Publicado en
julio 25, 2015
Drama de la vida real.
El aviador se decía que no podría escapar, pero estaba resuelto a que el enemigo sufriera para capturarlo.
Por Joseph Blank.
LA PRIMERA reacción del capitán Roger Locher, al arrojarse en paracaídas en un punto situado a 65 km. al noroeste de Hanoi, fue decirse, estupefacto: ¡Esto no puede ser! El ser derribado con su avión era cosa que sólo ocurría a otros. Como cualquier aviador, Locher jamás había pensado en que le ocurriera precisamente a él.
Pero eso era lo que había sucedido. La sensación de terror impotente que lo ahogaba era real. Y a unos 300 m. de él dos esbeltos y plateados MIG-21 pasaron zumbando velozmente. En seguida Locher se encontró sobre las copas de los árboles de la selva, y luego detuvieron su caída las ramas, sin que alcanzara a tocar tierra con los pies.
El capitán, hombre de 25 años de edad, alto, delgado, había despegado aquella mañana del 10 de mayo de 1972 de una base aérea situada en Tailandia y puso rumbo hacia la región de Hanoi. Era su misión número 407 en calidad de navegante y encargado del armamento de a bordo. El objetivo asignado a él y a sus compañeros era impedir que los aviones de caza enemigos atacaran a los bombarderos norteamericanos. Su sitio estaba en la parte posterior del jet Phantom F-4 de dos plazas y ya Locher tenía en su activo el haber derribado dos MIG-21. Esta vez, cuando una flotilla de MIG se precipitó contra los Phantom, al oeste de Hanoi, Locher consiguió hacer pedazos el avión que la encabezaba con dos misiles de aire a aire. Logró derribar otros dos MIG antes de que el piloto de su avión lanzara un grito: "¡Nos han tocado!" Al ver que el aparato estaba en llamas, sin gobierno, Locher gritó a su vez: "¡Tendré que lanzarme!" Tiró con fuerza de la palanca del sistema de expulsión, oyó un trueno al verse arrojado hacia tierra, y durante unos segundos perdió el conocimiento.
Al caer entre los árboles, ya Locher estaba del todo consciente. Comprendía que los MIG habrían dado a conocer su posición por radio, y el paracaídas del aviador, que no conseguía desenredar del ramaje, denunciaría a las claras el sitio donde había caído. Locher se desanudó rápidamente el aparejo y comenzó a trepar por la falda de la montaña, poniendo cuidado en no dejar rastro de su paso. A los diez minutos jadeaba, mareado; las piernas le flaqueaban y sentía los pies helados.
Sufro de conmoción, pensó. Detente. Cálmate Aclara tus ideas. Se internó arrastrándose entre la densa vegetación de la selva y se tendió en el suelo, con los pies a nivel más alto que la cabeza.
Al reflexionar en su situación comprendió que estaba perdido. Se hallaba bien adentro del norte del país; el claro más cercano donde pudiera usar su pequeño radiotrasmisor de pilas para comunicarse con sus compañeros que sobrevolaran la región estaba 145 km. hacia el sur. ¡Ciento cuarenta y cinco kilómetros! se dijo. Me esconderé y eludiré al enemigo. No deberé salir de las montañas. Todo lo más, avanzaré tres kilómetros al día. Cuarenta y cinco días. Sin comida. Por terreno que desconozco. Pero trataré de salvarme. Si han de capturarme, al menos les daré mucho trabajo.
ACORRALADO
Lentamente, bebió un cuarto de litro de agua de la cantimplora que llevaba en su chaleco especial de sobrevivencia, y se ajustó sobre la cabeza la red negra que lo protegería de los mosquitos. Guiándose con la brújula y el mapa, emprendió cautelosamente la marcha rumbo al sudoeste. A cada paso debía examinar el terreno para no dejar pisadas, alguna rama rota o algún otro rastro que pudiera denunciarlo.
Hacia mediodía se sintió repentinamente paralizado. Oyó gritos guturales de hombres que avanzaban derecho hacia él. Se ocultó a gatas en un espeso matorral y se quedó inmóvil, mientras se acercaba el grupo de rastreadores.
Recordó que los pájaros asustados por la proximidad de algún ser humano, levantan de pronto el vuelo y con ello revelan su presencia. Y se dijo: Respira pausadamente. No te denuncies. Que sufran para encontrarte. Podía percibir incluso el aroma de los cigarrillos de los rastreadores. Después se alejaron.
El incidente se repitió al otro día.Oyó voces, gritos, detonaciones de armas de fuego. Están tratando de asustarme; de cazarme como si fuera yo un faisán, pensó. No te muevas. Tendrán que pasar por encima de ti, o poco menos, para encontrarte.
Y por poco lo encuentran. El fugitivo oyó el crujir de las hojas en el momento en que dos de sus perseguidores se sentaron y se pusieron a charlar a pocos metros de él. Al poco rato se marcharon. Siguió un silencio. Locher aguzó el oído. ¿Estarían al acecho, aguardando que él se moviera? Ese ruido de hojas, ¿sería un pájaro... o uno de sus enemigos? Permaneció en su escondite el resto del día, sin hacer otro movimiento que el indispensable para aliviar un poco sus entumecidos músculos.
MÁS VALE RENDIRME
Al tercer día sintonizó su aparato de radio con la frecuencia reservada para pedir auxilio y pudo oír a unos pilotos que discutían la suerte de un aviador derribado. Al parecer, había informado que sus perseguidores ya lo cercaban por todas partes y había pedido que acribillaran el sitio donde se hallaba. Prefería morir a ser capturado.
La trasmisión disminuyó de intensidad, y Locher apagó su receptor. Oyó pasar a los rastreadores a unos 200 metros de su refugio y se mantuvo oculto. ¿Qué objeto tiene esto? reflexionaba, mientras se arrancaba, indiferente, las sanguijuelas que le mordían el cuello y las muñecas. No he avanzado más de kilómetro y medio en tres días. Sin embargo, hasta ahora he conseguido esquivarlos. Tal vez no pueda escapar... pero vamos a ver cuánto tiempo consigo aplazar lo inevitable.
Al día siguiente reanudó trabajosamente la marcha, ascendiendo y bajando por las faldas de las montañas. Agua no le faltaba: llovía cada dos noches y por la mañana el fugitivo tenía que secarse y evitar que las botas se le pudrieran.
Pero carecía de comida. Probó tres distintas frutas de la selva, escasas y verdes. Mordía una de ellas y dejaba pasar media hora para ver si no le provocaba retortijones. Con todo, no hallaba nunca más de un puñado de ellas en todo el día.
Sentía que las fuerzas se le agotaban. Más le valdría rendirse, pensaba. No, se repetía con insistencia, día tras día. Que les cueste trabajo encontrarme.
EL CEBÚ
Al duodécimo día, poco después de amanecer, Locher dio con un sendero evidentemente muy transitado y que corría hacia el sur. Fue para él un delicioso descanso, tras de haber tenido que abrirse camino por la selva. De pronto oyó voces que se acercaban. Algunos muchachos conducían unos cebúes a los pastos. Locher se zambulló entre la maleza, se arrastró unos metros y se estuvo inmóvil.
Los cebúes empezaron a pastar, a escasos 15 metros de su escondite. El aviador permaneció tendido durante horas mientras le parecía que el tiempo transcurría con dolorosa lentitud. Poco antes de oscurecer percibió de nuevo las voces de los chicos, que volvían para guiar a las bestias de regreso al corral de la aldea. En eso, Locher oyó jadear a uno de los bueyes a corta distancia y los golpes que uno de los pastores le propinaba al animal con una vara. El cebú lo había olfateado y se resistía a moverse. Luego lanzó un bufido y pisó un renuevo, que alcanzó a Locher en los tobillos. Éste abrió la boca de dolor, pero ahogó el grito que le subía a la garganta. Cuando el animal siguió su marcha pesadamente, el chico pisó a su vez la misma rama, que golpeó los muslos del aviador. Y por fin, silencio...
Al caer la noche, Locher se arrastró, rodeando la aldea, y subió a la montaña que dominaba el lugar. Se arregló una cama de hojas. En varias ocasiones despertó por la necesidad de quitarse de encima las sanguijuelas. Cada sanguijuela le dejaba una llaga sangrienta. Caía un aguacero que le calaba hasta los huesos.
AVANZAR O MORIR DE HAMBRE
Mientras se secaba, por la mañana, Locher estudió su mapa cuidadosamente. En 12 días había avanzado, cuando mucho, 11 km. en línea recta. No abrigaba esperanza de que lo recogieran sus compañeros, internado tan al norte en territorio enemigo. Tendría, pues, que continuar hacia el sur. Pero en esa dirección llegaría al valle del río Rojo, que medía más de 30 km. de ancho, y donde había muchos pueblecitos.
No veía posibilidad de encontrar allí un sitio donde ocultarse.
Sin saber qué hacer, resolvió quedarse en su escondrijo. La aldea se extendía a más de 450 m. a sus pies y Locher podía oír claramente el tráfago de su vida diaria.
Los días se sucedían, iguales a los demás. El vigésimo día el aviador se dio cuenta de que enflaquecía. Se restregó las asentaderas y sólo pudo sentirse la piel y los huesos. Al mismo tiempo no podía alejar de su ánimo la idea de la comida. O me muero de hambre aquí, concluyó, o bajo hasta el llano para tratar de conseguir algún alimento.
Comprendía bien que una vez que se lanzara a cruzar el descubierto valle sería casi seguro que lo capturaran. Se vio en el caso de ser hecho prisionero y decidió conducirse con honor.
Por la noche del día vigesimoprimero Locher tomó la resolución de encaminarse al valle con las primeras luces del alba. Adoptada esta decisión se sintió inundado de paz y, complacido, siguió con la vista el curso que llevaba en el cielo la amarilla Luna llena. Su aislamiento y la frescura del aire eran otros tantos motivos de gozo; indicaban que todavía era libre.
Una lluvia tupida y pertinaz lo mantuvo despierto casi toda la noche y la temprana hora en que debía partir lo encontró dormido. Se sintió encolerizado consigo mismo, pero no podía arriesgarse a atravesar por la aldea a la luz del día. ¡Tendré que pasar otro día sacudiéndome los malditos mosquitos con una hoja de plátano!
AUXILIO AEREO
Locher estuvo dormitando en forma intermitente antes de avistar el rayo de luz de unos proyectiles lanzados desde una aldea, a unos 12 km. de allí. Los artilleros disparaban sin duda contra aviones norteamericanos. Aunque con ello revelara su posición a los vietnamitas, el aviador tenía que aprovechar la primera oportunidad para informar a sus compañeros que aún estaba vivo. Oprimió la perilla de su radiotrasmisor y dijo:
—Cualquier avión norteamericano que capte las palabras Ostra Uno Bravo, conteste, por favor—. ("Ostra" era la identificación de su vuelo; "Uno" indicaba al avión guía; "Bravo", al navegante.)
Oprimió el botón receptor y oyó claramente:
—Adelante, Ostra Uno Bravo.
—¡Eh, amigos! Aquí estoy todavía, después de 22 días. Avisen a la base que me encuentro bien.
—Así lo haremos.
Diez minutos después Locher se sobresaltó al oír por radio una voz que decía: "Tropas de auxilio en camino". Pero los MIG y un denso fuego antiaéreo ahuyentaron a los primeros elementos de rescate. El aviador pensó que quizá sus compañeros harían un nuevo intento a la mañana siguiente.
Los estará aguardando un "comité de recepción", se decía. Durante todo el día aguzó el oído para percibir el ruido de los camiones en que acudirían los rastreadores enemigos. Hacia las 9 de la noche oyó que dos MIG aterrizaban en una base aérea cercana, y, preocupado, pensó: También ellos se han dado cuenta de que algo sucederá mañana.
Por la mañana del vigesimotercer día 38 aparatos estadounidenses, entre cazas (de hélice y de retropropulsión), helicópteros y aviones cisterna para reabastecimiento aéreo, despegaron de Tailandia para ir en busca del aviador. Dos de los aviones establecieron contacto radiofónico con Locher y por medios electrónicos localizaron el punto en que se hallaba. Uno de los pilotos le dijo: "Ya sabemos donde estás, compañero. No te muevas de ahí. Te salvaremos". Un escalofrío estremeció a Locher de pies a cabeza. ¡Dios mío, protégelos! No permitas que derriben a ninguno por mi culpa, se dijo.
Media hora después aparecieron dos helicópteros. A una señal que Locher emitió con su espejo, uno de los aparatos avanzó hacia él mientras el segundo se cernía en el aire, pronto a intervenir en caso necesario. El primer helicóptero, revoloteando a unos 15m. por encima de Locher, arrojó un dispositivo con forma de torpedo y de peso bastante para penetrar en la espesura de la selva. Desde la aldea se oyeron disparos de armas automáticas, acalladas pronto por los pequeños cañones del helicóptero.
Locher caminó tropezando hacia el dispositivo, del que sacó violentamente las cinchas. Se las amarró, bajó la tablilla que servía de asiento, se acomodó en ella y alzó uno de los pulgares en gozoso ademán. Rápidamente, los del helicóptero lo izaron hasta el aparato, que en seguida partió rumbo a su base. Varios MIG zumbaban en lo alto, pero no en número suficiente para atreverse a desafiar a la flotilla de rescate, la cual regresó a Tailandia sin novedad.
Fue aquella una jornada tensa pero jubilosa para el capitán Roger Locher, que había perdido 15 kilos de peso durante su difícil prueba. Ignoraba que entre los aviadores a quienes se había logrado salvar, él era, en toda la historia de aquella guerra, quien había sobrevivido más tiempo. Los tripulantes del helicóptero, por su parte, tampoco sabían que eran ellos quienes tal vez habían penetrado más profundamente en territorio enemigo en el desempeño de una venturosa misión de rescate.
Al volar a toda velocidad muy cerca del suelo, deslizándose por los valles y sobre los picos, aprovechando el terreno mismo como un escudo contra los artilleros enemigos, los tripulantes del helicóptero se sentían orgullosos de haber salvado a Locher, aunque disimulaban su orgullo con una andanada de bromas, y trataban de impedir que su compañero les expresara su gratitud. Lo único que Locher podía hacer era mirarlos con una boba y enorme sonrisa de afecto, y dejar que las lágrimas le escurrieran por entre la crecida barba.