SIETE VISIONES DE LA GARGANTA DE OLDUVAI (Mike Resnick)
Publicado en
octubre 05, 2014
Anoche, las criaturas vinieron otra vez.
La luna acababa de esconderse detrás de las nubes cuando escuchamos los primeros crujidos sobre el césped. Entonces, hubo un momento de completo silencio, como si ellos supieran que les estábamos escuchando, y finalmente las risotadas y los chillidos habituales mientras corrían a no menos de cincuenta metros de nosotros y, todavía chillando, hacían poses agresivas.
Me fascinan porque nunca se muestran a la luz del día, y sin embargo no manifiestan ninguna de las características de los verdaderos animales nocturnos. Sus ojos no son demasiado grandes, sus orejas no pueden moverse independientemente y caminan muy pesadamente sobre sus pies. Asustan al resto de los miembros de mi grupo, y aunque tengo curiosidad, tengo que absorber a uno de ellos y estudiarlo.
A decir verdad, pienso que mi modo de absorción aterroriza a mis compañeros más que las criaturas, aunque no hay razón para ello. A pesar de que soy relativamente joven dentro de los estándares de mi raza, soy muchos milenios más viejo que cualquier otro miembro de mi grupo. Uno pensaría, teniendo en cuenta sus estudios, que sabrían que cualquier rasgo que posea alguno de mi edad debe ser, por definición, un rasgo de supervivencia.
Sin embargo, les molesta. Efectivamente, los deja perplejos, tanto como mi memoria. Por supuesto, la suya me parece muy ineficiente. ¡Me imagino teniendo que aprender todo lo que uno sabe en una sola vida, por ser totalmente ignorante al momento de nacer! Es mucho mejor salir del padre con sus conocimientos intactos en el cerebro, tal como mi padre los recibió del suyo, y yo, al final.
Pero es por eso que estamos aquí: no para comparar semejanzas, sino para estudiar las diferencias. Y nunca hubo una raza tan diferente de todas estas personas como el Hombre. Ya estaba extinto apenas unos diecisiete milenios después de lanzarse audazmente hacia la galaxia desde éste, el planeta de su nacimiento —pero durante ese breve intervalo escribió en la historia galáctica un capítulo que durará para siempre. Reclamó las estrellas como su propiedad, colonizó un millón mundos, reinó su imperio con una voluntad de hierro. No dio cuartel durante su primacía, y no pidió nada durante su declinación y caída. Incluso ahora, unos cuarenta y ocho siglos después de su extinción, sus logros y sus fracasos todavía excitan la imaginación.
Es por eso que estamos sobre la Tierra, en el mismo sitio que se dice que fue el verdadero lugar de nacimiento del Hombre, el barranco rocoso donde cruzó por primera vez la barrera evolutiva, vio las estrellas con ojos nuevos, y juró que serían suyas algún día.
Nuestro jefe es Bellidore, un anciano del pueblo Kragan; piel naranja, vellones dorados, y maneras sabias y pacientes. Bellidore es muy versado en el comportamiento de seres sensibles, y resuelve nuestras disputas aun antes de que sepamos que las hemos comenzado.
También están los Gemelos Stardust, unos los seres de plata brillante que responden en nombre del otro y terminan las ideas del otro. Han trabajado en diecisiete excavaciones arqueológicas, pero incluso ellos se sorprendieron cuando Bellidore los eligió para esta Misión, la más prestigiosa de todas. Actúan como compañeros de vida, aunque no exhiben ninguna característica sexual —pero, como todos los demás, se niegan a tener contacto físico conmigo así que no puedo satisfacer mi curiosidad.
En nuestro grupo también está el Moriteu, quien come la suciedad como si fuera una exquisitez, no habla con nadie, y duerme cabeza abajo, colgado de la rama de un árbol cercano. Por alguna razón, las criaturas siempre lo dejan a solas. Quizás piensan que está muerto, posiblemente sepan que está dormido y que solamente los rayos del sol pueden despertarlo. Sin importar cuál sea la razón, estaríamos perdidos sin él, porque solamente podemos extraer los antiguos artefactos que descubrimos con el cuidado apropiado gracias a los delicados zarcillos que se extienden de su boca.
Tenemos otras cuatro especies con nosotros: un Historiador, una Exobióloga, un Evaluador de artefactos humanos, y una Mística. (Por lo menos, supongo que ella es una Mística, porque no puedo encontrar ningún patrón en su enfoque, pero esto podría deberse a mi propia falta de previsión. Después de todo, lo que yo hago le parece magia a mis compañeros y sin embargo es una ciencia rigurosamente aplicada).
Y, finalmente, estoy yo. No tengo nombre, porque mi pueblo no hace uso de los nombres, pero para conveniencia del grupo he tomado el nombre de El-Que-Ve por el tiempo que dure la expedición. Éste es un nombre doblemente poco apropiado: soy ningún él, porque mi raza no se divide en géneros; y no soy un espectador, sino un Sensor-de-Cuarto-Nivel. Sin embargo, muy pronto en el viaje pude intuir que "sentir" quiere decir algo muy diferente para mis compañeros que para mí mismo, y sin consideración a sus susceptibilidades, escogí un nombre menos exacto.
Cada día nos encuentra otra vez en el trabajo, revisando los diversos estratos. Hay muchos signos de que en la zona alguna vez abundaron cosas vivientes, que antes hubo una verdadera explosión de formas vitales en este lugar, pero hoy queda muy poco. Hay unas pocas especies de insectos y aves, algunos roedores pequeños, y por supuesto las criaturas que visitan nuestro campamento todas las noches.
Nuestra colección ha estado creciendo lentamente. Es fascinante observar a mis compañeros mientras llevan a cabo sus tareas, porque en muchos sentidos son tan misteriosas para mí como mis métodos lo son para ellos. Por ejemplo, nuestra Exobióloga sólo necesita deslizar su tentáculo a través de un objeto para decirnos si era un ser viviente; el Historiador, rodeado por su complejo equipo, puede datar el origen de cualquier objeto, de base carbono o cualquier otra, dentro de una década sin importar su estado de conservación; e incluso el Moriteu es una cosa de belleza y fascinación mientras separa suavemente los artefactos de los estratos donde han descansado durante tanto tiempo.
Me alegro mucho de haber sido elegido para venir en esta misión.
* * *
Ya hemos estado aquí dos ciclos lunares, y el trabajo va despacio. Los estratos más bajos fueron completamente excavados eones atrás (tengo tal interés personal en aprender sobre el Hombre que casi usé la palabra saquear en lugar de excavar, y estoy resentido por no encontrar más artefactos), y por razones aún desconocidas casi no hay nada en los estratos más recientes.
La mayoría de nosotros estamos complacidos con nuestros resultados, y Bellidore está particularmente eufórico. Dice que encontrar cinco artefactos casi intactos hacen de la expedición un suceso incalificable. Todos los demás han trabajado incansablemente desde nuestra llegada. Ahora es casi el momento de efectuar mi función especial y estoy muy excitado. Sé que mis hallazgos nunca serán más importantes que las de los demás, pero quizás, cuando las pongamos juntas, podamos finalmente empezar a comprender qué fue lo que hizo que el Hombre fuera lo que fue.
* * *
—¿Está usted... —preguntó el primer Gemelo Stardust.
— ... listo? —dijo el segundo.
Contesté que estaba listo, que efectivamente había estado ansioso por este momento.
—¿Podemos...
— ... observar? —preguntaron.
—Si ustedes no lo encuentran desagradable —respondí.
—Somos...
— ... científicos —dijeron—. Hay...
— ... poco...
— ... que no podamos ver...
— ... objetivamente.
Me desplacé a la mesa sobre la que descansaba el artefacto. Era una piedra, o por lo menos eso es lo que parecía ser según mis órganos sensoriales exteriores. Era triangular, y los bordes indicaban señales de trabajo.
—¿Qué edad tiene? —pregunté.
—Tres millones...
— ... quinientos sesenta y sesenta y un mil...
— ... ochocientos doce años —respondieron los Gemelos Stardust.
—Ya veo —dije.
—Es por mucho...
— ... el más antiguo...
— ... de nuestros hallazgos.
Lo miré por un largo rato, preparándome. Luego, lenta y cuidadosamente modifiqué mi estructura y permití que mi cuerpo fluyera encima y alrededor de la piedra, envolviéndola y asimilando su historia. Empecé a sentir una deliciosa tibieza cuando se volvió una conmigo, y mientras todos mis sentidos exteriores se cerraban, supe que estaba ondulando y brillando por la emoción del descubrimiento. Me volví uno con la piedra, y en ese rincón de mi mente que queda fuera del Sentimiento, me pareció sentir que la luna de la tierra se vislumbraba baja y ominosa, justo por encima del horizonte...
* * *
Enkatai se despertó con un sobresalto justo después del amanecer y levantó la mirada hacia la luna, que todavía estaba alta en el cielo. Después de todas esas semanas, todavía le parecía demasiado grande para estar suspendida en el cielo, y pensaba que seguramente se vendría abajo hacia el planeta en cualquier momento. La pesadilla todavía le pesaba en su mente, y trató de imaginarse la visión reconfortante de las cinco pequeñas lunas inofensivas haciendo saltos a través del cielo plateado de su propio mundo. Pudo retener esa visión en su memoria solamente un momento y luego la perdió, siendo reemplazada por la realidad del inmenso satélite encima de ella.
Su compañero se acercó.
—¿Otro sueño? —preguntó.
—Exactamente como el último —dijo, incómoda—. La luna es visible a la luz del día, y luego empezamos a caminar por el sendero...
La miró con simpatía y le ofreció alimento. Ella lo aceptó agradecida, y miró al otro lado de la sabana.
—Sólo dos más días —suspiró—, y entonces podremos dejar este horrible lugar.
—No es un mundo tan terrible —respondió Bokatu—. Tiene muchas buenas cualidades.
—Hemos perdido el tiempo aquí —dijo—. No es apto para la colonización.
—No —aceptó—. Nuestros cultivos no pueden crecer en esta tierra, y tenemos problemas con el agua. Pero hemos aprendido muchas cosas, cosas que al final nos ayudarán a escoger el mundo adecuado.
—Aprendimos la mayoría de ellas durante la primera semana que estuvimos aquí —dijo Enkatai—. El resto del tiempo fue desperdicio.
—La nave tenía otros mundos que explorar. No podían saber que seríamos capaces de analizar éste en tan poco tiempo.
Ella se estremeció en el fresco aire matutino.
—Odio este lugar.
—Algún día será un buen mundo —dijo Bokatu—. Sólo aguarda la evolución de los monos marrones.
Mientras hablaba, apareció en la distancia un mandril enorme, de aproximadamente 350 libras de peso, musculoso, con pecho peludo y ojos negros y curiosos. Aun caminando sobre sus cuatro patas era una figura formidable, dos veces más grande que los grandes gatos moteados.
—No podemos usar este mundo —continuó diciendo Bokatu—, pero algún día sus descendientes se extenderán sobre él.
—Parecen tan pacíficos —comentó Enkatai.
—Son pacíficos —afirmó Bokatu, lanzándole un trozo de comida al mandril quien corrió y lo recogió del suelo. Lo oliscó, consideró si probarlo o no, y finalmente, después de un momento de indecisión, lo puso en su boca—. Pero dominarán este planeta. Los enormes herbívoros se pasan demasiado tiempo alimentándose, y los predadores duermen constantemente. No, mi elección son los monos marrones. Son animales buenos, fuertes e inteligentes. Ya han desarrollado pulgares, poseen un fuerte sentido de comunidad, e incluso los grandes gatos lo piensan dos veces antes de atacarlos. Prácticamente, no tienen predadores naturales. —Asintió con seguridad—. Sí, son ellos los que dominarán este mundo en los eones por venir.
—¿No tienen predadores? —dijo Enkatai.
—Oh, supongo que de vez en cuando alguno cae presa de los grandes gatos, pero no los atacan cuando van en grupo. —Miró al mandril—. Ese individuo tiene la fuerza para romper todo excepto al gato más grande.
—Entonces, ¿cómo explicas lo que encontramos al final de la garganta? —insistió ella.
—Su tamaño les ha costado alguna pérdida de agilidad. Es natural que alguno, ocasionalmente, caiga por la pendiente y se muera.
—¿Ocasionalmente? —repitió—. Encontré siete cráneos, cada uno hecho añicos, como por un golpe.
—La fuerza de la caída —dijo Bokatu con un encogimiento de hombros—. Seguramente no piensas que los grandes gatos los golpearon antes de matarlos.
—No estaba pensando en los gatos —respondió.
—Entonces, ¿qué?
—En los pequeños monos sin rabo que viven en la garganta.
Bokatu se permitió el lujo de una sonrisa superior.
—¿Los has mirado? —dijo—. Tienen una cuarta parte del tamaño de los monos marrones.
—Los he mirado —respondió Enkatai—. Y ellos también tienen pulgares.
—Los pulgares solos no son suficientes —dijo Bokatu.
—Viven a la sombra de los monos marrones, y todavía están aquí —dijo—. Eso es suficiente.
—Los monos marrones son comedores de frutas y hojas. ¿Por qué molestarían a los monos sin rabo?
—Ellos hacen algo más que no molestarlos —dijo Enkatai—. Los evitan. Apenas parecen una especie que algún día se extenderá alrededor del mundo.
Bokatu sacudió la cabeza.
—Los monos sin rabo parecen estar en un callejón evolutivo sin salida. Son demasiado pequeños para cazar, demasiado grandes para alimentarse de lo que pueden encontrar en la garganta, demasiado débiles para competir con los monos marrones por mejor territorio. Mi conjetura es que ellos son una especie más temprana y más primitiva, destinada a la extinción.
—Quizás —dijo Enkatai.
—¿No estás de acuerdo?
—Hay algo en ellos...
—¿Qué?
Enkatai se encogió de hombros.
—No lo sé. Me inquietan. Es algo en sus ojos, creo, una sombra de malevolencia.
—Estás imaginando cosas —dijo Bokatu.
—Quizás —respondió Enkatai otra vez.
—Tengo que escribir unos informes hoy —dijo Bokatu—. Pero mañana te lo demostraré.
* * *
A la mañana siguiente, Bokatu se levantó con el sol. Preparó su primera comida del día mientras Enkatai terminaba sus oraciones; luego rezó mientras ella comía.
—Ahora —anunció—, entraremos garganta abajo y capturaremos a uno de los monos sin rabo.
—¿Por qué?
—Para mostrarte qué fácil es. Puedo tenerlo conmigo como una mascota. O quizás sacrificarlo en el laboratorio y aprender más sobre sus procesos vitales.
—No quiero una mascota, y no estamos autorizados a matar a ningún animal.
—Como quieras —dijo Bokatu—. Lo dejaremos ir.
—Entonces, ¿por qué capturar uno, en primer lugar?
—Para mostrarte que no son inteligentes, porque si son tan brillantes como piensas, no podré capturar ninguno. —La obligó a ponerse de pie—. Empecemos.
—Esto es tonto —protestó—. La nave llega a media tarde. ¿Por qué no nos quedamos a esperarla?
—Estaremos de regreso a tiempo —respondió con confianza—. ¿Cuánto tiempo puede tomarnos?
Ella miró al cielo azul claro, como si tratara de instar la aparición de la nave. La luna colgaba, inmensa y blanca, por encima del horizonte. Finalmente, se volvió hacia él.
—Muy bien, iré contigo... pero sólo si me prometes observarlos, sin tratar de capturar uno.
—Entonces, ¿admites que tengo razón?
—Decir que tienes razón o no, no tiene nada que ver con la verdad de la situación. Deseo que tengas razón, porque los monos sin rabo me asustan. Pero yo no sé si la tienes y tampoco tú.
Bokatu la miró por un largo momento.
—Estoy de acuerdo —dijo por fin.
—¿Estás de acuerdo en que no puedes saberlo?
—Acepto no capturar uno —dijo—. Vámonos.
Caminaron hasta el borde de la garganta y luego empezaron a bajar por los terraplenes empinados, manteniendo el equilibrio envolviendo sus miembros alrededor de árboles y otros crecimientos. De repente, escuchaban un fuerte chirrido.
—¿Qué es eso? —preguntó Bokatu.
—Nos han visto —respondió Enkatai.
—¿Qué te hace pensar así?
—He escuchado ese grito en mi sueño... y siempre la luna estaba como ahora.
—Extraño —reflexionó Bokatu—. Los he escuchado muchas veces, pero de algún modo parecen más fuertes esta vez.
—Quizás hay mayor cantidad de ellos aquí.
—O quizás están más asustados —dijo. Echó un vistazo hacia arriba—. He aquí la razón —dijo, señalando—. Tenemos compañía.
Ella levantó la mirada y vio a un enorme mandril, el más grande hubiera visto, siguiéndolos a una distancia de cincuenta pies. Cuando sus ojos se cruzaron con los suyos, gruño y los apartó, pero no hizo ningún intento de acercarse o alejarse.
Continuaron bajando, y siempre que pararon para descansar, estaba el mandril, a los cincuenta pies de distancia acostumbrados.
—¿Te parece asustado? —preguntó Bokatu—. Si esas pequeñas criaturas enclenques pudieran hacerle daño, ¿estaría siguiéndonos hacia la garganta?
—Hay una línea delgada entre el valor y la imbecilidad, y una línea aun más fina entre la confianza y la temeridad —respondió Enkatai.
—Si fuera a morirse aquí, sería como todos los otros —dijo Bokatu—. Perderá pie, se caerá y morirá.
—Tú no encuentras anormal que cada uno de ellos se cayera de cabeza —dijo suavemente.
—Se quebraron cada hueso del cuerpo —respondió—. No sé por qué sólo consideras las cabezas.
—Porque uno no obtiene idénticas heridas de cabeza de accidentes diferentes.
—Tienes una imaginación hiperactiva —dijo Bokatu. Señaló a una pequeña figura peluda que les estaba mirando—. ¿Te parece algo que pueda matar a nuestro amigo aquí?
El mandril lanzó una mirada furiosa garganta abajo y gruñó. El mono sin rabo miró hacia arriba sin mostrar miedo o interés. Finalmente se arrastró dentro de un denso arbusto.
—¿Lo ves? —dijo Bokatu con suficiencia—. Uno mira al mono marrón y se retira fuera de la vista.
—No me parecía asustado —señaló Enkatai.
—Una razón más para dudar de su inteligencia.
En unos pocos minutos más llegaron al sitio donde el mono sin rabo había estado. Hicieron una pausa para recuperar fuerzas, y luego continuaron por el piso de la garganta.
—Nada —anunció Bokatu, mirando a su alrededor—. Mi conjetura es que el que vimos era un centinela, y que toda la tribu está a millas de aquí.
—Observa a nuestro compañero.
El mandril había llegado al piso de la garganta y estaba oliscando el viento tensamente.
—Aun no ha cruzado la barrera evolutiva —dijo Bokatu, divertido—. ¿Esperabas que busque predadores con un sensor?
—No —dijo Enkatai, observando al mandril—. Pero si no hay peligro, espero que él se relaje, y no ha hecho eso todavía.
—Probablemente sea su manera de vivir lo suficiente para crecer tanto —dijo Bokatu, desestimando sus comentarios. Miró a su alrededor—. ¿Qué podrían encontrar aquí para comer?
—No lo sé.
—Quizás deberíamos capturar uno y diseccionarlo. El contenido de su estómago podría decirnos mucho sobre eso.
—Lo prometiste.
—Sin embargo, sería tan simple —insistió—. Todo que tendríamos que hacer sería ponerles una trampa con frutas o nueces.
Repentinamente, el mandril gruñó, y Bokatu y Enkatai giraron para ubicar la razón de su cólera. No había nada allí, pero el mandril se puso cada vez más frenético. Finalmente, trepó la garganta a toda prisa.
—¿Qué fue todo eso, me pregunto? —meditó Bokatu.
—Creo que debemos irnos.
—Tenemos medio día antes de que la nave regrese.
—Estoy inquieta aquí. En mi sueño, bajaba por un sendero exactamente como éste.
—No estás acostumbrada a la luz del sol —dijo—. Descansaremos dentro de una cueva.
Ella le permitió de mala gana que la llevara hasta una pequeña cueva en la pared de la garganta. Se detuvo bruscamente; no iría más allá.
—¿Cuál es el problema?
—Esta cueva estaba en mi sueño —dijo—. No entres en ella.
—Debes aprender a no permitir que los sueños controlen tu vida —dijo Bokatu. Olfateó el aire—. Algo huele extraño.
—Volvamos. No queremos nada relacionado con este lugar.
Él metió la cabeza en la cueva.
—Nuevo mundo, nuevos olores.
—¡Por favor, Bokatu!
—Déjame ver qué causa ese olor —dijo, dirigiendo la luz dentro de la cueva. Iluminó una pila inmensa de cuerpos, muchos de ellos a medio comer, la mayoría en variados estados de descomposición.
—¿Qué son? —preguntó, acercándose.
—Monos marrones —respondió ella sin mirar—. Cada uno con la cabeza aplastada.
—¿Esto era parte de tu sueño también? —preguntó, repentinamente nervioso.
Enkatai asintió.
—¡Debemos salir de este lugar ahora mismo!
Caminó hasta la boca de la cueva.
—Parece seguro —anunció.
—Nunca es seguro en mi sueño —dijo con inquietud.
Dejaron la cueva y recorrieron unas cincuenta yardas hasta llegar a una pendiente en el piso de la garganta. Mientras la seguían, se encontraron de frente con un mono sin rabo.
—Uno de ellos parece haberse quedado atrás —dijo Bokatu—. Lo asustaré. —Recogió una roca y la lanzó al mono, que se agachó pero no huyó.
Enkatai le tocó el hombro con urgencia.
—Más de uno —dijo.
Levantó la mirada. Otros dos monos sin rabo estaban en un árbol casi directamente encima de su cabeza. Mientras se hacía a un lado, vio a otros cuatro saliendo del arbusto hacia ellos. Otro emergió de una cueva, y tres más se bajaron de unos árboles cercanos.
—¿Qué tienen en las manos? —preguntó nerviosamente.
—Uno los llamaría fémures de herbívoros —dijo Enkatai, con una morbosa sensación en el pecho—. Ellos las llamarían armas.
Los monos pelados se dispersaron en semicírculo y luego comenzaron a acercarse despacio.
—¡Pero son tan enclenques! —dijo Bokatu, retrocediendo hasta llegar a una pared rocosa y no pudo ir más lejos.
—Eres un tonto —dijo Enkatai, atrapada e indefensa en la realidad de su sueño—. Ésta es la raza que dominará el planeta. ¡Mírales los ojos!
Y Bokatu miró; vio cosas terroríficas que nunca había visto en ningún ser o animal. Apenas tenía tiempo de ofrecer una breve oración para que esta raza sufriera un desastre antes de alcanzar las estrellas; entonces, un mono sin rabo lanzó una piedra triangular, suave y brillante, a su cabeza. Lo aturdió, y cuando cayó al suelo, los garrotes empezaron a golpear rítmicamente sobre él y Enkatai.
Arriba, en el borde de la garganta, el mandril observó la carnicería hasta que terminó y luego se marchó deprisa hacia la vasta sabana, donde estaría seguro, al menos temporalmente, de los monos sin rabo.
* * *
—Un arma —reflexioné—. ¡Era un arma!
Estaba completamente solo. En algún momento, durante el Sentimiento, los Gemelos Stardust habían decidido que yo era una de las pocas cosas sobre las que no podían ser objetivos, y habían regresado a sus alojamientos.
Esperé hasta que la excitación del descubrimiento disminuyó lo suficiente para poder controlar mi estructura física. Entonces, nuevamente tomé la forma que presenté a mis compañeros, e informé a Bellidore sobre mis conclusiones.
—Así que incluso entonces eran agresores —dijo—. Bien, no es una sorpresa. La voluntad de dominar las estrellas tenía que haber venido desde algún sitio.
—Es sorprendente que no haya registros de alguna raza aterrizando aquí en la prehistoria —dijo el Historiador.
—Era un equipo de reconocimiento, y la Tierra no les era útil —contesté—. Indudablemente aterrizaron sobre cualquier cantidad de planetas. Si hay un registro en algún lugar, probablemente está en sus archivos y dirá que la Tierra no constituía una promesa como mundo colonial.
—¿Pero no se preguntaron qué había pasado con su equipo? —preguntó Bellidore.
—Había muchos grandes carnívoros en las inmediaciones —dije—. Probablemente supusieron que el equipo había caído presa de ellos. Especialmente si registraron la zona y no encontraron nada.
—Interesante —dijo Bellidore—. Que la raza más débil de la especie surgiera como la dominante.
—Pienso que es fácilmente explicable —dijo el Historiador—. Las especies más pequeñas no eran tan rápidas como su presa, ni tan fuertes como sus predadores, de modo que la creación de armas era quizás la única manera de evitar la extinción... O por lo menos la mejor manera.
—Indudablemente exhibieron la astucia del predador durante milenios en la galaxia —dijo Bellidore.
—Uno no deja de ser agresivo simplemente porque invente un arma —dijo el Historiador—. A decir verdad, puede agregar agresión.
—Tendré que considerar eso —dijo Bellidore; parecía poco convencido.
—Quizás he simplificado demasiado mi línea de pensamiento por el bien de esta discusión —respondió el Historiador—. Le aseguro que desarrollaré un argumento largo y riguroso cuando presente mis conclusiones a la Academia.
—¿Y usted, El-Que-Ve? —preguntó Bellidore—. ¿Tiene alguna observación que añadir a lo que nos ha dicho?
—Es difícil pensar en una roca como el precursor del rifle sónico y el implosor molecular —dije pensativamente—, pero creo que es el caso.
—Una especie sumamente interesante —dijo Bellidore.
* * *
Me llevó casi cuatro horas recuperar mis fuerzas ya que el Sentimiento mina la energía como ninguna otra función, succionándola del cuerpo, de las emociones, de la mente, y de los poderes empáticos.
El Moriteu, habiendo terminado su trabajo del día, estaba colgando al revés de una rama de árbol, perdido en su trance vespertino, y los Gemelos Stardust no habían hecho aparición desde que había Sentido la piedra.
Los otros miembros del grupo estaban ocupados en sus propias actividades, y me pareció un momento ideal para Sentir el siguiente objeto, que el historiador dijo tener aproximadamente 23.300 años.
Era un eslabón de cadena metálica, oxidado y picado, y antes de asimilarlo, creí que podía ver el punto donde había sido roto deliberadamente...
* * *
Su nombre era Mtepwa, y le parecía que llevaba un collar de metal alrededor de su cuello desde el día en que había nacido. Sabía que eso no podía ser verdad porque tenía fugaces recuerdos de juegos con sus hermanos y hermanas, y de acechar al kudu y al bongo sobre las montañas cubiertas de árboles donde creció.
Pero cuanto más se concentraba en esos recuerdos, más vagos e imprecisos se volvían, y sabía que debían haber ocurrido mucho, pero mucho tiempo atrás. Algunas veces trataba de recordar el nombre de su tribu, pero estaba perdido en la noche del tiempo, como los nombres de sus padres y hermanos.
Era en momentos como éste que Mtepwa sentía pena de sí mismo, pero luego consideraba la situación de sus compañeros y se sentía mejor; mientras ellos eran puestos en embarcaciones y enviados al borde del mundo para pasar el resto de sus vidas como esclavos de los árabes y los europeos, él era el criado predilecto sobre su amo, Sharif Abdullah, y como tal su puesto era seguro.
Era su octava caravana —¿o la novena?— desde el interior. Venderían sal y cartuchos a los jefes tribales a quienes comprarían sus mujeres y guerreros menos productivos como esclavos, y luego los harían marchar alrededor del inmenso lago y a través de la sabana seca. Rodearían la montaña que era tan vieja que su cumbre se había vuelto blanca, exactamente como un anciano canoso, y finalmente la costa, donde los veleros llenaban el puerto. Allí venderían su botín humano a los mejores postores, y Sharif Abdullah compraría otra esposa y le entregaría la mitad del dinero a su padre viejo y débil, y todos partirían otra vez al interior en otra búsqueda de oro negro.
Abdullah era un buen amo. Rara vez bebía —y cuando lo hacía, siempre se disculpaba con Alá en la siguiente oportunidad— y no golpeaba excesivamente a Mtepwa, y siempre tenían suficiente para comer, incluso cuando el cargamento estaba hambriento. Hasta llegó a enseñarle a leer, aunque el único tema de lectura que llevaba consigo era el Corán.
Mtepwa se pasó largas horas con el Corán mejorando sus habilidades en la lectura, y en algún lugar del camino hizo un descubrimiento sumamente interesante: el Corán prohibía que un verdadero practicante de la fe retuviera a otro miembro en esclavitud.
Fue en ese momento que Mtepwa decidió convertirse al Islam. Empezó a interrogar incansablemente a Sharif Abdullah acerca de los puntos más sutiles de su religión, y se aseguró de que el anciano le veía sentado junto al fuego, hora tras hora, leyendo el Corán.
Estaba tan entusiasmado Sharif Abdullah por este desarrollo que frecuentemente invitaba a Mtepwa a cenar en su carpa, y le daba una conferencia sobre las sutilezas del Corán hasta muy tarde en la noche. Mtepwa era un estudiante motivado, y Sharif Abdullah se maravillaba ante su entusiasmo.
Noche tras noche, mientras los leones merodeaban alrededor de su campamento en el Serengeti, amo y alumno estudiaron juntos el Corán. Y finalmente llegó el día cuando Sharif Abdullah no pudo negar por más tiempo que Mtepwa era efectivamente un fiel creyente del Islam. Ocurrió mientras acampaban en la Garganta de Olduvai, y ese mismo día Sharif Abdullah hizo que su herrero retirara el collar del cuello de Mtepwa, y el mismo Mtepwa destruyó las cadenas, eslabón por eslabón, tirándolos en lo profundo de la garganta hasta terminar. Guardó un único eslabón, que llevó alrededor de su cuello como amuleto.
Mtepwa era ahora un hombre libre, pero solamente conocedor de dos áreas: el Corán, y el comercio de esclavos. Así que fue completamente natural que al buscar algún medio de sustento, se decidiera a seguir las huellas de Sharif Abdullah. Se convirtió en un socio menor del anciano, y después de dos viajes más hasta el interior, decidió que estaba listo para continuar solo.
Para hacer eso, necesitaba de un equipo entrenado —guerreros, herreros, cocineros, rastreadores— y la perspectiva de montar uno desde cero era desalentadora; por eso, ya que su fe era menos fuerte que la de su consejero, simplemente entró una noche a hurtadillas en los cuarteles de Sharif Abdullah sobre la costa y le cortó la garganta al anciano.
Al día siguiente, marchó hacia el interior a la cabeza de su propia caravana.
Había aprendido mucho sobre el comercio de esclavos, como practicante y como víctima, y puso todos sus conocimientos en acción. Sabía que los esclavos sanos se venderían a mejor precio en el mercado, de modo que alimentó y trató a sus cautivos mucho mejor que Sharif Abdullah y que la mayoría de los otros traficantes. Por otro lado, conocía a los que fomentaban problemas, y sabía que era mejor matarlos en el acto para ejemplo de los demás que permitir que cualquier esperanza de insurrección se extendiera entre los cautivos.
Porque era concienzudo, era igualmente exitoso, y pronto amplió sus actividades hacia el comercio del marfil. En seis años, tenía la operación de trata de esclavos y de cacería furtiva más importante en África Oriental.
De vez en cuando tropezaba con exploradores europeos. Incluso se decía que pasó una semana con el Dr. David Livingstone y partió sin que el misionero supiera que había estado jugando al anfitrión del traficante de esclavos que más deseaba sacar del negocio.
Después de que la Guerra entre los Estados de América terminara con su principal mercado, se tomó un año de descanso para ir al Asia y a la Península de Arabia para abrir otros nuevos. Al regresar encontró que el hijo de Abdullah, Sharif Ibn Jad Mahir, se había apropiado de todos sus hombres, dirigiéndose tierra adentro, decidido a llevar la empresa de su padre.
Mtepwa, que se había convertido en hombre adinerado, contrató unos 500 askari, los puso bajo el mando del conocido cazador de marfil Alfred Henry Pym, y se sentó a esperar los resultados. Tres meses después, Pym trajo de regreso la costa de Tanganyika unos 438 hombres. De ellos, 276 eran esclavos capturados por Sharif Ibn Jad Mahir; el resto era los vestigios de la organización de Mtepwa que se había ido a trabajar para Sharif Ibn Jad Mahir. Mtepwa los vendió todos, los 438, como esclavos y construyó una nueva organización compuesta por los guerreros que habían luchado a su favor bajo el liderazgo de Pym.
La mayoría de los poderes coloniales se inclinaban a hacer la vista gorda sobre sus prácticas, pero los británicos, que estaban determinados a poner fin a la esclavitud, ofrecieron una recompensa por el arresto de Mtepwa. Al final, se cansó de mirar constantemente por sobre su hombro, y mudó su cuartel a Mozambique, donde los portugueses estuvieron felices de permitirle poner un negocio mientras él recordara que las manos coloniales necesitaban de constante engrasado. Nunca fue feliz allí; no hablaba portugués ni ninguna de las otras lenguas locales; después de nueve años regresó a Tanganyika convertido en el hombre negro más rico del continente. Un día, encontró en su última recolección de cautivos a un niño Acholi llamado Haradi, de sólo diez años, y decidió mantenerlo como criado personal en lugar de enviarlo a través del océano.
Mtepwa nunca se había casado. La mayoría de sus socios suponían que no había tenido tiempo, pero cuando demandó casi todas las noches que Haradi le visitara en su tienda y eso llegó al conocimiento general, pronto cambiaron de opinión. Mtepwa parecía locamente enamorado de su criado, aunque —indudablemente recordaba su propia experiencia— nunca le enseñó a leer, y prometió una muerte lenta y dolorosa a cualquiera que le hablara al niño acerca del Islam. Entonces una noche, después de unos tres años, Mtepwa envió por Haradi. No encontraron al niño. Mtepwa despertó a todos sus guerreros y exigió que lo buscaran, ya que un leopardo había sido visto en las inmediaciones del campamento y el traficante de esclavos temía lo peor.
Encontraron a Haradi una hora más tarde, no en las fauces de un leopardo sino en los brazos de una esclava joven de la tribu Zanake recientemente capturada. Mtepwa estaba fuera de sí por la rabia, y le arrancó los brazos y las piernas a la pobre muchacha.
Haradi nunca dijo una palabra de protesta, y nunca trató de defender a la joven —no hubiera obtenido nada bueno— pero a la mañana siguiente se había marchado, y aunque Mtepwa y sus guerreros se pasaron casi un mes buscándole, no encontraron rastros de él.
Al final del mes Mtepwa estaba loco de rabia y dolor. Decidió que la vida no era digna de ser vivida y caminó hacia una manada de leones que se estaba atiborrando sobre un cadáver de topi; se metió entre ellos y empezó a maldecirlos y a golpearlos con las manos desnudas. Increíblemente, los leones se alejaron de él gruñendo y desaparecieron en la espesura.
Al día siguiente, recogió una vara grande y empezó a golpear a un bebé elefante. Eso debería haber precipitado el ataque brutal de su madre —pero ella, a sólo unos pies de allí, barritó con temor y se alejó rápidamente mientras el bebé la seguía lo mejor posible.
Fue entonces cuando Mtepwa decidió que él no podía morir, que de algún modo el acto de descuartizar a la pobre muchacha Zanake le había hecho inmortal. Debido a que ambos incidentes habían ocurrido a la vista de sus supersticiosos seguidores, ellos lo creyeron fervientemente.
Ahora que era inmortal, decidió que era tiempo de dejar de tratar de acomodarse a los europeos que habían invadido su tierra y ofrecido recompensa por su arresto. Envió a un corredor hasta la frontera de Kenia e invitó a los británicos a un enfrentamiento en batalla. Cuando llegó el día señalado y los británicos no aparecieron a luchar contra él, les dijo confiadamente a sus guerreros que la noticia de su inmortalidad había llegado a los europeos y que desde ese día en adelante ningún hombre blanco desearía oponérsele. De algún modo se las arregló para olvidarse del hecho de que todavía estaba en territorio alemán y que los británicos no tenían derechos legales de ingresar.
Marchó con sus guerreros tierra adentro, en abierta búsqueda de esclavos; encontró una parte de ellos en el Congo. Saqueó pueblos, y a sus hombres, mujeres y marfil, y finalmente, con casi 600 cautivos y 300 colmillos, viró hacia el este y empezó la caminata hacia la costa.
Esta vez los británicos lo estaban esperando en la frontera de Uganda, y tenían tantos hombres armados que Mtepwa giró hacia el sur, no por temor de su propia vida, sino porque no podía permitirse perder a sus esclavos y su marfil, y porque sabía que sus guerreros carecían de su invulnerabilidad. Marchó con su ejército hasta el Lago Tanganyika, y se dirigió al este. Le llevó dos semanas alcanzar el corredor occidental del Serengeti, y otros diez días cruzarlo. Una noche hizo campamento en el borde de la Garganta de Olduvai, el mismo lugar donde había ganado su libertad. Encendieron los fuegos, cazaron un ñu y lo cocinaron, y cuando se relajó después de la comida se dio cuenta del zumbido entre sus hombres. Entonces, desde las sombras, apareció una figura extrañamente familiar. Era Haradi, ahora de quince años y tan alto como el propio Mtepwa.
Mtepwa lo miró por un largo momento y repentinamente toda la cólera pareció desaparecer de su cara.
—Me alegra mucho verte otra vez, Haradi —dijo.
—He oído que no pueden matarte —contestó el muchacho, blandiendo una lanza—. He venido a ver si es cierto.
—No tenemos necesidad de pelear, tú y yo —dijo Mtepwa—. Ven a mi tienda y todo será como antes.
—En cuanto te arranque los miembros del cuerpo, entonces no tendremos razón para pelear —respondió Haradi—. E incluso entonces, no me parecerás menos repugnante que ahora, o que años atrás.
Mtepwa se puso de pie de un salto, el rostro convertido en una máscara de cólera.
—¡Haz lo peor, entonces! —gritó—. Y cuando te des cuenta de que yo no puedo ser dañado, ¡te haré lo que le hice a la muchacha Zanake!
Haradi no respondió sino que arrojó su lanza contra Mtepwa. Voló hacia el cuerpo del traficante de esclavos, y fue lanzada con tal fuerza que la punta apareció unas seis pulgadas del otro lado. Mtepwa miró a Haradi con incredulidad, gimió una vez, y cayó por la pendiente rocosa de la garganta.
Haradi miró a los guerreros que lo rodeaban.
—¿Hay alguno entre vosotros que refute mi derecho a tomar el lugar de Mtepwa? —preguntó con confianza.
Un Makonde fornido se puso de pie para desafiarlo, y en treinta segundos Haradi también estaba muerto.
Los británicos los estaban esperando cuando llegaron a Zanzíbar. Los esclavos fueron soltados, el marfil confiscado, los guerreros arrestados y forzados a desempeñarse como peones del ferrocarril Mombasa / Uganda. Dos de ellos fueron, más tarde, muertos y comidos por los leones en el distrito de Tsavo.
Para la época en que el Teniente Coronel J.H. Patterson le disparaba a los famosos devoradores de carne humana de Tsavo, el ferrocarril casi había llegado a la ciudad de Nairobi y el nombre de Mtepwa estaba tan completamente olvidado que fue mal escrito en el único libro de historia en el que apareció.
* * *
—¡Asombroso! —dijo el Evaluador—. ¡Sabía que esclavizaron a muchas razas en toda la galaxia, pero entre ellos! ¡Está casi más allá de la credibilidad!
Yo había descansado de mi esfuerzo y luego relatado la historia de Mtepwa.
—Todas las ideas deben empezar en algún sitio —dijo Bellidore plácidamente—. Ésta, obviamente, comenzó en la Tierra.
—¡Es brutal! —farfulló el Evaluador.
Bellidore se volvió hacia mí.
—El Hombre nunca intentó subyugar Su raza, El-Que-Ve. ¿Por qué?
—No teníamos nada que él quisiera.
—¿Puede recordar la galaxia cuando el Hombre la dominaba? —preguntó el Evaluador.
—Puedo recordar la galaxia cuando los progenitores del Hombre mataron a Bokatu y Enkatai —respondí sinceramente.
—¿Ha tenido tratos alguna vez con el Hombre?
—No. El Hombre no tenía utilidad para nosotros.
—¿Pero no destruyó él pródigamente cosas para las que no tenía utilidad?
—No —dije—. Tomó lo que él quería, y destruyó lo que lo amenazaba. Hizo caso omiso de todo lo demás.
—¡Qué arrogancia!
—Qué practicidad —dijo Bellidore.
—¿Llama usted práctico al genocidio a escala galáctica? —exigió el Evaluador.
—Desde el punto de vista del Hombre, lo era —contestó Bellidore—. Consiguió lo que quería con el mínimo riesgo y esfuerzo. Considere que una sola raza, nacida a menos de quinientas yardas de nosotros, gobernó en cierto momento un imperio de más de un millón de mundos. Casi todas las razas civilizadas de la galaxia hablaban Terrano.
—Sobre el dolor de la muerte.
—Eso es cierto —acordó Bellidore—. No dije que el Hombre fuera un ángel. Solamente que, si fuera realmente un demonio, era un demonio eficiente.
Era tiempo para que yo asimilara el tercer artefacto, que según el Historiador y el Evaluador era el asa de un cuchillo, pero incluso mientras me alejaba para realizar mi función, no pude evitar escuchar las especulaciones que estaban teniendo lugar.
—Dada su sed de sangre y su eficiencia —decía el Evaluador—, me sorprende que viviera el tiempo suficiente para alcanzar las estrellas.
—Es sorprendente de cierta forma —acordó Bellidore—. El Historiador me dice que el Hombre no siempre era homogéneo, que a comienzos de su historia había algunas diferencias de especie. Estaba dividido por color, creencia, territorio... —Suspiró—. Sin embargo, debe haber aprendido a vivir en paz con sus iguales. Eso, por lo menos, es un punto a su favor.
Alcancé el artefacto con las palabras de Bellidore todavía en mis oídos, y comencé a envolverlo...
* * *
Mary Leakey tocó la bocina del Landrover. Dentro del museo, su marido se volvió hacia el joven oficial uniformado.
—No sé qué instrucciones darle —dijo—. El museo no está abierto al público todavía, y estamos a unos buenos 300 kilómetros de Kikuyuland.
—Sólo sigo mis órdenes, Dr. Leakey —respondió el oficial.
—Bien, supongo que no hace daño estar seguros —reconoció Leakey—. Hay un montón de Kikuyus que querrían verme muerto aunque hablé por Kenyatta en su juicio. —Caminó hasta la puerta—. Si los descubrimientos en Lago Turkana son interesantes, podríamos quedarnos por un mes. De otro modo, deberemos estar de regreso dentro de diez o doce días.
—No hay problemas, señor. El museo todavía estará aquí cuando usted regrese.
—Nunca dudé de eso —dijo Leakey, saliendo y reuniéndose con su esposa en el vehículo.
El Teniente Ian Chelmswood se quedó en la entrada y observó a los Leakey, acompañados por dos vehículos militares, arrancar por el camino de tierra roja. En segundos el automóvil quedó oculto por el polvo; volvió a entrar en el edificio y cerró la puerta para evitar ser cubierto por él. El calor era opresivo, y se quitó la chaqueta y la pistolera, y los colocó prolijamente sobre a una de las vitrinas pequeñas.
Era extraño. Todas las imágenes que había visto de la flora y fauna africana, desde las viejas fotografías de los chelines austriacos hasta las películas estadounidenses de Johnson, le habían llevado a creer que África Oriental era un mundo maravilloso de hierba verde y agua clara. Nadie había mencionado el polvo, pero ése era el único recuerdo que se llevaría a casa.
Bien, no exactamente el único. Nunca olvidaría la mañana en que sonó la alarma cuando estaba estacionado en Nanyuki. Llegó a la granja de los colonos y descubrió a la familia entera cortada en tiras y a todo su ganado vacuno mutilado, la mayoría con los genitales quitados, muchas orejas y ojos faltantes. Pero tan horrible como era, la imagen que se llevaría a la tumba era el gatito atravesado con una daga y clavado en el buzón. Era la firma de los Mau Mau, sólo en el caso de que alguien pensara que algún loco había perdido los estribos entre el ganado y los humanos.
Chelmswood no entendía la política del asunto. No sabía quién había empezado, quién había precipitado la guerra. No había diferencias para él. Era sólo un soldado siguiendo órdenes, y si esas órdenes lo devolvían a Nanyuki a matar a los hombres que habían cometido esas atrocidades, entonces mucho mejor. Pero mientras tanto, había hecho lo que se consideraba Tarea de Idiota. En Arusha hubo una explosión muy leve de violencia, no realmente Mau Mau pero casi una demostración de apoyo a los Kikuyu de Kenia, y su unidad había sido trasladada allí. Luego, el gobierno averiguó que el Profesor Leakey, cuyos hallazgos científicos habían hecho de la Garganta de Olduvai un nombre casi familiar entre los africanos orientales, había estado recibiendo amenazas de muerte. A pesar de sus objeciones, habían insistido en suministrarles un grupo de guardaespaldas. La mayoría de los hombres de la unidad de Chelmswood acompañarían a Leakey en su viaje hacia el Lago Turkana, pero alguien tenía que quedarse atrás para proteger el museo, y sólo fue mala suerte que su nombre hubiera estado al tope de la lista de servicio.
No era ni siquiera un museo, realmente; no esa clase de museos que sus padres habían supuesto que él viera en Londres. Ésos eran museos; esto era sólo una estructura de dos habitaciones, con muros de barro y quizás con un centenar de hallazgos de Leakey. Antiguas puntas de flecha, algunas piedras de forma curiosa que habían funcionado como herramientas prehistóricas, un par de huesos que eran obviamente de monos, pero que Chelmswood estaba seguro de que no eran de ninguna criatura con la que él estuviera relacionado.
Leakey había colgado sobre la pared algunos gráficos dibujados de manera rudimentaria, gráficos que mostraban lo que él creía era la evolución de algunas pequeñas bestias grotescas con aspecto de monos en homo sapiens. También había fotografías que mostraban algunos de los hallazgos que habían sido enviados a Nairobi. Parecía que aunque esta garganta fuera el lugar del nacimiento de la raza, nadie quería visitarlo realmente. Todos los mejores hallazgos eran enviados a Nairobi y luego al Museo Británico. A decir verdad, esto no era un museo en absoluto, reflexionó Chelmswood, sino solamente un área de almacenamiento para las mejores muestras hasta que pudieran ser enviadas a otro lugar.
Era extraño pensar que la vida hubiera comenzado aquí, en esta garganta. Si había un sitio más feo en África, todavía tenía que encontrarlo. Y mientras él no aceptaba el Génesis o cualquier disparate religioso, le molestaba pensar que los primeros seres humanos que caminaron la tierra podrían haber sido negros. Apenas había tenido contacto con negros cuando crecía en los Cotswold[2], pero había visto bastante de lo que podían hacer desde su llegada al este británico, y se sintió alarmado por su brutalidad y barbarie.
¿Y qué sucedía con esos estadounidenses locos, retorciéndose las manos y diciendo que el colonialismo tenía que terminar? Si hubieran visto lo que él vio en esa granja de Nanyuki, sabrían que lo único que estaba evitando que toda el África Oriental volara en una maldita conflagración de sangre y carnicería era la presencia británica. Indudablemente, había paralelos entre los Mau Mau y América: ambos habían sido colonizados por los británicos y ambos querían su independencia... pero allí terminaba toda semejanza. Los estadounidenses escribieron una Declaración donde esbozaban sus quejas, y luego presentaron un ejército y lucharon contra los soldados británicos. ¿Qué tenían en común con trinchar niños inocentes y pinchar gatos en los buzones? Si pudiera hacerlo a su manera, marcharía con medio millón de tropas británicas, barrería hasta el último Kikuyu —excepto a los buenos y a los leales— y solucionaría el problema de una vez por todas.
Paseó hasta el armario donde Leakey guardaba la cerveza y tomó una botella tibia. Estilo Safari. La abrió, tomó un largo trago y entonces hizo una mueca. Si eso era lo que las personas bebían en el safari, tendría que recordarlo y nunca ir a uno.
Y sin embargo él sabía que algún día iría en safari; con optimismo deseaba que fuera antes de la revista y el regreso a casa. Algunas partes del país eran muy hermosas, con o sin polvo, y le gustaba la idea de sentarse debajo de un árbol de sombra con una bebida helada en las manos mientras su criado lo refrescaba con un abanico hecho con las plumas de un avestruz, y él y su cazador blanco hablaban de las piezas del día y de lo que sucedería después de mañana. No era importante disparar, se tranquilizarían mutuamente, sino la emoción de la cacería. Luego, dos de sus niños negros armaban su baño, y él se bañaba y se preparaba para la cena. Era gracioso cómo había caído en el hábito de llamarles niños; la mayoría de ellos eran mucho más viejos que él.
Pero mientras no eran realmente niños, sí eran niños en su necesidad de guía y civilización. Tomaba en cuenta a esos Maasai, por ejemplo; orgullosos, arrogantes bastardos. Parecen grandes en las postales, pero no trate de negociar con ellos. Actúan como si tuvieran una línea directa con Dios, que Él les hubiera dicho que era su pueblo elegido. Cuanto más pensaba Chelmswood en eso, más sorprendido se sentía de que los Kikuyus hubieran empezado como Mau Mau en vez de Maasai. Y por cierto, había notado a cuatro o cinco Maasai elmorani andar por el museo. Tendría que tenerles vigilados...
—Permiso, por favor —dijo una voz aguda, y Chelmswood se volvió para ver a un pequeño niño negro y flaco, de no más de diez años, en la entrada.
—¿Qué quieres? —preguntó.
—El doctor Mister Leakey me prometió una golosina —dijo el niño, entrando en el edificio.
—Vete —dijo Chelmswood con irritación—. No tenemos golosinas aquí.
—Sí, sí —dijo el niño, adelantándose—. Todos los días.
—¿Te da golosinas todos los días?
El niño asintió y sonrió.
—¿Dónde las guarda?
El niño se encogió de hombros.
—¿Tal vez allí? —dijo, señalando un gabinete.
Chelmswood caminó hasta el gabinete y lo abrió. No había nada adentro excepto cuatro envases conteniendo dientes primitivos.
—No veo ninguna —dijo—. Tendrás que esperar hasta que regrese el Dr. Leakey.
Dos lágrimas cayeron por las mejillas del niño.
—Pero el doctor Mister Leakey, ¡él lo prometió!
Chelmswood miró a su alrededor.
—Yo no sé dónde están.
El niño empezó a llorar en serio.
—¡Cállate! —ordenó Chelmswood—. Las buscaré.
—Tal vez en la siguiente habitación —sugirió el niño.
—Ven —dijo Chelmswood, cruzando la entrada de la habitación contigua. Miró a su alrededor con las manos en las caderas, tratando de imaginar dónde Leakey había escondido las golosinas.
—En ese lugar tal vez —dijo el niño, señalando un armario.
Chelmswood abrió el armario. Contenía dos palas, tres punzones, y un surtido de cepillos pequeños; supuso que todos eran utilizados por los Leakey en su trabajo.
—Nada por aquí —dijo, cerrando la puerta.
Se volvió para mirar al niño pero encontró la habitación vacía.
—Ese pequeño cabrón estuvo mintiéndome todo el tiempo —farfulló—. Seguramente escapó para ahorrarse una paliza.
Regresó a la habitación principal y se encontró de frente con un negro bien musculoso que sujetaba un panga como un machete en la mano derecha.
—¿Qué está ocurriendo aquí? —preguntó Chelmswood.
—Está ocurriendo la libertad, teniente —dijo el negro en un inglés casi perfecto—. Fui enviado a matar al Dr. Leakey, pero usted le reemplazará.
—¿Por qué está matando a cualquiera? —exigió Chelmswood—. ¿Qué les hemos hecho a los Maasai?
—Dejaré que los Maasai respondan a eso. Cualquiera de ellos podría echarme un vistazo y decirle que yo soy Kikuyu... pero todos somos iguales para ustedes los británicos, ¿verdad?
Chelmswood echó mano a su arma y de repente se dio cuenta de que la había dejado en una vitrina.
—¡Todos ustedes me parecen unos salvajes cobardes!
—¿Por qué? ¿Porque no los enfrentamos en una batalla? —El rostro del negro se llenó de cólera—. Ustedes se llevan nuestra tierra, ustedes nos prohíben la posesión de armas, ¡incluso convierten en pecado que nosotros llevemos lanzas... y luego usted nos llama salvajes cuando no marchamos en contra de sus armas! —Escupió desdeñosamente sobre el piso—. Luchamos contra ustedes de la única manera que nos queda.
—Es un país grande, suficientemente grande para ambas razas —dijo Chelmswood.
—Si fuéramos a Inglaterra y tomáramos todas las granjas posibles y lo forzáramos a usted a trabajar para nosotros, ¿pensaría que Inglaterra es suficiente para ambas razas?
—No soy político —dijo Chelmswood, haciendo otro paso hacia su arma—. Sólo estoy haciendo mi trabajo.
—Y su trabajo es mantener a doscientos blancos sobre una tierra que alguna vez tuvo un millón de Kikuyus —dijo el negro mientras el odio se reflejaba en su cara.
—¡Habrá muchos menos de un millón cuando nosotros acabemos con ustedes! —siseó Chelmswood, zambulléndose hacia su arma.
Era veloz, pero el negro era más rápido y con un solo golpe de su panga casi separó la mano derecha del inglés de su muñeca. Chelmswood bramó de dolor, y se dio la media vuelta, presentando espalda al Kikuyu mientras tomaba la pistola con la otra mano.
La panga bajó otra vez, prácticamente partiéndolo al medio, pero mientras caía logró poner los dedos alrededor de la culata de la pistola y tiró del gatillo. La bala le dio al negro en el pecho, y también se desplomó al piso.
—¡Usted me ha matado! —gimió Chelmswood—. ¿Por qué querría alguien matarme?
—Ustedes tienen tanto y nosotros tenemos tan poco —susurró el negro—. ¿Por qué deben ustedes también tener lo que es nuestro?
—¿Qué le hice yo a usted? —preguntó Chelmswood.
—Usted vino aquí. Eso fue suficiente —dijo el negro—. ¡Inglés asqueroso! —Cerró los ojos y se quedó quieto.
—¡Negro sangriento! —farfulló Chelmswood, y se murió.
Afuera, los cuatro Maasai no prestaron atención al tumulto de adentro. Dejaron que el pequeño niño Kikuyu partiera sin echarle apenas un vistazo. Los asuntos de las razas inferiores no eran de su incumbencia.
* * *
—Estos conceptos de superioridad entre miembros de la misma raza son muy difíciles de comprender —dijo Bellidore—. ¿Está seguro de haber leído el artefacto apropiadamente, El-Que-Ve?
—Yo no leo artefactos —respondí—. Los asimilo. Me convierto en uno con ellos. Todo lo que ellos han experimentado, yo lo experimento. —Hice una pausa—. No puede haber ningún error.
—Bien, es difícil de comprender, particularmente en una especie que un día controlaría la mayor parte de la galaxia. ¿Pensaban que todas las razas que encontraban eran inferiores a ellos?
—Realmente actuaban como si lo fueran —dijo el Historiador—. Parece que solamente respetaban a esas razas que les hacían frente... e incluso sentían que derrotarlos militarmente era una prueba de su superioridad.
—Y sin embargo sabemos por antiguos registros que el hombre primitivo veneraba a animales sin inteligencia —agregó la Exobióloga.
—No deben haber sobrevivido durante un mucho tiempo —sugirió el Historiador—. Si el Hombre trataba a las razas de la galaxia con desprecio, ¿cuánto peor debe haber tratado a las pobres criaturas con las que compartía su mundo en casa?
—Quizás los veía de la misma manera que vio a mi propia raza —observé—. Si no tenían nada que quisiera, si no representaban una amenaza...
—Habrían tenido algo que él quería —dijo la Exobióloga—. Era un predador. Habrían tenido carne.
—Y tierra —añadió el Historiador—. Ni siquiera la galaxia fue suficiente para saciar la sed de territorio del Hombre; piensen qué poco dispuesto debe haber estado a compartir su propio mundo.
—Es una pregunta que yo sospecho que nunca será respondida —dijo Bellidore.
—A menos que la respuesta esté en uno de los artefactos restantes —acordó la Exobióloga.
Estoy seguro de que el comentario no significaba que debía sacudir mi letargo, pero se me ocurrió que había pasado medio día desde que asimilé el asa del cuchillo, y yo había recuperado la fuerza suficiente para examinar el siguiente artefacto. Era una aguja de metal...
* * *
15 de febrero de 2103:
Bien, ¡finalmente llegamos! La Supermole nos llevó por el túnel de Nueva York a Londres en apenas más de cuatro horas. Aún así tuvimos veinte minutos de atraso, perdimos nuestra conexión, y tuvimos que esperar otras cinco horas el siguiente vuelo a Jartum. Desde allí nuestros medios de transporte se hicieron cada vez más primitivos —aviones jet a Nairobi y Arusha— y luego enlace aéreo rápido hasta nuestro campamento, pero finalmente dejamos atrás la civilización. Nunca había visto espacios abiertos como éste; apenas te das cuenta de los rascacielos de Nyerere, la ciudad más cercana. Después de un discurso de orientación que nos dijo qué esperar y cómo actuar durante el safari, tuvimos la tarde libre para conocer a nuestros compañeros de viaje. Soy el miembro más joven del grupo: un viaje como éste cuesta demasiado para la mayoría de las personas de mi edad. Por supuesto, la mayoría de las personas de mi edad no tiene un Tío Reuben que se muere y le deja una tonelada de dinero. (Bueno, probablemente sea cerca de ocho onzas de dinero, ahora que he pagado el safari. Ja, ja.)
La cabaña es bastante rústica. Tiene un pintoresco microondas para calentar la comida, aunque la mayoría de nosotros comeremos en los restaurantes. Entiendo que los más populares es el de los japoneses y el de los brasileños; el primero por la comida —pescado real— y el segundo por el espectáculo. Mi compañero de cabaña es el Sr. Shiboni, un caballero japonés de edad que me dice que ha estado ahorrando dinero por quince años para venir en este safari. Parece afable y cordial; espero que pueda sobrevivir a los rigores del viaje.
Realmente hubiera querido tomarme una ducha, sólo para entrar en el espíritu de las cosas, pero el agua es escasa por aquí, y parece que tendré que conformarse con la vieja ducha química. Ya lo sé, ya lo sé, desinfecta tan bien como lava, pero si quisiera todas las comodidades de casa, me habría quedado y ahorrado $150.000.
* * *
16 de febrero:
Hoy conocimos a nuestro guía. No sé bien por qué, pero no se ajusta a la idea preconcebida de un guía africano de safari. Estaba esperando algún veterano entrecano que tuviera una profusión de historias que contar, que incluso hubiera visto a una civeta o a un duiquero antes de que se extinguieran. En cambio tenemos a Kevin Ole Tambake, un joven Maasai que puede tener 25 años y que viste traje mientras todos nosotros llevamos nuestros caquis. Sin embargo, ha vivido aquí toda su vida así que supongo que conoce todo.
Y le pondré un punto en su favor: es un estupendo narrador de cuentos. Se pasó media hora contándonos los mitos acerca de cómo su pueblo solía vivir en cabañas llamadas manyattas, y que el rito de pasar a la adultez consistía en matar a un león con una lanza. ¡Como si el gobierno permitiera matar a un animal!
Pasamos la mañana bajando por el Cráter de Ngorongoro. Es un caldara derrumbado, o volcán, que alguna vez fue más alto que el mismo Kilimanjaro. Kevin dice que solía abundar la caza, aunque no puedo ver cómo ya que cualquier animal parado encima de él cuando se desplomaba habría muerto en un instante.
Pienso que la verdadera razón para ir allí fue sólo conocer las mañas de nuestro vehículo de safari y aprender el protocolo correcto. Probablemente. El aire acondicionado no estaba funcionando bien en dos de los compartimentos, el mecanismo de servicio no podía lograr la temperatura correcta de las bebidas frescas, y una vez, cuando pensamos que habíamos visto un ave, tres de nosotros llamamos al mismo tiempo a Kevin por el interfón y se abarrotó la línea. Por la tarde salimos al Serengeti. Kevin dice que solía extenderse hasta la frontera de Kenia, pero que ahora es sólo un parque de 20 millas cuadradas junto al cráter. Después de más o menos una hora en la ruta de la cacería vimos a una ardilla de tierra, pero desapareció en un hoyo antes de que pudiera ajustar mi holocámara. Sin embargo, era muy impresionante. Con diferentes tonos de marrón, ojos oscuros y un rabo esponjoso. Kevin calculó que pesaba casi tres libras, y dice que no había visto una tan grande desde que era niño.
Justo antes de regresar al campamento, Kevin recibió por radio la noticia de otro conductor, que habían localizado dos estorninos anidando en un árbol, aproximadamente ocho millas al nordeste de nosotros. La computadora del vehículo nos dijo que no podríamos alcanzarlo antes del anochecer así que Kevin guardó el sitio en la memoria y nos prometió que iríamos hasta allí a primera hora de la mañana.
Opté por el restaurante brasileño, y me pasé unas placenteras horas escuchando a la banda tocar en vivo. Un muy buen final para el primer día de safari completo.
* * *
17 de febrero:
Partimos al amanecer en búsqueda de los estorninos, y aunque encontramos el árbol donde habían sido descubiertos, nunca los vimos. Uno de los pasajeros —creo que era el pequeño hombre de Birmania, aunque no estoy seguro— debe haberse quejado, porque Kevin pronto anunció al grupo entero que éste era un safari, que no había garantías de ver alguna ave o animal en especial, y que mientras él haría todo lo posible por nosotros, uno nunca podía estar seguro dónde podría estar la caza.
Y entonces, justo cuando estaba hablando, una mangosta listada de casi un pie de alto apareció de la nada. Parecía no prestarnos la menor atención, y Kevin anunció que apagaríamos el motor y que iríamos en modo flotante para que el ruido no la asustara.
Después de uno o dos minutos, todos los del lado derecho del vehículo habíamos obtenido nuestros hologramas, y giramos despacio sobre el eje de modo que el lado izquierdo pudiera verla; pero el movimiento debe haberla ahuyentado porque, aunque la maniobra tomó menos de treinta segundos, ya no estaba visible cuando reposamos otra vez.
Kevin anunció que el vehículo había capturado a la mangosta con sus holos automáticos, y que se harían copias para cualquiera que se hubiera perdido la oportunidad.
De todos modos, nos sentíamos muy bien —los del lado derecho del vehículo— cuando paramos para almorzar, y durante la partida de caza de la tarde vimos a tres aves tejedoras amarillas construyendo sus nidos esféricos en un árbol. Kevin nos permitió salir, advirtiéndonos que no nos acercáramos a menos de treinta yardas, y nos pasamos casi una hora observándolas y holografiándolas.
Considerándolo todo, un día muy satisfactorio.
* * *
18 de febrero:
Hoy dejamos el campamento aproximadamente una hora después del amanecer, y fuimos a una nueva localización: la Garganta de Olduvai.
Kevin anunció que pasaríamos nuestros dos últimos días aquí, que con la invasión de las ciudades y las granjas sobre toda la región plana, lo que quedaba de cacería importante estaba muy confinado a las hondonadas y las pendientes de la garganta. Ningún vehículo, ni siquiera el nuestro, especialmente equipado, era capaz de navegar por el desfiladero así que todos salimos y empezamos a caminar en fila de a uno detrás de Kevin.
La mayoría de nosotros encontrábamos muy difícil mantener el paso de Kevin. Trepaba las rocas para arriba y para abajo como si lo hubiera hecho toda su vida, mientras que apenas puedo recordar la última vez que vi una escalera que no se moviera cuando me paraba sobre ella. Habíamos caminado una media hora cuando escuché a uno de los hombres en la parte posterior de nuestro grupo lanzar un grito y señalar a un sitio al fondo de la garganta; todos miramos y vimos algo que se iba deprisa, a una velocidad excepcional.
—¿Otra ardilla? —pregunté.
Kevin sólo sonrió.
El hombre detrás de mí dijo que creía que era una mangosta.
—Lo que usted vio —dijo Kevin—, era un dik-dik, el último antílope africano sobreviviente.
—¿De qué tamaño era? —preguntó una mujer.
—De un tamaño promedio —dijo Kevin—. Quizás diez pulgadas hasta la cruz.
Imagina, ¡que se considere promedio a algo de diez pulgadas de altura!
Kevin explicó que los dik-dik eran muy territoriales, y que ése no se alejaría del área de su hogar. Lo cual significaba que si éramos pacientes, tranquilos y teníamos suerte, podríamos verlo otra vez.
Pregunté a Kevin cuántos dik-dik vivían en el desfiladero; se rascó la cabeza y lo consideró por un momento; luego dijo que podía haber no menos de diez. (¡Y en Yellowstone solamente quedan diecinueve conejos! ¿Es asombroso que todos los aficionados importantes a los animales vengan al África?)
Continuamos caminando durante otra hora, y luego hicimos un alto para almorzar, mientras Kevin nos contaba la historia del sitio, diciéndonos acerca de los hallazgos del Dr. Leakey. Probablemente había todavía más esqueletos a desenterrar, supuso, pero el gobierno no quería ahuyentar a ningún animal de lo que se había convertido en su último refugio, así que los huesos tendrían que esperar a ser descubiertos por alguna generación futura. Traducido a grandes rasgos, eso significaba que Tanzania no iba a renunciar a los ingresos de 300 turistas por semana, y traspasar las joyas de la corona de su sistema del parque a un grupo de antropólogos. No puedo decir que los critico.
Otros grupos habían empezado a llegar a la garganta, y creo que el total de población de safari debía elevarse casi a 70 antes de terminar el almuerzo. Cada uno de los guías parecía tener "su" área marcada, y noté que rara vez nos quedábamos a menos de un cuarto de milla de cualquier otro grupo. Kevin nos preguntó si queríamos sentarnos en la sombra hasta que el calor del día hubiera pasado, pero ya que éste era nuestro penúltimo día en el safari, votamos por seguir tan pronto como termináramos de comer.
No habían pasado diez minutos cuando el desastre ocurrió. Estábamos bajando una pendiente empinada en fila de a uno con Kevin a la cabeza como de costumbre, y yo justo detrás de él, cuando escuché un gruñido y luego un grito de sorpresa; miré atrás para ver que el Sr. Shiboni se caía sendero abajo. Evidentemente, había perdido pie, y pudimos escuchar el crujido de los huesos de la pierna mientras se precipitaba hacia nosotros.
Kevin se afianzó para detenerle, y casi rueda hacia abajo antes de que pudiera parar al pobre Sr. Shiboni finalmente. Entonces se arrodilló junto al viejo caballero para atender su pierna quebrada, pero mientras lo hacía sus agudos ojos se fijaron en algo que ninguno había captado; de repente, estaba saltando pendiente arriba como un mono. Se detuvo donde el Sr. Shiboni había tropezado inicialmente, se puso en cuclillas, y examinó algo. Entonces, con el rostro como la muerte misma, recogió el objeto y lo trajo por el sendero. Era una lagartija muerta, completamente desarrollada, de casi ocho pulgadas de largo, y aplastada por el Sr. Shiboni. Era imposible saber si su caída fue causada por pisarla, o si sólo fue que no pudo salirse del camino una vez que empezara a caer... pero eso no hacía ninguna diferencia: era responsable de la muerte de un animal en un Parque Nacional. Traté de recordar el contrato que habíamos firmado, autorizando al sistema a transferir dinero de nuestras cuentas a la del Parque, instantáneamente, si destruíamos a un animal por cualquier razón, incluso auto-protección. Sabía que la pena mínima era de $50,000, pero creo que era por dos de las aves más comunes, y que los lagartos ugaama y geco estaban en el rango de los $70,000. Kevin sostuvo la lagartija en alto para que todos la viéramos, y nos dijo que en caso de una demanda judicial, todos éramos testigos de lo que había ocurrido. El Sr. Shiboni gimió por el dolor, y Kevin dijo que no tenía sentido desechar la lagartija, de modo que me la dio para que la tuviera mientras él entablillaba la pierna del Sr. Shiboni y convocaba a los paramédicos por la radio.
Empecé a examinar a la pequeña lagartija. Sus pies estaban delicadamente formados y su cola era larga y elegante, pero fueron los colores los que hicieron la impresión más duradera sobre mí: la cabeza rojiza, el cuerpo azul, y las piernas grises haciéndose más claras cuando llegaban a las garras. Una cosa muy, pero muy hermosa, incluso muerta.
Después de que los paramédicos pusieran al Sr. Shiboni en la cabaña, Kevin se pasó la siguiente hora en mostrarnos cómo funcionaba la lagartija ugaama: sus ojos podían ver en dos direcciones a la vez, sus garras le permitían colgarse de cualquier superficie irregular, y sus mandíbulas podía romper eficientemente la cubierta de los insectos que atrapaba. Finalmente, en vista de la tragedia, y también porque quería controlar la condición del Sr. Shiboni, Kevin sugirió que diéramos por terminado el día.
Ninguno de nosotros objetó; sabíamos que Kevin tendría horas de trabajo adicionales escribiendo el incidente y convenciendo al Departamento del Parque que su compañía de safari no era responsable de eso; pero sin embargo nos sentimos desengañados, debido a que sólo quedaba un día. Pienso que Kevin lo sabía, porque justo antes de llegar a la cabaña nos prometió un regalo especial para mañana.
He estado despierto la mitad de la noche preguntándome qué podía ser. ¿Era posible que supiera dónde estaban los otros dik-dik? ¿O sería verdad la leyenda de un último flamenco?
* * *
19 de febrero:
Estábamos todos excitados cuando trepamos al vehículo esta mañana. Todos le preguntamos una y otra vez a Kevin qué era su "regalo especial", pero él simplemente sonreía y cambiaba de tema. Finalmente llegamos a la Garganta de Olduvai y empezamos a caminar, sólo que esta vez parecía estar yendo a un lugar específico, y Kevin apenas se detuvo a tratar de descubrir a los dik-dik.
Bajamos por senderos serpenteantes y tortuosos, tropezando con las raíces de los árboles mientras nuestros brazos y piernas se lastimaban con los arbustos espinosos; pero nadie puso objeción ya que Kevin parecía tan seguro de su sorpresa que todas estas privaciones eran olvidadas.
Finalmente llegamos a la parte inferior de la garganta y empezamos a andar por un sendero tortuoso pero plano. Sin embargo, a la hora de parar para almorzar, no habíamos visto nada. Mientras estábamos sentados a la sombra de un árbol de goma arábiga, comiendo, Kevin sacó su radio y conversó con los otros guías. Un grupo había visto tres dik-dik, y otro había encontrado el nido de un roller de pecho lila con dos huevos adentro. Kevin es muy competitivo, y normalmente, ante una noticia así, lo habríamos tenido urgiéndonos a todos a terminar de comer rápidamente; no querría regresar a las cabañas habiéndonos mostrado menos que los demás; pero esta vez sólo sonrió y le dijo a los otros guías que no habíamos visto nada en el fondo de la garganta y que la caza parecía haberse retirado, quizás en búsqueda de agua.
Entonces, cuando el almuerzo terminó, Kevin caminó unas 50 yardas, desapareció dentro de una cueva, y reapareció un momento después con una pequeña jaula de madera. Adentro, había una pequeña ave marrón, y mientras era emocionante poder verlo de cerca, me sentía de algún modo decepcionado porque esto fuera el regalo especial.
—¿Alguna vez han visto a un mielero? —preguntó.
Admitimos que no, y él explicó que ése era el nombre de la pequeña ave marrón.
Pregunté por qué le llamaban así, ya que obviamente no producía miel, y parecía incapaz de reemplazar a Kevin como nuestro guía[3], y él sonrió otra vez.
—¿Ve ese árbol? —preguntó, señalando uno a una distancia de unas 75 yardas. Había una inmensa colmena en una rama que colgaba baja.
—Sí —dije.
—Entonces mire —dijo abriendo la jaula y soltando el ave. Permaneció quieto por un momento, luego agitó las alas y se largó en dirección al árbol.
—Se está asegurando de que hay miel allí —explicó Kevin, señalando al ave que daba vueltas a la colmena.
—¿Adónde va ahora? —pregunté, cuando el ave voló repentinamente hacia el lecho del río.
—A buscar a su socio.
—¿Socio? —pregunté, confuso.
—Espere y vea —dijo Kevin, sentándose con la espalda apoyada contra una roca grande.
Todos hicimos lo mismo y nos sentamos a la sombra con los binoculares y las holocámaras dirigidos al árbol. Después de casi una hora nada había ocurrido, y algunos de nosotros nos estábamos poniendo inquietos cuando Kevin se enderezó y señaló hacia el lecho del río.
—¡Allí! —susurró.
Miré en la dirección que estaba apuntando, y allí, detrás del ave que estaba volando justo delante, chirriando desesperadamente, venía un enorme animal blanco y negro, el más grande que haya visto alguna vez.
—¿Qué es eso? —susurré.
—Un tejón de miel —contestó Kevin sin hacer ruido—. Pensaron que estaban extintos hace veinte años, pero una pareja buscó protección en Olduvai. Ésta es la cuarta generación nacida aquí.
—¿Se va a comer al ave? —preguntó uno del grupo.
—No —susurró Kevin—. El ave lo llevará a la miel, y después de que haya jalado la colmena y comido lo suficiente, dejará algo para el ave.
Y fue tal como Kevin dijo. El tejón de miel trepó por el tronco del árbol y golpeó la colmena con una mano, entonces se bajó y la abrió, ajeno a las picaduras de las abejas. Cogimos toda la fantástica escena en nuestras holos, y cuando estuvo satisfecho dejó efectivamente un poco de miel para el mielero.
Más tarde, mientras Kevin estaba volviendo a capturar el ave y poniéndola en la jaula, el resto de nosotros discutimos lo que habíamos visto. Yo pensaba que el tejón de miel debía haber pesado unas 45 libras, aunque los miembros del grupo menos excitados dijeron que pesaba alrededor de 36 o 37. De cualquier manera, la criatura era enorme. La discusión entonces cambió a la cantidad de propina a dejarle a Kevin, porque indudablemente se la había ganado.
Mientras escribo esta anotación final en mi diario de safari, todavía estoy temblando por la emoción que sólo puede venir de encontrar caza mayor en la naturaleza. Antes de esta tarde, tenía algunas dudas sobre el safari. Sentía que era demasiado caro, o que quizás mis expectativas habían sido demasiado altas. Pero ahora sé que vale cada penique, y tengo el presentimiento de que estoy dejando una parte de mí en este lugar, y que nunca estaré realmente contento hasta que regrese a este último bastión de tierra virgen.
* * *
El campamento estaba revolucionado con la emoción. Justo cuando estábamos seguros de que no había más tesoros que desenterrar, los Gemelos Stardust habían encontrado tres pequeñas piezas de hueso, ensartadas en un hilo; obviamente, era un artefacto humano.
—Pero las fechas están equivocadas —dijo el Historiador, después de revisar cuidadosamente los huesos con su equipo—. Es una pieza primitiva de joyería, uno podría decir que para adorno de salvajes, y sin embargo los huesos y el hilo datan de siglos después de que hombre descubriera los viajes espaciales.
—¿Acaso...
— ... niega que nosotros...
— ... lo encontramos en la...
— ... garganta? —preguntaron los Gemelos.
—Les creo a ustedes —dijo el Historiador—. Sólo digo que parece ser un anacronismo.
—Es nuestro hallazgo, y...
— ... tendrá nuestro nombre.
—Nadie les está negando su derecho sobre el descubrimiento —dijo Bellidore—. Sólo que ustedes lo han presentado con misterio.
—Déselo a...
— ... El-Que-Ve, y él...
— ... resolverá el misterio.
—Haré todo lo posible —dije—. Pero no ha pasado el tiempo necesario desde que asimilé la aguja. Debo descansar y recuperar mis fuerzas.
—Eso es...
— ... aceptable.
Dejamos que el Moriteu se alejara cepillando y limpiando el artefacto, mientras especulábamos respecto a por qué debía existir un fetiche primitivo en la edad de los viajes estelares. Finalmente, la Exobióloga se puso de pie.
—Voy a regresar a la garganta —anunció—. Si los Gemelos Stardust pudieron encontrar esto, quizás haya otras cosas que estemos pasando por alto. Después de todo, es un área enorme. —Hizo una pausa y nos miró a todos—. ¿A alguno le interesa venir conmigo?
Se estaba acercando el final del día, y nadie se ofreció; finalmente, la Exobióloga se volvió y empezó a caminar hacia el sendero que conducía a las profundidades de la Garganta de Olduvai. Estaba oscuro cuando me sentí bastante fuerte para asimilar la joya. Esparcí mi esencia sobre los huesos y el hilo, y pronto me volví uno con ellos...
* * *
Su nombre era Joseph Meromo, y podía vivir con el dinero pero no con la culpa.
Todo había empezado con la comunicación de Bruselas, y la velada sugerencia del presidente del conglomerado multinacional que tenía allí sus oficinas centrales. Tenían cierta mercancía de la que deseaban liberarse. No tenían lugar donde ponerla. ¿Podía Tanzania ayudar?
Meromo les había dicho que lo investigaría, pero dudaba que su gobierno pudiera serles útil.
Sólo inténtelo, fue la respuesta.
A decir verdad, fue más que una respuesta. El día siguiente, un correo particular entregó un enorme fajo de billetes de alta denominación con una educada nota agradeciendo a Meromo los esfuerzos en su beneficio.
Meromo conocía un soborno cuando lo veía —había recibido muchos en su carrera— pero nunca, ni remotamente, del tamaño de éste. Y ni siquiera por ayudarlos, sino simplemente por la voluntad de analizar las posibilidades.
Bien, había pensado, ¿por qué no? ¿Qué podrían tener? ¿Un par de recipientes de residuos tóxicos? ¿Algunas barras de plutonio? Uno los entierra suficientemente profundo y nadie lo sabría ni se preocuparía. ¿No era eso lo que hacían los países occidentales?
Por supuesto, estaba el desastre de Denver, y ese pequeño accidente que dejó imbebible el agua del Támesis por casi un siglo, pero la única razón por la que surgieron prontamente a la mente es porque fueron las excepciones, no la regla. Había miles de vertederos alrededor del mundo, y el 99% de ellos no causaba ningún problema, en absoluto.
Meromo hizo que su computadora proyectara un mapa holográfico de Tanzania sobre su escritorio. Lo miró, frunció el ceño, añadió características topográficas y empezó a estudiarlo seriamente.
Si se decidiera a ayudarlos a deshacerse de la basura, sea lo que fuere —y se dijo a sí mismo que todavía no estaba comprometido—, ¿dónde sería el mejor lugar para ponerla?
¿Afuera, en la costa? No, los pescadores la recogerían dos minutos después, se lo dirían a la prensa que levantaría suficiente infierno para incendiarlo y hasta provocar la renuncia del resto del gobierno. El grupo realmente no podía controlar más escándalos este año.
¿La provincia de Selous[4]? Tal vez hace cinco siglos, cuando era la última tierra virgen del continente, pero no ahora, no con una ciudad-estado próspera y semiautónoma de cincuenta y dos millones personas donde antes sólo había elefantes y arbustos espinosos casi impenetrables.
¿Lago Victoria? No. El mismo problema con los pescadores.
¿Dar-es-Salaam? Era una posibilidad. Lo bastante cerca de la costa para facilitar el transporte, prácticamente desolado desde que Dodoma se convirtiera en la nueva capital del país.
Pero Dar-es-Salaam había sido azotada por un sismo veinte años atrás, cuando Meromo era todavía un niño, y no podía arriesgarse a que otro terremoto expusiera o estropeara lo que se planeaba esconder.
Continuó repasando el mapa: Gombe, Ruaha, Iringa, Mbeya, Mtwara, Tarengire, Olduvai...
Se detuvo y se quedó mirando a Olduvai; entonces buscó todos datos disponibles.
Tenía casi una milla de profundidad. Eso estaba en su favor. No quedaba ningún animal. Aún mejor. No había asentamientos sobre sus pendientes empinadas. En el área sólo vivía un puñado de Maasai, no más de dos docenas de familias, y eran demasiado arrogantes para prestarle atención a lo que el gobierno estaba haciendo. Meromo estaba seguro de eso: él mismo era un Maasai.
De modo que lo extendió tanto como pudo, cosechó obsequios en efectivo durante casi dos años, y finalmente les dio una fecha de entrega.
Meromo miraba por la ventana de su oficina del piso 34, más allá de la bulliciosa ciudad de Dodoma, hacia al este, hacia donde imaginaba que la Garganta de Olduvai estaba.
Había parecido tan simple. Sí, le pagaron mucho dinero, una cantidad desproporcionada, pero esas multinacionales tenían dinero para quemar. Sólo suponía que eran unas docenas de barras de plutonio, o algo así. ¿Cómo iba a saber que estaban hablando de cuarenta y dos toneladas de residuos nucleares?
No había devolución del dinero. Incluso si él quisiera hacerlo, difícilmente podía esperar que ellos regresaran y desenterraran todo ese mortal material. Probablemente estaba seguro, probablemente nadie nunca lo sabría...
Pero el pensamiento acosaba sus días, y aun peor, empezó a acosar sus noches también, apareciendo bajo varios disfraces en sus sueños. A veces eran como recipientes cuidadosamente sellados, a veces eran como bombas tictaqueando; a veces había ocurrido un desastre y todo lo que podía ver eran los cuerpos carbonizados de niños Maasai esparcidos en los bordes de la garganta.
Por casi ocho meses luchó contra sus demonios a solas, pero al final se dio cuenta de que debía pedir ayuda. Los sueños no solamente lo acosaban por la noche, sino que también invadían el día. Podía estar sentado en una reunión de personal, y repentinamente imaginaba que estaba sentado entre los cadáveres escuálidos y cubiertos de llagas de los Maasai de Olduvai. O leyendo un libro, y las palabras parecían cambiar y estaba leyendo que Joseph Meromo había sido sentenciado a muerte por su codicia. O mirando un holo del desastre del Titanic, y repentinamente estaba viendo alguna variante del desastre de Olduvai.
Finalmente fue a un psiquiatra, y porque era un Maasai, escogió a un psiquiatra Maasai. Temiendo el desprecio del médico, Meromo no podía explicitar qué estaba causando las pesadillas y las intrusiones, y después de casi seis meses de intentos inútiles de curarlo, el psiquiatra anunció que no podía hacer nada más.
—Entonces, ¿debo sufrir el azote de estos sueños para siempre? —preguntó Meromo.
—Quizás no —dijo el psiquiatra—. Yo no puedo ayudarlo, pero posiblemente haya un hombre que pueda.
Rebuscó en su escritorio y sacó una pequeña tarjeta blanca. Sobre ella estaba escrita una palabra sola: MULEWO.
—Ésta es su tarjeta comercial —dijo el psiquiatra—. Tómela.
—No hay ninguna dirección, ningún medio de comunicación —dijo Meromo—. ¿Cómo me contactaré con él?
—Él se contactará con usted.
—¿Usted le dará mi nombre?
El psiquiatra sacudió la cabeza.
—No tendré que hacerlo. Sólo mantenga la tarjeta sobre su persona. Él sabrá que usted requiere de sus servicios.
Meromo sentía que era el blanco de alguna broma que no comprendía, pero puso la tarjeta en su bolsillo y pronto se olvidó de ella.
Dos semanas después, mientras estaba bebiendo en un bar, posponiendo irse a casa a dormir tanto como podía, una mujer pequeña se acercó a él.
—¿Es usted Joseph Meromo? —preguntó.
—Sí.
—Por favor, sígame.
—¿Por qué? —preguntó con desconfianza.
—Usted tiene asuntos con Mulewo, ¿verdad? —dijo.
Meromo la siguió, tanto para evitar irse a casa como por algo de confianza en que este hombre misterioso y sin nombre pudiera ayudarle. Salieron a la calle, doblaron a la izquierda, caminaron en silencio tres bloques, y doblaron a la derecha, deteniéndose en la puerta principal de un rascacielos de acero y vidrio.
—Vaya al piso 63 —dijo—. Lo está esperando.
—¿Usted no viene conmigo? —preguntó Meromo.
Sacudió la cabeza.
—Mi trabajo está terminado. —Se volvió y se perdió en la noche.
Meromo miró hacia la punta del edificio. Parecía ser residencial. Consideró sus opciones, finalmente se encogió de hombros y entró en el vestíbulo.
—Usted ha venido por Mulewo —dijo el portero. No era una pregunta—. Vaya al ascensor de la izquierda.
Meromo siguió sus indicaciones. El ascensor estaba revestido con madera aceitada, y olía fresco y dulce. Operó el comando de voz y lo llevó rápidamente al piso 63. Cuando llegó, se encontró en un corredor elegantemente decorado con revestimiento de ébano y espejos discretamente ubicados. Pasó delante de tres puertas sin marcas, preguntándose cómo se suponía que sabría qué departamento pertenecía a Mulewo, y finalmente llegó a uno que tenía la entrada parcialmente abierta.
—Entre, Joseph Meromo —dijo una voz áspera desde adentro.
Meromo abrió la puerta completamente, entró en el departamento, y parpadeó.
Sentado sobre una alfombra gastada había un anciano, vistiendo nada más que un paño rojo sujeto a los hombros. Las paredes estaban cubiertas con esteras de junco, y un caldero de olor espantoso borboteaba en la chimenea. Una antorcha suministraba la única iluminación.
—¿Qué es esto? —preguntó Meromo, pronto a volver al corredor si el anciano resultaba tan irracional como el escenario.
—Venga a sentarse delante de mí, Joseph Meromo —dijo el anciano—. Seguramente esto es menos espantoso que sus pesadillas.
—¿Qué sabe usted sobre mis pesadillas? —exigió Meromo.
—Sé por qué las tiene. Sé qué enterraron al fondo de la Garganta de Olduvai.
Meromo cerró la puerta rápidamente.
—¿Quién se lo dijo?
—Nadie me lo dijo. He observado dentro de sus sueños, y los he tamizado hasta encontrar la verdad. Siéntese.
Meromo caminó hasta donde el anciano señalaba y se sentó con cuidado, tratando de no recibir demasiada suciedad sobre su traje recién puesto.
—¿Es usted Mulewo? —preguntó.
El anciano asintió.
—Soy Mulewo.
—¿Cómo sabe estas cosas sobre mí?
—Soy un laibon —dijo Mulewo.
—¿Un médico brujo?
—Es un arte moribundo —contestó Mulewo—. Soy el último.
—Pensé que los laibon decían conjuros y echaban maldiciones.
—También quitan maldiciones, y sus noches, e incluso sus días, están malditos, ¿verdad?
—Usted parece estar al tanto de todo.
—Sé que usted ha hecho una cosa perversa, y que usted está acosado no sólo por ese fantasma sino también por los fantasmas del futuro.
—¿Y usted puede terminar con los sueños?
—Es por eso que le he convocado aquí.
—Pero si hice esa cosa tan terrible, ¿por qué quiere ayudarme?
—No hago juicios morales. Estoy aquí sólo para ayudar los Maasai.
—¿Y que hay de los Maasai que viven junto a la garganta? —preguntó Meromo—. Los que acosan mis sueños.
—Cuando ellos me pidan ayuda, entonces los ayudaré.
—¿Puede usted hacer que el material enterrado allí desaparezca?
Mulewo sacudió la cabeza.
—No puedo deshacer lo que ha sido hecho. Yo no puedo siquiera saciar su culpa, porque es sólo una culpa. Todo lo que puedo hacer es quitarla de sus sueños.
—Me conformaré con eso —dijo Meromo.
Hubo un silencio incómodo.
—¿Qué hago ahora? —preguntó Meromo.
—Tráigame un tributo que corresponda a la magnitud del servicio que llevaré a cabo.
—Puedo entregarle un cheque ahora mismo, o transferir dinero de mi cuenta a la suya.
—Tengo más dinero del que necesito. Debo tener un tributo.
—Pero...
—Tráigalo mañana por la noche —dijo Mulewo.
Meromo miró al viejo laibon durante un largo minuto; luego se levantó y partió sin otra palabra.
A la mañana siguiente llamó a su oficina para avisar estaba enfermo, y fue a dos de las mejores tiendas de antigüedades de Dodoma. Finalmente encontró lo que estaba buscando, lo cargó a su cuenta personal, y lo llevó a su casa. Tenía miedo de dormir la siesta antes de cenar, así que simplemente leyó un libro toda la tarde, luego comió algo apresuradamente y regresó al departamento de Mulewo.
—¿Qué me ha traído usted? —preguntó Mulewo.
Meromo colocó el paquete delante del anciano.
—Un tocado hecho con la piel de un león —contestó—. Me dijeron que fue llevado por el mismo Sendayo, el más grande de todos laibon.
—No lo fue —dijo Mulewo, sin abrir el paquete—. Pero no obstante es un tributo suficiente. —Introdujo la mano debajo de la tela roja y extrajo un pequeño collar, entregándoselo a Meromo.
—¿Para qué es esto? —preguntó Meromo, revisando el collar. Estaba hecho de pequeños huesos unidos con un hilo.
—Usted debe ponérselo esta noche cuando se vaya a dormir —explicó el anciano—. Tomará todas sus visiones. Entonces, mañana, debe ir a la Garganta de Olduvai y lanzarlo al fondo, para que las visiones puedan yacer junto a la realidad.
—¿Y eso es todo?
—Eso es todo.
Meromo volvió a su departamento, se puso el collar, y se fue a dormir. Esa noche sus sueños fueron peores que antes.
Por la mañana puso el collar en un bolsillo y tomó un avión del gobierno para transportarse hasta Arusha. Desde allí alquiló un vehículo terrestre, y dos horas después estaba de pie en el borde de la garganta. No había señales del material enterrado.
Tomó el collar en su mano y lo arrojó muy lejos sobre el borde de la garganta.
Esa noche, sus pesadillas desaparecieron.
134 años después, el poderoso Kilimanjaro vibró cuando el volcán de su interior, largamente aletargado, volvió brevemente a la vida.
A cientos de millas de allí, el suelo del piso de la Garganta de Olduvai se movió, y tres de los contenedores de plomo se abrieron. Para entonces, Joseph Meromo estaba muerto desde hacía mucho tiempo; y, desafortunadamente ya no quedaban laibons para ayudar a esas personas que ahora estaban obligadas a vivir las pesadillas de Meromo.
* * *
Había revisado el collar en mis propias habitaciones, y cuando salí para informar sobre mis conclusiones, descubrí que el campamento estaba en estado tumultuoso.
—¿Qué ha ocurrido? —pregunté a Bellidore.
—La Exobióloga no ha regresado de la garganta —dijo.
—¿Cuánto tiempo ha estado ausente?
—Partió anoche, a la puesta del sol. Ya llegó la mañana y no ha regresado, ni ha intentado usar su comunicador.
—Tememos...
— ... que ella podría...
— ... haberse caído y...
— ... estar inmovilizada. O tal vez, incluso...
— ... inconsciente... —dijeron los Gemelos Stardust.
—He enviado al Historiador y al Evaluador a buscarla —dijo Bellidore.
—Yo también puedo ayudar —observé.
—No, usted tiene que examinar el último artefacto —dijo—. Cuando se despierte el Moriteu, también lo enviaré.
—¿Y la Mística? —pregunté.
Bellidore miró a la Mística y suspiró.
—Ella no ha dicho una palabra desde que aterrizamos en este mundo. En verdad, no comprendo su función. De todos modos, no sé cómo comunicarme con ella.
Los Gemelos Stardust patearon la tierra al mismo tiempo, levantando un par de nubes de polvo rojizo.
—Parece ridículo... —dijo uno.
— ... que podamos encontrar el artefacto más diminuto... —dijo el otro.
— ... pero que no podamos encontrar...
— ... a una exbióloga entera.
—¿Por qué no ayudan a buscarla? —pregunté.
—Les da vértigo —explicó Bellidore.
—Buscamos...
— ... en todo el campamento —añadieron a la defensiva.
—Puedo posponer la asimilación de la última pieza hasta mañana, y ayudar en la búsqueda —dije.
—No —respondió Bellidore—. He llamado a la nave. Partiremos mañana, y quiero que todos nuestros hallazgos más importantes estén revisados para entonces. Es mi trabajo encontrar a la Exobióloga; es el suyo leer la historia del último artefacto.
—Si ése es su deseo —dije—. ¿Dónde está?
Me llevó hasta una mesa donde el Historiador y el Evaluador lo habían estado examinando.
—Ni siquiera yo sé qué es esto —dijo Bellidore—. Un cartucho sin disparar. —Hizo una pausa—. Junto con el hecho de que no hemos encontrado artefactos humanos en ninguno de los estratos más altos, yo diría que esto es, en sí mismo, único: una bala que un hombre eligió no disparar.
—Cuando usted lo dice en esos términos, realmente despierta mi curiosidad —reconocí.
—¿Va usted a...
— ... examinarlo...
— ... ahora? —preguntaron los Gemelos Stardust con aprensión.
—Sí —dije.
—¡Espere! —gritaron al unísono.
Me coloqué encima del cartucho mientras ellos empezaban a retroceder.
—Queremos decir...
— ... sin faltarle el respeto...
— ... que observarle a usted mientras examina los artefactos...
— ... es demasiado inquietante.
Y con eso, corrieron a esconderse detrás de algunas de las estructuras del campamento.
—¿Y usted? —pregunté a Bellidore—. ¿Desea que espere hasta que usted se aleje?
—No, en absoluto —respondió—. Encuentro fascinante la diversidad. Con su permiso, me gustaría quedarme y observar.
—Como usted desee —dije, permitiendo que mi cuerpo rodeara al cartucho por todas partes hasta que se convirtió en una parte de mí mismo, y su historia fue mi propia historia, tan clara y precisa como si todo hubiera ocurrido ayer...
* * *
—¡Ya vienen!
Thomas Naikosiai miró a su esposa al otro lado de la mesa.
—¿Hubo jamás alguna duda de que lo harían?
—¡Esto era tonto, Thomas! —Ella chasqueó la lengua—. Nos forzarán a irnos, y tendremos que dejar todas nuestras pertenencias atrás porque no hicimos ningún preparativo.
—Nadie se está yendo —dijo Naikosiai.
Se puso de pie y fue caminando al armario.
—Tú te quedas aquí —dijo, poniéndose su largo abrigo y su máscara—. Los esperaré afuera.
—Eso es tan descortés como cruel, hacerles estar de pie ahí afuera cuando todos han venido hasta aquí.
—No fueron invitados —dijo Naikosiai. Metió la mano en el armario y agarró el rifle que estaba apoyado contra el fondo; luego lo cerró, cruzó la esclusa neumática y apareció en el porche delantero. Seis hombres, todos con trajes protectores y máscaras para filtrar el aire, lo enfrentaron.
—Ya es tiempo, Thomas —dijo el más alto.
—Es tiempo para ti, quizás —dijo Naikosiai, sosteniendo el rifle con toda tranquilidad contra su pecho.
—Es tiempo para todos nosotros —contestó el hombre alto.
—No me voy a ningún lugar. Ésta es mi casa. No la dejaré.
—Es una pústula de decadencia y contaminación, como todo este territorio —fue la respuesta—. Todos nos estamos yendo.
Naikosiai sacudió la cabeza.
—Mi padre nació sobre esta tierra, y su padre, y el padre de su padre. Tú puedes escapar del peligro, si lo deseas; yo me quedaré y lucharé contra él.
—¿Cómo puedes hacer resistencia contra la radiación? —exigió el hombre alto—. ¿Puedes meterle una bala? ¿Cómo puedes luchar contra el aire que ya no es seguro de respirar?
—Váyanse —dijo Naikosiai, que no tenía respuesta a esas preguntas, excepto la convicción de que nunca dejaría su casa—. No les exijo que se queden. No me exijan que parta.
—Es por tu propio bien, Naikosiai —agregó otro—. Si no te preocupas por tu propia vida, piensa en la de tu esposa. ¿Cuánto tiempo más puede respirar el aire?
—Lo suficiente.
—¿Por qué no dejar que ella decida?
—Yo hablo en nombre de nuestra familia.
Un hombre más viejo se adelantó.
—Es mi hija, Thomas —dijo con seriedad—. No permitiré que la condenes a la vida que has escogido para ti mismo. Tampoco permitiré que mis nietos se queden aquí.
El anciano hizo otro paso hacia el porche, y repentinamente el rifle lo estaba apuntando.
—No te acerques más —dijo Naikosiai.
—Ellos son Maasai —dijo el anciano tercamente—. Deben venir con los otros Maasai a nuestro nuevo mundo.
—Tú no eres Maasai —dijo Naikosiai desdeñosamente—. Los Maasai no dejaron sus naciones ancestrales cuando la plaga del ganado destruyó las manadas, o cuando vino el hombre blanco, o cuando los gobiernos vendieron sus tierras. Los Maasai nunca se rinden. Yo soy el último Maasai.
—Sé razonable, Thomas. ¿Cómo puedes no rendirte a un mundo que ya no es seguro para que las personas vivan en él? Ven con nosotros a Nuevo Kilimanjaro.
—Los Maasai no huyen del peligro —dijo Naikosiai.
—Te prevengo, Thomas Naikosiai —dijo el anciano—, que no puedo permitir que condenes a mi hija y a mis nietos a que vivan en este agujero infernal. La última nave parte mañana por la mañana. Estarán allí.
—Se quedarán conmigo, para construir una nueva nación Maasai.
Los seis hombres cuchichearon entre sí y luego su líder miró Naikosiai.
—Estás cometiendo un terrible error, Thomas —dijo—. Si cambias de parecer, hay lugar para ti en la nave.
Giraron todos para marcharse, pero el anciano se detuvo y se volvió hacia Naikosiai.
—Volveré por mi hija —dijo.
Naikosiai hizo un gesto con el rifle.
—Te estaré esperando.
El anciano le dio la espalda y caminó con los otros; Naikosiai entró en su casa a través de la antecámara de compresión. El piso de baldosas olía a desinfectante, y la visión del equipo de televisión lastimó sus ojos, como siempre. Su esposa le estaba esperando en la cocina, entre las docenas de chismes que había comprado a lo largo de los años.
—¡Cómo puedes hablar a los Mayores con tal falta de respeto! —exigió—. Nos has deshonrado.
—¡No! —chasqueó la lengua—. ¡Ellos nos han deshonrado, partiendo!
—Thomas, no puedes sembrar nada en los campos. Los animales se han muerto todos. Ni siquiera puedes respirar el aire sin una máscara de filtro. ¿Por qué insistes en quedarte?
—Ésta es nuestra tierra ancestral. No la dejaremos.
—Pero todos los demás...
—Pueden hacer como les plazca —interrumpió—. Enkai los juzgará, como nos juzga a todos nosotros. No tengo miedo de conocer a mi creador.
—Pero, ¿por qué debes conocerlo tan pronto? —insistió—. Has visto cintas y discos de Nuevo Kilimanjaro. Es un mundo hermoso, verde y oro y lleno de ríos y lagos.
—Alguna vez, la Tierra era verde y oro y llena de ríos y lagos —dijo Naikosiai—. Arruinaron este mundo. Arruinarán el próximo.
—Incluso si lo hacen, ya estaremos muertos —dijo—. Quiero irme.
—Ya hemos pasado por todo esto antes.
—Y siempre termina con una orden en vez de un acuerdo —dijo. Su expresión se ablandó—. Thomas, sólo por una vez antes de que yo muera, quiero ver agua que se pueda beber sin añadirle químicos. Quiero ver antílopes paciendo sobre altas hierbas verdes. Quiero caminar fuera sin tener que protegerme del mismo aire que respiro.
—Está decidido.
Ella sacudió la cabeza.
—Te quiero, Thomas, pero no puedo quedarme aquí, y no puedo permitir que nuestros niños se queden aquí.
—¡Nadie alejará a mis niños de mí! —gritó.
—Sólo porque no te preocupa tu futuro, no puedo permitir que niegues un futuro para nuestros hijos.
—Su futuro está aquí, donde los Maasai han vivido siempre.
—Por favor, ven con nosotros, Papá —dijo una voz pequeña detrás de él, y Naikosiai se volvió para ver a sus dos hijos, de ocho y cinco años, en la entrada de su dormitorio, mirándolo fijamente.
—¿Qué les has estado diciendo? —exigió Naikosiai con desconfianza.
—La verdad —dijo su esposa.
Se volvió hacia los dos niños.
—Venid aquí —dijo, y los dos se acercaron a él de mala gana.
—¿Qué eres tú? —preguntó.
—Un niño —dijo el más pequeño.
—¿Qué más?
—Maasai —dijo el mayor.
—Eso es correcto —dijo Naikosiai—. Ustedes vienen de una raza de gigantes. Hubo un tiempo cuando trepabas a la cima de Kilimanjaro y el territorio que se podía ver en todas direcciones nos pertenecía.
—Pero eso era hace mucho tiempo —dijo el mayor.
—Algún día será nuestro otra vez —dijo Naikosiai—. Ustedes deben recordar quiénes son, hijos míos. Ustedes son los descendientes de Leeyo, que mató a 100 leones sólo con su lanza; de Nelion, que hizo la guerra contra los blancos y los arrojó del Rift; de Sendayo, el más grande de todos los laibon. Una vez los Kikuyus y los Wakamba y los Lumbwa temblaban de miedo ante la sola mención de la palabra Maasai. Ésta es la herencia; no le vuelvan la espalda.
—Pero los Kikuyus y las otras tribus han partido.
—¿Qué diferencia hay para los Maasai? No hicimos resistencia solamente contra los Kikuyus y los Wakamba, sino contra todos los hombres que nos hubieran obligado a cambiar nuestras costumbres. Incluso después de que los europeos conquistaran Kenia y Tanganyika, nunca conquistaron a los Maasai. Cuando llegó la independencia, y todas las otras tribus se mudaron a las ciudades, llevaron trajes e imitaron a los europeos, nosotros permanecimos como siempre habíamos sido. Llevábamos lo que escogíamos y vivíamos donde elegíamos, porque estábamos orgullosos de ser Maasai. ¿Eso no significa nada para ustedes?
—¿No seremos Maasai aun si nos vamos al nuevo mundo? —preguntó el mayor.
—No —dijo Naikosiai con firmeza—. Hay un vínculo entre los Maasai y la tierra. La definimos, y ella nos define. Es por lo que hemos peleado siempre y defendido siempre.
—Pero ahora está enferma —dijo el niño.
—Si yo estuviera enfermo, ¿me dejarías? —preguntó Naikosiai.
—No, Papá.
—Y así como tú no me dejarías en mi enfermedad, así no dejaremos a la tierra en su enfermedad. Cuando se ama algo, cuando es una parte de lo que uno es, uno no lo deja simplemente porque se enferma. Uno se queda, y uno lucha para curarlo, incluso más que lo que luchó para ganarlo.
—Pero...
—Confía en mí —dijo Naikosiai—. ¿Alguna vez te he engañado?
—No, Papá.
—No te estoy engañando ahora. Somos el pueblo elegido de Enkai. Vivimos en la tierra que nos ha dado. ¿No ves que debemos quedarnos aquí, que debemos mantener nuestro convenio con Enkai?
—¡Pero nunca veré a mis amigos otra vez! —gimió el más joven.
—Harás nuevos amigos.
—¿Dónde? —gritó el niño—. ¡Todos se han ido!
—¡Para eso de una buena vez! —dijo Naikosiai ásperamente—. Los Maasai no lloran.
El niño continuó sollozando, y Naikosiai miró su esposa.
—Esto es lo que haces —dijo—. Lo has consentido.
Ella lo miró a los ojos sin parpadear.
—Los niños de cinco años pueden llorar.
—No los niños Maasai —contestó.
—Entonces ya no es Maasai, y tú no tienes objeción porque venga conmigo.
—¡Yo también quiero irme! —dijo el de ocho años, y de repente aparecieron algunas lágrimas en su rostro. Thomas Naikosiai miró a su esposa y sus niños —realmente los miró—, y se dio cuenta de que no los conocía en absoluto. Ésta no era la doncella silenciosa, criada en las costumbres de su pueblo, con la que se había casado nueve años atrás. Estos suaves niños sollozantes no eran los sucesores de Leeyo y de Nelion.
Caminó hasta la puerta y la abrió.
—Vayan al nuevo mundo con el resto de los europeos negros —gruñó.
—¿Vendrás con nosotros? —preguntó su hijo mayor.
Naikosiai se volvió a su esposa.
—Me divorcio de ti —dijo fríamente—. Todo lo que había entre nosotros no existe más.
Caminó hacia sus dos hijos.
—Reniego de los dos. No soy más su padre, ustedes no son más mis hijos. ¡Váyanse ahora!
Su esposa les puso abrigos y máscaras a ambos niños, luego ella.
—Enviaré a algunos hombres por mis cosas antes de mañana —dijo.
—Si cualquier hombre viene a mi propiedad, lo mataré —dijo Naikosiai.
Ella lo miró con una expresión de odio puro. Entonces tomó a los niños de las manos, y les condujo fuera de la casa y por el largo camino hacia donde la nave los aguardaba.
Naikosiai caminó de un lado a otro durante varios minutos, lleno de rabia. Finalmente fue al armario, se puso el abrigo y la máscara, sacó su rifle, y cruzó la esclusa neumática hacia el frente de su casa. La visibilidad era mala, como siempre, y fue al camino para ver si alguien venía.
No había signos de ningún movimiento. Estaba casi decepcionado. Planeaba mostrarles cómo un Maasai protegía lo que era suyo.
Y repentinamente se dio cuenta de que así no era como un Maasai se protegía a sí mismo. Caminó hasta el borde de la garganta, abrió el seguro, y lanzó los cartuchos al vacío, uno por uno. Entonces sostuvo el rifle sobre la cabeza y lo arrojó también. El abrigo después, luego la máscara, y finalmente la ropa y los zapatos.
Volvió a la casa y sacó ese baúl especial que contenía los objetos memorables de una vida. Adentro encontró lo que estaba buscando: una simple pieza de tela roja. La ajustó a sus hombros.
Entonces entró en el baño, buscando entre los cosméticos de su esposa. Tardó casi media hora en lograr las combinaciones correctas, pero cuando reapareció su pelo era rojo, como si estuviera untado con arcilla.
Se detuvo junto a la chimenea y bajó la lanza que colgaba allí. La tradición familiar decía que la lanza había sido alguna vez utilizada por el mismo Nelion; él no estaba seguro de creerlo, pero era definitivamente una lanza Maasai, muchas veces ensangrentada en batallas y cacerías durante siglos.
Naikosiai salió por la puerta y se colocó enfrente de su casa —su manyatta. Plantó sus pies descalzos sobre la tierra enferma, puso el mango de su lanza cerca de su pie derecho, y se mantuvo atento. El próximo que viniera por el camino —una banda de negros europeos deseando robarle sus pertenencias, un león fuera de historia, una banda de Nandi o de Lumbwa que llegaran a matar al enemigo de su sangre— lo encontraría listo.
Regresaron justo después del amanecer a la mañana siguiente, esperando convencerle de emigrar a Nuevo Kilimanjaro. Lo que encontraron era el último Maasai; sus pulmones habían reventado por la contaminación y sus ojos muertos miraban con orgullo a través de la esfumada sabana hacia un enemigo que solamente él podía ver.
* * *
Liberé el cartucho con mis fuerzas casi exhaustas y mis emociones vacías.
De modo que así había terminado el Hombre en la tierra, probablemente a menos de una milla del lugar donde había comenzado. Tan audaz y tan tonto, tan moral y tan despiadado. Había esperado que el último artefacto demostrara ser la pieza final del rompecabezas, pero en cambio simplemente añadía otra parte al misterio de esta raza polémica y fascinante. Nada estaba más allá de su habilidad para lograr cosas. Uno tenía el presentimiento de que cuando el primer hombre miró hacia arriba y vio las estrellas, los días de la galaxia como refugio de paz y libertad estaban contados. Y sin embargo no se fueron a las estrellas con lujuria, odio y miedo, sino con tecnología y medicina, con sus héroes y sus malvados. La mayoría de las razas de la galaxia habían sido pintadas por el Creador en tonos pastel; los Hombres eran colores primarios.
Tenía mucho que pensar mientras marchaba hacia mis habitaciones para renovar mi fuerza. No sé cuánto tiempo descansé, somnoliento e inmóvil, recuperando mi energía, pero debe haber sido mucho tiempo ya que la noche vino y se fue antes de sentirme preparado para reincorporarme al grupo.
Cuando salí de mi lugar y caminé hasta el centro del campamento, escuché un grito en dirección de la garganta, y un momento después apareció el Evaluador con una gran bolsa estéril haciendo equilibrio sobre una corriente de aire.
—¿Qué ha encontrado usted? —preguntó Bellidore, y repentinamente recordé que la Exobióloga estaba ausente.
—Casi me asusta adivinar —respondió el Evaluador, colocando la bolsa sobre la mesa. Todos los miembros del grupo se reunieron alrededor mientras empezaba a sacar los artículos: un comunicador manchado de sangre, doblado en mala forma; la sombra flotante, ahora rota, que la Exobióloga usaba para proteger su cabeza de los rayos del sol; un trozo de ropa; y finalmente, un único hueso blanco y brillante.
La Mística comenzó a gritar en el instante en que el hueso fue puesto sobre la mesa. Todos quedamos momentáneamente inmovilizados por la conmoción, no sólo por la brusquedad de su reacción sino también porque era la primera señal de vida que mostraba desde que se uniera a nuestro grupo. Continuaba mirando el hueso y gritando, y finalmente, antes de que pudiéramos preguntarle o retirar el hueso de su vista, se desplomó.
—Supongo que no puede haber dudas sobre qué ocurrió —dijo Bellidore—. Las criaturas alcanzaron a la Exobióloga en algún lugar en su camino hacia la garganta y la mataron.
—Probablemente...
— ... la comieron también —dijeron los Gemelos Stardust.
—Me alegro de que partamos hoy —continuó Bellidore—. Incluso después de todos estos milenios, el espíritu del Hombre continúa corrompiendo y degradando este mundo. Esas criaturas pesadas no pueden ser predadoras: no quedan animales carnívoros en la Tierra. Pero teniendo la oportunidad, cayeron sobre la Exobióloga y consumieron su carne. Tengo un presentimiento incómodo de que si nos quedáramos mucho más tiempo, nosotros también podríamos ser corrompidos por la herencia brutal de este mundo.
La Mística recuperó el conocimiento y empezó a gritar otra vez; los Gemelos Stardust la acompañaron suavemente de regreso a sus habitaciones donde le dieron un sedante.
—Supongo que bien podríamos hacerlo oficial —dijo Bellidore. Se volvió al Historiador—. ¿Podría usted examinar el hueso con sus instrumentos y asegurar que son los restos de la Exobióloga, por favor?
El historiador miró el hueso, horrorizado.
—¡Era mi amiga! —dijo por fin—. No puedo tocarlo como si sólo fuera otro artefacto.
—Debemos saberlo con seguridad —dijo Bellidore—. Si no es parte de la Exobióloga, entonces hay una posibilidad, ciertamente remota, de que su amiga todavía esté viva.
El Historiador extendió la mano tentativamente, pero la retrajo.
—¡No puedo!
Finalmente Bellidore se volvió hacia mí.
—El-Que-Ve —dijo—. ¿Tiene usted la fuerza para examinarlo?
—Sí —contesté.
Retrocedieron todos para darme sitio, y permití que mi masa se extendiera despacio sobre el hueso y lo envolviera. Asimilé su historia e ingerí su residuo emocional; después me retiré de él.
—Es la Exobióloga —dije.
—¿Cuáles son las costumbres funerales de su raza? —preguntó Bellidore.
—La cremación —dijo el Evaluador.
—Entonces haremos un fuego y quemaremos lo que queda de nuestra amiga, y cada uno ofrecerá una oración para enviar su alma a lo largo del Sendero Eterno.
Y eso es lo que hicimos.
La nave vino más tarde ese día, y nos sacó del planeta, y es ahora, lejos de su influencia, que puedo reconstruir lo que supe esa última mañana.
Mentí a Bellidore, a todo el grupo, porque cuando hice mi descubrimiento supe que mi deber principal era sacarlos de la Tierra tan rápidamente como fuera posible. Si les hubiera dicho la verdad, uno o más de ellos habrían querido quedarse atrás, porque son científicos con mentes curiosas e inquisitivas; nunca podría convencerlos de que una mente curiosa e inquisitiva no ajustaba con lo que encontré en mi séptima y última visualización en la Garganta de Olduvai.
El hueso no era parte de la Exobióloga. El Historiador, o incluso el Moriteu, lo habrían sabido si no hubieran estado demasiado horrorizados para examinarlo. Era la tibia de un hombre.
El Hombre ha estado extinto durante cinco mil años, al menos como nosotros, los ciudadanos de la galaxia, hemos llegado a comprenderlo. Pero esas criaturas pesadas y desgarbadas de la noche, que parecían tan atraídas por nuestras fogatas, son lo que hombre ha llegado a ser. Ni siquiera la contaminación y la radiación que esparció a todo lo ancho de su propio planeta pudieron matarlo. Simplemente lo cambiaron hasta el punto de que no fuimos capaces de reconocerlo.
Podía haberles dicho los hechos simples, supongo: que una tribu de estos pseudo-hombres acechó a la Exobióloga en su camino a la garganta, que la atacó, la mató y, sí, se la comió. Los predadores no son desconocidos en los mundos de la galaxia.
Pero cuando me volví uno con la tibia, mientras la sentía golpear una y otra vez sobre la cabeza y hombros de nuestra compañera, sentí una sensación de poder, de exultación, que nunca antes había experimentado. Me pareció ver, de repente, el mundo a través de los ojos del poseedor del hueso. Vi cómo había matado a su propio compañero para crear el arma, vi cómo planeaba atacar los cuerpos del viejo y del enfermizo para tener más armas; vi los proyectos de conquista contra las otras tribus que vivían cerca de la garganta.
Y finalmente, en el momento del triunfo, él y yo miramos al cielo, y supimos que algún día todo eso que podíamos ver sería nuestro.
Y éste es el conocimiento con que he vivido durante dos días. No sé con quién compartirlo, porque es evidentemente inmoral exterminar una raza simplemente por la inmensidad de sus sueños o la crueldad de su ambición.
Pero ésta es una raza que se niega a morir, y de algún modo debo advertir al resto de nosotros, que hemos vivido en armonía durante casi cinco milenios. No ha terminado.
Fin
[1] Garganta de Olduvai, barranco y yacimiento arqueológico, situado al norte de Tanzania, en la llanura del Serengeti oriental. Es una garganta con laderas escarpadas, de unos 50 kilómetros de longitud y casi 91 metros de profundidad. La garganta, originada por la actividad sísmica de la región, sigue sometida a la acción de los terremotos. Los depósitos expuestos en sus laderas se formaron en el antiguo lecho de un lago y tienen una antigüedad de más de dos millones de años. Louis S. B. Leakey y Mary Leakey, entre otros arqueólogos, desenterraron utensilios de piedra y huesos de los primeros homínidos. (N. del T.)
[2] Montes Cotswold, colinas de piedra caliza del oeste de Inglaterra. Tienen una longitud de 80 kilómetros y el punto más alto, denominado Cleeve Cloud, con una altitud de 314 metros se encuentra cerca de Cheltenham. (N. del T.)
[3] Se refiere al nombre en inglés del ave: honeyguide, que se traduce como miel y guía. (N. del T.)
[4] Reserva de caza Selous, reserva de caza de África, la más importante del continente. Situada en territorio de la actual Tanzania, fue fundada en 1914, y refundada en 1951. Con una superficie próxima a los 45.000 km², este espacio protegido se extiende a lo largo del río Rufiji y de su tributario, el Luwegu, a unos 200 kilómetros al suroeste de Dar es-Salaam. (N. del T.)
© 1994, Mike Resnick
Publicada en The Magazine of Fantasy and Science Fiction, octubre / noviembre 1994
ISBN: 12345678901222