Publicado en
septiembre 30, 2014
Aunque al principio le costó mucho, a Brian, el esposo de la Domitila, le encantó vivir en un país latinoamericano. "¡Aquí los hombres son privilegiados!", decía.
Por Elizabeth Subercaseaux.
Siempre se ha dicho que cualquier persona puede acostumbrarse a vivir en los Estados Unidos. La calidad de la vida es mejor, los norteamericanos están habituados a los extranjeros, se trata de un país donde medio mundo nació en otra parte, etc. Y que, al revés, a los norteamericanos les cuesta muchísimo acostumbrarse a vivir en otra parte. Están habituados a su manera de ser, a sus comidas, a sus deportes. A menos que estén jubilados, tengan plata y una antena de televisión que les permita ver los partidos de béisbol, no les gusta vivir en el extranjero. Les cuesta la lengua, les cuesta adaptarse a las distintas costumbres, y fuera de su país no hay fútbol americano, ni el deli de la esquina donde ir a tomar el desayuno con el grupo de amigotes. Los horarios nuestros los matan.
Un amigo americano que fue a Santiago, Chile, por dos semanas, me preguntaba: ¿Cómo pueden cenar a esta hora? A las 10 de la noche los restaurantes todavía están vacíos. ¿Cómo se levantan al otro día? ¿Y esos almuerzos tan contundentes, con vino y todo? ¿Cómo no están muertos a los 30 años? En vano intenté recordarle que los norteamericanos con sus contundentes desayunos, sus almuerzos inexistentes y sus seis de la tarde viven más o menos los mismos años que nosotros, pero son mil veces más gordos, por ejemplo.
La realidad es que al americano parece gustarle que lo visiten, más que él visitar a los otros; que la gente emigre a su país, más que ellos trasladarse a otra cultura. Es asunto de gustos.
En el caso de Brian, el asunto fue muy distinto. No tuvo que pasar casi nada de tiempo antes de que se acostumbrara a vivir en Chile. Para decirlo de otra forma: ¡le encantó estar en un país latinoamericano! Al comienzo todo le costaba un mundo. Desde luego el español. Pero en la medida en que fue dominando el idioma, encontró trabajo, se hizo amigo de dos chilenos, Carlitos Gutiérrez y Rafael Espíndola, la vida de americano en Latinoamérica comenzó a sonreírle.
—¡Pero estos hombres son unos privilegiados! —exclamaba—. Unos verdaderos privilegiados. Tienen a la vieja en la casa, ocupada de todo, mientras ellos trabajan; salen del trabajo, se juntan con un par de amigos, se van al bar, se entonan lo suficiente como para mirar a la flaca de la esquina sin complejos ni sentimientos encontrados, pasan unas horas mirando piernas, hablando de fútbol y de política, y después regresan a su hogar donde la vieja los espera siempre con una sonrisa y perfumada. ¿Qué americano podría contar semejante historia?
—¿Y cómo es la cosa en tu país? —le preguntaban los amigos, con un cigarro en una mano, un vaso de vino en la otra, los ojos puestos en la crespa de al lado y los oídos en lo que Brian les decía a continuación:
—¡Ah, no! Ustedes se volverían locos en los Estados Unidos. Allá las mujeres se liberaron hace muchos años. El marido está para llegar temprano a la casa, cenar a las seis, lavar los platos, sentarse frente a la tele y dormirse a las nueve. Nada de bares con amigos. Ni flacas de la esquina. Las flacas, desde luego, son bastante escasas. Y a las que hay no se les puede mirar fijo a los ojos, mucho menos a las piernas, porque te cae un juicio por acoso sexual, ¡seguro!
Lo cierto es que Brian comenzó a gozar de unas libertades con las cuales en Iowa no habría ni soñado. Y poco a poco le entraron ganas de hacer lo que hacían sus amigos. Carlitos Gutiérrez, por ejemplo, estaba casado con una mujer encantadora, a la cual veía relativamente poco y con la cual tenía cuatro hijos, a quienes también veía relativamente poco. Es que Carlitos estaba enamorado de una crespa que trabajaba en su oficina. Los lunes, miércoles y viernes salía con la crespa, los sábados eran sagrados para su mujer y sus hijos, los domingos iba a misa, comulgaba y luego almorzaba en la casa de su mamá, y los lunes, miércoles y viernes regresaba a su vida normal.
—¿No te da miedo irte al infierno? preguntaba Brian.
—El infierno no me da ningún miedo, lo que a veces me da miedo es que mi mujer me descubra.
—Y si eso sucediera, ¿qué harías? —preguntaba Brian completamente atónito, y sin poder creer que hubiera alguien en el mundo que no le tuviera miedo al infierno. Su tía Molly lo había educado con el infierno al alcance de la mano y él le tenía pavor.
—Negaría hasta la muerte, hasta más allá de la muerte —decía Carlitos muerto de la risa—. Ojos que no ven, corazón que no siente; mi mujer nunca me ha visto con la crespa y estoy seguro de que prefiere creer que la crespa no existe. Diciéndole que no existe, que son imaginaciones suyas, celos infundados, le estoy haciendo un grandísimo favor, ¿no te das cuenta, Brian?
No, Brian no se daba cuenta. En Iowa las cosas eran muy, pero muy distintas. Si tu mujer te descubría con una crespa venía un juicio de divorcio, un proceso pesadillesco y un jurado de 12 personas iguales a ti, impactado por tu mala conducta, te quitaba la casa y la mitad de tu sueldo, y el abogado que te defendió te quitaba la otra mitad y quedabas en la ruina y marcado por toda la comunidad hasta el día de tu muerte.
En todo caso y aunque parecía muy improbable que Brian mirara para el lado, gozaba con sus amigos y vivía las aventuras, que aún no se atrevía a tener, a través de ellos. Sin embargo, y más rápidamente de lo esperado, aprendió de Carlitos y se enamoró de la morena que atendía el bar, una mujer estupenda, con caderas de guitarra, pelo negro, largo y ondulado, y unos ojos verdes profundos que miraron a Brian una sola vez y lo dejaron K.O. Empezó a hablar de otra manera. A decir cosas que a la Domitila le llamaban la atención. Y a mentir.
La tarde que llegó a la casa y la Domi lo escuchó hablar con Carlitos por teléfono y preguntarle si "estaba rica la crespa", la Domi paró la oreja. ¿Rica la crespa? ¿Qué lenguaje era ese? ¿Brian? ¿Su Brian? ¿Preguntando si estaba rica una crespa? ¡Madre Santa! Esto sí que era grave. Brian se estaba poniendo como el perejiliento de don Rober.
—¿Brian? ¿Qué fue lo que le dijiste al sinvergüenza ese de tu amigo Carlos?
—¡Oh! Carlitos, sí, mi love... no, nada, nada importante, solo le pregunté si estaba rica la crespa.
—¿Cuál crespa? —saltó la Domi.
—Bueno, la crespa con manjar blanco que Carlitos come casi todos los días en el bar de don Pello.
—¿Qué? ¿Qué estás hablando? ¿Una crespa con manjar blanco?
—Sí, hija, no me molestes más, una crespa, crespe, crepe, como se diga.
—¿Una crepa, dices?
—¡Eso, mi vida! Una crepa.
La Domitila no era nada de tonta.
—Mira, Brian, quiero decirte algo. Hace días que quiero decirte algo, en realidad. Nos vamos de regreso a Iowa.
—¿Por qué? Yo no quiero volver a los Estados Unidos. Aquí estamos bien, me gusta aquí. Los niños están acostumbrados, tienen sus amiguitos. No, hija, yo no vuelvo a ninguna parte.
—Entonces te quedas solo en esta casa, porque lo que es yo y mis trillizos nos vamos de regreso a Iowa.
Las cosas en Iowa eran muy distintas, le dijo. Allá nunca se pasaba esas largas horas en el bar con un par de amigos; llegaba temprano a la casa, siempre estaba ayudando en algo, pintando una puerta, reparando las tejas, limpiando el patio, aquí, en cambio, habían tenido que contratar un jardinero, un albañil y un fontanero, porque él se las daba de millonario y no quería hacer las cosas de la casa.
—¿Qué pasó con tu manera de ser? ¿Qué pasó con mi marido americano que era tan buenazo que se dejó hipnotizar por una baby sitter y desapareció por cuatro meses con los trillizos, una tía con la escopeta y hasta un tractor? Te desconozco, Brian, tu "latinoamericanismo" no me gusta nada. ¡Nada!
Entonces Brian, quien por muy latinoamericanizado que estuviera aún guardaba los gérmenes de su cultura y seguía siendo naive, cristalino y enemigo de las mentiras, decidió que lo mejor era confesarle la verdad a la Domi:
—Estoy enamorado de otra mujer —dijo con toda sencillez y a la Domitila casi le da un infarto—. Es muy linda. Tiene el pelo largo, negro, como una ola de mar. Es grande como el puente de San Francisco y alegre como el río Colorado. Se llama Juanita. Y me quiere.
La Domitila le clavó una mirada que casi lo fulmina.
—¿Juanita? ¿La Juana Peralta del bar de don Pello? ¿A esa te refieres? ¿A esa mujer ordinaria de mechas crespas?
—Será ordinaria y tendrá las mechas crespas, pero me hace feliz —dijo Brian.
—¿Ah sí? Pues bien. Escúchame. Aquí estamos en Santiago de Chile, no en Iowa. Y las cosas son muy distintas. Nada de divorcio, nada de llamar a un abogado para quitarse los sueldos ni los niños. Usted va a ese bar ahora mismo, le dice a esa fresca que esta ridícula relación terminó, que usted está casado y que va a seguir con su esposa. Y luego regresa a su casa con su mujer y sus hijos. Y a la vuelta pase a comprar el pan.
Fue lo que hizo Brian. Al fin y al cabo estaba en Latinoamérica, y en el país donde fueres, haz lo que vieres.
ILUSTRACION: MARCY GROSSO
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, DICIEMBRE 21 DEL 2004