucho más antiguos. Imaginé la sorpresa de Mike ante aquel giro de los acontecimientos. Intenté contactarle, pero mi facultad estaba completamente bloqueada. Imaginé que él también estaría recordando aquella extraña confrontación que había tenido lugar antes. Entonces vi que las nubes se estaban condensando entre nosotros, y comprendí lo que significaban. El suelo se agitó suavemente bajo mis pies, y comprendí lo que esto significaba también.
    Uno de nosotros iba a morir, cuando ninguno de los dos lo deseaba.
    Shimbo, Shimbo, dije a mi interior, Señor de la Torre del Árbol Tenebroso, ¿debe ser así?
    ...E incluso mientras estaba diciendo esto sabía que no habría respuesta, no para mí... excepto lo que iba a ocurrir a continuación.
    Los truenos retumbaron, suaves y prolongados, como el sonido de distantes tambores. Las luces brillaron más fuertes sobre las aguas. Permanecíamos de pie, inmóviles, en los dos extremos de un infernal campo de duelo, con oleadas de luz a nuestro alrededor, envueltos en jirones de bruma, manchados por las cenizas; y Flopsus ocultó su rostro, tiñendo de sangre las nubes.
    Las potencias necesitan un tiempo para moverse, tras alcanzar el punto adecuado. Yo las sentía pasar a través de mí desde el más cercano nódulo energético y luego surgir en enormes oleadas. Permanecí en pie, incapaz de mover un músculo o de apartar mis ojos de la mirada de mi antagonista. A la retorcida luz a través de la que miraba, su imagen se diluía ocasionalmente, dejándome ver una silueta que yo sabía era Belion.
    Yo disminuía de tamaño y me expandía simultáneamente; y pasó un largo momento antes de que me diera cuenta de que era yo, Sandow, el que se hacía cada vez más y más inerte, pasivo, pequeño. Y al mismo tiempo sentía los relámpagos enraizarse en mis dedos, mientras sus haces colgaban sobre mí en el cielo, esperando ser llamados y proyectados ruidosamente contra el suelo. Yo, Shimbo del Árbol Tenebroso, el Sembrador de Truenos.
    El gris cono a mi izquierda estaba decantado hacia un lado como un brazo, y su anaranjada sangre brotaba y se derramaba en el Acheron, restallando y crepitando en las ahora hirvientes aguas; sus dedos se retorcían y relumbraban en la noche. Entonces hendí el aire con mis líneas de caos y las precipité hacia abajo ante mí en un diluvio de luz, mientras los cañones del cielo saludaban y los vientos soplaban y las lluvias llegaban de nuevo.
    Era una sombra, una nada, una sombra, y estaba aún allí inmóvil, de pie, cuando la luz murió, mi enemigo. El chalet estaba ardiendo tras él, y alguien gritó:
    —¡Kathy!
    —¡Frank! ¡Vuelve atrás! —gritó el hombre verde, y el enano se agarró a mi brazo, pero yo lo empujé a un lado apartándolo de mí, y di mi primer paso hacia mi enemigo.
    Una conciencia rozó la mía, luego la de Belion... ya que podía sentir el reflejo que emanaba de este último. Entonces el hombre verde gritó algo y arrastró consigo al enano.
    Mi enemigo dio también su primer paso, y el suelo retembló bajo él, se hendió en algunos lugares, se derrumbó.
    Los vientos lo asaltaron cuando dio su segundo paso, y cayó al suelo, haciendo que se abrieran algunas fisuras a su alrededor. Yo di igualmente mi segundo paso en el momento en que el suelo cedía bajo mí, y caí también.
    Mientras permanecíamos allí en aquella situación, la isla se estremeció y vaciló, y nuestra explanada de roca se inclinó y se deslizó, mientras las fumarolas surgiendo de las fisuras la invadían.
    Entonces nos levantamos y dimos nuestro tercer paso, y nos detuvimos al mismo nivel. Yo desmenucé las rocas a su alrededor con mi cuarto paso; él con el suyo las lanzó contra mí. Mi quinto paso fue el viento y el sexto la lluvia, y los suyos fueron el fuego y la tierra.
    Los volcanes iluminaban la parte baja del cielo y luchaban con mis relámpagos en la parte alta. Los vientos azotaban las aguas bajo nosotros, mientras continuábamos deslizándonos hacia ellas a cada sacudida de la isla. Oí su chapoteo entre el viento, el trueno, las explosiones, el constante plit-plit de la lluvia. A espaldas de mi enemigo, el chalet parcialmente derrumbado seguía ardiendo.
    Con mi doceavo paso, llegaron los ciclones; y con el suyo la isla entera empezó a desmoronarse y a crujir, y las fumarolas eran cada vez más densas y ponzoñosas.
    Entonces algo me rozó de una forma en que no debería haberme rozado, y busqué cuál era la causa.
    El hombre verde estaba de pie en una escarpadura rocosa, con un arma en sus manos. Un momento antes esta arma había estado a mi costado, inutilizable en una confrontación como aquella.
    Primero me apuntó a mí. Luego su mano osciló y, antes de que yo pudiera golpearlo, la desvió hacia la derecha.
    Una línea de luz surgió del arma, y mi enemigo cayó.
    Pero el movimiento de la isla lo salvó. Ya que el hombre verde se tambaleó a causa de una de las sacudidas, y el arma escapó de sus manos. Entonces mi enemigo se puso de nuevo en pie, abandonando su mano derecha en el suelo tras él. Sujetó su muñeca seccionada con su mano izquierda, y avanzó hacia mí.
    Profundos abismos empezaban a abrirse a nuestro alrededor, y fue entonces cuando vi a Kathy.
    Había surgido del edificio en llamas y dado un rodeo hacia nuestra derecha, en dirección a la pista de tierra por donde yo había descendido. Y allí se había detenido, contemplando petrificada nuestro lento avance uno en pos del otro. Entonces vi que el abismo se abría ante ella; y algo gritó fuertemente en mi pecho, ya que supe que jamás llegaría a tiempo para salvarla.
    ...Entonces el abismo se ensanchó, y yo me estremecí y corrí hacia ella, puesto que Shimbo ya no estaba en mí.
    —¡Kathy! —grité una sola vez, mientras ella perdía el equilibrio y caía en el abismo.
    ...Y Nick surgió de algún lugar y saltó al borde del abismo y la sujetó por la muñeca. Por un momento pensé que conseguiría retenerla.
    Por un momento...
    No fue que no tuviera la fuerza necesaria. Estaba lleno de ella. Era una cuestión de peso y de impulso, y de equilibrio.
    Lo oí maldecir mientras ambos caían.
    Entonces erguí mi cabeza y la giré hacia Shandon, con una furia mortal ardiendo en mi médula. Busqué mi pistola y recordé, como en un sueño, que ya no estaba allí.
    Luego una cascada de piedras llovió sobre mí cuando él dio otro paso, y sentí cómo mi pierna derecha se partía mientras me derrumbaba al suelo. Debí perder el sentido por unos instantes, pero el dolor me devolvió a la conciencia. Por aquel entonces él había dado ya otro paso, que lo había llevado muy cerca de mí, y el mundo se estaba convirtiendo en un infierno a mi alrededor. Miré al muñón que había sido su mano, y a sus ojos maníacos-depresivos, y a su boca que se abría para hablar o para reír; y levanté mi mano izquierda, sujetándola con la derecha, e hice el gesto necesario. Grité cuando mi dedo llameó, y su cabeza saltó de sobre sus hombros, rebotó contra el suelo y rodó sobre sí misma —con sus ojos aún abiertos y mirando fijamente—, y siguió a mi mujer y a mi mejor amigo hacia las profundidades del abismo. Lo que quedaba de su cuerpo se derrumbó al suelo junto a mí, y me quedé mirando aquellos restos durante mucho tiempo, hasta que la oscuridad me envolvió.

    VIII

    Cuando recuperé mis sentidos amanecía, y la lluvia seguía cayendo sobre mí. Mi pierna derecha palpitaba intensamente a unos veinte centímetros por debajo de la rodilla, lo cual era malo... el lugar y el dolor. Sin embargo, la lluvia era tan solo lluvia. La tormenta había pasado. El suelo había dejado de estremecerse. Cuando conseguí enderezarme, de todos modos, la impresión de lo que vi me hizo olvidar el dolor.
    La mayor parte de la isla había desaparecido, sumergida en el Acheron, y lo que quedaba era irreconocible como obra mía. Yo estaba quizá a unos siete metros sobre el nivel del agua, en una amplia extensión de roca. El chalet había desaparecido, y un cuerpo mutilado yacía junto a mí. Me giré para no verlo, y consideré mi propia situación.
    Luego, mientras las antorchas del festín de sangre de la noche anterior empezaban a apagarse y dejaban paso a la luz del amanecer, comencé a retirar lentamente las rocas amontonadas sobre mi cuerpo, una por una.

    El dolor es la repetición monótona de una acción que entumece la mente, dejándola libre de pensar.
    Incluso aunque hubieran sido dioses reales, ¿qué importaba? ¿Qué cambiaba con respecto a mí? Seguía estando allí, en el mismo lugar donde había nacido hacía mil años o más, en mitad de la condición humana... es decir, entre la basura y el dolor. Si los dioses eran realidades, su única relación con nosotros era la de usarnos para sus juegos. Al diablo con todos ellos.
    —Y esto te incluye también a tí, Shimbo —dije—. No vengas nunca más a mí.
    ¿Para qué infiernos buscar un orden allá donde no existía ninguno? O, si existía, era un orden que no me incluía a mí. Me lavé las manos en un charco que se había formado cerca. Aquello le hizo bien a mi quemado dedo. El agua era real. Como también lo eran la tierra, el aire y el fuego. Y eso era en todo en lo que necesitaba creer. Lo único básico. Era inútil romperse la cabeza con sofisticaciones. Lo básico es lo que uno puede sentir y comprar. Si recorría la bahía durante el tiempo suficiente, podría acaparar el mercado de todas las cosas materiales, y no importaría cuántos Nombres estuvieran involucrados, todo quedaría registrado a mi nombre. Luego podrían ladrar y aullar todo lo que quisieran. Yo sería el único propietario del Gran Árbol, el Árbol del Conocimiento del Bien y del Mal. Retiré la última piedra y estiré mis músculos por un momento. Estaba libre.
    Ahora no tenía que hacer más que encontrar un nódulo energético y descansar hasta la tarde, hasta que la Modelo T apareciera brillando desde el oeste. Abrí mi mente y capté otra, pulsando en algún lugar a mi izquierda. Cuando me sentí más fuerte, me senté y sujeté mi pierna con ambas manos. Cuando el dolor se calmó, corté la pernera del pantalón y vi que la carne no estaba desgarrada. La vendé como mejor pude a falta de una tablilla, arriba y abajo de la fractura, y luego me giré lenta, muy lentamente, hasta apoyarme en mi estómago y manos, y empecé a arrastrarme tan lentamente como me había girado en dirección al nódulo, dejando tras de mi, bajo la lluvia, lo que quedaba de Shandon.
    La cosa no fue tan difícil como podría parecer mientras el suelo fue llano. Pero cuando quise ascender una cuesta de cuarenta y cinco grados y de unos tres metros de altura, tan escarpada como resbaladiza, me quedé sin aliento a los pocos instantes.
    Miré hacia atrás, hacia Shandon, y agité la cabeza. Hubiera sido mejor que no hubiera nacido de nuevo. Toda su vida había sido un fracaso, pobre bastardo. Sentí una momentánea piedad hacia él. Había estado tan cerca de poder solucionar todos sus problemas. Pero, como mi hermano, había elegido el juego equivocado en el momento equivocado y en el lugar equivocado. Me pregunté dónde estarían ahora su cabeza y su mano.
    Seguí arrastrándome. El nódulo energético estaba tan solo a unos pocos cientos de metros de distancia, pero hubiera sido mejor dar un rodeo por un camino más fácil. En una de las ocasiones en que me detuve para reponerme creí oír un débil y apagado sollozo. Pero fue demasiado breve como para estar seguro.
    Lo oí de nuevo otra vez, más fuerte, procedente de atrás.
    Me detuve y esperé a que se produjera de nuevo. Entonces me dirigí hacia su origen.
    Diez minutos más tarde estaba ante una enorme piedra. Se hallaba situada en la base de una alta pared rocosa, con otras muchas piedras esparcidas a su alrededor. El sonido procedía de algún lugar cerca de allí. Lo más probable era que viniera del interior de alguna caverna, y no sentía deseos de perder mi tiempo explorando. Así que llamé:
    —¡Hey! ¿Qué ocurre?
    Silencio.
    —¿Hey?
    Y entonces:
    —¿Frank?
    Era la voz de Dama Karle.
    —Hey, puta —dije—. La otra noche me enviabas al cadalso. ¿Cómo te sientes ahora?
    —Estoy atrapada en una caverna, Frank. Hay una roca que no consigo mover.
    —Es un encanto de roca, encanto. Estoy viéndola desde el otro lado.
    —¿Puedes sacarme de aquí?
    —¿Cómo entraste?
    —Me oculté aquí cuando empezó todo. He intentado cavar para salir, pero me he roto todas las uñas y tengo los dedos ensangrentados... y no he conseguido abrirme camino alrededor de esta roca.
    —No parece que haya ningún camino.
    —¿Qué ha ocurrido?
    —Todo el mundo ha muerto excepto tu y yo, y tan solo queda una pequeña porción de la isla en pie. Está lloviendo de nuevo. Ha sido una dura lucha.
    —¿Puedes sacarme de aquí?
    —Tendré mucha suerte si consigo salir yo de aquí.
    —¿Estás en otra caverna?
    —No. Estoy fuera.
    —Entonces, ¿qué quieres decir con lo de «salir tu de aquí»?
    —Largarme de este maldito pedazo de roca y regresar a Tierralibre, eso es lo quiero decir.
    —¿Entonces esperas que llegue ayuda?
    —Para mí —dije—. La Modelo T debe regresar a buscarme esta tarde. La dejé programada para ello.
    —El equipo de a bordo... ¿No hay nada que pueda hacer saltar esta roca o la tierra a su alrededor?
    —Dama Karle —dije—, tengo una pierna partida en dos, una mano paralizada, y tantas luxaciones, torceduras, abrasiones y contusiones que ni siquiera me atrevo a contarlas. Tendré suerte si consigo alcanzar la nave antes de que me hunda en el sueño al menos por una semana. La otra noche te di una oportunidad de volver a ser mi amiga. ¿Recuerdas lo que me dijiste?
    —Sí...
    —Bien, ahora es mi turno.
    Empujé con mis codos y empecé a arastrarme, alejándome.
    —¡Frank!
    No contesté.
    —¡Frank! ¡Espera! ¡No te vayas! ¡Por favor!
    —¿Por qué no? —grité.
    —¿Recuerdas lo que me dijiste la otra noche?
    —Sí, y recuerdo tu contestación. Y además la otra noche yo era otra persona distinta. Tuviste tu oportunidad, y no la aprovechaste. Si tuviera fuerzas para ello, grabaría tu nombre y la fecha en esta roca. De todos modos, fue bueno conocerte.
    —¡Frank!
    Ni siquiera miré hacia atrás.
    Tus cambios de carácter continúan sorprendiéndome, Frank.
    Así que tu también has escapado, Verde. Supongo que estás en alguna otra maldita caverna y quieres que te ayude a salir.
    No. De hecho, estoy tan solo a unas decenas de metros de ti, en la misma dirección en la que vas. Estoy cerca del nódulo energético, aunque ahora ya no me sirva de nada. Te llamaré cuando oiga que te aproximas.
    ¿Para qué?
    Se acerca el momento. Voy a entrar en el país de los muertos, y quizá me fallen las fuerzas. Fui herido gravemente esta última noche.
    ¿Y qué puedo hacer yo al respecto? También tengo problemas conmigo mismo.
    Quiero el último ritual. Tu me dijiste que lo habías hecho para Dra Marling, así que lo conoces. Y me dijiste también que llevabas contigo el glitten...
    Ya no creo en todo eso. Nunca creí. Lo hice para Marling tan solo porque...
    Tu eres un alto sacerdote. Llevas el Nombre de Shimbo el de la Torre del Árbol Tenebroso, el Sembrador de Truenos. No puedes negarte a lo que te pido.
    He renunciado al Nombre, y me niego a lo que me pides.
    Me dijiste que, si te ayudaba, tu intercederías por mí en Megapei. Yo te ayudé.
    Lo sé, pero ahora que te estás muriendo ya es demasiado tarde.
    Entonces concédeme esto en su lugar.
    Vendré hasta ti y te daré toda la ayuda y consuelo que pueda, pero no el último ritual. Tras esta última noche he terminado con todas esas cosas.
    Ven conmigo, entonces.
    Eso es lo que hice. Cuando me reuní con él, la lluvia empezaba a disminuir. Estaba hecho una lástima. La lluvia había hecho un buen trabajo vaciándole de todos sus fluidos corporales. Estaba apoyado contra una roca, y los huesos asomaban por su carne desgarrada en cuatro lugares que yo pudiera ver.
    —La vitalidad de un pei'ano es algo fantástico —dije—. ¿Todo esto te lo has hecho en el transcurso de la última noche?
    Asintió con la cabeza, y luego:
    El hablar me duele, así que continuaré comunicándome contigo de este modo. Sabía que tú aún vivías, así que me he mantenido con vida hasta poder entrar en contacto contigo.
    Me las arreglé para deslizar de mi hombro lo que quedaba de mi mochila, y la abrí.
    —Ten, toma esto. Es para el dolor. Sirve para cinco razas. La tuya es una de ellas.
    Lo rechazó echándolo a un lado.
    No quiero embotar mi mentalidad hasta ese punto.
    —Verde, no voy a hacer el ritual. Te daré la raíz de glitten si quieres, y podrás hacerlo por tí mismo. Pero eso será todo.
    ¿Incluso si yo puedo darte a cambio lo que tu más deseas?
    —¿Qué?
    Todos aquellos que siempre has deseado que retornaran, sin ningún recuerdo de lo que ha ocurrido aquí.
    —¡Las cintas!
    Sí.
    —¿Dónde están?
    Favor contra favor, Dra Sandow.
    —Dámelas.
    El ritual...
    ...Una nueva Kathy, una Kathy que nunca hubiera tropezado con Mike Shandon, mi Kathy... y Nick el rompenarices.
    —Me pides un duro intercambio, pei'ano.
    No tengo otra elección... y por favor, apresúrate.
    —De acuerdo. Lo haré por esta última vez. ¿Dónde están las cintas?
    Después de que el ritual haya comenzado y ya no pueda ser detenido; entonces te lo diré.
    Me eché a reír.
    —De acuerdo. No puedo reprocharte el que no confíes en mí.
    Estabas escudando tus pensamientos. Debías estar planeando algo contra mí.
    —Probablemente. No estoy muy seguro.
    Saqué el glitten, partí la proporción adecuada.
    —Ahora andaremos juntos —empecé—, y tan solo uno de los dos regresará a este lugar...

    Tras un tiempo frío y gris, y otro cálido y negro, anduvimos por un lugar crepuscular sin viento ni estrellas. Tan solo había una hierba brillante y verde, altas colinas, y una débil aurora boreal que lamía el cielo grisazulnegro siguiendo la línea del agreste horizonte. Era como si las estrellas hubieran caído todas, hubieran sido reducidas a polvo, y luego hubieran sido esparcidas por la cima de las colinas.
    Anduvimos sin el menor esfuerzo —casi como paseando, sin ninguna finalidad definida—, con nuestros cuerpos de nuevo intactos. Verde estaba a mi izquierda, entre las colinas del sueño glitten... ¿era realmente un sueño? Parecía real y sustancial, mientras nuestros rotos y exhaustos cascarones, yaciendo entre las rocas y bajo la lluvia, parecían pertenecer a un sueño recordado, transcurrido hacía mucho tiempo. Siempre habíamos estado paseando allí, Verde y yo —o al menos esto era lo que parecía—, y un sentimiento de bienestar y de amistad se derramaba sobre nosotros. Era casi lo mismo que la última vez que había estado en aquel lugar. Quizá realmente me había quedado allí.
    Durante un tiempo cantamos una vieja canción pei'ana, y luego Verde dijo:
    —Te entrego el pai'dabra que mantenía contra tí, Dra. Ya no lo quiero.
    —Eso es bueno, Dra Tharl.
    —También prometí darte algo. Era acerca de las cintas, sí... Están bajo el vacío cuerpo verde que tuve el privilegio de llevar durante un tiempo.
    —Entiendo.
    —Son inutilizables. Las atraje mentalmente hasta mí desde la bóveda donde las había depositado. Han sido dañadas por las fuerzas liberadas sobre la isla; al igual que los cultivos celulares. Así que mantengo mi palabra, aunque sea pobremente. Pero no me diste otra elección. No hubiera podido hacer este viaje solo.
    Sentí que debería haber experimentado trastorno, y supe que no iba a ser así por el momento.
    —Has hecho lo que debías hacer —me oí decir a mí mismo—. No te sientas turbado por ello. Quizá sea mejor que no pueda hacerlos retornar. Ha pasado mucho tiempo desde sus respectivas épocas. Quizá se sintieran como yo me sentí en una ocasión, perdidos en un lugar extraño. No sé lo que hubiera pasado con ellos, pero lo prefiero así. Es probable que no se hubieran sabido adaptar. Dejemos las cosas como están. Lo que ha ocurrido ha ocurrido.
    —Ahora debo hablarte de Ruth Laris —dijo—. Está en el Asilo de Fallón en Cobacho, en Driscoll, donde está registrada como Rita Lawrence. Su rostro resultó alterado, como su mente. Debes sacarla de allí y llevarla a buenos doctores.
    —¿Por qué está allí?
    —Era más fácil llevarla allí que traerla hasta Illyria.
    —Todo este dolor que has causado no significa nada para ti, ¿verdad?
    —No. Quizá haya trabajado demasiado tiempo modelando la vida...
    —...y modelándola pobremente. Me siento inclinado a creer que era Belion el que actuaba a través de ti.
    —No me atrevía a decirlo porque no quiero buscar excusas a mi comportamiento, pero yo también lo creo. Es por eso también por lo que quería matar a Shimbo. Era a esta parte de mí a la que te enfrentabas, y yo también me enfrentaba a ella. Tras dejarme por Shandon, sentí remordimientos por muchas de las cosas que había hecho. Tenía que ser arrojado de aquí, y es por ello por lo que vino Shimbo del Árbol Tenebroso. No se debía permitir a Belion crear más mundos de crueldad y fealdad. Shimbo, que los arroja como joyas en medio de la oscuridad, haciéndolos brillar con los colores de la vida, debía enfrentarse con él una vez más. Ahora que ha vencido, podrá crear muchos otros mundos parecidos a estos.
    —No —dije—. No podemos operar el uno sin el otro, y yo he abandonado.
    —Estás amargado por todo lo que ha ocurrido, y quizá con razón. Pero uno no puede abandonar tan fácilmente una vocación como la tuya, Dra. Quizá con el paso del tiempo...
    No respondí, ya que mis pensamientos estaban girando de nuevo.
    El camino que recorríamos era el camino de la muerte. Por placentero que pareciera, era una experiencia glitten; y así como la gente ordinaria puede convertirse en adicta al glitten a causa de la euforia y de su acción sobre la mente, los telépatas utilizan el glitten de una forma muy particular.
    Usado con una sola individualidad, sirve para realzar sus poderes.
    Usado por dos personas, crea un sueño compartido. Es siempre un sueño placentero... y entre los strantristas es siempre el mismo sueño, debido a que su forma de entrenamiento religioso condiciona al subconsciente a producirlo por reflejo. Es una tradición.
    ...Y de los dos que inician el sueño tan solo uno regresa.
    Es por ello que es utilizado en el ritual de la muerte, a fin de que nadie vaya solo al lugar que yo he estado evitando durante más de mil años.
    También es utilizado para finalidades de duelo. Ya que, a menos que se produzca un acuerdo previo sobre el ritual, es siempre tan solo el más fuerte el que regresa. La propia naturaleza de la droga hace que algunas partes dormidas de las dos mentes sean las que entren en conflicto, mientras que las porciones conscientes de ellas son incapaces de conseguirlo.
    Verde Verde parecía haber recuperado su equilibrio interno, y por mi parte no temía que fuera un último truco del pei'ano para asegurarse su venganza. Incluso en una auténtica situación de duelo, no creía que se hubiera atrevido a intentarlo, considerando su condición.
    Pero, mientras andábamos, me di cuenta de que probablemente yo estaba apresurando su muerte en varias horas, bajo el encubrimiento de un placentero y casi místico ritual.
    Una eutanasia telepática.
    Un asesinato mental.
    Yo me sentía feliz de poder ayudar a un hermano de otra raza a dar aquel paso de una forma decente, puesto que esto era lo que él deseaba. Esto me hacía pensar en mi propia muerte, que estoy seguro no va a ser placentera.
    He oído decir a la gente que no se trata del apego que uno sienta a la vida, que, incluso aunque uno piense en no morir jamás, llega un día en el que uno desea morir, un día en el que uno ruega por que llegue la muerte. Cuando hablan así piensan en el dolor que acompaña a la muerte. Piensan que les gustaría una muerte como esta, hermosa, sin sufrimiento.
    Yo no espero morirme así, penetrar dulce, suave y resignadamente por mi propio pie en esa larga noche, no, gracias. Como dice todo hombre, pretendo revolverme contra la muerte de la luz, luchar y debatirme a cada paso. La enfermedad que contraí y que fue responsable del inicio de todo esto fue tremendamente dolorosa, y sufrí terriblemente antes de que me hibernaran. Reflexioné mucho al respecto por aquel entonces, y decidí que nunca optaría por el camino fácil. Deseaba vivir, incluso a través del sufrimiento. Hay un libro y un hombre al respecto: André Gide y sus Frutos de la Tierra. En su lecho de muerte supo que solo le quedaban unos pocos días, y escribió como un condenado. En el libro hace recuento de todas las cosas hermosas que se producían en las permutaciones entre la tierra, el aire, el fuego y el agua que le rodeaban, cosas a las que él había amado, y uno podría decir que estaba diciéndoles adiós aunque no pensaba apartarse de ellas pese a todo. Estos son mis sentimientos al respecto. Es por eso por lo que, pese a verme involucrado en ello, no podía simpatizar con la elección de Verde Verde. Hubiera preferido quedarme yaciendo allá, con los huesos rotos y todo lo demás, y sentir la lluvia caer sobre mí y pensar en todo aquello, lleno de lamentos y de resentimiento y también de deseos. Quizá era eso precisamente, esa ansia de vivir, lo que me empujó primordialmente a convertirme en un creador de mundos... a fin de poder hacerlo todo por mí mismo y sacar el mejor partido posible de todo.
    Ascendimos una colina y nos detuvimos en su cima. Incluso antes de alcanzarla, sabía lo que íbamos a ver al otro lado, en la otra ladera.
    ...Entre dos masivas prominencias de piedra gris, se extendía un suelo herboso con al principio el color del crepúsculo, y que tras unos metros empezaba a hacerse más y más oscuro a medida que los ojos se alejaban. Aquel era el lugar. Allí estaba el enorme y oscuro valle. Y repentinamente estaba mirando a una oscuridad tan negra que no había nada, absolutamente nada en ella.
    —Te acompañaré unos cuantos pasos más —dije.
    —Gracias, Dra.
    Y descendimos la otra ladera, avanzando hacia el lugar.
    —¿Qué dirán de mí en Megapei cuando sepan que me he ido?
    —No lo sé.
    —Diles, si te preguntan, que fui un hombre que se volvió loco y que se arrepintió de su locura antes de llegar a este lugar.
    —Lo haré.
    —Y...
    —También lo haré —dije—. Pediré que tus huesos sean enterrados en las montañas del planeta que fue tu hogar.
    Inclinó la cabeza.
    —Eso es todo. ¿Esperarás a que haya andado hasta el lugar?
    —Sí.
    —Dicen que hay una luz al final.
    —Eso es lo que dicen.
    —Deberé buscarla.
    —Buen viaje, Dra Verdver-tharl.
    —Tu has ganado tus combates y abandonarás este lugar. ¿Crearás los mundos que yo nunca he podido crear?
    —Quizá —y miré a aquella negrura sin estrellas ni cometas ni meteoros, sin nada.
    Pero repentinamente había algo allí.
    Nueva Indiana flotaba en el vacío. Parecía estar a un millón de kilómetros de distancia, con todos sus rasgos destacándose nítidamente, como un camafeo, brillando. Se movió lentamente hacia la derecha, hasta que la roca lo ocultó de mi vida. Pero entonces Cocytus apareció en mi campo de visión. Lo cruzó, y fue seguido por todos los demás: St. Martin, Buningrad, Dismal, M-2, Honkeytonk, Mercy, Summit, Tangia, Illyria, La Locura de Roden, Tierralibre, Castor, Pollux, Centralia, Dandy, y todos los demás.
    Por alguna estúpida razón mis ojos se llenaron de lágrimas ante su paso. Cada mundo que yo había diseñado y creado estaba pasando ante mí. Había olvidado su esplendor.
    El sentimiento que me había inundado a la creación de cada uno de ellos volvió de nuevo a mí. Había echado algo al pozo. Allí donde había tan solo oscuridad, yo había colgado mis mundos. Ellos eran mi respuesta. Cuando finalmente anduviera hacia aquel Valle, ellos quedarían tras de mí. La bahía reclamaba sus tributos, pero yo había construido algo para reemplazarlos. Había hecho algo, y sabía cómo proseguir.
    —Sí, ¡hay una luz! —dijo Verde, y yo no me di cuenta de que estaba agarrando mi brazo mientras contemplaba el espectáculo.
    Apreté su hombro y le dije:
    —Ojalá mores en compañía de Kirwar el de los Cuatro Rostros, el Padre de las Flores. —Y no capté claramente su respuesta mientras se alejaba de mí, pasaba entre las piedras, echaba a andar a través del Valle, desaparecía.
    Entonces me giré e hice frente a lo que debía ser el este, e inicié mi largo camino a casa.
    Regresar...
    Estaba pegado a un techo rugoso. No. Yacía allí, con el rostro vuelto hacia la nada, intentando sostener al mundo con mis hombros. Pero era pesado y las rocas se me clavaban, me aplastaban. Debajo de mí estaba la bahía, con sus preservativos, sus maderos a la deriva, sus guirnaldas de algas, sus conchas vacías, sus botellas y su espuma. Podía oír el distante chapotear, y chapoteaban tan alto que salpicaban mi rostro. Era la vida, burbujeante, hedionda, helada. Me las había apañado bien entre sus aguas, y ahora que la miraba desde arriba me sentía cayendo una vez más, cayendo hacia sus bajos fondos. Quizá oyera los gritos de los pájaros. Había andado hacia el Valle y ahora regresaba. Con suerte escaparía de nuevo a los helados dedos de aquella estrujante mano. Caía, y el mundo giraba a mi alrededor, y se convertía de nuevo en aquello que yo había conocido cuando lo abandoné.
    El cielo era gris y sucio y chorreaba humedad. Las rocas se clavaban en mi espalda. Acheron se encrespaba. No había calor en el aire.
    Me senté, agité la cabeza para aclararla, me estremecí, miré el cuerpo del hombre verde que yacía a mi lado. Dije las palabras finales, completando el ritual, y mi voz tembló al pronunciarlas.
    Coloqué el cuerpo de Verde en una posición más confortable y lo cubrí con mi hoja de plástico. Tomé las cintas y los biocilindros que había ocultado bajo él. Había tenido razón. Estaban arruinadas. Las coloqué en mi mochila. Al menos, la Inteligencia terrestre se sentiría feliz sabiendo cómo habían terminado las cosas. Luego repté hasta el nódulo energético y aguardé allí, erigiendo una pantalla de fuerzas para atraer a la T y observando el cielo.
    La veía andando, alejándose, con sus caderas cobijadas en blanco ondulando ligeramente, sus sandalias palmeando el patio. Hubiera querido correr tras ella, explicarle mi parte en todo aquello que había ocurrido. Pero sabía que no serviría de nada, así que ¿para qué perder el rostro? Cuando un cuento de hadas se destroza y el sueño se convierte en polvo y uno se queda allá, contemplando la última línea que nunca será escrita, ¿por qué no omitir los ejercicios de futilidad? Habían habido enanos y gigantes, sapos y setas, cavernas llenas de joyas y no uno sino diez brujos...
    Sentí la presencia de la Modelo T antes de verla, cuando se conectó al nódulo de fuerza.
    Diez brujos, todos ellos financieros, los barones mercaderes de Algol...
    Todos ellos sus tíos.
    Yo creí que la alianza funcionaría, sellada como lo había sido con un beso. Yo no había planeado ningún doble juego, pero cuando este acudió procedente del otro lado hubo que hacer algo. Además, no era yo solo quien estaba metido en ello. Había toda una corporación involucrada. No hubiera podido detener a los demás aunque lo hubiera intentado.
    Podía sentir a la T acercándose ahora. Froté mi pierna por encima de la fractura, me dolió, dejé de frotar.
    Del acuerdo comercial al cuento de hadas a la venganza... Era demasiado tarde para invocar la segunda parte de tal ciclo, y había salido vencedor de la tercera. Podía sentirme orgulloso.
    La T estuvo a la vista, descendió rápidamente, y se detuvo a poca distancia de las rocas, suspendida en el aire, mientras yo la controlaba a través del nódulo.
    Hubo un tiempo en que fui un cobarde, un dios y un hijo de puta, entre otras muchas cosas. Esa es una de las cosas que ocurren cuando uno vive realmente mucho tiempo. Uno pasa por distintas fases. Ahora tan solo estaba agotado y preocupado, y había una sola cosa en mi mente.
    Conduje a la T hasta un espacio despejado, hice saltar la escotilla, empecé a reptar hacia el aparato.
    Ahora no importaba, no importaba realmente, todo lo que había pensado en pleno fuego de la acción. Cuanto más pensaba en ello, menos importaba.
    Alcancé la nave. Me arrastré hasta su interior.
    Accioné los controles y les di una vida más sensitiva.
    Mi pierna me dolía como el infierno.
    Derivábamos.
    Entonces respondí a todas nuestras preguntas, tomé todo el equipo necesario, me arrastré de nuevo fuera.
    Perdona mis ofensas, pequeña.
    Me situé cuidadosamente en posición, apunté, disolví una enorme roca.
    —¿Frank? ¿Eres tu?
    —No, solo pasaba por aquí.
    Dama Karle salió al exterior, sucia, con los ojos desorbitados.
    —¡Has regresado a por mí!
    —Nunca me fui.
    —Estás herido.
    —Ya te lo dije.
    —Dijiste que te ibas, que me abandonabas.
    —Tendrás que aprender a conocer cuándo estoy hablando en serio.
    Me besó y me ayudó a ponerme en pie sobre mi pierna sana, pasando mi brazo por encima de sus hombros.
    —Parece como si estuviéramos jugando a la pata coja —dije, mientras nos dirigíamos a la T.
    —¿Qué es eso?
    —Un viejo juego. Cuando pueda andar de nuevo quizá te lo enseñe.
    —¿Adonde vamos ahora?
    —Tierralibre, dónde podrás quedarte o irte, según tus deseos.
    —Hubiera debido saber que no ibas a abandonarme, pero después de todas las cosas que me dijiste... ¡Dioses! ¡Ha sido un día terrible! ¿Qué ocurrió por fin?
    —La Isla de los Muertos se está hundiendo lentamente en el Acheron. Y está lloviendo.
    Miré la sangre en sus manos, su suciedad, sus enmarañados cabellos.
    —No pensaba realmente en lo que dije, ¿sabes?
    —Lo sé.
    Miré a mi alrededor. Algún día recrearía todo aquello, lo sabía.
    —¡Dioses! ¡Ha sido un día terrible! —dijo.
    —Ahí arriba el sol sigue brillando. Creo que podremos conseguirlo, si tu me ayudas.
    —Apóyate en mi.
    Así lo hice.

    FIN

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  •          ---------------------------------------------
  •         

            
         
  •          ---------------------------------------------
  • Para cargar por Sub-Categoría, presiona
    "Guardar los Cambios" y luego en
    "Guardar y cargar x Sub-Categoría 1, 2 ó 3"
         
  •          ---------------------------------------------
  • ■ Marca Estilos para Carga Aleatoria-Ordenada

                     1 2 3 4 5 6 7
                     8 9 B O C1 C2 C3
    ■ Marca Estilos a Suprimir-Aleatoria-Ordenada

                     1 2 3 4 5 6 7
                     8 9 B O C1 C2 C3



                   
    Si deseas identificar el ESTILO a copiar y
    has seleccionado GUARDAR POR POST
    tipea un tema en el recuadro blanco; si no,
    selecciona a qué estilo quieres copiarlo
    (las opciones que se encuentran en GUARDAR
    LOS CAMBIOS) y presiona COPIAR.


                   
    El estilo se copiará al estilo 9
    del usuario ingresado.

         
  •          ---------------------------------------------
  •      
  •          ---------------------------------------------















  •          ● Aplicados:
    1 -
    2 -
    3 -
    4 -
    5 -
    6 -
    7 -
    8 -
    9 -
    Bás -

             ● Aplicados:

             ● Aplicados:

             ● Aplicados:
    LY -
    LL -
    P1 -
    P2 -
    P3 -
    P4 -
    P5 -
    P6

             ● Aplicados:
    P7 -
    P8 -
    P9 -
    P10 -
    P11 -
    P12 -
    P13

             ● Aplicados:
    P14 -
    P15 -
    P16






























              --ESTILOS A PROTEGER o DESPROTEGER--
           1 2 3 4 5 6 7 8 9
           Básico Categ 1 Categ 2 Categ 3
           Posts LY LL P1 P2
           P3 P4 P5 P6 P7
           P8 P9 P10 P11 P12
           P13 P14 P15 P16
           Proteger Todos        Desproteger Todos
           Proteger Notas



                           ---CAMBIO DE CLAVE---



                   
          Ingresa nombre del usuario a pasar
          los puntos, luego presiona COPIAR.

            
           ———

           ———
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            - ESTILO 1
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            - CATEGORIA 1
            - CATEGORIA 2
            - CATEGORIA 3
            - POR PUBLICACION

           ———



           ———



    --------------------MANUAL-------------------
    + -

    ----------------------------------------------------



  • PUNTO A GUARDAR




  • Tipea en el recuadro blanco alguna referencia, o, déjalo en blanco y da click en "Referencia"

      - ENTRE LINEAS - TODO EL TEXTO -
      1 - 2 - 3 - 4 - 5 - 6 - Normal
      - ENTRE ITEMS - ESTILO LISTA -
      1 - 2 - Normal
      - ENTRE CONVERSACIONES - CONVS.1 Y 2 -
      1 - 2 - Normal
      - ENTRE LINEAS - BLOCKQUOTE -
      1 - 2 - Normal


      - DERECHA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - BLUR INTERNO NEGRO - 1 - 2
      - BLUR INTERNO BLANCO - 1 - 2

      - Original - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
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      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
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      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

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      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
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      - BLUR NEGRO - 1 - 2
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      - Quitar

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      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
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      - Quitar

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      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
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      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar



              TEXTO DEL BLOCKQUOTE
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
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      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

              FORMA DEL BLOCKQUOTE

      Primero debes darle color al fondo
      1 - 2 - 3 - 4 - 5 - Normal
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2
      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar -

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar -



      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 -
      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - TITULO
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3
      - Quitar

      - TODO EL SIDEBAR
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - BLUR INTERNO - NEGRO - 1 - 2
      - BLUR INTERNO - BLANCO - 1 - 2
      - Quitar

                 ● Cambiar en forma ordenada
     √

                 ● Cambiar en forma aleatoria
     √

     √

                 ● Eliminar Selección de imágenes

                 ● Desactivar Cambio automático
     √

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2
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      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
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      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar




      - DERECHA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - Quitar -





      - DERECHA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - BLUR INTERNO NEGRO - 1 - 2
      - BLUR INTERNO BLANCO - 1 - 2

      - Quitar - Original



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    Bloques a cambiar color
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