DEDUCCIONES DESDE LA BUTACA (George Langelaan)
Publicado en
agosto 03, 2014
«Al oscuro inventor de mis butacas verdaderamente confortables.»
TOM DELONE, UNO DE NUESTROS VECINOS, fue la primera persona que entró en casa después de que Mary encontrara vacía la cuna de Tweeny. Tom tenía unos dientes de extraordinaria blancura. Los dentistas no atinaban a explicárselo y a los actores de cine no les gustaba que anduviera en torno a ellos, porque cuando sonreía, los fotógrafos de la prensa desviaban la cámara hacia él. Por otra parte, Tom era, entre los policías de Los Ángeles, el que tenía las manos más pequeñas. Pero no podía uno fiarse de ello, porque una oreja despedazada y una larga cicatriz blanca sobre la nuca acreditaban sobradamente su valor. A mí, sin embargo, me parecía que sólo había pasado un año desde aquella época en que me veía obligado a expulsarle dos veces por día del césped de nuestro jardín. Le encantaba jugar a los indios y a los cowboys.
El tono de Mary al llamarle le hizo correr. Acababa de terminar su servicio nocturno y aún tenía los ojos enrojecidos por culpa de esta maldita niebla, que cada año es peor en nuestra ciudad. Sobre su barbilla, en el lugar donde —si dejara de afeitarse un par de semanas— llegaría a crecerle una pequeña barba, se veían dos manchas azules. Pero su tez seguía siendo fresca y sonrosada.
—¡Tweeny! ¿Está segura, señora Palmer? No será que... No. Bueno, entonces no hay tiempo que perder.
Se echó la gorra hacia atrás, sin quitársela de la cabeza —una cabeza cubierta de bucles que se hacía esquilar muy cortos—, cogió el teléfono y marcó el número de la comisaría más importante. Mary permaneció a su lado, temblorosa pero con los ojos secos, mientras Tom explicaba que acababa de descubrirse el rapto de un bebé.
—Me quedaré aquí hasta la llegada de la brigada especial. No tardarán casi nada, señora Palmer. ¿Y el Abuelo no ha oído nada? —preguntó, dándome unas palmadas en el lomo.
—No —contestó Mary—. Además es muy viejo. Casi no puede moverse. Para ahorrarle la subida, le hemos instalado aquí, en la planta baja.
—Pero eso no le impide estar como un toro, ¿eh, Abuelo? —dijo Tom sacudiéndome en mi butaca, junto al fuego, hasta el extremo de que el reumatismo me obligó a hacer una mueca.
Vivíamos en un barrio residencial, o que, por lo menos, lo era hasta que la gente empezó a hacerse construir horribles palacios en Beverly Hills. A pesar de ello, y a algunos centenares de metros del Bulevar Hollywood, las casas con las vigas al descubierto de nuestra calle estaban aún bien conservadas y los inquilinos se preocupaban mucho del impecable aspecto de sus céspedes.
Yo me dedicaba a olfatear, tratando de analizar un olor vago e inhabitual, cuando los amigos de Tom lo disiparon abriendo media docena de veces la puerta de delante y de detrás. Sin embargo, sólo vinieron al cuarto de estar después de haber visitado el piso de arriba e inspeccionado casi todas las puertas y ventanas. Uno de ellos se levantó el sombrero muy ligeramente, lo justo para rascarse la cabeza por la abertura.
— ¿Sospecha de alguien, señora Palmer? ¿Tienen ustedes enemigos? —preguntó el policía más viejo, sin dejar de recorrer la habitación a lo largo y a lo ancho, como si estuviera de batida.
—No, no, sin la menor duda.
— ¿Dónde se encuentra su marido? ¿A qué se dedica?
—Es oficial de la marina mercante y ahora está en Japón.
— ¿Quién vive con usted, señora Palmer?
—Yvonne, una criada francesa que sólo lleva aquí unas semanas, mi madre, Tweeny, claro está, y... el Abuelo, que es demasiado viejo y demasiado reumático para abandonar así como así su butaca.
— ¿Por qué cree que Tweeny ha sido raptado?
— ¿Qué otra cosa puede haberle sucedido, comisario? —dijo la madre de Mary, interrumpiendo al policía—. Tweeny sólo tiene siete meses y es un niño notable en muchas cosas, pero no tanto como para andar solo o volar.
— ¿Usted es...?
—Su madre —explicó Mary.
— ¿Dónde estaba cuando...?
—Escuche, joven. Nadie ha pillado nunca una insolación en esta casa. Puede quitarse el sombrero sin miedo.
—Escuche...
—Es lo que estoy haciendo, pero antes me gustaría verle descubierto, a menos que lleve usted un pájaro ahí dentro. El aludido se quitó el sombrero y lo tiró sobre una silla refunfuñando.
— ¿Dónde está la francesa? Tenemos que hablar con ella.
—Aún no ha parado de llorar y sólo sabe unas cuantas palabras de inglés.
—Dan, ve a secarle los ojos. Tú entiendes de eso. O hazla llorar un poco más hablándole en francés —ordenó al más joven de los policías, que también acababa de quitarse el sombrero—. Y dígame ahora, señora Palmer, ¿qué puede esperar de ustedes un raptor, si es que tienen alguna idea sobre ello?
—Hay dos posibilidades —contestó Mary sin perder la calma—. Tal vez tengan un comprador para un bebé como el mío... Parece que es bastante frecuente durante los últimos tiempos. Por otra parte, hemos heredado una cantidad relativamente grande de un tío de Nueva Orleans.
— ¿Quién está al corriente de eso?
—Para empezar, todos los lectores de la «Gazette». Han publicado un artículo sobre el asunto... Incluso aparecía una foto de Mary con T'weeny en los brazos —dijo la madre de Mary.
—Bueno. Si es un rescate lo que quieren, no tardarán en dar señales de vida. Voy a ordenar que intervengan su teléfono —dijo cogiendo el auricular y marcando un número. Dio las instrucciones necesarias y colgó. En aquel preciso instante, su colega apareció por la escalera— ¿Qué hay?
—Dice que en su país traerían inmediatamente perros policías.
— ¿Y no te ha explicado cómo funciona la guillotina? —se burló el detective—. Bueno. Pide los perros. Nunca se sabe...
Los dos hombres ayudaron a la madre de Mary a escoger fotos de Tweeny y en ese momento el doctor Brendon atravesó nuestro césped corriendo y entró como una exhalación en la casa.
— ¿Quién es usted? —preguntó el comisario levantándose.
— ¿Y... y ustedes? —tartamudeó el doctor Brendon.
—lnspectores de policía, doctor —explicó Mary—. Ha sucedido algo espantoso.
— ¿Entonces es verdad?
— ¡Silencio! —gritó el detective—. Repito: ¿quién es usted?
—El doctor Brendon... Un vecino —dijo la madre de Mary—. Es nuestro dentista y Tom lo conoce. ¿No es cierto, Tom?
—Déjele hablar a él, si no le importa. Díganos lo que sepa, doctor.
—Acabo de recibir una llamada telefónica.
— ¿De quién? ¿Sobre qué?
—De una mujer. Me ha dicho que Tweeny estaba sano y salvo y que pronto recibirán instrucciones concernientes a la suma necesaria para el rescate del niño y al modo de hacérsela llegar...
—Doctor... ¿quién era? —dijo Mary llorando—. ¡Oh! ¡Mi niño!
— ¿Por qué le ha telefoneado a usted? —preguntó el detective.
—No tengo ni la menor idea... Tal vez los raptores supieran que ya estaba la policía aquí.
— ¿Y se han servido de usted como intermediario? ¡Hum...! ¿Cuál es su número de teléfono, doctor? Vamos a hacerlo vigilar.
— ¡Y que no vuelvan a telefonear! No, no... Seguramente hemos cometido una tontería al avisarles —dijo Mary, al borde de la crisis de nervios—. Doctor Brendon, responda que estoy dispuesta a dar todo lo que tengo, pero que no le hagan nada malo al niño.
—La mujer no ha dicho nada de volverme a llamar... ¡Oh! ¿Qué debo hacer?
—Deme su número de teléfono.
Un minuto más tarde, el detective hablaba con un ingeniero de comunicaciones.
— ¿De dónde venía la llamada? —preguntó por encima del hombro al doctor.
—No tengo la menor idea.
— ¿Y a qué hora dice usted que fue?
—Hace unos cinco minutos. He venido inmediatamente.
El detective añadió algo, esperó un momento y colgó.
—Es extraño —dijo hablando consigo mismo, mientras al ver la furiosa mirada que le dirigió la madre de Mary, volvía a meterse en el bolsillo el tabaco y las cerillas—. Es extraño. En la central dicen que no le ha llamado nadie esta mañana.
— ¿Quién dice eso? ¿Cómo pueden saberlo? Mi teléfono es automático.
—Ya lo sé —contestó el detective en tono pensativo.
— ¿Qué debo hacer si vuelven a telefonearme o si se ponen en contacto conmigo de cualquier otra forma?
—Tomar el mensaje.
— ¿Pero cómo sabré que se trata de los verdaderos raptores?
«¡Qué imbécil!», pensé echándole una ojeada. ¿Quién puede interesarse en semejantes detalles? El doctor ni siquiera me había mirado al entrar, pero nada raro había en ello. Debido a razones desconocidas, nunca había sentido el menor afecto por mí. ¿Tal vez era porque no veía la menor posibilidad de endosarme una dentadura postiza?
—Confíe en ellos. No les faltarán ideas...
— ¿No cree usted que sería mejor pedirles una demostración de que el niño de la señora Palmer se encuentra verdaderamente en su poder?
—Pídales lo que le dé la gana —dijo con visible malhumor el detective mientras echaba un vistazo por la ventana.
—Algo que le permita identificar al niño, señora Palmer —siguió el dentista—. Uno de sus zapatos o... ¿Uno de sus zapatos le parece bien? ¿Qué opina usted, señora Palmer?
Un automóvil descendió la calle, dio un giro brusco y entró a toda velocidad en nuestra avenida, frenando al lado de la casa.
—Ahí están los perros —dijo el agente.
No había más que uno, pero se trataba de un animal magnífico, de un gigantesco pastor alemán, seguido de un individuo rechoncho y de pelo gris, que le sujetaba por la correa. El individuo en cuestión me dirigió una sonrisa al ver que su perro, ya suelto, venía hacia mí moviendo la cola. Después le llamó desde el otro lado de la mesa.
— ¡Ven aquí, Chuck!
El perro obedeció a disgusto.
En la habitación flotaba el mismo olor extraño que me había llamado la atención un poco antes. El doctor Brendon se había colocado en el centro de la habitación, del lado de la mesa donde yo estaba, y me reí pensando que sin duda tenía miedo de Chuck... ¡Entonces, repentinamente, se hizo la luz en mi cerebro!
No sólo reconocí el olor, sino también comprendí por qué el dentista había hablado del zapato de Tweeny. ¡Y aquel imbécil de perro policía se quedaba quieto sobre sus cuartos traseros, sin apartar los ojos de mí y agitando la cola con estremecimientos de simpatía!
No había tiempo que perder. Mary acababa de subir al piso de arriba en busca de una de las mantas de Tweeny, con objeto de hacérsela oler al perro policía, y yo tenía serias razones para pensar que el dentista iba a dar por terminada su visita. No quedaba, pues, margen alguno de elección. Con o sin reumatismo, debía actuar rápido y seguro. No podía permitirme el lujo de una debilidad. Me daba cuenta de que el dolor sería casi irresistible, pero había que pasar por él.
Contraje las mandíbulas y puse mis fatigados músculos en tensión. El dolor, efectivamente, me obligó a hacer una mueca. No tenía que ir muy lejos, pero el problema no estaba en el desplazamiento, sino en no soltar la presa una vez que la hubiera cogido. Sentí que se me erizaban los pelos de la nuca. Y cuando me preparé para saltar, mi corazón latía con más fuerza de lo acostumbrado.
— ¡Abuelo! ¿Qué haces? —dijo Mary mientras Brendon se volvía e intentaba desprender su chaqueta de mis mandíbulas.
— ¡Dígale a su perro que me deje en paz! —gritó tirando desesperadamente de la chaqueta. Pero yo la tenía bien sujeta entre los dientes. Y estaba decidido a no soltarla hasta que el bolsillo se desgarrase.
Cuando me golpeó en la cabeza, no pude evitar un gruñido. Pero aquello fue su perdición porque, tras golpearme por segunda vez y enviarme trastabillando a través de la habitación, Chuek saltó hacia él y, antes de que su dueño tuviera tiempo de llamarle al orden, atrapó la muñeca de Brendon. Entre los dos conseguirnos arrinconarle contra la mesa y la butaca. A decir verdad, era Chuek quien conocía todos los trucos para hacerle caer. Y cayó, precisamente, sobre mí, a pesar de lo cual no solté el bolsillo ni su contenido.
Evidentemente, no podía hacer otra cosa que apretar, tirando con todas mis fuerzas, gruñendo cuando se me torcía el cuello y esperando a que el bolsillo cediera. De todas formas, comenzaba ya a debilitarme, cuando el policía vino en mi ayuda.
— ¿Qué tiene en ese bolsillo, doctor? —preguntó.
En aquel instante comprendí que podía soltar mi presa.
—Nada... —dijo Brendon, al que le temblaba todo el cuerpo.
—Vamos a verlo.
El agente hundió la mano en el bolsillo del dentista y sacó el zapato de Tweeny.
Tom desenfundó inmediatamente el revólver y lo apoyó en la espalda de Brendon.
— ¡Deprisa! ¿Dónde está Tweeny?
—En... la parte de atrás de...
— ¿Dónde?
—... en la parte de atrás de mi coche.
—Guarda el revólver y ve a ver —dijo el detective.
Pero Tom estaba ya a mitad de camino.
Transcurrió algún tiempo antes de que los dos médicos llamados al efecto consiguieran despertar a Tweeny. Y sólo entonces bajaron Mary y su madre a acariciarme y a llorar conmigo. Mis pobres músculos me dolían por todas partes. Tuve que gemir lamentablemente para que me dejaran en paz. Por otra parte, de ellas se desprendía un olor muy desagradable. El mismo olor que había notado por la mañana y que flotaba más tarde en torno al doctor Brendon. Tweeny estaba como embebido en él. ¡Apestaba! Y continué percibiéndolo durante varios días. Hasta mucho tiempo después no comprendí que era el olor del anestésico utilizado para dormir al niño.
—Abuelo, mi buen perro, mi maravilloso perro —dijo Mary inclinada sobre mí y sollozando.
Existía un cojín muy blando sobre una silla, cerca del piano... Un gran cojín de seda amarilla. «Siempre se puede intentar», pensé. Descendí de la butaca con precaución, porque me dolían mucho las patas, fui hasta la puerta de la habitación contigua y la arañé. Mary acudió enseguida a abrirla. Su estado de ánimo, aquel día, la llevaba a abrir todo lo que se cruzaba en su camino. Entonces clavé en ella una mirada de tristeza, poniendo en mi ojo derecho toda la angustia del mundo (debo explicar que soy tuerto), caminé lentamente hasta la silla sobre la cual se encontraba el cojín y tiré de él con gran delicadeza.
— ¿Conque esas tenemos, Abuelo? ¿Te gustaría tener el hermoso cojín de mamá, eh? ¡Vaya un pillastre de perro! —dijo sin dejar de llorar.
La seguí agitando suavemente la cola... Suavemente, porque hasta aquel gesto me resultaba penoso. Mary transportó el cojín, lo colocó sobre la enorme butaca arrimada al fuego y me ayudó a subir a ella.
Fin