Publicado en
julio 25, 2015
Por Montse Cano (directora de Integral).
Cuando damos un paseo por un bosque, buscamos paz y sosiego, llenar nuestros oídos con el sonido de la brisa meciendo las ramas de los árboles y descubrir sus diminutos habitantes invisibles. El nuestro es, muchas veces, un reencuentro con lo perdido, y nuestro ánimo oscila entre el éxtasis y la nostalgia. Pero ésos suelen ser los sentimientos de los adultos, porque si llevas a unos niños a dar ese mismo paseo por el bosque, los pequeños llenarán con sus gritos y algarabías los troncos huecos de los árboles, y allí donde nosotros buscamos calma, ellos encontrarán mil recovecos para jugar a los indios o al escondite, se encaramarán a los árboles para convertirse en piratas de tierra firme y perseguirán sin descanso lagartijas, ardillasy mariposas.
El mundo verde, que perdemos hoja a hoja, insecto a insecto, permanece en nuestra memoria reptiliana como nuestra verdadera casa, por ello son muchas las voces que alertan de las consecuencias para el bienestar físico y psíquico de nuestros hijos la cada vez mayor desconexión entre su vida y el hogar verde perdido.
Nuestra obligación es conseguir que los niños no teman a la naturaleza sino que la amen, debemos permitir que jueguen entre los matorrales, que se pelen las rodillas trepando por los árboles para construir cabañas. Y los que más lo necesitan son los niños de ciudad, que no conocen otros rasguños que los del cemento de los parques urbanos.
Como yo fui una de esas niñas de rasguños de cemento, le pido a Ignacio Abella —que nos acerca cada mes la magia de "Las culturas del bosque" en Integral— un recuerdo de su infancia verde: "Mi mundo era objetivamente mucho más bello y así lo recuerdo. Tanto el pueblo de mi abuela, Eulate, como el de mi madre, Enériz, olían muy bien, hasta cuando olía a estiércol era un olor benigno en nada parecido a los purines y otros olores de las granjas de ahora. Tengo también la sensación de que vivíamos muy intensamente y la naturaleza nos proveía de todo lo necesario para ello, materiales de todo tipo, animales, escenarios apabullantes. Sin un solo juguete, podíamos pasar horas haciendo una presa en el río, hundiéndonos en una bañera de hojarasca o subidos días enteros a la misma higuera gigantesca que era todo un reino con escalas, tronos, sombra, escondrijos... Vivíamos en un mundo donde éramos protagonistas sujetos activos, de ningún modo espectadores."
Ignacio, una persona generosa, también me envía un texto de un buen amigo suyo, Fernando Fueyo, ilustrador de naturaleza, que expresa con precisión de artista un sentimiento que tantas personas comparten y que tantas deseamos que puedan seguir sintiendo nuestros hijos:
A mi memoria acude el viejo nogal, junto a la pequeña escuela rural, que nos animaba a subir y contemplar el entorno desde las ramas altas. Todo un curso iniciático, desde donde aprendimos a tejer los sueños.Tendido de espalda sobre la alta hierba y exhalando el aliento perfumado de acacias y tilos, jugaba a dibujar las formas de las nubes; a sentir el suave y delicado murmullo de los sauces en la ribera de un pequeño río bullicioso y cantarín. Cada día asistíamos a todo un despliegue mágico, grandioso e irrepetible. Todo se convertía en un gran espacio de juego y conocimiento. Tiempos alegres y felices. Siento ahora, muchos años después, cómo la magia desaparece, igual que la fayona de Eiros (declarada Monumento Natural protegido). Un mal viento la ha derribado por la escasa atención y los pocos cuidados de los que tenían la función y el deber de atenderla. Nos hurtan la belleza, el color, la luz y la vida. Y en su lugar crece el hormigón. Tiempos tristes." Los niños necesitan conocer su hogar primigenio, para que nadie se atreva a "hurtarles la belleza.
Fuente:
REVISTA INTEGRAL - MARZO 2009