LA FUERZA CURATIVA DE LA COMPASIÓN
Publicado en
agosto 01, 2015
Compadecer significa "sufrir con", y es un acto capaz de transformar al mundo.
Por Arthur Gordon (Condensado de "Guideposts").
NO HACE mucho asistí a los funerales de un próspero y eminente hombre de negocios. En un recatado ambiente de luto varios amigos de él pronunciaron discursos doloridos y laudatorios acerca del difunto. Finalmente se levantó un joven negro. Los otros oradores habían hablado con voz firme y elocuente, pero éste, sometido evidentemente a una gran tensión emocional, apenas podía hablar.
Con lágrimas que le corrían por las mejillas, dijo que, cuando era apenas un botones de oficina, el industrial se había fijado en él, lo había alentado y hasta había sufragado su instrucción. "Durante mucho tiempo no le serví de nada a él ni a ninguna otra persona", continuó el joven. "Iba de fracaso en fracaso. Pero él nunca se dio por vencido. Y nunca permitió que yo me diera por vencido".
Siguió manifestando el orador que cualquiera puede ayudar a un hombre triunfante, pero que únicamente una persona rara y magnífica puede persistir en alentar a un fracasado. Esa persona había desaparecido ya, y él había perdido a su mejor amigo. Cuando la voz del joven vaciló y se detuvo, toda la gente que lo rodeaba estaba llorando, conmovida no sólo por la pérdida del jefe y amigo, sino también por el dolor que, sin avergonzarse, exteriorizaba su protegido. Terminada la ceremonia, tuve la convicción de que, en alguna forma, por lo menos una minúscula parte de cada uno de nosotros había mejorado en calidad humana.
Más tarde hablé de esto con un amigo mío siquiatra, que también había asistido a las exequias. "Sí", comentó meditabundo, "eso es lo que puede hacer la compasión. Es la más curativa de las emociones humanas. Si la dejáramos obrar en libertad, sería capaz de transformar al mundo".
Lo cierto es que esta virtud de la compasión —palabra que significa "sufrir con"— ha venido transformando al mundo. Fue la fuerza que abolió la esclavitud y puso fin al trabajo de los niños. Fue el poder que envió a África a Albert Schweitzer. Sin ella no habría seguridad social, ni sociedades protectoras de animales, ni Cruz Roja. Pero lo más notable es lo que puede hacer a la persona y por la persona que la siente profundamente.
O incluso por la persona que la siente en forma repentina y transitoria. Hace años pasé unas vacaciones en España, en compañía de otros dos estudiantes. En Málaga nos hospedamos en una pensión bastante cómoda, pero extrañamente sombría. El dueño hablaba poco; su esposa, mujer alta y de aspecto trágico, siempre vestía de negro y jamás sonreía. La amable sirvienta nos dijo que la señora había sido pianista profesional, pero que hacía dos años había muerto su único hijo, y desde entonces no había vuelto a tocar el enorme piano de cola que veíamos en aquella sala.
Una tarde los tres huéspedes visitamos una bodega de vinos, donde el afable propietario nos invitó a probar sus diversas cosechas. No nos mostramos remilgosos, y de vuelta a la pensión íbamos cantando y bailando. Una vez en casa, llenos de irreflexiva euforia, uno de mis amigos se sentó al piano, echó atrás la tapa del teclado y empezó a tocar, muy mal, mientras nosotros lo acompañábamos cantando a voz en cuello.
De pronto el patrón entró precipitadamente en la habitación, suplicando: "¡No, no hagan eso!" En el mismo instante apareció la señora, con sus ojos negros y trágicos fijos en nosotros. La música se extinguió y, durante un momento interminable, todos nos quedamos inmóviles, llenos de consternación y vergüenza. En eso, viendo lo compungidos que estábamos, la señora sonrió, y una gran ternura y belleza asomó a su rostro. Fue hacia el piano, se sentó y comenzó a tocar una magnífica y delicada música que llenó toda la casa y disipó la aflicción y las sombras. ¡Y a pesar de mi juventud, tuve la seguridad de que ella se sentía libre! Libre, porque se había apiadado de nosotros, y porque la cordialidad y la compasión habían derretido el hielo que aprisionaba su alma.
Si miramos en torno nuestro podremos ver esta fuerza curativa actuando en toda índole de situaciones. Un día del verano pasado, en una excursión por las colinas que hicimos mis hijos y yo, llegamos a una cabaña enclavada en un saliente rocoso. Detrás de una valla de estacas, una mujer montañesa de blanco cabello trabajaba en su jardín. Cuando nos detuvimos a admirar sus flores, nos dijo que vivía allí sola. Mis hijos, criados en la ciudad, la contemplaban admirados, y uno de ellos preguntó:
—¿Qué hace usted para no aburrirse?
—¡Oh! Si me asalta ese sentimiento en el verano —respondió ella—, llevo un ramo de flores a algún recluso. Y si es en invierno, salgo de casa y doy de comer a los pájaros.
Un acto de compasión... eso era su instintivo antídoto contra la soledad.
¿De dónde viene esta capacidad para compartir los pesares de otras personas o sentir el dolor ajeno? Recuerdo haber preguntado en cierta ocasión a un ilustrado sacerdote por la más famosa de todas las historias de compasión, la parábola del buen samaritano. ¿Qué hizo detenerse al samaritano cuando los demás viajeros que veían aquella figura derrumbada en el camino de Jericó pasaban de largo?
—Creo —me contestó el clérigo— que tres cosas lo impulsaron a obrar así. La primera fue la identificación o empatía; la proyección de la conciencia propia en la de otro ser. Cuando el samaritano vio allí tirada a la víctima de los bandidos, no se conformó con mirarla, sino que se convirtió en parte de ella. Esta identificación con aquel hombre era tan completa que casi podría decirse que, al acudir en su ayuda, estaba ayudando a una parte de sí mismo.
"—La segunda fue el valor. Los que pasaban de largo eran medrosos; temían lo inusitado y lo peligroso; temían complicarse y que volvieran los ladrones. El samaritano tuvo el valor de sobreponerse a aquellos temores y se atrevió a transformar su interés en acción."
"—El tercer elemento que estoy seguro tenía el buen samaritano era el hábito de ayudar. No fue aquel un incidente aislado en la vida del samaritano. A lo largo de los años, se había acostumbrado a responder afirmativamente a las necesidades de los demás. ¿Cómo? Del mismo modo que puede hacerlo cualquiera de nosotros, no tanto por un heroico sacrificio como por la constante repetición de pequeños esfuerzos. Caminando un poco más, de vez en cuando. Dando la mano, si se puede, a alguien que esté en dificultades. Asumiendo una parte justa de las responsabilidades cívicas, cuando esto es posible. Acaso parezca que estas cosas no importan mucho, pero un día podremos mirar alrededor y descubrir que, en un grado asombroso, el propio yo exclusivo ha sido desalojado de su solitario trono y, casi inconscientemente, uno mismo se ha convertido en el buen samaritano."
Identificación con los demás, valor, hábito de ayudar: son virtudes latentes en todos nosotros, y juntas forman esa honda ternura que llamamos compasión. ¡Si nos esforzáramos más en desarrollarla y fortalecerla! Porque sin este callado poder, habría poca esperanza para el mañana.