TE BUSQUÉ SIEMPRE (Corín Tellado)
Publicado en
noviembre 17, 2013
Argumento:
Uni Ñau tras ser abandonada por su marido y morir sus padres, se va de su ciudad natal.
Después de casi cinco años, se encuentra con su marido que lleva tiempo buscándola para enmendar su error.
Uni tiene su trabajo, un gran secreto por esconder y ninguna intención de modificar su vida porque haya parecido Marcel.
Capítulo I
Un día te lo presentaré. Ya sé que tú estás siempre muy ocupada, y, aparte de eso, pocas cosas te interesan en esta vida. ¿No es eso, Uni? Pero es igual, creo que te gustará conocer a mi novio. ¿Qué te parece? ¡Mi novio! Llena un poco la boca esa palabra, ¿verdad?
Uni Ñau apenas sí parpadeó.
Gerda Curtis, su compañera de apartamento, siempre hablaba por los codos. Ella escuchaba. Nunca fue muy habladora. Además… ¿qué tenía ella que decir? Apenas nada, nada, porque era demasiado lo que podría decir si quisiera. Por eso era mejor no decir nada.
—¿Has comido, Uni?
—Lo hice antes de volver a casa.
—¿Te parece que te lo presente mañana?
Uni recogía sus cosas. Las iba doblando. Estaba enfundada en un pijama oscuro y una bata de fina tela estampada, atada a la cintura. Calzaba chinelas. Iba de un lado a otro. Al día siguiente tendría que estar en la guardería muy temprano.
—No sé a qué hora vendré mañana. Gerda —dijo amablemente.
Eso sí, era siempre muy amable.
Poco habladora, pero encantadora en su trato discretísimo.
Gerda, a veces se desesperaba. En realidad la conocía poquísimo. Hacía tres años que vivían juntas, y no podía decir Gerda que cambiaran unas cien palabras en los tres años. No porque Uni fuese un ser adusto. ¡Oh, no, nada de eso! Uni Ñau era una chica estupenda. La mejor compañera del mundo. Lo que ella poseía era de todos. Jamás decía una mentira. Jamás hablaba por hablar, Uni jamás haría una traición. Uni jamás cometería una falsedad.
No se sabía de dónde procedía, ni a dónde pensaba ir cuando le diera la gana. Ni lo que pensaba ni lo que sentía pero jamás molestaba a nadie. Era un ser introvertido. Vivía para sí, pero, ah, que no la necesitaran los demás, porque cuando era así, Uni se daba con cuerpo y alma.
Ella aún recordaba aquella vez, un año escaso antes, cuando le atacó la gripe. Fue horrible. Seis días con cuarenta de temperatura. Si no fuese por Uni, se hubiese muerto. Uni tenía sus obligaciones en la guardería donde trabajaba como enfermera, pues bien, hasta el último médico de la guardería pasó por el ático donde ella se consumía de fiebre. Y luego, cuando pasó todo y hubo de preguntarle a quién debía las medicinas. Uni, con su sonrisa habitual, medio melancólica, medio triste, dijo que a nadie.
La verdad sea dicha que ella, antes de vivir con Uni en aquel ático, era más ligerita. Salía con un chico cada día, e, incluso, se pasaba noches fuera. Iba a fiestas y boítes de moda, jamás poseía un franco, porque todo lo gastaba. Después de vivir con Uni… no sabía por qué razón, tal vez por el modo austero de vivir de Uni, se abstuvo de hacer muchas cosas que antes le parecían naturales. Y empezó a juntar algún dinero…
Gracias a Dios que hizo eso, porque a la sazón, si pensaba casarse, poseía algún ahorro.
—Bueno —dijo yendo tras Uni, que con la ropa en la mano se dirigía a su cuarto—. La verdad, la verdad, es que él no me pidió en matrimonio. ¿Crees que me lo pedirá, Uni?
Uni dejó la ropa junto al armario, sobre el respaldo de una silla. Le gustaba tenerlo todo a mano para las ocho menos cuarto del día siguiente. Entraba en la guardería a las ocho y media justas. La tenía allí cerca. Por eso aceptó el ofrecimiento de Gerda, tres años antes.
—No lo sé, Gerda. No entiendo de esas cosas. Lo comprendes, ¿verdad?
No. Gerda nunca lo comprendería. Y sacudió la cabeza diciendo así.
—No lo comprendo. Esa vida tuya tan austera… ¿Qué esperas de la existencia, Uni? Eres libre. Tienes un buen empleo. Ganas dinero… Eres joven. ¿Cuántos años tienes?
—Veinticuatro, hechos el otro día.
—Dios mío —saltó Gerda alzando los brazos al cielo—. Veinticuatro años. ¿Sabes cuánto tiempo hace que los cumplí yo? Más de cinco años. Debo tener veintinueve. No estoy muy segura. A lo mejor son algunos más. A tu edad, yo me enfrentaba con el mundo y creía que era todo mío. Ahora me voy haciendo vieja. No, no te rías. Te digo, en verdad, que voy a sentar la cabeza. ¿Sabes que quizá me case con Mar? Si él me lo pide, te aseguro que me caso. Tiene una gasolinera en Besanzon, ¿sabes? Vive bien. Es un hombre un poco raro.
—¿Te pidió relaciones?
—Anda conmigo todos los días. ¿Qué más relaciones? Un hombre adquiere compromisos con una mujer cuando sale con ella todos los días, ¿no?
—Según —sonrió tibiamente Uni deslizándose dentro del lecho—. Los hay frescos.
—Mar no lo es. Te lo voy a traer uno de estos días, ¿quieres?
Uni suspiró.
—¿Para qué, Gerda? El que yo le conozca, no creo que solucione tu papeleta. El caso es que tú creas en él y le ames.
—Le amo —saltó Gerda suavemente—. Es tan viril. No es guapo, ¿sabes? No vayas a pensar que es un ser apolíneo. ¡Oh, no! Es un tipo fuerte. Ni siquiera es muy alto. Corriente. Te lo vengo diciendo todos los días, ¿no? Me va a buscar a la casa discográfica donde trabajo. Todo el día oyendo música, y de repente, la paz que supone ver a Mar con su zamarrón de cuero su pantalón sin raya, su pelo lacio y aquellos ojos suyos ensoñadores…
Uni entrecerró sus ojos negros. Tenía sueño.
Todo el santo día peleando con críos, y, cuando llegaba la noche, estaba rendida de cansancio.
—Tienes sueño —dijo Gerda bajo—. Perdona.
—No, no, Gerda. Sigue hablando si quieres.
—¿Permites que lo traiga a casa uno de estos días?
Uni parpadeó.
—¿A casa? Pero si es tu casa, Gerda. Si fui yo la que me uní a ti. No tú a mí.
—Mañana seguiremos hablando. Duerme. Se nota que estás muy cansada. Yo no lo estoy tanto, ¿sabes? Por mi gusto me lanzaba ahora a la calle y me iba al baile. Si no fuera por Mar, me iba, te lo aseguro. Pero le prometí que no saldría nunca sin él. A mí se me rompe el tímpano de oír música todo el día, pero tú estás cansada… Buenas noches, Uni.
—Buenas…
Uni Ñau cerró los ojos y apagó la luz.
Durante mucho tiempo estuvo oyendo a Gerda ir de un lado a otro. Gerda tardaba mucho en acostarse. A veces daban las tres de la madrugada y aún andaba Gerda dando vueltas. Leía, se pulía las uñas, se depilaba, se bañaba a las tantas, después, aún, a veces hablaba por teléfono, a media voz, con sus múltiples amigos.
En realidad, Gerda era un poco ligera de cascos. Le extrañaba que aquel Mar, quien quiera que fuera, le pidiera algún día que se casara con él. Hacía más de seis meses que andaba nombrando a aquel Mar. Antes fueron otros. Miles de nombres barajados con absoluta desenvoltura. Ojalá sentara al fin la cabeza y se casara con aquel chico de la gasolinera.
Poseer una gasolinera en Besanzon no era una cosa del otro mundo, pero tampoco era de despreciar. Resultaba un buen negocio. Lástima que Gerda nunca supiera apreciar bien las cosas.
La conoció en un autoservicio, tres años antes. Fue la cosa más tonta del mundo. Pero ella siempre agradeció aquel encuentro.
En aquella época, hacía poco que ella había llegado a Bruselas, donde vivió siempre en compañía de sus padres. Fallecidos éstos, por todo lo desagradable que ocurrió en su vida, decidió dejar Bélgica, y pasó a Francia. Estuvo en París algún tiempo, pero no se encontraba. Un día leyó en el periódico de Besanzon un anuncio. Se solicitaba enfermera para una guardería. Aquel mismo día tomó el avión y se personó, dos días después, en la guardería infantil. Ella tenía su drama, su papeleta, que no era fácil, además. Había muchas solicitudes. Ella se presentó sin ninguna esperanza. Tenía una condición en su vida, y sabía que por ello, sería muy difícil que la aceptasen. Pero… tras el examen sufrido, y tras exponer lo que deseaba y por qué lo deseaba, la aceptaron. Era, ni más ni menos, lo que necesitaba. Por eso se quedó allí. En ningún otro sitio mejor.
Durante el día comía en los comedores de la guardería, y por las tardes, ya anochecido, a veces muy tarde, se iba a una fonda, y a veces comía en un autoservicio. Allí conoció a Gerda Curtis. Gerda siempre fue muy habladora.
Con la bandeja en la mano buscaba un sitio. Un día se sentó a su lado tras pedirle permiso.
—Me llamo Gerda Curtis —le dijo—, y trabajo en una casa discográfica —se echó a reír sola, sin que Uni dijera su nombre—. ¿Sabes lo que te digo? Me gustaría cantar. Canta cada cencerro en esta época. Pero triunfan, chica. No sé cómo se las arreglan —y después, con su desparpajo habitual—. ¿Dónde trabajas tú?
—Aquí cerca. Me llamo Uni Ñau.
—Tienes un nombre precioso.
—Bah. Trabajo en una guardería infantil.
—¿No es muy aburrido?
Dado como ella veía a Gerda, seguro lo sería para la chica de la casa discográfica. Para ella no, por supuesto.
—Yo vivo cerca de aquí —dijo Gerda sin esperar respuesta. Más adelante, Uni observaría que Gerda casi todo lo hablaba ella, lo cual, para su modo de ser, era mucho mejor—. Alquilé un apartamento hace cosa de tres meses. Antes vivía en una casa de huéspedes, pero resultaba molestísimo. Te aseguro que tuve que dejarla. No había quien aguantara a la patrona. Pero tendré que dejar también el apartamento. Resulta demasiado caro para mí sola.
Uni pensó inmediatamente. Tampoco ella estaba contenta con la casa de huéspedes. Si aquella chica la admitiera para compartir su apartamento…
Lo dijo.
Ella lo reflexionaba todo. Jamás tomaba determinaciones rápidas, pero aquel asunto la empujó a obrar con rapidez, porque, la verdad, estaba harta de pelear todos los días con los demás huéspedes. De madrugar excesivamente para coger el baño la primera y esperar siempre por las comidas.
—Si quieres… yo lo comparto contigo y lo pagamos a medias.
Gerda dio un salto.
Era así de impetuosa.
—¿De veras?
—No nos conocemos de nada, pero…
—¿Y qué importa eso? Ya nos conoceremos.
Ella conoció bastante a Gerda, pero Gerda, estaba segura, nunca la conocería bien a ella. Ella conocía todo el pasado de Gerda. Sus andanzas, sus coqueteos, sus asuntillos no siempre muy limpios. Gerda, en cambio, jamás conoció nada del pasado de su vida. Y lo tenía. Más peliagudo y más terrible que el de Gerda.
Empezaron a vivir juntas. La cosa fue siempre bien. Gerda no profundizaba. Vivía su vida, le contaba todo cuando llegaba al ático, y jamás preguntaba cosas de ella.
Capítulo II
Uni… ¿puedes venir un momento?
Uni siempre estaba dispuesta. Con su uniforme blanco, su inteligencia, su reserva y su habilidad como enfermera, resultaba indispensable en aquella guardería, donde se multiplicaba todos los días.
—Te llama el doctor Yale.
Uni torció un poco el gesto. El doctor Yale era un pesado. Siempre andaba reclamándola, y luego resultaba que, cuando llegaba a su lado, no le decía apenas nada. Es decir, le decía todo cuanto ella no quería que le dijese.
—¿Qué le pasa al doctor Yale? —preguntó a su compañera.
Nicole se alzó de hombros.
—No sé por qué le haces caso —farfulló Nicole—. Anda siempre haciendo números por ti.
Uni se puso seria.
Era esbelta. De una belleza sin clasicismos. Muy atractiva, pese a su expresión siempre seria. Tenía el cabello negro, muy lacio y largo. Los ojos tan negros como sus cabellos. Una boca de labios largos y unos dientes nítidos e iguales, y, sobre todo, tenía aquella muda personalidad que se pronunciaba en cualquier momento.
Vestida de blanco, aún relucían más sus ojos y su cabello, y hasta el color, más bien tostado de su piel.
—Ya he dicho cuanto tenía que decir sobre el particular —cortó brevemente.
—De todos modos —suspiró Nicole— será mejor que vayas a su despacho. Te reclama. ¿Sabes lo que te digo? Unas lo desean y otras lo desprecian. Yo daría algo porque el doctor Yale me invitara a salir.
—Es una lástima que no lo haga, porque conmigo pierde el tiempo, y ya lo sabe.
Nicole la miró anhelante.
—¿No es… tu pose?
Uni la miró a su vez con severidad.
—¿Mi qué…?
—Tu pose. Una enfermera se prepara para conquistar a un médico. ¿No es eso? Si les hacemos demasiado caso… ellos se enfrían. Si los desdeñamos… se entusiasman. ¿Es eso lo que tú te propones?
No se enfadó.
Nunca pudo enfadarse.
Ni siquiera con Marcel, cuando le pedía reiteradamente que dejara a sus padres para organizar su propia vida. Nadie podría jamás comprender aquello.
—Escucha. Nicole. Llevamos más de dos años trabajando juntas. Tú ya estabas aquí cuando yo gané la plaza, ¿no es eso?
—Sí, pero…
—Sabes que detesto las falsedades. No seré jamás falsa. Hay cosas que me interesa no decir, pero eso no quiere decir, repito, que yo trabaje con dos barajas, no juego jamás. No me casaré nunca con el doctor Yale. De modo que tienes el campo libre.
—¿Lo… sabe Yale?
—Se lo he dicho reiteradamente y pienso repetírselo ahora mismo.
—¡Cómo eres así…!
Uni no preguntó cómo era. Creía que la conocían de verdad, al menos lo suficiente para no confundirla.
—Como nunca dices lo que piensas ni lo que sientes —murmuró Nicole un tanto cortada—. Eres una compañera inmejorable, pero… ¿qué sabe nadie de tu vida? Muy poco. Únicamente…
—¿No es suficiente?
—Pero no vas a pasar la vida consagrada a eso.
—La pasaré —rotunda—. Por eso estoy aquí.
Nicole, inesperadamente, le apretó la mano.
—Eres demasiado admirable —ponderó sincera—. Demasiado.
—Iré a ver al doctor Yale.
Se alejó pasillo abajo.
Nicole giró y se alejó, a su vez, en sentido contrario.
Al rato, Uni subió al ascensor y se hizo conducir a la tercera planta, donde se hallaba el doctor Yale, especializado en puericultura.
Atravesó el pasillo y tocó con los nudillos en la puerta del doctor.
—Pasen.
Uni pasó y quedó en medio del umbral.
El doctor Yale era un hombre joven No más de treinta y tres años. Vestía bata blanca, tenía un fichero entre las manos y se hallaba de pie, junto al ventanal, mirando hacia el jardín.
Al ver a la joven cerró el fichero, lo dejó sobre el tablero de la mesa y avanzó hacia la enfermera.
—Pase, Uni. Pase y cierre.
La joven obedeció.
—¿Deseaba algo de mí, doctor?
Este sonrió apenas.
Era moreno y tenía los ojos de un castaño oscuro.
—Pues… sí. ¿Quiere sentarse?
—Me toca la sala infantil dentro de diez minutos, doctor.
—Usted… siempre con prisa.
—Cumplo con mi deber.
—¿Cuándo se olvidará de su deber para sentirse mujer tan sólo?
—Nunca, doctor —dijo con gravedad—. Hace cerca de cuatro años que estoy aquí. Nunca he variado mi conducta.
—¿Qué tal Archer?
Era lo que dolía.
Y en realidad, no tenía por qué. Le preguntaban por Archer, que ya empezaba a ir a la escuela de la guardería. Era un chico listo. ¿Qué tenía de particular que le preguntara, precisamente Yale? Muy pocos en la guardería conocían el lazo que la unía a Archer. Nicole, la directora. El doctor Yale… Muy pocos más, y todos eran maravillosamente discretos.
—Muy bien.
—He preguntado a la maestra por él. Me dijo que era un muchacho muy aplicado. ¿No se sienta?
—Doctor…
—Está bien. Ya la conozco. Ya sé que desea irse cuanto antes. Bien… ¿por dónde empezamos? Ah, sí. Esta noche me han invitado a una fiesta social. Usted sabe que no soy partidario de esos partis juveniles. Tengo que ir. Se trata de unos parientes… Hay que ir con pareja. ¿Le importaría mucho acompañarme?
Uni no se inmutó.
Ya conocía bien al doctor Yale. Muy correcto, muy caballero, muy amable, pero hombre al fin y al cabo.
—Cuánto lo siento, doctor.
—No viene —dijo él, moviendo la cabeza.
—No.
Así.
Era inútil luchar con ella.
Cuatro años antes se había cerrado allí con Archer, y todo lo demás parecía carecer de importancia.
—Uni… ¿me permite que le hable más claro? Puedo adoptar a su…
—No.
Le cortó.
Yale se puso nervioso.
—Perdón, pero…
—Tiene nombre, usted lo sabe.
—Pero…
—Lo siento.
—¿Sabe que le hablo en serio? La amo.
—Doctor…
—¿No puedo decirlo?
—No debe decirlo. Sabe usted mi respuesta. ¿Cuántas veces la he pronunciado?
Yale se agitó.
—Escuche, Uni. ¿Piensa vivir así el resto de su existencia? Todo puede arreglarse. Yo le ofrezco cuanto tengo y soy. Una vida cómoda, una vida social… completa. Un hogar para Archer… ¿Sabe que cuando pase la primaria tendrá que dejarlo marcharse?
—Lo enviaré a un buen colegio.
—¿No podemos los dos formar un hogar y…?
Uni dio un paso atrás y pegó la espalda a la madera de la puerta.
—Sobre el particular —dijo con gravedad— ya hemos discutido. Muchas veces, doctor. Hay montones de mujeres más dignas de usted que yo. Además, yo no le amo.
—¿Lo ha querido mucho?
Uni cerró un segundo los ojos. ¡Marcel! Sí, mucho.
Pero… ¿cuánto tiempo de eso? Más de cinco años. No, menos. Algo menos. Cuatro años y medio justos. Sentía odio dentro de sí. Nunca lo sintió. Por él, sí. Fue… horrible. Nunca esperó tal cosa de Marcel.
—Doctor, le pido que no toquemos ese tema.
—La mancha de la mora, otra la quita, dijo el poeta.
—Lo siento.
—Sigue su mancha.
—Sí. Y así quiero seguir.
—¿En espera de envejecer?
—En espera —cortó— no sé de qué. Buenos días, doctor.
—Aguarde… Usted sabe que soy sincero.
—Y usted sabe que yo no puedo corresponder a sus sentimientos —una rápida transición, y…—. ¿Puedo irme?
—Puede —dijo resignadamente.
No oyó la voz del micro.
Pero vio a Márgara llamarla haciendo señas.
Se acercó a recepción todo lo ligera que pudo.
—¿Qué pasa?
—¿No oyes? Te llaman al teléfono.
—No oía. Hay tanto guirigay en el patio. Los niños acaban de salir a tomar el sol.
—¿Pues hace sol? —farfulló Márgara, que nunca estaba contenta con nada.
—Un poco de sol invernal. Lo suficiente para tonificarlos.
—¡Puaff! Pobres criaturas. ¿Sabes lo que te digo? Esas madres, que así abandonan a sus hijos, las degollaba yo.
Márgara no sabía.
El servicio auxiliar subalterno no conocía aquel episodio de su vida, gracias a la discreción de los pocos que lo conocían. Tenía mucho que agradecerles.
—Iré a ver quién me llama.
—Ya te lo digo yo. Una mujer llamada Gerda.
¡Gerda!
¿Qué le pasaba a aquella loca?
Pocas veces la llamaba a la guardería, pero cuando lo hacía, casi siempre era para una estupidez.
Se metió en la cabina y asió el auricular.
—Dime, Gerda.
—¡Oh, perdona! —gritó Gerda al otro lado—. Estoy en la casa discográfica, pero pienso salir dentro de una hora justa. Me ha llamado Mar.
—¡Ah!
—Le invité a comer.
—Gerda.
—¿Qué pasa? ¿Te molesta mucho?
—Oh, no. ¿Por qué había de molestarme? Pero… ¿estás segura de que le quieres?
Gerda lanzó un suspiro.
—Yo sí De lo que no estoy segura es del amor de él. Pero me acaba de llamar. Me invitó a salir. Él deja la gasolinera dentro de una hora escasa. Dijo que todos los jueves, a esa hora, deja el negocio en poder de sus empleados. Que le gustaba una canita al aire. Echarla, se entiende.
—¿Y qué?
—Yo le dije que le invitaba a comer en mi apartamento.
—¿Le dijiste que vivías acompañada?
—No.
—¡Gerda!
—No, perdona. No se lo dije.
—Está bien —decidió Uni—. Entonces me quedo esta noche en la guardería.
—Claro que no —casi gimió Gerda—. Desde que te conocí no soy capaz de invitar a un chico a mi apartamento. Lo entiendes, ¿no? No podría mirarte a la cara al día siguiente.
—Pero, Gerda.
—Ya sé, ya sé. Puedo invitarle y nada, ¿no? Pero yo no soy de ésas. Es un terrible defecto mío, Uni. Me enamoro y soy mujer perdida. Entiende eso. Mar es un hombre distinto para mí.
—Está bien.
—Tienes que ayudarme.
—Está bien —susurró con su habitual paciencia—. Estaré en el apartamento dentro de hora y media.
—¿Tanto? ¿No puedes ir antes?
Pensó en Archer. Le gustaba dormirlo.
Era un permiso especial que ella tenía de la superioridad.
—Imposible.
—Está bien. Allí te veremos. Ah, no lleves nada. Ni comas en el autoservicio. Yo iré cargada con fiambres y bebidas.
—¿Haces bien, Gerda?
La muchacha suspiró al otro lado.
—Me gusta.
—Antes te gustaron otros.
—Esto es distinto.
—Bien. Como quieras. Iré dentro de hora y media. Pero ten presente que quizá le desagrade saber que no vives sola. Haces mal no diciéndole que vives con una compañera.
—Lo comprenderá.
Colgó.
Se quedó un tanto suspensa.
Después se alzó de hombros y se adentró en el vestíbulo, yendo hacia los comedores, donde comían los chicos en aquel instante.
Encontró a Nicole en la entrada.
—Archer está preguntando por ti.
—Gracias, Nicole.
Corrió hacia la mesa que Archer compartía con otros varios muchachitos de cinco años.
—Uni —saltó Archer feliz—. Ya creí que no venías.
Uni los fue besando a todos. Después se detuvo junto a Archer y le apretó los hombros con las dos manos.
Capítulo III
Bueno —decía Gerda un poco nerviosa—. Es que no vivo sola, ¿sabes?
Marcel frunció el ceño.
Era rudo de aspecto. Carecía de toda elegancia. Virilidad parecía tener mucha. Pero no tenía un átomo de distinción.
El cabello de un rubio oscuro, los ojos rabiosamente azules, contrastando con la tez curtida y la blancura provocativa de sus dientes. No era muy alto. De estatura más bien corriente. Vestía un pantalón gris de franela, de buena calidad, pero no excesivamente planchado. Un jersey negro de cuello de cisne, de lana bastante gruesa, y una zamarra larga, hasta un poco más arriba de la rodilla, que se quitaba en aquel momento.
—Pensé que vivías sola.
Tenía una voz bronca, fuerte, profunda. Muy masculina.
Gerda se acercó a él melosa.
—Es una chica excelente. Algo misteriosa, ¿sabes? Yo no sé ni dónde vivía antes de conocerla, ni sé si un día desaparecerá sin decir ni pío. Pero… eso sí, es encantadora, dentro de su misma gravedad.
—¿Tiene amigos? —preguntó Marcel como la cosa más natural.
Gerda casi lanzó un grito.
—¿Amigos?
—Hombres, caramba.
—No. Claro que no. Nunca sale. Viene del trabajo aquí y de aquí se va al trabajo.
—Un mirlo blanco, ¿eh?
—Una mujer decente, Mar.
Marcel se echó a reír con risa un poco cínica.
—Todas dicen igual, pero, ¡Ja! No pasan sin chico.
—Ella sí.
—¿Qué te va a decir a ti? ¿Por qué tiene ella que decirte a ti lo que hace?
—Mar, no seas despiadado. ¿Qué piensas de mí? ¿También que ando por ahí buscando chico?
Marcel tenía demasiadas horas de vuelo para que le engañara una muchacha como Gerda. Él salía con Gerda como pudo salir con otra cualquiera. Pero… ¡bah!, no dejaba de conocer bien a las mujeres, y de sobra sabía que Gerda lo pasaba divinamente con sus amigos. Que él era el de turno.
Bueno, eso ya se sabía.
—Perdona —y mirando en torno—. ¿No hay nada que tomar? —y después, malhumorado—. De modo que me has invitado a tu apartamento donde vives con otra chica. No me gusta, Gerda. Maldito si me gusta.
Gerda suspiró.
Todos eran igual.
Tom. Sam, Pierre…
Ella pensó que Mar era distinto.
—Ella se irá a la cama en seguida. Comerá algo y se acostará. No habla nada o casi nada. Lee libros de texto. Es enfermera, ¿sabes?
Claro.
Además, enfermera.
Él conoció a una enfermera.
Cerró los ojos.
Detestaba a las enfermeras.
—Me serviré algo para beber —dijo casi furioso.
—Mar, ¿qué te pasa?
—No me gustan las enfermeras.
—Esta es distinta. Trabaja en una guardería y es una chica excelente. Yo pienso que demasiado formal.
—Puaff cuando parece tan formal seguro que tiene un plan por ahí. Tal vez dentro del mismo sitio donde trabaja.
—Estás loco.
—¿Me das whisky?
Gerda se apresuró a servírselo.
—Mira, Mar, Uni es una chica maravillosa.
Marcel iba a llevar el vaso a los labios y quedó con él apretado a los dedos.
—Uni… —y como su voz sonaba algo ronca, y él mismo se percató de ello, añadió con estudiada volubilidad—: Qué nombre más raro.
—Uni Ñau.
Marcel no bebió el whisky.
Quisiera volar.
Meterse por las paredes.
Pero se oyó el llavín en la cerradura, y Marcel apretó el vaso entre los dedos, casi hasta cascarlo.
Ya no dijo nada más.
Se oyó la puerta al cerrarse, y en seguida la voz de Gerda preguntando:
—¿Eres tú, Uni?
Marcel pudo oír la voz de Uni. No la confundiría con ninguna otra, aunque pasaran miles de años.
—Sí, soy yo.
—Pasa, pasa. Te voy a presentar a mi amigo.
—Aguarda un segundo.
Gerda no se fijó en la palidez de Marcel, ni en los dedos crispados que apretaban el vaso.
Dijo en un siseo:
—Se está quitando el abrigo.
Marcel estuvo a punto de correr hacia la ventana y tirarse por ella. Pero no. ¡Tantos años…! ¿Cuántos? Cinco o más.
Uni vestía un modelo de lana estampado. De cuello camisero, atado a la cintura por un ancho cinturón de cuero. Calzaba botas. Estaba lloviendo. Aún tenía en el pelo, negro y lacio, algunas gotas de agua.
—Hace una noche…
Quedó suspensa.
Levantó los ojos y su voz se quebró.
Hubo un cambio de miradas entre el hombre que estaba allí mismo, firme y tieso, y ella. Una mirada honda y rara.
Un montón de cosas se pudieron decir en aquel mismo instante. Pero ni ella ni Marcel dijeron nada.
Cerda, en cambio, siempre en las nubes, no se enteró en absoluto del trauma moral que recibían y sacudía a aquellos dos seres.
—Es mi amigo Mar. Te hablé muchas veces de él. Mar —siguió Gerda, ajena a lo que estaba pasando allí—. Es mi amiga, Uni Ñau.
Hubo como un sobresalto en ambos.
Pero los dos a la vez se rehicieron.
Uni, después del impacto, serenó el semblante. Estaba pálida, pero sus labios, al curvarse, como en una mueca, no denotaban lo que estaba sintiendo.
Tampoco Marcel.
Se diría que jamás vio a aquella muchacha.
—Encantado de conocerte —dijo aparentemente sereno.
Alargó la mano.
Uni no vio aquella mano o no quiso verla. Dio algunas vueltas por la estancia, murmurando.
—¿Cómo está usted? —y luego, sin esperar respuesta—: ¿Has traído el correo, Gerda?
Gerda quedó con la boca abierta.
¿Por qué preguntaba Uni por el correo, si jamás recibía cartas?
En realidad, Uni preguntó por el correo como pudo decir que estaba lloviendo. Trataba, únicamente, de llenar un vacío. ¡Como si aquel vacío se pudiera llenar!
—No sé si ha venido —dijo Gerda en alta voz—. Nunca espero nada, ni tú tampoco…
Uni pensó que había sido idiota preguntando aquello.
—Seguramente que subiste el periódico de la tarde —y luego, de espaldas a ambos, buscando no sé qué en un mueble—. Os dejo solos. No quiero estorbar. Con tu permiso, Gerda, me retiro.
Gerda no quería eso.
Gerda quería, por el contrario, que Uni conociera un poco a Mar. Ella estaba entusiasmada con Mar, como jamás lo estuvo con ningún otro hombre. Y ella hacía mucho caso a Uni. Por esto deseaba que se quedara con ellos.
—¡Pero si seguramente no has comido!
—Claro que sí —mintió—. Lo hice en el autoservicio de la esquina. Tenía apetito. Además, como ayudo a servir a los niños, siempre pico algo —ya estaba en la puerta de su cuarto y seguía de espaldas a ellos dos—. Hasta mañana, pues.
—Díselo tú, Mar —gritó Gerda—. Yo quiero que coma con nosotros.
Mar apuró el contenido del vaso de un solo trago. Le ardía la garganta. Sentía como una quemazón en todo su ser.
Tantos años buscándola…
Y de súbito la encontraba allí. ¡Allí!
No dijo una sola palabra, y Gerda, que era algo tonta y carecía en absoluto de psicología, añadió presurosa:
—Vamos, vamos, Mar. Díselo tú.
Mar apretó los labios. Fue a decir algo, pero Uni se metía en su cuarto y cerraba la puerta sin volverse.
—Ya lo ves —dijo Marcel de modo raro—. Se ha ido a dormir.
—Oh… ¡con lo que yo deseaba que te conociera mejor!
—¿Para qué?
—No sé. Yo hago siempre caso de lo que dice Uni.
Marcel consultó el reloj.
Quedarse allí, no. Ya estaba harto.
Una aventura podía hallarse en cualquier parte Pero allí, precisamente allí… Era demasiado. Tenía que hablar con Uni. Pero no en aquella casa.
—Tengo que irme —dijo Marcel, desconcertando a Gerda—. Ahora recuerdo que tengo un cliente citado para las diez. Asuntos de negocios. Ya sabes que, a la par que poseo una gasolinera, tengo un garaje, en el cual vendo autos usados. Compro y vendo. ¿Te importa que venga otro día?
Gerda pensó en el gasto hecho para dar de cenar a Mar y pensó asimismo en su propia desilusión sentimental.
—¿Por qué no vas y vuelves?
Él jamás volvería allí.
Al menos a ver a Gerda.
¿Qué pensaría Uni?
Claro, ya sabía lo que pensaba Uni. Nunca lo ignoró, y por eso la abandonó.
Apretó los labios.
—Lo siento. Hoy no podré volver.
Parecía algo rudo.
Gerda, casi sollozante, le acompañó hasta la puerta. Se diría que Marcel Plisnier huía.
Casi ni apretó su mano. Se metió en el ascensor y cerró con un o golpe.
Capítulo IV
Uni… ¿estás acostada?
Uni respondió con un tenue acento de voz casi confuso.
—No… Pasa.
Gerda pasó.
Estaba malhumorada y furiosa. Fue hacia la cama de su amiga y se sentó en el borde, metiendo las dos manos juntas entre las rodillas, que apretó con fiereza.
—Yo no lo entiendo —exclamó, mientras miraba la espalda de su compañera, que se hallaba sentada ante el tocador, desmaquillándose—. No lo comprendo. Mar no es un chico fino, lo sé. Pero en medio de su aparente rudeza, es delicado. Y me dejó plantada. ¿Lo entiendes tú?
—¿Le has dicho que estabas acompañada por una amiga?
Gerda sacudió la cabeza.
—Claro que no. Se lo dijo cuando llegó aquí.
—Eso está mal. Estos hombres… buscan siempre un plan. No creo que pueda tener plan con dos mujeres que piensan y son diferentes.
—Uni, tienes un mal concepto de mí ¿verdad?
Uni nunca formaba conceptos de nadie.
Lo tenía de Marcel y de eso hacía va mucho tiempo. Lo consideró como era, nada más. No como ella lo conoció, sino como lo vio después.
Y seguía teniendo un mal concepto. Pero de eso no podía saber Gerda nada. Ni lo sabría jamás. ¡Jamás!
Nadie lo sabría, porque si Marcel, por primera vez en su vida, fue discreto, suponía que lo seguiría siendo en el futuro.
¿Por qué el destino era así? ¿Por qué? Ella vivía tranquila, y Marcel no sabía, ¡ni lo sabría nunca! Aquello estaba muerto. Bien muerto.
—No tengo mal concepto de ti —dijo con súbita dulzura—. Bien sabes que no. Pero… ¿qué conoces de ese hombre?
—Ya te dije…
Uni se volvió en el taburete.
Vestía una bata, encima de la combinación.
Su semblante estaba algo tirante.
—¿Qué me dijiste? Que tiene una gasolinera.
—Y un garaje.
—Muy prosperó —siseó entre dientes.
—¿Qué dices?
—Nada, nada. Pensaba que quizá hace dos días no tenía nada. O también que la gasolinera no es suya, y es, en cambio, un simple encargado.
—Puede ser ya que nunca habla de si mismo.
Tras decir aquello, buscó un cigarrillo en su falda.
—No tengo cigarrillos.
—Lo siento —dijo Uni bajo—. Ya sabes que no fumo.
—No fumaré yo tampoco. Sigamos por donde iba…
—¿Íbamos… por alguna parte?
—Decías tú que quizá es encargado de la gasolinera. Aunque así fuese. Yo le quiero.
Uni suspiró.
Se puso en pie, y, como siempre, empezó a doblar su ropa.
—Ya me has dicho eso cientos de veces, desde que te conozco. Eso que sientes por… Mar, puede ser un espejismo, como fue antes por otros.
Y después, sin que Gerda dijera nada:
—¿No puede ser casado?
Gerda dio un salto.
—¿Casado?
—Es… un suponer.
—Oh, no. Si acaso estará divorciado.
—Suponte que no lo esté.
—Uni, ¿qué te pasa?
Uni pensaba que iba demasiado lejos.
Se dirigió hacia el baño con el pijama en la mano.
—Voy a cambiarme. Y perdona mis conjeturas. En realidad, estamos desmenuzando a… Mar, tu amigo, en alta voz, ¿no es eso? Ya sabes que yo soy muy realista. Y no soy precisamente muy optimista.
—Mañana iré a ver a Mar, y le preguntaré por qué se comportó tan raramente esta noche.
—Haces muy bien —dijo Uni de modo raro.
—Yo tengo apetito —rezongó Gerda—. Por ese estúpido no voy a perder de comer. ¿Sabes lo que te digo? Yo me había hecho el propósito de pasarlo bien esta noche. De modo que no me quedo en casa. Si tú no tienes nada que decir, me marcho por ahí. Tengo amigos y amigas y sé dónde encontrarlos.
Mejor.
Necesitaba estar sola.
Gerda nunca podría comprender el trauma moral que la había sacudido aquella noche.
—Haces muy bien —murmuró—. Hasta mañana, Gerda.
—Es posible que me aburra y vuelva en seguida.
—Es… posible.
Se metió en el baño.
Al cerrarse por dentro no se cambió de cara inmediatamente. Estaba deshecha. ¿Cómo era posible? Después de tanto tiempo…
Marcel nunca sabría. Jamás sabría. Era capaz de todo. Lo conocía bien… o… ¿no lo conocía nada?
Apoyó la frente en el espejo del baño y cerró los ojos. Tenía ganas de llorar, y ella no era llorona. Vivía tranquila. Pensó que podría seguir así el resto de su vida, renunciando a todo, consagrando su vida a un deber sagrado, como antes la consagró a sus padres.
Pero la aparición de Marcel…
¿Y si cambiara de domicilio?
No sería posible. Cambiar, sí, pero Marcel seguramente que la seguiría adonde quiera que fuera, porque sabía dónde trabajaba.
O tal vez no la siguiera. Tal vez no apareciera jamás por aquella casa ni por su vida.
No fue ella quien lo echó de su lado. Fue Marcel que la abandonó. ¿Por qué, pues, suponer que la seguiría, que la buscaría?
Oyó la puerta al cerrarse tras Gerda.
Temió que subiera Marcel. Que vigilara a Gerda. Si la conocía bien, sabría ya que Gerda no era de las que se conforman, y supondría, como ella supuso antes de oírla, que a rey muerto, rey puesto.
En efecto. Salía del baño atando el cordón de la bata, cuando sonó el teléfono.
Estuvo a punto de hacer burla.
Pero conocía a Marcel.
Si se había propuesto hablar con ella aquella noche, nada ni nadie le haría desistir de ello. Era muy capaz de subir, si es que había visto a Gerda salir.
¿Por qué?
¿Por qué el destino los enfrentó de nuevo?
Pesadamente, como si arrastrara los pies, salió de su cuarto y se dirigió al aparato telefónico.
Se hundió en una butaca. Nunca había fumado, pero había oído decir que para tales ocasiones acompañaba mucho un cigarrillo. Apretó los labios y acercó el auricular al oído.
—Diga…
Un silencio.
Largo, porque volvió a decir con impaciencia:
—Diga, diga…
—¿Dónde puedo verte?
Así, Marcel era así.
¿Qué quería de ella?
¿No estaba dicho todo?
—¿Me oyes, Uni?
—Te… oigo.
—¿Dónde?
—¿Para qué?
—¿Cómo para qué?
—Me dijiste que me fuese —cortó breve y seca.
Nadie de los que la conocían podría asociar aquella voz a la de la suave y paciente enfermera.
—Te fuiste. Te busqué —gritó él—. Te busqué siempre. Te fuiste de Bruselas a los pocos meses.
—Es igual.
—No lo es. Quiero verte. Tenemos que hablar mucho.
—Nada.
—Oye no me tomes el pelo. Me parece que me conoces. Hoy estoy bien situado. He trabajado mucho. ¿Me entiendes? Bien sabe Dios que no trabajé por mí ¡Qué importo yo! Trabajé para poder ofrecerte algo si te encontraba.
—Es enternecedor.
—¡No lo crees! —gritó Marcel con una voz también distinta a la que conocía Gerda.
—Olvidemos eso. Estamos a tiempo de…
—Reanudar nuestra vida —le cortó Marcel.
—De terminarla para siempre. Mañana mismo visitaré a un abogado.
—¿Estás loca? Tengo que verte. He visto salir a Gerda.
—Síguela. Ve a divertirte con ella.
—¿Celosa?
Uni Ñau apretó el auricular.
No estaba celosa. Estaba dolida. Y no porque él buscara un entretenimiento. Eso, no. Sufrió mucho al principio, pero después, al comprobar más y más fría frente sus injusticias, le fue olvidando.
Estaba muerto en su ser. Totalmente muerto.
—Uni… ¿Me has oído?
Uni sonrió.
Una sonrisa sibilante que atravesó el hilo telefónico.
—No siento celos, Marcel. ¿Sabes? He sufrido. Tú puedes imaginártelo, ¿no? Ya no siento celos. Ni nada. Nada. Sólo quiero vivir tranquila.
—¿Tienes otro?
La voz de la enfermera se hizo más sibilante.
—¿Y si fuera así? Di, di. ¿Podías impedirlo tú?
—Os mataría a los dos.
Uni estuvo a punto de colgar el receptor, pero no lo hizo, porque conocía sobradamente a Marcel y lo creía capaz de subir corriendo hacia el ático, aunque allí hubiera desfallecido.
—Después de cinco años —dijo mansamente— como tú comprenderás… puedo hacer lo que quiera. Soy dueña de mi persona.
—No lo eres. ¿No te busqué? Puedo justificarlo. Te busqué a los tres meses justos de dejar Bruselas. ¿Me oyes? No estabas en aquella casa. Incluso contraté un detective privado para hallarte. No pudo. Lo cual prueba que huiste.
—Huiste antes tú. Yo sólo hice dejar la casa de mis padres, muertos.
Hubo un silencio.
—Muertos…
—Sí, sí, muertos. Ya jamás podré olvidar que se murieron antes por tu culpa. Porque si bien les oculté tu huida, ellos no eran tontos y sabían de sobra que no querías mantenerlos. ¿O te has olvidado? ¿Qué aprecio crees que puedo tener hacia un hombre que me inducía a abandonar a mis padres?
—Yo te amaba a ti.
—Pues no parece ser así cuando huiste de todo.
—Uni, escucha.
—No.
—No cuelgues. Me conoces. Soy capaz de entrar por la fuerza a casa. ¿Sabes? Tengo una casa decente y pienso reclamarte. Eres mi mujer y no estoy dispuesto a vivir sin ti. ¿Entiendes bien eso? Haré una reclamación legal.
Uni sabía que podía hacerlo.
Y si tenía modo de justificar que la había buscado, la ley la obligarla a vivir con él. Hablaría con la rectora de la guardería y con el doctor Yale, y les pediría ayuda. ¿Al doctor Yale?
Oh, no, no.
—Quedamos mañana entrevistamos, ¿me entiendes? Piénsalo esta noche. Di dónde y a qué hora podemos vernos. Hemos de hablar.
—Lo tenemos todo dicho.
—Ven mañana a mi gasolinera. Si no vienes iré al apartamento y te reclamare delante de tu amiga.
—Eso no. Ella… no sabe que estoy casada.
—De acuerdo Ven a verme o dime dónde puedo verte yo. Si no lo haces, o voy a casa de tu amiga o lo que es peor, me personaré en la guardería.
Estaba loco.
—Uni, ¿me oyes?
—Está bien —decidió, palideciendo intensamente— estaré en la oficina de tu gasolinera mañana a las siete y media.
—De acuerdo. Ve pensando en reanudar nuestra vida matrimonial.
—¡Jamás!
—Te obligaré.
—Temo que no puedas. Ningún lazo me une a ti, excepto el del matrimonio, que se puede romper en cualquier momento. No tenemos hijos que nos aten —se atrevió a decir con voz vibrante, pensando intensamente en Archer—. Siendo así… nadie. Nadie, ¿entiendes?, puede obligarme a vivir con un hombre que me abandonó.
Colgó sin esperar respuesta.
Pero no se movió de allí. Apretaba el rostro con las dos manos, tratando de contener los sollozos.
Casi en seguida, se ovó de nuevo el timbre del teléfono.
—Diga.
—A las siete y media, mañana. Ah, y no vuelvas a colgarme así. Ya me conoces.
De sobra.
Nadie le conocería jamás como le conocía ella.
Era capaz de todo.
De hacerse rico, de odiar con saña, de dominar hasta matar.
Pero también, ¡oh, sí!, eso lo sabía también ella, era capaz de amar hasta la locura.
¿Qué aún la amaba a ella?
¿Y Gerda y otras tantas?
Apretó las sienes.
Hablaría con madame Morton.
La comprendería. Siempre la comprendió, y gracias a ella, sólo dos o tres personas discretísimas conocían la relación íntima que ella tenía con aquel niño de apenas cinco años, llamado Archer.
Quedó tensa.
Con los ojos llenos de lágrimas. Ella había querido a Marcel. pero jamás podría olvidar… Jamás…
Tambaleante se fue a la cama.
Se tendió en el lecho y apretó el rostro entre las manos. Con sangre y fuego defendería a Archer. Ella ya no amaba a Marcel. No quería volver a empezar. No empezaría por nada del mundo. ¡Por nada!
Había sufrido mucho por todo aquello. Había querido casi hasta morir por él, pero ya no. Estaba curada. Empezar otra vez… sería volver a sufrir y llorar.
Capítulo V
Madame Morton…
Julie Morton quedó un tanto suspensa al ver entrar a Uni en su despacho, pronunciando su nombre de aquella manera tan temblorosa.
Ella admiró siempre a Uni Ñau, precisamente por su valor, por su forma de trabajar, por la tragedia de su vida, que supo superar, y, sobre todo, por su maternidad.
Al verla en aquel instante, sintió la sensación de que Uni se derrumbaba, y pensó asimismo que muy grave tenía que ser lo que le ocurría para que Uni se dejara derrumbar así.
—Pasa, Uni. Pasa y cierra.
La joven obedeció. Vestía el uniforme blanco y llevaba en la mano una especie de gráfico, lo cual indicaba que en aquellos momentos sé dedicaba a visitar aquella parte de las alcobas de los enfermos.
—Pasaba por aquí y pensé.
—Siéntate. ¿Ocurre algo?
Uni se sentó ante la mesa de su jefe. La señora Morton era viuda, tenía dos hijos casados, y alguna vez iban a visitarla sus nietos. Se dedicaba á aquella labor porque, además de ser médico de profesión, era una mujer llena de bondad.
—Ocurre lo más inesperado —dijo Uni—. He visto a mi marido.
Madame Morton se quedó tensa, primero. Después inclinándose sobre la mesa de despacho y miró a Uni sin parpadear.
—¿Le has visto?
—Sí.
—¿Y él a ti?
—También.
—Ah…
—Me citó para las siete y media de hoy.
—Irás —dijo la dama sin preguntar.
Uni asintió con un breve movimiento de cabeza.
—He de ir.
—Claro.
Lo refirió en dos palabras, como asimismo la conversación sostenida con él.
Hubo un silencio.
Madame Morton jugaba con un pisapapeles de colores. Tan pronto lo levantaba en la mano, como lo dejaba sobre el tablero de la mesa y lo acariciaba automáticamente.
—¿Por qué os separasteis? —preguntó de súbito.
Uni esperaba aquella pregunta.
Madame Morton fue siempre muy discreta. Jamás le preguntó por qué, siendo casada, estaba sola y con su hijo… En aquel instante no tenía más remedio que preguntar.
—Me abandonó.
—Habría una razón.
—Siempre hay una razón para que se hagan las cosas. La razón eran mis padres enfermos.
—¡Ah!
—¿Por qué tus padres te permitieron casarte tan joven?
—Mis padres nunca se opusieron a nada de lo que yo decidía. Me querían demasiado. Además, estaban enfermos. Mamá falleció, supongamos que hoy, y papá la siguió quince días después. Ni él ni ella podían moverse apenas. Estaban enfermos del corazón. Papá había sido empleado de una casa de automóviles. Tenía su retiro. Muy pequeño. Mamá no trabajó nunca, pero se dedicaba a cuidarme a mí y a cuidar a papá. Total, que nuestras relaciones fueron cortas. Marcel y yo nos queríamos profundamente. Nos casamos. Empezaron en seguida las penurias. Para él y para mí, ganaba Marcel, pero, según él no podía mantener a mis padres. Yo no podía abandonarlos, de modo que surgieron las discusiones diariamente. Aquel amor tan bonito se fue apagando. Se quedaba pequeño y débil cada día.
—Marcel estaba en su derecho bien humano, Uni. Él se había casado contigo. ¿Por qué no trataste de enviar a tus padres a un asilo?
—¿Procedía? Yo no podría jamás ser tan injusta y tan inhumana. Ellos me habían educado adecuadamente, de una forma superior a su vida social y económica. Dieron por mí hasta la última gota de su vida. ¿No lo entiende?
—Pero tú tenías que defender tu amor.
—No por ello abandonar a los seres que me dieron la vida.
—Justamente. Marcel no fue considerado con ellos, pero a ti te amaba.
—No me amaba. Él sabía cuánto quería yo a mis padres. Por tanto, su deber creo que sería quererlos también.
—Sí, Uni, sí. Eso es lo que debe ser, pero no todos los seres humanos de este mundo son iguales. ¿Qué pasó después?
—Un día tuvimos una discusión horrible. Marcel no regresó aquella noche ni a la otra, ni en muchas más. En realidad, yo no supe que regresara nunca, aunque él, ayer noche, me aseguró que regresó a los tres meses. Para entonces, mis padres habían muerto, yo lo vendí todo y me trasladé a París. Luego nació mi hijo y le crié como pude.
—Él nunca supo…
—Ni lo sabrá. Es por eso que he venido a hablarle. Si Marcel se persona aquí a reclamarme, tal vez vaya yo. Quizá le acompañe yo, si de momento no lo puedo evitar. Pero no quiero que mi hijo nos acompañe. ¿Entiende, madame Morton?
Madame Morton se levantó.
Miró el reloj.
—Es mi hora de visita —dijo suavemente—. ¿Me acompañas? Podemos seguir hablando.
Uni la imitó y juntas dejaron el despacho, internándose por los anchos pasillos.
Madame Morton asió el brazo de la joven y lo oprimió con suavidad.
—Veamos, Uni. Una pregunta concreta. ¿Le amas aún?
—No —rotunda.
—Si puede demostrarte que te buscó a los tres meses…
—Aun así. Hay cosas que se apagan y no se encienden jamás.
—Le has querido.
—Sí.
—No tienes derecho a negarle la existencia de su hijo.
Uni se detuvo en seco y la miró anhelante.
—¿Se lo va a decir usted?
—Oh, no —sonrió la dama—. Yo sólo te aconsejo. Pero siempre haré y diré lo que me pidas.
—Gracias, madame.
—Entremos aquí.
Recorrieron la sala de un lado a otro. Había varios niños encamados. Un médico hacía la cura de otros. Al extremo opuesto, una enfermera peinaba a un muchachito de apenas tres años.
—Mañana vendrán a buscar seis niños —dijo madame Morton quedamente, al oído de Uni—. Se los llevan buenas familias. Cuando coloco a uno de estos muchachos, me siento muy feliz. Es terrible que algunos desafortunados muchachitos pasen su vida sin conocer el calor de un hogar.
Dejaron la sala y se adentraron juntas en otros pasillos.
—¿No sabes la campaña que estamos haciendo, para que esas personas que nunca conocieron la maternidad se decidan a adoptar niños? —hizo una rápida transición—. Decías que no debe saber tu marido que existe Archer.
—Nunca.
—¿Nunca? —la miró fijamente—. El doctor Yale está enamorado de ti. ¿Qué piensas hacer? Sabe que es tu hijo, pero ignora que estés casada. ¿Tampoco a Yale se lo puedo decir?
—Ni a él.
—¿Y tú, qué piensas decirle a Yale?
—Nada.
—Él te ama.
—Madame, para mí el amor ha dejado de existir.
—Tienes apenas veinticuatro años. Cierto que te tocó vivir una existencia triste. Pero eso no es motivo para que renuncies a todo lo bello de este mundo. Ni por tu hijo puedes hacerlo. Además… ¿de qué culpas a tu marido?
—Madame…
—Sí, ya sé que me consideras una persona cruel para dos ancianos padres. Pero, cuando una mujer o un hombre se casan, forman una sociedad común. No manda el respeto al marido o a la mujer, que se mantenga a dos seres de la familia.
—¿Y la caridad al prójimo? ¿Dónde la deja usted?
—Ciertamente, pero eso ya es secundario, querida Uní. Tiene que salir de dentro. Si él dejó de quererte a ti, es otra cosa. Pero él a ti nunca dejó de quererte ¿no es eso?
—No bastaba.
—Tendríamos mucho que discutir, querida Uni. Tú has dejado de amarle. Ahora no deseas reanudar tu vida a su lado, de acuerdo. Pero que tu rencor no te induzca a ser injusta. Personalmente, no tienes más queja de Marcel que la de que no quiso mantener a tus padres. Pero, ahora te pregunto yo: ¿Le sobraba el dinero a Marcel?
—No, claro —susurró Uni quedamente.
La mano de la dama cayó sobre la suya y la oprimió con suavidad.
—Recapacita. Es posible que las cosas, en adelante, sean diferentes. No amas a Yale, que se hubiese casado contigo, una vez divorciada. Dime, ¿deseas el divorcio?
—No. Además, soy católica.
—Entonces… ¿te decides por tu vida gris el resto de tu existencia?
—Con mi hijo…
La dama le apretó más la mano.
—Mírame a mí. Lo tengo todo. Dinero, posición social, dos hijos casados, nietos… y, sin embargo, estoy aquí. Cerrada aquí, criando hijos de seres muy desgraciados. ¿Sabes por qué? Porque me asusta la soledad. Por favor, esto no lo digas a nadie —su voz se quebró un tanto—. Tengo dos hijos, pero yo sé que, si bien me quieren mucho, aman más a sus mujeres, y éstas prefieren su vida íntima aislada. ¿Qué crees que hice yo cuando me di cuenta? Escapar. Con la sonrisa en los labios. Exponiendo una idea que era forzada en mi mente, y un deseo que apenas si existía en mi corazón. Pero he venido, y nadie se preocupó de averiguar si en realidad deseaba encerrarme aquí. Mis nueras me adoran, o, al menos, eso aseguran. Y si me adoran, es porque las dejé vivir en paz con sus maridos, que son mis hijos. ¿Ves? ¿Te das cuenta de que los padres sobramos en la vida de los hijos?
—Madame.
—Por eso te digo que tu hijo jamás llenará todos los rincones de tu vida. Él tiene su propia vida y querrá vivirla a su manera. Pero… sin el lastre de su madre, a quien querrá mucho, pero… por favor que esa madre no perturbe la tranquilidad de su íntimo hogar.
Pensó mucho en todo aquello.
Pensó hasta quedarse casi extenuada.
Lo pensó, viendo a Archer jugar con los demás niños en el patio. Lo pensó después, mientras comía, oyendo todos los cuentos que le refería Nicole. Más tarde, haciendo la visita con el doctor Yale, que una vez más le declaraba su entusiasmo, y lo pensó aún cuando se recibieron las visitas de aquellos seres que iban a llevarse a seis niños.
A las siete aún seguía pensando.
Se quitaba el uniforme y se ponía el modelo de calle impecable. Fue entonces cuando Nicole le dijo, que antes de marcharse, pasase por el despacho de madame Morton, pues ésta deseaba verla.
Se personó allí vistiendo un modelo gris suavecito, de fina lana. Un abrigo sport de corte inglés y calzando botas altas, pues hacía frío y lloviznaba.
Tocó con los nudillos en la puerta. Inmediatamente se oyó la voz de la dama.
—Pasa.
Cruzó el umbral y cerró tras de sí.
—Me parece que te dejé intranquila.
—No —dijo—. Me dejó pensando sin saber a ciencia cierta qué pensaba.
—Hay algo que me preocupa más que nada. La situación no es tranquilizadora, pero más que la situación, digo yo que son tus sentimientos hacia Marcel.
—No existen.
—¿Lo ves? Eso es lo que me inquieta. Vas a verte con él. Piensa lo que vas a hacer. ¿Por qué no pruebas? Deja al niño aquí. En efecto, vamos a suponer que no existe. Tú puedes continuar trabajando aquí, pero viviendo en casa de tu marido.
—No. Nunca.
—¿No te dije algo de mí, que nadie sospecha siquiera? Tus padres estaban enfermos, pero si estuvieran sanos, estoy segura de que serían ellos, y no Marcel, quien abandonara el hogar. Escucha, hay seres egoístas, por supuesto. Pero capaces de amar hasta la locura. Marcel puede ser de ésos. Te ama a ti, pero sólo a ti. ¿Entiendes? Yo dispongo de una fortuna para vivir, pero cada uno de mis hijos tiene en su poder la herencia de sus padres. Siendo así, ellos, lógicamente, no necesitaban mi dinero, tampoco me necesitan a mí. Me retiré a tiempo. Entre estar sola en mi casona esperando una visita que sólo llegaba de tarde en tarde, preferí esto… ¿No te dice eso bastante?
—No. La admiro a usted, posiblemente yo hiciese igual, y tal vez lo haga cuando mi hijo forme su hogar y se olvide, lógicamente, un poco de mí. Pero el caso de Marcel no era ése. Mis padres no tenían nada. Estaban enfermos. Marcel me exigía una vida aparte, cuando yo… les debía a ellos cuanto era y cuanto soy. ¿Lo comprende usted?
—Un poco diferente el caso, Uni, pero, desgraciadamente, muy parecido al mío. Vete. Son las seis y media. Ven a verme antes de regresar a tu apartamento. Me dejas intranquila. Piensa bien lo que haces. No lo excites. Si acaso dile que lo vas a pensar. Más vale que me escuches. Entre la inteligencia de un joven y la experiencia de un viejo, es obvia la elección.
—Gracias, madame.
—Vete en paz, hija, y que Dios te ilumine.
Mucho lo necesitaba.
Cuando se vio en la calle, miró al frente con obstinación.
En realidad, nada de cuanto dijo la dama causaba en ella inquietud. La dama vivía en la guardería por evitar una soledad horrible. Pero lo que ella no concebía es que, teniendo dos hijos, ellos, por egoísmo, hicieran caso a sus esposas.
Ella jamás podría olvidar el dolor de su madre al morirse.
Ni aquella voz de su padre en la agonía, cuando le decía que buscase a Marcel y reanudase su vida.
Ella siempre pensó que ignoraban lo que había hecho Marcel. Abandonarla. Pero el solo hecho de saberlo a la hora de su muerte, producía aquella quemazón que lo hacía todo árido y desgarrante.
Llamó un taxi y dejó de pensar.
No sabía lo que iba a decir, porque tampoco sabía lo que iba a escuchar.
De todos modos, no pensaba variar su vida. El amor, para ella, estaba todo recopilado en su hijo. Y ella no quería a su hijo, esperando una compensación. Ella deseaba hacer feliz a Archer, y lo demás llegaría después y por sus propios pasos.
Se perdió en el taxi y suspiró apretando las dos manos enguantadas. Dio la dirección de la gasolinera, cerró los ojos y crispó los labios.
Capítulo VI
Lo vio en seguida.
Fuerte y vigoroso. Con los cabellos de un rubio oscuro cayéndole en la frente. Enfundado en un mono blanco, sirviendo gasolina como un empleado más. No cabía duda alguna. La gasolinera era suya, porque detrás, en la espalda de los monos de los empleados, había una palabra tan sólo: Marcel.
Al verla a ella descender del taxi, no se inmutó. Siguió sirviendo la gasolina, si bien le hizo una seña con la mayor naturalidad.
—Por esa puerta —le gritó—. Es mi oficina.
Mudamente, Uni subió los seis escalones que la separaban de aquella puerta, y antes de que pudiera abrirla, un joven la empujó y le dio franco paso.
—Monsieur Plisnier vendrá en seguida —le dijo.
Uní, como un autómata, se coló dentro.
Una mesa, dos sillones, un sofá al fondo y las paredes llenas de estantes con archivos. Miró por el ventanal, y sólo se veían calles y plazas. La gasolinera imitaba una glorieta en una esquina de la ancha y populosa calle, de modo que se veía todo perfectamente.
Pensó Uni que la ciudad de Besanzon no tendría más allá de los cien mil habitantes, por lo cual tratar de ocultarse no creía que fuese fácil. Para Marcel, sí. En realidad, ella jamás le buscó en aquella ciudad ¿Quién iba a decir que el destino los uniera allí? Pensó también que pudo pasar a Suiza, y entonces seguramente Marcel no la encontraría jamás.
—Ya estoy aquí —dijo la voz de Marcel deteniendo su pensamiento.
Se volvió apenas.
Marcel sonreía satisfecho Se quitaba el mono con la mayor tranquilidad, quedando enfundado en un jersey negro y unos pantalones grises bastante correctos.
—Siéntate, Uni. Hace tanto tiempo que no nos vemos, que me parece mentira que seas tú.
—Nos hemos visto ayer.
—Es que me parece que aún estoy en ayer —rió Marcel mansamente—. La verdad es que no te imaginaba yo viviendo con una muchacha como Gerda.
Se derrumbó en una butaca y sacó un cigarro de la mesa. Lo encendió sin dejar dé mirar a su mujer.
—Estás guapísima.
—No he venido a escuchar tus piropos.
—Nunca fui piropero. Veamos, ¿tengo yo que decir las cosas, o prefieres que las digamos los dos?
—¿Hay algo que decir?
Marcel se derrumbó en el butacón de cuero y extendió las dos manos sobre el tablero de la mesa. Entre los dedos conservaba el puro habano recién encendido.
Miró a su esposa con detenimiento.
—Mira en torno —dijo con gravedad—. Hoy tengo mucho que ofrecerte. De la nada, y tras mucho luchar, he conseguido algo. Después más. Nada hice por mí. Es posible que no lo creas —añadió con voz profunda—, pero digo la pura verdad. Ojalá pudiera hoy mantener a tus padres.
Uni se agitó.
—De eso prefiero no hablar.
—Hemos de hacerlo.
—No, Marcel —dijo apaciguadora—. Ahora ya no tratamos de buscar el pasado. No es preciso desmenuzarlo. Hay algo presente que nos desliga de todo lazo. No puedo casarme otra vez, aun suponiendo que me separase de ti legalmente. No. Soy católica. Creo que tú también lo eres.
—Lo soy —rotundo— y no pretendo separarme —dijo, desarmándola a su pesar—. Pretendo ganarte. He reflexionado mucho esta noche. No quiero nada por la fuerza, pero permíteme que te conquiste otra vez. Nos hemos querido mucho —su voz se hizo casi grata—. ¿No nos hemos querido, Uni?
Ella no supo por qué razón, se sintió inquietísima.
Quiso mirar hacia un lado, desviando los ojos del rostro de su marido, pero Marcel se puso en pie y fue a situarse delante de ella.
—Mírame bien —dijo Marcel—. No te pido nada a la fuerza. Pero cuando me casé contigo, estaba loco por ti, y nunca dejé de amarte. Abandoné el hogar, harto de pasar necesidades. Dada mi tremenda ambición, aquella mediocridad no estaba hecha para mí. Me pregunto qué dirías tú, si, en vez de abandonarte sin darte explicaciones, te dijera que me iba por el mundo dispuesto a hacer fortuna.
—Las cosas no variarían mucho. Después de saber lo que mis padres te pesaban…
—¿Me casé con ellos o me casé contigo? —se alteró.
—Aun así. Si ellos vivían conmigo y estaban enfermos…
—Basta —cortó Marcel con súbita dureza—. De eso ya hablamos bastante. Ellos murieron y yo lo siento, aunque tú no lo creas. Deseo formar un nuevo hogar, tener hijos y el cariño de mi mujer. Dime tú si puedo aspirar a ello. Eso únicamente.
—De momento, no, por supuesto.
—¿Y si te obligara?
Uni aspiró hondo.
Estaba bellísima, dentro de su tremenda agitación.
Marcel debió de verlo así, porque inclinó su fuerte talla y le buscó los ojos.
—Quisiera besarte. Uni. Ya sé que pensarás que soy un idiota, pero desde que nos separamos…
—Desde que tú me abandonaste…
—Bien —cortó— desde eso, no he vuelto a besar a una mujer con placer. ¿Entiendes eso?
Uni retrocedió.
—No temas —rió Marcel con amargura, que a su pesar conmovió a Uni—. No te voy a agarrar a la fuerza. No sería yo quien soy si tratara de tomar por la fuerza lo que deseo de otra manera muy distinta —se inclinó más hacia ella—. Uni… ¿no podemos?
La muchacha retrocedió y se quedó como pegada a la pared.
Ella ya lo conocía.
¿Podía olvidarlo todo?
¿No era su mujer?
¡Y una mujer sensible!
Recordaba, a su pesar, los besos de Marcel. Las caricias de Marcel su ternura viva palpitante.
Su ternura sí, en medio de su indescriptible egoísmo.
—Uni…
—Tengo que irme.
Lo tenía allí mismo. Casi tapándola con su cuerpo.
Casi rozándola.
—Uni —la voz de Marcel era tenue y ronca al mismo tiempo—. Oye… ¿por qué no subes a casa a ver cómo vivo? Estoy solo. Siempre solo. Formé ese hogar para ti y para mí. Puedes creerme.
¿Creerle?
¿Y Gerda?
¿Y tantas otras que seguramente pasaron por su vida en aquellos años? ¿Es que Marcel se olvidaba de que ella fue su mujer y lo conocía? No era Marcel hombre que pasara sin mujeres. Era absorbente y acaparador, apasionado hasta la saciedad.
Aspiró fuerte.
Quiso huir de la pared, pero Marcel, con un simple movimiento, la pegó a su cuerpo contra el ventanal.
—Quita…
Marcel no se quitó.
Marcel estaba loco por ella.
Por eso, sin tocarla con las manos, metió la cabeza bajo la suya y le buscó los labios.
Uni parpadeó.
Sintió como una loca palpitación en su boca.
¡Tanto tiempo!
¿Cuánto?
Más de cuatro años, cerca de cinco, tal vez más, sin sentir en su boca un beso de hombre.
Lo sentía en aquel instante. Reconocía los besos de Marcel, acaparadores, absorbentes, hurgantes…
Creyó que todo daba vueltas. De repente. Marcel la cercó en sus brazos y la dobló en su cuerpo con ansiedad.
No la soltó.
Siguió besándola en plena boca, moviendo los labios.
Uni quiso huir.
Pero no podía.
Era como volver a empezar.
Como cuando tenía diecisiete años y conoció a Marcel en aquella carrera de caballos. Marcel no la besó aquel día. Pero la besó un mes después. Y desde entonces…
—Quita… quita…
Marcel la soltó.
Quedó un poco jadeante.
—Perdona —dijo roncamente—. Es que… no podía más.
Era fuerte.
Poderoso.
Lo fue siempre, aun sin tener un franco, cuánto más en aquellos momentos que era poseedor de un negocio próspero.
—Uni, nos hemos reconocido…
—Tengo que irme.
—Escucha, Uni.
—Te digo que no —casi lloraba—. No, no.
—Pero ¿qué dices? ¿No los sientes? Si te has estremecido toda cuando te toqué. Como antes. Como cuando nos ocultábamos de los ojos de tu padre para meternos en nuestro cuarto. ¿Es que lo has olvidado?
Era lo que quería olvidar. Lo que tuvo olvidado hasta aquel instante. Ella tenía fama de m u j e r fría, pero sólo Marcel sabía que no lo era.
Dio un paso al frente.
—Me voy.
—No.
Dio paso al frente.
—Me… me voy.
—Uni, una vez más.
—No, no.
—¿Contra quién luchas? ¿Un rencor? ¿De qué sirve el rencor si nos llamamos física y moralmente uno al otro?
No quería oírle. Por eso huyó.
Capítulo VII
Creyó que iba sola por la calle.
Pero oyó sus pasos de repente.
—Uni.
—No.
—¿De que sirve?
Servía de mucho.
Poner por sí misma una barrera entre aquella atracción física y todo cuanto había pasado entre los dos.
Ella vivió tranquila. Sí, sí.
Desde que dejó de amarlo, vivió casi feliz. Reconcentrada en sí misma, por supuesto, pero relativamente feliz.
No quería complicaciones ni recuerdos. Ni siquiera… aquel beso que llevaba en su boca como una quemazón terrible.
—Uni.
Se detuvo.
Parecía jadeante por la carretera.
Anochecía.
—No es que no puedas olvidar lo ocurrido —decía roncamente—. Es que no quieres.
Uni le miró.
Tenía como dos gotas de agua en sus negros ojos.
—¿No dices nada? —preguntó Marcel quedamente—. ¿No lo dices? Ven a casa. A nuestra casa.
—Lleva a… otra.
—¿Es eso? ¿Eso nada más? ¿Te duele más eso que lo otro? Es posible, pero yo te digo, y debes creerme que yo nunca llevé a casa, a nuestra casa, la casa que yo formé para los dos, a mujer alguna. Como un loco soñé con llevarte a ti Poder poner bajo tus pies todo lo que hice en estos años. ¿Te imaginas que se puede hacer tanto pensando en amores y mujeres?
No quería oírle.
Echó a andar de nuevo.
—Uni.
No.
Que no le hablara en aquel tono.
Le inducía a cerrar los ojos, a pensar en aquella época de su matrimonio, cuando todo era locura amorosa, pese a tantas necesidades reunidas.
Y cómo ellos dos, al estar solos, soslayaban cada una de aquellas necesidades para quererse.
Fue bonito aquel amor.
No tenían nada. ¡Nada! Excepto ellos, sus cuerpos, sus sentimientos, y gozaron la vida con intensidad, porque junto a Marcel había que morir y vivir. Y ella vivió. Vivió con todas sus fuerzas.
—Uni… piénsalo. No voy a forzarte, a ti no puedo.
Era lo peor.
Aquel acento suyo.
Aquella suavidad de su voz.
Aquel decir… Y aquellos besos que llevaba en los labios como un sello cálido y fiero.
—Te pido que reflexiones. Uni. Te lo pido. Te pido un poco de caridad para mi ansiedad. Vive conmigo. Te juro…
Se volvió.
Tenía como sangre en la boca.
Era el fuego de su miedo, de su rabia, de su ansiedad, que, aunque no admitiera, existía como una auténtica y absoluta realidad.
—¿Qué puedes jurar tú? —le gritó a su pesar—. Di. ¿Que me respetas dentro del hogar? ¿Que esperas que yo te llame, a que yo te diga que te admito de nuevo en mi intimidad? ¿Eres capaz tú de jurar eso y hacerlo?
Marcel respiró fuerte.
Juntó las manos.
Parecía imposible que no tuviera frío con aquella ropa. Pero no debía tenerlo porque era feo y fuerte como un toro.
—Te lo juro. Me va a costar, pero te lo juro.
Estaba loco.
Conociéndolo ella como lo conocía, jamás podría respetar aquel juramento.
Echó a andar de nuevo.
Estaba cerca la guardería.
Tenía que ver a Madame Morton. Y decirle… ¿Decirle, qué?
¿Acaso tenía ella algo que decirle?
—Debo de llegar a la guardería antes de las nueve —dijo por decir algo, con voz que resultaba serena.
Marcel se detuvo.
Pasó los dedos por el cabello.
Un sudor frío le invadía.
—Ayúdame tú a respetar el juramento que te hice —pidió como si en la boca todo se le agitara—. Por favor, Uni. Creo que mi dignidad masculina no podría resistir tu negación, y, sobre todo, suplicar lo que jamás he suplicado. No hemos tenido una conversación. Hemos hablado apenas. Tenemos que reflexionarlo todo, desmenuzarlo todo, y luego permitiré que tú me juzgues.
Uni no quería oírle.
Empezaba a temer que él la convenciera. Por eso se deslizó dentro de la verja y por eso apretó las dos manos enguantadas en los barrotes helados.
—Márchate —le dijo—, márchate.
—¿Cuándo podemos volver a vernos?
Uni parpadeó.
—¿Cuándo? Nunca, es mejor así. Estábamos mejor uno sin el otro. Sigamos del mismo modo.
Se escurrió por el jardín.
Marcel, tan violento, tan fiero, y no supo rebelarse. No por no saber, sino por evitarle un dolor a Uni.
Madame Morton estaba habituada a oír muchas cosas.
De madres jóvenes, que dejaban allí a sus hijos y no les volvían a recordar jamás. De madres jóvenes que los llevaban y volvían todos los días, y lloraban ansiosamente sobre sus rostros inocentes. De madres maduras que volvían a casarse y llevaban allí a los hijos de sus maridos.
De abuelos desesperados que ocultaban la vergüenza de sus hijas en aquel rincón, y pasaban cada día a ver a sus nietecitos. De seres anhelantes, que, tras renunciar a sus hijos, volvían arrepentidos a por ellos.
Pero jamás tuvo un caso como el de Uni.
La escuchaba en aquel instante, y no sabía qué decir. De vuelta de todo, con una sicología mundana indescriptible, se daba cuenta de muchas cosas, oyendo la voz entrecortada de Uni.
—Me resulta simpático tu marido. Te lo digo en verdad.
Uni la miraba con expresión anhelante.
—Me dice eso…
La dama extendía la mano por encima de la mesa y golpeaba suavemente los dedos nerviosos de su mejor enfermera.
—Te lo digo porque todo lo que me cuentas es… tremendamente enternecedor. Ya ves, cada uno mide las cosas a su manera. Yo te conocí a ti en tu terrible mutismo. Nunca pensé que bajo ese mutismo se ocultara una tan manifiesta emotividad.
—No soy emotiva. Me habitué…
—No hay hábito para la naturaleza humana, Uni —dijo la dama con energía—. Eres así y, por mucho que luches, nunca podrás ser de otra manera. Tal vez lo parezcas porque ocultas tu verdadero «yo» bajo una máscara, pero sólo con retirar ésta queda el yo al descubierto. Y eso no se puede evitar. No hay hábito, como tú dices, que lo oculte.
—¿Y qué debo hacer?
—¿Me lo dices a mí? Marcel puede reclamarte. Legalmente puede hacerlo. Y tú tendrás que seguirlo o tomar una drástica determinación. Es decir… pedir la separación… legal del matrimonio. Me pregunto yo desde mi humanidad, y apelando a la tuya… ¿es eso lo que deseas?
Uni juntó las manos.
Estaba, como quien dice, metida en un terrible dilema moral. No sabía lo que hacer. Lo supo hasta el día anterior, pero cuando lo vio, se agitó.
Como si durante años y años estuviera ciega y se habituara a su ceguera, pero al volver a ver… todo se abría y después toda la luz era escasa para sus ojos ambiciosos.
—No deseo la separación legal —susurró cohibida— porqué nadie sabe que estoy casada, excepto usted. Todos los pocos que lo saben, creen que tengo un hijo sin marido.
—Y prefieres pasar esa vergüenza a la verdad, que te ayudaría a reanudar tu vida —se inclinó hacia adelante—. Te estaba esperando, Uni. Sabía que vendrías, y sabía que estarías llena de dudas. Escucha, yo, en tu lugar, le diría lo de Archer.
—Nunca.
—¿Lo ves? ¿No eres tú cruel robando el hijo a su padre? Antes lo fue él, porque quiso darte demasiado, y le dolió lo que a ti te robaban tus padres.
—Mis padres, no.
—Marcel nunca dejó de amarte, Uni. ¿No lo entiendes? Con todo lo que me cuentas, yo tengo que pensar que Marcel te ama. Nunca dejó de amarte. Tus padres fueron un obstáculo, ciertamente, no porque Marcel lo creyera así, sino porque realmente lo fueron.
—No puedo.
—¿No puedes… qué?
—Volver a vivir con Marcel.
Se puso en pie.
Juntó las manos de nuevo. Miró a la dama con ansiedad.
—Estás distinta —dijo madame Morton muy despacio, sin dejar de mirarla—. Muy distinta, Uni. Antes parecía que nada te conmovía. Vivías para dos cosas concretas. Tu profesión y tu hijo… Ahora tienes algo más. La inquietud de Marcel, tu inquietud por él. Ese algo que siente toda mujer cuando se ve perturbada por un sentimiento, que si bien lo siente, a la par lo deshabituara esta. Ten calma. Me das pena. No por tu obstinación ante la ansiedad de tu marido, sino por ti misma. Por eso y que sientes y que luchas contra ello con todas tus fuerzas. Vete y medita. Mucho, Uni. Necesitas toda tu voluntad para reflexionar.
—Gracias.
—¿A mí? ¿Y por qué?
—No lo sé. Quizá porque me escucha. Hace mucho tiempo que no hablo de mí con nadie. Y hablar ahora… es una necesidad.
—Estás confundida contigo misma. Piensa en eso.
Sí pensó. Pero no sacó nada en limpio.
Madame Morton, al día siguiente, subió a su auto y se fue a echar gasolina a la gasolinera de Marcel Plisnier.
Capítulo VIII
Apareció aquel mocetón enfundado en el mono blanco.
—¿Cuánta?
—Llene el depósito —dijo la dama con suavidad.
El mozo era Marcel. Había varios empleados por allí. Uno le limpiaba el parabrisas, el otro le miraba el aceite. Marcel sostenía la manguera con mano segura. Miraba hacia el frente y sus ojos azules tenían una rara expresión de ansiedad o anhelo.
—Ya está —dijo asomando la cabeza por la ventanilla.
La dama le miró.
—¿Es usted… Marcel?
Este asintió con un breve movimiento de cabeza, entretanto daba el cambio a la dama.
—¿Quiere subir un rato conmigo Marcel? Soy… amiga de Uni.
Él se agitó.
Quedó con los billetes en la mano enguantada.
Apresuradamente se quitó el guante y agarró la ventanilla del auto.
—Es usted amiga…
—Sí.
—Subo —con un vozarrón fuerte, ordenó—. Cuídense de esto. Volveré luego.
Subió al auto y la dama lo puso en marcha.
Hubo un silencio.
El auto dio la vuelta a la gasolinera y emprendió la marcha, calle abajo.
—¿Lo sabe… todo?
—Todo.
—¿Por qué?
—¿Por qué… qué?
—Uni es reservada. No se da fácilmente. ¿Por qué con usted…?
—Soy su jefa. Me llamo madame Morton… Soy la directora de la guardería…
—Ah. Piensa que yo… soy un monstruo.
—No.
—¿No me retrató así mi mujer?
—Sólo… un poco despiadado para dos ancianos enfermos.
—No eran ancianos y no estaban enfermos. Y yo tenía ilusión… —casi gritó—. Ilusión con mi mujer. Poner hoy mi piso y mañana comprar mi cama, y pasado un perfume para mi esposa, y al día siguiente o al mes siguiente comprar la salita… ¿Nunca tuvo usted esos anhelos? Tuve que irme. Todo cuanto ganaba se lo llevaban las medicinas. Yo no tenía nada contra mis suegros, pero limitaban mi vida amorosa. Le restaban fuerza, vigor. ¿Entiende eso? No, no es fácil de entender. Hay que vivirlo para saber lo que es.
—Me imagino lo que será. Pero tú abandonaste a tu mujer. No le diste explicaciones.
—¿La mandó Uni?
—No, Marcel. Me habló de ti. Ayer la dejaste ante la puerta de la guardería. Fue a mi…
—¿Le dijo… que la besé?
Madame Morton parpadeó.
—No —dijo al rato—. Eso… no me lo dijo.
—Tampoco le dijo que reconoció mis labios, y mis manos, y mi aliento. ¿No se lo dijo?
Ya sabía lo que quería saber.
Marcel Plisnier amaba a Uni. La amaba con toda la fuerza de su ser, que no era poca.
—No podía decirme nada de eso. Marcel —murmuró quedamente—. Es cosa suya. Suya y tuya, entiende. Yo quería conocerte. Quería saber si eras capaz de hacer feliz a Uni.
Se inclinó hacia ella.
Tan grandullón, tan fiero, tan feo, y a la par tan niño, para preguntar con anhelo.
—¿Y qué… piensa ahora?
La dama sonrió.
—Me parece que la amas de veras. Te voy a dar un consejo, Marcel. Por lo mucho que aprecio a Uni, y por lo que empiezo a apreciarte a ti… reclámala.
Marcel respiró fuerte.
Tenía las mandíbulas cuadradas, rígidas.
—Me odiará siempre.
—Ponla en el dilema de elegir. La separación legal o reanudar la vida en común.
—No puedo soportar su odio.
Lo miró con admiración.
—¿Hasta ese extremo la quieres?
—Más aún. He pasado sin dormir y sin comer. He vendido caramelos en los bares. He traficado en drogas. Sí, sí. No me mire de ese modo. No soy un monstruo. He trabajado en los muelles. He vendido carbón. He pasado noches enteras en los cabarets vendiendo tabaco, viendo cómo los demás se divertían. Y he comprado, al fin, la gasolinera a base de letras. ¿Sabe usted cuándo terminé de pagar mi negocio? Hace escasamente un año. Después puse mi piso. Para ella. Porqué yo contaba con encontrarla algún día. He caminado muy despacio todos estos años, pero no pensando en mí. En ella, únicamente.
—Mucho la quieres.
—Daría… qué sé yo lo que daría por tenerla a mi lado. Por volver a empezar. Me gustaría —volvía a poner cara de niño ingenuo y no lo era—. Sí, sí, me gustaría encontrarla ahora, en cualquier esquina, madame Morton. Y poderle echar un piropo e invitarla al cine. Empezar así…
—Reclámala legalmente. Amenázala con esa reclamación.
—No quiero forzarla. La amo demasiado. Ya desistía de encontrarla, y de repente, al verla otra vez… sentí como si toda la sangre se revolviera en mi cuerpo. Como si me rompieran las venas en mil pedazos. No sabe usted lo que es eso.
—Lo estoy sabiendo —dijo bajo, enternecida—. Tendrás mi apoyo. Haz algo fiero, como tú eres. Pídele una entrevista en la guardería.
—Oh, no. Nunca me perdonará…
—Tienes que hacerlo así. Después, tu ternura, tu consideración, tu amor… vencerá lo demás.
—¿Y si no es así? ¿Y si la pierdo? ¿Y si me odia para siempre?
Ponía expresión desolada. Tanto que la dama no pudo evitar de deslizar su mano hacia la de él y oprimírsela largamente.
—Eres un buen muchacho, Marcel. Has hecho algo terrible para Uni. Ella adoraba a sus padres. No se da cuenta que tú, por razón de vida, no podías adorarlos igual. Pero de todos modos eres un buen muchacho y mereces a Uni. Haz lo que te digo —el auto daba de nuevo la vuelta en torno a la gasolinera—. Hazlo cuanto antes. Tienes pleno derecho legal. Yo te apoyaré.
Marcel respiró fuerte. Sus venas se hincharon un poco.
—Si la pierdo… nunca se lo perdonaré a usted.
La dama sonrió.
Le palmeó el hombro.
—No me cabe duda alguna de que eres un excelente muchacho. Marcel. No tendrás ocasión de guardarme rencor, te lo aseguro. Pero, ah, cuidado. En tu casa, cerca de ti, en la intimidad del hogar, tienes dos alternativas. O perderla de una vez o ganarla despacio. Tú, que tanto la amas, oblígala con tu conducta a olvidar el pasado. Debe ganarla tu ternura. Marcel, no tu pasión.
—¿Podré? —se agitó tan grandullón, como un crío ansioso.
El auto se detuvo.
—Podrás. El mismo amor que le tienes a Uni, te ayudará a poder.
Capítulo IX
Gerda no hacía más que dar paseos por el salón que formaba casi todo el apartamento.
Uni acababa de llegar y disponía su cena.
—¿Qué te parece? —gritaba Gerda de vez en cuando—. El muy cerdo no ha vuelto. ¿Sabes lo que hice esta mañana? ¿No?
Uni se lo imaginaba.
Por eso estaba pensando si decirle la verdad.
Pero Gerda no le dio tiempo.
—Fui a la gasolinera.
—Ah —y sin transición, como si quisiera evitar muchas cosas—. ¿No comes?
—¿Quién habla de comer? Claro, tú no sabes lo que es esto. Nunca estuviste enamorada, creo yo. Yo lo estoy de ese cerdo. ¿Sabes lo que me dijo?
Nada relacionado con ella, porque Gerda, de ser así, empezaría por decirlo a gritos.
—Me dijo que estaba casado.
La sartén dio un viraje.
Echaba chispas por el fondo.
—Este fuego —murmuró cohibida.
Pero Gerda no tenía relación alguna con el fuego de la cocina de gas.
—¡Casado! ¿Y sabes lo que añadió? Que pensaba reclamar a su mujer, porque estaba enamorado de ella. ¿Has oído algo más cruel?
Uni no tenía apetito.
Se preguntaba para qué haría ella la comida.
—Dijo que amaba desesperadamente a su mujer, y que el destino los había separado, pero no porque él deseara la separación.
—Gerda.
—¿Por qué me miras así?
Uni no era traicionera.
Uni tenía que decírselo.
Su conciencia se lo dictaba así.
—Gerda…
Esta no sé qué vio en ella, porque se acercó despacio, con los ojos muy abiertos.
—¿Qué te pasa a ti, Uni? ¿Vas a llorar?
Era lo que deseaba hacer. O, no, no lo deseaba, pero las lágrimas empezaban a afluir a sus ojos.
—Uni… ¿qué tienes?
—Gerda… Gerda, yo… tengo que decirte algo.
¡Qué raro en Uni! Jamás se emocionaba. Jamás perdía el control. En los años que llevaban viviendo juntas, jamás Gerda vio a Uni de aquella manera, como si toda la sensibilidad le saliera por los ojos y las manos que desataban su delantal de flores.
—Uni… ¿tienes algún problema? ¿Te ofendí en algo? —y bajo, emocionada por la desconocida emoción de su amiga—. Yo te admiro mucho. Tu silencio. Tu secreto humano. Porque tú… tienes tu secreto, ¿verdad? Tú vives siempre para ti misma, pero, a la vez, te enteras de todas las amarguras de los demás. Yo no vivo así. Yo vivo para mí. Nunca viví para nadie más.
—¿Estás… muy enamorada de Marcel?
Gerda dio un salto. Apretó el puño y lo blandió en el aire.
—No lo sé. No lo sé. Otros hombres me hicieron esas cosas, pero Marcel a mí, me parecía diferente.
—¿Por qué era diferente? —preguntó Uni con voz tenue—. Di, di, ¿por qué?
—No sabría decirlo. Porque nunca me hizo proposiciones feas. Porque siempre me respetó. Porque iba conmigo, e igual no me hablaba en toda la tarde. No sé. Era un hombre diferente.
—¿Y ahora?
—Oh, no —saltó Gerda—. Ahora es como todos. Peor que muchos. Es casado. ¿Te imaginas lo que eso significa? Cierto que yo no soy una chica muy digna. Yo vivo, Uni, tú lo sabes. Vivo. Paso el día vendiendo discos y aparatos caros, para las hijas de papá y los millonarios. Es terrible. Te duele aquí —llevó las manos al pecho— como si te lo arrancaran todo. Una es humana y tiene derecho a tener satisfacciones, ¿no? ¿Por qué han de ser sólo unos cuantos los privilegiados? Di, ¿por qué? Tienen auto, marido e hijos, padres, amigos y amores… Trajes, van en auto, en avión. Tienen yates… Es terrible pensar que tú eres un ser humano y naciste igual, y, sin embargo, no tienes nada. Todos los días son iguales. Sin dinero, contando cada franco, llorando en silencio donde nadie te vea, porque las lágrimas son un lujo sólo para los ricos, para quienes tienen quien los consuele. ¿No es así? Por eso nosotras, las mujeres como yo, buscamos un desquite. Y luego nos miran por encima del hombro, y nos señalan con el dedo. ¿Te das cuenta, Uni? ¿Qué tengo yo para agradecer a nadie? ¿Merece la pena vivir con esa dignidad que tanto cacarean los que pueden tenerla y lucirla? Di.
—Gerda.
Gerda lloraba.
Uni sintió como si algo se le cuajara dentro. Como si la sangre se le helara en las arterias.
—Gerda, calla.
—Si no lloro, si no lloro. ¿Para qué voy a llorar?
Uni tenía que decírselo.
Sí, sí, para acabar antes. Para que Gerda, fuese como fuese era una buena compañera y estaba llena de resentimiento, no la creyera a ella una traidora indecente. Como todas aquellas que juzgaba Gerda a su manera, una pobre manera de juzgar, pero a Gerda nadie la enseñó a juzgar mejor. Todas aquellas que compraban, en la tienda donde ella trabajaba, discos y discos, aparatos de alta fidelidad, naderías o miniaturas que valían un sentido.
—Gerda, Marcel es… es…
Gerda no la oía.
Parecía disparada.
Se secaba las lágrimas y hablaba al mismo tiempo.
—Hablan de principios. Todos los que censuran, hablan de esos principios que ellos tuvieron. Pero… ¿y quién no los tuvo? Di, ¿quién no tuvo la suerte de recibir una educación? ¿Quién nació en una calle angosta, llena de críos mugrientos, sin luz apenas, oyendo siempre juramentos y maldiciones, pasando hambre y sed, y viendo cómo los coches pasan delante de una… salpicándola de barro? ¿Qué puede hacer? ¿Dónde buscar los principios que faltaron en la niñez? ¿Puede arreglarse eso? Una cae a los dieciséis años. La engañan. Después llora y luego se encoge de hombros y no puede pensar, y ya no piensa.
—¡Gerda!
Ante aquel grito, Gerda se calló de repente.
Fue hacia Uni y la miró muy de cerca.
—Uni… ¿por qué gritas así?
—Te estoy hablando de Marcel.
—Oh, deja, deja. Marcel… fue peor que los demás. Dejó más mal sabor. Era bueno y honesto. Yo pensé… «tal vez a su lado, yo aprenda a vivir de otra manera. Tal vez él me haga otra mujer». No pienses que las mujeres somos siempre malas porque queremos. ¡Oh, no! Lo somos porque nos meten en la corriente y el río nos lleva, pero si se interpusiera un tronco muy fuerte, seguro que nos deteníamos. Así pensé yo que haría Marcel conmigo.
—Gerda, Marcel es mi… marido.
—Yo te digo… —calló de súbito—. Uni… ¿qué dices?
Uni empezó a hablar.
Lo decía todo con fuerza. Como si jamás hasta aquel momento abriera los labios, y de súbito encontrara placer en abrirlos y en doblarlos y en decir cosas.
Gerda había caído a sus pies.
Le asía las dos manos.
La miraba con anhelo.
—Gerda… ¿entiendes?
Gerda entendía.
Era muy torpe, pero entendía. Y admiraba a Uni.
—De modo que… por eso os quedasteis mudos aquel día. ¿No sabías dónde estaba? ¿No te dabas cuenta de que mi acompañante era tu marido?
Uni negaba con la cabeza.
—No… no sabía nada.
Gerda le apretó las manos y se las besó.
—Es que… me alegro, me alegro de que sea tu marido. Ya no le odio. Pero, por favor, tú olvídalo todo. Pilla entre tus manos esa felicidad que te ofrece Marcel. Yo sabía que él tenía algo. Lo sabía, lo presentía. Eras tú, tu recuerdo…
—Calla, calla.
—Es que tengo ganas de llorar contigo. Oh, ni pienses que estoy enfadada. No me duele ya… te aseguro que no me duele…
No se le ocurrió pensar que Marcel se atreviera a tanto.
Al sonar el timbre, Gerda dio un salto. Dejó el rincón donde estaba aún absorta, sentada junto a su amiga, y corrió a la puerta.
Marcel apareció en el umbral. Un Marcel vestido de oscuro, con los cabellos algo caídos hacia la frente, la mirada brillante, la media sonrisa cuajada en los labios.
—Marcel —exclamó Gerda con suavidad—. Ya lo sé, ¿sabes? Ya lo sé. Acaba de decírmelo Uni.
Marcel curvó los labios en aquella sonrisa suya un poco encogida. Parecía cortado o cohibido. No era el muchacho enfundado en el mono que llevaba en berlina a sus empleados si no trabajaban a su gusto. Era un ser humano, cargado de humanismo.
—He venido —dijo, buscando con los ojos la figura de Uni.
Uni seguía allí, hundida a medias en una butaca, sin atreverse a moverse. Vestía un modelo que había lucido por la tarde, de lana, de punto, de fondo beige estampado en amarillo tenue y marrón oscuro. Tenía el cabello negro suelto formando una melena, dando a su rostro mayor infantilismo. Pero los ojos negros de Uni no tenían aquel infantilismo de su cabello, sino una madurez sufrida, una madurez amarga.
—Pasa —dijo Gerda conteniendo a duras penas la emoción—. Pasa, Marcel. Estaba hablando ahora con Uni. Le estaba diciendo… —juntó las manos, al tiempo de caminar delante de Marcel, hacia el centro del salón donde se hallaba Uni sin moverse, como paralizada—. Le estaba diciendo a Uni —siguió Gerda con voz temblona— lo fácil que es para una muchacha con principios ser buena. Lo raro es que esa muchacha que lo tuvo todo se tuerza, ¿no es eso? Yo digo que eso sí que es censurable. Es bonito vivir dignamente. Pero si nadie te enseñó a vivir —se alzó de hombros con ademán amargo—, ¿cómo vas a vivir de ese modo? Como también es fácil, creo yo, que un ser que heredó una fortuna la conserve y la cuide. Es su deber, ¿no es eso? En cambio, nadie puede censurar que un ser que la ganó con su propio esfuerzo la tire o la regale o la malgaste.
—Calla, Gerda —dijo Marcel roncamente—. Nunca intenté hacerte daño. Estuviste hoy en mi gasolinera, y creo que sí te dañé. Por eso venía ahora. Venía a ver a Uni y a pedirle que te dijera la verdad.
Gerda sorbió las lágrimas.
—No pienses que me duele, Marcel. Que seas el marido de Uni. No me duele. Uni es una persona decente. Ha vivido siempre dignamente. Y yo a su lado, me sentía un poco culpable, pero infinitamente agradecida, porque ella me daba su consideración y su amistad, y jamás me preguntó a dónde iba ni a dónde pensaba ir.
Marcel ya estaba delante de Uni. La miraba largamente, sin que ella se moviera o parpadeara.
—Yo me voy —dijo Gerda presurosa, buscando un abrigo por los respaldos de las sillas—. No sé dónde está mi abrigo. Ahora recuerdo que tengo una cita… ni… no te importa, ¿verdad?
—No te marches —dijo Uni con ansiedad, hablando por primera vez—. Quédate aquí. Lo que Marcel y yo tenemos que decirnos… puedes oírlo.
Marcel miraba a una y a otra sin decir palabra.
Esperaba.
Que Uni y Gerda decidieran si esta última se quedaba o no.
—No puede ser, Uni. Comprende.
—Te pido…
Gerda no quería.
No por despecho ni dolor. A Uni nunca podría guardarle rencor de nada. Además, estaba segura de que ni Marcel ni Uni tenían la culpa de que ella sufriera. Había sido el destino, y de poco vale reprocharle a este último.
—Volveré pronto —sonrió aturdida—. Tal vez Marcel aún esté aquí.
—Te pido…
Gerda iba hacia la puerta.
Caminaba presurosa. Uni juntó las manos entre las rodillas. Las apretó con desesperación.
—Gerda…
Esta agitaba la mano junto a la puerta. Abrió y se deslizó hacia el rellano, cerrando de nuevo.
Marcel cayó pesadamente en una butaca, frente a Uni.
—Déjala —murmuró—. Es mejor así…
Uni no tenía fuerzas para reprocharle nada. Ni para volver a remover cenizas. Quisiera cerrar los ojos y quedarse inmóvil allí, con la cabeza recostada en el sillón y detener el cerebro mucho tiempo.
—Estuve con madame Morton.
La voz de Marcel tenía como un silbido.
Uni levantó los ojos. Se quedó mirando a su marido con desesperación.
—¿Por qué? Di… ¿por qué has tenido que meterla a ella en esto?
—Fue a verme ella. Yo no la busqué. No sé aún por qué fue a verme. Creo que desea que vivamos juntos. Al menos, que probemos a vivir.
Uni se puso en pie.
¿Y Archer?
¿Había hablado la dama de aquel muchacho?
Se detuvo. Miró a Marcel, que seguía sentado.
—No quiero vivir contigo. No puedo. ¿No entiendes? No es que no quiera, es que no puedo. ¿Qué puedo ofrecerte ya? ¿Mi desilusión? ¿Mi amargura? ¿Todas las reminiscencias de un pasado que dolió tanto? Di… ¿Quieres eso?
Marcel no se levantó, pero sus dedos se alzaron y asieron aquellos otros que caían desmayadamente a lo largo del cuerpo femenino.
Los oprimió. Durante un rato no pronunció palabra, pero luego tiró de aquella mano y suavemente empujó el cuerpo de Uni hacia el butacón que había dejado segundos antes.
—Siéntate, Uni. Vamos a hablar. No sé si hablando se arreglarán las cosas, pero al menos trataremos entre los dos de hacerlas mejor.
Uni no podía decir nada.
No sabía. No le salían las palabras.
En realidad, ya no sabía lo que sentía o deseaba.
Quisiera volver a empezar. No con Marcel. Lejos de él.
—Yo no quiero vivir contigo —dijo Marcel suavemente— a base de peleas. Si es para que me odies, prefiero malvenderlo todo y huir. Porque también te digo que no podré quedarme aquí, en la ciudad de Besanzon, sabiendo que tú vives a dos pasos de mí. Es lo que no me explico. Cómo viviendo ambos en la misma ciudad tardamos tanto tiempo en encontrarnos.
—Muy fácil —dijo Uni reconcentradamente—. No nos tropezamos porque mi vida social es nula. Sigue igual. Tu vida, en cambio, es intensa. Tienes amigas. Mujeres como la pobre Gerda, que engañáis los hombres sin daros cuenta, o dándoosla, del daño terrible qué causáis.
—Eso es lo que tú deseas —reprochó Marcel—, que siga vegetando. Buscando un consuelo que nunca encuentro.
—Lo encuentras siempre.
—Uni… ¿qué debo decirte? ¿Acaso tengo que jurar de nuevo?
Uni se levantó otra vez.
No se detuvo.
Empezó a ir de un lado a otro. No sabía qué decir. O no quería decir nada. Jamás en su mente hubo más caos moral que en aquel momento.
—Prueba —dijo él—. Creo que los dos tenemos ese deber.
¿Y si lo hiciera?
Por Archer. Un día tendría que sacarlo de allí. Muy pronto, tal vez… Los estatutos de la guardería, que a la vez hacía de casa-cuna, donde dejaban los niños abandonados por sus padres, eran rígidos, tanto para ella como para cualquier otra persona. Archer sería enviado a un colegio y ella no podría soportar verse separada de él.
—Uni… podemos tener hijos.
Uni se sacudió.
Apretó las dos manos en el brazo del sillón.
—Es… lo que no tendremos —dijo fuerte—. Eso, no. No sería capaz de admitirte en mi vida privada… con todas las consecuencias inherentes al matrimonio.
Marcel se levantó.
Fue hacia ella.
Tenía una expresión resignada en el rostro. Tan fuerte, tan violento, y parecía imposible su mansedumbre.
—Está bien. Admito eso.
Uni se volvió hacia él con fiereza.
—¿Sabrás tú mantener viva una palabra? ¿Cuándo aprendiste?
—Me haces reproches que no merezco. Cierto que luché para sacarte de aquella casa. Cierto que no era de mi agrado la convivencia con tus padres. Todo eso lo reconozco. Pero piensa tú un poco, y dime si alguna vez te falté a ti, a ti. Di, ¿te atreves a decirlo?
Podía reflexionar. Pero… ¿no llevaban ambos años reflexionando sobre ello? Ciertamente, a ella jamás le faltó. Pero ella adoraba a sus padres, ya mayores.
—Uni… no me consideres un mal marido. Piensa que, para ti, he sido fiel y honrado, apasionado y cariñoso.
Uni no quería oírlo.
Y no quería, porque era verdad cuanto decía.
—Uni, una vez más… ¿Irás a vivir conmigo? Uni, te doy mi palabra, mi palabra formal de que seré amigo tuyo, el mejor amigo dentro del hogar.
—Ahora vete.
Marcel se le acercaba.
—¿Cuándo… me contestarás?
Lo miró.
La misma cara de siempre.
Sus rudas facciones. Su boca grande, con el labio inferior un poco caído. Aquella expresión de sus ojos, honda y larga. Aquel cabello lacio, que mil veces ella, en la intimidad de su alcoba, retiró hacia atrás.
Apartó la mirada.
—Uni…
También la misma voz.
Era como cerrar los ojos y escuchar la voz queda, honda, de Marcel decirle cosas. Mil cosas bellas, que luego sabían amargas por el problema que quedaba planteado de sus padres.
—Uni…
Ella giró.
Al hacerlo, tropezó con Marcel. Este intentó atraerla hacia sí, pero los ojos de Uni, fijos en él, le mantuvieron inmóvil.
De súbito giró y se encaminó hacia la puerta.
—Espero tu respuesta en tres días. Ni uno más. Si al cabo de ese tiempo no has dicho nada, no has ido a mi casa con tus maletas… venderé todo y me iré de aquí.
Abrió y cerró sin esperar respuesta. Oyó sus pasos. Después quedándose inmóvil, buscando con los ojos dónde derrumbarse.
Capítulo X
Yale apareció ante ella en el ancho pasillo. Iba tan abstraída que no se fijó en la alta figura que caminaba a su encuentro.
—Uni…
—Oh…
—¿Puede venir un momento? Tengo que hablarle.
Le siguió como un autómata. Llevaba más de dos días luchando consigo misma. No tuvo ni siquiera ocasión de hablar a solas con madame Morton. Tal vez porque la dama no se la dio, o tal vez porque ella no supo buscarla. Tampoco sabía nada de Marcel. Reclamación legal no había hecho ninguna, y pensó en aquel instante, al entrar en el despacho del doctor Yale, si éste iba a participarle algo referente a la reclamación de su marido. Pero no, no creía a Marcel capaz de hacer tal cosa, y menos de que el doctor Yale conociera aquel secreto íntimo de su vida.
—Siéntate, Uni. Tengo que hablarte. Como sabes, soy el encargado de controlar la edad de los niños que han de vivir en este centro.
—No me diga usted que… Archer…
—Es lo que tengo que decirte, Uni. Archer tiene un tiempo limitado para salir de aquí. Después de los cinco años. No podemos tener niños de esa edad en este centro. Han de ser adoptados, o bien llevados por sus padres.
—Ya… Lo temía, doctor.
Yale estaba sentado tras la mesa. La miraba muy fijamente.
—Mil veces te ofrecí mi nombre para tu hijo.
¡Era absurdo! Su hijo tenía nombre, aunque el doctor Yale lo consideraba supuesto.
—Piénsalo bien, Uni —decía el doctor, ajeno a sus pensamientos—. Tienes tres meses para decidir. O te casas conmigo y nos llevamos al niño a casa, o, tienes que disponer la adopción del niño, o bien llevártelo tú.
Tenía que decidirlo, sí.
E iba a hacerlo.
—Uni, ¿me estás oyendo?
—Oh… sí.
—¿Qué piensas?
¿Decírselo?
No.
Tenía que probar antes.
Tenía que poner de su parte lo que fuera, para evitar aquella vergüenza de Archer.
—Yo te amo, Uni —dijo el doctor con suavidad—. ¿No lo sabes? Claro que sí. Mil veces te lo dije en todo este tiempo.
—Gracias, doctor…
—No… quieres —dijo sin preguntar.
Uni movió la cabeza de un lado a otro.
—Lo pensaré. No en un matrimonio con usted, doctor —dijo ahogadamente—. A eso ya di respuesta hace tiempo…
—¿No cambiarás tu modo de pensar?
—No.
—¿Hay una razón?
Mil razones.
Pero no estaba dispuesta a exponerlas. Nadie le obligaba, ni nada, a volcar su vida más íntima ante aquel doctor, aunque éste la amase.
—¿Cuándo me contestarás?
—Dispondré de Archer antes de los tres meses.
—Debes darle un padre, Uni.
—Sí.
—¿Es que… piensas buscarlo lejos de aquí? ¿Qué te hice yo para que así me trates?
Lo miró agradecida.
—Es usted bueno, doctor. Muy bueno, pero yo… yo no le amo.
—Puedes aprender a amar en mi compañía. Es decir, después de casarte conmigo.
—No voy a probar, doctor.
—Prefieres… tu soledad… a vivir a mi lado con todos los respetos y todo mi cariño.
—No se trata de eso.
—Entonces no te comprendo.
Ella sí se comprendía.
Por eso, tras un pequeño debate con el doctor Yale, salió de allí y pidió una entrevista con madame Morton.
No la recibió en seguida.
Tenía la antesala llena de gente. A las siete pudo pasar. Respiró fuerte.
—Estás deshecha, Uni —dijo la dama.
Uni no se sentó, pero sus dos manos se apoyaron sobre la mesa.
—¿Ha visto a Marcel?
La dama no parpadeó. Tenía como un juguetón gusanillo malicioso en la mirada.
—Es un gran muchacho, Uni. No creo que tenga que decírtelo yo, porque seguramente lo sabes tú.
—También sabe usted lo de mis padres.
—Oh, sí —rió divertida—. Fallos los tenemos todos. Somos humanos, ¿no? Tienes quejas contra Marcel, ¿no? Pero… ¿tuyas? No. Es lo que tienes que mirar. Porque, repito, si a tasar eso fueran todos los hijos de familia, los míos no vivían con mis nueras. Y viven, las respetan y las aman. Pero yo… estorbo.
—Usted es rica y sana.
—Uni, ya hablamos de eso. Es muy posible que si tus padres fuesen ricos y sanos, igualmente estorbarían a un hombre tan enamorado como Marcel. ¿Está claro ahora?
—Me abandonó.
—Sí, querida. Para regresar a tu lado tres meses después.
—Eso no lo sé yo.
—Eso debes creérselo a tu marido. Pero… se me antoja que no has venido aquí a hablarme del pasado —revolvió en los papeles que tenía sobre la mesa—. Supongo que el doctor Yale ya te diría que Archer tiene que salir de este centro.
—A eso venía.
—¿Qué decides? Tienes tres meses… para llevarte a Archer.
—Iré a vivir con Marcel.
La dama no respiró apenas. Pero en su fuero interno hubiera dado saltos de alegría.
—De modo —dijo mansamente, sin expresar su satisfacción— que vas a probar.
—Sí.
—¿Cuándo?
—Cuanto antes.
—Me parece muy bien, Uni. Es… lo que debes hacer.
Gerda estaba allí.
No se lamentaba en absoluto. Se diría que su vida seguía siendo la de siempre. Y de hecho lo era, pero en su corazón existía algo distinto. Junto a Uni había aprendido a vivir moralmente mejor. Junto a Marcel aprendió lo que era una consideración…
Tal vez por eso estaba en casa a aquella hora de la noche.
Cuando sonó el teléfono, ella lo agarró primero, pues Uni ojeaba una revista sin pasar las hojas.
—Diga…
Gerda lo tapó.
—Es para ti.
—Dame —Y después—. Diga, soy Uni.
—Han pasado los tres días. ¿Qué piensas hacer?
No lo dudó ya.
Archer…
De estar soltera y tener a Archer, seguro que se casaría con Yale sin amarlo, sólo por defender a su hijo.
—Uni, ¿me oyes?
—Sí.
—¿Qué harás?
—Iré mañana.
Hubo un silencio.
Una respiración fuerte al otro lado.
—¿Aquí?
—Sí.
—Uni.
—Probaré.
—¡Uni! —era como un delirio aquel grito.
Uni cerró los ojos.
No quería escuchar el entusiasmo de Marcel.
No podía.
—Te juro…
—No jures.
—Tengo que jurarte —era ronca la voz de Marcel—. Te dijo que seré tu mejor amigo, entre tanto tú no me pidas que sea lo que debo ser.
No le creía.
Marcel nunca miró nada.
Marcel la abandonó, pese a confesar lo mucho que la quería.
—No te pesará, Uni.
Uni cerró los ojos.
Tenía delante a Gerda, que la miraba complacida.
Había humedad en los ojos de Gerda.
Uni apartó los suyos.
Le dolía aquella suavidad de Gerda, porque había tantos valores dentro, que nadie podría comprender en su compañera de apartamento.
—Uni, iré a buscarte.
—No —cortó—. Iré yo.
—No quieres que vaya yo…
—No.
—Pero…
—Iré yo. Hasta mañana.
Colgó.
Quedó un poco tensa.
Jadeante.
Vio a Gerda acercarse a ella. Ponerle una mano en el hombro.
—Haces bien —susurró Gerda—. Yo me quedo muy sola otra vez, pero tú… haces bien.
No sabía si hacía mal o bien. Lo que sí sabía era que su hijo necesitaba aquel sacrificio suyo.
Gerda no sabía que tenía un hijo, ni lo sabía nadie, excepto tres personas en la guardería-casa-cuna.
Y aquellas tres personas no lo dirían jamás, entre tanto ella no diera orden de que lo hicieran.
—Me iré mañana —dijo con voz hueca—. Tendrás que buscar una muchacha que te ayude a pagar esto.
—Nunca encontraré una muchacha como tú, Uni.
Estoy segura. Aprendí mucho de ti.
Capítulo XI
Llovía.
Uni tenía el turno de las ocho de la mañana hasta las tres de la tarde. Comía en la guardería.
A veces, dos por semana, hacía el turno de noche con Nicole. Esta no sabía que estaba casada. Y mucho menos que pensaba dejar el apartamento para irse a vivir con su marido.
Tampoco Gerda estaba en casa cuando ella cerró todas sus maletas y pidió un taxi.
Nadie que la viera podía decir que Uni Ñau estaba enloquecida. Pues lo estaba. Sus movimientos eran serenos. Su voz al llamar al taxi, armoniosa, y, sin embargo, por dentro estaba deshecha.
Subió al taxi sin una vacilación. Y cuando quedaron cerradas en el portamaletas todas sus cosas, miró la fachada de la casa, la calle ancha, llena de gente, y suspiró.
Quedándose pegada en una esquina del auto, con las dos manos metidas en los guantes.
—Dirección…
La dio.
El taxista la miró un segundo, a través del espejo retrovisor.
—¿A casa de Marcel? —preguntó.
—Sí.
—¿Es usted… su hermana?
—Soy su mujer —cortó.
El taxista se quedó con la boca abierta. Puso el auto en marcha y aún comentó suavemente:
—Un buen amigo mío su marido.
Le importaba un rábano la amistad de Marcel con él.
Todo le importaba un rábano, excepto… Archer.
Por Archer hacía ella aquello. Por Archer seguía en la guardería, y por Archer iba a someterse a una dura, durísima prueba.
El taxi atravesó las calles, sin que el taxista volviera a abrir los labios. La verdad es que él no sabía que Marcel estuviera casado, y menos aún con una mujer tan bonita y tan delicada. Al menos, de aspecto lo era mucho. Atractiva y personal.
Marcel era así.
El hombre de las sorpresas.
En una ocasión, él lo citó para pasar una noche alegre con unas amigas. Cosa rara, claro, ahora se lo explicaba; Marcel fue, pero al rato desapareció groseramente, sin dejar rastro.
En otra ocasión lo citó en su apartamento. Marcel llegó eufórico, pero al ver a dos mujeres desconocidas allí, giró en redondo y no dijo jamás por qué se había ido.
—¿Hace mucho que está usted casada con Marcel? —se atrevió a preguntar.
Uni apretó los labios.
No contestó.
Se hizo la tonta.
El taxista no se atrevió a preguntar de nuevo.
—¿Falta mucho? —preguntó ella con voz rara.
—A la vuelta de esta calle. Me paro delante de la gasolinera, ¿verdad?
—No sé dónde puede parar usted.
—El piso tiene la entrada por el otro lado.
—Pues entre por ahí.
Así lo hizo.
El portero salió rápidamente y ayudó al taxista a meter el equipaje en el montacargas.
—Tengo la llave —dijo el portero entregándosela a Uni—. Monsieur Plisnier me la dio hará cosa de media hora. Él no pudo estar aquí.
Mejor.
¿Delicadeza de Marcel?
Sonrió sin saber por qué.
Se cerró el ascensor y al rato entraba en su piso…
Era bonito.
Acogedor.
Sin lujos excesivos, pero poniendo de manifiesto el gusto de Marcel, porque no cabía duda de que la decoración era cosa de él.
Cerró de nuevo y recorrió el piso.
Todo estaba en orden.
Sobre una mesa de centro, en la salita de estar, había un papel clavado en el tapete con un alfiler.
«Bienvenida a casa. Hazte a la idea de que estoy en cada rincón. Subiré más tarde. Elige el dormitorio que quieras…»
¿Por qué?
Lo lógico era que estuviera allí, esperándola. Pero… tal vez pensó que ese era su deseo. Prefería las cosas así.
Empezó a dar vueltas por el piso.
La cocina, el comedor, el salón… Un despacho. El dormitorio grande, otros dos más pequeños. El living. Hacía frío, pero allí funcionaba la calefacción.
«Elige el dormitorio que quieras.»
Perfectamente. Lo haría.
Giró sobre sí y al oír ruido en la cocina fue hasta allí.
El portero dejaba las maletas amontonadas junto a la puerta.
—Lo tiene todo aquí, señora.
—Gracias. Muchas… gracias.
—Si desea algo más de mí…
—Gracias —repitió—. De momento no necesito nada.
Inmediatamente de marcharse el portero, procedió a elegir dormitorio. Uno cualquiera. El más discreto. Aquel que parecía estar alejado del común del hogar.
Llevó allí las maletas con ademán de autómata. Empezó a sacar cosas. Las colgó en el armario.
Anochecía.
Desde la ventana se veía la calle y la gasolinera como incrustada en una esquina del inmueble, como si el edificio tuviera una aleta y allí se instalara la gasolinera. Las luces de colores que la iluminaban parecían parpadear. La lluvia seguía cayendo. Por los focos de la calle parecía escurrirse una neblina de agua. Como una cortina muy tupida.
Se retiró de la ventana y quedó un poco envarada junto a ella, sin saber qué hacer. Ya no había maletas por allí, todas estaban ocultas en el trastero. Su ropa colgaba del armario, sus zapatos colocados en la zapatera.
Como un autómata empezó de nuevo a caminar por la casa. En su más íntima ansiedad, agradecía a Marcel aquella discreta tardanza. Era como darle tiempo a ella a situarse, a familiarizarse con su nuevo hogar, a reflexionar…
Automáticamente se dirigió a la cocina y abrió el frigorífico. Había de todo. Desde jamón ahumado a carne fresca, desde verduras a manteca y desde queso a embutidos de primera calidad.
¿Otra delicadeza de Marcel?
Quisiera poder sentarse allí y mirar hacia el pasado. Hacia aquel hogar que compartía con Marcel. Hacia sus padres ancianos, que se casaron demasiado mayores y envejecidos y enfermaron en seguida.
Mirar hacia aquellos días de intimidad con Marcel. Turbadores, enervantes, apasionantes. Marcel era así. Lo llenaba todo con su euforia, hasta que las cosas empezaron a escasear, hasta que se dio cuenta de que cuanto ganaba se lo llevaban las medicinas para sus suegros…
¡Y aquel día que supo que iba a tener un hijo y esperaba por Marcel para decírselo! ¡Aquel día maravilloso en que ella lo supo, y aguardaba por Marcel en la puerta de la casa, para darle la tremenda alegría! Y aquella espera inútil, días y días… sin que Marcel apareciera…
Un reloj dio las ocho campanadas de la noche.
Se estremeció. Tenía que hacer algo. Lo lógico era que hiciera la comida para los dos. Pero, no, no podía. Se diría que los dedos se le agarrotaban al pretender de nuevo abrir el frigorífico.
Fue entonces cuando sintió la llave al dar vueltas en la cerradura. Los pasos de Marcel y el golpe de la puerta al cerrarse, y después su voz potente y natural.
Se lo agradeció. Era lo que más temía. El primer encuentro en el hogar que iban a compartir de nuevo los dos.
Pero si Marcel se comportaba con naturalidad, las cosas para ella irían mucho mejor.
—¿Estás ahí, Uni? —le oyó gritar riendo, como antes, como si jamás se hubiesen separado, como cuando se casaron y aún no estorbaban los suegros—. Estoy quitándome la pelliza. ¡Qué nochecita más fría y qué lluvia más impertinente!
Apareció en la cocina en aquel instante.
Eufórico, fuertote, lleno de vida. Vistiendo un pantalón gris no muy planchado, un jersey de cuello subido de color negro, de gruesa lana.
Miró a un lado y a otro, como si fijarse en ella le estuviera prohibido.
—¿Hay de comer por ahí? ¿Has mirado en el frigorífico? —lo abría él, como si Uni estuviera en su casa todos los días, durante una vida casi entera—. Ahora mismo preparo yo unos fiambres. ¿Sabes si hay pan por ahí? Le mandé al portero que trajera de todo, pero ese tunante… igual se olvidó —iba de un lado a otro buscando cosas—. Sí, sí, aquí tenemos pan. ¿Dónde habrá metido ese tipo la cerveza?
Uni se encontró diciendo, sin darse cuenta:
—Está abajo, en el frigorífico.
—Oh, es verdad… Una cena suculenta. ¿No te sientas?
Aquella naturalidad de Marcel produjo en ella una íntima emoción. Como un autómata se sentó y desplegó el mantel que estaba doblado en el centro de la mesa.
—Estupendo —decía Marcel, como si todos los días repitiera aquella escena—. ¿Quieres jamón, o prefieres queso? ¿Las dos cosas? —se echó a reír a lo bruto, como él hacía siempre—. ¡Yo tengo un hambre de lobo! Imagínate. Todo el día en la gasolinera, arreando a los muchachos —se alzó de hombros al tiempo de sentarse ante la mesa llena de comestibles—. ¿Sabes lo Que te digo? Tiene razón el refrán: «Hacienda, tu amo te atienda.» ¿Conocías el refrán? —y luego, sin esperar respuesta, llenando con su cháchara natural el vacío o el hueco de aquella vida de Uni, desconcertada—. No importa. Es un refrán viejísimo, con una lógica aplastante. ¿Sabes cuánto saqué yo este año? Pagué las últimas letras a primeros de año y ahora que ya está terminado, tengo un negocio de compra y venta de autos con un amigo. La cosa va bien —le servía cerveza al tiempo que hablaba. Luego le preparó un bocadillo—. Come. ¿No tienes apetito?
—Lo tengo —se encontró diciendo, casi con naturalidad.
—Estupendo. No hay mejor placer que ese comer cuando se tiene hambre. ¿Nunca lo has descubierto? —la miraba con suavidad, demostrando que era tal vez más espiritual de lo que parecía—. Yo sí. He pasado hambre. Mucha hambre.
Se echó a reír y empezó a comer.
Después habló del tiempo, y luego de su negocio de venta y compra de autos usados.
Cuando terminaron de comer, fue él quien se puso en pie y empezó a recoger la mesa.
—Deja —dijo Uni cohibida.
Marcel rió.
Aquella risa suya que parecía llenarlo todo.
—¡Si estoy acostumbrado! —decía feliz—. Si yo nunca como por los autoservicios. Me arreglo aquí. Prefiero una comida fría a meterme en esos sitios donde se comen las sobras de los demás.
Capítulo XII
No tenía nada que decir. Nada que reprochar. Se sentía como pillada en falta. Como si fuera ella la culpable de aquella separación matrimonial. Así llenaba Marcel todo el hogar. Así hacía natural la nueva convivencia.
Quisiera tener motivo para gritar, para huir de nuevo, para reprocharle todo lo que sufrió en aquella soledad de aquellos años. Pero, no. No podía. Porque Marcel no daba motivos para ello.
Lo recogió todo y después alzó los brazos riendo, dejándolos caer de nuevo a lo largo del cuerpo.
—Una buena cena, ¿eh? ¿Qué te parece si ahora fuéramos a ver la televisión al living? ¿O prefieres acostarte? ¿Has elegido cuarto?
—Sí.
—Estupendo. El que quieras, ¿eh? —dijo riendo de nuevo, abriendo su boca entera, enorme, enseñando la hilera de sus blancos dientes—. Hay uno mejor que los demás. Ese para ti. Yo me arreglo donde quiera —y sin esperar respuesta, abriendo la puerta—. Pasa. Iremos al living.
Pasó como un autómata. Con su vestido beige, con estampado en marrón y amarillo. Sus zapatos marrón y aquel aire de niña cohibida, que le daba su misma mirada un poco asustada.
Ella pensó que tendría que reñir con Marcel. Frenarlo, discutir.
Pero Marcel parecía haber vivido con ella toda la vida. Mejor aún que cuando se casaron, porque en aquella época ella era una niña, y Marcel se desesperaba por vivir solo con ella…
—Tú ya sabes —decía Marcel, deteniendo sus pensamientos y encendiendo el televisor—. Es tu casa. Cuando quieras algo de mí, me lo dices. Yo no tengo necesidad de advertirte de nuevo que te amo, que estoy deseando ser dichoso contigo. Tú ya sabes…
—Sé.
—Estamos conociéndonos de nuevo, ¿no es eso? —reía con aquella risa suya tan familiar, que, cada vez se hacía, si cabe, aún más familiar—. Somos muy buenos amigos. ¿No te parece? —se derrumbó en una butaca, bastante lejos de ella—. Siéntate. Uni. Eso es. ¿Quieres tomar una copa? ¿No? Ahora puedo ofrecerte de todo. No es que sea millonario, ¿eh? Pero encontré mi camino. Dispongo de un talón de cheques y puedo darme el capricho de pasar fuera un fin de semana. Cuando tú dispongas de tiempo, podemos ir a Suiza. Un corto viaje muy bonito. ¿Qué dices?
—Nunca dispongo de tiempo.
—Oh, es verdad. ¿A qué hora te levantas mañana?
—A las siete.
—Pues debes irte a la cama. Yo te llamaré por la mañana. Me levanto mucho más temprano que tú.
Y después, con suavidad, cuando ella se puso de pie y él se levantó cortésmente:
—No te preocupes del reloj. Te llamaré yo.
—Gracias. Marcel.
—De nada.
Iba a tocarla.
Seguro que iba a tocarla, porque alargó el brazo. Había que ser muy fuerte para hacer lo que él hacía. Estaba loco por ella y vivían juntos, pero había dado su palabra.
Por eso bajó el brazo y por eso quedó firme.
—Hasta mañana. Uni.
—Hasta… mañana.
Se fue ella casi corriendo.
Tenía miedo.
De aquella soledad.
De la mirada de Marcel.
De que todo pareciera tan natural, y no lo era. ¡No podía serlo!
No sabía si quería quedarse junto a Marcel, o irse. Lo que sí sabía es que empezaba a nacer en ella una inquietud.
Se cerró en el cuarto. Dudó un momento ante la puerta, pero no pasó el pestillo. Tuvo miedo de que Marcel, hombre como era, fiero como era, fuese a aquella puerta, y al saberla cerrada por dentro la derribara. Marcel no era malo, pero era muy fuerte, y ella sabía cuánto tenía que disimular para comportarse con una naturalidad que a nadie engañaba.
Durmió mal.
Tardó mucho en quedarse dormida y dio mil vueltas. A las siete menos cinco oyó dos golpes en su puerta.
—Sí —casi gritó sobresaltada.
—Es hora, Uni.
La voz de Marcel, hueca y rara.
—Sí, sí. Ya… voy.
—Te espero en la cocina.
No supo cómo saltó de la cama, alisó el lacio cabello, puso la bata y calzó sus chinelas. Atando la bata y con la ropa en la mano, se dirigió al baño. Hubo de atravesar el pasillo.
Fue cuando lo vio.
De pie, en una puerta. Una puerta cualquiera de la casa. Encontró sus ojos enormes, muy azules.
Apartó los suyos y se cerró en el baño, quedando un poco jadeante, pegada a la madera de la puerta.
Fueron días horribles, viviendo una comedia.
Todas las mañanas se encontraba con madame Morton. Y cada mañana, los ojos de la dama la escudriñaban. Huía de aquella mirada.
Nadie podía imaginar, ni siquiera madame Morton, lo que ella estaba sufriendo, viviendo en el piso de Marcel de nuevo, que sólo reflejaba en sus ojos lo que sentía, pero que en cambio sus frases eran las más vacías y las más absurdas que se podían imaginar.
Todo seguía igual.
Por las noches hacía ella la comida. La tenía dispuesta cuando llegaba Marcel. Comían juntos. Hablaban de todo. A veces los dedos de Marcel iban hacia los suyos, pero antes de llegar se retiraban con fiereza.
Otras veces, en aquellos silencios en el living, que resultaban interminables e insoportables. Los encuentros en el pasillo, por la mañana. La tesitura suya. La ansiedad insoportable de Marcel. Las miradas que se cruzaban. Los silencios que eran más elocuentes que las palabras.
Y las noches que ella pasaba fuera. Era como una agonía para Marcel. No hacía falta que lo dijera, se le veía en los cruces que marcaban su frente, cuando ella regresaba al amanecer. Siempre lo encontraba allí, sentado en la cocina, ante una taza de café frío que casi siempre estaba intacto.
Así días y días…
Nunca se atrevía a preguntarse a sí misma qué sentía por Marcel, y dentro de aquel casi mudo hogar. Pero no hacía falta. Contra todo y contra todos, sentía en su alma una falta total de rencor.
¿Cómo podía ella olvidar aquel abandono? El dolor de sus padres, su soledad…
Pues era así. Contra todo propósito, no recordaba con rencor tales momentos.
Pensando en todo aquello dejaba la guardería aquella mañana a las siete en punto.
Hacía un frío horrible y llovía. No encontraría un taxi libre por los contornos, estaba segura. Miró a Nicole y dijo, frotándose las manos:
—Yo me quedo —dijo Nicole—. Nadie me espera.
La miró fijamente.
¿Acaso sabía Nicole que a ella la esperaba un marido?
No era posible. Madame Morton no lo dijo a nadie.
Ella jamás hablaba de sí misma.
—Tú vete si quieres —añadió Nicole retrocediendo hacia el interior del vestíbulo—. Yo no atravieso la calle a esta hora y con este frío.
Ella tenía que ir.
De demorarse, era muy capaz Marcel de llamar por teléfono a la guardería, o ir personalmente a preguntar por ella.
—Yo me voy. Hasta mañana, Nicole.
Se lanzó al jardín.
Atravesó el sendero, metiéndose en el abrigo sport, abriendo el paraguas. Fue al dejar la verja cuando vio un auto detenido allí.
Marcel.
¿Marcel?
Sí, era Marcel. Estaba sentado ante el volante, cubierta la cabeza con una visera, el cuello de la pelliza subido y las manos enguantadas.
Al verla aparecer abrió la portezuela. Uni no dijo nada. Se deslizó dentro, se apretó en el asiento, juntó las manos bajo la barbilla.
—No debiste venir —dijo bajo.
Marcel puso el auto en marcha.
—¿Cuándo dejarás eso? —preguntó roncamente—. Me muero… cada vez que pasas una noche fuera.
—Es… mi deber.
—Me duele ese deber. No lo necesitas.
Hablaba como un marido celoso.
Seguro que no podía remediarlo. Él bien quisiera, pero no era posible.
—Estoy yo aquí —añadió al rato—. Tengo dinero para mantenerte.
¿Y Archer?
¿Qué diría él si supiera que allí dentro, entre aquellas paredes, estaba su hijo?
Un día tendría que decírselo. Faltaban dos meses… En ellos tenía que decidir el porvenir de Archer, y estaba decidido ya.
Se menguó más en el abrigo, en el rincón del auto.
Súbitamente, Marcel deslizó una mano enguantada hacia las suyas. La apretó con ansiedad. Por primera vez. Uni sintió la necesidad de aquella protección masculina, tanto, que no fue capaz de retirar su mano.
Así llegaron a casa.
Así la ayudó él a descender del auto, y así, protegiéndola bajo el paraguas, la acompañó hasta el portal.
—Subiré contigo. Te haré café.
Era demasiado. No quería.
Deberle tanto, no. Era… como obligarla. ¿No estaba obligada ya por sus mismos sentimientos?
—Anda, sube —dijo él con ternura—. Estás helada.
Se perdieron los dos en el ascensor.
Capítulo XIII
Fue al llegar a casa. Al abrir la puerta con su llave empujarla suavemente hacia el interior. Un suave calorcillo la reconfortó. Al girar, tropezó con Marcel. Ni uno ni otro supieron por qué ocurrió. Seguramente porque los dos, por la misma causa que no se confesaban uno a otro, lo necesitaban.
Marcel la agarró inopinadamente por un brazo.
No pudo huirle.
La besó largamente.
Quedó un poco jadeante cuando Marcel aflojó su abrazo. Quiso mirarlo. O no quiso. No lo supo a ciencia cierta. Marcel se iba.
Calaba la visera con fiero ademán.
Levantaba el cuello de la pelliza aún más.
Ella quisiera decirle un montón de cosas, pero estaba encogida en una esquina del hall, sin decir palabra. Veía la espalda de Marcel en la puerta, y sus manos sin guantes, hurgando en los bolsillos, como buscando algo.
—Marcel…
Se fue sin responder.
No oyó el zumbido del ascensor, pero sí sus pasos recios perderse escaleras abajo. Quedándose allí con la cara oculta entre las manos. Y después, al rato, como un autómata se dirigió a su cuarto.
Tenía la boca helada. Y unos deseos indescriptibles de tomar algo caliente. Algo como los besos de Marcel.
Algo dulce, suave y amargo al mismo tiempo. Pero no podía. Por eso se fue directamente a su cuarto y se dejó caer en el lecho como un fardo.
¿Qué sentía?
¿Todo lo que sintió cuando empezó a conocer a Marcel y fue suya? Su mujer. ¡La mujer de Marcel!
Apretó las sienes.
Quisiera sentir rencor.
Recordar uno por uno los días que vivió sola, con sus padres moribundos, con el hijo que ocultaba en sus entrañas, con aquellos terribles días después de la muerte de sus padres, con aquella larga visión en torno sin un panorama concreto.
Pero no podía.
Se agitó en el lecho.
Trató de meterse entre las ropas vestida y todo, pero quedó suspensa, temblando, cuando oyó de nuevo la llave en la cerradura.
Echó los pies a tierra y quedó sentada en el borde de su lecho. Amanecía. El día empezaba a aclarar.
Un día gris, dejando caer el agua que golpeaba sin piedad en las persianas. Aguardó aún.
Nada.
Oía un ruido apagado en la cocina o en el living. Y después, al rato…
—¿Puedo pasar, Uni?
La voz de Marcel suave y ronca a la vez. Aquella voz que nadie podía imaginar saliera de un cuerpo tan fuerte como el de Marcel.
—Pa… pasa.
Marcel empujó la puerta con el hombro. Su sonrisa de niño grande un poco aturdida en los ojos y en los labios.
—Pensé que no entrarías en la cocina y subí a calentarte café.
No quería.
No quería porque la desarmaba más. Porque la vencía. Porque se veía a sí misma como un pequeño monstruo femenino, cerrando las puertas de su intimidad al hombre que pese a todo, más la merecía.
—No debiste… no debiste… molestarte.
Marcel, como la cosa más natural del mundo, ponía delante de ella la bandeja con el desayuno.
—Hace un frío negro —farfulló con su vozarrón de vaquero vestido de paisano normal—. Al llegar a la oficina de la gasolinera, pensé: «Aquélla se acuesta y no toma nada». Pues yo he subido por eso.
—Gra… gracias.
—Anda, tómate el café.
Aquel beso.
Aquel largo beso. Como si no se lo diera nunca. Sí, así era la expresión de Marcel. Como si jamás la besara, y aquello tuviera lugar todos los días…
Con mano insegura tomó el café. Y después puso la taza vacía en la bandeja. Respiró fuerte.
—Me… me… siento bien.
—Me alegro. Ahora acuéstate —y de súbito, con la mayor naturalidad, como si lo hiciera todos los días, y hacía cinco años que no lo hacía—. ¿Te ayudo a desvestirte?
Uni Ñau enrojeció.
Como si jamás tuviera un marido.
Como si su amor por aquel marido no fuese un poco loco en su misma loca juventud. Como si por primera vez un hombre la besara y la mirara.
—No —susurró cohibida—. Gracias, Marcel.
—Pues acuéstate tú —dijo él, abrumadoramente normal—, y no te levantes en todo el día. ¿No tienes que ir a la guardería? Mejor. Yo subiré temprano y haré la comida. Y la cena la mandaré subir del bar.
—¿Por qué eres… así… conmigo, que nada… nada te doy?
Marcel cargó la bandeja como un camarero. Era grotesca su figura enfundada en la pelliza, con la bandeja entre las manos y la visera aun puesta.
—Es que te quiero, Uni. Eso ya lo sabes tú.
Se fue.
Dejando allí, así, a lo simple, aquellas palabras que bullían como fuego en la mente femenina.
Estaba muy cansada. Por eso se durmió muy profundamente. Con el calor de aquel beso y aquel café en la boca, con la mente vacía, sin problemas, con la seguridad de ser respetada y la certidumbre de ser querida.
Así se durmió y así la despertó el ruido de la cocina. Se tiró del lecho despavorida.
¿Qué hora sería?
Buscó el reloj. Las dos en punto de la tarde. Buscó las chinelas y la bata, y tras calzarse unas y ponerse la otra, atando el cordón de la bata de felpa, corta hasta las rodillas, asomando los pantalones del pijama azul celeste, se acercó al tocador y se cepilló el cabello.
Inmediatamente después, salió de su cuarto y atravesó el pasillo.
Quedándose envarada en el umbral de la cocina.
Marcel canturreaba. Tenía puesto un delantal en torno a la cintura. Las mangas del jersey negro arremangadas y, cosa curiosa y grotesca, no se había quitado la visera.
Al sentir a su mujer, dio la vuelta en redondo con la sartén entre las manos. Quedándose un poco suspenso. Sus ojos se agitaron parpadeantes.
—Deja —dijo ella rápidamente—. Puedo hacerlo yo. Debiste de llamarme por teléfono a la una y hubiese tenido la comida.
—Estoy friendo unas patatas con jamón —rió Marcel divertidísimo.
—Deja te digo…
Iba hacia él.
Marcel debió de verse reflejado en sus ojos, porque llevó una mano al cabello y se quitó la visera.
—Soy un tipo descuidado —farfulló como aturdido—. ¡Has visto! Friendo patatas con la visera puesta.
Y de súbito, algo debió ocurrir a los dos. Se quedaron mudos. Mirándose.
Marcel dejó la sartén sobre la mesa de mármol.
—Lo vas a manchar —dijo ella de modo raro.
Marcel no se movió.
Estaba de espaldas.
—Vete a vestirte —dijo roncamente—. Ahora… por favor.
Uni se quedó muda, suspensa. La voz de Marcel era demasiado ronca.
—Marcel…
—Vete —dijo él—. Vete.
Uni retrocedió un paso y quedó pegada al marco, con las dos manos crispadas en la espalda. Al girar Marcel, sus ojos parecían ocultarse bajo el peso de los párpados.
Sin duda la vio muchas veces así, por los pasillos, de pasada nada más. Verla en aquel instante en la cocina, vestida de aquella manera… él no lo resistiría. Por eso, roncamente, volvió a decir.
—Por favor… vete a cambiarte.
No supo por qué, Uni salió a paso largo. Con las dos manos aun en la espalda. Crispadas, frías.
Como un autómata buscó su cuarto, y así se metió en el baño y así se vistió. Puso una falda y un suéter. Cepilló de nuevo el cabello y sin pintura en el rostro, fresca y suave, se dirigió de nuevo a la cocina, con la certidumbre de que Marcel la miraría de otra manera.
Pero Marcel cocinaba sin canturrear. No tenía la visera puesta ni el delantal, y sus dedos, al dar la vuelta a la tortilla de jamón, tenían un ligero temblor.
—Parece que ahora ya no sé cocinar —farfulló oyéndola, pero sin mirarla.
—Termino yo. Tú puedes ir a la salita a leer el periódico.
—Me gusta la cocina.
Se volvió hacia ella.
Se echó a reír, con aquella risa suya que ocultaba muchas cosas. Era como si la risa en su boca fuese un pretexto, una ocultación a tantos sentimientos doblegados.
—Esta tarde —dijo él de repente, buscando el rincón de la cocina donde siempre se sentaba— me la tomo libre. Es sábado. ¿Qué te parece si fuéramos los dos a cenar por ahí?
Nunca había ido.
Cuando se casaron porque no tenía dinero para tales dispendios, o, muchas veces, porque preferían la intimidad de su alcoba y la impetuosidad de su amor. Después, porque las cosas se complicaron. Más tarde, porque estaba sola y jamás aceptó la invitación de un hombre. Y luego, porque encontró trabajo y se dedicó a él.
—¿No dices nada, Uni? —ya parecía más tranquilo. Su voz no era ronca. Su sonrisa era suave.
—Bueno.
—Entonces vendré a buscarte a las siete. ¿Qué te parece? Ponte bien guapa.
—¿Y tú?
—¿Yo? —levantó los ojos con alarma—. ¿No te gusto? —una risa juguetona en sus labios—. Di. ¿Soy tan feo?
Uni no supo qué decir.
Empezó a poner la mesa.
Entonces, como estaba cerca de él. Marcel hizo un simple movimiento y Uni cayó sentada en sus rodillas.
—Mar… Marcel… Deja, deja…
Marcel no la dejaba. La sujetaba por la cintura y le decía al oído, metiendo la cabeza en la suya.
—Di, di. ¿Soy tan feo?
Capítulo XIV
Quita, quita —dijo, y le parecía imposible que su voz saliera tan tenue de sus labios—. Por favor, Marcel.
La detenía allí, en sus rodillas, juguetón y sarcástico, dentro de un sarcasmo lleno de suave ternura.
Le alisaba los cabellos con una mano, mientras que con la otra la cerraba por la cintura. Su voz cosquilleaba en el oído femenino, y sus dedos, como si no pudieran estarse quietos, oscilaban en la cintura, subiendo hacia el pecho.
—Marcel, te pido…
—No soy tan feo, Uni —decía Marcel emocionado, pero ocultando su emoción bajo una risa muy ronca—. Cuando tenías diecisiete años, y yo veinticinco, te gusté. ¿Lo recuerdas? Te gustaba mucho. Nos veíamos así, a escondidas. Tú salías del Instituto, y yo de mi fábrica de hierros… ¿Te acuerdas? Siempre me decías: «Has de cortarte bien las uñas, Marcel. Las tienes un poco negras». Yo me las cortaba de tal manera, que después me dolían las yemas de los dedos.
Quedándose inmóvil en sus rodillas.
Pero estaba como tensa.
Marcel, súbitamente la soltó.
—Ya sé que no estás a gusto en mis rodillas —susurró como dolido—. Ya lo sé.
Uni quedándose inmóvil, muy derecha junto a él.
—No es… eso.
—No, Uni. Ya sé.
Marcel parecía triste.
Casi envejeció de repente.
Pero Uni, de súbito, deslizó la mano y alisó los cabellos de Marcel, que la visera, al ser quitada bruscamente, había alborotado.
—Perdona, Marcel. No me refería a tu físico. Decía que si yo me pongo guapa, tú tendrás que ponerte un traje mejor. Seguramente no lo tienes.
Marcel se alzó de hombros.
—Lo tengo —dijo—. Pero nunca lo pongo. Creo que tengo dos. Si sales hoy conmigo, te prometo que me vestiré como es debido.
Uni respiró fuerte.
—Hace años que no salgo así por las noches. Creo que ni siquiera sé ya bailar.
Se acercaba al fondo y disponía la comida. Marcel se levantó y dobló el periódico.
—¿No has… salido nunca con hombres… con hombres durante este tiempo?
Era la pregunta que seguramente ardía en sus labios hacía mucho tiempo. Uni se volvió con la fuente de pescado frito en las manos.
—No. Nunca, Marcel.
Había que creerla.
Conocía demasiado a Uni para imaginarla mintiendo.
—Igual… no me crees.
Marcel le quitó la fuente de las manos y la depositó en la mesa.
—Vamos a comer.
—¿No me crees?
—Sí —afirmó rotundo—. Te creo. Tendría que no conocerte, y te conozco. Hace mucho tiempo que no te siento junto a mí, pero no me olvidé nunca de cómo eres.
Al hablar le asía una mano por el aire y la llevaba a la boca.
—Mira —dijo riendo—. Así hacen los caballeros con las damas. ¿Qué te parece, Uni?
—Estás un poco loco.
—Sí. Cada vez que bajo a la oficina y me pongo a reñir con los muchachos de mi gasolinera, recuerdo que te tengo en casa y me pongo contento y dejo de reñir. ¿Ves qué simple? No soy un caballero, pero yo pienso que no hace falta serlo para respetar a una dama. ¿No te parece?
—Siéntate.
—Tú primero.
—Marcel, cómo eres.
La miró cegador.
—¿No sabes cómo soy?
Ella se agitó.
Se estremeció de pies a cabeza.
Lo sabía.
Hacía mucho tiempo que lo tenía olvidado y, de repente, al vivir con él… lo recordaba todo. Era turbador recordar cómo era Marcel.
Por eso la intimidad a su lado era casi… conmovedora.
—Siéntate —susurró aturdida, sin responder.
Marcel lo hizo.
Se le acercó por la espalda, y así, pegado a ella, sin tocarla con las manos le metió la cabeza en la garganta y la besó junto a la barbilla.
—Mar… Marcel.
—Sí, sí. Voy a comer.
Comieron.
Como intimidados. Como si ambos pretendieran desviar la conversación muy lejos de lo que ambos sentían en realidad.
Uni habló de la guardería. De madame Morton. Él de su gasolinera, con mucha prisa, como si así se alejara más de cuanto estaba deseoso de gritarle.
Después se puso en pie.
—Tengo que irme —dijo presuroso—. Volveré a las siete. Me pondré muy elegante.
—Te burlas de mí, porque te lo dije.
Tenía que besarla antes de irse.
Por eso se acercó a ella de aquella manera suya, que parecía no hacer nada. Pero lo hacía. Era su fuerte. Aquella expresión tierna y aquella boca plegada en una suave sonrisa.
—Uni…
Uni ya empezaba a conocerlo otra vez. Como antes. Como cuando vivían sus padres y Marcel la arrastraba hasta el cuarto, para darle el adiós todos los días.
—Uni…
—Vete.
Pero Marcel la apretaba en sus brazos y así… así, en la boca, la besaba. Largamente.
Sin hacer nada. Como hurgando en sus labios, como llevándole la propia vida.
—Ve… ve… vete.
Le dolían los labios al abrirse sobre los de Marcel. Este lanzó un suave grito. Luego salió, corriendo.
—Se lo voy a decir hoy.
Madame Morton le apretó la mano.
Lo hizo con una inmensa ternura.
—Sí, sí, Uni. Así tienes que hacer.
—Es que…
—¿Has comprendido?
Bajó los ojos.
Le daba vergüenza hablar de ella y de Marcel. Pero con la única persona que podía hacerlo, era con madame Morton. Como si viviera su madre y le explicara…
Sería consolador poderle decir a su madre.
—Sí. Le comprendo ya. Marcel nunca dejó de quererme.
—¿Y tú?
La miraba con fijeza.
—Yo…
—Dilo. ¿Te lo preguntaste a ti misma?
—No quiero hacerlo.
—Debes de hacerlo, Uni.
—¿Lo necesito?
Era cierto. No lo necesitaba. Estaba dentro. Era… una verdad que estaba bien dentro.
Ambas se hallaban en el despacho de madame Morton.
Eran las cuatro de la tarde.
Ella lo pensó mucho antes de decidirse. Pero estaba allí. A alguien tenía que decírselo. Primero fue a buscar a Gerda, y la portera de la casa le dijo que Gerda se había ido del apartamento hacía más de dos semanas. Se había ido al Brasil con una casa de modas.
Seguro que no se fue con la casa de modas, pero algo había que decirle a la portera. Gerda era así. Un día había caído y seguía cayendo y cayendo, porque nadie tenía valor para levantarla, y ella sola no podía.
—Uni…
Abrió los ojos y miró a madame Morton. –
—Sí, madame.
—¿En qué pensabas?
—En una amiga. Pero no importa. He venido a decirle que le voy a confesar a Marcel lo de nuestro hijo. Es posible que vengamos a buscarlo mañana o pasado… No sé. Esta noche salgo con él por ahí. No sé adónde. ¿Qué más da? Voy con él.
—Uni, sin rencor.
¿Rencor?
¿Podía quedar algo dentro? Nada. Nada en absoluto.
—Sin rencor.
—Te creo —agarró su mano por encima del tablero de la mesa—. No temas. Nadie sabrá jamás lo que pasó.
—Es que no pienso volver. Marcel sufre cada vez que tengo que quedarme aquí. No tengo derecho… a sacrificarlo así.
—Eso me gusta, Uni. Me gusta mucho.
—Dígale a Archer que mañana o pasado volveré y se irá conmigo. Dígale que le voy a llevar a casa.
—Le digo… que eres su madre.
—No, no… Se lo diré yo a Marcel. No sé.
—Debes decírselo a Marcel cuanto antes. Hoy mismo. No lo demores más.
—Tengo miedo.
—¿Miedo?
—Sí —rió aturdida—. Es tonto tener miedo con un hombre como Marcel. Debí esperarlo, debí suponer que Marcel no me abandonaba. No pudo ser. Ahora lo sé bien.
—Uni, estás muy enamorada de él.
—Es que…
—Nunca dejaste de estarlo, ¿verdad?
Uni movió la cabeza de un lado a otro.
—Nunca —dijo con acento ahogado—. Sé que nunca… Salimos esta noche —añadió como si aquello le obsesionara—. Marcel y yo salimos por primera vez. Ni de casados pudimos salir. No teníamos dinero…
—Tampoco hoy saldrás, y lo tienes, Uni.
La miró asombrada.
—Verás cómo no sales —rió la dama enternecida—. Verás, verás…
Tenía razón madame.
Pero en aquel momento, Uni había perdido el hábito matrimonial, y no se daba cuenta de por qué lo aseguraba madame.
Capítulo XV
Hacía un frío intenso.
Uni Ñau entró en su casa, la casa que compartía con su marido, frotándose las manos.
Al verse en el pequeño hall, sintió una súbita sensación de gozo. Miró en torno con los ojos muy abiertos.
Era como si por primera vez pisara aquel hogar, y alguien, la empujarla hacia él, le advirtiera que era suyo. Y ella sintió una íntima alegría indescriptible al comprobar que, en efecto, le pertenecía.
Durante más de un mes había entrado y salido en aquella casa sin sentir tal sensación. Pero, de repente, todo parecía distinto. Los muebles, la decoración, el calorcillo reconfortante y la sombra de Marcel, que parecía estar incrustada en cada esquina del hogar.
Así se detuvo ante el perchero y se quitó el impermeable. Y así empezó a caminar por la casa, con la sensación de que pisaba plumas.
Ella misma comprendía que era una tontería, pero lo cierto es que parecía que se había casado aquel día, y que esperaba la llegada de Marcel, que había ido, le seguía pareciendo a ella, a guardar el auto.
Avanzó por la casa, y, uno por uno, como una niña juguetona que acaba de recibir un regalo y no sabe cómo manifestar su tremenda alegría, entró y salió de todos los departamentos. De su alcoba, de la cocina, de la alcoba donde dormía Marcel… Con los dedos acarició las cortinas, el tapizado de los muebles, la sobrecama Salió casi corriendo, como si tuviera la sensación de que alguien la veía. Pero, no. No la veía nadie.
Eran las seis de la tarde y aún faltaba una hora para que subiera Marcel.
Empezó a prepararse. Se dio un buen baño. ¡Cuántos años deseando aquel hogar, junto a Marcel! Miles de ellos. Jamás había ido a comer fuera. Jamás tuvo la satisfacción de tenerlo todo. Y lo tenía casi todo.
Salió del baño y, entretanto se preparaba el rostro, puso una bata sobre el cuerpo desnudo. Calzó chinelas y se sentó ante el tocador, se miró fijamente al espejo.
Que nadie le preguntara las causas. ¡Había tantas y tan distintas! Montones de causas para sentirse feliz. El amor de Marcel. Su propio amor. La existencia de Archer, que podría entrar en aquella casa y sentir el calor del hogar… y la ternura de sus padres. Su propia juventud, sus ansiedades… los besos de Marcel… aquel piso reconfortante. El trabajo de Marcel allí mismo, casi a dos pasos…
Se cepilló el cabello y, casi en seguida, oyó la llave en la cerradura.
Se puso de un salto en pie, dispuesta a huir para vestirse, pero la voz de Marcel la paralizó.
—Uni, Uni, ¿dónde estás? —y más alto—. Ya estoy aquí. Me voy a dar un baño feroz y me pondré mi mejor traje. Uni, ¿dónde estás?
Uni no sabía qué decir.
Pero no fue preciso decir nada.
Marcel se recostó en el umbral. Quedándose envarado, algo confuso, con los ojos brillantes fijos en ella.
—No estoy… lista aun.
Marcel no sabía qué decir.
La verdad es que, si bien Uni era su esposa, hacía mucho tiempo que no la veía vestida así… Así, tan íntimamente.
—Marcel… —se aturdió bajo la mirada de su marido—. Estaré… en seguida.
Marcel empezó a reír.
El recurso de su risa, que ocultaba mil emociones juntas y atropelladas.
—¿Qué te parezco yo? Estoy sucísimo. Hemos tenido… —trataba de hablar con naturalidad, sin moverse del umbral— unas averías abajo, de envergadura. Pero ya pasó todo. Necesito un baño con detergente —rió flemático.
—Vete, pues.
—¿Saldremos?
—¿No… lo has dicho tú?
Marcel movió su poderosa cabeza.
Aún tenía la visera puesta y el zamarrón de cuero, con cuello largo de pelusa. Tenía las dos manos metidas en los bolsillos ladeados, y sus ojos, bajo el peso de los párpados, despedían un brillo acariciante.
—No vale que sólo lo diga yo, Uni. ¿No te has dado cuenta aún de eso? —avanzaba casi sin darse cuenta—. Yo quiero que las cosas las desees tú. Si tú deseas salir, salimos, pero si no lo deseas… —quitó una mano del bolsillo, y como si no se percatara él mismo de lo que hacía, la elevó y la dejó caer en los lisos cabellos su mujer—. Parece seda —dijo como aturdido—. Dime, de verdad, ¿eh? ¿Quieres salir?
—Sí…
—Tienes una vocecilla…
Uni respiró fuerte.
Sentía en su pelo y en su nuca la mano oscilante de Marcel. Una mano suave, que parecía que no tocaba, pero tocaba. Hacia cosquillas en su garganta.
—Una vocecilla tenue, Uni —una tibia sonrisa y se inclinó hacia adelante, al tiempo de mirarla a través del espejo—. Uni siempre hueles así. Yo siempre te recordaré oliendo a esa colonia fresca. Dirás que es una tontería, ¿verdad?
—Vete a cambiarte.
—Oh, sí.
Pero no se movía.
De repente deslizó sus dedos bajo la bata.
—¡Marcel!
—Sí. sí…
—Vete, anda.
—Sí.
Pero seguía allí.
De súbito se inclinó más hacia ella y metió la boca en su cuello. La besó lentamente. Uni cerró los ojos, elevó una mano y la enredó en los cabellos de Marcel, tirándole la visera al suelo.
—Vete… Marcel.
Lo empujaba blandamente. Marcel, de mala gana, se separó un poco de ella y empezó a retroceder sin dejar de mirarla.
Le oyó canturrear en el baño contiguo.
Oyó el zumbido de la máquina de afeitar y el chorro del agua al caer en el lavabo. Pero no pudo moverse.
Pensaba que tenía que vestirse, pero, la verdad es que no era capaz de levantarse del taburete.
—Iremos a bailar —gritaba Marcel a través del tabique—. ¿Qué te parece?
—No… sabré.
—Te enseñaré yo.
Y riendo.
—Será grato volver a empezar. ¿Sabes, Uni…?
Esperó que continuara, pero Marcel hizo su aparición por la puerta de la alcoba, enfundado en los pantalones del traje de un gris oscuro. El tórax al descubierto y el cabello aún húmedo, resbalando unas gotas por la frente.
Tenía el peine en la mano y lo levantaba hacia la cabeza. Al ver a Uni en el mismo sitio, quedó con el peine en alto y la mirada asustada.
—¿Aún estás ahí?
Uni se agitó en el taburete. Dobló la bata sobre su cuerpo y se levantó.
—Es verdad —susurró aturdida—. Estaré lista en seguida.
—¿No quieres ir?
—¿Ir?
—Sí —avanzaba hacia ella peinándose—. Di. ¿No quieres? Será como si empezáramos de nuevo. Veamos —se inclinó galantemente hacia ella—. ¿Qué te parece si te invitara esta noche, como si jamás te viera antes? Verás, yo te diría… «Señorita, es usted muy hermosa. ¿Quiere bailar conmigo?»
—Pero, Marcel.
—Tú me dirías: «¿Cómo no, caballero?» ¿Ves qué ridículo? —rió él—. Los chicos de hoy no hacen así. Muchas veces presencié yo oculto, observante, la actuación de un chico de hoy. Verás, imagínate que soy un «in» y tú eres una «ye-yé». Nos encontramos en una cafetería. Yo me acerco directamente. Los chicos de hoy no se andan con falsedades. Van al objetivo y lo manifiestan así. Me acerco y te miro: «Estás colosal, chica. Me parece que a tu lado puedo pasar un rato agradable. Oye, ¿qué tal lo pasarías tú al mío?»
—Marcel…
—Pero yo soy un hombre casado —dijo Marcel sin sarcasmo, gravemente—. Y por eso le pregunto a mi mujer —la levantaba y la acercaba a su pecho desnudo—. ¿Quieres que probemos a bailar aquí?
—No… no, Marcel.
Marcel ya no decía nada.
No podía decir nada. Al acercarla a su pecho, olvidó que estaba hablando. Con una ternura que parecía impropia de su corpachón, la dobló en su pecho, le buscó los ojos.
—Marcel —musitó Uni entrecortadamente—. Marcel.
Marcel la acariciaba y la miraba como si fuese una cría pequeñísima. Parecía que tenía miedo a tocarla. Era su mujer y la adoraba. Alisándole el cabello con una mano, buceaba en los negros ojos con ansiedad.
Fue simple el movimiento de Uni.
Simple y necesario.
Se oprimió instintivamente contra él, y así, débil y bonita, levantó los brazos y le rodeó el cuello.
Capítulo XVI
Amanecía.
La voz de Uni tenía como un silbido ahogado.
—No te dije nada. No podía decírtelo hasta saber… hasta saber…
—Uni —gritó Marcel ansiosamente—. ¿Cómo has podido callarlo? ¿Cómo has podido tanto tiempo?
—Tenía miedo —casi sollozaba Uni.
Marcel la apretaba contra sí.
Tan poderoso. Tan brutote en apariencia, y para amar a Uni era el ser más delicado y tierno del mundo.
—Uni querida… un hijo… ¿Por qué te fuiste? ¿Sabiendo que ibas a tener un hijo, por qué no me esperaste?
—Tú me habías abandonado.
—Dios mío, Uni querida. Conociéndome… ¿no sabías que tenía que volver? Aun pidiendo, con el saco al hombro, yo tenía que volver, Uni —casi lloraba él—. Y me robaste el placer de ese hijo tanto tiempo. Iremos a por él hoy mismo, ahora mismo.
—No, no. Ten calma. Nadie sabe que es mi hijo. Es decir, lo saben tres personas. Pero ésas no lo dirán jamás. Iré yo sola o mejor, le pediré a madame Morton que me lo traiga —se oprimía contra Marcel, un Marcel agitado—. Marcel querido, perdóname. Es que tenía miedo. Madame Morton me ayudó mucho y tú no sabes lo que sufrí, pero estuve siempre al lado de Archer…
—¿Archer? ¿Se llama así?
—Si.
—Como mi padre —casi gemía Marcel, delirante—. Si habías dejado de quererme, ¿por qué le has puesto como mi padre? Di, di…
—Marcel, nunca dejé de quererte. Tú sabes que nunca dejé…
Marcel era muy nervioso.
No podía estar allí. Tenía que moverse y gritar y decir cosas, aunque ninguna de ellas tuviera sentido.
Pero Uni se echó sobre él y le cuadró el rostro entre las manos.
—Marcel…
—Dime, Uni.
—¿No me vas a perdonar?
Marcel reía y casi lloraba. Parecía un crío acariciado por ella. Movía la cabeza y besaba los labios femeninos con ansiedad.
—Sí, tonta, tonta. Te perdono. Pero es que estoy… ¿No te das cuenta? Es un hijo mío. Un hijo que deseé con todas las fibras de mi ser, Uni. Un hijo a quien educaré mejor que me han educado a mí. ¿No te das cuenta, Uni? —la apretaba contra su cuerpo con ansiedad—. Imagínate. Yo siempre fui un muchacho sacrificado y si bien no envidié a los poderosos, muchas veces me quedaba absorto mirando a esos niños que lo tienen todo, que van en auto, que visten impecablemente, que van de la mano de sus padres saltando felicísimos. Eso sí lo miré, Uni, y lo eché de menos. Mi hijo no echará nada de menos. Podrá tener auto y buenos vestidos y podrá ir también de la mano nuestra, de sus padres. ¿Ves por qué estoy tan emocionado?
—No sé —susurró ella a punto de sollozar— cómo pude ser tan dura contigo, Marcel querido. No me lo explico.
—Tenía que ser así. Para que nos conociéramos mejor, tenía que ser así —de repente se olvidó de su hijo y miró a Uni con anhelante ansiedad—. Te quiero, Uni. Nunca dejé de quererte. Tú no sabes lo que yo sufrí antes de irme. Yo quiero dártelo todo. ¡Todo! Antes también quería. Y no podía darte nada. Y lo poco que te daba, no servía para ti, porque tú lo gastabas para tus padres. Eso es natural, pero era, a la vez, terrible para mí. Porque, mientras tú carecías de todo por tus padres, no ibas a hacerles nada. ¡Nada! Se iban a morir igual. ¿Entiendes eso? No, no lo entiendes. No hay nadie capaz de entender eso. Yo sufrí y salí de aquella casa tratando de buscar una solución. No la encontré y volví a tu lado.
—Calla, Marcel.
—Es que, aunque me calle, lo tengo aquí. Aquí… Es como una pesadilla. Tú no sabes lo que es buscar a un ser querido y no hallarlo. Tú no sabes lo que es eso. Yo me veía como un monstruo, y vivía desamparado. Por eso trabajé tanto, y por eso traté de hacer algún dinero. Tú no sabes las cosas que yo hice. Hasta trafiqué con drogas durante algún tiempo, pero aquello era odioso para mi conciencia, y pensé que era mejor morir pobre que condenado, y lo dejé. Luego empecé con otra cosa.
—Marcel…
Era ella la que lo besaba. La que buscaba sus labios, y se quedaba bajo sus besos, silenciosa mucho tiempo.
Empezaba a aclarar el día.
En un momento inesperado. Uni huyó de allí y se colgó del teléfono.
—Uni —gritaba Marcel—. Uni…
—Voy ahora. Voy… voy…
Al rato apareció de nuevo. Recogió la bata del suelo y se la puso, y sus ojos parecían despedir chispitas doradas.
—Madame Morton traerá a Archer. Marcel. Anda, levántate. Tenemos que prepararnos para recibir a nuestro hijo…
Marcel andaba por la casa como si le pusieran dinamita en los pies. Tan pronto estaba en la puerta de la calle como en la cocina, donde una Uni deliciosa, con una tibia sonrisa en los labios, preparaba café.
—No acaban de llegar, Uni.
—No seas impaciente.
—Lo dices así porque tú lo veías todos los días. Pero yo no lo conozco, Uni. ¿No te das cuenta?
—Claro que sí. Es como tú, Marcel. Tu pelo lacio, tus ojos azules, tu sonrisa impertinente. Ni encargado así sería más exacto.
—¡Sube el ascensor! —gritó Marcel precipitándose a la puerta.
Casi en seguida sonó un timbre.
Marcel abrió.
No miró a madame Morton. ¡Oh, no! Miró al crío que iba de la mano de la dama.
Archer era el vivo retrato de su padre, y miraba con ojos agudos al mocetón aquel que se arrodillaba en el suelo y quedaba a su altura.
—Archer —decía aquel mocetón con voz que al niño se le antojaba muy rara—. ¿Cómo estás?
Archer era un chico muy bien educado.
—Estoy bien, señor. ¿Y usted?
Uni ya estaba allí.
Archer, al verla, dejó de fijarse en el mocetón arrodillado. Corrió hacia ella, gritando:
—¡Uni, Uni…!
Madame Morton no pasó del umbral. Hizo un arco con la mano, emitió una sonrisa sabia y salió, cerrando de nuevo.
Marcel, sin ponerse en pie, fue de rodillas, hacia el grupo formado por su mujer y su hijo. Marcel tenía los ojos brillantes y algo le resbalaba por la mejilla.
—Uni, este señor…
—¿Sabes, Archer? Este señor que está tan emocionado, es tu papá…
Archer dio un salto.
—¿Mi qué?
—Tu papá.
—¿Y mi mamá?
Marcel ya lo tenía apretado en sus brazos y decía un montón de cosas raras. Lloraba y hablaba a la vez, y Archer sintió como si se le pusiera un nudo en la garganta.
—Uni… —gimió—. Papá está… está… llorando —y después, ansiosamente—. Y tú Uni, también, también…
—Y tú, Archer —dijo Uni abrazándose a su marido y a su hijo—. Tú también estás llorando.
Lloraban los tres y así se quedaron allí mucho tiempo, de rodillas en la alfombra del pasillo, apretados los tres.
Más tarde. Marcel sentaba a Archer en sus rodillas, ya en el interior del living, y le decía afanosamente, sorbiendo las lágrimas:
—Mira, chico, algún día te explicaré las causas. Hoy es imposible. Pero lo cierto es que Uni es tu mamá, y yo tu papá, y te aseguro que sólo Dios podrá separarnos ahora. Iremos en auto. Iremos de paseo. Iremos al cine…
Archer estaba como loco. Tan pronto iba de los brazos de Uni como a los de Marcel, y más tarde, mucho más tarde, horas después, cuando Uni y Marcel acostaron a su hijo y lo dejaron dormido y salieron al pasillo, se miraron como dos enajenados.
—Marcel… estás como tonto.
Marcel la apretó contra sí.
La levantó en vilo.
La llevó con él.
—Marcel…
—Tenemos que pensar en Archer. Pero está ahí, dormido, en nuestra casa, en la casa que ahora es suya —decía Marcel sobre la boca de su mujer, que se abría bajo la suya—. Su casa y nuestra casa. Nunca hemos tenido un hogar. Ahora sí.
—Me asfixias —decía Uni ahogadamente—. ¡Cómo eres Marcel!
—¿No me recordabas?
—Claro que sí. Pero… pero…
—Pensaste que no te quería…
—Marcel.
Marcel no la oía.
Hablaba él.
Le decía cosas al oído y Uni se agitaba a su lado, le rodeaba el cuello, le besaba apasionadamente.
Como resarciéndose del tiempo perdido.
Fin
Te busqué siempre (1983)
Título Original: Te busqué siempre (1983)
Editorial: Bruguera
Sello / Colección: Corinto 871
Género: Contemporánea.
Protagonistas: Marcel Plisnier y Uni Ñau