Publicado en
noviembre 17, 2013
El había dado todo por su familia, y había llegado el momento en que yo podía hacer algo por él.
Por Brian Keefe.
CADA VEZ que paso frente a una estación de bomberos, los rojos camiones de molduras cromadas, el olor de las mangueras puestas a secar y de los pisos recién pulidos, las enormes botas de caucho y los cascos, me llevan de vuelta a mi infancia, a la estación donde mi padre trabajó durante 35 años como jefe de mantenimiento.
Un día, mi padre nos permitió a mi hermano mayor, Jay, y a mí, deslizarnos por el reluciente poste de descenso de los bomberos. En un rincón de la estación se hallaba la plataforma con ruedecillas que se empleaba para meterse bajo los camiones a repararlos. Mi padre me indicaba que me sujetara bien y me daba vueltas en el carrito hasta dejarme mareado.
Junto al lugar donde se guardaba la plataforma había una máquina expendedora de bebidas gaseosas que despachaba las botellas verdes originales de Coca-Cola por diez centavos de dólar. Esa máquina representaba el momento culminante de nuestras visitas a la estación.
Tenía diez años cuando llevé a la estación a dos de mis amigos para presentarles a mi padre, de quien me sentía muy orgulloso. Pregunté a mi papá si nos podía comprar un refresco antes de que fuéramos a casa a comer.
Percibí una ligerísima vacilación en su voz. Pero accedió y nos dio tres monedas de diez centavos. Corrimos a la máquina, ansiosos de ver si alguno tenía la suerte de encontrar la estrella que venía en el interior de la tapa de algunas botellas.
¡Vaya suerte! La mía la traía. Sólo me faltaban dos para poder exigir un premio.
Dimos las gracias a mi padre y nos fuimos a casa a comer, y luego a nadar en el lago, aprovechando que era verano.
Al volver a casa, oí que mis padres hablaban. Mi madre, que parecía disgustada, mencionó mi nombre:
—Debiste explicarle que no tenías dinero para comprar refrescos. Brian habría comprendido. No nos sobra dinero, y tú necesitas almorzar —le dijo.
Mi padre, como era habitual en él, restó importancia al asunto.
Antes de que me sorprendieran escuchando, subí a toda prisa a la habitación que compartía con mis cuatro hermanos.
Me vacié los bolsillos, dispuesto a guardar la nueva tapa junto con las siete que ya tenía, y de pronto caí en la cuenta del gran sacrificio que mi padre había hecho por mí. Esa noche me prometí una cosa: algún día le revelaría que estaba al tanto del sacrificio que había realizado esa tarde y en tantas otras ocasiones, y que nunca lo olvidaría.
En el curso de los 20 años siguientes, la vida que llevaba mi padre fue minando su salud, pues tenía tres empleos para poder mantener a los nueve miembros de la familia. Sufrió cuatro infartos y tuvieron que implantarle un marcapasos.
Una tarde en que su vieja camioneta estaba averiada, me pidió que pasara por él y lo llevara al médico. Al llegar a la estación de bomberos, vi que él y algunos compañeros charlaban en la calle en torno de una flamante furgoneta. Yo elogié el vehículo, y mi padre dijo:
—Algún día tendré una así.
Nos reímos. Siempre había soñado con eso... y siempre había parecido un sueño inalcanzable. A mí y a mis hermanos nos iba bien en los negocios, y ya le habíamos ofrecido comprarle una furgoneta, pero él se negaba rotundamente:
—Si no la pago yo, no sentiré que es mía —argüía.
Mi padre salió del consultorio médico con el rostro ceniciento.
—Vámonos —fue todo lo que dijo.
Viajamos en silencio. Seguí la ruta larga de vuelta a la estación. Pasamos por nuestra vieja casa, el campo deportivo, el lago, la tienda de la esquina, y mi padre se puso a hablar acerca de los recuerdos que cada uno de esos lugares le traía.
En ese momento comprendí que se estaba muriendo.
Me miró, y asintió.
Yo entendí.
Nos detuvimos en la Heladería Cabot y comimos juntos un cono de helado, por primera vez en 15 años. Ese día conversamos de verdad. Me confió cuán orgulloso se sentía de todos nosotros, y aseguró que no le inspiraba miedo la muerte. Lo único que lo atemorizaba era estar lejos de mi madre. Nunca un hombre había estado tan enamorado de una mujer.
Me hizo prometer que no le diría a nadie que le quedaba poco tiempo de vida. Acepté a sabiendas de que sería el secreto más doloroso que había de guardar.
En esa época, mi esposa y yo pensábamos adquirir una furgoneta. Le pedí a mi padre que me acompañara a ver qué podía conseguir dando mi vehículo como pago inicial.
Llegamos a la sala de exhibición y comencé a hablar con el vendedor. Entonces vi a mi padre examinando con admiración una furgoneta hermosísima de un intenso color marrón. La recorría con la mano, como un escultor que revisara su obra.
Propuse que saliéramos a dar un paseo en ella. Mi padre se puso al volante y condujo durante diez minutos, comentando sin cesar que andaba como una seda.
Luego retornamos y subimos a una camioneta azul más pequeña, cuyo consumo de combustible se adaptaba mejor a mis necesidades. Por último, regresamos y cerramos el trato con el vendedor.
Unas noches después, invité a mi padre a ir conmigo a recoger mi nueva adquisición. Creo que accedió con tanta presteza sólo para echarle un último vistazo a lo que él llamaba "mi camioneta marrón".
Cuando entramos en el estacionamiento de la agencia, vimos el pequeño vehículo azul, con un letrero que anunciaba que se había vendido. Junto a él se hallaba la furgoneta marrón, recién lavada y resplandeciente. En la ventanilla, un gran cartel rezaba: "VENDIDA".
El rostro de mi padre reflejó inmediatamente decepción.
—Ya la compraron —dijo.
Me limité a asentir, y le pedí:
—Papá, ¿te importaría entrar y decirle al vendedor que estaré con él tan pronto estacione el coche?
Al pasar junto a la camioneta marrón, la acarició con la mano, y pude percibir que la desilusión lo embargaba de nuevo.
Llevé el auto al extremo opuesto del edificio y miré a través del ventanal de la sala de exhibición a aquel hombre que lo había dado todo por su familia. Vi que el vendedor le ofrecía un asiento, le daba el juego de llaves de la camioneta marrón y le explicaba que yo se la había regalado, y que ese era nuestro secreto.
Mi padre volvió la vista al ventanal. Nuestros ojos se encontraron, hicimos una inclinación con la cabeza y nos echamos a reír.
Yo aguardaba fuera de casa cuando mi padre llegó esa noche. En cuanto se bajó de "su camioneta", le di un apretado abrazo y un beso, le dije cuánto lo quería y le recordé que teníamos un secreto.
Fuimos a dar un paseo. En el camino me dijo que entendía lo de la camioneta, pero que no se explicaba qué hacía, adherida al volante, una tapa de botella con una estrella en el centro.
© 1993 POR BRIAN KEEFE. CONDENSADO DE "MIDDLESEX NEWS" (20-VI-1993), DE FRAMINGHAM, MASSACHUSETTS. FOTO: © RICHARD HUTCHINGS.