TRÍO EN UN HURACÁN (Theodore Sturgeon)
Publicado en
agosto 03, 2014
Yancey, a quien habían matado una vez, estaba acostado, muy quieto, con el brazo extendido sobre la almohada, mirando cómo la luz de la luna jugaba con el color de los cabellos de Beverly. El pelo de ella le caía a él sobre el hombro y el pecho. Yancey sintió la presión del cuerpo cálido. Se preguntó si ella estaría dormida, si ella podría dormir, con aquel ruido de marejada y viento a la luz de la luna que golpeaba el hotel. Las olas se estrellaban en los arrecifes bajos, ululando al correr entre las piedras labradas por el mar, alzando grandes y plateados fantasmas de espuma en el aire desgarrado y ruidoso. Se preguntó si ella podría dormir, con aquel rostro redondo y suave, tan cerca de los latidos de su corazón. Deseó que el corazón se le calmara, no golpeara por lo menos más que la tormenta, y así ella podría confundirlo con la tormenta misma. Deseó poder dormir. Durante dos años le había alegrado no dormir. Ahora deseaba poder hacerlo; le tranquilizaría el corazón.
«Beverly, Beverly —gritó silenciosamente—, ¡no mereces esto!» Deseó que la cama fuese más grande, y poder alejarse fácilmente de ella, ser un grito entre otros gritos, fundiéndose con el silbido y la rompiente y aquel desagradable gruñido de la locura del mar.
En la otra cama, Lois se movió inquieta bajo la sábana nueva. Yancey la miró sin volver la cabeza. Lois era unas largas líneas bajo el blanco oscuro; su cara y su pelo, dos distintas oscuridades sobre la almohada. Lois era delgada y sombría. Beverly era feliz, abierta, y se movía como la pelota saltarina de brillantes colores que acompaña a la música en los teatros, saltando a lo largo de las canciones. Lois caminaba como si no tocase el suelo, y los tonos de su voz eran como los tonos de su piel y las ropas que ella prefería, oscuras y suaves. Tenía unos ojos grandes y secretos, y el rostro era un témpano flotante. La nariz, y las comisuras de la boca, y a veces la leve armonía entre el movimiento de un hombro y una ceja, sugerían un calor submarino y una fuerza fácil y consciente, nunca dormida, nunca entregada al sueño. Lois... una síntesis de sutilezas, misterios, delicados aromas y risas suaves y enigmáticas.
Lois se movió otra vez. Yancey supo que ella miraba también tensamente la abigarrada oscuridad. La luz lunar que entraba en círculos de espuma borraba los detalles, pero Yancey tenía la cara de Lois en la memoria. Sabía cómo apretaba los labios, y cómo las comisuras de la boca se le curvaban suavemente a pesar de la tensión. Yancey se sentía profundamente perturbado cada vez que oía el crujido de la sábana cuando ella se movía, pues si él podía oír eso por encima de la tormenta, ¿cómo no iba a notar Beverly esos golpes del corazón?
En seguida sonrió. Por supuesto, Beverly no oía como él; no veía, no sentía, no pensaba con toda la mente. Pobre Beverly. Pobre pajarito, brillante, suave y fiel, más esposa que mujer, ¿cómo puedes competir con alguien que es más mujer que... nadie?
Mejor, esto era mejor que esa terrible alegría que se parecía a la rabia. El corazón empezó a obedecerle, y Yancey volvió ligeramente la mejilla para rozar el pelo de Beverly. La piedad, pensó, une siempre —uno puede sentir el desamparo de ser inerme—, mientras que la rabia, como la pasión, está separada de su objeto, y es algo solitario.
Estaba tranquilo ahora, y sin moverse se dejó caer flojamente en la noche de tormenta, abandonándose al resplandor y a sus móviles pensamientos. Más que a nadie en la tierra, estaba seguro, le alegraba estar vivo, y disfrutaba perpetuamente de estar vivo, despierto y consciente, consciente de su cuerpo, y cómo descansaba, y dónde, y cómo se le deslizaba a la vez parecido a una gaviota en el viento de la mente, dócil, dominado. Quizá disfrutaba sobre todo de la parte oscura de sus días inacabables, oculto tras una cobertura y los párpados cerrados. Durante el día vivía con aquellas cosas que, si lo deseaba, podía dominar; por la noche vivía con lo que dominaba. Podía llamar a una sinfonía, podía hacer que un silogismo se pusiera de pie y esperara; podía barajar una pila de lugares, ordenar en abanico una serie de caras, elegir una y descartar el resto. Sus recuerdos eran siempre perfectos cuando se remontaba hasta el día en que lo habían matado; más allá, sólo excelentes. Usaba esos recuerdos ahora como una medicina para su rebelde corazón, para que Beverly pudiese dormir, y así, dormida, no se enterara.
Y como la idea de que Lois estaba allí era insoportable, dejó que la mente lo llevara al tiempo en que Lois era sólo un secreto. Ella había sido una explosión en su interior, una presión, y una suerte de culpa; pero todo lo que ella había sido era también algo que él podía contener, y nadie lo sabía. Así que retrocedió aún más, hasta su renacimiento, retrocediendo por el tiempo en que había estado muerto y aún más allá, cuando había visto a Lois por vez primera, el tiempo en que un hombre con un trabajo, y una mujer, y una sosegada existencia gris, había descubierto ese especial asombro.
Había un lago, y unas cabañas baratas que agachadas en fila sorbían sus aguas. Había una hostería, con sus patas delanteras en el agua, sentada en la falda de una loma. Había botes y una balsa, una astillada plataforma de baile, y un bar que vendía toda la escala inferior de las bebidas, hasta la cerveza.
Yancey, con poco dinero y sólo dos semanas de tiempo, había alquilado allí una cabaña. Esperaba poco del lugar, resignado altruismo de que un cambio de ambiente es ya unas vacaciones. Su vida había alcanzado una meseta —una meseta larga, estrecha, ligeramente inclinada— donde los horizontes estaban muy cerca y marchar era fácil. Tenía un empleo seguro que por la química del paternalismo aumentaría de valor con los años, pues una gran empresa sólo exige de la masa de sus empleados que sigan siendo como son.
Había estado casado siete años con la alegre y paciente Beverly, que estaba contenta con él. Había habido un tiempo en que habían luchado por adelantarse uno a otro en la tarea de compartir la vida, y un tiempo más largo en el que habían tenido muy poco que decirse, y que los había hecho vagamente desgraciados, y en el que habían vivido con una suave e inexpresable sensación de pérdida. Y al fin habían descubierto ese código ideado por casi toda la gente para comunicarse con sus poco interesantes familiares: charla común, frases sin terminar, débiles sonidos de interrogación y exclamativos, y la presencia —como algo opuesto a la ausencia— del silencio. Para Yancey y su mujer la vida no era insulsa —no corría de acuerdo con ningún plan—, pero sus latidos no superaban ciertos cómodos límites.
Esa falta de plan (¿pues por qué hacer planes cuando la vida es tan segura?) fue causa de que llegasen tarde al lago. El mapa del año anterior no incluía las docenas de caminos que la aparición de la carretera había cerrado; de algún modo Yancey no había tenido oportunidad de colocar la rueda auxiliar, y naturalmente pincharon un neumático; luego tuvieron que retroceder, porque Yancey había olvidado la libreta de cheques, y naturalmente llovió. Había llovido toda la noche y todo el día anterior, y cuando entraron en el camino del lago eran más de las once de la noche y todavía llovía. Subieron hasta la casa, donde en una madera que brillaba bajo el agua, se leía borrosamente: OFICINA. Yancey se alzó el cuello de la chaqueta y zambulléndose en la lluvia subió corriendo los escalones de madera. Nadie respondió a sus golpes, y descubrió un cartón empapado entre el marco de la puerta y un panel. Trató de leerlo y no pudo. Fue hasta los escalones y llamó.
—¡Bev! ¡Ilumíname con el reflector! Beverly, entre el ruido del motor y el golpeteo de la lluvia en la capota, oyó una voz, pero no entendió las palabras. Apagó el motor y bajó la ventanilla.
—¿Qué?
—La luz. El reflector. Ilumíname.
—Beverly así lo hizo, y Yancey volvió hasta la puerta y se agachó junto al cartón. Al cabo de un momento volvió al coche y se sentó, chorreando agua.
—Están acostados —dijo—. En la cabaña catorce.
— ¿Cuál es la nuestra?
—No sé. No lo dijeron. Sólo confirmaron que nos reservaban un lugar. Tendremos que despertarlos.
—Apretó el botón del encendido. Una y otra vez.
Cuando no hubo más respuesta que un clic y un gruñido, Yancey se reclinó en el asiento y resopló con fuerza por la nariz.
—Se mojaron los cables, parece.
— ¿Qué haremos?
—Caminar. O quedarnos aquí.
Beverly tocó el hombro empapado de Yancey y se estremeció.
—No puede ser muy lejos... Tendremos que llevar una maleta.
—Muy bien. ¿Cuál?
Beverly pensó un rato.
—La marrón, pienso. Creo recordar que tengo ahí la bata.
Yancey se arrodilló en el asiento, rebuscó atrás y encontró a tientas la maleta.
—Será mejor que apagues las luces. Y cierres el encendido también.
—El encendido está cerrado —dijo Beverly titubeando.
—¡Qué!
—Cuando estabas en el porche. No podía oírte. Y lo cerré.
La gente casada que se comunica por medio de gruñidos y silencios tiene esa ventaja: el fastidio, como la satisfacción, puede ser expresado con poco esfuerzo. Yancey calló, simple y totalmente.
—Oh, Señor —dijo Beverly. Y en seguida, defensivamente
—¿Cómo podía saber yo que no lo habías abierto otra vez?
Yancey se contentó con emitir un gruñido. Beverly se hundió en el asiento.
—Ahora toda la culpa es mía —murmuró.
La frase era algo más que un reconocimiento de los hechos. Significaba también que ella sería responsable de toda incomodidad que pudiese esperarlos en el futuro próximo, y que los retrasos y las exasperaciones del día serían también cargados a su cuenta, y al fin sería culpable de todo y por todo. Yancey siguió callado. Cualquier cosa que pudiese decir beneficiaría a Beverly; decir esto sería perdonarla; aquello otro, darle la posibilidad de defenderse o contraatacar. Pero no había nada de vengativo en su silencio. No le importaba que ella aceptase o no su culpa, mientras no se discutiera la inocencia de él. Para decirlo de otro modo: en esta etapa los miembros de un matrimonio aunque no son necesariamente enemigos tampoco son amigos.
Dejaron el coche por sus puertas respectivas y la lluvia aumentó inmediatamente como si hubiese estado esperándolos. Las esporádicas ráfagas de viento murieron de pronto, y el agua pareció ocupar el sitio del aire. Le corría a Yancey por la espina dorsal, le golpeaba los ojos, lo salpicaba de barro hasta las rodillas. Caminó tanteando el guardabarros y el frente del coche hasta que tropezó con Beverly. Se apoyaron el uno en el otro, jadeando y esperando a que alguna especie de luz atravesara el seseante diluvio. Algo vieron al fin, un húmedo resplandor sobre el lago, con el débil eco de un trueno, y echaron a caminar a lo largo de la costa y las cabañas.
Los visitantes del lago lamentaban a veces que las cabañas estuviesen demasiado apretadas. Era evidente que tales quejosos nunca habían recorrido la fila de cabañas bajo el negro carbón de una lluvia de verano. Cada cabaña ostentaba un poste con un número de madera arriba. Yancey y Beverly leían los números con las puntas de los dedos, arrugadas por la lluvia, y les parecía como si entre un poste y otro hubiese por lo menos un kilómetro de distancia. No trataban de hablar; sólo susurraban algún número cuando examinaban ocasionalmente los postes. Esto bastaba para que la misma exasperación se adormeciese. Despertaron sólo al llegar a la cabaña 12, pasar de largo la siguiente, y descubrir que la próxima, que debía ser la 14, era la 15.
— ¡Quince! ¡Quince! —gimió Beverly—. ¿Dónde está la catorce? ¡Desapareció!
— ¡Qué va! —gruñó Yancey enjugándose inútilmente el agua que le corría por la boca—. La dejamos atrás.
Miedo de dar el número trece a una cabaña. Superstición. Bueno —añadió— Tenía que ser una mujer quien administrara este sitio.
Beverly abrió la boca —un rápido jadeo ante esta injusticia—, pero le entró tanta agua como aire y sólo pudo toser débilmente. Rehicieron el camino hasta la sombra oscura de la cabaña 14. Yancey dejó caer ruidosamente la maleta en el pequeño porche.
—¡Yancey! ¡Despertarás a todo el mundo!
Yancey la miró y suspiró. El suspiro decía: « ¿Para qué habremos venido?».
Golpeó la puerta y se apretaron contra ella tratando de que el decorativo alero los amparara de algún modo. Se encendió una luz, se movió un pestillo y dieron un paso atrás en la lluvia. Y nada, nada le dijo a Yancey que en ese segundo una línea cruzó su vida, de modo que en adelante su biografía se dividiría en dos partes, antes de Lois y desde Lois, con sólo una cortina de lluvia y una puerta entre ellas.
La puerta se abrió, de par en par.
—Soy Yancey Bowman —dijo Yancey—, y ésta es mi mujer, y nosotros...
Y entonces vio el rostro de ella, y se le apagó la voz. Rápidamente, sin esforzarse, Lois quebró el repentino silencio, haciéndolo imperceptible.
—Entren, ¡entren!
Con un rápido movimiento de balanceo le sacó a Yancey la maleta de la mano, dio media vuelta para alcanzar el pestillo bajo la lluvia e hizo entrar a la pareja.
Yancey y Beverly se quedaron boqueando y chorreando, mirando a la mujer. Llevaba una larga bata marrón, con un cuello alto, como una golilla isabelina; la tela le caía sobre los hombros anchos y delgados con la estática fluidez de un salto de agua, siempre en movimiento, aunque ella estuviese quieta. La mujer se volvió ligeramente, inclinándose al dejar la maleta en el suelo, y Yancey vio que los anchos hombros eran hombros realmente y no hombreras, y el resplandor de un pie desnudo le dijo que aquella mujer lo miraría sin vacilar a los ojos.
Beverly habló, o empezó a hablar. Yancey se volvió y vio una figura húmeda, regordeta y sumamente familiar.
—No sabíamos qué cabaña...
—No se preocupen —dijo Lois—, tenemos dos semanas para explicarnos todo. Lo más importante ahora es que se saquen esas ropas húmedas, los dos. Calentaré un poco de café.
—Pero, pero, pero no podemos...
—Pero pueden —dijo Lois—. Ni una palabra más. Adelante. —Los empujó hacia un pasillo que se abría a la izquierda. — Ahí hay un baño. Dense una ducha. Una ducha caliente.
Sin una pausa sacó unas gruesas toallas de un estante y las puso en las sorprendidas manos de Beverly. Luego se adelantó y encendió la luz del cuarto de baño.
—Les traeré la maleta.
Lois desapareció y volvió antes que Beverly tuviese tiempo de emitir otra sílaba.
—Dense prisa. Que no se enfríen las tostadas.
—¿Las tostadas? —chilló Beverly—. Oh, no, por favor, no se moleste en...
Pero ya estaba en el cuarto de baño con Yancey y la puerta cerrada, y los rápidos pasos de Lois que se alejaban por el pasillo parecían responderle como una risa.
—Bueno... —dijo Beverly—. Yancey, ¿qué podemos hacer?
—Como dice la señora, me parece. —Yancey hizo un ademán.— Tú primero.
—¿Una ducha? ¡Oh, no podría!
Yancey empujó a Beverly hasta la bañera y le movió la cara hacia el espejo.
—No te dolerá.
—Oh, oh... qué cara la mía. —Beverly dudó un segundo más y murmuró:— Bueno...
Se quitó por la cabeza el vestido empapado.
Yancey se desnudó lentamente mientras Beverly chapoteaba bajo la ducha. El vapor empañó el espejo y ella se puso a tararear, feliz. El cerebro entumecido de Yancey seguía recreando la figura de Lois, tal como había aparecido ante él, enmarcada por la luz de la lámpara, luz enmarcada a su vez por el oscilante halo de plata de la lluvia. Su mente formaba la imagen y se alejaba, la formaba otra vez, y otra vez retrocedía. Sólo miraba y volvía a mirar, no juzgaba. En su mundo no había nada parecido; dudaba, en ese momento, que pudiera haberlo. Su único pensamiento analítico era una mera cuestión académica, para la que no tenía respuesta ningún proceso mental, entre los que él conocía entonces: ¿cómo una mujer podía ser tan rápida, tan decidida y sin embargo tan extraordinariamente serena? Su voz le había llegado como a través de unos auriculares, directa, y con una suerte de plenitud, pero sin que pareciese alcanzar las paredes. Cualquier otra persona en similares circunstancias hubiera rugido como un sargento.
—No cierres el agua —le dijo a Beverly.
—Muy bien —dijo Beverly. Sacó un brazo entre las cortinas y Yancey le alcanzó una toalla—. Mmm, magnífico —dijo ella mientras salía frotándose vigorosamente el cuerpo—. Me siento como si me hubiesen secuestrado, pero estoy contenta.
Yancey se metió bajo la ducha y se enjabonó. El agua caliente le reanimó la piel helada; sintió que se le aflojaban los músculos, que no había sentido entumecidos. Era indiscutiblemente la mejor ducha que se había dado en su vida, hasta que oyó un débil y trágico gemido de Beverly. Conocía el sonido y suspiró.
—¿Qué has hecho ahora! —preguntó con una elaborada paciencia en la voz.
Cerró el grifo y miró a su mujer a través del vapor. Se había puesto una toalla en la cabeza, como un turbante, y la pálida bata azul de felpilla le colgaba de los hombros.
—La negra —dijo Beverly.
—Dame una toalla. ¿La negra qué?
—La maleta. Aquí están todas las cosas de playa. No hay nada tuyo salvo tus bañadores.
Luego de un apropiado silencio, Yancey dijo: —Ésta es tu noche. —Oh, Yancey, lo siento.
—Yo también lo siento. —Yancey miró fijamente a su mujer, que pareció encogerse.— Me pondré otra vez esa ropa mojada.
—¡No puedes!
—¿Se te ocurre algo mejor? No voy a salir con bañador.
Se oyó un golpe en la puerta.
—¡La cena está servida!
Antes que Yancey pudiese detenerla, Beverly se quejó con un triste balido:
—¿Sabe qué he hecho? ¡Me equivoqué de maleta, y no hay nada aquí para mi marido, salvo el bañador!
—¡Muy bien! —dijo aquella suave voz al otro lado de la puerta
—Que se lo ponga, y salgan en seguida. Ya he servido el café. —No hubo respuesta y Lois rio suavemente.— ¿Vienen ustedes a la playa a vestirse de etiqueta? ¿No esperaban mostrarse en traje de baño? Vamos —añadió con tal calidez que, a pesar de sí mismos, Yancey y Beverly sonrieron tímidamente.
—En seguida —dijo Yancey, y sacó el bañador de la maleta abierta.
En la sala, la mujer había encendido un fuego que en ese momento empezaba a animarse mordiendo un leño. Había una mesa puesta, de un modo sencillo y atractivo; pequeños manteles grises, copas negras, candelabros de hierro y velas negras. El café humeaba en una jarra de vidrio, y la tostadora eléctrica tosió una vez y arrojó dos tostadas de pan inglés, justo cuando ellos se sentaban. Lois salió de la cocina con un azucarero negro. Se deslizó inclinándose detrás de ellos. Un brazo largo puso el azucarero en la mesa, el otro tocó el hombro desnudo de Yancey. Algo...
Algo ocurrió.
En la otra cama Lois se volvió bruscamente, enfrentándolo. Alargó el brazo hacia la mesa de noche, entre las dos camas, y buscó un cigarrillo. El viento murió en ese instante, tomando aliento para el chillido próximo, y en el sacudido silencio una enorme ola rompió en el acantilado de allá abajo. Lois frotó una cerilla, y la luz y la explosión de agua golpearon a Yancey con un solo y desgarrador acorde. Endureció el cuerpo. En el enceguecedor resplandor del fósforo, el rostro de Lois pareció saltar hacia él... un pedazo de máscara, centrada en el arco de una ceja, bajo la frente lisa, y la contraparte en miniatura de la frente en el suave párpado cerrado. Los arcos eran estables, sin tacha; arcos que hubieran podido sostener una fuerte y maravillosa estructura si uno pudiera solamente... solamente...
El pensamiento de Yancey se perdió en el globo brillante del cigarrillo de Lois, que fumaba ávidamente, con demasiada rapidez, parecía. Lois dio al resplandor amarillo la forma de un cono puntiagudo; el humo debía llegar a su boca áspero y caliente. Áspero y caliente. Yancey se humedeció los labios.
Sintió que una ola de furia crecía en él, como el mar afuera. La furia subió al acercarse a la rompiente, creció y estalló. Pero la rompiente podía transformarse también en espuma y niebla, y dispersarse, y él sólo podía apretar los dientes y hundir la cabeza en la almohada, pues no debía despertar a Beverly.
Aquello era tan... injusto. Beverly le daba todo lo que él quería. Siempre lo había hecho, especialmente desde aquella vez en el lago. Especialmente desde... Su capacidad de dar lo asombraba, lo angustiaba casi. Daba en todo lo que ella hacía. Su canto era una efusión. Reía con todo su ser. Su simpatía era rápida y total. Beverly daba constantemente, a él más que a nadie o nada en el mundo. Eran —ahora— un matrimonio tan bueno como era posible. ¿Cómo, entonces, podía haber sitio en él para eso... esa cosa, esa aguda, compulsiva conciencia de Lois? ¿Cómo podía haber esta terrible diferencia entre «desear» y «necesitar»? ¡No necesitaba a Lois!
La furia se apagó. Dobló el brazo y le tocó el pelo a Beverly. Ella se movió, volviendo la cabeza a un lado y a otro, acercándola más al hombro de él. Esto no puede ser, pensó Yancey desesperadamente. ¿No soy acaso el hombre con cabeza? ¿El hombre que no puede ser llevado de un lado a otro, a quien nada sorprende?
Vuelve, Yancey. Vuelve al sitio donde tú mundo estaba colmado de Lois y tú podías dominarlo. Si podías hacerlo entonces, con un décimo de la mente que tienes ahora, entonces por qué... por qué no puedes... ¿por qué el corazón te golpea de ese modo?
Cerró los ojos, defendiéndose de la ronca plata de la noche y el capullo del cigarrillo de Lois. Vuelve, exigió, vuelve nuevamente. No a la mano en el hombro. Después. La lluvia amainaba y se escurría entre los guijarros, hasta su cabaña, la próxima. Ese momento. Ese... ah. Ahí estaba otra vez. Había retrocedido dos años, sintiendo de nuevo qué era ser capaz de tener a Lois para uno mismo, y sentir que el corazón golpeaba normalmente.
¡Imposible! Pero lo había logrado durante casi dos semanas. Lois en el trampolín del lago, luego pintada en el cielo, para siempre en el aire..., para siempre, pues su conciencia fotografiaba y clasificaba imágenes; en su memoria Lois colgaba bajo unas nubes. Y la contradanza, con un violín que rascaba desde el altavoz, y unos pies que golpeaban el piso de madera, y el grito ronco y feliz: «A la izquierda vamos y alrededor, haga girar a su compañera... y ahora a alguna otra... a alguna otra... otra...». Y la otra había sido Lois, dando vueltas exactamente con él, liviana y ágil en sus brazos, apareciendo y desapareciendo antes que él llegara a entender realmente que ella estaba allí, dejándolo con un nudo en la garganta y un rara sensación en la mano derecha, la que había apoyado en la espalda de Lois; parecía como si la mano no le perteneciese ya, como si las moléculas de ella y él se hubieran confundido.
Oh, y Lois interrumpiendo una pelea entre un veraneante y un hombre de la ciudad, acercándose suavemente, pasándole la mano por el pelo a uno y riéndose: una presencia donde no cabía la violencia; Lois metiendo el camión hábilmente, marcha atrás, entre las retorcidas columnas de una gruta de abedules... Y Lois haciendo inolvidables cosas sin importancia: el modo de sostener el tenedor, doblar la cabeza, retener el aliento mientras escuchaba algo. Lois vista a través de la ventana de la oficina, sonriendo para sí misma. Lois anunciando algo en el almuerzo, con una voz que parecía dirigirse a alguien en la hamaca de un porche, y que llegaba sin embargo a ochenta personas.
Lois caminando, de pie, escribiendo, llamando por teléfono... Lois viva; bastaba ese recuerdo.
Casi dos semanas así, de caminatas con Beverly, de desayunos, zambullidas, paseos en bote y cabalgatas con Beverly, amparado por las flemáticas comunicaciones familiares. ¿Qué diferencia había si su silencio era una relectura de la cara de Lois en vez de una reconsideración de la página de deportes? Ni una ni otra eran cosas que pudiese compartir con Beverly, entonces ¿qué diferencia había? En una época anterior del matrimonio ella podía haberse quejado del mismo modo que en la casa. Ahora, sin embargo, él era completamente —uno pudiera haber dicho invisiblemente— Yancey. Sólo Yancey, como siempre.
Pero aunque Yancey era capaz de contener sus sentimientos acerca de Lois, había allí una línea entre lo posible y lo imposible. No sabía exactamente cuándo o por qué cruzaba esa línea, pero así ocurría, y no había ya por qué negarlo.
Era un jueves (debían irse el domingo), y a la tarde Yancey le había pedido a Lois que fuera a la cabaña de ellos aquella noche. Lo dijo abruptamente; las palabras quedaron en el aire entre ellos, y Yancey las miró fijamente, asombrado. Quizá, pensó, bromeaba... y entonces Lois aceptó, gravemente, y él se fue.
Tenía que decírselo a Beverly, por supuesto, y no sabía cómo, y preparó, por adelantado, siete modos diferentes de manejar la situación, en respuesta a las siete posibles reacciones de ella. Todos, naturalmente, tendrían como resultado la visita de Lois. No podía predecir cómo sería exactamente la noche, algo raro en un hombre preparado siempre para cualquier alternativa, cuando le llevaba a Beverly algún invitado.
—Bev —dijo bruscamente cuando la encontró. Beverly jugaba con unas herraduras en el fondo de la casa—. Lois vendrá a beber algo después de cenar.
Beverly lanzó una herradura, miró cómo aterrizaba, saltaba y caía, y se volvió hacia Yancey. Tenía los ojos muy abiertos —bueno, como siempre— y sus brillantes superficies le recordaron a Yancey la cara brillante de un espejo. ¿Qué diría ella? ¿Ya cuál de las siete respuestas debería recurrir él para vencer su resistencia? ¿O tendría que improvisar allí mismo una octava?
Beverly bajó la vista, tomó otra herradura, y dijo:
—¿A qué hora?
Así que Lois fue; llamó a la puerta con un golpe leve y firme que Yancey creyó sentir en la base de la lengua. Si más tarde perdía algo de su firmeza sería porque en aquel momento aún estaba edificándola. Dejó que Bev fuese a la puerta.
Que Beverly, pensó, en beneficio de Beverly, no se permita estar en la misma habitación con Lois. Lois entró y llenó la habitación, pero no como una multitud; Lois retrocedió y se sentó en un sillón como llevada por cosas con alas; su cuerpo creció en los almohadones, respirando como una planta submarina. Y Beverly saltaba de un lado a otro con vasos y hielo y hablaba... hablaba. Lo que Lois hacía era diferente; Lois conversaba. Yancey, opacamente sentado, no colaboraba, observaba, y pensaba sus propios pensamientos. Era dolorosamente consciente de muchas cosas, pero sobre todo de que Lois trataba —con éxito completo, le parecía a él— que Beverly se sintiese cómoda. No se esforzaba por él, y él se dijo a sí mismo, con orgullo, que así debía ser; ellos se entendían, y tenían que facilitarle las cosas a la pobre Beverly.
Se recostó en su asiento, casi adormilado, empapándose de la presencia de Lois como si ella fuese el sol y él se estuviese tostando poco a poco.
Luego estuvieron solos en el cuarto cuando Beverly fue a la cocina, y luego Beverly gimió algo acerca del hielo, oh, pero los Johnson en la nueve debían de tener un poco, que nadie se molestara, volvería en seguida. La puerta de alambre se cerró ruidosamente, y los rápidos pies de Beverly descendieron, bam, bam, bam, los escalones de atrás, y dejaron de existir cuando se encontraron con agujas de pinos; todo esto en una brazada de momentos, y él se encontró a solas con Lois.
Se levantó y fue hasta el sofá y se sentó donde el mueble tocaba el brazo del sillón. Ese movimiento pareció consumir toda su energía; quería un cigarrillo, quería hablar. No podía hacer nada.
En ese silencio sintió sobre él la mirada de Lois. Se volvió rápidamente y ella bajó los ojos. Él se alegró, pues tenían las cabezas muy cerca, y nunca la había examinado de ese modo, lentamente. Se pasó la lengua por los labios.
—Sólo diez días —dijo.
Ella emitió una sílaba interrogativa.
—Conociéndola —dijo Yancey.
Se incorporó de pronto y se acercó a ella. Puso una rodilla en el ancho brazo del sillón de modo que el pie le quedó atrás. Se sentó sobre el talón, manteniéndose en equilibrio con el otro pie en el piso. Ella no se movió, y siguió mirándose las manos largas y morenas.
—Quiero decirle algo, Lois.
Una leve arruga le apareció y desapareció a Lois en la frente. No alzó los ojos.
—Es algo que nunca le dije ni siquiera a... que nunca le dije a nadie.
Lois se movió un poco. No levantó la cara, pero ahora él veía tres cuartas partes de su perfil. Ella esperó, quieta como una gota de rocío.
—La noche que llegamos. Usted hizo café y yo me senté a la mesa. Usted vino y dejó algo en la mesa... Usted me tocó.
Yancey cerró los ojos y se puso el brazo sobre el pecho y la mano en el hombro.
—Algo... ocurrió—dijo con desesperante dificultad.
Yancey era, en cierto modo, un ingeniero. Se puso a explicar, abruptamente, en un tono didáctico.
—No fue electricidad estática. No podía ser. Estaba lloviendo a mares afuera y el aire era húmedo. Usted estaba descalza sobre el piso de madera. No fue uno de esos fenómenos de conducción. Así que no fue nada... —Yancey abrió los ojos, tragó saliva.— Ni electricidad estática ni nada parecido —logró decir.
Luego calló, mirando a Lois.
El rostro de Lois, la máscara flexible, se quebraba como un témpano en una corriente cálida. Su frente era como una pendiente de nieve, con la huella de unas garras de gato. Tenía una lágrima en la mejilla izquierda, y la huella de una lágrima en la derecha, y se mordía el labio inferior. Las comisuras de la boca se le doblaban hacia arriba, como si sonriese, y una delicada arruga le cruzaba la mejilla. Lois no emitió ningún sonido. Se incorporó, con los ojos clavados en los ojos de Yancey, y así retrocedió hacia la puerta. Luego se volvió y desapareció, corriendo en la oscuridad.
Cuando Beverly volvió, Yancey estaba todavía un poco agachado, en equilibrio sobre el brazo del sillón.
—Cómo... ¿dónde está Lois?
—Se fue —dijo Yancey pesadamente.
Beverly lo miró. Le miró los ojos, el pelo, la boca, y otra vez los ojos, rápidamente. Luego fue hacia la cocina, y Yancey oyó que el hielo caía explosivamente en la pila.
—¿Pasa algo, Yancey? —preguntó Beverly.
—No pasa nada —dijo él incorporándose.
—Oh —dijo Beverly.
Retiraron los vasos y bandejas y se fueron a la cama. No se habló de Lois. No se habló de nada. Cumplieron en silencio el rito de acostarse. Apagaron las luces, y Yancey dijo:
—Ya estoy harto de este lugar. Vámonos mañana por la mañana, temprano.
Beverly calló un momento.
—Si tú lo quieres...—dijo al fin,
Yancey pensó que Beverly dormía mal. Él no durmió en toda la noche.
A la mañana siguiente se alejaron en el auto. Yancey manejaba furiosamente. Durante los primeros treinta kilómetros no pudo entender qué le pasaba, luego supo que era ira. En los siguientes setenta kilómetros no pudo encontrar sentido a esa ira. Nadie había hecho nada hasta entonces.
De cuando en cuando miraba de reojo a Beverly. Por lo general ella se reclinaba en el asiento, mirando adelante, el cielo, o el paisaje a los lados, o interiormente ese mundo en que ella vivía cuando callaban. Esa mañana, sin embargo, ella estaba sentada muy derecha, con los ojos fijos en el camino, de modo que Yancey entendía que corrían demasiado, y se sentía terriblemente molesto. Un impulso infantil le hizo aumentar la velocidad y se sintió más enojado aún.
Y al fin, con un sentimiento que era casi un alivio, encontró un objeto para su ira.
Beverly.
¿Por qué no decía ella: «Más despacio»? ¿Por qué había aceptado la visita de Lois? ¿Por qué era aún mansamente ella misma, mientras a él se le destrozaban las entrañas? ¿Por qué no se había opuesto cuando él decidió tan abruptamente que debían irse? «Si tú lo quieres», había dicho ella. «Si tú lo quieres.» ¿Qué clase de dignidad era la suya?
O... quizás a ella no le importaba, simplemente.
Si tú lo quieres... Advertía por primera vez que ésa era la ley de Beverly, su filosofía básica de la vida. Tenían cortinas rojas en la sala. Siempre habían tenido cortinas rojas en la sala. Bueno, a él le gustaban las cortinas rojas. Así lo había dicho. Y ella había puesto cortinas rojas.
La miró de reojo. Ella observaba el camino.
Yancey apretó un poco más el acelerador.
El lugar en que vivían, el trabajo que tenía él, la comida que comían, y probablemente las ropas que ella usaba... ¿Todo se elegía realmente de acuerdo con los gustos de él?
¿Eran realmente los gustos de él?
¿Tenían lo que él quería?
¿Por qué no? Beverly lo había decidido así.
Se rio, de modo que Beverly se estremeció violentamente. Yancey sacudió la cabeza como diciendo «No te lo diré» o también «Ocúpate de tus propios asuntos». Se había negado a encontrar alguna falla en esa nueva y sorprendente conclusión, y se sentía alborozado. Disfrutaba ahora de la velocidad, y del dominio del coche. Lanzó la máquina por el camino que cortaba la cima de una loma, y dobló hacia la pendiente donde chocaría con la nave del espacio y moriría.
Como ocurre a veces cuando se desencadena un huracán, el viento murió. Menos dócil, el mar siguió golpeando el acantilado. La noche era tan ruidosa como antes, pero el ruido, muy distinto, sorprendía como un repentino silencio. Lois torció entonces el cuerpo y apretó violentamente el cigarrillo en el cenicero de la mesa de noche. Con un seco susurro de las sábanas, se volvió de espaldas y suspiró. El suspiro se oyó apenas, pero sonidos semejantes se propagan más como luz que como sonido. Beverly despertó bruscamente, como un pez que salta en el agua, sólo para caer otra vez y girar en las superficies del sueño. Alzó la cabeza, volviéndola a un lado y a otro, como buscando algo, pero con los ojos cerrados aún.
—¿Hm? —dijo soñolienta.
Luego apoyó otra vez la cara en el pecho de Yancey, y ya no se movió.
Lo que yo debería hacer, pensó Yancey desordenadamente, sería sentarla, abofetearla hasta despertarla del todo, y decir: «Mira, Bev, escúchame. Me mataron aquella mañana del accidente. Estuve totalmente muerto, el difunto Yancey Bowman, RIP, y cuando me volvieron a la vida yo era distinto. Durante dos años has vivido con un hombre que nunca duerme, y una mente que nunca se equivoca y hace... puede hacer... lo que quiera. No esperes entonces que mi conducta sea una conducta común, Bev, o racional, basada en razones que tú puedas entender. Así, si yo hago algo que... que te lastima, no debes sentirte lastimada. ¿Entiendes?».
Por supuesto, ella no entendería.
¿Por qué, pensó desesperadamente, cuando me volvieron a la vida no plancharon esa pequeña arruga que permitió a Pascal escribir que «el corazón tiene razones que la razón no conoce»?
Gruñó suavemente. El corazón. Qué nombre disparatado.
Acostado de espaldas, observó en el cielo raso los movimientos de la luna en las aguas de la rompiente. Dejó que la mente le flotara en las vagas sombras, se confundiera con ellas, se quedara arriba, más allá de aquel insoportable e insoluble problema. Y gradualmente se encontró otra vez allí, dos años atrás, quizás impulsado por sus últimos pensamientos, quizá porque al revivir un tiempo con Lois (que él podía soportar) y un tiempo sin Lois (que no podía soportar) era un alivio entrar en un tiempo donde Lois, Beverly, y hasta Yancey Bowman, tenían muy poca importancia.
Cuando la nave del espacio dejó el suelo, recogió sus patas retráctiles, y el sedán de Bowman chocó con una de ellas. El coche siguió bajo la nave, cortado en dos por el borde chato de la pata, dejando un horroroso cuerpo ensangrentado al volante. La nave flotó indecisa un momento, y luego se movió hacia el lado del camino donde había quedado el destrozado automóvil, y se detuvo directamente sobre él. Bajo la nave apareció una abertura, que se abrió como el iris de una cámara. Hubo un leve torbellino de polvo y hojas, y lo que había quedado del coche se alzó del suelo y desapareció en el interior de la nave. La nave se deslizó luego hacia el claro del bosque donde había estado oculta. Allí descendió, se confundió con árboles y plantas, exteriormente silenciosa.
Yancey no podía saber exactamente qué le habían hecho. Había notado los resultados, por supuesto. Sabía que le habían reparado los órganos dañados, y que ciertos cambios habían mejorado el original. Le habían diseñado de nuevo, por ejemplo, las articulaciones de las mandíbulas, eliminando cierta tendencia a la dislocación, y se había iniciado en él un proceso que con el tiempo le suprimiría los quistes sebáceos que se le formaban e inflamaban a veces, desde la adolescencia. El apéndice vermiforme había desaparecido... No lo habían cortado; lo habían suprimido de tal modo que en caso de una autopsia parecería que no se hubiese formado nunca. Le habían reemplazado las amígdalas por razones que no podía entender, pero que, sabía, eran buenas. Por otra parte, anomalías como el pulgar de su pie izquierdo, torcido de nacimiento y ligeramente apoyado en el dedo vecino, y el ojo derecho que se le desviaba un poco a la derecha en los momentos de fatiga... no habían sido modificadas. El ojo era uno de los puntos más curiosos, pensó más tarde; no le habían tocado el pie; pero el ojo, en cambio, había sido restaurado con su defecto. Sus dientes también eran tan irregulares como antes, con empastes en los mismos sitios, aunque más reducidos. En suma, le habían cambiado sólo aquello que no podía verse.
No conocía, sin embargo, el porqué de todo aquello. Dentro de la nave había habido una atmósfera de simpatía y remordimiento que no había sentido nunca. Había habido respeto además, un respeto que abrazaba a todos los seres vivos. En un lugar del laboratorio de la nave, donde él yacía, había un pequeño estante con una cigarra, dos saltamontes, cuatro polillas estivales y un gusano, todos víctimas de su accidente. La estructura celular de estas criaturas, sus funciones orgánicas, sus procesos de reproducción y digestión fueron estudiados tan minuciosamente como los de él. En ellos también cambios y restituciones, y aquella ciencia increíblemente adelantada los dejó en las mejores condiciones posibles. Las mejoras parecían ser algo así como una retribución, una disculpa.
Y por supuesto, durante ese tiempo se suprimieron completamente las huellas que la nave podía haber dejado en la Tierra. Sin embargo, Yancey sabía que los extraños, quienesquiera que fuesen, cualquiera fuera el lugar de donde venían, hubieran sacrificado cualquier cosa, incluso se hubieran sacrificado ellos mismos, antes que interferir en la vida terrestre.
Descubriría más tarde que habían hecho con el coche algo similar a lo que habían hecho con él. Era indudable que si así lo hubiesen querido, habrían podido reconstruir el viejo sedán hasta convertirlo en un brillante milagro, capaz de volar y de funcionar toda una vida con una tacita de combustible. El aspecto del coche era el mismo de siempre; hasta con las manchas de herrumbre y el defecto en el parabrisas donde la humedad había atravesado las láminas del vidrio. Sin embargo, el coche era un poco más potente, un poco más económico; los frenos no se endurecían con el tiempo húmedo, y el encendedor de cigarrillos se calentaba unos pocos segundos antes.
¿Quiénes eran ellos? ¿De dónde habían venido? ¿Qué hacían allí, y qué aspecto tenían?
Yancey no lo sabría nunca. Sabía lo que ellos le habían permitido saber, y nada más. Hasta sabía por qué sabía tanto. Podían restaurarle la aplastada cabeza y el hombro, y así lo habían hecho. Podían mejorar algunas cosas, y las habían mejorado. Pero ni siquiera ellos podían predecir las situaciones en que él, Yancey, se encontraría en el futuro. Era muy importante para ellos, y lo sería para él, ocultar los cambios que habían introducido; o habría inevitables conflictos entre él y su sociedad. El mejor modo de ocultar esos cambios era que Yancey supiese qué había ocurrido, y se le prohibiera solemnemente contárselo a alguien. De ese modo él nunca podría realizar inocentemente algún milagro público, y luego no saber cómo explicarlo.
¿Qué milagros?
El mayor milagro, por supuesto, era el bajo impulso—resistencia de su sistema nervioso, incluido el cerebro. No necesitaba ahora repetir una y otra vez un pensamiento, como una rueda que abre un surco, para establecer una sinapsis y aprender algo. Sus reacciones físicas eran extremadamente rápidas. Recordaba todo a la perfección (desde que había dejado la nave) y tenía acceso a los recuerdos previamente almacenados.
Pero sus «cirujanos» parecían haber deseado sobre todo salvaguardar lo que en este mundo se había llamado Yancey Bowman. Nada—absolutamente nada— se había hecho para cambiar a Yancey Bowman en alguna otra cosa o algún otro. Funcionaba un poco mejor, pero funcionaba como Yancey Bowman; así los cambios en su sistema digestivo eran básicamente perfeccionamientos antes que sustituciones. Podía obtener más energía de menos comida, así como podía respirar concentraciones más altas de CO2. Podía ser, y era, Yancey Bowman más eficientemente que antes. De modo que nada había sido cambiado... y menos aún el torbellino que era su mente al morir.
La muerte alcanzó a Yancey una mañana de viernes, y a la misma hora de una mañana de domingo hubo una extraña escena, aunque sólo para algunos pájaros y una ardilla asustada. Saliendo de la tierra misma, la nave esparció un poco de humus, lo cubrió con una nieve de hojas recientemente caídas y flotó en el aire. Durante un momento corrió paralelamente a la desierta carretera. Luego se abrió una abertura en su vientre, y en el aire brillante descendió un avejentado sedán de dos puertas, con ruedas que giraban y el motor en marcha. Cuando tocó la carretera, apenas se levantó un poco de polvo, tan perfecta era la sincronización entre las ruedas y el movimiento hacia adelante.
El coche corrió por un camino que cortaba en dos la cima de una loma, dobló una curva y siguió su marcha, con Yancey Bowman al volante, dedicado a examinar interiormente las inalcanzables tonterías de su mujer.
¿Y hubo un momento de estupefacción cuando se descubrió vivo, y sin un rasguño, en un intacto automóvil? ¿Se volvió a mirar la mancha que se borraba a lo lejos, donde su vida había terminado y empezado otra vez? ¿Detuvo el coche a un costado del camino y llevándose el pañuelo a la frente estalló en un torrente de palabras que celebraba sus nuevos poderes? ¿No preguntó Beverly qué ocurría, y no perdió la cabeza cuando descubrió que el viernes era ahora domingo, y que para ella no había habido sábado en esa semana?
No, y no, y no. No hubo sorpresa, pues él estaba convencido hasta la médula de que las cosas eran como debían ser, que él no diría nada, y no debía volver la cabeza. En cuanto a Beverly, su silencio sobre el asunto probaba suficientemente que sus convicciones la adecuarían a la nueva situación.
Así que siguió conduciendo con excesiva rapidez y en un silencio excesivo, y su furia hirvió inútilmente hasta que al fin se concentró en algo más tranquilo y, de algún modo, más feo. Y entonces condujo con cuidado, y Beverly se reclinó en el asiento, volviéndose de cuando en cuando a inspeccionar las persianas o las cortinas de alguna casa que aparecía a orillas del camino, mirando el cielo allá arriba, adelante, mientras pensaba sus propios pensamientos.
Si pueden llamarse pensamientos, reflexionó Yancey.
El producto de su ira fue un plan frío, que tomó ante todo la forma de un silencioso discurso dirigido a Beverly. Descubrió que con sus nuevos reflejos podía prestarle al asunto toda su atención, ya que ahora sus manos parecían manejar ellas solas el coche, y hasta leer, si era necesario, los letreros del camino.
Así, con ecos silenciosos, se alzó esta estructura en el interior de su mente: Éste no es el fin, Beverly, porque el fin debía de haber llegado mucho antes. No eres una mujer que vive su vida, eres media persona que vive mi vida. Tu ambición no puede impulsarme hacia adelante, tus sentidos no saben cuándo estoy torturado, tu gusto no te pertenece, y tus capacidades se limitan a buscar opacamente lo que puede agradarme, y tratar con intentos y pruebas de conseguirlo. Pero aparte de mí, no eres nada. No te ganas la vida, y no puedes ganártela. Si te abandonaran a tus propios recursos ni siquiera servirías para atender a la gente en una mesa de información, o administrar algún lugar de veraneo. Si me hubiera ocurrido cualquier cosa durante estos tres últimos días, esto que vivimos nunca habría podido llamarse otra vez «matrimonio», yo no habría podido. He mirado el sol, Beverly, he volado; nunca podré arrastrarme por el barro contigo otra vez. Antes yo era demasiado para ti. ¿Qué soy ahora?
Así siguió el discurso, volviéndose sobre sí mismo, elaborándose a sí mismo, pero siempre otra vez una burlona salmodia, sacudida por visiones de libertad y lejanos horizontes. Al cabo de una hora sintió la mirada de Beverly y se volvió a mirarla. Beverly se encontró con sus ojos y sonrió con su vieja sonrisa.
—Va a ser un día maravilloso, Yancey.
Yancey se volvió bruscamente hacia el camino. Algo en su garganta demandaba atención, y descubrió que no podía tragarlo. Le picaban los ojos. Examinó de mala gana sus sentimientos, y descubrió lentamente que esa cualidad llamada empatía —el sentirse en los zapatos de otro, el mundo visto por los ojos de otro— había sufrido también un cambio, y tenía ahora una extensión casi incómoda. ¿Qué le había ocurrido a Beverly? Borrosamente, quizás, había advertido que algo había faltado en el lago. No creía él realmente que ella hubiese identificado esa falta. Beverly había comprendido que era importante, pues había aceptado en seguida que se fueran sin hacer preguntas. Pero ¿qué era eso de un «día maravilloso»? ¿Pensaba ella que al dar la espalda a aquella oscura amenaza había pasado el peligro? Sí, eso debía de ser exactamente lo que ella pensaba.
Oh Beverly, Beverly, pronto despertarás realmente.
Pero pasó el día y no ocurrió nada parecido. No ocurrió tampoco la primera semana, ni el primer mes. En parte se debió al trabajo de Yancey. Volvió a él con un nuevo sentimiento, una nueva conciencia. Percibió en su totalidad una condición llamada «integración», la de él con su trabajo, su trabajo con su oficina, su oficina con la firma, y la firma con el mosaico económico. Ahorraba ahora tiempo en el empleo y se pasaba las horas estudiando la estructura de su ambiente. Su primer nuevo esfuerzo se expresó en una comunicación para el buzón de sugerencias. Era perfecta en su género. Era una idea bastante simple, que podía haber sido concebida por el Yancey anterior al accidente, y que nadie que no hubiera ocupado su puesto habría podido adelantar. Eliminaba el puesto mismo, y Yancey fue recompensado con una doble promoción, y se le dio otro trabajo. Así que estaba ocupado, sumergido, abstraído, aun en su casa. Esto bastó para sumergir sus sentimientos acerca de Beverly.
Pero era sólo una demora. (La llamó así al principio; tarde o temprano habría cambios.) Esta dilación se debía principalmente a su execrable empatía. Beverly era tan feliz... Era feliz y estaba orgullosa. Si Yancey se hundía en algún insondable silencio, ella andaba de puntillas por la casa, pensando que el gran hombre imaginaba algo nuevo para el buzón de sugerencias. Si él se mostraba de mal humor, ella perdonaba. Si él le compraba algo, o aprobaba algo que ella había comprado, se mostraba agradecida. La vida en el hogar era una vida armoniosa; Beverly era tan feliz que cantaba otra vez. Yancey recordó que ella no cantaba desde hacía mucho tiempo.
Y mientras, él sabía cómo se sentía Beverly. Lo sabía con seguridad y con dolor, y era totalmente consciente del impacto que recibiría Beverly si él le confiaba sus pensamientos. Tenía que hacerlo, oh, sí, tenía que hacerlo, algún día. Mientras tanto, nada impedía que ella tuviese ese nuevo abrigo de invierno, que había mirado tanto en el periódico del domingo...
Así pasó un año, y Yancey nada decidió. En verdad pensaba menos en eso al cabo del año, aunque había momentos... Pero el trabajo era cada vez más absorbente, y la vida hogareña era un placer, aunque un placer tranquilo, y Beverly parecía abrirse como una flor. Si un hombre tiene la virtud o la maldición de la empatía, debe ser amable. Debe serlo, por las más egoístas de las razones: cada vez que golpea a otro ser humano se descubrirá moretones en las propias costillas.
Un día, de pronto, preguntó:
—Beverly, ¿he cambiado?
Beverly pareció perpleja, así que Yancey aclaró la pregunta.
—Desde el año pasado, quiero decir. ¿Parezco diferente?
—No sé —dijo—. Estás... simpático. Pero siempre fuiste simpático. —Se rio de pronto.— Ahora cazas moscas —bromeó—. ¿Por qué, Yancey?
—Por nada. El nuevo trabajo y el resto.
Yancey hizo a un lado la referencia a las moscas. En el último otoño una mosca había estado molestando a Beverly, y Yancey había alargado distraídamente una mano y la había cazado al vuelo. Era la única vez que casi había traicionado sus nuevos talentos. Beverly estaba asombrada; en ocho años Yancey nunca había demostrado tener una coordinación semejante. Habría estado aún más asombrada si hubiera advertido que él había cazado la mosca entre el pulgar y el índice.
—El nuevo empleo no se te subió a la cabeza —dijo ella—, si te refieres a eso.
El trabajo de Yancey necesitaba la colaboración de una sucursal, y dispuso las cosas de tal modo que un viaje pareciese lógico. Desapareció durante dos semanas. No era un trabajo que requiriese genio, sino aplicación y minuciosidad. Mientras estaba allí conoció a dos muchachas, una brillante y con un alto puesto en la compañía, la otra mucho mejor que cualquier cosa que la compañía pudiese emplear. Las dejó solas, sintiéndose bastante poco conforme consigo mismo, pues sabía, muy interiormente, a quién era fiel.
Y fue bueno, fue bueno volver a casa. Lo ascendieron otra vez. Tuvo que reorganizar la nueva oficina y no hubo vacaciones aquel año. Podía haber analizado fácilmente esta historia, y determinar si no había evitado voluntariamente las vacaciones, pero no lo hizo. No se enteró de la verdad.
Hubo un picnic para la gente de la compañía, y Beverly cantó. Todos demostraron tanto entusiasmo —especialmente hacia él, como si él hubiese inventado a Beverly— que la instó a presentarse en un espectáculo de televisión. Beverly pasó la prueba y apareció en la pantalla. No obtuvo bastantes votos—los espectadores prefirieron a un niño de ocho años con un acordeón—, pero fue incandescentemente feliz porque Yancey se había preocupado, Yancey había ayudado.
En el asunto de Beverly, Yancey empezó a gustarse a sí mismo.
Aquél, en el código privado de Yancey, fue el año de las grandes navidades. Se tomaron una semana y fueron a un hotel para esquiadores en New Hampshire. Hicieron muchas cosas juntos, y nada estuvo mal. Y una noche se sentaron ante una chimenea de tarjeta postal con una multitud de almas bondadosas, y bebieron glógg y aullaron villancicos hasta que sintieron demasiado sueño para moverse. Después que todos se fueron a la cama, se quedaron tomados silenciosamente de la mano y mirando cómo se apagaba el fuego. Como ocurre en momentos semejantes, cuando se vive, y no se muere, la vida pasó velozmente ante el ojo interior de Yancey y se detuvo al fin en aquella chimenea, y sobre la chimenea se dibujó la incómoda pregunta: ¿ Qué hago aquí? Se sintió aplastado por una ola de ternura hacia Beverly, pobre Beverly. Por primera vez pensó que aquella cosa fantástica que le había ocurrido podía tener un triste y horrible resultado. Su metabólica eficiencia, su aparente inmunidad a todo, incluido el resfrío común, su capacidad para descansar o comer demasiado poco... sugerían que él viviría... bueno, no siempre, pero...
Miró de reojo a su mujer, y aunque ella parecía aún muy joven, imaginó vívidamente una arruga aquí y allá, una pequeña bolsa. Él podría ocultar sus sentimientos, pero ¿y ella? Empáticamente, se torturó un rato con el futuro de Beverly, y la vio marchitarse mientras él no cambiaba.
Desvió el rostro, con los ojos húmedos.
Beverly retiró suavemente la mano. Yancey sintió que ella le acariciaba, una y otra vez, la muñeca. Y Beverly tuvo la inteligencia, o la suerte, de no decir una palabra.
Cuando Yancey pensó en el episodio, mucho más tarde, pensó también que aunque había muchas mujeres capaces de hacer muchas cosas que Beverly no podía hacer, ninguna hubiera hecho justamente eso, de ese modo.
En la primavera rechazó un ascenso, sensible como era a los sentimientos de sus compañeros de trabajo; con el tiempo este rechazo lo beneficiaría más que el ascenso. Y de nuevo fue verano, y esta vez habría vacaciones.
Bueno... ¿dónde? Él podía elegir el lugar, y Beverly diría: «Como tú quieras, querido», y allí irían. Yancey pensó, y pensó. Con su rara memoria, recreó interiormente muchas escenas. Al fin se decidió, y dudó, y luego, sentado a su escritorio en la oficina, dijo en voz alta:
—¡No! No todavía —sobresaltando a la gente.
Fueron a Nueva Inglaterra, a un sitio nuevo para ellos, escarpado, salvaje, centelleante, donde unos veleros mellaban el horizonte, y el viento olía a limpio y nuevo e intacto. Durante cuatro días nadaron y pescaron, bailaron y desenterraron almejas. El quinto día se quedaron en la cabaña mientras el cielo apretaba la región como el puño de un gigante. A las tres de la tarde se alzaron las señales de peligro para las embarcaciones menores. A las cuatro llamó el guardacostas y les advirtió que dejaran la cabaña; sí, era un huracán, un verdadero huracán, y no sólo una tormenta.
Cargaron el coche de cualquier modo y se metieron en él. Ya una niebla enceguecedora soplaba horizontalmente sobre el camino de la costa. Subieron por la loma hacia la ciudad y entraron en el patio del hotel.
El hotel, por supuesto, estaba lleno, con una cama tendida en el cuarto de las sábanas, y un colchón detrás del mostrador.
—¿Qué vamos a hacer? —se quejó Beverly.
No era preocupación, no todavía. Aquello era excitante.
—Vamos a beber un trago. Luego pediremos una cazuela de pescado, y después pensaremos qué vamos a hacer.
Con ozono en los pulmones y chispas en los ojos, fueron hacia el comedor.
Había una imagen que desde hacía aproximadamente un año Yancey evocaba muy a menudo, y ya le era tan familiar como su navaja de afeitar. Una espalda delgada, unos hombros anchos envueltos en una rica piel de topo; la luz de una lámpara que se deslizaba por unos cabellos oscuros y dóciles, una larga mano morena ligeramente apoyada en una mejilla de marfil. Cuando Yancey vio esa imagen ahora, la hizo a un lado como si fuese un molesto fantasma, un espejismo de la electricidad del aire. Pero Beverly le apretó el codo y gritó:
—Yancey, ¡mira! —Yantes que él pudiese respirar otra vez, ella se había apartado e iba hacia la mesa.
—¡Lois! Lois, ¿qué hace aquí?
Esto tenía que ocurrir, se dijo Yancey pesadamente. Dio un paso adelante.
—Hola, Lois.
—¡Bueno...! —Fueron sólo dos sílabas pero había ahí calidez y bienvenida y... ¿más cómo saberlo, aunque ella sonriera? Una máscara sonríe también.— Siéntense, por favor, siéntense, Beverly, Yancey.
Hubo un torrente de charla. Oh, sí, ella había vendido el lugar de veraneo, la primavera última. Había trabajado un tiempo en la ciudad. Había renunciado luego, en busca de algo mejor. Había ido allí a que el viento le sacara las cenizas del pelo.
—Ahora temo que me lleve el pelo también. Oh sí, Beverly diciendo tan cálida, tan orgullosamente... dos ascensos... uno tras otro; un año más y será el jefe de todos, ya verá usted... y muchas otras cosas, mientras Lois se miraba las manos y sonreía débilmente.
—¿Y usted, Lois? ¿Se ha casado o algo parecido?
—No —dijo Lois roncamente—. No me he casado —y aquí Yancey bajó los ojos, no pudo soportar encontrarse con los de Lois mientras ella decía — ni he hecho nada que se le parezca.
Tomaron un whisky y otro, y luego una superlativa cazuela de Nueva Inglaterra, y cerveza, y luego otro whisky. Y luego todo terminó, y Yancey, pagando la cuenta, se dijo a sí mismo displicentemente: «Lo hiciste muy bien, muchacho. No te importará mucho si te pasas uno o dos días al bando del silencio. Me alegra que esto haya terminado. Pero desearía...». Incorporándose, Beverly dijo:
—¿Usted se queda aquí? Lois sonrió de un modo raro.
—No hay otro remedio. — . .
Yancey no pudo detenerse.
—¿Qué significa eso exactamente? —preguntó. Lois rio quedamente.
—Llegué hace hora y media. Nunca se me ocurrió que necesitaría reservar habitación... Gracioso, ¿verdad? Con toda mi experiencia. Sea como sea, no hay sitio aquí. Me quedaré hasta la hora de cerrar. Seré entonces un problema, y tendrán que resolverlo de algún modo. —Lois se rio otra vez.— He resuelto problemas peores en el lago.
—¡Oh, Lois, no puede! ¡La harán dormir en el bar!
Lois se encogió de hombros. No le importaba realmente.
—Yancey —dijo Beverly. Tenía la cara roja y hablaba atropelladamente—, ¿recuerdas aquella vez cuando dos extraños no podían encontrar la cabaña y qué les ocurrió?
Yancey miró a los ojos a Lois esta vez. Fue aquí cuando el corazón empezó a martillarle en el pecho.
—Nos toca ahora a nosotros —dijo Beverly—. Vamos por el camino de la costa. Encontraremos un lugar. Vamos. ¡Vamos, Lois!
Yancey pensó si no sería aquello el principio de la rebelión de Beverly. ¿No intentaba ella, habitualmente, averiguar ante todo qué quería él? Y se respondió a sí mismo: no; la mayor parte del tiempo ella hace lo que quiero sin preguntármelo. Y luego se dijo: deja de pensar como un condenado idiota.
Quince kilómetros más al sur había un pueblo con un hotel. Completo. Seis kilómetros más abajo un hotel para automovilistas. Repleto hasta los aleros. Había treinta kilómetros hasta la próxima ciudad, y se hacía tarde. Llovía como aquella vez que habían llegado chapoteando a la cabaña de Lois, hacía dos años, pero esta vez unas ráfagas aullantes acompañaban a la lluvia.
Y cuando llegaron a la otra ciudad, las señales de peligro estaban bajas. El huracán, de acuerdo con sus imprevisibles orígenes, se había volcado hacia el este, dejando una lluvia y un mar furioso, pero nada más. Así que entraron en las lustrosas calles de una ciudad, que todavía temblaba de pies a cabeza, pero vastamente aliviada.
Aquí y allá había tiendas abiertas. De los tres hoteles, en dos no cabía un alfiler. Se detuvieron en una droguería a preguntar cómo podían llegar al tercero y Lois compró cigarrillos y Beverly encontró un ejemplar de Ana Karenina y se lo llevó muy contenta; dijo que siempre había querido leerla.
El tercer hotel tenía una habitación con dos camas y baño.
—¿Camas gemelas?
El encargado asintió. Yancey miró a Lois, que había apartado los ojos. Miró entonces a Beverly, y ella dijo:
—¿Por qué no? Podemos arreglarnos en una. No soy muy grande.
No, Bev, pensó Yancey, no lo eres.
—Beverly...—dijo Lois.
—Silencio —interrumpió Beverly—. La tomaremos —le dijo al encargado.
Lois se volvió otra vez. Ahora miraba el cielo raso junto con Yancey. Qué te parece, pensó él ácidamente. Aquí estamos compartiendo unos antisépticos rayos de luna.
Su burla lo protegió un rato, muy breve. El corazón empezó a golpearlo de nuevo, sacudiéndolo con cada latido. Sacudía la cama, las paredes, el edificio, el sufrido acantilado allá abajo, de modo que el mar retrocedía con mayor violencia.
Sintió el más leve roce de unas alas de mariposa en el pecho. Beverly había abierto los ojos.
Yancey pensó desordenadamente: es como esas conjugaciones sin sentido que le hacen repetir a uno en el primer año de francés. Yo miro en la oscuridad, tú miras en la oscuridad, ella mira en la oscuridad...
Beverly se movió. Se retorció apretándose contra él. Deslizó una mano bajo la cabeza de Yancey y acercó la cara de modo que él sintió su cálido aliento en la oreja. Apenas audible, el aliento de Beverly dijo:
—Querido, ¿qué pasa? ¿Qué quieres?
¿Qué quería? Nada por supuesto. Nada que pudiese tener. Nada, ciertamente, que debiese tener. Meneó la cabeza.
Beverly retrocedió arrastrándose hasta apoyar otra vez la cabeza en el hombro de Yancey. Allí se quedó, inmóvil. Puso una mano sobre el pecho de él, en el sitio donde martilleaba el corazón.
Lois suspiró quedamente y se volvió, dándoles la espalda. El viento reía y reía afuera, y otra ola estalló y rugió. El cuarto fue negro, y luego plateado.
Abruptamente, Beverly se incorporó.
—No puedo dormir —dijo en voz alta.
Lois no habló. Yancey observó a Beverly. La luz plateada daba al cuarto el aspecto de una fotografía demasiado expuesta, pero la carne de Beverly parecía rosada... lo único en aquel mundo enloquecido y golpeado que tenía algún color, y no era gris o negro.
Beverly sacó las piernas fuera de la cama, se puso de pie, y se desperezó a la luz de la luna. Era una forma pequeña y firme... ¿y rosada? ¿Era realmente rosada o eso era también un recuerdo?
Cómo todo se complementa, pensó ardientemente, qué equilibrada ecuación expresa este caos. Beverly, pequeña y rubia, abierta, directa, simple. Lois, alta, delgada, oscura, tortuosa, compleja. Ya cada una le faltaba tan claramente lo que tenía la otra.
Beverly habló:
—Puedo leer diecinueve capítulos de Ana Karenina. Tardaré alrededor de una hora.
Se arrodilló brevemente sobre Yancey, alargó la mano hacia la mesa de noche y recogió algo. Luego fue hasta el estante y tomó el libro. Entró en el cuarto de baño. Una luz amarilla se deslizó oblicuamente por debajo de la puerta.
Yancey se quedó muy quieto, mirando la línea amarilla.
Al fin se dio vuelta y miró a Lois. Podía ver la brizna amarilla otra vez, en los ojos de ella. Lois se había incorporado a medias, apoyándose en un brazo. Miraba a Yancey.
—¿Qué tomó Beverly de la mesa de noche, Yancey?
—Su reloj.
Lois emitió un sonido, «Oh» quizá. Se dejó caer lentamente, hasta apoyarse en un codo. Estaba mirándolo a él ahora.
Yancey no se movió, preguntándose si Lois podría oírle el corazón. Probablemente podía. Y tal vez Beverly también, a través de la puerta. Se preguntó, con una desgarradora inconsecuencia, si a Beverly le gustarían las cortinas rojas.
Lois señaló levemente con el mentón el resplandor amarillo.
—Yo no podría hacer eso —murmuró.
Yancey se sintió de pronto dominado por un devorador anhelo, pero que, increíblemente, parecía no tener dirección; abría la boca, en algún lugar, debajo, esperando engullirlo. Perplejo casi, miró otra vez las pulidas líneas amarillas en los ojos de Lois, y le pareció descubrir cuál de las dos mujeres era directa y simple, y cuál sutil y profunda y compleja.
«Yo no podría hacer eso», había dicho Lois. ¿Cuántas otras cosas podía hacer Beverly que para Lois eran imposibles?
¿ Qué clase de mujer era Beverly ?
Yancey Bowman se preguntó a sí mismo por vez primera qué le había ocurrido a Beverly el día que él había muerto. Había asumido que ella había estado simplemente en un estado de animación suspendida, mientras le devolvían a él la vida. Había asumido..., ¿cómo podía haber asumido algo semejante? Nunca se había preguntado nada acerca de ella. Era imposible. Antinatural.
Pero por supuesto... él no había preguntado. Podía no haberlo pensado nunca, y probablemente nunca se lo hubiera preguntado a Beverly.
Era tiempo de pensarlo. Algo le había ocurrido a él, permitiéndole esta idea. Preparándolo para ella también. Había sido formado y reformado, diseñado y rediseñado para ser más Yancey. Qué cambios...
Supongamos, se dijo, que ellos tuvieran que reconstruir algo muy joven. ¿No lo prepararían para que siguiera creciendo? Entonces él podía haber crecido. ¿Cómo? ¿Cómo?
Bueno, ¿qué hubiera hecho él en esa misma disparatada situación dos años antes, aun después de haber dejado la nave del espacio? No se hubiera quedado aquí especulando, dejando pasar esos rápidos segundos.
«Yo no podría hacer eso», había murmurado Lois. Si Beverly había muerto también, quizás había cambiado, como él. Él nunca le había dicho lo que sabía, ¿por qué tenía que habérselo dicho ella? ¿No había sido el propósito primordial de la gente de la nave mejorar un poco, pero no cambiar nada? Él era más Yancey, y había seguido adelante dictando leyes, aceptando los variados trabajos de esclava de su mujer. ¿Y ella no habría seguido siendo Beverly, dándole siempre lo que él quería?
Y también podía suponerse que ella no había muerto, que no la habían cambiado. ¿Qué clase de mujer era ella, capaz de hacer cosas que Lois no podía hacer, cosas que él mismo —se le ocurrió dolorosamente—, con todos sus poderes, nunca podría hacer? ¿Era la Beverly original superior a este más Yancey?
La cabeza le dio vueltas, se le tranquilizó el corazón, y sonrió. Sabía ahora cómo había cambiado él, cómo había crecido. Supo, de pronto, qué hacer ahora, y qué hacer el resto de su vida con Beverly. Hasta ahora no había sido capaz de preguntarle a Beverly si ella era aún la mujer con quien él se había casado. Ahora decidía no preguntárselo nunca. Aquel misterio entre ellos condimentaría, subrayaría, embellecería el matrimonio.
Todo esto en segundos. Yancey fue consciente otra vez de las luces amarillas en los alargados ojos de Lois. Cambiando totalmente de tema, empleó las mismas palabras.
—Yo no podría hacer eso —susurró.
Lois asintió con un lento movimiento de cabeza. Se dejó caer sobre la almohada y cerró los ojos. A Yancey le pareció que ella temblaba. No lo sabía. No le importaba mucho. Se volvió y tomó aliento, profundamente, como no había podido hacerlo durante toda una hora.
—¡Beverly! —aulló.
El libro cayó al suelo. Hubo un momento de silencio, y luego se abrió la puerta.
—Sí, Yance.
—Vuelve a la cama, tonta. Ya encontrarás tiempo para leer eso. Necesitas dormir.
—Yo... bueno, Yance, si tú quieres...
Beverly apagó la luz y se acercó. Un rayo de luna le cruzó el rostro. Miraba a Lois, más allá de Yancey, y le temblaba la boca. Se metió en la cama. Yancey la envolvió en sus brazos, suave, humildemente. Beverly se volvió y lo abrazó de pronto con tanta fuerza que Yancey casi gritó.
Fin